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La desolación de La tierra y la sombra

agosto 14, 2015 Laura Quintana

Fuente de la imagen: www.cromos.com.co

Un hombre aparece caminando sin prisa por un camino polvoriento que recorre los
cañaduzales, mientras se va anunciando un camión que viene a alta velocidad, y
hace apartar al hombre del camino para no ser arrollado por el vendaval de polvo
que el camión deja a su paso, y que en todo caso lo alcanza, pues termina cubriendo
todo el ambiente de la primera escena. Nos enteramos de que el hombre regresa a
la que fuera su casa, varios años después, para reencontrar a su hijo enfermo, y a
una tierra que parece también ir enfermando, arrasada por la monotonía de los
cañaduzales y la ceniza de las quemas de caña; esas que también al parecer han
afectado los pulmones del hijo, reducido día y noche a yacer en la oscuridad
asfixiante de un pequeño cuarto, para intentar resguardarse del polvo y de la ceniza.
Sabemos luego también que el enfermo ha sido sustituido en el trabajo por su madre
y su esposa y que el trabajo en la plantación es muy duro, y mal remunerado,
cuando lo es. Y aquí y allá vemos, deambulando por las escenas del film, la figura
de un niño cuya vida, en despuntar, riñe con las imágenes de una tierra que parece
condenada a una muerte inevitable y lenta.
Sin embargo, de lo que se trata aquí en esta película, recientemente ganadora de
la Cámara de Oro del Festival de Cannes y exhibida por estos días en Colombia, no
es simplemente de una narración sociológica que nos confronte con los problemas
que ha traído el monocultivo de la caña de azúcar en el Valle del Cauca, tanto por
sus efectos destructivos del medio ambiente como por las formas de explotación
laboral, ancladas incluso en una historia de esclavismo y de atávico racismo en la
región, aunque sin duda el film también nos hace pensar en todo esto; tampoco
parece tratarse meramente aquí de una añoranza bucólica o nostálgica por unas
formas de vida y prácticas campesinas orgánicas, atadas al cuidado de la tierra, que
las formas de modernización económica han ido arrollando, a la velocidad
desconsiderada del camión del comienzo de la película, que de hecho vuelve
aparecer una vez más para interrumpir uno de los pocos momentos de gozo del
film, al ensuciar, con el polvo que levanta, un helado que el niño va disfrutando feliz,
de regreso de una tarde de paseo con su abuelo. Y sin embargo, el film sí nos
confronta con la manera en que el modelo desarrollista (con sus ritmos, sus tiempos,
sus lógicas extractivistas) destruye la posibilidad de otras formas de vida, unas por
ejemplo que viven el territorio, no meramente como tierra a ser explotada o
intervenida por intensivos planes de productividad, en los que el campesino se
convierte meramente en “trabajador rural”, sino como tejido de prácticas y afectos;
un tejido no exento en todo caso de sus propias formas de violencia, pero desde
otra relación con la materialidad de la vida y su espiritualidad, por ejemplo desde
una proximidad con lo no humano, con las plantas (esas que el viejo padre se
empeña en limpiar para ser recubiertas de nuevo de polvo y ceniza) y con lo animal
(una animalidad que de hecho viene y va en el film precisamente como una sombra,
como presencia que está y no está, como la presencia espectral de un caballo
brioso, muy vivo e impetuoso, que deambula por los sueños del viejo, o como esos
pájaros que cantan pero que ya nunca vuelan bajo, en las tierras repetidamente
cubiertas de caña y cenizas, tal vez ya demasiado muertas para acoger la vida).
Claro, algo de añoranza por algo otro, que ya se perdió, sí se siente en la película,
pero eso otro parece tan indeterminado y simple como la misma posibilidad de vivir,
como la vida con sus mínimas aperturas de movilidad y resiliencia, como para que
esto pueda sentirse idealizado o bucólicamente retratado. Más aún la película, con
su impecable cinematografía, con su detención en los momentos en que nada pasa,
en los que sólo sucede el ritmo lento de una cotidianidad desolada, sin ocuparse de
narrar propiamente algo, parece que no deja ningún lugar para la idealización y que
más bien atormenta al espectador con una sensación constante de abandono,
desolación, sin-salida, encierro, que hace sentir paradójicamente al campo
(usualmente vinculado con la experiencia de apertura) como el mundo cerrado de
los ambientes de Kafka: sin explicaciones que den sentido, sin salidas conciliatorias,
¡sin salidas! Por esto mismo se trata también de una miseria que el espectador no
puede sentir a distancia, como espectáculo del que puede separarse con
tranquilidad, objetualizándolo, como en los productos de la bien llamada “porno-
miseria”, para terminar sintiéndose mejor con quien es y reafirmarse, sino que es
una miseria que lo consume también, que empieza a sentirse parte de lo más propio,
que intranquiliza y produce asfixia y desasosiego; esa asfixia y ese desasosiego
que, del campo saturado por cenizas y cañas, a las habitaciones oscuras y
encerradas de la casa familiar, son creadas por la cinematografía de la película, y
que impregnan también constantemente las relaciones y afectos de sus personajes;
unos personajes que son también como sombras, que se mueven a otro ritmo, en
un tiempo lento, como fantasmas que vienen y van de la vida a la muerte, arrasados
por fuerzas y poderes (económicos y físicos) que los exceden. Pero que a la vez se
rehúsan a ser simplemente considerados como miserables, o explotados que
despierten conmiseración, para hacer valer su capacidad de aguante, la dignidad
del aguante… El aguante de esos cuatro cuerpos (madre, hijo, abuela, abuelo) que,
envueltos por la tristeza tras la muerte del enfermo (esposo-padre-hijo), aparecen
en una de las últimas escenas de la película mirando de frente, como plantados,
con la mirada perdida, casi envueltos por las llamas y el humo que se extiende a
sus espaldas, como sobrevivientes de un círculo infernal.
Finalmente la película concluye con un doble final: el final de la abuela, como figura
de arraigo, de raíces que se rehúsan a quedar sin tierra, aunque esta tierra sea ya
de desolación y de muerte, de sombras y espectros derrotados; y el final de los otros
tres, que deciden desplazarse. Y entonces, me pregunto: ¿cómo situarse ante todo
este dispositivo que el film construye para desplegar un tal paisaje de desolación?
¿Cómo nos deja esta película si pensamos en alguno de sus efectos ético-políticos?
Por una parte, creo que la película tiene un interesante efecto de hacerle sentir al
espectador como propias las sin-salidas, formas de destrucción, de abandono y
forzado desplazamiento, geográfico y afectivo, en las que viven una buena parte de
aquellos que simplemente tienden a verse como habitantes de un campo lejano, de
otro país, incluso de otro mundo. Y por eso la película con su desolación, que no
deja ningún resquicio para la autocomplacencia y la reconciliación, puede chocar
muy fuertemente con, o hacernos reflexionar sobre, ese espíritu celebratorio que
optimistamente nos vende el progreso de la nación y la afortunada entrada del país
en el tren del desarrollo global; ese mismo modelo que diariamente se reafirma en
los dispositivos de visibilidad e invisibilización de los grandes medios masivos de
comunicación (en la W, Blu, RCN, Caracol…) que por cierto, muy paradójicamente,
deslumbrados por las luces y la farándula de Cannes, aplaudieron el éxito de la
película, sin siquiera verla o pasando de la largo por su tristeza crítica.
Pero por otra parte, el film también nos deja un sin sabor; como que esa desolación
que mueve la reflexión ha matado también todo resquicio de posibilidad, todo
intervalo de ser de otro modo, todo rastro de potencia transformativa; tomando
palabras prestadas de Didi-Hubermann, la película hace sentir a sus personajes y
también quizás a nosotros mismos, incapaces “del menor contra-poder, de la menor
insurrección”1, sumidos o bien en la catástrofe o bien en la inevitable huida, sin la
mínima posibilidad de resistencia. Pues la película nos hace sentir al campesino
sólo como el derrotado de la historia al que sólo le cabe la muerte lenta o el
abandono de su forma de vida. De hecho, los únicos gestos de rechazo o de
confrontación del film son los de unos trabajadores de la plantación que,
descontentos, exigen simplemente que se les pague o que se le brinde ayuda
médica a su compañero enfermo, en unas escenas un tanto marginales que no
encajan de hecho muy bien en la depurada composición poética de la realización.
Y entonces estas imágenes y su dispositivo de desolación no podían dejar de llamar,
por contrapeso, unas imágenes, figuras y dispositivos discursivos otros: imágenes
y figuras de movimientos y líderes campesinos que se rehúsan a ser solamente los
derrotados de la historia para, desde tantas derrotas (sin perder de vista las derrotas
y hablando desde y con ellas), inventar otras posibilidades de acción. Por ejemplo,
pensaba en estas palabras que hace unos meses le oí en un evento al líder
campesino Robert Daza:
[…] cuando nosotros hablamos del territorio estamos hablando de una disputa […]
entre trasnacionales y territorio, y cuando decimos territorio es la gente que vive en
esos territorios, por eso los conflictos, sí ósea, por eso las resistencias […]. Para
nosotros los territorios son para la vida, es decir, los territorios deben ser para la
gente. Para el modelo neoliberal, los territorios no son para la gente, ósea los
territorios valen en cuanto haya un interés económico allí, si en el territorio hay
minerales, pues el territorio es importante para esta gente que está en esta lógica
de acumulación; y no le importa ese territorio, si en diez años tú has sacado todo el
interés económico, pues a los diez años se va, y nunca más vuelve por allí. Para
nosotros es una cosa de vida, porque nosotros sí tenemos pensada nuestra vida, la
de nuestros hijos e hijas y de la descendencia hasta que el sol alumbra, hasta que
la tierra exista, en esos territorios, esa es la diferencia, y por eso es la importancia,
y por eso le damos nosotros tanta fuerza a la defensa del territorio, porque para
nosotros el territorio es la vida, no únicamente la vida material, […], el territorio para
nosotros es también la espiritualidad, sí, ósea la construcción de esa forma de
sentimientos, de pensamientos y de relacionamiento más allá de la parte física. Esa
digamos es un poco la concepción frente al territorio que nosotros tenemos2.
No quiero sugerir con esto que el arte tenga que volverse militancia para resultar
transformativo; muy al contrario, pues la politicidad del arte nada tiene que ver, a mi
modo de ver, con lo que transmite o con lo que represente sino con la manera en
que construye sus dispositivos de mostración, sus imágenes, sus sonidos, sus
apuestas discursivas; pero también con la manera en que estos dispositivos abren
resquicios, brechas, intersticios de posibilidad que hagan aparecer de algún modo
la potencia transformativa de la vida. Imágenes de potencia, de aperturas, de
caminos de posibilidad que aún deben ser imaginados, de una vida que puede decir
resisto, pese a todo…tal vez se trata de poder construir precisamente esas
imágenes “de los pese a todo” (cf., Didi-Hubermann, 31). De lo contrario, me
pregunto si la desolación y los afectos tristes de una, en todo caso, muy conseguida
película no le hacen el juego al consenso que apunta a convencernos de que “las
cosas son como son”, al hacerle sentir al espectador la inevitabilidad del “progreso”
y de su catástrofe.

1 George Didi-Huberman. 2009. La supervivencia de las luciérnagas, traducción de


Juan Calatrava, Madrid: Abada.
2. Testimonio recogido en el evento Formas de acción política y movimientos
populares: un glosario para pensar lo común, realizado en la Universidad de los
Andes en mayo de este año.

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