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Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 1

Pere Gimferrer

Itinerario
de un escritor
Traducción de Joaquín Jordá

EDITORIAL ANAGRAMA

BARCELONA

Título de la edición original:


Valències
Edicions 3 i 4
València, 1993

Selección de textos aprobada por el autor

Portada:
Julio Vivas
Ilustración: foto © Guillermina Puig

© Pere Gimferrer, 1993


© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1996
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona

ISBN: 84-339-0523-6
Depósito Legal: B. 711-1996

Printed in Spain
Libergraf, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 2

Itinerario de un escritor
Pere Gimferrer
EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA, 1996
ISBN: 84-339-0523-6
183 páginas

Este volumen reúne diversos textos breves en los que Pere Gimferrer aborda los tres campos
artísticos que mayor influencia han ejercido en su particular itinerario de escritor: la literatura, el
cine y las artes plásticas.
Abre y da título al libro una rememoración de lecturas y experiencias que conducen a la
vocación literaria del escritor, y siguen sendos ensayos sobre el teatro de Racine y el clásico de la
literatura erótica Mi vida secreta. Las páginas centrales del volumen las ocupan dos textos
dedicados al cine: a su relación con la literatura y a la evolución de este arte en los Estados Unidos.
Finalmente, Gimferrer reflexiona sobre la obra de artistas fundamentales como Fortuny, Gaudí,
Miró, Tàpies y Saura.
Los textos aquí recopilados son de procedencia diversa, conferencias y ensayos, que el autor ha
pronunciado o escrito entre 1971 y 1993. Son por tanto páginas representativas de dos formas de
expresión literaria que Gimferrer reivindica por igual: «La coexistencia de textos hiperescritos y de
textos de estilo oral tal vez da idea de dos formas de expresión igualmente mías, tanto si se trata del
producto de grabaciones magnetofónicas como si responde a una compleja redacción escrita.»
Este libro es, en definitiva, una buena muestra de la excepcional estatura intelectual de Pere
Gimferrer y de las pasiones de las que se nutre su itinerario de escritor.

Pere Gimferrer (Barcelona, 1945) inició su carrera literaria como poeta,


primero en castellano, con títulos como Arde el mar (1966) y La muerte en
Beverly Hills (1968), y posteriormente en catalán, con obras como Mirall,
espai, aparicions (1981), que reúne su producción hasta 1980, El vendaval
(1988) y La Ilum (1991). Ha escrito además los dos volúmenes del Dietari
(1981 y 1982), la novela Fortuny (1983) y ensayos como Lecturas de
Octavio Paz (1980), galardonada con el Premio Anagrama y publicada en
esta colección. En 1995 se ha empezado a publicar su Obra Catalana
Completa. Ha recibido numerosos premios y desde 1985 es miembro de la
Real Academia Española.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 3

A Martín de Riquer

EXPLICACIÓN

Este libro no existiría sin la simpatía personal y el vigor editorial de Eliseu Climent, la tenacidad
de Joaquim Noguero y el empuje inicial de Jordi Castellanos. En él reúno mis textos dispersos
escritos o dichos originariamente en catalán, excepto algunos (sobre Joan Brossa o Marià Manent)
que deben integrarse en otro volumen de características diferentes. La ordenación no es cronológica
sino temática, y es obra de Joaquim Noguero. La coexistencia de textos hiperescritos y textos de
estilo oral tal vez da idea de dos formas de expresión igualmente mías, tanto si se trata del producto
de grabaciones magnetofónicas como si responde a una compleja redacción escrita.

Barcelona, 11 de septiembre de 1993


PERE GIMFERRER
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 4

ITINERARIO DE UN ESCRITOR1

En primer lugar, quiero empezar agradeciendo al Ateneo la oportunidad de hablar en este acto
inicial, cosa que no puedo dejar de considerar un honor por todo lo que el Ateneo significa en la
vida de Barcelona y en mi experiencia personal, en la cual lo encuentro especialmente vinculado a
la figura de escritores que respeto y, en especial, a la de Josep Vicenç Foix, a quien rendimos un
homenaje en este mismo salón de actos, poco antes de morir. Una vez manifestado mi
agradecimiento, pasaré al tema de la conferencia que intentaré exponer.
Cuando digo «Itinerario de un escritor», me estoy refiriendo, desde un punto de vista impersonal,
a mí mismo. Pero sólo sería adecuado hablar de mí mismo en un cuestionario hipotético dedicado a
estudiar lo que he escrito. Lo que intento mostrar en la exposición es cómo nace en general una
vocación literaria, en qué consiste la vocación literaria, qué es, por tanto, en definitiva, la vocación
de escritor y qué es escribir desde la perspectiva de la experiencia de cada individuo. También, y ya
particularmente, quiero explicar qué ha sido una vocación literaria en una época y en un país
concreto, o sea, en la Barcelona de una generación nacida pocos años después, como es mi caso, de
la guerra civil. Aunque no será una exposición histórica o sociológica, alguno de estos elementos
estará sin embargo presente. La explicación irá unida a la exposición de mi experiencia personal,
pero sólo en aquello que sea ilustrativo de las líneas generales: qué es una vocación literaria, cómo
nace, cómo se desarrolla y qué representa en el marco que vivió mi generación.
He dicho más de una vez que el primer impulso que lleva a querer escribir es mimético.
Escribimos porque queremos imitar y reproducir algo que nos ha gustado de la lectura. Esta
afirmación necesita una aclaración ya que, aunque hay que decirla, no está bien formulada.
Está claro que escribimos para expresarnos y que leemos para llegar, también, a expresarnos.
Pero, analicemos este hecho más de cerca. ¿Qué leemos? ¿Qué determina que imitemos lo que
hemos leído? Hay que distinguir dos niveles. Un niño, y más adelante un muchacho, puede leer
determinadas cosas y recoger de ellas determinadas impresiones. Hay mucha relación entre el tipo
de libros que tiene oportunidad de leer y el tipo de enseñanza que recibe. Esta lectura puede crearle
la necesidad de imitar lo que ha leído, que puede llegar a confundirse con una necesidad de
expresarse a sí mismo. Durante mucho tiempo no podremos expresarnos a nosotros mismos si no lo
hacemos a través de aquello que nos ha gustado. Imitaremos lo que nos ha complacido en otros
autores y que, inevitablemente, en este contacto inicial, habremos entendido o experimentado mal y
en otra lectura habremos captado muy bien.
Cualquier niño comienza leyendo libros propiamente infantiles, que pueden ser de aventuras o de
cosas semejantes, pero que todavía no despiertan un impulso mimético excesivo. Hay un paso más
importante, o por lo menos lo hubo en mi generación: la lectura de adaptaciones de obras clásicas
para niños. Y, hablando de este tema, no quiero olvidar una cosa que algunas personas que tengan
mi edad recordarán: las ilustraciones que acompañaban las adaptaciones de obras clásicas que
publicaba la editorial Araluce. Muchas eran de Segrelles y el texto de María Luz Morales tenía en
ellas una importancia considerable. Durante mucho tiempo, hasta que no se me formó una
conciencia adulta de lector, para mí la Odisea era, sobre todo, la Odisea de Araluce. Éste es un nivel
que nos mantiene, todavía, en un terreno infantil, casi escolar.
El momento más importante es el momento en que, después del primer impulso, se empieza a
leer obras que pueden considerarse genéricamente literatura seria. Quiero destacar que, en mi caso
concreto (esto lo cito sólo a modo de anécdota, pero tiene relación), el primer impulso de escribir lo
tuve hacia los siete u ocho años y consistió exactamente en novelar, con mayor o menor acierto, una

1 Conferencia inaugural del curso académico 1989-90 en el Ateneo Barcelonés. Ateneo Barcelonés, 1989.
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película del Far-West, un western que había visto en un cine de pueblo. Este hecho sólo es un
indicio de la fascinación que ofrecía el mundo cinematográfico para una persona de mi generación,
y que era muy diferente de la que podían sentir aquellos que, como Sebastián Gasch o Guillermo
Díaz-Plaja, reivindicaron el cine durante la época de antes de la guerra y elevaron a la categoría de
arte culto un producto que hasta aquel momento era menospreciado. Por ejemplo, la reivindicación
más clásica era la de Chaplin, que se llevó a cabo de manera tan insistente precisamente porque,
desde un punto de vista externo, Chaplin era un clown, y, por tanto, alguien que no pertenecía a la
categoría del arte noble; lo que se pretendía era demostrar que Chaplin, muy al contrario, era arte,
arte noble.
Decía que mi caso fue otro. Para mi generación, el cine era un producto que ya existía. Era un
dato, un hecho establecido que no había que reivindicar como expresión artística porque para
nosotros era natural que lo fuera y así lo considerábamos. Pero ya he indicado antes que todo esto es
anterior al momento en que empieza el aprendizaje de lo que podríamos denominar literatura adulta.
Aquí sí que tengo que hacer una consideración. En mi época, la enseñanza de la literatura sufría de
una carencia que actualmente ha desaparecido. Entonces, los libros de texto comenzaban
explicándonos la literatura griega y latina. Después la medieval, y seguían por orden cronológico
hasta llegar, como mucho, a finales del siglo XIX. Por ejemplo, en el campo de la literatura
castellana, llegábamos hasta Núñez de Arce y Echegaray, y no exagero. A duras penas llegaban a
hablar de Rubén Darío. Estudiábamos, pues, en sentido inverso no sólo a la curiosidad de los niños,
sino también al posible poder de asimilación. El niño, o por lo menos nosotros, es decir, mis
compañeros de curso y yo, sentíamos la curiosidad de saber qué escribían las personas que tenían la
edad de nuestros profesores. En cambio, nuestro interés por conocer lo que escribían las personas de
la Grecia antigua o la Castilla del siglo XVI era relativo. Eso se comprende porque, por otra parte, a
esa edad no puede entenderse realmente el valor de la Divina Comedia, ya que es un tipo de lectura
que requiere otra disposición y no es fácil asimilarla como la literatura contemporánea. En realidad,
no nos engañemos, la inmensa mayoría de personas lee, sobre todo y casi exclusivamente, literatura
contemporánea.
Actualmente, la pedagogía ha cambiado mucho, tanto que he llegado a encontrarme con el caso
curioso de que un chico que vive en mi misma escalera me hizo una entrevista, con una finalidad
pedagógica, relacionada con mi obra poética y pude comprobar que conocía bastante bien mi
producción pero que le habían hablado muy poco de la Divina Comedia.
Ha habido, pues, una tendencia a invertir esta perspectiva. Centrémonos, sin embargo, en aquel
momento. Yo tengo, por ejemplo, once o doce años y empiezo a estudiar literatura en serio. Existe
un determinado plan, más o menos acertado, que comienza por los clásicos. Es evidente que los
clásicos sólo pueden ser asimilados de una manera parcial y que el impulso mimético que derivará
de su estudio será incompleto. Pese a todo, comienzo a leerlos.
Antes de continuar, conviene recordar un hecho: todo esto pasa cuando yo tenía doce años. Nos
situamos, pues, en torno al año 1957, y a los trece años en el 58. Para mí, la encrucijada es el 58.
¿Qué pasaba ese año para un chico de trece años? ¿Qué era Barcelona?
Aquí hay gente mayor que yo, gente más joven que yo y gente de mi edad. Pero, pese a todo, tal
vez sea interesante dibujar un perfil de lo que significaba Barcelona para un chico de trece años en
el año 58. En primer lugar tengo que decir que mi generación es especial, porque es la única
generación europea nacida después de la Guerra Mundial que ha vivido desde la infancia el
fascismo como única realidad conocida. No volveré a insistir sobre este punto, pero no olvidemos
que es un caso único en Europa y poco frecuente en el mundo. Podríamos recurrir al ejemplo de
Paraguay, y encontrar paralelismos, pese a todo, con la cotidianidad estalinista. Iosif Brodsky, el
premio Nobel soviético, describe Leningrado de una manera que, en cierto sentido, se parece a
Barcelona vista con los ojos de un niño de diez, doce o trece años, sobre todo por una sensación de
impostura en el sentido de que lo que se decía era algo en lo que no creía nadie. Muchos lo habían
hecho pero, en aquel momento, el año 58, ya no tenía credibilidad y todos lo manifestaban. Me
refiero, claro está, a verdades oficiales que ya nadie admitía. Esta sensación la he encontrado y la he
compartido en aspectos autobiográficos de Brodsky cuando habla de la experiencia del Leningrado
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 6

de posguerra. Eso sí que sorprende realmente.


Esa uniformidad, esa impostura en la que ya nadie creía, pero que, pese a todo, existe, tenía
también otra característica: era monolingüe. Yo aprendí a nombrar las cosas, la mesa, el jardín, la
calle, el jarrón, en catalán. Volví a aprenderlas de nuevo, pero esta vez en castellano. Y, en casa, de
las dos maneras. El castellano era la lengua que aprendía en la escuela pero que sólo hablaba en las
horas de clase. Eso también conviene subrayarlo, porque, aunque se sepa, quiero recordar que el
catalán era una lengua de habla pero no una lengua de clase. De modo que en este efecto compacto
de impostura había muy pocas cosas que flotasen, que destacaran. Sólo la impresión era muy
homogénea. He tenido también esta sensación leyendo una novela de otro premio Nobel, Milosz,
sobre la vida en la Varsovia comunista.
Era un bloque donde había muy pocas cosas que sobresalieran de este juego de la impostura. Una
de ellas era la presencia, al lado de las efigies de Franco y de José Antonio Primo de Rivera, de
unos extraños carteles que creo que había colgado el PSUC o el Partido Comunista de España,
según los casos, y que anunciaban la jornada de reconciliación nacional y la huelga pacífica
revolucionaria. Bastaba con leer los carteles para ver que aquello no tenía nada que ver con la
realidad y que no se produciría. No habría ningún tipo de reconciliación en aquellos términos y en
aquellos momentos, y menos aún ninguna huelga pacífica. Recuerdo también una inscripción que
decía simplemente: «Català a l'escola.» Ésta era mucho más subversiva; se anunciaban una
reconciliación nacional o una huelga pacífica revolucionaria tan utópicas que no alteraban en nada,
no llegaban a reventar ni a perforar en ningún sentido aquella superficie compacta de impostura.
Con el «català a l'escola» se daba una realidad tangible, aparentemente no realizable, y,
precisamente por este motivo, era más subversiva. Estaba más relacionada con nuestra cotidianidad
y con las posibilidades inmediatas de subversión.
Este hecho va unido a la circunstancia de que el catalán como lengua sólo tenía una existencia
coloquial y excepcionalmente había algún libro en catalán que podía haber leído en librerías de
lance o en la biblioteca familiar. Recuerdo perfectamente, todavía lo tengo muy presente, que a una
edad muy remota de mi infancia, tal vez tenía seis o siete años, venía una visita a casa y decía: Hay
una librería que tiene libros en catalán. Ahora he olvidado dónde estaba, pero era cerca de la plaza
de Urquinaona. Ya no estaba prohibido vender libros en catalán, ya que mi recuerdo se inicia a
partir del año 50 y los libros catalanes dejan de estar prohibidos aproximadamente el año 47. Pero,
pese a estar autorizados, eran poco frecuentes, casi exóticos, y se destacaba el hecho de que hubiera
una librería con libros catalanes, de la misma manera que hoy destaca que se vendan determinados
vídeos poco corrientes, cintas importadas o discos compactos o especiales.
Este contexto hizo que sólo se aprendiera literatura castellana y, especialmente, literatura
castellana clásica. Es evidente que yo no podía percibir ninguna escuela si no era en términos de
caricatura. Del teatro clásico castellano, por ejemplo, sólo podía captar una derivación caricaturesca
y, en definitiva, casi identificable con los pastiches modernistas que se hicieron después. Al nivel de
la percepción de un escolar, la diferencia del teatro en verso de Calderón y el teatro en verso de
Villaespesa es prácticamente inexistente. Lo que llama la atención es una sonoridad verbal y una
determinada atmósfera, una creación de ambientes. Estas características, a este nivel tan primario,
son comunes a Calderón y a Villaespesa y no puede haber jerarquía estricta.
Hablemos, sin embargo, de algo más serio. Hablemos del intento de hacer una literatura adulta,
que no podía surgir sólo porque te gustara la capa y espada de Calderón o la cadencia de
Villaespesa. Ocurría por dos motivos. Uno, esencial, fue el descubrimiento de Rubén Darío. Este
descubrimiento no se produjo sólo en mi caso, sino que también se dio, anteriormente, en Vicente
Aleixandre, Josep Carner y Josep M. de Sagarra. De éstos tengo la certidumbre y, seguramente,
también fue el hallazgo de otros muchos. Todos nosotros, me estoy refiriendo a los que nacieron en
el año 1880 y algo más tarde, como Carner, y muchos más, incluido yo mismo, que nací en el año
1945, descubrimos la verdadera poesía con Rubén Darío. Ahora no lo sé, porque no puedo ponerme
en el lugar de un chico que tenga actualmente trece años, pero, para un chico de trece años en el año
58, como cuando los tenían Carner o Sagarra o Aleixandre, Rubén Darío seguía siendo el poeta más
actual. Claro está que había poetas más nuevos, más sorprendentes, que pese a todo se podían leer.
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Recuerdo a Rilke y a alguno catalán, como Foix, que era difícil de encontrar. De los castellanos del
27, no de todos, había alguno accesible, Aleixandre, Salinas, y otros que eran difíciles de encontrar.
Pero el que más llamaba la atención era Rubén Darío, porque era el que reunía el tipo de calidad
sonora que había encontrado en Villaespesa y en Calderón, pero mucho más refinada. En Calderón,
los niveles de significación eran demasiado complejos, y los separaba una distancia demasiado
grande en el tiempo para poder estimular mi imaginación infantil.
También tenemos que definir la literatura que rodeaba el año 58. En lo que se refiere a la
catalana, había poca cosa que yo pudiera captar. Foix, que era el que más me interesaba de los
poetas que yo había podido leer en antologías, sólo era conocido por unas ediciones muy
confidenciales que sólo podían comprarse, según supe más adelante, en una determinada librería de
la calle Pelayo y, por tanto, existía más como poeta leído en antología. Riba sí existía. Era el poeta
que tenía más presencia junto con Sagarra, pero Sagarra era otro tipo de escritor. Era más conocido,
quizá, por su teatro que por la poesía lírica o, en cualquier caso, era un tipo de poesía diferente de la
que yo intentaba hacer. Riba era real pero era un tipo de escritor que me quedaba más lejos. Lo
respetaba mucho, pero para mí era lo que en la literatura castellana fue Jorge Guillén: un tipo de
escritor que no era el tipo de escritor que yo quería ser entonces.
Pero no hablemos ahora de la gente mayor como Riba o Aleixandre. Hablemos de la gente que
en el año 58 se hallaba en plena actualidad. En aquel año, dejando de lado figuras como Riba o
Aleixandre, que venían de antes de la guerra, la literatura más actual era la literatura social que,
pese a que se basaba en la contravención de la impostura que la rodeaba, y desde este punto de vista
me habría podido inspirar curiosidad, tenía también un desinterés absoluto por el tipo de
transgresión que habría podido atraerme respecto a aquella impostura. La única excepción era un
poeta injustamente olvidado en la actualidad, Blas de Otero, que era realmente un gran poeta, como
lo demostró en los libros que publicó en aquellos años. Con esta única excepción importante, la
mayor parte de aquella poesía no me interesaba porque, pese a que impugnaba la literatura
ambiente, lo hacía desde un punto de vista que yo no sentía posterior sino anterior a lo que podía
atraerme de los poetas de la generación de Foix o de Aleixandre. Por tanto, el impulso realmente
mimético que nace en mí hacia el año 58 era el de escribir poesía como Rubén Darío. Tenía unas
referencias todavía imprecisas pero claras. Claras, en el sentido de la interpretación poética;
imprecisas, en el sentido de la historia literaria, de lo que es la poesía de vanguardia, de lo que podía
llegar a vislumbrar en los versos de Aleixandre, en lo que había podido leer de Foix y en los
fragmentos, no me atrevería a decir más, de cosas leídas, como un poco de Rimbaud y de Rilke.
Todo, sin embargo, lo había leído de manera muy irregular y en contadas ocasiones, porque la
difusión de la literatura extranjera y, por otra parte, el conocimiento de lenguas extranjeras, era muy
escaso. La difusión dependía mayoritariamente de la pervivencia de libros de antes de la guerra o
bien de la importación de libros, principalmente de Argentina. En este contexto se produce, en el
año 58, mi primer intento. Como intento no salió bien, pero sí lo hizo la plena conciencia de escribir
poesía adulta que, evidentemente, no podía tener valor literario, sino que tenía que ser un impulso
mimético muy imperfecto. Pero ya era un intento de expresarme por otro camino que la mimesis de
Rubén Darío, y eso hay que destacarlo. No es que yo escribiera, como escribieron otros, poesía
modernista. Ya veía que no podía ser así, porque comencé, por ejemplo, escribiendo versos libres
endecasílabos, pero tampoco intentaba escribirlos a la manera de Rubén Darío. Lo he hecho más
adelante, y todavía sigo haciéndolo a veces.
El impulso inicial era escribir versos libres, porque se veía que el verso libre era característico de
nuestra época. Tenía la impresión del mundo que se podía captar, por un lado, de la vanguardia y,
por otra, del modernismo. Así, más o menos, se abre un período que discurre entre el año 58 y el
año 62, o sea, entre mis doce y trece años y los dieciséis y diecisiete.
Hacia los dieciséis años, casi diecisiete, se produce un momento en el que escribo una poesía que
no sólo es adulta en la intención, sino que, más o menos lograda, es adulta en el resultado. Puede
considerarse aceptable o no, pero es un resultado adulto y puede ser valorada desde este punto de
vista. Mientras tanto, he podido leer más cosas, porque son los años en que se empieza a leer más
libros extranjeros, ya que circulan más. Leo a Saint-John Perse, un poco de Eliot y, aunque sea
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confusamente, se produce ese mínimo de comunicación con la poesía exterior. La realidad, durante
estos años hasta el 62, es casi inmutable. En el año 62 hay una grieta con la huelga de Asturias,
pero, aunque es un hecho que en aquel momento impresionó, no tuvo una repercusión inmediata en
la sociedad. Afectó, sin embargo, muy de cerca a profesores míos de la Facultad de Derecho, ya que
hubo algunos sancionados y otros que fueron objeto de diversas medidas o polémicas. Todo eso, sin
embargo, y también la literatura, discurre muy al margen de la sociedad.
Recuerdo que en el año 63 Salvador Espriu lleva a cabo una lectura del Llibre de Sinera, que
entonces era una primicia. La da en la Facultad de Derecho, en el segundo curso, donde yo estaba,
el curso 62-63. Era una tarde en que llovía bastante, pero, pese a todo, por mucha lluvia que cayera,
el hecho es que en aquella lectura había muy poca gente. Y puede que me falle la memoria (no me
gustaría ser injusto) pero me parece que allí sólo había dos representantes del profesorado, aunque
tal vez había alguno más que se me ha escapado de la memoria. Los que yo recuerdo con seguridad
son el doctor Font i Rius, catedrático de Historia del Derecho, y el doctor Ángel Latorre, catedrático
de Derecho Romano.
El resto eran unos cuantos alumnos y algún antiguo compañero de curso de Derecho de Salvador
Espriu. Ahora bien, sólo tenemos que pensar que no hace muchos años Espriu tenía un gran poder
de convocatoria que después perdería. Pero ésta es otra cuestión en la que no entraremos. El hecho
es que por primera vez se produce la lectura del Llibre de Sinera, y por mucho que argumentemos
que llueve y que somos cuatro gatos, la velada es significativa. Este tipo de poesía, tanto si
hablamos de Espriu como si lo hacemos de Blas de Otero, autores que en aquel momento parecía
que escribían poesía social, aunque ninguno de los dos escribía realmente poesía social, se producía
muy separada de la sociedad.
Esta circunstancia me recuerda el punto de vista de Brosdky cuando habla de su experiencia
como poeta no oficial en Leningrado. Es una época realmente turbadora, realmente curiosa. En
definitiva, ¿qué pasaba? A propósito, el Libro de Espriu se vendía a un precio bastante alto y no se
podía encontrar, y el libro de Blas de Otero, Ancia, que causó mucha impresión, se vendía
exactamente a 95 pesetas, un precio muy elevado para la época. El libro se encontraba en tan pocas
librerías que creo que sólo recuerdo una, la librería Porter. Pese a ello, no era un libro clandestino
sino publicado por Puig i Palau. Ocurría simplemente que Albert Puig i Palau carecía de
distribución, más por motivos puramente industriales que por razones de censura. Era un libro
costoso, porque el público de poesía, el de la literatura seria, era un público muy reducido, aunque,
también hay que decirlo, el gusto del público ha variado mucho. El tipo de narrativa que se leía
entonces era mediocre, aunque había bastante gente que leía novela tradicional buena, como Baroja.
En cambio, en lo que respecta a la literatura más reciente, a la literatura actual, el gusto ha mejorado
sensiblemente en todo el país y no sólo en Barcelona,
En aquel contexto, pues, hay un intento de hacer un tipo de literatura. ¿Qué tipo de literatura?
Una literatura lo más actual posible, lo más diferente posible de la impostura que la rodeaba y, en
consecuencia, lo más cosmopolita posible. Algún factor de ingenuidad debía de existir en ello,
quizá un poco provinciano, como el de los rusos del siglo XIX que querían parecer franceses:
escribir una literatura cuanto más diferente mejor de la que se hacía en la Península Ibérica. Eso se
explica por el rechazo a la impostura y a la tendencia a encerrarse en sí misma, tendencia que las
literaturas de la Península Ibérica siempre han tenido y que tal vez era más acentuada en el caso del
castellano. Pero también está presente en la literatura portuguesa e incluso en la catalana. Está claro
que hay episodios vanguardistas, éstos siempre se dan, y tienen mucha importancia en los años
veinte y treinta, pero no representan la tónica general de las literaturas de la Península Ibérica.
Todo eso tenía que producir, pues, de una manera imperfecta, una literatura que no iba
directamente contra el entorno social, sino que era una protesta indirecta que no era política, sino
estética. Lo que nos motivaba era, por un lado, el rechazo de lo que nos rodeaba, en la medida en
que, además de falso, era feo y aburrido, y, por otro, el deseo de reproducir aquello que,
contrariamente a lo feo y aburrido, era brillante, vistoso, atractivo y, digámoslo claramente, bonito;
y que se encontraba en la literatura que habíamos leído.
En el momento en que eso ocurre todavía no se ha desencadenado mayo del 68 ni se vive el
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Londres de los Beatles; Europa no ha salido del mundo del existencialismo y del debate entre
existencialismo y marxismo. Siguen dominando Bertolt Brecht y Lukács, que parecen ser los puntos
de referencia ineludibles y que todavía lo eran para un tipo de gente que nos rodeaba. Yo leí a estos
autores en su momento y me interesaron. Pese a todo, ya me parecía que eran cosas de otra época y,
en cierto modo, lo eran.
El hecho de que aquí la posguerra fuera muy diferente, por motivos evidentísimos, de la
posguerra en el resto de Europa, no significaba que la literatura del país marchara a un ritmo muy
diferente de la europea. Aquí, y también en Italia por otros motivos, se dio una prolongación de los
debates sobre el existencialismo y el marxismo, más allá de sus límites naturales. En realidad, estos
debates terminaron al filo de los años sesenta cuando, por lo menos en su núcleo principal, que era
París, ya habían finalizado. No nos engañemos. En aquellos momentos, ni Londres ni Nueva York
contaban demasiado para una visión europea. Puede que sí para un pintor pero no para un escritor.
Por consiguiente, en el marco de estos debates obligados, ¿cuál era la situación del escritor ante la
creación literaria? Éste es el tema esencial, el tema de la tradición literaria: lo que nosotros
queremos introducir, producir, lo que nos ha impresionado, lo que, en definitiva, queremos imitar.
La tradición literaria puede ser vista de dos maneras. O bien sólo consideramos la lengua, o bien
consideramos más ampliamente toda la literatura y exceptuamos la lengua. En el caso concreto de la
lengua, mi educación literaria había sido básicamente en castellano y tenía suficiente respeto por el
catalán para pensar que, sin una educación literaria seria, no podía escribir en catalán. Lo que ocurre
es que, por otra parte, lo que una persona escribe en una lengua determinada origina un personaje
concreto y sólo eso puede ser la clave de la historia. Todos los escritores sabemos que el autor de
nuestros escritos no somos nosotros, no es el individuo que aparece en el registro civil, sino otro
personaje, el autor de los textos. Esto lo ha sintetizado muy bien un escritor que ha muerto no hace
mucho, Jorge Luis Borges, al decir: «Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas.» Y yo digo:
la persona que habla, el yo que habla en un poema o en un texto literario, sólo somos nosotros en un
cierto sentido, aquello que Juan Ferraté, hablando de Gil de Biedma, ha denominado el personaje
fantasmal del escritor, es una proyección de nosotros.
En mi caso personal, y en el de otra mucha gente de mi generación, este personaje literario
comienza expresándose en castellano. Esta situación da lugar a una serie de posibilidades, una serie
de perspectivas diferentes al caso de empezar a escribir en catalán, pero también nos lleva a un tipo
de evolución natural en virtud de la cual, a fines del año 69, el personaje que expresa en castellano
mi poesía en cierto modo ha cerrado un ciclo. Y descubro que, para pasar a otro momento y por
razones estrictamente literarias, y no me refiero ahora a razones morales ni políticas, sino a razones
estrictamente estéticas, es preciso que hable en la lengua en la que aprendí a designar las cosas.
El yo poético, para utilizar una expresión conocida, nunca será identificable ingenuamente con el
yo genuino, nunca será la persona del escritor corriente. La distancia que existe entre la persona y el
autor de los textos es diferente en el caso de la lengua propia, de la lengua materna, o en el caso de
una lengua aprendida, por muy cerca de uno mismo que se encuentre esa lengua. En el caso del
castellano, yo no soy de los que creen que traduzco mentalmente. Cuando hablo en castellano
pienso simplemente en castellano, y no estoy traduciendo mentalmente del catalán.
Si la lengua con que se escribe es la lengua materna, el personaje literario tiene otro aspecto. Eso
es lo que me ocurrió a mí cuando, en el año 70, empiezo a escribir en catalán porque el ciclo poético
del personaje que se expresaba en castellano había indicado por sí mismo la necesidad de
expresarse en primera persona y en la que más se acercaba al núcleo de la intimidad esencial. Eso,
está claro, va unido a una determinada concepción de la poesía, Si establecemos la poesía sobre la
concepción de la base de la convencionalidad, la convencionalidad existe siempre en el arte, y la
poesía basada en la convencionalidad puede ser excelente, puede llegar a ser incluso un instrumento
estratégico si siempre se utiliza la lengua muy alejada de la lengua originaria o dentro de la lengua
originaria una lengua muy alejada del coloquialismo.
De lo que acabo de exponer, hay ejemplos como los de los poetas que han escrito en francés, en
inglés o en latín, cuando el latín ya no era una lengua viva, por elección propia. Pero si el autor
quiere abordar ideas o circunstancias más vinculadas al núcleo de su personalidad, tendrá que
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recurrir a la lengua materna. Este hecho, que es evidentísimo, sólo afecta a la creación propia y no
tiene nada que ver con el ensayo. No hacía falta exponer estructuralmente la explicación porque
todo es tan literario, tan estético y está tan vinculado al centro de la creación, que quizá merezca la
pena evitar simplificaciones y pensar que sólo ha habido razones de imperativo moral. El
imperativo real de un escritor siempre es el de escribir y necesitar la propia escritura. El resto puede
ser interesante para el ciudadano, para el individuo, para la persona. Las relaciones con la lengua
también son muy personales. Determinados escritores que optan por el castellano pueden
encontrarse en el terreno en que el castellano tiene su dinámica, la genera y siguen trabajando con
esta lengua. También ha habido precedentes en el caso del portugués. Algunos escritores
portugueses importantes, como Gil Vicente, han escrito en portugués y en castellano.
Tenemos, pues, una obra comenzada rudimentariamente en el año 58, iniciada de manera más
adulta en el 62, en un ciclo que se cierra el año 69, y reanudada en catalán en el año 70. Este
itinerario del escritor es paralelo al itinerario del lector. Hasta los veinte años puede decirse que el
protagonismo de mis lecturas lo tenía la poesía. Yo, y al igual que yo supongo la mayor parte de los
poetas, durante la adolescencia leía sobre todo poesía. Teníamos la sensación, que me parece que
comparte mucha otra gente, de que determinadas formas de literatura, en especial determinadas
grandes novelas del XIX, sobre todo hasta Proust, Joyce o Kafka, y también determinadas formas
de teatro, la tragedia griega o Shakespeare, eran quizá un tipo de arte, no diré superior, pero sí con
un alcance diferente al que podía tener la poesía. Pero, a la vez, sentíamos que nuestro campo era la
poesía, un arte que, por otra parte, no sólo no era reclamado por nadie, sino que parecía casi
rechazado por el cuerpo social. Tal vez valga la pena volver a examinar este fenómeno.
Si hablo de crear, en definitiva, una obra que sea bonita y quizá un poco subversiva, en el sentido
de que se aparte de la impostura que la rodea, se da también la circunstancia de que puedo crearla
con un tipo de producto que sé que nadie aceptará y que será menospreciado o rechazado. Me estoy
refiriendo al poeta posterior al romanticismo, porque, antes del romanticismo, el problema era, más
que nunca, crear por mimetismo, el mimetismo renacentista, un determinado producto que no iba
destinado a un público genérico impreciso, sino a un público muy concreto, formado por mecenas y
unas cuantas personas ilustradas. En el romanticismo parece que se puede llegar, mediante la
poesía, a un público amplio. Pero en esto hay un engaño.
Byron, por ejemplo, vendió en un solo día veinte mil ejemplares de El Corsario en Inglaterra.
Este dato es muy significativo y muy curioso. Cuando hablo de la venta de veinte mil ejemplares en
un día no estoy hablando de una aproximación, sino que ofrezco una noticia y un día real. Hablo de
Inglaterra, de una superficie, de una isla en la que había un elevado porcentaje de analfabetos y de
personas sin posibilidades económicas para comprar un libro, aunque supieran leer, que tampoco
sabían. Y hablo de veinte mil ejemplares, una proporción que no puede ni compararse con la
producción de poesía de la Inglaterra actual.
Veinte mil ejemplares de salida en un único día sería, incluso hoy, una cifra alta en Inglaterra.
Por tanto, los primeros veinte mil ejemplares de Byron vendidos en un único día equivalen a una
cifra extraordinaria, como si habláramos de un LP de Michael Jackson o de los Beatles en su mejor
momento. No olvidemos la popularidad del personaje Byron que, por otra parte, tiene muy poco que
ver con la literatura propiamente dicha. Delante de este fenómeno, los expertos y los lectores creen
que pueden tener una oportunidad. Parece que realmente, de repente, veinte mil personas pueden
comprar un poema. Fue tan ilusorio que, por ejemplo, Keats, que era una persona muy dotada para
la poesía lírica, escribió poemas narrativos pensando que eso mejoraría su situación económica, y
no la mejoró demasiado. Murió muy joven.
Esta falsa imagen de una posibilidad social tuvo grandes consecuencias. Aun creía en ella Victor
Hugo, que, si bien llegó a mucha gente, no fue precisamente como poeta sino como prosista, sobre
todo, y como figura pública. Tenía una influencia muy destacada en la política pero no
precisamente gracias a sus poemas. Tenemos también el caso de Baudelaire. Baudelaire era muy
conocido y todos hablaban de él. Llegaron a abrirle un proceso, que se hizo muy famoso, por Las
flores del mal, publicado en el año 1857. Aunque la acusación hablaba de grandes beneficios y de
grandes tiradas, en realidad era un libro que tenía una edición de unos mil o mil quinientos
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 11

ejemplares. Pese a ello, la dimensión del espejismo era tan grande que llega incluso a deslumbrar a
un poeta muy joven, Rimbaud. Ahora es cuando quiero abordar el enigma de Rimbaud. El tipo de
poesía que hace el romanticismo tiene su derivación última en el simbolismo, y el simbolismo tiene
su figura principal en Rimbaud, que es su máximo exponente y lo es hasta tal punto, que todavía
hoy no ha habido ningún poeta que pise un territorio diferente del que ha llegado a pisar Rimbaud.
Ahora bien, ¿quién es Rimbaud? Es, no lo olvidemos, un muchacho que ha recibido una educación
excelente, una versión muy mejorada de la que había recibido cualquier persona de mi generación
que todavía tuvo la suerte de ser educada en el antiguo bachillerato de Sainz Rodríguez, que incluía
muchos años de aprendizaje de latín. Rimbaud hace más que eso. No se limita a estudiar latín sino
que, además, llega a escribir en esa lengua excelentes poemas como ejercicios escolares. Esos
poemas, que se conservan, son puros trabajos de composición.
Es admirable que una persona, un muchacho de aproximadamente catorce años, pudiera escribir
composiciones extensas y excelentes en latín destinadas a exámenes. Este detalle nos indica un
conocimiento inestimable de la gama artística, a la vez que un conocimiento extraordinario de las
posibilidades de cualquier sistema lingüístico. Rimbaud, como cualquiera de nosotros, aunque ha
aprendido literatura latina mejor que cualquiera de nosotros, intenta reproducir lo que le gusta, los
poetas parnasianos. Le gusta Théodore de Banville, Verlaine, del Parnaso contemporáneo, el
Parnasse Contemporain. A partir de estas lecturas empieza a imitar a los poetas que en aquellos
momentos son algo mayores que él. La situación es la siguiente: Rimbaud cree tanto en la palabra, y
en esta creencia le acompañan todos los poetas, que piensa que con la palabra podrá transformar la
vida. Con mucha frecuencia se ha dicho que transformar la vida recuerda la frase de Marx de
cambiar el mundo. Ambas han resultado, de manera diferente, ilusorias. Puede transformar la vida,
y tiene razón, pero no de la manera que él imaginaba.
Publica un único libro, Una temporada en el infierno. La edición la hace un impresor, más que
un editor, en Bruselas y la paga la madre del autor. Rimbaud llega a Bruselas, visita al librero e
impresor, se lleva media docena de ejemplares y promete que recogerá el resto cuando se haga
efectivo el pago. El pago nunca llegará a efectuarse y el librero se queda con los ejemplares.
Muchos años después, estos ejemplares, algunos de ellos deteriorados, caen en manos de un
bibliófilo belga que los reparte. Rimbaud sólo da seis volúmenes a seis personas amigas y conocidas
suyas. Entre estos amigos y conocidos figuran escritores como Verlaine y Jean Richepin. La
actualidad de Rimbaud se produce gracias a un editor que, por voluntad propia y en vida publica
únicamente un libro del que sólo reparte seis ejemplares. Está claro que los poemas deben ser
pegados en las esquinas como pasquines o, por lo menos, es lo que creían Foix y André Breton, que
decían que era preciso que la obra fuera clandestina. Pero, a pesar de eso, Rimbaud confiaba en
transformar, no ya la vida moral, sino la vida cotidiana histórica de la gente que le rodeaba, y su
obra transformó profundamente la vida.
Si la examinamos con atención, veremos cómo lo característico de la poesía lírica
contemporánea es que tiene una acción muy intensa que se ejerce, en cambio, sobre núcleos
inicialmente muy pequeños que se van ensanchando, y, sobre todo, que posee una acción muy
duradera en el tiempo. La acción de la obra de Rimbaud, por ejemplo, ha sido mucho más duradera
que la acción de Misterios de París, de Eugène Süe, que fue una novela que en su momento tuvo
tanto impacto como hoy en día tiene Dallas, aunque de un estilo diferente, porque no fue un
impacto sólo de público, sino que podía influir en las costumbres, en los procedimientos judiciales y
en factores de la organización social. Rimbaud descubre que la palabra, la alquimia del verbo, como
él dice, no tiene el poder carismático inmediato que él le atribuía. Este poder está en él mismo.
Separa la palabra de su función habitual y la transforma en otra cosa. Produce, así, la alquimia del
verbo y se convierte, como él dice, en vidente. Ve otra cosa y observa en el lenguaje el trasfondo
del lenguaje. Contempla la realidad de otra manera, pero esta visión no tiene efectos perceptibles
sobre la sociedad que le rodea. Esta contemplación acaba cuando Rimbaud deja de escribir.
Entonces, intenta incidir en la realidad de una manera mucho más grosera. Sus actividades
comerciales nada claras actúan sobre la realidad, pero inciden en sectores menos significativos.
La actividad no literaria puede influir en la realidad, sí, pero con un tipo de influencia mucho
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 12

menos activa, aunque aparentemente sea mucho más vistosa. Cuando alguien se dedica a vender
cosas, está realizando una actividad perceptible y evidente. Pero a fin de cuentas, es irrelevante y es
una acción que se agota y se reduce a sí misma. Cualquier escritor contemporáneo parte del punto
de vista de Rimbaud: la literatura consiste básicamente en una operación de lenguaje. Esta
operación es apartar el lenguaje de su uso habitual y llevarlo a una forma diferente que represente
un conocimiento nuevo. En el lenguaje habitual designamos las cosas de una manera determinada y,
si apartamos el lenguaje de esta pura función que lo rodea y hacemos que designe cosas que existen
sólo porque el lenguaje las hace existir (no hablo de excepciones sino de formas de realidad que las
palabras crean por contigüidad), habremos llegado al núcleo de lo que es literatura. En el fondo, la
historia de cualquier vocación literaria ha sido el camino mediante el cual llegamos a sentir el
especial deseo de crear con el lenguaje otra realidad.
Todo este itinerario debe llevarnos al centro de la vocación literaria real. ¿Qué nos atrae
inicialmente y nos conmueve de un soneto encantado de Villaespesa que no entendemos demasiado,
o de un poema medieval, que entendemos mal? Es una seducción verbal, genuina, aunque un niño
no la puede formular de la manera adecuada. De esta seducción inicial hasta el punto de convertir
esta atracción en objeto de conocimiento específico, transcurre el camino que lleva de la confusa
intuición de la vocación al enfrentamiento con la realidad plena de esta vocación, más o menos
conseguida e inabarcable por definición. En tal caso, ¿qué es, en definitiva, lo que queremos imitar
en el impulso mimético? Queremos imitar algo que nos ha gustado. ¿Qué nos ha gustado? ¿Por
qué? Es algo que sólo existe en el lenguaje.
Llegados a este punto, tenemos que poner ejemplos. ¿De qué estamos hablando? En definitiva, lo
que nos atrae del lenguaje es muy concreto. Citaré unos cuantos ejemplos en catalán, en castellano y
en italiano, porque son las lenguas que entendernos con mayor facilidad, y no hablaré de las lenguas
que tienen una pronunciación más complicada para nosotros. Así pues, intentaré exponer lo que me
parece que es el núcleo de cualquier atracción del artefacto literario y, por tanto, el núcleo de la
literatura misma.
Comencemos por el italiano y fijémonos en Dante. Veamos, por ejemplo, el episodio de
Francesca de Rimini en el Infierno de la Divina Comedia. En él se explican los amores de Francesca
de Rimini, amores desgraciados y condenados al fracaso, al desastre, en suma, a la maldición. Son
los versos memorables que cualquiera que ha leído este libro en italiano recuerda y que explican el
momento inicial del amor de Francesca de Rimini. Dicen: «La boca mi baciò tutto Demente.» Esto
es intraducible, y literalmente quiere decir «la boca me besó temblando»; «la boca me besà tot
tremolant» es como lo tradujo Andreu Febrer en el siglo XV, en catalán. Ahora bien, «la bocca mi
baciò tutto tremante», aunque esté «bocca», «baciò» y «tutto tremante», aliteraciones en B y en T,
no puede traducirse con este artificio un poco pueril. Ahí se dice algo más. El «tot tremolant» está
en el mismo verbo y hay una especie de encauzamiento de «la bocca mi baciò» a «tutto tremante»
que no puede traducirse y que sólo existe en italiano. Existe en el propio verbo y, al mismo tiempo,
la verdad de este verbo es maravillosa, es inexplicable. Tiene bastante consigo mismo, como se
basta a sí mismo el cuadro de Las Meninas o un cuadro de Tàpies. Desde este punto de vista son
idénticos, ya que cualquier cuadro no es lo que representa sino que es lo que es: la realidad
pictórica.
En ese mismo episodio hay otro verso, algo más adelante, que dice: «quel giorno più non vi
leggemmo avante», que quiere decir «aquel día ya no leímos más«. No he sido yo el primero en
observar que en este verso hay movimientos. «Quel giorno più» es el primero; el impulso inicial
«quel giorno più» es contrapesado en el segundo hemistiquio «non vi leggemmo avante», es decir,
«no fuimos más adelante, no leímos más». Ésta es la tensión más completa, como la de «bocca mi
baciò tutto tremante», pero de igual manera aparece sólo en los versos «quel giorno piú non vi
leggemmo avante», en esta diamantina forma verbal.
En castellano existe también un ejemplo clarísimo en las Soledades de Góngora. Hacia el final
de la segunda e incompleta «Soledad» hay unos versos que dicen: «quejándose venían sobre el
guante / los raudos torbellinos de Noruega». ¿Qué quiere decir? Su significado es el siguiente: sobre
el guante, el guante de los halconeros, venían quejándose los halcones, es decir, «quejándose venían
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 13

sobre el guante». Nos habla de un guante real, el guante de los halconeros. «Los raudos torbellinos
de Noruega» quiere decir, simplemente, los halcones que se suponía que venían de tierras
hiperbóreas, precisamente de Noruega, que en aquel momento era un nombre genérico y
extraordinario. Ahora bien, es evidente que decir que unos halcones venían quejándose sobre el
guante de los maestros halconeros, no tiene absolutamente nada que ver con el tipo de experiencia
que significa oír leer «quejándose venían sobre el guante los raudos torbellinos de Noruega». Aquí
no hay ninguna aliteración pero descubrimos en el verso una cadencia extraordinariamente sabia.
No hay efectos como «la bocca mi baciò tutto tremante», ni siquiera hay el ritmo «quel giorno piú
non vi leggemmo avante»; sencillamente, «quejándose venían sobre el guante» explica un hecho
muy simple que no nos llevaría de la queja a «raudos torbellinos de Noruega». En el poema,
encontramos una pequeña insistencia en la letra R pero es muy escasa. «Torbellinos de Noruega»
tiene una cierta oscuridad. Lo que hay es otra cosa. No nos interesa que se diga que vienen unos
halcones a posarse encima de un guante, acción que sólo tendría razón de ser si el libro tratara de
cacerías.
En lo que creo es en su existencia verbal: «Quejándose venían sobre el guante los raudos
torbellinos de Noruega.» el lector también puede reducir el significado y establecer que «raudos
torbellinos de Noruega» son los halcones, pero ésta no es la explicación del sentido poético que
funciona. Lo que importa es la idea exacta de unos «raudos torbellinos» que son, precisamente, de
Noruega y que venían quejándose sobre un guante. Ahora bien, sabemos que este verso es de
Góngora y conocemos su momento, que es el siglo XVII. «Quejándose venían sobre el guante los
raudos torbellinos de Noruega» es exactamente el mismo tipo de imagen que podemos encontrar en
la etapa surrealista de Vicente Aleixandre, de Luis Cernuda o de Federico García Lorca, aunque en
ellos tiene un origen diferente. En el caso de Aleixandre, de Lorca o de Cernuda nace de una
manera cercana al automatismo, aunque no lo sea del todo. En Góngora subyace un fondo racional,
circunstancia que comparte con Mallarmé, con quien también puede producirse el esquema racional
pero en trazos cortos y ambivalentes.
El centro de la operación poética no es el camino que nos lleva de la imagen a su referente sino
la existencia de la imagen misma y, más aún, su existencia sonora. Todo eso lo podemos encontrar
también en los poetas catalanes. Citaré un ejemplo muy sencillo y otros más complejos. Como
ejemplo sencillo, hablaré de Joan Maragall, uno de los poetas más conocidos, que fue muy bien
analizado por Gabriel Ferrater. Dice: «jo era l'altitud de la carena» («Yo era la altura de la
serranía»). Este verso tiene un efecto sonoro especial: es un verso aislado que se separa del grupo
que lo rodea. Pero «jo era l'altitud de la carena» es un verso solitario y, a pesar de ello, es
impresionante porque procede de una especie de creación verbal autónoma que se explica y basta
por sí misma. Podemos creerlo o no, como nos ocurre con Rimbaud, en quien creemos o no
creemos, pero si creemos en él, tenemos que hacerlo de veras. Con Maragall pasa lo mismo, si
creemos en él; yo era quien creía en el y él era «l'altitud de la carena».
En este sentido me recuerda a San Juan de la Cruz cuando dice: «Mi amado, las montañas», y
después hace una enumeración. Esta enumeración significa que las montañas son el equivalente del
«amado». Para San Juan de la Cruz, las montañas son Dios. Eso, o lo aceptamos como moneda de
curso legal, como una certidumbre, o no entendemos el poema. Cuando San Juan de la Cruz dice
«Mi amado, las montañas» o cuando Joan Maragall afirma «jo era l'altitud de la carena», tenemos
que tomárnoslo al pie de la letra.
Quiero llegar ahora al poeta que he recordado al comienzo, J. V. Foix. Nadie como él, lo explica
Caries Riba en el prólogo de Salvatge Cor, tuvo el sentido absoluto del verso, un sentido semejante
al que antes he destacado de Dame: el sentido de la unidad del verso. El verso entendido como una
especie de creación diamantina irreductible que se basta a sí misma. Me limitaré a leer unos cuantos
versos de Foix. «El pic, la vall i el pla: l'ordre cabdal» («El pico, el valle y el llano: el orden cabal»).
Es algo impecable, no hay que decir nada más. El verso «el pic, la vall i el pla: l'ordre cabdal» es
fundamentalmente monosilábico y, en este sentido, va a favor de la tendencia natural del catalán y
de la lengua específica de Foix. Pero «el pic, la vall i el pla: l'ordre cabdal» se basta a sí mismo.
Veamos otro ejemplo de Foix que, precisamente, alude a la imagen de la impostura con la que he
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 14

iniciado la evocación de la cotidianidad, la cotidianidad que yo he visto y que vivía. Es un soneto


que recordarán y que dice: «No pas l'atzar ni tampoc la impostura / han fet del meu país la dolça
terra / on vise i on pens morir. Ni el hist ni el ferr / no fan captiu a qui es dón l'aventura» (No el azar
ni tampoco la impostura / Hacen de mi país la dulce tierra / Donde vivo y deseo morir. Madera o
hierro / no cautivan a quien se va a la aventura»). Cada uno de estos versos, por separado, es
autónomo, «No pas l'atzar i tampoc la impostura». Incluso cuando dice: «on vise i on pens morir. Ni
el fust ni el ferr» o bien «dos segellat / oh perfecta estructura / de la vall al ponent i a Palta serra / —
Forests deis Pirineus— on ma gent erra / a Ella els cors en la justa futura» (»Coto sellado, oh
perfecta estructura / del valle hasta el poniente y la alta sierra / —Bosques de los Pirineos— donde
mi gente yerra: / a Ella los corazones en la justa futura»). En este último caso, «a Ella els cors en la
justa futura», «Ella» es Cataluña. «A Catalunya els cors en la justa futura...» ¿Cuál es la justa
futura? ¿Un hipotético futuro de Cataluña? Tampoco hay que tener presente siempre eso.
El sentido moral del verso es imprescindible a un determinado nivel pero no tiene nada que ver
con la eficacia poética inmediata. En realidad, el significado de «a Ella els cors en la justa futura»
puede dárnoslo muchos factores. El verso, sin embargo, existe. Cualquier poema de Foix tiene este
aspecto y yo he puesto deliberadamente ejemplos de Sol i de dol porque los sonetos son más fáciles
de citar. También he mencionado los casos de Maragall, Góngora, Dante, casos que son
endecasílabos pero que son más fáciles de poner como ejemplos aislados. He encontrado ejemplos
incluso en la prosa de Foix y ni que decir tiene que en su poesía en verso libre.
Finalmente, creo que me he acercado al núcleo. El tiempo del itinerario del escritor es el tiempo
que va del nacimiento al desarrollo de una vida de producción literaria y el tiempo que tardamos en
ser conscientes del hecho de que lo que nos ha llamado la atención en un poema es su existencia
autónoma como objeto verbal que llega a denotar, por sí mismo, una forma de conocimiento no
alcanzable para el habla habitual.
En este itinerario he recorrido todo un camino de ida y vuelta, he pasado del deslumbramiento
ingenuo, de la seducción de la cadencia inmediata a aquello que, si lo supiéramos, es un núcleo
último. Pero lo que nos llamó la atención desde un principio es lo que, finalmente, nos fascina.
Antes he hablado de Borges. En una calle de Buenos Aires le preguntaron qué hacía en aquel
momento y contestó: «Tratando de escribir alguna página que sea más que un borrador.»
Efectivamente, escribir no ya una página, sino simplemente una línea que sea más que un borrador.
Una línea que sea, por ejemplo, «connobbi il tremolar della marina», «la bocca mi baci tutto
tremante», «quel giorno piú non vi leggemmo avante» en el caso de Dante; en el caso de Góngora,
«quejándose venían sobre el guante / los raudos torbellinos de Noruega»; o bien, en el de Maragall,
«jo era l'altitud de la carena»; o en el de Foix, «a Ella els cors en la justa futura» o «el pic, la val' i el
pla: l'ordre cabdal». Conseguir escribir alguna línea semejante es una forma de conocimiento que
sólo se puede alcanzar mediante la expresión literaria. Éste es el centro, el núcleo, el punto de
partida y, a la vez, el punto de llegada de cualquier vocación literaria.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 15

EL ARTE DE RACINE1

He elegido como tema de esta conferencia a Racine, que es uno de mis autores preferidos, y que
pese a ser uno de los más conocidos de la literatura universal —quiere decir que no únicamente de
la francesa—, sospecho que es un autor, en general, mal conocido en todas partes. Es decir, tiene
mucha fama, es un nombre que todo el mundo conoce, todo el mundo tiene una idea más o menos
precisa de su personalidad, pero de hecho poca gente lo conoce bien realmente. E incluso dentro de
la propia Francia, su conocimiento es unilateral. Así pues, intentaré situar a Racine, sin decir las
cosas que son más de manual, pero sí explicando un poco los rasgos característicos de su arte.
En primer lugar, hay algo que conviene subrayar. Decimos Racine y todo el mundo piensa en él
como en un autor muy perfecto dentro de la tragedia neoclásica. Fuera del mundo francés la
tragedia neoclásica nos parece algo un poco de peluca, que luce mucho, de mucha etiqueta, pero
que es de una época muy concreta, y que es muy poco frecuente que se represente hiera de Francia
(bueno, es curioso, pero en Inglaterra sí se representa, traducida al inglés). Hay traducciones
catalanas y castellanas, sospecho que no siempre logradas, aunque sean de autores de calidad. En
catalán lo han traducido Bonaventura Vallespinosa, Joaquim Ruyra, Miguel Martí Pol. Y en
castellano, entre otros, Rosa Chacel y Carlos Pujol. Pero, pese a ser un autor traducido, conocido,
respetado, ya la mera idea o estereotipo de un clásico, de un autor neoclásico con voluntad
neoclásica, en cierta manera lo condena. Sobre todo porque la idea que se tiene en general de la
tragedia neoclásica es la de las imitaciones que de ella se hicieron aquí: ya fuera en catalán, Ramis,
en Menorca; ya fuera en castellano, con las obras neoclásicas de García de la Huerta, Cadalso o
Jovellanos. Pero, además, Racine forma parte de una tradición más extensa en la que encontramos
desde Corneille hasta autores menores como Rotrou, hasta llegar a las tragedias de Voltaire, tan
poco leídas actualmente. Ésta es la visión que en cierto modo enmarca a Racine: un poco desdi-
bujada, un poco imprecisa. Pasa en parte lo mismo que con el teatro isabelino que rodea a
Shakespeare, que muchas veces funciona igual que Shakespeare, pero si una persona carece de
familiaridad con su mundo o con las obras le es muy difícil distinguir entre el mérito de
Shakespeare y el de cualquier otro autor contemporáneo semejante a él. Y este marco, en el caso de
Racine, incluso el del mundo francés o el de tradición francófona, lleva a una cierta falta de
conocimiento de Racine. Es decir, en Racine hay un talento excepcional, y por otra parte este
talento tiene una calidad especial que no se encuentra en otros cultivadores del género. En realidad,
en ningún otro cultivador del género de ninguna otra lengua ni de ningún otro país. Racine no sólo
es algo muy diferente del intento de tragedia neoclásica que se hizo en España o Gran Bretaña, e
incluso de los posteriores de Alfieri en Italia, sino que también es algo muy diferente de la tragedia
neoclásica francesa. Para empezar, es sin duda muy superior a los dramas de Voltaire, muy poco
leído actualmente como trágico. Mientras que es, por un lado, claramente superior y, por otro, muy
diferente y mucho más moderno que Corneille. Corneille es un autor interesante, pero no resiste la
comparación con Racine. No es en absoluto un autor excelso, aunque sea anterior, y aunque sin él
quizá no habría existido Racine. Es posible que esta distinción no sea clara para nadie, ni para el
mismo público francés. Sin ir tan lejos, más cerca, en la Península Ibérica ocurre lo mismo con el
teatro clásico castellano. La diferencia de interés que pueda existir entre Lope de Vega y Calderón
es difícil de precisar, y para el espectador, o mejor dicho para el lector corriente, forman una misma
nebulosa de cosas igualmente lejanas, igualmente sonoras y en el fondo igualmente aburridas.
Estimación injusta, pero así es. De idéntica manera, Corneille y Racine, en el mejor de los casos,

1
Conferencia pronunciada el día 28 de febrero de 1990 para el Institut d'Humanitats de Barcelona.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 16

forman parte de una constelación de cosas igualmente respetables, igualmente lejanas, tal vez no
igualmente aburridas, pero sí igualmente solemnes: una especie de patrimonio, de panteón de la
cultura francesa.
Así las cosas, se abre paso la reflexión siguiente. Existe también una imagen de Racine que,
además, está muy limitada por los hábil os y costumbres que se van creando y por la misma
bibliografía. En el fondo, Racine ha escrito muy poco: sólo once obras de teatro, cierto número de
poemas líricos y textos en prosa de carácter histórico. Una parte de lo escrito en prosa se perdió por
motivos fortuitos. La parte que queda no es sustancial, no haría pasar a Racine a la historia de la
literatura. Es interesante y tiene calidad, pero no es nada esencial. La poesía lírica es muy
convencional y francamente poco interesante; es decir, Racine es una persona muy poco dotada
para la poesía lírica y muy dotada para la poesía dramática. Dentro de la poesía dramática, de las
once obras hay tres que nunca lee nadie, que son las dos primeras tragedias (la Tebaida y Alejandro
el Grande) y la única comedia (Les Plai deurs). Son tres obras que, como digo, no lee nadie, porque
se afirma que las tragedias iniciales son obras de aprendizaje (en el caso de la Tebaida está claro,
pero en la segunda tenemos que recordar que la fama de Racine en vida comenzó precisamente con
Alejandro el Grande); v, en el caso de Les Plaideurs, el problema reside en que es una obra tan
diferente de todo el resto que parece escrita por otro autor, y de no estar autentificada su autoría
podríamos pensar perfectamente que es de cualquier otro. Incluso en las obras, digamos, canónicas,
que ahora ya sólo son ocho y no once, hay una, Esther, que es una obra menor y de circunstancias,
de transición. Esa pieza señala una interrupción en la obra de Racine. Recordemos que Racine tiene
un gran éxito como autor de tragedias profanas, desde la Tebaida y sobre todo Alejandro el Grande
hasta Phèdre, que es la culminación de esta época. Después, escribe unos ensayos históricos, y se
dedica más o menos a representar papeles de alto cortesano, a ser un hombre de corte, y todas esas
cosas; y sólo vuelve a escribir teatro por encargo expreso del círculo que rodea a Madame de
Maintenon, y concretamente para las jóvenes de Saint Cyr, haciendo lo que quizá parecía la única
cosa lícita, o sea teatro de inspiración religiosa basado en las sagradas escrituras para un grupo de
muchachas: Esther tiene cosas muy bonitas, pero es una obra muy poco importante respecto a las
anteriores de Racine. Y después escribe Athalie, que es otra cosa. Athalie es una gran obra, tan
grande como la más importante de las obras profanas, y pudo haber inaugurado —no fue así— una
etapa nueva de Racine No la inauguró, porque no volvió a escribir teatro.
Hay todavía otro dato curioso. Dentro de estas obras, que son unos bloques extraordinariamente
compactos de alejandrinos, es decir, de versos de dos hemistiquios, pareados, y de dos rimas
consecutivas, hay irrupciones de poesía propiamente lírica. Pienso en algunos coros de Athalie,
también en alguna cosa de Esther, y más raramente, en determinados momentos de alguna de las
otras obras, en las cuales se leen algún documento, alguna carta, y eso lleva a utilizar unos versos
diferentes al alejandrino. En esos casos, el Racine de las cartas —como los coros de Athalie, por
citar la obra más importante— es una muestra excelente de poesía lírica. Es decir, antes he
comentado que era un poeta poco dotado para la lírica, y eso es cierto, pero a la hora de escribir
poesía lírica para la escena es un poeta extraordinariamente dotado. Éste es quizá el mayor misterio
de Racine. O sea, que Les Plaideurs la haya escrito otro autor es algo secundario, que las dos pri-
meras tragedias no parezcan tan personales no importa demasiado, que Esther sea una obra de
circunstancias tampoco. Ahora bien: es muy misterioso que un hombre tan poco dotado para la
lírica pura, sea, en cambio, un gran poeta cuando escribe lírica dentro del drama. Más aún, aparte de
esta lírica, digamos, exenta, de esta lírica que destaca por su textura como tal, hay, también, unos
toques sutilísimos dentro de sus obras. En algunas de ellas, en especial en Ifigenia, en Berenice, en
Phèdre, y en otro sentido en Athalie, hay versos extraordinarios, de los mejores que se han escrito
jamás en verso francés. Y son extraordinarios puramente como chispazos líricos. Pese a ello, diríase
que el temperamento de Racine le impedía alcanzar la sublime excelencia si no era escribiendo
lírica dentro del mareo del teatro, de la poesía dramática. Por consiguiente, hay unas cuantas
maneras de ver el caso de Racine, que tiene una personalidad muy opaca. En cierto sentido, tiene
diversos puntos de contacto con Velázquez; es decir, desde el punto de vista de cortesano de la
corte, Sabemos muy poco, por el contrario, de lo que es humanamente. Parece que era un hombre
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 17

muy cultivado, que era inteligente. Pero es una persona muy opaca. Las cosas que se explican sobre
él no permiten vislumbrar gran cosa de su personalidad. Diríamos que, como Velázquez, es un
personaje cortesano opaco, del cual sólo sabemos —al igual que de Velázquez—que tiene una
cultura, la idónea para su oficio; sabemos también que tenia un auténtico genio, que era capaz de
sustentar perfectamente la idea de simbología, que conocía muy bien sus lecturas... pero en cambio
humanamente es muy opaco. Y estas notas biográficas nos llevan a otro punto, o sea, a la
bibliografía.
Existen sobre Racine dos tipos de bibliografía, tres como máximo. Una es la bibliografía
académica, principalmente francesa, pero también de otros ámbitos —crece día a día—, que no
intenta descubrir el enigma de Racine, sino que se limita a partir de las premisas propias de ese
autor, y que, añadiéndoles la perspectiva de la época en que escribe cada crítico o cada historiador o
estudioso, intenta valorar el arte de Racine. Este es un punto de vista. El segundo, sumamente
atípico, que se da en el caso concreto de Racine, es la existencia curiosa de un libro entero de
Roland Barthes, de crítica estructuralista. Es una especie de milagro y a la vez de monstruoso
monumento que consiste en construir un inmenso edificio de imaginación crítica basado en las
palabras, situaciones, estructuras, temas y voces de Racine. Es un ejercicio muy extraño. Es más
obra de Roland Barthes que del propio Racine, pero no existiría sin Racine. Eso provocó una
polémica con uno de los principales especialistas en Racine, que se tradujo en dos libros. Uno
contra Roland Barthes, Nueva crítica, nueva impostura, y una réplica de Barthes, Crítica y verdad.
Roland Barthes, por su parte, tiene todo el derecho a hacer esta especie de ejercicio crítico. Puede
ser objeto de crítica desde sus propias premisas, pero replicar desde el punto de vista de la crítica
académica no tiene mucho sentido. Hay algo cierto, de todos modos. En algunos aspectos, la réplica
de la crítica académica, que realizó el señor Picard, tenía razón. Es decir, Roland Barthes era un
hombre con una gran imaginación crítica, no un académico riguroso. Así pues, existe por un lado la
crítica universitaria y académica, y por otro ese extraño edificio de Roland Barthes, que tiene
interés, pero que en el fondo es más interesante para conocer lo que dice el crítico Roland Barthes,
que para saber realmente algo de Racine.
Un tercer punto de vista. Racine es un autor muy apreciado, de una manera casi secreta, por
muchos escritores de diferentes épocas, y por razones que no son exactamente ni las de la crítica
académica, ni menos aún las del experimento arriesgado de Roland Barthes, que es un caso muy
concreto y muy situado en un tiempo determinado. Hay muchos ejemplos, en diferentes países y
diferentes épocas. El más famoso y más interesante es el ejemplo de Proust. Cualquier persona que
lea En busca del tiempo perdido encontrará en el personaje de Berma, la actriz que era una especie
de contrapunto de Sara Bernhardt, diversos pasajes en los que Proust, sin decir explícitamente que
se propone hablar de Racine, habla muy extensamente de él desde el punto de vista de su narrador,
que se llama, como él, Marcel. Este tercer punto de vista no puede prefigurar en absoluto a Roland
Barthes, aunque también es totalmente extraño, intuitivamente, y tampoco es el de la crítica
académica corriente. Es un punto de vista peculiar que se fija, por un lado, en la armonía de
determinados pasajes, en lo que antes he dicho de la poesía dramática; y, después, en la excelencia
de la emanación del matiz.
Hasta ahora sólo he intentado situar la cuestión, ahora intentaré explicar un poco cómo funciona.
Para empezar, existe una limitación que conviene indicar. He explicado que Racine ha sido muy
traducido por traductores de calidad literaria, no sólo aquí, en catalán y castellano, sino, como
también ya he dicho, en Inglaterra, por ejemplo. Ahora bien, no nos engañemos, Racine es
intraducible. Racine sólo tiene sentido leído en francés. Y ésta es, por otra parte, la señal de su
excelencia. Es decir, Dante tampoco existe si no es en italiano, Shakespeare sólo existe en inglés,
Góngora sólo en castellano y Foix sólo en catalán. Por tanto es un poeta no traducible, porque toda
su excelencia es verbal. Éste es el punto más alto de excelencia en la lengua a que puede llegar un
poeta. En francés concretamente sólo llegan a un grado tan alto como él Rimbaud, Mallarmé y
Baudelaire. Y quizá únicamente en determinados momentos, no siempre. Se requeriría entender
muy bien el francés de la época de Racine, y sobre todo que yo fuera capaz de pronunciar
adecuadamente todos esos versos, que no se pueden comparar, ni con mucho, con el francés
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 18

corriente. No tengo experiencia en declamar versos franceses del siglo XVII. Explicaré los hechos
teóricos, y dejaremos de lado la parte práctica.
Examinaremos ahora en qué consiste el arte de Racine. Se trata de unos pocos personajes que
hablan en un único escenario durante una unidad de acción, lugar y tiempo. Es decir, el tiempo de la
representación coincide con el tiempo real, y más o menos con el tiempo de la lectura. Porque, eso
sí, Racine también tenía en su mente la idea de un lector, diferenciada de la del espectador. En eso
se parecía a los autores antiguos, a diferencia de los autores modernos que piensan, sobre todo, en la
representación. No: él pensaba en un lector y pensaba en el espectador. Lo dice claramente en sus
prólogos. Unos personajes se expresar); y eso, como ha visto muy bien Roland Barthes, no en
función, como dice la crítica universitaria y tradicional francesa, de una psicología. Aparentemente
parece que sí. Pero, en realidad, no es en función de una psicología, sino como si todos fueran el
mismo personaje. Hay unas normas mínimas, que más o menos se cumplen, respecto a la
verosimilitud, la forma en que cada uno de ellos habla. En su conjunto son convenciones casi
oratorias. Es decir, hay una idea del decoro, de que éste habla así, y esto debe ocurrir de esta
manera, y aquello otro así; pero al margen de estas mínimas normas, que son convenciones, en el
fondo todos hablan como si fueran un único personaje. Y a partir del momento en que todos hablan
como si fuera uno solo, también se da el caso de que Racine, que se beneficia del extraño milagro
de ser un gran poeta lírico sólo de la escena, carece por completo de los recursos propios del gran
poeta lírico no escénico. Es decir, el gran poeta lírico propiamente dicho tiene una gran inventiva en
las rimas. Racine no, Racine no las domina. Siempre acaba repitiéndolo todo en exceso. Parece algo
realmente obsesivo: «larme», por ejemplo, que en francés quiere decir «lágrima», rimará siempre o
bien con «alarme», que quiere decir «alarma», o bien con «l'arme», que quiere decir «el arma», y
con nada más. Y eso es obsesivo, no tiene ningún tipo de interés en evitar las rimas obvias. Todas
sus rimas son muy repetitivas y muy banales. Es decir, a un poeta lírico normal, un Ronsard en
francés, o un Góngora en castellano, o un Ausias March en catalán, no se le permitirá demasiado
hacer rimar participios con participios o infinitivos con infinitivos. Racine lo hará siempre. Ahora
bien: el suyo no es en absoluto un arte rudimentario, un arte chapucero. Muy al contrario, alcanza el
máximo de refinamiento, aunque parezca que no haga la menor búsqueda en este sentido. La
búsqueda la hace en otros campos. Para empezar, lleva la convención al punto más alto. Hay
muchas maneras de apreciar el arte, pero es indudable que una de sus formas más excelsas es la que
acentúa hasta el máximo la convencionalidad, la convención. Eso en Racine es muy claro. Para
empezar hace que todos los personajes hablen casi igual, y con un repertorio de rimas muy limitado.
Esta convención permite que las situaciones sigan a un ritmo más o menos determinado; y que los
alejandrinos, que funcionan por dos hemistiquios, puedan también repartirse entre dos, o hasta tres,
personajes. Fijémonos en este punto: aquí hay una de las rendijas por donde podremos llegar a
vislumbrar algo de Racine. Por ejemplo, el final de Berenice es muy curioso en este sentido.
Berenice tiene una particularidad y es que no hay ningún muerto ni ningún acto violento en escena.
No muere nadie, ni tampoco lucra de escena. En realidad, en escena no muere nunca nadie, lo que
sería un poco atrevido. Pero tampoco fuera de escena. En todo Berenice no hay ninguna tragedia.
Sólo que Tito y Berenice, que tendrían que casarse, no llegan a hacerlo porque Berenice es una
reina oriental, y eso está mal visto por la gente de Roma, y Tito se debe a Roma. La única tragedia
consiste en la separación de Tito y Berenice: una tragedia, por otra parte, que lo es para el espíritu
de una persona de la Francia de Luis XIV, pero que no lo era en absoluto para un romano, porque la
idea de amor con que trabaja Racine, así como la de honor, o la de venganza, son ideas del siglo de
Luis XIV, y no de la Antigüedad.
Bien, después de una serie de simulaciones, todas ellas alrededor de este extraño tipo de
coqueteo metafísico entre Tito y Berenice, que se aman, pero que tienen que separarse por razones
de lo que ellos llaman la gloria, la reputación, el honor, etc., llega un momento que se abandonan
definitivamente. Queda un tercer personaje en discordia, que era un enamorado de Berenice. El
final es impresionante. Berenice y Tito se han separado, y Berenice tampoco ha acogido al otro
enamorado, que también se queda solo. La obra está a punto de terminar, y tiene que hacerlo con
una palabra aguda que rime con «pase. Entonces, como último personaje que habla queda aquel
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 19

secundario, el enamorado de Berenice, y dice una sola cosa, una sola palabra: «hélas» («¡Ay!»).
Esto es extraordinario. Denota la confianza de Racine en el poder de este personaje para captar la
emotividad del público. Es decir, que en un teatro en el que no se ha derramado una sola gota de
sangre, en que todo ha sido como una especie de extraño flirteo del honor, de la gloria, del ritual y
de la etiqueta cortesana, pese a todo Racine estuviese seguro y fuese consciente, como seguramente
lo fue, de que el hecho de que un personaje sólo diga «hélas», no sólo no resulta ridículo o trivial,
sino que es precisamente la última palabra de la obra, denota un dominio absoluto del arte del verso.
Y por aquí podemos llegar a la excelencia de Racine, que consiste en el refinamiento de la
expresión, a pesar de su convencionalismo, que es una forma de refinamiento de los sentimientos y
de la mente. En fin, toda la obra de Racine avanza progresivamente por una especie de espiral, por
una especie de ceremonia, con un carácter muy claramente ritual. Más acentuado cuanto más
evoluciona el arte de Racine.
Las primeras tragedias, pienso en las dos iniciales, o en Andrómaca o Britànico, tienen un
carácter que hace de ellas una versión muy estilizada, muy superior artísticamente, pero sólo una
versión más evolucionada del arte que podía tener Corneille. Pero de Berenice en adelante, Racine
ya era otra cosa. Es decir, ya hemos visto que en Berenice tenemos una tragedia sin acción en la que
predominan el sentimiento y la expresión. Y esto se acentúa en otras tragedias, donde veremos que
lo que importa realmente en Racine es la acción de los sintagmas que ha puesto en movimiento. Es
decir, la acción de los clichés poéticos. Por ejemplo, en Racine las cosas ya dejan en buena parte de
decir lo que querían decir primitivamente. Primero hay un lenguaje corriente. Y después hay un
lenguaje poético: el que más o menos ha habilitado Corneille, ha puesto en circulación. En este
lenguaje, «flamme», por ejemplo, ya no quiere decir «llama», quiere decir «pasión». Pero aunque
«flamme» quiera decir «pasión», conserva todavía el sentido de «llama». Corneille puede crear a
veces paradojas aparentes. Por ejemplo, en Le Cid habla de «cette obscure clarté», «esta oscura
claridad» que cae de las estrellas. Cabe decir que esto es una paradoja, pero podemos entenderla. Es
admisible. Hoy en día «obscurece» en francés sólo quiere decir «oscuro». En la época de Corneille,
«obscurece» conservaba aún un sentido físico y otro intelectual. En el siglo XVII quería decir
«oscuro» desde el punto de vista intelectual, y «oscuro» desde el punto de vista físico. Permanecían
los dos sentidos. Esto evolucionó dentro de la obra de Racine, y en Phèdre, la última tragedia
profana, Racine hace que Fedra hable abiertamente de «una flamme si noire», «una llama tan
negra». Ahora bien: el lenguaje es extraordinario. Una llama será cualquier cosa, pero no será «tan
negra». Aquí aparecen dos cosas. Por un lado, se puede considerar que el poeta dramático olvida
totalmente el sentido originario, y «llama» se ha convertido en sinónimo de pasión, de amor, de
enamoramiento. Por tanto, puede ser negra. Pero tampoco quiere decir «negra» en el sentido del
color, sino que quiere decir «negra» desde el punto de vista metafórico. Es decir, dos metáforas que
funcionan perfectamente: llama y negra. Ahora bien: es imposible que no tengamos presente que
una llama quiere decir una llama, y que negra quiere decir de color negro. En el fondo, este
procedimiento poético es el mismo que en los siglos venideros será el del simbolismo; es decir, una
combinatoria de cosas que tienen un determinado sentido en el lenguaje corriente y otro muy
diferente en el lenguaje poético. Lo admirable es que, tanto si pensamos en una llama «tan negra»
como si pensamos en una pasión tan mortecina, tan oscura o tan infausta, de ambas maneras la
expresión es impresionante poéticamente. Y más aún en el contexto de la tragedia de Racine. Este
tipo de cosas son la totalidad del arte de Racine. Es decir, que se dé el caso de que un personaje
secundario pueda cerrar con dos sílabas, «hélas», un alejandrino, y con ello llegar a emocionar al
público; o que pueda partir de un inicial cliché, el de la llama que será más o menos oscura, para
llegar al lenguaje de la «llama negra» entendida como pasión funesta.
También hemos de destacar del arte de Racine su misma reiteración. Por ejemplo, del hecho de
que «larme» rime siempre con «alarme» o, un ejemplo muy claro, «funeste» rime siempre con
«reste», Racine extrae un partido extraordinario. La capacidad de combinación puede hacer que con
estas repeticiones consiga en cada ocasión un efecto estético diferente y de la misma manera que la
«llama» se vuelve negra y eso nos impresiona, o que por derroteros muy impensados rima «funeste»
con «reste», o darme» con «alarme», alcanza con todo eso imágenes absolutamente inesperadas.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 20

Ésta es una habilidad extraordinaria que posee Racine. Y éste es el punto de refinamiento de su arte
que va más allá de la mera convención. Respeta la convención, no se explicaría sin la convención,
pero es algo más que convención.
Todo eso se desarrolla en un mundo que viene a ser una especie de miniatura, como ya he dicho,
de la Francia del siglo de Luis XIV, del rey Sol. Y también tiene algo de la mirada con que esa
Francia veía el mundo exótico, en especial Oriente. Tanto la crítica tradicional de Picard, para
entendernos, como la estructural de Roland Barthes han hablado de la importancia de Oriente en la
obra de Racine. Sin embargo, Racine no conocía bien Oriente, ni siquiera el mundo de Grecia. Las
ideas que de ellos podía tener son muy imprecisas. Pero la idea de un espacio muy vasto, muy
lejano, que se enfrenta a veces a la etiqueta y al rigor con que se comportan en escena los personajes
es un mundo a la medida de todo lo que estamos viendo. O sea, hay un mundo rígido, un mundo
lleno de formalismos, de rituales, de etiquetas, que es un mundo cerrado, de este escenario francés,
en el que todos son más o menos iguales, y dicen lo mismo, y con unos alejandrinos que riman con
palabras muy semejantes, muy repetitivas, y todo sucede en un tiempo muy reducido, y obedece a
unas mismas leyes. Oriente, por el contrario, es el espacio de la lejanía y, en cierto modo, de lo que
es impreciso y no se puede abarcar. Puede ocurrir, seguramente, que alguna de las tragedias se
desarrolle en Oriente, en el Oriente real. Pero cuando todo eso pasa en el ambiente de etiqueta y
clausura del mundo de Francia del siglo XVII, Oriente tiene entonces la función de ayudarnos a
escapar del espacio en el que nos encontramos. Es decir, siempre hay un equilibrio, un peso, y un
contraequilibrio, entre la clausura de la habitación donde pasa todo, la clausura de la expresión
ritual de los personajes, y lo que podríamos denominar el espacio de la huida. Todo eso en lo que
respecta a las tragedias profanas de Racine. Porque también están las tragedias sagradas. Como ya
he dicho, las profanas trazan un itinerario ascendente que alcanza su punto culminante con Phèdre,
que es una creación excelsa, y que es lo máximo que Racine y cualquiera podía hacer con el
material de la tragedia neoclásica.
Por otra parte, se da el intento de la tragedia sagrada, todavía no del todo logrado en Esther, que
es un ejercicio preparatorio, y ya impresionante en Athalie. Uos dos puntos culminantes de la obra
de Racine son sin duda Phèdre y Athalie. Ahora bien: tienen un tipo de criterio distinto. Ambas
tienen una calidad extraordinaria. Pero, salvo eso, son muy diferentes. Phèdre es una obra
totalmente profana, y lo que importa en ella es la delicadeza del matiz, incluso un erotismo muy
impreciso, pero muy punzante, un erotismo muy de la época, casi de estilo rococó, mucho detalle de
ropas que se dejan caer y que hay que recoger, de aquella «llama negra», algo sólo apuntado pero
muy impresionante. Inversamente, Athalie es absolutamente severa, y lo que hace es acentuar al
máximo la tendencia al aspecto ritual. Hasta entonces, es decir, hasta la etapa del teatro sagrado, los
personajes de Racine han actuado siempre de una manera ritual, pero de acuerdo con un ritual que
en definitiva utiliza la etiqueta cortesana. En Athalie desarrolla al máximo los elementos rituales de
religiosidad propiamente ritual que hay detrás de cualquier tipo de lenguaje escénico codificado
como lo es el de Racine. Casi desde el principio, Athalie siente miedo. Athalie es un personaje
salvaje, una usurpadora del trono de Israel, que más o menos será objeto de una destitución por la
venganza de un descendiente de la estirpe de David. El vengador, un adolescente, está oculto en el
fondo del templo donde transcurre la acción. Athalie siente miedo, porque cree que Dios oculta a un
vengador que ha llegado para su suplicio. Todo se basa en la historia de la venganza que debe llevar
a cabo el vengador oculto en el fondo del templo. En realidad es una criatura, un adolescente,
prácticamente un niño. La función es inexorable. Aparece lo que Roland Barthes denominaba el
Mediterráneo judío. Toda la acción tiene una cadencia metálica, como de escudos. Todos los
alejandrinos, que eran tan cantarines, tan suaves, tan dulces, en Berenice o en Fredra, aquí son
realmente un sonido de escudos, de armaduras, de lanzas. No digo que no haya lirismo, pero es un
lirismo puramente religioso, el del cántico de los coros, a que antes me he referido.
Así pues, la trayectoria lírica de Racine es un caso aislado de la lírica más nítida, del lenguaje
literario. No por el lirismo propiamente dicho, sino por su inserción en el drama; tampoco por
ningún tipo de inventiva verbal, como ya hemos visto, sino por lo contrario: por la profundización
en la convención. Una convención que lo engloba todo: las unidades de acción, de lugar y de
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 21

tiempo, el tipo de estrofa que utiliza, el tipo de rima y las formas de expresión de un personaje, pero
con un vocabulario muy limitado. Es un vocabulario refinadísimo en lo que se refiere a las
construcciones, pero muy limitado en el número de palabras. El léxico es muy escaso. Desde este
punto de vista, Racine alcanza la excelencia máxima. No la de Dante, Góngora o Ausias March. Es
la del rigor, la de fidelidad a un repertorio, y sobre eso aplicar operaciones combinatorias que den
su propia vida a las palabras. Esto tiene dos resultados. Bien: no hay una sola línea de Racine que
no sea digna de estudio como objeto verbal en francés, y, repito de nuevo que no es fácilmente
traducible. Pero tiene en definitiva dos cimas, dos puntos máximos. En el terreno profano, Phèdre;
y en el sagrado, Athalie Athalie, por otra parte, también confluye en el espectáculo. Anuncia lo que
después será el teatro del barroco y del rococó. Es decir, la tragedia ya mucho más impura que
escribirá Voltaire, que de Francia pasará a Italia, y que desembocará en la ópera barroca.
Ahora hay que preguntarse: ¿qué significa todo eso para nosotros? Es una pregunta legítima:
¿significa algo, por ejemplo, para algún catalán de los noventa? Si no lee francés, creo que no gran
cosa. Debe leerse en francés para poder apreciarse. El resto son aproximaciones. Y no sólo entender
lo que dice, sino sobre todo ver hasta qué punto la forma de decirlo es tan inventiva, tan refinada, y
tan diferente de lo que la rodea. Lo segundo todavía es más difícil, porque exige también del lector
cierta familiaridad con la tradición literaria francesa. Si no, le sonará como cualquier otra cosa de
Corneille, de Rotrou, o incluso de Voltaire. Debería ser, pues, un lector catalán de los noventa que,
porque sabe francés y tiene esa familiaridad, ve que el tipo de cualidades de estos versos de Racine
sólo lo tiene Racine.
Cualquier obra de arte se justifica a sí misma en la medida en que constituye una forma de
conocimiento de los recursos, de la posibilidad poética de la lengua, y por tanto de la forma de
conocimiento de las posibilidades de la lengua, que no existiría si no fuese en ese acto verbal, y que
sólo puede explicarse en los términos en que se explica el autor. Es decir, la expresión «une flamme
si noire» no puede explicarse: este hemistiquio es un hallazgo puramente de Racine. En este
sentido, Racine puede ser valorado con la misma medida que aplicamos a Rimbaud, Baudelaire o
Mallarmé, o que aplicamos en otro aspecto a Shakespeare, a Góngora, o a Foix. Se trata de ver —y
eso puede comenzar en los griegos, en Virgilio, y en cualquier otro de la época antigua—,
considerando que el poeta es aquel que trabaja con la lengua, qué poetas han llegado al punto más
alto que se puede conseguir trabajando en su lengua. En el caso de Racine, la respuesta es muy
clara: en francés nadie ha llegado nunca más alto que Racine. A su nivel creo que sólo han llegado
Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé y Victor Hugo. Ahora bien, no se trata simplemente de lo mismo
que cuando se ve un espectáculo muy fastuoso, o algún edificio muy grande. Estos versos de Racine
tan rituales y convencionales alcanzan dos cosas. Por un lado, por extraño que parezca, y a través de
los vericuetos de la cosa cortesana, alcanzan la emoción real: Racine es capaz de apasionar tanto
como el poeta más contemporáneo, o el que sentimos más próximo a nosotros. Eso, pues, por un
lado. Y por otro, sus versos también alcanzan el punto máximo de la visión de la otra parte de la
realidad: es decir, el punto máximo de lo que podríamos llamar investigación en poesía. O sea, crear
mediante combinaciones autónomas como la de la «llama negra» una realidad mucho más poética,
que sólo puede vivir de las palabras poéticas, y que no tiene nada que ver con la función habitual
del lenguaje corriente, del lenguaje puramente coloquial. Racine no sólo alcanza la emoción, que
remite muy de cerca a la experiencia de cada uno de nosotros, sino también un tipo de visión que
está más allá de la función literal del lenguaje. En este sentido, se parece a Rimbaud, por ejemplo.
Es tan moderno como pueda serlo Rimbaud. Porque, veamos: ¿qué hay en Rimbaud? Por un lado
determinado tipo de creación de imágenes, de visión, que sólo se encuentra en él, que tiene
determinado tipo de realidad que sólo existe porque Rimbaud alcanza a nombrada. Y, por otro lado,
hay algunas cosas, algunas frases, algunas palabras, que pueden llegar a decirnos algo sobre lo que
nosotros somos. Es decir, un reconocer, un asentir a la experiencia del verbo, y al mismo tiempo un
descubrir una realidad diferente, que es suscitada por la existencia de las palabras. Todo eso no
habría sido posible en el caso de Racine sin la experiencia previa de esta extrema convención de la
realidad, de este rechazo o incapacidad de la lírica pura, de esta sumisión a una dramaturgia coral
con personajes múltiples que hablan de una manera muy preestablecida, y, en definitiva, dentro de
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 22

esos caminos aparentemente tan hollados, sin una voluntad artística de un rigor extraordinario.
Racine toma pues una expresión literaria, la que tiene a su alcance en aquellos momentos, y la
lleva a las últimas consecuencias. Tan radical en eso como cualquier artista que podamos imaginar:
tan radical como Tàpies cuando dejó de hacer arte figurativo y empezó a hacer arte matérico, por
ejemplo. El camino de cualquier artista es apoderarse de la realidad de que dispone, la que tiene al
alcance en aquellos momentos, y conducirla hacia otra realidad.
Así, Racine, el clásico, el del mundo académico, el Racine que también es investigador y
vanguardista sin saberlo, se halla en el territorio público como cualquiera de los grandes poetas.
Racine es, como tantas veces he dicho, nuestro contemporáneo.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 23

LOS SECRETOS DEL CABALLERO1

Ha. y secret
LLULL

Llanque, llanque, cavaller, que no és hora de dormir.


(Popular, cancionero rosellonés)

Los límites del repertorio sexual en My Secret Life son precisos, y no alcanzan el territorio
explorado por Sade. La sodomización femenina, o a veces incluso la exploración anal, producen
marco, sensación de rechazo, miedo. En lo que se refiere a la mujer, son límites relativamente laxos,
pero que se hallan enmarcados entre dos polos extremos: o bien la mujer casta, que no se deja tocar,
o que, si es poseída, no quiere desnudarse, o bien la mujer activa, que llegará a la exhibición del
tribadismo y a la bisexualidad. Pero sólo hay, quizá, un momento en que el caballero libertino sienta
pánico: ante la propuesta, aceptada, de sodomización de una mujer. En los días siguientes, le
asustará hasta pasar delante de aquella casa, acercarse a aquella calle.

II

El eje de todo es el oro. Sade tiene como resortes principales de la actividad erótica o bien el
deseo de placer o bien las relaciones de tiranía; el anónimo caballero victoriano piensa, en primer
lugar, en comprarlo todo. En Sade también interviene la noción de compra: «Le encontraba
muchachas de aquéllas», dice la narradora de los 120 días de Sodoma, «porque en París se puede
encontrar de todo; pero hacía que las pagara muy caras.» el caballero inglés se puede servir de cierta
preminencia social, pero, en último término, cuenta principalmente con el oro. El episodio emble-
mático es aquel en que intenta ver cuántas monedas de oro —con su peso, con su pesado tintineo—
pueden caber, de la manera más literal y concreta, dentro de un sexo femenino.

III

Sade invoca la naturaleza, los animales, los pueblos primitivos. Lo que hacen sus personajes
seria, precisamente, llevar a cabo una especie de forma extrema de rousseaunismo. La consigna
para desnudarse —el inicio de los rituales— es regresar a «l'état de nature». El caballero inglés, en
cambio, tiene que insistir constantemente en el hecho de que sus fantasías lo diferencian de los
animales, que el animal se limita a acoplarse, que no hace intervenir en ello la curiosidad ni el
erotismo indirecto, que lo más típicamente humano es la separación del mero trámite copulativo.
Aquí interviene, sobre todo, la curiosidad, una curiosidad de científico. Sade hace cualquier cosa,
hace lo que sea, porque da por supuesto desde el principio que cualquier cosa es o tiene que ser o

1
Quaderns Crema, núm. 1 (abril de 1979), pp. 85-89. Notas de lectura sobre el anónimo: Mi vida secreta Traducción
castellana y prologo de Antonio Escotado. Dos volúmenes. Barcelona, Tusquets Editores 1978
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 24

puede ser motivo de placer; el caballero inglés practica el empirismo, lleva a cabo experiencias, que
suelen ser gratificadoras sexualmente, pero a veces también pueden no serlo. No existe la creencia
previa de que todo proporcionara placer. Existe, en cambio, el principio de curiosidad empírica.
Haremos esto para ver qué pasa, o porque no lo hemos hecho nunca. Sade dice: lo haremos, porque,
como cualquier otra cosa, sólo puede dar placer. El victoriano es más precavido. El empirismo
puede llevarle a descubrir, de manera progresiva, su asentimiento a actividades que en principio le
habían provocado un impulso de retracción; pero también puede llevarle a rechazar otras.

IV

El principal descubrimiento del victoriano es la bisexualidad potencial. Llega a ella por el


camino de la curiosidad, el gran descubrimiento se produce de forma apocalíptica, bajo una lluvia
torrencial, con un ganapán borracho y una ramera, en la calle, a oscuras, a tientas, con el miedo a
ser vistos por la policía. Es posible que esta sórdida escenografía hiera necesaria para hacer
llevadera la incursión ante la conciencia misma del caballero.

Es una vida construida sobre dos supuestos: azar y disponibilidad. A excepción de los momentos
en que tiene que resolver algún apuro económico ocasional, su patrimonio permite al caballero vivir
sin «tener que ganarse la vida». Es el ideal del XIX, al que aspiran los héroes de Balzac: en Modeste
Mignon, uno de los pretendientes de la protagonista tendrá, antes de comprometerse, una
conversación con el padre para ver si puede tener la seguridad de que las rentas de la joven le
permitirán vivir sin doblar el espinazo —es decir, exactamente una conversación en el sentido
contrario al que será habitual en nuestro siglo, por lo menos hasta la generalización del trabajo de la
mujer—. El caballero victoriano dispone, pues, de dinero y de tiempo libre, No sabemos si lee
mucho o si va mucho al teatro; no quiere aparentar que es un filósofo, como Sade o Casanova. Pero
dedica prácticamente todo su tiempo disponible a la búsqueda de las bazas del azar. Es una
búsqueda de antropología social: aprovechar, o provocar, todas las relaciones casuales posibles,
exactamente como si desencadenara la reacción en cadena de unos agentes químicos.

VI

El caballero es un anatomista. La mitad de su curiosidad es curiosidad de estudioso de ciencias


naturales. Cuando una enfermedad venérea lo deja tullido, se dedica a describir minuciosamente en
su libro secreto los genitales del hombre y de la mujer. Lo que más le fascina es verlos funcionar.
Naturalmente, por este camino no tarda en llegar a la fascinación por la orina y el semen. En
cambio, el mundo coprofílico no es vislumbrado: otra manifestación de los límites que se impone,
pese a todo, ante la zona sodomítica.

VII

Las calles y los interiores. El burdel de lujo, o el burdel medio; las calles —chillonas,
carnavalescas— del mundo europeo continental, o las calles densas y turbias de Londres. De día, la
calle es el lugar de encuentro; al anochecer, se convierte en un interior, angustioso, asfixiante, lleno
de peligros. El interior del burdel es un lugar cíclico, de retorno, de gestos que recomienzan cada
vez que concluyen. El interior de los hoteles es un lugar de acecho: voces en la noche, tintineo de
orina a oscuras, en el estaño o la porcelana de las bacinillas, gritos frágiles, risas. No es el imperio
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 25

del desnudo, como en Sade. Cada peripecia es una lucha con la ropa, porque el tabú no es hacer,
sino, sobre todo, ver. La mujer se deja hacer, pero no se deja mirar. En el campo, las aventuras son
más expeditivas y enérgicas; no hay sentimiento de la naturaleza, no se produce ninguna relación
entre el paisaje y el sexo, pero la ausencia de vida urbana hace más posible la brutalidad.

VIII

Esta vida secreta es, no sólo redactada y publicada, sino proyectada y vivida como una vida
ejemplar. En dos sentidos: una vida dedicada a la investigación y una vida dedicada a disfrutar, Dos
ideales de la Enciclopedia, En este aspecto, no estamos demasiado lejos de Sade: La philosophie
dans le boudoir. Es decir, la filosofía ha salido, se ha retirado, de la plaza pública —su lugar desde
la era ateniense— y se ha encerrado en el cuchitril de la vida privada de los éclairés. Una filosofía,
claro está, que en este caso es sobre todo una ética. Podemos mirarla desde dos puntos de vista: o
bien como ética del comportamiento social —y como tal puede ser criticada— o bien como ética de
la veracidad del individuo ante sí mismo y, de manera semisecreta, ante los demás; en este último
aspecto, sigue siendo una «vida ejemplar».

IX

¿La escritura del libro? No está «mal escrito» —dice Escohotado— sino simplemente «no
escrito». No es literario, sino simple narración de hechos, casi oral. Escohotado tiene razón, pero la
cuestión contiene más matices. Un libro «no escrito» es el informe Kinsey, o el informe Hite, o
cualquier historial clínico del añorado Steckel. My Secret Life no es eso. Es una narración
autobiográfica, que, sin tener la ambición literaria de Sade, plantea problemas semejantes. ¿Por qué
Mario Praz niega, o negaba, cualquier valor literario a Sade?
¿Por qué se niega valor literario a My Secret Life? Porque su principal valor es la utilización
sistemática del vocabulario habitualmente proscrito de la literatura. Como la normalización del uso
de este vocabulario no se ha convertido en un hecho, como no forma parte del lenguaje escrito
habitual —mientras que, paradójicamente, la imagen fílmica, mucho más reciente, ha incorporado
sus equivalentes visuales—, es muy difícil separar lo que sería un juicio propiamente literario del
libro de la simple constatación del uso constante que en él se hace del vocabulario prohibido.

La principal actividad del caballero: demostrar, profanando —actos o palabras—, que nada es
profanación. El caballero es un asceta. Lleva a cabo ejercicios ascéticos del conocimiento.

XI

Hay un infierno detrás de Dickens, cuando los personajes de Dickens se encierran en el


dormitorio. Las hermanas Brontë vieron ese infierno: era de carne y hueso, se llamaba Patrick
Branwell, se llama Heatcliff, es la mujer loca de las Antillas, encerrada en el desván de Jane Eyre.
Visto de cerca, ese infierno no da miedo: es My Secret Life.

XII

El caballero victoriano es un hombre de ciudad. Vive en la ciudad que nos descubrió Thomas de
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 26

Quincey, la fournillante cité de Baudelaire. También vive en las afueras, en las comarcas
suburbiales. La inseguridad es centrífuga: acostarse con la mujer de un obrero, cazada en un páramo
inhóspito y desierto. Nostalgie de la boue.

XIII

¿Quién era el caballero? ¿Es auténtico su relato? el tema de este relato es la fantasía; es una vida
que consiste en poner en práctica fantasías para satisfacer la curiosidad sobre las sensaciones o
vivencias a que dará lugar cada fantasía al hacerse realidad. Manual de fantasías, idéntico a Sade: es
evidentísimo que Sade no pudo poner en práctica todas las actividades previstas en sus libros.
Desde este punto de vista, da igual que los hechos relatados en My Secret Life sean todos genuinos,
o todos falsos, o parcialmente inventados, porque la acción auténtica está en la mente, no en el
cuerpo. Es el cuerpo visto por la mente.

XIV

Aquí no habla el cuerpo. El cuerpo habla en Rabelais, o en los poetas surrealistas. Aquí habla la
mente. En Rabelais, el cuerpo exulta, increpa, agrede y ríe; en los surrealistas, el cuerpo grita y
estalla, reventando el mundo visible. En Sade, el cuerpo dice silogismos. En My Secret Life, la
mente descubre el cuerpo.

XV

La poesía del libro nace, precisamente, de su prosaísmo sistemático. Para condenar la novela, los
surrealistas presentaban un fragmento de Dostoievski —la descripción de un interior— separado de
su contexto, y reducido, pues, aparentemente, a una consternadora condición prosaica, de
información irrelevante. La maniobra podía funcionar porque, en Dostoievski, las descripciones —a
diferencia de lo que pasa con Balzac, donde cada objeto se convierte en un símbolo— son
absolutamente neutras, como un fondo voluntariamente opaco y liso que hace resaltar con especial
violencia los actos y los gestos de los personajes. En My Secret Life, ocurre exactamente lo
contrario: cuanto más vistosos son los hechos narrados, más uniforme es su narración, porque,
siendo el tema del libro aquello que en cualquier otro libro sería omitido o bien sería un momento
de clímax, lo que adquirirá relieve poético será precisamente la cotidianidad. Cualquier fugaz atisbo
de la vida diaria —el Londres remoto y aireado, los caminos rurales, las llamas en el hogar, el color
de un traje— adquiere un esplendor poético supremo: vemos, de repente, deslumbrados, la distancia
temporal. Los novelistas del XIX nos instalan en un mundo al que nos habituamos, y nuestra
atención se centra, no sobre el entorno, sino sobre los actos de los personajes. En My Secret Life
estos actos se producen sobre una ausencia casi total de fondo (otra manifestación del carácter «no
escrito» del libro); cuando, súbitamente, hay que hablar de los escenarios, la sorpresa nos lleva a
descubrir que estos actos de los cuerpos, actos sin tiempo, experiencias de la mente, se producían en
otro país y en otro siglo. El fondo son los cuerpos; los escenarios irrumpen sobre este fondo. Los
cuerpos pueden ser bellos y agradables, pero son prosaicos como la comida o como los
experimentos de física recreativa. Los escenarios, situando los cuerpos en el tiempo, desvelan la
poesía de lo real.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 27

LITERATURA Y CINE1

He venido aquí para dar testimonio de una fidelidad cinematográfica y cinéfila que siempre he
tenido y que, por otra parte, va había practicado aquí, en Sabadell. Hace unos veinte años presenté
en este mismo cine—club Las campanas de Santa María, de Leo MacCarey, y también por aquella
época había presentado algunas cosas en Terrassa. Eso quiere decir que la vocación cineclubista y la
asistencia a la Filmoteca formaron una parte fundamental de lo que soy. Por consiguiente, todo lo
que sea apoyar los movimientos de los cine-clubs en la medida de lo posible es algo que procuraré
hacer siempre, y más en este caso, que tiene precedentes que van unidos a mi adolescencia.
Intentaré hablar, de manera general, de los vínculos existentes entre la literatura y el cine, sin
repetir en exceso, más que en aquello que sea inevitable, los conceptos que ya expuse en un libro
sobre el tema, un libro que, según creo, es el único que se ha escrito en la Península sobre cine y
literatura. Intentaré decir cosas diferentes o complementarias y cosas, por otra parte, que tengan una
relación directa con lo actual. Mi libro fue escrito va hace unos cuantos años.
Me gustaría empezar planteando el asunto desde una doble perspectiva: un cineasta ante un
material literario y la relación, en sentido amplio, entre literatura y cine. Tomaré dos casos
concretos, dos directores de cine muy conocidos, de nacionalidad y edad muy diferentes: Jean-Luc
Godard y Vincente Minnelli.
En cierta medida, el caso de Godard es un caso con el que puedo identificarme. Es un hombre
mayor que yo, de una generación anterior a la mía, la de los años treinta. Quería ser escritor y
contaba que, cuando iba a comenzar una posible novela, escribía: «El tren llega a la estación»
Entonces pasaba largos ratos, él dice horas y horas, reflexionando: «Bien; el tren llega a la estación.
Por qué no decir: el tren llega a la estación. Hace buen día.» Éste es el problema esencial. La litera-
tura tiene un campo ilimitado, o sea, puede decir con extensión, y en cierto modo con intensidad,
cosas que el cine sólo puede expresar visualmente y con las limitaciones derivadas del lenguaje
visual y de la duración, por lo menos hasta ahora. La literatura hace una selección del material. Por
ejemplo, dice: «El tren llega a la estación», y no hace falta que diga si hace buen tiempo o llueve.
Pero el cine, en cambio, si muestra un tren que llega a una estación, inevitablemente tiene que decir
si llueve o hace buen tiempo, si hay gente en el andén o si está vacío. Esta selección es extensible a
cualquier tipo de material literario.
Dostoievski, por ejemplo, que tiene un lenguaje muy interesante desde el punto de vista de la
visualización de lo que cuenta, toma un personaje determinado, lo describe físicamente. Las
descripciones físicas de Dostoievski y todas las que se hacían en la novela del XIX, de Dickens a
Balzac, no tienen demasiada eficacia, porque parten, más o menos difusamente, de una férula de la
ciencia fisiognómica, la ciencia de la fisonomía que, por otra parte, tuvo cierta aceptación en
Cataluña, aunque ahora va no forma parte de nuestro tejido social ni de nuestro bagaje de
experiencias. En cambio, las descripciones de escenarios, de calles, de mobiliarios, de decoración...,
todo eso es excelente. Las descripciones de escenarios de Dostoievski, de Balzac o de Dickens son
la base de buena parte de nuestra cinematografía. Si hay que describir una habitación, se describe,
además de dedicar cuatro líneas a los personajes y a las caras. Pero, una vez descrita esa habitación,
cosa que ha podido convenir por un motivo concreto, ya no hace falta que se vuelva a hablar de ella
si no se quiere. Allí pueden pasar muchas cosas, pero ahora será un lugar abstracto. En cambio, si
1
Conferencia del 27 de noviembre de 1990 como inauguración del ciclo homónimo del Cine Club Sabadell. Ha sido
recogida en el primer volumen de conferencias del citado ciclo- Literatura i cinema occidentals. Coordinadores: Pere C
nena y Antoni Dalmases. Sabadell, Ayuntamiento de Sabadell Cine Club Sabadell, 1993, pp. 21-34.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 28

un realizador elige una habitación determinada, esa habitación será filmada, con todo lo que
contiene, siempre que allí suceda una acción. La novela tiene una economía interna. Si en el primer
capítulo, decía Chejov, se escribe que hay un clavo en la pared, en el último el personaje tiene que
ahorcarse de ese mismo clavo, es decir, cualquier cosa que salga en una novela debe tener una
funcionalidad. Esto es exacto. Mientras que no todo lo que se vea en una película está obligado a
tener esta funcionalidad, porque la película, precisamente, no puede escamotear nada de la realidad,
tiene que mostrarlo todo. Por lo tanto, no tenemos que esperar que ese clavo sirva siempre para
algo.
Ante esto, hay muchas actitudes. La más extrema es la de directores como Minnelli o Visconti,
que hacen que, en cierta manera, el decorado, el paramento visual, se convierta en protagonista
narrativo de la película. La actitud de Godard, a pesar de eso, es típica. Como si, aun sintiendo
inclinación hacia la literatura, no pudiera dejar de pensar: «¿Por qué fragmento la realidad? ¿Por
qué no la cuento entera?», es evidente que su vocación es visual, no literaria. En eso se diferencia
de otros hombres de su generación que también han hecho cine y literatura, como por ejemplo
Pasolini, que sí era claramente un escritor, aunque hiciera cinc, y buen cine a veces.
Esta cuestión de decir «El tren llega a la estación» o «El tren llega a la estación. Hace buen
tiempo» puede que sea la encrucijada en la que se han ido bifurcando, en mi generación, las
vocaciones de escritores y de cinéfilos hacia la literatura o hacia el cine. Y digo mi generación
porque quizá es la más paradigmática en este sentido, junto con la anterior, la de Godard, Chabrol y
Rivette, los franceses, y Bertolucci, si hablamos de Italia. Porque las generaciones más antiguas, la
de Sebastián Gasch o Ángel Zúñiga, por ejemplo, eran otra cosa: intelectuales como Louis Aragon,
André Bretón o tantos otros. Gente que llega a trabajar en el cine —pienso ahora en Jacques
Prévert, que fue guionista de Marcel Carné—, y que hasta pueden ser realizadores, como es el caso
de Jean Cocteau, que fue un director de talento, pero que, fundamentalmente, se acercan a él desde
la perspectiva del intelectual y toman algunos elementos de provocación con reminiscencias artísti-
cas, de la misma manera que Antonin Artaud exhibió en París el teatro de la isla de Bali como
alternativa al teatro europeo, o que Picasso se interesó por el arte negro y lo reivindicó. Es decir, se
toma un elemento ajeno a la cultura humanista, de espectáculo y se utiliza como motor de
progresión poética. Pero eso no es propiamente vocación de cinéfilo, es otra cosa: es, en igualdad de
condiciones con otros elementos artísticos o paraartísticos, tomar el cine, rescatarlo de la simple
condición de entretenimiento y convertirlo en un instrumento para el arte, para la literatura, en este
caso.
En cambio, en la generación de Godard y de Truffaut, y en la mía, que es, en definitiva, la de
Bertolucci, sí hay un porcentaje muy elevado de gente que duda entre literatura y cine. Y eso no
sólo en el caso de los realizadores. Por ejemplo, yo tengo gran amistad con el más conocido de los
directores de fotografía de origen catalán e ibérico, Néstor Almendros. Almendros es un hombre de
una formación cultural sólida, que escribió, por ejemplo, una tesis doctoral sobre los orígenes de las
particularidades fonéticas del lenguaje hablado en Cuba; es una persona de gran cultura, que conoce
muy bien la pintura, la poesía... Pero, en un determinado momento, su locación fue cinematográfica,
y se manifestó, eso sí, a través de esta cultura, cosa insólita antes de la generación a que me refiero.
Si bien existe alguna excepción en las generaciones anteriores —Eisenstein, por ejemplo, un
intelectual con una formación muy variada—, la mayoría de realizadores, los grandes clásicos del
cine, no eran gente de gran cultura humanística. Fritz Lang, por ejemplo, que era un hombre muy
inteligente, arquitecto y escultor, y un gran director, no tenía una gran cultura literaria. Tenía la
cultura de un alemán, concretamente un judío—austriaco, de su época. Por supuesto, mucho más
que un alemán o un austríaco actual, porque el tipo de educación que se recibía entonces era más
global y completo, pero los testimonios recogidos —he leído bastantes de ellos— nos presentan un
Lang a quien gustaba leer sobre todo tebeos de acción y novelas policíacas. Incluso como
espectador de cine, no era demasiado riguroso. Cuando ya era viejo y no trabajaba, pero todavía
tenía proyectos en mente, Lang fue a París, con la idea de hacer una película con Jeanne Moreau
sobre la resistencia francesa, una película que no se hizo nunca, porque no encontraron productor.
En París, Lang iba a ver películas de autores intelectuales, Antonioni, Fellini, que le gustaban...
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 29

Pero la película que más le interesó fue Goldfinger. ¿Por qué? Goldfinger es algo muy tirado,
incluso como película de entretenimiento no es nada extraordinario. «No, no es eso», decía,
«vosotros no sabéis qué hago de Goldfinger en mi cabeza.» En la cabeza de Lang, Goldfinger se
convertía en otra cosa. Y, efectivamente, si prescindimos ahora de la realización de Goldfinger,
plana y poco imaginativa, veremos que sí, que en Goldfinger hay elementos que, con la imaginación
de Lang, pueden convertirse en una buena película. De hecho, analizados desde un punto de vista
literario, la mayor parte de guiones de las películas de Lang no son mucho mejores que el de
Goldfinger. La diferencia radica en la imaginación visual de Lang, que es muy superior a la de
Hamilton. Incluso un caso como el de Chaplin contradice lo que estoy diciendo. Porque Chaplin era
un intelectual que se preocupaba de la gente, de su extracción social, de la gente del mundo del
espectáculo. Era un hombre que recorría las librerías de lance cuando salía de sus actuaciones, del
music-hall o del teatro, que leía a Schopenhauer y a Plutarco... Pero su imaginación cinematográfica
iba por otro lado. Sus guiones son muy buenos, pero no del tipo de los que gustan a Godard.
Tengo la impresión, en todo caso, de que los primeros intelectuales del mundo del cinc que, en
general, dudan entre cine y literatura son los de la generación de Godard —o los de un poco antes,
Rossellini y Antonioni—, hasta la de Bertolucci. Porque, por lo que veo, la generación más joven
está formada de nuevo por gente que va tiene una vocación más claramente literaria o
cinematográfica y no vive, en cambio, aquella problemática de los años sesenta y setenta, sobre
todo. Es una impresión que puede ser acertada o errónea, es muy difícil confirmarlo. En cualquier
caso, la lectura del material publicado en revistas más o menos especializadas y las entrevistas a
realizadores jóvenes dan la sensación de que ha vuelto a producirse una delimitación de vocaciones.
Por otra parte, junto a Godard, que es el límite del intelectual que duda entre literatura y cine,
está el cineasta que hace cine estricto. Tomo el ejemplo de Vincente Minnelli, porque Minnelli me
servirá como punto de referencia para otras muchas cosas. No hace mucho volví a ver una película
que he visto muchísimas veces, una película que posiblemente muchos de ustedes conocen, Los
cuatro jinetes del Apocalipsis, la versión de Minnelli, con Glenn Ford e Ingrid Thulin. Y, con este
motivo, leí de nuevo las páginas que, en su autobiografía, Minnelli dedica a esta película. Cuenta,
en primer lugar, que se la propusieron a la Metro y, después, que no estuvo de acuerdo con el hecho
de cambiar el tiempo de la acción, que transcurría en la Primera Guerra Mundial y la Metro trasladó
a la Segunda. Es una equivocación, decía, porque toda la historia está en función de la Primera Gran
Guerra, con el kaiser. Como es una historia que pasa en París, había que dar un nuevo tratamiento a
los nazis y a la gente de la Resistencia, porque, si no, probablemente la cosa no interesaría a nadie,
siendo como son temas tantas veces tratados. No parecía una película que correspondiera a su estilo.
Pese a eso, Minnelli no decía que no. Había otro problema: el protagonista. La Metro acababa de
contratar a Glenn Ford, pero Minnelli quería a Alain Delon, a quien acababa de conocer en Francia,
La Metro no quería a Delon, primero, porque en aquel momento no hablaba inglés y, además,
porque era un desconocido para el público americano. Finalmente, la hizo Glenn Ford, y la película
funcionó bien. Minnelli estuvo de acuerdo, en general, con el resto del reparto.
Así las cosas, leyó la versión definitiva del guión y dijo: «Bien, la Segunda Guerra Mundial y la
novela de Blasco Ibáñez: esto parece tener posibilidades dramáticas. La acción empieza en el año
38, la última época de la elegancia europea... Puedo hacer una película visual.» En efecto, el aspecto
visual da la fuerza épica a la narración. Ése es el tratamiento. En su autobiografía, Minnelli no dice
prácticamente nada de la novela de Blasco Ibáñez, no tiene por qué hacerlo. No sé si la había leído
y, en caso afirmativo, si le interesaba. Pero da igual, sólo es un punto de partida. La decisión está
tomada: un tratamiento épico y un tratamiento visual. Y ¿qué hace entonces Minnelli? Hace un
excelente trabajo de ambientación. Por ejemplo, la entrada de los nazis en París. Todos creen que ha
filmado el Arco de Triunfo, pero en realidad no lo ha hecho. Filma una entrada vacía de Versalles,
con un arco semejante y con un tratamiento tal, que consigue que se convierta realmente en el Arco
de Triunfo. Porque, para filmar el Arco de Triunfo de veras, habría tenido que hacerlo de
madrugada, para que no hubiera nadie. Era muy difícil. Lo que en este caso hace Minnelli es un
ejemplo típico de tratamiento cinematográfico.
La película fue muy mal entendida por la crítica. Fue reivindicada precisamente por el sector de
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 30

la crítica al que pertenecía Godard, los Cahiers du Cinema —recuerdo una crítica muy extensa de
Jean Douchet—. Aquí, curiosamente, lo hizo Julián Martas, quien entonces escribía críticas en La
Gaceta Ilustrada y que, aunque no es ni ha sido nunca un especialista, no tiene particulares
prejuicios culturales. Y recuerdo que le gustaba bastante a Manuel de Pedrolo: de hecho, una vez la
vimos juntos en la Filmoteca.
Con este material, Minnelli recuperó una vez más su tema de siempre: unos personajes que se
construyen una especie de mundo privado, una proyección de un sueño interior, que va siendo
destruido por la realidad. El argumento de Los cuatro jinetes del Apocalipsis se basa en eso. Se trata
de un personaje, el de Glenn Ford, que quiere ser neutral en un mundo donde no es posible serlo y
que, por otra parte, se ve invadido progresivamente por la aparición del elemento externo, los nazis,
que nos son dados a partir de imágenes de archivo de Hitler, mezcladas con imágenes de personajes
reales, que son nazis en la película, pero que son actores... Todo está muy bien resuelto. Y, como no
podía ser en blanco y negro y tampoco en color, porque había ficción y documental, Minnelli utiliza
el virado en rojo. Por otra parte, y aunque en aquella época no era demasiado frecuente trabajar el
vestuario de los años treinta con rigor, consigue una estilización muy válida. Me recuerda las
películas de los treinta de Josef von Sternberg, con Marlene Dietrich, muy estilizadas visualmente,
o algunos clásicos del cine negro como Scarface, de Howard Hawks. Es evidente que no alcanza
ese nivel, pero, para el año 61, era más que suficiente: un cierto aire de los treinta, una buena
ambientación general, el vestuario de Glenn Ford e Ingrid Thulin... Pese a algún anacronismo,
funciona muy bien, es de una extraordinaria eficacia.
¿Por qué me turba esa película? Porque es un caso ejemplar. En el año 61, todo ese material
todavía no había sido tratado cinematográficamente de forma responsable. Uos años treinta eran una
tierra de nadie. Una época que no era lo bastante antigua como para poder ser sugerente ni tan
reciente como para ser actual. Y el nazismo había sido tratado desde el documental o en términos de
estricto moralismo. Minnelli hizo una estilización de los años treinta y, de ese modo, fue el primero
en augurar la moda retro. Todas las películas posteriores sobre el género han ido más allá que [os
cuatro jinetes..., pero ahí está su punto de partida. El planteamiento de Minnelli es claro: «París, la
Resistencia. No es eso lo que tengo que hacer. No soy Raoul Walsh, no soy Jolm Ford, no sé hacer
películas de acción estricta. ¿Qué puedo hacer? Puedo trabajar con la esvástica sobre el decorado
actual de París, con la irrupción violenta de esa simbologia. Puedo hacer Resistencia visual.» Fue el
primero en formular un planteamiento semejante. En aquel momento, la cosa no tuvo demasiado
impacto. Pero hubo un hombre que supo ver su importancia: Luchino Visconti. En un curioso libro
de conversaciones con personalidades homosexuales, cuyo autor es un líder del movimiento gay
americano del mundo del cine, comentan a Visconti que Los cuatro jinetes del Apocalipsis es una
película poco satisfactoria y el cineasta contesta: «No, no, se equivoca. El trabajo de Minnelli es
muy bueno, está muy bien hecho. Glenn Ford fue una imposición de los estudios, Minnelli quería a
Alain Delon —Visconti estaba bien informado—, pero, incluso así, el resultado final está muy
bien.» Y tenía toda la razón. ¿Por qué? Pues porque, aproximadamente diez años después de Los
cuatro jinetes..., vemos que esa película ha generado su propia tradición iconográfica, ha tenido
descendencia. Casi el equivalente de la obra literaria que tiene continuación, que tiene una
inmediata influencia. De una manera muy lateral, un poco secundaria, ha influido sobre De Sica, la
imaginería del mundo fascista italiano de El jardín de los Finzi-Contini. Pero especialmente sobre
Bertolucci, que es un admirador del cine norteamericano de aquella época, el tratamiento del
aspecto visual del fascismo en el conformista. Y, más importante aún, el propio Visconti toma una
buena parte del tema visual de Los cuatro jinetes... e, incluso, su actriz principal, Ingrid Thulin, en
una película característica, La caída de los dioses, ambientada en la Alemania nazi. Teniendo en
cuenta que Visconti, a diferencia de Minnelli, tiene una actitud ideológica muy militante, hará una
cosa mucho más violenta, con un clima mucho más enrarecido, mucho más brutal, pero, en
definitiva, la iconografía fundamental e incluso la utilización de Ingrid Thulin salen de la película
de Minnelli. Esto es un hecho evidentísimo y que se deduce de las propias palabras de Visconti. Y
todavía hay más descendientes. Tiene una influencia directísima sobre Liliana Cavani y su Portero
de noche, con el mismo protagonista de la película de Visconti, Dirk Bogarde, y da lugar a una
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 31

curiosa rama del cine erótico, de nuevo con Ingrid Thulin. O sea que lo que nace como un encargo
de una novela de Masco Ibáñez, con la época cambiada, aceptado y asumido por Minnelli, centrado
finalmente en los aspectos visuales, genera una nieta propia, una imaginería. Esta imaginería ya
tiene forma, ya se ha desvinculado de los referentes literarios, ya puede servir de vehículo de
inspiración a Bertolucci, a Visconti e, incluso, indirectamente, a Cavani. Es un ejemplo típico de lo
que encontrarnos en la literatura cuando un determinado tema o un determinado procedimiento
literario sirven como modelo de una obra y, después, generan otra. Ahora, el cine, y no sólo ahora,
sino desde hace ya unos cuantos decenios, puede hablar de su propia tradición, autónoma respecto a
la literatura.
Ahora bien, todo lo que he dicho es cierto si hablamos del aspecto visual. Pero hay otro.
Dejemos de lado el documental que, además, es una modalidad que parece circunscrita a la
televisión —en las salas comerciales, por el momento, y, por una serie de complejas razones, no
tiene futuro en ningún lugar del mundo—. El cine argumental parece destinado a contar historias v,
en este sentido, se halla en el mismo punto que en el año 1915, cuando Griffith realizó El
nacimiento de una nación. Diría incluso, vendo hacia atrás, en el mismo punto en que se hallaba en
el año 1897, cuando Méliés realizó Viaje a la Luna. La idea es la siguiente: el cine explica historias,
el cine toma imágenes, estas imágenes no forman parte de la realidad, pero tienen que contar
historias. ¿Cuál puede ser el modelo? ¿El teatro o la novela? Originariamente, el teatro, con la
cámara fija, la entrada lateral de los actores... Pero no tardó en ser la novela, especialmente a partir
del momento en que Griffith realiza El nacimiento de una nación. ¿Y qué hace Griffith? Se limita a
utilizar el tipo de narración de Dickens, que es lo que leía habitualmente, presenta los personajes a
la manera de Dostoievski. Un decorado y unos personajes que se mueven en él. No puede dejar de
filmar en cada ocasión el mismo decorado, pero puede hacer otra cosa, puede aislar elementos del
mismo. Existe una habitación con unos personajes. Tiene que filmar siempre esa habitación, pero
no necesariamente entera. Puede filmar sólo la cara del personaje. Éste es el principal hallazgo de
Griffith. Puede filmar únicamente una parte de la cara, un detalle. Ésta es la base a partir de la cual
ha funcionado el cine, desde 1915 hasta ahora.
En los años veinte, la idea es que el cine, aunque la totalidad de la imagen quepa dentro de cada
plano, puede, con el montaje, que se convierte en lo más importante, fragmentar al máximo la
realidad. Es el caso de películas muy famosas, la secuencia de las escaleras de El acorazado
Potemkin de Eisenstein, por ejemplo. Yo sostengo que, dejando a un lado las cuestiones teóricas, no
podemos prescindir de los aspectos técnicos. En la misma época en que Eisenstein filmaba el
acorazado Potemkin, fragmentando mucho la secuencia del fusilamiento de las escaleras, Chaplin
hacía cosas muy sencillas en los Estados Unidos, sin fragmentar apenas la imagen. Ambos tenían el
mismo talento, se admiraban mutuamente, no es que uno fuera más inteligente que el otro,
simplemente tenían concepciones diferentes. Ahora bien, el tipo de cine que hacía Chaplin no
necesitaba lo que hacía Eisenstein. Eisenstein, por el contrario, sí lo necesitaba, por lo menos en
aquel momento. Probablemente hoy sería diferente, porque la imagen que utilizaba era inferior en
calidad técnica a la actual, y no sólo a la actual, también era inferior a la que el propio Eisenstein
utilizaría en los años cuarenta en su Iván el Terrible. Por otra parte, la cámara con la que trabajaba
no tenía, ni mucho menos, la movilidad de las cámaras actuales. No hablo de travellings ópticos.
Hablo simplemente de grúas, travellings manuales, etc. No se puede comparar. Existe también otro
factor: era cine mudo. Está claro que no tenía que ser forzosamente siempre así —ya hemos hablado
de Chaplin—, pero es evidente que el cine mudo tenía un lenguaje diferente al del cinc sonoro. El
cine mudo es un arte muy poco conocido, porque la mayoría de las copias nos han llegado —
cuando hemos tenido la suerte de que lo hicieran— en condiciones defectuosas y se han visto mal.
Es un arte que comienza y se acaba. Ha completado su ciclo. Para nosotros, es como el románico.
Pero tendríamos que intentar estudiarlo colocándonos en su momento. En suma, lo que quiero decir
es lo siguiente: con los medios técnicos de que dispuso al cabo de veinte años, Eisenstein
probablemente habría filmado El acorazado Potemkin de otra manera, no habría necesitado
fragmentar tanto la realidad. De hecho, Dovcjenko, contemporáneo de Eisenstein, hizo una película,
que realizó materialmente su viuda porque él había muerto, con un sistema muy extraño, el
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 32

Kinopanorama, el equivalente soviético del Cinerama —el auténtico, el de las tres cámaras—, con
una pantalla inmensa y con muy poco montaje, el cine de la contemplación. Hablo de El Desna
encantado, una película que conoce muy poca gente, pero que yo he tenido la suerte de ver. La
fragmentación de la imagen corresponde a un determinado momento de la historia del cine, a las
teorías de la vanguardia plástica —Eisenstein era un vanguardista— y al aprovechamiento de los
materiales técnicos de que disponía.
Un caso opuesto es Dreyer, contemporáneo de Eisenstein, que lleva a cabo La passion de Jeanne
d'Arc, en el año 26, con un montaje tan fragmentario como el de Eisenstein, y, en cambio, en sus
últimos años realiza dos películas, Ordet y Gertrud, que son todo lo contrario. En Gertrud, hay un
plano que dura exactamente doce minutos, sin ningún movimiento de cámara. Es un plano de una
conversación en un sofá, un hombre y una mujer. El hombre, en un momento determinado, se echa
a llorar, deja de llorar, hablan mucho rato, doce minutos, sin que la cámara cambie de posición. Sin
embargo, no se trata de una reminiscencia de la estética del teatro. A partir del momento en que se
puede aguantar un plano tan largo con la cámara fija o bien, como en el caso de Ordet, con un
movimiento circular muy lento, se está haciendo cine. Por tanto, se puede fragmentar al máximo,
sabiendo que cada imagen fragmentaria será completa en sí misma —será un fragmento de la
realidad, pero completa en tanto que imagen—, o bien se puede no fragmentar y restituir la ilusión
de la totalidad del espacio y del tiempo. Esta última opción es, en buena parte, la que adoptan los
grandes cineastas del mudo cuando llegan a trabajar en el sonoro. Es evidente, por ejemplo, en el
caso de la última etapa de Chaplin. La evolución de su lenguaje es muy clara. Aunque su película
sonora más importante sea Monsieur Verdoux, la más característica de su evolución es Candilejas.
Está hecha con planos muy largos y con una fotografía muy poco elaborada, como siempre en
Chaplin, porque para él lo importante es la captación de los gestos de los actores, manteniendo una
ilusión de tiempo que coincida con el tiempo real. Una buena parte de Candilejas son
conversaciones entre el propio Chaplin, que interpreta al cómico Calvero, y la actriz Claire Bloom,
que hace el papel de una bailarina que está paralítica. Y estas conversaciones se nos dan con la
duración que tendrían en el tiempo real, con una cámara casi invisible que se limita a grabarlas.
Ahora bien, eso no es teatro, es aprovechar al máximo una posibilidad latente del cine.
Todas estas cosas fueron reivindicadas, precisamente, por la generación de Godard y, pese a ello,
esa misma generación, y sobre todo el propio Godard, vuelven a ser fragmentarios. Es decir,
Godard, que se decide a hacer cine porque no quiere separar el tren que llega a la estación del buen
tiempo que hace allí, cuando se pone a dirigir, se dedica, sistemáticamente, a fragmentar la realidad.
¿Por qué? Bien, una cosa es lo que se opina que es el cine y otra lo que después se quiere hacer, lo
que cada cual quiere darle. Pero tal vez esto no sea demasiado importante, aunque no es posible
ignorarlo. Hay otro motivo: Godard no habría sido un gran escritor, pero es, en cambio, un gran
escritor para el cine. Su material literario sólo existe como material para el cine, carece de valor
autónomamente, La fragmentación a la que recurre Godard intenta, por un lado, reflejar la
fragmentación del mundo moderno y, por otro, el carácter enciclopédico de resumen que su
generación posee de toda la historia del cine. Ocurre lo mismo con Bertolucci, sobre todo en su
Novecento. Novecento es una especie de compendio de sus aficiones cinematográficas, está lleno de
referencias que sólo sirven a los que conocemos el tipo de cine que le gusta y está relacionado con
una estética del instante, muy próxima a la estética de la poesía.
La estética moderna es la del instante, el instante plástico, con el arte abstracto, el arte gestual —
tanto si hablamos de Jackson Pollock, como de Tàpies o de Miró—, el instante musical, el poético.
El poema quiere detener el instante, descomponerlo, quiere detener la percepción corriente del
tiempo y ver qué hay detrás de esa percepción. Que es lo mismo que hace, en el fondo, la literatura
moderna, con el monólogo interior en la novela de James Joyce o en la propuesta de Proust, En
busca del tiempo perdido.
Junto a esa estética del instante, existe algo más, que no podemos olvidar. Estas generaciones, la
de Godard y la de Bertolucci, son unas generaciones para las cuales las filmotecas, los cines de arte
y ensayo y los cine-clubs han llegado a ser algo habitual. Y en el caso concreto de Godard, por
ejemplo, se sabe que, cada vez que salía de su casa, era para correr a los cines del Barrio Latino o de
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 33

los Campos Elíseos. Había muchos. Entraba y pasaba en cada uno de los cines un cuarto de hora o
unos veinte minutos, veía un trozo de cada película, al azar, lo que fuera. Y después lo recomponía
en su mente. De la misma manera que Fritz Lang, con los elementos del James Bond de Goldfinger,
hacía otra cosa, Godard veía quince o veinte minutos de cada película, de cinco o seis películas, y
eso se convertía, para él, en una especie de rompecabezas, que era un equivalente bastante
semejante, no sólo de la percepción que tenía del cine sino, incluso, de lo que, en definitiva, todos
recordamos de cualquier película que hemos visto. Nuestra memoria de cualquier película, de
cualquier obra literaria —pero no de cualquier pintura—, de cualquier cosa que se base en la
sucesión, en la temporalidad, no sólo en el espacio sino también en el tiempo —un transcurrir, un
decurso—, se reduce a unos instantes, a una idea general y a unos instantes concretos que
recordamos. En cierto modo, lo que hace Godard, lo que hace su generación, es ver cómo son esos
instantes. Es lo mismo que, con otra estética, hará Fassbinder unos años después. De otra manera,
con unos planos más largos, con una estética más teatral, pero partiendo de una misma idea.
Aunque pueda parecer una paradoja, eso es, en definitiva, lo que hacían Minnelli y el cine
americano de entonces. Es decir, existía generalmente un guión de tipo comercial, que tenía un
interés relativo y unas determinadas limitaciones. ¿Qué se hacía con ese guión? Es el caso de
Minnelli y Los cuatro jinetes del Apocalipsis. En el guión, están los nazis, la moda de los años
treinta, París... Con todo eso se trataba de hacer algo que funcionara a partir de la fuerza visual.
¿Por qué? Pues porque, en el cine, todas las sensaciones, todas las emociones, todas las ideas, deben
ser dadas visualmente. Es indiferente de qué tipo de emociones o de ideas estemos hablando. No
hay categorías en este sentido, todas son del mismo nivel. El caso más extremo es el de Douglas
Sirk, un cineasta de origen danés. Su película que yo considero más conseguida, Imitación a la vida,
parte de un guión absolutamente inservible para cualquier director que no sea Sirk. Es un guión con
el que parece que no se pueda hacer nada. Ahora bien, con él Sirk lo hace todo. Toma el melodrama
y exaspera todos sus tópicos. La acción transcurre entre gente de clase media americana. Muy bien:
convierte pues el aspecto visual de la película en una suerte de sucesión de fotografías de revista,
como el Life de los cincuenta, trata la vida cotidiana de los americanos de la forma más tópica —
cromáticamente, casi de una manera abigarrada— y, pese a ello, así consigue llegar bastante más
allá del guión. Filmándolo todo, lo convierte en algo totalmente diferente, casi una crítica del guión.
En el caso de Minnelli, de Sirk y de tantos otros, se da una cierta inadecuación entre el
temperamento del director y la materia que le ofrecían. Otro ejemplo extremo es el de Sed de mal,
de Orson Welles, película basada en sus percepciones visuales y en las posibilidades que es capaz
de vislumbrar en un material tan poco estimulante, una sórdida historia que transcurre en la frontera
entre México y Estados Unidos. Son los encargos.
El hecho curioso es que, cuando los directores europeos o los americanos más jóvenes,
aprovechando que pueden trabajar a partir de sus propios guiones, se ponen a hacer cine, no actúan
con un planteamiento demasiado diferente. Pueden hacer unos guiones de otra índole, con los cuales
se identifiquen más, pero el principio sigue siendo el mismo: necesariamente, el tratamiento visual
debe ser lo único que responda de la película ante el espectador. El contenido puede ser mucho más
intelectual. Godard o el Tarkovski de Sacrificio, por ejemplo. Pero, en último término, lo único
válido es la pantalla. En este sentido, permanece vigente aquella afirmación de Hitchcock: «Un cine
es un patio de butacas que hay que llenar.» Lo decía en aquel tono irónico tan suyo, como una
especie de simplificación, pero, en el fondo, tenía razón. Una película sólo puede aspirar a
entretener a la gente con su fuerza visual.
Puede ocurrir que, por falta de memoria o por desconocimiento de la historia del cine, las
generaciones más jóvenes se conformen con sucedáneos de la auténtica ficción visual. Por ejemplo,
por muy importante que pueda parecer el trabajo de Coppola en una película como El Padrino, es
evidente que, dentro del cine de gángsters, no puede compararse con el de Howard Hawks en
Scarface, realizada cuarenta años antes. Pero todo esto es circunstancial, viene dado por el hecho de
que el cine no se enseña en las escuelas y de que no se dispone de unos archivos permanentes que
podrían ir renovando los conocimientos de la gente —salvo algún caso excepcional: París, por
ejemplo—. Y todas estas cosas no cambian el fondo de la cuestión: ante el material literario, la
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 34

actuación del director es siempre la decisiva.


Y todavía una pregunta más: ¿por qué todo está fatalmente orientado hacia esa dirección? ¿El
cine tiene que ser siempre narración, en los términos formulados por Griffith, inspirándose en
Dickens? ¿Siempre debe ser una narración de unos hechos, con una sucesión cronológica
determinada, y siempre ha de ser narración en general? Me refiero, naturalmente, al cine de ficción.
Después del movimiento surrealista, con Un chien andalou, de Buñuel, y otros, el gran momento de
intento de ruptura con la novela del XIX se da en los años sesenta, con el cine experimental que se
hace en Europa. En el mundo de la literatura, los sistemas de renovación de las estructuras
narrativas se inician en los años veinte, llegan al cine en los años cuarenta, son dominantes, en
ambos campos, durante los años sesenta y comienzo de los setenta y, después, tanto el cine como la
literatura acaban por volver a la narración tradicional. A mí, eso me parece una señal de salud, una
buena señal, una de las pocas buenas señales que hay actualmente. Porque yo soy más bien
pesimista respecto al cine que se hace actualmente y a buena parte de la literatura. En cuanto al
cine, más. Es la primera vez que las productoras cinematográficas no dependen de gente que se
dedique únicamente a este negocio. Tienen otros económicamente mucho más importantes. Son
gente que tiene negocios de petróleo, de ferrocarriles, de líneas aéreas... Evidentemente, es muy
distinta la mentalidad de una persona que producía Lo que el viento se llevó y que sólo se dedicaba
al cine de la del que posee una productora cinematográfica entre otros negocios, muchas veces más
importantes.
Pese a eso, el hecho de que ahora la literatura y el cine empiecen a ir por un mismo camino me
hace pensar que tal vez las contradicciones antes existentes han desaparecido. Pero hay una verdad
que no podemos ignorar: se ha producido un retroceso respecto a la época de Minnelli. Vivimos una
clarísima claudicación del cine americano. Se ha producido lo que Román Gubern llama «el
proceso de infantilización del público». Las salas de exhibición habituales están pensadas para la
juventud y, en buena parte, para los menores de edad, gente de catorce años. Las películas tampoco
se dirigen al espectador adulto, al cual se dirigían los cineastas de los años sesenta, el espectador de
entonces iba a ver, por poner el ejemplo más sintomático, El último tango en París. Y ese
espectador, ahora, casi no va al cine. En el mejor de los casos, ve películas por televisión o por
vídeo. ¿A quién van dirigidas las películas en la actualidad? Fundamentalmente —y hablo en
especial del cine americano— a un publico joven que quiere salir de su casa, gente de quince y
dieciséis años. Entonces, aunque el cine clásico americano se basaba en una convención, en una
realidad muy rosa —una convención y una realidad aceptadas por todos, que no eran, por tanto, una
mentira—, se dirigía a todo el publico, no sólo a un sector, mientras que, en cambio, desde La
guerra de las galaxias, parece que los directores sólo piensen en los chicos de quince años. En
aquella época, también había películas para esas edades, pero no eran las únicas.
En literatura, esto no ocurre. Actualmente, es menos experimental y menos agresiva en algunos
aspectos —ideológicos o sexuales— que la de quince años atrás, pero no es una literatura pensada
para un público adolescente o muy infantilizado.
Hay una pregunta más importante: ¿la literatura y el cine han de mantener forzosamente una
correlación que determine que el cine explique siempre historias? Es una pregunta fundamental.
¿Contará historias a personas de quince años, a personas de cuarenta y cinco, a personas de sesenta?
En la historia del cine ha habido ejemplos aislados de películas que no las contaban y que no eran
documentales. El Buñuel de Un chien andalou y de L'âge d'or. En su etapa tardía, cuenta una
historia en El ángel exterminador, pero se trata de una historia muy especial, que tiene poco que ver
con las convenciones normales, sin una lógica que oriente la presencia visual de los hechos. Y ésta
es la clave. Todo se resume en la pregunta siguiente: todo lo que sale en una pantalla, ¿tiene o no
una explicación lógica? Si la tiene, estamos haciendo una narración semejante a la narración
literaria tradicional. Si no la tiene, estamos inventando una posible forma autónoma de narración
cinematográfica. Son contados los casos que ejemplifiquen esa posibilidad. Los hay, sin embargo,
en todas partes. También aquí: Nocturno 29, de Pere Portabella, u otras colaboraciones con Joan
Brossa. Siempre son ejemplos aislados, producciones independientes o muy especiales. En el caso
de Buñuel, L'âge d'or fue financiada por un aristócrata, el vizconde de Noailles, y El ángel
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 35

exterminador por un mexicano muy rico, Gustavo Alatriste, que se dedicaba a pagar películas de
prestigio. En alguna ocasión pueden tener cierto éxito —El ángel exterminador lo tuvo—, pero,
cuando eso sucede, es una rara excepción. Y la pregunta sigue siendo: ¿puede llegar un momento en
que exista un cine de narración tradicional destinado a un público fundamentalmente juvenil,
adolescente, y también, paralelamente, aparte del documental, un cine más experimental? Ese tipo
de cine circularía por unos circuitos alternativos, por los cine-clubs, por las escuelas de cinc y, en
vídeo, por algunos espacios subvencionados de los canales más minoritarios. No creo que pasara
por las salas de exhibición normales, como no pasó por ellas el cine experimental que Godard hizo
en Grenoble.
En este punto, nos hallamos en una situación no muy diferente a la de la literatura. La literatura
más minoritaria también comenzó por caminos experimentales. Es el caso de Rimbaud, que empezó
con un libro —el único que publicó en vida— que sólo repartió a media docena de personas y del
que hasta ahora se han vendido centenares de miles de ejemplares. En este sentido, yo creo que veo
un cine de narración clásica, equivalente a la novela clásica, y un cine más experimental, destinado
a circuitos semejantes a los de la poesía, es decir, circuitos inicialmente reducidos, pero cada vez
más amplios. Este ultimo no admitiría la adaptación de material literario, sería un material
autónomo, tal vez con alguna referencia literaria, pero sin otra lógica que la de las imágenes y, al
igual que en la poesía, su público sería el del futuro, el de la posteridad, no el que tuviera en su
momento, sino el que iría adquiriendo con los años.
Éstas son las tendencias que veo que se dibujan. Evidentemente, sólo he podido examinar
algunos aspectos. Dentro del espacio de que disponía para hablar de un tema tan extenso, he
intentado únicamente resumir lo que creo que son los principales aspectos de la cuestión.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 36

DIEZ ANOS DE CINE AMERICANO, UNA ELEGÍA1

…Mais oúi est le preur Charlemagne

VILLON

Con el título «Situación II du cinéma américain» (el II era continuación de un número anterior, y
celebérrimo, sobre el mismo tema), el número 150-151 de los Cahiers du Cinéma llevaba la fecha
diciembre de 1963-enero de 1964. El solsticio de invierno de este año verá pues su décimo
aniversario. No hará falta que recuerde la existencia ni el contenido de ese extenso número
monográfico (272 páginas) salvo a los lectores de las promociones más recientes; los otros hace
años que lo tenemos perfectamente digerido; elogiado o criticado entonces, ahora es un documento
clásico, y permanece como testimonio del último gran esfuerzo realizado —poco antes de las
posteriores peripecias de la revista— por los restos del equipo de la gran época «cahierista».
Todavía participaron en él Chabrol, Rivette, Godard, Truffaut, entre otros. Sin embargo, Francia no
es lo que ahora me interesa. Mi intención es muy diferente, y creo que, a modo de inventario, tal
vez no parezca demasiado intempestiva; querría utilizar ese número como punto de referencia,
dados los datos informativos que contiene, para verificar la evolución que a lo largo de estos años
ha experimentado el cine americano: su hundimiento, su arrasamiento, sus posibilidades de
recuperación.
Lo primero que sorprende al lector actual en ese número de Cahiers du cinéma es el hecho de
que la imagen que nos ofrece ha envejecido de una manera rapidísima, radical y a menudo
imprevisible. Y el hecho, complementario, de que nada ha sido capaz de sustituir todo lo que en
estos años ha desaparecido. A excepción, evidentemente, del box-office: de un modo u otro, siempre
hay películas que dan dinero. Pero ahora estoy hablando de otra cosa: la solidez y la coherencia —
industrial y artística— de la producción global de un país.
Está claro que han envejecido los datos secundarios. Del código Hays, que entonces ya era un
fantasma desfalleciente, ahora no queda ni el recuerdo. La lista de películas más comerciales de
todos los tiempos produce, leída ahora, un efecto extraño: faltan en ella Bonnie and Clyde y The
Godfather, Love Story y The Sound of Music, French Connection y Cabaret. La entrevista con Jane
Fonda resulta sencillamente camp si pensamos en la trayectoria posterior de la actriz. Sin embargo,
todos estos detalles son marginales. Lo esencial, en mi opinión, es el diccionario de directores
norteamericanos —incluye 121 cineastas— y la encuesta, complementaria, propuesta a los
realizadores más destacados. El paso del tiempo se materializa en este punto de una manera tan
ilustrativa que creo que una mera confrontación entre el panorama que ofrece este diccionario de
directores y la situación actual del cinc americano puede ofrecernos indicaciones oportunas.
Comprobamos, en primer lugar, la cantidad realmente abrumadora de directores importantes que
ahora habría que borrar del diccionario. Y no porque hayan muerto; directores de cierta
significación histórica muertos en el transcurso de estos diez años, sólo se encontrarán cuatro: Josef
von Sternberg, Robert Rossen, Leo McCarey y Anthony Mann. Y los tres primeros ya habían
realizado el último film de su carrera cuando se publicó el número de Cahiers du cinèma. Así pues,
el hecho significativo es otro: el paso a la inactividad. Para empezar, han quedado definitiva y

1
Serra d'Or, nº 167 (agosto de 1973), pp. 59-60.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 37

completamente apartados diferentes grandes nombres del cine americano clásico: Allan Dwan, Fritz
Lang (en la medida en que podamos considerarlo un director americano), Tay Garnett, Rouben
Mamoulian, King Vidor, Ernest B. Schoedsack, Frank Capra, Raoul Walsh. Ninguno de estos
cineastas ha firmado una nueva película después de 1964. Ya entonces eran sin duda unos
supervivientes del pasado; nada, sin embargo, podía permitirnos prever que su exilio interior fuera
tan inmediato y completo. Evidentemente encontraremos excepciones: Howard Hawks, John Ford,
George Cukor y Alfred Hitchcock han seguido trabajando: a menudo con buenos resultados; en
algún caso, en tareas poco honorables.
El segundo rasgo que llama la atención, y quizá el más singular, es la crisis y eclipse de un gran
número de realizadores importantes de las generaciones de posguerra. Douglas Sirk no ha vuelto al
cine después de 1960; Richard Brooks no se ha retirado, pero en diez años no ha sido capaz de
firmar ninguna película realmente importante; Stanley Donen, Gene Kelly, Blake Edwards, Richard
Quine, Don Weiss, Vincente Minnelli —los grandes nombres del musical y de la comedia de
aquellos años— han decaído o han quedado reducidos al ostracismo. (Minnelli, que entre 1949 y
1963 nunca realizó menos de una película por año, sólo ha realizado tres a partir de 1964.) Samuel
Fuller, Budd Boetticher, Jacques Tourneur y Edgar G. Ulmer no han hecho nada, o casi nada; Don
Siegel se ha entregado a la abyección artística y ética; Mankiewicz no ha conseguido recuperarse
nunca del todo de la absurda pesadilla (por emplear sus propias palabras) del rodaje de Cleopatra;
Nicholas Ray, después de diez años de inactividad, ha vuelto como un espectro con su última
película, realizada fuera de la industria, auténtica obra de un marginado; Otto Preminger ha caído en
una decadencia progresiva y aparentemente ineluctable; Orson Welles sigue siendo, como siempre,
un director maldito.
¿Dónde encontraremos, pues, el cine americano? ¿Quién está haciéndolo en la actualidad? En
una considerable medida, gente que, en 1964, no existía, que el diccionario de los Cahiers no cita, o
cita en un conciso apéndice. Éste es el caso de los autores de películas como Love Story o The
Godfather. Hay que reconocer, de todos modos, que algunas de las nuevas figuras de entonces han
llegado a producir obras importantes: éste es el caso de Arthur Penn, de Sam Peckinpah, de Stanley
Kubrick. Algunos autores de la generación intermedia (principalmente Elia Kazan, Jolm Huston y
Joseph Losey) han mantenido el nivel de calidad de su obra (los errores ocasionales son
irrelevantes). La incorporación de cineastas extranjeros (Polanski, Demy) ha sido en general
puramente episódica. Algunos de los últimos títulos de los veteranos (Eldorado de Hawks, o Frenzy
de Hitchcock) han tenido éxito. Pese a todo, la crisis es evidente. En el terreno industrial (se ha
solicitado, y no sé si en el momento actual ha llegado a conseguirse, que Hollywood sea declarada
«zona de desastre laboral») principalmente, porque la desorientación provocada por la pérdida de
confianza de las productoras en los géneros tradicionales y el cinismo mercantil introducido por los
productores jóvenes incorporados masivamente a los cargos directivos han convertido el cine
americano en una especie de objeto informe; el consumidor no sabe qué puede esperar de él ni el
fabricante qué le conviene ofrecer; irá, pues, a lo seguro; ofrecerá (en el terreno artístico)
subproductos que halaguen el gusto de la época. La eficacia, siniestra, de Friedkin, Hiller o Ford
Coppola —herederos de la peor tradición de Hollywood: la de los trabajadores a destajo sin
escrúpulos— es el signo de los tiempos. Resulta muy significativo que una de las pocas películas
americanas recientes que es posible ver sin un sentimiento de íntima degradación —hablo de
Cabaret—, sea obra de un falso recién llegado: Bob Fosse es casi un debutante como realizador,
pero es un hombre de otros tiempos, de la gran leva del musical, de la época de Donen y de
Minnelli, aunque su función de entonces fuera únicamente la de coreógrafo.
Me diréis que existe, también, otro cine americano: el underground. Pero, de entrada, en épocas
anteriores también existía otro cine americano: la escuela de Nueva York, las producciones de la
Frontier Film, o incluso experiencias del tipo de las de Hans Richter. La materia que ahora me
ocupa es la producción industrial corriente; el underground tiene otra problemática. (Y no debemos
creer que la extensión del underground y las sucesivas crisis de la producción habitual sean el signo
de una época de transición. La hipótesis de que se acerca el final —progresivo, lento, pero
inevitable—de la gran producción y —en la era mesiánica de la cassette— la individualización
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 38

definitiva de la obra cinematográfica, asimilada, en lo que se refiere a la libertad de medios, a la


obra literaria o artística, tiene evidentemente cierta base, pero ignora, de manera simplista, algunos
condicionamientos: ni los drive-in ni la TV desterraron las salas de exhibición cinematográfica, ni
puede decirse que, si desaparecieran, habría desaparecido la producción industrial. Asistiríamos,
simplemente, a su continuación en un ámbito de mercado diferente.)
He aquí, pues, la paradoja: un cine que, para acompasarse, servil, con la marcha del tiempo, se ha
auto-mutilado. Podemos decir que los estandares clásicos de Hollywood eran muchas veces cursis o
reaccionarios; nadie negará sus virtudes desde el ángulo de la narrativa cinematográfica; nadie
podrá desconocer que (desde Scarface a You only live once o All about Eve) estos estandares
originaron obras que no tenían nada de cursis ni de reaccionarias, y que forman parte del mejor cine
de su tiempo. Al elegir como chivo expiatorio una vasta zona de lo que constituía el cinc americano
más genuino, el período de diez años que ha transcurrido desde el número monográfico de Cahiers
du cinéma hasta ahora nos ha dado testimonios de algo más deplorable que una derrota: una
autodestrucción. La eficacia técnica, impecable, de The Godfather o de Dirty Harry es un molde
vacío; se han aislado los módulos narrativos de una larga tradición para ponerlos al servicio de dos
nuevos ídolos: la mediocridad y la brutalidad, los dos resortes, agresivos y poderosos, de un sistema
social.
El gran cinc americano —el que permitía que directores de segunda fila firmaran obras como
Casablanca, Gilda o Portrait of Jennie; el que suscitó Freaks y The Docks of New York, The Most
Dangerous Game y Johnny Guitar, Sunrise Fury, The Big Sleep y The Night of the Hunter— sólo es
un recuerdo. Existe, no obstante, dentro del marco de la producción corriente, cierto cine americano
(hecho muchas veces en Europa: Kubrick, Losey). Se trata, por notables que sean, de casos aislados.
Lóbrega, con los dientes bien afilados, la «fábrica de sueños» nos ofrece ahora, en lugar de melo-
dramas y comedias musicales, apologías sangrientas de un «sueño americano» que se convierte en
pesadilla. Los logros que, desde Griffith e Ince, ha conseguido una tradición cinematográfica
vastísima, ¿no tendrán mejor destino? ¿El destino de los solitarios, de los desterrados —desde el
propio Griffith hasta Stroheim, King Vidor, Nicholas Rayo el errante Orson Welles—, será una
parábola del destino del auténtico cine americano?

[P. S. (1993) Al releer, veinte años después de escrito, este texto en pruebas, advierto
escasísimas variaciones en mi juicio. La presencia de algunos nuevos realizadores de talento
(Scorsese, David Lynch, Abel Ferrara) no altera sustancialmente el panorama. La obra de Coppola
me parece una impostura pretenciosa, falta de talento y henchida de ambición. En cambio, un film
como To Live and Die in L A., realmente creativo, invalida la valoración que hice entonces de
Friedkin.]
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 39

EL IMAGINARIO DE FORTUNY, DEL PARÍS DE LOS SALONES Y DE ROMA EN LA


BELLE EPOQUE1

Este título, tan largo, resume sin embargo lo que intentaré sintetizar, que es fundamentalmente el
mundo característico de Fortuny, la transmisión de este mundo desde su ámbito inicial a otro muy
posterior; y, en definitiva, no sólo del de Mariano Fortuny Marsal, sino también de la herencia, a
través de su hijo Mariano Fortuny Madrazo, de todo este mundo.
Hablo de «el imaginario», una palabra que —más o menos acreditada— actualmente ya forma
parte del vocabulario habitual de la estética, de la crítica de arte, e incluso de la crítica literaria,
aunque tal vez sea más frecuente en otras lenguas que aquí. De hecho L'lmaginaire fue el título del
primer libro de Jean-Paul Sartre, el primero y el que a mí más me interesa, pese a todo. Y es aún
ahora el título de una colección de libros bastante conocida publicada por Gallimard en París. Pues
bien, cuando decimos «el imaginario», «el imaginario» quiere decir el tipo concreto de imaginación,
la especie de mundo imaginario, peculiar, de un artista.
El imaginario de Fortuny, que es muy característico de una época concreta de la que ahora
hablaré, se perpetuó —como he dicho— a través de su hijo y a través de una serie de circunstancias
complejas y curiosas hasta muy avanzado nuestro siglo. Para llegar a dividir los límites de este
imaginario, para poder ver sus contornos, tenemos que fijarnos inicialmente sobre todo en dos
cosas: por una parte, en qué contexto se produce el fenómeno Fortuny; es decir, qué es Fortuny para
sí mismo —hablo ahora del Fortuny padre, de Mariano Fortuny Marsal—, qué es, qué se propone
ser. Y, por otra parte, tenemos que saber qué es Fortuny para la generación siguiente, la
inmediatamente posterior, la de la gente que empezó a dedicarse al arte cuando Fortuny llevaba
poco tiempo muerto. Éste es el punto de partida.
Todos tenemos un concepto muy claro de Fortuny. Después de los primeros intentos bajo la
influencia de los «nazarenos», de Claudio Lorenzale, llega el Fortuny que rápidamente se convierte
en internacional. En su momento, ese Fortuny es uno de los pintores más famosos del mundo, hasta
el punto —y, pese a ser un hecho anecdótico, tiene su relevancia— de que hay una anécdota, una
anécdota documentada, según la cual Duret, que en un momento determinado era marchante de
Manet, aconsejaba a éste que no firmara sus cuadros, porque como era un pintor poco conocido en
aquellos momentos, si no los firmaba, él podía hacer creer al cliente que eran de Fortuny.
Eso demuestra la valoración extraordinaria que tenía Fortuny. Así, por ejemplo, mereció un
artículo muy elogioso de Téophile Gautier, que aunque hoy en día es un personaje bastante
olvidado, incluso en Francia, y muy poco leído —lo único que realmente se lee de él es la novela El
capitán Fracasa— fue importante como poeta, y aún más como crítico de arte. De hecho, en
aquellos momentos la crítica de arte y, en definitiva, el gusto artístico europeo, que significa en
consecuencia el internacional, estaban regidos por dos cosas: los artículos de Téophile Gautier y los
de Baudelaire. Baudelaire ha tenido más influencia sobre la evolución de la crítica de arte posterior,
pero en aquel momento ambos eran polos de referencia importantes. El éxito de Fortuny era
absolutamente nuevo; es decir, no había ningún coetáneo suyo ni catalán ni hispánico que lo
tuviera.
Ese pintor que consigue el éxito internacional es el que todos conocemos. Por una parte, es un
pintor de temas andaluces o marroquíes, o bien ligados a su estancia en Granada o bien a su
presencia en la campaña de África con el general Prim. Pero en ambos casos, tanto si son andaluces

1
Conferencia del 7 de marzo de 1989 para la Fundació «La Caixa».
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 40

como si son marroquíes, son temas exóticos, son temas de la moda orientalista. Junto a ese pintor
aparece rápidamente el de pequeños tableautins; es decir, de los cuadros pequeños, miniaturistas, de
ambiente del siglo al gusto de Meissonier, que él mismo llamaba y ha sido llamada después
«pintura de casaca y de peluca». Son cuadros que le ganaron una valoración artística v. económica
muy considerable, que acabaron aprisionándolo, pero que no por ello hay que pensar que deben ser
menospreciados. Al contrario. Es cierto que, más de una vez y especialmente en los últimos años,
manifestó que ya no quería pintar ese tipo de pintura. Es cierto que eso era lo que le pedían, y que
en consecuencia llegó un momento en que ya no quería pintarlo. Es cierto asimismo que el último
año de su vida —v a eso nos referiremos inmediatamente— se encaminaba en diversos aspectos
hacia otra dirección. Pero no podemos dejar de recordar que cuando el cuadro El coleccionista de
estampas ha adquirido por suscripción popular, precisamente por suscripción popular, una de las
personas que firmaron un telegrama de felicitación por este hecho fue Picasso. Y el Picasso que
firmaba eso no era un Picasso que todavía estuviera haciendo pintura académica, sino uno que en
aquellos momentos va podíamos denominar de vanguardia: ya era el Picasso de las Demoiselles
d'Avignon. Es decir, hasta el Fortuny más próximo a la pintura de pompier, el de El coleccionista de
estampas, no era para Picasso una cosa desusada, una cosa anacrónica, algo que conviniera
desterrar u olvidar.
Después de la vertiente arabizante, u orientalizante, andaluza o marroquí, después de la de los
cuadritos, acuarelas, o bien óleos de pequeñas dimensiones como, entre otros, El coleccionista de
estampas, que son en definitiva cuadros estilizados de costumbres de una época pasada; después de
todo eso, hay una última etapa, que es en realidad de muy breve duración porque Fortuny muere
prematuramente, en la que no es exactamente que Fortuny se acerque al impresionismo, ni tampoco
que sea uno de sus precursores o pioneros, sino que simplemente —a mi manera de ver con las
conjeturas que son del caso porque no es fácil hacer pronósticos o vaticinios sobre un artista muerto
en plena juventud— Fortuny hace lo que le gustaba: e decir, fortunyismo, pero lo estiliza mucho
más, y se centra mucho más en algo que se acerca a la pura mancha, acentuando en la práctica una
tendencia que ya se encontraba en zonas diferentes de su pintura anterior.
Bien, esto ha sido una exposición muy somera, por otra parte se trata de un conjunto de hechos
suficientemente conocidos que había que sintetizar. Existe, por tanto, un primer momento de
aprendizaje, y después aparece ya el Fortuny más conocido, que es orientalizante, de pintura
dieciochesca, que, a fin de cuentas, es el fortunyismo; es decir, pintura que estiliza, que siempre
tiene presentes determinados modelos, que siempre tiene algo que ver con Goya, por ejemplo, que
en otro sentido nos recuerda a Meissonier, y que acaba llevándonos no exactamente a la frontera del
impresionismo o del macchiolismo italiano, como se ha dicho, sino a una pintura hecha de toques,
más centrada en la mancha cromática que en ningún otro aspecto. Pero ésta es una etapa que habría
podido tener un desarrollo posterior difícil de pronosticar. Personalmente, yo no creo que Fortuny
se hubiera convertido exactamente en un impresionista. Habría evolucionado, pero no habría
llegado a ser más infiel a sí mismo de lo que lo es Picasso, ya que nos hemos referido a él, si
comparamos el arlequín o el retrato de La señora Canals con, pongamos por caso, Les demoiselles
d'Avignon.
Así pues, este Fortuny se proponía ser lo que quería ser cualquier pintor que fuera a París, al
centro artístico del mundo, para conseguir una aceptación en aquel momento. Estamos hablando de
la época inmediatamente anterior a la Comuna de París. O sea, un momento en el que Fortuny ya es
contemporáneo de Baudelaire y de Gautier, de los cuales ya he hablado, o de Manet hasta el punto
de que le propusieran, como decía, no firmar sus cuadros para venderlos como si hieran de Fortuny,
pero que todavía no ha vivido la transformación radical que se producirá con el impresionismo. Es
decir, el modelo que Fortuny se fija para sí mismo se acaba obviamente con los límites de su vida, y
por tanto no puede ser ningún modelo diferente al que tuviera ningún pintor de la época anterior al
impresionismo.
Más concretamente, lo que se propone Fortuny es, primordialmente, aprender el oficio, pero el
oficio lo aprende bastante pronto: posee precisamente una facilidad extraordinaria, es un pintor muy
dotado, con dibujos admirables (hay una colección muy extensa en la Acadèmia de Sant Jordi de
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 41

Barcelona). Una vez aprendido el oficio, se propone realizar el tipo de pintura que era normal que
quisiera hacer un pintor de su edad y de aquel momento y, dentro de ese tipo de pintura, cuando
llega a dominarlo, quiere ir más allá. Sólo lo consigue durante un breve período poco antes de su
muerte. Ahora bien: ¿qué ocurre en el momento de la muerte de Fortuny? Eso es muy importante:
cuando muere, Fortuny se convierte rápidamente en un clásico. No es una suposición. Aparte de ser
un hecho avalado por la anécdota que ya he contado de Manet, hay otro caso, también anecdótico
pero significativo, de un personaje y una obra pictórica y literaria, muy poco recordadas hoy hiera
de Francia, pero de una gran resonancia internacional en su momento: me refiero a Marie
Bashkirtseff. Es posible que pocos de ustedes la conozcan, yo mismo no hace demasiados años que
la descubrí. Maria Bashkirtseff era una aristócrata rusa de una familia muy rica. Sus padres se
separaron: el padre se quedó en Rusia, y ella se fue con su madre a vivir a Niza. Más adelante pasó
por Roma, y finalmente se estableció en París, donde hizo lo que podía hacer una persona con
afición a la pintura: por una parte, estudiar con algún pintor contemporáneo (concretamente, se
movía en el ambiente de Bastien Lepage, que ya es algo más conocido); y, por otra, acudir a los
salones.
Es decir, Marie Bashkirtseff, unos quince años después de Fortuny, en la generación siguiente a
la muerte de Fortuny, vivió todavía lo que él vivió: el París de los salones, que eran el centro del
gusto hasta que poco a poco los impresionistas excluidos de ellos llegaron a fundar una especie de
salón paralelo; y había estado también en Roma, centro de un arte académico equivalente al de los
salones, en el que se podía llegar a un gran refinamiento. Por tanto, Marie Bashkirtseff, quince años
después de la muerte de Fortuny, sigue en definitiva sus pasos: Roma, de un lado; y el París de los
salones. Por tanto, hablo de los salones en el sentido de salón de exposición artística. A propósito,
respecto a eso de los salones hay algo que conviene aclarar. Existe una carta de Fortuny, que ha sido
comentada muchas veces, donde explica que ha visto a Renoir y ha hablado con él, que ha sido muy
amable, y que cree que habría sido mejor darle una medalla que excluirlo del salón. Más
recientemente el señor Ainaud, en el catálogo de la presente exposición, comenta que la grafía
Renoir no es segura, que podía tratarse, no de Renoir —como creíamos— sino de un pintor
orientalista menor de nombre semejante, Lenoir. Pero que lo sea o no tiene poca importancia.
Importa poco por dos razones: una, porque lo que hace es la valoración de la persona de ese pintor,
sea Renoir u otro, y no una valoración del arte. Dice que ha sido muy amable, y eso no es ninguna
valoración artística. Y dos, porque la disconformidad de Fortuny respecto a los últimos momentos
de los salones de la pintura más convencional que él había seguido se expresa con mucha mayor
vivacidad en otros pasajes de la misma carta y en otras cartas contemporáneas.
Bien, vuelvo a Marie Bashkirtseff. Marie Bashkirtseff murió muy joven. Tuberculosa desde muy
pronto, sobrevivió en unas condiciones que hoy parecen inimaginables, pero durante unos cuantos
años, bastantes años, quizá casi diez años, luchó contra la tuberculosis pensando incluso en casarse.
Eso lo sabemos por un diario muy extenso de más de mil páginas que fue un best-seller durante
muchos años en Francia y en parte del extranjero. Este libro se puso a la venta hace
aproximadamente cien años, algo censurado por la familia. Pero, pese a todo, tuvo un éxito muy
importante, impresionó a mucha gente: desde Mallarmé hasta François Coopée, pasando por el
poeta colombiano José Asunción Silva, amigo de Mallarmé que estaba en París en aquel momento,
quien lo comenta extensamente.
Entonces Marie Bashkirtseff, que seguía pintando y luchando contra la tuberculosis con
remedios inverosímiles como pintarse con yodo, como si el yodo tuviera alguna eficacia sobre los
pulmones, pero es muy de la época; así pues, Marie Bashkirtseff intentaba por un lado seguir a los
grandes maestros y, por otro, innovar un poco. Aquí es donde su figura me interesa como punto de
referencia. Porque su caso es representativo no tanto por su obra pictórica, que es escasa —murió a
los veintipocos años, como ya he dicho—, como por el ambiente que la rodea. Es representativa de
una especie de generación perdida que se ha quedado en una tierra de nadie: es la generación de
Bastien Lepage y de los que se llamaban los «nabis»; es decir, un grupo de gente que ya no son
pompiers, que ya no pintan como Meissonier, pero que todavía no son impresionistas. Marie
Bashkirtseff, por ejemplo, expresa su admiración por Manet cuando ve una de sus colecciones
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 42

póstumas, y también habla de Fortuny, pero con una diferencia radical. Cuando habla de Manet, lo
hace como de alguien muy atrevido que pinta cosas de un valor desigual, aunque muy
impresionantes a veces; es decir, algo así como lo que en nuestro siglo podría decirse, pongamos
por caso, de algunas exposiciones iniciales del Picasso cubista. Mientras que cuando habla de
Fortuny lo hace, por curioso que eso nos parezca hoy en día, exactamente con el mismo tipo de
consideración y respeto con que podría hablar de Carreño o de Velázquez. Hay que tener en cuenta
que Marie Bashkirtseff es una de las pocas personas que en aquel momento puede hablar en Francia
con autoridad de Carreño y de Velázquez, porque estuvo en Madrid y en el Prado, cosa poco
frecuente en aquellos momentos. De hecho la pintura de los maestros españoles se conocía sobre
todo por lo que se podía ver de ellos en París, principalmente en el Louvre. Por tanto, la generación
siguiente a la de Fortuny es una generación en cierto modo perdida, porque no es ni propiamente
pompier ni del todo impresionista. Ha permanecido como un terreno de transición que sólo ahora
comienza a ser estudiado, y eso no sólo ocurre en el caso de Marie Bashkirtseff, que en definitiva
importa más por su figura y como síntoma intelectual que por su obra pictórica, sino en el caso del
mismo Bastien Lepage y tantos otros de aquel momento, pintores muy olvidados salvo por los
historiadores del arte.
Así pues, Manet es para ella un innovador, y Fortuny un clásico como Carreño o Velázquez. Que
Manet le pareciera innovador es normal. Pero hoy nos parece un poco extraño considerar a Fortuny
un clásico como Carreño o Velázquez, no porque el talento pictórico fuera diferente —el de
Velázquez es indudablemente superior, y el de Carreño es otra historia—, sino porque, en cualquier
caso, Fortuny es un autor mucho más vinculado a un momento concreto de la historia del arte,
mientras que Carreño y Velázquez poseen —por lo menos, para nosotros— el carácter de clásicos
intemporales. Pero eso no era así para la gente de hace cien años, es decir, una quincena de años
después de la muerte de Fortuny en Roma, su herencia estaba viva, precisamente porque ellos ya
habían conocido la huella de Manet e intentaban renovar, aunque no fuera exactamente en el sentido
que después adquiriría con el impresionismo. Precisamente por eso Fortuny había ingresado en el
clasicismo, y no era un pintor simplemente anticuado o pasado de moda como podían serlo en su
vejez Géricault o Bouguereau o el mismo Meissonier. No: era un pintor clásico. Había muerto a
tiempo de que en lugar de convertirse en una cosa anquilosada, algo del pasado, se convirtiera en un
clásico. Tal vez ése no era el destino que hubiese esperado Fortuny, pero podría ser que, aunque se
basara en un parcial malentendido, no acabara de desagradarle. En definitiva, ése fue el destino de
Goya, y Goya era una de las grandes admiraciones de Fortuny.
Por tanto, sobre un mundo efímero, sobre un mundo de breve duración en el fondo, el mundo del
gusto de los salones, que era el gusto de la burguesía, que durante un tiempo fue el buen gusto por
excelencia y después el mal gusto por excelencia, y que ahora, sea por el kitsch o simplemente por
reacción histórica, vuelve a podernos interesar; de aquel mundo cimero —como digo— Fortuny iba
a convertirse, para los que le siguieron, en un clásico casi sin transición entre un retrato que pudiera
hacer él y uno que pudiera hacer Carreño. Ya no entro en Velázquez, que es una cuestión más
compleja y de dimensiones más vastas.
Ésa era la dimensión inicial. De hecho, ya conocemos la famosa frase de Téophile Gautier al
hablar de La vicaría como un esbozo de Goya rehecho por Meissonier. Meissonier tuvo una fortuna
póstuma bastante desastrosa, mientras que Goya tuvo una fortuna póstuma excelente. Pero algo de
eso había. Es decir, la síntesis entre un arte clásico y un arte muy ligado a los gustos de una
burguesía concreta, y que precisamente por ser gustos de una clase reciente eran gustos más
frágiles, más vulnerables, que en definitiva no tenían la sedimentación de los de la aristocracia que
la había precedido; esa síntesis si aparece en Fortuny. El fenómeno curioso es que el imaginario que
constituye Fortuny tiene unos rasgos específicos que sólo son de Fortuny junto a los genéricos que
ya he intentado mencionar. Y esos gustos, esos rasgos específicos, van más allá del gusto de la
época y se transmiten a épocas posteriores. De los rasgos específicos, no puedo hablar ahora en
detalle, no es ése el tema en el que me centro, y por otra parte ya han hablado de ellos otras
personas aquí y fuera de aquí con más autoridad que yo, que en definitiva me intereso por los
Fortuny, y no únicamente por Mariano Fortuny Marsal.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 43

Sin embargo, pueden destacarse algunas cosas. El aspecto orientalista era muy extremado y
conduce también a la vida personal de Fortuny. En eso fue un pionero. La mayoría de pintores
antiguos no tiene biografía. Fortuny sí la tiene. Me explicaré. Me he tomado el trabajo, como
seguramente diversas personas de las que se han interesado por el arte, de leer por lo menos en
buena parte las vidas de pintores famosos de Vasari; o, para ser más exacto, Las vidas de los más
excelentes arquitectos, pintores y escultores (1550). El libro de Vasari es muy representativo de los
pintores hasta la época que él vivió del Renacimiento. Pero, dejando a un lado ahora confusiones
diversas de un pintor con otro, de la obra de uno con la de otro, explicables por la tradición que
llegaba a Vasari, el libro, que en sí mismo es fascinante, contiene en realidad poquísima
información sobre las vidas. Es decir, sitúa las vidas de los pintores, pero muy a menudo lo que
hace es explicar, con mayor o menor fidelidad a los hechos reales, pero con la creencia de que lo
hace, las obras de los pintores. Es decir, hay alguna explicación característica: en Andrea del
Castagno hay una muerte violenta y algunos incidentes con algunos pintores determinados, pero en
general son obras más que vidas. Desde el punto de vista de Vasari la vida es la obra, a excepción
de algún caso muy especial: Andrea del Castagno, que ya he citado, es uno de ellos. Eso es así para
la mayoría de artistas importantes, hasta la época romántica. Los artistas no tienen biografía.
Velázquez, por ejemplo, carece de ella: sabemos muy pocas cosas sobre lo que era como persona, y
por ese motivo se ha podido dar de él indistintamente una visión muy conformista o bien, como
hizo Buero Vallejo en la obra de teatro Las Meninas, una visión crítica. Velázquez es opaco. Lo
único que conocemos de él es el inventario de su biblioteca, y nos dice muy poco: sólo contiene las
pertenencias que podían ser útiles a un pintor. El único libro literario que destaca un poco es Las
metamorfosis de Ovidio, y eso no es ninguna pista porque no está ahí como obra literaria, sino
como punto de referencia, como libro de consulta para los temas mitológicos. Aunque Velázquez
los tratara pocas veces, un pintor tenía que tenerlo.
Fortuny empieza a tener biografía. No existe ninguna biografía completa de Fortuny. Hay varias,
pero sólo son aproximaciones. Hay aspectos de su vida que son poco conocidos, pero sí se sabe, por
ejemplo, de los curiosos rituales un poco kitsch que hacía imitando la antigua caballería en el monte
de la Alhambra. Se conoce sobre todo una cosa impresionante: las fotografías, los daguerrotipos que
quedan de su estudio de Roma. Es algo realmente extraordinario, y es el punto de partida de lo que
diré después.
El estudio de Roma de Fortuny no existe como espacio físico. En estos momentos, lo único que
existe en la misma Roma —a no ser que esté muy equivocado, y no lo creo, porque hace un año que
estuve allí— no está muy lejos del Museo de Arte Moderno, de la actual galería de Arte Moderno
de Villa Borghese: un muro que da a la calle y que tiene unas dimensiones tan grandes que se ve
incluso al pasar en coche; un muro inmenso en el que hay una placa que explica que allí estuvo el
atelier, el obrador, el taller del pintor Mariano Fortuny. Eso es lo único que queda en la actualidad.
Pero que en una calle de Roma todo un muro visible desde la otra acera lo destaque quiere decir que
fue algo que tuvo una resonancia en su momento. Ahora bien: los daguerrotipos y las fotografías
nos enseñan una cosa muy diferente, que se perpetuó en la casa de su hijo Mariano Fortuny
Madrazo en Venecia, y que todavía perdura, en parte, en aquella casa que es actualmente el Museo
Fortuny de Venecia.
Fortuny era coleccionista —de armas antiguas, de objetos orientalizantes, arabizantes—, y
construyó su casa, e incluso se edificó a sí mismo, edificarse no sólo en el sentido de atuendo
(vestir) sino de construcción como personaje. Eso se ve en alguna fotografía, en algún autorretrato,
en algún retrato que le hicieron otras personas. Fortuny era uno de los primeros ejemplos históricos
de pintor personaje, que tendrá manifestaciones diversas sobre las cuales podemos tener las
valoraciones que convengan, pero que es la definición aplicable tanto a Picasso como a Josep Maria
Sert o Dalí, por ejemplo: el pintor personaje, el pintor creador de una atmósfera, de un ambiente,
que lo rodea.
En cierto modo, el taller de Fortuny, esa especie de almacén de objetos heterogéneos, de objetos
heteróclitos, como de anticuario, es una más de sus obras. No la obra más importante, pero sí una
obra incorporal en un sentido y en otro sentido muy tangible. Todo eso se dispersó a su muerte, pero
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 44

pasó a su hijo, y es en cierta manera el vínculo entre Fortuny padre, Fortuny hijo y la época
posterior. Y es al mismo tiempo la traducción en términos no ya de obra pictórica, sino en términos
de vida cotidiana, en términos de decoración y de decorado, de las propuestas plásticas de su
mundo.
Sobre ese mundo hay diversos aspectos: es un mundo fuertemente sexualizado. Hay que decirlo
desde un principio, porque nunca se ha dicho con claridad, pero es clarísimo: el cuadro de Carmen
Bastión es, por lo menos según mis noticias, uno de los escasísimos ejemplos de pintura de desnudo
posteriores al arte prehistórico y anteriores al siglo XX que no oculta el vello púbico. Es algo
absolutamente insólito, porque la pintura de tipo digamos libertino entre comillas, hecha por
encargo, como La maja desnuda de Goya, que fue encargada por Godoy, y que en principio sólo
tenía que ser vista por él, no se permite esos aspectos del cuerpo femenino desnudo. Y cuando
Modigliani se lo permite y lo expone, se le reprocha como una falta de gusto. No es que en la
pintura anterior a Modigliani esto ocurriera únicamente por motivos de censura: no podía ser el caso
de Goya, por ejemplo; menos aún el de Watteau o Fragonard, que pintan cosas mucho más osadas
que ésta que, a fin de cuentas, es meramente anatómica. Pero lo que sí existía era un determinado
canon de lo que se consideraba pintable, lo que se podía pintar, lo que era el límite que la pintura
podía alcanzar.
Pondré un ejemplo que puede hacerlo más comprensible. Existe un enorme malentendido sobre
el tratamiento de la homosexualidad en la literatura. Es evidente que en La comedia humana de
Balzac algunos personajes, y en especial Vautrin, son homosexuales. Pero es algo que Balzac no
dice nunca, hay que deducirlo. En el caso de Proust si se llega a decir, pero de manera gradual, y
finalmente todos los personajes de la novela acaban siendo homosexuales, a excepción de
Françoise, la sirvienta, y del propio narrador Marcel. La presentación es gradual. Inicialmente todos
son heterosexuales, y en el caso de Proust tampoco es por hipocresía social. Proust no tenía nada
que perder. Se debe simplemente a que, por una parte, él pide el mayor grado posible de
identificación del público —y eso sólo puede conseguirlo si el personaje central es heterosexual,
porque la homosexualidad, pese a todo, sigue siendo minoritaria, y él lo sabe—, y también porque
artísticamente, y eso también sirve para Balzac, en los siglos XIX y XX, y en otras épocas, la
homosexualidad no es un tema susceptible de ser abordado artísticamente de forma directa, como
tampoco lo era en el caso de Fortuny el vello púbico de la mujer.
Por tanto, el mundo de Fortuny tiene unos componentes de sexualidad que también pueden ser
equívocos. Es una tendencia que se hallaba latente en todo el arte de los pompiers. Todo el arte
pompier se basa en la coartada del exotismo o de la antigüedad vistos con una óptica determinada
como coartada para el erotismo. Es decir, cuando los pintores pintaban para la aristocracia (antes he
hablado de Watteau y Fragonard), no necesitaban ninguna coartada para ser eróticos. Es posible que
el caso más claro sea Boucher. El erotismo forma parte del gusto de Madame Pompadour —
pongamos por caso—, forma parte del de Luis XV, del gusto de la aristocracia. Es algo admitido,
siempre que sea un determinado tipo de erotismo: el erotismo de los grabados que ilustraban las
primeras ediciones de Sade, por ejemplo, ya no es admisible, pero eso es clandestino.
El nuevo público burgués, en cambio, necesita crearse su propio canon de respetabilidad. Ese
canon, por el mismo motivo por el cual Balzac no puede designar directamente a Vautrin como
homosexual, exige la coartada orientalizante o la coartada exótica o la coartada de la antigüedad.
Eso, que está más o menos acompasadamente latente en toda la pintura pompier, Fortuny tiene la
lucidez y sin duda, y en cualquier caso, la valentía de llevarlo más lejos, y 110 sólo en el Carmen
Bastión. El de Carmen Bastión es un caso singular, porque es un caso único, pero es una obra que
nunca llegó a exponer. Pero el aspecto erótico de las diferentes odaliscas y demás cosas es muy
notable. Éste sólo es un aspecto. El resto es la construcción del imaginario, del que el erotismo es
sólo una pequeña parte. Este imaginario son armaduras, accesorios marroquíes, una especie de
bazar oriental de antigüedades u objetos exóticos, generalmente genuinos. Hay poca cosa que no sea
auténtica. Pero construye una especie de escenografía que recuerda mucho la que más adelante
rodeará algunos aspectos, los más interesantes, de determinados momentos de la personalidad de
Dalí y también de otros pintores como, en otro sentido, Picasso. Picasso, más que por lo que le
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 45

rodea, es mito en sí mismo: es otra cosa, su personaje está en su propia obra y en su persona,
mientras que en el caso de Sert, Fortuny o de Dalí está más bien en lo que les rodea. Este imaginario
se construye así, y así llega a nosotros por otro camino. Fortuny muere, nos hallamos en los años
setenta del siglo pasado. Por un lado, Fortuny, como digo, llega a ser un clásico. Muy bien. Como
tal clásico es recibido por la generación que le sigue. La siguiente generación ya tendrá otros
horizontes: en la segunda, Fortuny desaparecerá en cierto modo de la primera línea del horizonte.
Me refiero a los pintores, para el público es otra cosa: para el público Fortuny sigue vivo,
especialmente para los coleccionistas catalanes y norteamericanos. Pero para los pintores, Fortuny
va no es ni un clásico ni un contemporáneo exactamente y, de rebote, también sus sucesores
inmediatos —todo el grupo de gente como Marie Bashkirtseff y Bastien Lepage— llegan a ser asi-
mismo no ya anacrónicos sino olvidados. Y el destino de Fortuny, en cierto modo, aún es mejor que
el de los que le suceden, porque Marie Bashkirtseff y Bastien Lepage, por citar dos ejemplos, son
simplemente olvidados y sólo ahora comienzan a ser, no digo ya valorados, sino meramente
estudiados.
Fortuny, en cambio, no alcanza a mantener indefinidamente la categoría de clásico equiparable a
Carreño o Velázquez que le daba Marie Bashkirtseff, pero tampoco es simplemente olvidado,
aunque, eso sí, se convierte en un pintor que en aquellos momentos no forma parte del debate
actual. Eso sólo es apariencia: la estimación por una obra de arte o por una obra literaria es una
cosa, y otra muy diferente son las corrientes internas del gusto del público, del gusto de los artistas.
Todo eso sólo sale a la superficie más adelante. Debajo de cada cosa en primer término, siempre
hay otra subterránea que realiza su tarea y que aparecerá más adelante. De hecho, en el momento
del que estoy hablando, en el momento en que ya triunfa el impresionismo, Fortuny es un clásico
semiolvidado, y Bastien Lepage está olvidado por completo, y de Marie Bashkirtseff a duras penas
se acuerdan los pocos fieles que fueron a su panteón. Pero es el momento en que acaba de nacer
Picasso, que al comienzo de nuestro siglo dará testimonio de su aprecio por Fortuny. Es decir, para
el joven Picasso no es algo olvidado o muerto.
Pero, entonces, se produce un fenómeno curioso: por un lado, evoluciona la pintura, y por otro
evoluciona el recuerdo, el legado y la herencia de Fortuny. Me explicaré. La pintura sigue su
camino: comienza en un momento determinado con el impresionismo y existe una evolución. Todos
sabemos que en el arte no existe propiamente progreso: la noción de progreso en arte, de progreso
lineal, es contraria a las leyes de la estética. Es decir, un arte puede ser progresista respecto a otro en
un momento determinado, eso es cierto. Pero el arte en sí no progresa: Picasso no es superior ni
inferior a las cuevas de Altamira, es otra cosa. Un poeta actual no es superior ni inferior a Dante
salvo por su talento individual: como talento individual será siempre interior a Dante, pero no por el
hecho de ser más moderno, de la misma manera que Dante no es superior ni inferior a Virgilio, ni
Goya lo es respecto a Tiziano. No es ése el término. Ahora bien, existe una evolución que comienza
en el impresionismo, que llega hasta hoy en día, y esta evolución, en un momento dado, durante un
determinado tiempo, parece que no tiene nada que ver con Fortuny. Esto es engañoso.
Intentaré explicar por que. Dejando a un lado el trabajo subterráneo, la germinación, que tuviera
Fortuny sobre personas como el joven Picasso, dejando ahora a un lado eso que, en cualquier caso,
también es importante, volvemos a lo que nos quedaba pendiente: el taller que tenía en Roma, que
es una prolongación de su vida, de su personalidad, que es un escenario, una proyección de sí
mismo. ¿Qué pasa con aquella especie de bazar de anticuario? Bien, así como existe una parte de la
obra de Fortuny que es subastada y vendida en una subasta muy famosa, la mayor parte de lo que
hay en el taller Fortuny de Roma se limita a pasar a su hijo Mariano Fortuny Madrazo, el cual
reconstruye en Venecia, primero en el Palacio Martinengo y después en el Palacio Ortei, el
escenario romano de su padre. Lo reconstruye en cierta manera. Es decir, ha recibido una
considerable parte de los objetos que realmente estaban allí, y el resto o bien lo añade él por su
cuenta practicando un coleccionismo semejante al de su padre, o bien simplemente lo reproduce,
hace copias. Y aquí comenzamos a encontrar el punto donde ese imaginario de Fortuny de los
salones de Paris y de Roma conectará poco a poco no ya con la belle èpoque sino con nuestra época
contemporánea.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 46

Fortuny padre, Mariano Fortuny Marsal, ha dejado ese imaginario construido con elementos del
mundo pompier marcadamente orientalizados, destacadamente exóticos, pinceladas de elementos de
color pero también de atmósfera personal. Es decir, su obra es la pintura misma con su decurso más
o menos truncado por la muerte, y por otra parte este mundo que ya comenzó a crear en Granada
con las extrañas ceremonias caballerescas que allí celebraba y que llevó al clímax en todo el
ambiente de su casa de Roma. Eso es lo que ocupa el habitáculo de Mariano Fortuny Madrazo, de
Fortuny hijo, en Venecia. En París también, pero de manera muy fugaz.
A primera vista parece que Mariano Fortuny Madrazo es una figura anacrónica. No acepta, no
quiere entender el arte moderno. Él mismo pinta como un discípulo tardío y por tanto inadecuado de
su padre. Con mucha frecuencia se limita a hacer copias —pero al padre también le gustaba
hacerlas—, y cuando lo hace es muchas veces de obras de su padre o bien del Tiepolo y de los
pintores que podían gustar a su padre. Esta especie de colorismo del Fortuny: hijo, que puede
sustraer valor artístico específico a su obra pictórica, es en cambio la clave de su personalidad.
Fortuny hijo se limita a renunciar, de manera inconsciente pero renuncia al fin y al cabo, a hacer
una obra pictórica propiamente válida para perpetuar la herencia de su padre y, en cierto modo,
realizar la continuación imposible, si no de la obra pictórica, sí por lo menos de la atmósfera del
padre. Y Fortuny hijo, que efectúa esta especie de renuncia inconsciente, este rechazo del arte
moderno, y quiere ser únicamente un epígono del padre para perpetuar no la etapa final de pintura
de manchas que hacía en Portici, sino más bien el imaginario que el padre había creado en Granada,
o con el ambiente de las pinturas dieciochescas y el orientalismo de Marruecos, Fortuny hijo, digo,
se enfrentará a una situación muy curiosa: llegar a ser famoso por su adaptación de motivos que
podían haber formado parte, y en algún caso formaban realmente parte, de la obra del padre: la
indumentaria, el vestido. Es decir, por las artes aplicadas, el diseño y también la escenografía.
Ahora bien, eso no lo hace en un contexto cualquiera, no lo hace por ejemplo en un contexto de
gente que no tenga nada que ver con la evolución del arte, sino que lo hace en los núcleos más
sofisticados, en el sentido que tiene actualmente esta palabra, que es un sentido anglosajón.
¿Quién es la persona que confiere más fama en el mundo intelectual, literario y, en parte, en el
mundo social a Fortuny hijo? Evidentemente, Marcel Proust, que lo visitó en Venecia. Ahora bien,
¿cuáles son los gustos pictóricos de Proust? En Á la recherche du temps perdu no aparece ni una
sola vez Fortuny padre, y los pintores de los que habla Proust son muy variados, pero muy pocas
veces son pintores del tipo del imaginario de los salones de París. A decir verdad, Proust nace en el
año 1871, cuando el mundo de los salones ya está en las últimas, pese a que alcanza los diecinueve
o dieciocho años no mucho después de cuando los tiene Marie Bashkirtseff. Pero sí lo suficiente
para que Proust va entre en el impresionismo.
Como la mayoría de nosotros sabemos, el pintor por antonomasia en la obra de Proust es Elstir.
Elstir es un personaje que primero se llama Monsieur Biche, un personaje bastante grotesco que
más adelante se convertirá en «Elstir, pintor famoso». Es curioso que Monsieur Biche sea un esnob
y en el fondo un imbécil y un payaso, y Elstir, por el contrario, parezca un hombre inteligente y
lúcido. Es evidente que en eso existe por parte de Proust una reflexión sobre su propia evolución
personal. Es decir, cualquier artista o literato necesita primero ser un esnob, y en cierto modo lo que
se dice vulgarmente un tonto, antes de llegar a ser algo serio. El esnobismo es un paso para llegar a
conseguir lo que de auténtico puede tener un artista.
Pero la descripción que se hace de Elstir es muy amplia, y es una descripción no sólo de teorías
pictóricas o de la persona de Elstir sino de cuadros. Estos cuadros de Elstir se parecen a cuadros
conocidos de diferentes pintores, y de manera especial se parecen a cuadros de Monet. Hay algunos
que son exactamente cuadros de Monet. Por tanto, los gustos artísticos de Proust en pintura no son
gustos anacrónicos ni rechazan la pintura de su momento. Es lo mismo que le ocurre con la
literatura. Proust llega a apreciar los poemas de Saint-John Perse, y eso es mucho tratándose de un
hombre de la generación de Proust. Sin embargo, Proust vive fascinado por el mundo de Fortuny.
Es decir, por la atmósfera, por el imaginario de Fortuny padre que, a través de Fortuny hijo, ha
llegado al diseño.
Hay dos aspectos que debemos considerar en este punto. Por una parte, se puede establecer una
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 47

cierta distinción entre la pintura propiamente dicha y las artes aplicadas. Podemos decir, podemos
creer, podemos considerar que Proust aprecia a Fortuny, el mundo de Fortuny, padre e hijo, de la
misma manera que aprecia la escenografía de Bakst, que era el escenógrafo de los ballets rusos y
del que habla citándolo con su nombre, o que en otro sentido aprecia los carteles de Mucha. Es
decir, podemos afirmar que Proust, que aprecia los vanguardistas de la pintura al óleo (Monet, para
entendernos), en el terreno de las artes aplicadas tiene un gusto no exactamente más conservador,
sino en cierta manera más estetizante: un gusto vinculado a una moda más efímera y decorativa.
Ésta es una manera de ver las cosas: diferenciar las artes aplicadas de la pintura al óleo, más seria.
Pero es una manera superficial e insatisfactoria, porque el tipo de estima que por ambas siente
Proust no es sustantivamente diferente. No son dos categorías, no establece una jerarquía.
Hay otro aspecto que debe ser tenido en cuenta. Proust es un enamorado de la pintura italiana,
especialmente de la veneciana, y más especialmente aún de Carpaccio. Es evidente que una de las
cosas que se propone hacer y llega realmente a hacer Fortuny hijo es dar vida, y en definitiva hacer
tangibles y conseguir que vuelvan a moverse por las calles, los personajes y los trajes que había en
las pinturas de Carpaccio. Eso lo dice el propio Proust, directamente, cuando habla de Fortuny. Pero
no bastaría con eso, porque, en definitiva, encontrar semejanzas entre Carpaccio, entre la pintura —
v especialmente la pintura italiana— y la vida cotidiana es una operación que Proust efectúa
constantemente en su obra literaria y que no precisa la existencia de un mediador, de un
intermediario como Fortuny. Sin necesidad de Fortuny, Proust encuentra constantemente esa
semejanza, ya sea él mismo o los personajes, como cuando Swann descubre que Odette se parece a
un personaje de Botticelli, y esa semejanza a un personaje de Botticelli la encuentra Swann por sí
solo sin que nadie se dedique a vestirla de determinada manera.
Ahora bien, la fascinación por aquellos trajes de Fortuny que proceden en definitiva del ambiente
de Fortuny padre, y que son al fin y al cabo la plasmación de la vida cotidiana del mismo
imaginario que encontramos en las escenas de género del fortunyismo, de lo que se llama
fortunyismo, es un hecho que tiene que interesarnos porque nos da el punto de comunicación entre
el mundo de Fortuny, Proust y, a través de Proust, la época contemporánea. Me explicaré. Fortuny
perpetúa a su padre. En definitiva, en esa especie de escenario inmóvil en que se ha convertido su
casa de Venecia, Fortuny da nueva vida a las escenas que veíamos en los cuadros de Fortuny padre.
Estos cuadros tienen dos destinos muy concretos. Por un lado, la alta sociedad esnob: bien la
aristocracia, bien la burguesía enriquecida de Proust, una sociedad de la que el propio Proust, hijo
de un médico muy conocido, es un exponente. Es la sociedad de la belle époque. En esa sociedad de
la belle époque ya no interesa la pintura de Meissonier ni la de Geróme, no interesan las casacas ni
las pelucas, pero sí interesa ese tipo de imaginario que está más allá de la contingencia histórica
concreta del gusto por las casacas y las pelucas. Es cierto que una parte del público apreciaba la
casaca, la peluca o el turbante a lo árabe. Pero había otra parte más importante, a la que apela por
ejemplo el erotismo de Fortuny padre, que apreciaba no tanto eso como lo que hay detrás. Nosotros
mismos, el público actual, no es que estemos especialmente interesados por las casacas, las pelucas
o los árabes. No, nos interesa lo que sustenta ese imaginario, lo que constituye su raíz: lo que llega a
materializarse como una especie de obra conceptual en el estudio de Fortuny padre en Roma, y
después en su prolongación en el palacio de Fortuny hijo en Venecia y finalmente en las
escenografías y en los vestidos de Fortuny hijo, que son la trasposición a la vida cotidiana de todo el
imaginario de Fortuny padre. A eso se debe que las razones por las que nos gusta una tela o una
escenografía —cuando digo una tela no me refiero a una tela pintada sino a una tela real— de
Fortuny hijo son las mismas razones por las que nos gusta un cuadro de Fortuny padre. En ambos
casos, vamos más allá de una escuela pictórica determinada y estamos fuera, por lo tanto, del
problema de la evolución dinámica del pompier o del impresionismo.
Hace un momento he hablado del mundo aristocratizante, del mundo burgués que se interesaba
por las creaciones de moda de Fortuny hijo. Hay otro aspecto: todo el mundo cinematográfico.
Fortuny hijo, además de su dedicación a la escenografía, que es interesante, también es el que
inventa ropas y crea modelos para las figuras de la cinematografía. La mujer de Rodolfo Valentino,
Dolores del Río en un momento determinado, Lilian Gish... Es decir, actrices del cine mudo, y eso
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 48

llega hasta muy lejos. En la época dorada de Hollywood, en el cine mudo, Fortuny es el modisto, el
confeccionador de modelos de las grandes estrellas, Se trata de un mundo muy olvidado que ahora
ya conocemos mal. En aquel momento, las salas cinematográficas eran auténticos palacios, tenían
un aspecto impresionante. La ceremonia del estreno público de una película tenía un carácter tan
solemne como el de una gala de ópera. De todo eso ahora sólo podemos tener una idea muy vaga.
Hasta las mismas películas cinematográficas mudas las hemos visto mal, tendrían que haberse visto
en color, o bien viradas en colores, o bien pintadas a mano, con un acompañamiento musical, en la
sonoridad de una gran sala con un piano, Tenemos una visión muy pobre de lo que es el cine mudo,
que era algo muy fastuoso y fascinante.
En este mundo, que ya es rigurosamente contemporáneo, es donde, sobrepasando la limitación
de géneros nobles o de artes aplicadas, se inserta el imaginario de Fortuny padre a través de Fortuny
hijo. Pero ha transcurrido mucho tiempo: Fortuny padre lleva más de cincuenta años muerto —me
refiero a los años veinte, cuando, más o menos, ya había pasado medio siglo—. Y eso no acaba
aquí. Prosigue con diversas formas que ahora no puedo detallar, y llega hasta el mismo momento en
que muere Fortuny hijo. Es decir, algo que comenzó hace más de cien años en París y en Roma con
Fortuny padre concluye al filo de los años cincuenta de nuestro siglo con Fortuny hijo, que todavía
llega a hacer, aunque no aparezca en los títulos de crédito, un vestuario para la adaptación de Otelo
filmada por Orson Welles. Sabemos concretamente qué trajes se utilizaron: están fotografiados, y
yo he llegado a ver alguno. Orson Welles prepara Otelo, y visita a Fortuny en Venecia, En aquel
momento, Fortuny hijo ya es un hombre muy anciano que no tardará en morir. Le quedan pocos
meses de vida, pero todavía llega a darle vestuario. Otelo se rueda en condiciones muy precarias,
con muy poco dinero, en diferentes países... El rodaje de Otelo es toda una historia: rodado en parte
en África del norte, hay un asesinato que se rodó en unos baños turcos porque no tenían dinero para
pagar los trajes de los actores. Es una situación absurda. Pues bien, en esta situación tan absurda en
la que la industria cinematográfica no había confiado en Orson Welles, él, pese a todo, decide
visitar a Fortuny para encargarle el vestuario. Eso no es casual— Eso significa, aparte del hecho de
que Orson Welles era una persona con mucha cultura, que la reputación de Fortuny era
extraordinaria.
Ahora Fortuny ha dejado de ser una persona. Fortuny se ha convertido en una denominación
comercial, una marca, en el mejor sentido de la palabra. Es decir, todavía ahora en determinados
folletos de algunos hoteles destinados a la clientela norteamericana —hablo de hoteles de lujo de
Venecia, por ejemplo, aunque no sólo de Venecia— se menciona que en el hotel hay tapices de
Fortuny. Evidentemente son tapices de Fortuny hijo, inspirados en modelos venecianos o en
modelos orientalizantes (en ambos casos de acuerdo con la estética que podía haber adoptado de su
padre), que llegan a ser una marca tan conocida que aún hoy en día sigue existiendo en Nueva York.
En Madison Avenue hay una tienda Fortuny, y se siguen fabricando esas telas de Fortuny, pero ya
no con terciopelo de seda sino con terciopelo de algodón, porque el terciopelo de seda es
extraordinariamente caro. Pero, como digo, esta marca llega a ser tan conocida que en el momento
de rodar una película de ambiente veneciano Orson Welles visita a Fortuny. Y Fortuny es un
hombre muy anciano, pero lo recibe, y todavía le da ropa.
Así pues, se ha producido un fenómeno curioso, Todo este mundo que comienza como
manifestación sublimada, estilizadísima, muy refinada, de lo que hoy en día denominamos arte
pompier, este mundo que pasa de una manera fugaz por una etapa final de Fortuny padre en Portici
en la que se acerca a la pura mancha, y eso queda truncado; este mundo que por un momento, a
unos quince años de la generación siguiente, le parece a Marie Bashkirtseff que es un mundo de
clasicismo intemporal, un mundo equiparable al de los maestros antiguos; este mundo,
aparentemente olvidado después, no ha sido olvidado realmente, ha mantenido una vida
subterránea. Ha tenido, aparte de su influencia más o menos secreta en algunos artistas (hemos
citado el caso de Picasso y el de Dalí; hay más); además de eso, este mundo ha tenido a través de
Fortuny hijo, a través de sus contactos con Proust y a través de su prolongación en el ambiente de la
aristocracia, de la alta burguesía y en el ambiente cinematográfico, tanto en la vida privada de los
artistas de Hollywood, principalmente, como en el ambiente escenográfico, o la misma escenografía
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 49

de determinadas representaciones teatrales, y finalmente en el vestuario de una película importante,


el Otelo de Orson Welles, entre otros ejemplos, una continuación. Se produce así un fenómeno
curioso de la historia del arte, que es la perpetuación de algo que está por debajo de una escuela
determinada, aunque nos parezca una manifestación de esa escuela: ese imaginario que está en la
raíz de todo, y su perpetuación a lo largo de un espacio de tiempo que alcanza, en la práctica, un
siglo. Es decir, desde poco después de mediados del siglo XIX hasta la mitad del XX se produce esa
transmisión que pasa por algunos de los centros de la creación artística esenciales de ese tiempo, es
decir, pasa por el núcleo de Téophile Gautier, que en aquel momento representa el gusto artístico
más refinado de París; pasa después por una generación ahora olvidada, pero en aquel tiempo
esencial como era la generación de Bastin Lepage; es aparentemente postergado, pero pasa también
por la formación del gusto del joven Picasso y del joven Dalí, en algunos sentidos; llega con Proust,
sin competir con los impresionistas, a situarse en un terreno paralelo y a conseguir otra forma de
estima no inferior a la que podía sentir por los impresionistas, sino simplemente distinta, de otro
signo cualitativo; y llega al mundo cinematográfico, es decir, a los medios de comunicación de
masas.
Las pinturas de Fortuny padre tienen muchas veces algo de escenografía. Fortuny hijo, aunque
también pinte, hace directamente escenografía, ya sea escenografía en sentido estricto, va sea
escenografía en el sentido de convertir en escenográfica la vida cotidiana. Así es como bien a través
de las artes puras, en su sentido habitual, bien a través de las artes aplicadas, ese imaginario que
inicialmente parecía una manifestación, quizá más lograda que otras, quizá especialmente exquisita
y turbadora por algunas implicaciones no siempre lo suficientemente estudiadas, pero a fin de
cuentas una manifestación del gusto de un momento determinado, sobrepasa el marco de ese gusto.
Y esto sólo significa una cosa. No significa simplemente que Fortuny hijo sintiera una especial
devoción por su padre. Está claro que la sentía. Pero significa también algo más. La energía
creadora, el poder de imaginación de Fortuny padre proyectado en su obra y en lo que la obra
permite entrever, y también en su vida personal y en su interés como coleccionista, es lo me tiene
una onda expansiva lo suficientemente fuerte, suficientemente poderosa como para materializar una
continuación póstuma, que es algo casi insólito, poco frecuente en la historia del arte, pasando por
las artes aplicadas, pasando por disciplinas inexistentes en aquellos momentos, como podía ser la
cinematografía. Es decir, el imaginario de Fortuny, nacido a la sombra de Meissonier, se convierte a
la postre y después de muchas revueltas, en algo que puede pasar bajo la sombra de Picasso, bajo la
sombra de Proust y llegar a la sombra de Orson Welles. En cierto modo, así es como ha superado
las marcas de pintura de la época. No se ha convertido en un maestro a la manera de Carreño o
Velázquez. No: se ha convertido en otra cosa, se ha convertido en cierto modo en un pionero de
ciertas formas de transmisión de mundos artísticos que no son tributarios de una escuela
determinada sino de la proyección de una personalidad. En este sentido, Fortuny, ahora hablo de
Fortuny padre pero podemos aplicarlo a toda la dinastía Fortuny, es uno de los primeros síntomas
de la modernidad.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 50

EL JARDÍN DE LOS GUERREROS1

La terraza está desnuda y poblada a un tiempo; es el reino oscuro de la piedra. Hemos subido allí
en el cenit de un verano calcinador, cuando el aire espeso y blanquecino zumba, por los bulevares,
con chirrido de clarín enronquecido, por encima del bullicio de las carcasas candentes del paseo de
Gracia, que profanan la luz y los metales. El asaeteo del sol nos acosa; la terraza sube y baja,
serpentea o propone proyectos de laberintos petrificados, con dulzuras de cerámica que suaviza los
ojos, para encararnos de repente con las estatuas que nos espían. No ha sido concebida como
vivienda ni pide exactamente la contemplación; es, por naturaleza, territorio ajeno. Podemos pensar
que, en este momento de inclemencia solar, lo que obsesivamente a un tiempo nos fascina, nos
rechaza y nos lastima el sentido es la claridad excepcional, despiadada, sin rendijas ni refugios.
Cada arista, con calor de fragua, se nos niega al tacto y a la piel y nos hechiza la mente.
Emborrachados de piedra y pedrería, abdicamos del pensamiento; ciegos de tanta visión,
renunciamos a expandir la mirada. La terraza, yerma de cualquier vida que no sea la propia, sólo
tolera que existamos en ella de acuerdo con la ley arisca de los volúmenes peñascosos. Es el jardín
de los guerreros.
Al anochecer, una franja de luz lila ha aclarado en la disolución la lanzada solar. Todo claudica:
carrocerías, follajes, anuncios eléctricos, absorbido todo por un espacio nulo sin sonidos ni
estallidos. Es la hora muda de las alturas. A pleno día, torvos, los guerreros nos cercaban velando
sus armas; al atardecer, solemnes, inician su cruzada de espacios. La gesta de los paladines, en un
cielo megalítico, postula un espacio móvil y prismático, como una ilusión óptica en metamorfosis.
Por esencia, el arte inmoviliza formas en un momento de su devenir; aquí, sin embargo, todo es a la
vez cuajado y huidizo, y el acontecer se rehace, a cada cambio de luz, con estas criaturas intangibles
y ceremoniosas.
En la acometida paralizada, los ojos vacíos son patéticos, el torso es poderoso, la cara es una
negación de cara. Bajo el cucurucho de claridad naranja del crepúsculo de verano, o bien en el
latigazo de escarcha y granizo que aventa el invierno, o, aun, en la violencia ferruginosa de los
aguaceros del otoño nimbado de azufre, o quizá en el ensayo de luz blanca de las mañanas de
primavera —cuando el cielo es «clar e bell» como lo veían los ojos de Tirant lo Blanc, o, en una
playa de Levante, el patrón de la «gran nau» que recuerdan los versos de Ausias March: un cielo
primigenio, medieval, arquetípico—, los guerreros de Gaudí, en la ceguera de las órbitas vacías,
vislumbran un Más Allá que es su ámbito de existencia. No es ningún país de hechicería evaporada,
ni una Arcadia amable de colinas: nos conmina, adusto, a acatar el imperio astral de la roca.
Por un recodo, debajo de un pámpano qué purpúrea, nos tropezamos con una zona de
gesticulaciones volcánicas y violáceas. En la desnudez del crepúsculo, los guerreros que montan
guardia son todos un único gesto. Los hay solitarios, soberbios en la arrogancia mineral del cuerpo
detenido en una solidificación que parece efímera, al acecho del movimiento; hay otros, alineados
en grupo, que les sirven de séquito. El signo es unívoco: estamos en un espacio ritual y
extraterrestre. Estamos, pues, en el espacio de lo sagrado sideral. Para Mircea Eliade, lo sagrado es
una parte constitutiva de la percepción humana, tan ineludible y tan inmediata como el sentido de la
orientación; pero, justamente, en la terraza gaudiniana, captamos lo sagrado en el acto mismo de
1
Gaudí El jardí dels guerrers. Una visió poètica de la terrassa de la Pedrera de Gaudí Textos de Pere Gimferrer,
Victòria Cirlot, Josep M. Subirachs. Fotografías de Manel Armengol. Barcelona. Fundació Caixa de Catalunya, 1987,
pp. 9-11 (La descripción de la fachada de la Pedrera es evidentemente anterior a la limpieza que le ha devuelto
actualmente el color primigenio, al desennegrecerla.)
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 51

intentar orientarnos. El espacio, disparado aquí y allá, en la lámina de luz del sol que rebota o bien
en la superficie callada del fulgor de las estrellas, se convierte en la pista de vuelo de la percepción,
en este redil venteado y pétreo.
La terraza de Gaudí es un campo de batalla. Los guerreros del jardín rocoso son los campeones
totémicos de una alta liza de la mente y los sentidos. Lo qué allí se debate es el enigma del mundo
visible, que las presencias plásticas formulan en un diálogo icónico. Dicen, con su puro ser en el
espacio externo, el espacio interno de lo nunca dicho. Porque nos estallan en los ojos, nos
deslumbran y nos tempestean los sentidos. El descubrimiento de la terraza equivale a una anagnóri-
sis: en la superficie opaca de la cabeza de los guerreros sin rostro, vemos nuestra cara, grabada con
rasgos imborrables.
Piedra calcárea, cristal, mosaicos rotos, fragmentos de placa de mármol: a trozos, rayados por el
poniente, los exvotos del mundo material se convierten en idea pura al abrigo de una forma
suprema. Eran objetos y ahora son obra. Eran inanimados y ahora los habita una vida hosca que nos
busca, nos acecha y nos rodea, porque, como le gustó recordar a Ezra Pound, «la piedra presiente la
forma que el escultor le da».
En el espacio gaudiniano, los reinos de la naturaleza se desmoronan en un crisol. El mineral se
vuelve vegetal, bajo la obsesión muelle de la curvatura, y puede que lo humano se vuelve mineral
en la misma corriente secreta. Ese territorio incierto, siempre en transición de un reino a otro, no es,
sin embargo, en sí mismo, inseguro, sino sólo intrínsecamente mudable; su esencia reside en la
inestabilidad de la apariencia. El trasfondo de la entidad estética de la terraza gaudiniana es, pues, el
devenir. Podemos tener de ello un atisbo momentáneo, que será una adquisición del conocimiento:
en efecto, la terraza sólo se nos muestra en tanto que captada o percibida como itinerario hecho de
apariencias mudables, que llenan cada instante sucesivo, en el vendaval de la aprehensión
fenoménica, y configuran un recorrido semejante al que, por tradición jamás del todo comprobada,
tendemos a creer qué hacían los que eran iniciados en los misterios de Eleusis. Nada aquí, sin
embargo, de oscuro ni impreciso: la iniciación y el misterio son descifrados por las claridades
nocturnas o solares del aire libre, en cacerías de luz por el firmamento. No por ello, de todos modos,
deja de haber allí misterio e iniciación. La terraza de Gaudí tunda un espacio que hay que descifrar
al pisarla, en un proceso espontáneo de descodificación ambulatoria de un sistema de signos
visivos. Así es como el mero acto de transitar por esta terraza se convierte en lo que Joan Brossa
denomina una «acción-espectáculo», jamás no idéntica a sí misma, jamás no reiterada, jamás bien
recogida en un haz de experiencia adquirida, convertida en poso definitivo. Todo allí es siempre
provisional, a punto de convertirse en otra cosa. La terraza de Gaudí es la estancia del ser en un
mundo material elevado a repertorio de imágenes simbólicas. La piedra —clara y ardiente, áspera o
suave— se convierte en una vasta metáfora del conocimiento: electuario del color y la forma
destilados en un alambique, teatro de la luz y de los menhires guerreadores.
Por fuera, no obstante, el edificio se ha convertido —dada la acción del tiempo y la suciedad en
la porosidad de la piedra, que Gaudí no rechazaba, aunque no pudiera prever rigurosamente cada
detalle— en una alternancia de blancos y de negros, o, para ser más exactos, una superficie
fundamentalmente hinchada en cuanto al volumen y oscurecida en cuanto al color, que se encuentra
encabezada por un desfile de figuras de un blanco vistoso que invaden el cielo. La sensación es de
extrema movilidad y de impulso ascensional: todo invita al ojo a no reposar, a trepar por las curvas
de la piedra calcárea oscurecida, y a ensalzarse hacia la monumentalidad de las figuras blancas de
las alturas. Así es como la terraza, que hasta ahora hemos visto como obra autónoma —y lo es, sin
duda, porque en el mundo de Gaudí cualquier espacio plástico posee su cohesión específica,
independiente del posible espectador—, tiene una suprema existencia exterior en el ámbito urbano,
del cual todo el edificio es una transgresión, basada íntegramente en la paradoja, ya que, por una
parte, hace modelable el mineral como si se tratara de barro amasado, y, por otra, sugiere, en la
fachada, unos soportes de piedra completamente ilusorios. En efecto: la impresión, el primer
vistazo, nos entregan un zigzag aparente de ligereza difícilmente conquistada y posible sólo por
unas bases, aunque visibles, muy sólidas, y eso hasta el punto de que, por ejemplo, Mario Soldati
(en una novela muy reciente: el Paseo de Gracia, 1987) cree que la Pedrera es una construcción
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 52

granítica. Muy al contrario, la Pedrera no es una edificación vertical que se sostiene haciendo
descansar el peso en la parte inferior visible en la fachada, sino un edificio expandido hacia fuera
desde un núcleo irradiador interno que le asegura el equilibrio —y que se encuentra en el lugar más
recóndito: en la cochera—, aunque concebido de tal modo que sugiera que la inestabilidad rizada de
la superficie externa tiene su contrapeso en unos bajos que evocan las patas de una enorme bestia
prehistórica. De hecho, sin embargo, el corazón de la Pedrera, el recinto secreto que la sostiene, es
subterráneo y umbrío: núcleo nodal y, a la vez, cámara de lo oculto, de lo sagrado telúrico, que en-
cuentra la respuesta en lo sagrado estelar de la terraza.
Captamos aquí la ley esencial del edificio: proyectado hacia fuera, se recoge sobre sí mismo en
la cochera se cubre con la aldea escultórica de la terraza, que, con sus grandes volúmenes
increpatorios, contrapesa el dominio claustral donde residen los verdaderos soportes de la fábrica.
Así pues, toda la fachada, recorrida por una especie de escalofrío que traza arabescos en la piedra,
es en cierto modo una postulación —por una ley compensatoria parecida a la que encontramos en
las pinturas de loan Miró— de la terraza desde la cochera, o sea, de lo celeste desde lo subterráneo,
pues la existencia de la terraza presupone la de la cochera y quizá una y otra son metáforas
intercambiables, entre las cuales la fachada sería, conceptualmente, un lugar de tránsito, proyección
de esa dinámica secreta.
A Fin de cuentas, el rechazo de lo estático es aquí lo más definitorio, y resulta muy propio del
gusto por la paradoja que preside toda la obra el hecho de que los guerreros de la terraza —llamados
simplemente «ventiladores» por Gaudí— exhiban de entrada una inmovilidad total y turbadora y se
conviertan en móviles sólo porque es mudable el fondo contra el que se recortan y lo es también la
perspectiva del espectador, tanto si se encuentra en la terraza como si mira desde la calle. De la
misma manera que Gaudí ha dejado que el tiempo complete la contraposición entre blancura y
oscuridad que rige las relaciones de la terraza con la fachada, también ha querido que sean la
naturaleza, por una parte, y la contemplación ambulatoria del espectador, por otra, los factores que
sustraigan la población escultórica de la terraza a la inmovilidad. Nadie salvo el arquitecto podía
hacer móvil la línea de la fachada; en cambio, bastaba con dar a los guerreros de la terraza los
contornos y la distribución adecuados para saber que el ciclo en constante transformación y el
itinerario físico o visual del espectador darían el último toque de movimiento a esas figuras. Todos
nosotros, en lo alto de la Pedrera, tenemos la mirada de Pigmalión.
Lo que vemos en la terraza es, al fin y al cabo, una imagen de la operación estética gaudiniana.
No nos gusta como una bagatela del barroco, o un jardín de grotescos al estilo de Bomarzo, ni como
un laberinto a la manera de un jardín placentero; sobrecogedor, nos evoca lo sagrado primigenio.
Convierte en piedra la alucinación y convierte en alucinación la piedra. Una luz maravillada y
terrorífica nos muestra, con esas caras sin facciones, no sólo los rasgos de nuestra fisonomía, sino
también el verdadero rostro del arte, revelador de lo desconocido que se hace perceptible sólo
porque lo suscita la obra. El arte es conocimiento de lo que no sería comprensible ni formulable en
otro lenguaje: los guerreros del jardín gaudiniano enuncian, lacónicos, el enigma conciso y perenne
de la apariencia huidiza. Con resplandores de claridad evanescente, o bien en una oscuridad
humedecida por el estallido selenita, los campeones de la terraza tienen el destino del hombre en el
mundo, tributario de la oscuridad y de la muerte que reverbera como la luz del crepúsculo.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 53

MIRAR MIRÓ1

Conocí a Miró en persona en un marco gaudiniano, en un marco de Gaudí. Fue en el Parque


Güell, concretamente en las escaleras del Parque Güell, en aquella especie de dragón de cerámica,
con Antoni Tàpies, la noche que se daba la cena de inauguración de la galería Maeght de Barcelona,
en el año 1973, si no me engaña la memoria. Es algo episódico, pero como tiene relación inmediata
con Gaudí valía la pena decirlo ahora. También es significativo que fuera precisamente Tàpies
quien me lo presentara. Había hablado de Miró con mucha gente, con el propio Tàpies, con Brossa,
pero lo conocí físicamente en el año 1973.
Hecha esta primera aclaración, tiene interés explicar los principales contactos, digamos de
colaboración, en cierto grado, que he tenido con Miró, en la medida en que ilustran el
funcionamiento práctico de su poética. Bien, dejando a un lado algunos textos de catálogo que
redacté, he tenido contactos con Miró fundamentalmente por tres motivos: para un libro llamado
Lapidad, para el Miró, colpir sense nafrar y para Las raíces de Miró. Colpir sense nafrar (en
castellano: Miró y su mundo) lo escribí sin haber tenido conversaciones previas, mientras que en el
caso de Lapidan y Las raíces de Miró, sí las luye. Por tanto, me centraré en Lapidari y Las raíces
de Miró, que son dos libros muy diferentes.
Si no me engaña la memoria, Lapidari es el último libro de bibliófilo de Miró. El último libro
ilustrado que llegó a publicar. Salió publicado muy tardíamente, en el año 1981, dos años antes de
su muerte, y como su salud era más frágil, no firmó cada grabado, sino únicamente el colofón. Mi
tarea consistió fundamentalmente en decidir qué fragmento de texto tenía que combinarse según el
orden de los colores, qué color era el dominante en cada uno de los casos, de los que fueran
coloreados —no de las páginas en negro, porque éstas no ofrecían dudas—, y elegir la piedra que
más conviniera al tono dominante. Había más de un color, y no eran tan fáciles de definir como el
rojo o el blanco. Eran colores muy elaborados, y la parte más compleja consistió en decidir qué
color era más importante en el grabado en color y qué color era más importante en el texto de los
colores.
El texto mencionaba diferentes colores y en eso me ayudó mucho mi mujer. Yo tenía muchas
dudas sobre cuál sería el más preciso. Mientras tanto, llegó el momento, antes de articular breves
fragmentos del texto, de montar la secuencia de modo que tuviera una correlación con la secuencia
mironiana. Y después, una vez elegido esto y dado el visto bueno, Farreras tuvo la idea de que,
además, hubiera una especie de frontispicio con un poema mío, que publiqué inicialmente como
frontispicio de aquel libro, y que mucho más adelante apareció como poema inicial de mi libro El
vendaval, en el año 1988. Pero eso fue más tarde, aunque explica que en ese poema se hable tanto
de piedras preciosas y de piedras mágicas.
Hasta aquí todo parece una exposición un poco rudimentaria, pero creo que, en cualquier caso,
ofrece una primera idea de la forma de trabajar y, por qué no, de la poética de Miró. Es decir, el
dato inicial eran unos grabados en negro, la respuesta inmediata, al afrontarlo, la tuvo el color.
Cuanto más en negro eran, más diferentes tenían que ser los colores, más variados y elaborados.
Todo ello tenía una relación muy directa con cosas primigenias y naturales y con unas raíces
catalanas muy claras. La idea de Miró era acercarse a Ramon Llull, yo le sugerí trabajos mediante
un lapidario igualmente válido en la medida en que, como Llull, trata de relaciones de elementos
telúricos con elementos cósmicos. Y esta idea de Miró no se expresaba, ni en aquel ni en ningún
otro caso, con conceptos. Se expresaba con el gesto, el signo, o con el dato plástico. Es decir, toda

1
Conferencia del 4 de mayo de 1993 dentro del ciclo «Joan Miró, els seus amics 1 el seo món» para la Fundación
Cauca de Catalunya
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 54

su poética, si la reducimos a una sola cosa, consiste en crear un lenguaje propio como lenguaje
verbal habitual. Es una forma de describir el mundo, y ni que decir tiene que cualquier palabra tiene
un valor muy convencional que sirve para designar un objeto. Hay un poema de Brossa, un ejemplo
muy claro de la órbita mironiana, que dice: «Taula: no em refereixo al nom / sinó a allò que designa
/ Taula: no em refereixo a allò / que designa sinó al nom»
(«Mesa: no me refiero al nombre / sino a aquello que designa / Mesa: no me refiero a aquello /
que designa sino al nombre»). En el caso de Miró, eso también vale, y de la misma manera que la
palabra «taula» es una convención para mencionar este objeto concreto que suele ser de madera y
que sirve para comer, en el caso de Miró se nombran las cosas reduciéndolas a un sistema de signos
propio únicamente de Miró. Es la invención de un alfabeto, de un vocabulario propio.
En el caso concreto de Lapidari, a partir del contraste entre el grabado en negro y el grabado en
color, quería llegar a designar de una manera oblicua, pero inequívoca, la naturaleza de su posible
dimensión mágica y cósmica. Bien, éste es el aspecto en que he llegado a estar más cerca de la tarea
propiamente de colaboración con Miró. Otro aspecto es el relativo a la investigación que hice para
el libro Las raíces de Miró. No puedo explicarlo con la suficiente extensión porque duró unos
cuantos años; pero, pese a ello, tal vez podría recordar su origen y unas cuantas cosas significativas
de la noción de trabajo.
Las raíces de Miró no es un trabajo exhaustivo, pero sí el más amplio que hasta ahora se ha
hecho sobre los croquis y los esbozos preparatorios, y sobre el paso del croquis y del esbozo a la
obra definitiva, tanto en la pintura, como en la cerámica, la escultura o el tapiz. La idea nació en
noviembre de 1975 con el actual editor del libro, Manel de Muga, Miró y yo mismo. Visitamos los
dos talleres de Miró, Son Abrines y Son Boter, nos mostró todo lo que hacía, y dio a entender
claramente en su conversación que ya daba por supuesto que no todo quedaría acabado, que cuando
él faltara aquello tenía que ser, como lo es actualmente, la muestra de un trabajo en marcha que
había quedado en un momento determinado. Eso lo dijo de pasada y no de manera directa, pero la
idea era perfectamente clara. Nos mostró, incluso, los trabajos que había hecho con algunas telas.
Me comentaba cosas como: «Esta tela no me iba, esta tela no me iba.» Siempre decía «tela», le
pregunté por qué, y me contestó que en París había aprendido a decir toile y que entonces, aquí,
siempre había dicho tela. Era poco frecuente.
Al enseñarme algunas de las obras de arte que tenía, me llamaron la atención principalmente dos:
una pintura de Tapies, de la etapa más matérica de los años cincuenta (la tenía en diagonal en el
suelo, en una especie de peldaño que había en el taller, y decía: «Esta tela la veo en el suelo, y así
como al bies, porque con el tipo de materia que tiene queda bien así»), y otra pintura al óleo, mucho
más tradicional desde el punto de vista técnico, pero no desde otro. Era del poeta surrealista Robert
Desnos, muerto trágicamente durante la guerra mundial, y se trataba de una tela pictóricamente un
poco elemental, pero de una gran fuerza onírica, una especie de visión, una visión de un personaje
fantasmagórico en la cabecera de una cama.
En el curso de esta conversación, llevaba unas hojas, que todavía conservo, con cosas que me
quería contar: entre ellas, cómo pintó La masía. La pintaba primero en Montroig, recogió unas
hierbas, las guardó en una caja, se las llevó a París, a la me Blomet, e iba pintando utilizando como
modelo las hierbas que había arrancado y que tenía en una cajita en el estudio de Paris. También me
mostró, de repente, una serie de dibujos, blocs sobre todo, y diferentes cuadernos que pertenecían a
su más extrema infancia. Eran cosas de 1901, cuando tenía ocho años, por ejemplo; cosas de los
años 1901, 1902, 1903, etc. Había un libro de cuentos infantiles, que se llamaba Cuentos de la
niñez, pintarrajeados de un color como violeta; o había también unos primeros dibujos muy
infantiles, firmados Joan Miró. Eran cosas de su infancia. Después había las en algunos casos ya
eran más o vistas de Cornudella, menos copias de Modest Urgell, pero eso ya era más tardío. Me
fue enseñando cosas y, poco a poco, el material fue creciendo. En aquel momento era muy
abundante. En poco tiempo reunió una cantidad inmensa. En total son cerca de cinco mil,
exactamente 4.656, y lo donó todo a la Fundación Miró.
La Fundació Miró tenía como nombre principal, entonces, el de Centre d'Estudis d'Art
Contemporani, y además el de Joan Miró. Sin embargo, el nombre principal, que dibujó él mismo, y
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 55

que todavía puede verse en el frontispicio, es CEAC. A partir de ahí, se me ocurrió la idea de hacer
un estudio más amplio sobre esas obras aunque, de momento, lo único que la Fundació podía hacer
era abrir una ficha de cada una de ellas, e identificar las que buenamente podía.
Este trabajo inicial sirvió para hacer una primera exposición el año 1976, con algunos de los
croquis identificados. En mi caso concreto, yo realicé una tarea diferente, que no vale la pena
explicar en detalle, pero en la que intervino de una manera muy destacada Català-Roca, porque iba
fotografiando las piezas que yo le encargaba, con fotos momentáneamente referenciales, en blanco
y negro, para después poder trabajar yo con ellas en casa. Tenía que hacer fotos de referencia,
después las comprobaba sobre el material y, una vez realizadas todas las tareas de verificación de
que fui capaz, que no podían ser exhaustivas, tuve una serie de conversaciones con Joan Miró, en la
suite Miró del hotel Colón, de Barcelona.
Esta parte de conversaciones era interesantísima, porque fueron muy extensas. Duraban toda la
tarde y hasta la cena, y consistían en que yo le preguntaba por determinados detalles, o bien en
algunos casos identificaciones o interpretaciones de algunas inscripciones o grafismos. Él me
contestaba siempre, tenía una gran memoria. Una vez te instalabas en la lógica de su sistema de
signos, en aquella especie de vocabulario personal que antes he citado, ya era mucho más fácil,
dentro de ese ámbito, llegar con rapidez a conclusiones. En realidad, lo que había que hacer era
conectar, no sólo con su forma de captar el mundo sensible y traducirlo a un sistema de signos —
como el de los ideogramas chinos, por ejemplo, pero más libre—, y que entonces sonaba como un
idioma propio, sino, más genéricamente, adoptar una actitud abierta, con un espíritu que yo sólo he
visto tan vivo en otra persona, que es Octavio Paz.
El espíritu del grupo surrealista que rodeaba a André Breton en París los años veinte, treinta y
primeros cuarenta es muy característico de la vanguardia. Se basa, sobre todo, en una convicción
expresada de forma implícita, pero totalmente inequívoca, en la poesía de Rimbaud. Es la
convicción de que, por un lado, el arte puede llegar a ser un absoluto capaz de dar un sentido a la
vida y toda una trascendencia exclusivamente artística y, por otra, esta acción no es algo que se
plantee como retórica sino que puede operar en el mundo tangible; es decir, puede tener
consecuencias morales, puede tener que ver con la forma como la gente vive.
En el caso concreto de Rimbaud, la convicción del arte como un absoluto fracasó por unas serias
razones biográficas que explican, en mi opinión, que, al ver que no alcanzaba la respuesta
fulminante que el valor que concedía al arte le hacía esperar, Rimbaud abandonara la escritura,
dejara de escribir, simplemente.
Rimbaud, y lo digo de pasada para centrar el problema, aunque genialmente dotado, era al fin y
al cabo un adolescente, una persona que escribió entre los quince y los veinte años. A aquella edad
realizó un descubrimiento extraordinario, que es la base de todo el arte y la poesía moderna: la idea
del absoluto artístico. En este caso, y poseyendo además unas condiciones absolutamente
excepcionales, sería pedir demasiado que, encima, a esa edad de los años juveniles no creyera que
un descubrimiento tan extraordinario, en unas condiciones que le permitían conseguirlo, no iba a
tener una respuesta inmediata. Rimbaud creía que actuaría de una manera fulminante, como si fuera
una píldora. Pero eso era imposible. Lo que había descubierto era muy importante, realmente
importante, y actuaría sobre el mundo, pero no podía hacerlo de la noche a la mañana. Ningún
lector que lo lea dejará de ser quien es y se convertirá en otra persona en cuestión de una hora, pero
la impaciencia del adolescente, en el caso de Rimbaud, iba por ahí.
Otro aspecto decisivo de Rimbaud es la idea de que las palabras actúan, por un lado, como
objetos visuales en la página y, por otro, como sonidos; es decir, como sonoridad y como espacio,
no por su contenido lógico sino por el simple hecho de ser un grupo de tipografía en un espacio
blanco de la página y un determinado tipo de sonoridad. Es decisivo porque desvincula la palabra
poética del sentido inmediato e, incluso, de la semántica, en buena medida, y la aproxima a la
música y a la plástica. En este sentido toda la poética surrealista deriva del ejemplo de Rimbaud, y
Miró es, según André Breton, el más surrealista de todos. De hecho, algunas de las ideas teóricas de
Miró van por este camino: como cuando explica, por ejemplo, que lo importante es llegar al
anonimato, que el arte importante siempre ha sido anónimo. La idea de la disgregación de la
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 56

personalidad individual —que, como ha explicado Gabriel Ferrater en el caso de Foix, tiene muchos
puntos de contacto con Miró— es la base de la poesía de Foix, la idea más anónima del arte
anónimo, que lo hermana con el arte primitivo, con el arte románico, por ejemplo. Es como la
fascinación que Picasso sentía por el arte africano.
Miró decía también otra cosa interesante en el mismo sentido. Decía: «Para llegar a lo universal,
tenemos que partir de lo local.» No olvidemos que Miró decía siempre que quería llegar a ser un
catalán internacional. ¿Y qué quería decir catalán internacional? Para él era un nacionalismo
«agresivo» en el sentido muy concreto de que su condición de catalán, y Cataluña en general, fueran
algo conocido en todas partes. No, por consiguiente, un nacionalismo pasivo sino un nacionalismo
que se dé a conocer. Eso lo tenía muy claro, y, de manera explícita, consideraba que cuanto más
local llega a ser una cosa más universal puede llegar a ser. Y es cierto. Miró ponía el ejemplo
clarísimo de las obras griegas, que tanto las literarias como las plásticas son anónimas, en gran
parte, o son obra de autores de los que sabemos muy poca cosa. De Homero no sabemos
demasiadas cosas fiables; las que sabemos de Sófocles y Eurípides son escasas; de otros, apenas si
sabemos su nombre, y muchas son completamente anónimas. Lo mismo podemos decir de la
plástica. Las obras griegas son profundamente locales, y eso es algo no tan fácil de ver. Ahora todo
el mundo está acostumbrado a creer que Tebas, por ejemplo, es muy universal, porque todo el
mundo conoce las tragedias tebanas. Pero, en realidad, si viéramos Tebas hoy en día nos parecería
una aldea casi africana. Con una mirada actual, es una población minúscula, una cosa local.
Por consiguiente, el anonimato y el arte local va aparecen en el arte griego. Y, más cerca de la
época de Miró y de la nuestra, no hay nada más local que el teatro de Ibsen o Strindberg, que son
pequeñas cosas que ocurren en pequeñas ciudades nórdicas, escandinavas. Eso es especialmente
claro en el caso de Ibsen, que analizado muy de cerca es un autor con mucho más genio literario,
pero tan local como el Guimerà más local. Lo que ocurre es que el localismo de Noruega se nos
antoja menos local que otro de Cataluña. Pero es el mismo tipo de localismo. La única diferencia
está en, como digo, un genio literario superior.
Bien: esta poética, que se basa en el gesto de Rimbaud y que es el soporte de la experiencia
surrealista, no es ninguna escuela literaria o artística, sino que es una moral, una manera de ver el
mundo. El surrealismo no es, ni ha sido tampoco, ningún movimiento del cual nadie firmase
manifiestos. Tenemos que recordar que los manifiestos surrealistas existentes son una obra personal
del señor André Breton, que no pedía, ni podía pedir, la adhesión de nadie. El señor Breton firma un
manifiesto del surrealismo por su cuenta, como obra suya (es un texto literario suyo), y quien quiere
se adhiere. No es literatura, es una manera de entender la vida.
En lo que tiene de más esencial, el surrealismo sigue la huella de Rimbaud. Por tanto, prescinde
esencialmente del vínculo del pensamiento lógico, de la razón más estricta; y actúa tratando, a
modo de objetos sonoros, plásticos, visuales, táctiles, si se tercia, todo lo que los demás tratan como
conceptos.
Eso que expuesto así parece muy abstracto es, por el contrario, muy concreto. En el caso de
Miró, por ejemplo, quien conozca su obra reconoce rápidamente qué significa un signo que
representa una mujer, pongamos por caso, que siempre suele ser una figura que tiene tres cabellos;
sabe, por ejemplo, que un rectángulo que lleva las letras JOU, que es el comienzo de la palabra
journal, es por tanto un diario. En algunos casos, ni siquiera llega a poner JOU Pone simplemente
unos signos que indican tipografía, y ya se sabe que aquello es un recorte de periódico, y así
sucesivamente.
Toda la obra de Miró se interpreta con mucha facilidad si se conoce su vocabulario. Por ejemplo,
hay en ella unos pies bastante monumentales. Eso no es nuevo, la idea del pie monumental ya
estaba en el arte manierista, ya estaba en Tintoretto y, en parte, en Miguel Ángel, pero allí no se
veía tan claramente. Estaba también en los impresionistas, pero en esos casos eran distorsiones que
operaban sobre un lenguaje que todavía seguía la forma de representar las figuras del arte
tradicional. En el caso de Miró, la distorsión opera sobre un lenguaje que es totalmente nuevo, y por
eso la distorsión es más visible.
Entonces, el gesto de Miró consiste, sobre todo, en aportar las consecuencias más radicales en
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 57

pintura, y en eso no lo superó nadie. Toda esta poética surrealista era una propuesta de leer el
mundo de otra manera. En las conversaciones que sosteníamos en el hotel Colón, el punto
importante era establecerse desde el comienzo en este terreno. Había unos signos determinados, por
ejemplo, lo que era la luna, lo que era el sol, lo que era la mujer, lo que eran las estrellas, lo que era
el pie, la casa, una gota de agua, lo que era un personaje, porque el personaje también tenía su
connotación, lo que eran determinados animales... En algunos casos, había una especie de
argumento, generalmente explicado en el título. Los títulos no son nunca puramente literarios: son,
como los títulos de los poemas de Foix, una indicación precisa de la materia de la obra, del tema. La
gente tiene tendencia a creer que los títulos de Miró, que siempre están en francés, son una especie
de poemas, como algo añadido. Y no tienen ese valor, sino que indican de una manera muy clara
qué es lo que se propone explicar la tela.
Una vez establecido el código, el diálogo con Miró era muy fácil, y la cosa más interesante era la
extraordinaria rapidez de reflejos que tenía. Apenas hacía falta entrar en detalles. A la más pequeña
insinuación, él ya se adelantaba al resultado. A excepción de unos pocos casos en los que podía
tener alguna duda de memoria, que generalmente acababa resolviendo, su intuición era muy segura,
incluso en el caso de algunas obras que yo no había conseguido encontrar, porque no estaban
reproducidas en ningún catálogo disponible, ni siquiera en el mayor, el de Dupin. Había una obra,
por ejemplo, que Dupin no había conseguido reproducir y ni siquiera catalogar. Me decía: «Esta
obra no está en el Dupin, perteneció a fulano, desapareció en un incendio»; o, por ejemplo: «Esta
obra no ha sido catalogada por Dupin, no la ha visto, pero es una obra que pinté en tal época, que la
compró, se la regalaron a mengano, etc.» Hasta las cosas más abruptas, más difíciles y duras de
resolver, como por ejemplo la relación de los collages preparatorios con las pinturas del año 1933,
que es una relación muy remota, muy difícil de establecer, eran resueltas sin ningún tipo de duda
por Miró. Iba muy rápidamente a lo esencial. En algunos casos, casi ni hablábamos. Es decir,
recuerdo que había, por ejemplo, un signo que era una escuadra, tenía la forma de una escuadra, y
yo lo indicaba sin llegar ni a decir «escuadra», y entonces él me miraba y yo le decía: «Sí, esta
escuadra...», y él me decía: «Eso es eso.» Y rápidamente, con los dedos, relacionaba una cosa con
otra y me reconstruía la operación, digamos verbal, la operación lingüística de su propio idioma
gracias a la cual la escuadra tenía un sentido determinado en la composición. Este sentido siempre
era inmanente a la propia composición, no había que buscarlo fuera de ella.
Rimbaud hacía trabajar las palabras en función, fundamentalmente, de su posición visual en la
página y de la relación de sonoridad, aunque después intervinieran otros factores, porque hay
poemas de Rimbaud que tienen posiciones ideológicas —los hay incluso sobre la revolución
industrial, sobre el colonialismo, lo que sea— pero fundamentalmente trabajaba sobre esas ma-
terias. De la misma manera, Miró trabajaba fundamentalmente, como digo, con los volúmenes, con
la situación de compensación entre un volumen dentro de otro y con ideas visuales, aunque en
algunos casos tuviera otras connotaciones, porque incluso tiene pinturas con intención política,
como La esperanza de un condenado a muerte y otras.
Por ejemplo, entre muchas anotaciones, que llegan a ser miles, había una que decía en inglés up
down, y unos signos. Le pregunté qué era, y me dio la respuesta más elemental, pero al mismo
tiempo la más interesante. Up down es simplemente la indicación que él veía en el ascensor de su
hotel en Nueva York, es decir, el botón que había que apretar para subir o bajar. Eso le dio la idea,
inmediatamente, de una composición donde hubiera un arriba y un abajo: up down. En este caso,
una palabra en inglés, porque salía de esa manera visual, Miró partía siempre de lo que él llamaba el
choque, que era algo del mundo visible que le llamaba la atención. Lo respetaba tal como era, si era
en inglés, o, en un caso excepcional, en castellano en la pintura el signo de la muerte en la que era
el idioma originario. En la tela, generalmente, lo acababa reconvirtiendo al francés.
El caso de El signo de la muerte es muy interesante. En el croquis preparatorio de esta tela hay
una cruz, el número 133, y encima el signo de la muerte. La tela es igual: además de otros
elementos, está la cruz, Le signe de la morí, en francés, y el número 133. Yo le pregunté por qué, y
me explicó que paseando por el monte, cerca de Montroig, vio una roca, una piedra donde había el
número 133 y una cruz y, debajo, unas palabras en castellano, que no eran el signo de la muerte.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 58

Era, según llegó a averiguar el propio Miró, parte de un código, de un lenguaje que utilizaba la
gente que trabajaba en aquella montaña, guardias forestales o algo por el estilo, Dejaban una cruz,
numeraban correlativamente, le tocaba el número 133, y le añadían unas palabras en castellano,
bien porque ellos fueran castellanos o bien porque era gente que no sabía escribir en catalán. Eso le
produjo aquel choque, porque el número 133, número como del Apocalipsis, que llama la atención,
es una cifra extraña. La cruz también le sorprendió. Entonces, lo único que hizo fue sustituir las
palabras castellanas, que debían de ser banales, por las palabras el signo de la muerte, que cuando
pasó a la tela transformó en le signe de la mort. Habría hecho lo mismo, probablemente, con up
down cuando lo hubiera hecho en tela, cosa que no tuvo tiempo de hacer. Por consiguiente, él partía
siempre del choque, y ya desde muy pequeño. El choque inicial podía ser aquella ilustración de
Cuentos de la niñez, donde estampó unos garabatos de color violeta, o los paisajes de Cornudella o
las pinturas de su maestro inicial, Modest Urgell, que dejó una huella muy profunda en la obra de
Miró,
En los años setenta, todavía mantenía el proyecto de hacer un homenaje a Urgell, «Homenatge a
Urgell», que se basaba en la línea del horizonte —típica de Urgell, que divide la tela en dos
mitades, prácticamente iguales— y con unos elementos cromáticos que recordaran también el
mundo de Urgell. Esa línea del horizonte fue muy utilizada por Miró y formaba, como digo, parte
de un proyecto. Pero, más adelante, dejando de lado estas primeras referencias artísticas de Urgell o
de Paseó, el choque ya sale del mundo que le rodea.
Inicialmente, al comienzo de los años veinte, hasta la obra Tierra labrada sobre todo, todavía se
mantiene una fase de los croquis en la que podemos ver el paso del dato del choque del mundo
visible al lenguaje mironiano. Pero, después de Tierra labrada y, de manera más acentuada, a partir
de los años treinta, Miró ya recibe el choque de fuera, y en el mismo croquis lo traduce a su
lenguaje. Es decir, no existe un paso previo sino, directamente, el croquis ya es lenguaje mironiano
y la pintura va es trasposición del croquis, mientras que antes había una etapa intermedia en la que
el croquis todavía respondía un poco al mundo externo. Todo eso se acentúa en los últimos años de
su vida. En los últimos decenios: para ser más exactos, en los años cuarenta, cincuenta, sesenta y
setenta. Cada vez más, Miró recurre a la dinámica de su propio lenguaje y genera la tela desde una
pequeña anotación, casi telegráfica, respecto a aquel lenguaje, que le sirve de punto de partida.
El choque, que ha tenido esa pequeña evolución, hasta llegar a ser totalmente autónomo, tiene
una genuinidad inmediata, y produce otro choque en el espectador. Hacía lo que él decía «dar el
golpe» (en francés lo llamaba le coup de poing, el puñetazo), que significaba conseguir una
respuesta, un impacto de choque en el espectador. Un tipo de aspiración que es en el fondo la de
todos los surrealistas, la que tenía Rimbaud, por tanto. Es decir, conseguir un asentimiento a la obra
de arte como tal, que vaya más allá de cualquier posible explicación lógica. La forma de
conocimiento que debía darnos una obra de arte no tenía que depender de explicaciones de ningún
tipo, sino que tenía que sustentarse en su capacidad expresiva inmediata. En definitiva, se trataba de
llegar, de la misma manera que él había experimentado un choque no formulable racionalmente, a
conseguir que el espectador se convirtiera en el receptor de otro tipo de choque, y que fuera tan
activo como él mismo. Es decir, el choque obliga a reaccionar, y su obra también debería obligar a
hacerlo. Éste es el núcleo de lo que quería hacer Miró: no sólo operar una revolución en el arte, sino
que viéramos las cosas de otra manera, que mirásemos como él, es decir, Mirar Miró.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 59

ANTONI TAPIES Y LA PRÁCTICA DEL ARTE1

La primera evidencia que podemos recoger de la lectura de La práctica del arte es el hecho de
que Antoni Tàpies sabe mucho mejor que cualquiera de sus críticos —y con eso no quiero
menospreciarlos: los ha tenido excelentes— cuáles son las implicaciones profundas de su arte. Esta
evidencia denuncia, una vez más, el vicio, hoy tan frecuente, al que el propio Tàpies alude: «Ahora
el crítico, sobre todo el universitario, convertido en megalómano, considera al creador como un tipo
totalmente inconsciente, amodorrado, al que no sólo no deben pedírsele explicaciones, sino que
todas las explicaciones que pueda dar tienen que ser totalmente puestas en cuarentena.» Esta
privilegización —passez-moi le mot— de la crítica, y más en el caso de un artista cuyas obras
parecen, según el gusto común, especialmente necesitadas de explicación, ha creado en torno al arte
de Tàpies una auténtica red de sistemas explicativos que, aunque con frecuencia puedan resultar
esclarecedores, también pueden resultar nocivos y condicionar la lectura de La práctica del arte.
En definitiva, cuando un artista se explica con la claridad y lucidez con que lo hace Tápies, no
habría actitud más mecanicista y paradójica que empecinarse en superponer a sus explicaciones los
supuestos establecidos anteriormente por la crítica. Este vicio de lectura, consecuencia de la
convicción, hoy tan extendida, de que es el critico, y no el artista, quien sabe todo lo que hay que
saber, no es sino una de tantas falacias que tienen por objeto esterilizar el verdadero sentido de la
obra de arte. Si sólo vale la explicación del crítico, prácticamente cualquier implicación revulsiva o
simplemente incómoda de la obra puede quedar anulada a través de una reducción al limbo de los
«valores plásticos» —hecho citado por Tàpies en lo que se refiere al caso de Picasso— o, peor aún,
al purgatorio de las elucubraciones semiológicas de moda que menos tengan que ver con la
auténtica carga subversiva y liberadora del arte y más con el lucimiento personal y el verbalismo
insustancial. Así pues, si La práctica del arte es un libro que se propone la defensa del arte,
comencemos por caer en la cuenta de que, en primer lugar, hay que defender el libro despojándonos
de cualquier opinión previa para poder leer, simplemente, lo que Tàpies ha escrito, que no tiene por
qué ser, fatalmente, la confirmación de los propios prejuicios que más de un lector querría encontrar
en él.
Por tanto, ¿Tàpies contra sus críticos? No: sólo que, en el caso de un creador consciente, la
explicación que el propio artista proporcione de su obra pasará por delante de los esquemas
conceptuales que anteriormente hayan podido establecer los críticos. Se me dirá que eso pertenece
al catálogo de las verdades elementales. Se da el caso, sin embargo, de que si el libro de Tàpies
tiene alguna función es precisamente la de hacernos descubrir las verdades elementales. Y, como
siempre ocurre —en eso el Tàpies teórico y el Tàpies creador se identifican—, no hay nada tan
contundente, tan subversivo y tan escandaloso como el retorno a las verdades primeras. Nada puede
superar la evidencia, la sencillez, el recogimiento en sí mismos de los objetos privilegiados por
Tàpies —paredes, bandejas, paja o madera—; nada tampoco puede superar su poder de liberación,
su llamamiento a la revuelta. Es la misma serenidad lúcida, implacable e irrebatible que caracteriza
a Tàpies como escritor. Basta con escuchar cómo, cuando de la crítica del realismo socialista —que
Tàpies comparte con absoluta convicción— tantos han creído poder pasar, mediante una nueva
coartada, a la frivolidad o al lío irresponsable, él reivindica «el sentido social de la obra de arte —
ahora omitido—», sin dejar de denunciar al mismo tiempo el esquematismo demagógico y el
esteticismo pseudovanguardista.

1
Serra d'Or, n.º 137 (febrero de 1971), pp. 41-42.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 60

La posición de Tàpies no puede ser más clara: «La obra a la que el pintor da forma emotiva tiene
que estar estrechamente ligada con la ideología de las fuerzas progresistas.» E insiste: «El valor de
una obra está precisamente en su sentido ideológico y en las opiniones sobre la vida y la sociedad
que de ella se desprenden.» A eso se debe que Tàpies pueda manifestar: «Nunca he creído que el
arte tenga unos valores intrínsecos. En sí no me parece nada. Lo importante es su papel de resorte...
Su valor ha de ser medido por los resultados.» (La tranquila serenidad enunciativa de estas
afirmaciones y su carga subversiva latente hacen pensar en el último Rimbaud, en el Ducasse de las
Poésies, en Antonin Artaud.) Así, el arte no tiene ni más ni menos valor que cualquier otro gesto
humano («Para mí tiene mucho más valor cualquier gesto vital, aunque sea hacer un garabato en
una pared, cuando este gesto está justificado por un hecho humano, que toda la pintura museística
sin ningún nexo con nuestras vidas»). Esta desacralización del concepto usual de «obra» lleva a la
conclusión de que vida y obra son un todo, y lo que importa es su poder de testimonio humano y su
eficacia revulsiva (explicación, al mismo tiempo, de la fuerza de muchas obras del arte de
vanguardia en las que la manipulación del artista con los materiales es casi inexistente, y que, pese a
eso, actúan profundamente sobre nuestra sensibilidad). Tàpies subraya enérgica y repetidamente
este hecho: «El artista», nos dice, «se nos mostrará no únicamente en la obra concreta, sino en todas
sus actitudes humanas posibles, incluida la expresión verbal. Puede que su verdadera “obra” sea ese
conjunto.» Y más adelante nos habla de «la concepción de la actividad artística como un com-
portamiento total en la vida», y sigue precisando: «Hoy, más que de obras materializadas, se trata
casi de gestos y actitudes que, a veces, ni siquiera exigen un esfuerzo material, lo cual denotaría
inmediatamente esclavitud o servidumbre.»
Ante eso, ¿habrá que recordar cuán pobre y mediatizada está, precisamente por el control de los
intereses más obvios del neocapitalismo, aquella «contestación» —patrocinada muchas veces por
los mismos que antes propagaron la buena nueva del realismo socialista—que tiene como objetivo
principal convertir a los jóvenes en dóciles peones de la sociedad de consumo —sensatos expertos
del diseño y del arte utilitario— haciéndoles creer, cínicamente, que esta actitud —que se da el caso
de que representa el grado máximo de integración y de servidumbre— es para un artista la única
garantía de progresismo? Ya sabemos cuál es la auténtica revuelta: Une saison en enfer, el
manifiesto Dada o Guernica nos lo dicen. La otra, la de los funcionarios del arte, sólo es un asunto
de funcionarios. La misión del arte es la crítica del orden social y moral existente, y el
replanteamiento de los problemas esenciales del hombre. Precisamente por eso el único auténtico
arte progresista es el arte de vanguardia, porque es el único capaz de romper los hábitos
inmunizadores del público (según el conocido principio de Breton: «La beauté sera convulsive ou
ne sera pas»).
Así, Tápies puede escribir: «Si las formas no son capaces de herir la sociedad que las recibe, de
irritarla, de llevarla a la meditación, de hacerle ver que está atrasada, si no son un revulsivo, no son
una obra de arte auténtica... Cuando el gran público encuentra plena satisfacción en unas formas
artísticas determinadas, es que estas formas ya han perdido toda su virulencia.» Y en otro pasaje:
«Si la pintura actual no hiciera temblar o, por lo menos, no molestara a muchos, tendríamos que
considerarnos fracasados.» De una manera semejante, La práctica del arte podrá molestar a todos
aquellos que preferirían un Tàpies silencioso y dócil a cualquier reducción esquematizadora que
desperdiciara su sentido revulsivo.
He preferido dejar la palabra al propio Tàpies para evidenciar la lúcida firmeza de un libro que,
en un mundo intelectual caracterizado por su atonía o su frívolo y suicida conformismo disfrazado,
por una vez dice las cosas por su nombre. No se trata de la habitual benevolencia hacia un escritor
«no profesional» lo que hay que invocar en este caso —por otra parte, el estilo de Tàpies como
escritor no puede ser más claro, enérgico y eficaz—, y menos aún la estupidez agresiva del crítico
que perdona la vida al «creador instintivo». Cuando un hombre sabe exactamente lo que quiere
decir y lo dice con las palabras justas, sólo puede ocurrir que, procedentes de un mundo donde
todavía reina la lucidez, la búsqueda y el planteamiento directo de las cosas, sus palabras puedan
sorprender tanto como sus obras, testimonios ambos de un mismo inconformismo esencial, en una
sociedad intelectual que pactó hace tiempo con el más cínico conformismo: aquel que eligió la
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 61

solución de rehuir la realidad haciéndonos creer que nos está hablando de ella. La evidencia física
de las obras de Tàpies, su testimonio personal o la serena combatividad de sus escritos son, en
primer lugar, manifestación de una lucidez que condena a la vez los salvoconductos del sistema y
postula otra dimensión, más humana y, por tanto, más profunda, de la realidad. Y alterar nuestra
visión de la realidad ¿no es por ventura la misión final del arte auténtico?
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 62

LO REAL DE ANTONI TAPIES1

Expulsados de la realidad de las obras, determinados prejuicios de la crítica tradicional han


encontrado muchas veces su último reducto en una exégesis abusiva, que perpetúa, unilateralizando
su sentido, los significados de la estética de ayer en las presuntas implicaciones atribuidas a las
producciones de vanguardia. Parece, por otra parte, que sólo pueda ser nuestro todo aquello que es
más externamente luminoso (¡ni siquiera se atreven a decir «positivo»!) y diáfano: como si, desde
Llull o el románico hasta Ribera o el Miró nocturno, lo desconocido y las regiones oscuras no
fueran uno de los espacios poéticos más genuinos de nuestro temperamento. ¿Convendrá, una vez
más, recordar que la esencia de la verdadera obra de arte reside en el hecho de constituir una forma
de conocimiento y no, como tantos preferirían, un mero vehículo instrumental y didáctico? En
libertad, disponibles, mediante bruscos resplandores y espacios parentéticos, las cosas hablan; se
convierten, finalmente, en su propio signo. La obra de Tapies se sitúa en el vértice de ese proceso
de liberación y de ascesis que, iniciado por los románticos y los simbolistas, se convertiría en el
problema decisivo del arte de este siglo. La atracción de lo sombrío, la presencia del recogimiento
—ceñudo, hostil o deslumbrador—, de lo que, externo al alcance del hombre, le plantea la cuestión
decisiva de la realidad que va más allá del cercado de la conciencia individual o señala sus zonas
ocultas u oscurecidas: éstos son los centros que mueven el trabajo de Tàpies. Lo visible se hace
imagen, desensueño y alegoría de lo invisible; y, si la contemplación desvela la profundización, las
iluminaciones y revelaciones repentinas desgarran el velo que nos separa de lo absoluto. Se habla
con frecuencia de arte realista; mal empleado, este término alude a un realismo caricaturesco, el
realismo de una concepción mutiladora del hombre, que lo reduce a anécdota trivial e ignora sus
tensiones anímicas: en último término, un realismo al nivel de los cuadros históricos de batallas o
las escenas de costumbres, bajo una formulación estética (o una aparente no formulación) sólo
externamente diferente. El auténtico realismo no es sólo realismo: explica al mismo tiempo lo
inmanente y lo trascendente, el juego de relaciones entre la faz oculta y la faz visible de la
experiencia humana. Bruscos grafismos, huellas, oscuridades, severos emblemas enigmáticos, las
obras de Tapies interrogan un único designio y un destino. Por la radicalidad de su planteamiento,
esta indagación constituye —no tengo por qué recordarlo— un caso único y ejemplar en la historia
del arte moderno, y no creo que sea arriesgado verla como la culminación de una vasta aventura
que, iniciada a finales del siglo pasado, ha supuesto, en lo que se refiere a las relaciones entre el
creador plástico y su materia, una transformación tan completa como la que Rimbaud o Mallarmé
suscitaron en el terreno de la palabra poética. En su plenitud, la obra de Tàpies ha impuesto de
manera suprema una nueva propuesta: sólo lo real puede ser sublime o terrorífico, pero teníamos
que recuperar lo real auténtico, que acompaña o lo que se solía denominar lo fantástico.
Recuperación y recognición: inmóvil, paralizada, febril o convulsa, la obra de Tapies nos muestra
—solemne, lóbrega o solar— aquella dimensión accesible únicamente al auténtico conocimiento
poético.

1
Texto para un folleto de la exposición de Antoni Tapies, «Obra gráfica original», del 23 de mayo al 8 de junio de
1973. Barcelona, Galeria AS, 1973.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 63

ANTONIO SAURA O LA VISIÓN VERTIGINOSA1

Uno de los textos probablemente más conocidos de Antonio Saura —en aquel admirable estilo
incandescente que después del estricto surrealismo histórico han sabido conservar, no sólo muy
pocos pintores, sino también muy pocos poetas— establecía la aproximación entre la forma del
desnudo de mujer y la forma de la concha del caracol marino. La palabra castellana caracola le
añade, además, otra dimensión: no tan sólo tiene, desde el punto de vista semántico, su propia vida
en la tradición literaria, especialmente en la poética, sino que, al evocar caracol de manera
inevitable, introduce, por alusión, una retícula que enlaza, en el imaginario pictórico, el mundo
animado y el mundo inanimado, y, aun, el mundo animal y el mundo inanimado. Así pues, el
desnudo de mujer es, por definición, una forma inestable, en transición, que se abre en desgarra-
mientos rápidos y cambiantes hacia otras formas de las que es metáfora o emblema. En el desnudo
de mujer, vemos pues a la vez el propio desnudo y las metamorfosis visionarias del desnudo. Las
transformaciones de lo visible.
Obsesionada, en un solo acto, por la representación y por la imposibilidad de representación
estable, la pintura de Saura es, por tanto, pintura de Vidente, en el sentido literal y en el que le dio
Rimbaud en el alba cenital de todas las vanguardias. Asediar el mundo visivo, cercarlo, intentar
fijarlo, parece la vocación específica de este arte que, más que suplantar el fenómeno, se propone
encararse con él. Pero ver el entorno es ver el vértigo de la apariencia: a cada visión genuina
descubriremos un descenso en aquel Maelström que fascinó a Poe y Baudelaire. Haciendo una
descripción puramente externa, y, en rigor, no del todo inexacta, podríamos decir que Saura es
principalmente un pintor de retratos y de personajes. La corrosión y el correctivo que una
caracterización de este tipo recibe de la mera contemplación de un grupo de obras de Saura no llega
a invalidar, en absoluto, el sentido de los títulos de las obras o —más aún— series de obras del
artista. Si vemos a Dora Maar, a Felipe II, a Goya o al perro de Goya, eso es, sin duda, lo que se nos
propone y no ningún escamoteo o subterfugio que volatilice la evidencia inquietante: no podemos
ver ninguna de estas cosas (figuras, figuraciones) sólo una vez. La misión del pintor no consiste en
hacernos creer en una cristalización del fenómeno, sino más bien en revelarnos su fiereza, el
canibalismo con que a la vez amontona su sentido y se inmola, a la vista, en la transmigración o
transustanciación hacia otra fase. Tenemos que ver muchas veces, sin acabar de alcanzar nunca algo
más que un atisbo, a Dora Maar, a Felipe II, a Goya o a cualquier personaje innominado (o, incluso,
cuando se tercia, el rostro del propio Saura), y los tenemos que ver muchas veces precisamente
porque una sola visión, la visión, se hallará quizá en la vía unitiva del místico o en la inmovilidad,
reseca, de catálogo de ciencias naturales, de las enciclopedias, pero no en el arte, en la medida que
éste se propone por naturaleza revelar la verdadera realidad más allá de la apariencia.
La pintura es un medio de expresión lo bastante poderoso y autónomo como para que la aventura
del conocimiento, planteada en Saura sobre un pattern que evoca deliberadamente una gran
tradición pictórica española —desde Velázquez y Sánchez Coello hasta Picasso, pasando
naturalmente por Goya—, más que invalidar esa tradición, llegue a descubrir otra faz de la misma.
En efecto, Saura opera, sobre el pattern mencionado, un trabajo de radiografía semejante al que, en
otro texto, indica que produce el examen de la foto en blanco y negro de una pintura en color:
llegamos a ver el reverso de la escena pintada, la otra cara donde se anuda el dibujo del tapiz, el
soporte arquetípico, el mito antes de cuajar en el avatar pictórico. Vemos, no lo que sus coetáneos
veían en Velázquez, y quizá ni siquiera lo que Velázquez creía que pintaba, sino lo que Velázquez
realmente pintó. Es una operación fecunda de relectura subversiva idéntica a la que los surrealistas

1
Texto para el catálogo de la exposición de Antonio Sama, «Obra reciente», del 20 de diciembre de 1984 al 2 de marzó
de 1985 Galería Maeght, 1985.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 64

aplicaron al arte y la poesía del pasado, y que, una vez producida y explicitada, pasa a ser
inseparable de la percepción que de ellos tenemos. Sólo hay un Nerval: el Nerval leído por los
surrealistas. Ahora bien: ese Nerval es múltiple.
Precisamente la paradoja mayor, y también la más fecunda, de la pintura de Saura reside en la
contradictio in terminis a que le aboca su planteamiento. Sí, tenemos que ver muchas veces (porque
verlos una sola vez no es posible) a Dora Maar, a Felipe II, a Goya o a cualquier otro personaje
retratado; pero con la singularidad de que cada una de estas visiones generará una obra que, en sí
misma, será ya un hecho plástico irrevocable, único, y capaz, por tanto, de generar a su vez otra
serie de reacciones icónicas en cadena. Cada «retrato», cada visión, consigue la perennidad ambigua
de la obra: insustituible, irreductible individualmente, fijada para siempre; polimorfa, sin embargo,
porque sólo es un incidente de una vasta y jamás concluida maniobra de asedio del mundo de las
apariencias.
Arte del espacio, la pintura de Saura no ignora el tiempo. Una obra concreta viye en un ámbito
atemporal y absoluto; pero se convierte al mismo tiempo en parte de una secuencia temporal más
extensa. No hemos visto a Dora Maar, a Felipe II o a Goya, sino un momento de su visión posible.
Esa visión no está ni descompuesta prismáticamente en secuencias temporales simultáneas, como
en el nihilismo de desconstrucción poscubista de Duchamp, ni meramente entregada al
encarnizamiento del puro expresionismo o al «azar objetivo» de lo mediúmico, aunque todas estas
posibilidades formen parte del horizonte de trabajo exploratorio conquistado por Saura; la serialidad
en que se establece la visión sauriana alcanza, sin embargo, un efecto crítico acumulativo del que,
en esta exposición barcelonesa, es un excelente ejemplo la aglomeración de paletas con
emblematizaciones de los grandes temas del pintor, verdadera imagen, en un registro diferente, de
la investigación llevada a cabo en el ciclo de los quince retratos imaginarios o bien en las varia-
ciones sobre la mujer picassiana del sombrero azul.
No solamente ningún momento de ninguna serie ni ninguna serie respecto a otra son
equivalentes o intercambiables, sino que difícilmente se ve que Saura pueda darlas nunca por
cerradas. De todos modos, hay una cosa cierta: esas masas, escenas o retratos son percibidas
prácticamente siempre como representaciones de una cara, pese a que en ellas no encontremos
nunca ninguna cara realmente retratada. Más aún: son percibidas como retratos, o intentos de
retratos, de una misma y única cara jamás plasmada (retratos de la no-cara, de la ausencia de cara; o
retratos del no-retrato) que, elidida, se convierte en último término para nosotros en perturbadora
precisamente porque la persistencia nos lleva a ver en ella tanto un autorretrato, aunque sólo sea por
antítesis, del pintor (incluso cuando este carácter permanece en algunos sentidos explícitamente
excluido) como un espejo, a la manera de un Velázquez glotonamente puntiagudo, que devora al
público, chupándolo por mera absorción hacia el espacio pictórico, y lo enfrenta al hecho de que el
espectador no tiene ninguna cara fija o fijable y no puede verse a sí mismo. La visión pictórica se
convierte en visión del vértigo, visión vertiginosa como el ojo del remolino, en el fondo del gouffre
baudelairiano. Es el inabarcable retrato de la noción del retrato, noción evanescente, desde el
momento en que ya no es posible retratar nada. Por caminos diferentes, hemos llegado, no ya al
desmenuzamiento —como en Picasso— de la idea (¿neoplatónica?) de la cara, sino —como en Max
Ernst— a la desaparición de la cara, sobre el fondo de la duda respecto a la propia identidad. La
reflexión sobre el retrato es una reflexión sobre nosotros; la cara que no podemos retratar se
convierte en nuestra cara.
Una parte importante de la obra total de Saura, y una parte importante de la exposición actual, se
singulariza por el soporte: papel, en contraposición a la tela. Esta diferencia de soporte también es
una diferencia de acento, de tonalidad. Las obras sobre papel aquí expuestas parecen mostrar un
acercamiento más preciso al punto de vista de un imposible o no postulable ideal retratístico, a la
vez que una concentración cromática —grisàceos, negruzcos— que da un resultado afín, en
ocasiones, al tratamiento quemado de un negativo fotográfico. Pero esa fotografía, ese retrato en
carbonización, pese a sugerir ciertamente un personaje (o, para ser más exactos, una «persona» en el
sentido etimológico: una máscara de tragedia arcaica y ritual), lo hace en un nivel patético, de
pesadilla simiesca, que neutraliza la aparente ganancia de precisión. El retrato parece más preciso
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 65

porque realmente no es un retrato: es una alucinación. Las telas pueden hacer pensar, a primera
vista, en una ampliación de los términos del problema. No están, sin embargo, fuera de las
necesidades específicas del procedimiento y del soporte elegido, de naturaleza diversa, en cuanto a
su intención última, de las obras sobre papel. El cromatismo, que allí parece más vistoso, no tarda
en revelar los límites dentro del que de forma voluntaria lo mantiene el pintor: un texto del propio
Saura comenta que la serie de veintisiete telas sobre Dora Maar ha sido realizada sólo con cuatro
colores, pese a que las posibilidades, vastísimas, de esta combinatoria no hayan sido, ni mucho
menos, agotadas, porque, más que a expandirlas, el trabajo de Saura se ha orientado a reducir su
estallido, a impedir sus contagios o desplazamientos, a encerrar y distribuir cada color en el campo
de actividad que le corresponde. Con unos ojos enormes, tocadas con cabellos oscuros, estas
cabezas tristes y oscurecidas, de un ocre mortecino o tostado, están tan solas, en la tela, como
nosotros delante de la tela, convertida en un espejo deformante de barraca de feria, en un palacio
convertido en almacén o hangar lleno de hollín donde los ceremoniales de arte y cortesanía de otra
época nos devuelven, rebotando, una imagen contorsionada o alargada de nuestra propia ritualidad
cotidiana.
En su versión más compulsiva, la intención de Saura se evidencia en la serie de veinte dibujos a
la tinta del ciclo de Dora Maar, realizados en una sola noche, en los cuales la voluntad sistemàtica y
frenética de atacar el personaje-totem denota una furia lúcida que recuerda la que ponía un Joan
Miró en reinventar indefinidamente nuevas elaboraciones/destrucciones de figuras como la bailarina
española o escenas como la comida de los granjeros. Pero la semejanza se detiene en esta voluntad
inicial, heredera en ambos casos del espíritu surrealista. La representación sauriana no fija la base
ideogramática para las telas, sino que es más bien su contrapunto, una alternativa paralela, en un
plano diferente; los veinte dibujos son autónomos, no preparatorios. Así es como en las telas parece
que llegaremos a olvidar fácilmente el dibujo, de la misma manera que olvidamos —la comparación
es del propio Saura— la osamenta debajo de la carne. ¿Qué tiene de invariable, a lo largo de
veintisiete telas, Dora Maar? Sin duda, no los elementos erráticos del esqueleto esbozado por los
dibujos, sino unos mucho más estrictamente pictóricos y fijos, que son, aproximadamente, los que
presentaba el punto de partida, la mujer del sombrero azul de Picasso. En efecto, la Dora Maar de
Saura es una cara (nunca vista; de hecho, sólo unos ojos en un arrebato de color movedizo en
solidificación magmático, y una cabellera que revolotea, tiesa como si hiera de sílex) oscilando
entre el ser y el no ser en el campo cerrado de torneo visual que le determinan, arriba, el sombrero,
no azul sino negro, y, abajo, el tronco o base, negro también. Así pues, en este segmento de espacio
Dora Maar ha adquirido su estructura iconográfica esencial, que sólo podrá variar en matices de
detalle y de forma ocasional: en algunos cuadros, por ejemplo, ni los ojos llegan a ser casi
reconocibles, o la cabellera es, según los casos, más o menos visible; excepcionalmente, en una
pintura posterior al ciclo inicial, pero de la misma temática —la Dora Maar visitada, del 20-9-83—,
el tronco, como también buena parte de la cara, será de color blanco. Pero, sin embargo, esta
especie de estructura sitúa a Dora Maar en un plano semejante al de otros retratos de Saura, tanto
los de diyersos personajes anónimos como los más concretos aquí expuestos, el Retrato imaginario
de Felipe II —con el habitual tratamiento de lujo fúnebre que concede al tema la mirada alquímica
del pintor, convirtiendo el sombrero en una amenazadora y solemne cruz negra y exasperando la
cara hasta aproximarla a una especie de cráneo de caballo en corrupción— o bien el Narigudo, en la
composición del cual, de hecho, la nariz probóscide desempeña el mismo papel que la cabellera en
diferentes retratos del ciclo de Dora Maar.
Retratos «imaginarios» o bien retratos «razonados»: cosa mentale. Podemos retratar una
imaginación, un ente de razón. No podemos, en cambio, retratar una cara, porque no sabemos cómo
es una cara. La visión inmovilizada de la cara se ha convertido en visión vertiginosa, revelando al
mismo tiempo el doble fondo de la lisura aparente del retratismo clásico. Los otros son un espejo de
nosotros mismos, y lo que ese espejo nos devuelve es escurridizo como nuestra percepción del yo y
del otro. Espejo de llamas de agua que quema: Saura ha prendido fuego a la ilusión del retrato.
Pintando el retrato visto con rayos X, ha pintado lo que no tiene cara, el otro que es nuestro doble
detrás del espejo. Pintando los mitos carnívoros de la Historia, del arte o de la mente, ha intentado
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 66

pintar la pintura como proceso de conocimiento, junto a la llamarada preterracional que resquebraja
la representación plástica.
No es casual que, en una serie de retratos imaginarios dominados por la tónica de la frontalidad
vertical, Goya y el perro de Goya sean las excepciones, de volumen diferente, pero igualmente
apalancadas, en tensión, entre la tierra negra y el cielo desnudo y hostil, en una horizontalidad al
acecho, solitarias en la inmensidad delante del verdoso o el ocre. Con las pinturas negras, la
trayectoria goyesca llegaba simultáneamente a la desaparición de los límites de la representación
pictórica habitual, desde el punto de vista técnico, y a la elección de un espacio puramente interior
como campo de la nueva representación; llegaba, pues, en dos sentidos al arte contemporáneo, y
podemos creer que sus ojos veían allí el vacío aparente, lleno en realidad de latencias expectantes,
que mantiene atónito al perro de su obra más obsesiva y enigmática, y también, en otro sentido, la
más diàfana de todas. El arte no tenía más que darle la vuelta al espejo de Las Meninas y vería el
infinito turbador y abismal de Goya.
En ese campo de batalla es donde Saura ha osado y ha sabido, con un don poético hecho de
lucidez energía, ofrecernos el estallido magnífico de su visión. Saura no sólo retrata lo imaginario:
lo crea. Esta aventura, solitaria y ejemplar, al emprender el asalto al rostro inalcanzable del mito, ha
fundado, con la violencia del poeta y del vidente genuino y el arte de la indagación, un nuevo mito
propio que tiene la cara que no sabríamos vernos en el espejo. Retrato imaginario de lo imaginario
real.
Pere Gimferrer Itinerario de un escritor 67

ÍNDICE*

Explicación ............................................................................................................................. 9
Itinerario de un escritor ........................................................................................................ 11
El arte de Racine ................................................................................................................. 43
Los secretos del caballero ................................................................................................... 64
Literatura y cine .................................................................................................................. 74
Diez años de cine americano. Una elegía ............................................................................ 99
El imaginario de Fortuny, del París de los salones y de Roma en la belle époque ........... 107
El jardín de los guerreros .................................................................................................. 138
Mirar Miró ......................................................................................................................... 146
Antoni Tàpies y la práctica del arte ................................................................................... 163
Lo real de Antoni Tapies ................................................................................................... 169
Antonio Saura o la visión vertiginosa ............................................................................... 172

*
La paginación corresponde al libro original [Nota del escaneador]

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