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Era una tarde lluviosa. Los trenes avanzaban lentamente y aparecían sólo de vez
en cuando. El gentío se aglutinaba a la espera en el andén del metro Barranca del
Muerto. Estaban a punto de dar las siete de la noche cuando Inocencio caminó
por el acceso más lejano a la entrada, a sabiendas de que, por la distancia, sería el
menos transitado. Se colocó no muy lejos de una policía perdida en la pantalla de
su teléfono, quien, junto con una valla de color anaranjado, indicaba el límite
entre la sección general de abordaje y el área de uso exclusivo para mujeres, niños
y personas mayores. La multitud de aromas presentaba un cuadro olfativo
bastante variado: perfumes con una exagerada carga de dulzura o notas
ligeramente cítricas o amaderadas, la acidez del sudor bajo el trapo del agua: de
San Joaquín, Tacuba, Azcapotzalco o el Rosario; la corpedumbre de Polanco, San
Antonio, San Pedro, Tacubaya. Y por encima de los contrastes sensoriales, el
reconfortante calor humano.
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con que se presentaba Inocencio. Parecía la clase de hombre que se le quedaba a
una pegado durante todo el camino, sin decir una sola palabra, exasperante, el
mudo deseo en el rostro y nada más que la cara de estúpido arrancándole las
ropas con la fantasía. Menos de un segundo pasó cuando encajó sus pupilas en
las de Inocencio para que éste, casi por reflejo, girara la cabeza hacia otro lado.
Dafne avanzó después hasta la sección exclusiva.
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− ¡Ey, Semi! −, se escuchó una voz femenina.
Semi viró y estiró un poco el cuello para ver a una de sus compañeras, que
se hallaba con otros dos de playera verde a unos cuantos pasos, aunque al otro
lado de un charco anónimo de usuarios del transporte.
− Hay personas para cada cosa. O a cada cosa una persona sirve, si lo
quieres ver de otro modo − la voz clara y ligeramente ronca, con las consonantes
bien marcadas que esgrimía al hablar con su acompañante: los otros tres, ya
envueltos en su propia conversación, se hallaban junto a la puerta de abordaje,
risa y risa.
−Gugléalo −su voz, como un tierno cuchillo, cortaba el aire en finas capas.
−Ese, e, eme, i, erre, a, eme, i, ese −deletreó antes de hacer una extraña
torsión con su abdomen y su cuello para ver en qué estación se encontraba. En el
trayecto, su nariz pasó como una ráfaga muy cerca de los labios de Inocencio.
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erección, crimen sin víctima, dentro del curso natural de las cosas. Incógnito
pedazo de carne reconociendo carne, echaba sus nalgas para atrás, evitando que
hubiera algún herido con el fuego que encendía en él la joven Semiramis.
−Ja, ja, ja, ja −se le removían de risa las nalgas contra la pierna derecha de
Inocencio, mientras preparaba la respuesta para su interlocutor−… llevo cinco
años y tres… ¡no!, cuatro meses.
−Diecinueve, pero ando con él desde los catorce. Es más grande que yo
−volteó de nuevo a ver en qué estación se encontraba. Exhaló. Su aliento, como
una droga euforizante, embriagó aún más a Inocencio.
− ¿Cómo?...
−Ja, ja, ja… −¡ay!, las carcajadas de Semi, sus nalguitas temblando en las
piernas de Inocencio, sus manos dialogando con el aire y el roce, ¡el roce!−. Entre
otras cosas… Otras veces les da pena compartir algunas experiencias: a cada cosa
sirve una persona, pero se hacen los desentendidos.
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sordera! No había fantasía: puros sentidos dilatados. Ay, Semi. Ay, Semi.
Seminiña. En qué estación vamos. Semisantita. Dejé la escuela, no me interesa mucho,
pero tal vez regrese más adelante. Semi no: completa. Sí, completita. El movimiento
del tren, las niñas, su esposa. ¡Ay, virgencita santa! Pero qué ricas chichitas tiene
esta niña. Se movió con discreción: su miembro había encontrado cobijo entre los
glúteos de la muchacha. El tiempo había perdido todo su valor. Ay, semimujer.
El tren se tambaleaba. Ay, semiputita. Sí, completita. Ay, ay, ay.
− No me agarran nada, ni yo les agarro, faltaba más. ¡Ja, ja! −ay, ay,
madrecita santa− Simplemente hay que entender más de la mitad de lo que una
dice. No pido más: con eso me entrego toda.
−¿Toda?... ¿cómo?...
El novio, la novia, los esposos, las niñas: todo permanecía igual. Cuando
comenzó el sonido que anuncia el cierre de puertas, Inocencio, con una plácida
excitación salió del vagón. Flotaba por la estación en paz, junto a las últimas
personas que abandonaban el andén.
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Por mantener la marcha fija en medio de su extravío, clavó su andar al de
unos zapatitos negros. Talón, punta, talón, punta, talón, punta. Empezó a reír
tontamente mientras subía las escaleras. ¡Vaya historia! Talón, punta, talón,
punta, talón punta. ¡Cuántas personas dispuestas a complacerse sagradamente
sin comprometer su deseo! Talón, punta, talón, punta, talón, punta. ¡Cuánta
alegría en placeres tan simples!... ¡Talón! Los zapatitos negros se detuvieron de
súbito. Zapatitos negros y a un lado las botas de casquillo. Unos pantalones beige
y a un lado los pantalones cargo, azul marino como los suyos.
− ¡Mire nada más la cara de idiota que trae! ¿Que qué quiero que haga?
¡Quiero que haga que a este pinche recabrón le cueste lo que está haciendo!
−espetaba Dafne, hecha una furia.