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Ayuntamiento de Zamora
EL CERCO DE ZAMORA

Versión de Agustín García Calvo

lU C\H*
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gráfico, electrónico, óptico, químico, mecánico, fotocopias, etc.) y el almacenamiento o transmisión de sus contenidos en
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Primera edición, junio de 2014

O Editorial Lucina, Rúa de los Notarios, 8, 49001 Zamora


Tlf. Y Fax: 980 530 910
e.mail: editoriallucina@gmail.com

Impreso y hecho en España


ISBN: 978-84-85708-89-5
Depósito legal: ZA- 91-2014

Fotocomposición e impresión: Gracel Asociados, S.L.L.


Avda. Valdelaparra, 27 - Nave 18-19
28108 Alcobendas (Madrid)
EL CERCO DE ZAMORA
Avantai para un Cerco
A ntonio Cid

En once escenas, once, Agustín García Calvo refunde, modifica y transgre­


de uno de los ciclos épicos fundacionales de la conciencia-inconsciencia
histórica de Zamora, y de la España medieval y su dizque literatura
Don Agustín no alcanzó a dejar por escrito sus propósitos, ni a de­
cirnos el por qué y el cómo de cómo le hubiera gustado que leyéramos
este texto, concebido para representado por actores, declamado por voces
vivas, antes que leído.
Es muy cierto que tampoco en otros escritos Don Agustín estimó
necesario añadir delantales o disculpas a lo que escribía. Por eso, este cier­
tamente del todo innecesario prólogo-delantal no tiene más justificación
que la de haber sido el delantalista testigo muy lateral de las etapas prime­
ras de la andadura de este Cercode Zamora y, despué
texto concluso.
No puedo considerarme en modo alguno exégeta ni discípulo de
García Calvo. Es más, Don Agustín siempre me produjo inquietud, desaso­
siego, prevención... una sensación de peligro para mi propia estabilidad,
una incómoda fascinación. Y sin embargo, en tanto en cuanto aprendiz
de filólogo, tan pronto como lo frecuenté, por escrito y por oral, tuve la
certeza de haber entrado en contacto con la mente más insólita, aguda y

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libre —y no sólo en cuestiones de lenguaje— que me ha sido dado cono­
cer. Creo no haber penetrado más que una mínima parte de los saberes
lingüísticos — y políticos— de García Calvo, pero ese poco es lo suficien­
te para reconocer al maestro impersonal de la escuela más unipersonal e
irrepetible del dizque — otra vez— pensamiento español de las dos o tres
últimas generaciones. Y qué decir de unos libros de poesía, y son muchos,
o de teatro, bastantes, que nada, y para bien, tienen que ver con escuelas,
cenáculos y tinglados generacionales, editoriales o antolojoidales, de poetas
y dizquepoetas “de la experiencia” (y la cosa tiene su gracia), de la berza,
Bizancio (berzancio) o del sursuncorda, pero casi siempre poetas de los de
por oficio y, mismamente, poetas presupuestívoros.

Viniendo al caso presente de este Cerco de , es bien sabido que Don


Agustín había prestado una creativa atención al Romancero, desde el tiem­
po antiguo de su Ramo de romances y baladas de 1991, y su continuación.
Atención creativa, pero también teórica y crítica como se evidencia en la
espléndida «Entrada a la poesía popular» que abre el Ramo. «Tradición» e
«Historia» han sido nociones a las que Don Agustín gustó de darles las
vueltas, con el sempiterno y malvado «Capital», el «Progreso» el «Progre­
so progresado», el «Pueblo» y el «YO», y otros términos reiterados de su
No-Sistema (o, mejor, No al Sistema), como telón de fondo. Y dentro de
ese universo de la «Realidad», o lo que fuere, el Romancero y la balada, la
poesía popular, tenían un lugar nada anecdótico. En el Ramo se parafrasean,
y se “deconstruyen”, romances tan conocidos como los de
gadina, Julianesa o E l enamorado y la ,m
uert baladas pia
cesas y norteamericanas, la siciliana Barunissa di romances de ciego
y poemas del latín medieval. Son poemas populares y son de García Calvo,
del «Pueblo» y del «Y 0 » que no quiere ser « El Y 0 ».

Con el Cerco de Zamora la tentativa es en realidad la misma. Aparentemente


la tarea es más sencilla, puesto que la variedad y la dispersión temáticas
ceden a la unificación que exige una acción dramatizada, y lineal. Pero esa
exigencia planteaba también problemas arduos. El ciclo de los romances
derivados de las gestas de Las particiones de los reinos (o del rey don Fernando) y
el Cantar del reto de Zamoray lajura de Santa Gadea incluye composiciones de

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muy distinto tono, lenguaje, estilo y cronología. Desde romances derivados
directamente de los poemas épicos, con versiones divergentes y variantes
incompatibles, a pedestres romances erudito-cronísticos, y romances “nue­
vos” o artísticos de la generación de Lope de Vega. El lenguaje va de lo
medieval o cuasi-medieval a lo cuasi-barroco. Las compilaciones de Carola
Reig (1947) y Paola Laskaris (2006) incluyen las nada despreciables cifras
de c. 60 y e . 120 romances distintos, que tratan reiterada y redundantemen­
te de unos mismos, no muchos, personajes (Doña Urraca, Arias Gonzalo y
sus hijos, Vellido Dolfos, Diego Ordóñez, el rey Don Sancho, Don Alfon­
so, el Cid), y presentan unas mismas, y escasas, situaciones y escenas, o se
contradicen; o amplifican y fabulan, a veces, desatinadamente.
Reducir todo ese magma heteróclito de romances a una acción dra­
mática coherente, que fuese de facto representable, y se ajustase al escena­
rio urbano de Zamora y su entorno, como García Calvo lo tenía pensado
desde el principio, no era ciertamente tarea para bobos o menguados.
Por el azar de saber que seguía yo trabajando en el archivo de Menén-
dez Pidal y ocupándome del romancero viejo y tradicional, me vino (Luis
Caramés mediante) el mensaje de Don Agustín para reunirnos y hablar de
sus ideas sobre el proyecto in fieri. En la comida, estamos en 2010, en uno
de los espantosos restaurantes que tenía por habituales, recuerdo bien que
hablamos muy poco del Cerco de Zamora, y mucho más del Romancero
“en sí”. A Don Agustín le preocupaban los orígenes del género, y el tipo o
casta de poetas responsables de la invención de los romances.
Creo que hablar de los orígenes del Romancero, como hablar del
origen del lenguaje, debería estar prohibido; pero no hubo más remedio
que hacerlo. Lo cierto es que no estábamos de acuerdo en casi nada, y que
las tesis de Don Agustín sobre el Romanero “popular” me parecían poco
“populares”, nada “tradicionales” y demasiado “históricas”. Si la memoria
no me traiciona demasiado, él pensaba en la existencia de una “escuela”, en
el siglo XV, de poetas letrados, profesionales pero no “cultos”, cosa que a
mí me parecía un oxímoron, y que a esa escuela se debían los romances vie­
jos tal y como los conocemos. Aunque no me considere a mí mismo como
un menéndezpidaliano de estricta observancia, sí creo que los textos que
manejamos son sólo eslabones sueltos, azarosos, y últimos o penúltimos,
de unas cadenas de transmisores que modifican radicalmente unos “prime-

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ros” textos que nos son casi siempre inasequibles, si es que de romances en
verdad tradicionales se habla. Las cadenas de transmisores nos consta que,
para varios romances — los más notables— , empezaron antes del siglo XV,
y, además, los estados “finales” de los romances tendrían mayor interés
que los hipotéticos estados primordiales debidos a esa, para mí, siempre
hipotética escuela de poetas letrados profesionales-pero-no-cultos. Así, al
menos, si es que creemos, como creo que debe creerse, en la existencia de
una tradición oral. En fin, el hecho es que, pese a los intentos conciliatorios
de Caramés tendiendo puentes, no alcanzamos ninguna posible “síntesis”.
Dado que pudiera muy bien ser que, seguramente, quien tema razón es
Don Agustín, y dado que sus ideas las ha razonado y expuesto en más de
un lugar (la última vez en “Pueblo y filología”, aparecido por desgracia en
una revista que hace poco honor a su nombre — dizqpc-Demófilo), me gus­
taría volver alguna vez a retomar la cuestión, pero no ahora. Baste indicar
que, en efecto, por escrito Don Agustín hace matizaciones que invalidan o
atenúan considerablemente las discrepancias del intercambio oral. El hori­
zonte cronológico del florecimiento del Romancero se amplía a “fines del
XIV a comienzos del XVI”, y los amos del argamandijo no son poetas pro­
fesionales no cultos, a secas, sino “finos versificadores, pero aún anónimos,
en juego con la tradición y canto de la gente”, cosa que el mismísimo Don
Ramón habría suscrito de buen grado... aunque quizás no absolutamente.
Don Agustín, en cualquier caso, manifestaba un aprecio por la obra de Me-
néndez Pidal y la de Diego Catalán que no era entonces moneda corriente,
igual que su buen olfato discriminaba bien la filología digamos “seria” de
lo que estaba en el candelero, o sea la industria “textil” (manuales y libros
de texto para infortunados bachilleres y estudiantes universitarios) de aca­
démico-gramáticos “ávida dollars”, que le inspiraba absoluto desprecio, o
la “crítica literaria” al uso, que cuatro cuartos de lo mismo.

Volviendo a 2010, lo menos malo que pude hacer entonces fue facilitar a
Don Agustín el libro de Carola Reig, E l Cantar de Sancho Cerco de Zamora,
que agrupa los romances del ciclo según la secuencia cronológica de los
sucesos (es el mismo método que se emplea en la posterior compilación de
Laskaris); la muy novedosa obra de Diego Catalán sobre la epopeya me­
dieval española y su pervivencia en el Romancero, Ea épica española. Nueva

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documentarány nueva evaluarán-,y copias de las versiones de ro
sas y manuscritas, del ciclo de Zamora conservadas en el archivo Menén-
de2 Pidal-Goyri. No tuve más noticias hasta que en 2012, en el penúltimo
trance hospitalario de Don Agustín, supe que E l cerco de Zamora estaba fe­
lizmente terminado. No es un secreto para nadie la fertilidad y facilidad de
Don Agustín para rematar lo que se proponía, sobre todo si había terceros
implicados que se interesaban por sus cosas.
A García Calvo le importaba poco publicar su texto. La cuestión era
representarlo y declamarlo, contando ya con unos actores y unas voces que
estaban dispuestos a hacerlo. Naturalmente, en Zamora. Y en esas estamos.
Estamos, pues, ante un texto que debe ser oído. Los letra-heridos, sin
embargo, querrán — querremos— un soporte, unas muletas, que subsidia­
riamente permitan sustituir la voz viva, pero efímera, por el fósil de la letra
impresa. Por desgracia, lo que no es texto escrito no existe, más allá del
momento puntual de su oralidad. Esa es la razón de esta edición.

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Doliente estaba, doliente,
ese buen rey don Fernando:
los pies tiene cara a oriente
y la candela en la mano.

A su cabecera tiene
a sus hijos todos cuatro;
los tres eran de la reina
y el uno era bastardo.

A los tres en testamento


por en amor igualarlos
en tres ha partido el reino
y a cada cual da reinado.
Ése que bastardo era
quedaba mejor librado:
arzobispo es de Toledo,
de las Españas primado.

—Hijo, si yo no muriera,
vos fuérades Padre Santo;
mas con la renta que avedes
bien podéis, hijo, alcanzarlo.

Ellos estando en aquesto,


ya viene Urraca Fernando
por las salas adelante
tan sañuda sollozando;

entra en la estancia del duelo


sin mirar a sus hermanos,
y, vuelta de cara al padre,
de tal manera le ha hablado:

—Morir vos queredes, padre:


san Miguel vos haya el alma.
Mandado habéis vuestras tierras
a quien se vos antojara:

a Sancho dades Castilla,


a Alfonso por buena gracia
le dais León, a García
dáisle Galicia o Vizcaya:

a mí, como soy mujer,


dexáisme desheredada:
irme he yo por esos mundos
como una mujer errada,

un puñal en el corpiño
y desceñida la falda,
y este mi cuerpo daría
a quien bien se me antojara,

a los moros por dineros


y a los cristianos de gracia;
de lo que ganar pudiere
haré bien por vuestra alma.

El rey a ciegas pregunta:

—¿Quién es ésa que así habla?


—Es vuestra hija, señor,
vuestra hija doña Urraca.

—Calledes, hija, calledes


no digades tal palabra:

mujer que tal cosa dice


merecié que la quemaran.
Allá al cabo de Castilla
un rincón se me olvidaba:

Zamora tiene por nombre,


Zamora la bien cercada;
de un lado la cerca el Duero,
del otro, peña tajada:
ésa vos dexo en herencia,
de ella seáis reina y ama:
quien vos la quite, hija mía,
la mi maldición le caiga.

Todos dicen "Ármen, ámen",


sino don Sancho, que calla.
A las puertas de Zamora
Arias Gonzalo atendía
con hueste de flor y gala
y enseña de nueve tiras
a la que de esa ciudad
a ser señora venía.

Ya ha llegado doña Urraca


no con mucha comitiva,
en una carroza sola
con diez de caballería;
ya atabales y añafiles
le han dado la bienvenida.
Murallas adentro Arias
dándole el brazo la guía;
la lleva rúa adelante
hasta la mansión altiva
que para ser su palacio
de par en par se le abría;

suben por la escalinata,


cruzan por las galerías,
hasta la sala que alberga
un sitial de plata fina,
donde Arias a doña Urraca
hablábale de esta guisa:

—Tomad asiento, señora,


en la que es ya vuestra silla,
de donde por vuestra mano
Zamora medre y se rija.

Al cual en respuesta ella


tales palabras decía:

—No quiero yo, mi buen Arias,


ayo de mis niñerías,
no quiero sentarme en trono
ni posar en estadía
de donde me he de caer
a vueltas de uno o dos días.

—¿Qué dices, hija y señora?,


¿qué es eso que desvarías?
—No es desvarío, buen Arias,
que es estoria seca y fría:
y de cómo anda la feria
más que yo tienes noticia:

mi hermano Sancho no quiere


testamento ni partijas:
rayo de Dios lo ha mandado
a que todo en uno siga
ni haya más reino que un reino,
que es el suyo y de Castilla;

metido ha preso con hierros


a mi hermano don García,
al mi bienamado Alfonso
le ha hecho huir a morería,
de Toro y de su infantazgo
despojó a mi hermana Elvira,

y aquí mañana o pasado


vendrá con tropa y con prisa
a redondear el reino
y arrojarme de esta esquina
que mi padre el rey Fernando
quiso dejarme por mía.

—No hará tal, no, ¡vive el muerto!


Ciertas son sus demasías,
mas, si aquí viene al asalto,
sábelo bien y confía:
nunca hará suya Zamora
mientras aquí un alma viva.
—Ay Arias, iqué bien lo tocas
por donde escuece la herida!:
no esperaré yo a ese lance
ni seré tan engreída
que haga morir a tu gente
por mi honra y culpa mía.

A esto habló Arias Gonzalo,


bien oiréis lo que diría:

—Calledes, hija, que andades


errada en contaduría:
no es vuestra corona sola
lo que juega en esta liza,

que es fe que el pueblo ha jurado


en consejo y a porfía:
que no quiere, no, Zamora
ser un rincón de Castilla,
sino vivir por sus fueros
y en vuestra soberanía.
Por aquellas lomas altas
cabe el pilar de san Lázaro,
allí ha parado sus huestes
ese noble rey don Sancho.

A la vista de Zamora
tiene ya armado su campo,
con tiendas y con barracas
y cercas para el ganado.

Mirando está a las murallas


el rey Sancho conversando
con Rodrigo de Vivar,
el que es su alférez lozano;
corriéndola con los ojos,
midiéndola de la mano,
así murmura entre dientes
y dice luego bien alto:

—Firme se está, ivive el cielo!,


hincada en duro peñasco;
por do Duero no, la ciñen
cubos y muro doblado.

Ésta no podrá tomarla


ni moro ni cristiano.
Señor de España yo fuera
si ésta la oviesse ganado.

Así a la tienda real


entrádose habían ambos,
en donde a resguardo el rey
así a Rodrigo le ha hablado:

—Bien sé yo, Rodrigo Díaz,


que sois caballero armado
de reciente, y todavía
no habéis subido a tal rango,

cual merecen las proezas


y pruebas que ya habéis dado:
a fe que, si por mi fuese,
fuérades conde en condado.

Quiero vos proponer otra,


que no es de lanza o venablo,
mas pide valor y seso
como bien de vos lo aguardo:

que es que entredes a Zamora


en son de paz y de trato
y a doña Urraca le dedes
de mi parte este recaudo:

que tenga a bien a la hora


en paz y de buen su grado
el entregarme Zamora
o por aver o por cambio;

que yo le daré Medina


de arriba con su infantazgo,
de Valladolid la rica
a Tiedra y a Villalpando;

y más, que le he de jurar


juramento segurado,
ante doce caballeros
de los del reino más altos,

que nunca Iré contra ella


por ofensa ni por daño.
Y, si de grado no quiere,
tomarla he sin su grado.

A lo cual responde el Cid


tan fírme y tan mesurado:
—Con tal encargo, señor,
a otro debedes mandarlo;

ca yo fui, a su sazón,
con doña Urraca criado:
con su buen ayo las letras
al par deprendimos ambos.

Por ende, vedes, señor,


que non serié aguisado
que fuese yo quien le fuese
a llevar ese mandado.

E non tomedes enojo


por esto, rey, vos demando,
con quien sabedes que es
vuestro más leal vasallo.

—No me enojo yo, Ruy Díaz,


que bien tus sentires asmo.
Mas no he de mandar a otro
todavía con tal cargo:

pensadlo, amigo, unos días,


que a bien que veáis acaso
que era favor a mi hermana
lo que pareciera agravio.
4 a)

Ya van para los tres meses


que está cercada Zamora,
desde que Abril por los muros
abriera al viento sus rosas
hasta que ya los trigales
por esos campos se doran.

No serán, no, los sitiados


los que esas mieses recojan:
ni la ciudad rinde nunca
su enseña la verde y roja
ni tampoco el rey don Sancho
su empresa nunca abandona.
En asaltos y rechazos
a esas almenas airosas,
en salidas de atrevidos
a escaramuzas y rondas,
caído han muchas cabezas
de unos y de otros a tornas.

Ya el hambre a los zamoranos


los muerde como una loba:
ya de jardines y torres
se han comido las palomas,
ya matan muías o pencos
que no estén para otra cosa.

De vez en vez, los plebeyos


de a dos o de a tres se arrojan,
escurriéndose a escondidas
por portillos o por fosas,
a echar un tiento al ganado
que el real de Sancho aloja;

como Mingo el pelitero


y Benito el de las trovas,
que esta noche, con un hacha
al cinto y trecho de soga,
por Puerta-Trefuda están
escabullándose ahora:

al tanto que está en la trama


el centinela Gayola
les abre una hendija, y cruzan
el foso por una trocha,
y allá arrastrándose van
por entre zarzas y brozas.

—¿Por dónde tiramos, Mingo,


que la guardia no nos coja?:
la lumbre de las hogueras
va a desvelar nuestras sombras.

—Vamos por Valorio adentro,


por atajo a la redonda,
hasta Val de la Lobata,
que acaso el que alarga acorta.

—Ya estamos cabe la puente;


y ¿cómo hacemos ahora?
—Salgamos de la espesura
al amparo de estas rocas.

—De aquí al real del rey Sancho


¿vamos ya volviendo en contra?
—Así, Benito, de espaldas
daremos en lo que importa.

—¿Las cuadras y los corrales?


Ya los veo allí que asoman.
—Paso a paso, que la luna
si sale aún nos traiciona.

—A gachas por aquí, Mingo,


a la cerca, que la tocas.

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—Cerca de estacas y palos'
trabados con mala obra.

—Detrás se ven vacas, cerdos,


borregos, gallinas, ocas.
—Pues isus y a ello!: tú aguarda
que de un hachazo la rompa.

—Y a cuantas bestias escapen


las arreo hasta Zamora.
—Rota está. ¡Corre, Benito,
corriendo tú y yo con todas!

— ¡Ahó, vaca, cuesta abajo!


— iOzú, ozú, cerdo trota!
— ¡Oxte, gallinas, al vuelo!
— i Ox allá, ox, alicortas!

—Me falla el aliento, Mingo,


Y oigo hueste que galopa.
—Ya estamos en la muralla.
iHendija, hendija, Gayola!

— ¡Adentro dambos!, y a vueltas


cuantas nos siguen en tromba
bestias de pelo o de pluma...
— ¡Deja que entren a la olla
y ténles resquicio abierto
hasta que llegue la tropa!
Así se han colado dentro
Benito y Mingo de torna;
y cuántas cabras u ovejas
ahí espantadas se acojan,
yo no sé la cuenta de ellas,
ni si muchas o si pocas,

pero, sean las que sean


las que, atinadas o locas,
un poco les apacigüen
el hambre a los de Zamora,
¡provecho les haga a ellos
y a los que sus penas oigan!

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5a )

Pasando los meses pasan


más duelos y más quebrantos:
de que ya ve que a Zamora
el hambre la está apretando
y por ende día a día
más le apremia el rey don Sancho,

al fin, el noble Ruy Díaz


resolución ha tomado
de llegarse a la ciudad
en seña de paz y trato
y a doña Urraca llevarle
la propuesta de su hermano.

33
Así va con poca hueste
una mañana temprano;
paso ábreles Puerta Nueva,
y de allí solo va andando
y ante el palacio se para
por doña Urraca llamando.

A un ventano de la torre
doña Urraca se ha asomado,
los ojos purpurecidos,
el pelo desmadejado,
y, antes que el Cid diga cosa,
de esta manera le ha hablado:

— ¡Afuera, afuera, Rodrigo,


el soberbio castellano!
Acordársete debía
de aquel buen tiempo pasado
que te armaron caballero
en el altar de Santiago:

mi padre te dió las armas


de bronce recién labrado;
flor de las cuadras reales,
mi madre te dió el caballo;
yo te calcé las espuelas,
porque fueses más honrado.

Pensé yo casar contigo:


no lo quiso mi pecado.
Casástete con Jimena,
hija del conde Lozano;
bien casaste tú, Rodrigo:
muy mejor fueras casado:

con ella oviste dineros:


conmigo ovieras estado;
dexaste hija del rey
por tomar la del vasallo.
Pues tu corazón lo quiso,
No tenemos más que hablarlo.

—Dexemos eso, señora,


que soy venido a otro trato.
—A ese trato que tú vienes,
a estas piedras dílo en alto,
que mi alma penaría
si me parase a escucharlo.

Quitóse así doña Urraca


cerrando el chico ventano;
tornóse turbado el Cid,
y a su hueste así ha llamado:

— ¡Afuera, afuera los míos,


los de a pie y los de a caballo!;

pues de aquella torre mocha


una vira me han tirado;
non trayé astil de fierro:
el corazón me ha pasado.
Ya ningún remedio siento
sino vivir malpenado.
6a )

Riberas de Duero arriba


cabalgan dos zamoranos;
divisas llevan de verde,
caballos rucios rodados,
ricas capas aguaderas
por ir más disimulados;

de un oro espadas al cinto,


de plata espuelas brillando,
con la adarga ante los pechos
y lanza al tercio en la mano,
por ese repecho arriba
arremeten los caballos.

37
Sigún voz del pueblo, son
hijo y padre bien nombrados,
que vuelven rienda a la loma
del real del rey don Sancho,
y llaman a grandes voces
con alta soberbia entrambos:

—¿Tendredes dos para dos,


caballeros castellanos?
—Con tal que no sean deudos
ni tampoco paniaguados
de Rodrigo de Vivar,
que nos tiene por hermanos.

—De los otros, ¡salgan dos,


salgan tres o salgan cuatro!
—A defender el ultraje
que a su hermana hace el rey Sancho.
—Y aun si cinco que salieren,
no les huiremos el campo.

Oídolo han tres condes,


que son entre sí cuñados,
y al desafío responden
prestos y envalentonados:

—Atendednos, caballeros,
que nos estamos armando.
En tanto que ellos se arman,
el padre al hijo va hablando:

—Volved, hijo, ora los ojos


a Zamora y sus andamios:
mirad dueñas y doncellas
cómo nos están mirando;

no miran de cierto a mí,


viejo como soy y cano,
mas miran a vos, mi hijo,
que sois mozo y esforzado:
si aquí fazéis como bueno,
seréis de ellas adamado.

Afirmáos en estribos,
terciad la lanza en el brazo,
y acometed el primero,
que el nombre os estáis jugando,
y el morir es solo un trance
que a cualquier mortal es dado.

Apenas esto diciendo,


ya los condes han llegado;
enhiestas traen las lanzas
con sus colgantes morados.
Vánse unos para otros:
fuertes encuentros se han dado.

El hijo derrueca a uno,


a otro el padre ha derribado;

39
el otro, de que esto ha visto,
vuelve riendas al caballo.
Ellos a trote medido
en Zamora se han cerrado.
7a )

— Hermano, hermano, ¿qué haces,


que nunca de mí te acuerdas?
Tres te he mandado a Toledo
mensajeros de mis penas
y cúanto tenerme fírme
en este trance me cuesta.

Van para cinco los meses


que encerrada aquí por fuerza
gente y nobles de Zamora
frente a Sancho me sustentan,
mientras no los venza tiempo
y fatiga y hambre negra.

41
Y en tanto tú, que en palmitas
el rey Almenón te tenga
y por huéspede de lujo
te dé regalo y vivienda,
y te olvides de hallar arte
que abra en este cerco brecha.

¿No cuidas, amor, librarme


por argucias o por tretas?
Andarás cazando liebres
por el Tajo y sus veredas,
o ¿quién sabe si el rey moro
de su harén te deje prenda?

Quizá si andarás holgando


con alguna en la ribera,
en vez de estar a mi lado,
que rey del reino tú fueras
y que casaras conmigo
como el corazón quisiera.

¿Qué estorban leyes de sangre,


si amor la ley desgobierna?
¿No sabes que allende, Alfonso,
donde va Nilo entre arenas,
casan hermana y hermano
y son ambos rey con reina?
¿Eh? ¿Qué es esto? ¿Quién sois vos,
de pronto aquí en mi aposento?
¿Quién os ha dado aquí entrada?
¿Qué me miráis en silencio?

—Señora, vuestros guardianes


me han conocido por bueno.
Dejad que los pies os bese,
que por bien vuestro aquí vengo.

—¿Qué bien es ése? ¿De dónde?


Solo de un sitio lo espero.
—De ése es el sitio de donde
vengo hasta vos de Toledo.

—¿De Alfonso? Dadme que lea,


dadme ya su carta y sello.
—No traigo sello ni carta,
que no era cuerdo traerlo:

si en el viaje me atrapan,
era siempre grave el riesgo
que lo cojan otras manos,
lo lean ojos ajenos.

—Ese riesgo y su prudencia,


mensajero, bien lo entiendo;
mas, entonces, su recado
¿cómo puedo yo saberlo?

43
—Fiando en mí, que escritura
no es el solo y mejor medio:
aprendíme de memoria
de pe a pa el parlamento,

tres veces al rey Alfonso


recitéselo de entero,
y para vuestros oídos
aquí recitarlo puedo.

—¿De su boca?, ¿por la vuestra?


En dudas me hierve el pecho.
Mas repetid lo que sea:
yo sabré reconocerlo.

—"Salve, Urraca, y testimonio


de mi doble amor recibe.
No he dejado un solo día
de pensar cómo acudirte.
No puedo de este cobijo
sin pena y daño escurrirme
ni juntar fuerzas que a Sancho
valieran a combatirle.
Solo un remedio he encontrado,
y en él te mando que fíes,
que es el de enviarte un hombre
que en mi fe es leal y firme,
tan osado y tan agudo
como este trance lo pide:
él hará la cosa justa
que de ese cerco te libre;
basta si le das tu venia
y, si hace falta, le asistes.
Sea por bien, y en mis brazos
pueda pronto recibirte."

Oídolo habéis, señora,


y a vuestro servicio quedo.
—¿Sois vos el hombre que dice,
leal, osado, discreto?
—El mismo, si no es que en otro
me ha mudado un contratiempo.
—Y ¿qué es lo que vais a hacer?
—No me preguntéis por eso.
—¿No he de saber qué se hace?
—Mejor se hará cuanto menos.
—¿Daré mi pláceme a ciegas?
—Fiad en mí y en mi dueño.
—Si es Alfonso el que os manda.
—No lo creáis o creedlo.
—Tu voz sonaba a la suya:
a mis oídos les creo;
con tal que el hecho no sea
vil ni alevoso ni feo.
—Baste con esto, mi reina,
que se nos escurre el tiempo:
ya quizá voces traidoras
por Zamora anden corriendo.
—Id pués. Mas ¿cuál vuestro nombre?,
que sepa a quién se lo debo.

45
—Mi nombre, señora, mucho
ganaréis con no saberlo;
si de esto escapo con vida,
acojáisme en vuestro seno.
8a )

—Rey don Sancho, rey don Sancho,


no digas que no te aviso,
que del cerco de Zamora
un traidor ha salido:

llámase Vellido Dolfos,


hijo de Dolfos Vellido,
a quien él mismo matara
y echáralo luego al río;

si traidor era el padre,


más traidor es el hijo:
cuatro traiciones ha hecho,
y con ésta serán cinco.

47
— ¡Amparo, guardias del rey,
dexadme entrar al amparo!:
de Zamora y de mi muerte
vengo huyendo desalado.

Tomadme preso y llevadme


que me postre ante el rey Sancho.
—¿Qué es esto, que a mi real
venís, hombre, en tal espanto?

—Sabed, mi rey, que en Zamora,


sólo porque fui osado
de votar por el rendirnos
y la ciudad entregarvos,

me han condenado en concejo


los fieles de Arias Gonzalo
por traidor, y, si no huyo,
ya fuera mi cuello al tajo.

¡Amparo, mi rey!: tomadme


por vuestro leal vasallo,
que, si de mí avéis piedad,
yo sabré cómo pagarvos.

Así vino a ser Vellido


flor de la hueste del rey,
que, según pasan los días,
más afición toma de él:

por señas que le da en prueba


o consejo que le dé,
al fin, ya viene a tenerlo
por el su amigo más fiel.

Una mañana de Otubre


salen solos del cuartel.
Ya por las lomas las viñas
sonrojándose se ven.

—Decidme pués, buen amigo,


que ya me acucia el saber,
el cantón ese por donde
la ciudad pueda prender.

—A pie lleguémonos ambos,


si lo tenedes a bien,
hasta los fosos aquellos
que vos mandastes fazer.

De aquí vedes, tras el cubo


que avanza, el portillo aquel,
que dicen el del Arena,
que yo vos digo que sé
que tiene el cimiento flojo,
que ya le quiebra el dintel:
con que una noche me dedes,
al caso, no más de cien,
sin más haré que se arrumbe
y que ancha brecha vos dé
por do toda vuestra hueste
pueda meterse a través;
que, estando los zamoranos
flacos de hambre y de fe,
con eso ya, si vos place,
poco más tendréis que hacer.

—Pláceme, mi buen Vellido,


y ya vueltas le estoy dando
a cómo vuestra propuesta
pueda bien llevarse a cabo.

Pero agora, de pasada,


vayámonos solazando
por aquellos choperales
que veo cabe el barranco.

—Por el soto de Valorio,


señor, venimos entrando.

— Pues toméislo a bien, Vellido,


en vos lo fío, que ha rato
me aprieta lo que no pueden
escusar reyes ni santos:
atendádesme aquí, mientras
a aquel recovo me aparto.

—Vayades, señor, sin cuita,


que aquí el secreto vos guardo;
y, si acaso para ello
vos estorba ese venablo...

—Esta de oro vana enseña


de poder que acá portamos,
ora para mejor uso
la encomiendo a vuestras manos.

—Él mismo me ha dado el trance


que yo buscaría en vano.
iA ello, corazón!, no tiembles,
ahíncalo hasta el resguardo.
¡Muere, rey! Tu alta soberbia
perezca por lo más bajo.

De espalda a pecho le ha hincado,


con la tierra lo ha cosido;
apenas si el rey muriente
ha dado un ronco alarido.

Voces dan por el real:

—A don Sancho han malherido;


muerto lo ha Vellido Dolfos.
¡Alarma, alarma!, ¡al huido!

Corriendo va como liebre


a las murallas Vellido.
El Cid, de que asma el caso,
se apresura a perseguirlo:
a pelo monta el caballo,
parte a galope tendido;
mas, de que llega a alcanzarlo,
Vellido, por el postigo
que se le abre, se escurre,
y entra a salvo en el recinto.

51
Párase el Cid ante el muro
querellándose:

— ¡Maldito
quien sin espuelas cabalga
y deja huir su destino!

Por las rúas, loqueando,


corre al palacio Vellido;
va cantando:

—Reina Urraca,
estés a lo prometido,
que ya a tu manto me acojo,
pues de ésta he escapado vivo.

Arias Gonzalo y dos guardias


lo han parado en el camino:

—Dáos preso, quien seades,


ni alcedes tal vocerío.

Al rüido, doña Urraca


de sus puertas ha salido:

—¿ Qué es este estruendo, buen Arias?


¿A quién traedes prendido?

—Prendido y amordazado,
no se oiga lo que dijo.
Dolfos es, el que se dice
que al rey Sancho ha malherido.
—Tenedlo preso, buen Arias,
hasta que se vea juicio:
si a mi hermano lo ha matado,
sepa Dios por qué lo hizo.

—Prisión no hay en Zamora,


ni hay seguro otro sitio.

—Metedlo en nuestras bodegas,


que secas están de vino.

—Tampoco es eso seguro:


dende ahí por un resquicio
bien puede un hombre escurrirse
a la cava del castillo,
y de ahí, por madrigueras,
salir a parar al río.

—Ténlo preso, Arias Gonzalo;


enciérralo donde digo;
y no andes tanto cuidando
de seguro ni peligro.

53
9 a)

En el real del rey Sancho


juntádose han los condes,
al lado de donde yace
su cuerpo entre cuatro hachones.

Tratando están en consejo


la venganza que se tome.
Fabló y el conde de Cabra,
bien oiredes sus razones:

—Cierto que el traidor Adolfos


mató al rey, que en gloria pose,
mas cierto que huyó y agora
dentro en Zamora se asconde:

55
si culpa él ha, culpa tiene
la ciudad que en sí lo acoge;
por ende, es justicia y ley,
y es de usanza entre señores,

que uno riepte a la ciudad,


por si ella al riepto responde.
Si uno de vosotros quiere
ser quien la riepte y provoque,

sepa bien que de esta junta


sustento avrá y alboroque
y armas de pro y de primor
con que a la lidia se afronte.

Callan todos, nadie habla,


fuertes dudas los recomen,
hasta que la mano ha alzado
ese bravo Diego Ordóñez:

—Yo seré quien cante el riepto


y lidie con quien lo estorbe,
que duelo del rey mi primo
no hay prueba a que no me arroje.

Dadme sopas, dadme vino


y el coraje que vos sobre;
dadme lanza, espada, adarga
y yelmo de cresta doble.
Ya han montado en la ladera
tablado de roble y pino
por de frente a la muralla
de Zamora enaltecido,
donde debe Diego Ordóñez
proclamar el desafío.

Ya ha asomado Arias Gonzalo


a la almena del castillo,
urdiendo su barba blanca,
bien al reto apercebido;
ya del real a buen paso
Diego Ordóñez ha salido:

armado de ricas armas


de hierro y bronce bruñido,
ya baja por el repecho,
ya al tablamento ha subido,
y desde allí a grandes voces
tales palabras ha dicho:

—Yo vos riepto, zamoranos,


por traidores fementidos,
pues de muerte del rey Sancho
culpa declaráis de fijo,
cuando habéis en vuestros muros
dado amparo al asesino.

Por ende, a cada uno y todos


y en concejo os desafío:
riepto a hombres y mujeres,

57
riepto a los viejos y niños,
riepto a los vivos y muertos,
los por nacer y nacidos;

riepto a los asnos y muías,


riéptovos el pan y el vino,
riepto a las zarzas del monte
riepto a las piedras del río:
si alguien esto me desmiente,
salga a lidiarlo conmigo.

Al reto Arias Gonzalo


de la almena del castillo
respondió bien alto y claro,
bien odredes lo que dixo:

—Ah Diego Ordóñez, fablades


por enojo desmedido,
mas sin saber qué decides,
como hombre de poco juicio:

¿qué culpa tienen los muertos


de lo que fagan los vivos?,
y en lo que los hombres fagan
¿qué culpa tienen los niños?;

¿qué culpa tendrán los peces


o las aguas de los ríos
ni las piedras de los montes,
que son cosa sin sentido?
Mas sabed que en las Españas
es de ley y de uso antiguo
que hombre que riepte a concejo
tiene que lidiar con cinco:

si vence a los cinco, queda


probado su desafío:
con uno que lo venciere,
el concejo queda quito.

Fincó, al oír, Diego Ordóñez


pálido y medio arrepiso;
mas ya, cobrando coraje,
de esta suerte ha respondido:

—Disculpad, Arias Gonzalo,


si la lengua se me ha ido:
queden fuera de traidores
piedras y muertos y niños;

mas de que sodes traidores,


en lo dicho me reafirmo,
y del uso me hago cargo,
y lidiaré con los cinco:

si me vencen, fincaredes
por limpios y desmentidos:
si yo los venciere a todos,
será verdad lo que he dicho.

59
Ya están en los arenales
donde el altar de Santiago
para la lid anunciada
marcando lindes al campo.

Ya cuatro jueces fieles


del uno y del otro bando,
dos del pueblo de Zamora
y dos de los castellanos,
a los trances de la liza
las leyes están fijando:

—Quien caiga fuera del cerco,


muerto, huido o derribado,
dése por vencido, y alce
el vencedor vara en mano;

si cayó uno de los cinco,


venga otro a remplazado;
si es el retador quien cae,
quede su reto por vano.

En el real Diego Ordóñez


para la lid se está armando.
Ante muros de Zamora
ha salido Arias Gonzalo:
de armas se reviste él mismo
y a sus hijos todos cuatro.

En esto, puertas afuera


doña Urraca acude al campo,
de sus damas mal tenida,
desmelenada y sin manto,
y a Arias Gonzalo se abraza
de los sus ojos llorando:

—¿Qué queréis?, ¿entrar en liza,


viejo como estáis y canso?
¡No tal hagáis, por mi vida!,
¡no echéis en mí tal embargo!
Dexad que lo lidien otros
que sean mozos y bravos.
—Señora, no me aflijades,
que aquesto es solo en mi cargo,
salir a lid el primero
a probar el reto falso;

y, si es verdad, que yo muera


sin verme así deshonrado
ni ver ante mí mis hijos
caer por nuestros pecados.

—Miémbresete, mi buen Arias,


que mi padre el rey Fernando,
previendo, al morir, mis penas,
me encomendó a vuestras manos,
porque en este mundo fuésedes
mi guarda, guía y amparo:
no queráis dejarme sola
en medio de mis quebrantos.

—Sea, hija, como mandas,


que me desarma ese llanto:
vayan delante mis hijos,
que yo a medias me desarmo.

Sé, Fernandarias, primero;


siga Pedrarias, si es caso;
sea Diegarias tercero,
y Rodrigarías el cuarto.
Si todos caído hubiéredes,
saldré el último a pagarlo.

63
Ya se enfrenta a Diego Ordóñez
Fernandarias el primero:
vueltas se dan uno a otro
buscándole al tiro el tiento;
vez y vez chocan arneses
y vez se apartan de nuevo.

Ya en un rebrinco a Fernando
la adarga lo ha descubierto:
lanza el otro al punto arroja,
que le ha atravesado el pecho;
caído del cerco afuera,
vara en alto alza don Diego.

Pedrarias salta a la lid,


de ira por su hermano ardiendo:
ya el uno y el otro han roto
lanza y lanza contra el hierro;
ya con espadas en alto
se dan tajos a voleo:

ya en uno Ordóñez le acierta


tal que le ha rajado el yelmo
llevándose oreja y más,
que lo echa fuera del cerco
con el pie, y alza la vara
clamando por el tercero.

Ciego de furia, Diegarias


del primer embate al suelo
lo tumba, mas él se alza,
y de un vaivén hombro y cuello
le ha tajado, y, derribado,
se echa a rematarlo presto;
mas Pedrarias, que revive,
ase un palo y, medio muerto,
se lo echa a los pies, que cae
de un traspiés fuera del cerco:
Diegarias alza la vara,
dando por falsado el reto.

Ya los jüeces fieles


dan paso adelante en esto,
separan los combatientes,
y, apartados en secreto,
disputando pros y contras,
toman entre sí consejo.

Largo rato lo debaten,


hasta que al fin dos de ellos,
zamorano y castellano,
avanzan del corro al medio,
y en voces acordes ambos
así dirimen el pleito:

—Visto el trámite del caso


y atendido el reglamento,
que es de fe que el retador
iba contra tres venciendo,
mas que en el tercer embate
se hubo de salir del cerco,
juzgando que lo uno prueba
y lo otro desmiente el reto
y por igual la verdad
queda partida por medio,

puesto que Dios no ha querido


que hablen de por sí los hechos,
acordamos en concordia,
lo que es el mejor acuerdo,
decidir no decidir
y dejar lo incierto incierto.
Por aquel postigo viejo
que ora ya está abierto al campo
vi salir pendón bermejo
con velos negros colgando
por entre hileras de damas,
señores y pueblo llano;

por el medio del cortejo


en andas lo van llevando
doce donceles de brío,
los hombros bien igualados,
el cuerpo de Fernandarias
en un féretro dorado;
largos llantos lo acompañan
de mujeres y de hidalgos:
unas gritan "¡Ay sobrino!"
otras "¡Ay mi primo hermano!";
otras por lo bajo gimen
"¡Ay mi fiel enamorado!"

Detrás del féretro viene


doña Urraca en crudo llanto
teniendo del brazo apenas
al buen viejo Arias Gonzalo:

—¿Quién os pagará la muerte


de la flor de vuestros años?
¿No vale ningún consuelo?

—Otros me dirán acaso


que, si me han matado un hijo,
aún me quedan otros cuatro;
pero él no era uno de ellos,
que es uno y solo Fernando.
¿A qué vos crié, hijo mío,
a veros muerto en mis brazos?

— ¡Malditas guerras y cercos


y particiones de estados,
que todos no valen un
pestañeo de sus párpados!
—Calledes, hija, no hagas
que yo me ahogue en tu llanto:
consuelo me queda vivo,
aunque otros lo llamen vano,
que, si él ha dado su vida,
sabía por qué la ha dado:

no murió por las tabernas


ni murió a tablas jugando,
que murió una clara muerte
por Zamora peleando.

—Tú sabes, Arias, y callas,


que ha muerto por mis pecados.

En éstas, ya el largo entierro


va por San Martín de Abajo,
todo a redor de Zamora
la muralla rodeando,
al par que de incienso y flores
del cerco borra los rastros,

hasta por Puerta la Feria


que éntre de vuelta en el casco
y cuesta arriba a la iglesia
mayor que es de Santiago
llevando el cuerpo sin vida,
donde deben sepultarlo.

Entre tanto, del real


de los altos de San Lázaro

69
va bajando larga tropa
de peones y caballos,
carros de armas y pertrechos
y altos pendones morados;

en medio de todos llevan


el cuerpo del rey don Sancho
guardado en fuerte ataúd,
como para viaje largo,
hasta en Cartuja de Osma
en donde habrán de enterrarlo.

Viendo venir esa tropa


por las laderas abajo
doña Urraca a su cortejo
ha mandado hacer un alto,
y hacia el otro se desvía,
sola, secando su llanto;

llama por Rodrigo Díaz,


que el ataúd va guardando;
acude él al punto y pára
por frente a ella en el vado,
y uno a la otra de lejos
mirándose quedan ambos:

—Salve a tí, Rodrigo, y gracias


si un punto ahí te detienes,
que nos digamos adiós,
por si nunca vuelvo a verte.
—Salve, Urraca, dueña mía,
por más que tan mal me quieres.
Llévome a tu hermano muerto:
vivas tú, y en paz te quedes.

—Si el cuerpo de Sancho llevas,


guarda que moscas le entren,
que el cuerpo no tuvo culpa
de su ansia de poderes.

—Guárdenos tu ángel y el mío


del querer ser más que eres.
—Si tú no eres rey, Rodrigo,
te toca cambiar de reyes.

—¿Cómo es ese juego, Urraca?


¿A cuál debo yo ofrecerme?
—Ni falta que yo lo diga:
Alfonso es el rey que tienes.

Rodrigo, si vas a Alfonso,


si a coronarlo asistieres,
llévale recuerdos míos,
que no me olvide y me deje.

—Antes de eso, dueña mía,


ha de jurar juro fuerte
que en la muerte de su hermano
no tuvo parte ni mientes.

—Eso se andará. No seas,


mi amor, más duro que eres;

71
mas, si lo fueres, los daños
que por serlo te cayeren,
¡vuélvanse luego los vientos
y que en bienes te los truequen!

Y adiós, que allí tu compaña


a voces ya te requieren,
y a que vuelva a nuestro duelo
me está esperando mi gente.

Adiós, Rodrigo, adiós, Cid,


que ya te llaman las huestes:
que en destierros y batallas
reliquia de mí te lleves.

—Adiós, Urraca: contigo


guardada en estuche quede
mi niñez y mocedades,
que el tiempo matarme quiere.

Adiós, torres de Zamora,


adiós, murallas y puente:
muy cara nos has costado:
¡así valgas lo que debes!

Firme fuiste a nuestro cerco:


cuando otras fuerzas te cerquen,
isepas igual rechazarlas
y sigas tan firme siempre!

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