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EL FIN DE LA CANÍCULA

Era una tarde lluviosa. Los trenes avanzaban lentamente y aparecían sólo de vez
en cuando. El gentío se aglutinaba a la espera en el andén del metro Barranca del
Muerto. Estaban a punto de dar las siete de la noche cuando Inocencio caminó
por el acceso más lejano a la entrada, a sabiendas de que, por la distancia, sería el
menos transitado. Se colocó no muy lejos de una policía perdida en la pantalla de
su teléfono, quien, junto con una valla de color anaranjado, indicaba el límite
entre la sección general de abordaje y el área de uso exclusivo para mujeres, niños
y personas mayores. La multitud de aromas presentaba un cuadro olfativo
bastante variado: perfumes con una exagerada carga de dulzura o notas
ligeramente cítricas o amaderadas, la acidez del sudor bajo el trapo del agua: de
San Joaquín, Tacuba, Azcapotzalco o el Rosario; la corpedumbre de Polanco, San
Antonio, San Pedro, Tacubaya. Y por encima de los contrastes sensoriales, el
reconfortante calor humano.

Inocencio contemplaba a las mujeres que le parecían desfilar frente a él: no


advertían su presencia siquiera, o lo miraban: ora con un vago atisbo de agrado,
ora con marcado rechazo. El primer tren se detuvo y el vibrante conglomerado
se apretaba en grupos frente a las puertas. Inocencio percibió, enervado, la estela
olfativa de un cabello que hacía caer sus rizos frente a él, un bálsamo de hierbas
que echaba raíces por el aire y se incrustaba en su cerebro, dándole tantas ganas
de acariciar el pasto. La dueña de aquella fiesta para los sentidos era una mujer
de piel clara y cabello oscuro: llevaba una blusa vaporosa de color negro, sobre
otra blusa del mismo color, pero más ajustada a su piel, y unos pantalones beige
que delineaban los detalles de la celulitis en sus generosas nalgas.

Las puertas, sin embargo, no se abrieron y la serpiente anaranjada


emprendió la marcha, provocando rechifla y caras de disgusto. La mujer, Dafne,
se encontró con la mirada de Inocencio: un hombre de unos cuarenta y pocos,
semblante nervioso, ni feo ni particularmente apuesto, con unos pantalones azul
marino de corte ajustado, la camisa blanca sudada en las axilas y restos de lluvia
en los hombros. Lo que definitivamente desagradó a Dafne fue el gesto mustio

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con que se presentaba Inocencio. Parecía la clase de hombre que se le quedaba a
una pegado durante todo el camino, sin decir una sola palabra, exasperante, el
mudo deseo en el rostro y nada más que la cara de estúpido arrancándole las
ropas con la fantasía. Menos de un segundo pasó cuando encajó sus pupilas en
las de Inocencio para que éste, casi por reflejo, girara la cabeza hacia otro lado.
Dafne avanzó después hasta la sección exclusiva.

La masa se esparció de nuevo, como la atención de Inocencio.

El segundo tren, algunos minutos después, sí abrió las puertas. Unas


empujándose, otras con especial cuidado en evitar el contacto físico con el resto,
todas las personas entraron en los vagones, cuyos asientos se ocuparon de
inmediato, quedando otras tantas de pie. Inocencio se recargó en la puerta del
lado opuesto y permaneció pensativo, mordiéndose los labios con angustia. Una,
dos, tres estaciones: en Tacubaya se precipitó dentro del vagón un nutrido grupo
de personas. Entre éstas, unos cinco jóvenes con playeras en color verde,
promotores de algún servicio que recién terminaban su turno.

Encabezando el corro, una muchacha de piel morena y el cabello quebrado


recogido llamó la atención de Inocencio: un par de tetas, temblorosas en cada
paso, pendían como dos magníficas gotas de leche tras la verde tela; las carnes
del estómago gruesas como un jugoso corte se contraían antes de esconderse en
el cinturón color café claro; la cintura aparecía especialmente delineada por la
amplitud de la cadera atrapada en unos pantalones de mezclilla no demasiado
ajustados: aquellas proporciones lo desconcertaron. La joven fue
involuntariamente empujada hasta el rincón en que Inocencio se encontraba,
dando un giro de último momento para no quedar en un franco abrazo frontal
con el hombre que, para ese momento, ya era un manojo de nervios.

Con los sentidos a tope, Inocencio recibió el contacto de la espalda de la


muchacha: el aroma de durazno que emanaba, cómo le nacían esos vellitos
negros y finos frente a las orejas, las pestañas inflamadas por un rímel muy muy
negro:

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− ¡Ey, Semi! −, se escuchó una voz femenina.

Semi viró y estiró un poco el cuello para ver a una de sus compañeras, que
se hallaba con otros dos de playera verde a unos cuantos pasos, aunque al otro
lado de un charco anónimo de usuarios del transporte.

− ¿Qué pasó, güeeeeeey? −alzó la voz histriónicamente, como si gritara. El


otro joven uniformado, recargado en un tubo justo frente a ella, rio.

La de la voz se hizo de ojos con los que señaló a Semi la presencia de


Inocencio, quien inmediatamente fingió que revisaba la secuencia de las
estaciones pegada en la parte superior del vagón. De soslayo, advirtió que Semi
ponía cara de no-entiendo-nada y su compañera desistió.

− Hay personas para cada cosa. O a cada cosa una persona sirve, si lo
quieres ver de otro modo − la voz clara y ligeramente ronca, con las consonantes
bien marcadas que esgrimía al hablar con su acompañante: los otros tres, ya
envueltos en su propia conversación, se hallaban junto a la puerta de abordaje,
risa y risa.

El muchacho, arrellanado contra el tubo, se limitó a reír e intentó cambiar


la conversación, pues sentía que había algo por entender en aquellas palabras,
sin atinar a saber de qué se trataba. No quería parecer un estúpido:

−Pero, a ver… ¿qué significa tu nombre?

−Gugléalo −su voz, como un tierno cuchillo, cortaba el aire en finas capas.

−Este… pero, a ver, ¿cómo se escribe?

−Ese, e, eme, i, erre, a, eme, i, ese −deletreó antes de hacer una extraña
torsión con su abdomen y su cuello para ver en qué estación se encontraba. En el
trayecto, su nariz pasó como una ráfaga muy cerca de los labios de Inocencio.

Su respiración se agitaba, ¡estaban todos tan apretados!... Como aquellos


momentos que se sabe que vendrán, lo inexorable, el sino, como los grandes
diluvios, la extinción del cosmos, la muerte; igual que el Paricutín, según
recordaba Inocencio de sus libros de la primaria, así comenzó a nacer esa

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erección, crimen sin víctima, dentro del curso natural de las cosas. Incógnito
pedazo de carne reconociendo carne, echaba sus nalgas para atrás, evitando que
hubiera algún herido con el fuego que encendía en él la joven Semiramis.

−Oye, ¿y cuánto llevas con tu novio?...

−Ja, ja, ja, ja −se le removían de risa las nalgas contra la pierna derecha de
Inocencio, mientras preparaba la respuesta para su interlocutor−… llevo cinco
años y tres… ¡no!, cuatro meses.

− ¡No mames, pues cuántos años tienes!

−Diecinueve, pero ando con él desde los catorce. Es más grande que yo
−volteó de nuevo a ver en qué estación se encontraba. Exhaló. Su aliento, como
una droga euforizante, embriagó aún más a Inocencio.

El novio, la novia. La boda, las niñas. Las hijas de Inocencio, de tres y


cuatro años, algún día serían unas jovencitas. Montón de imágenes que acudían
a su cabeza y la verga dura como un tronco, estorbosa, queriéndose hacer la
escondida entre la multitud hacinada.

− ¿No te gustan de tu edad?... No, ¿verdad?…

− ¡Me aburro con los de mi edad! −exclamó Semiramis manoteando y


encogiendo los hombros en señal de tedio− No tienen nada qué decir y a veces
no entienden nada tampoco −cada ademán hacía que sus codos rozaran el
abdomen de Inocencio, extasiado. El gesto impasible.

− ¿Cómo?...

−Ja, ja, ja… −¡ay!, las carcajadas de Semi, sus nalguitas temblando en las
piernas de Inocencio, sus manos dialogando con el aire y el roce, ¡el roce!−. Entre
otras cosas… Otras veces les da pena compartir algunas experiencias: a cada cosa
sirve una persona, pero se hacen los desentendidos.

Por lo alto de su espalda iban surgiendo delgadísimos cabellos que se


engrosaban donde comenzaba su nuca, parecía como un incendio pequeñito que
agarraba furia en la bella cabeza de la muchacha. Sus mejillas, su piel tostada, ¡la

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sordera! No había fantasía: puros sentidos dilatados. Ay, Semi. Ay, Semi.
Seminiña. En qué estación vamos. Semisantita. Dejé la escuela, no me interesa mucho,
pero tal vez regrese más adelante. Semi no: completa. Sí, completita. El movimiento
del tren, las niñas, su esposa. ¡Ay, virgencita santa! Pero qué ricas chichitas tiene
esta niña. Se movió con discreción: su miembro había encontrado cobijo entre los
glúteos de la muchacha. El tiempo había perdido todo su valor. Ay, semimujer.
El tren se tambaleaba. Ay, semiputita. Sí, completita. Ay, ay, ay.

− No se agarran la onda, entonces…

− No me agarran nada, ni yo les agarro, faltaba más. ¡Ja, ja! −ay, ay,
madrecita santa− Simplemente hay que entender más de la mitad de lo que una
dice. No pido más: con eso me entrego toda.

−¿Toda?... ¿cómo?...

¡Toda!, ¡como…! Semiramis, seminal, mamacita, ¡ay! El volcán, en


duermevela, hacía su silenciosa erupción. Con inmutable rostro, apenas unas
gotas de sudor se deslizaban por los carrillos de Inocencio. Lentas y largas
palpitaciones, oleadas de adormecimiento, la caída sobre un colchón
infinitamente suave lo sustraían de la realidad como si solamente observara una
película.

− ¡No mames!... ¿no la cachaste? −dijo la voz que se alejaba, como si se le


bajara el volumen a la televisión.

En la escena desfilaban las personas, una tras otra, abandonando el vagón


del metro en la estación El Rosario. Semiramis ya estaba afuera y sonreía traviesa,
haciéndole guiños con ambos ojos, antes de desaparecer entre la multitud.

El novio, la novia, los esposos, las niñas: todo permanecía igual. Cuando
comenzó el sonido que anuncia el cierre de puertas, Inocencio, con una plácida
excitación salió del vagón. Flotaba por la estación en paz, junto a las últimas
personas que abandonaban el andén.

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Por mantener la marcha fija en medio de su extravío, clavó su andar al de
unos zapatitos negros. Talón, punta, talón, punta, talón, punta. Empezó a reír
tontamente mientras subía las escaleras. ¡Vaya historia! Talón, punta, talón,
punta, talón punta. ¡Cuántas personas dispuestas a complacerse sagradamente
sin comprometer su deseo! Talón, punta, talón, punta, talón, punta. ¡Cuánta
alegría en placeres tan simples!... ¡Talón! Los zapatitos negros se detuvieron de
súbito. Zapatitos negros y a un lado las botas de casquillo. Unos pantalones beige
y a un lado los pantalones cargo, azul marino como los suyos.

− ¡Mire nada más la cara de idiota que trae! ¿Que qué quiero que haga?
¡Quiero que haga que a este pinche recabrón le cueste lo que está haciendo!
−espetaba Dafne, hecha una furia.

El policía parecía no tener opción. Miraba con asco el bulto en los


pantalones de Inocencio y la tremenda mancha, tan brillante como oscura, que
sobresalía, ligeramente cargada hacia el bolsillo derecho.

− Caballero −dijo el policía casi en un carraspeo−, haga el favor de


acompañarme.

− ¡Y no me voy hasta que levante el acta, porque este puerco hijo de la


chingada me viene siguiendo desde la terminal!

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