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EL GRAN DESCUBRIMIENTO
Aquí queremos hablar de cómo han de ser las relaciones que anteceden al
matrimonio, para que alcancen su verdadero fin -no demasiado lejano-: la
constitución de una familia edificada sobre la fidelidad de un amor
conyugal abierto a la vida.
Normalmente, a los que tienen vocación matrimonial, un día les sobreviene
el "flechazo". Entonces, la masculinidad del chico y la feminidad de la
chica, se descubren de un modo nuevo, asombrosamente gozoso. El
primer verdadero amor -más o menos, el flechazo-, es ciertamente un
descubrimiento deslumbrante, el primer contacto consciente y agudo con
la belleza de la Creación, transfigurada a la luz del amor. Es algo, que bien
pensado, no puede ser más que un regalo de Dios y que a Él conduce:
"Hoy la he visto, la he visto y me ha mirado: ¡hoy creo en Dios!". Lógico.
Normal.
Pero es preciso no olvidar que todo lo humano ha sido afectado de algún
modo por aquel pecado de origen, que explica el doble lado de todo
acontecimiento histórico: inseparablemente, junto a la "cara", está su
"cruz". Y todo lo humano -nos referimos pues, sobre todo, a lo bueno de la
vida humana- debe ser salvado, necesita salvación. Y, afortunadamente,
Dios lo ha querido salvar: lo ha salvado mediante su Cruz. Y sin cruz no
hay salvación, ni puede haber felicidad, ni alegría duradera. Por eso se ha
dicho que "la alegría en la tierra tiene sus raíces en forma de cruz" .
El amor humano, limpio y noble, entre un hombre y una mujer, para que
siga siendo así y madure, y se ha haga ascua inextinguible, ha de pasar
también por la cruz: ha de gozarse en la cruz, desde la cruz. El "color de
rosa" que el flechazo extiende sobre todas las cosas, no tarda en perderse
de vista. Pero esto no quiere decir que la realidad sea peor de como se ha
visto: es mejor, con tal de abrazarla entera, con su cara y con su cruz: la
primavera, con el verano, el otoño y el invierno... y la eternidad.
En buena medida, la cruz del noviazgo es el sacrificio de la
concupiscencia, que quisiera adelantarse a los acontecimientos y disfrutar
de unos frutos que aún no existen. Es, si se quiere hablar así, una cruz,
pero también una luz, una luz que impide caer en una gran mentira: la que
identifica el amor con la relación genital. Si los novios tienen relaciones
materiales de tipo conyugal eliminan la diferencia esencial entre
matrimonio y cualquier otra especie de unión. Confunden un estado
esencialmente provisional con otro definitivo, al cual no han accedido
todavía legítimamente. Cometen un error de funestas consecuencias, que
la experiencia, desde Adán, enseña.
Lo más grave, desde luego, es la ofensa a Dios, que ha advertido
abundantemente sobre el mal (el daño) que tal comportamiento encierra.
Subrayemos esto.
Pero también suceden otras cosas graves:
Uno de los más prestigiosos psiquiatras contemporáneos, Victor Frankl
-discípulo, primero; y superador, después, del gran retardador del
conocimiento sobre el hombre que ha sido Sigmund Freud-, en su obra
"Psicoanálisis y existencialismo", dice que "hasta en el amor entre los
sexos no es lo corporal, lo sexual, un factor primario, un fin en sí, sino
simplemente un medio de expresión. El amor puede existir
sustancialmente, aun sin necesidad de eso. Donde sea posible lo querrá y
lo buscará; pero, cuando se imponga la renuncia, el amor no se enfriará ni
se extinguirá (...) El amor auténtico no necesita, en sí, de lo corporal ni
para despertar ni para realizarse, pero se sirve de ello para ambas cosas".
Es natural, conforme a la realidad del amor humano este argumento,
puesto que quien "es amor", Dios, principio y fuente de todo amor
verdadero, es puro Espíritu.
El hombre es un compuesto de alma espiritual y cuerpo. La Encíclica
"Humanae vitae" lo recuerda y comprende perfectamente. Pero no deja de
ser cierto, y es una experiencia gozosa, que "para quien de veras ame, la
relación física, sexual, no es sino un medio de expresión de lo que
constituye el verdadero amor, es decir, de la relación espiritual, y, como
medio de expresión recibe su consagración humana, precisamente, del
amor, del acto espiritual a que sirve de exponente" (Ibidem).
Aplazando la satisfacción del impulso sexual se logra algo muy esencial: la
profundización en la dimensión espiritual del amor, que es la que está
llamada a permanecer por encima de todos los avatares físicos o síquicos
que una larga vida puede deparar. El sacrificio que supone la continencia,
enseña a amar con el alma, con la mente y con la voluntad, que es lo más
perfecto y digno que hay en el hombre. Este sacrificio es la primera gran
donación que se debe a la persona amada, la primera manifestación de un
amor verdaderamente personal.