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El Industrial me escondió durante mucho tiempo. Juan, o Juan Pablo, fue el primero
que me dejó leer. Que me dejó leer, digo bien. Porque en casa no había nada. ¿Por qué en
casa no había nada? Nada. Ni un volante. Ni un cuaderno. Y yo quería.
Ya había dado vuelta el Larousse ilustrado; ya había secado las páginas de una
colección barata en lo de la abuela. Y en casa, la sed, el ruido, los hermanos, los padres,
pero no los libros.
Nadie leía en el sillón del comedor. Nadie se sentaba a los pies de la cama a contar
historias hasta que me ganara el sueño. ¿Quiénes eran los hermanos Grimm?
Hablé de Juan o de Juan Pablo. Una vez apareció con Las desventuras del joven
Werther. Que tenía que leerlo, me dijo. Que era importante. Yo tenía dieciséis años y
sobreviví a ese final, al primer final que había leído en mi vida. Sola. Antes de eso, no hubo
nada. Después, Frankestein y Drácula, y algo de Shakespeare.
El Industrial, dije. Ahí estaba todo, incluido Richard. Ah, Richard querido. Le
presenté a Mary Shelley y creo que aún están juntos. Él me alcanzó la novela más graciosa
y trágica de la literatura norteamericana: La conjura de los necios, de Kennedy Toole. Y
empezó el intercambio: Soriano, Tolstoi, Borges, Dostoievski, Poe, Dante Alighieri,
Stephen King, pero también Stephen Hawking. Si había, leíamos Aira. Y si no había, Felipe
Pigna. O releíamos. Richard le robaba los libros al padre. Sí, como en La ladrona de libros
de Zusak. Así fue.