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V in cen t D esco m be s

El idioma de la identidad

Traducción de Cecilia González

CADENCIA
E DI T OR A
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oasi ■ 1 ( 1 1 1 1 1
Descombes, Vincent
El idioma de la identidad - la ed. - Ciudad Autónoma
de Buenos Altes: Eterna Cadencia Editora, 2015.
272 p .; 22x14 cm.
Traducido por: Cecilia González
ISBN 978-987-712-075-2

1. Filosofía. I, González, Cecilia, trad. 11. Titulo.


CDD 190

Cet ouvrage, publié dans le cadrc du Progr anime d'Aíde á la Publicat ion
Victoria Ocampo, bénéfi cíe du soutien de Culturesfrance, opérateur du
Ministére Franjáis des Affaires Etrangéres et Européennes, du Mintstére Franjáis
de la Culture et de la Communication et du Service de Coopérarion et d’Action
Culturelle de í'Ambassade de France en Argén tiñe.

Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación


Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo de Culturesfrance, operador del
Ministerio Francés de Asuntos Extranjeros y Europeos, dei Ministerio Francés
de la Cultura y de la Comunicación y del Servicio de Cooperación y de Acción
Cultural de la Embajada de Francia en Argentina.

Título original: Les Embarras de l ’identité

© Editlons Galltmard 2013


© 2015, E tern a C adencia s .r .l .

Primera edición: agosto de 2015

Publicado por E tern a C adencia E ditora


Honduras 5582 (C1414BND) Buenos Aires
editoriai@eternacadencia.com
www.eternacadencia.com

ISBN 978-987-712-075-2

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Prohibida la venta en España.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra


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I n d ic e

C a p ít u l o L A p r e n d e r a h a b l a r e l id io m a
ID E N T IT A R IO 13
Las cuestiones de identidad: un enigma léxico 13
Declarar ia identidad 17
Una noción estadounidense ... 27
La noción de crisis de identidad 29
La identidad según Erikson: una noción
antropológica 36
La identidad después de Erikson 39
Una cuestión de lenguaje 43
La identidad plural 48

C a p í t u l o IL ¿P a r a q u é s i r v e e l c o n c e p t o
DE ID E N T ID A D ? 61
¿Existe lo idéntico en el mundo? 61
La comedia de la identidad 66
E l principio de individuación 72
La lógica de los nombres propios 77
Los criterios de identidad 82
¿Es relativa la identidad? 86
C a p ít u l o III. L a id e n t id a d e n s e n t id o s u b je t iv o 93
“ ¿Quién soy?” 93
Una identidad a la vez objetiva y subjetiva 96
¿Cómo subjetivar la identidad? 10 0
Ser uno mismo ante sus propios ojos 10 4
E l príncipe y el zapatero 113
Reencontrar el propio yo 117
El derecho a la subjetividad 12 1
¿Ser o no ser el mismo? 12 6
Los años de aprendizaje 13 6
La identidad moderna 14 2
Ejercicios de la definición de sí 14 7
Convertirse en un hombre moderno 15 4
El porvenir del individualismo 16 4
La identidad expresiva 17 3

C a p ít u l o IV. Las identidades colectivas 18 1


“ ¿Quiénes somos ? ” 18 1
Un obstáculo de lenguaje 18 2
La analogía de una persona y un pueblo 19 1
La lógica de los cuerpos colectivos 195
La persona moral como persona ficticia 205
La identidad histórica de una ciudad 2 13
Una definición sociológica de la nación 2 17
El enigma de la individualidad colectiva 223
La individuación de un “ nosotros” 231
La composición de un “ nosotros” 240
El poder instituyente 253
Envío 259

A g r a d e c im ie n t o s 267
A difficulty of philosophy is that ¿t1s hard to be both
intelügent and not-intelligent enougb at the right time.

W lT T G E N ST E ÍN
Les cours de Cambridge1 1946-1947
C a p ít u l o I

A p r e n d e r a h a b l a r e l id io m a id e n t it a r io

L a s c u e s t io n e s d e id e n t id a d : u n e n ig m a l é x ic o

¿Quién soy? ¿Quiénes somos? Puede decirse que esta es la


clase de preguntas que nos hacemos cuando nos interrogamos
sobre nuestra identidad. Preguntar quién soy equivale a
plantear lo que se llama, precisamente, una “ cuestión de
identidad” . Entendemos de qué se trata porque ya tenemos el
modelo: para nosotros, conocer la identidad de alguien es
saber cómo se llama. Sin embargo, cuando yo mismo me
pregunto en primera persona por mi identidad, ¿es porque
busco conocer mi nombre, apellido y señas, como si tuviera
que presentarme en la recepción de un edificio público y
pasar por esa prueba conocida como “ control de identidad” ?
Claro que no. Este será el objeto de las páginas que siguen:
voy a preguntarme lo que quiere decir la palabra “ identidad”
cuando se la utiliza con un posesivo (“ m i identidad” ,
“ nuestra identidad” ) y cuando no se lim ita a designar la
enunciación de mi nombre, apellido y señas, dicho de otro
modo, mi estado civil.
Este tipo de uso de la palabra “ identidad” es relativamen­
te reciente. La pregunta por la identidad de alguien hubiera
tenido en otras épocas el sentido trivial de “ ¿Quién e s?” , es

13
decir, una interrogación sobre alguien a quien no sabemos
dar un nombre o situar en nuestro entorno. Por eso cuando
Littré menciona, en el artículo “ Identidad” , las “ cuestiones
de identidad” , explica que la palabra debe entenderse en esta
expresión como un “ término de jurisprudencia” utilizado en
las investigaciones destinadas a determinar si un individuo es
realmente quien pretende ser o también si el cuerpo de una víctima
corresponde a l de tal o cual persona, identificada a partir de los
datos de su estado civil. Entendida de esta manera, la pregun­
ta solo puede formularse en tercera persona. Si alguien la
planteara con respecto a su propia persona, es porque se habría
convertido en una suerte de extraño para sí mismo; porque,
víctima de amnesia o presa de un delirio, ya no sabría decir
cómo se llama, quiénes son sus padres, etcétera.
Cuando la palabra “identidad” se toma en el sentido del
estado civil, entra en la lengua corriente, pero conserva el sen­
tido que tuvo antes, cuando los filósofos la utilizaban para
formular juicios de identidad. ¿Cómo se ha pasado de este
sentido clásico ai nuevo sentido?
En sus primeras ediciones, el Diccionario de la Academia
francesa indica que la palabra “ identidad” es un término eru­
dito que se utiliza en raras ocasiones: “ Solo está en uso en el
ámbito de la didáctica” . La explicación que propone el dic­
cionario a partir de su edición de 17 9 4 suscita, por otra parte,
la perplejidad filosófica: “ Lo que hace que dos o varias cosas
solo sean una misma cosa” .
¿Qué es, entonces, esta cualidad o esta fuerza llam ada
“ identidad” , que se define por un efecto prodigioso: hacer que
dos cosas no sean más que una sola cosa? Hay que entender, sin
duda, que la explicación comporta una elipsis y que hay que
leer: lo que se tomaba (equivocadamente) por dos o varias co­
sas no es (en realidad) más que una sola y misma cosa. De este
modo se evitaría caer de entrada en una dialéctica de la iden­
tidad, en virtud de la necesidad de plantear que haya dos cosas

14
para poder afirmar que no hay más que una. Definido de esta
manera, el concepto de identidad coincide entonces con el de
los enunciados de identidad: decir que la cosa A es idéntica a
la cosa B, es decir que en realidad no hay más que una y mis­
ma cosa, que llamamos tanto A como B.
Comprendí que la palabra había dejado de ser un término
puramente erudito o “ didáctico” y que había entrado en el
lenguaje más usual el día en que leí en una guía turística que
el barrio de San Lorenzo era “ uno de los barrios populares de
Roma que mejor había conservado su identidad” .1 La identi­
dad ha pasado a ser algo que se puede conservar, lo que tam­
bién quiere decir que es una cualidad que se puede perder o
que se puede querer defender contra aquello que amenaza
con destruirla. ¿Se puede explicar en qué consiste la “ identi­
dad” de un barrio popular? En una guía más antigua, se habría
podido hablar de la personalidad del barrio, para evocar un
cierto encanto, un cierto carácter pintoresco que remiten a
todo lo que el barrio tiene de original y distintivo, sobre todo
si se ha mantenido, cuando los otros barrios tendían a uni­
formizarse o a aburguesarse. Se habría podido hablar también
del “ alma” o del “ carácter” del barrio, en virtud de una ana­
logía entre los sentim ientos que experimentamos ante las
personas y los que experimentamos por los lugares fuerte­
mente impregnados por una presencia humana.
Sin embargo, la palabra “ identidad” dice algo más hoy
en día. E l ejemplo del barrio que conserva su identidad nos
permite ver que se trata a la vez de un territorio que podría
ser absorbido por la masa urbana que lo rodea por todas par­
tes y también de la población que allí vive. Lo que hace po­
sible que el término “ identidad” designe no solamente una
cualidad propia de esa parte de la ciudad, sino también el

1Rome. Guide du routard, París, Machetee, 2008, p. 215,

15
hecho de que los habitantes del barrio son fieles a su mane­
ra de v iv ir en esa ciudad, a sus usos locales, a su paisaje. ¿En
qué se convertiría el barrio si, como suele decirse, perdiera
su “ identidad"? Se dirá que dejaría de ser él mismo. ¿Pero
esto quiere decir que habría desaparecido, o que seguiría
existiendo, aunque de manera indistinta, confundido con el
medio que lo rodea?
¿Cómo es posible que el término “ identidad” admita to­
das estas significaciones? ¿Cómo se pasa del sentido de la Aca­
demia al de la guía turística? Nuestro programa queda esta­
blecido: partiendo del hecho de que antiguamente la palabra
“ identidad” quería decir exclusivamente y quiere decir hasta
el día de hoy que no hay más que una sola y misma cosa allí don­
de se habría podido pensar que había dos, se tratará de expli­
car cómo ha llegado a significar en ocasiones otra cosa, desde
hace algunas décadas, a saber: que hay una cosa que posee la vir­
tud de ser ella misma, cuando podría no ser ella misma todavía,
o haber dejado de serlo.
Una manera de m edir la distancia que separa estas dos
significaciones de la palabra “ identidad” es considerar los
adjetivos que pueden asociarse a este sustantivo. Decimos,
por ejemplo, que dos personas tienen un comportamiento
idéntico: quiere decir que hacen lo mismo, por ejemplo, una
y otra toman un café. En cambio, si nos decimos que una y
otra tienen un comportamiento “ identitario” , queremos in­
dicar que ambas encuentran en esa manera de comportarse
un medio para afirm ar su pertenencia com unitaria o rei­
vin dicar un lazo social que les procura una sensación de
dignidad o la impresión de ocupar el lugar que les corres­
ponde en el mundo. Y lo importante en este caso es que esta
calificación de su comportamiento no debe provenir exclu­
sivamente de nosotros, como observadores -semejantes a los
turistas que le encuentran un encanto al barrio de San Lo­
renzo-, sino que proviene de los interesados mismos. Para

16
que su comportamiento sea identitario tiene que ser cons­
ciente y tienen que poder decir: no puedo renunciar a actuar
así; para mí es una “ cuestión de identidad” ; en ella está en
juego la idea que me hago de mí mismo. O, incluso, si hablan
en primera persona del plural: lo que está en juego en ella es
nuestra identidad, la idea que nos hacemos de nosotros mis­
mos. Puede decirse, por ejemplo, el conflicto que actualmen­
te divide a tal país -Bélgica, pongamos- es un conflicto iden­
titario. Decir esto implica indicar que este conflicto involucra
mucho más que intereses opuestos y que hasta cierto punto
ningún compromiso resulta posible. Se podrá explicar, por
ejemplo, que la naturaleza de su conflicto es tal que unos y
otros se sentirían disminuidos, perderían algo de su propia
autoestima, si tuvieran que ceder sobre lo que se está jugando
en ese diferendo.
Que la gente pueda entrar en conflicto por cuestiones
que no afectan sus intereses materiales, en el buen sentido de
la palabra, no tiene nada de especialmente enigmático, salvo,
en todo caso, para una concepción utilitarista estrecha del ser
humano. Pero subsiste, en cambio, un enigma léxico: ¿por
qué la palabra “ identidad” es la encargada de significar el ob­
jeto y el reto de esos conflictos? M i objetivo en las páginas
que siguen es tratar precisamente este punto: ¿qué viene a hacer
en todo esto la palabra “ identidad” y, por ende, también el
concepto de identidad?

D e c l a r a r l a id e n t id a d

Entre la identidad en el sentido de lo idéntico y la identi­


dad en el sentido de lo identitario, existe un intermediario:
el empleo jurídico y adm inistrativo, que asigna a los indi­
viduos una identidad que los vuelve identificables (suscep­
tibles entonces de que se los reconozca como idénticos a la

17
persona que nombra tal patronímico), pero al mismo tiempo
dotada de una identidad que resulta apropiada a sus perso­
nas gracias a sus nombres, apellidos y señas (y por eso mismo
fuente posible de sentimientos identitarios).
En su libro Identity and Violence,12 Am artya Sen criticó a
los intelectuales que defienden lo que se conoce en Francia
como una política “ comunitarista” y en inglés una política de
las identidades (identity politici). Lo que les reprocha a estos
teóricos es que confinen a seres humanos en identidades ex­
clusivas. En particular, ataca vigorosamente a un programa
británico que preconiza una política cuyo objetivo era instau­
rar en el país un régimen que creara una “ federación de
comunidades1’.3 En lugar de diversidad, observa, lo que se pre­
coniza se parece más bien a una yuxtaposición de lo que llama
“ monoculturaiismos” .4 Y, efectivamente, un programa de esa
naturaleza consiste, al fin y al cabo, en confinar a cada uno en
su comunidad de origen. Bajo la apariencia de una celebración
de la diversidad y el respeto de los usos de cada uno, se termi­
naría organizando oficialmente, en realidad, la segmentación
del país en “ comunidades” que podrían vivir ignorándose las
unas a las otras. A este programa le formula una objeción de
principios que consiste en recordar el sentido que le damos a
la ciudadanía en un régimen de soberanía popular (en otras
palabras, democrático). Esta objeción es, en efecto, decisiva.
La ciudadanía democrática supone que el ciudadano es direc­
tamente miembro de su país, sin que pueda introducirse la
mediación de una comunidad:

1Amartya Sen, Identity and Violence: The liussion ofD estíny, Nueva York,
Norton, 2006. [Edición en español: Identidad y violencia. La ilusión d el des­
tino, Buenos Aires, Katz Editores, 2007].
1Ibíd., p. 158.
4 Ibíd., p. 156.

18
El problema es saber si, en eso que se presenta como una fede­
ración de comunidades, los ciudadanos cuyas familias tienen
un origen inmigrante deben considerarse a sí mismos como
miembros de comunidades particulares y solo como ciudada­
nos británicos en virtud de esa pertenencia comunitaria.5

Pero justamente Sen empieza su libro con una anécdota


personal que le perm ite introducir su tema subrayando ai
mismo tiempo hasta qué punto nuestro uso de la palabra
“ identidad” puede ser una fuente de dificultades, dificulta­
des de comunicación que remiten a dificultades específica­
mente conceptuales, que nos sumergen finalmente de lleno
en la filosofía.
Esta es la anécdota: el decorado de la escena es el aeropuer­
to de Heathrow. En aquella época, Amartya Sen daba clases
en Cam bridge, donde ocupaba el cargo de Master ofTrinity
College. De regreso de un viaje fuera de Inglaterra, pasa el con­
trol de identidad y presenta su documento al funcionario de
la policía de fronteras. Este ve que su dirección inglesa apare­
ce indicada del siguiente modo: Master s Lodge, Trinity College,
Cambridge. Sorprendido, el empleado intenta averiguar por
qué razón el viajero indio que tiene delante vive en la casa del
Master de dicha escuela. “ ¿Usted es amigo suyo? ” , le pregun­
ta a Sen. Evidentemente, no se le pasa por la mente que T ri­
nity College haya podido nombrar Master a un profesor de
nacionalidad india.
Maliciosamente, Sen hace notar que el hecho de que le
hayan planteado esa pregunta a él podría comprenderse en un
profundo sentido filosófico. Desde la Antigüedad, ios filósofos
se han preguntado si un individuo podía ser su propio amigo,
tener consigo mismo una relación de amistad. Si la pregunta

3 Ibíd., p, 164.

19
del policía hubiera tenido ese sentido, Sen habría tenido que
examinar si los sentimientos que experimenta por sí mismo
son del orden de la amistad.
De este pequeño incidente en Heathrow, Sen extrae la en-
señanza de que, tal como nos lo han dicho los filósofos, “ la
identidad puede volverse un asunto complicado” .6 Se le pre­
senta así la oportunidad de citar a uno de los más conocidos
filósofos de su escuela: Ludwig Wittgenstein, quien escribió
la siguiente advertencia, a la que nos remite Sen:

“ Una cosa es idéntica a sí misma” . No existe mejor ejemplo de


una proposición inútil y ligada no obstante a un juego de re­
presentación. Como si insertáramos en nuestra imaginación
la cosa misma en su propia forma y como si constatáramos
que se le adecúa.7

Puede leerse, en efecto, en los libros de filosofía que nues­


tro pensamiento descansa en un gran principio: toda cosa es
idéntica a sí misma. Wittgenstein se lamenta de que este prin­
cipio esté en realidad completamente vacío. Si parece decir
algo, agrega, es porque sugiere un cierto juego con la represen­
tación. Es como si dijéramos: todo cuerpo material tiene exac­
tamente el mismo tamaño que él mismo; y como si buscára­
mos ilustrar esta relación aplicando a la cosa una medida que
fuera en realidad esa misma cosa o un calco suyo.
La observación de Wittgenstein se aclara si se la lee luego
de le sección anterior, en la que escribía:

6 Ibíd.,p. ix.
7 Ludwig Wittgenstein, R echerches philosophiques, Erad, de F. Dastur et
al., París, Gaüimard, 2004, § 215, p. 131. [Edición en español: Investigacio­
nesfilosóficas, Barcelona, Altaya, 1999).

20
Parece que la identidad de una cosa consigo misma no provee
un paradigma infalible de la identidad. Yo diría: “ Aquí no
puede haber varias interpretaciones. Quien ve una cosa ve
también la identidad” .
¿Dos cosas son idénticas cuando son como una sola cosa? ¿Y
cómo debería aplicarse al caso de dos cosas lo que me muestra
esa única cosa?

Wittgenstein se burla, en resumen, de la idea que podría


proponerse como paradigm a de lo que se llam a identidad:
una propiedad de identidad de la cosa consigo misma.
Com o esta propiedad de identidad es universal, bastaría con
darse un objeto -por ejemplo, la mesa sobre la que escribe el
pensador- y extraer de la inspección de dicho objeto presente
delante de nosotros aquello que nos permita comprender lo
que significa el predicado “ ser idéntico a sí mismo” . M alicio­
samente, Wittgenstein se pregunta: “ ¿Cómo voy a aplicar a
dos objetos el predicado que supuestamente he debido abs­
traer de mi percepción de un solo objeto, predicado que signi­
fica la propiedad en virtud de la cual el objeto no es dos sino
uno? Está claro que Wittgenstein no se conforma con la ex­
plicación propuesta por la Academia francesa: la identidad es
lo que hace que dos o varias cosas no sean más que una misma
cosa. Wittgenstein no quiere decir, por supuesto, que el con-
cepto de identidad es vano: lo que quiere decir es que tenemos
que explicarlo proporcionando auténticos “ paradigmas” , es
decir, modelos que sean instructivos, que permitan entender
en qué medida hacemos algo significativo al aplicar el concep­
to de identidad a una situación. De hecho, acabamos de men­
cionar el ejemplo, precisamente, de un tipo semejante de apli­
cación significativa del concepto. E l policía del aeropuerto
de Heathrow aprendió algo: que ese hombre llam ado Mr.
Am artya Sen es la misma persona que responde ai título de
Master ofTrinity College. E l principio “ toda cosa es idéntica a

21
sí misma” sigue sin decir nada, lo que quiere decir que no le
encontramos un ejemplo significativo de aplicación. En cam­
bio, “ Am artya Sen es el Master ofTrinity College ’ es un buen
ejemplo de lo que significa tener una identidad, porque ilustra
con claridad que entendemos por ello lo que vuelve identificable
a un individuo, e incluso re-identijicable. Sin embargo, Amartya
Sen solo señala estas zonas de sombra que rodean la identidad
para preparar el terreno a otras dificultades vinculadas, según
afirma, a otra clase de identidad. Se habla hoy en día, afirma,
de “ com partir una identidad” con otros, por ejemplo, una
identidad nacional con sus compatriotas, una identidad reli­
giosa con otros fieles, una identidad profesional con los colegas,
etc. Sen da muchos ejemplos de esta clase de identidad, todos
construidos a partir del mismo esquema. La identidad de al­
guien se presenta como una lista de atributos variados tales
como la nacionalidad, eventualmente los orígenes, la profesión,
la afiliación religiosa, el estatuto familiar, el sexo, las opiniones,
los compromisos, las preferencias estéticas. Tantas “ identida­
des” como “ categorías” y “grupos” con los cuales un individuo
puede estar vinculado de un modo u otro. Soy, escribe Sen:

A la vez un asiático, un ciudadano indio de ascendencia benga-


lí, un residente a veces americano a veces británico, un econo­
mista, un amateur en filosofía, un autor, un firme partidario de
la laicidad y de la democracia, un hombre, un feminista, un
heterosexual, un defensor de los derechos de los homosexuales,
alguien cuyo estilo de vida no es religioso, procedente de una
tradición hinduista, que no pertenece a la casta de los brahma­
nes, que no cree en la existencia de la vida después de la muer­
te (ni tampoco, si se lo preguntan, en una vida anterior a la
concepción).8

8Amartya Sen, Identity and Vióleme, ob. ci£., p. 19.

22
¿Por qué este inventario heteroclito de las diferentes cua­
lidades que el autor reconoce en sí mismo? La intención es
ciara. Si es cierto que cada uno de nosotros puede enumerar
así, para definir su identidad, toda clase de solidaridades o de
intereses, entonces resulta evidente que las políticas identi-
tarias (identity politicé descansan en un sofisma, dado que ha­
cen como si un individuo no pudiera encontrar más que un
único grupo al cual vincularse. Si fuera el caso, podría con­
cebirse que la línea de conducta de cada uno sea dictada por
esa única identidad social. Pero, de hecho, las identidades so­
ciales son “vigorosamente” o fundamentalmente “ plurales”
(;identitíes are robustly plural).
De un modo u otro, pertenecemos a muchos grupos distin­
tos, en realidad, y cada una de esas colectividades puede procu­
rarle a alguien una identidad que puede resultarle importante.9
Según Am artya Sen, basta con subrayar este punto para
que se desmorone la idea misma de que uno pueda deducir su
línea política de una referencia a la propia identidad.
Dado que cada uno de nosotros tiene varias identidades,
tiene que elegir,; cada vez, entre los diferentes grupos que pue­
den reclamarle lealtad, que prevalecerá en tal o cual ocasión.
Por supuesto que hay una buena dosis de verdad en estas
consideraciones: la vida social de cada uno tiene múltiples fa­
cetas, nadie puede entregarse a un solo grupo; hay una parte
de responsabilidad personal en el hecho de reivindicar la
pertenencia a tal grupo más que a tal otro. Todo esto es muy
justo, pero tal vez insuficiente. Queremos preguntarnos qué
es lo que hace sociales a las identidades sociales. Qué es lo
que las hace identidades (por supuesto, estas cuestiones no con­
ciernen especialmente a Sen, y probablemente a él menos que
a nadie, porque él mismo ha indicado que tomaba el término

9 Ibíd., p. 24.

23
en su acepción habitual en ciencias sociales y en política, ad~
virtiéndonos al mismo tiempo que tratar sobre cuestiones de
identidad es más complejo de lo que parece a simple vista,
hasta tal punto que es necesario pasar por la filosofía).
En primer lugar, ¿qué clase de lista es esta lista? ¿Se trata
de una lista de identidades en el sentido de que el nombre pro­
pio (“Am artya Sen” ) o el título exclusivo (“Master ofTrinity
College” ) pueden pasar por identidades que pertenecen a una
única y misma persona? Pero hablar de identidad querría de­
cir entonces que en cada oportunidad solo se trata de una úni­
ca persona. No se trataría entonces de nada que se pueda com­
partir. En realidad, el paradigma del control de identidad es
el de una identidad “ vigorosamente singular” .
Puede decirse que lo que esta lista enumera son las “ iden­
tidades sociales” de una persona. La lista de mis identidades
sociales o compartidas es la lista de ios grupos a los que per­
tenezco. Pero entonces surge una objeción de orden socioló­
gico. La lista, nos dicen, es la de los grupos a los cuales un in­
dividuo reconoce pertenecer. Sin embargo, para contar
elementos y hacer una lista, esos elementos tienen que ser de
la misma clase. (No puedo contar las manzanas con las peras,
tengo que contarlas como frutas). A partir de entonces tene­
mos que poder reconocer aquí una pluralidad de grupos. Pero
la lista de Sen contiene dos tipos de pertenencia:
(1) pertenencia a una misma clase, en el sentido lógico del
conjunto de los individuos que poseen un mismo atributo
(por ejemplo, tener tales opiniones o tales gustos);
(2) pertenencia a una misma comunidad, en el sentido so­
ciológico del término, es decir, en el sentido de que, para mí,
el hecho de ser del mismo grupo que tai otra persona crea en­
tre nosotros un lazo social (por ejemplo, ser de la misma fami­
lia, del mismo país).
Se cree que es posible hacer nacer este lazo de la toma de
conciencia de un interés o de un destino común a partir del

24
modelo de la teoría clásica de la conciencia de clase (los que
descubren que son explotados perciben que tienen intereses e
incluso tai vez una “ identidad” de clase). Sen da ejemplos re­
lacionados con una teoría de la formación de grupos a través
de una toma de conciencia, simultánea en varios individuos, de
que tienen un atributo común que les confiere un destino co­
mún y eventualmente entonces una razón de agruparse para
defender los intereses que comparten. E l mero hecho de
“ compartir” ciertos atributos individuales -usar zapatos nú­
mero 42 o haber nacido entre las 8 y las 9 de la m añana- no
basta entonces, escribe Sen, para darles una razón de conce­
birse como grupo. Supongamos en cambio que estos indivi­
duos son injustamente tratados porque usan tal o cual núme­
ro de zapato o por haber nacido a tal o cual hora, entonces sí
es posible concebir el paso de una situación “ objetivamente”
común a una conciencia de dicha situación. Puede imaginar­
se, por ejemplo, que no queden zapatos número 40 (a causa de
un error de gestión burocrático): a partir de entonces, quienes
usan este número pueden tener la impresión de que se ios deja
de lado y crear una coalición para defenderse. La lucha co­
mún podría favorecer la emergencia de un sentimiento colec­
tivo que llamaremos “ sentido de una identidad común”.
Sin embargo, hay que hacer otra distinción, que resulta­
rá aún más importante. N o es en virtud del mismo sentido
de “ atributo compartido" que uno puede pertenecer al mismo
país que otra persona o tener la misma opinión que ella. Por
definición, tener tal o cual nacionalidad significa pertenecer
al mismo país que otras personas de la misma nacionalidad.
Más aún: pertenecer a la misma fam ilia supone que esa fa­
m ilia exista; no se trata entonces de un atributo que uno
pueda ser el único en poseer. Existen, en cambio, otros atri­
butos que se comparten de manera contingente: es lo que
sucede con las opiniones y los gustos. Efectivamente, es raro
que uno sea tan original como para ser el único en apreciar

25
una obra determinada o en defender una opinión. Pero esta
posibilidad no está excluida, en principio. Solo en el último
caso puede hablarse de una semejanza (como el hecho de tener
el mismo color). En cambio, alguien que habla su lengua no
es un individuo que presente una semejanza lingüística con
otros individuos, como si su capacidad para hablar esa lengua
fuera un atributo individual que podría detentar con exclu­
sividad. Su lengua es (normalmente) materna; es la que ha
aprendido a hablar en su infancia. Si habla la misma lengua
que su madre no es en virtud de una semejanza con su madre
(como la que permitiría decir que tiene sus mismos ojos o su
misma nariz): es porque ella se la ha transmitido.
De este modo, la lista de identidades de Sen mezcla dos
clases de grupos: los agrupamientos puramente nocionales o
nominales, que constituyen en realidad simples clases taxonó­
micas, y los grupos reales, que son comunidades históricas.
Existe entonces una ambigüedad: en los ejemplos sobre la na­
cionalidad, la lengua o la afiliación genealógica, puede ha­
blarse de un grupo que confiere una identidad ai individuo
porque podemos identificar el grupo aparte del individuo y
atribuirle una historia. Partiendo de una opinión del tipo “ El
concierto era magnífico” , no resulta posible reconocer una
identidad propia del grupo de gente que comparte esa opi­
nión: la única identidad que podría atribuirse a dicho grupo
es la que daría una lista exhaustiva de los individuos que com­
parten la misma opinión.
E l uso reciente de la palabra “ identidad” no se puede ex­
plicar, entonces, a partir del sentido ordinario en el que se
puede entender que hay cosas “ idénticas” y que, en tai senti­
do, tienen una “ identidad” porque se parecen.
Una investigación sobre la palabra “ identidad” , tomada
en el sentido de lo identitario, se impone.

26
U na noción estadounidense

Tenemos la suerte de poder remitirnos a un estudio histórico


muy bien documentado sobre la palabra “ identidad” tomada
en el sentido de los fenómenos identitarios. Es obra de un his­
toriador estadounidense, Philip Gleason, que es un especia­
lista en historia de los Estados unidos.101El autor cuenta11 que
en la década de 19 7 0 le encargaron la redacción de un artícu­
lo sobre la identidad estadounidense”) para (“ American Iden-
tity una enciclopedia dedicada a los grupos étnicos en los Es­
tados Unidos.12 Se dio cuenta entonces de que el término era
frecuentemente utilizado por los especialistas en ciencias so­
ciales, pero sin que se tomaran el trabajo de explicarlo, como
si se tratara de una noción común que los lectores tendrían
que, necesariamente, compartir. Y en cierto sentido es así porque
la palabra (en aquella época) iba entrando progresivamente
en el lenguaje ordinario. Sin embargo, afirma, cuando se trató
de ponerle un contenido a la expresión “la identidad estadou­
nidense” , no se le ocurría nada. La explicación más sencilla
sería: la identidad de algo es lo que la cosa es (identity is whai
a thing is). Pero esta explicación solo explica que una. cosa que
deja de ser lo que es también deja de ser ella misma. Gleason
se ve llevado entonces a preguntarse por el término mismo:
qué quiere decir “ identidad” cuando aparece en com bina­
ciones tales como “ identidad estadounidense", “ identidad

10Philip Gleason, “ídentífying Identity: A Semantic History”, en Journal


o f American History, vof 69, núm. 4, marzo de 1983, pp. 910-931, retomado
en su libro Speaking o f Diversity: Language andE thnicity in Twentieth-Century
America, Baltimore, Johns Hopkíns Universky Press, 1992.
11 Véase lo que escribe en Speaking o f Diversity, ob. cit., p. 123.
11 Bajo el título “American Identity and Amerícanizatíon”, en Stephan
Thernstrom, Ann Orlov y Oscar Handlin (eds,), Harvard Encyclopedia o f American
Ethnic Groups, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1980, pp. 31-58.

27
judía” , etc. Como buen historiador, pensó que esta investiga­
ción léxica debía tomar la forma de una ‘‘semántica históri­
ca” . En su artículo, publica las conclusiones de este trabajo.
¿Cuándo y dónde aparece la noción de identidad, tal como
la entienden las ciencias sociales? La primera conclusión es
clara: la noción de identidad así entendida nació en los Estados
Unidos. En los años cincuenta, la palabra -en su nueva acep­
ción- está m uy presente en la bibliografía de las ciencias so­
ciales. Gleason cita un libro de 19 5 5 que sostiene la siguiente
tesis: a la pregunta “ ¿Quién es usted?” , los estadounidenses
respondían, antes de la Segunda Guerra Mundial, refiriéndose
a sus distintos orígenes nacionales (italianos, irlandeses, etc.),
mientras que ahora responden evocando su filiación religiosa.
Se dirá entonces que la identidad estadounidense ha dejado de
definirse en términos “étnicos” (en el sentido que le dan los es­
tadounidenses), porque ya no se trata de saber de qué otro país
provienen los padres, sino más bien con qué Iglesia se vincula
cada uno. Esa, al menos, es la tesis del libro que Gleason men­
ciona, no por la tesis misma, sino para ilustrar el sentido de la
palaba “ identidad” que se ha impuesto en la actualidad.
U n sentido emerge: el individuo se sitúa en la sociedad
(aquí, en la sociedad global que le otorga su nacionalidad) des­
tacando un rasgo que distingue al grupo al que está vinculado,
de otros grupos. Gleason recuerda al respecto a Tocqueville y
retoma la manera en que este caracterizó a la sociedad esta­
dounidense:

La relación del individuo con la sociedad siempre constituyó


un problema para los americanos, dada la importancia mayor
de los valores de libertad, igualdad y autonomía del individuo
en su ideología nacional.13

13 Philip Gleason, “Identifying Identity...”, ob. cíe, p. 926.

28
La fortuna de este término se explicaría, así, por el hecho
de que esta palabra le permite a gente profundamente indivi­
dualista expresar a pesar de todo la fuerza de sus lazos sociales.
¿Cuál ha sido entonces la causa decisiva? A mi juicio, la
consideración más importante es que la palabra ‘Identidad”
se adecuaba perfectamente a esta tarea: hablar de la relación
con la sociedad en los términos mismos en los que este pro­
blema persistente se planteaba para los estadounidenses a me­
diados de siglo. Esta palabra permitía, más precisamente, elu­
cidar un nuevo tipo de vínculo conceptual entre los dos
elementos del problema, puesto que se utilizaba para tratar la
relación entre la personalidad individual, por un lado, y, por
otro, el conjunto de los aspectos sociales y culturales que con­
fieren sus rasgos distintivos a los diferentes grupos.14

La n o c ió n d e c r i s i s d e id e n t id a d

En su acepción de lo identitario, el término “ identidad” se


impuso entonces primero en las ciencias sociales estadouni­
denses. ¿Pero de dónde había surgido en los propios Estados
Unidos? Si el uso presente apareció allí, en ciertos aspectos
fue importado, dado que, como todo el mundo reconoce, pro­
viene inicialmente de la noción de “ crisis de identidad” del
psicoanalista Erik Erikson. Desgraciadamente, como observa
Gleason, el padre de nuestra noción psicosocial de identidad
no definió realmente lo que entendía por ello. E l mismo lo
admite, por otra parte. Escribe, por ejemplo:

Hasta ahora, de manera casi deliberada -espero- he aplicado


el término “ identidad” en varias acepciones diferentes. En

14 íbíd.

29
ocasiones, parece haber remitido a un sentimiento consciente de
la individualidad singular; en otras, a la aspiración inconsciente
a una coherencia de las experiencias; y en otras aun, el término
tiene el sentido de una solidaridad con ios ideales de un grupo.15

A falta de una definición, hay que empezar por identificar


las fuentes intelectuales de esta noción y para hacerlo es ne­
cesario considerar la biografía de Erikson. A continuación, se
detallan sus elementos más significativos en relación con
nuestro tema.
En primer lugar, el hecho más sorprendente: en realidad
Erikson no se llamaba así cuando llegó a los Estados Unidos
o cuando publicó sus primeros artículos. Adoptó ese nombre
cuando obtuvo la nacionalidad estadounidense en 1939. “ Erik­
son” es un nombre que inventó (y que lo convierte en el hijo de
sí mismo). Este detalle le confiere un sabor particular al hecho
de que haya pasado toda su vida construyendo una teoría de la
crisis de identidad. E l mismo reconocía bromeando que le había
dado una dimensión universal a su propio síntoma.16
¿Cómo se llamaba antes de adoptar el nombre bajo el cual
lo citamos? No se sabe quién era su padre. Su madre (Karla
Abrahamsen, que era danesa y judía) se casó con el pediatra
de Erik cuando este tenía tres años. A partir de entonces, Erik
se llamará Erik Homberger, adoptando el nombre de su pa­
drastro el doctor Theodor Homberger. La fam ilia se instala
en Karlsruhe, Alem ania. Tras una adolescencia agitada, el
futuro Erikson se analiza con Anna Freud; al término de su
análisis, se lo integra a la corporación de los psicoanalistas

15 Erik H. Erikson, Identity: Youth an d Crisis, Nueva York, Norton,


1968, p. 20 B. [Edición en español: Identidad, ju ven tu d y crisis, Buenos Aires,
Paidós, 1974].
16 Ibíd., p. 18.

30
freudianos aunque no hubiera realizado estudios de medici­
na. Se reivindicará como freudiano ortodoxo hasta el final.
(Es él quien lo dice, pero probablemente solo sea verdad a me­
dias. Si bien no cuestiona en nada la doctrina, la engloba en
una visión de conjunto que procede posiblemente de otro
tipo de inspiración). En 19 3 3 , deja Viena con su fam ilia y
emigra a Copenhague, y luego a Boston. Adopta el hombre
de Erikson en el momento en que adquiere la ciudadanía es­
tadounidense. En esta época, conoce a maestros de la antropo­
logía cultural como Ruth Benedict, Margaret Mead, Gregory
Bateson, lo que tendrá consecuencias importantes en su con­
cepción de la personalidad.
Puede decirse entonces que nuestra noción de identidad,
en el sentido de lo que es ídentitario, proviene del encuentro
-en la persona de Erik Erikson- entre dos escuelas de pensa­
miento. Por un lado, la escuela de Freud y los psicoanalistas
vieneses. Por otro, la escuela de la antropología cultural esta­
dounidense y, más particularmente dentro de esta escuela, la
corriente conocida antes de la guerra bajo la etiqueta “ cultura
y personalidad” . De hecho, “ identidad” se utiliza con frecuen­
cia en el lugar que hubieran ocupado anteriormente términos
tales como “ carácter” , “ personalidad” o, en inglés, “ self” .
Fue en ios Estados Unidos donde Erikson, casi al finali­
zar la Segunda Guerra Mundial, inventó el diagnóstico de la
“crisis de identidad” . Esta crisis consiste en un debilitamiento,
incluso una pérdida, de lo que se llama sentido de la identidad
(loss o f sense o f identity}. Se hubiera podido creer que este tras­
torno es una variante de lo que la psicología del siglo x ix
denominaba “ trastorno de la personalidad” : alguien que deja
de saber “ quién es” o alguien que presenta los síntomas de
un desdoblamiento (y hasta de una multiplicación) de la per­
sonalidad. Pero no se trata en absoluto de esto.
Es lo que Erikson explica cuando cuenta cómo llegó por
primera vez al diagnóstico de una “crisis de identidad”. Había

31
tenido que tratar los trastornos que presentaban los soldados
jóvenes que volvían de los combates del Pacífico en un estado
de profunda perturbación. Hoy se diría que los soldados su­
frían una “ fatiga del combate” . E l diagnóstico que se le ocu­
rrió fue “ crisis de identidad” . De acuerdo, ¿pero en qué sen­
tido? No en el sentido de que hubieran perdido toda noción
de su “ identidad personal” :

Sabían quiénes eran; tenían una identidad personal. Pero era


como si, subjetivamente, sus vidas hubieran perdido toda co­
hesión, y como si nunca fueran a recobraría. Había en ellos una
perturbación fundamental de lo que empecé a llamar identidad
de sí (ego identity). Baste aquí con decir que el sentido de la iden­
tidad es lo que permite que alguien sienta su propio sí mismo (ones
self) como algo dotado de continuidad e identidad (sameness),
y actúe en consecuencia”.17

Contrariamente a lo que sugiere el rótulo “ crisis de iden­


tidad” , estos jóvenes no han perdido el sentido de su identidad
personal, si por esto se entiende no saber cómo se llaman, su­
frir de amnesia o de confusión mental. Se trata de otra cosa,
que a Erikson le cuesta, sin embargo, explicar. En el texto arri­
ba citado pone el acento en un sentido vivido de sí mismo do­
tado de “ continuidad” e “ identidad” (o “ similaridad” ). De este
modo, busca una primera explicación en la aplicación de una
teoría filosófica clásica del selfcomo entidad distinta del ser
humano mismo, a la que se puede reconocer una identidad
propia (ego identity), tanto en el sentido de la continuidad como
en el de una semejanza consigo mismo.

17 Erik H. Erikson [1950], Childhood and Society, Nueva York, Norton,


1986, p. 42. [Edición en español: Infancia y sociedad, Buenos Aires, Horme-
Paidós, 1983],

32
Sin embargo, inmediatamente después de este fragmento,
introduce algo totalmente diferente, ya que hace intervenir
en sus pacientes la sensación de haber fracasado, de ser insu­
ficientes con respecto a lo que denomina “ el ideal de un joven
estadounidense” . En prim er lugar, estos jóvenes soldados
que Erikson tenía que tratar estaban desorientados: no conse­
guían tomar decisiones, ponerse a hacer cosas, parecían desam­
parados frente a toda perspectiva futura. Había una suerte de
corte entre su vida anterior al episodio traumático y lo que eran
desde aquel desmoronamiento. Desmoronamiento que Erikson
interpreta en un sentido normativo o idealizador. Durante el
combate estos jóvenes soldados descubrieron que ya no con­
seguían mantener la idea que hasta entonces se habían hecho
de sí mismos.
¿Qué hay de freudiano en todo esto? Erikson mismo cuen­
ta las reacciones matizadas de los psicoanalistas ortodoxos ante
su teoría, empezando por Anna Freud, que había sido su ana­
lista en Viena. Según ella, Erikson se perdía en un acercamien­
to social o sociológico de los conflictos psíquicos, un acerca­
miento que un freudiano no puede sino considerar superficial.
Erikson intentó justificarse a la manera de un historiador,
sugiriendo que los trastornos de los que Freud se había ocu­
pado presuponían un contexto de fin de siglo vienés:

El paciente de hoy sufre ante todo por el hecho de no saber en


qué tendría que creer o lo que tendría que -incluso sería capaz
de- ser o llegar a ser; mientras que el paciente de los comien­
zos del psicoanálisis sufría ante todo en razón de las inhibiciones
que le impedían ser lo que -o aquel que- él sabía, o al menos
creía, que era.18

ÍS íbíd., p. 279.

33
Si Freud no plantea aún el problema de la identidad de sí
(ego identity,), nos dice Erikson, es porque sus pacientes no es­
tán desorientados en absoluto: saben lo que son, incluso saben
quiénes son. No tienen “ problemas de identidad” . Pero sienten
que sus vidas no consiguen conformarse a ideales demasiado
severos. E l contexto es el de una sociedad estable (o incluso
conservadora). E l objetivo de una cura analítica consiste en­
tonces en emancipar al individuo de ideales demasiado exi­
gentes o convenciones sociales demasiado rígidas. Los pacien­
tes de Erikson sufren, en cambio, porque no encuentran el
apoyo que necesitan en ideales y modelos de grupo.
Erikson llega a decir que el problema humano se ha des­
plazado en el lapso que separa la época de Freud de la nuestra
(es decir, la posguerra):

Y de este modo emprendemos la tarea de elaborar la teoría de


las cuestiones de identidad en el momento mismo de la histo­
ria en que estas se han vuelto problemáticas [...]. Por eso la in­
vestigación sobre la identidad se ha convertido en algo tan es­
tratégico como lo era la de la sexualidad en la época de Freud.19

De modo más general, Erikson considera haber comple­


tado la teoría de Freud agregando, a los tres estadios infan­
tiles que este había distinguido, un estadio de la adolescen­
cia. Desde su punto de vista, faltaba a la teoría freudiana
tanto un sentido del ciclo vital (del lado del individuo) como
un sentido del medio social (del lado del contexto). Freud
cree haber tenido en cuenta las interacciones del niño con
su entorno a través de su teoría de las identificaciones infan­
tiles. Sin embargo, escribe Erikson, esta teoría es insuficien­
te cuando se trata de los adolescentes. Llega a escribir: “ a fin

19 ibíd., p. 282.

34
¿e cuentas, la formación de una identidad comienza a partir del
momento en que la identificación deja de ser ú til” .20
Erikson considera, más precisamente, que los discípulos
de Freud, a ejemplo de su maestro, no acordaron un lugar su­
ficiente en lo que respecta a la formación de la personalidad,
a todo lo que le llega a un individuo de su “medio ambiente”21
(Umwelt). En un pasaje en el que (cosa poco frecuente) Erikson
señala un punto débil de la teoría psicoanaiítica, cuestiona su
concepción de la relación entre el individuo y su medio. Los
psicoanalistas hablan de “ mundo exterior” y de “ realidad ob­
jetiva” . No han sabido adoptar la noción de medio ambiente.

La teoría psicoanaiítica suele designar el medio ambiente (en­


torno) como un “ mundo exterior” o un “ mundo objetivo” , lo
que le impide tomar en cuenta su carácter omnipresente {as a
pervasive actuality). Los etólogos alemanes han introducido el
término Umwelt para designar lo que no es solamente un medio
que circunda al individuo, sino también como un medio que
está en él. Y, de hecho, desde el punto de vísta del desarrollo
psicológico, los medioambientes “precedentes” permanecen
para siempre en nosotros. Y, dado que, desde el comienzo de
nuestras vidas, no cesamos de transformar continuamente el
presente en algo que ha precedido, nunca -ni siquiera como los
recién nacidos- nos sucede que tengamos que confrontarnos
con un medio como lo haría alguien que nunca tuvo uno.22

20 Erik H. Erikson, Identity: Youth and Crisis, ob. cít.,p, 159.


21 Sobre la noción de lo que en francés se llama el milieu ambiant [medio
ambiente] (y su traducción en inglés por environment yen alemán por Umwelt),
véase el importante estudio de Leo Spitzer, “Milieu and Ambiance: An Essay
Íri Historical Semantics", en Philosophy and Phenomenological Research, vol. 3,
núm. 1, septiembre de 1942, pp. 1-42, y vol, 3, núm, 2, diciembre de 1942,
pp. 169-218.
22 Erik H. Erikson, Identity: Youth and Crisis, ob. cit., p. 24.

35
E i mundo ambiente no es el mundo “objetivo” (el mundo
exterior a la representación que nos hacemos de éi), pero tam­
poco es una simpie representación (“ subjetiva” ) del mundo real.
Es un medio de vida del sujeto, medio que este se apropia ajus­
tándose a él, de modo que termina por llevarlo dentro de sí
mismo* Lo que explica la idea que Erikson toma en parte de
Gregory Bateson: tener una identidad es llevar dentro de sí
los distintos entornos de la propia historia pasada, y estar
por consiguiente ya orientado en el presente y en el futuro.
El espacio en el cual un individuo se mueve nunca está vacío
y nunca es indiferente. Este espacio cobra sentido en su rela­
ción con los medios precedentes por los cuales el individuo
ha ido pasando y en los cuales se creó un sistema de expecta­
tivas y de destrezas (.skills).
Erikson destaca al respecto que los psicoanalistas freudia-
nos, cuando cuentan historias de casos, siguen el ejemplo de
Freud: toman el recaudo de proteger la vida privada de sus
pacientes cambiando nombres, direcciones, profesiones. Pero
esto vuelve ininteligibles los casos.

La id e n t id a d se g ú n E r ik s o n : u n a n o c ió n
A N T R O P O L Ó G IC A

Entre las fuentes de la noción psicosocial de la identidad fi­


gura la antropología cultural norteamericana. E l propio Erik­
son llevó a cabo trabajos de campo {fieldworks) en dos ocasio­
nes. Estuvo en las reservas aborígenes de Dakota del sur y
luego en la costa del Pacífico. Fue así como llegó a diagnosticar
una “ crisis de identidad” entre ios adolescentes sioux.
¿Cuál es el problema de un adolescente sioux? No se tra­
ta en absoluto de un conflicto interno entre, por un lado, sus
pulsiones y, por el otro, una instancia represiva análoga al su-
peryó. Erikson lo describe como apático, incapaz de movilizar

36
su energía con vistas a un proyecto. Su explicación se apoya
en la educación de este adolescente, una educación marcada
por la dualidad entre dos morales. Según la moral tradicional
de los sioux, un hombre digno de ese nombre tiene que mos­
trarse generoso: en cuanto tiene riquezas debe compartirlas.
En cambio, según la moral de los maestros y las autoridades
de tutela yankees, un hombre digno de ese nombre demuestra
que es moral conduciéndose de manera sobria y racional. Tie­
ne que calcular sus gastos, hacer ahorros, etc. De modo que lo
que se prescribe en el primer sistema de costumbres es conde­
nado por el segundo.
E l adolescente sioux se encuentra como paralizado por el
hecho de haber sido educado, es decir aculturado, en el seno de
dos sistemas heterogéneos: por un lado, se le ha transmitido el
código moral de su pueblo (moral del honor y del gasto); por
el otro, la de los estadounidenses de origen europeo (moral de
la dignidad y la autonomía). Estos dos sistemas se excluyen
mutuamente. La moral de la culpabilidad personal (que habla
a través de la voz de la conciencia moral) y la moral de la ver­
güenza (que habla a través de la voz de la conciencia colectiva)
tironean a los jóvenes sioux en dos direcciones opuestas.
E l aporte de la antropología cultural (norteamericana) a
la teoría de Erikson es decisivo. Agregaría que este aporte se
volvió posible gracias al hecho de que Erikson tuvo, también,
una juventud “ alemana” .23 E l también conoció la prueba del
paso entre la infancia (un sistema de expectativas y de nor­
mas de reconocimiento) y la madurez (otro sistema). ¿Cómo
pasar de uno al otro? E l pasaje no puede ser gradual dado que
el sujeto debe reconfigurar completamente el conjunto de su

23 Véanse, además de sus confidencias, sus notas sobre la versión alemana


del conflicto entre las generaciones en su estudio sobre el caso Hitler (“The
Legend of Hitler’s Childhood”, en Childhood and Society, ob. cit.).

37
representación de lo que él mismo puede pedir a ios otros
y de lo que, como contraparte, los otros pueden pedirle.
La idea es entonces que la crisis adolescente es en realidad
una etapa normal en el ciclo vital del ser humano. Las socie­
dades responden de manera diferente a esta necesidad vital.
Las sociedades tradicionales organizan esta transforma­
ción y le dan una forma pública: someten a ios jóvenes a ritos
de pasaje destinados a hacerlos pasar del estatuto del joven al
del adulto. Las sociedades modernas confían al adolescente
mismo el cuidado de proceder a la reconfiguración de su sis­
tema de orientación. Por eso, en el fondo, no nos sorprende
que el adolescente entre en conflicto con su medio familiar.
Entre nosotros, no es el grupo entero el que toma a cargo la
crisis de identidad; es una prueba que el individuo tiene que
lograr atravesar por sus propios medios.
Entre los elementos biográficos que han podido sensibili­
zar a Erikson al hecho de que una personalidad se desarrolla
dentro de una Umwelt, conviene también subrayar, como lo
hace él mismo, el lugar desempeñado por su experiencia
como inmigrante en los Estados Unidos. Erikson ha consi­
derado, de un modo más amplio, que el siglo x x es la era de
ios movimientos de población: evoca tanto los movimientos
de migración como los de ios refugiados políticos y las personas
expulsadas o desplazadas. Más giobalmente, el cambio social
le impone a cada uno enfrentar un medio ambiente sin cesar
diferente. Erikson formula el siguiente diagnóstico: “ Los pro­
blemas de identidad se vuelven acuciantes cada vez que la
americanización gana terreno” .24

24 Erík H. Erikson, Life History and tke HistoricalM oment, Nueva York,
Norton, 1975, p. 44.

38
La id e n t id a d d e s p u é s d e E rikson

De modo que, cuando hablamos de nuestras identidades en


la actualidad, estamos retomando el término que Erikson
puso en circulación, ¿Somos eriksonianos sin saberlo, enton­
ces? ¿La identidad psicosocial de hoy sigue siendo erikso-
niana? Gleason muestra en su estudio cómo otras nuevas
significaciones se fueron agregando o sustituyendo progre­
sivamente a las globalmente establecidas por el psicoanalista
en un principio.
Gleason distingue, así, tres grandes etapas en la utiliza­
ción del término dentro de las ciencias sociales norteame­
ricanas. La prim era es la de la sociología “ crítica” de los
años cincuenta. En aquel momento, se publica toda una se­
rie de trabajos que estudian la “ sociedad de masas” y la ame­
naza que esta hace pesar sobre el hombre estadounidense.
¿El ideal estadounidense de self-reliance y autonomía es ca­
paz de sobrevivir ai cambio que produce el “ hombre de la
organización” {the organisation man), “ la multitud solitaria”
{the lonely crowd), el consumidor, etcétera?25 E l interés del
término “ identidad” radica en que permite centrar la aten­
ción del sociólogo en el individuo y sus problemas, pero al
mismo tiempo consignar las cuestiones que dicho individuo
les plantea a los cambios de su entorno social. Este in d iv i­
duo extrae la idea que se hace de sí mismo del ideal estadou­
nidense de autosuficiencia (self-reliance), pero es m uy cons-
cíente de que vive en una sociedad de masas que engendra
el conformismo.

25 Gleason menciona en esta oportunidad (“Identifying Identity,.,”, ob.


cit., p. 923) los clásicos de lo que llama la pop sociology de los años cincuenta
(David Riesman, The Lonely Crowd, 1950; William H. Whyte, The Organisation
Man, 1956; Vanee Packard, The Status Seekers, 1959).

39
Sigue luego la etapa de los “rebeldes sin causa” y a conti­
nuación las revueltas de la juventud universitaria en los cam­
pus estadounidenses, hacia finales de los años sesenta. Estas
revueltas confirieron una nueva actualidad a las ideas de
Erikson, porque se las podía interpretar sin dificultad a tra­
vés de un esquema que actualizaba la crisis de identidad
como “ crisis generacional” , o conflicto de los hijos con los
padres y las hijas con sus madres.
Finalmente, en la tercera etapa que distingue Gleason, la
palabra “ identidad” entra en el vocabulario de los militantes
políticos que reclaman derechos cívicos para las “ minorías” .
Aparecen así los m ovimientos que encontrarán en parte su
expresión teórica en las ideas del m ulticulturalismo y de la
lucha por el reconocimiento (lo que debe entenderse entonces
como reconocimiento de la identidad minoritaria por parte
de la sociedad global).
Sin embargo, explica Gleason, el hecho importante es
que a partir de los años sesenta las ciencias sociales nortea­
mericanas empezaron a tomar la palabra en una nueva acep­
ción, opuesta incluso a la de Erikson. E l término identity
tiende a reemplazar el término self. Gleason subraya el papel
desempeñado por la escuela sociológica conocida bajo el
nombre de “ interaccionismo sim bólico” . En 19 6 3, en su li­
bro Stigma, Erving Goffman comienza a hablar de identidad
allí donde se hablaba hasta entonces de el “ sí m ism o” (the
selj).1(> La palabra “ identidad” tiende a designar a partir de
entonces una etiqueta social que los otros aplican al ind ivi­
duo en función de su rol o de su posición social, etiqueta que26

26 Philip Gleason, “Identifying Identity.. ob. cit., pp. 917 y 918 (remite
a Erving Goffman, Stigma: Notes on the management oj Spoiled Identity, Nueva
Jersey, Prentice Hall Inc., 1963 [edición en español: Estigma: la identidad
deteriorada , Buenos Aires, Amorrortu, 2006]).

40
dicho individuo puede transformar en una “ identidad” si la
retoma para sí, pero cuyo contenido tiene que negociar en
una interacción con los demás.
La sociología llamada interaccionista es en realidad una
psicología social que se dota de un modelo dramatúrgico de
la vida en sociedad. En nuestra vida interpretamos roles unos
frente a otros. Desde el punto de vista de nuestras interaccio­
nes, hay dos aspectos de este juego que es necesario consi­
derar: la definición del rol (dicho de otro modo, lo que los
demás esperan de nosotros), el grado de convicción con el
que creemos desempeñarlo (dicho de otro modo, la dimensión
de identificación del actor con su papel). La psicología social
se encuentra así con uno de los temas de la filosofía existen­
cia!: todo rol que desempeñamos pone en juego una coacción
sobre el individuo y ofrece un ángulo para el control que los
demás pueden ejercer sobre todos sus movimientos, pero el
individuo puede recobrar una parte de su libertad mostran­
do su desapego al cumplimiento de sus tareas, como el céle­
bre mozo de café que Jean-Paul Sartre puso en escena. E l
mozo exagera; en cierto sentido, actúa su propio personaje
social y a través de ello muestra que no se deja engañar. Su
identidad es irónica.
En esta nueva acepción del término, algo ha desapareci­
do: lo que Erikson llamaba identidad colectiva, group identity,
el etkos o los ideales del grupo de los cuales el individuo, du­
rante la adolescencia, debía extraer una definición de sí mis­
mo. De hecho, concluye Gleason, las ciencias sociales u tili­
zan desde entonces el término “ identidad” en dos acepciones
incompatibles.
Si tomamos el término en el sentido de Erikson, la iden­
tidad es una configuración (Gestalt) de la personalidad que el
individuo humano debe construir a lo largo de toda la vida,
pero principalmente en el momento de entrada a la vida adul­
ta., en el sentido de entrada a una vida adulta y responsable.

41
E l trabajo de construcción de la identidad es un esfuerzo de
integración de sí mismo que debe llevar a una justa relación
del individuo con su medio. Para Erikson, el problema del
adolescente es llegar a desarrollar una y una única identidad,
condición de una buena inserción en su grupo, que le procura
el sostén de su ethos, de sus ideales colectivos. La fragmenta­
ción de su identidad sería patológica, sería en buena medida
equivalente a esos desdoblamientos de la personalidad des­
criptos por la psiquiatría decimonónica.
Si tomamos el término en su sentido interaccionista, en
cambio, una “ identidad” se asemeja más bien a un papel o a
un personaje que el individuo tiene que saber desempeñar en
la escena social, pero también saber abandonar para pasar a
otra cosa. Quedarse obstinadamente fijado a tal o cual papel
o persona equivaldría a mostrarse rígido, inapto para la vida
social, que impone un permanente deslizamiento de un inter­
locutor a otro, de un rol a otro. Por consiguiente, sería torpe,
e incluso patológico, no tener más que una sola identidad para
todas las situaciones de la vida.
Así, ateniéndonos a la primera significación, la pluralidad
de las identidades sería un fenómeno patológico, fuente de
“ confusión” y desorientación, mientras que si adoptamos la
segunda significación, esta pluralidad sería un hecho trivial,
y en cambio el apego a una sola definición de sí será lo que
marque la incapacidad de un individuo para la vida en común.
¿Qué conclusiones saca Gleason de su “ semántica históri­
ca” ? Constata que las ciencias sociales toman el término en
dos sentidos opuestos (por lo menos). Nos dice que hay que
elegir uno u otro, pero no cuál elegir. De hecho, su conclusión
es más que reservada, dado que escribe:

A medida que la identidad fue tendiendo a transformarse pro­


gresivamente en un cliché, su significación se fue volviendo
más difusa, lo que favoreció un uso cada vez más relajado e

42
irresponsable. El resultado desolador es que una buena parte
de lo que intenta hacerse pasar por una discusión sobre la iden­
tidad no es mucho más que una prodigiosa incoherencia.27

¿Hay que hablar o no de una “ identidad estadounidense” ?


¿Si lo hacemos, será en el sentido de Erikson o en el sentido
de Goffman? Nuestro propósito era explicar el término en su
uso psicosocial. La dificultad de explicar este uso permanece
intacta, pero nuestro objetivo se ha ido precisando: tenemos
que explicar por qué prevaleció el término “ identidad” para
explicar esos malestares que calificamos de identitarios, sugi­
riendo ya una analogía con la crisis de adolescencia y otras
formas de desorientación, ya un desorden de las interacciones
y del reconocimiento entre las personas.

U n a c u e s t ió n d e l e n g u a je

De acuerdo con el análisis de Gleason, la palabra “ identidad”


era portadora, inicialmente, de una promesa: la de “ dilucidar”
el lazo conceptual entre los dos elementos del problema que
les plantea a los estadounidenses su ideología individualista.
Estos dos elementos son, por un lado, la afirmación del indi­
viduo y de su capacidad para arreglárselas solo {self-reliance) y,
por otro lado, el hecho mismo de la vida social. Para cada
quien, el problema pasa por conciliar la idea que tiene de sí
mismo como individuo responsable con su experiencia hu­
mana de la dependencia social. Lo que se trata de tomar en
cuenta con la noción de reconocimiento es menos una depen­
dencia material, por otra parte, que una dependencia moral
y psicológica. Que exista una demanda de reconocimiento 17

17 Philip Gleason, ibíd., p. 931.

43
quiere decir que, para el propio individuo, la autoestima que­
da sometida a la estima de los otros, de quienes lo rodean.
Sin embargo, un enigma subsiste: ¿qué viene a hacer la
noción de identidad dentro de una psicología moral de las
condiciones del orgullo personal o de la formación del carác­
ter? ¿Por qué se dice actualmente “ identidad” y no, depen­
diendo de cada caso, “ carácter” , “ personalidad” , “ posición
social” , “ pertenencias y culturas comunes” , “ ideales funda­
dores” , etcétera? Tenemos que superar, respecto de este pun­
to, una dificultad ligada al lenguaje. La historia del término
“ identidad” en los usos que tuvo en las ciencias sociales deja
ver una gran confusión: en primer lugar, la palabra se impuso
sin que se la hubiera definido, rigurosamente hablando; lue­
go, como lo ha mostrado Gleason, la palabra fue definida en
direcciones opuestas, lo que fue vector de incoherencia en los
debates de las ciencias humanas.
¿Cómo se pasa de la identidad en el sentido de lo idéntico a
la identidad en el sentido de lo identitario? Lo primero que hay
que reconocer es que estamos aquí frente a dos usos que pue­
den calificarse, respectivamente, de uso elemental y uso moral
Hablo de un uso elemental de la palabra “ identidad” cuan­
do se la utiliza como una “ palabra prim itiva” , en el sentido
de Pascal. Recordemos que Pascal afirma que el verbo “ ser”
es una palabra prim itiva y por consiguiente imposible de de­
finir a través de otras palabras, dado que toda definición con­
cebible debería utilizarla para rem itir el definiens al definien­
dum., la explicación verbal a la palabra que tiene que explicar.
Otro tanto puede decirse de la palabra “ identidad” . También
en este caso suponemos de antemano que, para poder atri­
buirle una definición, cualquiera sea, nuestro interlocutor
comprende la palabra. Hablo de un empleo elemental del tér­
mino cuando se trata de la “ identidad” en el sentido de ese
concepto primitivo que nos permite, hablando por ejemplo de
la persona que acaba de entrar, formular con respecto a ella

44
una aserción de identidad del tipo “ Es Fulano de T al” . Dicho
de otro modo: ese hombre que acaba de entrar no es otro que
el que lleva tal nombre propio.
Como hemos visto, un nuevo uso se ha desarrollado a par­
tir de los años sesenta. De hecho, no nos desconcierta que al­
guien nos diga: hablar tal o cual lengua, ejercer tal o cual ofi­
cio, exhibir tal o cual pertenencia religiosa, forma parte de mi
identidad. Pensemos lo que pensemos de su reclamo, lo en­
tendemos aun cuando no emplee el sustantivo “ identidad”
para producir aserciones de identidad, sino para explicar
cómo esos diversos atributos (hablar tal lengua, ejercer tal
oficio, etc.) forman parte de la concepción que se hace de sí
mismo y hasta qué punto se sentiría disminuido, incluso des­
truido, si tuviera que renunciar a ella. E l nuevo uso concier­
ne entonces a la psicología moral: tomada en este nuevo sen­
tido, la identidad es un asunto de orgullo, de amor propio, de
afirmación de sí a partir de una idea de sí mismo, cuyo respeto
y reconocimiento por parte de los demás se exige. Es posible
entonces calificarla de identidad moral para distinguirla de la
identidad en sentido elemental.
Estos dos usos son distintos y, sin embargo, se supone que
comprendemos el segundo gracias a un paradigma que actua­
liza el primero: el modelo de la presentación de sí, el de alguien
que declina su identidad enumerando su apellido, nombre y se­
ñas particulares. E n tai tipo de presentación de sí, se trata de
hacer saber y eventualmente establecer que este pasajero que
se presenta ante el control es el señor Am artya Sen, y luego
que el señor Sen es la misma persona que el Master ofTrinity
College. Se trata entonces de la identidad en el sentido de lo
que vuelve identificable a un individuo. La identidad se en­
tiende aquí en el sentido elemental de la palabra primitiva,
Pero no se trata de esto, manifiestamente, cuando se nos
habla de una persona que entiende defender su identidad. Y
cuando se llega a hablar del barrio de San Lorenzo, que ha

45
conseguido, para gran beneplácito de sus habitantes, conser­
var su identidad, la distancia entre las dos concepciones de lo
que es una identidad se vuelve flagrante. Por un lado, nom­
bramos el barrio del que queremos hablar: tiene un nombre,
es el barrio San Lorenzo de la ciudad de Rom a; sabemos
identificarlo. Por otra parte, nos felicitamos por el hecho de
que ese barrio haya conservado su identidad. Habría podido
perderla, como sucedió con tantos otros.
Nuestra dificultad proviene del hecho de que debemos
entender el lenguaje de la identidad moral a partir del lengua­
je de la identidad en su sentido elemental, mientras que las
dos significaciones son lógicamente distintas.
E l paradigma que debe guiarnos es el de la presentación
de sí, en el sentido elemental: alguien se identifica diciendo
“ Soy Fulano de T al” . Ahora bien, este paradigma correspon­
de al de una pregunta que se quiere tajante: ¿quién es?, dicho de
otro modo, ¿quién debe estar ahí frente a nosotros para que sea
él quien ha sido nombrado, y no otro cualquiera? Ante una
cuestión tajante de esta naturaleza, hace falta una respuesta
tajante. E n una reunión, alguien que yo no conozco toma
la palabra y pronuncia un discurso que me impacta. Le pre­
gunto a mi vecino: “ ¿Quién es? ” . Si mí vecino conoce la iden­
tidad del orador, me lo nombra y tal vez agregue algunos de­
talles sobre su biografía y su posición entre nosotros. Una vez
que conozco la identidad de ese hombre, puedo preguntarme
si no es alguien del que yo ya había escuchado hablar. Me
hago la pregunta: “ ¿Es el mismo hombre o es otro? ” . No hay
más que dos respuestas aceptables: o bien es él, o bien no es él.
Solamente se puede responder por sí o por no. Pero si esta per­
sona que está delante de nosotros se parece mucho a la que bus­
camos, esto no basta para decir que es casi la misma, o que es
ella a medias. E incluso si la persona que volvemos a encontrar
tras una separación solo se parece remotamente a la que conoci­
mos, eso no impide que sea la misma.

46
Ahora bien, queremos dar una respuesta matizada a la nue­
va cuestión de la identidad, una respuesta que no le imponga
ai sujeto definirse exclusivamente a través de uno de sus atri­
butos. Tener una identidad, se nos ha explicado, es ser uno mis­
mo a tal o cual condición. Si estas condiciones no se cumplen, el
individuo no tiene el sentido de su identidad, lo que parece
querer decir que se siente extranjero a sí mismo, desposeído o
desapropiado de sí mismo, alienado.
Pero con toda seguridad las condiciones planteadas pue­
den serlo de manera más o menos firme y puede ser más o
menos satisfechas. Por lo tanto, ser uno mismo se convierte en
un asunto de grados. Hay que agregar un adverbio de inten­
sidad, como los que sirven para matizar la expresión de un
sentimiento: un poco, mucho, apasionadamente, hasta la locura,
en absoluto. A cada instante, un individuo es m aso menos él
mismo, porque puede serlo un poco, mucho, apasionadamente,
y así sucesivamente, lo que permite concebir la posibilidad
del uso clínico de la noción de identidad con vistas a calificar
estados patológicos de la persona, ya sea en razón de una pér­
dida de identidad, ya sea por un exceso en su voluntad de ser
ella misma.
Podemos recordar aquí a Rousseau, quien decía lo feliz
que era cuando podía viajar caminando solo y a pie: “ Nunca
he pensado tanto, existido tanto, vivido tanto, nunca he sido
hasta tal punto yo mismo, si es posible decirlo así, que en los
viajes que he hecho solo y a pie” .2S Nunca he sido hasta talpun­
to yo mismo: esta observación supone que un individuo pueda
ser y sentirse más o menos él mismo. Existen grados en el sen­
timiento de sí.28

28 ¡ean-Jacques Rousseau, Les Confessioris, Libro iv, en (Euvres completes,


r, i, París, Gallimard, Biblíotbéque de la Pléiade, 1959, p. 162. [Edición en
español: Las confesiones, Madrid, Alianza, 1997],

47
La consecuencia es que el lenguaje de la identidad en sen­
tido moral parece incoherente. Si la identidad en sentido mo­
ral consiste en tal o cual condición que el individuo debe
cumplir para tener la sensación de ser él mismo, entonces esta
definición de sí será inevitablemente compuesta. Tendrá que
mencionar, como lo hacía Am artya Sen, toda clase de cosas
que cuentan para uno (en grados diversos, lo que explica el
carácter intensivo de la identidad moral). La identidad tendrá
que ser compuesta. De modo que la identidad en sentido moral
tiene que ser llamada plural. Como escribía Sen, “ identities are
robustly plural” .
Sí, pero nos topamos aquí con el obstáculo del lenguaje,
porque el paradigma que ha sido dado para introducir ese
sentido moral de la palabra “ identidad” es el de la pregunta
“ ¿Quién so y ?” , el de la presentación. Sin embargo, este pa­
radigma no permite darle sentido a la expresión “ identidad
p lu ral” . La idea misma de una identidad plural parece en­
tonces incoherente.
¿Cómo la identidad podría ser plural? Podría serlo de dos
maneras: por una sucesión de las identidades que el indivi­
duo declara cuando se presenta a los demás (a la manera de
una sucesión de roles para un mismo actor) o por una distin­
ción de los aspectos simultáneos de la propia persona. V oy a
considerar uno a uno estos dos casos.

La id e n t id a d p l u r a l

De todos lados se nos invita a concebir nuestras “ identidades”


bajo el ángulo de una diversidad con nosotros mismos. Mi iden­
tidad en sentido moral es ineluctablemente plural. Cada una de
las identidades que componen mi descripción solo corresponde
a una parte de mi persona. M i identidad, se podría agregar, es
incluso dos veces plural. Lo es en todo momento, porque nunca

48
soy irreductible a una única cualidad. Lo es en la duración,
porque no quedo fijado (felizmente) a un único personaje.
A l hablar de “ identidad p lu ral” , sin embargo, damos a
entender que ya hemos encontrado la solución ai problema
planteado. No es en absoluto el caso, en realidad: por su mis­
ma combinación, las palabras “ identidad plural” solo se lim i­
tan a plantear el problema de que se trata de un único y mis­
mo individuo al que se le pide que exista de un “ modo plural” .
¿Pero cómo una única persona puede realizar el prodigio de
vivir y existir como si no fuera solamente ella misma, sino
otras personas más?
La lengua actual permite invocar lo que se llama “ la iden­
tidad propia” para explicar que queda totalmente excluido
que uno haga tal cosa o que se dispone a hacerlo. Decimos en­
tonces: “ No puedo hacer lo que usted me pide, iría en contra
de mi identidad” . Aquí mi “ identidad de X ” explica por qué
me conduzco como lo hago: actúo en tanto que X y por consi­
guiente como un X. Estos “ en tanto que X ” y “ como un X ” son
“ etiquetas” que anuncian el sentido de nuestras acciones.
Hay más de una etiqueta, por supuesto, que puedo men­
cionar para explicarme. Por lo tanto, tengo que poder invo­
car varias “ identidades” . De la misma manera que puedo
tener varios pasaportes sí tengo varias nacionalidades, varias
tarjetas de visita que anuncien mis actividades habituales.
Una identidad moral sería como una tarjeta de visita que da
a conocer a aquella de entre mis cualidades que me interesa
mencionar en tal o cual contexto.
Sin embargo, esta pluralidad de tarjetas puede fácilmente
dar lugar a conflictos. Hay que combinar una pluralidad se­
mejante con el hecho de que presentan todos los servicios de
un único y mismo individuo. Cabe recordar la escena de E l Avaro
en la cual M oliere muestra a Harpagón dando órdenes a
maese Jacques, que se desempeña a la vez como cochero y
como cocinero:

49
maese jacques : ¿Es a vuestro cochero, señor, o bien a vuestro
cocinero, a quien queréis hablar? Porque soy tanto uno como
el otro.
harpagón : A ambos.
maese jacques : ¿Pero a cuál de los dos primero?
harpagón : Al cocinero.
m aese jacq ues : Un momento, entonces, por favor. {Maese
Jacques se quita la casaca de cocheroy aparece vestido de cocinero.)29

Como desempeña dos funciones, maese Jacques tiene dos


“ identidades profesionales” , como podría decirse en la actua­
lidad, porque cada una de estas funciones lo absorbe entera­
mente cuando se entrega a ella y esto es precisamente lo que
quiere hacerle entender a Harpagón. Al revestir su traje de coci­
nero, maese Jacqiies entra en supapel Asume sus cargas, sus debe­
res y sus cuidados. Este juego escénico muestra que las dos fun­
ciones de cochero y cocinero son excluyentes, que no se las
puede ejercer simultáneamente. Gracias a su pequeña manio­
bra, maese Jacques quiere significar que no puede multiplicarse:
las órdenes que recibe el cochero no conciernen al cocinero.
Podría decirse que Harpagón hubiera querido tener a su
servicio un empleado plural, pero que maese Jacques le hace
notar que esta pluralidad tiene que adaptarse al dato de la
individuación humana. Sin dudas, nada impide decir que
maese Jacques tiene una identidad profesional plural. Pero
esto quiere decir únicamente que maese Jacques está sobre­
cargado de trabajo, que el tiempo del cochero se le quita al
tiempo del cocinero. Esto no quiere decir que el mismo hom­
bre puede ejercer simultáneamente las dos funciones, porque
eso le exigiría tener dos cuerpos. Si fuera posible, Harpagón
podría dirigirse simultáneamente al cochero y al cocinero y

Moliere, El Avaro, m, i.

50
dirigirse entonces a un empleado revestido al mismo tiempo
de dos trajes. La identidad plural se reduce aquí a una simple
suma de las dos funciones, sin más principio de composición
que la persona de maese Jacques.
¿Puede concebirse una “ identidad plural” compuesta de
elementos distintos X e Y, identidad cuya pluralidad permi­
tiría a quien la posee presentarse simultáneamente como un
X y como un Y ? Parece ser que la condición es que pueda
distinguir lo que hace en tanto X de lo que hace en tanto Y La
pluralidad de la identidad sería de tipo reduplicativo, como
dicen los lógicos.
Ernst Kantorowicz, en su libro sobre ios dos cuerpos del
rey, cita un excelente ejemplo de este tipo de razonamiento."
Se trata de un obispo francés del Medioevo que reconocía es­
tar casado, pero que afirmaba cumplir perfectamente, en tan­
to obispo, con su voto de celibato, ya que era en tanto barón que
estaba casado. Este personaje, explica Kantorowicz, hacía un
uso abusivo de la teoría medieval que asignaba a ciertos indi­
viduos una persona mixta, es decir, una doble capacidad, una
temporal y la otra espiritual. Esta teoría de la “ persona plu­
ral” , como podría traducirse la expresión, anticipaba la teoría
de la persona duplex, dicho de otro modo, la idea según la cual
un monarca posee dos cuerpos, uno natural y mortal, el otro
político e inmortal.
Se ve aquí, por lo tanto, el razonamiento por medio del
cual nuestro barón obispo pretendía defenderse. Como barón,
príncipe secular, tiene el deber de asegurar una descendencia
legítima. Como obispo, tiene el deber de mantenerse célibe.30

30 Ernst Kantorowicz, The King’s Two Bodies: A Study in M edieval Political


Theology, Princeton, Princeton University Press, 1981, p. 43. (Edición en es­
pañol: Los dos cuerpos d el rey, Un estudio de teología política m edieval, Madrid,
Altai, 2012],

51
¿Cómo un único y mismo hombre puede cumplir con estas
dos obligaciones? Nuestro barón obispo cree poder justificar­
se apelando a una técnica lógica - la de la proposición redu-
plicativa- para compartimentar sus actividades. La teoría de la
persona mixta permite, en efecto, distinguir dos capacidades:
lo que alguien puede hacer en tanto obispo tiene que ser distin­
guido de lo que puede hacer en tanto barón, e inversamente.
Sucede aquí, podría decirse, como en el caso de la persona que
fuera a la vez profesor de Derecho y psicoanalista: en su pri­
mera función, puede otorgar grados universitarios, mientras
que en la segunda puede recibir a sus clientes en el diván.
Supongamos que nuestro hombre célibe en tanto obispo,
aunque casado en tanto barón, hubiera tenido a su disposi­
ción nuestro lenguaje identitario y lo hubiera utilizado para
presentar su defensa. Habría podido decir: “ Como todos us­
tedes, soy un hombre plural, tengo muchas identidades, soy
ya plenamente obispo, totalmente a cargo de mi diócesis, ya
plenamente barón, totalmente apegado al bienestar de m i
baronía. Sería reductor querer asignarle a alguien una sola
identidad” .
Esta defensa sería, por supuesto, sofista. Ninguna teoría
de la identidad plural puede hacer que el obispo no esté casado
con la mujer del barón. La razón es que un obispo es un hom­
bre revestido de la dignidad de obispo, mientras que un barón
es un hombre que posee una baronía. Si se trata, por lo tanto,
del mismo hombre, la dama no puede convertirse en baronesa
casándose con el barón, sin casarse por ese mismo acto, ade­
más, con el obispo que ese barón ha resultado ser. Para que
la reduplicación llegue a compartimentar a los personajes,
a m antenerlos separados unos de otros como otras tantas
entidades distintas, habría que deshacer la identidad que el
hombre portador de todos esos personajes tiene gracias a su
individuación. Así, detrás de la identidad llam ada plural,
encontram os la identidad -co n todos sus requ isitos- del

52
individuo humano que se enorgullece de poder ocupar todos
esos lugares en la sociedad fragmentando de algún modo la
responsabilidad que tiene de sus propios actos.
El discurso de la identidad plural quiere procurar la paz y
la tolerancia entre ios hombres. En resumidas cuentas, nos dice
esto: aceptaremos más fácilmente que los demás sean diferen­
tes de nosotros si nos damos cuenta de que en el fondo cada
uno ya es diferente de sí mismo según las circunstancias y las
ocasiones. Sin embargo, este discurso corre el riesgo de produ­
cir el efecto opuesto. Es la palabra “ identidad” , en efecto, la
que utilizamos para resaltar la diversidad de los seres huma-
nos, pero esta palabra no puede dejar de remitir a cada uno a
su individuación, a lo que le asigna una sola y única vida.
Este discurso parece querer comunicarnos el siguiente
mensaje: nos resulta posible vivir con serenidad en un mundo
complejo porque nos parece normal el hecho de ser nosotros
mismos criaturas complejas, ocupados en varios frentes, yen­
do hacia varias direcciones, persiguiendo nuestros objetivos.
No tendríamos que representarnos los cambios de nuestro en­
torno vital como una amenaza sino como un signo de vida.
Podemos responder a estos cambios a través de una nueva di­
versificación de nuestros intereses y nuestros vínculos.
Sí, pero hemos utilizado la palabra “ identidad” , así que es
un mensaje m uy diferente el que aparece. Es como si el dis­
curso patente se borrara frente al discurso latente. E l discurso
patente invita a no preocuparse. Sin embargo, al escuchar el
discurso de la identidad plural, cada uno escucha el anuncio
de su propia desaparición. Porque todo el mundo sabe perti­
nentemente lo que significa para el individuo conservar su
identidad de individuo. Lo que significa: seguir siendo el in­
dividuo que es y seguir vivo, entonces. Si me dicen que mi
identidad va a cambiar mañana, ¿cómo no entender que yo,
este individuo, debo dejarle el lugar a otro individuo, debo
dejarlo reemplazarme?

53
Y cuando pluraliza nuestra identidad colectiva, el discur­
so de la identidad plural cree que nos dirige palabras tran­
quilizadoras: usted vive en una identidad cuya identidad es
“plural” ; vive, por lo tanto, en un país que ya es una plurali­
dad de países. Esta identidad está viva a cada instante, es de­
cir que a cada instante este país se está transformando en otro
país. Sin embargo, ¿qué es lo que este discurso da a entender
realmente? Otro país quiere decir un país extranjero. Lo que
el discurso dice, en realidad, es: a cada instante su país ya ha
dejado de ser su país, sean cuales sean los esfuerzos que usted
haga para adaptarse al cambio que se está produciendo a su
alrededor. Y la inquietud del público no hará más que acen­
tuarse si el discurso de la identidad plural se prolonga en una
denuncia de la ilusión de una identidad constante, porque el
público escuchará lo siguiente, entonces: la idea misma de un
país idéntico a sí mismo es una ilusión, lo que quiere decir que
en realidad usted nunca perteneció a un país que haya sido
más de un instante el mismo país.
Hablando de una identidad siempre plural, se presenta
entonces como solución al problema que se nos planteaba lo
que es precisamente, en realidad, el enunciado del problema
mismo.
Se supone que la pluralidad identitaria es la solución al pe­
ligro de una identificación fanática. Si alguien deja de imagi­
narse que en realidad solo tiene una única identidad “ enten­
diendo por ello la satisfacción y la confianza en sí mismo que
siente ante la idea de formar parte del grupo al cual está vin­
culado- entonces se sentirá menos propenso a ser intolerante.
Lo que explica esas invitaciones a interiorizar la diversidad del
mundo: una única identidad equivale al fanatismo o al inte-
grismo; muchas identidades es el comienzo del liberalismo.
Sin embargo, la palabra “ identidad” ha sido explicada a
través de la pregunta “ ¿Quién so y ?” , dicho de otro modo,
“ ¿Quién soy, yo, este in d ivid u o?” . No puede separarse del

54
sentido que cada uno puede tener de su existencia como ser
individuado. Por lo tanto, la pluralidad de identidades es pre­
cisamente la dificultad que hay que superar.
A primera vista, no hay más que dos posibilidades. Si la
palabra “ identidad” tomada en sentido moral sigue querien­
do decir identidad, invitarm e a tener una identidad plural
es como invitar a un círculo a convertirse en cuadrado. Y si
“ identidad” en sentido moral no quiere decir identidad, en­
tonces ¿por qué seguir utilizando esta palabra?
En resumidas cuentas, todas las razones que invocamos
para decir que es importante pluralizar la noción de identidad
y no atribuirla a cada uno sino en plural constituyen a prime­
ra vista otras tantas razones para evitar utilizar el término
“ identidad” en su acepción psicosocial.
E vitar este término es lo que proponen ciertos autores
que criticaron la identidad plural como una falsa solución,
un compromiso imposible entre dos exigencias teóricas. En un
vigoroso artículo,31 Rogers Brubaker y Frederick Cooper -el
primero, sociólogo; el segundo, historiador- cuestionaron
lo que llaman con sorna el “ habla identidad” (como podría
traducirse identity talk).
Los autores describen el malestar del teórico contempo­
ráneo de las identidades: es el de todos los letrados que se ven
llevados a adoptar una doctrina de la doble verdad. La pala­
bra verdad está presente, en efecto, en dos tipos de discurso,
puesto que figura a la vez en el vocabulario de actores y mi­
litantes (que la utilizan a la vez con fines de crítica social o

31 Rogers Brubaker y Frederick Cooper, “Au-delá de 1’identi té”, en Actes


de la Recherche en Sciences Sociales, Editions du Seuii, núm. '139, 2001, pp. 66-
85 (“Beyond Identity”, en Theory andSociety, vok 29, núm. 1, 2000, pp. 1-47).
(Edición en español: “Más allá de la identidad”, en Apuntes de investigación del
CBCyP, año v, núm, 7,2001].

55
política), y en ei de los investigadores (que la utilizan con fines
de análisis). Ahora bien, si uno se somete a una norma única de
verdad, hay un conflicto inevitable entre los dos empleos.
En el discurso militante, la palabra “ identidad” se toma
en su fuerza “ reificante” como dicen los autores. Se puede
entender de este modo: tener una identidad es existir real­
mente, Todas las mañanas apoyo el pie en el mismo suelo de
mi habitación: es el mismo suelo porque persiste en la exis­
tencia (hasta el día de su destrucción, fecha en la cual dejará
de ser el mismo suelo por el simple hecho de que dejará de
ser un suelo). Lo mismo sucede con el grupo por el cual el
militante intenta movilizar a la gente. Para poder preocupar­
se por el hecho de que un grupo haya sido maltratado, explo­
tado, oprim ido, hum illado, hay que poder representárselo
como un grupo dotado de una realidad histórica. Concebirlo
en su identidad, es concebirlo como algo que existe realmen­
te. Por consiguiente, el discurso militante no puede dejar de
tomar el término “ identidad” en su carácter reificante, que
se adecúa, en resumen, al significado de la palabra tomada en
su acepción elemental (y la que adopta la filosofía cuando se
ocupa de las condiciones de identificación de las cosas),
¿Cómo se podría m ovilizar a la gente (apelando a sus senti­
mientos de solidaridad y pertenencia) por grupos presentados
como irreales?
En el análisis erudito que practica la sociología crítica, en
cambio, domina por el contrario el constructivismo: como si
todo investigador en ciencias sociales dignas de ese nombre
tuviera que ser “ constructivista” para ser respetable. Desde el
punto de vista de una sociología crítica, se dirá que no hay
realmente grupos dotados de una identidad. Sería “ reifican-
te” . Lo que realmente existe son personas que tienen la idea
de pertenecer a grupos reales cuya identidad comparten.
Evidentemente, hay una incompatibilidad entre estas dos
actitudes (una, “ ingenuamente realista” , como dicen los autores;

56
la otra, sofisticada y “ crítica” , es decir, capaz de reducir las rea­
lidades invocadas por los actores a “ construcciones sociales” ).
¿Cómo conciliar las dos? Brubaker y Cooper denuncian la fal­
sa solución del “ constructivismo sofl\ Como toda doctrina de
la doble verdad, esta teoría es incoherente. Los autores mues­
tran con brío cómo esta incoherencia se revela en el estilo
mismo de las exposiciones por la frecuencia de estereotipos
del tipo sí a la identidad, pero a condición de que sea fluida,
múltiple, cambiante, constantemente objeto de debate, es decir,
totalmente edulcorada.
Las concepciones débiles o blandas de la identidad van
acompañadas habitualmente de calificativos que indican que
la identidad es múltiple, inestable, fluyente, contingente, frag­
mentada, construida, negociada, etc. Estos calificativos se han
vuelto tan familiares en estos últimos años -por no decir obli­
gatorios- que su lectura y su escritura son casi del orden del
automatismo.32
Brubaker y Cooper se burlan de este lenguaje. Le repro­
chan con razón que se trata de una verborragia. Proponen que
renunciemos al identity talk.
¿Pero a qué hay que renunciar?¿Solam ente a la identi­
dad que no identifica o que, si lo hace, solo lo hace un poco?
¿O es a toda identidad? En realidad, la crítica de Brubaker
y Cooper no apunta únicamente a la identidad moral, que
se caracteriza como fluyente, fragmentada, construida, ne­
gociada y así sucesivamente. Si seguimos a ios autores hasta
el final, es el concepto m ism o de identidad tomado en su
sentido elemental lo que habría que criticar. Este concepto
no tendría cabida en las ciencias sociales. Solo se tendría que
hablar de identidad en los ámbitos en ios que se trata de una
realidad homogénea, invariable, insensible a su contexto,

32 Ibíd., p. 73.

57
desprovista de tensiones internas e incluso de composición.
Y si así fuera, no habría cabida en las ciencias humanas para
el concepto de identidad, porque buscar identidad en los
asuntos humanos equivaldría a negar toda historicidad y
toda diversidad antropológicas.
Ante una proposición semejante de eliminar no solamen­
te el lenguaje de lo identitario, sino también el de lo idéntico
cuando describimos fenómenos históricos o transformaciones
culturales, no podemos más que repetir, junto con Amartya
Sen: “ La identidad puede volverse un asunto complicado” .
Nuestra tarea queda de este modo enteramente fijada.
Nuestro problema de lenguaje es un problema filosófico.
Nos parece, en efecto, que el lenguaje común que necesi­
tamos utilizar nos lleva a decir cosas que no queremos decir. Una
situación semejante exige un tratamiento filosófico.
Es el caso, en primer lugar, de la identidad en el sentido de
la psicología moral. Pero también es el de la identidad en el
sentido elemental de lo idéntico. Querríamos efectivamente
poder hablar de la misma persona, para contar, por ejemplo,
su historia, sin sobrentender que esa persona no ha tenido en
realidad una historia, que nada de lo que le ha sucedido o de
lo que ha hecho la ha transformado. Y del mismo modo, que­
rríamos poder hablar de un mismo grupo. Pero, justamente, si
damos fe a nuestros dos críticos, el concepto de identidad es
fundamentalmente “ reificante” , no puede ser aplicado a una
realidad sin inm ovilizarla u homogeneizarla. Y esto no es
ciertamente lo que queremos decir.
Que el lenguaje me haga decir lo que no quiero decir, o que
me impida decir lo que quiero decir, es una dificultad propia­
mente filosófica. Este fenómeno ha sido estudiado por A ris­
tóteles bajo el nombre de “ refutación sofística” : designa el he­
cho de arrojarse por sí mismo, por la manera misma en que se
expresa el pensamiento, a una trampa que permitía que ios
sofistas lo hicieran contradecirse a sí mismo o acorralarlo en

58

ia verborragia. Esto es exactamente lo que nos sucede: ai ha­


blar de identidad plural, nos exponemos a decir solo cosas in­
consistentes, y un sofista podría fácilmente hacernos caer en
la contradicción, ya que no habremos conseguido darles a los
individuos ni una identidad ni varias identidades.
Tenemos que prepararnos entonces para evitar las “ refu­
taciones sofísticas” a las que corremos el riesgo de exponer­
nos por nuestra manera de hablar de la identidad. ¿Cómo
proceder?
Necesitamos reaprender el idioma identitario. Hacer como
si nunca lo hubiéramos utilizado hasta ahora, o por lo menos
como si nunca lo hubiéramos comprendido verdaderamente.
Tenemos que reaprenderlo partiendo de una comprensión co­
rrecta del paradigma que nos ha sido dado: la presentación de
sí en respuesta a la pregunta “ ¿Quién es usted?” o, en plural,
“ ¿Quiénes somos?” .
Ahora bien, no solamente el concepto de identidad moral
ha mostrado su carácter problemático. El paradigma de la pre­
sentación de sí apela al concepto elemental de la identidad,
aquel que nos permite juzgar sobre lo que es idéntico. Pero aca­
bamos de ver que este uso elemental mismo no es seguro. Por
lo tanto, tenemos que empezar por encontrar nuestro uso de la
palabra “ identidad” tomada como palabra primitiva. Tenemos
que volver a aprender a hablar de identidad, en todos los sen­
tidos del término, empezando por su uso elemental.

59
■ili
C a p ít u l o II

¿P a r a q u é s ir v e e l c o n c e p t o d e id e n t id a d ?

¿E x is t e l o id é n t ic o e n e l m u n d o ?

La pregunta que queremos plantear ahora es sencillamente la


siguiente: ¿el concepto de identidad es aplicable en este mundo? Dos
imponentes argumentos tienden a decir que no. E l primero
es físico, en el sentido griego del término, es decir que se lo
toma de una reflexión cuyo punto de partida es el hecho de
que las cosas de este ríiundo están en movimiento. El segundo
argumento está tomado de una reflexión lógica que. trata so­
bre la forma misma de los enunciados de identidad del tipo
a = b. Este argumento lógico intenta dejar sentado que no en­
tendemos lo que decimos cuando hablamos de una “ relación
de identidad” , es decir, esa relación que creemos instaurar por
medio de un signo de identidad cuya notación es: = .
Empecemos por las objeciones de orden físico opuestas a
la posibilidad de aplicar un concepto de identidad a las reali­
dades de este mundo.
E n nuestro mundo, reza el argumento físico, todo fluye
permanentemente. Nunca tenemos la oportunidad de estar en
relación con una cosa que siga siendo la misma cosa más de
un instante (o que sea la misma más de un instante). Constan­
temente está transformándose en algo distinto, lo que nos

61
obliga a concluir que no solo el concepto de identidad no es
aplicable a nada que pertenezca a este bajo mundo, sino que el
mero hecho de que podamos decir de algo que posee una iden­
tidad basta para establecer que pertenece a otro mundo%distinto
de este. Que podamos aplicar nuestro concepto de identidad a
una entidad X alcanza para indicar que dicha entidad X no
existe en este mundo sino solamente en otro mundo, inmaterial
o ideal Otro mundo que algunos filósofos presentarán como el
único mundo real (el platonismo de las Formas inmutables),
mientras que otros las ubicarán en la sola representación de
nuestro espíritu (nuestro entendimiento es el que produce la
identidad, en este caso, asimilando unas cosas con otras).
Si desarrollamos este tipo de crítica, entramos en el coro
de esos pensamientos que se presentaron en Francia - s i se
puede hablar de presentarse con respecto a esas concepciones
que cuestionan la posibilidad misma de una presencia- con
el nombre de filosofías de la diferencia. En ellas son incluidas
esas reflexiones que denunciaron nuestro platonismo, es de­
cir, según ellas, el esfuerzo vano por encontrar identidad en
el mundo que nos rodea, dicho de otro modo -explicaban-,
estabilidad, invariancia, uniformidad.
Los filósofos de la diferencia toman en serio el concepto de
identidad tai como se lo explica corrientemente y concluyen
que el concepto no se aplica a nada real, solamente a “ idealida­
des” . ¿Cómo es posible que utilicemos pese a todo este con­
cepto? Se trata de una ilusión que hay que disipar, primero, e
intentar explicar, luego, por la manera en que funciona nues­
tro espíritu, o bien entonces por la manera en que dejamos
que el lenguaje domine nuestro pensamiento. En un mundo
en el que toda cosa (física) es fluyente, el concepto de identi­
dad carece de aplicación. Si creemos poder explicarlo es por­
que somos insensibles a esa movilidad. Tal vez no tengamos
una vista lo suficientemente aguda como para poder perci­
birla. Tal vez no queramos hacerlo. O tal vez, incluso, seamos

62
perfectamente conscientes de esa movilidad pero estemos, sin
embargo, decididos a hacer como sí las cosas fueran estables e
inmutables, o por lo menos como si hubiera en las cosas en
movimiento un núcleo de estabilidad e inmutabilidad.
Sea como sea, puede sacarse una enseñanza crítica de esta
consideración. Es cierto, dirá el argumento “ físico” , el con­
cepto de identidad, indudablemente, forma parte de nuestro
vocabulario intelectual. Y, sin embargo, no es en verdad este
concepto el que aplicamos a las cosas cuando pronunciamos
aserciones de identidad. En realidad, hemos atenuado las
condiciones de aplicación del concepto y aceptamos conside­
rar dos cosas semejantes como una sola y misma cosa a condi­
ción de que se sucedan en circunstancias tales que su dife­
rencia individual no nos afecte o que no sea perceptible para
nosotros. Nos contentamos con una identidad “globalm en­
te” aproximativa. Una identidad on the whole, como dice Wi-
lliam james de la identidad personal.* Es por las necesidades
de la representación y de la acción que queremos en general1

1 W illía m James escribe: “La identidad que el jo descubre m ientras inspec­


ciona esta larga procesión [de pensamientos], no puede más que ser una identidad
relativa, la de un lento deslizam iento en el cu al siem pre h a y un ingrediente co­
m ún conservado. El más com ún de todos estos elementos, el más uniform e, es la
posesión de los m ism os recuerdos. Por diferentes que sean, el hom bre m aduro y
el joven m iran h acia atrás, h acia la m ism a infancia que llam an , ambos, ‘m i in ­
fancia’. De este modo, la identidad que el jo [I] encuentra en su yo [rae], no es más
que una construcción aflojada, una identidad Ve conjunto \an identity ‘on the whole],
exactam ente como la que cu alq u ier observador exterior podría encontrar en el
m ism o conjunto de hechos. Frecuentem ente, decim os sobre alguien: ‘H a cam ­
biado tanto que se d iría que casi no lo reconocemos’ {lies so changed w e woult not
know him], Y sucede, aunque con menos frecuencia, que hablem os así de nosotros
mismos. Ya sea que estos cambios en el j o [rae] son reconocidos por el yo{I] o por
otros observadores exteriores, pueden tanto ser serios como ser insignificantes”
(ThePrincipies ofPsychology , C am bridge [Mass.], H arvard U niversity Press, 1983,
Pp. 351 y 352 [edición en español: Principios de psicología, M éxico, f c e , 1989]).

63
representarnos las cosas com o semejantes entre si, como
cosas estables, idénticas a sí mismas. En realidad, no lo son.
Sin embargo, cuando decimos que la identidad no es de este
mundo, que no está hecha para nosotros, sabemos o creemos
saber lo que deberían ser las cosas de este mundo para que poda­
mos aplicarles nuestro concepto de identidad. Para que podamos
aplicarles este concepto, deberían ser estables más que móviles,
invariables más que fluyentes; nada tendría que cambiar en su
composición de un instante al otro. También sabemos lo que
nos impide aplicar este concepto: todo cambia de un momento
a otro, nada sigue siendo lo que era. Sin embargo, parece posible
concebir otro mundo en el que este concepto sería aplicable.
Pero es entonces cuando entra en escena el argumento ló­
gico, vehículo de una crítica que parece más radical porque
cuestiona nuestra comprensión misma del concepto de iden­
tidad. Esta crítica nos propone el desafío de explicar de mane­
ra inteligible el signo = . Leemos en los manuales que el con­
cepto de identidad es el de una relación de comparación, lo que
expresamos al decir que entre dos cosas a y bpuede haber o bien
diferencia, o bien identidad. ¿Pero qué nos dice esta explica­
ción? Nada que pueda esclarecernos, como observa Wittgens-
tein en una célebre proposición del Tractatus logico-philosophicus:

Dicho sea al pasar: decir de dos cosas que son idénticas es un


sinsentido y decir que una cosa es idéntica a sí misma es no
decir nada en absoluto.2

¿Para qué puede servir entonces una aserción de identi­


dad? ¿Qué es lo que nos enseña? No, con toda seguridad, que

2 L u d w ig W ittg e n ste in [1 9 2 1 ], T ractatus logico-p h ilosop h icu s , Londres,


R o utledge & Kegan, 1961, 5 .5 3 0 3 . [E dición en español: Tractatus logico-p h ilo­
sophicus , M ad rid , A lian za, 2 009].

64
hay una cosa que resulta ser idéntica a otra cosa, si esta expresión
quiere decir que dos cosas distintas son una sola cosa, porque caería­
mos en un sinsentido. Pero tampoco que esta cosa que es objeto
de la aserción es idéntica a si misma, porque esto equivaldría a
decir: la cosa de la que les hablo es efectivamente la cosa de la
que les hablo. Diciendo esto quiero confirmar, tal vez, la refe­
rencia de mi discurso, pero en realidad todavía no he dicho nada
de la cosa en cuestión, y con toda seguridad no que tiene una
importante cualidad que sería la “ identidad consigo misma” .
No sabemos entonces qué hacer con una propiedad que
consiste en ser idéntico. ¿De qué podríamos predicar la pro­
piedad de identidad? ¿De dos objetos? Pero esto queda ex­
cluido de entrada por la dualidad misma de esos objetos. ¿De
un solo objeto? Pero aplicar el concepto de identidad a un
solo objeto no dice nada sobre él, aun si tenemos laimpresión,
al atribuirle esta propiedad, de estar diciendo algo capital sobre
él. Por ejemplo, darle con qué ser él mismo, con qué evitar
que se lo confunda con otro objeto cualquiera, como si “ ser
idéntico” pudiera comprenderse como una virtud de solidez
o de firmeza que garantiza su perennidad al objeto frente a las
vicisitudes de la existencia.
Por lo tanto, la cuestión resulta aún más apremiante: ¿para
qué sirve el concepto de identidad? ¿Puede decirse que no sir­
ve para nada? Esta no es en absoluto la opinión de Wittgens­
tein. En el Tractatus, Wittgenstein no cuestiona en realidad el
concepto mismo de identidad, el que usamos todos los días.
Cuestiona la explicación que los filósofos dan de este concepto
cuando lo convierten en una relación que estaría simbolizada
por el signo lógico de identidad: - . Para él, esta explicación no
explica nada. Wittgenstein nos invita entonces a examinar más
bien nuestro uso efectivo del concepto de identidad.
Si conseguimos hacerlo, habremos respondido a la obje­
ción lógica contra la idea misma de encontrar una aplicación a
este concepto y estaremos armados, entonces, para responder

65
a la objeción física, ya que podremos dar cuenca del uso que
hacemos de nuestra palabra primitiva “ idéntico” en este mundo,
y no en otro mundo ideal.

L a c o m e d ia d e l a id e n t id a d

¿Cómo nos servimos habitualmente del concepto de identi­


dad? Para responder a esta pregunta propongo que nos re­
montemos a los orígenes antiguos de toda nuestra especula­
ción sobre la identidad. A saber, al argumento del crecimiento
{auxanomenos logos) tal como lo formula la filosofía griega an­
terior incluso a la era socrática.
Conocemos este argumento a través de Diógenes Laercio.
En un capítulo dedicado a la vida y a las ideas de Platón, Dió­
genes Laercio refiere una opinión según la cual Platón se ha­
bría inspirado en el poeta Epicarmo (que vivió a comienzos del
siglo v a. C.). Se dice que Epicarmo es el autor de un argumen­
to que trata sobre las condiciones de identidad de las cosas que
están naturalmente en un estado de flujo. Este argumento reci­
birá más tarde un nombre a lo largo de las controversias entre ios
académicos y los estoicos, cuando los prim eros desafíen a
los segundos a que su filosofía materialista dé cuenta del fenó­
meno del crecimiento de los seres vivos. Lo que explica el nom­
bre que se le ha dado: “ argumento del crecimiento” (auxesis) o,
literalmente, “ argumento creciente” (auxanomena logos). Este
argumento es menos célebre en la actualidad que el de la nave
de Teseo. Sin embargo, según Plutarco, la paradoja de Teseo
no es más que una variante del argumento del crecimiento.3

3 En la Vida d e T eseo (23.i), P lutarco presenta la paradoja de la nave de Te-


seo como u n a varian te d el argum en to d el crecim iento. Esto es lo que escribe:
“Ellos [los atenienses] retirab a n las p lan ch as que y a estaban dem asiado viejas

66
Sabemos, por otra parte, que este argumento fue utilizado por
el poeta Epicarmo en escenas cómicas, que desgraciadamente
se han perdido, pero que citan diversos autores, lo que permite
reconstituir por lo menos su espíritu. Se trata de escenas, creo,
del más alto interés para una filosofía de la identidad.
A quí tenemos una versión posible del argumento, tal
como lo refiere Diógenes Laercio:

-Tomemos una cantidad de guijarros, par o impar, como quie­


ras. Si alguien saca o agrega uno, ¿te parece que su número
seguirá siendo el mismo?
-No.
-Y si alguien retira o agrega una longitud a una medida, esta
medida ya no existe, ¿no es verdad?
-No, en efecto.
-Y bien, fíjate entonces lo que sucede con el hombre. Uno cre­
ce, el otro declina. Todos cambian contantemente. Ahora bien,
lo que por naturaleza es cambiante y nunca sigue siendo lo mis­
mo debe ser siempre diferente de lo que era antes. Y tú y yo éra­
mos otros ayer, y somos otros hoy y nunca seremos los mismos,
en virtud del mismo argumento.4

E l mismo argumento altamente filosófico pone Epicarmo


en boca de algunos de sus personajes, en las escenas citadas por

y las c am b iab an por p la n c h a s só lid as qu e aju stab an con las otras. D e este
m odo, los filósofos, cuan d o se d isp u ta n sobre lo qu e lla m a n el arg u m en to
del crecim ien to (auxanomenos logos), m encionan esta n ave como ejem plo con­
tro vertido: unos p reten d en qu e sig u e siend o la m ism a, los otros, lo n ieg a n ”
(P lutarco , Les Vies paralie les, 1. 1, versió n francesa de F lace lié re, C h a m b ry y
Ju n e au x , P arís, L e s B elle s L ettres, c . u . f ., 1 9 5 7 , p. 3 0 (ed ició n en esp año l:
Vidas paralelas, 1. 1: Teseo; Rómulo; Licurgo; Numa, M ad rid , C redos, 1985]).
4 D ió gen es L ae rc io , Vidas y opiniones de los filóso fos ilustres, L ib ro m ,
C a p ítu lo x i.

67
Plutarco, en particular. Para captar a la vez la fuerza lógica
del argumento y la fuerza cómica de las escenas, resulta es-
clarecedor reconstituir un guión a partir de las indicaciones
dadas por Plutarco, tal como lo hizo el historiador de la filo­
sofía antigua David Sedley en un gran artículo sobre la iden­
tidad según ios estoicos.5
Imaginemos a dos personajes que se encuentran, como
es de rigor, en la plaza pública. Para fijar las ideas conviene
darles un nombre. Pongamos que un primer personaje se lla­
ma Calilas. Hace un tiempo, el tal Calilas ha pedido presta­
da a un tal Coriscus una suma de dinero que todavía no le
ha devuelto. Ahora bien, el acreedor Coriscus se encuentra
con el deudor C allias en el agora y le pide el reembolso de
su deuda.
Callias le contesta oponiéndole el argumento anteriormen­
te citado, al que Coriscus no encuentra qué objetar. Y puesto
que Coriscus ha tenido que admitir que nueve guijarros más
uno forman otro número de guijarros, es decir: diez, y que los
hombres cambian incesantemente, también tiene que admitir
que ya no tiene frente a él al hombre al que le ha prestado di­
nero, sino a otro hombre. Su deudor ha dejado de existir.
La escena termina con una inversión de la situación.
Arrebatado por el enojo, el acreedor Coriscus golpea a C a­
lilas, que se queja. Pero Coriscus responde a las quejas de
C allias diciendo que el hom bre que lo ha golpeado ya no
existe dado que, como todo se halla en un permanente estado
de flujo, los individuos solo están presentes en este mundo de
manera efímera.
En su adaptación cómica, el argumento del crecimiento 3
muestra que el acreedor nunca lograra que lo reembolsen

5 V éase D av id S e d le y , “T h e S to ic C rite rio n o f íd e m it y ”, en P hron esis ,


núm. 27, 1982, pp. 255-275.

68
porque nunca podrá encontrar al mismo hombre al que le
prestó una suma de dinero. Ese hombre ha desaparecido de
la faz del mundo hace mucho tiempo. De hecho, ya se había
transformado en otro poco tiempo después de haber contraí­
do su deuda (al inhalar una gran bocanada de oxígeno, por
ejemplo, o al comer una aceituna de Kalamata).
Está claro que la filosofía de la identidad no reside sola­
mente en el argumento mismo que el poeta retoma, sino tam­
bién en los efectos cómicos que saca de su utilización tenden­
ciosa por parte de los personajes y que él pone en escena.
Consideremos en primer lugar el argumento tomado en
sí mismo, tal como es utilizado en las controversias de los fi­
lósofos. E l argumento trata sobre todo cuerpo vivo, e incluso
sobre todo cuerpo capaz de cambiar de tamaño por una mo­
dificación de las partes que lo componen. Los académicos de­
safiaban a los estoicos a que concillaran su materialismo con
el sentido común, que considera que los seres vivos son ca­
paces de crecer: las plantas crecen; los animales crecen hasta
alcanzar su edad adulta, etcétera.
Sin embargo, para que esto desemboque en una escena de
comedia, su alcance tiene que restringirse a los asuntos huma­
nos. Y entonces es el concepto de ser humano (anthropos) el que
le da al poeta el resorte de sus escenas cómicas. La comicidad
reside en el hecho de que un personaje no duda en redefinir
el concepto de ser humano para salir de un apuro. Todo el
diálogo entre los personajes trata sobre lo que es ser el mismo
hombre y, por consiguiente, sobre lo que decidimos llamar un
ser humano.
En primer lugar, hay una cuestión especulativa: ¿le da­
mos el nom bre de C allias a un individuo hum ano para
nom brarlo a lo largo de toda su vida y, por lo tanto, cual­
quiera sea su edad o su com posición m aterial? Esta es, en
efecto, la concepción habitual del ser humano y de su nom­
bre propio, de m odo que si nos dijeran que C allias ha

69
muerto podríamos preguntar qué han hecho de su cadáver
o dónde está enterrado.
A hora el personaje de C allias sim ula juzgar que una
práctica habitual no es rigurosa. Estima que el nombre “ Ca­
llias” le ha sido dado al hombre materiaV\ es decir, al hombre
en su composición material en el momento preciso en que
el nombre es utilizado. Por lo tanto, todo cambio en la com­
posición m aterial del individuo, todo crecimiento o todo
declive tienen por consecuencia reemplazar a ese individuo
por uno nuevo.
“ No soy el Callias al que le prestaste dinero” : una aserción
de este tipo equivale a pedirnos que reformemos nuestro
concepto de anthropos (o de persona humana) de modo tal que
nos conformemos a la intuición heraclítea, según la cual to­
das las cosas se encuentran en un estado de flujo. Sin embargo,
detrás de la expresión de un escrúpulo metafísico se percibe
el verdadero motivo, que es el de no pagar una deuda. Este
deudor ha encontrado una nueva técnica de desendeudamiento:
le basta con utilizar un concepto más “ riguroso” , más exigente,
de la identidad personal. Sí, pero aparentemente ahora nadie
podrá pedir dinero o prestarlo, ya que la temporalidad perso­
nal no es la misma que la temporalidad del crédito. De hecho,
solo se podría prestar dinero a alguien a condición de que la
suma fuera reembolsada en el mismo instante, sin dejar pasar
el menor intervalo de tiempo, porque de lo contrario el deudor
se desvanecería inmediatamente en el aire.
La comicidad nace entonces de la discordancia entre una
pretensión que se exhibe -reform ar nuestra manera de pen­
sar y de hablar en el sentido de un mayor rig o r- y una con­
ducta que no tiene en cuenta en absoluto las nuevas ideas,
que olvida la reforma propuesta en cuanto le resulta conve­
niente volver a la antigua noción de lo que es “ ser la misma
persona” o “ el mismo hom bre” . Nace de este desfase entre
el hecho de pedir que el otro haga la reforma conceptual (y

70
por ello mismo renuncie a ser reembolsado) y el hecho de
dispensarse él mismo de hacerlo, ya sea en el momento de
pedir el dinero o en el mom ento en que se queja de haber
sido golpeado.
Nuestra práctica del préstamo y la deuda descansa en
otra concepción de la identidad personal, que no es la de esta
identidad efímera. Poco im porta que el deudor engorde,
crezca, adelgace, se haya quedado calvo, etc. D icho de otro
modo, nuestra práctica presupone que estamos de acuerdo
en la aplicación del concepto de identidad al concepto de ser
humano. Estamos de acuerdo en decir que tiene que reem­
bolsar y ser reembolsado. No es el hom bre m aterial en el
sentido de un ser definido por la identidad de sus com po­
nentes materiales. A l fin de cuentas, lo que resulta cómico,
entonces, es el hecho de que el personaje se sirva ya de un
sistema conceptual, ya de otro. Revela de este modo que no
le interesa la filosofía heraclítea, sino solamente encontrar
un medio para no honrar sus deudas. Porque supongamos
que todos los personajes se pusieran de acuerdo y reform a­
ran sus conceptos siguiendo la intuición de Heráclito. Si qui­
sieran conservar la posibilidad de realizar préstamos, ten­
drían que ajustar el conjunto del vocabulario de la deuda
para poder seguir determinando quién le debe qué a quién: ya
no será el mismo hombre material efímero el que tenga que
estar presente en el momento del préstamo, sino su “ suce­
sor” , aquel que ha establecido su identidad m aterial (tam­
bién efímera) allí donde su predecesor estaba individuado.
Pero en ese caso nada habría cambiado en la práctica: no ha­
bríamos hecho más que adoptar otra manera de expresar los
mismos hechos.
Las escenas cómicas de Epicarmo tienen entonces (como
sucede con frecuencia) un carácter conservador. Estas escenas
muestran que modificar un sistema conceptual no es tan sim­
ple como podría creerse. Es todo el sistema lo que habría que

71
cambiar, en efecto. Sin embargo, si se lo hace sin afectar las
prácticas, solamente se ha producido un cambio de notación.

El p r in c ip io d e in d iv id u a c ió n

¿Qué nos enseñan las escenas cómicas de Epicarm o? Esto,


sin duda: contrariamente a lo que creyeron ios filósofos que
se han propuesto revisar el concepto de identidad, o distin­
guir sus variadas especies, unas más estrictas, otras más apro-
ximativas, el concepto de identidad no está en juego. Estos
pensadores creyeron que había que atenuar algunos usos, o
tal vez todos los usos del concepto de identidad, para tener
en cuenta una realidad que se prestaría mal a ser recortada en
un conjunto de entidades inmutables. Cuanto más nos alejá­
ramos del caso ideal en el cual nada cambia en la composi­
ción de una entidad física, más sería necesario suavizar las
condiciones exigidas para que se pueda hablar de identidad.
En este bajo mundo, tendríamos que contentarnos con una
identidad rebajada.
Ahora bien, las escenas cómicas de Epicarm o muestran
que lo que está en juego no es el concepto de identidad. Lo que
se juega en el argumento del crecimiento es el concepto de ser
vivo. Y en las escenas cómicas, el de ser humano. ¿Qué es
ser el mismo ser humano? Quine coincide con esta lección de
la comedia presocrática cuando escribe:

Hay filósofos que han sacado quebraderos de cabeza de c u l ­


tiones que se pueden plantear a propósito de la metempsi-
cosis o del injerto cerebral. Pero estas cuestiones no tratan
sobre la naturaleza de la identidad. Tratan sobre la mejor
manera para nosotros de dar sentido al término “persona” .
Conocemos el ejemplo escolar de la nave de Teseo, reconstrui­
da trozo a trozo hasta que no queda nada de la embarcación

72
original. ¿Diremos que se trata de la misma nave? La cues­
tión no tiene nada que ver con “ misma” y tiene todo que
ver con “ nave” : es la cuestión de decidir cómo individuar
el término “ nave” en el tiempo.6

En otra escena de una comedia (perdida) de Epicarmo que


refiere Plutarco, un personaje fia invitado a cenar a un cono­
cido. Cuando el invitado se presenta en su casa el día conve­
nido, el que lo fiabía invitado no lo deja entrar: usted no es la
persona que yo fiabía invitado, lé dice, porque el amigo que
yo fiabía invitado tenía un cuerpo más esbelto que el suyo.
Vemos, por otra parte, que en virtud del mismo razonamien­
to podría sostenerse que los invitados que salen de una cena
digna de ese nombre no son ios mismos individuos que ios
que se fiabían sentado alrededor de la mesa un rato antes,
porque seguramente fian aumentado de peso en ese intervalo.
El argumento dialéctico vuelve imposible acoger convidados
a la mesa de uno.
Nuestro concepto de ser fiumano es el de un ser vivo: tie­
ne que ser posible decir que fia engordado, que fia crecido, que
fia adelgazado, que ha recobrado fuerzas, que fia envejecido.
Y es con ese mismo individuo viviente -e l que puede engor­
dar o adelgazar- con quien tratamos en las transacciones de
la vida: prestar dinero, invitar a cenar y así sucesivamente.
Por lo tanto, si planteamos la pregunta del filósofo: “ ¿Qué
es ser un ser hum ano?” , esta tomará un sentido más preciso
aquí: “ ¿Qué es lo que hace que el hombre Callias que se pre­
senta ante mi puerta a la hora convenida para cenar sea el mis­
mo individuo que yo invité ayer? Responder a esta pregunta
es proporcionar lo que los escolásticos llamaron un principio

6 W .V . Q uine, Theories a n d Things, C am bridge (Mass.), H arvard U niversicy


Press, 1 982, p. 12.

73
de individuación para los seres humanos. Este principio es aquel
al que apelo cada vez que considero que no tengo frente a mí
nuevamente a un ser humano (como ya era el caso ayer, cuan­
do Callias estaba frente a mí y lo invité), sino que tengo frente
a mí al mismo ser humano que aquel del que se trata.
E l argumento del crecimiento juega con una aplicación
irreflexiva de un principio de individuación humana. Lo
que hace la diferencia entre dos hombres, por ejemplo, entre
C allias y Coriscus - lo que hace que haya allí dos hombres
y no uno solo-, es el hecho de que hay dos cuerpos material­
mente distintos. E l principio de individuación es entonces
la materia. Si invité a cenar no solamente a C allias, sino
también a Coriscus, tengo que prever un lugar más en la
mesa, un cubierto más, etc., puesto que habrá una boca más
que alimentar. La materia permite diferenciar a dos individuos
contemporáneos.
¿Pero qué debemos decir si consideramos, ahora, a uno
de esos individuos en el tiempo? Si apelamos nuevamente al
principio de la individuación material del individuo Callias,
habrá que decir: es la identidad de la materia de un individuo
lo que hace la identidad de ese individuo. A partir de enton­
ces, la paradoja es inevitable: este individuo se destruye si se
produce cualquier tipo de cambio en su composición. La pa­
radoja de Epicarmo reposa entonces en una decisión en cuan­
to al principio de individuación del ser humano: un cambio
en la composición material del individuo tiene como conse­
cuencia la destrucción de su identidad y la producción de
otro individuo. D icho de otro modo: la materia no es sola­
mente el principio de individuación que aplicamos a seres
humanos contemporáneos; también lo es cuando se trata de
identificar a un individuo como el mismo a lo largo de toda
su historia personal.
Es necesario que así sea, dirá el partidario de una identidad
diacrónica dada por la materia. Supongamos que renunciemos

74
a tomar el principio de individuación de ía materia. Si lo ha­
cemos, esto quiere decir que desmaterializamos la identidad
individual de un ser vivo. Pero si la identidad de un organis­
mo individual es desmaterializada, esto quiere decir que el
individuo mismo, considerado en lo que lo hace ser él m is­
mo, es desmaterializado: hemos transformado a los seres v i­
vos en individuos inmateriales. Hemos adoptado una teoría
espiritualista.
Por lo tanto, concluirá el filósofo, si queremos oponer
una resistencia a ese esplritualismo, debemos aceptar la pa­
radoja que de ello resulta: en efecto, no hay lugar en nuestro
sistema conceptual para la paradoja del crecim iento. Más
generalmente aun, resulta imposible considerar a un individuo
material como un individuo histórico, como sujeto y tema de
una historia que sea su historia, la historia de ««transform a­
ciones a lo largo del tiempo. No podría redactar, por ejemplo,
1a noticia bibliográfica del cedro del Líbano (en el Jardín des
Plantes de París).
Hemos reconocido ahora la fuente de la paradoja. Reside
en la idea de que habría una contradicción inherente a la no­
ción misma de una identidad diacrónica en cuanto se aban­
dona el reino de las cosas inmutables (sí es que las hay). El
presupuesto que rige todo es entonces: la identidad en el tiem­
po es la ausencia de cambio. E l argumento físico contra la iden­
tidad quiere encerrarnos en un dilema: ¿cómo una cosa cual­
quiera podría seguir siendo la misma, permanecer la misma, y, sin
embargo, cambiar? E l argumento parece en principio irrefuta­
ble: si la cosa ha cambiado, ha dejado de ser la misma; si es la
misma, es que no ha cambiado.
Sin embargo, este argumento es un sofisma. Sin duda, este
sofisma desorienta, puesto que apela a una idea que parece in­
discutible: existe una oposición innegable entre seguir siendo
el mismo (conservar su identidad) y cambiar, es decir, conver­
tirse en otro. Pero, en realidad, esta oposición es un engaño.

75
¿Qué se quiere decir por “ seguir siendo el mismo” ? E l ejem­
plo mismo de una identidad fluyente es el del río de Heracli­
to, ¿El río deja de ser el mismo, pierde su identidad, cuando
sus aguas fluyen? No, todo lo contrario: ¡es en ese momento
cuando es él mismo! En cambio, si sus aguas dejaran de correr
dejaría de ser un río, y el mismo río, para transformarse en
lago o en mar interior Por consiguiente, no habría que aceptar
que “ transformar su composición” sea equivalente de “ trans­
formarse en algo distinto” .
¿El río deja de ser, por consiguiente, una entidad material
sí posee una identidad diacrónica? ¿Pero en qué sentido podría
considerarse que un río es inmaterial? A cada instante, de he­
cho, el río consiste en aguas que corren. Lo que hace que se tra­
te del mismo río es que corren a lo largo del mismo lecho y en
la misma dirección. Dicho de otro modo, el principio de indi­
viduación diacrónica del río está dado por la respuesta a la pre­
gunta de saber lo que convierte en río a esas aguas que corren.
Ahora bien, lo que convierte en río a las aguas que corren
como lo hacen - y en verdad, al mismo río que el día de ayer,
constituido por aguas que corrían de la misma m anera- es
justamente el lecho del río y sus puntos de orientación geo­
gráficos. Empleando un vocabulario aristotélico, diremos que
el principio de individuación diacrónico del río está sacado
de su “ forma” . Es esta analogía del río la que utiliza precisa­
mente Aristóteles para refutar el argumento del crecimiento.7
E l error del materialista que quiere determinar la identi­
dad del individuo en el transcurso del tiempo por su identidad

7 C on respecto a esta respuesta, véase E lizab eth A nscom be, “T h e P rin ­


c ip ie o f In d iv id u a tio n ” (retom ado en su lib ro From Parmenides to Wittgens-
tein , O xford, B la ck w e ll, 1981, pp. 6 4 y 65), y tam b ién R ic h a rd So rab ji, Sel/:
Ancient andM odern Insights about Individuality, Life andD eath , C h icago, T he
U n iv e rsity o f C h icago Press, 2 0 0 6 , pp. 57-59.

76
material en tal o cual instante es el de servirse del principio
de individuación sincrónico con fines diacrónicos. Este ma­
terialismo vuelve im posible toda posibilidad de concebir
individuos históricos.

La l ó g ic a d e e o s n o m b r e s p r o p io s

¿Qué enseñanza se puede tomar de las escenas cómicas de Epi­


carmo? ¿Que hay una ambigüedad ligada a la utilización de
las palabras “ el mismo1’ o “ los mismos11?
(1) En un sentido, una cosa es “ la misma11 si nada ha cam­
biado en ella, si sigue siendo exactamente como era. Es el sen­
tido que quieren aplicar quienes definen la identidad de una
cosa material por la identidad de sus componentes materia­
les, como en el caso de la colección de diez guijarros, a la que
distinguimos de la que solo reúne nueve guijarros. Y cuando
se trata de entidades semejantes a las de esas colecciones de
guijarros, este sentido es el correcto.
(2) En otro sentido, una cosa es la misma si es ella la que
persiste en la existencia, y esto sean cuales fueren los cambios
que hayan podido afectarla entre un momento y otro (mien­
tras sea ella la que haya sido afectada). Así, podrá decirse:
vean cómo crecieron m is flores, qué alto está el árbol que
planté, cómo se ha hecho adulto el cachorro.
Si no se hace una distinción entre estas dos aplicaciones
del concepto, nos encontramos atrapados en una trampa filo­
sófica; para poder sostener que es realmente Coriscus quien
ha engordado o que es Teeteto quien ha crecido, parece que
tuviéramos que negar que estos seres humanos son in d ivi­
duos materiales. Pero si no son materiales, ¿cómo podrían
engordar o adelgazar? Trampa filosófica, porque las dos po­
siciones que se nos imponen son indefendibles. No queremos
ni una ni otra. No queremos decir que cada uno de nosotros
posee sucesivamente varios cuerpos a lo largo de toda su vida
(por una extraña transposición de la idea de metempsicosis a
una única existencia individual). Pero tampoco queremos de­
cir que un ser humano carece de biografía porque no existe
más que un corto instante. ¿Se puede escapar a esta trampa?
Creo que podemos hacerlo si nos basamos en la crítica lógica
de una concepción relacional de la identidad como la de
Wittgenstein.
En el Tractatus, Wittgenstein se interroga: ¿en qué es nece­
sario un concepto de identidad? ¿Para qué nos sirve? Su in­
tención no era poner en duda su utilidad, sino más bien que­
jarse de que las explicaciones escolares no den cuenta de esto.
No duda un solo instante de que el concepto de identidad sea
necesario para nosotros. Pero pregunta: ¿es forzosamente a tra­
vés del signo de identidad = que debemos expresar nuestro
concepto de identidad? A lo que responde: de ninguna mane­
ra. Podríamos evitar utilizar el signo = . Para ello bastaría con
decretar que un objeto no puede tener más de un nombre pro­
pio. Si tal fuera el caso, si toda diferencia en el nombre utili­
zado indicara necesariamente (en virtud de esta convención)
una diferencia en el objeto designado, podríamos hacer saber
que estamos hablando nuevamente del mismo objeto de antes
sin tener necesidad de form ular una aserción del tipo a - b.
Tal como escribe:

Expreso la identidad de los objetos a través de la identidad del


signo, y no gracias a un signo de identidad. Y la diferencia de
los objetos a través de la diferencia de los signos.8

Si los lógicos necesitan un signo de identidad es porque


aceptan que podamos referirnos a las cosas de muchas maneras,

8 L u d w ig W ittgen stein , Tractatus lo g ico -philosophicus, ob. cit., 5.53.

78
o bien simplemente porque algunos objetos tienen muchos
nombres propios (como en los ejemplos escolares “ Cicerón -
T u lliu s” o “ la estrella matutina = la estrella vespertina” ), o
bien porque elegimos tratar como nombres propios lógicos
expresiones que no son verdaderamente nombres propios, por
ejemplo, las descripciones definidas (como en el ejemplo de
Russell: “ el actual rey de Francia es calvo” ).
Si cada objeto no tuviera sino un nombre propio, bastaría
con emplear una segunda vez ese nombre para hacer saber que
hablamos del mismo objeto que la primera vez. Se aplica el
concepto de identidad cada vez que se usa un nombre propio.
La enseñanza contenida en esta critica es que podemos
buscar el sentido que damos a la palabra prim itiva “ identi­
dad” en nuestra práctica de los nombres propios. ¿Cómo se
utiliza un nombre propio? Solo se puede utilizar después de
que le ha sido impuesto al objeto para designarlo. Pregunté­
monos, por lo tanto, cómo hacemos para imponerle un nom­
bre a un objeto. Para hacerlo, hay que reservar un signo de
nuestra lengua que servirá en adelante para nombrar ese ob­
jeto, aquel que identificamos delante de nosotros diciendo:
este recién nacido, esta montaña, este río, este gato, etc. ¿De
qué manera el signo se le asigna como su nombre? La con­
dición es que, en el momento de atribuir el nombre propio
al objeto, hayamos fijado una regla para los futuros empleos
que podremos tener de ese m ism o nombre. Esta regia de
empleo consiste en un criterio de identidad para el objeto, un
criterio que debe perm itir individuarlo en su especie: por
eso, un criterio semejante debe comportar, hablando como
Quine,9 un “ criterio individuativo” . Se sabe que los lógicos

9 Véase W .V . Q uine, Ontological Relativity and Other Essays, N ueva York,


C o íu m b ia U n iv ersity Press, 1969, pp. 36 y 37. [E dición en español: La relati­
vidad ontológica y otros ensayos, M ad rid , Tecnos, 1974).

79
y los lingüistas distinguen dos tipos generales de sustantivos
como clase de palabra: los términos de masa (como “ agua” ,
“ oro” , “ papel” , “ ganado” , etc.) y los términos individuativos
(como “ buey” , “ árbol” , “ río” , “ hombre” , etc.). Un término de
masa como “ ganado” designa efectivamente animales indi­
viduales, pero lo hace de manera indistinta. Si se quiere con­
siderar una masa bajo el ángulo de la individuación, para
poder contarla, por ejemplo, hay que hablar de una cabeza
de ganado, un vaso de agua, un lingote de oro, una hoja de papel
y así sucesivamente. Son términos individuativos los sustan­
tivos que permiten proceder directamente a la identificación
y al recuento de los objetos designados: podrá decirse, por
ejemplo, “ tengo dos vacasen mis establo” .
En nuestra comedia, el nombre propio “ Callias” ha sido
atribuido a un ser humano, no a una colección de células. D i­
cho de otro modo, cada vez que alguien se sirve del nombre
“ Callias” , concibe el objeto que nombra como el mismo hombre
que el que ha recibido antes ese nombre.
Peter Geach ha propuesto una distinción que permite for­
mular elegantemente la idea de Wittgenstein de que el signo
~ no es el único medio de expresar la identidad. Ha explica­
do que la identidad podía ser aplicada de dos maneras: del
lado del predicado y del lado del sujeto.10 Los lógicos, explica
Geach, tienden a buscar una expresión de la identidad sola­
mente en proposiciones que contienen el predicado “ ... es el
mismo que...” o “ ... es idéntico a.. Geach habla, en este caso,
de un usopredicativo de la expresión “ el mismo A ” (a predicative
use o f“the same A ”). Por ejemplo, “ la estrella vespertina es el
mismo planeta que la estrella matutina” . Este predicado es diá-
dico, es decir que necesita ser completado por dos nombres

i0 Sobre esta d istin c ió n , véase Peter G each, R eferen ce a n d G enerality , 3.a


ed., Ithaca, C o rn eli U n iv e rsity Press, 1980, pp. 2 1 2 y 213.

80
propios para decir algo verdadero o falso* Parece natural,
entonces, hablar de la identidad como de una relación, y nos
enfrentamos pues con la paradoja de Wittgenstein: ¿con qué
ha sido puesta en relación la cosa cuando se la declaró idén­
tica? Si persistimos en buscar una relación real, nos expo­
nemos a una refutación dialéctica: si la cosa tiene que tener
una relación de identidad con otra cosa, es necesario, sin em­
bargo, que esa otra cosa sea finalmente una vez más la mis­
ma que el sujeto de esa relación; y si la cosa tiene que tener
una relación de identidad consigo misma, es necesario que
de una manera u otra se separe de sí misma. Si no, ¿cuál se­
ría el interés de establecer una relación de identidad consigo
misma? Si debe ser una relación, la identidad no puede ser
más que una identidad dialéctica, una identidad “ en la di­
ferencia” o “ gracias a la diferencia” (esa identityin difference
de la que se burla Russell).
Sin embargo, hace notar Geach, existen otras maneras
para nosotros de concebir la identidad de las cosas que formu­
lar juicios de identidad. También aplicamos el concepto de
identidad del lado del sujeto: es lo que hacemos cada vez que
utilizamos un nombre propio una segunda vez (o que lo re­
emplazamos por un pronombre anafórico como “ él” o “ ella” ).
Geach habla entonces de un uso a titulo de sujeto de la expre­
sión “ el mismo A ” {a subject use o f“the same A ”). Geach ilustra
su distinción a través de un ejemplo que fabrica a partir de
una reflexión sobre la lógica de las proposiciones narrativas y
de su encadenamiento en un único relato biográfico.11 Este
es un resumen biográfico rudimentario de la vida de un cierto
Smith: “ Smith cometió varios robos y luego Smith cometió
un asesinato y luego Sm ith fue colgado” . Supongamos que1

11 Pecer G each, M en ta l A cts, L o n d res, R o u d e g e Se K egan, 1 9 5 7 , §16,


P -7 1 .

81
no sepamos en absoluto quién es el Smith en cuestión. Todo
lo que aprendemos con esto es lo siguiente, que da lugar al
contenido puramente inteligible fuera de contexto de este
relato: “ Existe un hombre que se llamaba Smith y ese mismo
hombre cometió varios robos y ese mismo hombre cometió
un asesinato y ese mismo hombre fue colgado” . Por consi­
guiente, repetir el nombre propio del individuo humano es
usar el concepto de identidad: nombrar a “ Sm ith” es plan­
tear que todo uso ulterior del nombre propio “ Sm ith” en lo
que sigue del relato tendrá como función hacer referencia
al mismo hombre que aquel cuyo nombre hemos comunicado al
comienzo del relato.
No solamente existen dos tipos de empleo posible del con­
cepto de identidad, sino que el empleo del lado del sujeto tiene
manifiestamente una prioridad con respecto al empleo del lado
del predicado. En efecto, para form ular una proposición de
identidad del tipo “ Cicerón es el mismo hombre que Tullius” ,
tenemos que disponer de entrada de dos nombres propios, que
hayan sido dados entonces, dotados de sus criterios de iden­
tidad, a la persona que nombran.

L O S C R IT E R IO S DE ID E N T ID A D

¿A qué llamamos un criterio de identidad? Sabemos que esta


noción, introducida por Frege, está en la raíz misma de la filo­
sofía analítica del lenguaje. Su importancia fue destacada por
el célebre lema de Quine: no entity without identity, que hay que
completar, por otra parte, con el lema recíproco, tal como fue
enunciado por Geach o por Davidson: no identity without entity,n 2

i2 w . V. Q uin e, O n tological R ela tivity , ob. cit., p. 2 3 ; Peter G each, “Onto-


io g lcal R e la tiv iy and R e la tiv e Id e n tity ”, en M ilto n K, M u n itz (ed.), L ogic a n d

82
En el § 62 de los Fundamentos de la aritmética, 1 3 Frege plan­
tea esta pregunta: ¿cómo esos objetos ideales (no físicos) que son
los números nos han sido dados? Responde: están dados en el
lenguaje. H ay que considerar entonces cómo funcionan las
palabras numéricas (,Zahlwórter) en las proposiciones. Funcio­
nan como nombres propios. Frege formula entonces la condi­
ción que hay que cumplir para poder servirse de una palabra
como de un nombre propio:

Si el signo a designa un objeto, tenemos que disponer de un cri­


terio que permita decidir si b es lo mismo que o, incluso si no
podemos utilizar aún ese criterio.

¿Qué es lo que Frege llama “ decidir” si, hablando del ob­


jeto b del que trata una proposición, estamos hablando de
nuevo del objeto a (del cual hipotéticamente ya se ha tratado
antes), o bien si estamos hablando de otro objeto? En la acep­
ción ordinaria del término, un “ criterio de identidad” sería
un medio de juzgar o de establecer si hay o no identidad. Pero
no se trata de esto aquí, rigurosamente hablando, puesto que
Frege agrega que debemos disponer de ese criterio, aun si en
la práctica no podemos utilizarlo.
Un criterio de identidad, en el sentido en que lo entiende
Frege, no es una marca, tampoco es un medio para reconocer una
prueba de la identidad del objeto nombrado. No se trata de
invocar semejanzas, signos característicos, detalles únicos.

Ontology, N ueva Y ork, N ew Y ork U n iv e rs ity Press, 1 9 7 3 , p. 2 8 8 ; D o n ald


D av id so n , Essays on Actiohs and Events , N uev a Y ork, O xford U n iv e rs ity
Press, 1 9 8 0 , p. 1 6 4 [edición en español: Ensayos sobre acciones y sucesos, M é-
xico -B arcelo n a, E d ito ria l Crítica-UNAM, 1995],
13 G ottlob Frege [1884], The Foundation o f Arithmetic, trad. de John Aus-
tin, O xford, B lack w ell, 1959, [E dición en español: Conceptografía, Losfu n d a ­
mentos de la aritmética. Otros estudiosfilosóficos , M éxico, u n a m , 1972],

83
Su concepción del criterio de identidad, podría decirse, no
es epistemológica sino, como diría Wittgenstein, gramatical.
E l criterio que necesitamos para fijar el sentido de un nom­
bre propio consiste en determ inar lo que queremos decir
cuando hablam os del “ m ism o hom bre” (en el caso de un
nombre humano) o del “ mismo río” (en el caso de un nom­
bre de río).
Para ilustrar esta distinción del criterio gramatical con
respecto a criterios epistemológicos, imaginen la siguiente es­
cena: la policía le informa a usted que acaban de encontrar el
cuadro de Vermeer que le habían robado. Pero, desafortuna­
damente, la policía le informa al mismo tiempo que el cuadro
es una copia, aunque está muy bien hecho, tanto que es nece­
sario el ojo de un experto para descubrir el engaño. Usted
protesta: el cuadro que han encontrado no puede ser el suyo,
no es posible que el cuadro que usted tenía fuera una copia del
original y que su cuadro todavía no ha sido encontrado.
Estamos aquí, efectivamente, ante una cuestión de identi­
dad. E l problema que se plantea es el de determinar si el cua­
dro que ha sido encontrado es el mismo que le pertenecía y
que le había sido robado, o bien si se trata solamente de una
copia. Pero vemos que, para aportar una solución a este pro­
blema, habrá que apelar a otros dos tipos de criterio. Hay dos
cuestiones que deben ser planteadas: (1) ¿cómo puede probar
usted que su cuadro no era ya esa copia que acaban de encon­
trar en posesión de los ladrones? (2) Por otra parte, ¿qué dife­
rencia hay entre poseer el cuadro pintado por el artista mis­
mo, lo que llamamos un original, y tener ahora en las manos
otro cuadro que resulta m uy difícil de distinguir de aquel?
Se pueden imaginar diversos modos de determinar que el cua­
dro encontrado (el falso Vermeer) es efectivamente aquel que
los ladrones se llevaron de su casa (por ejemplo: los han visto,
se ha podido seguir el desplazamiento del cuadro o bien el fal­
sificador confesó que le había vendido el cuadro a usted, etc.).

84
Pero si estos diversos métodos en ios cuales podemos pensar
nos parecen concluyentes es porque sabemos qué es lo que
queremos llamar “ el mismo cuadro” . Y esto es lo que podemos
llamar, siguiendo a Frege, el criterio de identidad para un tipo
de objeto: es el sentido que establecemos para la aplicación del
concepto de identidad a un término individuativo, de modo
de formar una expresión del tipo “ el mismo X ” .
Sirviéndose de nociones aristotélicas, D avid W iggins
propuso un comentario esclarecedor sobre esta noción fregea-
na del criterio de identidad. Mostró cómo el criterio fregeano
correspondía a la noción aristotélica de esencia o de quididad
tomada en el sentido nominal (por oposición a la esencia real
del objeto, que no depende de nuestra decisión, sino de un
estudio empírico). Tomada en sentido literal, la cuestión de
la esencia se plantea en las siguientes condiciones: antes de
comenzar una búsqueda (empírica) para saber si una cosa
existe (an est), hay que establecer de qué se está hablando
{quid est). Si tenemos que explorar un territorio para saber si
allí existen X , tenemos que haber fijado por adelantado, a
través de una decisión léxica de nuestra parte, lo que cuenta
como un individuo de tipo X y también, en consecuencia,
como el mismo X.
Ahora bien, subraya Wiggins, no es posible atribuirle a
algo una identidad diacrónica sin mas: hay que precisar what
it isfor x to p e rsistí lo que es para el objeto X persistir en la
existencia. D icho de otro modo, tener una historia que le
sea propia.
E l criterio requerido para emplear el concepto de “ lo
mismo” es el que tomamos de la pregunta “ ¿qué e s?” : “ Una
respuesta a la cuestión ¿Q ué es? es al mismo tiempo más y 14

14 D av id W ig g in s, S am en ess a n d S ubstance R en ew ed , C a m b rid g e, C a m ­


bridge U n iv e rsity Press, 2 0 0 1 , p. 57.

85
menos que determinar lo que puede ser aceptado como una
prueba capaz de establecer o disminuir una identidad” .15
Esta respuesta equivale a menos: saber que “ C alilas” es el
nombre (griego) de un hombre todavía no me proporciona
ninguna batería de tests o de pruebas para determinar si este
hombre que tenemos delante es o no es Calilas. No se trata en­
tonces de un criterio de juicio, como podría serlo una huella
digital o de código a d n , una firma, etc. Pero al mismo tiempo
equivale a más que esto: la respuesta “ es el nombre de un ser
humano” nos indica en qué consiste existir para el individuo
llamado Calilas. Existir, para él, es vivir una vida humana,
existir como hombre y más precisamente: existir como al­
guien que es siempre el mismo hombre. Por lo tanto, esta res­
puesta consiste en algo más que proporcionar un test, porque
nos permite darle un sentido a una operación de re-identifi­
cación del objeto nombrado y ai mismo tiempo entender por
qué tener el mismo cuerpo vivo que Callias, o haber nacido
de la misma madre que Callias y en el mismo momento que
Callias quiere decir ser el mismo hombre que Callias. El quid
est permite entender por qué ciertos indicios constituyen
pruebas más concluyentes que otras.

¿Es R E L A T IV A L A ID E N T ID A D ?

Ya he mencionado el ejemplo clásico que se viene citando des­


de la Antigüedad: la nave de Teseo, que los atenienses reparan
sin cesar reemplazando las tablas viejas por tablas nuevas. Se
trata de uno de esos casos difíciles en los que la continuidad
espaciotemporal de un objeto material no basta para propor­
cionar una garantía de su identidad a lo largo del tiempo.

15 Ibíd., p. 60.

86
Dado que las tablas del barco se van cambiando sin cesar,
llega un momento en que no queda ningún componente ma­
terial del barco original Se dirá entonces: a cada instante bay
un objeto de madera que llamamos “ la nave de Teseo” ; sin
embargo, teniendo en cuenta la composición material de esta
nave, ¿podemos decir que se trata del mismo barco?
Con frecuencia, la solución que los filósofos adoptaron
fue sostener que existen en realidad dos tipos de identidad:
una estricta y filosófica, la otra laxista y vulgar. Cuando apli­
camos el concepto de identidad, lo hacemos ya sea estable­
ciendo condiciones rigurosas de aplicación, ya sea aceptando
h a ce r como si esa serie de objetos semejantes (esos cuerpos di­
ferentes que decimos ser el mismo barco) no se sucedieran en
el mismo lugar, sino que un único y mismo objeto existiera
de modo perenne o continuo. Esta teoría será retomada en
numerosas oportunidades durante el siglo x v i n 16 y hasta
nuestros días.17
Hemos visto por qué esta solución dualista (los cuerpos
no tienen una identidad real, únicamente las almas y las idea­
lidades matemáticas poseen una) era un callejón sin salida.
En realidad, el problema de “ la misma nave” no es el del con­
cepto de identidad, sino el de nuestra definición de lo que es
una nave. Si existe una dificultad, es porque la aplicación de

16 Véase Joseph B utier, “O n Personal Id e n tity ” (The Analogy o f Religión,


1736), en Joh n P erry (ed.), Personal Identity , 2 .a ed., B erk e le y , U n iv e rsity of
C alifo rn ia Press, 2 0 0 8 , pp. 9 9 -1 0 5 , y T hom as R eid , "O f M em ory" (Essays on
the IntellectualPowers o f Man , 1785), en John P erry, oh. cit., pp, 111 y 112.
17 V éase R o d erick M . C h ish o lm , “T h e Loose and P opular and the Strict
and P hilosophical Senses of Id en tity", en N orm an S. C are y R obert H. G rim m
(eds.), Perception and Personal Identity , C lev elan d , T h e Press of C ase W estern
Reserve U n iversity, 1969, pp. 82-106. Véase tam bién R oderick M, C h isho lm ,
Person and Object: A M etaphysical Study, L ondres, G. A lie n & U n w in , 1976,
pp. 108 y 109.

87
la palabra “ nave” está mal definida. Somos nosotros los que
tenemos que decir lo que entendemos por ello. No es una
“ esencia” natural de la nave lo que nos dicta lo que queremos
decir, sino nuestras propias convenciones. Una vez fijado el
criterio de identidad, la cuestión tiene un sentido determina­
do, fregeano: podemos decir si ese barco que tenemos delante
es el que llamamos “ la nave de Teseo” .
Propongo hablar aquí de una “ regla de Geach” referente
al uso de los nombres propios con vistas a identificar el obje­
to, a partir de una página de su libro M ental Acts, en el que la
explica de manera sorprendente.
Hablando de los nombres propios, Geach quiere dejar de
lado las dos doctrinas más populares por entonces entre los
filósofos, a saber: por un lado, la doctrina empirista, según
la cual ios nombres propios son puros significantes, dotados
de un valor referencial, pero desprovistos de sentido (tesis de
John Stuart M ili); por el otro, la doctrina según la cual un
nombre propio está dotado de un sentido porque abrevia una
descripción definida (según el modelo de “ Napoleón” = “ el
vencedor de Austerlitz” = “ el vencido de Water loo” ).18
Por un lado, el nombre propio no es una abreviación de
una descripción definida, porque esta última está forzosamen­
te sacada de un episodio o de un rasgo de la vida del indivi­
duo. Ahora bien, el nombre propio está hecho para designar
al individuo durante toda su vida, desde la temprana infancia
hasta la muerte. No tiene que decirnos nada sobre la vida de
ese individuo, dado que lo nombra desde su nacimiento.

18 La teoría según la cu a l los nom bres propios están asociados a descrip­


ciones d efinidas y que pueden entonces ser elim in ad o s h a caído en desgracia
en la actu alid ad . En cam bio, la teoría opuesta según la cu a l no tienen sentido
ha vuelto a aparecer bajo un a nueva form a con la noción de “designador ríg i­
do” (Saúl Kripke).

88
Por otra parte, un nombre propio tiene que tener un sen­
tido, porque este signo está hecho para designar en numerosas
ocasiones el mismo objeto, objeto que es necesario especificar
(porque el término general “ objeto” no es un término indivi-
duativo). Como escribe Geach, “ los nombres propios expresan
una identificación; por ejemplo, el nombre propio “ el Tame­
sis” expresa la identificación de algo como un solo y mismo
río” .19 Pero si esto es así, ya existe una aplicación del concep­
to de identidad cada vez que nos servimos de una palabra
como de un nombre propio. Y es entonces cuando entra en
juego lo que sugiero llamar la “ regia de Geach” , a saber: que
en presencia de una cuestión de identidad que pregunta si el
objeto a es el mismo que el objeto k siempre podemos pregun­
tar: “ ¿el mismo qué?” (en el caso de que no lo supiéramos ya
por el contexto). Geach escribe:

“ El mismo” es una expresión fragmentaria y no tiene sentido


a menos que digamos o que queramos decir “el mismo X” , con­
siderando que la letra “X” representa aquí un término general
(lo que Frege llama un Begriffswort o un Begríffsausdruck).20

Solo queda un detalle que cambiar en esta formulación:


un “ término general” no basta en todos los casos para procu­
rar un criterio de identidad (“ el mismo X ” ), porque hay tér­
minos generales que no son individuativos. Sin embargo, lo que
Geach tiene en mente aquí es, evidentemente, un término in-
dividuativo, como lo muestran sus ejemplos (“ hom bre” ,
“río” ). A falta de un término individuativo de este tipo, no sé

19 “Proper Ñ am es express id en d ficad o n s - e.g. ‘T he T h am és’ express the


i den tifie a do n o f so m eth ín g as one and the sam e riv e r” (Peter G each, M en ta l
Acts, ob. cit., p. v n ).
z0 Ibíd., p. 69.

89
a qué le he dado un nombre propio. Y no sabiendo a qué le he
dado un nombre propio, no he nombrado nada en realidad.
¿Cuál es el alcance de esta regia? ¿Se acerca a una doctri­
na que tiende a relativizar la identidad? Es lo que pensó
Geach, aparentemente, y desarrolló diferentes teorías de la
así llam ada identidad relativa. Pero no es necesario seguirlo
en este terreno, como lo ha establecido David Wiggins, quien
mostró, en efecto, que se deberían distinguir dos cuestiones
confundidas en el debate entre Quine y Geach sobre la iden­
tidad relativa.21
(1) Primera cuestión: ¿es suficiente la simple continuidad
espaciotemporal en la existencia para garantizar la identidad
diacrónica de un individuo? ¿Puede un individuo mantener­
se en la existencia permaneciendo simplemente “ el mismo” ,
o bien es necesario que siga siendo el mismo individuo según
su tipo, es decir, ei mismo río si hablam os del Támesis, el
mismo hom bre si hablam os de un hombre y así sucesiva­
mente? A l igual que Geach, W iggins sostiene que la conti­
nuidad no es suficiente. La cuestión “ ¿el objeto x ha seguido
siendo el mismo o ha cedido su lugar al objeto y ? ” está in­
completa, le falta especificar en qué consiste ese seguir “ se­
guir siendo ei mismo” . Wiggins retoma entonces la “ regla de
Geach” : la llama la tesis de “ la dependencia sortal de la indi­
viduación” (sortal dependency o f individuation),
(2) Segunda cuestión: dados dos individuos a y b, ¿resulta
concebible que esos dos individuos sean solamente uno según
una descripción X, pero que sean distintos según una descrip­
ción Y ? Los partidarios de la identidad relativa responden
que es posible. Wiggins rechaza esa tesis de la identidad rela­
tiva. Con razón, a mi parecer, porque si aceptáramos que los
dos individuos a y b pueden ser a la vez distintos e idénticos,

21 Véase D avid W ig g in s, Sam eness a n d Substance ren ew ed , ob. cit.

90
perderíamos el beneficio de ía idea anterior (ya sea que la lla­
memos “ tesis de la dependencia sortal de la individuación” o
bien “ regla de Geach” ). Esta doctrina de la identidad relativa,
en efecto, exige que concedamos la siguiente posibilidad: los
individuos a y b son un solo y mismo X pero también son dos X
distintos. Por ejemplo: Callias mi deudor de ayer y Callias con
quien me he encontrado hoy en el agora son un solo y mismo
hombre pero son dos conjuntos de células diferentes. Si pudiéra­
mos enunciar una tesis semejante querría decir que podría­
mos nombrar a los objetos a y b sin identificarlos con ayuda
de un criterio de identidad. Por ejemplo, no tendríamos que
haber elegido entre dar el nombre “ C allias” a un ser huma­
no y dárselo a un conjunto de células.
En resumen, la contribución decisiva de Geach a la filo­
sofía de la identidad no es su teoría aventurada dé la identidad
relativa, sino más bien su insistencia, de inspiración fregeana
y también wittgensteiniana, sobre el hecho de que el empleo
de ciertos signos, a saber ios nombres propios, descansa en un
criterio gramatical de identidad, lo que conduce a restablecer
la dignidad de la noción de esencia nominal (quididad), a pe­
sar del fuego a granel empirista contra este tipo de “ esencia-
lismo aristotélico” .
En nuestro (re)aprendizaje del idioma identitario, hemos
dado un primer paso adelante.
Hemos vuelto a encontrar el sentido de nuestro empleo
elemental de la palabra “ identidad” entendida como palabra
primitiva. Lo hemos reencontrado remontando hasta nuestra
práctica lingüística de los nombres propios que damos a lo
que reconocemos como individuos. La clave que permite en­
tender el concepto elemental de identidad es este “ principio
de dependencia sortal” de las cuestiones de identidad, como
lo llam a Wiggins. De manera más sencilla, es 1a regla de
Geach relativa al uso de la expresión “ el mismo” . Tomada en
sí misma, esta regia no introduce ninguna ciase de relatividad

91
en la identidad, si reiativizar la identidad se entiende en el
sentido de una degradación de las condiciones de aplicación
del concepto (en relación con lo que sería una identidad ab­
soluta puesto que completa o perfecta) o aun en el sentido de
una contradicción interna al concepto mismo (como si se qui­
siera decir que la identidad nunca es absoluta en el sentido
de una identidad simple porque siempre es una “ identidad
en la diferencia” ).
Pero todo esto concierne únicamente a la identidad en el
sentido de lo que vuelve idéntico. Nos queda por ver si pode­
mos encontrar un camino que lleve de lo idéntico a lo identi-
taño. Ahora bien, el paradigma de la cuestión identitaria, lo
sabemos, son las dos preguntas: “ ¿Quién so y?” y “ ¿Quiénes
somos?” . Por el momento, solo hemos llegado a la pregunta
“ ¿Quién e s?” , planteada con respecto a alguien ajeno y for­
mulada en tercera persona.
E l próximo paso que tenemos que dar será el de aprender
a apropiarnos de la identidad, aprender a hablar de una iden­
tidad experimentada o concebida como algo propio a un su­
jeto, en primera persona del singular, para empezar, y luego
en primera persona del plural.
C a p ít u l o Iíí

La id e n t id a d e n s e n t id o s u b j e t iv o

“ ¿Qu ié n so y ?”

Sabemos preguntar “ ¿Quién es?” , pero ¿sabemos,preguntar


“ ¿Quién soy?” ? ¿Sabemos plantear la cuestión de la identidad
de una persona en primera persona?
Habituados como estamos boy a utilizar el idioma iden-
titario, no nos sorprende enterarnos de que tai o cual persona
está pasando por una crisis de identidad, lo que quiere decir
-explicam os- que ya no sabe quién es. ¿Pero somos capaces de
explicar qué es lo que ya la persona no sabe? La tarea es pro­
bablemente más ardua de lo que parece.
Exceptuando ciertas situaciones rocambolescas, la pre­
gunta “ ¿Quién so y?” es una pregunta que no se plantea, ri­
gurosamente hablando, a menos por supuesto que la retome­
mos, como si fuera un eco, de una pregunta que nos dirige
nuestro interlocutor. Claro que yo puedo retomar en prime­
ra persona la pregunta que usted me hace: usted me pregun­
ta quién soy yo y entonces me presento. En este caso, mi
“ ¿Quién so y?” no hace más que reproducir su pedido de in­
formación. Pregunto “ ¿Quién so y?” , pero no es a mí mismo
a quien le planteo la pregunta y no es para aclararme algo a
mí mismo que lo hago.

93
En circunstancias excepcionales, puede suceder que al­
guien se plantee esta pregunta a sí mismo. Podemos imaginar
que yo no sepa o que haya olvidado cuál es mi personaje en
un juego o en una conspiración. La pregunta se referiría aquí
a mi identidad dentro de ese juego o a mi seudónimo en una
actividad clandestina. O bien podemos imaginar que alguien
haya perdido el sentido de su propia identidad, tras una am­
nesia o una desorientación extrema. Así pone Moliere en es­
cena una crisis del protagonista de E l Avaro en el momento
en que su cofre ha desaparecido. Harpagón se increpa a sí mis­
mo y llega hasta a agarrarse por el brazo como si hubiera atra­
pado al malhechor: “ Devuélveme mi dinero, bandido... ¡Ah!
¡Soy yo! Mi espíritu está confuso y no sé dónde estoy, quién
soy y qué es lo que hago” {E l Avaro, iv, 7).
Por otra parte, aun cuando se presentara la oportunidad
de plantear la cuestión de m i propia identidad, ¿haría esta
pregunta en primera persona? Si se trata únicamente de sa­
ber cómo me llamo y a qué me dedico, la pregunta solo sería
planteada en primera persona de manera parcial, dado que,
en ese caso, soy yo quien intentaría saber quién soy, pero no es
a mí mismo a quien dirigiría esta pregunta. En efecto, supo­
niendo que ya no tenga esa información en razón de una am­
nesia, no es a mí a quien habría que preguntarle algo, sino a
los que me rodean, a los que saben.
¿Cómo es posible que queramos plantear una pregunta
que, a primera vista, es el ejemplo mismo de una pregunta que
no se plantea? Habremos comprendido el empleo del tér­
mino “ identidad” , en su sentido identitario, cuando encon­
tremos un uso para la pregunta “ ¿Quién soy ? ” en situaciones
estándar.
Para poder explicar esto tendremos que apelar probable­
mente a una teoría escolástica de las especies de identidad. E x­
plicaremos entonces que junto a la identidad “numérica” , que
es la identidad propiamente dicha, existe algo que se conoce

94
corno identidad “ cualitativa” , que consiste en que un indivi­
duo tenga la misma cualidad que otros individuos. La crisis de
identidad sería una crisis de la identidad cualitativa.
Durante la campaña de las elecciones presidenciales fran­
cesas de 2007, se podía leer en los diarios artículos que decían:
“La candidata [Segoléne Royal] destaca su identidad femenina” .
¿La identidad de sexo no sería justamente un excelente ejemplo
de identidad cualitativa? Sin embargo, si la “ identidad de sexo”
es una identidad “ cualitativa” , solo puede consistir en una cosa:
cada uno de nosotros es del mismo sexo que uno de sus dos padres.
Lo que se identifica, entonces, es uno de los dos sexos a los que
puede pertenecer la persona, no es en absoluto la persona mis­
ma. Son numerosos los individuos que comparten esa “ cuali­
dad” . Supongamos que usted recibe una llamada telefónica y
que su interlocutor se limita, en el momento de presentarse,
a “ recalcar su identidad fem enina” a título de “ identidad
cualitativa” . Habiéndola escuchado decir “ Soy una m ujer” ,
¿sabría usted quién está del otro lado del teléfono? Si ella no
dijera nada más, entonces sí que se le podría diagnosticar una
severa “ crisis de identidad” , pero esta vez en sentido literal
ya que sería incapaz de contestarle a alguien quién es.
Sin embargo, el agitado monólogo de Harpagón que acabo
de citar sugiere una vía alternativa a la del conocimiento del
estado civil. N o es porque carezca de información sobre sí
mismo que Harpagón confiesa: “ ignoro dónde estoy, quién soy
y qué es lo que hago” . Y no es interrogando a ios demás como
podrá reencontrarse a sí mismo. La alienación momentánea
de la cual es víctim a solo puede ser superada por él mismo.
Solo él puede volver en sí. Manifiestamente, la clave de esta
cuestión “ ¿Quién soy?” , que hay que plantear en primera per­
sona, debe buscarse en el hecho de que la respuesta tiene que
venir del sujeto mismo.
¿Por qué ei sujeto debe interrogarse en persona sobre su
identidad? ¿Por qué esta interrogación no puede ser delegada

95
o tratada por otros? ¿Qué diferencia existe entre la respuesta a
esta pregunta por parte de otros y por parte del sujeto mismo?
Podemos concebir dos maneras de mostrar esta diferencia.
(1) Esta sería una primera explicación: es posible que, a la
misma pregunta por su identidad personal, el sujeto tenga que
dar otra respuesta que la del estado civil. Que esto sea posible
es lo que sostiene la tesis de la pluralidad de los modos de indivi­
duación de una persona, en virtud de una polisemia del propio
término “persona” .
(2) También puede pensarse otra explicación. Puede de-
cirse que, si es necesario plantear la pregunta y responder en
primera persona, es porque el sujeto que se interroga en pri­
mera persona plantea en realidad otra pregunta distinta a la de
la identidad misma, es decir, la cuestión literal de la identidad.
La cuestión de la identidad, en sentido literal, es del tipo: ¿soy
el que usted dice o soy otro? Si la respuesta debe venir del su­
jeto, se dirá esta vez, es porque no consiste en una información
que hay que comunicar, lo que sería el sentido literal, sino en
una decisión que hay que tomar.
Voy a considerar estas dos posibilidades de manera sucesi­
va. La primera llevará a un impasse. En cuanto a la segunda, solo
llegaremos a entenderla si logramos pasar de nuestra compren­
sión de una identidad literal a la de una identidad figurada.

U n a id e n t id a d a l a v e z o b je t iv a y s u b je t iv a

Lo sabemos: fue Erikson quien introdujo ei nuevo uso del tér­


mino “ identidad” -con su diagnóstico de la “ crisis de identi­
dad” ™, a la vez que proponía como paradigma el modo en que
cada uno de nosotros se presenta a ios demás bajo tal o cual
identidad.
Como se ha señalado a menudo, Erikson nunca definió este
término. El mismo lo reconocía, por otra parte. En su artículo

96
“Identity (Psychosocial)” de la Encyclopedia o f the Social Sciences}
Erikson se lim ita a indicar que tenemos que derivar el nue­
vo empleo, el que él introduce, de nuestra noción habitual
de lo que es la identidad de alguien. Comienza su artículo de
la siguiente manera:

Cuando queremos definir la identidad de una persona, le pre­


guntamos cuál es su nombre y cuál es su lugar en la comunidad,
identidad personal dice algo más: incluye un sentido subjetivo
de continuidad en la existencia y una memoria coherente. La
identidad psicosocial tiene características aún más elusivas, tan­
to subjetivas como objetivas, tanto individuales como sociales.12

Para introducir su noción de identidad en el sentido de la


psicología social, el autor procede en tres etapas. -
En un primer momento, nos invita a partir de la pregun­
ta “ ¿Quién es?” , en el sentido de un anuario o del Who*s Who\
sabemos quién es quién cuando conocemos el nombre de la per­
sona de la que se trata y algunas de sus distinciones y cualida­
des sociales, es decir, lo que en inglés se conoce como back-
ground (familia, educación) y algunos elementos de su
curriculum vitae. ¿Cómo puede entrar en crisis este tipo de
identidad? Tal vez si se la pusiera en tela de juicio, o aun por­
que se volviera imposible de determinar tras una destrucción
de archivos y de testimonios. Si me sucediera una desgracia
semejante, indudablemente estaría desorientado y perturba­
do, pero mi conmoción no constituiría una crisis de identidad
o una pérdida de identidad en sentido estricto. Se trataría de

1Erik H, Erikson, “Identity (Psychosocial)”, en David L. Sills (ed.), In­


ternational Encyclopedia o f the Social Sciences, t. vn, Nueva York, Macmillan,
1958, pp. 61-65.
2Ibíd.,p. 61.

97
una dificultad para mantener mis propias certezas, y en últi­
ma instancia mi propia salud mental, contra el escepticismo
hostil del mundo entero.3
En un segundo momento, Erikson pasa de la tercera per­
sona a la primera. Cada uno puede preguntarse: “ ¿Quién
soy?” en el sentido de “ ¿Cómo soy, ante mis propios ojos, la
misma persona a lo largo de toda la vida? ” . Erikson hace alu­
sión ahora a una noción filosófica de la identidad personal;
Esta identidad subjetiva supone que la persona tiene que ser
definida ante todo por capacidades psicológicas y que su iden­
tidad “ en tanto persona” es la que le procura el ejercicio de
esas capacidades a lo largo del tiempo. En este caso, una “ cri­
sis de identidad” podría ser el resultado de un problema de
memoria, o incluso tal vez de una dificultad para dar cohe­
sión a la existencia pasada. Sin embargo, parece tratarse más
bien de una pérdida de unidad de la persona que de una pér­
dida de identidad. Cuando el jarrón se ha roto y está en mil
pedazos, ha perdido su estado de integridad o de unidad física,
pero es ese jarrón el que está roto y no otro cualquiera.
Finalmente, Erikson anuncia un tercer tipo de aplicación
de la pregunta por la identidad. Al plantear la cuestión: “ ¿Quién
es?” , apuntamos esta vez a la identidadpsicosocial. Desgracia­
damente, Erikson renuncia a definirla y habla únicamente
de sus “ características aún más elusivas” . Todo lo que nos dice
es que la pregunta por la identidad tomada en este tercer sen­
tido debe reunir las dos preguntas anteriores: la que puede
plantear el grupo sobre un individuo (¿Cómo se llam a? ¿A
qué se dedica?) y la que un individuo puede plantear sobre

3Clément Rosset ha descripto muchas situaciones de este tipo, y los efec­


tos de trastorno que provocan, en su ensayo Loin de moi: étude sur l ’identité
(París, Les Éditions de Minuit, 1999). [Edición en español: Lejos de mí. Estudios
sobre la identidad, Barcelona, Marbot Ediciones, 2007],

98
sí mismo (¿Cómo sigo siendo el mismo desde el nacimiento
hasta la muerte?). Nos falta, entonces, una explicación del
punto más central de la noción de identidad tal como inter­
viene en el diagnóstico de la “ crisis de identidad” : la de la re­
lación entre el aspecto objetivo y el aspecto subjetivo, la cone­
xión entre lo que piensa el grupo y lo que piensa el individuo.
Todo lo que aprendemos en este artículo es que la identi­
dad tomada en sentido psicosocial puede dar lugar a una cri­
sis. Hay una patología posible de la identidad psicosocial, de
esta relación, entonces, entre lo objetivo y lo subjetivo. Para
Erikson, esta patología puede tomar dos formas: una identi­
dad insuficiente, o bien, en cambio, un exceso de identidad. Lo
más frecuente es que Erikson hable de “ confusión de identi­
dad” . Este término no es muy feliz, indudablemente, porque
sugiere fuertemente una forma de confusión mental (según el
estereotipo del loco que se cree Napoleón). De hecho, la ex­
presión identity confusión no es más que un remedio para salir
del paso. Erikson ya había resumido su retrato clínico hablan­
do de identity diffusion. Pero sus amigos antropólogos, según
cuenta, le señalaron que ei término diffusion evocaba, para
ellos, la idea de que los “ rasgos culturales de comportamien­
to” pasan de una sociedad a otra por “ difusión” . Dicho de otro
modo, a través de una suerte de contagio de individuo a indi­
viduo. La cultura de una sociedad particular no sería nada
más, entonces, que una concentración de semejanzas entre in­
dividuos que se tomaron prestadas entre sí determinadas ca­
racterísticas culturales. Esta perspectiva atomista de la cultura
está en las antípodas de las concepciones de Erikson. Este que­
ría decir que una “ identidad” se vuelve “ difusa” (y no que se
“difunde” ) cuando no está claramente delimitada, cuando nin­
guna Gestakbxtn definida de la personalidad logra establecer­
se. Por eso, la patología puede consistir tanto en un déficit
de contornos como en el inconveniente inverso de un exce­
so de definición (overdefinition), de una insistencia demasiado

99
marcada en ío que distingue al individuo. Este exceso en la
definición de sí, además, no traduce en modo alguno una gran
seguridad del individuo, una confianza en sus propias aptitu­
des, sino, por el contrario, una incertidumbre a la cual el su­
jeto responde de manera torpe e integrista.
De modo que la crisis de identidad debe jugar en dos re­
gistros: el del individuo frente a los demás (que le reconocen
una identidad “objetiva” en el sentido del Whos Who) y el del
individuo frente a sí mismo (y es entonces cuando la identi­
dad subjetiva entra en escena). E l conflicto que ella traduce
no es el de una discordia puramente interna (como en una re­
presentación freudiana del individuo que presenta un yo tiro­
neado entre las pulsiones del ello y las severidades del superyó).
Viene del hecho de que el individuo no conseguirá integrarse
en la comunidad de la cual depende mientras no consiga acor­
dar las dos facetas de lo que Erikson llama su “ identidad” .

¿CÓMO S U B JE T IV A R L A ID E N T ID A D ?

Erikson nos invita a concebir la identidad psicosocial como


una síntesis entre la identidad “ objetiva” (mi identidad se­
gún el Who’s Who) y la identidad “ subjetiva” (mi identidad
según m i experiencia personal). Pero antes de poder reunir
estos dos sentidos, habría que ponerse de acuerdo sobre lo que
queremos decir por “ subjetividad” .
Hoy en día, el término ha pasado a la lengua ordinaria,
pero lo que frecuentemente significa en ella no es más que
una vaga insistencia en la libertad individual, el derecho a
tener ciertas opiniones y gustos o incluso la imposibilidad
de justificar una afirmación si no es a través del testimonio de
lo que se ha sentido o las exigencias de la conciencia moral.
En filosofía, no podemos utilizar este término técnico de una
manera tan vaga.

100
Lo que nos proponemos es volver subjetiva la cuestión, dicho
de otro modo, subjetivarla.4 ¿Pero a qué le damos el nombre de
subjetivo? Parece fácil dar una definición capaz de ser aceptada
por todas las escuelas filosóficas: literalmente, es subjetivo lo que
está en el sujeto. Más precisamente: posee el modo subjetivo de
existencia aquello que puede existir en el sujeto (y que tal vez
no pueda existir más que en el sujeto). Sin embargo, hay que pre­
cisar ese “ en el sujeto” , y es ahí donde empiezan las dificultades.
En primer lugar, no quiere decir: en el individuo humano. En
este individuo encontraremos un cerebro, un corazón, las visce­
ras, pero estas partes de su persona no tienen nada de subjetivo
(a menos que las comprendamos en sentido metafórico). No
quiere decir tampoco “en ei sujeto” en ei sentido de Aristóteles,
es decir, en el sentido de que el color de un caballo blanco está
en ese caballo “ como en su sujeto” (lo que significa simplemen­
te que esa blancura existe en la medida en que el caballo es de
ese color, en que es el sujeto de predicación de esa cualidad).

4 En un uso contemporáneo del verbo “subjetivar”, frecuente entre los


psicoanalistas franceses, se confunden alegremente dos cosas: por un lado, sub-
jetivar una propiedad o un estado, es decir, hacerlos depender del sujeto cog­
noscente más que del objeto conocido; por otro, dar o imponer a alguien o a
algo el estatuto de un sujeto, en uno de los sentidos de esta palabra. Me atengo,
por mi parte, a su sentido clásico: subjetivar algo es v o lv erlo su b jetivo (Littré).
En cuanto a darle a alguien que aún no lo ten ía el estatuto de “sujeto”, cuando
no se trata de “sujetarlo” (a una voluntad soberana), sino de hacer de él un
ser consciente de su actividad, se trata de una operación que exigiría una ex­
plicación. Ahora bien, la literatura que trata del “devenir sujeto” no nos pro­
porciona esta ocasión más que un juego de palabras, como ha señalado Étienne
Balibar en su C itoyen S ujet e t au tres essais d ’a n th ro p o lo gieph ilosop h iq u e (París,
puf , 2011). A menos que demos una explicación trivial: al recobrar la con­
ciencia (después de un estado de coma), el paciente vuelve a estar consciente
y vuelve a ser, por lo tanto, sujeto de una conciencia. Y por extensión, al reco­
brar la conciencia de que su situación es grave, el individuo progresa en su
conciencia de la situación y, por lo tanto, es más sujeto que antes puesto que
ha ampliado el campo de su conciencia.

101
Evidentemente, la palabra “ sujeto” está tomada aquí en el
sentido moderno del sujeto consciente de sí. Y es en este sen­
tido, entonces, como voy a entenderla. Pero la existencia sub­
jetiva, es decir, la existencia en el sujeto consciente de sí, se
entiende hoy desafortunadamente en dos sentidos completa­
mente opuestos. Hay dos filosofías rivales de la subjetividad.
Por un lado, podemos tomar lo subjetivo en el sentido de
las doctrinas de la interioridad mental. En este caso, lo subjetivo
se define como lo que existe en el sujeto con un modo de exis­
tencia que le prohíbe salir de él, de volverse manifiesto o públi­
co. La interioridad tiene un carácter exclusivo: solamente el
sujeto tiene un acceso cognitivo directo a sus estados mentales.
Por otro lado, podemos solicitar nuestro concepto de lo
subjetivo a las doctrinas de la expresividadpersonal La subjeti­
vidad de un individuo corresponde, entonces, a las capacida­
des de expresión que es capaz de mostrar. Se halla en ei sujeto
aquello mismo que el sujeto es capaz de exteriorizar por sí
mismo, dicho de otro modo, aquello que es capaz de expresar.
La teoría de la interioridad mental toma su concepto de
lo subjetivo de una epistemología cuyo principio es el siguien­
te. Es subjetivo lo que está en ei sujeto en el sentido de que es
algo que no se deja ver o examinar en el mundo. Hay en el mun­
do fenómenos accesibles a todos los observadores, por ejem­
plo, la presencia (o no) de un árbol en mi jardín. Por otro lado,
hay fenómenos que solamente son accesibles a un solo sujeto,
son ios fenómenos de su espíritu. El sujeto es el único que está
en condiciones de ver lo que sucede dentro de é l Lo único que
los otros pueden formular sobre su estado interior son hipóte­
sis. Un tipo de subjetividad semejante, definida por el acceso
privado a sí mismo, supone entonces una doctrina del espíritu
constituida a partir del principio de la interioridad de ios es­
tados mentales. Si soy ei único en poder ver y examinar algo,
indudablemente puedo hablar de ello, pero no puedo mostrar­
lo. La subjetividad como interioridad de los estados privados

102
tiene necesariamente algo de soiipsista: sean cuales sean mis
esfuerzos por dar a conocer los estados que vivo, sigo siendo el
único que puede verlos (o entrar en contacto cognitivo con
ellos). Usted mismo no puede hacerlo, como yo no puedo ver
sus estados mentales tampoco. E l hecho de su vida mental
presenta un carácter hipotético para mí o, si se quiere, “ cons­
truido” (por analogía): planteo la hipótesis de que cuando us­
ted está en la misma situación que yo y parece reaccionar
como yo es porque se encuentra en el mismo estado mental
que yo. Y, sin embargo, solo se trata de una hipótesis y, filo­
sóficamente hablando, sigue cabiendo la duda de que sea así.
Según la teoría expresivista, en cambio, lo subjetivo es
eminentemente accesible a todos. Es subjetivo, en efecto, lo
que está dentro del sujeto en ei sentido de que puede salir de
él como un acto expresivo. Podemos considerar, por ejemplo,
que alguien tiene dentro de sí diferentes conocimientos, re­
cuerdos, opiniones, etc., si puede compartirlos con nosotros
expresándolos. Si encontramos las informaciones o las opi­
niones en cuestión en el discurso que enuncia, es la prueba de
que las tenía en él. La subjetividad será aquí globalmente la
capacidad de comportamiento expresivo. La diferencia entre
lo subjetivo y lo objetivo es entonces la que separa una capa­
cidad, del ejercicio de esa capacidad, y ia capacidad de decir
algo, de la actividad de decirlo.
Charles Taylor ha mostrado cómo estas dos concepciones del
espíritu dieron nacimiento a partir de finales del siglo x v i i a dos
teorías del lenguaje.5 Para la teoría de la interioridad mental,
los signos lingüísticos no pueden ser más que signos inductivos.3

3Charles Taylor, “Aetion as Expressiori”, en C, Diamond y J, Teichman


(eds.), Intentiori and Intentionality, Brighton, The Harvester Press, 1979, pp.
73-89. Véanse también los textos reunidos en su Human Agency andLanguage,
Cambridge, Cambridge University Press, 1985.

103
No pueden transmitir ei pensamiento mismo del locutor, no
pueden más que señalarlo indirectamente, indicar que está
presente en él. Le corresponde al oyente aprender a asociar al
signo emitido por el locutor un pensamiento que él mismo, en
tanto que oyente, debe encontrar en su propio espíritu, y for­
mular luego la hipótesis según la cual los dos pensamientos, el
suyo y el de quien habla, no difieren demasiado uno del otro.
Sucede algo muy distinto con la teoría expresivista del lengua­
je: el pensamiento del locutor es suyo porque se lo puede buscar
en su comportamiento expresivo y en su discurso como algo
que proviene de él. El comportamiento expresivo no manifiesta
el estado del sujeto, como el enrojecimiento puede ser indicio de
fiebre, sino a la manera en que un rostro expresa un estado
de ánimo, o un gesto hecho con la mano indica la dirección a
seguir y sobre todo la manera cómo un signo lingüístico dice
algo en virtud de una articulación introducida por ei sujeto.
De hecho, es la filosofía de la subjetividad como interio­
ridad mental la que le da su vocabulario a Erikson, cuando
este opone una identidad subjetiva a la identidad objetiva: en­
tre estas dos identidades, la diferencia es que tengo sobre mi
propia persona un punto de vista interior,; que no corresponde
necesariamente al punto de vista exterior de los demás sobre
mí. Puede concebirse entonces que la pregunta “ ¿Quién soy?”
reciba dos respuestas, la de los otros y la mía. Sería convenien­
te, por lo tanto, comenzar por esta primera concepción de la
subjetividad -la de la psicología reflexiva clásica- para saber
si puede dar cuenta de la pregunta por la identidad en tanto
que el sujeto debe responderla en persona.

S e r u n o m is m o a n t e s u s p r o p i o s o jo s

¿Por qué plantear la pregunta “ ¿Q uién so y ? ” en prim era


persona? Toda una tradición platónica responde que esto

104
es indispensable sí queremos reform ar el concepto de per­
sona en un sentido subjetivo.
¿Por qué reformar, dirá usted, nuestro concepto de persona
en un sentido subjetivo? Dos tipos de motivo se invocan desde
John Locke. E l motivo metafisico es que hay que liberar el con­
cepto de persona de un sistema metafisico indefendible en el
terreno empirista: como el concepto de substancia no ha podi­
do ser derivado de una experiencia sensible, no puede servirnos
para concebir la persona. E l motivo moral es que el concepto de
persona debe ser adaptado a nuestra concepción de la respon­
sabilidad: solo puedo ser responsable de lo que sé que he hecho.6
Quien defendió vigorosamente esta reforma en Francia
fue nada menos que Voltaire. Más aún, puede decirse que gra­
cias a su propaganda en favor de las ideas de Locke, Voltaire
las introdujo en la lengua francesa, como puede constatarse al
consultar el artículo “ identidad” del diccionario de Littré.
Leemos en la acepción número tres: “Conciencia que una per­
sona tiene de sí misma” . Littré cita entonces a Voltaire cuan­
do este elogia a Locke en los siguientes términos: “ Fue el pri­
mero que permitió ver lo que es la identidad y lo que es ser la
misma persona, uno mismo” . Littré agrega: “ Identidad per­
sonal, persistencia de la conciencia de sí que un individuo
posee” . Esta definición de la identidad personal, exactamente
la misma que invocaba Erikson como sentido “ subjetivo” de la
identidad, supone que la reforma propuesta por Voltaire
haya sido adoptada, que esté integrada en las costumbres.
¿Puede estarlo? Es lo que voy a preguntarme, antes de volver
a Locke y a sus paradojas, a través del comentario de dos textos
de Voltaire citados por Littré.

6 Para una excelente presentación de las razones por las cuales adoptar
una definición subjetiva de la persona, véase el texto de Stéphane Chauvier
en su breve ensayo, ¿Q ué es una persona? {2arís, Vrin, 2003).

105
En Littré encontramos los dos motivos de revisar el con­
cepto de persona. En el capítulo x x ix de su ensayo breve ti­
tulado Elfilósofo ignorantef pasa de una crítica metafísica a
una crítica moral de las perspectivas tradicionales.
E l antiguo concepto de persona apelaba a un concepto
de substancia. Según la definición comúnmente aceptada
desde Boecio, la persona es una “ substancia individual de
naturaleza racional” (;rationalis naturae individua substantia
Pero Voltaire aprendió de Locke que el concepto de substan­
cia no permitía pensar nada: la substancia es un “ no sé qué”
que no se puede caracterizar o describir, sino solamente in­
vocar para servir de soporte ontológico a las cualidades sen­
sibles de la cosa.
Después de cargar contra las ideas innatas y contra la subs­
tancia, Voltaire resume la lección de Locke sobre la identidad
personal. Debemos reconocer, escribe,

Que no soy la misma persona a menos que tenga la memoria y


la percepción de mi propia memoria: dado que al no tener ya
ni la más mínima parte del cuerpo que tenía en la infancia, al
no tener el menor recuerdo de las ideas que me afectaron78a esa
edad, no soy ese mismo niño más de lo que pueda ser Confucio
o Zoroastro. Me consideran la misma persona aquellos que me

7Según su editor, Voltaire habría escrito Elfilósofo ignorante a fines de


1766. Cito los textos a partir de la siguiente edición: Voltaire, M étanges,
París, Gallimard, Bibliothéque de la Pléíade, 1961, cap. xxix: “De Locke",
pp. 887-891. [Edición en español: E lfilósofo ignorante, Madrid, Fórcoía Edi­
ciones, 2010].
8Voltaire se expresa como un empirista. La palabra “idea" no tiene aquí
su sentido intelectual ordinario, sino que se supone que designa toda clase
de acontecimiento mental del que el individuo ha tenido que tomar cono­
cimiento a través de su percepción interna, lo que incluye por consiguiente
las sensaciones.

106
vieron crecer y siempre han estado a mi lado; pero no tengo en
modo alguno la misma existencia; ya no soy el antiguo yo mis­
mo; soy una nueva identidad, ¡lo que trae algunas singulares
consecuencias!9

Vemos esbozarse aquí la oposición entre los dos puntos de


vista sobre la persona. Por un lado, el punto de vista exterior
de los otros sobre mi persona: M e consideran la misma persona
aquellos que me vieron crecery que siempre han estado a mi lado.
Por otro lado, el punto de vista del individuo acerca de sí mis­
mo, el punto de vista que soy ei único en tener sobre mi exis­
tencia y mi identidad. Subjetivamente, ya no soy ese niño,ya
no soy el antiguo yo mismo; soy una nueva identidad.
De modo que si seguimos a Voltaire, que declara con todo
derecho ser discípulo de Locke, tenemos que distinguir dos
cuestiones:
(1) ¿Sigo siendo ese mismo niño?
(2) ¿Sigo siendo ese mismo niño ante mispropios ojos?
La condición que se agrega sugiere que puedo ser el mis­
mo (el mismo, por ejemplo, que ese chiquito que está en la foto
o en un relato) sin serio “ a mis propios ojos” . Estas palabras
forman lo que podría llamarse una cláusula de subjetividad., es
decir, una manera de restringir las condiciones de verdad de
una respuesta que se dará ante un hecho subjetivo: ¿sucede lo
mismo para el sujeto mismo, en su conciencia? Esta restricción
se expresa a menudo a través de la locución “para sí” (für sicli).
Voltaire ha retenido, entonces, la lección de Locke: es conve­
niente subjetivar la identidad personal.
Soy la misma persona que X si lo soy a mis propios ojos.
Por lo tanto, soy una persona distinta de X si a mís propios
ojos X es una persona distinta de mí. Com o lo adm ite el

9 Voltaire, Elfilósofo ignorante, ob. cit., pp. 88 B y 889.

107
propio Voltaire, una persona subjetiva así definida no tiene
infancia más allá de sus recuerdos de infancia. Su identidad
no es genealógica. A decir verdad, en tanto persona subjetiva,
no nací como hombre el día de mi nacimiento.
Cuántas consecuencias, escribe Voltaire. Ya sacaba esas
consecuencias m orales en un capítulo de su Tratado de
metafísica,101en el que abordaba la cuestión de la inmortalidad
del alma (y de lo que vuelve deseable a este atributo). Se pre­
gunta allí por lo que vuelve a un hombre un sujeto de impu­
tación moral y jurídica responsable de sus actos. Como Locke,
amplía esta cuestión invitándonos a transportarnos al día del
juicio Final. Este es su razonamiento sobre un individuo, al
que llamará Jacques:

Lo que constituye la persona de Jacques, lo que hace que Jac­


ques sea él mismo y el mismo que era ayer a sus propios ojos,
es que vuelve a recordar ideas que tuvo ayer y que en su enten­
dimiento une su existencia de ayer a la de hoy. Porque si hu­
biera perdido la memoria por completo, su existencia pasada
le resultaría tan extraña como la de otro hombre; ya no sería
el Jacques de ayer, la misma persona, más de lo que sería Só­
crates o César. Ahora bien, supongo que jacques en su última
enfermedad perdió totalmente la memoria y muere, por con­
siguiente, sin ser el mismo Jacques que ha vivido: ¿le devolve­
rá Dios al alma esa memoria que ha perdido? ¿Creará de nue­
vo esas ideas que ya no existen ? En ese caso, ¿no será un
hombre enteramente nuevo, tan diferente del primero como
un indio lo es de un europeo?i!

10Según eí editor de Voltaire, el Tratado de metafísica habría sido escrito


entre 1754 y 1758 (véase Voltaire, M élanges, ob. cit., p, 1418).
11 Voltaire, Tratado de metafísica, ob. cit., p, 185.

108
La persona que nosotros llamábamos Jacques ayer le resul­
ta hoy tan extraña como estas figuras de la Antigüedad. Por
lo tanto, el concepto de persona es totalmente subjetivo, dado
que existe la misma diferencia entre la vida pasada del amné-
sico y su presente, que entre su vida y la de otro hombre.
De esta definición de la persona, saca Voltaire inmediata­
mente una consecuencia de orden moral. E l razonamiento es
el siguiente. Si Jacques (que está presente delante de nosotros)
ha olvidado todo lo que ha hecho y dicho el Jacques de ayer,
entonces no reconoce en la conducta del Jacques de ayer algo
por lo cual tenga que responder. Los actos que ha realizado
ayer le parecen haber sido ejecutados por un extraño, alguien
desconocido para él. Esto es así subjetivamente hablando,
puesto que no se trata aquí de saber lo que ha hecho Jacques,
sino lo que tiene conciencia de haber hecho.
Para describir una experiencia de alienación o de despose­
sión, se recurre habitualmente a la analogía de una diferencia
entre dos personas: es como si alguien se hubiera convertido en
otro hombre. E l filósofo da un paso más. No se limita a la des­
cripción de una experiencia: Jacques se halla frente a sus propios
actos de ayer (que le cuentan) como si se hallara frente a las ac­
ciones de un extraño. E l filósofo se plantea que Jacques se ha
vuelto extraño para sí mismo, que ahora es otra persona. ¿Pero
cómo podría haberse convertido en otra persona si sigue siendo
- y nadie lo discute- el mismo hombre? E l filósofo responde:
desde el punto de vista de su conciencia, es otra persona porque
no puede identificarse como el mismo yo que el Jacques de ayer.
De este modo, la conciencia de sí, en tanto que memoria del agen­
te, se convierte de ahora en más en lo que constituye a la persona.
Por consiguiente, si seguimos a Voltaire, que seguía en este
punto a Locke, tenemos que adoptar una concepción dualista
de la persona. Una cosa es ser y seguir siendo el mismo individuo
humano, que vive una vida humana, pero otra cosa es ser y se­
guir siendo el mismo yo, el mismo sujeto de una vida consciente.

109
A decir verdad, el lector de este fragmento tiene la impre­
sión de que Voltaire se esfuerza por atenuar la revolución fi­
losófica que lleva a cabo aquí, al no dar más que un solo ejem­
plo de disociación entre Jacques y suyo. Supone que Jacques
sufre de amnesia. Voltaire parece decir: alguien que, como
Jacques, no dispone de toda su memoria sigue siendo como no­
sotros; es una persona humana, pero que tendría una menor
superficie diacrónica puesto que su identidad se mide por la
extensión de su memoria. Jacques es una persona como nosotros,
pero disminuida.
Esta impresión se ve reforzada por el hecho de que Vol-
taire vuelve a la narración en tercera persona y no se priva
entonces de nombrarla persona de Jacques. Ahora bien, este
nombre es el que todo el mundo utiliza en su entorno y que
ha sido dado a un ser humano. Sin embargo, la persona, en
el sentido de Locke, no es ei ser hum ano. Com o lo ha ex­
puesto Voltaire, es el sujeto de la memoria. Cuando V oltai­
re le da el nombre “ Jacques” a un ser humano, no se lo da a
un individuo humano. Por eso, normalmente hay que mul­
tiplicar las personas que se suceden en el m ism o cuerpo.
Puesto que hay alguien que es “ el Jacques de ayer” y que ha
desaparecido en la medida en que todo recuerdo de sus ac­
ciones ha desaparecido, es necesario que también exista “ el
Jacques de hoy” , el que justamente se distingue del de ayer
tanto como se distingue de la persona de Sócrates o de César.
¿Pero sabemos dar nombres propios a esta clase de personas
subjetivas?
Porque Voltaire no se queda en la fórmula del es como si.
Da un paso más, de hecho, e intenta seguir la lógica del nue­
vo concepto de persona. Para respetar esta lógica, no hay que
decir: es como si el Jacques de hoy fuera (a sus propios ojos)
una persona distinta del Jacques de ayer. Hay que decir: a
Jacques le parece -o más bien a l Jacques de hoy- que la perso­
na de la que le hablamos (Jacques en su comportamiento de

110
la víspera) es un extraño. Y es esta apariencia subjetiva lo que
constituye en adelante la identidad personal.
Es obvio que Jacques no puede ser responsable de una ac­
ción realizada ayer si no es él quien la hizo: esta es la respon­
sabilidad ligada al hecho de ser una persona y de saber, en­
tonces, lo que se ha hecho. Es el autor de la acción realizada
ayer a condición de ser la misma persona que realizó esa acción.
Por lo tanto, en virtud de la nueva definición de la persona,
Jacques solo ha realizado en tanto que persona las acciones rea­
lizadas ayer por él (y aquí debemos agregar: realizadas por él
en tanto que hombre) si recuerda hoy haberlas hecho. El Jacques
de hoy no es la misma persona que ei Jacques de ayer, a menos
que tenga conciencia de las acciones de aquel Jacques de ayer
como de sus propias acciones.
En el fondo, volvemos a encontrar en Voltaire el argumen­
to de Epicarmo, pero un argumento traspuesto de una metafí­
sica del ser vivo a una metafísica del flujo de conciencia. En
el argumento griego del crecimiento, un cambio en la com­
posición material del individuo produce un nuevo' individuo.
En la versión psicológica, un cambio en la composición psí­
quica (el espíritu está compuesto de impresiones, de “ ideas” )
produce una nueva persona. Lo que explica que aparezcan las
mismas objeciones en cuanto a las relaciones que podemos te­
ner con una persona redefinida de esa manera. Podemos ima­
ginar escenas cómicas en las cuales un personaje invocaría la
filosofía subjetiva de la persona.
Supongamos que Jacques contrajo algún tipo de compro­
miso con nosotros ayer: nos ha prometido que reembolsaría
en veinticuatro horas el préstamo que le habíamos acordado.
Pero hoy ha olvidado lo dicho y lo hecho en la víspera. A sus
propios ojos, ya no es el Jacques de ayer. Por consiguiente,
como discípulo de Locke y de Voltaire, nos declara que no
puede considerárselo personalmente responsable de las deudas
del Jacques de ayer. ¿Cómo se le exigiría que pague lo que ha

m
prometido pagar el Jacques de ayer, puesto que ya no es la
misma persona que ese Jacques? Es como si le pidiéramos
que pagara las deudas de Sócrates o de César. ¿Podemos acep­
tar esta declaración? ¿La aceptaríamos a condición de que
nos parezca sincera?
Creo que podríamos comprender fácilmente a un Jacques
que cuestionara ser el mismo hombre que el que se ha endeuda­
do y que nos dijera: “ Ustedes me toman por otro, hay un error
de persona” (en ei sentido del individuo humano). Entende­
ríamos lo que dice y sabríamos qué hacer para probarle que
el hombre en cuestión es, efectivamente, él. ¿Pero cuál sería
nuestra reacción si nos dijera: “ Reconozco que soy el mismo
hombre, pero no soy la misma persona a mis propios ojos, y
la filosofía ha demostrado que uno es la misma persona solo
si es la misma persona ante sus propios ojos” ?
¿Y qué sucede con respecto al futuro? ¿Qué sucedería en
el momento en que Jacques contrae un compromiso (por
ejemplo, el de reembolsar mañana un préstamo que contrajo
hoy)? Está claro que al hacer esta promesa aplica el concepto
de identidad a su concepto de persona. A l comprometerse, en
efecto, anuncia que es él quien se verá obligado mañana a re­
embolsar el préstamo. A través del empleo de la primera per­
sona, se identifica a sí mismo como agente del reembolso a ve­
nir. Por eso, nos interesa saber cuál es su concepto de persona.
¿Quién queda comprometido por la promesa de Jacques de
reembolsar personalmente el préstamo? ¿Es el hombre que ha
prometido o solamente la persona subjetiva que recuerda ha­
ber prometido? En este últim o caso, es como si la promesa
conllevara una cláusula de restricción subjetiva: le prometo
reembolsarlo mañana y estaré personalmente obligado a re­
em bolsarlo mañana, a condición, sin embargo, de no haber
olvidado entretanto este compromiso.
Me parece que exigiríamos que el hombre que así se com­
promete utilice el concepto ordinario de identidad personal y

112
no eí concepto de ios discípulos de Locke. Para nosotros, quien
debe comprometerse en una promesa es la persona que es la
misma en tanto que es el mismo individuo humano, no es la
que dice ser la misma en tanto que sujeto de la memoria de si.
Supongamos, no obstante, que Jacques se aferre a su con­
cepto subjetivo de persona y que nos ofrezca la segunda clase
de promesa, la que compromete al yo de la filosofía y no al ser
humano. ¿Es posible obligarse a algo cuando el “ yo” es toma­
do subjetivamente? ¿Qué podríamos pedirle para que se con­
sidere realmente obligado por el compromiso que toma? ¿Po­
dríamos pedirle que incluya en su compromiso la promesa de
no olvidar? Sería inútil por completo, porque si puede cier­
tamente comprometerse a pagar, no puede comprometerse a
recordar que tiene que pagar. Y esto es así porque un compro­
miso de esta naturaleza no agregaría nada. Le bastaría con ol­
vidar que ha prometido no olvidar para quedar desligado de
su promesa. De modo que una promesa de este tipo, que des­
cansa en la conciencia de sí, no compromete a nada.

El p r ín c ip e y e l z a p a t e r o

Voltaire presentó la doctrina de Locke en su aspecto más fácil


de comprender y de hacer plausible. Hizo un buen trabajo de
propagandista de las nuevas ideas.
Pero, en realidad, la reform a conceptual propuesta por
Locke en el Ensayo sobre el entendimiento humano es mucho
más radical. Según el concepto subjetivo de la personalidad
que defiende Voltaire, no es suficiente ser el mismo hombre que
Jacques para ser la misma persona que Jacques. Ahora bien, esto
tiene una consecuencia paradójica de la que Voltaire no habla,
pero que Locke había explicitado con claridad: no es necesario
ser el mismo hombre que Jacques para ser la misma persona
que Jacques. Basta con ser el mismo sf con estar constituido

113
como persona por la misma conciencia de sí o, dicho de otro
modo, basta con tener los mismos recuerdos.
La teoría que funda la personalidad en la conciencia de sí
contiene una paradoja filosófica. Esta teoría pretende sostener
que Jacques puede volverse tan extraño a sí mismo como Só­
crates o César le son extraños. Pero para poder sostener esta
tesis hay que adm itir la posibilidad teórica de que Jacques,
inversamente, pueda recordar haber realizado las acciones de
Sócrates, y también por otra parte las de César, y que no se re­
conozca a sí mismo en sus biografías. En efecto, la única razón
que hace que Jacques no sea la misma persona que Sócrates
es que la conciencia de sí de Jacques no le permite reivindicar
como suyas las acciones de Sócrates. ¿Pero qué deberíamos
decir si esta conciencia de sí previniera a Jacques de que ha
realizado las acciones de Sócrates? Es una posibilidad de este
tipo la que Locke pone en escena en su pequeña fabula del
príncipe y el zapatero.12
Esta fábula busca convencernos de que nuestro concepto
ordinario de persona es indeterminado y exige ser precisado. El
guión sobre el que se construye pone en escena a dos personajes:
uno es el príncipe, el otro es el zapatero. Imaginemos una trans­
migración que haría pasar el alma y la conciencia del príncipe
a la del zapatero. Puede agregarse que esta transformación se
realiza durante la noche, mientras los dos personajes están dor­
midos, de modo que en un comienzo no se dan cuenta de. nada.
Locke no nos pide, por supuesto, que creamos que esto puede
pasar, solamente que comprendamos la fábula.13

12 John Locke, An E stay C o n ce m in g H u m an U n d en ta n d in g , Peter H.


Nidditch (ed.), Oxford, Oxford University Press, 1975, n, xxvn, § 15. [Edición
en español: E nsayo sobre e l en ten d im ien to hum ano , iVléxico, f c b , 1999].
13 Para él, sin embargo, el dogma de la resurrección de ios cuerpos supone
algo de este tipo, puesto que es difícil concebir que cada uno haya resucitado

114
Cuando amanece, alguien se despierta en la cama del za­
patero. Se sabe que fue, efectivamente, el zapatero quien se
acostó en esa cama la noche anterior. Podemos incluso darle
a ese zapatero una mujer acostada a su lado. Entonces, cuando
la mujer deí zapatero se despierta por la mañana, ¿a quién en­
cuentra a su lado en la cama? ¿Quién se encuentra ahora en
la cama del zapatero? Según Locke, nuestra pregunta es ambi­
gua. Si nos preguntamos qué persona en el sentido de qué hom­
bre., la respuesta es que se trata del zapatero. Pero si nos pregun­
tamos qué persona en el sentido de qué sujeto (selfj la respuesta
es que se trata del príncipe. En efecto, el cuerpo humano del
zapatero alberga ahora al sujeto de la conciencia del príncipe.
Locke considera que la pregunta “ ¿Quién es?” es am bi­
gua. Cada uno de nosotros tiene varias identidades, puede ser
identificado de varias maneras, de modo que dichas identifi­
caciones podrían en principio divergir. Es lo que sucede en
el caso de la transmigración del alma del príncipe al cuerpo
del zapatero:

Porque cuando, llevando con ella la conciencia de su vida


pasada, el alma de un príncipe entra en el cuerpo de un za­
patero y se encarna en él [enter and inforrn the body o f a cobbler)
apenas este ha sido abandonado por su propia alma, todos
pueden ver claramente que se trata de la misma persona que
ese príncipe, y responsable solo de sus actos: ¿pero quién di­
ría que es el mismo hombre? El cuerpo también entra en la
constitución del hombre y supongo que para cada uno es el

en su propio cuerpo si este ha desaparecido hace mucho tiempo. Hoy en día,


los filósofos que defienden una concepción neoiockeana de la persona prefie­
ren imaginar escenas de cirugía ficcionales que permiten desplazar el cerebro
del príncipe al cráneo del zapatero. La intención es la misma: se trata hoy
como ayer de plantear la cuestión de la identidad personal y de explorar las
consecuencias de una definición subjetiva de la persona.

115
cuerpo lo que determina al hombre, mientras que el alma, con
todos sus pensamientos principescos, no lo convertiría en otro
hombre, sino que seguiría siendo el mismo zapatero para todos,
salvo para él mismo.14

Locke concluye que nuestra versión de “ la misma perso­


na” sigue siendo indeterminada: a nosotros nos cabe decidir
si elegimos identificar a alguien por su cuerpo humano o por
sus pensamientos.
A l sostener que cada uno de nosotros tiene en realidad va­
rias identidades, Locke inventa una nueva fórmula del dua­
lismo del cuerpo y el alma, una fórmula que puede sobrevivir
a todas las críticas del substancialismo cartesiano. ¿Por qué el
substancialismo de Descartes tiene que separar el alma como
substancia del cuerpo como substancia? Porque hay una eta­
pa, en la meditación cartesiana, en la que el filósofo se plantea
la pregunta “ ¿Tengo un cuerpo?” . Sobrentendido: es conce­
bible que yo exista (como lo prueba el argumento del cogito),
pero que el cuerpo que creía tener no exista (o no sea más que
un sueño). Locke no nos pide que creamos que el sujeto pen­
sante puede existir sin ser al mismo tiempo un animal huma­
no. En este sentido, su doctrina de la persona no es dualista.
Sin embargo, establece una diferencia real entre la identidad
de un hombre y la de una persona (de un yo, de un sejf). La
identidad de un hombre es de tipo biográfico: es el hecho de
ser el mismo ser vivo, identificado por sus padres y la conti­
nuidad de su vida. La identidad de un yo descansa en la con­
ciencia de ser el mismo sujeto pensante que alguien del pasado;
dicho de otro modo, descansa en la memoria de sus estados
conscientes sucesivos.

14Cito la versión de Étíenne Balibar en John Locke, Identité et dijférence;


l'invention de la conscience, París, Editions du Seuil, “Points", 1998, p. 161.

116
A través del argumento del cogito, Descartes establece
primero, para su propia satisfacción, que es un yo, un ego. Le
queda entonces por confirmar, a través de un difícil razona­
miento metafísico, su propia humanidad y su individuación
en tanto que hombre conocido bajo el nombre de Rene Des­
cartes. Locke no sugiere de ninguna manera que la persona
pueda existir como un puro sujeto de conciencia, como puro
ego, sin estar dotado al mismo tiempo de un cuerpo humano.
El nuevo dualismo consiste entonces en decir: a cada instan­
te de mi vida mental de sujeto pensante, también soy un hom­
bre, pero no necesariamente el mismo hombre. E inversamente,
a cada instante de mi vida humana soy un yo, un sujeto cons­
ciente de sus operaciones mentales, pero no necesariamente
el mismo yo.
De este modo, lo audaz de la idea de Locke no pasa por
el hecho de que un individuo como yo pueda ser descripto de
diferentes maneras, lo que nadie ha discutido nunca. Su idea
es que puedo ser identificado de muchas maneras. Lo que abre
la posibilidad de un conflicto entre m i identidad para los
otros y mi identidad para mí mismo, entre el “para los otros
distintos de m í” y el “ para m í” . Conflicto que todas las epis­
temologías por venir intentarán superar buscando un medio
de hacer coincidir los dos puntos de vista sobre el individuo:
el de ios otros (el para-el-otro) y el suyo propio (el para-sí).

R e e n c o n t r a r e l p r o p io yo

La definición subjetiva de la persona que defiende Locke tie­


ne una consecuencia frente a la cual, como verdadero filósofo,
no retrocede: no habría nada ilógico en el hecho de que todas
las mañanas, en el momento en que me despierto, quiera ve­
rificar si me encuentro en el mismo cuerpo que la víspera, si soy
efectivamente el mismo hombre que aquel con el que coincidía

117
ayer. En una sabrosa página de En busca del tiempo perdido,
Proust apela a esta misma psicología para describir la confu­
sión momentánea de quien sale de un profundo sueno. La idea
es que este tipo de sueño constituye una verdadera alienación
mental, semejante a un estado de coma. Pero en lugar de po­
ner en escena un yo que verifica si fia conservado el cuerpo de
la víspera, Proust evoca más bien un cuerpo en busca de suyo.
Pone en boca de su narrador esta reflexión sobre la experien­
cia del despertar:

¿Entonces cómo, buscando su pensamiento, su personalidad


como se busca un objeto perdido, termina uno por reencontrar
el propio “yo” en lugar de otro cualquiera? ¿Por qué cuando uno
se pone a pensar nuevamente no se trata de una nueva persona­
lidad distinta de la anterior la que se encarna en nosotros? No
vemos qué es lo que dicta la elección ni por qué, entre los millo­
nes de seres humanos que podríamos ser, nos quedamos justa­
mente, una vez más, con el que éramos ayer. Qué es lo que nos
guía, cuando ha habido verdaderamente una interrupción [.. .].1S

La experiencia que se ha de describir es la de alguien que


“ recobra el sentido” después de un episodio de confusión.
Vuelve en sí. La cuestión que se plantea es inquietante: ¿cómo
hace para volver a ser exactamente la misma persona que era
en la víspera, en el momento de dormirse? ¿Cómo hace para
evitar revestir otra personalidad? El costado incongruente de la
cuestión viene aquí del hecho de que la personalidad de cada
uno (su carácter tal como se manifiesta en sus maneras de actuar
y de hablar) se representa como una suerte de vestimenta que
uno encontraría sobre la cama.

l:s Marcel Proust, A la recherche du temps perdu, 1.11: Le cote de Guermantes,


París, Gallimard, Bibüothéque de la Pléiade, 1954, p. 88.

118
E l problema con el que Proust concluye su esbozo filosó­
fico es que la psicología debería plantear si, en efecto, el hedió
de recobrar el sentido o volver nuevamente en sí (en vez de
estar alienado) tenía que ser concebido como el establecimien­
to del contacto cognitivo adecuado entre mi personalidad y
yo (entre yo, que duermo, y el yo que me pertenece, “ mi yo” ,
my self). Tendría que reconocer (por ciertas características) el
yo que me pertenece: no equivocarme sobre su identidad. Y
esto nos coloca ante la verdadera cuestión: ¿tenemos un crite­
rio de identidad para comprender lo que queremos decir
cuando hablamos del mismo yo {the same sel/)?
Es Proust, entonces, quien da la clave de esta psicología:
así como podemos haber perdido las llaves o los documentos
o podemos confundirnos de sombrero, de paraguas, de abrigo
(en los vestuarios), o equivocarnos de puerta (cuando creíamos
haber llegado a casa de unos amigos y llamamos a la puerta),
etc., así podemos equivocarnos sobre nuestra “personalidad” ,
es decir, sobre nuestro yo, sobre nuestro self A l igual que po­
demos equivocarnos sobre la persona cuando se trata de otros,
podemos equivocarnos sobre la persona cuando se trata de
nosotros mismos.
Por consiguiente, el presupuesto de esta definición subje­
tiva de la persona es la posibilidad de oponer miyo al de otro
(lo que el inglés expresa mejor, ya que se puede decir: my self).
U oponer el mismo yo a otro yo, como se opone el mismo traje (el
mío) a otro traje (el suyo). En resumen, hay que poder aplicar
el concepto de identidad al concepto de yo. Y proporcionar en­
tonces un criterio de identidad para la persona en tanto que yo.
Tenemos un criterio de identidad para nuestro concepto
antropomórfico de persona. La misma persona quiere decir,
en este caso, el mismo ser humano, sea cual sea su edad, sea que
esté en posesión de sus facultades (compos sui) o que esté dor­
mido, debilitado, amnésico, incluso incapacitado en todos los
aspectos. La filosofía después de Locke ha defendido la idea

119
de que una reforma del concepto de persona era necesaria.
Había que dar lugar a la subjetividad de la persona: para ser
la misma persona, el sujeto debe serlo ante sus propios ojos.
Ahora bien, como acabamos de verlo, para ese sujeto no se
trata de ser el mismo individuo humano ante sus propios ojos,
lo que no introduce ningún criterio nuevo, sino de ser el mismo
sujeto de conciencia, el mismo yo, el mismo self. ¿Tenemos un
criterio de identidad para el mismo self?
Proust devela el punto débil de toda esta construcción. Si
tuviéramos un criterio semejante para identificar el yo o la “per­
sonalidad” , podríamos decir en el momento de despertarnos:
“Este es u n jo, pero no es el que tenía ayer” . Podríamos hablar
del jo como de un objeto que puede ser perdido. Para ello el con­
cepto d e jo tendría que proporcionarnos un principio de indi­
viduación, lo que hemos llamado con Quine un “ término in-
dividuativo” , como lo son las palabras “ hombre” o “paraguas”.
En realidad, si la reforma subjetiva del concepto de per­
sona tuviera que ofrecer un criterio de identidad, este criterio
sería subjetivo. Jacques no es a sus propios ojos la misma perso­
na que el hombre que era ayer, porque no le parece haber sido
esa persona. Jacques sería la misma persona que Julio César
si una operación de cirugía trascendente implantara en él la
conciencia y los recuerdos de Julio César. Por lo tanto, si le pa­
rece que es idéntico a César, es César. Pero esto no proporciona
más que un criterio subjetivo. Y, como lo ha notado Wittgenstein,
es lo mismo, finalmente, tener un criterio subjetivo y no tener
criterio en absoluto, dado que toda aplicación del criterio me
deja en la apariencia: “ Aquí nos gustaría decir: Es correcto lo
que me parecerá siempre correcto. Y esto quiere decir solamen­
te que aquí no podemos decir nada ‘correcto” ’.16

16 Ludwig Wittgenstein, Investigaciones jilosójicas, ob. cit,, § 258.

120
E l d e r e c h o a l a s u b je t iv id a d

Queremos aprender el buen uso del idioma identitario. Para


hacerlo, buscamos entender cómo la cuestión de mi identidad
puede volverse subjetiva, lo que quiere decir: cómo puede exi­
gir una respuesta que no puede ser dada más que por mi en
persona (m propria persona). Se había presentado una primera
solución, que nos invitaba a plantear que el individuo huma­
no posee en realidad dos identidades, una en tanto que ser
vivo, la otra en tanto que sujeto que se da a sí mismo en la ex­
periencia de ser él mismo. Pero tuvimos que reconocer que esta
solución era un impasse, a falta de un criterio digno de ese nom­
bre para determinar lo que haría de un yo el mismo yo que el
mío. N o tenemos, en realidad, idea alguna de lo que sería
distinguir el mismo yo de otro yo, como lo hacemos cuando
distinguimos a un amigo de otro de nuestros amigos.
Sin embargo, Hay otro sentido de la subjetividad, un senti­
do que podemos tomar de Hegel. En sus Principios de lafilosofía
del derecho, Hegel convierte la afirmación de un “ derecho de la
libertad subjetiva” en un punto decisivo que divide la historia
universal en dos épocas: la antigua y la moderna. Escribe:

El derecho de la particularidad del sujeto a encontrarse satisfecho


o, lo que es lo mismo, el derecho de la libertad subjetiva, consti­
tuye el punto de inflexión y el punto central de la diferencia
entre la Antigüedad y la época moderna. En su infinidad, este de­
recho ha sido enunciado en el cristianismo y ha sido convertido
en principio efectivo universal de una nueva forma del mundo.17

17 Georg Wilhelm Friedrich Hegel [1821], Principes de laphilosophie du


droit, trad. de J.F. Kervégan, París, pu f , Quadrige, 2003,§ 124: Explicación.
[Edición en español: Principios de lafilosofía del derecho, Buenos Aires, Sudame­
ricana, 2012],

121
Hegel reúne aquí dos consideraciones que siguen estando
muy frecuentemente separadas y que podemos calificar res­
pectivamente de filosofía histórica y de psicología moral.
La filosofía histórica se dedica a derivar la diferencia entre
las épocas históricas o las edades del mundo de un principio
filosófico. Según Hegel, este principio es procurado por el
“ derecho de la libertad subjetiva” , un derecho desconocido
por los antiguos y reconocido solamente en los tiempos mo­
dernos, lo que para él quiere decir: en la época que sucede a
la de los paganismos antiguos. Hegel forma parte, entonces,
de esos pensadores que definen la Modernidad a través de la
afirmación de una configuración de valores que resume el
término “ individualism o” , aunque todavía no se utilice por
entonces este término, que no tardará en surgir en la litera­
tura política francesa de la Restauración. Como ha sido se­
ñalado por Tocqueville en un texto muy conocido,18 el indi­
vidualismo no debe entenderse en el sentido de un egoísmo, y
por lo tanto de un defecto de carácter que consistiría en no
preocuparse más que de la propia identidad, aun si es en de­
trimento de los demás. Es todo lo contrario. Si se adopta el
punto de vista individualista de los modernos, se dirá que la
moralidad antigua, sea cual sea su grandeza, tenía el defecto
de no reconocerle al individuo un derecho a formar su pro­
pia concepción de lo que considera bueno. Un defecto que se
supera en una moralidad moderna.
¿Qué es lo que Hegel pone bajo etiquetas como “principio,
de la particularidad” o “principio de la libertad subjetiva” o,

18 UE1 individualismo es una expresión reciente que una nueva idea


ha hecho nacer. Nuestros padres solo conocían el egoísmo" (Alexis de To­
cqueville, De la D ém ocratie en Amérique, París, Gaílimard, 1951, t. n, pp.
105 y 106 [edición en español: La dem ocracia en América, Madrid, Akal,
2007]).

122
más brevemente, “ derecho de la subjetividad” 59? Lo explica
en la misma obra, en el § 18 5 , por medio de una observación
sobre la República de Platón: Platón ha dado cuenta cabalmen­
te de lo que le otorga a la ciudad su unidad moral -la posibi­
lidad de un “ nosotros” -, pero no ha podido dar cabida al otro
principio, que es la posibilidad de un uyo”. En efecto, este prin­
cipio de un derecho de la subjetividad no se había manifestado
aún en la época antigua, a no ser bajo la forma de una causa
de “ corrupción de las costumbres” (como se la llam a con la
sofística). Este aspecto excesivamente estrecho de su ideal se
traduce en la práctica en el hecho de que un ciudadano de la
ciudad platónica no es libre de fundar su propio hogar fam i­
liar tai como lo desea o de residir en él como en su casa (en su
propiedad privada) ni de elegir su oficio.
El principio de la libertad subjetiva ha mostrado ser capaz
de volver a dibujar la “ forma del mundo” . Es notable que He­
gel lo formule en términos de una satisfacción del sujeto, ubi­
cándose entonces en el terreno de la psicología moral. Para en­
contrar una psicología moral, nos acercamos habitualmente
a autores llamados moralistas porque escriben en un género
literario bien definido, que incluye los caracteres, las fábulas,
ios pensamientos, las máximas o, como en Nietzsche, las obser­
vaciones y sentencias mezcladas. La moral se entiende, entonces,
en el sentido de un tipo de costumbres humanas que podemos
observar en nuestro entorno, en las diversas personalidades y
medios sociales. Cuáles son los motivos que mueven a actuar
a los hombres, esta es la pregunta a la que responden los mo­
ralistas de la literatura moderna desde Montaigne hasta
Nietzsche. Hegel reúne esos motivos, el cuidado del honor o19

19 Véase el agregado (Zusatz) al§ 185 de los Principios de lafilosofía del d e­


recho, ob. cit., donde se puede leer: “Es ante todo en la religión cristiana donde
el derecho de la subjetividad ha sido introducido”.

123
de la gloria, por ejemplo, bajo el concepto englobante de la
Befriedigung, de la plena satisfacción humana (que debe com­
portar, por consiguiente, una satisfacción “ subjetiva").
Cuando un individuo habla hoy de su “ identidad” -en el
sentido de la “ identidad de sí” (ego identity)-, ¿no es ese derecho
del sujeto a encontrar una satisfacción en su acción comoparti­
cular lo que pretende hacer valer? La moralidad moderna le
reconoce al individuo ese derecho a la particularidad porque
no condena la voluntad de ser uno mismo (en particular) como
un extravío del amor propio o una forma de egoísmo. Recono­
cer el “ derecho de la subjetividad” es ver en la voluntad de ser
uno mismo una actitud moral. E l hombre que hace valer ese
derecho -e l hombre moderno que cree en ios valores del indi­
vidualism o- quiere ser responsable de sí mismo. No puede es­
tar satisfecho de sí mismo si no puede atribuirse a sí mismo, por
su propia elección, la responsabilidad de lo que es.
Hegel nos da así el sentido de la palabra “ subjetivo” que
estábamos buscando. Es subjetivo lo que, viniendo de un par­
ticular, dice algo de ese sujeto particular porque lo expresa: no
en el sentido en que lo revele o llegue a veces a traicionarlo,
sino en el sentido de que es él mismo quien se expresa a través
de su acto o de su gesto como si hablara en primera persona.
Ahora bien, hay algo que tiene que venir del sujeto, que no
puede venir más que del sujeto y que expresa al sujeto pensan­
te y parlante en primera persona: ese elemento subjetivo es su
decisión. Nadie puede decidir en su lugar, porque haría falta
para eso decir “ yo” en lugar de un sujeto que-ha alcanzado la
edad en la que es él quien tiene que decir “y o ” , en la que le
corresponde a él entonces hablar por sí mismo. Hasta entonces,
en efecto, les correspondía a los padres o a los tutores hablar
por los niños.
Trataremos de ver, entonces, si es posible encontrar una
significación subjetiva a la pregunta “ ¿Quién soy?” tomando
la palabra “ subjetivo” en esta acepción expresivista. ¿Cómo

124
puede preguntarse alguien por su identidad con el propósi­
to de tomar una decisión? Si plantea la pregunta -si no sabe
quién es, entonces-, no es porque le falte una información,
sino porque todavía no se ha decidido entre varias posibili­
dades. ¿Podemos figurarnos una situación de este tipo?
A decir verdad, sí hay algo que parece escapar necesaria­
mente a la libre decisión del individuo, es justamente su iden­
tidad. O por lo menos su identidad en sentido literal, la identi­
dad que consiste en el hecho de ser tal o cual individuo
humano, haber nacido tal o cual día de tales o cuales padres,
con tal o cual anatomía, etc. Nada de todo esto ha dependido
nunca de una elección que haya tenido que hacer el individuo.
¿Se dirá entonces que la decisión que tiene que tomar no
tiene que ver con los hechos que determinan su individua­
ción, sino con su significación? La identidad sobre la que ten­
dría que tomar una decisión sería una identidad narrativa.
Tendría que elegir qué versión dar de su vida pasada. Sin em­
bargo, si el acto de conferirse a sí mismo una identidad con­
siste en elegir una versión satisfactoria de su biografía, ¿qué
es lo que distinguirá la elección de una identidad de la elec­
ción de una pura construcción, la que dé la imagen más ven­
tajosa para su persona? Sería difícil distinguir un tipo de cons­
trucción narrativa de la identidad semejante de la fabricación
de un “ mito personal” del individuo, para retomar el término de
Jacques Lacan, y tendría un carácter fundamentalmente ilu ­
sorio, si no neurótico.
La elección de una identidad no debe centrarse en una re­
construcción del pasado, sino en elfuturo del sujeto que se ex­
presa en su decisión. Nuestro problema es ahora: ¿cuál es en­
tonces esa decisión que tiene que tomar, que le concierne
personalmente y que lo hace tan radicalmente que puede pa­
sar con toda legitimidad por la cuestión de quién es él, la cues­
tión de su identidad? Una primera respuesta aparece rápida­
mente. Esta decisión que un sujeto tiene que tomar y de la que

125
depende su satisfacción subjetiva (en sentido hegeliano) es la
de la elección radical en el sentido “existencia!” , la decisión que
pone en juego el conjunto de la existencia del sujeto.
V oy a preguntarme entonces si la “ crisis de identidad”
puede entenderse como el estadio de la vida durante el cual
un individuo tiene que confrontarse consigo mismo en una
elección radical de sus valores y del conjunto de su vida. Mi
punto de partida será la siguiente observación: la crisis de
identidad es ante todo una crisis de indecisión. Según Erikson,
fue el personaje de Hamlet el que le permitió a Shakespeare
procuramos su figura ejemplar.

¿S e r o n o se r e l m is m o ?

Cuando Erikson debe explicar en qué consiste la crisis de


identidad que, según él, sobreviene de manera más o menos
grave en el ser humano en el momento de su entrada en la
vida adulta al final de la adolescencia, se inspira en el ejemplo
del personaje de Hamlet. Cuando sobreviene una crisis de este
tipo, sucede como si se le hiciera una pregunta al individuo,
que solo él puede responder: ¿Ser o no ser? En su libro sobre
Gandhi, Erikson explica que también el joven Gandhi había
tenido que confrontarse a la pregunta: “ ¿Ser o no ser?” . En
esta ocasión, Erikson escribe que habría que completar con la
palabra “ uno mismo” la pregunta de Hamlet; “ 7b be or not to be
him self \20 Completada de este modo, la pregunta de Hamlet
es verdaderamente la pregunta de la identidad propia al suje­
to, en el sentido eriksoniano del término que permite hablar
de una “ crisis de identidad” .

20 Erik H. Erikson, Gandhi’s Trutk, Nueva York, Norton, 1969, p. 195.


(Edición en español: La verdad de Gandhi, Buenos Aires, Sudamericana, 1973].

126
¿Qué pensar de esta adición de un “ uno mismo” a ia alter­
nativa “ ser o no ser” ?
Cuando Erikson evoca a Hamlet, empieza por descartar
discretamente una explicación freudiana excesivamente re-
ductora como la de Ernest Jones. El “ complejo de Edipo” no
es la clave del drama de Hamlet. En realidad, según Erikson,
el príncipe danés es más bien “ el gran adolescente introspecti­
vo que busca liberarse de los padres que lo han concebido y
en parte determinado, al mismo tiempo que busca confron­
tarse con el hecho de pertenecer a instituciones más amplias
en las cuales todavía no ha encontrado su lugar” .21 Sin em­
bargo, para encontrar el argumento trágico de Shakespeare
es necesario esbozar el contexto histórico de 1a acción.
¿Cómo es posible que Hamlet no sepa “ quién es” ? ¿Por
qué está en busca de su identidad? Según la lectura de
Erikson,22 es porque el personaje está sometido a dos sistemas
de moralidad: uno está vinculado con su fidelidad al orden
tradicional del que proviene; el otro, con su adhesión a la
cultura moderna en la cual fue iniciado en Wittemberg, ciu­
dad donde realizó sus estudios, santuario del entusiasmo por
las ideas nuevas. En la pieza, dice Erikson, los otros mucha­
chos jóvenes están bien seguros de su identidad. Por ello,
hay que entender que saben a quién le deben fidelidad (in­
cluso si unos y otros van a ser llevados a traicionar sus leal­
tades). Hamlet, en cambio, no sabe a qué serle fiel porque está
tironeado entre dos exigencias. ¿Debe conformarse a lo que
le dicta su conciencia? ¿O debe cumplir el deber que le in­
cumbe según la m oralidad del m undo al que pertenece, a
saber, vengar a su padre?

21 Erik H. Erikson, Young Man Luthe¡\ Nueva York, Norton, 1958, p. 113.
22 Véanse las páginas que le dedica en Identity: Youth and Crisis, ob. cit.,
pp. 236-240.

127
Encontramos en él algo semejante a una crisis moderna
de los valores: el individuo se ve confrontado a la incompati­
bilidad de dos sistemas de valores y, por consiguiente, a la in­
comodidad de verse sometido a mandatos contradictorios.
Hamlet tiene un problema de identidad porque no puede sa­
tisfacer por sí solo exigencias cuya legitimidad no cuestiona
pero que exigen, ambas, el compromiso total de un solo hom­
bre. Hay un problema de identidad porque se le pide que exis­
ta en varios ejemplares, de modo de ser a la vez un buen hijo
según la moralidad antigua y un joven brillante, según la nue­
va moralidad. Recordamos que es precisamente esta clase de
contradicción la que Erikson ha podido observar en directo
durante sus trabajos de campo con adolescentes stoux en las
reservas indígenas del oeste de los Estados Unidos (Dakota del
Sur, Nebraska),23
Completando con el pronombre reflexivo “ uno mismo”
la pregunta de Hamlet (to be or not to be himself), Erikson nos
invita a dar un sentido existencial a la “ crisis de identidad” .
Apela, en efecto, a la oposición que define todos los individua­
lismos filosóficos desde Rousseau hasta Heidegger: oposición
entre la autenticidad de un ser uno mismo y la inautenticidad
de un ser alienado.
Aquí podemos remitirnos a un comentario de Tugendhat
sobre el pensamiento de Heidegger.24 Es refiriéndose preci­
samente a la pregunta de Hamlet como Tugendhat propone
entender la alternativa que enuncia esta proposición célebre
de Sein und Zeit: “ E l Dasein se entiende siempre a sí mismo a

n E rik H. E rikson, Chiídkood and Society, ob. cit.


24 Ernst T ugendhat, Selbstbewusstein und Selbsbestimmung. Sprackanalytische
lnterpretationen, F ran k fu rt, S u h rk a m p V erlag, 197 9 , pp. 3 6 y 177. [E dición
en español: Autoconciencia y autodeterminación: una interpretación lingüístico-
analítica, M éxico, f c e , 1993].

128
. partir de su existencia, de una posibilidad de sí mismo de
ser sí mismo o de no ser sí m ism o” .25
¿De quién habla esta proposición? ¿Quién es el Dasein?
Puede notarse que los traductores franceses de Heidegger re­
nunciaron finalmente a traducir Dasein por otro término que
no fuera la propia palabra Dasein, como sí esta palabra ya hu­
biera entrado en la lengua francesa. Por supuesto, esto no es
así y el término sigue siendo enigmático. Por otra parte, como
lo ha mostrado Tugendhat, sucede lo mismo en alemán ya que
el empleo de esta palabra por parte de Heidegger le impide en­
trar en categoría sintáctica alguna.26 El lector tiene que intentar
parafrasear cada vez, por consiguiente, la frase que acaba de
leer. Aquí, siguiendo a Tugendhat, podemos hacer como si
hubiera escrito: cada uno de nosotros se comprende a sí mismo
a partir de una alternativa entre la posibilidad de ser uno
mismo o de no ser uno mismo.
Tugendhat explica entonces que esta tesis sigue siendo os­
cura, incluso paradójica, si entendemos “ sich verstehen en un
sentido cognitivo, como cuando hablamos de entender el sen­
tido de un texto, o de entender las razones de la actitud hostil
de alguien. La tesis es paradójica en la medida en que suscita
la pregunta: ¿cómo resultaría posible que yo no sea yo? ¿Qué
puedo tener que entender partiendo de la extraña hipótesis
así enunciada: Podría ser quejp? no sea yo l Pero todo se aclara
si se le da un sentido práctico a “comprender” . Ya no se trata
aquí de captar correctamente una significación, por oposición

25 M artin H eidegger, Etre et temps, trad. de H en ri M artin ea u , ed ició n de


auto r, 1985. [E dición en español: El ser y el tiempo, M éxico, fce , 2009). En la

p. 3 3, H eidegger escribe: “Das dassein versthl sich selbst aus seiner Existmz, einer
Moglichkeit seiner selbst, es selbst oder nicht es selbst zu seirT (Sein und Zeít, S. 12,
citado por T u gen d h at, ob. cit., S. 191).
26 Ernst T ugen d h at, Selbstbewusstein und Selbsbestimmung, ob, cit., p. 172.

129
a cometer un error, a equivocarse. No se trata tampoco de for­
mular hipótesis sobre lo que soy o no soy. Se trata más bien de
dar una significación a lo que se hará adoptando una actitud
práctica con respecto a uno mismo. Se trata, si se quiere, de
reconocer lo que puedo hacer de mí mismo y responder enton­
ces a la pregunta práctica: ¿qué hacer?
A partir de entonces, la tesis es que cada uno de nosotros se
relaciona prácticamente consigo mismo y que esto se manifies­
ta en el sentido “ existencial” que conlleva el verbo “ ser” cuan­
do se emplea en una frase atributiva en primera persona. Una
frase semejante se presenta bajo la forma general de un “ soy A ” ,
sabiendo que la letra “ A ” vale aquí por cualquier atributo del
sujeto. La tesis es entonces que, si yo digo que soy A, es porque
consiento en serlo, porque podría dejar de serlo si no estuviera
satisfecho de tener que llamarme A. En un enunciado en ter­
cera persona (“ este hombre es A ” ), el sentido del verbo “ser” es
constativo. En cambio, el sentido del verbo “ ser” en “ soy A ”
es existencial, es decir, práctico. Esto es evidente con respecto
a los atributos que han sido objeto de una elección por parte
del sujeto. ¿Puede afirmarse otro tanto con respecto a atributos
que nunca han estado sometidos a una decisión de su parte?
Según Tugendhat, la pregunta de Hamlet muestra cómo ex­
tender la responsabilidad de uno mismo a cualquier atributo del
sujeto. Es cierto que el sujeto no puede elegir no haber nacido
o estar individuado de otro modo (en otro cuerpo), pero en todo
momento tiene la elección de ser o de no ser.
Sin embargo, podemos tener una duda con respecto al ca­
rácter práctico de la pregunta planteada por Hamlet si acep­
tamos el diagnóstico de Erikson: decir que el joven está pasan­
do por una crisis de identidad quiere decir que se esfuerza
por obtener una moratoria antes de decidirse a entrar en la
vida (en uno u otro sentido). Erikson subraya que no es raro ver
a un hombre joven o una mujer joven darse un tiempo de re­
flexión o de indecisión poniéndose a resguardo de las presiones

130
de la familia o del entorno inmediato. Es lo que hace el joven
Martín Lutero cuando se refugia en el convento de los agus­
tinos. En el caso de Hamlet, vemos que simula estar loco, lo
que le permite sustraerse a las exigencias de su entorno (por
ejemplo, la insistente incitación a que se case).
¿La pregunta de Hamlet es una pregunta práctica? ¿Pone
al sujeto que la plantea ante una elección? Para captar lo que
está en juego en el “ 7b be or not to be” de Hamlet, tenemos la
suerte de poder apoyarnos en una lectura a la vez erudita y
corrosiva: la interpretación propuesta por Francis Goyet,27 ba­
sada en la retórica. En su gran trabajo sobre el arte oratorio
del siglo x v i, se vio llevado a tratar la orientación que le dio
a la retórica el padre fundador de la universidad alemana,
Phiüpp Melanchthon. Con él, el objetivo principal del arte
oratorio deja de ser político y práctico {movere}, se vuelve ho-
milético y teórico (docere).
Goyet empieza por subrayar que Hamlet es un estudian­
te y que acaba de regresar de Wittemberg, ciudad donde se
encuentra la célebre universidad que fue dirigida por Melan-
chthon. Hamlet ha aprendido allí la retórica, entonces, rea­
lizando los ejercicios que por entonces comportaba la ense­
ñanza de esta disciplina. Entre estos ejercicios, que provienen
de la retórica latina, hay uno que consiste en pasar de la
quaestiofinita a la quaestio infinita. Cicerón explica de qué se
trata, del siguiente modo:28 según los autores griegos, un dis­
curso puede tratar sobre una cuestión bien precisa (en cuanto
a sus circunstancias), o bien sobre una cuestión general. La

27 Francis Goyet, Le “sublime”du lieu commun. Uinvention rhétarique á la


Renaissance, París, Honoré Champion Editeur, 1996, pp. 568-570. Véase tam­
bién su artículo “Hamlet, étudiant du xvF siécle”, en Poétique, núm, 113,
febrero de 1998, pp. 3-15.
28 Cicerón, De oratore, 3. 109, citado por Francis Goyet, ob. cit., p. 273.

131


cuestión “ finita" está limitada a personas y a circunstancias
particulares. Por ejemplo: “ ¿Debemos proceder ahora a un in­
tercambio de prisioneros de guerra con nuestros enemigos los
cartagineses?” . La cuestión “ infinita” no trata de nadie en par­
ticular, es una cuestión de principio: “ ¿De manera general,
qué hay que decidir con respecto a los prisioneros de gue­
rra?” . Como dice Goyet, el orador pasa a la cuestión general
para “ elevar el debate" y, de este modo, dar profundidad a sus
palabras. En Melanchthon, indica, el ejemplo habitual de una
cuestión particular es “ ¿Hay que hacerles la guerra a los tur­
cos?"; el de una cuestión universal es: “ ¿Un cristiano tiene
derecho a hacer la guerra? ” .29
Esta distinción se aclara si se tiene en cuenta la manera
como explica el uso del “ lugar com ún” .30 En la escuela, el
alumno hará ejercicios cada vez más difíciles: luego de ha­
berse entrenado para hacer narraciones y dar pruebas, podrá
practicar la acusación, después el lugar común y, finalmente,
la quaestio infinita. Después de lo cual, ai término de todo este
aprendizaje, se entrenará en defender la tesis, dando a esta
“ cuestión infinita" la form a de una alternativa. Podrá, por
ejemplo, comenzar por esta cuestión limitada a un caso par­
ticular: “ ¿Catón tiene que casarse?” . Luego aprenderá a tra­
tar la cuestión ilim itada correspondiente, generalizando:
“ ¿El hombre debe casarse?” . Por fin, llegará a defender la
tesis o la antítesis de la pregunta: “ ¿Es mejor vivir casado o
sin casarse?” . La técnica de la “ tesis” corresponde entonces
aproximadamente a lo que llamamos hoy en día el arte de
la disertación.

29 Francis Goyet, Le “sublime”du Leu commun, ob. cit., p. 276, n. 3.


30 Quintiliano, L’Institution oratoire, Libro n, capítulo iv. (Edición en
español: Las instituciones oratorias, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de
Cervantes, 2004).

132
Francis Goyet considera entonces la cuestión planteada
por Hamlet: ¿Ser o no ser? Hamlet muestra que es un buen
alumno cuando transform a su cuestión personal, y por lo
tanto finita, en una cuestión infinita: ya no se trata solamen­
te de él, sino de todo ser humano. Ahora bien, Hamlet no se
limita a hacer esto. Lo vemos proceder a una nueva genera­
lización de la pregunta, puesto que no acompaña el verbo
“ ser” con ningún atributo. Es como si la pregunta, a partir
de aquí, hiera doblemente infinita. Es infinita primero en el
sentido de Cicerón y de Q uintiliano, es decir que tiene un
carácter general. Pero es nuevamente infinita en el sentido de
inacabada, porque ahora hay un blanco en la frase interro­
gativa. A través de una primera ilim itación de la interroga­
ción, pasamos de “ ¿Catón debe hacer lo necesario para casar­
se?” a “ ¿Un hombre, sea cual sea, tiene que hacer lo necesario
para casarse?” . Luego, una segunda ilim itación nos hace pa­
sar de “ ¿Un hombre, cualquiera sea, tiene que hacer lo nece­
sario para estar casado?” a “ ¿Un hombre, cualquiera sea, debe
hacer lo necesario para ser...? ” . Y esto equivale a preguntar si
es mejor para alguien ser algo, cualquiera sea ese algo, antes que
no ser algo, cualquiera sea ese algo.
Está bien claro que, si este es el sentido de la pregunta
planteada por Hamlet, esta no tendrá respuesta mientras no
se restablezca un atributo, por ejemplo, ser soltero o casado,
ser de aquí o de allá, etc. ¿Cóm o podría determinar lo que
debe elegir si no ha determinado lo que se prepara a ser? Se­
gún Goyet, Shakespeare se divierte al presentar el personaje
cómico del joven intelectual que ha asimilado perfectamen­
te bien el arte de disertar y posponer la decisión encontrando
infinidad de preguntas previas. En este punto, su interpreta­
ción coincide entonces con la de Erikson. Hamlet se ha acor­
dado una moratoria, se las arregla para que la respuesta a la
pregunta práctica - la respuesta a la pregunta “ ¿qué puedo
hacer ahora para llegar a mis fines?” - sea indefinidamente

133
diferida. Podría decirse, en efecto, retomando el término de
Jacques Derrida, que Ham let busca instalarse, a través del
juego de la locura fingida y de las cuestiones existenciales ra­
dicales, en el régimen de la dijférance, de la posposición a un
después indefinido del momento de la elección.
Por supuesto, sabemos cuál es la “ cuestión infinita” que
Hamlet deja así para más tarde. Es ia que evoca inmediata­
mente después, cuando dice:

Whether Lis nobler in the mind to suffer


The slings and arrozos ofoutrageousfortune,
Or to take arms against a sea o f troubles,
And hy opposing end them?

E l tema fijado para este ejercicio podía haber sido enton­


ces algo así como: ¿tenemos razón de rebelarnos? ¿Vale más
rebelarse o resignarse? Y, finalmente, como lo indica el final
de la tirada: ¿actuar o padecer ? Y no como lo sugiere la inter­
pretación existencial: ¿estar vivo o no estar vivo, vivir o mo­
rir? Como subraya Goyet,31 en esta tirada la muerte no apa­
rece, en efecto, como uno de ios términos de la alternativa,
sino como una consecuencia posible de la actitud que consis­
tiría en “ armarse contra un mar de dolores y terminar con
ellos a través de ia rebelión” .
Además, la pregunta “ ¿Vale más estar vivo o no estarlo?”
sigue dando la oportunidad a una defensa de tesis, puesto que
anuncia solamente una elección de valor más que una deci­
sión de hacer esto antes que lo otro en las actuales circuns­
tancias. A término de su discurso, el orador liega a una con­
clusión que es un juicio de valor y aun un juicio radical de
valor. Pero una cosa es reconocer un valor en principio y otra

31 Francis Goyet, Le “sublime” du lieu commun, ob. cit., p. 570, n. 1.

134
es adoptarlo aquí y ahora. Es perfectamente posible inclinarse
ante la nobleza superior de una forma de vida sin por eso de­
sear adoptarla para uno mismo (o por lo menos adoptarla in­
mediatamente).
Com o sea que la tomemos, la pregunta de Hamlet no es
una pregunta práctica. A l formularia, este no adopta una ac­
titud práctica con respecto a sí mismo, dado que no se pre­
gunta: ¿Qué hacer?
Según Erikson, el drama de Hamlet es la figura misma de
la “ crisis de identidad” porque nos encontramos en él con un
joven preso de una contradicción personal que lo vuelve in­
capaz de decidir. Para salir del paso tiene que elegir entre dos
posibilidades. Puede decidir asumir el hecho de ser el hijo de
su padre muerto (y tener que cum plir con sus deberes filia­
les). O bien puede elegir ser resueltamente moderno y darse
otro lugar en el mundo, otra identidad. ¿Pero cómo, decida
lo que decida, el hijo podría no ser el hijo? ¿Y cómo el joven
intelectual adepto a la nueva moralidad podría no escuchar
su conciencia? Para poder resolver 1a cuestión, Hamlet ten­
dría que ser capaz de multiplicarse.
“ ¿Ser o no ser... ? ” no es una pregunta práctica. En reali­
dad, ni siquiera es una pregunta, o a lo sumo es una pregun­
ta suspendida. Queda por decidir a qué se referirá 1a decisión.
Hamlet tiene que decidir todavía si va a decidir algo, y deci­
dirá decidir si logra decidir qué es lo que tiene que decidir.
Pero tomar una decisión en cuanto a la decisión sería estar
en estado de salir de la moratoria. Sería haber conseguido
darse una identidad.
¿La pregunta de Hamlet se vuelve práctica si se adopta la
fórmula de Erikson y se la transforma en una interrogación
“ existencial” ?: ¿ser o no ser uno mismo? ¿Tiene un sentido prác­
tico esta alternativa? La frase interrogativa parece indudable­
mente completa ahora, puesto que se ha completado el lugar
que había quedado vacío agregando el atributo “uno mismo” .

135
Aun así, seguimos sin obtener una pregunta del tipo “ ¿Qué
hacer?” . Para que “ ser o no ser uno mismo” ponga al sujeto
frente a una decisión práctica, tendría que poder encontrar en
un objetivo cualquiera una razón para elegir una línea de con­
ducta en lugar de otra. La elección tendría que plantearse en­
tre, por un lado, tal o cual acción que constituiría el conteni­
do práctico de “ ser uno mismo” y, por otro, tal o cual otra
acción que constituiría el contenido práctico de “ no ser uno
mismo” . Ahora bien, todo el “ problema de identidad” del jo­
ven Hamlet es que está dividido entre dos posibilidades de ser
él mismo. Su elección sería más bien, entonces: “ ¿Sería yo mis­
mo siendo el hijo de mi padre o sería yo mismo siendo un in­
telectual moderno?” . Por consiguiente, ambas opciones pue­
den suponer tanto la elección de ser él mismo como de no
serlo. De modo que, para representarse las dos opciones que
se le ofrecen, Hamlet tiene que representarse a sí mismo como
no siendo aún ni uno ni el otro. Pero justamente este paso hacia
atrás que debería retrotraerlo a la raíz de todas las elecciones,
hacia una “ elección prim ordial de sí mism o” , es el paso de
más. A l despojarse de toda identidad práctica, Hamlet se pri­
va de las razones que podría tener de preferir una posibilidad
por sobre la otra. Ha dado un paso de más hacia atrás de sí
mismo. Elija lo que elija, no lo elegirá por sus propias razones
dado que, habiéndose vuelto ilimitado e indeterminado en su
identidad, se ha quedado sin razones de preferir lo que sea. Su
elección no será la expresión de su persona mientras se man­
tenga en la indiferencia. Para dejar de ser indiferente Hamlet
tiene que conseguir definirse una vez más.

Los A Ñ O S DE A P R E N D IZ A JE

Quien dice “ crisis de identidad” dice conflicto entre la iden­


tidad subjetiva que el individuo se reconoce a sí mismo y su

136
identidad objetiva, ia que ia sociedad le atribuye. Hemos visto
que un conflicto de tal naturaleza no podía nacer de una dis­
cordancia entre las informaciones de unos y de otros. Por eso,
ahora buscamos la subjetividad de la identidad personal en
una relación consigo mismo de orden práctico, lo que quiere
decir que hay razones para que el sujeto mismo decida y haga
algo con respecto a su identidad. ¿Pero qué puede tener que
decidir o hacer? La filosofía existencial responde: cada uno
tiene que operar una elección radical de sí, la elección de ser
o de no ser uno mismo. Pero acabamos de constatar que una
cuestión semejante no tiene nada de práctico: sigue sin decir
lo que habría que realizar para llegar a ese fin. No puede de­
cirlo porque, como acabamos de verlo, el sujeto ya tiene que
estar dotado de una definición de sí para tener razones de ha­
cer algo en vez de otra cosa con vistas a ser él misma.
Llegados a este punto de nuestra investigación tendremos
seguramente que darle a nuestra psicología moral de la iden­
tidad un giro más histórico, puesto que la subjetividad de la
que hablamos no es la que se puede observar en cualquier ser
humano que sea, sino que es, como afirmaba Hegel, una idea
propia de los tiempos modernos.
Es notable que Erikson haya rebautizado el complejo de
Edipo: complejo generacional.32 Se propone ubicar los con­
flictos internos al joven en un medio ambiente (Umweít). Aho­
ra bien, el punto decisivo es que no se lim ita a invocar un
combate por el reconocimiento por parte de otras personas.
En sus análisis, el medio humano de un individuo no se res­
tringe a la presencia indistinta de los demás (o, como dicen las
filosofías del ego, del Otro distinto de mí). Erikson hace inter­
venir la sucesión de las generaciones y, por lo tanto, la ley según
la cual los hijos suceden a los padres, también. Ha retenido de

32 Erík H. Erikson, Gandhi's Truth, ob. cit., p. 132.

137
la antropología cultural norteamericana la idea de que la so­
ciabilidad humana debe buscarse ante todo en la cultura,, di­
cho de otro modo, en el hecho de una transmisión de las ma­
neras de hacer y de pensar de generación en generación. Cada
nueva generación debe hacer su aprendizaje.
Con motivo de un estudio sobre la noción alemana de
Bildung (educación o formación de sí) y de su puesta en prác­
tica en la novela de aprendizaje (,Bildungsroman), Louis Du-
mont comentó desde un punto de vista comparativo las ideas
de Erikson.33 Se preguntó cuál era el equivalente de la crisis de
adolescencia en sociedades m uy diferentes de las nuestras.
En las “ sociedades tribales” , observa, la relación de las
generaciones se organiza a través de un principio estructural
que tiende a oponer las generaciones contiguas (padre/hijo) y
a acercara los nietos de ios abuelos (a través del vocabulario
del parentesco). En las “ sociedades individualistas modernas”
encontramos un fenómeno análogo, pero esta vez en la bio­
grafía personal de cada uno, A este fenómeno propiamente
moderno se lo llama “ crisis de adolescencia” . Dumont escribe:

En la adolescencia se inicia un problema de identidad: o bien


el sujeto se define a sí mismo en función del lugar que se le ha
preparado en la sociedad, o bien tiene que encontrarse otro, des­
deñando las expectativas de los suyos y de su padre en particu­
lar. En este último caso, se abre un período de transición mar­
cado por la inadaptación, la irresponsabilidad y aun la rebelión,
que puede ser largo y que solo podrá cerrarse con la adaptación
del sujeto a la sociedad dentro de un papel aceptable para él,34

33 Louis Dumont, Uidéologie alkmande: France-Allemagne et retour (Homo


aequalis n), París, Gailimard, 1991, pp. 210 y 211,
34 Ibíd., p, 210.

138
Toda sociedad, explica Dumont, debe organizar de un
modo u otro la entrada en la vida adulta de una nueva genera­
ción, Le parece que este elemento es una invariante cultural.
La transmisión de los ideales no puede hacerse a través del
mero pasaje de relevo de una generación a la otra, y en parti­
cular de padre a hijo, de madre a hija, como lo deja pensar una
representación demasiado grosera de la tradición entendida
como simple desplazamiento de un depósito de mano en mano.
Lo que se observa es más bien la organización de la transmi­
sión según un esquema de alternancia de las generaciones y
una ruidosa puesta en escena del conflicto entre generaciones.
Serán los nietos quienes recuperen los ideales o los valores de
sus abuelos, en el marco de una confrontación con los padres.
Las sociedades tradicionales organizan la transformación
de la imagen de sí impuesta por el paso a la edad adulta y la
entrada en la vida: someten al joven a ritos de pasaje. Las socie­
dades modernas dejan al individuo el cuidado de operar por
sí mismo la transformación requerida para pasar del estatuto
de hijo de sus padres al de padre de sus propios hijos. Según esta
interpretación, el esquema cultural de la “ crisis de identidad”
es aquel a partir del cual se construyen las novelas de apren­
dizaje. Dumont nos remite al penetrante análisis que de ellos
propone Hegel en su curso de estética.35 Este análisis se en­
cuentra al final de una sección que trata sobre la representa­
ción de los caracteres individuales en el arte “ romántico” (de
Cervantes y Shakespeare hasta la propia época de Hegel, en
realidad). La sección se cierra con una reflexión sobre “ lo no­
velesco en su sentido actual” , es decir, para Hegel, en el sentido
de la “ novela de aprendizaje” (.Bildungsroman).

35 G.W.F. Hegel, Vorlesungen überdie Ásthetik, n, en G.W.F. Hegel, Wer-


ke, Theorie Werkausgabe, t, xiv, Frankfurt, Suhrkamp Verlag, 1970, pp. 219
y 220.

139
Hegel observa para empezar la inversión que se ha pro­
ducido en la representación del héroe. En la novela de caba­
llería, el héroe es un justiciero que se levanta para defender
y vengar a los débiles en un mundo caótico; en la novela mo­
derna, en cambio (es decir, contemporánea a Hegel), hay ins­
tituciones que garantizan la justicia y el orden social en el
mundo de la acción. E l personaje del justiciero se vuelve có­
mico, entonces: se ha quedado sin empleo. Empieza la etapa
de Don Quijote, después de la cual el conflicto entre el héroe
y el mundo se transporta al héroe mismo y se vuelve “ subje­
tivo” . Los héroes novelescos serán en adelante individuos que
oponen las aspiraciones subjetivas del “ corazón” a la realidad
prosaica del mundo y a las convenciones de un medio que
juzgan agobiantes.
E l guión de una novela de aprendizaje está construido,
según Hegel, a partir de un entramado muy definido. Con­
tiene una historia de amor: el héroe está enamorado de una
jovencita a quien tiene que salvar de la mediocridad del am­
biente (y ya no, como en la novela de caballería, de mons­
truos y crueles encantadores a los que debe vencer en singu­
lar combate). Los amores del héroe, que a su vez aspira a hacer
grandes cosas, por ejemplo, convertirse en un gran poeta,
chocan infaltablemente con la “ voluntad de un padre, de una
tía” , como dice Hegel. Las duras realidades de la vida se opo­
nen a las grandes aspiraciones del héroe, sobre todo por la
insuficiencia de aquel que creía poder enfrentarlas. La historia
termina por fin en una reconciliación del héroe con la prosa
del mundo. Termina por fundar un hogar, tener hijos, ejercer
una profesión honorable aunque desprovista de gloria. Se
transforma, como dice Hegel, en un “ filisteo como los demás”
[ein Philister sogut wie die anderen). Con este juicio desencanta­
do, “ un filisteo como los demás” , todo queda dicho. Erikson
agregaría sin duda: también él termina por convertirse en un
filisteo, como antes le había sucedido a su padre, ese padre al

140
que no quería parecerse, que también había vivido una crisis
de ambición análoga en su juventud, antes de reconciliarse
con el orden de las cosas.
Hegel agrega que esta prueba es una etapa obligada en la
formación del individuo moderno. Es normal que nazcan en
el corazón de los jóvenes “ aspiraciones” indefinidas o am bi­
ciones quiméricas que tienen el efecto de sumirlos en uñ con­
flicto con su medio y en prim er lugar con sus padres. Esta
prueba es el camino que tiene que tomar la aspiración subje­
tiva a la satisfacción de su “particularidad subjetiva” : el cami­
no de una educación del individuo {Erziehung des Individuums).

Según este análisis begeliano, la novela de aprendizaje es


la puesta en escena de una prueba humana inevitable en un
mundo que ha dado lugar al “ derecho de la particularidad
subjetiva” y que hace pesar sobre el individuo mismo la res­
ponsabilidad de su entrada en la vida a través de la elección
de casarse o no y la elección de abrazar tal o cual profesión.
Esta prueba parece ser única cada vez, pero está implicada en
la noción misma de una subjetividad libre de realizarse en el
mundo. Dumont agrega este comentario: el “ tono sarcástico”
de Hegel deja pensar que evoca aquí una experiencia personal
y no solamente lecturas.36
Claro que Hegel no utiliza aquí todavía la apalabra “ iden­
tidad” para caracterizar los años de aprendizaje de un joven
en una sociedad individualista. Sin embargo, su análisis iden­
tifica con precisión los ingredientes de una crisis de identidad
entendida como una alternativa ante la cual se encuentran el
joven o la joven: o bien mantener cierta idea de sí (una “ iden­
tidad”) y aceptar combatir el mundo; o bien aceptar modificar
esta representación o interpretarla de manera tal que pueda

36 Louis Dumont, Uidéologie allemande, ob. cit., p. 210.

141
volverse compatible con las necesidades de la vida. En ambos
casos, es necesario un trabajo sobre sí. Para describir este tra­
bajo sobre sí debemos, como lo hace Hegel, unir la perspecti­
va de una filosofía histórica con la de una psicología moral.

La id e n t id a d m o d e r n a

Fiel a su inspiración hegeliana, como suele suceder, Charles


Taylor insiste en el carácter moderno del fenómeno que aquí
hemos denominado crisis de identidad. Está claro que en
cualquier época y en toda clase de medio social puede suceder
que alguien se sienta desorientado o no sepa qué hacer porque
está pasando por una fase de confusión mental o de amnesia.
Pero un “ trastorno de la personalidad” de esta naturaleza
sería un desorden cognitivo, no una crisis de identidad.
Solo un individuo moderno puede vivir una “crisis de iden­
tidad” y salir de dicha crisis “ construyéndose una identidad”.
T aylor habla, entonces, de nuestra “ identidad moderna” .37*
Decir “ identidad moderna” es exigir que la noción de identi­
dad (tomada en el sentido de una psicología moral) sea explica­
da desde un punto de vista comparativo*hay que mostrar cómo
el hombre moderno da una respuesta que le espropia a una pre­
gunta que se plantea todo hombre. Es lo que hace Taylor en un
análisis al que llamó: “ La gran desimbricación” {“The Great
Disem bedding)T

37 Esta noción de identidad moderna que Charles Taylor retomó en varias


obras, aparece con una referencia a Erikson en un artículo titulado: “Legitima-
don Crisis?", publicado en 1981 y retomado en $u libro Philosophy andthe Hu­
man Sciences (Cambridge, Cambridge University Press, 1985, pp. 248-288).
u Charles Taylor, “The Great Disembedding”, en A Secular Age, Cam­
bridge (Mass.), Harvard University Press, 2007, pp. 146-158. [Edición en
español: La era secular, Barcelona, Gedísa, 2014].

142
La pregunta que puede ser planteada a todo hombre es la de
la definición que quiere dar de sí mismo, en respuesta a la pre­
gunta “ ¿Quién eres? ”. ¿Cómo es posible que haya una mane­
ra específicamente moderna de responder a esta pregunta?
Tendremos que elaborar una perspectiva comparativa. Taylor
apela aquí a la idea de Karl Polanyi,39 según la cual las socie­
dades occidentales entraron a partir del siglo x v m en un pro­
ceso de “ desimbricación1’ o de “ desencastrado” {disembedding).
A través de este término, Polanyi designa el hecho de que las
actividades de orden económico, que hasta entonces eran con­
sideradas como un asunto social, parte activa de la vida social
en todas sus dimensiones (familiar, política, religiosa, etc.),
van siendo progresivamente puestas de lado en nombre de la
supuesta racionalidad del mercado, y sustraídas, por consi­
guiente, a toda forma de control social.
A llí donde Polanyi hablaba de una disociación de las ac­
tividades vinculadas con el mercado a través del tejido social,
Taylor habla de un “ des-intrincamiento” de los individuos,
lo que supone su desocialización. Los seres humanos no deja­
ron, por supuesto, de v iv ir en sociedad cuando se hicieron
modernos. Lo que ha sido des-socializado es la idea que un ser
humano se hace de sí mismo, es el modelo que sigue natural­
mente para responder a la pregunta “ ¿Quién eres?” . La tesis
de Taylor, entonces, es que somos modernos a partir del mo­
mento en que a cada uno de nosotros le parece normal defi­
nirse a sí mismo en términos desocializados.
Para decirlo en otras palabras, nos hemos transformado en
hombres modernos, y en hombres que buscan su identidad,

39 K arl P o lan yi [1944], The Great Transformaron: The Polítical and Econo-
mic Origins o f Our Time, Boston, Beacon Press, 1957. [E dición en español: La
gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, M éxico,
f c e , 2003].

143
por lo tanto, cuando empezamos a concebir la sociedad como
un compuesto de individuos. Cada uno se define a sí mismo, a
partir de entonces, como un individuo en un mundo hecho
de individuos (constituted by individuáisJ.40 Nos forjamos una
concepción individualista de la sociedad.
Pero tengo que responder aquí a una objeción que no deja­
rá de plantearse a esta tesis. ¿Qué hay de nuevo en ello?, se dirá.
¿De qué otra cosa podría estar compuesta una sociedad si no es
de individuos? No hay nada especialmente moderno en todo
esto. Allí donde hay sociedad, es necesario que haya individuos.
Sí, pero lo que aquí se cuestiona no es el material del cual
la sociedad está hecha, es decir, evidentemente, de seres huma­
nos particulares, sino más bien laform a normativa de su com­
posición. ¿Qué es lo que explica que la gente se figure tener
deberes mutuos y fines comunes por el hecho de pertenecer al
mismo grupo?
Este punto exige una aclaración. Lo que nos crea dificulta­
des aquí es la palabra “ individuo” . Ya que buscamos construir
una perspectiva comparativa, o sinóptica, de lo que es presentar­
se como el que uno es o definirse, tenemos que precisar nuestro em­
pleo de la palabra “ individuo” en un sentido comparativo. Es
lo que hace Taylor cuando se vuelve hacia la antropología so­
cial para tomar de ella algunas de sus distinciones conceptuales.
Toda sociedad se compone de individuos, es cierto, ¿pero
en qué sentido se toma aquí la palabra “ individuo” ? Louis
Dumont, quien precisamente se preocupó por dar al término
sociológico de “ individuo” un alcance comparativo, observa
que la palabra se utiliza de dos maneras en el lenguaje de las
ciencias sociales y de la filosofía contemporáneas.41

40 Charles Taylor, A Secular Age, ob. cit., p. 155.


41 Louis Dumont nos invita a establecer una diferencia entre: “L El agen­
te empírico, presente en toda sociedad, que en cuanto tal constituye la materia

144
Si tomamos la palabra ‘'‘individuo” en sentido empírico, en­
tonces la proposición “ la sociedad se compone de individuos”
es una mera evidencia. Por donde sea que haya sociedades hu­
manas, habrá individuos humanos. Más aún, en toda sociedad
esos individuos mantendrán relaciones personales entre sí:
usarán nombres propios, tendrán formas de lenguaje para di­
rigirse los unos a ios otros, dispondrán de medios para distin­
guir lo mío de lo tuyo, etc. Tendrán entonces, como es debido,
un sentido de la identidad y de la personalidad de cada uno.
Pero si tomamos la palabra “ individuo” en el sentido del
individualismo, es decir, en el sentido de una ideología norma­
tiva, ya no tenemos en vista al individuo empírico, al ejemplar
de la especie humana. La palabra designa ahora ai ser huma­
no tal como el pensamiento individualista lo concibe y tal
como se concibe a él mismo en la medida en que piense, como
dice Dumont, “ como individuo” , es decir, como pensamos
nosotros mismos. Pensar como individuo se opone aquí a pen­
sar como hombre social. E l ser humano se define a sí mismo
como un individuo cuando se plantea como independiente de
los lazos sociales que puede tener por otra parte.
La “ gran desimbricación” es justamente ese pasaje de un
ser humano, individuo empírico que se concibe a sí mismo
como un ser social, a un ser humano que se define a sí mismo de
manera desocializada. E l hom bre tradicional es, en reali­
dad, incapaz de concebirse como un individuo en un sentido
normativo, esta es, en definitiva, la tesis de Taylor. Para que

de toda sociología. 2. El ser de razón, el sujeto normativo de las instituciones;


esto nos es propio, como lo atestiguan los valores de igualdad y de libertad, es
una representación ideal e idealizada que nos formamos” (Homo hierarchicus
[1966], 2.a ed., París, Gallimard, Tel, 1979, p. 22). Al precisar que el individuo
normativo es el “sujeto de las instituciones”, Dumont quiere destacar que el
individuo tomado en este sentido no es una realidad natural, sino un ser ins­
titucional, un ser tal como lo representa un sistema jurídico y político.

145
se haya vuelto totalmente corriente pensar la definición de sí
como la de un individuo, ha tenido que existir ese movimien­
to de modernización de los espíritus, the great disemhedding,
L a tesis parece en principio inverosímil: todo hombre,
pensamos, puede hacer la diferencia entre su persona y los di­
versos lazos que ha contraído o las diversas sujeciones que
vive sin haberlas elegido. Esta distinción nos parece elemen­
tal. Nos parece indisociable de una conciencia de sí. ¿Cómo
negarles a los seres humanos, sea cual sea la forma de su vida
social, una capacidad intelectual tan fundamental?
La respuesta es que no se trata aquí de atribuir a una par­
te de la humanidad la incapacidad intelectual de hacer una
diferencia que nosotros hacemos. La diferencia no está en la
capacidad intelectual de hacer diferencias; está en el deseo de
hacer tales diferencias y en la posibilidad de que la imagina­
ción les dé vida y les dé una significación para el sujeto.
Tomemos la pregunta “ ¿Quién eres?” . En un mundo tra­
dicional como el de un héroe homérico, preguntarle a al­
guien quién es es interrogarlo sobre su familia, su patria, su
pertenencia. En la Odisea, cuando Circe quiere saber quién
es ese hombre que ha sabido resistir a su filtro mágico, le pre­
gunta a Ulises: “ ¿Quién eres tú entre los hombres? ¿Dónde
están tu ciudad y tus padres?” .42 En el mundo homérico, el
héroe responde a la pregunta por su identidad indicando
cómo se llama, cuál es el país que lo vio nacer, quiénes son
sus padres. A la pregunta por su identidad, no piensa en dar­
le una respuesta que sea, estrictamente hablando, subjetiva,
“ en primera persona” . La única respuesta concebible es si­
tuarse entre los hombres gracias a una posición en un linaje
genealógico y a través de un estatuto definido en el interior
de un grupo.4 1

41Homero, Odisea, Canto x, v. 326. Versión francesa de Leconte de Lisie.

146
Pero esto quiere decir entonces que el hombre del mundo
homérico no se concibe a sí mismo como alguien que es en pri­
mer lugar un individuo y solo a continuación, según las circuns­
tancias de su vida, padre o hijo, madre o hija, guerrero o co­
merciante. Entre aquel hombre y nosotros, se ha producido
una inversión. E l hombre de una sociedad tradicional, cuando
tiene que presentarse, se define a sí mismo como el nudo de di­
versas relaciones de complementariedad estatutaria (padre/hijo,
esposo/esposa, amo/servidor, mayor/menor, compatriota de sus
compatriotas, etc.). E l hombre moderno, en cambio, se presen­
ta como un individuo, lo que quiere decir como alguien que se
encuentra en posesión de diversas cualidades sociales, pero que
puede pensarse a sí mismo independientemente de esas cualidades.
Por ejemplo, pertenece a tal país, pero podría haber nacido en
tal otro, o bien podría cambiar su lugar de residencia terrestre.

E je r c ic io s d e l a d e n ic ió n d e s í

E l hombre tradicional está “ im bricado” o “ intricado” en eí


tejido social; el hom bre moderno está “ desim bricado” o
“ desencastrado” . Hay que reconocer que esta tesis nos resulta
en un comienzo inverosím il. Todo ser humano, creemos,
puede pensarse a sí mismo “ en primera persona” , subjetiva­
mente. Todo ser humano puede, a través del pensamiento, por
lo menos, emanciparse de su identidad de hecho. Le basta con
representársela justamente como eso mismo, una identidad
de hecho. Tomamos entonces el “ des-intrincamiento” del in­
dividuo con respecto a su vida social como algo evidente. Nos
parece totalmente natural disociar la persona del medio de
vida social en el cual ha nacido y ha sido criada, imaginando
circunstancias que le habrían podido dar otra biografía.
Charles Taylor busca sensibilizarnos al hecho de que he­
mos aprendido a considerarnos como individuos y a considerar

147
la sociedad como una sociedad de individuos. Ser un indivi­
duo (en el sentido normativo) no es un estatuto innato de
todo ser humano. Cada uno de nosotros se ha convertido más
o menos en un individuo gracias a un trabajo sobre sí mismo
que ha pasado por desociaíizar la idea que uno se hace de sí
mismo. Esta idea que uno se hace de uno mismo se ha conver­
tido, sin duda, en una suerte de '‘segunda naturaleza” , pero es
de origen cultural.
Para poner en evidencia esta dimensión cultural, Taylor
nos invita a considerar el ejercicio de la imaginación que cada
uno de nosotros puede hacer sobre su identidad.43 El ejercicio
consiste en que el individuo se pregunte en qué se habría con­
vertido si hubiera sido criado en otro medio o en otras cir­
cunstancias históricas. ¿Qué ciase de persona sería hoy si...?
¿Si me hubiera casado con otra persona, elegido otro oficio,
abrazado otra religión, emigrado a Africa?
Cuando la imaginación se ejerce así de manera retrospec­
tiva sobre mi pasado, presenta el carácter de una amable en­
soñación. Pero este ejercicio puede adquirir un cariz más gra­
ve si se vuelve prospectivo. Como lo señala Taylor, pasamos
entonces de un “ ejercicio abstracto” que no compromete para
nada, a un ejercicio que debe transformarme en sujeto respon­
sable de la totalidad de mis atributos sociales. E l ejercicio deja
de ser un mero juego de imaginación cuando se convierte en
un trabajo del sujeto sobre sí mismo, trabajo a través del cual
dicho sujeto apunta a transformar la idea que se hace de sí
mismo. A transformarla desociaiizándola, desimbricándola
del tejido social. E l derecho de la subjetividad del cual hablaba
Hegel se transforma en un deber de ser uno mismo. E l individuo
debe hacer de todos los elementos de su artículo en el Who’s
Who un asunto de elección personal. Tiene que preguntarse:

43 Charles Taylor, A Secular Age, ob. cit., p, 149.

148
“ ¿No tendría que emigrar?” . En efecto, para que su nacionali­
dad sea realmente la suya, tiene que ser porque ha tomado la
decisión de no cambiarla. Si está casado, tiene que preguntarse
todas las mañanas si no debería divorciarse, de modo tal de no
olvidar que la decisión de mantener ios vínculos del matrimo­
nio depende de él. Si tiende a llevar una vida sedentaria, le cabe
interpretarse a sí mismo como un nómade virtual que se ha
detenido provisoriamente allí donde está. Y así sucesivamente.
La desocialización, en principio, debería permitirle al in­
dividuo separar plenamente su “ identidad” -lo que es cuando
es él mismo- de todos los lazos sociales contingentes, represen­
tando a estos últimos como opcionales. Sin embargo, también
nosotros, al igual que el hombre de la sociedad tradicional, nos
topamos con un límite a nuestros esfuerzos de disembedding. La
diferencia entre nosotros y ese hombre tradicional es que no­
sotros no colocamos el límite en el mismo lugar.
¿Qué vida y qué idea de mí mismo hubieran podido exis­
tir en otras circunstancias? E l ejercicio me enseña que imagi­
no con facilidad ciertos guiones, mientras que otros me resul­
tan inconcebibles. Comparemos estas dos vidas posibles:
(a) En otra vida, tengo otro oficio, otra esposa, otra naciona­
lidad. Nos parece fácil figurarnos realmente estas posibilidades.
(b) En otra vida, pertenezco ai otro sexo. Aquí, afirma Taylor,
el pensamiento se enreda para la m ayor parte de nosotros;
nada se presenta ante nuestra imaginación. ¿Por qué se enre­
da? Porque la imaginación se topa con un límite y que igno­
ramos si dicho límite es cultural, y entonces arbitrario, o bien
lógico, es decir, insuperable.
Y aquí Taylor toma como ejemplo la pregunta que se plan­
tean un día u otro todos los niños: W hat w ould I have been
like iflh a d been bom to differentparents?^¿En qué me habría

44Ibíd., p. 149.

149
convertido si hubiera tenido otros padres, por ejemplo, si
mis padres hubieran sido los de mi amigo Arthur, que tiene
exactamente la misma edad que yo?
La pregunta parece propiciar una respuesta confusa: habría
sido yo, porque se trata de mí pero al mismo tiempo habría sido
Arthur, porque habría nacido de los padres de Arthur el mismo
día que A rthur. Si la respuesta es forzosamente confusa, es
que la pregunta misma es confusa. De hecho, el leve vértigo que
provoca viene, en realidad, de que contiene una ambigüedad.
Pero esta ambigüedad va a enseñarnos algo sobre nuestra idea
normativa del individuo y su identidad.
¿A qué nos referimos cuando hablamos de padres dijeren-
tes? Mis padres hubieran sido diferentes de lo que han sido si
hubieran seguido otros caminos en la vida. Con toda seguri­
dad, habrían podido ejercer otros oficios, emigrar antes de mi
nacimiento a otro país, adherir a una secta religiosa, y mi vida
entera habría resultado entonces diferente. Sí, pero estamos
hablando de mis padres; el objetivo del ejercicio es imaginar­
ios en el momento en que toman otras decisiones en tal o cual
etapa fundamental de sus vidas. Mientras los padres que te­
nemos que imaginar diferentes son los míos, la pregunta tiene
que ver conmigo, su hijo. Por lo tanto, la respuesta es trivial.
¿Qué hubiera sido yo si mis propios padres hubieran sido
como los de mi amigo? Respuesta: hubiera sido como mi ami­
go. E l juego de mi imaginación hace variar mi biografía en
función de la de mis padres, pero no afecta de hecho mi indi­
viduación.
Si imaginar padres diferentes significa, en cambio, que mis
padres habrían sido en realidad los de mi amigo, entonces la
pregunta planteada toma un sentido muy distinto y no admi­
te más que una respuesta: si mis padres hubieran sido los de
Arthur, entonces lo que llamo mi nacimiento hubiese sido el
nacimiento de Arthur, de modo que el niño nacido en este na­
cimiento habría tenido que decir: “ Soy A rthur” . ¿Pero cómo

150
puedo im aginar que soy yo mismo y al mismo tiempo mi
amigo Arthur? En realidad, es imposible. Lo que es absurdo
aquí es dotar al ser humano de una esencia independiente de
su actualización en tal o cual figura empírica, desligar la iden­
tidad personal de toda genealogía.
Una manera de hacer surgir la incoherencia de esta hipó­
tesis es seguir el consejo del lógico Arthur Prior: es necesario
temporalizar la cuestión de saber lo que habría podido ser en
otras circunstancias* Prior nos invita a comparar las dos pre­
guntas que siguen:
1. ¿Julio César habría podido no llamarse “ Julio César” ?
2. ¿Julio César habría podido tener otros padres que los
suyos?
E l método correcto aquí sería preguntarse cuándo esto po­
dría haber sido posible, de modo tal de poder tener en cuenta
el hecho de que las posibilidades que se nos presentan lo ha­
cen en tal o cual momento en el tiempo. Por ejemplo, una vez
que me he vuelto adulto, deja de ser posible para mí haber te­
nido una juventud estudiosa en vez de una juventud disipada,
y viceversa. Estas posibilidades solo se pueden presentar ahora
en condicional pasado: habría podido...
Claro que César podría haber tenido otro nombre. Habría
podido tenerlo antes de recibir el de Julio César, si hubieran
decidido, en el momento de darle un nombre, llam arlo de
otro modo. ¿Pero en qué circunstancias hubiera podido te­
ner otros padres? Plantear la cuestión es develar el sofisma:

Después de su nacimiento, e incluso después de su concepción


-o incluso a partir de o después de su concepción- está claro
que era demasiado tarde como para tener otros padres. ¿Pero
por qué no antes? [...] Lo que, a mi entender, plantea una di­
ficultad aquí es que antes de que César existiera (ya sea que
consideremos el momento de la concepción o algún otro acon­
tecimiento como inicio de su existencia) parece claro que no

151
existía ningún otro individuo al que se pudiera identificar
como César, es decir, el César del que hablamos ahora, que
hubiera podido ser el sujeto de esta posibilidad.45

Temporalizar las posibilidades que se le presentan a César


es considerar a César en tanto que sujeto de sus propias posibilida­
des, en el sentido en el que debemos atribuírselas al decir: “Cé­
sar habría podido.. “ César no habría podido.. De este
modo, las cosas se aclaran. Después de su nacimiento, César
ya no tiene la posibilidad de tener otros padres: es demasiado
tarde. Antes de su nacimiento, César todavía no existe; no exis­
te ninguna persona en el mundo que sea Julio César, y no existe
entonces nadie a quien se le pueda atribuir la posibilidad
(lutura) de tener por padres a tales o cuales personas. Para que
podamos evocar las posibilidades de las que Julio César es el
sujeto, es necesario que César ya sea un individuo (empírico)
que puede ser nombrado, un ser humano presente en este
mundo, con su identidad propia.
Tal vez pueda decirse: antes de su nacimiento, Julio César
no existía como individuo actual, sino que existía desde siem­
pre como individuo posible, Julio César como individuo posible,
esto quiere decir Julio César con todo lo que lo constituye,
salvo su existencia actual. Pero Prior dio con el elemento que
desbarata toda teoría de los individuos posibles: hace falta un
sujeto identijicable ai cual atribuirle esas posibilidades. En rea­
lidad, lo que había antes de que naciera Ju lio César era la
posibilidad de que una pareja particular (la de los padres de
César) tuviera un día u otro un hijo al que le daría el nombre
de Julio César. Pero la posibilidad de que una pareja tenga un
hijo no es la posibilidad, para un ser que estaría individua­

45 Arthur N. Prior, Papers on Time and Tense, Oxford, Oxford Universky


Press, 1968, p. 70.

152
do, por sí mismo en función de su esencia singular intempo­
ral, de entrar en la existencia como hijo de la pareja en cues­
tión (como si se pudiera asimilar el nacimiento de Julio César
a la adopción de un individuo posible por parte de la pareja
actual de sus padres).
Resulta imposible, entonces, disociar enteramente, bajo
la forma de una “ esencia in d ivid u ar1, lo que me constituye
como individuo distinto del hecho (por cierto, contingente)
de que mis padres me han traído al mundo tal o cual día en
tales o cuales circunstancias. Prior nos invita a localizar en el
orden del tiempo las posibilidades prácticas del individuo,
por ejemplo, Julio César. Pero sucede lo mismo cuando un
individuo se interroga sobre sí mismo desde un punto de vis­
ta práctico. Si su pregunta por la identidad es verdaderamen­
te práctica, debe preguntar: “ ¿Qué voy a hacer ahora, sabiendo
que tengo que elegir entre tai posibilidad y tal otra?” . Para
ser ante sus propios ojos el sujeto de tales posibilidades -puede
aceptar, por ejemplo, tai o cual propuesta o rechazarla de aquí a
m a ñ a n a tiene que haber logrado insertar su pensamiento
sobre sí mismo en el tiempo y haber aceptado por eso m is­
mo reconocer las diversas consecuencias que resultan del
hecho ontológico de su individuación.
¿Qué enseñanza nos deja este ejercicio? Que puedo, por
cierto, imaginarme como alguien que ha hecho otra vida, con
una condición, sin embargo: que esa otra vida haya sido la
mía. En el origen de lo que llamo “ mi identidad” , se encuen­
tra forzosamente el hecho genealógico de m i nacimiento.
¿Qué es lo que distingue, entonces, la manera en que un mo­
derno plantea la pregunta “ ¿Quién so y ?” de la manera en
que se la ha podido plantear en otros contextos culturales?
Lo que distingue al hombre moderno no es que haya dejado
de deber su individuación al hecho de haber nacido, y en­
tonces de tener como identidad en sentido literal su posición
genealógica y social en el mundo. Lo que lo distingue es que

153
se niega a dotar de una fundón normativa a esta identidad li­
teral. Y es entonces cuando debe substituir esta identidad
literal -que para él es una pura identidad de hecho- por otra
definición de si mismo, que llamará en adelante su identidad
verdadera.
Taylor ha mostrado que esta concepción no es natural. No
lo es más para nosotros de lo que lo es para las otras culturas.
Para hacerse una idea desocializada de sí mismo es necesario
un trabajo de imaginación. Tenemos que aprender a concebir­
nos como individuos, en el sentido normativo de la palabra.
Este aprendizaje se llama “ crisis de identidad” .

C o n v e r t ir s e en u n h o m b r e m o d e r n o

E l abordaje comparativo de nuestra noción moderna de iden­


tidad permite resistir a la atracción innegable que ejerce sobre
nuestras mentes ia filosofía histórica que Taylor llama “ una
explicación del auge de lo moderno por sustracción” {a “subs-
tration ” account o f the rise o f modermty),4(> Nos preguntamos
cómo es posible que la cultura occidental se haya impuesto
en todas partes del mundo, remitiendo a un pasado obsoleto
las maneras de hacer y de pensar hasta entonces hegemónicas.
O por qué razón las ideas y los gustos modernos terminan por
imponerse. La “ teoría sustractiva” responde que es porque es
mas simple ser moderno que conservar los antiguos usos. Para
modernizarse, basta con eliminar todo lo que es superfluo en
nuestro modo de vida. Ser más modernos que los padres o
que los vecinos es, por ejemplo, tener relaciones más infor­
males con la gente. La entrada en la modernidad no exigiría
nada más que un retom o a uno mismo, un repliegue sobre 4 6

46 Charles Taylor, A Secular Age, ob. ck., p. 169.

154
“ los fundamentos” de la condición humana. Considerándose
a sí mismo, cada quien tendría que percibir que es un indivi­
duo con el cual solo la convención social vincula diferentes
títulos y atributos.
Convertirse en un individuo, en realidad, en el sentido
normativo del término, es una operación compleja y agota­
dora. Exige de parte de quien la realiza un profundo trabajo
sobre sí mismo. E l hombre que se concibe como un ind ivi­
duo normativo es un ser más complejo y tal vez más frágil que
el que se representa como un ser definido por sus lazos socia­
les. En efecto -es el resultado del análisis de Taylor sobre el
cual me baso-, la definición de sí como individuo normativo
es necesariamente segunda. Supone una primera definición
de sí como hombre social. E l ser humano no puede concebir­
se espontáneamente como un yo desligado del contexto social.
Su primera definición de sí mismo es embedded' “ imbricada”
o “ encastrada” , y lo representa en su posición social: como
padre, hijo, miembro de tal tribu, etc. Para que pueda pen­
sarse en primer momento como un ser independiente de los
otros, y solo en un segundo momento como alguien vincula­
do a los demás a través de compromisos personales, le es ne­
cesario pasar por la idea de que su existencia social es en prin­
cipio facultativa.
Para defender esta tesis hay que introducir una distinción
entre dos variedades de individualismo, una distinción que
Dumont, y Taylor después de él, tomaron de la sociología de
las religiones. Para caracterizar el puritanismo de los discí­
pulos de Calvin, Max Weber lo había distinguido de la acti­
tud religiosa tradicional que enseñaba el rechazo del mundo
y de sus valores a través del retiro. E l puritano debe rechazar
el mundo y sus seducciones combatiéndolos, allí donde los
maestros espirituales de antaño se limitaban a ignorarlos. El
puritanismo constituye un “ ascetismo en el mundo” , una ac­
titud que apunta a un éxito en el mundo, por oposición al

155
“ ascetismo fuera dei mundo” de los renunciantes y ios ana-
core tas. Generalizando esta distinción, Dumont ha opuesto
el individualismo fuera del mundo, que busca un desarrollo de
la individualidad en una interioridad espiritual, y el indivi­
dualismo moderno, que es un individualismo en el mundo, lo
que significa que apunta a transformar el mundo existente
para convertirlo en la morada del individuo normativo.47
Pero esta transformación nunca está del todo adquirida, re­
quiere un combate incesante, porque el mundo le sigue opo­
niendo resistencia.
E l renunciante hindú o el anacoreta del cristianismo tem­
prano no podían individualizarse en el mundo porque las
sociedades que los vieron nacer carecían de espacio para un
“ derecho de la subjetividad” . No podían convertirse en “ in­
dividuos” (en sentido normativo) sino retirándose material-
mente de la sociedad. Más precisamente, “ dejaban el mun­
do” , como se dice en lenguaje religioso, instalándose en un
lugar de retiro, lejos de los hombres. Se encontraban a par­
tir de entonces “ fuera del mundo” , no porque hubieran en­
contrado la manera de v iv ir sin alimentarse -v iv ía n de la
caridad™, sino porque habían decidido sustraerse al ciclo
social de los deberes y las deudas. E l individuo moderno,
en cambio, tiene el proyecto de vivir una vida individual en
el mundo, lo que lo obliga a redefinir radicalmente sus rela­
ciones normativas con los demás individuos.
Para convertirse en un individuo normativo en el sentido
moderno, es necesario entregarse a un trabajo sobre uno mis­
mo. E l individuo debe aprender a desprenderse a través del
pensamiento y de la imaginación del lugar contingente que ocu­
pa en una sociedad. Lo hace aplicándose a sí mismo guiones

47 Louis Dumont, Homo hierarchicus, ob. cit., “Appendix B”: “Le renon-
cement dans les religions de Linde”.

156
construidos a partir del esquema de un ejercicio de definición
de sí presentado por Taylor. Lo que soy verdadera y auténti­
camente, lo soy independientemente de mis cualidades socia­
les. Voy a estudiar un buen ejemplo de un ejercicio sobre este
tipo de identidad proporcionado por Pascal.
Los Tres discursos sobre la condición de los Grandes no son
un texto escrito por Pascal, sino una redacción realizada por
Pierre Nicole de tres entrevistas que Pascal había tenido con
un joven noble (que, según el duque de Luynes, tendría unos
catorce años}.48
¿A qué apuntan las ideas que Pascal intenta comunicar a
su alumno? Lo anuncia de la siguiente manera: el joven no­
ble tiene que aprender su “verdadera condición” , lo que quie­
re decir que no puede quedarse con la que le confiere el hecho
de ser hijo de su padre.
En el prim ero de los tres discursos, Pascal utiliza una
analogía para ilustrar lo que va a llam ar “ reconocer su ver­
dadero estado” y que no consiste en nada más que en lo que
hasta aquí hemos llamado definirse a sí mismo, formarse tal
o cual idea de sí mismo, en resumen, construirse una identi­
dad en el sentido m oral o norm ativo del término. De esta
manera, aunque no se sirva todavía de nuestra palabra “ iden­
tidad” , Pascal utiliza el paradigma de la respuesta a la pre­
gunta “ ¿Quién eres?” para introducir una moral de la rela­
ción subjetiva con uno mismo. ¿Qué mejor guía que la de
Blaise Pascal para ayudarnos a pasar -com o es nuestro pro­
pósito desde el com ienzo- del sentido literal de la pregunta
por la identidad a su sentido figurado?

1,8Nicole escribe en su preámbulo que, habiendo asistido a esas conversa­


ciones, le había impactado vivamente lo que había dicho Pascal, de modo que,
aun si ponía por escrito lo dicho diez años más tarde, podía garantizar que era
el pensamiento de Pascal lo que consignaba (si no sus propias palabras).

157
Pascal inventa una breve fábula en la cual un hombre que
ha naufragado en una isla se convierte en rey de sus habitantes
a raíz de un malentendido. Resulta ser que el náufrago tenía
un gran parecido físico con el rey de la isla, que había desapa­
recido tiempo atrás, y que los isleños no han conseguido en­
contrar a pesar de haberlo buscado incansablemente. Cuando
se topan con el náufrago, creen que han encontrado a su rey.
E l náufrago se parece al rey, de modo que lo toman por
el rey. H ay un error con respecto a la identidad de nuestro
náufrago en sentido literal Ahora bien, prosigue Pascal, el náu­
frago estaría muy loco si cayera él mismo en el error en el que
han caído los pobladores de la isla. Está bien ubicado para sa­
ber que no es realmente el rey. ¿Cómo va a actuar, entonces?
Pascal concluye su apólogo de la siguiente manera:

De este modo, tenía un doble pensamiento: uno por el cual ac­


tuaba como rey, el otro por el cual reconocía su verdadero estado
y que no era más que el azar el que lo había puesto en tal lugar.
Ocultaba este último y descubría el primero. A través del prime­
ro trataba con el pueblo y a través del último, consigo mismo.49

La cuestión que aquí se plantea es la del alcance normati­


vo de una identidad. ¿Cómo tiene que actuar nuestro náufra­
go? Esto depende de quién es él y para quién, dado que su aven­
tura lo ha desdoblado. Con los otros, el náufrago actuará como
si fuera rey. Consigo mismo, adecuará su conducta al pensa­
miento opuesto, es decir, la certeza de no ser el rey,
¿Estamos ya frente a nuestra “cuestión de la identidad
moderna” ? ¿El náufrago tiene lo que podríamos denominar
un “problema de identidad” ? En realidad, la fábula pone en

49Blaise Pascal, Pensées et Opuscules, Léon Brunschvicg (ecL), París, Hachéete,


Classiques, 1990, p. 233.

158
escena una “ confusión de identidad” en el sentido más literal
del mundo. Cuando el hombre actúa con los otros, guiado por
su pensamiento de que es el rey, esto quiere decir simplemente:
corno si fuera la misma persona que el rey, como si ese fuera su
“estado verdadero”. Por lo tanto, el problema de identidad que
debe resolver el náufrago es el que se les plantea a todos los
usurpadores, a todos los estafadores. Tiene que tener cuidado
de no equivocarse de papel: no tratar consigo como si se tomara
por el rey, no desenmascararse cuando trata con ios demás.
Sin embargo, vemos bien aquí cómo se puede pasar de esa
identidad en sentido literal a nuestra noción de identidad mo­
ral. Por empezar, la pregunta “ ¿Quién soy?” puede fácilmen­
te tomar un sentido normativo. Sí el náufrago fuera el sobe­
rano legítimo de la isla en virtud de su nacimiento, no tendría
que desdoblar su pensamiento, dado que no necesitaría man­
tener una identidad usurpada ante los demás mientras se cui­
da al mismo tiempo de conservar su identidad verdadera al
confrontarse consigo mismo. En todos los demás personajes
de este apólogo, la identidad de hecho es ai mismo tiempo
la identidad normativa, en el sentido en que la respuesta a la
pregunta “ ¿Quién soy?” fija el comportamiento que hay que
tener frente a quien plantea la pregunta. Sabiendo quiénes
son, también saben cómo conducirse de manera sensata ios
unos con los otros, lo que quiere decir: cómo conducirse de
manera conforme a lo que se espera de ellos.
En esta fábula, las circunstancias hacen que el náufrago
ya no pueda atenerse a su identidad de origen para saber cómo
comportarse. Los demás no tienen ese problema*, realmente
son (para los demás) quienes son (para sí mismos) y entonces
no tienen un “problema de identidad” . Sin embargo, Pascal
va a enseñarle a su joven alumno que todos nosotros tenemos
que practicar un desdoblamiento análogo.
A continuación del prim ero de los tres Discursos, Pascal
aborda su verdadero propósito en esta entrevista con el joven

159
noble. E l joven no es un impostor; no tiene nada que o cu ltar
puesto que es realmente el hijo del duque y por tal razón su
estatuto entre los hombres está asegurado. Tiene derecho a
esa identidad que todos le reconocen, mientras que el lugar
del náufrago no era el trono. Sin embargo, prosigue Pascal,
su derecho está fundado en las convenciones humanas y no
en un “ título de naturaleza” . En el derecho natural no hay
distinciones sociales. A sí como el náufrago solo era rey en
virtud de la imaginación del pueblo (que se dejó engañar por
el parecido físico), el hijo del duque solo está investido de
esas grandezas en virtud de la imaginación de los hombres
(en este caso, de legisladores anónimos que establecieron esas
convenciones).
Se trata entonces de un “ establecim iento hum ano” ,
como dice Pascal, aquello que vincula un estado social de­
terminado al hecho de haber nacido de tales o cuales padres
en tales o cuales circunstancias. Ser duque es el resultado de
una serie de azares: azar por el hecho de haber nacido (los
padres hubieran podido no haberse conocido), azar por el
hecho de vivir en una sociedad en la que hay duques (habría
podido haber otras instituciones), etc. E l joven noble se ha­
ría ilusiones si creyera que la consideración con que lo tra­
tan por su rango jerárquico se le acuerda a título personal,
por lo que él mismo es. Las marcas de respeto que se le diri­
gen no están destinadas a él, sino solamente a su condición
de Grande. Tam bién tiene que habituarse a tener un doble
pensamiento con respecto a su estado:

¿Qué conclusión sacar de esto? Que debe tener, como ese hom­
bre del que hemos hablado, un doble pensamiento; y que si
actúa exteríormente con los hombres según su rango, tiene
que reconocer, a través de un pensamiento más oculto pero
más verdadero, que no tiene nada de naturalmente superior a
ellos. Si el pensamiento público lo eleva por encima del común

160
de los hombres, que el otro lo descienda y lo coloque en una
perfecta igualdad con todos los hombres; porque ese es su es­
tado natural” .50

E l ejercicio que propone Pascal a su alumno es análogo


al ejercicio de “ desim bricación” o disembedding Se trata de
aprender a dejar de concebirse como alguien que es lo que
es naturalmente, y legítimamente, entonces, en virtud de su
genealogía. Pascal explica a continuación, en el segundo de
sus Discursos, que existen dos tipos de grandeza hum ana.
Hay que distinguir, en efecto, dos tipos de cualidades, unas
constitutivas de la persona, a las que Pascal llama grandezas
naturales, las otras exteriores, a las que llam a grandezas de
establecimiento:

Las grandezas de establecimiento dependen de la voluntad de


los hombres, que han creído con razón que debían honrar cier­
tos estados y atribuirles ciertos respetos. Las dignidades y la
nobleza son de este tipo [...]. Las grandezas naturales son inde­
pendientes de la fantasía de los hombres porque consisten en
cualidades reales y efectivas del cuerpo o el alma, que vuelven
al uno y a la otra más estimables, como las ciencias, la luz del
espíritu, la virtud, la salud, la fuerza,51

Entrenarse para tener un pensamiento doble no es algo


sencillo. Es tanto más difícil cuanto que, desde un punto de
vista exterior, ese desdoblamiento de la identidad no debe
transparentarse en nada. Las palabras de Pascal, en efecto,
no tienen nada de revolucionario. No se trata de negarles a
los Grandes las “ consideraciones” que se les deben; se trata

50 IbícL, p. 235.
51 lbíd.,p. 236,

161
de calificar esas consideraciones, de desdoblarlas. Existen
consideraciones naturales y consideraciones de establecimiento,
lo que Pascal explica del siguiente modo:

No es necesario, porque usted sea duque, que yo lo estime. Pero


es necesario que yo lo salude. Si usted es duque y además un
buen hombre, reconoceré lo que le debo a una y otra de estas
dos calidades. No le negaré las ceremonias que merece su cali­
dad de duque. Pero si usted fuese duque sin ser un buen hom­
bre, sería justo con usted también; ya que cumpliendo con los
deberes exteriores que el orden de los hombres han ligado a su
nacimiento, no dejaré al mismo tiempo de sentir hacia usted el
desprecio interior que la bajeza de su espíritu me merece.52

¿Cómo tiene que comportarse el joven noble si realmen­


te ha aprendido la lección de Pascal? ¿Qué clase de indivi­
dualismo va a practicar al término de su ejercicio de defini­
ción de sí mismo?
N o será un individualism o fu era del mundo en sentido
estricto, dado que no se trata aquí de que se retire, de que
renuncie a su condición de gran señor. Pascal ha querido
enseñarle cómo comportarse con justicia en tanto que du­
que, y no cómo obtener su salvación (como lo subraya al
término del tercero de sus Discursos). Por eso, el joven duque
conservará su posición en el sistema del quién debe qué a
quién, definido por el nacimiento, Y por consiguiente le está
permitido, con toda justicia, exigir de los demás las “ consi­
deraciones de establecim iento” , es decir, las “ ceremonias
exteriores” que exige su calidad de duque. Ante un duque,
hay que descubrirse la cabeza, hay que inclinarse, hay que
ceder el paso, etc. Pero si quiere ser respetado por sí mismo,

52 Ibíchpp. 236 y 237.

162
o ser reconocido en su justo valor como individuo particular,
tendrá que mostrar que lo merece por sus cualidades de indi­
viduo, mostrando que es “ mejor geómetra” que los demás, por
ejemplo. Sin embargo, esta cualidad solo le dará una “prefe­
rencia de estima” , ninguna “preferencia exterior” :

Si el señor X quiere pasar antes que yo, por considerar que es me­
jor geómetra que yo, le diré que no entiende nada de lo que su­
cede. La geometría es una grandeza natural que requiere entonces
una preferencia de estima, pero los hombres no le han atribuido
ninguna preferencia exterior. Pasaré, pues, antes que él, y lo esti­
maré más que a mí mismo en su condición de geómetra.53

Por eso la posición subjetiva que describe aquí Pascal con­


serva un componente de individualismo fuera del mundo. En
efecto, el respeto natural y el desprecio natural deben seguir
siendo interiores. Todo debe suceder en el pensamiento. Por un
lado, el duque tiene que considerarse interiormente, según su
condición verdadera, como un igual a todos los hombres (in­
cluso si le conviene no develar este pensamiento a las buenas
gentes que consideran que su grandeza es “ natural” ). Por otra
parte, Pascal explica cómo él mismo practica el desdoblamien­
to cuando se encuentra ante un Grande de este mundo: exte-
riormente, se inclina, pero solo se trata de un “deber exterior” ;
interiormente, le concede al otro su estima o su desprecio en
función de cualidades que considera reales (la de ser, por ejem­
plo, un gran geómetra) o como alguien desprovisto de todo
mérito personal.
De modo que el individualism o preconizado por Pascal
todavía no es el que llama a cada uno a desarrollar su indi­
vidualidad en el mundo. Sin duda, el joven noble piensa que

53 Ibíd., p. 237.

163
todos los hombres son iguales. Pero por el momento esto no
se traduce en absoluto en la vida social. E l pensamiento de la
igualdad, pensamiento revolucionario si los hay, debe man­
tenerse como un pensamiento secreto. En el fondo, Pascal
adaptó a las necesidades y ai espíritu del joven noble de su
época el espíritu individualista del antiguo estoicismo, que era
un individualism o fuera del mundo. Por medio de sus ejer­
cicios espirituales, el sabio estoico podía volverse indepen­
diente sin por ello tener que abandonar materialmente la
sociedad de los hombres ni considerarse exceptuado de sus
deberes de estado (officia),54

E t p o r v e n ir d el in d iv id u a l ism o

Pascal nos invita a v iv ir desdoblados, dado que tenemos que


juzgar sobre los seres y las cosas según dos escalas jerárquicas.
Por esta razón, la solución de Pascal resulta inestable, dada
la tensión que no puede dejar de generar en el individuo. Al
aceptar que se lo tomara por el rey, el náufrago se conducía
como un impostor. Pero el sujeto que busque desarrollar un
“ doble pensamiento” con respecto a su propia identidad tam­
bién podría pasar por un impostor, y en prim er lugar ante
sus propios ojos. Va a sufrir el hecho de no conducirse ex te-
riormente conforme a sus sentimientos interiores. Va a as­
pirar a una existencia más “ auténtica” , más conforme a la
exigencia de una adecuación entre el interior y el exterior
(como podría definirse el pedido de una Eigentlichkeit). ¿Qué
realidad tiene un “ respeto natural” que no se deja ver en el

>4Sobre los ejercicios espirituales estoicos, véase Fierre Hadot, Exorcices


sp m tu eh etp h ilosoph ie antique , París, Albín Michel, 2002. [Edición en español:
E jercicios espirituales y filo so fía a n tigu a , iVíadrid, S ir uela, 2006]..

164
comportamiento exterior hacia los demás? ¿Y al mismo
tiempo, qué vale un “ respeto de establecimiento” si puede
ser contradicho por un desprecio interior?
Además, como lo veremos a continuación, Pascal no cree
en absoluto que sea posible atenerse a este compromiso. Des­
de el punto de vista de la filosofía, se plantea entonces la cues­
tión de saber cuál puede ser el porvenir del individualismo
moderno. A l proponer este desdoblamiento, Pascal le pide al
futuro duque que lleve a cabo una noche del 4 de agosto de
1789 interior; La abolición de los privilegios tiene lugar, efec­
tivamente, pero solo en la interioridad del sujeto. Nada la
manifiesta en la ejecución de los “ deberes exteriores” .
Puede sostenerse, sin duda, que la abolición de los privi­
legios debía hacerse en dos tiempos. Antes de poder ser des­
truido en los hechos, el antiguo orden de justicia debía ser
abolido en la legitimidad que tenía para las conciencias y esto
es lo que, precisamente, Pascal lleva a cabo. Pero en este caso
las cosas deberían presentarse de manera totalmente distinta
para los que hemos venido después de la noche del 4 de agos­
to exterior. Ya no debería existir más que una sola escala je­
rárquica que aplicar para medir las marcas de estima que nos
debemos unos a otros. Esta escala es la de las cualidades rea­
les. ¿Alguien es mejor geómetra que nosotros? En ese caso
tiene derecho a un reconocimiento exterior, lo que procura
un orden liberal de justicia: “ la carrera abierta al talento” .
¿Pero cómo es posible que con la instauración de un orden
meritocrático basado en el talento personal, cada uno no ten­
ga asegurada su identidad moral, es decir, sus títulos para la
estima de los demás, y partiendo de esa base, para la estima de
sí? El régimen de la jerarquía liberal habría tenido que poner
fin a las “ crisis de identidad” . Estas últimas pueden explicar­
se muy bien en un período de transición entre el orden anti­
guo y el orden nuevo, como sucedía en tiempos de Pascal. Ha­
brían tenido que cesar después. ¿Qué razones podría tener hoy

165
un individuo para desdoblarse y tener que elegir entonces
según cuál de sus identidades posibles tiene que actuar?
La única explicación que se puede concebir es que no he­
mos salido del período de transición. Y si no hemos salido de
él es porque no nos resulta posible venir al mundo como in­
dividuos normativos y, como tales, ya desocializados, disem-
bedded. Que seamos libres e iguales al nacer es una posición
de principio. Esta declaración de principios formula una exi­
gencia con la cual buscamos confrontarnos. Pero esto quiere
decir que el hombre de los tiempos modernos también viene
al mundo en un medio humano del que recibe su identidad
genealógica, que felizmente es portadora de una significación
normativa para sus padres y educadores. Por eso este hombre
de los tiempos modernos también tiene que aprender a con­
vertirse en un individuo moderno. Se ve confrontado en su
juventud con la cuestión de su identidad en el sentido de
Erikson, tai como la formulaba Dumont: o bien se define a sí
mismo de una manera que le permite juzgar que está en un
lugar adecuado si ocupa el lugar reservado para él por los su­
yos (padres, maestros, amigos benevolentes), o bien se define
a sí mismo de una manera que no le permite estar satisfecho
de sí mismo a menos que consiga construir otro lugar (y de­
cepcionar entonces las legítimas expectativas de todos aquellos
que se ocuparon de él). Esta confrontación es precisamente
la etapa del “ doble pensamiento” .
La definición de sí como individuo desocializado es nece­
sariamente segunda, en la medida en que los modernos nunca
dejaron de ser seres sociales, como todos los humanos. Por eso
no puede decirse que el individualismo en el mundo haya re­
emplazado pura y simplemente al individualismo fuera del
mundo. Sería el caso si la humanidad pudiera no solamente
comprometerse en el proceso de su modernización, sino tam­
bién instalarse apaciblemente en un estado estable de moder­
nidad. No es para nada el caso: la inestabilidad es constitutiva

166
de la idea misma de un individuo que entiende asumirse en­
teramente a sí mismo. Es una vez más Pascal quien nos ofrece
la razón profunda de todo esto. Muestra que un peligro espiri­
tual amenaza al individuo que se busca a sí mismo. Desde el
punto de vista de una psicología moral, la búsqueda de sí sig­
nifica la búsqueda de una satisfacción plena (Hegel). Se trata
de ser estimado y apreciado en tanto individuo. Pero se plantea
entonces una cuestión difícil. Si quiero que se me estime por
mi valor, tengo que poder decir lo que hay de estimable en lo
que constituye mi individualidad. La cuestión es entonces
aquella que sus editores de Port Royal ponían como título de
uno de sus pensamientos más desconcertantes: ¿Qué es el yo?55
En este breve texto, Pascal procede a la aniquilación espi­
ritual de lo que llama el yo. Entiende mostrar que nadie puede
pretender tener derecho ai respeto de los demás en virtud de
sus “ cualidades naturales” . Para llegar a este resultado, Pascal
solo tiene que radicalizar el ejercicio de definición de sí del
que se ha servido en sus Tres discursos. Hemos visto que este

55Este es el texto: “Puedo decir que un hombre que se asoma a la venta­


na para mirar a los transeúntes, se ha asomado a la ventana para verme si yo
paso por ese lugar? No, porque no está pensando en mí en particular. Pero el
que ama a alguien a causa de su belleza, ¿lo ama? No; porque la sífilis, que
matará la belleza sin matar a la persona, hará que él deje de amarla.
"Y si alguien me ama por mi buen juicio, mi memoria, ¿me ama a mí? No,
porque puedo perder estas cualidades sin perderme a mí mismo. ¿Dónde está el
cuerpo, entonces, si no está ni en el cuerpo ni en el alma? ¿Y cómo amar el cuer­
po o el alma si no es por esas cualidades que no son lo que constituye el yo, pues­
to que son perecederas? ¿Porque, podríamos amar la substancia del alma de una
persona de manera abstracta, e independientemente de las cualidades que posee?
No es posible, y sería injusto. Nunca amamos a alguien, solo sus cualidades.
"Que nadie se burle más, entonces, de aquellos que exigen que se los hon­
re por sus cargos y oficios, porque no se ama a nadie más que por cualidades
prestadas” (Blaise Pascal, Pensées et Opuscules, publicada por León Brunschvicg,
París, Hachéete, 1909 [1904], p. 478).

167
ejercicio consistía en un juego de la imaginación del sujeto
sobre el tema: ¿qué habría sido yo en otras circunstancias?
E l ejercicio apunta a separar, entre los atributos del sujeto,
aquellos que son constitutivos de su persona de aquellos que
no le pertenecen sino de manera contingente y de los cuales
podría haber estado privado* Se supone que el sujeto, si se
aplica a sí mismo este pensamiento de que él habría podido no
tener el mismo lugar en el mundo, debería descubrir gracias
a ello suyo verdadero, el núcleo de las cualidades que cons­
tituyen su ser individual. En su fragmento, sin embargo, Pas­
cal muestra en tres etapas la inanidad de todo lo que querría
hacerse pasar por un yo verdadero al cabo de un trabajo de
recuento de esta naturaleza.
En la primera de estas etapas, Pascal imagina una breve
escena que le permite introducir una distinción entre dos
comportamientos de los demás para conmigo:

¿Puedo decir que un hombre que se asoma a la ventana para


mirar a los transeúntes, se ha asomado a la ventana para verme
sí yo paso por ese lugar? No, porque no está pensando en mí
en particular.

Alguien se había asomado a la ventana para ver pasar a la


gente. Yo pasé por debajo de su ventana. Me ha visto pasar por
ahí y, por consiguiente, ha visto lo que quería ver. Sí, pero
¿qué quería ver, exactamente? En este punto, es necesario ha­
cer una distinción. Hay una diferencia lógica, en efecto, entre
las dos posibilidades que siguen:
1. Un hombre se asoma a la ventana porque quiere verme
pasar.
2. Un hombre se asoma a la ventana porque quiere verpasar
un transeúnte, cualquiera sea.
¿Qué diferencia hay entre estas dos situaciones? Material­
mente, no la hay. Si el hombre se ha asomado a la ventana y

168
mira hacia la calle, y resulta que yo paso en ese momento por
debajo de su ventana, me ve pasar, dicho de otro modo, soy
yo, efectivamente, a quien ve pasar. Así, es el pensamiento de
este hombre el que establece toda la diferencia. Hoy en día,
expresamos esta distinción apelando a la lógica de la intencio­
nalidad. Esta lógica nos permite explicitar la diferencia que
introduce en un acto mental el modo en que el pensamiento
apunta a su objeto. La intencionalidad es un acto, es el aspecto
bajo el cual ese acto se da su objeto. Para captar mejor la dife­
rencia intencional que aquí nos ocupa, supongamos que haya
habido en realidad dos hombres asomados a la ventana, uno
que quería verme pasar y a quien llam aré el hom bre A; el
otro, que quería solamente ver pasar a los transeúntes, y a quien
llam aré el hom bre B. La lógica de la intencionalidad nos
permite distinguir sus intenciones fijando las condiciones
en las cuales estos hombres van a constatar que han visto lo
que querían ver una vez que me hayan visto pasar. Estas son,
respectivamente, las condiciones:
3. E l hombre A quería verme pasar, su intención ha que­
dado satisfecha si me ha visto pasar-, no ha quedado satisfecha
si ha visto pasar a otra persona distinta de mí.
4. E l hombre B quería ver pasar un transeúnte: su intención
ha quedado satisfecha si alguien ha pasado y lo ha visto, sea
yo u otra persona.
La primera etapa de la demostración de Pascal llega en­
tonces al siguiente resultado: un hombre asomado a la ven­
tana posa su mirada sobre mí, entra de este modo en relación
conmigo, pero había dos maneras de instaurar esa relación,
porque había dos maneras de concebirme para él: ya sea como
la persona misma que él esperaba precisamente ver pasar, ya
sea como un transeúnte cualquiera, si no le interesa especial­
mente la identidad de la persona que pasa. En este últim o
caso, es solamente mi calidad de transeúnte lo que atrae su
atención, no soy yo como individuo singular. Existen dos

169
maneras, entonces, de que alguien entre en relación conmigo:
la prim era es personal, la segunda impersonal. E l hombre
A quiere verme en persona. E l hombre B solo $e relaciona
conmigo de manera impersonal: lo que le interesa no es que
yo pase, sino que haya alguien que pase, sea quien sea.
En la segunda etapa de su demostración, Pascal considera
una relación entre dos personas a la que llam a “ amar a al­
guien” . Va a mostrar que no es verdaderamente personal (en
el sentido que acaba de ser indicado). A través del verbo
“ amar” no se refiere aquí a la pasión amorosa que une a dos
amantes entre sí, sino ai sentimiento de apego que nace de la
estima o del aprecio de las cualidades de una persona. “ Amar
a alguien” , en este fragmento, debe entenderse en un sentido
próximo a “ honrar a esa persona” . Tomado en ese sentido, el
verbo “ am ar” se comporta, en efecto, como el verbo “ hon­
rar” . Pascal pone en juego la lógica de la intencionalidad que
acaba de identificar en su ejemplo del hombre asomado a la
ventana. No se puede honrar a alguien sin más, de manera
absoluta, solo se puede honrar a tai o a cual a título de algo,
en tanto que gran personalidad del Estado, por ejemplo. Lo
mismo sucede con el amor del que habla Pascal aquí: uno ama
a alguien por una cualidad que lo vuelve amable, y a condi­
ción de que tenga esa cualidad, o más precisamente a con­
dición de creer que posee esa cualidad. Si deja de tenerla, si
dejamos de creer que la tiene, dejamos de amarlo en ese as­
pecto. Pascal plantea entonces la cuestión de saber lo que me
vuelve amable a ios ojos de otra persona. Responde: son mis
cualidades, ¿Pero a qué llamamos “ mis cualidades” ? Sucede
con estas cualidades que yo creo personales como sucede con
mi cualidad de transeúnte en la calle: no son constitutivas
de mi persona. Pascal escribe: “Y si alguien me ama por mi buen
juicio, mi memoria, ¿me ama a m í? No, porque puedo perder
estas cualidades sin perderme a mí mismo” . E l sujeto se equi­
voca al decir “ mi buen juicio, mi memoria, mis cualidades” ,

170
porque nada de todo esto ie pertenece verdaderamente ya que
puede perderlo en todo momento y no por eso desaparecer.
Llegamos por fin a la tercera y última etapa de la demos­
tración. L o que hasta aquí era una discusión especulativa
desemboca en un ejercicio espiritual. Un ejercicio espiritual,
dicho de otro modo, un trabajo sobre sí de parte del individuo
que apunta a perfeccionarse corrigiendo la falsa concep­
ción que hasta entonces tenía de sí mismo. No hay definición
de si que sea concebible en el lenguaje de las “ cualidades” , de
los motivos a la estima de los demás, entonces:

¿Dónde está ese yo, entonces, si no está ni en el cuerpo ni en el


alma? ¿Y cómo amar el cuerpo o el alma, si no es por cualida­
des que no constituyen al yo puesto que son perecederas? ¿Ya
que, podríamos amar la substancia del alma de una persona de
manera abstracta, independientemente de las cualidades que en
ella se encuentren? No es posible, y sería injusto. Nunca se ama
a alguien; solamente sus cualidades.

Por eso Pascal puede terminar colocando en un mismo ni­


vel las razones de amar a alguien y las razones de honrar a al­
guien: No hay que burlarse de aquellos que buscan que se los honre
por sus cargosy oficios, porque a nadie se ama si no es por cualidades
prestadas. Podrá decirse que en el lenguaje de los Tres discursos
no hay diferencia entre ios respetos naturales y los respetos de
establecimiento, porque las cualidades naturales son tan exte­
riores a la individualidad de alguien como sus cualidades de
establecimiento. Es absurdo e injusto exigir que nos amen por
nosotros mismos, porque no hay nada amable en el hecho de
ser uno mismo.
E l ejercicio pascaliano remite, entonces, a una moral as­
cética en el sentido de un rechazo activo del mundo y de lo
que en él permite ser querido y honrado. Un ascetismo de
esa naturaleza consiste en liberarse del mundo (a través del

171
despojamiento) y no en transformar el mundo. En el umbral
de nuestra modernidad, Pascal rechaza así la perspectiva de
un individualismo dentro del mundo.
Podemos, es cierto, rechazar este jansenismo y juzgar que
un individuo tiene derecho a considerar suyas las “ cualida­
des” que ha cultivado a partir de sus dones naturales. Si al­
guien es un buen geómetra, es posible que lo deba a la suerte
o a la naturaleza, pero también ha debido transformar sus do­
nes naturales en habilidad a fuerza de trabajo, A l cultivar ese
talento, lo ha hecho suyo. Por lo tanto, no es para nada injus­
to que diga: tal cualidad forma parte de mi identidad, de esta
identidad moral que sirve en cada uno de nosotros de funda­
mento a una justa estima de sí.
Aun así, el hombre que quiere definirse a sí mismo a par­
tir de sí mismo y solamente de sí mismo corre el riesgo de
encontrarse, como Hamlet, suspendido en un estado de in­
decisión. ¿Cómo opera ese hombre, en efecto, para transfor­
marse en un individuo moderno? Para ello tiene que anular
las consecuencias normativas que todo orden social acuerda,
ai menos durante el tiempo de la infancia, a la identidad ge­
nealógica. Tiene que pasar por una crisis adolescente de
identidad y preguntarse si aceptará su identidad nativa o si
de dará alguna otra, asumiendo en ambos casos ios deberes
que les son inherentes. Desde un punto de vista filosófico, la
operación consiste en invocar a título de principio indiscu­
tible la fórmula a veces conocida bajo el nombre de una (pre­
tendida) “ley de Hume” . En virtud de una cesura lógica entre
los juicios de hecho y ios juicios de valor, no sería posible
extraer de una descripción de mi estado (“he nacido en tal fa­
m ilia” , “ en tal país” , etc.) una consecuencia que dijera lo que
es preferible que haga (juicio de valor) y menos aún lo que estoy
obligado a hacer.
Pero cuando alguien se aplica seriamente a sí mismo la “ley
de Hume” , se ubica en una posición de elección radical. Esto

172
quiere decir que borra el hecho normativo de su individuación
y pierda así toda identidad práctica dada. Se priva asi de las
razones que podría tener, personalmente, de elegir. Remiendo
ai ámbito de los hechos insignificantes los diversos aspectos
de su individuación natural, se ha transformado en un nuevo
Hamlet o en un puro yo pascaliano, que no supone ninguna
razón de preferir una cosa a la otra.
De hecho, al querer ser un individuo moderno y decidir
que la “ ley de Hume” era una evidencia lógica, el sujeto ya ha
elegido. Si es lúcido, sin embargo, debe sacar la conclusión de
que ha elegido su identidad moderna (en detrimento de su
identidad genealógica) sin tener razones para hacerlo. La di­
cotomía de los hechos y de los valores descansa sobre una elec­
ción de valor, que es la elección individualista por excelencia.
Así, el sujeto descubre con sorpresa que es incapaz de hallar
las razones por las cuales ha elegido ser moderno a menos que
ya haya elegido, sin razones, esa identidad moderna.56

La id e n tid a d e x p r e siv a

Conviene que nos planteemos, en conclusión, si hemos en­


contrado la respuesta a la pregunta que nos habíamos he­
cho. Se trataba de comprender cómo form ular la pregunta

56 No puedo sino remitir aquí al trabajo de Alan Montefiore, Aphilosophi­


ca! Retrospectivo: Facts, Valúes andJewish ídentity, Nueva York, Golumbia Uni-
versity Press, 2011. En él describe desde una perspectiva filosófica el camino
que lo ha conducido de una primera posición moderna ortodoxa (cuando aún
creía que la cesura que separa los hechos de los valores era de orden racional
o lógico) a una posición moderna más compleja (cuando concluye, al término
de una reflexión sobre su propia identidad personal y también sobre lo que
podría ser una “identidad judía”, que esa cesura era una marca de nuestra so-
cíalidad, puesto que se trata de un dato cultural).

173
“ ¿Quién soy?” en primera persona y en un sentido subjetivo.
Esta cuestión se plantea en sentido subjetivo cuando se le
pide al sujeto que se identifique a sí mismo diciendo no sola­
mente quién es “ para nosotros” (cómo se llama, etc,), sino
quién es “ para sí mismo” . Erikson hacía una distinción en­
tre una identidad en sentido literal u “ objetivo” -la identi­
dad de la persona según su estado c iv il- y una identidad en
sentido subjetivo, la “ identidad personal” que sería la de un
seífi a la vez sujeto y objeto de una conciencia de ser idéntico
a sí mismo.
Esta distinción de Erikson sugería que era necesario pedir
el sentido de una identidad para sí a una psicología reflexiva
clásica. La cuestión se referiría a un saber privado del sujeto.
Como hemos visto, esta interpretación abre la puerta a posi­
bilidades inquietantes: ¿la conciencia de ser usted mismo con­
firma que usted es efectivamente el mismo individuo humano
que aquel que tenía su mismo nombre propio en el pasado?
¿O que en un pasado más remoto ha sido otro individuo dis­
tinto que él, por ejemplo, Julio César? Pero, como lo hemos
visto, estas posibilidades descansan en la idea de que podría­
mos utilizar la palabra yo (.self) como un término individua-
tivo. Ser la misma persona equivaldría a ser el mismo yo. Sin
embargo, el único criterio de identidad concebible para un yo
sería un criterio objetivo, es decir, una simple apariencia de
criterio (Wittgenstein).
Por eso, buscamos el sentido de la identidad subjetiva en
una psicología moral, es decir, en una psicología del ser hu­
mano en tanto que susceptible de estar contento o descon­
tento, satisfecho de lo que ha hecho o en desacuerdo consigo
mismo. De lo que se trata, entonces, es de la impresión que
el sujeto puede tener de su valor en tanto ser particular.
Como dice Hegel, el hombre de los tiempos modernos es al­
guien que eleva la pretensión de poder extraer una satisfac­
ción legítim a de lo que hace en tanto que es él mismo. En

174
tal sentido, el hecho de plantear la pregunta “ ¿Quién so y ?”
seria una manera de hacer valer lo que Hegel ha llamado el
“ derecho del sujeto” a estar satisfecho en tanto individuo
particular.
Si entendemos lo subjetivo en este sentido expresivista, la
pregunta “ ¿Quién so y?” debe tomar un sentido práctico: se
trata de buscar mi identidad en la expresión que le doy en tan­
to sujeto de mi decisión, lo que también quiere decir en tanto
sujeto de mi posibilidad de ser o de no ser tal o cual (Prior). La
cuestión es, entonces: ¿qué tengo que decidir para estar satis­
fecho de haber tomado esta decisión y poder asumirla en tanto
que me expresa?
Resultaba tentador buscar este sentido práctico de la iden­
tidad para sí en una teoría existencial de la “ elección radical” .
Según esta teoría, la condición de la satisfacción subjetiva se­
ría para el sujeto ser enteramente responsable del conjunto
de sus atributos, incluidos los atributos que posee en virtud de
su nacimiento o su “situación” en un mundo que ha encon­
trado en tal o cual estado.
Pero hemos visto por qué esta vía de la elección radical era
un impasse. Hamlet dice que la pregunta que debe ser plan­
teada es: ¿ser o no ser...? Desafortunadamente, este conjun­
to de palabras no enuncia ninguna pregunta, porque falta
un atributo. Ahora bien, Hamlet todavía no está en condi­
ciones de llenar el blanco que ha dejado en su frase (entre el
verbo ser y el signo de interrogación) con un adjetivo que le
permita transformar su pregunta doblemente infinita (inaca­
bada y general) en una pregunta finita. Sin embargo, las úni­
cas preguntas prácticas son las preguntas finitas: ¿qué con­
viene que haga, aquí y ahora, sabiendo que dispongo de tai
o cual posibilidad? En la encrucijada de ios caminos, pue­
do tomar la vía de la izquierda o la de la derecha. No podía
hacerlo antes, mientras no llegara a la bifurcación. Solamen­
te a m í se me ofrecen, tal como estoy individuado en este

175
punto del mundo, estas dos vías posibles. Como lo señalaba
Prior, solamente a un agente individuado se le pueden ofrecer
posibilidades. Por eso, el supuesto sujeto de una elección ra­
dical es, en realidad, un “ individuo impreciso1’, un agente in­
determinado: es incapaz de plantear preguntas finitas porque
no tiene ninguna razón de encarar una posibilidad como pre­
ferible frente a otra desde el punto de vista de los fines que
hubiera tenido si fuera un agente individuado. No tiene razo­
nes propias, razones que, indicándole qué hacer, le permitan
concebir su decisión como expresión de sí mismo, de lo que
es y de lo que quiere en la vida.
E l resultado de nuestra discusión es, entonces: solo pue­
de plantear preguntas prácticas, es decir, preguntas fin itas,
un agente que esté seguro de las condiciones de su elección,
puesto que resultan de su individuación en un lugar preci­
so en el mundo. Por consiguiente, no es la teoría de la elec­
ción radical la que puede darnos la identidad subjetiva en
el sentido expresivo. La única elección que puede expresar el
sujeto es la elección deliberada, es decir, el que hace por sus
propias razones. Pero para hacer su elección después de haber
considerado las razones que tenía de hacer algo o de no ha­
cerlo, el sujeto habrá tenido que aceptar el hecho ontológico
de su individuación. Habrá tenido que aceptar que su iden­
tidad sea definida por sus orígenes humanos más que por
un purofia t subjetivo.
Para situar filosóficamente el concepto de identidad ex­
presiva, terminaré con una nota aristotélica.
En un pasaje de la Etica nicomaquea (ix, 116 7 b 3 4 -l 168a9)
en el que trata de la amistad, Aristóteles señala que los artis­
tas están ligados a sus obras por un sentimiento que recuerda
el amor de los padres por sus hijos. Lo mismo sucede con los
benefactores con respecto a quienes han ayudado. En gene­
ral, el hombre en tanto que agente de la producción de una
obra siente un amor por ella semejante ai amor que siente por

176
su progenitura, es decir que se ama a sí mismo en su obra. De
esta manera, ei artista toma para sí los cumplidos que se le ha­
cen a su obra, semejante a esos padres orgullosos del éxito de
sus hijos, como si se tratara de sus propios éxitos. Entre los
artistas, como sucede con ios padres, el amor de sí se extiende
a otros seres fuera de sí.
¿Es una aberración amarse a uno mismo en otra cosa dis­
tinta de uno mismo?
Sería una aberración si tuviéramos que apelar a una psi­
cología reflexiva para interrogarla sobre el sentido del amor
de sí. E l sujeto tendría que encontrar entonces suyo en sí mis­
mo y no fuera de sí.
Otra cosa sucede si tomamos nuestra psicología moral de
la identidad de una concepción expresiva de la subjetividad.
¿Cómo es posible que el sujeto se busque a sí mismo fuera de
sí mismo? La respuesta es que no se busca en cualquier cosa
fuera de sí, sino en aquella que puede considerar, de un modo
u otro, que manifiesta en acto lo que estaba solo en potencia
en el sujeto. Aristóteles lo dice de la siguiente manera:

Y el motivo es que el mero hecho de existir constituye, para


todo el mundo, algo apreciable y digno de amor; pero si exis­
timos, es por un acto, es por el hecho de que vivimos y actua­
mos; pero por su acto, el que ha producido una obra se iden­
tifica a su obra de una cierta manera (energeía opoiésas to ergon
estipas); entonces siente apego por su obra precisamente por­
que ama la existencia. Y la asimilación es natural porque el
artista en potencia se manifiesta en acto a través de esta obra
(1168a5-9).57

S7 Aristóteles, Ethique á Nicomaque, trad. de Richard Bodéüs, París, GF


FLammarion, 2004, p. 473.

177
E l punto central para nosotros es la observación de Aris­
tóteles que Richard Bodéüs traduce de la siguiente manera:
ucelví qui a produit une oeuvre s’identífie á son teuvre d une
certain fatjion” [“ el que ha producido una obra se identifica a
su obra de una cierta manera11], Aristóteles escribió évepyeia
Óé ó Jtoif|aag tó epyov eoxi Jttng. La traducción de Sarah
Broadie y Christopher Row e es más literal: “ In a w ay the
work is the maker in actuality” ,58 Subrayando el verbo “ser11
los traductores destacan también que Aristóteles enuncia
aquí una identidad entre el artista y la obra. En el comenta­
rio, señalan que la explicación debe buscarse en las líneas
8-9, que ellos traducen de la siguiente manera: “ for what he
is in potentialíty, the work shows in actuality” . La idea no
es, evidentemente, que un escultor sea idéntico a una estatua
ni un novelista, a su novela. La identidad en cuestión debe
entenderse en su sentido expresivo: lo que constituye la in­
dividualidad de tai obra de arte en particular. Lo que puede
hacer el primero (su “ cualidad” de artista) se manifiesta en
acto en su expresión artística.
Esta idea tiene una consecuencia importante para la crí­
tica de arte y la estilística literaria, que es, en resumidas
cuentas, la que expone Proust en Contra Saint-Beuve\ no hay
que buscar al artista en su biografía, en sus conversaciones
con frecuencia banales, en sus estrategias de promoción
mundana, sino que hay que buscarlo en su obra. Los estu­
dios de estilo no consisten en hacer rem ontar los indicios
que contiene una obra a una personalidad del artista; con­
sisten en buscar la individualidad propia del artista en lo
que es su ser en acto (energeia), su expresión bajo la forma de
un ergon.

58 Aristóteles, Nicomachean Ethics, trad. de Sarah Broadie y Christopher


Rowe, Oxford, Oxford University Press, 2002, p. 421.

178
En tal sentido, no hay nada incongruente o injusto en
que el artista diga: “ Si a usted no le gusta mi obra, esto quiere
decir que no me ama, a m i\ Y no, como lo exigiría una apli­
cación del ejercicio jansenista de un despojamiento de sí:
“Si usted me ama por haber hecho esta obra, esto quiere de­
cir que usted no me ama a mC\

179
C a p ít u l o IV

L a s id e n t id a d e s c o l e c t iv a s

“ ¿Q u ié n e s s o m o s ? ”

La pregunta “ ¿Quiénes somos?” está presente en el debate pú­


blico contemporáneo. Es objeto de controversia entre nosotros
con respecto a las identidades colectivas, por ejemplo, a nues­
tra identidad nacional o a nuestra identidad europea. Estas no­
ciones producen intensas polémicas. Nos preguntaremos, por
ejemplo, si lo que constituye la identidad europea es ante todo
el hecho de compartir una historia común (lo que la emparen­
taría a una identidad nacional) o el hecho de tener valores co­
munes (lo que la emparentaría a una confesión religiosa o a una
asociación filosófica). ¿O la identidad nacional sería más bien
una identidad politica? En tal caso, habría que pedirles a los
europeos que definan el territorio sobre el cual entienden ejer-
cer su soberanía (dado que una afirmación de soberanía que no
se viera acompañada de una determinación de fronteras exte­
riores equivaldría a una pretensión a ejercer un imperium mun­
dial). Cada respuesta a la cuestión de nuestra identidad europea
supone otras, tantas concepciones de lo que se llama de manera
por demás imprecisa el “proyecto europeo” .
Sin embargo, lo que resulta controvertido no son solamen­
te las respuestas a la pregunta “ ¿cuál es tai o tal otra de nuestras

181
identidades colectivas?” , sino la pregunta misma. ¿Qué es lo
que buscamos cuando nos preguntamos sobre una identidad
de grupo? ¿Acaso una lista de parecidos de fam ilia? ¿O se
trata más bien de aplicar el concepto elemental de identidad
a entidades colectivas para distinguirlas las unas de las otras,
es decir, individuarlas (en el sentido lógico de esta opera­
ción)? ¿Y cómo se pasa de la identidad en el sentido de lo
idéntico (“ es el mismo grupo” ) a la identidad en el sentido de
lo identitario (“ este grupo manifiesta en su conducta un vivaz
sentido de su identidad” )?
¿Puede pedirse a la filosofía una contribución a estos de­
bates? La respuesta es que sí, porque la incomodidad que pro­
duce entre nosotros la noción de identidad colectiva es antes
que nada una incomodidad ligada al lenguaje. Deberíamos
poder explicar sin problemas lo que entendemos por térmi­
nos como “ nuestra identidad” , pero nos enredamos en nues­
tras explicaciones. Nos sentimos traicionados por las palabras
que empleamos. Parece imposible, de pronto, decir lo que que­
remos decir sin decir también cosas que no teníamos ninguna
intención de decir y de asumir.
Una vez más aquí, necesitamos hacer como si tuviéramos
que aprender de nuevo el idioma identitario. Y para aprender
a hablar de la identidad de un grupo en el idioma identitario,
solo hay un punto de partida posible: tenemos que partir de
nuestra comprensión de aserciones triviales tales como “ es el
mismo grupo” o “ es otro grupo” .

U n o b st á c u l o d e le n g u a je

Voy a esbozar en primer lugar un cuadro de las variadas crí­


ticas que suscita hoy la noción misma de identidad colectiva.
Se trata de hecho de la identidad de un grupo humano en
el tiempo, lo que explica el vigor de las objeciones que provienen

182
de la profesión de ios historiadores. Pierre Nora escribe, por
ejempio, que, para muchos de sus colegas historiadores, hay
que evitar emplear la expresión “ identidad nacional” porque
sugiere una permanencia, como si una nación fuera una subs­
tancia inalterable más que una entidad histórica.1 También
señala que las objeciones de los historiadores se prolongan
naturalmente en una crítica política: el solo hecho de hablar
de “ identidad nacional” si no es para denunciar su carácter
ilusorio sería una marca de adhesión a una representación na­
cionalista de la historia. Le divierte finalmente tener que cons­
tatar que ciertos autores condenan la idea misma de una
“ identidad de grupo” cuando se supone que es la identidad de
una nación, pero la aceptan, e incluso la exaltan, cuando se
trata de la identidad de una minoría regional o lingüística o
de otra naturaleza en el seno de una misma comunidad nacio­
nal, mientras que otros autores piensan exactamente lo con­
trario: la identidad minoritaria es el encierro en una comuni­
dad cerrada y opresiva, pero la identidad nacional es la
emancipación individual garantizada por el universalismo
republicano.12 La crítica de los historiadores parece, así, po­
der desarrollarse en dos niveles, como si hubiera dos grados
posibles en el rechazo de esta noción de identidad colectiva.
Una crítica histórica de la identidad colectiva tiene por
objeto, primordiaimente, y tal como debe ser, aserciones de
orden histórico. Encontramos, por ejemplo, en la literatura
política o en manuales elementales de historia proposiciones
de este tipo: “ tenemos un plato nacional, nuestros ancestros
ya lo preparaban (por ejemplo, la tarta de manzanas o el pu­
chero de gallina); o bien “ tenemos una lengua nacional,

1Pierre Nora, “Les avatars de l ’identité £ran$aise”, en Le Débat, Galli-


mard, núm. 159, marzo-abril de 2010, p. 5.
2 Ibíd., p. 16.

183
nuestros ancestros ya la hablaban’1, y lo mismo con respecto
a la literatura nacional, la música nacional, etc. Son asercio­
nes históricas susceptibles de verse sometidas a una crítica
histórica basada en una investigación en los archivos y los
m onum entos del pasado. U na investigación de este tipo
desemboca a menudo en una conclusión negativa. De hecho,
el historiador muestra cómo todos estos usos y estos monu­
mentos han sido puestos en práctica o erigidos en el marco
de una política de “ nacionalización” del pasado.3 En este sen­
tido, dirán ciertos historiadores, las identidades colectivas (por
ejemplo, nacionales) no son los datos fiables de una memoria
colectiva; son fabricadas, en el sentido en que las pruebas
fabricadas no son auténticas. Se puede describir el proceso
histórico de su fabricación.
¿Qué alcance tiene una crítica como esta? Hablaré de
una crítica histórica de primer grado en el sentido de que no
puede valer más que para el caso particular, dado que no se
refiere sino a elementos puntuales (¿desde cuándo se fabrica
esto de esta m anera?, ¿de qué época data esta vestimenta?,
¿desde cuándo se celebra esta fiesta de este modo?). Este tipo
de crítica toma efectivamente como blanco las falsas preten­
siones. Pero criticar una pretensión infundada consiste pre­
cisamente en denunciar una falsa pretensión, lo que implica
que puede haber otras que sean verdaderas. Tomemos, por
ejemplo, la pretensión de un arribista de provenir de una fa­
milia ilustre. Supongamos que, para defender esta pretensión,
nuestro falso noble se haya dotado de una galería de ances­
tros. La galería está compuesta de retratos falsos. O bien, se­
gunda posibilidad, son retratos verdaderos pero no son los

3 Anne-Marie Thíesse, La Créalion des identités nationales. Europe, xvnP-


xxe siéde, París, Editions du Seuíl, 2001. [Edición en español: La creación de
las identidades nacionales: Europa siglos xvin-xx, Madrid, Ezaro, 2010],

184
retratos de sus parientes. Una vez más, para que podamos
aplicar a esos cuadros el calificativo de “ falso retrato” hay
que poder dar un sentido a la noción de retrato verdadero.
No puede existir un Tiziano falso si no existen Tizianos ver­
daderos ni nobles falsos si no hay nobles verdaderos. Podrá
decirse: contrariamente a lo que repite la gente, tal tradición
es en realidad una invención reciente. De acuerdo, pero decir
esto es aceptar que ciertas tradiciones pueden ser auténticas.
Esta posibilidad debe ser aceptada en principio y aun cuando
ninguna lo sea de hecho. Sucede que el poeta Ossian es una in­
vención, pero sabemos muy bien lo que hubiera significado,
para los escoceses, poder remitirse a una antigua epopeya na­
cional digna de los poemas homéricos.
La crítica de prim er grado también es limitada en otro
sentido. Para retomar la misma comparación, se dirá: la gente
que pretende pertenecer a la vieja nobleza cuando no es el caso
no tiene la genealogía que reivindica tener, pero esto no quie­
re decir que no tiene ancestros. Del mismo modo, podría de­
cirse: cuando se pudo establecer que la identidad colectiva
reivindicada por tal o cual pueblo es una fabricación reciente,
esto quiere decir que ese pueblo no tiene la identidad colecti­
va prestigiosa que querría que se le reconozca hoy, pero no le
impide tener una (menos brillante).
Pero la crítica histórica puede volverse m uy radical y
cuestionar la idea misma de “ identidad colectiva” y no sola­
mente la pretensión de algunos individuos de tener una.
Cuando un historiador explica que los manuales escolares de
historia vehiculan una “ novela nacional” o incluso un “ mito” ,
la objeción no se dirige a tai o cual hecho controvertido. Se
convierte en una crítica de principios. Habría que hablar en­
tonces de una crítica de segundo grado. Pueden compararse dos
tipos de objeción a las dos críticas posibles que pueden ha­
cerse de una lista de santos. Una crítica de primer grado dirá
que algunos de ellos son personajes imaginarios, que nunca

18S
existieron. La conclusión es que hay que tacharlos de la lista.
Pero también podemos hacer una crítica muy diferente, que
ya no se sitúa en el nivel de la verificación de tal o cual episo­
dio de la historia. Consistirá en hacer notar que la noción de
santo es necesariamente imaginaria dado que la inscripción en
la lista supone que le hayamos podido atribuir curas milagro­
sas o intervenciones sobrenaturales, dicho de otro modo, ope­
raciones que nuestra filosofía natural considera imposibles.
No existe nadie que pueda figurar auténticamente en una lis­
ta de santos. Según este segundo tipo de crítica, toda lista de
este tipo es forzosamente de tipo legendario o mítico.
En el caso que nos ocupa, esta crítica radical invoca una
filosofía social. Se hace entonces sociológica y cuestiona la va­
lidez del concepto mismo de identidad colectiva. Seguramen­
te, dirá el crítico, la gente cree en sus identidades colectivas,
pero estas creencias son falsas. Son mistificadoras, incluso,
porque enmascaran no solamente la amplitud de los cambios
que modifican incesantemente su vida social, sino también la
persistencia de los conflictos y las divisiones que atraviesan
su sociedad. Por eso Peter Berger y Thom as Luckmann nos
recomiendan evitar este término que consideran peligroso:4
utilizarlo supone dejarse arrastrar a un camino que conduce
a reijicar aquello sobre lo que se está hablando: “ Este peligro
está presente en diversos grados en varios trabajos de la escue­
la durkheimeana y de la escuela “ cultura y personalidad” en
el seno de la antropología cultural norteamericana”.5
Berger y Luckmann hablan abundantemente de identidad
en su libro, pero toman el término en el sentido del interaccío-

4 Peter L. Berger y Thomas Luckmann, The Social Construcción o f Rea-


lity: A Treatise in the Soáology o f Knowledge, Nueva York, Doubleday, Anchor
Books, 1967, p. 174.
5 Ibíck, p. 208, n. 40.

186
nismo y sabemos que este sentido contradice el que buscaba
darie Erikson. Es lógico, entonces, veríos contestar las posi­
ciones de la escuela antropológica norteamericana, en la que
Erikson se habia parcialmente inspirado.
La crítica de segundo grado de ios historiadores se quiere
política. Piensa desenmascarar una relación de dominación no
percibida por los que la sufren y restablecer entonces la ver­
dadera conciencia de los intereses por los cuales los in d ivi­
duos deben movilizarse. Los discursos sobre las identidades
colectivas tienen un efecto mistificador.6 Desvían la atención
de los hombres de los verdaderos conflictos. ¿Cuáles son esos
verdaderos conflictos? Para unos, los de la lucha de clases.
Para otros, ios de la competencia vital de los individuos. Pero
ya sea que esta crítica política se sitúe m uy a la izquierda o
sea por el contrario muy conservadora, descansa sobre una
filosofía social cabalmente resumida por Margaret Thatcher
cuando dice en una entrevista de 19 8 7 : “ W ho is society?
There is no such thing as society. There are individual men
and women and there are fam ilies” . Si los grupos humanos
no tienen identidad histórica, entonces tampoco tienen exis­
tencia histórica, lo que quiere decir que no constituyen tam­
poco objetos sobre los cuales las investigaciones de los histo­
riadores puedan centrarse.
La cuestión se vuelve entonces filosófica. A l radicalizarse,
la crítica ha abandonado el terreno de las pruebas empíricas.
Ya no nos preguntaremos: u¿tal o cual aserción está confir­
mada por lo que nos enseña el trabajo de los historiadores?1’
(que nuestra nación existía ya en la Antigüedad o que los
moldavos son o no son rumanos, etc.). En cambio, nos pre­
guntamos: ¿tenemos un concepto de identidad de grupo? La

6 Véase, por ejemplo, Gérard Noiriel, A quoi sen “Videntité nationale"?t


Marsella, Agone, 2007.

187
crítica radical pretende que nunca hemos tenido necesidad
de un concepto semejante.
He hablado más arriba de la tram pa lingüística que
daba lugar a una refutación sofística, es decir, a esa forma de
autorrefutación por la cual uno se precipita por sí mismo
en la trampa de un sofista. Es lo que le sucede a ciertos his­
toriadores (como ios críticos de la identidad nacional o re­
gional que m encionaba Pierre Nora). Estos historiadores
nos dicen que hay que evitar hablar de la identidad de una
nación porque sería favorecer una perspectiva estática de su
historia. Oponen entonces la identidad al cambio. Pero sí
piensan que la identidad significa una cualidad de perma­
nencia o invariancia, entonces ya se han rendido ante los so­
fistas. Estos les harán notar que ya no tienen derecho a decir
cosas tales como: “ Francia ha cambiado mucho durante estos
últim os años” . Una proposición de este tipo pretende, en
efecto, referirse a un solo país, pero al mismo tiempo constata
que ha cambiado. Habría cambiado entonces, y sin embargo
seguiría siendo el mismo.
E l sofisma les parecerá, sin duda, ridículo, pero es el caso
de todos los sofismas cuando son enteramente develados, y
por eso resulta molesto encontrarlos en las argumentaciones
que presentan algunos de ios teóricos que se proponen des­
montar el mito de la identidad colectiva.
Los historiadores que practican la crítica de segundo gra­
do dirán tal vez que la historia se ha vuelto reflexiva y que
lo que los ocupa no es la historia de Francia, sino la historia
de la historia de Francia. Sería buscar una escapatoria en el
idealism o, sobre la base del modelo del chiste de Léon
Brunschvicg: la historia de Egipto es la historia de la egipto­
logía. Sin embargo, esta maniobra no haría más que retrasar
su “ refutación sofística” . Si no se puede hablar de lo que hace
que un país sea el mismo país, si estas palabras “ el mismo
país” no tienen sentido, puesto que se supone que inmovilizan

188
una realidad cuyo modo de ser es histórico, es decir, fluyente
o cambiante, entonces tampoco se puede decir de qué habla
la gente que cree hablar del mismo país. Si la historia de
Francia no tiene objeto, la historia de la historia de Francia
tampoco lo tiene.
La misma trampa sofística se cierne sobre los sociólogos
nominalistas inconsecuentes. Llam o sociólogo nominalista al
que no establece diferencias entre un grupo nominal, por ejem­
plo, una categoría social definida por la administración (como
el conjunto de los candidatos al examen de bachillerato de
este año, o el conjunto de los usuarios del servicio de objetos
perdidos del metro de París en el transcurso del año pasado)
y un grupo real. Por supuesto, para este sociólogo nominalista,
un grupo humano es real en la medida en que está compuesto
de personas reales. Pero esto no hace que sea real en.tanto gru­
po. Para él, no hay nada más en un grupo humano que una
pluralidad de individuos humanos. Si este sociólogo nomina­
lista es consecuente, se negará a decir que ciertos grupos están
dotados de una identidad de grupo. Esto equivaldría a rein­
troducir de manera disfrazada lo que quiere elim inar de su
descripción de lo real: grupos auténticos que no serían ya sino
colecciones de individuos reunidos juntos en nuestra presen­
tación. En efecto, la regia de oro de Quine -n o entity without
identity- puede ser enunciada bajo otra forma: no identity
without entity. De este modo, Karl Popper denuncia lo que lla­
ma el “esencialismo” de los historiadores holistas, que creen
poder hacer la historia de totalidades históricas. Estos histo­
riadores, puesto que son historiadores, quieren hablar de
los cambios que afectan a los grupos humanos. Pero, dicen, esos
cambios son los de grupos humanos cuya historia reconsti­
tuimos. Para que podamos atribuir los cambios a los grupos
cuyos cambios componen la historia, es necesario que poda­
mos encontrar en estos grupos algo que no cambia: es necesa­
rio que la historia de un grupo no lo afecte en su “ identidad

189
esencial” / Y es cierto que resulta incómodo tener que decir
que un grupo no puede cambiar “ en su identidad esencial” .
En este sentido, para un pensador nominalista que rechaza el
“ esenciaiismo” en el sentido estipulado por Popper, la histo­
ria de un grupo no es su historia en el sentido en que mi bio­
grafía cuenta mi historia, es la de los elementos individuales
que reunimos en nuestra representación bajo la etiqueta por
la cual designamos a ese grupo.
Sin embargo, los sociólogos nominalistas inconsecuentes
querrían hacernos admitir que es posible concebir una entidad
de estatuto imposible: un grupo nominal que tuviera a pesar de
todo el modo de existencia de un grupo real Dicho grupo, en
efecto, a pesar de ser en realidad nominal podría tener una his­
toria propia. Pero para tener una historia propia, tiene que estar
dotado de una identidad diacrónica. Esta es la lección que los
antiguos pensadores griegos habían sacado ya de su discusión
del “ argumento de crecimiento” : si una totalidad no es nada
más que la colección de ios elementos que la componen en un
instante dado, dicha totalidad desaparece cada vez que algo
cambia en su composición. De hecho, el sociólogo inconsecuen­
te acepta este resultado puesto que nos dice que el grupo tiene
una identidad cambiante. Por consiguiente, si la identidad del
grupo es cambiante, esto quiere decir que con cada uno de estos
cambio el grupo en cuestión se transforma en otro grupo (de la
misma naturaleza). De modo general, un grupo nominal no tie­
ne historia, porque la identidad de una clase puramente taxo­
nómica es función de la identidad de sus miembros (tal como
se la puede fijar en una lista o en un inventario, pieza por pieza,
de los elementos de la colección). Un grupo real, en cambio, es1

1 Karl Popper [1957], The P overty o f Historicism, Londres, Arle Paper-


backs, 1986, §10, p. 31. [Edición en español; La miseria delhistoricismo, Madrid,
Alianza, 2006].

190
capaz de tener una historia, porque su identidad no está dada
por la lista de sus miembros, de modo que puede mantenerse
de una generación a otra. Hablar de identidad cambiante es
infligirse a sí mismo la refutación sofística que vuelve posible
esta expresión descabellada de una identidad susceptible de
cambiar, pero a la cual se le pide que sea la identidad del gru­
po en cuestión, nada menos, y que lo identifique continuamen­
te, entonces, como siendo ese grupo y no otro.
La noción de una “ identidad cambiante” es indefendible
por razones lógicas. Por supuesto, la lógica no puede responder
a una pregunta de existencia. Tampoco puede decirnos si hay
o no grupos humanos que sean totalidades concretas dotadas
de una historia, a la manera como los sociólogos nominalistas
piensan que los individuos particulares tienen cada uno una
historia propia. Pero la lógica puede decirnos, en cambio,
cómo habría que hacer para designarlos y referimos a ellos en
el caso de que los hubiera.

La a n a l o g ía d e u n a p e r s o n a y u n p u e b l o

Las ciencias sociales contemporáneas declinan la identidad


colectiva bajo diversas formas (cultural, religiosa, profesio­
nal, nacional, etc.}, pero esta profusión esconde una oscuridad
en la lógica del concepto mismo. ¿A quién pertenece esta
identidad colectiva? ¿Tener una identidad política es un atri­
buto del individuo (por ejemplo, el hecho de ser ciudadano de
tal país)? ¿O es un atributo del grupo (por ejemplo, el hecho
de que tal grupo particular quiera definirse en términos po­
líticos más que religiosos)? De hecho, la cuestión de una
identidad colectiva (“ ¿Quiénes som os?”) se plantea por ana­
logía con la de la identidad personal (“ ¿Quién soy?” ) y es esta
analogía lo que debe guiarnos. Pascal ya sacaba partido de
ella cuando escribía:

191
El tiempo cura los dolores y las querellas, porque cambiamos,
ya no somos la misma persona. Ni el ofensor ni el ofendido son
ya los mismos. Es como un pueblo al que se ha irritado y que
se vuelve a encontrar dos generaciones más tarde. Son franceses
aun, pero no son los mismos.6

En este fragmento, Pascal se libra a una variación sobre


un tema retórico muy conocido en el género de la consolación:
el tiempo apacigua los dolores. Desarrolla este tema clásico de
manera original invirtiendo el sentido de la analogía igual­
mente clásica entre la persona y el pueblo. Es el cambio de
generaciones lo que sirve para aclarar la variación de los sen­
timientos personales.
Pero lo que funda esta analogía es la posibilidad de atri­
buir sentimientos a un pueblo. Es posible irritar a un pueblo
e incluso ofenderlo. ¿Pascal quiere decir que los pueblos tie­
nen una psicología, que experimentan sentimientos de or­
gullo y de humillación, que existen fenómenos de memoria
colectiva y de olvido colectivo? Entonces habría que atri­
buir a un pueblo no solamente una identidad diacrónica,
sino también algo semejante a una personalidad en sentido
psicológico de una conciencia de sí. ¿Esta atribución seria
literal o sería metafórica?
Seguramente entendemos sin dificultad la frase que nos
dice: este pueblo ha sido irritado, ha sido ofendido. De este
modo, cuenta Rousseau los problemas que le trajo su carta
sobre la música francesa: “ La carta sobre la música fue toma­
da en serio e hizo que se levantara contra mí toda la Nación,
que se creyó ofendida en su m úsica” .8 9 Escribe “ toda la

8Blaisc Pascal, Pernees et Opuscules, ob. cit., fragmento 122, pp, 386-387.
9 lean-Jacques Rousseau, Les Confessioris, ob. cit., Libro vm , p. 384.

192
Nación” ,10 peco solo se trata en realidad de literatos, de músi­
cos y del “público” , aunque seguramente no el de los rincones
más profundos del país. No se trata, entonces, de un asunto de
número, sino justamente de identidad colectiva. Los espíritus
elevados que se sintieron ofendidos por la carta lo sintieron en
tanto que franceses, no en tanto que músicos o literatos.
Estamos más acostumbrados a que la analogía vaya en el
otro sentido: en ciertos aspectos, un pueblo es como una per­
sona, tiene sentimientos de amor propio. Se suele personificar
a un pueblo. Pascal hace prácticamente lo contrario en este
ejemplo: colectiviza la persona individual representándola
como una sucesión de generaciones. Es como un pueblo al que se
ha irritado y que se vuelve a encontrar dos generaciones más tarde.
Sonfranceses aún, pero no son los mismos. La clave de la compa­
ración reside, sin duda, en esta última frase. Volvemos a ver
después de muchos años a la persona con la que habíamos te­
nido una disputa. En cierto sentido, ya no es la misma perso­
na, porque ha cambiado tanto que se diría que es otra persona.
Sin embargo, es ella realmente puesto que la seguimos llaman­
do por el mismo nombre. En resumen, es la misma persona,
y por eso el cambio de sus sentimientos nos choca, porque es
como si hubiera dejado su lugar a una persona muy distinta.
Cuando el viajero vuelve a Francia después de dos genera­
ciones, la palabra que conviene a los habitantes de ese país es
la misma: son losfranceses. La pregunta es, entonces: ¿es la iden­
tidad del nombre la que hace la identidad de la cosa nombra­
da, de modo que la identidad colectiva sería un efecto de len­
guaje? Tal tipo de hipótesis satisfaría al sociólogo nominalista.

10 En los Diálogos, Rousseau inventa un personaje, el Francés, que debe


representar a la nación: este interlocutor que propone va a ser “el personaje
que toda su nación se apresura a interpretar para mí” {CEuvres completes, 1.1,
París, Gailimard, Bibliothéque de la Pléiade, 1964, p. 663).

193
Hablamos de “volver a ver al mismo pueblo” pero, dirá este
nominalista, es porque hacemos como si hubiera una continui­
dad. Cuando uno vuelve a ver a ese pueblo (siempre designa­
do como ios “ franceses” ), ya no queda ni uno solo de ios indi­
viduos que habían desempeñado un papel en la primera
escena. Es el observador quien, por su manera de hablar, pro­
duce la apariencia lingüística de una perpetuidad de la nación
francesa. AI consentir transferir el atributo de la nacionalidad
de una generación a la otra, se crea la ilusión de un pueblo que
no desaparece nunca de la escena.
¿O bien hay que entender que al decir que todavía son
franceses queremos decir precisamente lo que parecemos de­
cir? A saber, que se trata realmente del mismo pueblo. Se po­
drá explicar entonces que un pueblo se define justamente por
el hecho de que las generaciones se suceden y que forman, en
virtud de esta sucesión, el mismo pueblo. Cuando los niños
toman el lugar de sus padres y sus abuelos, no es un nuevo
pueblo que se sustituye a otro, por el contrario, es muy preci­
samente la manera como un pueblo sigue existiendo. No po­
dría asimilarse entonces la renovación de las generaciones a
una mutación por la cual un pueblo particular se convertiría
en otro pueblo distinto del de antes. Habría que pensar más
bien a la manera como un río sigue existiendo gracias a la
renovación ininterrumpida de sus aguas.
Pascal no se decide por ninguna de las dos hipótesis. Nos
indica, sin embargo, el camino a seguir. Para entender la ló­
gica de la atribución de una identidad colectiva, tenemos que
examinar la manera como designamos esta entidad colectiva
a la cual le atribuimos (según el sociólogo realista) -o parece­
mos atribuirle (según el sociólogo nominalista)- una identi­
dad propia. Tenemos que examinar entonces la manera en que
damos nombres propios a entidades colectivas y a totalidades
históricas.

194
La l ó g ic a d e l o s c u e r p o s c o l e c t iv o s

Me vuelvo hacia la Lógica de Fort-Royal, una obra en la cual


nuestro problem a se aborda de m anera m uy notable. En
efecto, A rnauld y Nicoie examinan prim ero las paradojas
griegas referentes a la identidad diacrónica de las cosas ma­
teriales para pronunciarse sobre la lógica de las proposi­
ciones históricas que las conciernen. Su conclusión es radi­
cal: los individuos materiales no tienen historia. De io cual
sacan una consecuencia que se refiere a la psicología moral
de la identidad colectiva, es decir, a la enorme satisfacción
que experimenta el amor propio de los individuos a raíz de
su pertenencia a lo que consideran como una com unidad
histórica.
Com o es debido, abordan la cuestión de las identidades
colectivas desde un punto de vista lógico, el de un análisis
de las proposiciones que formamos sobre los seres (aquí, so­
bre las identidades colectivas). En dos capítulos de su libro,11
los autores tratan sobre la discordancia que a veces puede
discernirse entre la forma gramatical de una proposición y
su forma lógica. En lógica, llamamos “proposición singular”
al enunciado cuyo sujeto de predicación es nominalmente
designado o identificado de una manera o de otra por un “ tér­
mino singular” que lo identifica como individuo (por ejem­
plo, por su nombre propio, si le conocemos alguno, o bien
aun por una expresión indexical como “ ese cuerpo” , “ ese ani­
m al” , etcétera).
Ciertas frases del lenguaje ordinario parecen ser proposi­
ciones singulares, pero no lo son para un lógico. Otras frases
no parecen proposiciones singulares, porque están en plural,

11 Antoine Arnauld y Fierre Nicoie, La logique de Port-Royai, edición crí­


tica, Parte n, capítulos x i i y xm, París, p u f , 1965.

195
pero el lógico tiene que analizarlas según la forma de una pro­
posición singular. Existen, entonces, dos casos que considerar.
Primer caso: el de una proposición que parece ser singu­
lar, pero que en realidad no lo es. Arnauld y Nicole dan un
ejemplo aquí que está directamente tomado de las discusio­
nes sobre el argumento de Epicarmo. Decimos de un animal
que ha crecido, que ha aumentado de peso, hablamos de él
como si fuera, de un momento al otro, del nacimiento a la
muerte, el mismo cuerpo. Ahora bien, señalan nuestros ló­
gicos, sabemos que la materia de ese cuerpo no cesa de reno­
varse. Lo sabemos, pero no cambiamos por eso nuestra ma­
nera de hablar.

Porque el lenguaje ordinario permite decir: el cuerpo de este


animal estaba compuesto hace diez años de ciertas partes de
materia; y ahora está compuesto de partes completamente di­
ferentes. Parece que existe una contradicción en este discurso:
porque si las partes son completamente diferentes, no se trata
entonces del mismo cuerpo. Es verdad; pero hablamos de él, no
obstante, como de un mismo cuerpo.12

Este animal es una totalidad material. A cada instante esa


totalidad cambia en su composición (de modo que al cabo de
un cierto tiempo la materia se ha renovado enteramente). Sin
embargo, nuestra proposición está hecha de tal manera que
parece referirse a un solo individuo, aunque se refiere en rea­
lidad a varios individuos distintos. Lo que explica el proble­
ma lógico. Si nos atenemos a la apariencia, la proposición es
singular, es decir que nos habla de ese animal en particular.
Sin embargo, el predicado que queremos aplicar al sujeto ex­
cluye que esto sea así, “ porque si las partes son completamen­

i2 IbícL, cap ítulo x n , p. 147.

196
te diferentes, no se trata entonces del mismo cuerpo1’. Los
autores concluyen que el sujeto lógico de una proposición de
tal naturaleza - “ este animal” - es equívoca, que se trata de un
“ sujeto confuso” que actúa como dos sujetos distintos.
Proponen considerar que la proposición solo es singular
en apariencia. En realidad, la proposición se refiere a dos su­
jetos: un animal que existía hace diez años y otro animal que
hoy es su lejano sucesor. Escriben: “Lo que vuelve verdaderas
a estas proposiciones es que el mismo término se toma para
diferentes sujetos en esta diferente aplicación” . Dicho de otro
modo, las palabras “ el cuerpo de este anim al” no son verda­
deramente un término singular. Es como si, al asistir al des­
file de las fanfarrias locales durante una fiesta votiva en el
pueblo, uno señalara con el dedo los grupos que pasan uno
tras otro diciendo sucesivamente: “ esta fanfarria es la de
Plougonvelin” , “ esta fanfarria es la de Locmaria-Plouzané” .
De todo esto, ios autores extraen lo que llamaríamos hoy
un “ pensamiento de la diferencia” cuya aplicación restringen
ai mundo material, sin embargo (lo que deja intacta la iden­
tidad díacrónica de las almas y de ios espíritus). ¿Cóm o es
posible que hablemos de dos cuerpos como si no hubiera más
que uno? La razón es que la sucesión no se ha hecho de una
sola vez, sino que ha sido gradual e insensible. La crítica del
concepto de identidad que formulan los lógicos de Port-Royal
equivale entonces a decir: en el lenguaje ordinario, nos con­
tentamos con un parecido suficiente entre dos objetos dife­
rentes que se suceden en un mismo lugar para decir que se
trata de un solo y mismo objeto.
La consecuencia es que los cuerpos físicos no tienen his­
toria puesto que no tienen otra identidad díacrónica más que
la que resulta de la identidad de sus partes materiales. Es lo
que ilustran tomando el ejemplo de Rom a y de lo que decía
sobre ella el emperador Augusto:

197
Augusto decía de la ciudad de Roma que la había encontrado
hecha de ladrillos y la dejaba hecha de mármol. Lo mismo se
dice de una ciudad, de una casa, de una iglesia que han estado
en ruinas un tiempo y luego han sido reconstruidas en otra épo­
ca. ¿Qué es esa Roma, ya de ladrillo, ya de mármol? ¿Qué son
esas ciudades, esas casas, esas iglesias, en ruinas en una época y
reconstruidas en otra? Esa Roma que era de ladrillo ¿era la mis­
ma ciudad que la Roma de mármol? No, pero el espíritu no deja
de formarse una cierta idea confusa de Roma a la cual le atri­
buye estas dos cualidades, la de ser de ladrillo durante un tiem­
po, y de mármol en otro.13

Una ciudad (o cualquier otro edificio, de hecho) es el ejem­


plo mismo de un cuerpo compuesto cuya materia no subsiste
ai paso del tiempo. Sin embargo, se utiliza el mismo nombre
“Roma” para conjuntos urbanos momentáneos que se suceden
en el mismo lugar. Y aquí, a diferencia de casos anteriores,
Arnauld y Nicole consideran que nuestra manera de hablar
deja transparentarse una confusión intelectual. E l espíritu se
forma una “ idea confusa” de una entidad que recibe los dos
predicados. Idea confusa, porque no puede concebirse que una
ciudad esté enteramente construida de ladrillo y al mismo
tiempo enteramente hecha de mármol.
En virtud de la metafísica de ios autores, un cuerpo material
no puede ser el sujeto de un cambio en su composición material
Si así fuera, parece inevitable concluir que los únicos individuos
susceptibles de tener su propia historia son los individuos espi­
rituales. Si Roma tuviera que tener una historia, haría falta que
Roma fuera más que una identidad material, que tuviera algo
semejante a una identidad inmaterial capaz de mantener la ciu­
dad como una misma ciudad a lo largo de su historia material.

13 Ibíd.

198
Veamos ahora el segundo caso de una proposición cuya
forma lógica no corresponde a su forma gramatical: el de una
proposición que no parece ser singular cuando en realidad lo
es. Los autores dan este ejemplo de una proposición que remi­
te a una entidad presentada como colectiva:14 “ Los romanos
vencieron a los cartagineses” .
Aquí el lógico encuentra una dificultad en resumidas cuen­
tas inversa a la que lo detenía en el ejemplo anterior. En el caso
de una ciudad primero demolida y luego reconstruida, la pro­
posición parecía hablar de un solo y mismo objeto, pero el sen­
tido parecía exigir que fuera cuestión de dos objetos que se su­
cedían en el mismo lugar. Con la proposición sobre los romanos
y ios cartagineses pasa exactamente lo contrario. La frase está
en plural, gramaticalmente hablando, y, sin embargo, para el
lógico debe ser entendida como una proposición singular que
nos habla de un único y mismo individuo. En efecto, observan
los autores, el sujeto está en realidad en singular:

Como los nombres de cuerpo, comunidad.,pueblo son tomados co­


lectivamente, como sucede de ordinario, para todo el cuerpo,
toda la comunidad, todo el pueblo, las proposiciones en las que
figuran no son verdaderamente universales, menos aún parti­
culares, sino singulares.

Las razones de nuestros lógicos son irrebatibles. En pri­


mer lugar, la proposición no puede ser considerada universal,
porque no habla de cada uno de los romanos, como sí se pu­
diera decir: Cayo es un ciudadano romano, por consiguiente,
ha vencido a los cartagineses, incluso si no hubiera nacido
cuando la batalla tuvo lugar. No dice que, si alguien es romano,
entonces estaba presente en esa victoria sobre los cartagineses.

14 Ibíd., capítulo xm , pp, 155 y 156.

199
Pero tampoco puede considerársela particular, como si dijera
que hay romanos que vencieron a los cartagineses. La propo­
sición apunta a los romanos y no a un grupo particular de ro­
manos. Pero no se apunta a ellos como se lo haría en una pro­
posición universal. Se apunta a ellos como totalidad histórica,
porque están reunidos en un sujeto singular de predicación que
Arnauld y Nícole llaman una “persona moral” . Cuando uno
se expresa así, comentan nuestros lógicos, es porque considera
“ a cada pueblo como una persona moral que ha durado mu­
chos siglos, que subsiste mientras compone un Estado, y que
actúa a lo largo de todo ese tiempo a través de quienes la com­
ponen, como un hombre actúa a través de sus miembros” .
De modo que la forma lógica de la proposición excluye que
ella pueda hablar, en plural, de muchas personas. Exige que se
la comprenda como una proposición que se refiere a una sola en­
tidad, a un único objeto nombrado con un nombre colectivo tal
como “ los romanos” , “ Roma” , “el pueblo romano” . Este nom­
bre es utilizado como el nombre propio de una persona moral.
Este término de “persona moral” tiene una historia extremada­
mente interesante para nosotros y sobre la cual volveré luego.
Es solamente porque la proposición es singular que puede
concebirse que el individuo del que habla -los romanos- ten­
ga una historia común a varias generaciones sucesivas. Los
autores lo explican del siguiente modo:

De dónde viene que se diga que los romanos han sido vencidos
por los galos que tomaron Roma, vencieron a los romanos en
tiempos de César, atribuyendo así a este mismo término de
“romanos” el haber sido vencidos en una época y el haber re­
sultado victoriosos en otra, aunque en una de esas épocas no
haya habido ninguno de aquellos que estuvieron en la otra.15

1S Ibíd.

200
Para los lógicos de Port-Royal, resulta claro que es única­
mente por una ficción o convención del lenguaje que se habla
de los romanos como de una sola y misma persona moral, do­
tada de una identidad díacrónica. Es solamente porque ima­
ginamos un cuerpo inmaterial de Roma que podemos contar
la historia de Rom a como la historia de un solo pueblo, de
una persona inmortal que puede mantenerse durante siglos
gracias a generaciones sucesivas de romanos.
Podría decirse que los autores renuncian a poder hacer la
historia de Roma, por ejemplo, la historia de su expansión,
la historia de su embellecimiento, etc. Es el precio que pagan
para evitar una concepción confusa de la “ identidad narrativa”
romana, concepción que acepta considerar un cambio en la
composición material del cuerpo colectivo como un cambio en
su identidad y, preservaría al mismo tiempo, sin embargo, la po­
sibilidad de contar una historia del pueblo romano. ¿Se trata
del mismo pueblo siglo tras siglo? En cierto sentido no, por­
que cambia en su composición. ¿Conserva algo? Sí, pero lo que
conserva no puede ser sino un cuerpo inmaterial (que se lo
llame alma, self, sí, o “ identidad”). Solo una concepción dualis­
ta permite combinar esta discontinuidad con esta continuidad.
Ahora bien, ese dualismo es confuso, porque el elemento inma­
terial que sobrevive a la renovación de las generaciones produ­
ce el efecto de ser un cuerpo inmortal. Un cuerpo inmortal,
dicho de otro modo, un cuerpo hecho de un material inmaterial.
Llegados a esta conclusión lógica -la proposición en cues­
tión es singular, remite a una persona moral-, nuestros auto­
res se hacen moralistas y sacan una segunda lección relativa
a los sentimientos de amor propio que pueden experimentar­
se por la pertenencia a un pueblo. Los lógicos de Port-Royal
esbozan así una psicología moral de la identidad:

Y es lo que hace ver sobre qué está fundada la vanidad que cada
particular extrae de las grandes acciones de su nación, en las

201
que no tuvo ninguna participación, y que es tan tonta como
la de una oreja, que siendo sorda se glorificara de la vivacidad
del ojo, o de la habilidad de la mano.16

Se tomaría a los romanos de hoy por desequilibrados si


pretendieran ser los romanos de antaño, aquellos que vencie­
ron a los cartagineses. Una confusión semejante equivaldría a
tomar al pie de la letra lo que no es más que una manera de
hablar, a saber, esa manera de atribuir a una entidad llamada
Roma, y no a algunos hombres en particular, el mérito de una
victoria. Ilusión que nuestros autores, si hubieran vivido en
el siglo xx, habrían llamado, sin duda, con un término toma­
do de Jacques Lacan, una identificación imaginaria, es decir,
una manera de complacerse en el yo.
Según ellos, esta ilusión se encuentra en el origen del sen­
timiento de orgullo que sienten aquellos que celebran aún
hoy la victoria del pasado, como si pudieran apropiársela. A l­
guien puede alegrarse de que un bando le haya ganado a otro,
pero no puede sentir por ello orgullo o gloria si no ha parti­
cipado para nada en ese logro. En efecto, es una condición
lógica de sentimientos tales como el orgullo o el amor propio
que requieran, de parte del sujeto, una apropiación de los
acontecimientos que le dieron origen. No puedo estar orgu­
lloso más que de mí m ism o o de lo que, de una manera u
otra, forma parte de mí. ¿Cómo podrían los romanos de hoy
apropiarse el desenlace de una batalla que se libró sin ellos,
cuando todavía no habían nacido? Lo que explica la compa­
ración final de los autores: es como si la oreja se atribuyera los
méritos del ojo o de la mano.
Ahora bien, esta comparación revela, justamente, los lí­
mites de una crítica de la identidad que no llega hasta el

lóIbíd.

202
punto lógico más decisivo, es decir, en este caso: ¿a qué se le
da el nombre propio “ Rom a” ? ¿Cómo utilizamos esos nom­
bres que son “ tomados colectivamente” (“ Rom a” , “ los roma­
nos” , “ el pueblo romano” ).
Arnauld y Nicole comparan el orgullo que sienten los ro­
manos de boy por la gloria de sus ancestros a una oreja sor­
da que quisiera atribuirse las operaciones de un ojo agudo y
una mano hábil. La identificación que denuncian correspon­
de a una confusión mental: un individuo A es víctima de una
ilusión sobre sí mismo cuando se toma por otro individuo B y
cree haber hecho las acciones de B. Pero esto quiere decir que
nos mantenemos en una relación entre las partes de un cuerpo.
Sin embargo, la representación del pueblo como un cuerpo que
se mantiene en el tiempo a la manera de un río, a través de una
renovación de los individuos que se suceden, tendría que ser
analizada como una identificación de los romanos de ayer y los
romanos de hoy con un solo y mismo pueblo, al que unos y otros
llaman Roma. La relación que los descendientes de los vence­
dores tienen con sus padres de antaño pasa por la unidad del
pueblo considerado como un solo cuerpo. Es porque Roma ha
sido victoriosa cuando ios padres fueron victoriosos que los
romanos de hoy, si es que se representan a sí mismos a través
de la identidad colectiva del pueblo romano, pueden experi­
mentar sentimientos de orgullo con respecto a la historia de
ese pueblo. Son entonces como una oreja sorda que se sintiera
orgullosa de pertenecer a un cuerpo cuyo ojo es agudo y cuya
mano es hábil lo que le permite a ese cuerpo -ya que no escu­
cha bien- ver bien y agarrar bien los objetos, al menos.
Por lo tanto, el reproche de vanidad inapropiada se viene
abajo: cuando los romanos están orgullosos de Roma, no se
atribuyen a sí mismos ningún otro mérito que el de ser miem­
bros de esa ciudad (y no el que les corresponde a sus ancestros).
Puede ser que los romanos fútiles sientan vanidad a raíz de
esta pertenencia, pero normalmente tendrían que sentirse más

203
bien obligados a estar a la altura del modelo propuesto por sus
ancestros y transmitir a sus descendientes lo que ellos mismos
han recibido de los que los han precedido.
Hay una diferencia capital entre los ejemplos del animal
que crece o de la ciudad que se reconstruye y el de los roma-
nos que recuerdan los grandes sucesos de su pasado. Con toda
seguridad, el perro Fido manifiesta una voluntad de vivir y
a veces también, al menos en su primera juventud, una ale­
gría de vivir, pero solo sería en un sentido figurado que po­
dríamos hablar de un apego por su parte a una “ identidad”
(que podríamos tal vez entender como el sentimiento que
tiene de formar parte de nuestra familia). E l perro Fido no
dice: “ Soy Fido” . Son los romanos, en cambio, los que nos di­
cen, a través de sus discursos, a través de sus monumentos, a
través de sus solemnidades: “ Somos ios romanos” , Arnauld
y Nicoie interpretan esta afirmación como marca de una ilu­
sión con respecto a sí, que la crítica metafísica debe disipar.
Si se tiene en cuenta, sin embargo, el hecho de que el nombre
propio de la persona moral se utiliza en primera persona, se­
vera más bien en ello una voluntad de ser ella misma, una vo­
luntad de nombrarse a sí misma en conformidad con una re­
presentación colectiva de sí, que le permite a cada romano
figurarse una historia colectiva de la cual participa su propia
existencia individual.
Por eso hay que preguntarles a aquellos que se nombran
a sí mismos con un nombre colectivo qué criterio de identi­
dad han establecido para ese nombre propio. Voy a exami­
nar sucesivamente dos maneras de concebir una identidad
colectiva determinando su criterio: primero, la concepción
medieval de una identidad en el tiempo de la “persona mo­
ral” ; luego, la concepción aristotélica de una identidad de la
comunidad política.

204
L a x^e r s o n a m o r a l co m o p e r so n a f ic t ic ia

A raíz de una investigación sobre el concepto británico de cor­


poración que lo condujo a escribir su gran libro sobre los dos
cuerpos del rey, Ernst Kantorowicz se vio llevado a hacer la
genealogía del concepto de “ persona moral” .17 Para elaborar
este concepto, los glosadores y los legistas de la Edad Media
se inspiraron en tres fuentes. Solo la fuente teológica es espe­
cíficamente medieval. Las otras dos son el derecho romano y
la metafísica griega de ios cuerpos físicos.
Con su noción de “ cuerpo místico” la teología da un con­
tenido a la sentencia: la Iglesia no es mortal, Ecclesia non mo­
ritur:18 La iglesia universal es un cuerpo místico. Kantorowicz
destaca, en este sentido, que esto no quiere decir que el pue­
blo de los fieles esté representado como un organismo, es decir,
como un “ cuerpo natural” . Lo propio de un “ cuerpo místico”
es que puede actuar en todas las épocas. Como se ha visto, la
Lógica de Port-Royal lo convertirá en lo propio de la “ persona
m oral” . Tomás de Aquino escribe que los miembros de un
cuerpo natural son contemporáneos los unos de los otros,
mientras que los miembros de un cuerpo místico existen su­
cesivamente, lo que garantiza para ese cuerpo una perpetuidad
en la existencia.19 De esto se sigue que un cuerpo místico solo

17 E rnst K antorow icz, The K ing’s Two Bodies: A Study in M edieval Political
Theology, Princeton, Princeton U n iv ersity Press, 1981. [E dición en español: Los
dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval, M ad rid , A k al, 2012],
IS I b td ,p . 2 92 .
19 T om ás de A q u in o escrib ió : haec est differentia inter corpus hominis
naturale et corpus Ecclesiae mysticum, quod membra corporis naturalis sunt omnia
simul, membra autem corporis mystici non sunt omnia simul [...] Sic igitur membra
corporis mystici non solum accipiuntur secundum quod sunt in actu, sed etiam secun­
dum quod sunt in potentia'' (Summa theologiae, in , q. 8., a. 3, citad o por K anto­
row icz, The K ing’s Two Bodies, ob. cit., p. 3 0 8 , n. 85).

205
posee sus futuros miembros bajo el modo del ser en potencia.
La iglesia, en efecto, tiene una vocación universal: todas las
generaciones futuras están llamadas a entrar en ella. Hay que
representarse entonces aquí una totalidad dotada de unfuturo.
Esta totalidad engloba por adelantado a seres humanos que
todavía no han nacido y que, en su mayoría, no nacerán antes
de siglos. No podría ser cuestión aquí de identificar a estos in­
dividuos futuros. No son individuos ya constituidos a los cuales
les faltaría aún la existencia actual, sino que son posibilidades
futuras que solo podemos especificar de manera imprecisa. En
la medida en que no se pueden identificar “ individuos posi­
bles” , no es posible reducir, como quería el sociólogo nominalista,
una totalidad social de este tipo a una colección de individuos.
La fuente jurídica romana proporciona con la lex regia la
idea de una prerrogativa o de una dignitas que nunca puede
desaparecer, lo que le garantiza a su detentor la misma perpe­
tuidad: Populus romanus non moritur:20 A esta referencia a la lex
regia hay que agregarle otra, sobre la que voy a volver dentro
de un instante, porque Yan Thomas mostró cómo los glosa­
dores medievales se habían inspirado en el derecho sucesorio
romano para elaborar su noción de una “personalidad moral”
de las colectividades organizadas.
Pero nuestro propósito no es de orden histórico. Lo que
nos interesa antes que nada es la fuente filosófica. Ahora bien,
sabemos de dónde vienen las sutiles distinciones metafísicas
que utilizan esos glosadores medievales porque son las que
necesitó el argumento del crecimiento tanto en la versión de
Epicarmo como en la versión de la nave de Teseo. Van a apli­
car a su problema una distinción hilemorfista: la materia del
pueblo cambia incesantemente, pero la forma se mantiene. En
virtud de esta distinción, está permitido hablar de la misma

20 Ernst Kantorowicz, The K ing’s Two Bodies, ob. cit., pp. 294 y 295.

206
nave de Teseo, aunque se hayan renovado enteramente todas
las partes hechas en madera. Kantorowicz cita a un autor (el
glosador Accursus) que enuncia explícitamente este principio
de la solución: ubi non mutaturforma rei, non dicitur mutari res.21
Los textos de la glosa remiten a la serie de los ejemplos canó­
nicos en las discusiones sobre la identidad díacrónica: la iden­
tidad de una ciudad, de un tribunal, de una legión, de un bar­
co, de una manada de ovejas, etcétera.
Ahora bien, ¿qué es lo que puede ser esta forma que no
cambia? La escolástica de la época proponía dos soluciones y
parece que los juristas han tomado, según las necesidades de
las causas que defendían, a veces una, a veces la otra. Kanto­
rowicz las presenta del siguiente modo tomando como ejem­
plo la ciudad de Bolonia, que por aquellos tiempos fue un
santuario de la especulación jurídica.
La solución realista (en el sentido medieval de un realismo
de los universales) es la que podían tomar del escotismo. Ha­
brían tenido que aplicar aquí la explicación por las “ form ali­
dades” , poseer entonces una forma individuante, lo que quie­
re decir no solamente una esencia individual de la ciudad de
Bolonia, sino una esencia individuada por ella misma, indepen­
dientemente de toda realidad material. La doctrina de Duns
Scot, en efecto, nos autoriza a razonar de la siguiente mane­
ra: así como Sócrates es y sigue siendo él mismo (tras una re­
novación completa de la materia de su cuerpo) porque posee
la socratitas, de la misma manera el populus Bononiensis sigue
siendo siempre el mismo pueblo (tras una renovación com­
pleta de su población) porque posee la bononitas (,bolognity).22
La teoría es entonces la de la individuación de las entidades
por la diferencia individual de forma. Invocar una bononitas

21 íbíd., p. 295, n. 50.


22 Ibíd., p. 303.

207
corre el riesgo de ser un gesto tan vacío como el de aquellos que
invocan hoy una “francidad” , una britishness, una japonídad,
una identidad turca (turkishness), para dar una substancia a la
afirmación de una identidad nacional. De hecho, esta es muy
exactamente la doctrina de la identidad colectiva que conde­
nan (no sin razón) todos aquellos que ven en ella una noción
“ esencialista” . Si no hay otra manera que garantizar que Bolo­
nia posea una identidad en el tiempo si no es convirtiéndola
en vehículo empírico de la bononitas, es decir, de esa diferencia
formal inefable que explica que no exista más que una sola Bo­
lonia en el mundo, parece entonces que, a falta de poder atri­
buirle una identidad díacrónica menos abstracta, deberíamos
renunciar a decir que Bolonia posee una historia gloriosa y que
en ella se encuentra aún hoy la célebre universidad que allí se
fundó en el siglo x í i . Estamos bloqueados, entonces.
Consideremos ahora la solución nominalista: las comuni­
dades humanas son, como tales, ficciones intelectuales, crea­
ciones del lenguaje. La personificación de un ser colectivo no es
más que una manera de hablar. Sin embargo, la ficción de ios
juristas puede propiciar ilusiones: corremos el riesgo de tomar
en serio estas hipóstasis puramente ficticias y conducirnos con
respecto a ellas como si fueran reales. Como lo recuerda Kan­
torowicz, el papa Inocencio IV tuvo que proceder a una seria
aclaración y enunciar solemnemente durante el concilio de
Lyon (1245) que era imposible excomulgar a colegios o gru­
pos humanos tomados como cuerpo: una universitas no es más
que un nomen intellectuale, no es una verdadera persona.23 No
se puede castigar a una persona moral porque no es más que
una “persona ficticia'1 (personaficta.). ^
Kantorowicz subraya finalm ente que esta personifica­
ción medieval de una ciudad se distingue tanto de la perso-

Ibíd., pp. 305 y 306.

208
nificación antigua como de ia personificación moderna. R i­
gurosamente hablando, las ciudades antiguas no han sido
personificadas, sino más bien asociadas a ia figura personal
de una divinidad, a ia cual la ciudad rendía un culto espe­
cial.24 Por otra parte, los medievales no han representado a las
comunidades históricas como personas humanas, o a partir
de rasgos antropomórficos, como será habitual en los tiem­
pos modernos.
No se trataba de acordarle a una personaficta las faculta­
des psicológicas de una verdadera “persona natural” : la con­
ciencia de sí, los sentimientos personales y, por consiguien­
te, toda una psicología de la identidad, ¿Qué sucede, sin
embargo, cuando esta noción de persona colectiva entra en
la conciencia común? ¿Cómo figura la persona colectiva en la
conciencia de ios individuos particulares que son sus miem­
bros? La afirmación de una identidad colectiva - “ nosotros
somos los romanos” - supone que el individuo pueda identi­
ficarse con un grupo. ¿Es una operación que manifiesta una
confusión o una ilusión de su parte, com o pensaban los
lógicos de Port-Royal?
Para responder a esta pregunta, voy a servirme de un ejem­
plo de dificultad jurídica que discute Yan Thomas en un es­
tudio que trata, justamente, sobre una de las fuentes de la no­
ción de “ persona m oral” : el derecho sucesorio romano.25
Empezaré por resumir la presentación que hace Yan Thomas
de ese casus. Partamos del siguiente hecho jurídico: puede su­
ceder que una entidad colectiva, por ejemplo, una ciudad, un
monasterio o una universidad, haya pedido un préstamo a
particulares o a otras ciudades. E l jurista tiene que explicar

24Ibíd.,pp. 301-304.
2Í Yan Thomas, Les opérations du droit, París, Galíimard/SeuÜ, Hautes
Etudes, 2011.

209
entonces cómo individuos de carne y hueso pueden entrar en
relaciones jurídicas con entidades colectivas y cómo estas úl­
timas pueden tener relaciones jurídicas entre sí. Fue para re­
solver este problema que los glosadores medievales recurrie­
ron al derecho romano.
Los romanos nunca pensaron conferir una personalidad
moral a entidades colectivas tales como las ciudades. Sin em­
bargo, les reconocieron a estas últimas la posibilidad de po­
seer bienes, de comprarlos y alienarlos, de contraer préstamos
y reembolsar deudas. Desde el punto de vista de su acreedor,
una ciudad se presenta entonces como el sujeto de una rela­
ción jurídica. Ahora bien, al acreedor le interesa saber de
quién es acreedor exactamente. Los jurisconsultos romanos
se esforzaron en precisar este punto. ¿Quién debe pagar las
deudas de 1a ciudad? Respondieron que el acreedor no podía
volverse contra los ciudadanos de esa ciudad, porque fue a la
ciudad como tal a la que le prestó dinero y no a sus ciudada­
nos. Las deudas de 1a ciudad no son las deudas de los ciuda­
danos de esa ciudad.
Para afinar su reflexión y mostrar con claridad la dis­
tinción en cuestión, los juristas romanos imaginaron el caso
de una ciudad de la cual todos los habitantes hubieran desa­
parecido salvo uno solo.26 ¿Este últim o hereda el activo y
el pasivo de la ciudad, un poco como el últim o habitante de
una propiedad colectiva que no se había dividido? ¿Es el
últim o derechohabiente, en su carácter de últim o sobrevi­
viente? En absoluto, responden los jurisconsultos. En este
caso, no se dirá que una pluralidad humana se ha reducido
hasta el punto de no contar más que con una sola unidad
humana. Se dirá más bien que solo queda un único porta­
voz en la ciudad, que no hay más que un único ciudadano

íbíd., pp. 110 y 111 y capítulo vm.

210
sobreviviente para llevar el nomen universitatis (el nombre de
la totalidad social). Si el últim o sobreviviente tiene que ha­
cer valer un derecho de la ciudad o si tiene que honrar una
deuda de la ciudad, no es en su calidad de individuo parti­
cular, sino porque es el único que puede actuar en nombre
de la ciudad.
Los glosadores retomaron esta hipótesis de una colecti­
vidad de la cual desaparece la totalidad de sus miembros
salvo uno, ¿Cómo una entidad colectiva (por ejemplo, un
monasterio, un colegio) puede sobrevivir cuando queda re­
ducida materialmente a una sola persona natural? A la no­
ción romana de nomen universitatis27 los juristas medievales
agregan la de representación. La ciudad es una persona moral
que puede ser representada por personas naturales (de carne
y hueso). Los casos difíciles antes evocados coinciden con
una falla de las personas naturales. En el casus citado, no
queda más que un solo representante. Los mismos glosado­
res llevaron por otra parte su reflexión más lejos, hasta el
caso en que el colectivo subsista sin que quede ningún
miembro sobreviviente. Como lo muestra Yan Thomas, es­
tas especulaciones jurídicas son el fundamento de nuestra
concepción jurídica, y luego política, de la representación
de un colectivo por una persona.
¿Cómo pasar de la “personalidad moral” de los medieva­
les a nuestra “ identidad colectiva” ? Haría falta que podamos
interrogar al últim o sobreviviente del colectivo -e l últim o
ciudadano, el último monje, el último de los mohicanos, etc.-
y preguntarle cómo se presentan las cosas en su conciencia.27

27 Yan Thomas cita la solución de Ulpiano (ibíd., p, 299, n. 13). La pala­


bra universitas designa en la Edad Media toda clase de colectividad humana,
sea cual sea el principio de su unidad (ciudad, orden religiosa, establecimien­
to universitario, etcétera).

211
¿Cómo hace la diferencia entre lo que le corresponde como
individuo (en virtu d de su identidad personal) y lo que le
corresponde por llevar el nomen universitatis! Una cosa está
clara: el grupo del que es representante tiene que tener una
identidad propia fu era de él para que él pueda declarar ser
el (último) miembro en actuar en su nombre. Así la noción
de identidad colectiva es realmente la de ia identidad de un
grupo. En efecto, el nombre del cuerpo colectivo (ya sea que
se trate de Roma, de Bolonia, de la U niversidad de la Sor-
bona) se le da a un grupo y no a individuos particulares.
Este nom bre sigue designando al grupo, aun cuando los
efectivos del grupo hayan sido reducidos a un solo miem­
bro, o incluso a ninguno.
Una vez más tenemos que recurrir, entonces, a la lógica
del nombre propio (nomen universitatis}. En el momento de
firm ar el contrato por el cual nos comprometemos con la
ciudad de Bolonia (a prestarle dinero, por ejemplo), es im­
portante que nos hayamos puesto de acuerdo sobre el valor
semántico del nombre propio. ¿Se le da el nombre de la ciu­
dad al conjunto de sus habitantes o a la ciudad en cuanto
tal? En el prim er caso, ia ciudad de Bolonia solo sería una
societas, disuelta (para formar otra, eventualmente) en cuan­
to uno de sus miembros se retira o desaparece de un modo
u otro. En el segundo caso, ia identidad de la ciudad no de­
pende de la identidad personal de sus miembros. Queremos
saber cómo utilizar en el futuro el nombre “ Bolonia11. Ne­
cesitamos, por lo tanto, un criterio de identidad para dar
un contenido a “ ia misma ciudad11, Y no podemos extraer
este criterio de identidad de la simple noción de una bono-
nítas en el sentido de una forma individual inefable. Sobre
este punto, la reflexión de Aristóteles nos perm itirá ir más
lejos.

212
La id e n t id a d h is t ó r ic a d e u n a c iu d a d

En el Libro m de la Politica ( 12 7 6a 10-13), Aristóteles plantea


esta pregunta: ¿una ciudad que ha sufrido un cambio de régi­
men político tiene que pagar las deudas del antiguo régimen?
En aquella época, el tema era de una gran actualidad, porque
los atenienses se preguntaban si tenían que reembolsar el prés­
tamo que habían contraído los Treinta (expulsados en 403 a. C.)
con ios espartanos. Reducida a su punto jurídico principal,
la pregunta era la siguiente: ¿es la ciudad misma ia que se ha
endeudado o hay que considerar más bien que la Atenas de­
mocrática no tiene nada que ver con el régimen oligárquico?
Es importante que la ciudad aparezca aquí como una entidad
que puede realizar operaciones jurídicas: endeudarse, contraer,
reembolsar, etc. Reencontramos el propósito jurídico expues­
to por Yan Thomas: se trata de garantizar a la ciudad un esta­
tuto jurídico de agente distinto, de manera que se puedan di­
ferenciar las deudas de los ciudadanos y las de la ciudad.
¿Debe pagar la Atenas democrática los empréstitos de la
Atenas de los tiranos? Aristóteles no zanja esta cuestión ju­
rídica en su texto, limitándose a indicar que será retomado
más tarde. Ve en ello la oportunidad de plantear una cues­
tión más general, una cuestión de metafísica social, más espe­
cíficamente: ¿cómo hacemos la diferencia entre una ciudad
que sigue siendo la misma que antes -u n a ciudad que se ha
m antenido- y una nueva ciudad que ha sucedido a aquella
que la precedía en un determinado lugar (12 7 6 a 17 -19 ) ?
¿Cuál es el criterio que se usa para decirlo?
Aristóteles propone luego varios criterios concebibles,
que rechaza uno tras otro. Hay que dejar de lado, en primer
lugar, un criterio puramente topográfico que plantearía: es la
identidad del territorio lo que hace la identidad de la ciudad.
E l territorio no basta para conferir una identidad a una ciu­
dad, porque, dice, aun si rodeáramos el Peloponeso con una

213
muralla, esto no lo convertiría en una polis. Ilustra este punto
citando el caso de una ciudad que no merece el nombre de
ciudad, oponiendo en esta ocasión los simples “pueblos” o
“ poblaciones” 28 (ethne) a las verdaderas “ ciudades” {poleis}.
Durante la toma de Babilonia por parte del ejército de Cyrus,
hicieron falta tres días para que la noticia de 1a entrada de los
ejércitos enemigos en los barrios de la periferia llegara has­
ta los barrios deí centro de la ciudad. Dicho de otro modo,
una colectividad de este tipo no tiene la unidad moral y po­
lítica que caracteriza a una ciudad (1276 a 27-29).
También hay que descartar un criterio puramente asocia­
tivo que diría: la misma ciudad quiere decir los mismos indi­
viduos asociados. Rechaza este criterio atomista por dos razo­
nes. Primero, la ciudad sigue siendo ia misma mientras que
los ciudadanos nacen y mueren. La ciudad, en este sentido, es
como un río que sigue siendo el mismo río a pesar del correr
de sus aguas ( 12 7 6 a 37). Además, los mismos individuos
pueden formar entidades colectivamente diferentes, como su­
cedería, dice Aristóteles, si las mismas personas formaran ya
un coro trágico, ya un coro cómico (1276b 5). Serían las mismas
personas, pero formarían dos coros diferentes.
Por consiguiente, la cuestión planteada en este capítulo se
reduce a la de saber lo que entendemos por “ciudad” {polis).
Esta palabra se emplea en varios sentidos (1276a 23-24). Fijar
el sentido que retenemos para nuestro uso es fijar un criterio
de identidad para un juicio del tipo: “ es la misma ciudad”.
Aristóteles ha descartado el criterio de una identidad material
de las unidades componentes de la ciudad. Toma su criterio de
lo que llama la “ forma de composición” de la ciudad {eidos tes

28Como traduce Píerre Pellegrin (véase Aristóteles, Politiques, París, Flam-


marion, GF, 1993, p. 213 [edición en español: Aristóteles, Política, Madrid,
Credos, 2004]).

214
suntheseos, 12 7 6 b 8). Lo que constituye “ la comunidad, de los
ciudadanos” es la manera en que estos son ubicados o dis­
puestos unos en relación con otros por la politeia de la ciudad.
Traducimos la palabra griega politeia por “ constitución” .
Pero para nosotros la palabra “ constitución” evoca cuestio­
nes de derecho constitucional: ¿nuestro régimen es parla­
mentario o presidencial? ¿Cuáles son las prerrogativas de
tai o cual autoridad pública? Pensamos entonces en las ins­
tituciones políticas en un sentido estrecho del término. Las
cuestiones que aborda Aristóteles cuando trata sobre las
constituciones son mucho más amplias. Hoy en día no tene­
mos la expectativa de que nuestros profesores de derecho
constitucional aborden la cuestión tratada por Aristóteles
en el Libro v il de la Política: la de la relación entre nuestra
constitución y nuestra idea de la felicidad. E l concepto de
politeia es inseparable de una cierta idea del bienestar gene­
ral. Y sería un error contraponer aquí un punto de vista idea­
lizante de los antiguos filósofos (¿cuál es el mejor régimen
político que pueda concebirse?) a un punto de vista cientí­
fico o descriptivo de los modernos. E l punto de vista de A ris­
tóteles, en efecto, es menos “ normativo” que antropológico.
Esboza un programa de sociología comparativa (lo que, por
supuesto, no le impide plantear asimismo la cuestión prác­
tica de saber cuál es el mejor régimen de gobierno para no­
sotros). Se pregunta hacia qué tienden las leyes y las institu­
ciones de un pueblo ( 13 2 4 b 5 ss.}, señalando que ciertos
pueblos colocan la excelencia hum ana en la dom inación
guerrera, otros en 1a riqueza, etc. En esta oportunidad, no
vacila en incluir en una reflexión filosófica sobre 1a politeia
un examen de las costumbres y de las instituciones pedagó­
gicas (paideia). En Cartago, señala, los hombres usan braza­
letes a modo de condecoraciones que indican el número de
campañas m ilitares en las que han participado. Entre los
escitas o los iberos, un hombre digno de ese nombre es un

215
guerrero que ha matado enemigos, lo que se indica a través
de distintos procedimientos destinados a indicarle a aquel
que no ha matado a nadie todavía, lo que le queda por hacer.
Cuando Aristóteles convierte la identidad de la politeia en
identidad de la polis, no hay que entenderlo entonces en el sen­
tido estrecho del régimen político, sino en el sentido amplio del
conjunto de las leyes y de las costumbres, de una “ disposición
de la ciudad” (diathesispoleos, 132 4 a 17) que expresa su concep­
ción general del bien. Podría hablarse aquí con Montesquieu
del “objeto de un Estado” , noción a través de la cual el autor del
Espíritu de las leyes introduce su elogio de lo que llama la “ cons­
titución de Inglaterra” , cuyo objeto es, según él, la libertad.29
Pero invocar la paideia y las costumbres, dicho de otro
modo, lo que llamaríamos hoy la identidad cultural de la ciu­
dad, es referirse a los ciudadanos en tanto que agentes de su
propia identidad. La cuestión inicial era saber qué parte del
pasado histórico tiene que asumir la ciudad. La respuesta pa­
rece ser la siguiente: son los atenienses quienes tienen que de­
cidir en qué sentido se llam an a sí mismos ciudadanos ate­
nienses, ellos tienen que encargarse de que los otros pueblos
acepten, y en particular los acreedores exteriores, el criterio
que determinen para la identidad de su ciudad. Aristóteles

M"Aunque codos los Estados tengan, en general, un mismo objetivo, que


es el de perpetuarse, cada Estado tiene, sin embargo, uno que le es particular.
La ampliación era el objetivo de Roma; la guerra, el de Lacedemonia; la reli­
gión era el de judea; el comercio, el de Marsella; la tranquilidad pública era
el de la China; la navegación, el de las leyes de Rodas; la libertad natural, el de
los salvajes; las delicias del príncipe en general, el objetivo de los Estados
despóticos; su gloría y la del Estado, el de las monarquías; la independencia de
cada particular era el objetivo de las leyes de Polonia; y lo que resulta de ello
es la opresión de todos. También existe una nación en el mundo que tiene por
objetivo directo de su constitución la libertad política” (D el espíritu de las
Leyes, Libro xi, capítulo v).

216
otorga así a ía cuestión dei criterio de identidad la dimensión
de una cuestión planteada en primera persona del plural. No
basta con preguntar: ¿qué es lo que hace que la ciudad de hoy
sea la misma que la de ayer? Para eso es necesario que acepte
ser la misma. Los atenienses mismos tienen que preguntarse:
¿qué es lo que hace que seamos atenienses? Y la ciudad ate­
niense tiene que ser aceptada como lo que quiere ser por parte
de los demás pueblos que la rodean.

U n a d e f in ic ió n s o c io l ó g ic a d e l a n a c ió n

¿La diferencia que establece Aristóteles entre una polis y un


ethnos no representa acaso el punto de vista de un antiguo grie­
go sobre el mundo, punto de vísta que le hace exaltar su propia
forma de sociedad y despreciar 1a de las simples “poblaciones” ?
¿No es anacrónico el criterio de identidad que fija el sentido del
concepto de comunidad política de tipo cívico {polis)? Una ciu­
dad, según él, posee una unidad de un todo independiente fren­
te a un mundo exterior, unidad que le falta, por ejemplo, a la
urbe de Babilonia. Babilonia no merece el nombre de ciudad,
no es más que una muralla que rodea a un ethnos. Es lo que ilus­
tra la anécdota según la cual Babilonia ya había sido tomada
hacía dos días, cuando toda una parte de la ciudad lo ignoraba
y se dedicaba a sus ocupaciones como si nada.
Es notable que Marcel Mauss retome este criterio y este
ejemplo en su importante ensayo sobre la nación.30 E l objeto

30 Véase “La nación’', en LAnnée sociologique, 3.a serie, 1953-1954, pp.


7-68. Texto reproducido en Maree! Mauss, CEuvres, t. ni, París, Editions de
Minuit, 1969, pp. 573-625. Se trata de un texto redactado tal vez en 1920,
pero publicado por primera vez en 1953-1954 (según la noticia del editor, en
CEuvres, t. in, pp. 571 y 572). [Edición en español: Obras, 3 vols., Barcelona,
Barra!, 1970],

217
de Mauss en este texto es proponer una definición sociológica de
la nación. Esta perspectiva sociológica tiene que permitir enri­
quecer la teoría política y sobre todo disipar diversas confusio­
nes intelectuales sobre la forma política de una sociedad mo­
derna. En el origen de la reflexión de Mauss, se encuentra por
supuesto toda la experiencia del siglo x ix que culmina en la
Gran Guerra. ¿Pueden explicarse estos conflictos por el fenó­
meno político del Estado nación? Según Mauss, esta perspecti­
va es de corto alcance, porque descansa en una comprensión
insuficiente de los caracteres sociológicos propios a la forma
política que llamamos nación. Se habla del Estado nación de
manera por demás abstracta, lo que no ayuda a comprender los
conflictos, las pruebas y las crisis que ocurren cuando se inten­
ta aplicar el “principio de las nacionalidades” y defender las
reivindicaciones de independencia nacional. Todos los Estados
contemporáneos no son Estados nacionales en el sentido socio­
lógico del término, incluso si lo son para los diplomáticos y los
políticos que se atienen a criterios jurídicos de la independencia
nacional. En este ensayo, Mauss define su objeto de la siguiente
manera: “ decir qué tipo de sociedad merece el nombre de
nación” .31 Esto equivale a anunciar que todas las sociedades
independientes no merecen esta caracterización, aunque hayan
sido admitidas en el seno de la Sociedad de las Naciones o en
la Organización de las Naciones Unidas. Todas las sociedades
humanas de ayer y de hoy han tenido y tienen una unidad,
pero solamente las naciones modernas encuentran esta unidad
en una definición politica de lo que las distingue de las demás.
¿Cómo definir sociológicamente la forma nacional de una
sociedad? La definición del sociólogo debe ser comparativa, es
decir, poner en evidencia un contraste entre sociedades políti­
cas que merecen ser llamadas “ naciones” y otras (igualmente

31 Ib íd, p. 577.

218
políticas) que tienen otro carácter. Mauss evoca la clasifica­
ción de Spencer, fundada en el grado de integración. Por un
lado, las sociedades sin Estado; por otro, las sociedades dota­
das de un poder central. Según esta clasificación, todas las
sociedades integradas por una autoridad central serían del
mismo tipo. Mauss considera insatisfactoria esta clasificación
porque al adoptarla perdemos de vista una diferencia Capital:

Confundimos bajo ese nombre, en efecto, sociedades muy di­


ferentes por su rango de integración: por un lado, lo que Aris­
tóteles llamaba pueblos, ethne, y por otra parte, lo que llamaba
ciudades, poleis, y que nosotros llamamos Estados o naciones.
Distinguir las segundas es el objeto del presente trabajo.32

Es entonces cuando comenta la anécdota de Heródoto


que utilizaba Aristóteles. Le permite poner el acento sobre
lo que es del orden de una conciencia colectiva:

Aristóteles decía que era más difícil caracterizar Babilonia


como una polis que como un pueblo, un ethnos. Se dice, en efec­
to, que tres días después de haber caído, una parte de la ciudad
todavía lo ignoraba. La solidaridad nacional está aún en poten­
cia en este tipo de sociedades, es lábil, en resumidas cuentas.
Pueden dejarse amputar, maltratar, incluso decapitar: no son
muy sensibles ni a sus fronteras ni a su organización interior;
tienen tiranos extranjeros, colonias extranjeras, los asimilan, se
asimilan a ellos o se someten sin más. No son ni vertebradas ni
fuertemente conscientes; no sienten pena de ser privadas inclu­
so de sus rasgos políticos y aceptan mejor al buen tirano de lo
que desean gobernarse a sí mismas.33

32 Ibíd., p. 581.
33 Ibíd., p. 582.

219
Así, la distinción sociológica que quiere formular Mauss
descansa en la forma que toma, en una sociedad particular,
la conciencia de su individualidad colectiva. Babilonia no se
define a sí misma como una entidad política, y no manifiesta
ningún deseo de gobernarse a si misma, Mauss llega final­
mente a la formulación siguiente de un concepto sociológico
de nación:

Entendemos por nación una sociedad material y moralmente


integrada, con un poder central estable, permanente, con fron­
teras determinadas, con una relativa unidad moral, mental y
cultural de los habitantes que manifiestan una adhesión cons­
ciente al Estado y a sus leyes.
En primer lugar, el título de nación así definido no se aplica
más que a un número reducido de sociedades históricamente
conocidas y, en un cierto número de casos, solo se aplica a ellas
desde fechas recientes.34

La definición sociológica de la nación es superior a la de­


finición más común porque permite tener en cuenta un hecho
capital: muchas sociedades contemporáneas -escribe Mauss
en 1 9 2 0 - no constituyen naciones todavía (en el sentido so­
ciológico) y no podrán llegar a serlo (como aspiran) sin una
profunda transformación interna de sus sistemas de solidari­
dad y de su conciencia colectiva. Para convertirse en naciones
en la acepción sociológica del término, es decir, para gober­
narse a sí mismas democráticamente, tendrán que nacionalizar
el sentido que tienen de sí mismas, es decir, hacer prevalecer
un sentido de la solidaridad nacional sobre las formas más
tradicionales de asistencia mutua. Y según Mauss, es justa­
mente en estas sociedades europeas que no eran recientemente y

34 Ibíd., p. 584.

220
no son aún naciones en el sentido del sociólogo, donde se ob­
serva el fenómeno de lo puede ser llamado un “nacionalismo” .
Un nacionalismo, es decir antes que nada una “ revuelta con­
tra el extranjero” de parte de un grupo que es o se considera
oprimido, lo que muestra que todavía no es más que una “ na­
cionalidad” que aspira a emanciparse.35
Estas consideraciones de Mauss representan el tipo de re­
flexión que podía ser formulada tras la experiencia de la Pri­
mera Guerra mundial. ¿Conservan algo de su valor hoy en
día? Louis Dumont ha mostrado que eran perfectamente ac­
tuales en un texto (publicado en 1964) que le dedica a la d i­
visión del antiguo imperio de la India en dos Estados inde­
pendientes, la Unión de la India y Pakistán.36 E l observador
que se propusiera explicar este cruento conflicto como un
choque de nacionalismos estaría dejando de lado un punto
capital, lo que también le impediría entender por qué el con­
flicto no quedó plenamente resuelto con la división, como
los acontecimientos lo mostraron luego (y en particular a tra­
vés de la premura con que los dos Estados buscaron dotarse
de armamento nuclear). Lo que se manifestó en esta división
no fue en absoluto un nacionalismo en el sentido europeo, fue
un “ comunalismo” . E l comunalismo se parece mucho al na­
cionalismo, pero no se confunde con él, dado que entiende
fundar la unidad política del grupo en la “ religión de grupo”
más que en la adhesión libre de ios ciudadanos a sus institu­
ciones políticas. Es como sí “el comunalista acordara a su co­
munidad [religiosa] la lealtad que normalmente se debe acor­
dar a la nación” .37

35 Ibíd,, p, 576,
56Louis Dumont [1966], Homo hierarchicus, 2.aed., París, Gallimard, Tel,
1979, apéndice D, “Nationalisme y 'communalisme’”, pp. 376-395.
37 Ibíd., p. 3 77.

221
Dumont ha destacado el progreso intelectual que permi­
tieron las distinciones de Mauss. Resumió el contraste opo­
niendo a la definición comúnmente aceptada (a) de la na­
ción, que no es comparativa, una definición sociológica (b),
que sí lo es. Los poiitólogos y los juristas definen en general
la nación del siguiente modo:

(a) Una nación es “un grupo de gente unida por su propia vo­
luntad y que comparte ciertos atributos (territorio, historia,
y facultativamente otros)”.38

Según Dumont, esta definición (a) no es materialmente


falsa, pero tiene el defecto de dejar implícita una diferencia
esencial: una sociedad puede constituirse como Estado inde­
pendiente, pero no será una nación (en el sentido moderno) si
no reforma sus instituciones orientándolas en dirección al in­
dividualismo. E l defecto de la definición (a) es no marcar el
lugar de la religión en la representación del grupo en tanto y
en cuanto entidad política. En las sociedades tradicionales, la
esfera política sigue estando englobada en la religión del gru­
po. En la sociedad moderna, “ la religión del individuo” per­
mite a la esfera política perder su autonomía y afirmar sus
valores propios.39 Quien dice nación dice principio de laicidad,\
lo que im plica que no puede haber una religión de Estado.
Dicho de otro modo, Pakistán no es una nación en el sentido
de Mauss. Una sociedad no puede definirse como nación
mientras no haya aceptado conformarse a la exigencia indi­
vidualista de la libertad de conciencia, lo que implica que la re­
ligión debe dejar de aparecer en ella como una práctica de
grupo, para convertirse en una práctica personal. En una

iS IbXd.
» Ibíd., p. 3 79.

222
nación moderna, la religión habla de la salvación del indivi­
duo y deja a los hombres el cuidado de la salvación pública.
La definición sociológica de la nación pone el acento en
los valores individualistas que se expresan en esta forma po­
lítica* Esta es la definición que había esbozado Mauss, refor-
mulada por Dumont:

(b) La nación es el grupo político concebido como una colección


de individuos y al mismo tiempo es el individuo político,
en relación con las demás naciones. Por eso es incompatible
con la religión de tipo antiguo.40

De manera general, la aspiración a la independencia na­


cional y a una forma de gobierno del pueblo por sí mismo to­
davía no es la voluntad de democracia, en el sentido en que la
entendemos, es decir, en un sentido regido por la idea norma­
tiva de individuo.41

El e n ig m a d e l a in d iv id u a l id a d c o l e c t iv a

Para que una definición de la nación sea comparativa, tiene que


destacar el lazo entre esta form a política y los valores de la
gente que en ella encuentra su identidad colectiva. Dumont
resume el trabajo de Mauss cuando escribe: “ Para el sociólo­
go, la nación es la sociedad que se percibe a sí misma como
compuesta de individuos” .42 Esta definición plantea que la

40 Ibíd.
41 Las revueltas que se están produciendo en el sur del Mediterráneo, que
han podido ser calificadas de “primavera árabe” en referencia a la “primavera
de los pueblos” de 1848, no hacen más que confirmar este diagnóstico.
42 Louis Dumont, Homo hierarchichus, ob. cit., p, 380, n. 7.

223
forma nacional es la que corresponde al individualismo en el
mundo. Uno puede estar tentado de objetarle a esta explica­
ción que deja de lado completamente el sentido político del
individualismo. ¿No habría que buscar la política del “ indi­
vidualismo en el mundo” en el cosmopolitismo de las Luces
o el internacionalismo del siglo x x ?
La objeción merece que nos detengamos en ella, porque es
innegable que el internacionalismo expresa perfectamente el
valor individualista en su pureza ideológica (como lo subra­
ya, por otra parte, Dumont mismo en su texto). En el terreno
de la pura ideología, efectivamente, no existe ninguna razón
para que el individuo esté ligado a una sociedad particular zn-
tes que a otra (si una y otra respetan la Declaración de los De­
rechos del Hombre). Y en particular, no está ligado a la socie­
dad en la cual ha venido al mundo. E l individuo normativo,
por definición, no tiene otros lazos sociales más que los que
ha consentido tener y de los cuales puede emanciparse en las
formas previstas para la anulación de su contrato. La verda­
dera “ sociedad de los individuos” solo puede ser, al menos
potencialmente, una sociedad mundial.
La definición sociológica de la nación, a diferencia de las
definiciones formales dadas por los politólogos, convierte la
particularidad (territorial) de la sociedad política en una con­
dición de su forma nacional. ¿Por qué acordar tanta impor­
tancia a la particularidad, lo que parece contradecir la aspira­
ción universalista que define el ideal republicano?
Mauss formula algunas observaciones útiles a propósito
de esto. Se pregunta si el Estado nación no es una forma tran­
sitoria, entre órdenes de tipo Antiguo Régimen y una socie­
dad por venir. Sin definirse con respecto a la cuestión de fon­
do, llam a la atención, no obstante, sobre las condiciones
sociológicas de la formación de una unidad social de rango
supranacional:

224
Una sociedad es un individuo; las otras sociedades son otros in­
dividuos. No es posible constituir una individualidad superior
entre ellas, mientras siguen estando individualizadas. Los uto­
pistas pierden de vista esta observación factual de sentido co­
mún. Pero, a la inversa, las sociedades no son individualidades
irreductibles [...] Esta posibilidad que las sociedades tienen
de fusionarse suele ser menospreciada por los conservado­
res de cada época.43

Sucede con la individualidad colectiva lo que ocurre con


la individualidad de un animal, ya sea que se trate de un ca­
ballo o de un ser humano, A diferencia de entidades materia­
les tales como la mayor parte de ios cuerpos fluidos, los ani­
males no pueden fusionarse. Las aguas de un afluente pueden
perderse en las de un río principal, pero dos caballos no pue­
den fusionarse para constituir un súper-caballo (en cambio,
podemos reunirios enganchándolos al mismo carro).
Mauss llam a la atención sobre el precio que habría que
pagar si se quisiera imponer, a sociedades organizadas en na­
ciones, que “ constituyeran una individualidad superior” . No
porque una fusión de sociedades fuertemente individuadas
dentro de una sociedad más grande sea inconcebible; esto es
lo que los espíritus conservadores no quieren ver, olvidando
así la historia de todas las naciones, empezando por la de su pro­
pio país. Pero el precio a pagar fue la destrucción de lo que hacía
la individualidad de las pequeñas partes en provecho de una en­
tidad política mayor. Lo que queda excluido es, entonces, que
las naciones ~es decir¡, individuos colectivos, en lo que hace a sus rela­
ciones mutuas- se unan para formar un grupo dotado de una
forma individualizada (con un territorio y con fronteras) con­
servando al mismo tiempo su propia individualidad colectiva.

43 Marcel Mauss, CEuvres, ob. cit., p. 606.

225
¿Las naciones están dispuestas a fundirse en un conjunto
más vasto? Algunos filósofos de la historia consideran que hay
una dinámica histórica irresistible que empuja a la creación de
conjuntos humanos cada vez más amplios. La uniformidad
de las maneras de vivir y de pensar constituiría un potente fac­
tor de fusión. Suele darse como ejemplo de esta ley dinámica
la construcción de la Unión Europea. Convendría recordar a
estos teóricos la observación de Mauss: la modernidad es tam­
bién la idea del individuo libre en su conciencia y en su voto.
Pero este individualismo ha encontrado su forma política en
la organización nacional definida por un territorio limitado.
Una vez que una sociedad se ha instalado durablemente en su
forma nacional, se identifica a sí misma a partir de las fronte­
ras existentes. No puede plantearse alimentar proyectos de ex­
pansión territorial, pero tampoco imaginarse dividida o am­
putada. En cuanto a la idea según la cual el parecido de los
modos de vida debería empujar a la unificación política, pare­
ce difícil de defender. Si en la historia humana obrara una di­
námica irresistible de fusión en cuanto las sociedades se sin­
tieran cerca en virtud de sus creencias y de sus costumbres,
hace tiempo hubiéramos tenido que asistir a una fusión armo­
niosa entre los Estados Unidos y Canadá. Pero cada uno de es­
tos dos Estados le da mucha importancia a su soberanía nacio­
nal y dan signos de querer formar una nación más imponente.
Louis Dumont comentaba esta observación sociológica de
Mauss haciendo notar que tenía un alcance general. Mauss
comparaba las sociedades con las personas humanas: desde el
punto de vista de la individualidad, ni unas ni otras pueden
fusionarse. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con las
personas, la individualidad de un grupo humano no es irre­
ductible. Dos grupos pueden fusionarse, a condición de que
cada uno de ellos acepte perder su individualidad propia en
provecho del nuevo individuo colectivo de rango superior.
De manera inversa, un grupo puede escindirse en dos compo-

226
nentes individuales, como hemos visto recientemente en el
caso de Checoslovaquia. La ley general es que no se puede
producir un individuo colectivo conservando al mismo tiem­
po la individualidad propia (normativa) de sus componentes.
Pero entonces la dificultad es la siguiente: si, como lo consta­
tamos todos los días en las relaciones entre sociedades nacio­
nales, un individuo no puede estar compuesto de individuos in­
dependientes (sino solamente de partes subordinadas al todo),
¿cómo puede concebirse a sí misma en su composición la so­
ciedad particular, dado que está compuesta, justamente, de
individuos humanos particulares? Esta contradicción no
existiría si nos limitáramos a un sentido empírico de la noción
de individuo y si aceptáramos tratar un ensamble de ind ivi­
duos como “ un individuo de orden superior” . Pero aquí el
individuo se entiende en sentido normativo. Por definición,
el individuo normativo solo puede asociarse con otros indi­
viduos; indudablemente no puede convertirse en parte de un
todo que no sea él mismo.
Recuerdo la definición sociológica de la nación según Du­
mont: “ La nación es el grupo político concebido como una co­
lección de individuos y ai mismo tiempo, en relación, con las
demás naciones, es el individuo político” . ¿Cómo puede evi­
tarse la contradicción? Solo haciendo valer, contra la utopía
intemacionalista, que las demás naciones no tienen deseo al­
guno de formar con nosotros una nación universal. H ay un
particularismo inherente a la voluntad de ser solidario en el seno
de una comunidad política, es decir, que entiende gobernarse
por sí misma. E l deseo de gobernarse a sí mismo implica re­
chazar todo lo que implique la sumisión a un Gobierno que se
percibe como extranjero, pero también la simple “ gestión gu­
bernamental” por parte de instancias invisibles, incluso en el
caso altamente improbable de que pudiera demostrarse que
dichas instancias invisibles o anónimas son infinitamente be­
nevolentes y eficaces.

227
¿Este particularismo es la marca de una inaptitud a abrirse
a los demás? ¿Contiene la semilla del egoísmo y el conflicto,
como afirman los partidarios de una forma política suprana-
cional? Hay que ver en ello más bien la contraparte de una
definición moderna de la soberanía. Si la soberanía debe ser
democrática, tiene que ser territorial y ya. no universal, como lo
era en una concepción más arcaica del ámbito político. Lo que
explica la definición de la nación a la que llega Dumont al
término de su análisis:

(c) La nación moderna se caracteriza en primer lugar por


un pueblo (un grupo de gente dotada de una voluntad co­
mún) como sujeto político, y por un territorio como atribu­
to innegable.44

En este retrato de la nación en el sentido político del tér­


mino, la noción de territorio no debe entenderse en el sen­
tido empírico del espacio efectivamente controlado por el
grupo político, sino en el sentido normativo de una condición
de la conciencia que este grupo tiene de sí mismo. Dumont
quiere decir con esto que ula imagen de un territorio que
tiene una cierta forma” permite a los ciudadanos de una na­
ción moderna representarse a su país como individuado, y
superar de este modo la representación de la sociedad como
una simple colección de individuos. Por eso “ la idea de un
territorio común parece necesaria a la conciencia moderna
de la identidad política” .45 Lo que se cuestiona no es una mi­
tología del suelo o del arraigo -com o en una ideología na­
cionalista-, es la posibilidad misma que un grupo tiene de
identificarse bajo una forma política, dentro de un lenguaje

44 Louis Dumont, Homo hirarchicus, ob. cit., p. 393.


45 Ibíd., p. 392.

228
de la voluntad y de la conciencia de sí, entonces, más que
bajo la forma de una religión de grupo.
¿De qué manera pueden unos individuos representarse la
sociedad que forman como algo dotado de una “ identidad po­
lítica” ? La respuesta de la filosofía política es bien conocida:
pueden hacerlo porque constituyen una voluntad general. El
individuo que participa en la voluntad general no está some­
tido a la voluntad de nadie más puesto que forma parte, del
mismo modo que los otros ciudadanos, del soberano, y que
entonces puede decir de la ley que ha sido promulgada: “ Esta
ley no hace más que enunciar nuestra voluntad” .
E l prim er acto de esta voluntad general, al menos según
la teoría, es el acto por el cual los individuos (normativos) es­
tablecen entre ellos el contrato social. La descripción que
Rousseau da de este episodio en el Libro i del Contrato social
es de una gran abstracción. En él se hace referencia a una alie­
nación completa por parte de los individuos particulares de
sus personas y sus bienes a la comunidad, alienación inmedia­
tamente seguida, es cierto, de una restitución que se les hace
de lo que habían abandonado. Estas dos operaciones dan la
impresión de una alquim ia filosófica cuyo secreto escapa al
lector. E l hecho de que sea cuestión de alienación da la im ­
presión de que la voluntad general se expresa cuando los ciu­
dadanos particulares renuncian a tener una voluntad propia,
sacrifican sus intereses personales, aceptan consagrarse total­
mente a la causa común. Esta lectura es, de hecho, imposible.
Rousseau no pide a sus ciudadanos que renuncien al amor de
sí, a lo que llama, tras las huellas de Pascal, el yo. Les pide que
desplacen ese amor y se amen a sí mismos como ciudadanos.
Como lo escribe en Emilio, la formación de una voluntad ge­
neral supone que las instituciones del pueblo en cuestión se­
pan “ transportar el yo en la unidad común; de modo tal que
cada particular deje de creerse uno, sino que se sienta parte de

229
la unidad, y que ya solo sea sensible dentro del todo".46 En
este transporte del yo, radica de modo manifiesto la clave de
la solución: se trata m uy precisamente de ese movimiento a
través del cual un “y 0” acaba por coincidir con un “ nosotros",
como lo dirá Hegel en una célebre fórmula.47
Transportar el yo a la unidad común, sí, pero ¿de dónde
se extrae la representación de esa “ unidad com ún"? E l puro
individualism o político no ve la razón de colocarla en otra
parte que no sea en una comunidad humana universal. Para
el intemacionalista, un individuo, al asociarse con otros in­
dividuos, se vuelve ciudadano de una República que, v ir­
tualmente al menos, es una comunidad universal. Los uto­
pistas que sueñan con hacer coincidir la república empírica
con la república universal se quedan entonces en una con­
cepción de la sociedad como colección de individuos. Según
ellos, no sería necesario encontrar en un dominio, el territorio
nacional, ei principio de individuación del grupo. Bastaría
con que una voluntad general se exprese. ¿Pero puede una
voluntad general formarse en una simple pluralidad de in­
dividuos ? Si fuera el caso, no sería necesario individuar el
sujeto de la voluntad general. Individuarlo, es decir, tener
un criterio de identidad para distinguir un “ nosotros" de
otro “ nosotros” .
Podemos partir del hecho de que el contrato social se re­
dacta en primera persona del plural: “ Cada uno de nosotros
pone en común su persona y toda su potencia bajo la direc­
ción suprema de la voluntad general; y seguimos recibiendo a

4<>Jean-Jacques Rousseau, Emile, Libro i (CEuvres completes, t. iv, París,


Gallimard, Biblíothéque de la Pléiade, 1964, p, 249).
47 G.W.F. Hegel, Phánomenoíogie des Gastes, Hamburgo, Meíner, 1952,
p. 140.

230
cada miembro como parte indivisible del todo” .48 Nos pregun­
taremos, entonces: ¿qué quiere decir “ nosotros” en este enun­
ciado fundador de la comunidad política? ¿Debe concebirse
como algo individuado, es decir, dotado de su “ identidad co­
lectiva” , en este caso una identidad de forma política?

La in d iv id u a c ió n d e u n “n o so t r o s”

¿Quién habla cuando un “nosotros” es pronunciado por una


boca hum ana? ¿Cuando una mano escribe “ nosotros” en
una hoja de papel, de qué se trata? ¿Quién puede expresarse
así? Se dice a menudo que el “nosotros” marca que el locutor
que sostiene el discurso es un “sujeto plural” {plural subjeci). Pero
esto no es totalmente exacto. Hay una pluralidad en cuestión y,
sin embargo, como subrayan ios lingüistas, el pronombre “no­
sotros” no es el plural de “yo” {jé) o “yo” (moi). ¿Si se pregunta:
“ ¿Quién estaba presente en la sala del concierto?” y la respues­
ta es “ yo” , “yo” y “yo” , esto quiere decir que el público se redu­
cía a una sola persona? (solo estaba yo). Como escribe Edmond
Ortigues, la palabra “ nosotros” no designa una pluralidad de
personas (en la que cada uno diría “yo”), sino que designa una
“persona moral compleja”49. Cuando la palabra “ nosotros” se
utiliza, es para postular un individuo (en el sentido lógico se­
mántico de una identidad identificable). Cabe preguntarse lo
que constituye la unidad de esta persona “moral” compleja y
considerar, por lo tanto, su modo de composición.

,|SJean-Jaeques Rousseau, D u C ontrat so cia l , Libro i (t B u vres co m p letes ,


t, m, París, Gallimard, Bibliothéque de la Pléiade, 1964).
49 Ver Edmond Ortigues, Le discou rs e t le sym bole [1962], París, Beauches-
ne, 2007, p. 172. Ortigues encuentra ia p erso n a m oralis com posita de Samuel
Pufendorf.

231
Si el pronombre “ nosotros’’ no es el plural de “ yo” , es por­
que en realidad la palabra “ yo” (en latín ego) no ñeñe plural. No
puede ser utilizada como un término individuativo. Es un
error, entonces, hablar del otro como de un alter ego y creer
que de este modo se sale del “solipsismo” del ego. Ém ile Ben~
veniste explica así la singularidad constitutiva de los pronom­
bres “ yo [moí\ y “ yo” [je): “ La razón es que ‘nosotros’ no es un
‘yo’ {je} cuantificado o multiplicado, es un ‘yo’ [je\ dilatado más
allá de la estricta persona, aumentado y al mismo tiempo de
contornos vagos” ,50 Para pasar de “ yo” [mot] a “ nosotros” , ten­
go que agregar a mi propia persona otras personas identifica­
das como alguien distinto del yo que habla. La identidad del
“ nosotros” debe ser compuesta, y el problema que tenemos se
resume ahora enteramente a la siguiente pregunta: ¿cómo
componer una identidad colectiva a partir de uno mismo?
Parece haber dos maneras de hacerlo. Los lingüistas dis­
tinguen, en efecto, dos valores semánticos del pronombre “ no­
sotros” considerado en su uso pragmático, es decir en una si­
tuación de interlocución:
1. E l “ nosotros” que tiene un sentido inclusivo (yo y tú y
tú, entonces yo y ustedes frente a ellos);
2. E l “ nosotros” cuyo sentido es exclusivo {yo y ellos frente
a usted o ustedes}.51

so Émile Benveniste, “Structures des relations de personne daos íe ver-


be”, en P roblem es d e lin gu istiq u egén éra le, París, Gaílimard, 1966,1.1, pp. 233-
235. [Edición en español: P roblem as d e lin gü ística gen era l, México, Siglo xxi
Editores, 1971).
51 Véase Luden Tesniére, Eléments d e syn ta x e stru ctu ra le , París, Klinck-
sieck, 1988, pp. 123-125. [Edición en español: E lem entos d e sintaxis estru ctu ­
ral, Madrid, Credos, 1994]. Tesniére observa que la expresión francesa “no­
sotros” [nous antres) tiene un sentido exclusivo (“nosotros y ellos, pero no
ustedes”). Señala que se encuentra en Goethe un Uns á n d ete L aien, “nosotros
los profanos”.

232
Esta diferencia se apoya en el hecho de que la palabra
“ nosotros” es un término de tratamiento. A l decir “ noso­
tros” (en lugar de “ yo” ), el locutor toma posición frente a su
interlocutor. Permite que este últim o ubique quién habla.
Los calificativos “ inclusivo” y “ exclusivo” tienen que enten­
derse a partir del acto de habla. No se trata, en modo alguno,
de distinguir una forma abierta al otro de una forma que le
estuviera cerrada, porque una y otra forma tienen que hacer
pasar a alguien distinto del locutor del lado del “ y o ” para
componer ahora un “ nosotros” . Si el sujeto hablante se d i­
rige a su interlocutor según un modo inclusivo, esto quiere
decir que todos los individuos están ausentes del acto de ha­
bla, ya sea porque se callan, ya sea porque no están presentes
de manera física: tanto en un caso como en el otro, son repre­
sentados por el locutor.
Si el “ nosotros” es un “ yo” dilatado, como afirma Benve­
niste, el problema que se plantea es el de fijar sus contornos, o,
si se quiere, individuarlo. Este problema no se plantea cuando
el locutor se lim ita a decir “yo ” , porque el locutor que dice
“ yo” habla forzosamente de él mismo, y esto sucede incluso
cuando no le es posible identificarse de manera más precisa.
En cambio, hay muchas maneras en que un locutor puede de­
limitar ios contornos de su “ nosotros” . Por eso, el empleo del
“ nosotros” siempre puede ser cuestionado, pero de manera
diferente según se utilice de modo “ inclusivo” o “ exclusivo” .
En el caso del “ nosotros” inclusivo, ios interlocutores pueden
cuestionar de inmediato la autoridad del locutor. Alguien
puede levantarse y decir que no se reconoce en lo que enun­
cia el locutor en nombre de todos ios presentes. A través de
ello, pide ser excluido del “ nosotros” que intentaba dejar sen­
tado el locutor. Pero no sucede lo mismo cuando el locutor
utiliza el nosotros “ exclusivo” . En este caso, se dirige a unos
auditores que no necesitan reconocerse en lo que les dicen.
No pueden cuestionar el empleo de un nosotros “ exclusivo”

233
desde el interior. Solo pueden hacerlo desde el exterior (ob­
jetando que el interlocutor, en realidad, no es más que el por­
tavoz del colectivo al cual declara pertenecer y que entonces
no tiene derecho a utilizar el '‘nosotros” ).
En ciertas lenguas, estos dos valores de nuestro único
pronombre se distinguen en un plano morfológico. Jesper-
sen cuenta una anécdota con respecto a este tema, que es una
buena ilustración de la diferencia semántica en cuestión.52
Esta historia pone en escena a un misionero británico que
se dirige en su lengua a auditores africanos. Quería decirles:
“ Todos nosotros somos pecadores y tenemos que convertir­
nos” (We are all oj us sinners, and we a ll need conversión). Aho­
ra bien, este pastor ignora que la lengua local posee las dos
formas, y que el “ nosotros” del que se ha servido es el exclu­
sivo. Lo que la gente entendió, por lo tanto, es: “ M i pueblo
y yo, pero no ustedes a quienes me estoy dirigiendo, somos
todos pecadores y tenemos que convertim os todos” {I and
mineyto the exclusión ofyou whom 1 am addressing, are a ll o f us
sinners, and we a ll need conversión).
¿Pero es posible concebir un término de tratamiento sin­
tético que apuntara a incluir a la vez a los interlocutores pre­
sentes y a los demás humanos ausentes, sin que ninguna per­
sona humana sea ubicada fuera de esa comunidad? ¿Se puede
decir “ nosotros” en nombre de la comunidad humana? No es
posible, con toda seguridad, pero si la palabra sigue siendo un
término a través del cual se indica en virtud de qué título uno
se dirige a su interlocutor, entonces el locutor tiene que pre­
cisar el estatuto de aquellos a quienes se dirige. Si quiere ha­
blarle a alguien de todos los humanos, tendrá que procurarse

52 Otro lespersen [1924], The Philosophy o f Grammar, Nueva York, Nor­


ton, 1965, p. 192, [Edición en español. Lafilosofía de la gramática, Barcelona,
Anagrama, 1975],

234
un interlocutor fuera de esa comunidad humana, como cuan­
do un cristiano dirige su plegaria a Dios bajo la forma del Pa­
dre nuestro. De otro modo, sería él quien se colocaría fuera de
la comunidad humana adoptando el punto de vista de Sirio o
de Júpiter. O entonces bien, si quiere incluirse a sí mismo en
el conjunto de ios humanos que reúne en el ‘ ustedes” al que
se dirige, tendrá que postular un tercero ausente para figurar el
“ ellos” o el “ él” frente al cual podrá colocar la comunidad del
“ nosotros, ios seres humanos” .
Rousseau enuncia del siguiente modo los términos en los
cuales se lleva a cabo el contrato fundador de la sociedad
como cuerpo político: “ Cada uno de nosotros pone en común
su persona y toda su potencia bajo la suprema dirección de la
voluntad general-, y nosotros recibimos aun a cada miembro
como parte indivisible del todo” .53
¿El “ nosotros” que utiliza Rousseau en su formulación del
contrato social es inclusivo o exclusivo? A primera vista, parece
ser inclusivo. Todo parece tener que decidirse entre los pre­
sentes. Rousseau da la impresión de hacer residir la soberanía
en la actualidad {esse in actu) de una reunión de todos ios ciu­
dadanos, bajo la form a de una asamblea o de una consulta
electoral. Y, de hecho, la filosofía política que da lugar a una
noción de voluntad general -a saber, la filosofía del republi­
canismo- parece no conocer más que el “ nosotros” inclusivo.
Lo que sugiere que la expresión de un consenso debe resultar
de una negociación entre los presentes.
¿Pero cómo lograr que todos estos individuos indepen­
dientes unos de los otros consigan componer simultáneamen­
te el “nosotros” en ios mismos términos? En los mismos tér­
minos, es decir, componiendo cada uno su “ nosotros” de

n Jean-Jacques Rousseau, Du Contrat social, Libro i, capítulo vn {ob. cit.,


p. 363).

235
modo tal de formar exactamente la misma “ unidad común”
que todas las personas incluidas por cada uno en su propia
persona moral compleja. Es necesario que al fin y al cabo, por
una coincidencia prodigiosa, las mismas personas se vean re­
unidas en la composición de un único “ nosotros” . Más aún,
el “ nosotros” inclusivo de un contrato social solo podría dotar
al cuerpo político de una identidad sincrónica, que estaría de­
terminada por la identidad de los miembros que participaron
en el acto fundador. Una sociedad de este tipo sería literal­
mente contractual, es decir que sería la asociación de las per­
sonas signatarias del contrato y solamente de ellas. Una socie­
dad de este tipo, nacida de un contrato de societas en el sentido
del derecho privado, quedaría disuelta en cuanto uno de sus
miembros se retirara de ella o muriera. Ahora bien, el cuerpo
político cuyo fundamento busca Rousseau está destinado a
mantenerse en la existencia gracias a la renovación de las ge­
neraciones. Cuando el legislador se preocupa por la educación
de las generaciones futuras, está claro que el “ nosotros” de la
comunidad deja de ser inclusivo: hay que hacer participar en
el acto fundador de la ciudad a ciudadanos que hoy en día es­
tán ausentes y que ni siquiera seríamos capaces de nombrar
(nuestros descendientes por venir).
Pero, en realidad, esta no es la última palabra de Rousseau
sobre la cuestión. No tenemos que quedarnos con la imagen
de una reunión de socios que expresarían juntos una voluntad
general llegando hasta a hablar todos con una sola voz. Mien­
tras conservemos esta perspectiva de un “ nosotros” como algo
dado en el presente, la voluntad general seguirá resultando
ininteligible; no corresponde a nada en nuestra experiencia
humana. Otra cosa sucede si se introduce la dimensión del
tiempo y de la sucesión de las generaciones. Lo que hace po­
sible la expresión de una voluntad general es entonces el he­
cho de que los antiguos velen por la educación de los jóvenes,
se preocupen por su entrada en la vida adulta, les inculquen

236
buenos modales. Rousseau puede escribir entonces que en esta
educación hay que buscar la verdadera constitución de la ciu­
dad. Vuelve a encontrar aquí la preocupación de Platón y de
Aristóteles por incluir una reflexión sobre la paideia en sus
tratados de filosofía política.
La adhesión de los ciudadanos a las instituciones de su
ciudad es una identificación a la cual está atento el legislador
de Rousseau (ese personaje sobrehumano que sabe cómo “ins­
tituir un pueblo” )* Habiendo distinguido tres tipos de leyes
que componen el sistema legislativo (leyes fundamentales, le­
yes civiles, leyes criminales), Rousseau prosigue de la siguien­
te manera:

A estos tres tipos de leyes se suma una cuarta, la más importan­


te de todas, que no se graba en el mármol ni en el estaño, sino
en los corazones de los ciudadanos; que hace a la verdadera
constitución del Estado; que cobra nuevas fuerzas día tras día;
que, cuando las otras leyes envejecen o se extinguen, las reani­
ma o las reemplaza, conserva un pueblo en el espíritu de su ins­
titución, y sustituye insensiblemente la fuerza de la costumbre
a la de la autoridad. Hablo de los hábitos, de las costumbres, y
sobre todo de la opinión [...j.54

Que Rousseau sea en realidad el precursor lejano de


nuestro idioma identitario es algo que aparece con claridad
en los consejos que da a los polacos en sus Consideraciones
sobre el Gobierno de Polonia, En ellas, recomienda la fid eli­
dad a todas las costumbres susceptibles de formar un carác­
ter nacional, de modo tal, dice, que el país no pueda ser ane­
xado por uno de sus vecinos: “ No podrían impedir que los
traguen, consigan al menos que no puedan digerirlos [...].

54 Ibíd., Libro n, capítulo xn.

237
Si ustedes consiguen que un polaco nunca pueda convertir­
se en un ruso, puedo garantizarles que Rusia no logrará so­
meter a Polonia” / 5
¿De qué manera evitar ser absorbido por un vecino más
poderoso? Rousseau aconseja cultivar las “ instituciones na­
cionales” , término por el cual se refiere a prácticas como los
juegos, los deportes, las fiestas, las danzas, las conmemoracio­
nes de las grandes fechas de la historia, la enseñanza de la his­
toria, etc. Hay que notar que no se trata de “ lugares de memo­
ria” , sino de “ lugares de porvenir” o, si se prefiere, de “ lugares
donde imaginar un porvenir” .

Son las instituciones nacionales las que forman el genio, el ca­


rácter, los gustos y las costumbres de un pueblo, las que lo ha­
cen ser él y no otro, las que le inspiran ese ardiente amor por la
patria fundado en hábitos imposibles de erradicar, las que lo
hacen morir de tedio cuando vive en otros pueblos, aun rodea­
do de las delicias de las que se ve privado en el suyo.55&

En su exposición inicial, en el Libro i del Contrato social,


Rousseau toma el aparato conceptual de los teóricos del ius-
naturalismo. Representa la fundación normativa de la socie­
dad como un contrato contraído por individuos indepen­
dientes (dicho de otro modo, individuos normativos). Por
consiguiente, la unidad del cuerpo político no puede aparecer
más que como una “ personalidad m oral” , en el sentido de
una construcción jurídica abstracta. Puede medirse el cami­
no recorrido cuando se llega a tratar sobre lo que el legislador
debe prever en lo que concierne a la educación cívica de los

55 ]ean-Jacques Rousseau, Consideratioris sur le gouvem em ent de Pologne,


en (Euvres completes, t. m, ob. cit.
56 Ibíd.

238
ciudadanos. Una vez agregada la dimensión antropológica del
tiempo -y , por consiguiente, la de una sucesión de las genera­
ciones-, esta unidad se convierte en una auténtica “ identidad
colectiva” , en el sentido de un fenómeno de psicología moral.
Este es el modo como Rousseau mismo da cuenta de esta psi­
cología en un fragmento en que describe la mutación mental
que transforma una simple pluralidad humana (“ multitud” )
en una ciudad: “ En cuanto esta multitud se ve así reunida en
un cuerpo, no puede ofenderse a uno de sus miembros sin ata­
car el cuerpo, menos aún ofender al cuerpo sin que ios miem­
bros se resientan” ,57
Como puede verse, la psicología moral de un ciudadano
según Rousseau es la que describía Mauss. Está caracterizada
por una sensibilidad extrema a todo lo que se vive como una
agresión al cuerpo colectivo. No se trata aquí de un deber de
solidaridad, sino más bien de una experiencia por la cual cada
uno siente como asunto propio lo que le sucede a uno cual­
quiera de los miembros del cuerpo (si es agredido en su condi­
ción de miembro del cuerpo). No se trata, entonces, de que
el ciudadano se entregue a la cosa pública, se trata de que se
preocupe de sí mismo y de su dignidad en la medida en que ha
“ dilatado” o “ aumentado” su jo -como decía Benveniste- a las
dimensiones de un “ nosotros” .
Voltaire no quiere saber nada de una conciencia colecti­
va semejante. E n el margen de su ejemplar, escribe: “ Todo
esto es patético. ¿Si se azota a Jean-Jacques, se está azotando
a la República? ” .58 Esta burla de Voltaire ilustra claramente
la inconmensurable distancia que separa su sentido común

í7 Jean-Jacques Rousseau, Du Contrae social, Libro i, capítulo v h (ob. cit.,


p. 363).
ÍS Nota marginal citada en su edición de Du Contrat social por Bertrand
de Jouvenel (París, Le Livre de Foche, Piuriel, 1978, p. 183, n. 2).

239
individualista de la perspectiva ya sociológica de Rousseau.
¿Qué es lo que cuestiona Voltaire? ¿Es el hecho de la concien­
cia colectiva, allí donde una conciencia de esta naturaleza se
pondría de manifiesto en lo que podemos llam ar reacciones
“ identitarias” ? Más verosímilmente, Voltaire deplora que se
reaccione de este modo y cuestiona lo que le parece irracional;
que todo un pueblo pueda sentirse ofendido cuando uno de sus
miembros lo ha sido. Después de todo, no se puede azotar a la
República, como lo señalaba la acertada esquela de Samuel
Johnson: Corporatioris have no souk to save and no bottom to kick.
Pero podría responderse aquí a Voltaire que su razona­
miento equivale a negar que la parte pueda valer por el todo, y
que con este mismo razonamiento, como lo señalaba Hegel,
un incendiario pudiera rechazar toda imputación de respon­
sabilidad en un incendio que ha destruido un bosque de pi­
nos; Yo no he incendiado el pinar, diría, me he limitado a de­
positar la colilla mal apagada de un cigarrillo en un rincón
minúsculo del suelo del planeta Tierra. De la misma manera,
el bruto que me empujó o que me pisó no lastimó toda mi per­
sona, sino una pequeña parte de mi cuerpo.59
Antes de poder ser inclusivo, el “nosotros” de la voluntad
general tiene que ser primero exclusivo. A l formar su volun­
tad general, el cuerpo social se dirige ai mundo exterior.

La c o m p o s ic ió n d e u n “n o so t r o s”

Rousseau, que innegablemente es el filósofo de la voluntad


general, nos advierte que antes de estarlo en la ley, la consti-

59 Véase G.W.F. Hegel [1821], Principes de laphilosophie du droit, trad. de


J.F. Kervégan, París, p u f , Quadrige, 2003,5 119. [Edición en español; Princi­
pios de lafilosofía del derecho, Buenos Aires, Sudamericana, 2012].

240
tucíón dei Estado debe estar inscripta en los corazones bajo la
forma de hábitos, de costumbres y de opiniones. Podría decirse
que Rousseau no quiere atenerse a la noción jurídica de cons­
titución como conjunto de las disposiciones enunciadas en el
documento que así se llama; sigue considerándola como poli­
teia. Com o explicaba Aristóteles, una politeia es una manera
en que los ciudadanos están dispuestos unos con respecto a
otros, no solamente en virtud de las leyes constitucionales,
sino en virtud del conjunto de sus hábitos colectivos. Así en­
tendida, la constitución que concibe el '‘Legislador” de Rous­
seau no comprende solamente la “ ley fundamental” de la
constitución, ni siquiera solamente el conjunto de las leyes en
el sentido legislativo. Es el nombre que da al conjunto de las
instituciones sociales, incluidas, por ejemplo, la manera de
criar a los niños, de hacerlos jugar, o la manera de organizar
las recreaciones colectivas.
Es lícito juzgar inquietante la imagen que da Rousseau de
su “ legislador” . ¿No hay algo totalitario en esta ampliación de la
normatividad constitucional al conjunto de lo que llamamos
hoy la identidad cultural de un pueblo? Rousseau juzga que
la identidad política de un pueblo - e l “ nosotros” de la vo­
luntad general-- supone cuidar su unidad moral, es decir, la
integridad de sus hábitos y sus costumbres. Su posición es en­
tonces opuesta a la de los teóricos contemporáneos de la demo­
cracia que nos invitan, por el contrario, a disociar la identidad
política de una sociedad de sus prácticas culturales. Según
ellos, nada impide que una sociedad sea unida en su identidad
política democrática pero múltiple en sus tradiciones cultura­
les. De este modo, el “patriotismo constitucional” preconizado
por Jürgen Habermas no es con toda seguridad un patriotismo
de la politeia entendida en el sentido amplio de los antiguos
y de Rousseau: solo concierne la “ ley fundamental” .
¿Hay que concluir por ello que Rousseau es un pensador
peligroso, precursor de ios ideólogos nacionalistas, y aun

241
totalitarios, o hay que pensar como Durkheim ,60 que es un
precursor genial de la perspectiva sociológica sobre el ser
humano?
Estas cuestiones son difíciles y de las más candentes, y
no seríamos capaces de agotarías en unas pocas líneas. En
cambio, es posible preguntarse cómo deberíamos plantearlas
desde el punto de vista de una lógica del concepto de iden­
tidad y de una semántica del pronombre “ nosotros” . Voy a
hacerlo en dos tiempos. Evocaré prim ero dos debates polí­
ticos contemporáneos: el debate sobre el “ derecho” a la di­
ferencia y el debate sobre la posibilidad de una democracia
multicultural. A continuación, destacaré la necesidad de dis­
tinguir el “poder constituyente” , que es el poder de hacer o
rehacer la constitución, del “ poder instituyente” , que pro­
duce y reproduce el conjunto de las instituciones propias de
una sociedad.
Com ienzo por las discusiones que abre la intrusión en
el repertorio de las reivindicaciones democráticas de un “ de­
recho a la diferencia” . ¿El principio dem ocrático de una
igualdad de los ciudadanos no debe conducirnos a reconocer
un derecho de ser diferentes a los demás, sabiendo que no es
posible que exista un solo modelo de perfección humana
para todos los seres humanos? ¿La igualdad entre los hom­
bres y las mujeres, por ejemplo, no requiere que la represen­
tación del ciudadano sea modificada de modo tal de poder
ser asumida tanto por los individuos de sexo femenino como
por los de sexo m asculino? Este pedido se expresa hoy en
diferentes idiomas: ya sea en el vocabulario, en resumidas
cuentas, clásico de la emancipación humana, ya en el de un

60 Véase Émile Durkheim, “Le ‘Contrat Social’ de Rousseau”, en R evue


de Métaphysíque et de M orale, t, xxv, 1918, pp. 1-23 y 129-161, retomada en
su Montesquieu et Rousseau, précurseurs de la sociologie, París, Riviére, 1966.

242
“ reconocim iento del otro en lo que lo vuelve otro” . E s en
este punto donde nuestras consideraciones filosóficas tienen
un papel que desempeñar.
V o y a tomar como punto de partida una observación
que hace Louis Dumont sobre la noción de reconocimiento
social. Las reivindicaciones de un “ derecho a la diferencia”
reclaman, por cierto, un reconocim iento a la sociedad, lo
que quiere decir la asignación de un valor y no solamente
la constatación de un hecho en bruto. Ahora bien, recuer­
da, existen dos maneras en que una sociedad reconoce el
valor de algo cualquiera. La antropología social distingue,
en efecto, dos tipos posibles de organización entre la gente:
equiestatutaria y jerárquica. Existirán entonces dos maneras
posibles para nosotros, a quienes se pide este reconocimien­
to, de reconocer un valor a alguien y a sus maneras h ab i­
tuales de conducirse: considerándolo como nuestro par o
asignándole un rango diferente del nuestro (ya sea superior,
ya sea inferior).
Por consiguiente, ¿cuál es el contenido de un pedido de
reconocimiento ?
Si reclama una igualdad de tratamiento, pide un recono­
cimiento equiestatutario. Esto quiere decir que exige que se
ponga término a una discriminación, que se instaure una re­
gla de indiferenciación o de indistinción. Tomemos como
ejemplo un individuo cuya manera de vivir es diferente (poco
importa por qué, si es por elección o por necesidad). Pide que
los demás lo consideren como un igual aunque su manera de
vivir sea diferente. Para satisfacer una demanda de esta natu­
raleza, hay que declarar aquí que la diferencia en cuestión ca­
rece de alcance normativo. La diferencia que pone a alguien
aparte debe quedar en alguna medida anulada o por lo menos
debe ser reducida a la insignificancia. Hay que considerarla
como algo carente de valor. Como lo observa Dumont, una
diferencia de esta naturaleza no acarrea ningún problema de

243
principios, puesto que es igualitaria, y tiene que ser apreciada
entonces por la consideración de su contenido particular.
En cambio, si el objeto de esta demanda de reconocimien­
to es que se acuerde valor a una diferencia, lo que se reclama
es un reconocimiento jerárquico ya que para satisfacerlo habrá
que acordar un estatuto especial a una categoría de población
en virtud de su diferencia. “ Reconocer” deja de tener aquí el
sentido de constatar que alguien se conduce de manera particu­
lar, es acordar un valor y, por lo tanto, un rango o un estatuto
a esta particularidad.
Por consiguiente, concluye Dumont, usted tiene que elegir
entre reconocer al otro en tanto que es un ser humano igual a
usted, con un reconocimiento igualitario porque es equiesta-
tutario, o bien reconocer ai otro “en tanto que otro” distinto a
usted, con un reconocimiento jerárquico que le asigna un valor
distinto al suyo. Habría una contradicción intelectual, es decir,
una certeza de llevar al fracaso su programa político, si uno
reclamara simultáneamente ser reconocido como un igual y
ser reconocido “en tanto que otro” . Dumont no duda en escri­
bir sobre este reconocimiento del Otro en su alteridad:

Sostengo en este punto que un reconocimiento de tal naturaleza


no puede más que ser jerárquico [...]. Para ser explícito: el Otro
será considerado entonces como alguien superior o inferior al
sujeto, con la importante reserva que representa la inversión [...].
Es decir que si el Otro fuera globaimente inferior, mostraría ser
superior en niveles secundarios. Sostengo lo siguiente: si ios abo­
gados de la diferencia reclaman a la vez la igualdad y el recono­
cimiento, están reclamando lo imposible.61

61 Louis Dumont, Essais sur Vindividualismo París, Éditions du Seuíl,


1983, p. 2Ó0. [Edición en español: Ensayos sobre el individualismo, Madrid,
Alianza, 1987],

244
Nuestras consideraciones sobre la lógica del concepto de
identidad confirman esta conclusión de Dumont. Como he­
mos visto, no se pueden emplear los dos adjetivos, “mism o”
y “otro” , como si designaran por sí solos cualidades del obje­
to en cuestión. Com o recuerda la regla de Geach, el empleo
de los adjetivos “ m ism o” y “ otro” supone un contexto que
nos permita captar de qué estamos hablando. Fuera de con­
texto, tenemos que preguntar ¿el mismo qué? ¿Otro qué? ¿A
qué nos compromete, por consiguiente, el reconocimiento de
la alteridad del otro? Puede ser simplemente a reconocer en
él a otra persona humana y, por consiguiente, en virtud de esto,
a un semejante: el reconocimiento de su alteridad será equies-
tatutaria. Siendo alguien distinto de mí, el individuo dife­
rente es exactamente como yo, y al igual que todos, una per­
sona. O bien, segunda interpretación posible, la demanda
concierne en realidad a la diferencia entre la manera de vivir
de unos y de otros: se tratará, entonces, no de considerarla
insignificante, sino, por el contrario, de asignarle una impor­
tancia para el grupo, y sobre todo para la representación que
el grupo se hace de sí mismo. Será necesario, por ejemplo, re­
servarle un espacio público de manera oficial, en los manua­
les escolares, en las celebraciones colectivas. Sí, ¿pero qué lu­
gar? ¿M ayor o m enor? A partir de entonces se planteará,
para la sociedad, la cuestión de establecer un orden jerárqui­
co entre estas diferentes maneras de vivir. Es decir que vamos
a encontrarnos sumergidos en las contradicciones de una
“política de la diversidad” (en inglés, identity politicé), dado
que esta jerarquía será instaurada en nombre de la igualdad
de los ciudadanos.
La semántica del “nosotros” permite reencontrar esta con­
clusión por otros caminos. Existen dos valores semánticos po­
sibles del “ nosotros” porque existen dos maneras de dirigirse
a la gente diciéndoles “ ustedes” . E l locutor que hace valer un
“ derecho a la diferencia” reclama este derecho para un grupo

245
(y no, por supuesto, para él solo). ¿De quién habla y a quién se
dirige? Su nosotros es “ exclusivo” , puesto que pone por de­
lante la “alteridad” de aquellos en nombre de los cuales está
hablando. Excluye entonces del grupo en nombre del cual
dice “ nosotros” al conjunto de aquellos a los que exige un re­
conocimiento. Sí, pero pide un derecho cívico en nombre de
la igualdad de los ciudadanos. Se dirige entonces a sus propios
conciudadanos, y con ello incluye a sus interlocutores en el
“ nosotros” que quiere formar en torno a él mismo. Puede con­
siderarse entonces, junto con Dumont, que no sabe lo que
pide, puesto que no sabe que se lo pide a sí mismo. No sabien­
do lo que pide, ni a quién lo pide, no lo obtendrá.
Paso ahora a otro debate público, el que evoca hoy la pa­
labra “multiculturalism o” . Desafortunadamente, la palabra
“ cultura” da lugar a numerosas confusiones, porque muchos
de los que se sirven de ella no parecen recordar que original­
mente es un término de la antropología, que tiene como ob­
jeto captar las maneras de hacer y de pensar de un grupo dis­
tinto del propio grupo tal como son transmitidas de una
generación a otra. La palabra solo se emplea oportunamente,
entonces, si sirve, en primer lugar, para plantear una diferen­
cia global entre maneras de hacer y si, en segundo lugar, de­
signa maneras establecidas de ser o de pensar que un grupo
juzga valiosas y dignas de ser transmitidas. En la noción m is­
ma de cultura o de pertenencia cultural, hay una llamada de
los mayores a los menores, una llam ada a no dejar que se
pierdan las buenas maneras de hacer o de pensar. E l proble­
ma del m ulticulturalism o es entonces el de una pluralidad
de llamadas, recibidas por un único y mismo individuo, a
que se muestre fiel al espíritu de su tradición: ¿cómo todos
aquellos que se encuentran en esta situación -es decir, to­
dos nosotros, pensándolo bien, en grados diversos- logran
hacer frente al conjunto de estas demandas de transmisión si
las consideran aceptables?

246
Varias tradiciones culturales se disputan el corazón de
un único y m ism o individuo. ¿Cóm o puede definirse a sí
mismo en estas condiciones? Voy a intentar esbozar aquí un
razonamiento general. Supongamos que alguien participa
en dos historias colectivas, la de un grupo A y la de un gru­
po B. Según el lugar que ocupe en una aventura histórica,
habrá para esta persona dos maneras de definirse. Como cada
uno de estos grupos es una comunidad histórica, nuestro in­
dividuo participará en las dos culturas, A y B. Podrá formar
dos “ nosotros11, el nosotros de la gente que se llam a a sí mis­
ma los A y el nosotros de los que se llaman a sí mismos ios B.
E l problema de nuestro individuo es entonces el de componer
una entidad AB. No solamente tiene que poder decir “ Soy
un A ” y “ Soy un B 11, sino también “ Soy un A B ” . Y tai vez
quiera también decir en nombre de otros como éfi “ Somos
ios A B ” .
¿Cómo puede conseguirlo? Parece haber dos maneras,
ya que la relación entre estos dos grupos puede ser, en la con­
ciencia misma de este individuo, de tipo equiestatutario o de
tipo jerárquico.
Supongamos primero que los dos grupos a ios que perte­
nece estén ubicados en su espíritu en el mismo nivel. En este
caso, la identidad de tipo AB será compuesta por yuxtaposi­
ción en el tiempo. Ser un A B consistirá de hecho en compor­
tarse ya como un A, ya como un B, según las circunstancias
exijan una cosa o la otra. Por consiguiente, la composición
por simple yuxtaposición no puede dar más que una “ iden­
tidad p lu ral” en el sentido poco feliz de una pluralidad de
las identidades que tiene como efecto exigir que el individuo
se desdoble. Supongamos, por ejemplo, que nuestro in d iv i­
duo tenga dos nacionalidades, pero que sus dos partes no reco­
nozcan esta posibilidad y que cada una exija una ciudadanía
completa de su parte. En una hipótesis como esa, tendría que
cum plir dos veces sus deberes cívicos, hacer dos servicios

247
militares, pasar dos veces sus exámenes escolares, pagar dos
veces sus impuestos, etcétera.
Por consiguiente, la composición por yuxtaposición solo
es viable si el desdoblamiento que le impone al individuo
puede ser efectuado en tiempos diferentes. Cabe notar, sin
embargo, que de lo que aquí se trata no es rigurosamente ha­
blando la pluralidad de pertenencias, sino más bien el modo de
composición de esa pluralidad en una formula compatible con
la individuación de la persona concernida. E l lenguaje sua­
vizado de la “ identidad plural” es equívoco porque da a en­
tender que se ha logrado reconciliar la diversidad de las apa­
riencias con el hecho de la individuación de la persona en
cuestión, pero sin darle no obstante otros medios para evitar
el conflicto como no sea fragmentar en el tiempo las activi­
dades exigidas por las diversas comunidades de las que se re­
conoce como miembro leal. Los conflictos solo son evitados
al precio de una fragmentación de su vida en compartimen­
tos separados.
La solución del problema que nos ocupa es, evidentemen­
te, permitir que el individuo así solicitado de varios lados se
defina según una identidad que, justamente, no será varias
identidades al mismo tiempo y no le impondrá que se desdo­
ble o que pretenda llevar adelante varias existencias sim ul­
táneamente. Pasamos ahora a la otra posibilidad, la de una
composición AB en la cual las dos comunidades de pertenen­
cia A y B no están situadas en el mismo plano, dado que una
de las dos está incluida dentro de la otra como una de sus
partes o de sus subordinadas. Supongamos que el grupo A sea
el grupo englobante y que el grupo B sea el grupo englobado.
Resulta lógico entonces que el grupo englobante reivindique
una primacía sobre el grupo englobado. Reconocemos este
principio de composición: es el de una superioridad de un
bien más universal por sobre un bien más particular. Este
principio es el fundamento del universalism o republicano

248
(en el sentido francés): los intereses particulares deben incli­
narse ante el interés común, a menos que reconozcan ser cor­
porativos o feudales.
Rousseau teoriza esta jerarquía republicana cuando en su
Discurso sobre la economía política se dedica a las “ sociedades
particulares” que se forman en el seno de la sociedad políti­
ca. Toda sociedad, ya sea englobante o englobada, se define
por un interés común y posee entonces una voluntad general.
E l ciudadano tendrá que confrontar entonces su voluntad
individual a dos voluntades generales. ¿Cómo hará para conci­
liar en su conducta estas dos voluntades generales, sabiendo
que la voluntad de la sociedad más chica, que es general para
los miembros de este pequeño grupo, se convierte en una vo­
luntad particular cuando se afirma en el interior de la gran
sociedad? No basta con la simple llamada a consagrarse a lo
que se llam a vagamente “ lo colectivo” , porque existen aquí
dos posibilidades de consagrarse a algo, que resultan a veces
incompatibles. Com o escribe entonces Rousseau: “ X puede
ser un cura devoto, o un valiente soldado o un médico minu­
cioso, y un mal ciudadano” .62 Asignando grados de generali­
dad a las voluntades, Rousseau plantea un principio de com­
posición, en el que lo englobado tiene que inclinarse ante lo
englobante. ^
La solución que propone el universalismo republicano pa­
rece m uy racional en el papel, pero puede revelarse proble­
mática en su aplicación. Y esto por dos razones.
En primer lugar, siempre existirá la posibilidad de invo­
car una voluntad general aún más englobante. Por encima de
nuestra República nacional, se encuentra la República de las
naciones europeas, y por encima de ella, la República uni­
versal. Si se pretende realizar el universalism o en las solas

62 lean-Jacques Rousseau, CEuvres completes t. m, ob, cit., p. 246.

249
fronteras del territorio nacional, el republicanismo se vuelve
un ridículo cosmopolitismo en un solo país.
Por otra parte, la relación jerárquica que así se establece
por la prim ada del englobante sobre el englobado no deja de
ser lineal. La consecuencia es que la voluntad general A siem­
pre va a imponerse a la voluntad general B. Las pequeñas pa­
trias nunca tendrán derecho a nuestros cuidados. Si A siempre
tiene que pasar primero porque es más englobante, B pasará
siempre segundo, lo que implica que nunca tendrá derecho a
nuestra atención. Pero esto quiere decir que la sociedad global
se desinteresa de la vitalidad de las pequeñas comunidades de
pertenencia, que podrían participar a su manera en el buen
vivir de la comunidad englobante.
¿Qué pensar, en efecto, de otra posibilidad, la inversa de
la que invoca Rousseau: X puede ser buen ciudadano, pero
mal cura, mal soldado o mal médico? Estaríamos ante una
extraña idea del civismo. No basta, entonces, con hacer pre­
valecer el interés más general por sobre el interés más parti­
cular para componerse una identidad que concille las diferen­
tes pertenencias, con las exigencias de lealtad y de gratitud
que cada una de ellas suponen.
Podemos buscar una solución a estas dificultades apelando
a la semántica de los pronombres “ nosotros” y “ ustedes” .
Cuando alguien, convirtiéndose en portavoz del grupo englo­
bado B, declara: “ Somos los A B ” : ¿a quién se está dirigiendo?
La dificultad es que, si se supone que su “nosotros” tiene que
poner a los A B frente al resto del grupo A, utiliza un “ noso­
tros” inclusivo, dado que él mismo es un A y se identifica como
tal. Pero si lo hace, la pertenencia al grupo B debe borrarse, de
modo que el portavoz de los A B se encuentre profesando el re­
publicanismo severo que postula que A tiene que pasar siem­
pre antes que B. Supongamos, sin embargo, que quiera mante­
ner su afirmación de la identidad B frente a un “ustedes” que
compone con los demás miembros del grupo A. En ese caso, el
portavoz de los A B confirma las peores sospechas de los guar­
dianes puntillosos del universalismo lineal, porque se muestra
secesionista al excluirse a sí mismo de la comunidad de los A.
Y si hace secesión es porque pone la pertenencia al grupo B en
el mismo plano que la pertenencia al grupo A, lo que nos lleva
ai caso precedente de una yuxtaposición de A y de B.
Por eso no existe solución a estas dificultades si no es a través
del recurso a un uso jerárquico de le identificación estructural.
Por identificación estructural, entiendo la que procede por la
posición de una oposición distintiva en el interior de una totalidad.
En este caso concreto, esta solución consiste en que el represen­
tante de los B constituya su “ustedes” como el de los A que no
son B. La oposición distintiva no pasará entonces entre el grupo
B y el grupo A, sino entre el grupo B y el grupo no B en el inte­
rior del grupo A (siguiendo el modelo de una polaridad entre el
Norte y el Sur, la provincia y la capital, Córcega y la Francia
continental, las dos orillas del Sena, etc.). Podemos basarnos aquí
en la teoría de la identificación estructural tal como fue esboza­
da por Evans-Pritchard en su trabajo sobre los nuer.63
Evans-Pritchard explica de qué se trata de la siguiente ma­
nera. Cuando se le pregunta por su pertenencia a un nuer, este
últim o da respuestas que pueden parecer contradictorias. Se
le pregunta, por ejemplo, si se siente solidario de tal o cual
subgrupo de su pueblo. Sus respuestas parecen decir que lo es
y que al mismo tiempo no lo es. Evans-Pritchard muestra que
esta contradicción no es más que aparente. En efecto, todo es
un asunto de contexto. ¿Dónde se siente junto a los suyos el
individuo nuer? Depende del lugar donde se encuentra
cuando se le formula la pregunta. Evans-Pritchard establece

63 E.E. Evans-Pritchard, The Nuer: A Descriptiori o f the Modos ofL iveli-


hood and Political Institutions o f a Nilotic People, Oxford, Oxford University
Press, 1940.

251
una comparación con nuestra propia manera de definir el lu­
gar donde nos sentimos “ en casa” :

Si nos encontramos con un inglés en Alemania y le pregunta­


mos de dónde es [where his home ó], es posible que responda que
es de Inglaterra. Si nos encontramos con el mismo hombre en
Londres y le hacemos la misma pregunta, dirá que es de
Oxfordshire, y si es en ese condado donde lo encontramos, dirá
el nombre del pueblo o de la ciudad donde vive.64

De manera general, la respuesta del nuer obedece al prin­


cipio de la “ relatividad estructural de los grupos sociales” .65
Hablar de una relatividad estructural quiere decir que hacen
falta dos puntos de orientación para identificar un grupo so­
cial: un grupo de referencia englobante (grupo A) y una seg­
mentación de ese grupo englobante en dos subgrupos por me­
dio de una oposición distintiva (nuestros subgrupos B y no B).
Le corresponde entonces al individuo A B discernir cuá­
les son las situaciones en las que su “ nosotros” se dirige a los
A y forma entonces la identidad colectiva como los A en tor­
no a un locutor que se incluye en el grupo A, y cuáles son las
situaciones en las que les habla a sus interlocutores como un
B que se dirige a gente que para él son no B. Esta solución al
problema planteado por la diversidad cultural a un indivi­
duo particular es jerárquica. Es la de Louis Dumont, que re­
toma Mona Ozouf para sí, en su hermoso ensayo autobiográ­
fico llamado Composition fran^aise.66

64 Ibíd., p. 136 (en la traducción que da Louis Dumont en su libro Groupes


defiliation et alliance de man age, París, Gallímard, 1997, pp. 70 y 71).
&s Ibíd., p. 135.
66 Mona Ozouf, Composition frem pane. R etour sur une enfance bretonne,
París, Gallímard, 2009.

252
La diferencia entre el mundo nuer y el nuestro es enton­
ces la siguiente. Entre los nuer, la sociedad política global
puede ser segmentada. Com o escribe Evans-Pritchard, “ un
hombre pertenece a un grupo político, sea cual sea su natu­
raleza, en virtud del hecho de que no pertenece a otros gru­
pos del mismo tipo” .67 Entre nosotros, la sociedad política se
presenta como el individuo político por excelencia, y como
tal indivisible: es la nación (en el sentido moderno, es decir,
político, del término). Exige entonces una lealtad completa
y no una lealtad relativa al contexto. Pero el punto común
entre los nuer y nosotros es que hay que plantear la oposición
distintiva con respecto a un grupo vecino (en el sentido de
un conjunto englobante) para poder identificar la propia co­
munidad de pertenencia. En términos políticos, esta necesi­
dad estructural que rige la representación que elgrupo se da
de sí mismo implica una primacía de la política exterior sobre
la política interior.

E l P O D E R 1N ST IT U Y E N T E

¿Puede disociarse la constitución de la ciudad inscripta en los


textos (la identidad política) de la que está inscripta en los co­
razones (la identidad cultural)? ¿Al fundar la primera en la
segunda, Rousseau se volvería también defensor de la “ socie­
dad cerrada” contra el proyecto moderno de una “ sociedad
abierta” ? Los análisis que preceden nos permiten descartar
este modo demasiado simplista de plantear el problema de ía
identidad colectiva. No existen por un lado las sociedades ce­
rradas de antes y por otro las sociedades abiertas de hoy, por­
que toda sociedad humana, en la medida que se da una repre­

67 E.E. Evans-Pritchard, The Nuer; ob. cit., p. 136.

253
sentación de sí misma, tiene que darse la posibilidad de un
‘"nosotros” . Tiene que representarse entonces como algo a
la vez abierto y cerrado, como algo definido en su propio
ser por algún principio de individuación, y al mismo tiem­
po relacionada con el mundo exterior por la oposición dis­
tintiva misma de la que se sirve para definirse y para diri­
girse a otras sociedades. Para tomar un ejem plo extremo:
durante todo un período de su historia, la sociedad japone­
sa quiso estar aislada del exterior pero a través de esa clau­
sura misma, lejos de ignorar el mundo exterior, seguía re­
lacionándose con él.
No existe sociedad, cualquiera sea la fuerza de sus con­
vicciones democráticas, que no establezca una diferencia en­
tre el estatuto de ciudadano y el de no ciudadano. Justamente
a partir de este hecho indiscutido Cornelius Castoriadis in­
troducía de buen grado en sus seminarios una distinción que
va a facilitar mi conclusión: la distinción entre el “poder ins­
tituyeme” y el “poder constituyente” . ¿Dónde ha sido enun­
ciada la regla que fija las condiciones de pertenencia al mis­
mo cuerpo político? En la constitución. ¿Quién ha fijado esa
regla y quién tendría el poder para modificaría de ser nece­
sario? En una democracia, es el pueblo soberano, en las for­
mas previstas justamente por la constitución. De este modo,
la regia fija quién posee el derecho de voto, y quienes tienen
derecho a votar deciden la regla. Existe entonces un círculo
lógico del poder constituyente.
Este círculo se vuelve perceptible para nosotros si nos
transportamos con el pensamiento hasta la primera instau­
ración de la regla que fija el funcionamiento de las institu­
ciones políticas. Supongamos que un grupo de personas se
reúnen y dicen: “ Somos el pueblo X, establecemos las reglas
constitucionales siguientes” . ¿Quiénes son esas personas?
¿Con qué autoridad hablan? ¿Qué representa ese “ noso­
tros” ? Si esas personas han sido formalmente delegadas por

254
los distintos componentes del pueblo X, ya estamos en una
etapa ulterior de la historia política de ese pueblo, porque ya
se ha dado los m edios para expresar su voluntad general
confiriéndoles a personas particulares la autoridad necesaria
para dictar las reglas institucionales. En cambio, si esas per­
sonas están creando el pueblo X, esto quiere decir que asisti­
mos ai prodigio filosófico de una autoposición norm ativa.
Por un purofia t, un agente colectivo decide crearse a sí mis­
mo ex nihilo y conferirse a sí mismo una autoridad sobre la
vida de una multitud de personas.
De este modo, todo ejercicio de un poder constituyente
parece tener un carácter arbitrario. ¿En qué radica la circu-
laridad? ¿En la naturaleza contradictoria de toda cíase de
institución, o bien se trata de un defecto en nuestra manera
de referirnos a ello? Creo que la falla reside en tratar sobre
las autoridades políticas y sobre la ley en términos sobrena­
turales y rio en términos humanos. Necesitamos humanizar
la escena inaugural.
Con el fin de mostrarlo voy a referirme a una anécdota
que cuenta Herbert Hart para ilustrar la relación entre la iey
positiva y las costumbres.68 Cuenta la historia (tal vez apó­
crifa, agrega) de una declaración que hace durante la vuelta
a ciases el director de un colegio privado inglés recién abier­
to (a new English public school): “ A partir del semestre proxi­
mo” , anuncia el director, “ la tradición de nuestra escuela
será que los alumnos de las clases que egresan tendrán que
usar tal uniforme” . La dificultad, como señala Hart, es que no
se puede inaugurar una tradición o una costumbre: existe una
incompatibilidad lógica entre la noción misma de tradición
y la de una elección o una promulgación (.deliberate enactment),

68 Herbert L.A. Hart, The Concept o f Law, Oxford, Oxford Uníversity


Press, 1961, p. 172.

255
El director puede desear que un uso se imponga, puede dictar
un reglamento para imponer un uniforme, puede tomar me­
didas severas para hacer respetar su reglamento. Todo esto
es asunto de voluntad, todo esto depende de él y de su admi­
nistración. Pero el director no puede crear o establecer una
tradición a través de un acto legislativo. Cuando los histo­
riadores hablan de la “ invención de una tradición” , son
conscientes de esta paradoja. Quien quiera hacer existir una
tradición que acaba de inventar tiene que hacer creer que
ya existía desde hacía m ucho tiempo y que simplemente
había caído en el olvido y se había vuelto desconocida en
los últim os tiempos.
Esta anécdota nos dice algo capital con respecto a lo que
puede ser llam ado poder instituyente, el poder de establecer
maneras de hacer o de actuar. Por principio, es imposible
localizar el todo del poder instituyente en la persona particu­
lar de un fundador (cualquiera sea su autoridad). Toda ten­
tativa por individualizar este poder, es decir, por conver­
tirlo en atributo personal de un individuo, conduce a darle
un carácter mágico o sobrenatural: por ejemplo, haremos
como Max Weber y hablaremos de carisma para explicar el
papel extraordinario del fundador.
Pero esto no es todo. E l director del colegio no puede
inaugurar una tradición. Pero lo que tampoco puede hacer
solo, tampoco puede hacerlo junto con el resto del colegio.
E l colectivo form ado por los alum nos, los profesores, los
administradores tampoco puede determinar que en adelan­
te existirá una tradición. Aunque unieran sus fuerzas, no
pueden hacerlo, porque, podría decirse, esas fuerzas están
encerradas en el momento presente y no pueden tomar de­
cisiones sobre el futuro. Dicho de otro modo, no es posible
tampoco localizar el todo del poder instituyente en el gru­
po de fundadores, incluso en una generación entera de fun­
dadores.

256
Lo que explica la siguiente pregunta: ¿si un agente indi­
vidual, revestido incluso de una autoridad como lo está el
director del colegio, no puede hacer existir una tradición
por un acto declarativo, y si un agente colectivo compues­
to por el director, el personal y los alumnos tampoco puede
hacerlo, entonces quién puede? ¿Cómo puede la voluntad
hacer existir una costumbre? Volvemos a encontrar aquí la
cuestión de la identidad colectiva, la cuestión del “ nosotros”
en tanto y en cuanto ese “ nosotros” designa ai autor de las
normas establecidas.
¿Cómo escapar al círculo de la autoposición? Para esca­
par de él, es necesario humanizar toda nuestra descripción de
la fundación, es decir, introducir la dimensión del tiempo
antropológico. Las reglas que dictamos no pueden tener au­
toridad sobre las generaciones por venir, y no solamente, so­
bre nosotros en el presente, si nosotros mismos estamos en­
cerrados en el presente. Pero hum anizar la noción de
autoridad o introducir el tiempo antropológico es represen­
tar el grupo que quiere constituirse como una continuidad
histórica de generaciones. Si las reglas tienen que permitirle
a este grupo que quiere constituirse y reconocerse en el “ no­
sotros” proferido por alguien, es necesario que puedan ser
transmitidas. Por eso, detrás del hecho del poder constituyente,
hay que reconocer el ejercicio de un poder instituyente. La vida
social no consiste en aplicar reglas que habrían sido decididas
con anterioridad en una asamblea de ciudadanos. Hay que in­
vertir la perspectiva. Si es posible reunir una asamblea de ciu­
dadanos y organizar una deliberación común sobre la políti­
ca a seguir, es porque ya existe una vida social, la de una
sociedad ya instituida. Todo esto se vuelve posible por el ejer­
cicio de un poder que precede todo ejercicio propiamente po­
lítico de una autoridad pública. Castoriadís lo llama unas ve­
ces “ poder implícito” , otras “ infra-poder” . Escribe:

257
Porque el “poder" fundamental en una sociedad, el poder pri­
mero del cual todos ios demás dependen, es el que he llamado
más arriba el infra-poder, es el poder instituyente. Y si dejamos
de estar fascinados por las “Constituciones”, este no es ni loca-
lizable ni formalizable, porque tiene que ver con el imaginario
instituyente. La lengua, la “familia”, las costumbres, las “ideas”,
una multitud innumerable de otras cosas y su evolución esca­
pan por lo esencial a la legislación. Además, siempre que este
poder sea participable, todos participan en él. Todos son “au­
tores” de la evolución de la lengua, de la familia, de las costum­
bres, etcétera.69

Castoriadis descarta de este modo lo que tenía de inquie­


tante la imagen rousseauniana de un legislador sobrehumano
que habría codificado por adelantado todos los gestos de nues­
tras vidas, desde la manera de alimentar a los bebés o de hacer
bailar a los niños hasta los detalles de los trajes y las fiestas.
“ E l legislador, escribe Rousseau, es en todo sentido un hom­
bre extraordinario dentro del Estado” .70 En realidad, es más
bien una figura mitológica destinada a colmar el foso que se­
para el concepto de una sociedad contractual, limitada a sus
miembros asociados, del concepto de una sociedad histórica
dotada de la identidad diacrónica que le abre un porvenir in­
definido. Lo que corresponde al “poder instituyente” , por
ejemplo, la lengua y las costumbres, es justamente lo que es­
capa a la legislación. La legislación no puede crear la lengua
en la cual será producida, así como no puede crear las costum­
bres gracias a las cuales no quedará en letra muerta.

69 Cornelius Castoriadis, “Poder, política, autonomía", artículo publica­


do en la R evue de Métaphysique et de Morale, núm. 1,1988, y retomado en Le
M onde mórcele, París, Editions du Seuil, 1990, p. 134.
70 Jeandacques Rousseau, Du Contrat social, Libro n, capítulo vn (ob. cit.).

258
En lugar de una representación mítica de la fundación de
nuestra comunidad en una prodigiosa autoposición inaugu­
ral, vale más tomar como paradigma la manera en que cada
uno ejerce el poder instituyente al reproducir, y al modificar
también, los usos innumerables que constituyen la cultura.
El “poder implícito11 de Castoriadís corresponde bastante bien
a lo que designaba la palabra “costumbre11 en los autores como
Montaigne o Pascal. Tal como ellos, esta palabra designa una
costumbre, una segunda naturaleza, y por consiguiente una po­
tencia expresiva del individuo.
Castoriadis habla de un “ im aginario11 (más que de una
“ costumbre11, o aun de una “ ideología” como Dumont) por­
que quiere poner el acento en el hecho de que la participa­
ción en una tradición histórica requiere un ejercicio de ima­
ginación, en el sentido de una facultad de invención y de
concepción. Uno no puede contentarse con recibir una tradi­
ción, como una suerte de legado. Para hablar la misma lengua
que los ancestros, hay que volver a instituirla, recrearla, y
esto quiere decir que no puede ser transmitida sin ser al mis­
mo tiempo alterada, renovada, transformada.

E n v ío

Habíamos partido de una pregunta: ¿qué pensar de este con­


cepto de identidad colectiva que aparece hoy en el discurso
público? Hay quienes hablan de su identidad para dejar sen­
tadas sus certezas y sus reivindicaciones sobre el tema. Dicen,
por ejemplo: este uso, esta manera de hacer, este principio for­
man parte de nuestra identidad, no podemos entonces aceptar
perderlos. Otros la mencionan en modo interrogativo para
dejar por sentado una incertidumbre: “ ¿Quiénes somos?” .
La contribución del filósofo a una discusión sobre la iden­
tidad colectiva no puede ser responder a la pregunta: ¿este

259
concepto de identidad es legítimo? Me ha parecido que exis­
ten dos clases de crítica dirigidas contra la utilización de un
concepto de esta naturaleza. Una crítica de primer grado ata­
ca la creencia común en el carácter auténtico de tal o cual tra­
dición o de tai o cual monumento. Pero, más radical, una crí­
tica de segundo grado contesta el concepto mismo de
identidad colectiva en su legitimidad teórica. Toda aplicación
de este concepto a una realidad empírica sería mistificador.
Lo que se cuestiona, como hemos visto, es la posibilidad
de representarse un grupo humano como el sujeto de su his­
toria. Una representación de esta naturaleza supone, en efecto,
que puedan cumplirse dos condiciones. Primero, hay que po­
der atribuir a ese grupo una identidad diacrónica que nos per­
mita seguir sus transformaciones en la historia. Luego, tene­
mos que poder atribuir a este grupo una conciencia de sí. En
resumen, es necesario que la representación del grupo sea, en
alguna medida, constitutiva del grupo mismo.
Esto equivalía a plantear la pregunta por la posibilidad
de un “ nosotros” histórico. ¿Cóm o un locutor individual
puede estar en posición de pronunciar legítimamente un “ no­
sotros” que represente una comunidad histórica? Es verdad
que ese “ nosotros” produce el efecto de una “ construcción”
o de una “representación” . Los sutiles juristas de la Edad Me­
dia han inventado la “persona moral” , pero veían en ella una
ficción jurídica útil y no un concepto sociológico. La persona
moralis es una “ entidad” de la que se había y que, eventual­
mente, por una nueva ficción, hacemos hablar. No se trata de
considerar que pueda efectivamente expresarse. Para tener el
concepto de identidad colectiva, hay que aceptar que haya
gente que pueda decir: “ Somos romanos, antes vencimos a los
cartagineses” . ¿Esa gente es víctima de una ilusión? ¿No es­
tán tomando la personaficta de Roma, pura construcción en
torno a un nomen universitatis, como una realidad que sería
equivalente de un “ cuerpo místico” ?

260
La objeción es, entonces, que ia identidad colectiva es del
orden de lo imaginario. V oy a responder a esto tomando de
Cornelius Castoriadis su distinción entre las dos significacio­
nes de lo imaginario. Existe, en primer lugar, lo imaginario en
el sentido de lo que no existe aquí y ahora, pero que existe
en otro lugar, o que ha existido en otras épocas, o habría po­
dido existir en una época cualquiera. En este caso, ‘■‘imagina­
rio” quiere decir algo así como “ irreal” o “ mistificador” . Lo
imaginario representa en su ausencia algo que no está presen­
te allí donde estamos, pero que sí lo está en otro lugar, o lo ha
estado en otras épocas, o hubiera podido estarlo. Y existe, por
otro lado, el imaginario en el sentido del poder instituyeme.
Voy a responder a 1a objeción de que, en efecto, la identidad
colectiva corresponde a una forma de imaginación o de figu­
ración de las cosas, pero que se trata de un imaginario insti­
tuyeme antes que de un imaginario irreal.
Para explicar que existen dos sentidos de la palabra “ ima­
ginario” , podemos volver a la palabra latina imago. Recorda­
mos que los romanos llamaban imagines a las efigies de ios an­
cestros que tenían las fam ilias nobles (las que detentaban el
derecho a los ancestros, ius imaginum) y que había que llevar en
procesión durante los rituales funerarios. Es fácil discernir
en qué sentido tales imágenes tienen algo de irreal. Cuando
paseamos el imago del ancestro durante una ceremonia, no es
el ancestro mismo el que es movilizado de esta manera, pues­
to que ya no form a parte de este mundo. En su ausencia, lo
único que puede transportarse es su imagen.
Pero ai mismo tiempo la función representativa de estas
imagines no es solamente dar una presencia irreal a los ances­
tros, es darles un lugar en la realidad del ritual, lugar que con­
fiere una autoridad a los que lo cumplen hoy. Digo: la realidad
del ritual, porque hacemos una diferencia entre una verda­
dera ceremonia y una simple imitación de una ceremonia (a
título, por ejemplo, de repetición previa, o en una película).

261
Entre los romanos, estas figuras son indispensables para
indicar el rango de su familia, cumplir con los rituales fune­
rarios, etc., de cumplir toda clase de actos sociales para cuya
ejecución una referencia a los ancestros muertos es necesaria.
En esta función, las imágenes reciben su sentido de una ima­
ginación instituyente y no solamente reproductora o imita­
dora. Que la figura que representa al ancestro esté hecha (más
o menos) a su imagen es el aspecto por el cual la imaginación
no produce más que un falso real. Pero que la figura permita
ejecutar un rito o establecer un estatuto, y a través de ello fun­
dar una autoridad, es el aspecto por el cual la imaginación es
instituyente: porque el rito no es la reproducción irreal de un
comportamiento natural, y el estatuto no es la ficción de una
superioridad natural. Las actividades rituales no tienen nin­
guna clase de significación natural, son un puro ejercicio de
la imaginación instituyente.
Respondo, entonces, a la objeción de que la identidad
colectiva sería una ficción sin realidad a través de una distin­
ción. Sin realidad natural en la cual basar su modelo para repre­
sentarfielmente la continuidad histórica del grupo, esto es perfec­
tamente exacto, hay que reconocerlo. Sin realidad histórica de
ninguna naturaleza, lo niego, porque hablam os aquí de una
sociedad histórica, definida entonces por la transmisión de
instituciones a lo largo del tiempo de una generación humana
a la siguiente, y que ha sido preparada para serio a través de
una paideia. La identidad colectiva tiene entonces toda la rea­
lidad necesaria a la legitim idad de su concepto, pero una
realidad conforme a su modo de existencia, el de una instau­
ración del establecimiento humano, como decía Pascal, por
la vía de la institución.
E l “ nosotros” , escribe Benveniste, no es un “yo” \je) m ul­
titudinario, es un “ yo ” [je] dilatado. Le corresponde al locu­
tor fijar sus contornos. E l concepto de identidad, tomado en
el sentido de una psicología moral, es precisamente el de esos

262
contornos que fijan los límites de una ampliación del “ yo” .
Identificarse al sentido literal es declarar sus nombres, apelli­
dos y señas particulares. Identificarse en el nuevo sentido figu­
rado que se ha impuesto desde hace medio siglo es dar una
definición de sí en el sentido de una delimitación de la par­
te que uno piensa tener en los asuntos del mundo y el curso
de las cosas.
E l hombre moderno es alguien que “piensa como indivi­
duo” (Dumont) y que quiere entonces pensarse a sí mismo
como un individuo, en el sentido normativo de este término.
Entiende plantear por él mismo las condiciones de una satis­
facción de sí, o aun, si se quiere, de una estima de sí. Quiere
hacer valer un derecho a la satisfacción de sí en tanto que in­
dividuo particular (Hegei). Para los pensadores de las Luces
un “ derecho del sujeto” no habría querido decir más que una
sola cosa: el hombre tiene derecho a emanciparse de toda de­
pendencia social, y tiene, por otro lado, el deber de hacerlo.
Pero para gran sorpresa de sus herederos contemporáneos, el
hombre de hoy, manteniendo que ese derecho del sujeto es un
derecho a la emancipación, lo interpreta también en el senti­
do de un derecho a definir él mismo su identidad ta l como él
la concibe, lo que lo conduce a incluir en él los lazos sociales
que no deben nada al contrato social. Se sirve del idioma iden-
titario para dar un paso en dirección de una reconciliación
con su propia humanidad.
Tomada en sentido moral, la noción de identidad le per­
mite, en efecto, a este individuo encontrarse a sí mismo fue­
ra de sí mismo. Lo autoriza a decir “yo” por algo distinto de
sí mismo. Aristóteles ya lo había señalado cuando explicaba,
basándose en su distinción entre la potencia y el acto, por
qué los artistas se comportan con sus obras como los padres
con respecto a sus hijos. E l hecho de poder considerarse au­
tor de una cosa permite mantener una relación expresiva con
esa cosa. La apreciación que el público da de esa cosa es la

263
evaluación de una obra, y se refiere entonces al hecho en
acto de lo que estaba en potencia en el artista. Si hablan bien
de mi obra, es de mí de quien están hablando bien, como si
formara parte de mi.
Ahora bien, el individuo en busca de su identidad no se
pregunta solamente: ¿cuáles son mis obras? Se pregunta tam­
bién: ¿de qué historia soy obra?
La Lógica de Port-Royal criticaba con severidad el razo­
namiento que le hacía decir a un romano que siendo roma­
no formaba parte de un pueblo y podía estar orgulloso de la
historia de ese pueblo. Ese rom ano particular, decía Port-
Royal, querría poder glorificarse de una victoria en la cual
no había participado. Si seguimos a los lógicos del jansenis­
mo, el individuo particular debería guardarse de dilatar su
“ yo” hasta las dimensiones de un “ nosotros” . Lejos de buscar
ampliar así suyo, debería, por el contrario, aplicarse a redu­
cirlo, renunciando en primer lugar a tener por suya su iden­
tidad de establecimiento, renunciando luego a todo lo que,
en el retrato que puede hacer de sí mismo, tiene que ver con
la contingencia histórica.
Sin embargo, el hecho de que un individuo particular
quiera ampliar los contornos de su “ yo” de manera tal de in­
cluir en su “ nosotros” a los miembros de una comunidad no
implica que pretenda haber obtenido victorias o sufrido de­
rrotas antes incluso de haber venido al mundo. E l pasaje del
“yo” al “ nosotros” no es forzosamente el indicio de una infla­
ción de la idea que el individuo se hace de sí mismo. Puede
ser, por el contrario, una manera que tiene de restablecerse en
su condición humana y afirmarse reivindicando su indivi­
duación, en la cual no ha participado, como una condición
que reconoce para cualquier tipo de satisfacción de sí mismo.
Por consiguiente, la palabra “ identidad” tiene como función
aquí operar una inversión semántica. E l individuo se define
declarando lo que, a sus ojos, form a parte de su identidad.

264
Pero lo que forma parte de su identidad es eso de lo que él
mismo forma parte. Representando sus lazos humanos como
componentes de su identidad, hace valer su derecho a la sa­
tisfacción subjetiva en tanto que particular lo autoriza a incluir
el hecho de su individuación contingente en su individuación
de si mismo.

265
A g r a d e c im ie n t o s

E l texto que presento aquí es una versión modificada de tres


conferencias que dicté en noviembre de 2 0 10 en el Institut
für die Wissenschaften vom Menschen (Viena) con el título
general de “Puzzling Identities” .
Q uiero agradecer a Krzysztof M ichalski por su amable
invitación a dar estas conferencias del i w m durante el año
2 0 10 , así como también a Klaus Nellen por su generosa hos­
pitalidad. Los debates a los que mis clases dieron lugar en el
Instituto fueron de una gran ayuda para aclarar mís perspec­
tivas sobre este tema.
Ya había tenido la oportunidad anteriormente de presen­
tar algunos de estos análisis ante públicos variados y, sin poder
agradecer nominativamente a todos aquellos cuyas preguntas
me esclarecieron, quisiera expresar aquí mi agradecimiento
a las asociaciones y las instituciones que me acogieron: las
Facultades universitarias Saint Louis (Bruselas), el Instituto
de Altos Estudios de Bélgica, la Sociedad Belga de Filosofía,
el Departamento de Filosofía de la Universidad C a’Foscari
(Venecia), el Departamento de Filosofía de la U niversidad
de Nantes, la asociación “ Intercambio y difusión de los sa­
beres ” (Marsella), el Departamento de Filosofía de la Univer­
sidad de Pekín, la Universidad Shevchenko (Kiev), el Colegio

267
Universitario Francés de Moscú, el Committee on Social
Thought de la Universidad de Chicago.
Presenté más recientemente algunas de mis tesis ante la
Sociedad Francesa de Filosofía, así como también en el mar­
co de un curso sobre la Metafísica de las Personas organiza­
do por la Sociedad Francesa de Filosofía Analítica en Saint-
Jacut-de-la-Mer.
Para concluir, agradezco por sus intervenciones a los
participantes a mi seminario en la Escuela de Altos Estudios
en Ciencias sociales, donde dediqué varios años de enseñan­
za a las cuestiones de identidad que constituyen el objeto del
presente libro.

268
E t e r n a C a d e n c ia E d ito ra

Dirección general Pablo Braun


Dirección editorial Leonora Djament
Edición y coordinación Claudia Arce
Asistente de edición Silvina Varela
Corrección Cecilia Espósito
Diseño de tapa Ariana Jenik
Diseño y diagramación de interior Daniela Coduto
Prensa y comunicación Claudia Ramón

Para esta edición de El idioma de la identidad se utilizó


papel ilustración de 270 g en la tapa y Bookcel de 80 g en el interior.
El texto se compuso en caracteres Bodoni y Augereau,

Se terminó de imprimir en agosto de 2015 en Talleres Gráficos Color Efe,


Paso 192, Avellaneda, Provincia de Buenos Aíres, Argentina.
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