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Teoría del apego y psicología del self: una integración

posible

Publicado en la revista nº022

Autor: Benito, Guillermo

El presente trabajo tiene por finalidad mostrar una continuidad (o una convergencia) entre dos
campos teóricos distintos de la teoría psicoanalítica: la teoría del apego y la psicología del self.
Surgidos en circunstancias y de realidades observables distintas, hoy podemos tratar de dar un
sentido unitario a estos dos desarrollos que va más allá de la congruencia teórica.
Introducción

La psicoterapia se encuentra en un momento crucial en su desarrollo tanto en la teoría como en la


práctica clínica. Aun siendo muchas las lagunas que han de llenarse mediante la investigación
empírica y la reflexión teórica, quizá el mayor problema que amenaza a la psicoterapia en el ámbito
académico es el enfrentamiento de distintas “escuelas” que confrontan sus datos y argumentos de
modo a veces agresivo. El psicoanálisis es sin duda la corriente que se expone a un mayor conflicto,
pues a los choques con otras escuelas ha de añadir las confrontaciones entre sus propias sub-
escuelas.

A la vista de la gran cantidad de información disponible para los clínicos, y con la intención de
obtener un estilo de terapia más universal y efectivo, la actitud que mejor puede contribuir a resolver
el problema entre los profesionales de salud mental es la integración de las distintas escuelas. El
presente trabajo busca mostrar la importancia de la integración teórica de ellas dentro del
psicoanálisis (apego, narcisismo), que a su vez convergen en toda una línea de investigación en
neurociencia (construcción social del cerebro). A su vez, la integración de estos distintos enfoques
muestra cómo el psicoanálisis evoluciona en su forma de acercarse a su objeto de estudio (el
paciente en la terapia).

Cuatro ejes en psicoanálisis

El psicoanálisis ha sido diferenciado desde su origen de otras escuelas de terapia por enfatizar la
importancia de los procesos inconscientes y de los eventos previos al surgimiento de la patología, y
muy especialmente en los primeros años de vida. Si bien es cierto que en los orígenes de la teoría
psicoanalítica no hubo siempre convergencia entre los postulados teóricos y la evidencia clínica, hoy
hay suficientes avances en el estudio de la psicopatología infantil y adulta como para trazar una línea
de evidencias empíricas que apoyen la importancia de recurrir a modelos del desarrollo de la
personalidad en el ámbito de la psicoterapia. La comprensión de ciertos tipos de patología así como
el desarrollo de técnicas terapéuticas más efectivas pasan en muchos casos por entender los
problemas psíquicos como la interacción entre un entorno proveedor de experiencias y una
personalidad (proveedora de necesidades), la cual se ha ido fraguando en parte debido a las
experiencias pasadas. La oposición presente-pasado es quizá la más clara y la que mayor debate ha
generado en contra de la psicoterapia psicoanalítica.

En otro plano, el lector actual de obras psicoanalíticas puede recurrir al constructo interior-exterior
para ordenar a los distintos autores en lo que respecta a cuestiones básicas (más correcto sería
decir existenciales) referidas a la evolución del psiquismo. Si bien Freud (1905) (empujado por la
ciencia decimonónica en la que se formó) partió de los determinantes internos como el principal
motor del psiquismo –pulsión–, hoy en día no se da tal importancia a dichos elementos. Más bien al
contrario, de tener que tomar partido por alguno de los polos en el debate “interior-exterior” en lo que
respecta al desarrollo de la personalidad, el psicoanálisis moderno se sitúa más bien en el exterior.
Esta postura teórica ha contribuido a una relectura crítica de las obras de los psicoanalistas clásicos
que ha tenido como consecuencia la puesta en duda de algunos puntos clave del psicoanálisis
ortodoxo (especialmente en el campo de la metapsicología), y ha generado una serie de avances en
lo que respecta a la técnica terapéutica, la cual se orienta hoy más como una relación de dos
personas que como un análisis de un sujeto por parte de un experto. Podemos comprobar (por poner
sólo dos ejemplos claros) cómo M. Klein siempre primó el valor de la fantasía y lo pulsional en el
interior del psiquismo, en oposición a Erikson, abanderado de una óptica claramente interactiva del
desarrollo infantil (debemos aceptar que es cada autor el que hace primar una visión frente a la otra,
cuando se trata de la misma realidad).

Podemos guiarnos por otro constructo teórico bipolar definido en uno de sus extremos por una lógica
lineal, determinista, y en el otro por una concepción dialéctica de la causalidad. Sirva como ejemplo
la concepción distinta del complejo de Edipo que encontramos en Freud (1921) y en Lacan (1953-54)
Si el primero plantea una teoría sobre la concatenación de esquemas representacionales del niño
respecto a sus progenitores (pudiendo discriminar siempre causas y efectos), el segundo nos
muestra más bien una serie de posiciones que van tomando alternativamente los miembros de la
familia respecto a cierto significante (sólo abarcable desde una óptica dialéctica). Obtenemos así un
segundo eje que podríamos llamar causalidad lineal-causalidad dialéctica.

En último lugar, el psicoanálisis contemporáneo ha tomado un rumbo que lo diferencia


epistemológicamente de sus raíces. Si desde Freud hasta los años setenta se construyó toda la
teoría partiendo de una base científica totalmente objetivista, hoy se acepta en muchos círculos que
la realidad de la terapia es imposible de abarcar en su totalidad desde la posición que ocupa
cualquiera de sus participantes. Más bien, la realidad se construye por aquel que la percibe, lo cual
abre un enorme interrogante sobre la pretendida “objetividad” en la ciencia y sitúa a la disciplina en
un terreno de relativismo que supone para algunos la descalificación de los teóricos que admiten tal
presupuesto. Esta dimensión, definible por los polos objetivismo-constructivismo, es quizá la menos
influyente en la terapia, pero tiene enormes implicaciones en la teoría de la cura.

De la combinación de estos tres primeros constructos artificiales (por ser teóricos) surge un cuadro
de triple entrada que nos puede guiar en la evolución epistemológica del psicoanálisis (cabría
compararlo con el papel que juega la Matriz de Cowan –ver apéndice– para la etiología en los
trastornos mentales). Las repercusiones para la concepción de desarrollo del psiquismo, del origen
de la patología y de la teoría de la cura son enormes, dando lugar a las distintas escuelas dentro de
la propia doctrina psicoanalítica.

En el contexto de este trabajo, que pretende reflejar una convergencia de distintos campos teóricos
del psicoanálisis, me centraré en los polos “externo” “dialéctico” del cuadro descrito arriba. Parto de
la premisa básica de que el ser humano, como organismo vivo que es, está determinado por
necesidad a relacionarse con algo que le trasciende como individuo. Más allá de satisfacer
necesidades fisiológicas, necesitamos de otro que le constituya como sujeto, alguien distinto que nos
dote de cierta estructura psíquica, y no simplemente nos llene de representaciones.

El hecho de aceptar lo exterior como principal determinante de la constitución del psiquismo no


implica desatender a lo puramente interno (lo biológico), pues es el sustrato donde quedan grabadas
las influencias de lo externo. Hoy se cuenta con avances en neurociencia que nos permiten
comprender el componente biológico de ciertas manifestaciones psicológicas (no sólo en el campo
de la psicopatología, sino también en procesos normales). Si bien es cierto que se está muy lejos de
poder explicar lo psicológico en términos biológicos, hay que reconocer que la psicología se
enorgullece de encontrar una convergencia en la biología a cada una de sus teorías. Precisamente
es la ordenación de las teorías y la convergencia con otras disciplinas (especialmente las biológicas)
lo que más puede ayudar a la psicoterapia como ciencia.

Los modelos de desarrollo de la personalidad basado en las interacciones con el exterior supusieron
un avance en psicoanálisis, aunque tardaron en extenderse por la comunidad analítica y no ha sido
hasta hace poco cuando se ha empezado a rastrear el posible sustrato biológico. Como ejemplo
cabe citar la evolución del concepto de entorno suficientemente bueno de Winnicott pasando por el
objeto del self de Kohut hasta llegar al medio exterior capaz de calmar la reacción afectiva negativa
del bebé en la que trabajan Schore (2001, 2002) o Fonagy (1999). En los tres momentos se resalta
la importancia que tiene el entorno para el desarrollo de ciertas funciones del sujeto que serán
responsables de la psicopatología del adulto. Si bien Kohut (1971), y más marcadamente Winnicott
(1971) plasmaban en sus obras el correlato teórico (en algún momento, puramente metapsicológico)
a problemas que ellos veían en su práctica clínica cotidiana, Schore fundamenta cómo la interacción
temprana con ciertos entornos contribuye a “construir” el cerebro de modo tal que al sujeto le falten
ciertas funciones que han de conllevar problemas más tarde. Sirviéndonos de la perspectiva que nos
da el tiempo, vemos que los tres modelos se basan en la influencia del exterior sobre el sujeto a la
hora de ir construyendo estructuras psicológicas. Los tres denuncian la importancia de las carencias
en el medio exterior durante la infancia en lo que más tarde será un déficit en el adulto. También los
tres apuntan a una terapia en la que prime una relación sujeto-paciente que pretenda restaurar ese
déficit en la medida de lo posible.

De aquí en adelante, se tratará de la importancia del apego (como modelo de interacción en la


infancia) en lo que respecta a la construcción del psiquismo, concretamente las repercusiones para
el campo de estudio de la psicología del self.

Un recorrido por la teoría del apego

De cara a las implicaciones para la psicología del self, no es pertinente aquí marcar más que un
esbozo de las ideas de Bowlby (1969) y de otras corrientes de investigación más recientes (Main,
2001). El objetivo de este apartado no es otro que mostrar cómo se ha ido construyendo (a veces sin
saberlo los propios autores) un cuerpo de conocimientos interdisciplinares que apuntan a reforzar y a
unificar entre sí ciertas tesis psicoanalíticas. Resulta necesaria una visión más amplia del apego que
la que se expone aquí; para una revisión completa y clara en castellano consultar la obra de Mario
Marrone (2001)

Las ideas de Bowlby: tipos y fuentes del apego

No existe aún consenso claro en definir el apego. Para el propio Bowlby, el apego es una forma de
conceptualizar la tendencia de los seres humanos a crear fuertes lazos afectivos con determinadas
personas en particular y un intento de explicar la amplia variedad de formas de dolor emocional y
trastornos de la personalidad que se producen como consecuencia de la separación indeseada y de
la pérdida afectiva.
Aunque fue Bowlby el primer teórico del apego, fue Ainsworth (citada en Marrone, 2001) en su
célebre experimento de 1978 quien llegó a formular la primera clasificación de sus diversos tipos. En
función de la conducta observable del niño en un procedimiento estandarizado que ellos
denominaron la “situación extraña”.

Dicho experimento permite comprobar si existen patrones fijos de respuesta del niño ante la
separación y el reencuentro. Concretamente, fue el reencuentro lo que llamó la atención de los
investigadores y lo que les sirvió para en 1978 desarrollar la siguiente clasificación:

-Apego Seguro: el niño se disgusta en ausencia de la madre (había estado jugando hasta ese
momento), busca el reencuentro. Cuando este se produce, se consuela fácilmente y sigue jugando.
Muestran la mayor facilidad para jugar y explorar el ambiente, para disgustarse y calmarse.

-Apego Evitativo: tratan de no interactuar con la madre, y no muestran desagrado cuando ésta se va.
Parecen mostrar más interés por lo inanimado que por las personas.

-Apego Ambivalente-Preocupado: tienen una fuerte reacción ante la separación. Buscan el


reencuentro pero lo hacen con hostilidad.

-Apego Desorganizado: esta categoría fue incluida en 1981 por Main y Weston (Marrone, 2001). Se
presenta en aquellos niños que no tienen un patrón fijo de conducta ante el reencuentro. Por
ejemplo: cuando vuelve la madre, van a su encuentro, pero en un momento dado se detienen, se
dejan caer o se distraen con otra cosa.

El tipo de conducta de la madre ante las demandas del niño es la variable principal que determina el
tipo de reacción del hijo (su patrón de apego). Una respuesta sensible, adecuada a las necesidades
del niño en ese momento y ofrecida de modo continuo durante el primer año de vida permite
desarrollar un apego seguro. La actitud distante y rechazante de la madre contribuyen al patrón
evitativo, mientras que madres inconstantes que no fomentan la autonomía del hijo tienden a fijar un
patrón ambivalente. La última categoría citada, el apego desorganizado se debe a una interacción
traumática con los progenitores, éstos asustan al hijo con su presencia pues suelen haber tenido
experiencias de abuso.

Estas observaciones, ya en los primeros años de teorización sobre el apego, resaltaban la


importancia del trato recibido por los cuidadores a la hora de marcar ciertas tendencias en el
comportamiento del niño. Aunque sólo se estaban refiriendo a una relación entre el patrón de crianza
recibido y cierta forma de reaccionar ante situaciones en las que falta el cuidador, ya se intuía en
aquel momento que el patrón de crianza podía iniciar un esquema sobre las relaciones con los
demás. Investigaciones posteriores en el mismo ámbito han corroborado esta relación. Sin entrar a
valorar concretamente la importancia de cada uno de los cuidadores a los que está expuesto el niño,
hoy se acepta abiertamente la idea de que el entorno familiar es el proveedor de experiencias que
irán definiendo el patrón de apego. En toda la literatura existente suelen destacarse los siguientes
como factores importantes en la determinación del vínculo seguro:

-Actitud positiva hacia el bebé: sin referirse a acciones concretas, los padres manifiestan emociones
positivas al hablar o pensar en el niño.

-Sensibilidad a sus necesidades: en un principio se trata de sus necesidades más fisiológicas,


aunque luego irán incorporando la atención a las psicológicas.

-Interacción sincronizada con él: principalmente el juego.

-Apoyo emocional.

También resulta interesante la relación mostrada por los Cowan (2001) entre el tipo de vínculo que
existe entre la pareja y el desarrollo posterior de los patrones de apego en el niño, pudiendo
utilizarse la primera como predictora de la segunda.

Bowlby y Ainsworth (1969) destacaron en sus libros la importancia de lo que denominaron “respuesta
sensible”. Para ellos se corresponde con percibir las necesidades del bebé a partir de las señales
corporales, interpretarlas y responder adecuadamente. Si el niño percibe que sus cuidadores son
capaces de responder adecuadamente a sus necesidades internas, y que le permiten suficiente
independencia, su patrón de apego tenderá a ser seguro. Aunque en su momento se abordó el tema
de la respuesta sensible casi como la única variable independiente reguladora del patrón de apego,
los datos actuales muestran que, en realidad, sirve de continente para muchas otras variables con
efectos bien delimitados sobre el desarrollo del niño

En este punto, no hay estudios experimentales exhaustivos que muestren una relación clara de
determinada variable con la seguridad del vínculo de apego. Los estudios de los que se dispone
(Main, 1991; Cowan, 2001), suelen relacionar un tipo de vínculo de apego con ciertos patrones
relacionales en la familia (lo que supone un contraste de factores o “bloques” de variables). En el
contexto de este trabajo nos es útil la síntesis que hace Marrone (2001) de los estudios existentes y
de su experiencia clínica. Los factores principales que contribuyen a la seguridad en el vínculo son:

-Ofrecer empatía y respuesta sensible (responder al niño de un modo acorde con las necesidades
que tenga de cualquier tipo y su estado emocional actual).

-Entablar conversaciones significativas con los hijos en las que se aborden temas interpersonales.

El componente empático parece ser la base de la transmisión del patrón de apego seguro; no
obstante, someter a contraste empírico una variable de este tipo es un reto para la psicología
experimental que aún no se ha abordado con la suficiente ambición, aunque es posible que se
conozca ya su base neurológica (Wolf, Gales, Shane y Shane, 2001; Basch, 1983).

Por el contrario, Marrone sostiene que una de las variables que más frena el uso de la empatía es la
presencia de mecanismos de defensa en los padres, especialmente aquellos que influyen en la
comunicación de experiencias emocionales negativas y en los propios sentimientos de
vulnerabilidad.

Un tema de interés que no fue tratado en profundidad por Bowlby es el de la representación mental
que se forma en el psiquismo del niño. Los “modelos operativos” que forma el infante dependen,
según Bowlby, del tipo de experiencias reales de interacción entre niño-padres y de la imagen que
los padres tienen del hijo. El resultado de estos modelos operativos es determinante del modo en
que se siente el hijo respecto a cada progenitor y respecto a si mismo; en otro plano, también
determina los miedos y deseos sobre el exterior. Siguiendo en la línea teórica clásica del apego, la
angustia y las demás emociones negativas son la respuesta a la posible pérdida del objeto de apego,
o también a la inseguridad del vínculo.

Neuropsicoanálisis y apego

Pretendo mostrar aquí una reciente línea de investigación que aúna los datos obtenidos en la
neurociencia con algunas tesis psicoanalíticas. De los muchos autores que colaboran, en éste
apartado se tratarán principalmente las ideas de Allan Schore (2001, 2002) sobre los efectos del
apego seguro. Los aportes de este autor apuntan hacia una corriente que se ha venido a denominar
“construcción social del cerebro”, pues enfatiza la importancia del entorno del niño a la hora de
marcar el desarrollo de ciertas zonas neuronales y, por tanto, de las funciones sostenidas por ellas.

Schore no recurre directamente a la obra de Bowlby para someter sus hipótesis a contraste, su obra
no se basa en buscar variables relacionadas con los patrones de apego. Más bien, el objetivo de
Schore es mostrar qué implicaciones tienen las influencias exteriores en el desarrollo cerebral del
niño, recurriendo siempre a un enfoque experimental y multidisciplinar. Obviamente, el principal
factor a controlar es el tipo de experiencias que proveen los padres al niño (desde su nacimiento),
especialmente, cuando se le atiende en un momento de excitación por algún estímulo aversivo.

Para Schore, la teoría del apego es esencialmente una teoría de la regulación emocional, llegando a
definirlo como “regulación diádica de los afectos” (Schore, 2001). En un nivel externo de este
fenómeno, se puede decir que en los vínculos de apego existe una regulación de la activación
afectiva del niño por parte de las funciones reguladoras del cuidador. La exposición del niño a las
capacidades reguladoras del adulto (es decir, su interacción empática y la respuesta sensible)
permiten en un primer momento que se calmen las emociones displacenteras, pero también van
“construyendo” en el niño la capacidad de responder más adelante él mismo a los estímulos
aversivos y de calmarse emocionalmente.

Schore aborda el fenómeno del apego y la regulación afectiva del niño desde varios puntos de vista.
Los más destacados para tratar en este espacio son el neurológico y el de la conducta manifiesta.

Los datos más fácilmente obtenibles, los del comportamiento manifiesto de la díada madre-hijo,
llaman la atención sobre la importancia de las interacciones cara a cara entre los tres y los seis
primeros meses de vida. Coincidiendo con la inauguración de las capacidades sensoriales y
cognitivas que permiten que el niño perciba rostros, las interacciones madre-hijo se centran en
“protoconversaciones” consistentes principalmente en la combinación de expresiones faciales y
sonidos. Estas conversaciones (la primera interacción social del niño) cumplen una doble función,
por un lado son el medio que tiene el bebé de expresar estados internos. La expresión de estos
estados requiere siempre de la conversación con un progenitor; por lo general el bebé da señales de
algún estado emocional, pero es la interacción con un adulto que responde con expresiones
similares o complementarias a las del niño lo que permite que éste incorpore la protoconversación
como un método de interacción social. Varios autores (Sander, 1997; Tronick y col., 1998) mantienen
que el progenitor tiende por naturaleza a mostrar expresiones que facilitan que el bebé exprese sus
estados internos de modo más marcado por medio de sus expresiones faciales; la universalidad de
esta pauta sugiere que existe una cierta pre-programación en padres e hijos para que se de éste
fenómeno.
Por otro lado, la protoconversación es responsable de la regulación afectiva del bebé. Para Schore
(apoyándose en un enorme cuerpo de investigaciones) los afectos displacenteros vividos por el niño
son desbordantes. El niño, una vez expuesto a cualquier tipo de estímulo aversivo, reacciona con
respuestas de mayor o menor disestrés, estando estas respuestas más orientadas a llamar la
atención del cuidador adulto (que ha de aliviarle) que a calmar por si solas el estado emocional
negativo. La idea defendida por Schore es que la protoconversación es un modo de regulación
emocional diádica de los afectos displacenteros del bebé. El primer recurso de control emocional del
bebé es la interacción “empática” con un adulto capaz de regular en sí mismo los afectos que el niño
no puede regular aún. El componente empático resulta necesario para regular los afectos de modo
correcto, no obstante, ya se ha citado que parece una pauta automática del adulto. Esta
particularidad de la regulación emocional, si es adecuada, es el primer paso hacia la consolidación
de un apego seguro de otros patrones en caso de que sea disfuncional.

Las interacciones con el adulto en las que se da esta regulación afectiva son los precursores del
patrón de apego en los siguientes años de vida. Se piensa que al estar expuesto el bebé a
emociones negativas que son calmadas por un adulto, se está fraguando un esquema interno de
regulación afectiva que supone la base de la autorregulación emocional. Fonagy (1997, 1999)
muestra evidencias que apuntan a una relación entre el trato empático insuficiente recibido por parte
de los progenitores (debido a sus propias limitaciones), la insuficiente capacidad de regulación
emocional del niño y los trastornos límites de personalidad en el adulto. Es lo que se ha venido a
llamar persistencia transgeneracional del apego, según la cual, un progenitor que no controle bien
sus propios estados emocionales será incapaz de calmar los de su bebé, haciéndole propenso a
padecer el mismo déficit. Es en este punto donde más claramente convergen los datos conductuales
y neurológicos.

Los avances en neurociencia que fundamentan biológicamente estas tesis apuntan, como se dice
arriba, a la posibilidad de una “construcción social del cerebro”. Efectivamente, las áreas cerebrales
comprometidas con el control emocional no están aisladas del entorno social del niño. De hecho, su
maduración y su efectividad en la vida adulta dependen en parte del estado de desarrollo alcanzado
en la primera infancia. Varios investigadores, entre ellos el propio Schore (2002), o Shapiro (1997),
han mostrado como es el hemisferio derecho del bebé (concretamente, el sistema límbico) el que se
encarga de la regulación emocional y resulta determinante para la conducta de apego. Para Schore,
la interacción de la díada bebé-cuidador es la responsable de la correcta maduración del sistema
límbico del niño, lo que más tarde le permitirá una regulación afectiva autónoma adecuada. Sin
entrar en una descripción minuciosa del proceso, los autores se basan en una relación de ciertas
áreas cerebrales activadas durante la interacción cara a cara. Se da el caso de que mientras el bebé
está percibiendo al cuidador en sintonía afectiva con él, se están activando al mismo tiempo áreas
cerebrales encargadas del procesamiento visual de rostros, del sistema de recompensa
dopaminérgico, y los centros de procesamiento emocional del sistema límbico. De este modo, parece
que neurológicamente es necesario un cierto tipo de interacción que facilite la activación simultánea
de éstas áreas, de modo que se puedan desarrollar con normalidad.

En esta línea de trabajo se parte siempre de que la plasticidad cerebral no es sólo un recurso
adaptativo del sistema nervioso, sino también una condición que hace necesario interactuar con
adultos para alcanzar un desarrollo óptimo de las estructuras nerviosas responsables de ciertas
funciones. Hay otras muchas implicaciones interesantes en el trabajo de neurología orientado al
apego, como el hecho de que la plasticidad también está presente en el adulto. Es muy sugerente la
idea de que las interacciones cara a cara no sólo modulan el desarrollo del niño, sino también
algunas funciones cerebrales del otro participante en la protoconversación.

Otra enorme línea de investigación (la principal en Schore) se centra en conocer los efectos en el
cerebro de la exposición a un entorno que no facilite el desarrollo (padres negligentes o
maltratadores). Los efectos de este tipo de vínculos en el cerebro son opuestos al desarrollo óptimo;
la respuesta de excitación por estímulos aversivos que vive el niño, si no son calmados
adecuadamente por un adulto, producen una sobreestimulación de las vías nerviosas conectadas
con el sistema límbico que pueden causar daño irreparable en su desarrollo. El bebé excitado intera
o exteroceptivamente requiere de otro que le calme, o de lo contrario, crecerá sin la posibilidad de
que su sistema límbico sea capaz de interpretar y regular la información y las respuestas afectivas.

Apego y las funciones de mentalización

De entre todos los interesantes avances y revisiones de la teoría psicoanalítica realizados por Peter
Fonagy (1985, 1996), nos ha de llamar la atención especialmente su visión de la teoría del apego. Si
bien este autor tiene formación analítica, ha sabido leer y exponer la teoría clásica en términos
psicológicos más cercanos a la ciencia cognitiva. De este intento de conciliar dos corrientes teóricas,
siempre acudiendo a pruebas empíricas, surge un enorme abanico de posibilidades de investigación
que ya están dando como fruto nuevas concepciones sobre el desarrollo de la personalidad y la cura.

Mary Main (1991) demostró cómo un niño que no tuviera desarrolladas las funciones de
“mentalización” era vulnerable a los posibles fallos en los cuidados por parte de sus padres, lo que
hacía más probable que se diera el patrón de apego inseguro. Por mentalización hemos de entender
lo que tradicionalmente se ha denominado “teoría de la mente”; la posibilidad de reconocer en otros
estados mentales que le son propios y no tienen por que coincidir con el de uno mismo. Los estudios
de Main, reelaborados por Fonagy, apuntan a que la capacidad de mentalizar del niño (que pueda
reconocer en el cuidador un estado mental distinto del suyo) es lo que le protege de un posible daño
cuando los padres no le dan respuestas adecuadas (ver los artículos de Fonagy publicados en
Aperturas Psicoanalíticas).

Se acepta que en el desarrollo normal del bebé, las funciones de regulación corporal y afectiva han
de ser provistas primero por otros, antes de que se incorporen como propias (leer más arriba la base
neurológica que ofrece Schore). Para Fonagy, esto es así en los primeros meses de vida, pero a
partir del sexto mes el niño ha de ir desarrollando también una habilidad primitiva de mentalización
que le permite saberse distinto (individualizado) de los cuidadores, proceso que llevará varios años.
Es esta capacidad la que le permite al niño atribuir los fallos del cuidador a estados emocionales de
éste, no a los suyos propios (por supuesto, no hay que pensar en que el bebé haga una atribución
lógica, un razonamiento sobre los motivos del cuidador, más bien consiste en que experimenta
seguridad una vez que ha percibido un estado emocional en el cuidador, aunque el niño esté
experimentando estimulación aversiva en ese momento). De éste modo, la capacidad de
mentalización del niño es una especie de vacuna contra los daños narcisistas que pudiera recibir;
ante la negligencia de los cuidadores el niño pude atribuir su malestar a otros, antes de que pase a
percibirse como malo, incapaz o negativo.

Por parte de los cuidadores, la capacidad de mentalización es igualmente importante. Cualquiera de


las acciones efectivas para calmar al niño y favorecer un apego seguro o el desarrollo de la
mentalización misma, requieren que el cuidador sea capaz de percibir estados mentales propios y
del niño y actuar en consecuencia. Cualquiera de las interacciones necesarias en los primeros años
de vida para constituir una estructura de la personalidad sana -pensemos en la respuesta sensible
(Bowlby, 1969) o la frustración óptima (Kohut, 1971)- requieren de cierto conocimiento por parte del
adulto de las emociones, deseos y miedos del niño. Estadísticamente, la correlación entre un grado
alto de capacidad de mentalización por parte del adulto y un vínculo de apego seguro con el niño es
de 0.8, siendo esta variable el mejor predictor encontrado hasta el momento del tipo de apego
(incluso midiendo la capacidad de mentalización antes de haber nacido el hijo) (Fonagy, 2001; Main
1991).

Si la mentalización es necesaria para el desarrollo normal, se vuelve decisiva en las situaciones


traumáticas en la primera infancia. Según cree Fonagy, en los casos en los que la respuesta de los
padres va más allá de no ser empática, sino que resulta traumática, los niños capaces de mentalizar
encuentran cierta protección en la creencia de que el maltrato no se debe a él mismo, sino a
creencias falsas que pudieran tener los maltratadores.
Los estudios de Fonagy y los de Main, al tratarse en definitiva de una correlación de variables, no
aportan una dirección causal; no nos es posible saber con certeza si la mentalización del niño
precede al apego seguro, o si es al revés. No hay evidencias empíricas que apoyen que una de
estas dos variables sea claramente independiente sobre la otra. Fonagy apuesta por una causalidad
bidireccional, apego seguro y mentalización se apoyan la una en la otra y tienden por tanto a darse
juntas. No obstante, se decanta por la idea de que “la disponibilidad de un cuidador capaz de
comprender los estados internos del niño aumenta las probabilidades de un apego seguro, lo que a
su vez facilita el desarrollo de la teoría de la mente” (Fonagy, 1997). La idea de Fonagy apunta a que
el sujeto necesita de otro que le reconozca como algo distinto de si mismo para consolidar ciertas
capacidades de autorregulación emocional (y en otro plano, también narcisísticas).

Estos datos suponen un apoyo con base experimental a algunas ideas psicoanalíticas sobre el
desarrollo infantil (que en muchos casos vinieron de teóricos cuya experiencia clínica era con
adultos). A su vez, suponen un importante intento de conciliación de algunas ideas psicoanalíticas
clásicas (basadas a veces en la teoría pulsional o del conflicto) con el resto de la psicología. Las
ideas de Fonagy suponen un nexo, o una traducción, al lenguaje cognitivo de la teoría del apego.
Sus ideas se pueden expresar de modo convincente tanto en términos de relaciones objetales como
en términos de esquemas cognitivos o representaciones.

Cabe citar como ejemplos de las ideas clásicas a las que ha contribuido a ampliar el concepto de
“entorno suficientemente bueno” de Winnicott (1971) –con una madre capaz de empatizar con su
hijo, pero sintiéndose diferente de él, la capacidad de reverie formulada por Bion (1963)– como un
sostén emocional de la madre sobre hacia el hijo, el Self-objet de Kohut (1971) entendido como el
objeto que provee la respuesta sensible y empática a las necesidades del niño.

Finalmente, creo importante resaltar respecto a Fonagy su idea sobre el sentido de la psicoterapia en
los casos de pacientes que no han podido desarrollar un apego seguro, la capacidad de
mentalización o ambas cosas. Al tratarse de un problema derivado de un déficit (aunque él nunca
utiliza estos términos) la intervención terapéutica ha de encaminarse a entablar cierta relación con el
paciente que le permita desarrollar las funciones carentes. Quedando la interpretación en un
segundo plano, el terapeuta ha de crear un entorno “seguro” para el paciente en el que pueda
entablar una relación análoga a la del apego seguro que no se pudo desarrollar en la infancia. A
partir de ahí, las interpretaciones que más efecto tienen en el desarrollo de la mentalización son las
que incluyen el contenido del estado interno de los dos participantes y la vivencia de la relación por
parte de ambos (ha de concederse importancia a las emociones siempre que surjan o sean intuidas
por el terapeuta).
La psicología del self

Las ideas de Heinz Kohut

El aporte principal de Heinz Kohut al psicoanálisis, la teoría denominada “psicología del self”, supone
un giro trascendental para la disciplina. Ya desde los años cincuenta Kohut expuso la importancia de
la empatía como herramienta para el análisis, siendo para él la única forma válida de obtener
información útil en la terapia (faltaba aún tiempo para considerar a la empatía como herramienta
terapéutica en psicoanálisis). En la primera de sus obras fundamentales “El Análisis del Self” (1971),
sin haber abandonado las posiciones pulsionales ortodoxas, Kohut describe ciertos fenómenos
transferenciales propios de las personalidades narcisistas que no quedan recogidos dentro de la
teoría clásica, ni pueden ser abordados con la técnica tradicional. La solución teórica que encuentra
Kohut a estos problemas es el concepto de Self, que tiene dos acepciones; por un lado se le
considera una organización psíquica (análoga al aparato psíquico freudiano, pero que se colocaría
“en paralelo” a las instancias de la segunda tópica). Esta organización se encargaría de algunas
funciones pertenecientes al yo freudiano, concretamente a aquellas que tienden a entablar
relaciones significativas con otras personas y con la evaluación de si mismo (como ejemplo, a nivel
metapsicológico, las catexias con elementos de uno mismo habrían de partir del self, no del yo).
También abarcaría funciones del Ello, en cuanto relacionado con los deseos. Por otro lado, el self es
también un conjunto de impresiones sobre si mismo, es algún tipo de autoconcepto; en otros
términos más clásicos, podría decirse que el self se refiere al balance o equilibrio narcisista, requiere
una cohesión entre las representaciones que lo integran y cierto grado de adaptación a la realidad
para no desencadenar patologías.

El self según Kohut se gesta en la infancia (empezando en el periodo pre-edípico y terminando en la


primera latencia) y requiere siempre de una interacción con adultos que puedan proveer al niño de
las funciones que éste no puede controlar por si mismo. Según esta idea, los niños van adquiriendo
progresivamente control de sus capacidades en la medida en que les es posible independizarse del
“sostén” que les proporciona un adulto (que Kohut llama “selfobjects”). Las capacidades más
importantes para esta teoría son las que regulan la autoestima (equilibran el narcisismo). Este
proceso implica la existencia de ese adulto que provea de las experiencias adecuadas para
mantener el narcisismo infantil; si el niño no tiene esa figura que mantenga su autoestima no le es
posible constituir un self que le asegure un balance narcisista adecuado y autónomo en la vida
adulta. En los casos normales, los padres sirven de sostén al hijo durante los primeros años de vida,
a partir de ahí éste va percibiendo progresivamente sus fallos y olvidos (frustración óptima), lo que le
permite ir integrando un self propio que le independizará en un futuro de esas figuras (lo que llama
internalización transmutadora). Cuando la frustración se produce de un modo brusco y masivo
(trauma) o cuando los padres no son capaces de dar ese sostén, el hijo no es capaz de desarrollar
un self propio suficientemente cohesionado y experimenta de adulto trastornos narcisistas de diversa
índole.

El giro que Kohut imprime al psicoanálisis ortodoxo empieza por aceptar que el narcisismo no es sólo
una etapa del desarrollo de la libido (que ha de tender a buscar el amor objetal), es una vía paralela
al desarrollo pulsional que describió Freud. De hecho, la pulsión narcisista misma tiene que ser
distinta a la pulsión objetal, y ambas coexisten en el adulto (aunque Kohut más tarde se desmarcaría
de la teoría pulsional, en su obra de 1971 recurre a ella para explicar sus descubrimientos). Kohut
resalta que los dos tipos de libido pueden revestir cualquier tipo de objeto; ni la libido objetal debe
volcarse al exterior, ni la narcisista al interior en exclusiva. Un claro ejemplo de esta particularidad
son las relaciones con objetos de la actividad narcisista o las posesiones narcisistas (Bleichmar,
1981), en las que el sujeto se relaciona con objetos distintos de sí mismo en los que se emplea libido
narcisista.

Otra idea clave de Kohut ya en sus comienzos es que el analista no actúa como pantalla en el
análisis, sino que es una continuación de los selfobjetc que estructuraron el self en la infancia.

La obra de Kohut surge como respuesta a los tres tipos de transferencia que encuentra en el análisis
de estos trastornos en personalidades narcisistas: Esquemáticamente consisten en esto:

-Transferencia Idealizadora: el paciente idealiza al analista, en un intento de recuperar la imago


parental idealizada que se formó del selfobject y de fusionarse con éste. El paciente pueda así
mantener un sentimiento de cohesión y valía respecto a si mismo, es como si se retomara la relación
con los padres en el momento en que ésta empezó a ser disfuncional-Transferencia Especular:
llamada así porque se reproduce en la terapia el momento del desarrollo en que la “madre refleja en
su pupila la imagen exhibicionista del niño. La transferencia en estos casos consiste en intentos de
reactivar el self grandioso con todas las angustias y defensas correspondientes. Se reproduce el
periodo infantil en que el sujeto no recibió respuesta empática de sus padres al mostrar sus
ambiciones. Kohut llamó a este tipo de pacientes Hombres Trágicos, aludiendo a que su self se
estructuró dando lugar a un sufrimiento de tipo narcisista.

-Transferencia Gemelar: fue separada de la transferencia especular, a la que se adjuntó en un


principio. Retomando una idea de Bion (1963), consiste en colocar al analista en una posición
idéntica a la del paciente. Éste ve al analista como alguien idéntico a si mismo en cuanto a deseos y
angustias
Lo que interesa resaltar sobre las ideas de Kohut en este contexto son las implicaciones que tiene el
trato con adultos durante la infancia a la hora de constituir la personalidad. En su libro “La
Reestructuración del Self” (1977) aclara una idea sugerida en su estudio sobre las transferencias
narcisistas: la transferencia surge rápidamente en el momento en que el analista pueda mostrar su
empatía con los estados emocionales del paciente. Se puede entender la transferencia (y una gran
cantidad de elementos de la personalidad del sujeto) como intentos actuales de reorganizar o
sostener el self adulto. Lo que Kohut mostró indirectamente al abordar el análisis de ciertos aspectos
del narcisismo es cómo un adulto con cierto tipo de vínculos en la primera infancia “arrastra” una
motivación (o necesidad) en su vida adulta que determina aspectos importantes de su personalidad.
Si se considera el Self de Kohut como una organización del psiquismo que aglutina funciones como
las ambiciones, los ideales y el autoconcepto del sujeto, se debe asumir que todo ello se determina
en gran parte por el tipo de apego que se viviera.

Usando términos más cognitivos (pensando en Daniel Stern, 1997), las relaciones de la primera
infancia contribuyen decisivamente a fraguar un tipo concreto de esquemas, de representaciones de
estar con otros que persisten en la vida adulta. De estos esquemas (por vago y ambiguo que resulte
el término) surge todo un abanico de motivaciones miedos y deseos que dirigen en parte el mundo
representacional del adulto. La conducta observable, especialmente en lo que respecta a lo
interpersonal, se explica en parte aceptando que estos esquemas internos determinan cómo se
percibe a los otros, a uno mismo, y al hecho mismo de estar con otros.

Algunos avances recientes de la psicología del self

Tras la muerte de Kohut, muchos de sus seguidores se sintieron libres para publicar ciertas ideas
que el maestro nunca aceptó. El artículo de Aperturas Psicoanalíticas de Jorge Schneider (1999)
ofrece una síntesis de los aportes más significativos realizados en los veinte años posteriores a la
muerte de Kohut. Este trabajo se centrará sólo en aquellos que aporten una base para integrar las
ideas de la psicología del self con evidencias obtenidas en el campo de la neurociencia y la
psicología cognitiva.

La estructura psicológica denominada “self” encuentra cierto soporte neurológico en algunos


descubrimientos recientes; quizá el principal sea todo el sistema neurológico de regulación descrito
por Schore (2001). Según esto, el hemisferio derecho del cerebro es la base orgánica de un grupo
importante de funciones cognitivas que se acercan mucho al “self” descrito por Kohut. Tanto las
capacidades de autorregulación (tan importantes para explicar el apego) como la mentalización, la
capacidad de empatía, los “reflejos” emocionales, la formación de esquemas implicados en las
relaciones significativas están encontrando un fundamento neuronal en un importante grupo de
trabajos recientes (Fonagy 1999, 2000; Schore 2001; Wolf, Shane y Shane, 2001).

Otra función del self descrita por el propio Kohut (1977) es la de mantener una experiencia continua
para el sujeto de ser el mismo en diferentes momentos. Este tema ha sido ampliamente tratado por
Damasio (1996), quien le otorga a las “emociones de fondo”, percibidas continuamente con baja
intensidad, el papel de crear esa sensación subjetiva de continuidad. El self es visto así como el
receptor continuo de esas emociones, o en otras palabras, el resultado de haber reconstruido a cada
momento una “sensación de uno mismo”.

Basch (1983), en su trabajo teórico posterior a Kohut, propone un self consistente en ciertas
funciones psicológicas que descansan directamente en un sistema neuronal concreto. Ciertas áreas
cerebrales son, según Basch, las que mantienen directamente las funciones de autorregulación
(especialmente en el campo del narcisismo). Para este autor, la función principal del cerebro es crear
y mantener una organización de la vida mental.

Westen y Gabbard (2002), en su trabajo sobre neurociencia cognitiva, apuntan hacia una
conceptualización de la transferencia muy deudora de la psicología del self en algunos puntos.
Destaca el hecho de que al propiciar una relación íntima en el contexto analítico se activan los
esquemas del sujeto sobre ese tipo de relaciones, lo cual facilita que se busquen asociaciones entre
lo que sucede dentro de la terapia y lo que sucede (o sucedió) fuera. Esta exploración, en el campo
de la transferencia, de las figuras significativas (objetos del self), permite la creación de cierto
andamiaje cognitivo para la exploración de los “esquemas” que han guiado ese tipo de relaciones a
lo largo de la vida del sujeto. Esto implica que la transferencia en el adulto está regida por el tipo de
vínculo que vivió en la niñez, pero no sólo como un aprendizaje que deja una huella que se arrastra
de adulto, sino también porque la transferencia es el resultado de aplicar ciertos esquemas (memoria
procedimental) sobre uno mismo y las relaciones con los demás que están almacenados en la mente
del sujeto desde la infancia.

Conclusiones sobre el desarrollo del self

Hasta aquí se han expuesto una serie de ideas concernientes a la psicología del self como modelo
explicativo del funcionamiento mental, y de la teoría del apego como campo empírico de
investigación. En lo que resta de trabajo se muestran ciertos nexos entre las dos corrientes de
conocimiento descritas, pretendiendo mostrar la necesidad siempre presente en las ciencias de la
salud mental de integrar resultados de distintas áreas con el fin de lograr una comprensión más
profunda de los fenómenos psicopatológicos y de las posibles vías terapéuticas.

Génesis del narcisismo y el apego

Es clara (contrastada con resonancia magnética en muestras amplias: Schore, 2001) la


preponderancia del hemisferio derecho en los tres primeros años de vida sobre el resto del cerebro.
Esto implica que las primeras percepciones que el niño tiene (experiencias visuales, auditivas,
táctiles simples) sean procesadas emocionalmente; de éste modo, la interacción con cualquier adulto
en este periodo contribuye a formar una representación o proto-representación emocional del
entorno, y por ende, de uno mismo respecto a los otros. En lo que concierne al apego, es también
durante los tres primeros años cuando se instaura principalmente el patrón que ha de perdurar el
resto de la infancia con los cuidadores. Hay que tener presente de nuevo, que el apego puede ser
entendido en su totalidad como una relación que transmite un modelo de regulación emocional del
adulto al niño.

Integrando los dos puntos de vista, el desarrollo cerebral y el psicológico durante los tres primeros
años de vida sigue una línea paralela, cabría decir complementaria. Mientras se está fraguando
(tanto a nivel neurológico como psicológico) el sistema regulador de las emociones, también se está
sentando la base para un esquema relacional como es el apego. Es un mismo proceso con dos
vertientes.

Pensando en funciones más concretas, el hemisferio derecho del cerebro es el que se encarga en
mayor medida del procesamiento de la información emocional inconsciente. Según Adolphs, George,
Brood, Nakamura, Borod, Haywood, Cof, Bowers, Spence, Shapiro, Zaidel y col., citados por Schore
(2001), las capacidades de percibir, emitir y regular los estados emocionales propios o ajenos vienen
determinados por el nivel de desarrollo y maduración del hemisferio cerebral derecho.

No se puede olvidar papel de la empatía, considerada como una fuente de información interpersonal.
En este punto convergen Fonagy (1999) y Kohut (1971, 1979) al afirmar que es una capacidad que
requiere de la interacción con otros para desarrollarse. Este “entrenamiento”, especialmente
importante en el primer año de vida, sienta las bases de la capacidad de mentalización, que a su vez
puede ser considerada precursora de cierta defensa narcisista. El desarrollo de la mentalización es
el responsable de poder integrar los fallos de los cuidadores durante la infancia y asumirlos como
responsabilidad de ellos, esta atribución permite que el narcisismo del niño quede a salvo de las
fallas de los padres. Este proceso fue descrito en el plano teórico por Kohut; según él, la decepción
gradual del niño se produce al acumular experiencias en que los padres no le atienden
suficientemente bien y es la responsable de la formación de estructuras psíquicas que permiten la
autonomía psíquica en el adulto. Este proceso se denominó “Internalización Transmutadota” y, según
Kohut, sólo es posible una vez que el niño ha estado expuesto a la respuesta empática de los
cuidadores. Llama la atención cómo Kohut está describiendo en otras palabras la génesis del patrón
de apego seguro descrito por Bowlby y Ainsworth (citada en Marrone, 2001); no obstante, en la obra
de Kohut se “abusa” de recurrir al narcisismo para explicar un amplio abanico de fenómenos.

Implicaciones para la terapia

Continuando con el papel de la empatía, Kohut aclara en los primeros capítulos de “El Análisis del
Self” (1971:17-47) cómo en el análisis de los trastornos narcisistas es difícil empatizar, debido a que
la génesis del problema remite a un periodo de la vida del paciente en que regía el proceso primario
(bien se esté hablando de un problema narcisista o de apego, el origen hay que buscarlo en los
primeros años de vida). Esto determina que el núcleo de los contenidos a tratar en la terapia sea
principalmente de tipo emocional, pues el pensamiento del adulto no abarca el tipo de pensamiento
que se usó en la infancia (proceso primario). El terapeuta debe entonces primar el contenido
emocional en sus sesiones, para obtener la información más pura que quede en el adulto, aunque
también se encuentran contenidos “enmascarados” (Kohut denominó telescoping –traducido por
imbricación– al proceso de asignar recuerdos de la vida adulta a sucesos vividos en la infancia,
siendo esto un modo de poder comunicar en términos de proceso secundario algo que ocurrió
cuando éste no existía). Se puede aceptar que las corrientes contemporáneas de psicoanálisis se
basan en esta nueva concepción de la empatía (no hay que olvidar que para Kohut toda información
que no se obtuviera así debía ser excluida del análisis).

Centrándonos en los déficits de mentalización, la terapia que pretenda remediarlos debe ceñirse
siempre a un marco “no pragmático, elaborativo” (Fonagy, 1997) que ha de permitir que el paciente
desarrolle las capacidades carentes en lo que respecta al procesamiento de sus relaciones con otros
significativos. Según este autor es necesario que el terapeuta se muestre como alguien benevolente
a quien el paciente pueda tratar de forma íntima. A partir de ahí, las interpretaciones sobre los
estados mentales de ambos y sobre el transcurso de la relación permitirán al paciente integrar una
representación de sus propios estados internos y de su vínculo con el terapeuta. A medida que la
capacidad de mentalizar crece en el paciente, algunas estructuras del sujeto (principalmente las
derivadas del patrón de apego y las necesidades narcisistas en las relaciones significativas) se
vuelven más adaptativas, lo que permite que se den dentro y fuera de la terapia vínculos más sanos
que permitan un desarrollo de las funciones que habrían sufrido déficits. El proceso terapéutico tiene
así su base en el tipo de relación que el terapeuta crea e invita a crear con otras personas (la
interpretación es entonces una parte más de la relación significativa, pero lo que genera el cambio es
el hecho de que se de en un clima de aceptación y cercanía).

La transferencia, la piedra angular del tratamiento para Kohut, se puede entender como la
manifestación en el análisis del problema narcisista del sujeto (hablamos de déficits en el Hombre
Trágico, quien despierta transferencia especular, y de conflictos en el Hombre Culpable, quien
recurre a la transferencia idealizadora). Kohut lleva el peso de la cura a la interpretación del tipo de
transferencia, siendo para él el componente empático un instrumento que aporta información al
analista, pero no un elemento curativo. Es posible que Kohut estuviera ignorando hasta qué punto su
método de obtener información fuera el responsable de la restauración o el desarrollo de los
aspectos del self que generaban patología, no obstante, él entiende por empatía la atención al
estado emocional interno del sujeto (más allá de los contenidos ideacionales que este aporta al
análisis) y, al menos conscientemente, no implica feedback ni cualquier otro proceso bidireccional.

En una línea similar a la de Fonagy, Marrone (2001) describe la terapia centrada en el apego como
una oportunidad de restaurar al sujeto en sus aspectos relacionales, lo cual se desarrolla
principalmente por el tipo de vínculo terapéutico. La interpretación (de hecho, cualquier aspecto que
el terapeuta muestre al sujeto sin incluirse a él mismo) sólo puede tener efecto una vez que el
paciente haya entablado un vínculo “seguro” con el terapeuta. La respuesta sensible es para
Marrone un componente previo a cualquier intervención terapéutica, sin ella, no es posible obtener
suficiente cooperación del paciente. Según este autor, que se basa en Bowlby, el análisis debe
cumplir al menos estas cuatro tareas:

-Crear una base segura durante un periodo prolongado.

-Ayudar a que el paciente explore sus circunstancias presentes y el papel que él juega en ellas.

-Examinar cómo el paciente interpreta la conducta de los demás y qué espera de ellos.

-Explorar y mostrar las posibles conexiones entre pasado y presente.

Resulta clara la conexión entre estas tareas terapéuticas y la consecución de objetivos ligados a la
creación de un vínculo seguro y empático que permita aflorar contenidos relevantes y encajar
interpretaciones. Es curioso ver cómo el tercer punto reclama el interés por fomentar la mentalización
del paciente, aunque seguramente, Bowlby entendía esto en su obra como trabajar con los modelos
operativos internos.

Shane y Shane (2003), basándose en estos avances teóricos, apuestan por una serie de cualidades
de la terapia y del terapeuta que facilitan la vivencia de “experiencias positivas”, es decir, aquellas
que permiten crear una base segura en la relación con el paciente. Entre ellas se encuentran la
respuesta contingente (adecuada a las necesidades de apego del sujeto en un momento dado), el
desarrollo de la mentalización, y el énfasis en las emociones positivas que surjan en el transcurso de
la relación. Merecen mención especial en éste contexto el hecho de que la empatía para estos
autores requiere de la existencia previa de cierta mentalización por parte del sujeto, y a su vez esto
permite que se perciba simpatía en la terapia (hacer llegar al paciente la intención del terapeuta de
ayudar una vez que éste ha podido captar las necesidades de éste).

En el lado opuesto, los Shane enumeran tres situaciones que han de ser evitadas durante la terapia
basada en la teoría del apego. En primer lugar, las situaciones traumáticas (ya sea la revivificación
de experiencias o de vínculos negativos) pueden tener efecto iatrogénico siempre que no exista la
citada base segura (y aún así no siempre es posible abordarlos con seguridad en la terapia). Por otro
lado, hay que huir que la terapia tenga como un supuesto básico la concepción de que toda conducta
tiene que ser explicada al paciente en términos de motivación. Según los Shane, no es aconsejable
en general, y es muy perjudicial en pacientes en los que sus síntomas se muestren de un modo
súbito e intenso (estrés post traumático, compulsiones, disociación). Para los Shane, la memoria
procedimental es un elemento que no ha de perderse de vista por parte del terapeuta, pues muestra
cómo es posible no tener consciencia de las motivaciones que pueden subyacer a dichos
aprendizajes. En estos casos, más útil que buscar la motivación es familiarizar al paciente con las
situaciones que desencadenan ciertas respuestas casi automáticas. La propuesta de los Shane es
congruente con las ideas actuales sobre los patrones de apego (considerando necesario detectarlo y
tomarlo en consideración en cada paciente), y también con las ideas actuales sobre la génesis del
apego en la infancia.

Partiendo de estos datos sobre la terapia, resulta claro cómo los distintos enfoques llaman la
atención sobre lo relacional, como piedra angular del tratamiento de los trastornos derivados de un
patrón de apego. Es así que se considera el vínculo como una herramienta indispensable para el
tratamiento, cuando no un requisito previo a cualquier tipo de intervención. Parece existir una
convergencia entre los autores que se han dedicado a estudiar el apego tanto en su génesis como
en las posibles vías terapéuticas aceptadas hoy, lo cual supone un fuerte apoyo para el psicoanálisis
como rama epistemológica.
Un nuevo enfoque terapéutico

Los avances citados arriba son congruentes con un tipo de concepción que considera la enfermedad
como la obstrucción del desarrollo personal en momentos determinados de la vida; los llamados en
psicoanálisis trastornos por déficit (puede ser útil aquí pensar en la psicología humanista o en ramas
más existenciales de psicoanálisis como Castilla del Pino (1968a, 1968b, 1978). La curación pasa
entonces por reproducir en la terapia una relación que permita retomar el desarrollo de las facetas
que se inhibieron por la relación con determinado entorno. Es pues el vínculo el principal
determinante de los cambios en la terapia, ya que no se trata sólo de resolver un conflicto o aportar
información que antes era inconsciente, sino también de desarrollar en el paciente algo que nunca
estuvo constituido en ninguno de los niveles del psiquismo (Bleichmar, 1997). Cierto tipo de terapia
puede considerarse de éste modo como una situación “a medida del paciente” en la que le será
posible actualizar, potenciar las capacidades que hubiera podido desarrollar en un entorno más
adecuado.

Si retomamos los cuatro ejes teóricos de la introducción de éste trabajo, falta uno de ellos por ubicar
en el psicoanálisis contemporáneo. La dimensión objetivismo-constructivismo (que hoy se encuentra
para muchos analistas en el segundo polo) nos marca una nueva dirección para la psicoterapia. Si
se acepta que la terapia es una ocasión para generar conocimiento (cada participante conoce al otro
y a sí mismo) el interés sobre el propio hecho de conocer se hace necesario. El terapeuta ha de
plantearse cómo es posible llegar a conocer al paciente con objetividad y cómo llegar a que éste
incorpore un nuevo conocimiento sobre sí y sobre el mundo.

La epistemología constructivista plantea que no es posible un conocimiento directo de la realidad que


nos rodea, pues ya en el propio acto de percibirla la estamos construyendo. No existe lugar para la
objetividad, dado que no se nos muestran objetos estables y claros, sino que lo que podemos captar
en cualquier caso es una elaboración personal de cada elemento exterior (o de nosotros mismos). El
debate epistemológico sobre constructivismo y objetivismo es enorme y afecta hoy a muchas
disciplinas científicas, no obstante para ubicarlo en el ámbito de la psicoterapia consultar Feixas y
Villegas (2000) Aquí sólo se abordan los elementos que considero con repercusión principal para la
psicoterapia.

La relación terapéutica

Si aceptamos que un espectro importante de los elementos curativos está en la relación terapéutica,
habremos de plantear ésta como una experiencia en la que dos participantes están generando
conocimiento sobre el otro, sobre sí mismo y sobre la propia relación. Los avances teóricos y las
indicaciones para la terapia abordados en éste trabajo parten siempre de una óptica objetivista.
Ningún investigador o terapeuta arriba citado piensa que sus percepciones pueden no ser fieles a la
realidad; más bien, creen que su experiencia sobre los mismos hechos son suficientemente amplias
y estables como para asumir que las conclusiones a las que llegan son correctas (lógica inductiva).
Esta postura es la más prudente de cara a la investigación, pues de otro modo no sería posible
integrar avances de distintos autores o distintas disciplinas; la asunción de que el conocimiento es
estable y de que el método con que se obtiene es reproducible nos permite obtener conocimiento
cada vez más preciso y extenso de cualquier tema (sin entrar a debatir si ese conocimiento se extrae
de la realidad o se construye a partir de ella).

El ámbito de la terapia es bien distinto, recordemos que según las evidencias obtenidos en varios
campos, el tipo de relación que mejor se adapta a los trastornos por déficit es la que tiene la empatía
como base y deja en un segundo plano la interpretación y el análisis más ”objetivo” del paciente. El
terapeuta genera así una situación en la que se espera que el sujeto reactualice su estructura
psíquica. No obstante, no todo en la terapia consiste en constituir algo que falta, en muchos casos se
trata también de adaptar el modo en que se percibe a uno mismo y a lo exterior. El terapeuta “del
déficit” está partiendo de que él tiene una idea clara sobre lo que le pasa al paciente y sobre cómo
éste responderá a la terapia, no se plantea que el conocimiento que cada participante tiene del otro y
de la relación pueda ser una construcción en la que intervienen sus propias características
personales y su marco teórico. Dicho de otra forma, no se plantean que la relación terapéutica es
una construcción única en la que intervienen por igual ambos participantes. Este es el interés que
subyace al psicoanálisis denominado intersubjetivo, el aceptar la importancia de lo relacional en la
propia terapia.

El giro epistemológico constructivista lleva a plantear la terapia como una situación nueva en cada
sesión, que está continuamente construyéndose a si misma por medio de las percepciones que de
ella tienen sus participantes. Esto nos lleva a dejar de lado la actitud “paternal” en la que el terapeuta
crea un campo en el que el sujeto ha de madurar; lo cual no tiene cabida si partimos de que la
relación es vivida por el paciente de un modo propio, que no tiene por qué corresponder siempre a la
del terapeuta. En definitiva, paciente y terapeuta son presa de su forma de construir la realidad, no
por el hecho de encontrarse con otro que ve el mudo de forma distinta se renuncia a la propia.

La superación de este problema pasa por aceptar tanto la situación terapéutica como la puesta en
práctica de los esquemas relacionales de ambos participantes: los “principios de la organización
emocional” –es así como Atwood y Stolorow (1997) se refieren a una predisposición a comportarse
socialmente muy deudora del patrón de apego y de la estructura del self–. El modo en que el sujeto
se comporta en la terapia puede ser confrontado con la teoría del terapeuta sobre la enfermedad y la
cura, y a partir de ahí éste le devolverá interpretaciones que busquen un cambio hacia la salud. Sin
embargo, desde una óptica intersubjetiva, la forma en la que el paciente se adapta a la situación
terapéutica y a las interpretaciones ha de verse ante todo en referencia a la realidad que éste vive en
la terapia (la relación y la forma en que percibe al terapeuta). La terapia así orientada deja en un
segundo plano toda la teoría sobre la patología y su cura, y se ocupa en primer término de la
individualidad del paciente y de la relación en la que se muestra. El terapeuta tiene así por máximo
interés mantener una relación en la que cada participante se pueda mostrar con autenticidad, dado
que interesa más que afloren los esquemas con los que el sujeto percibe el mundo que el respetar
unas normas que faciliten la objetividad (si partimos de que no es alcanzable dicha objetividad, no
tiene sentido introducir normas artificiales en la relación). A este respecto Mitchell (1988) utiliza la
metáfora del analista como el encargado en un grupo de amigos de conducir el coche al volver de
una fiesta, su responsabilidad es que la relación no se estanque y permita a cada momento que
surjan los significados personales del sujeto y del propio analista (Mitchell 1988, 1997).

La relación ha de verse como algo único e irrepetible y la función del analista es acoger los
contenidos que aporta el paciente y tratar de darles un sentido unitario (generar narrativas, si se
prefiere). Este enfoque coincide con los partidarios de la teoría de la detención del desarrollo como
causa de patología, cuando hablan de ofrecer un ambiente empático y seguro para el paciente
(combinando prescripciones de la psicología del self y la teoría del apego), pero se distingue al no
remitir automáticamente cada acto del paciente a una teoría.

Hay que tener claro que ésta óptica intersubjetiva sigue teniendo por objeto de estudio el mundo
intersubjetivo del paciente y del terapeuta. No obstante, al admitir que éste queda determinado
sustancialmente por la interacción con otros, la relación pasa a tener esta importancia capital, por ser
el medio en que se conoce y se modifica la estructura del paciente.

Transferencia

En la misma línea que marca la psicología del self, la transferencia es la interacción de los patrones
relacionales inconscientes del paciente con la situación que encuentra en la terapia incluidas las
transferencias del terapeuta. La teoría del terapeuta a cerca de cómo ha de evolucionar (o las
categorías a lo Kohut) pierde importancia y quedan como una guía para el terapeuta antes que como
una realidad inmutable. Se acepta que está motivada por significados inconscientes que han de
clarificarse, pero estos afectan a paciente y terapeuta. Visto así, no hay modo de que surja la
transferencia si el analista no se muestra de alguna manera, a su vez, no hay forma de que el
analista interprete si no es desde algún tipo de esquema (personal, por muy cribado que esté por su
teoría y su propio análisis). Por tanto, la relación terapéutica consiste en un encuentro o
desencuentro entre ambos participantes de la interacción.

Reconstrucción histórica

Bien se aborde como interpretación del analista o como tarea conjunta, supone un rico campo para
la obtención de elementos con los que explorar el universo subjetivo del paciente. Una vez
constituida la relación, la reconstrucción hace aflorar muchos significados, emociones e ideas sobre
el pasado y el presente, las cuales pueden encontrar una aclaración o una puesta en escena desde
la seguridad de la situación terapéutica.

Algunas ideas a modo de conclusión

El psicoanálisis como escuela terapéutica ha mostrado la importancia de multitud de aspectos de la


relación entre paciente y analista, pero el tomar partido por cualquiera de sus sub-escuelas supone
quedar restringido a sus limitaciones. Cada corriente (así como cada terapeuta) ha de aceptar que su
visión de la realidad es limitada por necesidad; si bien tomar partido por alguna de ellas puede ser
una base para la actividad clínica, la adhesión incondicional a cualquiera puede convertirse en un
estorbo para la efectividad del tratamiento en muchos casos. No es conveniente tomar partido en
exclusiva por ningún marco teórico, a excepción de aquel que se cuestione constantemente a sí
mismo (como teoría y como práctica). Lo contrario supone negar la atención a alguna realidad.

La base segura es sin duda un elemento importante en la terapia y es curativa por si mismo para
cierto tipo de pacientes; la técnica tradicional veía los componentes relacionales como una variable a
controlar en el análisis, sacrificando así una valiosa vía de intervención. Eso no significa que el
trabajo interpretativo pueda ser eliminado, más bien, se debería hablar de dos líneas paralelas de
trabajo terapéutico: la relacional (que abarca el vínculo sujeto-paciente y las implicaciones para las
relaciones exteriores y el mundo interno del paciente) y la interpretativa (que se ciñe a mostrar
ciertos procesos mentales del sujeto). En un plano del tratamiento, el análisis de los patrones
relacionales -de las representaciones internas de los otros- debe encontrar un espacio bipersonal en
la terapia, se deben abordar por medio del vínculo que existe entre el paciente y el terapeuta. En otro
plano, hay ciertos procesos mentales que deben ser analizados en una sola dirección, el analista
debe mostrar (y hacer que el paciente incorpore) un método de auto observación que le haga
detectar y comprender ciertas acciones (angustias, mecanismos de defensa, reacciones
inconscientes, rasgos de carácter) que no dependen tanto de la interacción con otros, aunque
pudieran tener ahí su origen.
Apego y narcisismo son quizá dos de los puntos que más se relacionan en psicoanálisis con esta
necesidad de interactuar para alcanzar un desarrollo; no obstante, no es el único campo en el que el
ser humano se constituye a partir de lo que otros le dan (un tema capital en psicoanálisis ortodoxo,
como es la pulsión, también puede tener su origen en la inscripción que hacen los otros en el deseo
del sujeto). Una relectura de los padres de la teoría psicoanalítica puede mostrarnos cómo lo que
podía estar curando a sus pacientes no era sólo aquello que ellos creían, sino también un modo de
relación que entablaron inconscientemente. En cualquier caso, esa relectura siempre será una
construcción personal.

Construir: la relación, el cerebro, los constructos, el significado (narrativa).

Apéndice

La Matriz de Cowan

La Matriz de Cowan (2001) supone un intento de ordenar las distintas teorías psicológicas en función
del tipo de conocimiento que priman. El cuadro de doble entrada surge de combinar un constructo
Interno – Externo (completado con una postura “interactiva”) con tres categorías (Biológica
Psicológica y Relacional).

No hay que tomar esta clasificación como exhaustiva, simplemente pretende orientar sobre las
fuentes de conocimiento en psicopatología y psicoterapia. Su utilidad está en orientar al clínico y, en
ocasiones, invitar a incluir en sus hipótesis nuevas fuentes de información (por devastador que
resulte para las hipótesis que habían surgido del campo teórico preferente de cada terapeuta).
Indicaciones terapéuticas según M. G. Y M Shane

La psicoterapia basada en el apego debe incluir estas características:

1. Respuesta Contingente: adaptarse a las necesidades del paciente sin abandonar otros objetivos.

2. Mentalización: identificar y entender los estados emocionales del sujeto.

3. Empatía: articulación de la mentalización con la experiencia subjetiva.


4. Simpatía: articulación de la empatía y la mentalización, acompañada de esfuerzos en los que el
terapeuta se muestra disponible y volcado a ayudar al paciente.

5. Enfatizar la importancia de experiencias positivas, como forma de contrarrestar las negativas.

6. Envolver al paciente en un clima de respeto, aceptación y esperanza.

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