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ADRIENNE RICH

21 POEMAS DE AMOR
ANIMALA
colección

1
2
I

Mientras en esta ciudad parpadean las pantallas

con pornografía, vampiros de ciencia ficción

y asalariados doblándose bajo el látigo,

también hay que caminar… nada más, caminar

entre la basura mojada, con las crueldades

de nuestros barrios en primer plano.

Tenemos que entender que nuestras vidas son inseparables

de esos sueños rancios, del borboteo del metal, de esas

desgracias

y de la begonia roja que destella peligrosamente

en la cornisa de un edificio de seis pisos

o de las chicas de piernas largas que juegan a la pelota

en el patio de la escuela.

Nadie nos imaginó. Queremos vivir como árboles,

sicomoros llameantes en el aire sulfúrico,

moteados de cicatrices, pero floreciendo con exuberancia,

con nuestra pasión animal enraizada en la ciudad.


II

Me despierto en tu cama. Sé que estuve soñando.

Mucho antes nos separó la alarma, y estás

desde hace horas en tu escritorio. Sé lo que soñé:

nuestra amiga, la poeta, entra en mi cuarto

donde llevo días escribiendo, hay borradores,

carbónicos y poemas desparramados por todas partes,

y quiero mostrarle un poema

que es el poema de mi vida. Pero dudo,

y me despierto. Me besaste el pelo

para despertarme. Soñé que eras un poema,

te digo, un poema que le quería mostrar a alguien…

me río y vuelvo a soñar otra vez

con el deseo de mostrarte a todos los que amo,

de andar juntas sin reservas

con el impulso de la gravedad, que no es simple,

que arrastra un largo trecho al plumerillo en el aire

exhalado.
III

Puesto que no somos jóvenes, las semanas tienen que contar

por los años que perdimos. Así y todo, solamente esta

peculiar distorsión

del tiempo me dice que no somos jóvenes.

¿Acaso a los veinte alguna vez caminé por la calle a la mañana

con los miembros flameando de la más pura alegría?

¿O me incliné desde una ventana sobre la ciudad

a escuchar el futuro

con los nervios afinados, como escucho tu llamada ?

Y vos, vos te acercás a mí con la misma cadencia.

Tus ojos son inmortales, la chispa verde

del lirio a principios del verano,

el berro verdeazul que lavó la primavera.

A los veinte, sí: pensábamos que íbamos a vivir para

siempre.

A los cuarenta y cinco, quiero conocer incluso nuestros límites.

Te toco sabiendo que no nacimos ayer,

y de algún modo, cada una va ayudar a la otra a vivir,

y en algún lugar, cada una va a ayudar a la otra a morir.


IV

Vuelvo de estar con vos por donde la luz temprana

de la primavera destella en las paredes de siempre,

el Pez Dorado[1], la casa de saldos, la zapatería…

arrastro la bolsa de las compras, corro el ascensor

donde un hombre viejo, tenso, almidonado, deja

tranquilamente que las puertas casi me cierren encima.

le grito –¡Párela, por el amor de dios!,

y él me dice –histérica– por lo bajo.

Me instalo en la cocina, descargo los paquetes,

hago café, abro la ventana, pongo a Nina Simone

que canta Here Comes the Sun… abro el correo

mientras bebo el café delicioso, la música deliciosa

con el cuerpo liviano y pesado a la vez, todavía con vos.

Del correo se cae una fotocopia de algo que escribió

un hombre de 27 años, un rehén, torturado en prisión:

Mis genitales fueron objeto de tal despliegue sádico

que me mantienen siempre despierto del dolor…

Hacé lo que puedas para sobrevivir.

Sabés, creo que a los hombres les encantan las guerras…

Y mi enojo incurable, mis heridas insuturables

se abren más con las lágrimas, lloro inútilmente,

ellos todavía controlan el mundo, y vos no estás en mis

brazos.
V

Este departamento lleno de libros podría partirse en dos

bajo las mandíbulas gruesas y los ojos saltones

de los monstruos: una vez que abrís un libro, te tenés que enfrentar al lado
oscuro de todo lo que amaste–

el estante y las pinzas listos, la mordaza

con la que hasta las mejores voces tuvieron que mascullar,

el silencio que entierra en la arena del desierto

a los niños no deseados —mujeres, desviados, testigos.

Kenneth me cuenta que ordenó los libros de modo

que mientras escribe puede ver a Blake y a Kafka;

sí, y todavía hay que ajustar cuentas con Swift,

que aborrece la carne de las mujeres pero les alaba la mente,

con el terror de Goethe por las madres, con Claudel

vilipendiando a Gide

y con los fantasmas —sus manos entrelazadas por siglos—

de las artistas que murieron en el parto, de las sabias

calcinadas en la hoguera,

siglos de libros sin escribir, apilándose detrás de estos

estantes;

y todavía nos tenemos que quedar mirando la ausencia

de los hombres que no debieron, y de las mujeres que no pudieron, hablarle

a nuestra vida— este hoyo aún sin excavar

llamado civilización, este acto de traducción, este

medio-mundo.
VI

Tus manos chiquitas, exactamente iguales a las mías—

solo el pulgar es más largo, más grande— en esas manos

podría poner el mundo, o en muchas manos como esas,

que empuñan herramientas o el volante

o tocan un rostro humano… manos así podrían acomodar

al nonato en el canal de parto

o pilotar un barco de rescate

a través de los icebergs, o reunir

los pedazos delgados como agujas de una gran crátera

que a los lados tiene

figuras de mujeres extáticas marchando

al cubil de la sibila o a la caverna eleusina—

manos como esas podrían ejercer una violencia inevitable

con tal moderación, con tal comprensión

del rango y de los límites

que la violencia se volvería obsoleta para siempre.


VII

¿Qué clase de monstruo convertiría su vida en palabras?

¿De qué se trata esta expiación?

—y sin embargo, de escribir palabras así, yo también vivo.

¿Es como la señal que aúlla el carcayú,

esa cantata modulada de lo salvaje?

¿O cuando, lejos de vos, trato de crearte con palabras,

te uso, nada más, como se usa un río o una guerra?

¿Y cómo usé los ríos?, ¿cómo usé las guerras?

¿para escaparme escribiendo de la peor de las cosas—

no de los crímenes de los otros, ni siquiera de la propia muerte,

sino del error de querer la libertad con suficiente pasión como para que

los olmos apestados, los ríos enfermos y las masacres

parecieran

meros emblemas de esa profanación de nosotros mismos?


VIII

Puedo verme a mí misma años atrás en Sunion,

dolorida y con un pie infectado, Filoctetes

con forma de mujer, rengueando por el largo sendero,

recostada en un promontorio sobre el mar oscuro,

mirando las piedras rojas abajo, donde un espiral

de blancura me decía que había golpeado una ola,

imaginando el empujón del agua desde esa altura,

sabiendo que el suicidio no es lo mío,

pero todo el tiempo cuidando y midiendo esa herida.

Bueno, se terminó. La mujer que quería

a su sufrimiento está muerta. Yo soy su descendiente.

Amo la cicatriz que me legó,

pero de acá en más quiero seguir con vos

luchando contra la tentación de hacer del dolor una carrera.


IX

Hoy tu silencio es un estanque donde viven cosas ahogadas,

cosas que quiero ver levantarse chorreando y secarse al sol.

No es mi cara la que veo, sino otras caras;

también la tuya, a otra edad.

Lo que sea que esté extraviado ahí, las dos lo necesitamos—

un reloj de oro antiguo, un registro de temperatura que el agua borró,

una llave… Hasta el barro y las piedritas del fondo

merecen su cuota de reconocimiento. Me asusta este

silencio,

esta vida sin articular. Estoy esperando

un viento que abra suavemente los pliegues de estas aguas

de una vez y me muestre lo que puedo hacer

por vos, que muchas veces le pusiste nombre

a lo innombrable para los otros, incluso para mí.


X

Tu perra dormita, tranquila e inocente, en medio

de nuestros llantos, nuestras conspiraciones susurradas al alba,

nuestras llamadas telefónicas. Ella sabe —¿qué puede saber?

y si en mi arrogancia humana pretendo leerle

los ojos, solo encuentro mis pensamientos animales:

que las criaturas deben encontrarse para el bienestar físico,

que las voces de la psique atraviesan la carne

más allá de lo que el cerebro torpe podría predecir,

que las noches planetarias se enfrían para los

que están en el mismo viaje y quieren tocar

una criatura-viajero inequívoco hasta el final;

que sin la ternura, estamos en el infierno.


XI

Cada pico es un cráter. Esa es la ley de los volcanes,

lo que los hace eterna y visiblemente femeninos.

No hay altura sin profundidad, sin un centro candente,

aunque nuestras suelas se deshilachen contra la lava

endurecida.

Quiero viajar con vos a cada montaña sagrada

que humea por dentro, encorvada como la sibila sobre su trípode,

quiero estirarme para alcanzar tu mano al escalar la senda y

sentir tus arterias brillando en mi mano,

sin dejar de notar nunca la flor pequeña como una joya

desconocida, sin nombre hasta que la nombramos,

prendida a la roca que cambia lentamente—

ese detalle de fuera que nos lleva hacia dentro,

que estaba ahí desde antes, sabía que íbamos a venir, y ve más allá.
XII

Durmiendo, turnándonos para girar como planetas

que rotan en su prado nocturno:

un roce es suficiente para hacernos saber

que no estamos solas en el universo, ni siquiera al dormir:

fantasmas del sueño de dos mundos

que andan por sus ciudades fantasmas, casi guiándose entre sí.

Desperté con tus palabras murmuradas

hace años luz —u oscuridad—,

como si mi propia voz hubiese hablado.

Pero tenemos voces diferentes, incluso en sueños,

y nuestros cuerpos, tan semejantes, también son tan

distintos

que el pasado que reverbera en la corriente sanguínea

va cargado de idiomas diferentes, diferentes significados—

sin embargo, en cualquier crónica del mundo que

compartimos

podría escribirse con un sentido nuevo que

éramos dos amantes de un mismo género

éramos dos mujeres de una misma generación.


XIII

Las reglas se rompen como un termómetro,

el mercurio se vuelca sobre los gráficos,

estamos en un país que no tiene lengua

ni leyes, vamos cazando al cuervo y al reyezuelo

por barrancos inexplorados hasta el amanecer

cualquier cosa que hagamos juntas es pura invención

los mapas que nos dieron están desactualizados

desde hace años… conducimos por el desierto

preguntándonos si el agua alcanzará

las alucinaciones se convierten en aldeas

la música de la radio nos llega con claridad–

ni Rosenkavalier ni Gotterdammerung

sino una voz de mujer que canta canciones viejas

con palabras nuevas, con un bajo sereno y una flauta

robada y tocada por mujeres fuera de la ley.


XIV

Fue tu imagen del piloto

la que me confirmó mi imagen de vos: sigue

yendo, a propósito, de cabeza a las olas, dijiste

mientras nos agachábamos en la escotilla

a vomitar en bolsitas de plástico

las tres horas entre St. Pierre y Miquelon.

Y nunca me sentí más cerca tuyo.

En la cabina había parejas de luna de miel

acurrucados uno en la falda o en los brazos del otro

yo puse mi mano sobre tu muslo

para darnos consuelo a las dos, tu mano se acercó a la mía

y nos quedamos así, sufriendo juntas

en nuestros cuerpos, como si todo sufrimiento

fuera físico, así nos tocamos en presencia

de extraños que no sabían nada y les importaba menos,

que vomitaban su dolor privado

como si todo sufrimiento fuera físico.


[El poema flotante, sin numerar]

Pase lo que pase con nosotras, tu cuerpo

va a rondar el mío —tierna, delicada,

tu forma de hacer el amor, como la fronda retorcida

del helecho de agua en los bosques

recién lavados por el sol. Tus muslos recorridos, generosos,

entre los que mi rostro entero vuelve y vuelve—

la inocencia y la sabiduría del lugar que mi lengua encontró—

la danza vital e insaciable de tus pezones en mi boca—

tu contacto firme, protector, descubriéndome,

tu lengua fuerte, tus dedos finos

llegando adonde estuve esperándote por años

encerrada en mi cueva húmeda y rosa— pase lo que pase, esto es.


XV

Si me acosté con vos en esa playa

blanca, vacía, pura agua verde entibiada por la Corriente del Golfo

y en esa playa no pudimos quedarnos

porque el viento nos arrojaba la arena

como si estuviese en nuestra contra

si tratamos de soportarlo y fracasamos—

si nos fuimos a otra parte

a dormir abrazadas

y las camas eran angostas como catres de presos

y estábamos cansadas y no dormimos juntas

y eso fue lo que encontramos, y eso fue lo que hicimos—

¿fue nuestro el error?

Si me aferro a las circunstancias no me siento

responsable. Solamente la que dice

que no eligió es al final la que pierde.


XVI

Atravesando una ciudad desde vos, estoy con vos

como una noche de agosto

en una bahía —mirándote dormir a la luz de la luna,

tibia, bañada por el mar, con el tocador de madera rústica

atestado de cepillos, libros y frascos nuestros—

o en un huerto de rocío salado, acostada al lado tuyo

viendo el atardecer rojo por el mosquitero del camarote,

Mozart en Sol menor en el grabador,

durmiéndonos con la música del mar.

Esta isla de Manhattan es bastante grande

para las dos, y es angosta:

esta noche puedo oírte respirar, sé cómo es

tu cara boca arriba, cuando la media luz traza

tu boca generosa y delicada

donde la risa y la pena duermen juntas.


XVII

Nadie está destinado ni condenado a amar a nadie.

Los accidentes ocurren, no somos heroínas,

ocurren en nuestras vidas, como los choques,

los libros que nos cambian, los barrios

adonde nos mudamos y que llegamos a amar.

Tristán e Isolda es solamente una historia,

las mujeres al menos deberían poder distinguir

entre el amor y la muerte. Sin copa de veneno,

sin penitencia. La vaga sospecha de que el grabador

tuvo que haber captado algo de nosotras: que no solo

sonaba, sino que debió habernos escuchado

para instruir a las que vendrán:

esto fuimos, así es como intentamos amar,

y estas son las fuerzas que alinearon contra nosotras,

y estas son las fuerzas que alineamos dentro de nosotras

dentro y en nuestra contra, contra nosotras y dentro de

nosotras.
XVIII

Lluvia en la autopista del Oeste,

luz roja en Riverside:

Cuanto más vivo, más pienso

que dos personas juntas son un milagro.

Contás la historia de tu vida y, por una vez,

un temblor rompe la superficie de tus palabras.

La historia de nuestra vida se vuelve nuestra vida.

Ahora estás en fuga, cruzando lo que algún poeta

victoriano seguro llamó el mar salado que se aleja.

Esas son las palabras que me vienen a la mente

siento el alejamiento, sí. Como también sentí el amanecer

empujar hacia el día. Algo: una grieta de luz—?

se cierra entre la pena y la angustia, se abre un espacio

donde soy Adrienne sola. Y enfriándome.


XIX

¿Puede estar enfriándose cuando empiezo

a tocarme otra vez, a apartar la adherencia?

¿Cuando, lento, el rostro desnudo vuelve de mirar atrás

y enfoca el presente,

el ojo del invierno, la ciudad, la bronca, la pobreza, y la muerte

y los labios se abren y dicen: planeo seguir viviendo?

¿Hablo fríamente cuando te digo, en sueños

o en este poema, que no hay milagros?

(Te dije desde el principio que quería una vida cotidiana,

que esta isla de Manhattan era suficiente isla para mí)

Si pudiera hacértelo saber—

dos mujeres juntas son un trabajo

que nada en la civilización hace sencillo,

dos personas juntas son un trabajo

heroico en su simpleza,

el cruce indeciso y calculado de una pendiente

donde hasta la atención más feroz se vuelve rutina

—mirá las caras de los que lo eligieron.


XX

Esa conversación que siempre estábamos a punto

de tener continúa en mi cabeza,

de noche el Hudson tiembla a la luz de New Jersey

agua contaminada que, así y todo, refleja

a veces, la luna

y alcanzo a ver a una mujer que amé,

ahogándose en secretos, con la herida del miedo como el pelo

alrededor de la garganta, estrangulándola. Y esta es ella

con quien traté de hablar, cuya cabeza lastimada y

elocuente

al apartarse del dolor, se sumerge más hondo

donde no puede escucharme,

y pronto voy a saber que le estuve hablando a mi alma.


XXI

Los dinteles oscuros, las rocas azules y foráneas

del gran círculo abierto por instrumentos de piedra

la luz nocturna del solsticio de verano que sube

detrás del horizonte —donde dije “una grieta de luz”

quise decir esto. Y no es Stonehenge

ni ningún otro lugar más que la mente

al volver hacia atrás, donde la soledad,

compartida, pudo elegirse sin sentirse sola,

no fácilmente ni sin dolores, para trazar

el círculo, las sombras densas, la enorme luz.

Elijo ser la figura en esa luz,

borrada a medias por la oscuridad, lo que se mueve

por ese espacio, el color de la roca

al recibir a la luna, más que roca:

una mujer. Y elijo caminar acá. Trazar este círculo.


colección ANIMALA asoma

para confiar a todxs

la obra de escritoras y poetas

que nos van enamorando

en la parada de cada estación

Traducción de Sandra Toro


Nota editorial:

¡Adrienne Rich es lo mejor que nos pudo pasar!

Poeta y ensayista, es una de las escritoras estadounidenses más destacadas


del siglo XX. En su trabajo destaca un uso transgresor del lenguaje, sus
brillantes análisis sobre la condición femenina y su crítica al patriarcado y el
capitalismo. Representante de la segunda ola feminista, denunció la
discriminación de clase, racial y hacia las mujeres, especialmente las
lesbianas. Su artículo 'Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana' y,
sobre todo, su libro 'Nacida de Mujer: la crisis de la maternidad como
institución y como experiencia' (1978) son textos fundamentales para el
movimiento feminista tanto en Estados Unidos como en Latinoamérica.

En 1976, Adrienne Rich publica ‘21 poemas de amor’ como respuesta al


famoso poemario romántico de Pablo Neruda. Aquí no hay canción
desesperada sino erotismo y amor entre mujeres, desafiando así la tradición
literaria y poniendo voz a las lesbianas, “suprimidas” (parafraseando a
Virginia Woolf) por la historia y esquinadas por la cultura. Estos versos se
integrarían en el libro ‘El sueño de un lenguaje común’, editado dos años
más tarde.

1976 es también el año en el que escribe ‘Nacida de mujer’, ensayo sobre la


maternidad apoyado en su experiencia personal. Cuatro años antes se había
divorciado de su marido y padre de sus tres hijos, nacidos entre 1955 y 1959.

También en 1976 conoció a la escritora y editora jamaicana Michelle Cliff su


amor y compañera sentimental hasta su muerte, a los 82 años, el 27 de
marzo de 2012.

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