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orov;Aristóteles;Jakobson;Barrenechea;J
ackson;Lotman;DeBeauvoir;Sartre;Petit;
Bajtín;Kayser;Hegel;Goldmann;Jaeger;Va
ssallo,M.;Greimas;Humphrey;Poe;Quiro
ga;Rest;Voloshinov;Vassallo,I.;Friedrich;
Hugo;Maupassant;Huidobro;Brecht;Luca
Cuadernillo complementario
ks;Barthes;Eagleton;Bruner;Ducrot;Iser;T
Taller de lectura de textos
literarios María Isabel Vassallo
2012
odorov;Aristóteles;Jakobson;Barreneche
comisiones A, B y C
a;Jackson;Lotman;DeBeauvoir;Sartre;Pe
tit;Bajtín;Kayser;Hegel;Goldmann;Jaeger
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roga;Rest;Voloshinov;Vassallo,I.;Friedric
h;Hugo;Maupassant;Huidobro;Brecht;Lu
caks;Barthes;Eagleton;Bruner;Ducrot;Ise
r;Todorov;Aristóteles;Jakobson;Barrenec
hea;Jackson;Lotman;DeBeauvoir;Sartre;
Petit;Bajtín;Kayser;Hegel;Goldmann;Jaeg
er;Vassallo,M.;Greimas;Humphrey;Poe;
Nota introductoria
Este cuadernillo fue pensado con el objetivo de acercar textos que nos
parecieron oportunos para leer en paralelo a la cursada del Taller de lectura de
textos literarios, porque permiten establecer diaá logos intertextuales, ampliar el
recorrido propio y promueven nuevos interrogantes.
Para esto, hemos seleccionado textos críáticos y literarios que dispusimos en
relacioá n con los ejes planteados en la cursada, pero que esperamos puedan ser
leíádos maá s allaá de ellos e incluso de esta cursada.
Algunas intertextualidades resultan evidentes, como es el caso de la del mito de
Asterioá n y el cuento “La casa de Asterioá n” de Jorge Luis Borges o “Barba azul” de
Charles Perrault y “El jardíán de infierno” de Silvina Ocampo; otras, en cambio,
pretenden ampliar un marco de referencia.
Teoría literaria y crítica
GILLES DELEUZE
LA LITERATURA Y LA VIDA
Referencias:
1 Vid. Andreá Dhoô tel, Terres, de meá moire, EÉ d. Universitaires (sobre un devenir–aá ster
en La Chronique fabuleuse, pag. 225).
(2) Le Cleá zio, Haíü, Flammarion, paá g. 5. En su primera novela, Le proces–verbal, Ed.
Folio– Gallimard, Le Cleá zio presentaba de forma casi ejemplar un personaje en un
devenir–mujer, luego en un devenir–rata, y luego en un devenir–imperceptible en
el que acaba desvanecieá ndose.
(3) Vid. J.–C. Bailly, La leá gende disperseá e, anthologie du romantisme allemand, 10–
18, pag. 38.
(4) Marthe Robert, Roman des origines et origines du roman, Grasset (Novela de
los oríágenes y oríágenes de la novela, Taurus).
(5) Lawrence, Lettres choisies. Pioá n, II, paá g. 237.
(6) Blanchot, La part du feu, Gallimard, paá gs. 29–30, y L'entretien infini, paá gs. 563–
564: «Algo ocurre (a los personajes) que no pueden recuperarse maá s que
privaá ndose de su poder de decir Yo.» La literatura, en este caso, parece desmentir
la concepcioá n linguü íástica, que asienta en las partíáculas conectivas, y
particularmente en las dos primeras personas, la condicioá n misma de la
enunciacioá n.
(7) Sobre la literatura como problema de salud, pero para aquellos que carecen de
ella o que soá lo cuentan con una salud muy fraá gil, vid. Michaux, posfacio a «Mis
propiedades», en La nuit remue, Gallimard. Y Le Cleá zio, Haíü, paá g. 7: «Alguá n díáa, tal
vez se sepa que no habíáa arte, sino soá lo medicina.»
(8) Andreá Bay, prefacio a Thomas Wolfe, De la mort au matin. Stock.
(9) Vid. las reflexiones de Kafka sobre las literaturas llamadas menores, Journal,
Livre de poche, paá gs. 179–182 (Diarios. Lumen, 1991); y las de Melville sobre la
literatura norteamericana, D'ouü viens–tu, Hawthorne?, Gallimard, paá gs. 237–240.
(10) Vid. Androá Dhoô tel, Terres de meá moire, EÉ d. Universitaires (sobre un devenir–
aá ster en La Chronique fabuleuse, paá g. 225).
PRÓLOGO
1. HISTORIA
Viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las
letras. Los aparecidos pueblan todas las literaturas: están en el
Zendavesta, en la Biblia, en Homero, en Las Mil y una Noches. Tal vez los
primeros especialistas en el género fueron los chinos. El admirable Sueño
del Aposento Rojo y hasta novelas eróticas y realistas, como Kin P'ing
Mei y Sui Hu Chuan, y hasta los libros de filosofía, son ricos en fantasmas
y sueños. Pero no sabemos cómo estos libros representan la literatura
china; ignorantes, no podemos conocerla directamente, debemos
alegrarnos con lo que la suerte (profesores muy sabios, comités de
acercamiento cultural, la señora Perla S. Buck), nos depara.
Ateniéndonos a Europa y a América, podemos decir: como género más o
menos definido, la literatura fantástica aparece en el siglo XIX y en el
idioma inglés. Por cierto, hay precursores; citaremos: en el siglo XIV, al
infante Don Juan Manuel; en el siglo XVI, a Rabelais; en el XVII, a
Quevedo; en el XVIII, a De Foe1 y a Horace Walpole2; ya en el XIX, a
Hoffmann.
2. TÉCNICA
No debe confundirse la posibilidad de un código general y permanente,
con la posibilidad de leyes. Tal vez la Poética y la Retórica de Aristóteles
no sean posibles; pero las leyes existen; escribir es, continuamente,
descubrirlas o fracasar. Si estudiamos la sorpresa como efecto literario,
o los argumentos, veremos cómo la literatura va transformando a los
lectores y, en consecuencia, cómo éstos exigen una continua
transformación de la literatura. Pedimos leyes para el cuento fantástico;
pero ya veremos que no hay un tipo, sino muchos, de cuentos fantásticos.
Habrá que indagar las leyes generales para cada tipo de cuento y las
leyes especiales para cada cuento. El escritor deberá, pues, considerar
su trabajo como un problema que puede resolverse, en parte, por las
leyes generales y preestablecidas, y, en parte, por leyes especiales que él
debe descubrir y acatar.
a) Observaciones generales:
El ambiente o la atmósfera. Los primeros argumentos eran simples —
por ejemplo: consignaban el mero hecho de la aparición de un fantasma—
y los autores procuraban crear un ambiente propicio al miedo. Crear un
ambiente, una "atmósfera”, todavía es ocupación de muchos escritores.
Una persiana que se golpea, la lluvia, una frase que vuelve, o, más
abstractamente, memoria y paciencia para volver a escribir cada tantas
líneas, esos leitmotive, crean la más sofocante de las atmósferas.
Algunos de los maestros del género no han desdeñado, sin embargo,
estos recursos.
Exclamaciones como ¡Honor! ¡Espanto! ¡Cuál no sería mi sorpresa!,
abundan en Maupassant. Poe —no, por cierto, en el límpido M. Valdemar—
aprovecha los caserones abandonados, las histerias y las melancolías,
los mustios otoños. Después algunos autores descubrieron la
conveniencia de hacer que en un mundo plenamente creíble sucediera un
solo hecho increíble; que en vidas consuetudinarias y domésticas, como
las del lector, sucediera el fantasma. Por contraste, el efecto resultaba
más fuerte. Surge entonces lo que podríamos llamar la tendencia realista
en la literatura fantástica (ejemplo: Wells). Pero con el tiempo las
escenas de calma, de felicidad, los proyectos para después de las crisis
en las vidas de los personajes, son claros anuncios de las peores
calamidades; y así, el contraste que se había creído conseguir, la
sorpresa, desaparecen.
La sorpresa. Puede ser de puntuación, verbal, de argumento. Como
todos los efectos literarios, pero más que ninguno sufre por el tiempo. Sin
embargo, pocas veces un autor se atreve a no aprovechar una sorpresa.
Hay excepciones: Max Beerbohm, en Enoch Soames, W.W. Jacobs, en La
Pata de Mono. Max Beerbohm deliberadamente, atinadamente, elimina
toda posibilidad de sorpresa con respecto al viaje de Soames a 1997. Para
el menos experto de los lectores habrá pocas sorpresas en La Pata de
Mono; con todo, es uno de los cuentos más impresionantes de la
antología. Lo prueba la siguiente anécdota, contada por John Hampden:
Uno de los espectadores dijo3 después de la representación que el
horrible fantasma que se vio al abrirse la puerta, era una ofensa al arte y
al buen gusto, que el autor no debió mostrarlo, sino dejar que el público
lo imaginara; que fue, precisamente, lo que había hecho.
Para que la sorpresa de argumento sea eficaz, debe estar preparada,
atenuada. Sin embargo, la repentina sorpresa del final de Los caballos de
Abdera es eficacísima; también la que hay en este soneto de Banchs:
Tornasolando el flanco a su sinuoso
paso va el tigre suave como un verso
y la ferocidad pule cual terso
topacio el ojo seco y vigoroso.
Y despereza el músculo alevoso
de los ijares, lánguido y perverso,
y se recuesta lento en el disperso
otoño de las hojas El reposo...
El reposo en la selva silenciosa.
La testa chata entre las garras finas
y el ojo fijo, impávido custodio.
Espía mientras bate con nerviosa
cola el haz de las férulas vecinas,
en reprimido acecho... así es mi odio.4
El Cuarto Amarillo y el Peligro Amarillo. Chesterton señala con esta
fórmula un desiderátum (un hecho, en un lugar limitado, con un número
limitado de personajes) y un error para las tramas policiales, creo que
puede aplicarse, también, a las fantásticas. Es una nueva versión —
periodística, epigramática— de la doctrina de las tres unidades. Wells
hubiera caído en el peligro amarillo si hubiera hecho, en vez de un
hombre invisible, ejércitos de hombres invisibles que invadieran y
dominaran el mundo
(plan tentador para novelistas alemanes), si en vez de insinuar
sobriamente que Mr.
Lewisham podía estar "saltando de un cuerpo a otro" desde tiempos
remotísimos y de
matarlo inmediatamente, nos hiciera asistir a las historias del recorrido
por los
tiempos, de este renovado fantasma.
b) Enumeración de argumentos fantásticos
Argumentos en que aparecen fantasmas. En nuestra antología hay dos5,
brevísimos y perfectos: el de Ireland y el de Loring Frost. El fragmento de
Carlyle
(Sartor Resartus), que incluimos, tiene el mismo argumento, pero al
revés.
Viajes por el tiempo. El ejemplo clásico es La Máquina del Tiempo. En
este
inolvidable relato, Wells no se ocupa de las modificaciones que los viajes
determinan en
el pasado y en el futuro, y emplea una máquina que él mismo no se
explica. Max
Beerbohm, en Enoch Soames emplea al diablo, que no requiere
explicaciones, y discute,
aprovecha, los efectos del viaje sobre el porvenir.
Por su argumento, su concepción general y sus detalles —muy pensados,
muy
estimulantes del pensamiento y de la imaginación—, por los personajes,
por los
diálogos, por la descripción del ambiente literario de Inglaterra a fines
del siglo
pasado, creo que Enoch Soames es uno de los cuentos largos más
admirables de la
antología.
"El Más Hermoso Cuento del Mundo”, de Kipling es también de riquísima
invención de detalles. Pero el autor parece haberse distraído en cuanto a
uno de los
puntos más importantes. Nos afirma que Charlie Mears estaba por
comunicarle el más
hermoso de los cuentos pero no le creemos, si no recurría a sus
"invenciones precarias",
tendría algunos datos fidedignos o, a lo más, una historia con toda la
imperfección de
la realidad, o algo equivalente a un atado de viejos periódicos, o —según
H. G. Wells—
a la obra de Marcel Proust. Si no esperamos que las confidencias de un
botero del Tigre
sean la más hermosa historia del mundo, tampoco debemos esperarlo de
las
confidencias de un galeote griego que vivía en un mundo menos
civilizado, más
pobre.
En este relato no hay propiamente, viaje en el tiempo; hay recuerdos de
pasados
muy lejanos. En El Destino es Chambón de Arturo Cancela y Pilar de
Lusarreta el
viaje es alucinatorio.
De las narraciones de viajes en el tiempo, quizá la de invención y
disposición
más elegante sea El Brujo Postergado, de Don Juan Manuel.
Los Tres Deseos. Hace más de diez siglos empezó a escribirse este
cuento;
colaboraron en él escritores ilustres de épocas y de tierras distantes, un
oscuro escritor
contemporáneo ha sabido acabarlo con felicidad.
Las primeras versiones son pornográficas; las encontramos en el
Sendebar, en
Las Mil y Una Noches (Noche 596: El hombre que quería ver la noche de
la
omnipotencia), en la frase “más desdichada que Banús” registrada en el
Kamus, del
persa Firuzabadi.
Luego, en Occidente, aparece una versión chabacana. Entre nosotros —
dice
Burton— (el cuento de los tres deseos) ha sido degradado a un asunto de
morcillas.
En 1902, W. W. Jacobs, autor de sketches humorísticos, logra una tercera
versión, trágica, admirable.
En las primeras versiones, los deseos se piden a un dios o a un talismán
que
permanece en el mundo. Jacobs escribe para lectores más escépticos.
Después del cuento
no continúa el poder del talismán (era conceder tres deseos a tres
personas y el cuento
refiere lo que sucedió a quienes pidieron los últimos tres deseos). Tal vez
lleguemos a
encontrar la pata de mono —Jacobs no la destruye— pero no podremos
utilizarla.
Argumentos con acción que sigue en el infierno. Hay dos en la antología,
que no
se olvidarán: el fragmento de Arcana Coelestia, de Swedenborg, y Donde
su Fuego
Nunca se Apaga, de May Sinclair. El tema de este último es el del Canto V
de La
Divina Comedia:
Questi, che mai, da me, non fia diviso,
La bocca mi bacio tutto tremante.
Con personaje soñado. Incluimos: El impecable Sueño Infinito de Pao Yu,
de
Tsao Hsue Kin; el fragmento de Through the Looking-Glass, de Lewis
Carrol;. La Úl-
tima Visita del Caballero Enfermo, de Papini.
Con metamorfosis. Podemos citar La Transformación, de Kafka; Sábanas
de
Tierra, de Silvina Ocampo; Ser Polvo, de Dabove; Lady into Fox, de
Garnett.
Acciones paralelas que obran por analogía. La Sangre en el Jardín, de
Ramón
Gómez de la Serna: La Secta del Loto Blanco.
Tema de la inmortalidad, Citaremos El Judío Errante; Mr. Elvisham. de
Wells.
Las Islas Nuevas, de María Luisa Bombal; She. de Rider Haggard; L
́Atlantide. de
Pierre Benoit.
Fantasías metafísicas. Aquí lo fantástico está, más que en los hechos, en
el
razonamiento. Nuestra antología incluye: Tantalia. de Macedonio
Fernández; un
fragmento de Star Maker. de Olaf Stapledon; la historia de Chuang Tzu y
la mariposa,
el cuento de la negación de los milagros; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de
Jorge Luis
Borges.
Con el Acercamiento a Almotásim. con Pierre Menard, con Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius, Borges ha creado un nuevo género literario, que participa
del ensayo y de
la ficción; son ejercicios de incesante inteligencia y de imaginación feliz,
carentes de
languideces, de todo elemento humano, patético o sentimental, y
destinados a lectores
intelectuales, estudiosos de filosofía, casi especialistas en literatura.
Cuentos y novelas de Kafka. Las obsesiones del infinito, de la
postergación
infinita, de la subordinación jerárquica, definen estas obras; Kafka, con
ambientes coti-
dianos, mediocres, burocráticos, logra la depresión y el horror; su
metódica
imaginación y su estilo incoloro nunca entorpecen el desarrollo de los
argumentos.
Vampiros y castillos. Su paso por la literatura no ha sido feliz:
recordemos a
Drácula, de Bram Stoker (Presidente de la Sociedad Filosófica y Campeón
de Atletismo
de la Universidad de Dublín), a Mrs. Amworth, de Benson. No figuran en
esta
antología.
Los cuentos fantásticos pueden clasificarse, también, por la explicación:
a) Los que se explican por la agencia de un ser o de un hecho
sobrenatural.
b) Los que tienen explicación fantástica, pero no sobrenatural
("científica" no me parece
el epíteto conveniente para estas intenciones rigurosas, verosímiles, a
fuerza de
sintaxis).
c) Los que se explican por la intervención de un ser o de un hecho
sobrenatural, pero
insinúan, también, la posibilidad de una explicación natural (Sredni
Vashtar de
Saki); los que admiten una explicativa alucinación. Esta posibilidad de
explicaciones
naturales puede ser un acierto, una complejidad mayor; generalmente es
una
debilidad, una escapatoria del autor, que no ha sabido proponer con
verosimilitud lo
fantástico.
Referencias:
1 A True Relevation of the Apparition oí One Mrs. Veale, on September 8, 1705, y
The Botetham Ghost, son de invención pobre; parecen, más bien, anécdotas
contadas al autor por personas que le dijeron que habían visto a los aparecidos,
o —después de un rato— que habían visto a las personas que habían visto a los
aparecidos.
2 The Castle of Otranto debe ser considerado antecesor de la pérfida raza de
“Yo espero que estas páginas puedan ser igualmente útiles a quien cree en la
necesidad de que la imaginación ocupe un lugar en la educación; a quien
tiene confianza en la creatividad infantil; a quien conoce el valor de
liberación que puede tener la palabra. “El uso total de la palabra para todos”
me parece un buen lema, de bello sonido democrático. No para que todos
sean artistas, sino para que nadie sea esclavo.”
“Vemos y oímos a través de las palabras, entre las palabras. Beckett hablaba
de «horadar agujeros» en el lenguaje para ver u oír «lo que se oculta detrás».
De todos los escritores hay que decir: es un vidente, es un oyente, «mal visto
mal dicho», es un colorista, un músico.
Estas visiones, estas audiciones no son un asunto privado, sino que forman
los personajes de una Historia y de una geografía que se va reinventando sin
cesar..”
Gilles Deleuze
Julio Cortázar
“Sin duda, los relatos literarios se refieren a sucesos de un mundo ‘real’, pero
representan a ese mundo con un aspecto extrañamente nuevo, lo rescatan de
la obviedad.”
“El dominio del escritor no es sino la escritura en sí, no como ‘forma’ pura,
como ha podido concebir una estética del arte, sino de una manera mucho
más radical, como el único espacio posible del que escribe.”
Roland Barthes
“La lectura puede ser, a cualquier edad, un atajo privilegiado para elaborar o
mantener un espacio propio, un espacio íntimo, privado.”
“Todo gran texto bien escrito está inspirado por la voz interior, la fuente
matriz o materna. Y la lectura debe liberar, dejar escuchar la voz del texto
que no es la voz del autor que es su voz matriz que está en él tal como, en
los cuentos, el genio está en la botella.”
Graciela Montes
“Si la vida no nos ha dado más que una celda de reclusión, hagamos por
ornamentarla, aunque más no sea, con las sombras de nuestros sueños,
diseños y colores, esculpiendo nuestro olvido bajo la quieta exterioridad de
los muros.”
“Todo lo que somos, y todo será, para los que nos sigan en la diversidad del
tiempo, conforme nosotros lo hayamos imaginado intensamente, es decir, lo
hayamos verdaderamente sido con la imaginación metida en el cuerpo.”
Fernando Pessoa
“El poeta os tiende la mano para conduciros más allá del último horizonte,
más arriba de la punta de la pirámide, en ese campo que se extiende más allá
de lo verdadero o lo falso, más allá de la vida y de la muerte, más allá del
espacio y del tiempo, más allá de la razón y la fantasía, más allá del espíritu y
la materia.”
Glosario
El discurso de la ficción
Géneros literarios
El problema de los geá neros es uno de los maá s antiguos de la poeá tica y desde la
Antiguü edad hasta nuestros díáas la definicioá n de los geá neros, su nuá mero, sus
relaciones mutuas no dejaron de suscitar discusiones. Hoy se considera que este
problema debe plantearse, de manera general, en el aá mbito de la tipologíáa
estructural de los discursos, de la cual el discurso literario no es sino un caso
particular. Sin embargo, como esta tipologíáa estaá relativamente poco elaborada en
su generalidad, es preferible abordar su estudio desde el aá ngulo de los geá neros
literarios.
Ante todo es preciso eliminar un falso problema y no insistir en la identificacioá n de
los geá neros con los nombres de los geá neros. Algunos roá tulos gozan hoy de gran
popularidad ("tragedia", "comedia", "soneto", "elegíáa", etc.). Pero es evidente que si
el concepto de geá nero debe tener un papel determinado en la teoríáa del lenguaje
literario, no puede definíárselo uá nicamente sobre la base de las denominaciones:
algunos geá neros nunca recibieron nombre; otros se confundieron bajo un nombre
uá nico, a pesar de las diferencias entre sus propiedades. El estudio de los geá neros
debe hacerse a partir de las caracteríásticas estructurales y no a partir de sus
nombres.
Pero aunque eliminemos esta primera confusioá n, no habremos resuelto el
problema de la relacioá n entre la entidad estructural y el fenoá meno histoá rico. En
efecto, a 10 largo de la historia se observan dos enfoques radicalmente distintos:
El primero es inductivo: comprueba la existencia de los geá neros a partir de la
observacioá n de un períáodo determinado. El segundo es deductivo: postula la
existencia de los geá neros a partir de una teoríáa del discurso literario. Aun cuando
algunos aspectos del primer enfoque reaparezcan en el segundo, cada uno de ellos
posee sus propios meá todos, teá cnicas y conceptos; a tal punto que podemos
preguntarnos si el objeto mismo que estudian puede considerarse uá nico y si no es
preferible hablar de geá neros, en el primer caso, y de tipos, en el segundo.
Por ejemplo: si en la eá poca del clasicismo en Francia se dice que la tragedia
contemporaá nea se caracteriza por "lo serio de la accioá n" y por "la dignidad de los
personajes", a partir de allíá podraá n emprenderse dos tipos de estudios
fundamentalmente diferentes.
El primero consiste: 1) en establecer que categorías tales como "la accioá n" o "los
personajes" se justifican en la descripcioá n de los textos literarios; que estaá n
presentes obligatoriamente o no; 2) en mostrar que cada una de esas categoríáas
puede especificarse mediante un nuá mero finito de propiedades que se organizan
en estructura: por ejemplo, que los personajes pueden ser "dignos" o "de baja
condicioá n"; 3) despueá s, en dilucidar las categoríáas asíá establecidas y en estudiar su
variedad: se examinaraá n todos los tipos de personajes (o de accioá n, etc.); la
presencia de uno u otro, en determinadas combinaciones, daraá los tipos literari08.
No es preciso que eá stos tengan realizacioá n histoá rica precisa: unas veces
corresponden a geá neros existentes; otras veces, a .modelos de escritura que
funcionaron en eá pocas diferentes; y tambieá n es posible que no correspondan a
nada: son como una casilla vacíáa en el sistema de Mendeleiev que soá lo una
literatura futura podríáa llenar. Pero en este caso no se repara en el hecho de que ya
no existe ninguna diferencia entre este estudio tipoloá gico y la poeá tica en general
("tipo- loá gico" se vuelve aquíá sinoá nimo de "estructural"); la observacioá n inicial
sobre el geá nero no es otra cosa que un punto de partida coá mo- do para la
exploracioá n del discurso literario.
Sin embargo, partiendo de la misma observacioá n inicial acerca de la tragedia
claá sica puede tomarse un camino muy distinto. Se empieza por reunir un
determinado nuá mero de obras donde se encuentren las propiedades descritas:
seríáan las obras representativas de la "tragedia claá sica en Francia". La nocioá n
dominante, utilizada por los formalistas rusos encuentra aquíá su aplicacioá n: para
declarar que una obra es una tragedia.. es preciso que los elementos descritos no
soá lo esteá n presentes, sino que tambieá n sean dominantes (aunque, por el momento,
sea difíácil medir esa predominancia). A partir de este punto ya no se buscan las
categoríáas del discurso literario, sino un determinado ideal de la eá poca, que puede
encontrarse tanto en el autor ~l cual siempre se refiere a cierto modelo de
escritura, siquiera para transgredirla como en el lector; para este uá ltimo, se trata de
un "horizonte de expectativa", es decir, de un conjunto de reglas preexistentes que
orienta su comprensioá n y le permite una recepcioá n apreciativa. Los géneros
forman, en el interior de cada períáodo, un sistema; no pueden definirse sino en sus
relaciones mutuas. Ya no habraá un geá nero "tragedia" uá nico: la tragedia se redefiniraá
en cada momento de la historia literaria, en relacioá n con los demaá s geá neros
coexistentes. Aquíá abandonamos la poeá tica general para entrar en la historia de la
literatura [173 y ss.].
La diferencia entre tipo y geá nero reaparece cuando observamos la relacioá n entre el
uno y el otro en la obra individual. En grandes líáneas, pueden distinguirse tres
casos:
Primer caso: la obra individual se conforma enteramente al geá nero y al tipo;
entonces se habla de literatura de masas (o de "novelas populares"). El buen
novelista policial, por ejemplo, no procura ser "original" (de serlo, ya no mereceríáa
su nombre) sino, precisamente, aplicar bien la receta.
Segundo caso: la obra no obedece a las reglas del geá nero. Ante todo es preciso
destacar que una obra no pertenece obligatoriamente a un geá nero: cada eá poca estaá
dominada por un sistema de geá neros que no abarca forzosamente todas las obras.
Por otro lado, casi se requiere una trasgresioá n (parcial) del geá nero: de lo contrario,
la obra careceraá del míánimo de originalidad necesaria (esta existencia ha variado
mucho seguá n las eá pocas). La infraccioá n a las reglas del geá nero no afecta
profundamente el sistema literario. Por ejemplo. si la tragedia supone que el heá roe
muera al final y en un caso determinado comporta un desenlace feliz, se trata de
una trasgresioá n al geá nero. Esta se explicaraá habitualmente como una mezcla de
geá neros (por ejemplo, de la tragedia y la comedia). La idea de mezcla de geá neros o
de geá nero mixto es el resultado de una confrontacioá n entre dos sistemas de
geá neros: la mezcla soá lo existe cuando se toman como base los teá rminos del maá s
antiguo; vista desde el pasado, toda evolucioá n es una degradacioá n. Pero cuando
esta "mezcla" se impone como norma literaria, entramos en un nuevo sistema o
figura: por ejemplo, el geá nero de la tragicomedia.
Aunque menos frecuente, tambieá n existe la trasgresioá n al tipo. En la medida en que
el sistema literario no es eterno, dado de una vez por todas, y el conjunto mismo de
los posibles literarios se modifica, la trasgresioá n tipoloá gica es igualmente posible.
En el ejemplo precedente, esta clase de trasgresioá n consistiríáa en la invencioá n de
una nueva categoríáa, ni coá mica ni traá gica: "tanto X como no-X" seríáa una
trasgresioá n al geá nero; "ni X ni no-X", una trasgresioá n al tipo. En otros teá rminos,
trasgredir una regla del geá nero es seguir un camino ya virtualmente presente en el
sistema literario sincroá nico
(pero auá n no realizado en eá l) ; a la inversa, la trasgresioá n tipoloá gica afecta el
sistema mismo. Una novela como Ulises no soá lo infringe las reglas de la novela
preexistente, sino que tambieá n descubre nuevas posibilidades para la escritura
novelesca.
La oposicioá n del tipo y del geá nero puede ser muy ilustradora; pero no debe
consideraá rsela absoluta. Entre el uno y el otro no se produce la ruptura entre el
sistema y la historia, sino maá s bien una serie de diferentes grados de inscripcioá n en
el tiempo. Esta inscripcioá n es maá s deá bil en el caso del tipo; pero como acabamos de
verlo, el tipo no es atemporal. La inscripcioá n es maá s fuerte en el caso del geá nero
que, en principio, se inscribe en el interior de una eá poca; sin embargo, ciertos
rasgos del geá nero se conservan maá s allaá de la eá poca en que se fijaron: asíá, las reglas
de la tragedia en el siglo XVIII. Por fin, en el otro extremo de ese continuum se
encuentran los períáodos. En efecto, cuando se habla de romanticismo o de
simbolismo o de surrealismo se supone, como en el caso de los geá neros, el
predominio de un determinado grupo de rasgos, propios del discurso literario; la
diferencia consiste en que el períáodo puede contener varios geá neros y en que, por
otro lado, no puede en modo alguno ser extraíádo de la historia: el períáodo, habitual·
mente, no es una nocioá n puramente literaria y se relaciona tambieá n con la historia
de las ideas, de la cultura, de la sociedad.
Personaje
CRIÉTICA. DEFINICIOÉ N
La categoríáa del personaje es, paradoá jicamente, una de las maá s os- curas de la
poeá tica. Sin duda, una de las razones es el escaso intereá s que escritores y críáticos
conceden hoya esta categoríáa, como reaccioá n contra la ,sumisioá n total al
"personaje" que fue regla a fines del siglo XIX. (Arnold Bennett: "La base de la
buena prosa es la pino tura de los caracteres y ninguna otra cosa.")
Otra razoá n es la presencia, en la nocioá n de personaje, de varias categoríáas
diferentes. El personaje no se reduce a ninguna de ellas, y participa de todas.
Enumeremos las principales:
1. Personaje y persona.
Una lectura ingenua de las obras de ficcioá n confunde personajes y personas
vivientes. Inclusive se han escrito "biografíáas" que ex- ploran hasta las partes de las
vidas de los personajes que no aparecen en los libros ("¿Queá hacíáa Hamlet durante
sus anñ os de estudio?"). Se olvida, en esos casos, que el problema del personaje es
ante todo linguü íástico, que no existe fuera de las palabras, que es un "ser de papel".
Sin embargo, negar toda relacioá n entre personaje y persona seríáa absurdo: los
personajes representan a personas, seguá n modalidades propias de la ficcioá n.
2. Personaje y visión.
La críática del siglo xx ha querido reducir el problema del personaje al de la visioá n o
punto de vista [369 Y ss.]. Confusioá n tanto maá s faá cil cuanto que, a partir de
Dostoievski y Henry James, los personajes son menos seres "objetivos" que
conciencias de "subjetividades": en lugar del universo estable de la diccioá n claá sica,
se encuentra una serie de visiones, todas ellas igualmente inciertas, que nos
informan mucho maá s sobre la facultad de percibir y compren· der que sobre una
presunta "realidad". Sin embargo, es innegable que el personaje no puede
reducirse a la visioá n que eá l mismo tiene de su entorno: inclusive en las novelas
modernas existen muchos otros procedimientos relacionados con el personaje.
3. Personaje y atributos.
En una perspectiva estructural se tiende a identificar el personaje con los atributos
(es decir, los atributos de los predicados que se caracterizan por su estatismo
[255]). La relacioá n entre ambos es indiscutible, pero ante todo es necesario
observar el parentesco que une los atributos con todos los demaá s predicados (las
acciones) y destacar, por otro lado, que los personajes, aunque esteá n dotados de
atributos, no pueden reducirse totalmente a ellos.
4. Personaje y psicología.
La reduccioá n del personaje a la "psicologíáa" es particularmente in· justificada. Y es
precisamente esta reduccioá n la que ha provocarlo el "rechazo" del personaje por
parte de los escritores del siglo xx. Para medir lo arbitrario de esta identificacioá n,
basta pensar en los personajes de la literatura antigua, medieval o renacentista: ¡se
piensa acaso en la "psicologíáa" cuando se dice "Panurgo"? La psicologíáa no reside
en los personajes ni siquiera en los predicados (atributos o acciones); es el efecto
producido por cierto tipo de relaciones entre proposiciones. Un determinismo
psíáquico (que varíáa con el tiempo) hace que el lector postule relaciones de causa a
efecto entre las diferentes proposiciones. por ejemplo "X estaá celoso de Y" r por eso
"X causa un danñ o a Y". La explicitacioá n de esta relacioá n interproposicional
caracteriza la "novela psicoloá gica"; la misma relacioá n puede estar presente sin
explicitarse. Pero el personaje no supone forzosamente una intervencioá n de la
"psicologíáa".
¿Queá definicioá n dar del personaje, si se quiere que este teá rmino conserve valor de
categoríáa descriptiva y estructural? Para responder a esta pregunta hay que
situarse dentro de un aá mbito: el análisis proposicional del relato [338 y s.]: entonces
podraá describirse el personaje en varios niveles sucesivos. Asíá:
l. El personaje es el sujeto de la proposicioá n narrativa. Como tal, se reduce a una
pura funcioá n sintaá ctica, sin ninguá n contenido semaá ntico. Los atributos, como las
acciones, representan el papel de predicado en una proposicioá n y soá lo
provisionalmente se unen a un sujeto. Seraá coá modo identificar este sujeto con el
nombre propio, que casi siempre lo manifiesta, en la medida en que el nombre no
hace maá s que identificar una unidad espacio-temporal sin describir sus
propiedades (en tal identificacioá n se ponen entre pareá ntesis los valores
descriptivos del nombre propio, d. infra). Algunos teoá ricos del relato ven maá s de
una funcioá n sintaá ctica en la proposicioá n narrativa; en ese caso, se tendríáan junto al
sujeto funciones tales como "objeto", "beneficiario", etc. (cf. infra).
Visión en la narrativa
ANAÉ LISIS
En el plano lingüístico, la categoríáa de la visioá n se relaciona con la de la persona, en
el sentido de que eá sta establece los víánculos que unen a los protagonistas del acto
discursivo (yo y tú) con el enun- ciado mismo (él o ella) : los conceptos de
enunciado y de enuncia- ción [364] son, pues, inherentes al de visioá n.
El proceso narrativo posee por lo menos tres protagonistas: el personaje (él), el
narrador (yo) y el lector (tú); en otros teá rmi- nos: la persona de quien se habla, la
persona que habla. la persona a quien se habla.
Con gran frecuencia la imagen del narrador estaá desdoblada: basta que el sujeto de
la enunciacioá n sea a su vez enunciado para que surja tras eá l un nuevo sujeto de la
enunciacioá n. En otros teá rminos: no bien el narrador estaá representado en el texto,
debemos postular la exis- tencia de un autor implíácito en el texto, el que escribe y
que" en ninguá n caso debe confundirse con la persona del autor empíárico:
uá nicamente el primero estaá presente en el libro. El autor implicito es el que
organiza el texto, el responsable de la presencia" la ausen- cia de una determinada
parte de la historia, la identidad cuya ins- tancia destruye la críática psicoloá gica
asociaá ndola con "el hombre". Si ninguna persona se interpone entre este autor
inevitable y el universo representado, es porque el autor implíácito y el narrador se
han fundido. Pero casi siempre el narrador tiene su propio, incon- fundible papel.
Este papel varíáa en cada texto: el narrador puede ser uno de los personajes
principales (en un relato en primera pel"-
370
sona), o bien puede limitarse a emitir un juicio de valor (con res- pecto al cual, en
otro momento del texto, el autor se mostraraá en desacuerdo) y adquirir de este
modo existencia.
En cuanto al lector, no debe ser confundido con los lectores reales: una vez maá s nos
encontramos frente a un papel inscrito en el texto (asíá como en todo discurso estaá n
inscritas informaciones relativas al alocutario). El lector real acepta o rechaza ese
papel: lee (o no lee) el libro en el orden que le ha sido propuesto, se asocia o no a
los juicios de valor implíácitos en el libro que manifiestan los personajes o los
incidentes, etc. A veces la imagen del narrador y la del lector coinciden; otras veces,
el narrador se situá a junto a los
personajes. Estas relaciones entre autor implíácito, narrador, personajes y
lector implíácito definen, en su variedad, la problemaá tica ele la visioá n.
Distinguiremos una serie de variantes susceptibles de combinacioá n.
1. El contexto de enunciación.
El relato puede presentarse de manera natural, como si fuera trans- parente. O
bien, por el contrario, el acto de enunciacioá n puede estar representado en el texto.
En este uá ltimo caso, se distinguiraá n los textos en que el interlocutor estaá presente
(el narrador estaá sentado junto al fuego en una noche de invierno y se dirige a un
joven amigo) de los textos en que el interlocutor estaá ausente y que ofrecen las
siguientes posibilidades: a) o bien confrontan al lector con el discurso del narrador:
somos las personas a quienes este uá ltimo se dirige; b) o bien representan el acto
mismo de escribir: se dice entonces explíácitamente que lo que leemos es un libro
donde se describe el proceso de su creacioá n. Muchos relatos de Maupassant
ejemplifican el caso del interlocutor presente; casi todas las novelas escritas en
primera persona, el del interlocutor ausente; libros como Tristram Shandy o
Jacques le fataliste et son ma"itre, el tercero.
2. La identidad del narrador.
Hay uno o varios narradores; en este uá ltimo caso, eá stos se situá an en el mismo nivelo
en niveles diferentes. Estos niveles de la narra- cioá n dependen del tipo de relacioá n
entre las secuencias en el interior de un mismo relato (enclave o encadenamiento)
[341]: en la novela epistolar, por ejemplo, los autores de las cartas se situá an, a
priori. en el mismo nivel; otro tanto ocurre con los diez narradores del Decamerón
de Boccaccio, cuyos relatos estaá n encadenados. (…) ACAÉ PUSE PUNTOS
SUSPENDIDOS PORQUE FALTAN UN PAR DE PAÉ GINAS, 2, CONCRETAMENTE.
Poesía
XXVIII
MADRE,
tumba,
la cocina a oscuras, la miseria de amor.
Soy Gong
En el canto de mi cólera hay un huevo,
Y en ese huevo está mi madre, mi padre y mis hijos,
Y en todo eso hay alegría y tristeza mezcladas, y vida.
Intensas tormentas me han socorrido,
Hermoso sol que me contrariaste,
Hay odio en mí, fuerte y de antigua data,
Y ya decidiremos después sobre la belleza.
En efecto, no me volví duro sino por láminas;
Si supieran cuán blando he quedado en el fondo.
Soy gong y guata y canto nevado,
Lo digo yo y estoy seguro.
ESCRIBE
Escribe...
El papel deja de ser papel, poco a poco se vuelve una larga, larga mesa a la
que llegaraá , dirigida, lo sabe, lo siente, lo presiente, la víáctima auá n desconocida, la
víáctima lejana que le estaá reservada.
Escribe...
Su oíádo agudo, agudo, su uá nico oíádo escucha una onda que llega aguda,
aguda, y una onda sucesiva que va a llegar de una lejaníáa de tiempo y de espacio
para dirigir, conducir a la víáctima que deberaá dejarse manejar.
Su mano se prepara.
¿Y eá l? Mira actuar.
Cuchillo desde lo alto de la frente hasta el fondo de síá mismo, vigila, listo
para intervenir, listo para cortar, decapitar lo que no es, no seraá suyo, cercenar en el
vagoá n que el Universo desbordante empuja hacia eá l lo que no seraá “SU” víáctima...
Escribe...
Henri Michaux
Cuando todavía
no existía nadie,
el Padre creó las palabras
y nos las dio
como nos dio la yuca.
Poema huitoto
Poema azteca
Ficción
Cielo de claraboyas
La reja del ascensor teníáa flores con caá liz dorado y follajes rizados de fierro negro,
donde se enganchan los ojos cuando estaá triste viendo desenvolverse, hipnotizados
por las grandes serpientes, los cables del ascensor. Era la casa de mi tíáa maá s vieja
adonde me llevaban los saá bados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de
claraboyas habíáa otra casa misteriosa en donde se veíáa vivir a traveá s de los vidrios
una familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subíáan sobre el resto
de los cuerpos duenñ os de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas
a traveá s del agua de un banñ o. Habíáa dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes,
dos con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban bauá les con ruido de tormenta,
pero la familia no viajaba nunca y seguíáa sentada en el mismo cuarto desnudo,
desplegando diarios con muá sicas que brotaban incesantes de una pianola que se
atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, habíáa voces que rebotaban
como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la alfombra.
Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que
crecíáa como un aá rbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas
pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que
movíáan la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena
de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No habíáa
nadie ese díáa en la casa de arriba, salvo el llanto pequenñ o de una chica (a quien
acababan de darle un beso para que se durmiera, que no queríáa dormirse), y la
sombra de una pollera disfrazada de tíáa, como un diablo negro con los pies
embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y de pelo de
alambra que gritaba “¡Celestina, Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo
muy obscuro. Y despueá s que el llanto disminuyoá despacito... aparecieron dos
piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caíáan de los pies
desnudos de Celestina en camisoá n, saltando con un caramelo guardado en la boca.
Su camisoá n teníáa forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de
los pies embotinados crecíáa: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada
vez maá s claras, cada vez maá s altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la
cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de muá sica con una munñ eca
encima.
Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al
desatarse provocan accesos mortales de rabia. La pollera con alas de demonio
volvioá a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies
corríáan en rondas sin alcanzarse; la pollera corríáa detraá s de los piecitos desnudos,
alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechoá n de pelo quedoá
suspendido, prendido de las manos de la pollera negra, y brotaban gritos de pelo
tironeado.
El cordoá n de un zapato negro se desatoá , y fue una zancadilla sobre otro pie de la
pollera furiosa. Y de nuevo surgioá una risa de pelo suelto, y la voz negra gritoá ,
haciendo un pozo obscuro sobre el suelo: “¡voy a matarte!”. Y como un trueno que
rompe un vidrio, se oyoá el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo
su contenido, derramaá ndose densamente, lentamente, en silencio, un silencio
profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.
Despacito fue dibujaá ndose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza
donde florecíáan rulos de sangre atados con monñ os. La mancha se agrandaba. De
una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como
soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Habíáa un silencio inmenso; parecíáa
que la casa entera se habíáa trasladado al campo; los sillones hacíáan ruedas de
silencio alrededor de las visitas del díáa anterior. La pollera volvioá a volar en torno
de la cabeza muerta: “¡Celestina, Celestina!”, y un fierro golpeaba con ritmo de
saltar a la cuerda.
Las puertas se abríáan con largos quejidos y todos los pies que entraron se
transformaron en rodillas. La claraboya ya era de ese verde de los frascos de
colonia en donde nadaban las polleras abrazadas. Ya no se veíáa ninguá n pie y la
pollera negra se habíáa vuelto santa, maá s arrodillada que ninguna sobre el vidrio.
Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detraá s de los
aá rboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martíán. Teníáa un vestido
marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.
Lloro como una Magdalena cuando pienso en la Artemia, que era la sabiduríáa en
persona cuando charlaá bamos. Podíáa ser bueníásima, pero hay bondades que matan,
como decíáa mi tíáa Lucy. Lo peor es que por maá s que trate, no puedo describirla sin
quitarle algo de su gracia. Me decíáa: —Piluca, haceme un vestido peligroso. Era
ociosa y dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios. A pesar de eso, hacíáa
cada dibujo que lo dejaba a uno bizco. Caras que parecíáa que hablaban, sin contar
cualquier perfil del lado derecho que es tan difíácil; paisaje con fogatas que daba
miedo que incendiaran la casa cuando uno los miraba. Pero lo que hacíáa mejor era
dibujar vestidos. Yo teníáa que copiarlos despueá s, esa era la macana, porque la ninñ a
vivíáa para estar bien vestida y arreglada. La vida se resumíáa para ella en vestirse y
perfumarse; en seguida me decíáa chau y ni un lebrel la alcanzaba. Cuaá ntas personas
menos buenas que ella hay en el mundo que estaá n todo el díáa en la iglesia rezando.
Yo habíáa trabajado de pantalonera antes de conocerla y no de modista como le dije,
de modo que estaba en ascuas cada vez que teníáa que hacerle un vestido. Perdíá mi
empleo de pantalonera, porque no tuve paciencia con un cliente asqueroso al que
le probeá un pantaloá n. Resulta que el pantaloá n era largo de tiro y habíáa que prender
con alfileres, sobre el cliente, el geá nero que sobraba. Siendo poco delicado para una
ninñ a de veinte anñ os manipular el geá nero del pantaloá n en la entrepierna para poner
los alfileres, me puse nerviosa. El bigotudo, porque era un bigotudo, frente al
espejo miraba su bragueta y sonreíáa. Cuando coloqueá los alfileres, la primera vez
me dijo: —Tome un poco maá s, vamos —con aire puerco. Le obedecíá y volvioá a
decirme con el mismo tono, rieá ndose: —Un poco maá s, ninñ a, ¿no ve que me sobra
geá nero?. Mientras hablaba, se le formoá una protuberancia que estorbaba el manejo
de los alfileres. Entonces, de rabia, agarreá la almohadilla y se la tireá por la cara.
La patrona no me lo perdonoá y me despidioá en el acto diciendo que yo era una mal
pensada y que la protuberancia se debíáa al pantaloá n que estaba mal cortado. Soy
una mujer seria y siempre lo fui. La senñ orita Artemia me tomoá por el diario. Acudíá a
su casa con la ceá dula. En seguida simpatizamos y le dije que me llamara por el
sobrenombre, que es Piluca, y no por el nombre, que es Reá gula. Iba a su casa tres
veces por semana, para coser. Siempre me invitaba a
tomar un cafecito o una tacita de teá , con medias lunas. Yo perdíáa horas de trabajo.
¿Queá maá s queríáa?. Si yo hubiera sido una cualquiera, queá maá s queríáa; pero siendo
como soy me daba no seá queá . A pesar de la repugnancia que siento por algunas
ricachonas, ella nunca me impresionoá mal. Dicen que estaba enamorada. Sobre su
mesa de luz, pegada al velador, teníáa una fotografíáa del novio que era un mocoso.
Teníáa que serlo para dejarla salir con semejantes vestidos. Pronto me di cuenta de
que ese mocoso la habíáa abandonado, porque los novios vienen siempre de visita y
eá l nunca. El amor es ciego. Le tomeá carinñ o y bueno, ¿queá hay de malo?. Un enorme
ventanal ofrecíáa el cielo a mis ojos, una regia maá quina de coser eleá ctrica estaba a
mi disposicioá n, un maniquíá rosado traíádo de Paríás, que daba ganas de comerlo, una
tijera grandota, que parecíáa de plata, un milloá n de carreteles de sedalina de todos
colores, agujas preciosas, alfileres importados, centíámetros que eran un amor,
brillaban en el cuarto de costura. Una habitacioá n con sus utensilios de trabajo no
parece nada, pero es todo en la vida de una mujer honrada. Hay bondades que
matan, como dije anteriormente; son como una pistola al pecho, para obligarle a
uno a hacer lo que no quiere. —Piluca, haá game este vestido para manñ ana. Piluquita,
aquíá estaá el geá nero y el modelo —rogaba la Artemia—. —Pero ninñ a, no tengo
tiempo. —Yo seá que lo vas a hacer en un cerrar y abrir de ojos. —Manos a la obra —
yo exclamaba sin saber por queá , y me poníáa a trabajar—. Me teníáa dominada. A
veces yo trabajaba hasta las cinco de la manñ ana, con los ojos destenñ idos por la luz,
para concluir pronto. El lirio de la Patagonia me ayudaba. Llevaba siempre su
estampita en mi bolsillo. La senñ orita Artemia era perezosa. No es mal que lo sea el
que puede, pero dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios y a míá me
atemorizan los vicios. Sin embargo, para algo no era perezosa. Dibujaba, de su idea
propia, sus vestidos, ya lo dije, para que yo se los copiara. No crean que esto era
faá cil. Con un molde, yo cortaba cualquier vestido; pero sacar de un dibujo el
vestido, es harina de otro costal. Lloreá gotas de sangre. Ahíá empezoá mi desventura.
Los vestidos eran por demaá s extravagantes. A veces ella misma pintaba las telas,
que en general eran livianas y rosadas. El jumper de terciopelo, el uá nico de
terciopelo que le hice, teníáa un gran escote por donde me explicoá que se asomaríáa
una blusa de organza, que cubriríáa sus pechos. Varias veces le recordeá , despueá s de
terminarle el jumper, que teníáa que comprar la organza, para hacerle la blusa. El
díáa que se le antojoá estrenar el jumper, no estaba hecha la blusa: resolvioá , contra
viento y marea, poneá rselo. Parecíáa una reina, si no hubiera sido por los pechos, que
con pezoá n y todo se veíáan como en una compotera, dentro del escote. Mama míáa. La
acompanñ eá hasta la puerta de calle y despueá s hasta la
plaza. Allíá me despedíá de ella. No pude menos que admirar la silueta envuelta en el
hermoso forro negro de terciopelo que a reganñ adientes yo le habíáa cortado y
cosido. Queá extravagancia. Al díáa siguiente, cuando la vi, estaba demacrada. Tomoá
el diario bruscamente y me leyoá una noticia de Budapest, llorando. Una muchacha
habíáa sido violada por una patota de joá venes que la dejaron inanimada, tendida y
desgarrada en el suelo. La muchacha llevaba puesto un jumper de terciopelo, con
un escote provocativo, que dejaba sus pechos enteramente descubiertos. La
Artemia lloraba como si se hubiera tratado de una parienta o de una amiguita o de
su madre. Yo le pregunteá por queá lloraba: queá podíáa importarle de una muchacha
de Budapest que no habíáa conocido. ¡Queá sensibilidad!.
—Debioá de sucederme a míá —me contestoá , enjugaá ndose las laá grimas—. —Pero
ninñ a, estaá bien que sea buena —le dije— pero no hasta el punto de querer
sacrificarse por la humanidad. —Es horrible que esto haya pasado. Comprenda que
es mi jumper el que llevaba esa mujer. El jumper que yo dibujeá , el que me quedaba
bien a míá. No comprendíá. Me ruboriceá y sin decirle nada salíá del cuarto, para tomar
una tacita de tilo.
Al díáa siguiente volvioá con el dibujo de un vestido no menos extravagante, para que
se lo copiara. Fruncíá el cenñ o y exclameá involuntariamente: —¡Dios míáo! ¡Virgen
Santíásima!. —¿Queá tiene de malo? —me dijo fulminaá ndome con la mirada. Y como
yo no contestaba, prosiguioá : —¿Para queá tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para
mostrarlo, acaso?—.
Le dije que teníáa razoá n, aunque no lo pensara, porque soy educada muy a la antigua
y antes de ponerme un vestido transparente, con todo al aire, me muero. —Usted
es una santulona, pero no hay derecho de imponerle sus ideas a los demaá s. —Fui
educada asíá y ya es tarde para cambiarme. —Yo me eduqueá a míá misma y no es
tarde para cambiarme, pero no voy a cambiar. Ayuá deme, entonces —me dijo—. El
vestido que habíáa dibujado era maá s indecente que el anterior. Era todo de gasa
negra, con pinturas hechas a mano: pinturas muy delicadas, que parecíáan reales,
como el fuego de las fogatas y los perfiles. Las pinturas representaban soá lo manos y
pies perfectamente dibujados y en diferentes posturas; manos con anillos y sin
anillos. Al menor movimiento de la gasa, las manos y los pies parecíáan acariciar el
aire. Cuando termineá el vestido y se lo proboá me ruboriceá . La Artemia se complacíáa
frente al espejo, viendo el movimiento de las manos pintadas sobre su cuerpo, que
se transparentaba a traveá s de la gasa. Le pregunteá : —¿Coá mo le hago el viso?. —Su
abuela —me contestoá —. ¿No sabe que se usa sin viso?. Usted, vieja, estaá muy
anticuada. Esa noche salioá a las dos de la manñ ana. Como era el mes de enero y hacíáa
calor, no se puso un abrigo ni un chal para cubrirse. Con temor la vi alejarse y no
dormíá en toda la santa noche.
Al díáa siguiente la encontreá malhumorada, frente al desayuno. Tomoá el diario en
una mano, mientras con la otra bebíáa el cafeá con leche. Me leyoá una noticia: en
Tokio, en un suburbio, una patota de joá venes habíáa violado a una muchacha a las
tres de la manñ ana. El vestido provocativo que la muchacha llevaba era transparente
y con manos y pies pintados. La Artemia se echoá a llorar y yo trateá de consolarla. —
No puedo hacer nada en el mundo sin que otras mujeres me copien — exclamoá
sacudiendo la cabeza—. —Pero, ninñ a, no diga esas cosas. —Son unas copionas. Y
las copionas son las que tienen eá xito. —¿Queá eá xito es eá se?. No es nada de envidiar.
—No me entiende, Reá gula. —Llaá meme Piluca y no se enoje. El siguiente vestido me
sacoá canas verdes. Era de tul azul, con pinturas de color de carne, que
representaban figuras de hombres y mujeres desnudos. Al moverse todos esos
cuerpos, representaban una orgíáa que ni en el cine se habraá visto. Yo, Reá gula
Portinari, metida en eá sas; no parecíáa posible. Durante una semana cosíá temblando
la tuá nica pintada con luá bricas imaá genes, pero no sabíáa los efectos que sobre el
cuerpo de la Artemia podíáan producir. Rebajeá cinco kilos cosiendo ese dichoso
vestido; rompíá varias agujas de puro nerviosa. Aquel cuarto de costura era un
tendal de geá neros mal aprovechados. Senos, piernas, brazos, cuellos de tul,
llenaban el piso. Felizmente la noche del estreno del vestido hubo un apagoá n en la
cuadra y nadie vio salir a la Artemia de casa, cubierta de esa orgíáa de cuerpos que
se agitaban al menor movimiento. Le previne: —Va a tener fríáo, ninñ a. Lleve un
abrigo. —Queá fríáo puedo tener en el auto con calefaccioá n. Era pleno invierno, pero
la ninñ a no sentíáa fríáo. Al díáa siguiente, nada nuevo auguraba su rostro. Otra vez
leyendo el diario, sorprendioá una noticia que la impresionoá a tal punto que tuve
que prepararle una taza de tilo. En Oklahoma, una muchacha salioá a la calle con un
vestido tan indecente, que la ciudad entera la repudioá y un grupo de joá venes, para
ultrajarla, la violoá . El vestido era de tul y llevaba pintados cuerpos desnudos que en
el movimiento parecíáan abrazarse luá bricamente. Me dio pena y horror la
perversidad del mundo. Aconsejeá a la Artemia que se vistiera con pantaloá n oscuro
y camisa de hombre. Una vestimenta sobria, que nadie podíáa copiarle, porque
todas las joá venes la llevaban. En mala hora me escuchoá . Con suma facilidad y
rapidez le hice el pantaloá n y una camisa a cuadros, que corteá y cosíá en dos patadas.
Verla asíá, vestida de muchachito, me encantoá , porque con esa figurita ¿a quieá n no le
queda bien el pantaloá n?. Cuando salioá de casa me abrazoá como nunca lo habíáa
hecho. Tal vez pensoá que no volveríáa a verme. Cuando fui a mi trabajo, a la manñ ana
siguiente, un coche patrullero de la policíáa estaba estacionado frente a la puerta.
Ese silencio, esa luz cruel de la manñ ana, me anunciaron algo horrible que despueá s
supe y leíá
en los diarios: Una patota de joá venes amorales violaron a la Artemia a las tres de la
manñ ana en una calle oscura y despueá s la acuchillaron por tramposa.
Silvina Ocampo. Cuentos completos II. Buenos Aires, Emeceá , 2010.
Barba azul
EÉ rase una vez un hombre que teníáa hermosas casas en la ciudad y en el campo,
vajilla de oro y plata, muebles forrados en finíásimo brocado y carrozas todas
doradas. Pero desgraciadamente, este hombre teníáa la barba azul; esto le daba un
aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y las joá venes le arrancaban.
Una vecina suya, dama distinguida, teníáa dos hijas hermosíásimas. EÉ l le pidioá la
mano de una de ellas, dejando a su eleccioá n cuaá l querríáa darle. Ninguna de las dos
queríáa y se lo pasaban una a la otra, pues no podíáan resignarse a tener un marido
con la barba azul. Pero lo que maá s les disgustaba era que ya se habíáa casado varias
veces y nadie sabia queá habíáa pasado con esas mujeres.
Barba Azul, para conocerlas, las llevoá con su madre y tres o cuatro de sus mejores
amigas, y algunos joá venes de la comarca, a una de sus casas de campo, donde
permanecieron ocho díáas completos. El tiempo se les iba en paseos, caceríáas, pesca,
bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormíáa y se pasaban la noche entre
bromas y diversiones. En fin, todo marchoá tan bien que la menor de las joá venes
empezoá a encontrar que el duenñ o de casa ya no teníáa la barba tan azul y que era un
hombre muy correcto.
Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedoá arreglada la boda. Al cabo de un
mes, Barba Azul le dijo a su mujer que teníáa que viajar a provincia por seis semanas
a lo menos debido a un negocio importante; le pidioá que se divirtiera en su
ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las llevara al campo si lo
deseaban, que se diera gusto.
-He aquíá, le dijo, las llaves de los dos guardamuebles, eá stas son las de la vajilla de
oro y plata que no se ocupa todos los díáas, aquíá estaá n las de los estuches donde
guardo mis pedreríáas, y eá sta es la llave maestra de todos los aposentos. En cuanto a
esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la galeríáa de mi departamento: abrid
todo, id a todos lados, pero os prohíábo entrar a este pequenñ o gabinete, y os lo
prohíábo de tal manera que si llegaá is a abrirlo, todo lo podeá is esperar de mi coá lera.
Ella prometioá cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y eá l, luego
de abrazarla, sube a su carruaje y emprende su viaje.
Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la recieá n
casada, tan impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa, no
habieá ndose atrevido a venir mientras el marido estaba presente a causa de su
barba azul que les daba miedo.
De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los armarios de
trajes, a cual de todos los vestidos maá s hermosos y maá s ricos. Subieron en seguida
a los guardamuebles, donde no se cansaban de admirar la cantidad y magnificencia
de las tapiceríáas, de las camas, de los sofaá s, de los barguenñ os, de los veladores, de
las mesas y de los espejos donde uno se miraba de la cabeza a los pies, y cuyos
marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata recamada en oro, eran los maá s
hermosos y magníáficos que jamaá s se vieran. No cesaban de alabar y envidiar la
felicidad de su amiga quien, sin embargo, no se divertíáa nada al ver tantas riquezas
debido a la impaciencia que sentíáa por ir a abrir el gabinete del departamento de
su marido.
Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas era una
falta de cortesíáa, bajoá por una angosta escalera secreta y tan precipitadamente, que
estuvo a punto de romperse los huesos dos o tres veces. Al llegar aá la puerta del
gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en la prohibicioá n que le habíáa hecho
su marido, y temiendo que esta desobediencia pudiera acarrearle alguna desgracia.
Pero la tentacioá n era tan grande que no pudo superarla: tomoá , pues, la llavecita y
temblando abrioá la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo de un
momento, empezoá a ver que el piso se hallaba todo cubierto de sangre coagulada, y
que en esta sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y atadas a
las murallas (eran todas las mujeres que habíáan sido las esposas de Barba Azul y
que eá l habíáa degollado una tras otra).
Creyoá que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que habíáa sacado de la
cerradura se le cayoá de la mano. Despueá s de reponerse un poco, recogioá la llave,
volvioá a salir y cerroá la puerta; subioá a su habitacioá n para recuperar un poco la
calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba.
Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la limpioá
dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y auá n la
resfregara con arenilla, la sangre siempre estaba allíá, porque la llave era maá gica, y
no habíáa forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha de un lado, aparecíáa
en el otro.
Barba Azul regresoá de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino habíáa
recibido cartas informaá ndole que el asunto motivo del viaje acababa de finiquitarse
a su favor. Su esposa hizo todo lo que pudo para demostrarle que estaba encantada
con su pronto regreso.
Al díáa siguiente, eá l le pidioá que le devolviera las llaves y ella se las dio, pero con una
mano tan temblorosa que eá l adivinoá sin esfuerzo todo lo que habíáa pasado.
-¿Y por queá , le dijo, la llave del gabinete no estaá con las demaá s?
-Tengo que haberla dejado, contestoá ella allaá arriba sobre mi mesa.
-No dejeá is de daá rmela muy pronto, dijo Barba Azul.
Despueá s de aplazar la entrega varias veces, no hubo maá s remedio que traer la llave.
Habieá ndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:
-¿Por queá hay sangre en esta llave?
-No lo seá , respondioá la pobre mujer, paá lida corno una muerta.
-No lo sabeá is, repuso Barba Azul, pero yo seá muy bien. ¡Habeá is tratado de entrar al
gabinete! Pues bien, senñ ora, entrareá is y ocupareá is vuestro lugar junto a las damas
que allíá habeá is visto.
Ella se echoá a los pies de su marido, llorando y pidieá ndole perdoá n, con todas las
demostraciones de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente.
Habríáa enternecido a una roca, hermosa y afligida como estaba; pero Barba Azul
teníáa el corazoá n maá s duro que una roca.
-Hay que morir, senñ ora, le dijo, y de inmediato.
-Puesto que voy a morir, respondioá ella miraá ndolo con los ojos banñ ados de
laá grimas, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios.
-Os doy medio cuarto de hora, replicoá Barba Azul, y ni un momento maá s.
Cuando estuvo sola llamoá a su hermana y le dijo:
-Ana, (pues asíá se llamaba), hermana míáa, te lo ruego, sube a lo alto de la torre, para
ver si vienen mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los ves, hazles
senñ as para que se den prisa.
La hermana Ana subioá a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de tanto en
tanto;
-Ana, hermana míáa, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana respondíáa:
-No veo maá s que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con toda
sus fuerzas a su mujer:
-Baja pronto o subireá hasta allaá .
-Esperad un momento maá s, por favor, respondíáa su mujer; y a continuacioá n
exclamaba en voz baja: Ana, hermana míáa, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana Ana respondíáa:
-No veo maá s que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
-Baja ya, gritaba Barba Azul, o yo subireá .
-Voy en seguida, le respondíáa su mujer; y luego suplicaba: Ana, hermana míáa, ¿no
ves venir a nadie?
-Veo, respondioá la hermana Ana, una gran polvareda que viene de este lado.
-¿Son mis hermanos?
-¡Ay, hermana, no! es un rebanñ o de ovejas.
-¿No piensas bajar? gritaba Barba Azul.
-En un momento maá s, respondíáa su mujer; y en seguida clamaba: Ana, hermana
míáa, ¿no ves venir a nadie?
Veo, respondioá ella, a dos jinetes que vienen hacia acaá , pero estaá n muy lejos
todavíáa... ¡Alabado sea Dios! exclamoá un instante despueá s, son mis hermanos; les
estoy haciendo senñ as tanto como puedo para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer
bajoá y se arrojoá a sus pies, deshecha en laá grimas y enloquecida.
-Es inuá til, dijo Barba Azul, hay que morir.
Luego, agarraá ndola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo se
dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volvieá ndose hacia eá l y miraá ndolo con
ojos desfallecidos, le rogoá que le concediera un momento para recogerse.
-No, no, dijo eá l, encomieá ndate a Dios; y alzando su brazo...
En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo
bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano,
corrieron derecho hacia Barba Azul.
Este reconocioá a los hermanos de su mujer, uno dragoá n y el otro mosquetero, de
modo que huyoá para guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de
cerca, que lo atraparon antes que pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo
con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan muerta como
su marido, y no teníáa fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Ocurrioá que Barba Azul no teníáa herederos, de modo que su esposa pasoá a ser
duenñ a de todos sus bienes. Empleoá una parte en casar a su hermana Ana con un
joven gentilhombre que la amaba desde hacíáa mucho tiempo; otra parte en
comprar cargos de Capitaá n a sus dos hermanos; y el resto a casarse ella misma con
un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con Barba
Azul.
Sheridan LeFanu, por ciertas casas. A Antoni Taulé, por ciertas mesas.
Tal vez se detuvo ahí porque el sol ya estaba alto y el mecánico placer de manejar el
auto en las primeras horas de la mañana cedía paso a la modorra, a la sed. Para Diana
ese pueblo de nombre anodino era otra pequeña marca en el mapa de la provincia, lejos
de la ciudad en la que dormiría esa noche, y la plaza que las copas de los plátanos
protegían del calor de la carretera se daba como un paréntesis en el que entró con un
suspiro de alivio, frenando al lado del café donde las mesas desbordaban bajo los
árboles.
El camarero le trajo un anisado con hielo y le preguntó si más tarde querría almorzar,
sin apuro porque servían hasta las dos. Diana dijo que daría una vuelta por el pueblo y
que volvería. "No hay mucho que ver", le informó el camarero. Le hubiera gustado
contestarle que tampoco ella tenía muchas ganas de mirar, pero en cambio pidió
aceitunas negras y bebió casi bruscamente del alto vaso donde se irisaba el anisado.
Sentía en la piel una frescura de sombra, algunos parroquianos jugaban a las cartas, dos
chicos con un perro, una vieja en el puesto de periódicos, todo como fuera del tiempo,
estirándose en la calina del verano. Como fuera del tiempo, lo había pensado mirando la
mano de uno de los jugadores que mantenía largamente la carta en el aire antes de
dejarla caer en la mesa con un latigazo de triunfo. Eso que ella ya no se sentía con
ánimo de hacer, prolongar cualquier cosa bella, sentirse vivir de veras en esa dilación
deliciosa que alguna vez la había sostenido en el temblor del tiempo. "Curioso que vivir
pueda volverse una pura aceptación", pensó mirando al perro que jadeaba en el suelo,
"incluso esta aceptación de no aceptar nada, de irme casi antes de llegar, de matar todo
lo que todavía no es capaz de matarme". Dejaba el cigarrillo entre los labios, sabiendo
que terminaría por quemárselos y que tendría que arrancarlo y aplastarlo como lo había
hecho con esos años en que había perdido todas las razones para llenar el presente con
algo más que cigarrillos, la chequera cómoda y el auto servicial. "Perdido", repitió, "tan
bonito tema de Duke Ellington y ni siquiera me lo acuerdo, dos veces perdido,
muchacha, y también perdida la muchacha, a los cuarenta ya es solamente una manera
de llorar dentro de una palabra".
Sentirse de golpe tan idiota exigía pagar y darse una vuelta por el pueblo, ir al encuentro
de cosas que ya no vendrían solas al deseo y a la imaginación. Ver las cosas como quien
es visto por ellas, allí esa tienda de antigüedades sin interés, ahora la fachada vetusta del
museo de bellas artes. Anunciaban una exposición individual, ninguna idea del pintor de
nombre poco pronunciable. Diana compró un billete y entró en la primera sala de una
módica casa de piezas corridas, penosamente transformada por ediles de provincia. Le
habían dado un folleto que contenía vagas referencias a una carrera artística sobre todo
regional, fragmentos de críticas, los elogios típicos; lo abandonó sobre una consola y
miro los cuadros, en el primer momento pensó que eran fotografías y le llamó la
atención el tamaño, poco frecuente ver ampliaciones tan grandes en color. Se interesó
de veras cuando reconoció la materia, la perfección maniática del detalle; de golpe fue a
la inversa, una impresión de estar viendo cuadros basados en fotografías, algo que iba y
venía entre los dos, y aunque las salas estaban bien iluminadas la indecisión duraba
frente a esas telas que acaso eran pinturas de fotografías o resultados de una obsesión
realista que llevaba al pintor hasta un límite peligroso o ambiguo.
En la primera sala había cuatro o cinco pinturas que volvían sobre el tema de una mesa
desnuda o con un mínimo de objetos, violentamente iluminada por una luz solar rasante.
En algunas telas se sumaba una silla, en otras la mesa no tenía otra compañía que su
sombra alargada en el piso azotado por la luz lateral. Cuando entró en la segunda sala
vio algo nuevo, una figura humana en una pintura que unía un interior con una amplia
salida hacia jardines poco precisos; la figura, de espaldas, se había alejado ya de la casa
donde la mesa inevitable se repetía en primer plano, equidistante entre eI personaje
pintado y Diana. No costaba mucho comprender o imaginar que la casa era siempre la
misma, ahora se agregaba la larga galería verdosa de otro cuadro donde la silueta de
espaldas miraba hacia una puertaventana distante. Curiosamente la silueta del
personaje era menos intensa que las mesas vacías, tenía algo de visitante ocasional que
se paseara sin demasiada razón por una vasta casa abandonada. Y luego había el
silencio, no sólo porque Diana parecía ser la sola presencia en el pequeño museo, sino
porque de las pinturas emanaba una soledad que la oscura silueta masculina no hacía
más que ahondar. "Hay algo en la luz", pensó Diana, "esa luz que entra como una
materia sólida y aplasta las cosas". Pero también el color estaba lleno de silencio, los
fondos profundamente negros, la brutalidad de los contrastes que daba a las sombras
una calidad de paños fúnebres, de lentas colgaduras de catafalco.
Al entrar en la segunda sala descubrió sorprendida que además de otra serie de cuadros
con mesas desnudas y el personaje de espaldas, había algunas telas con temas
diferentes, un teléfono solitario, un par de figuras. Las miraba, por supuesto, pero un
poco como si no las viera, la secuencia de la casa con las mesas solitarias tenía tanta
fuerza que el resto de las pinturas se convertía en un aderezo suplementario, casi como
si fueran cuadros de adorno colgando en las paredes de la casa pintada y no en el museo.
Le hizo gracia descubrirse tan hipnotizable, sentir el placer un poco amodorrado de
ceder a la imaginación, a los fáciles demonios del calor de mediodía. Volvió a la
primera sala porque no estaba segura de acordarse bien de una de las pinturas due había
visto, descubrió que en la mesa que creía desnuda había un jarro con pinceles. En
cambio, la mesa vacía estaba en el cuadro colgado en la pared opuesta, y Diana se
quedó un momento buscando conocer mejor el fondo de la tela, la puerta abierta tras de
la cual se adivinaba otra estancia, parte de una chimenea o de una segunda puerta. Cada
vez se le hacía más evidente que todas las habitaciones correspondían a una misma casa,
como la hipertrofia de un autorretrato en el que el artista hubiera tenido la elegancia de
abstraerse, a menos que estuviera representado en la silueta negra (con una larga capa
en uno de los cuadros), dando obstinadamente la espalda al otro visitante, a la intrusa
que había pagado para entrar a su vez en la casa y pasearse por las piezas desnudas.
Volvió a la segunda sala y fue hacia la puerta entornada que comunicaba con la
siguiente. Una voz amable y un poco cohibida la hizo volverse; un guardián uniformado
con ese calor, el pobre, venía a decirle que el museo cerraba a mediodía pero que
volvería a abrirse las tres y media.
¿Queda mucho por ver? preguntó Diana, que bruscamente sentía el cansancio de los
museos, la náusea de los ojos que han comido demasiadas imágenes. No, la última sala,
señorita. Hay un solo cuadro ahí, dicen que el artista quiso que estuviera solo. ¿Quiere
verlo antes de irse? Yo puedo esperar un momento.
Era idiota no aceptar, Diana lo sabía cuando dijo que no y los dos cambiaron una broma
sobre los almuerzos que se enfrían si no se llega a tiempo. "No tendrá que pagar otro
billete si vuelve", dijo el guardián, "ahora ya la conozco". En la calle, enceguecida por
la luz cenital, se preguntó qué diablos le pasaba, era absurdo haberse interesado hasta
ese punto por el hiperrealismo o lo que fuera de ese pintor ignoto, y de golpe dejar caer
el último cuadro que acaso era el mejor. Pero no, el artista había querido aislarlo de los
otros y eso indicaba acaso que era muy diferente, otra manera u otro tiempo de trabajo,
para qué romper así una secuencia que duraba en ella como un todo, incluyéndola en un
ámbito sin resquicios. Mejor no haber entrado en la última sala, no haber cedido a la
obsesión del turista concienzudo, a la triste manía de querer abarcar los museos hasta el
final.
Vio a la distancia el café de la plaza y pensó que era la hora de comer; no tenía apetito
pero siempre había sido así cuando viajaba con Orlando, para Orlando el mediodía era
el instante crucial, la ceremonia del almuerzo sacralizando de alguna manera el tránsito
de la mañana a la tarde, y desde luego Orlando se hubiera negado a seguir andando por
el pueblo cuando el café estaba ahí a dos pasos. Pero Diana no tenía hambre y pensar en
Orlando le dolía cada vez menos; echar a andar alejándose del café no era desobedecer
o traicionar rituales. Podía seguir acordándose sin sumisión de tantas cosas,
abandonarse al azar de la marcha y a una vaga evocación de algún otro verano con
Orlando en las montañas, de una playa que acaso volvía para exorcizar la brasa del sol
en la espalda y la nuca, Orlando en esa playa batida por el viento y la sal mientras Diana
se iba perdiendo en las callejas sin nombres y sin gentes, al ras de los muros de piedra
gris, mirando distraídamente algún raro portal abierto, una sospecha de patios interiores,
de brocales con agua fresca, glicinas, gatos adormecidos en las lajas. Una vez más el
sentimiento de no recorrer un pueblo sino de ser recorrida por él, los adoquines de la
calzada resbalando hacia atrás como en una cinta móvil, ese estar ahí mientras las cosas
fluyen y se pierden a la espalda, una vida o un pueblo anónimo. Ahora venía una
pequeña plaza con dos bancos raquíticos, otra calleja abriéndose hacia los campos
linderos, jardines con empalizadas no demasiado convencidas, la soledad totalmente
mediodía, su crueldad de matador de sombras, de paralizador del tiempo. El jardín un
poco abandonado no tenía árboles, dejaba que los ojos corrieran libremente hasta la
ancha puerta abierta de la vieja casa. Sin creerlo y a la vez sin negarlo Diana entrevió en
la penumbra una galería idéntica a la de uno de los cuadros del museo, se sintió como
abordando el cuadro desde el otro lado, fuera de la casa en vez de estar incluida como
espectadora en sus estancias. Si algo había de extraño en ese momento era la falta de
extrañeza en un reconocimiento que la llevaba a entrar sin vacilaciones en el jardín y
acercarse a la puerta de la casa, por qué no al fin y al cabo si había pagado su billete, si
no había nadie que se opusiera a su presencia en el jardín, su paso por la doble puerta
abierta, recorrer la galería abriéndose a la primera sala vacía donde la ventana dejaba
entrar la cólera amarilla de la luz aplastándose en el muro lateral, recortando una mesa
vacía y una única silla.
Ni temor ni sorpresa. Incluso el fácil recurso de apelar a la casualidad había resbalado
por Diana sin encontrar asidero, para qué envilecerse con hipótesis y explicaciones
cuando ya otra puerta se abría y en una habitación de altas chimeneas la mesa inevitable
se desdoblaba en una larga sombra minuciosa. Diana miró sin interés el pequeño mantel
blanco y los tres
vasos, las repeticiones se volvían monótonas, al embate de la luz tajeando la penumbra.
Lo único diferente era la puerta del fondo, que estuviera cerrada en vez de entornada
introducía algo inesperado en un recorrido que se cumplía tan dócilmente. Deteniéndose
apenas, se dijo que la puerta estaba cerrada simplemente porque ella no había entrado en
la última sala del museo, y que mirar detrás de esa puerta sería como volver allá para
completar la visita. Todo demasiado geométrico al fin y al cabo, todo impensable y a la
vez como previsto, tener miedo o asombrarse parecía tan incongruente como ponerse a
silbar o preguntar a gritos si había alguien en la casa.
Ni siquiera una excepción en la única diferencia, la puerta cedió a su mano y fue otra
vez lo de antes, el chorro de luz amarilla estrellándose en una pared, la mesa que parecía
más desnuda que las otras, su proyección alargada y grotesca como si alguien le hubiera
arrancado violentamente una carpeta negra para tirarla al suelo, y por qué no verla de
otra manera, como un rígido cuerpo a cuatro patas que acabara de ser despojado de sus
ropas ahí caídas en una mancha negruzca. Bastaba mirar las paredes y la ventana para
encontrar el mismo teatro vacío, esta vez ni siquiera otra puerta que prolongara la casa
hacia nuevas estancias. Aunque había visto la silla junto a la mesa, no la había incluido
en su primer reconocimiento pero ahora la sumaba a lo ya sabido, tantas mesas con o sin
sillas en tantas habitaciones semejantes. Vagamente decepcionada se acercó a la mesa y
se sentó, se puso a fumar un cigarrillo, a jugar con el humo que trepaba en el chorro de
luz horizontal, dibujándose a sí mismo como si quisiera oponerse a esa voluntad de
vacío de todas las piezas, de todos los cuadros, del mismo modo que la breve risa en
algún lugar a espaldas de Diana cortó por un instante el silencio aunque acaso sólo fuera
un breve llamado de pájaro allí fuera, un juego de maderas resecas, inútil, por supuesto,
volver a mirar en la habitación precedente donde los tres vasos sobre la mesa lanzaban
sus débiles sombras contra la pared, inútil apurar el paso, huir sin pánico pero sin mirar
atrás.
En la calleja un chico le preguntó la hora y Diana pensó que debería apresurarse si
quería almorzar, pero el camarero estaba como esperándola bajo los plátanos y le hizo
un gesto de bienvenida señalándole el lugar más fresco. Comer no tenía sentido pero en
el mundo de Diana casi siempre se había comido así, ya porque Orlando decía que era
hora de hacerlo o porque no quedaba más remedio entre dos ocupaciones. Pidió un plato
y vino blanco, esperó demasiado para un lugar tan vacío; ya antes de tomar el café y
pagar sabía que iba a volver al museo, que lo peor en ella la obligaba a revisar eso que
hubiera sido preferible asumir sin análisis, casi sin curiosidad, y que si no lo hacía iba a
lamentarlo al final de la etapa cuando todo se volviera usual como siempre, los museos
y los hoteles y el recuento del pasado. Y aunque en el fondo nada quedara en claro, su
inteligencia se tendería en ella como una perra satisfecha apenas verificara la total
simetría de las cosas, que el cuadro colgado en la última sala del museo representaba
obedientemente la última habitación de la casa; incluso el resto podría entrar también en
el orden si hablaba con el guardián para llenar los huecos, al fin y al cabo había tantos
artistas que copiaban exactamente sus modelos, tantas mesas de este mundo habían
acabado en el Louvre o en el Metropolitan duplicando realidades vueltas polvo y olvido.
Cruzó sin apuro las dos primeras salas (había una pareja en la segunda, hablándose en
voz baja aunque hasta ese momento fueran los únicos visitantes de la tarde). Diana se
detuvo ante dos o tres de los cuadros, y por primera vez el ángulo de la luz entró
también en ella como una imposibilidad que no había querido reconocer en la casa
vacía. Vio que la pareja retrocedía hacia la salida, y esperó a quedarse sola antes de ir
hacia la puerta de la última sala. El cuadro estaba en la pared de la izquierda, había que
avanzar hasta el centro para ver
bien la representación de la mesa y de la silla donde se sentaba una mujer. Al igual que
el personaje de espaldas en algunos de los otros cuadros, la mujer vestía de negro pero
tenía la cara vuelta de tres cuartos, y el pelo castaño le caía hasta los hombros del lado
invisible del perfil. No había nada que la distinguiera demasiado de lo anterior, se
integraba a la pintura como el hombre que se paseaba en otras telas, era parte de una
secuencia, una figura más dentro de la misma voluntad estética. Y a la vez había algo
allí que acaso explicaba que el cuadro estuviera solo en la última sala, de las semejanzas
aparentes surgía ahora otro sentimiento, una progresiva convicción de que esa mujer no
sólo se diferenciaba del otro personaje por el sexo sino por su actitud, el brazo izquierdo
colgando a lo largo del cuerpo, la leve inclinación del torso que descargaba su peso
sobre el codo invisible apoyado en la mesa, estaban diciéndole otra cosa a Diana, le
estaban mostrando un abandono que iba más allá del ensimismamiento o la modorra.
Esa mujer estaba muerta, su pelo y su brazo colgando, su inmovilidad
inexplicablemente más intensa que la fijación de las cosas y los seres en los otros
cuadros: la muerte ahí como una culminación del silencio, de la soledad de la casa y sus
personajes, de cada una de las mesas y las sombras y las galerías.
Sin saber cómo se vio otra vez en la calle, en la plaza, subió al auto y salió a la carretera
hirviente. Había acelerado a fondo pero poco a poco fue bajando la velocidad y sólo
empezó a pensar cuando el cigarrillo le quemó los labios, era absurdo pensar cuando
había tantas casetes con la música que Orlando había amado y olvidado y que ella solía
escuchar de a ratos, aceptando atormentarse con la invasión de recuerdos preferibles a la
soledad, a la vaga imagen del asiento vacío a su lado. La ciudad estaba a una hora de
distancia, como todo parecía estar a horas o a siglos de distancia, el olvido por ejemplo
o el gran baño caliente que se daría en el hotel, los whiskys en el bar, el diario de la
tarde. Todo simétrico como siempre para ella, una nueva etapa dándose como réplica de
la anterior, el hotel que completaría un número par de hoteles o abriría el impar que la
etapa siguiente colmaría; como las camas, los surtidores de nafta, las catedrales o las
semanas. Y lo mismo hubiera debido ocurrir en el museo donde la repetición se había
dado maniáticamente, cosa por cosa, mesa por mesa, hasta la ruptura final insoportable,
la excepción que había hecho estallar en un segundo ese perfecto acuerdo de algo que
ya no entraba en nada, ni en la razón ni en la locura. Porque lo peor era buscar algo
razonable en eso que desde el principio había tenido algo de delirio, de repetición idiota,
y a la vez sentir como una náusea que sólo su cumplimiento total le hubiera devuelto
una conformidad razonable, hubiera puesto esa locura del buen lado de su vida, lo
hubiera alineado con las otras simetrías, con las otras etapas. Pero entonces no podía
ser, algo había escapado ahí y no se podía seguir adelante y aceptarlo, todo su cuerpo se
tendía hacia atrás como resistiendo al avance, si algo quedaba por hacer era dar media
vuelta y regresar, convencerse con todas las pruebas de la razón de que eso era idiota,
que la casa no existía o que sí, que la casa estaba ahí pero que en el museo sólo había
una muestra de dibujos abstractos o de pinturas históricas, algo que ella no se había
molestado en ver. La fuga era una sucia manera de aceptar lo inaceptable, de infringir
demasiado tarde la única vida imaginable, la pálida aquiescencia cotidiana a la salida
del sol o a las noticias de la radio. Vio llegar un refugio vacío a la derecha, viró en
redondo y entró de nuevo en la carretera, corriendo a fondo hasta que las primeras
granjas en torno al pueblo volvieron a su encuentro. Dejó atrás la plaza, recordaba que
tomando a la izquierda llegaría a un término donde podía dejar el auto, siguió a pie por
la primera calleja vacía, oyó cantar una cigarra en lo alto de un plátano, el jardín
abandonado estaba ahí, la gran puerta seguía abierta.
Para qué demorarse en las dos primeras habitaciones donde la luz rasante no había
perdido intensidad, verificar que las mesas seguían ahí, que tal vez ella misma había
cerrado la puerta de la tercera estancia al salir. Sabía que bastaba empujarla, entrar sin
obstáculos y ver de lleno la mesa y la silla. Sentarse otra vez para fumar un cigarrillo (la
ceniza del otro se acumulaba prolijamente en un ángulo de la mesa, la colilla había
debido tirarla en la calle), apoyándose de lado para evitar el embate directo de la luz de
la ventana. Buscó el encendedor en el bolso, miró la primera voluta del humo que se
enroscaba en la luz. Si la leve risa había sido al fin y al cabo un canto de pájaro, afuera
no cantaba ningún pájaro ahora. Pero le quedaban muchos cigarrillos por fumar, podía
apoyarse en la mesa y dejar que su mirada se perdiera en la oscuridad de la pared del
fondo. Podía irse cuando quisiera, por supuesto, y también podía quedarse; acaso sería
hermoso ver si la luz del sol iba subiendo por la pared, alargando más y más la sombra
de su cuerpo, de la mesa y de la silla, o si seguiría así sin cambiar nada, la luz inmóvil
como todo el resto, como ella y como el humo inmóviles.
Julio Cortázar. Deshoras. Buenos Aires, Punto de Lectura, 2004.
El marica
Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que
leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva
toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si
no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y
entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.
Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la
laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y
a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras
raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de
parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni
romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la
barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo
para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre
andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el
colorado Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara
como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés,
en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me
mirabas.
–Te lastimaste por mí, Abelardo.
Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos
eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.
–Soltame –dije.
A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera
de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo
dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar
siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba
riéndose. Acaba por reírse de macho que es.
Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e
inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A
la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías.
Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A
veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma
mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
–Sabés, te admiro. No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y
decías las cosas del mismo modo. Eso era. –Es un marica. –Déjense de macanas. Qué
va a ser marica. –Por algo lo cuidás tanto...
Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la
mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la
risa fácil. Y uno también acepta -uno también elige-, acaba por enroñarse, quiere la
brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron
un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de
paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo.
–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas. –
¿Con los muchachos?... –Sí. Qué tiene. –Y bueno, vamos.
Porque no solo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste
cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los
árboles.
–Abelardo, vos lo sabías. –Callate y entrá. –¡Lo sabías! –Entrá, te digo.
1El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo
que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco.
Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o
cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a
olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de
tierra.
El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a
mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz
de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el
fósforo cuando me dio fuego.
–Debe estar sucia.
Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.
Nos guiñó un ojo.
–Pasa vos, Cacho.
–No, yo no. Yo, después.
Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé,
salían hombres. Sí, esa era la impresión que yo tenía.
Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas.
–¿Dónde está César?
No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el
ademán -un ademán que pudo ser idéntico al del negro- se me heló en la punta de los
dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del
rancho.
–Vos también te asustaste, pibe.
Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus
piernas.
–Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.
–Agarró pa ayá –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico
sonreía. El chico también dijo pa ayá.
Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me
mirabas. Siempre me mirabas. –Lo sabías. –Volvé. –No puedo, Abelardo, te juro que no
puedo.
–Volvé, ¡animal! –Por Dios que no puedo. –Volvé o te llevo a patadas en el culo.
La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de
tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada,
desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar,
ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba
atragantando.
–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros. Te
llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas, todavía alcancé a decir: –Maricón. Maricón de mierda. Y después lo
grité.
Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva
mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas,
se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a
alguien. Escuchame.
Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo vaya a
contar a los otros. Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.
Edipo cambiado u otra vuelta de tornillo
El mismo día en que Yocasta, la reina aborrecida, tenía a su hijo, yo tuve al mío. Lo llamé
Philón, como su padre, muerto seis meses atrás durante la guerra que mi ciudad sostuvo
contra Layo, primo y marido de Yocasta. Al día siguiente fui llevada con el niño a una
alcoba contigua a la de la reina. El Ama me lo explicó:
–Le servirás de nodriza a Polidoro, el hijo de mi señora Yocasta.
La rica cuna de Polidoro fue colocada cerca de la cuna de esparto de Philón y mi camastro
entre ambas. Los dos niños se parecían como se parecen todos los recién nacidos: el mismo
mechón de pelo húmedo sobre el cráneo todavía blando, la misma carita abotagada y roja
como un puño crispado. Mi seno los hermanó. Mientras tanto Yocasta permanecía muda e
indiferente en su vasto lecho. Ni una sola vez pidió ver a su hijo. ¡Oh Yocasta, más
aborrecida en mi corazón que el propio Layo!
Al segundo día de nacidos Philón y Polidoro ocurrieron aquellos aciagos acontecimientos.
Layo había ido a Delfos a consultar el oráculo del dios. Volvió taciturno, sombrío,
temblando en no se sabía qué pavor o qué terrible cólera. Recuerdo que vino a la habitación
donde estaba yo con los dos niños pero no nos miró ni pronunció palabra alguna. Se
paseaba de un extremo a otro de la alcoba, desceñidas las vestiduras reales y el rostro más
oscuro que la mies bajo la tormenta. Adiviné que los vaticinios le habían sido
desfavorables, y secretamente me regocijé.
Con brusco ademán recogió su manto y pasó a la cámara de Yocasta. Los oí conversar.
Hablaban quedo y sus voces semejaban el ruido de los cuchillos cuando son afilados sobre
la piedra. A poco se les unió la voz de Creonte, el hermano de Yocasta. Después todo el
palacio se ahuecó en uno de esos silencios profundos que parecen la pausa de la música del
universo.
A la noche los presagios nefastos se multiplicaron. La agorera lechuza chistó tres veces
junto a una ventana. En el aire de la alcoba, que ninguna ráfaga agitaba, la luz de los
pabilos parpadeó. Escuché un trueno lejanísimo. Súbitamente me acometió un sueño
profético. Mis ojos estaban abiertos, pero nada veían de cuanto me rodeaba. Mi cerebro
empezó a arder como una lámpara y a arrojar fuera el resplandor de las alucinaciones. Y yo
contemplé, despierta, mi propio sueño.
Vi a Philón, mi hijo, hecho hombre. Vi a un hombre que yo sabía que era Philón. Vi a
Philón bajo la figura de un hombre y ese hombre tenía la apariencia de un mendigo, estaba
cubierto de harapos y tanteaba con báculo de ciego las piedras del camino por el que se
arrastraba, y el cielo que lo cubría era inclemente, el paisaje era inhóspito, y a su alrededor
la soledad se abismaba como un mar, y en el fondo de ese mar el hombre que era mi hijo
gemía y clamaba por alguien, y sobre su rostro se aplastaba hasta alcanzar el hueso una
expresión tal de dolor que no pude soportarlo y quebré el anillo que me aprisionaba y el
sueño se desvaneció.
Largo rato estuve temblando en mi camastro. Otras veces había tenido sueños de esa
especie, sueños que en la lucidez de la vigilia me lanzaban a un vórtice de visiones, sueños
que me inundaban de conocimientos a los que no podía resistirme y que descorriendo para
mí como el velo del tiempo me volvían transparente el futuro. Y lo que esos sueños me
habían anticipado, después lo había visto cumplido.
De niña soñé la devastación de mi ciudad. Soñé que los soldados extranjeros entraban por
las violadas puertas y mataban a un guerrero que era mi esposo, y a mis hermanos, y hasta a
mi anciano padre imbele, y soñé que un hombre fornido, desde lo alto de un carro, los
azuzaba a la matanza. Diez años más tarde todo sucedió como en mi sueño, y el hombre
fornido era Layo.
¿Aguardaba, pues, a mi hijo, el destino ominoso del mendigo? Siervo hijo de sierva
¿terminaría miserablemente sus días, arrojado a los caminos por el capricho impío de sus
amos, acaso de ese mismo Polidoro amamantado por mí? Viejo inservible y ciego,
execración de los sacros lugares, pasto de todos los infortunios, presa rendida al frío y al
hambre ¿así iría a morir Philón, el hijo del rey Philón?
Yo debía torcer esa suerte funesta, debía desbaratar el cumplimiento de tan atroces
augurios. A la luz ahora inmóvil de las velas, en la soledad de la alcoba, en medio de aquel
silencio profundo del palacio, rápidamente ejecuté mi plan. Vestí a Polidoro con la ropa de
mi hijo y a mi hijo con las ricas vestiduras de Polidoro. Coloque a Philón en la adornada
cuna del hijo de Yocasta y al hijo de Yocasta en la pobre cuna de Philón. Después volví a
mi camastro y fingí que dormía. Pero mis ojos cavaban, bajo los párpados, la rota mirada
del insomnio. Y después un raro sopor desanudó mis miembros. Siempre, al cabo de un
sueño vatídico, me invade ese letargo.
Me despertó como el recuerdo de haberme dormido. Me despertó el olvido de haber
despertado y de haber visto una sombra sigilosa que rondaba entre las cunas. La lámpara
seguía encendida. Miré hacia mi izquierda, hacia el rincón donde dormía mi hijo. Pero
ahora quien dormía allí era Polidoro. Me volví hacia el lado opuesto. Un desmesurado
mugido, un ruido como de muchas aguas estalló sobre mi cabeza. Me incorporé y empecé a
gritar. Layo y Creonte aparecieron en seguida tras las puertas. Aún en mi confusión y en mi
horror, aún comprendiendo que ellos no sabían cuál era el verdadero puñal que degollaba
mis gritos, pensé que no habían caído en la cuenta de lo que me ocurría.
–¡Han robado a Polidoro! –mentí–. ¡Lo han arrebatado de su cuna! –mentí.
–¡Cállate, sierva! –masculló Layo con voz dura ¡Cállate o te haré azotar! Y olvídate de
Polidoro si en algo estimas tu vida y la vida de tu hijo.
Y se fueron tan velozmente como habían venido. Quedé sola, tiritando en el hielo del
estupor. ¿Por qué Layo me ordenaba callar? ¿Por qué Yocasta, que habría oído mis gritos,
no me respondía con los suyos? ¿De qué funestas maquinaciones era mi hijo, por mi culpa,
la víctima inocente? ¿Y a dónde lo habían llevado? ¿Qué harían con él? Lo matarían, quizá,
o lo abandonarían en un lejano bosque o a la orilla del mar. ¿Y qué buscaba Layo con la
muerte o con la desaparición de Polidoro? ¿Burlar los oráculos como yo mi sueño? ¿Y
fuisteis vosotros, oh dioses inmortales, quienes me inspiraron aquel insensato trueque entre
los dos niños, para así castigarnos a él y a mí?
Entretanto hervía sobre mi camastro como sobre carbones encendidos. Cuando el ojo del
día me iluminó, pensé contárselo todo a Yocasta. Pero en seguida me disuadió el cruel
convencimiento de que el crimen tramado contra Polidoro ya estaría cumplido en Philón.
Revelando la verdad no rescataría a mi hijo y sólo conseguiría que los designios de Layo
corrigieran sus tiros y tal vez me tomasen también como blanco, porque grandes iban a ser
el enojo y el terror del monarca, y al cabo sus propósitos encontrarían una doble
satisfacción.
Resolví no decir nada. Vislumbré una esperanza remota pero secreta, sólo conocida por mí,
la posibilidad de vengarme sin que nadie lo advirtiese. Ese Polidoro dormido en la cuna de
mi hijo cumpliría los oráculos del dios, y alguna ruina, yo no sabía cuál, alguna inmensa
desgracia recaería sobre el linaje de Cadmo y de Agenor, sobre las cabezas de Layo y de
Yocasta y de ese otro, Creonte, tan orgulloso que jamás se dignó mirarme. Un odio infinito,
que se sentía dispuesto a todas las crueldades y también a todas las astucias y a todos los
simulacros, un odio que ni siquiera se detendría frente a ese Polidoro que usurpaba, ay, por
mi mano, el sitio de Philón, me hinchó la garganta como un vómito.
*******
Largos años transcurrieron, disparados por la perezosa ballesta del tiempo. Polidoro creció
y se hizo mozo, siervo en el palacio real de sus padres, bajo el nombre de Philón, falso hijo
de la sierva Hécuba.
No desmentía su vidueño. Era de agradable apostura, aunque tan atrevido e indócil que más
de una vez debieron azotarlo. Aguantaba los azotes con una sonrisa desdeñosa, pero la
mirada se le ponía negra de ira. Yo no perdía ocasión de zaherirlo y de vejarlo,
complaciéndome en irritar su genio díscolo.
–Sierva –me decía Yocasta– ¿por qué aborreces a tu hijo? Es un joven hermoso.
Y las miradas de la reina se demoraban en su hijo. También Polidoro espiaba a la reina.
Creo que nadie, salvo yo, sorprendió el juego incesante y pertinaz de esas miradas. Y nadie,
ni ellos mismos, nadie excepto yo, supo de qué manantial se nutría esa corriente
subterránea que los arrastraba al uno hacia el otro. Porque la sangre se llamaba a sí misma
desde las venas de la madre a las venas del hijo y desde los pulsos del hijo a los pulsos de la
madre, pero ellos no sabían descifrar ese llamado. La sangre tejía entre los dos su hebra
poderosa, pero ellos no podían adivinar de qué estaba tejida. Había una, una sola para quien
aquella trama destrenzaba sus secretos hilos, una sola que sabía leer la escritura invisible
del mensaje, pero ésa no habló. Y, no satisfecha con callar, prestó su mano encubridora
para que el horror apretase su nudo ignominioso.
Sí, yo llevé a Polidoro el recado de Yocasta, yo llevé a Yocasta las jactanciosas respuestas
de Polidoro. Yo fui la lanzadera que iba del uno al otro, tan veloz, tan silenciosa que nadie
seguía su vaivén. Y después velé a las puertas de la cámara real, atisbando los pasos del
infamado consorte. Y la reina me mostraba el rostro hipócrita que las adúlteras muestran a
sus alcahuetas, y Polidoro me trataba con la soberbia del ladrón a su cómplice.
Pero aquel amor no les traía la dicha. Un horror apenas presentido, una repugnancia que
ella confundía con los remordimientos y él con el hastío, una angustia que tomaban por la
insatisfacción de sus deseos, y a ratos una hostilidad que los separaba para avivar en
seguida el ardor del apetito y volver a reunirlos para exaltarles la furia de las reyertas, todo
este acíbar se mezclaba a sus deleites y les ponía a los dos una máscara mórbida,
sombreada por el humo del dolor.
Cierta vez Layo decidió hacer un viaje a la Fócida. Se llevó consigo a tres servidores, entre
ellos a Polidoro. Varios días después volvió Polidoro, las ropas desgarradas, con la noticia
de la muerte del rey. Contó que una pandilla de bandidos les había salido al paso en el
cruce de los caminos de Delfos y de Daulia; que, habiendo querido Layo defenderse, los
bandidos lo habían ultimado, lo mismo que a los otros dos servidores, y que únicamente él
había conseguido huir y salvarse. Creonte envió gente armada al sitio del encuentro con los
salteadores. Ahí fueron hallados los cadáveres de Layo y de los dos siervos, los trajeron a
Tebas, y el cuerpo del rey tuvo magníficos funerales y una sepultura no menos magnífica.
Pero yo sospechaba que Polidoro no había dicho la verdad. Una noche, libaciones de vino
tibio y falaces lisonjas me lo entregaron rendido al asalto de mis preguntas. Entonces me
refirió una historia más abominable de lo que él podía maliciar.
Cuando el carro donde viajaba el hijo de Lábdaco había llegado a la encrucijada de los dos
caminos, Layo ordenó que buscase Polidoro en los alrededores una fuente que, según él
recordaba, había cerca y en cuyas aguas saciarían la sed. Polidoro obedeció. Se había
internado en un bosquecillo de encinas cuando oyó voces airadas. Volvió sobre sus pasos y,
escondido entre hiedras y helechos, lo presenció todo. Un desconocido, alto como un dios,
fuerte como un héroe y más hermoso que Paris disputaba de palabra con Layo; Layo,
colérico, descargaba sobre el desconocido su aguijada de doble punta; el desconocido se
defendía golpeando a Layo con un bastón. Los dos servidores hostigaban al desconocido, y
el desconocido, con recios golpes de su báculo, privaba a ambos de la luz. Por fin el
desconocido se alejaba. Polidoro salió de su escondite. Y ya iba a huir, dando por muertos a
los tres de Tebas, cuando oyó un gemido. Era Layo, que pesadamente se incorporaba sobre
el desorden de sus vestiduras. Pervertido por su pasión hacia Yocasta, Polidoro se había
acercado sigilosamente al anciano rey y con una piedra parricida lo había matado. Entonces
Polidoro había vuelto a Tebas y urdido la conseja de los salteadores.
Y en tanto me confesaba su crimen, sonreía con torpe mueca de borracho, y pensaba en
Yocasta, y la infatuación y la perfidia le retocaban los hermosos rasgos con un pincel
perverso. Y yo también sonreía, y bebí un vaso de vino mientras sentía cómo la lengua de
la venganza lamía mis heridas, y le dije a Polidoro:
–Los dioses te protegen.
Pero en esa misma noche Creonte sorprendió al hijo de Yocasta en el lecho de Yocasta.
Creo que me distraje, somnolienta a causa del vino. Al día siguiente el cadáver de Polidoro
apareció al pie de los barrancos, y así la infamia de la reina permaneció oculta. Pero
Yocasta anduvo un tiempo con el rostro crispado y en cambio yo guardaba en mis labios la
sonrisa de Polidoro mientras me refería la muerte de Layo. Una vez Yocasta, rabiosa, me
gritó:
–¿De qué te sonríes, serpiente?
*****
*****
El río del tiempo corrió unos meses más. Yocasta languidecía en su palacio. Creonte
gobernaba con mano despótica. Pero nada podía su rigor contra las depredaciones de la
Esfinge. Era ésta una mujer crudelísima que capitaneaba una tropa de bandidos. Ella y sus
secuaces robaban y asesinaban con tanta temeridad en sus tropelías, con tanta saña en sus
delitos que ningún viajero se atrevía a cruzar la Beocia por el lado de Tebas. En vano
Creonte prometió que quien librase al país de aquel azote compartiría con él el gobierno de
Tebas y obtendría la mano de Yocasta. Nadie se sintió capaz de llevar a buen término
tamaña empresa.
Hasta que se supo que un corintio, sin más armas que un bastón y sus fuertes brazos, había
matado a la Esfinge y diezmado a su pandilla. El extranjero entró en Tebas entre las
bendiciones del pueblo y vino directamente al palacio real a reclamar por la promesa de
Creonte.
Apenas lo vi, el corazón me atronó en el pecho. Aquel hombre era el vivo retrato de Philón,
mi difunto marido. Era Philón, mi hijo.
Sentado frente a Creonte y a Yocasta, que lo miraban complacidos, echada la clámide a la
espalda, el bastón con el que había vencido a la Esfinge apoyado en los muslos estupendos,
hermoso y apacible el semblante, dijo llamarse Edipo y ser hijo de Pólibo y Mérope, reyes
de Corinto. Como repetidas veces oyera que no había sido engendrado por aquellos a
quienes tenía por padres, determinó ir a consultar el oráculo de Apolo en Delfos. Por la
crispada boca de la pitonisa el dios le reveló que su estirpe era real, que él mismo sería rey,
pero que reinaría donde su madre fuese una sierva. Espantado, no volvió a Corintio sino
que emprendió un camino en dirección opuesta, y así había llegado, después de mucho
andar, a la tierra de los cadmeos y vencido a la Esfinge.
"Que reinaría donde su madre fuese una sierva". Ya no tuve ninguna duda: Edipo era mi
hijo. Y tan grande júbilo me hizo romper en un llanto incontenible. Todos me miraron.
Creonte frunció el ceño severo y Yocasta, irritada, mandó que me retirase. Sólo Edipo me
sonrió y, cuando pasé a su lado, me dijo con voz afable:
–No olvidaré, sierva, las lágrimas que te arrancó mi triste suerte.
Nada supe responderle. Apenas si supe sonreírle y bendecirlo desde el fondo de mi corazón,
que por él se me ahondó como un pozo de agua fresca.
Y Edipo casó con Yocasta y reinó, junto con Creonte, sobre Tebas.
Pocos días después de las nupcias uno de los más antiguos servidores de palacio, un
troyano a quien por eso mismo aquí llaman T eucro, vino a
decirme, zalamero:
–Oh tú, Hécuba, de raza ilíaca como yo. Tú que ves diariamente a la reina y puedes hablarle
cuando te place, pídele que me envíe al campo a pastorear los rebaños. Por los dioses te lo
ruego.
Adiviné que algún grave secreto atormentaba al troyano. Y súbitamente supe que la sombra
que había creído ver rondando en torno de las cunas de Philón y Polidoro, la noche en que
robaron a mi hijo, era la de este Teucro, perro fiel de Layo.
Le prometí complacerlo a condición de que me confiase el motivo de una petición tan poco
razonable, pues era extraño que a su edad prefiriese la vida ruda del pastor. En un principio
intentó resistirse, pero tan firme me mantuve, tantos juramentos de no divulgar sus palabras
proferí, tantas amenazas agregué a tantas promesas, que Teucro terminó por acceder, no sin
antes gimotear, y llorar, y retorcerse las manos, y obligarme a renovar mis juramentos de
que no lo delataría.
Esto fue lo que me refirió:
–Recordarás, tú que lo amamantaste como a un hijo tuyo, recordarás que, al segundo día de
nacido, Polidoro desapareció de su cuna y nadie supo qué fue de él. Pues bien, yo te
confiaré lo que ocurrió. Por orden de Layo (jamás me atreví a indagar la razón de un acto
tan abominable), por orden de Layo, digo, aquella noche llevé al niño a lo más fragoso del
monte Citerón y allí lo abandoné, sus tiernos pies atravesados por un hierro, para que las
fieras o la sed y el hambre lo privaran pronto de la luz. Pero la piedad me hizo volver sobre
mis pasos, recogí a Polidoro y lo entregué, sin descubrir quién era, a unos pastores
corintios, quienes se ofrecieron a cuidarlo y a llevarlo con ellos a Corinto. Y un mancebo,
alzando a Polidoro, lo llamó Edipo a causa de que el pobre niño tenía los pies hinchados
por los grillos con que yo, no por mi voluntad sino por orden de Layo, se los había
atravesado.
–¿Y tú crees –dije, aparentando indiferencia– que nuestro rey Edipo es aquel Polidoro que
confiaste a los pastores?
–¿Cómo no creerlo? Todos los detalles coinciden y encajan unos con otros: el nombre,
Edipo; el país donde se ha criado, Corinto; la sospecha de que no es hijo de Pólibo. Y hay
algo más. Fíjate en sus tobillos. Conservan las cicatrices, empalidecidas por el tiempo, de
las heridas que les infligieron los hierros. Es él, es Polidoro. ¡Y ha desposado a su propia
madre! Espantosas desgracias se ciernen sobre Tebas. Por eso quiero irme lejos. Vete tú
también con cualquier excusa. Pero ¿Por qué te sonríes?
Yo me sonreía porque, sí, Edipo era el niño abandonado en el monte Citerón y llevado a
Corinto por los pastores, pero ese niño no era Polidoro, como creía Teucro, sino Philón, mi
hijo, y ahora Philón reinaba sobre Tebas la de las siete puertas, y así todos mis muertos
triunfaban de la maldecida ralea de Layo.
*****
La sombra de Hades enturbia mis ojos. Un rumor como de caracolas marinas resuena en mi
pecho. Veo, a través de la niebla, a Edipo, a Creonte y a Yocasta, los tres con la faz
demudada, veo a Teucro, a quien un guardia arrastra hasta los pies de Edipo, y a éste que lo
amenaza con un ademán desaforado, y al siervo que llora y balbucea, y a los dos reyes que
se agitan convulsos, y a Yocasta que se lleva las manos al rostro, y ahora sí, ahora me
parece oír a Edipo, a Edipo que dice con una voz como trueno:
–Yo maté a un anciano en la encrucijada de los caminos de Delfos y Daulia. ¿Y ese anciano
era Layo? ¿Y era Layo mi padre? Y desposando a Yocasta ¿he cometido el crimen más
nefando?
Quiero hablar pero no puedo. Mi boca es una piedra muda, mi lengua es como una hoja
seca desprendida del tallo. Ya no veo a Edipo, a Philón, mi hijo. Ya no oigo su voz. Las
sombras se cierran sobre mis ojos. No distingo nada, sino la caracola marina que retumba
en mi pecho hasta desgarrarlo.
Marco Denevi. Falsificaciones. Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 2007.
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