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Desigualdad: aspectos estructurales

Branko Milanovic 05/03/2016

A despecho de la atención sin precedentes que han recibido la renta y la riqueza en la campaña
presidencial norteamericana de este año y en varias elecciones recientes en Europa, no se puede
tener otra impresión que la de que, para muchos políticos centristas, la desigualdad no es más que
una moda pasajera. Ellos creen, me parece, que una vez que las economías vuelvan a un
crecimiento robusto de al menos entre un 2 y un 3 % anual, y el desempleo caiga al 5 % (o en
Europa a un solo dígito), la gente se olvidará por completo de la desigualdad y todo volverá adonde
estaba hace veinte años. Nadie volverá a preocuparse de nuevo por la desigualdad.

Este, me parece, es una ilusión, pues descuida los cambios estructurales en sociedades forjadas por
el largo y sostenido proceso del aumento de la riqueza y la desigualdad de renta durante los últimos
40 años. Cuando hay cambios estructurales profundos, que recuerdan a procesos semejantes
acontecidos en América Latina durante la mayor parte del siglo XX, los indicadores agregados, como
la tasa de crecimiento (que no es otra cosa sino la tasa de crecimiento de la renta en el promedio de
renta, que está en torno al percentil 65 o 70), pierden el significado que tienen en sociedades
económicamente más homogéneas.

Yo veo tres cambios estructurales: desarticulación de muchas sociedades occidentales, influencia


política del dinero a espuertas y desigualdad de oportunidades.

Desarticulación fue un término utilizado por la literatura de la dependencia de los años 60 y 70 para
expresar tanto la divergencia de intereses como de diferentes posiciones en la división internacional
del trabajo de diversas clases en el mundo en desarrollo. Por un lado, existía una élite doméstica
vinculada internacionalmente a los capitalistas, que participaba en la economía global, tanto por el
lado de la producción (como trabajadores altamente cualificados o capitalistas) o en el consumo
(como consumidores de bienes y servicios internacionales). Y luego estaba la mayoría de la
población, que carecía de toda conexión con la economía global y producía y consumía localmente.

La situación en los países ricos, y sobre todo en los Estados Unidos, resulta hoy en día de algún
modo semejante. Existe una élite (ya se trate del tristemente célèbre 1%, del 5% o incluso del 15%),
que se encuentra enteramente conectada con la economía global y que consume globalmente.
Luego tenemos una menguante clase media, cuyos ingresos han ido estancándose durante un
periodo de 30 a 40 años, y que se ve ligada a la economía global de forma negativa, es decir, que
vive en un temor permanente de perder ingresos o trabajo debido a la competencia de países más
pobres o inmigrantes. Estos grupos, más que la base más baja de la distribución de renta, son los
grupos desencantados, a los que tan fácilmente se gana Trump con sus discursos proteccionistas.
No estoy discutiendo si se pueden satisfacer alguna vez sus expectativas en una economía
globalizada; quiero simplemente hacer notar una profunda desconexión entre los intereses de los
que están arriba y los intereses de esta clase media, una brecha creada por la globalización y la
desigualdad de renta en aumento. Cuando los intereses económicos de los dos grupos resultan tan
divergentes, se hace más difícil hablar incluso de algo que sería un “interés económico nacional”; por
ende, la divergencia de intereses conduce a una serie de divergencias, de forma de vida, percepción
política, intereses culturales. Esta es la primera brecha estructural.

La segunda es simplemente la extension de la primera a la política. Debido a una serie de procesos


de acomodación, entre ellos de modo muy célebre la decisión de “Citizens United versus Federal
Electoral Commmission” [que legalizó la financiación sin límites de las campañas electorales
norteamericanas], el papel del dinero a espuertas en la política, siempre importante en los EE.UU.,
se ha incrementado todavía más. Pero aun sin las decisiones de los tribunales que lo han facilitado
(y estas decisiones podrían, a su vez, considerarse endógenas respecto al proceso de diferenciación
de renta), el incremento mismo de la desigualdad de ingresos les habría aportado mayor poder
político a los ricos. Más concentración del poder económico significa que hay menos gente que
dispone de fondos suficientes para ayudar a politicos y causas políticas, bien de su gusto o (más
probablemente) en su beneficio, y la concentración económica conduce así de modo natural a la
concentración de la financiación política. En última instancia, la influencia en política refleja
simplemente un poder económico desigual, lo cual a su vez es lo que han argumentado varios
especialistas de ciencias políticas (Benjamin Page, Larry Bartels y Jason Seawright; Affluence and
Influence, de Martin Gilden), y conduce a decisiones políticas que favorecen económicamente a las
élites y en última instancia a un mayor ahondamiento de la diferenciación económica.

El tercer cambio estructural causado por la desigualdad de renta es la creciente desigualdad de


oportunidades. A medida que se afianza la desigualdad de renta, esta no concluye simplemente en
la actual desigualdad de renta sino que tiende a pasar a las siguientes generaciones. Las
oportunidades de éxito de los hijos de familias ricas y pobres resultan divergentes. En un proceso
semejante a los que podemos observar en América Latina, la divergencia no se limita simplemente a
la riqueza heredada sino que se transfiere a la adquisición de educación (en la que la creciente
importancia de la educación privada exacerba todavía más las tendencias), y la conexiones
familiares y redes de contactos que a menudo resultan cruciales para el éxito.

Ahora bien, estas desigualdades estructurales no desaparecerán, puede que incluso se ahonden,
cuando la economía retorne a su tasa de crecimiento a largo plazo. Una tasa de crecimiento más
elevada podría haber bastado antes de que las líneas de falla estructurales se hicieran sólidas
porque el crecimiento habría “empapelado” estas diferencias. Pero cuando las divisiones
estructurales son profundas, el crecimiento por sí solo (como hemos visto nuevamente en el caso de
América Latina) no basta. Si me pemiten arriesgarme con una analogía médica, un resfriado
corriente se puede curar en lo esencial sin hacer otra cosa que quedarse en cama e ingerir más
líquidos. Gradualmente volvemos al estado anterior. Pero si el catarro continúa algún tiempo más y
se transforma en una enfermedad más seria, que es lo que un largo proceso de desigualdad le ha
hecho al cuerpo político, se necesitan remedios más fuertes.

Hace poco he releído algunas de las cosas escritas por Simon Kuznet en la década de los 60.
Sostenía que toda distribución de renta debería juzgarse de acuerdo con tres criterios: adecuación,
equidad y eficiencia. Adecuación significa garantizar que hasta los más pobres dispongan de un nivel
de ingresos en consonancia con las costumbres locales y la capacidad económica de la sociedad. La
equidad supone ausencia de discriminación, ya se trate de discriminación en la renta actual, como
por ejemplo la brecha salarial por motivos raciales o de género, o en posibilidades futuras (lo que
hoy llamamos desigualdad de oportunidades).

Por último, la eficiencia es el logro de altas tasas de crecimiento. Cuando se trata de la interacción
entre equidad y eficiencia, Kuznets considera que funciona en ambos sentidos: en algunos casos,
presionar en favor de una equidad demasiado dura, como en el caso del igualitarismo pleno, puede ir
en sus efectos en detrimento de la tasa de crecimiento. Pero en otros casos, la misma consecución
de tasas más elevadas de crecimiento requiere mayor equidad, sea porque una parte significativa de
la populación se ve, si no, socialmente excluida, porque no se le permite contribuir, o porque lleva a
la fragmentación de la sociedad y a la inestabilidad política. Creo que Simon Kuznets habría
considerado que la posición de hoy de las economías occidentales desarrolladas se encuentra en
ese segundo punto y habría sostenido que las políticas en favor de la equidad no suponen un
despilfarro de recursos sino más bien una inversión, incluso el requisito previo para ello, en un
crecimiento futuro.

Branko Milanovic
es un economista serbio-norteamericano. Especialista desarrollo y desigualdades, es
profesor visitante en el Graduate Center de la City University of New York (CUNY), así
como investigador titular en el Luxembourg Income Study (LIS). Anteriormente, fue
economista jefe en el Departamento de Investigación del Banco Mundial.

Traducción Lucas Antón Fuente: Social Europe Journal, 17 de febrero 2016


URL de origen (Obtenido en 05/03/2019 - 22:15):
http://www.sinpermiso.info/textos/desigualdad-aspectos-estructurales

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