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'Viento seco', 1953

En las primeras ocho páginas uno ya ha visto el infierno. Y faltan todavía sesenta.

Daniel Caicedo publicó la novela Viento seco en 1953, para relatar la masacre de Ceylán, uno de los
innumerables horrores ocurridos durante la violencia colombiana de los años cincuenta, precisamente
cuando el gobierno conservador de la época cometió el horror de poner a la fuerza pública a perseguir y
matar a los liberales.

El primer hecho asombroso, que muestra que de todas maneras Colombia tenía una fuerza moral
indoblegable, es que alguien haya sido capaz de escribir tan temprano una novela tan notable por sus
recursos literarios, y tan valiente por su contenido, para denunciar un hecho inhumano que comprometía
a la dirigencia nacional, cuando apenas estaban ocurriendo los hechos.

Viento seco no pertenece al canon de la literatura colombiana porque todavía ese canon parece dictado por
quienes quieren evitar que el país recuerde su historia y conozca la antigüedad de su tragedia.

Se entiende que el país bipartidista que surgió del abrazo de los jefes liberales y los jefes conservadores en
1958 haya procurado silenciar esos hechos. Tal vez pensaron que lo mejor para el país era olvidar lo que
había ocurrido en los años previos, que para aclimatar la paz era necesario olvidar las atrocidades que los
dos partidos habían cometido.

En las primeras páginas de esta novela no sólo se ven los crímenes que obraba la policía. Los campesinos
que intentan escapar a la masacre saben que no pueden aparecer en el pueblo con la ropa y el cabello
quemados a medias por el incendio, con la hijita casi asfixiada por el humo en los brazos, con el recuerdo
de los padres y los peones mutilados y calcinados, porque la calle central de Ceylán está llena de
detectives, la oficialidad estatal que apoya y ampara la masacre. Y los lectores vemos, no a unos
funcionarios, vemos al Estado, con su aparato de oficinas y de sellos, de papel membreteado y de cargos
públicos pagados con los impuestos de la ciudadanía, apadrinando el horror.

Ahora sabemos más que nunca que esas cosas no se debían ocultar. Que la única manera de impedir que
las atrocidades se repitan, y que el horror se instale como un huésped eterno en una sociedad, es dejar que
la literatura y el arte cuenten su verdad y ayuden a la comunidad a mantener la vigilancia. Porque no es
solamente la vigilancia de unos partidos, la vigilancia sobre un Estado propenso a la injusticia y poroso
para la corrupción, sino la vigilancia sobre la condición humana.

Lo que hacían en ese momento en Ceylán, en el Valle del Cauca, los conservadores, en otra parte lo
hicieron después los liberales, más tarde lo hicieron los guerrilleros, y finalmente lo hicieron con renovada
crueldad los paramilitares, bien ayudados por el Estado, precisamente porque somos el país de la
memoria borrada, del pasado escindido, el país del silencio obligatorio y de la conciencia trunca. Y el arte
está ahí, entre tantas cosas para ayudarnos a no perder la memoria y a no extraviarnos en la locura de la
indiferencia, que incuba y prepara siempre las masacres por venir.

Da miedo leer las sesenta páginas siguientes. Pero sé que es preciso leerlas, y leer Carretera al mar (1954)
de Tulio Bayer, y leer Lo que el cielo no perdona (1954) de Fidel Blandón Berrío, y Siervo sin tierra (1954)
de Eduardo Caballero Calderón, y Chambú (1948) de Guillermo Edmundo Chaves, y Cóndores no
entierran todos los días (1972) de Gustavo Álvarez Gardeazábal, y leer La mala hora de Gabriel García
Márquez, todas las grandes novelas de la violencia colombiana, desde El día del odio de José Antonio
Lizarazo hasta La resignada paz de las astromelias (2002) de Rubén Darío Zapata Yepes. Y leer todos los
libros testimoniales que se han escrito valientemente en las últimas décadas, empezando por La violencia
en Colombia de monseñor Germán Guzmán y Eduardo Umaña Luna; leer los hermosos y poderosos libros
de Alfredo Molano, y los valientes libros de Arturo Alape, y los incontables libros con que el talento y la
conciencia de Colombia han querido vacunarnos contra el horror, salvarnos de la locura, que, como decía
Schopenhauer, es la pérdida de la memoria.

Esta novela, Viento seco, de Daniel Caicedo, tiene sesenta años, está cumpliendo sesenta años. Veinte años
menos de los que está cumpliendo la violencia en Colombia, que ha recibido tantos nombres a lo largo del
tiempo, pero que algún día recibirá su nombre verdadero.

Y la razón principal por la cual conviene leer todo esto, no es para atizar odios, ni para perpetuar
resentimientos, ni para buscar culpables, ni para cazar brujas, sino para saber a qué atenernos frente a la
condición humana, para entender que somos humanos, y que, como decía Wells, “nadie puede ser nada
peor”.

Que por eso el Estado no puede jugar al juego espantoso de seguir favoreciendo intereses privados, que la
fuerza del Estado no está para maltratar a los ciudadanos ni para castigarlos por sus opiniones ni para
perseguirlos por sus creencias ni para ofenderlos por pensar distinto.

Que el Estado está para aplicar y hacer respetar unas leyes nacidas del consenso, que de verdad
representen un contrato social, que sean una respuesta a las necesidades y sean dictadas en defensa de los
derechos de las mayorías.

Da miedo leer las otras sesenta páginas. Pero debe dar más miedo no leerlas.

*William Ospina

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