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El

testamento de Magdalen Blair fue publicado en forma de libro por


Mandrake Press en septiembre de 1929. Dos de los tres relatos que lo
componen, el que da título al volumen y «Su pecado secreto», ya habían
sido publicados en la revista The Equinox en 1912 y 1913, respectivamente.
La maldición que, al parecer, perseguía a Crowley le impidió ver distribuida la
edición en su totalidad, debido a la quiebra de la editorial. «La estratagema»
aborda la locura en una secuencia de códigos secretos y simbólicos, «El
testamento de Magdalen Blair» detalla un supuesto experimento científico en
el que la telepatía llega al ámbito de la materia misma; por último, «Su
pecado secreto» es un divertimento en el que el autor denuncia la
mojigatería y la represión de la sociedad británica. La obra retoma, pues, en
clave de ficción, algunos de los temas a los que Crowley dedicó sus
investigaciones —y sus prácticas mágicas—, manipulando hábilmente los
más profundos terrores y las ocultas aspiraciones del ser humano.

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Aleister Crowley

El testamento de Magdalen Blair


El ojo sin párpado - 42

ePub r1.1
Titivillus 17.01.15

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Título original: The Stratagem and Other Stories
Aleister Crowley, 1929
Traducción: José F. Ruiz Casanova
Cubierta: Óleo de Gonzalo Chillida

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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PRÓLOGO
EL INCREÍBLE MAGO ALEISTER CROWLEY

ALEISTER Crowley es el más polémico e incómodo de los grandes magos


contemporáneos. Comparados con él, McGregor Mathers, Helena Blavatsky,
Gurdjieff y Ouspensky son, a pesar de los puntos negros, reales o inventados, de sus
vidas y de sus caracteres, unos seres casi decepcionantemente normales. «Cro, como
en crow —es decir, “corneja” o “grajo”—» solía decir cuando alguien pronunciaba
como crau la primera sílaba de su apellido. Y la analogía mágica —¿lo diría por
eso?— no dejó de operar en su vida, pues trató siempre, aunque terminase por
considerarlo una impaciente ilusión, de alcanzar sus objetivos esotéricos as the crow
flies, por el más corto de los caminos. La corneja es una especie de cuervo, y el
cuervo representa en la tradición simbólica a las oscuras fuerzas de la creación,
sobre todo entre los celtas y los germanos de la antigüedad, mientras en el lenguaje
alquímico simboliza a la nigredo propia de la materia prima de la Gran Obra. Según
Beaumont, citado por Cirlot, «el cuervo en sí debe significar el aislamiento del que
vive en un plano superior al de los demás, como todas las aves solitarias», sólo que
la corneja no es tan solitaria como el prototipo de su familia.
El nombre de pila de Crowley era Alexander, Edward Alexander, y no Aleister, su
equivalente celta, por el que lo sustituyó, pues aunque nacido el año 1875 en el
Warwickshire, cerca del shakespeariano Stratford-on-Avon, en el seno de una
acaudalada familia de cerveceros, ni los suyos ni él olvidaron nunca su ascendencia
céltica. Los padres de Aleister eran darbyitas, miembros fanáticamente devotos de la
secta de los Exclusive Bretbren (Hermanos Excluyentes) y creían que sólo quienes
pertenecían a ella podían librarse de las llamas del infierno. Parece que el padre de
Aleister, que murió cuando el futuro mago tenía once años, le llenó la cabeza de
monstruosidades sagradas y de terribles visiones del Más Allá, así como de más que
Victorianos tabúes sexuales.
En el Más Allá siguió creyendo Aleister Crowley, aunque de una manera, y en un
Más Allá, que habrían enfurecido a su irritable padre. ¿Qué tiene, pues, de
particular que quien, teniendo, como Aleister, un carácter fuerte y un temperamento
voluntarioso, hubo de sufrir la tutela de unos parientes no menos fanáticos que el
difunto, se fuese convirtiendo a partir de su mayoría de edad, y aun algo antes de
llegar a ella, en enemigo público y declarado de la moral cristiana? Después de todo
era, aunque bastante más joven que él, un contemporáneo de Nietzsche y un
admirador de Walter Pater y de sus tendencias neopaganas, así como del arte
satánico de Beardsley. Es que Crowley (Croli, no lo olvidemos) se educó en un
Cambridge y se inició a la magia en una Londres muy permeable al decadentismo

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finisecular, lo cual no sólo no impidió, sino que más bien favoreció la comisión de
una de sus mayores extravagancias juveniles, el alistamiento como voluntario de una
tardía guerra carlista que ni siquiera llegó a declararse. Fue por entonces cuando
veló, sumido en profunda meditación, su espada y sus espuelas la víspera de ser
armado caballero por los secuaces de don Carlos y cuando se tomó muy en serio su
ingreso en una nebulosa Iglesia Celta de la que, en la actualidad, casi se ha perdido
el recuerdo. Estos belicismos y misticismos esotéricos encaminaron al rico heredero
que era entonces Aleister, gracias a la tibia mediación inicial de A. E. Waite, hacia
un ocultismo, convertido pronto en la principal razón de su asombrosa existencia,
que le valió, con el tiempo, ser considerado —y públicamente declarado por la
prensa sensacionalista británica— como the King of Depravity, el Rey de la
Depravación, the Wizard of Wickedness, el Mago del Mal, y finalmente como the
Wickedest Man in the World, el Hombre más Inicuo del Mundo.
Cómo se ganó Crowley esta fama sería muy largo y delicado de contar, si bien
puede decirse que se debió en gran parte a sus calculadas y constantes
provocaciones y a su tal vez inconsciente habilidad de echarse enemigos. Pero
Crowley no era tan malo como querían los peores de entre éstos. Sencillamente, y
según opinaba su amigo Allan Bennett, que terminó su vida como monje budista,
Aleister estaba muy bien dotado para la magia, tenía una inteligencia brillante y un
entusiasmo contagioso pero carecía de disciplina y de penetración al juzgar a los
demás. Era, desde luego, un solipsista, se adoraba a sí mismo y tenía conciencia de
poseer un carisma que le ayudaba a ganar hasta el autosacrificio la veneración de
sus mejores discípulos.
Crowley entró a finales del año 1898, cuando ya había publicado varios libros de
versos influidos por Browning y por Swinburne, en la Golden Dawn, la Aurora
Dorada, una sociedad secreta con sede en Londres que proclamaba su ascendencia
rosicruciana y ala que ya pertenecía William Butler Yeats, cuyo lema mágico era
«Demon est Deus inversus», «el Demonio es Dios del revés». Aleister, por su parte,
adoptó el de Perdurabo, es decir, Persistiré. Los dos poetas no tardaron en chocar y
las cosas llegaron tan lejos que Bennett creyó haber descubierto que Aleister estaba
siendo atacado por Yeats mediante la magia negra —cosa que aquél le confirmó—,
lo que dio lugar a un contraataque que ambos amigos juzgaron muy eficaz. Sobre
este asunto, escribió Crowley el cuento «At the Fork of the Roads» (En la
bifurcación), aparecido en la revista Equinox el mes de marzo de 1909. Parece, en
efecto, que tanto Yeats como Crowley practicaban en aquella época lo mismo la
magia blanca que la negra. MacGregor Mathers, un destacado estudioso de la
tradición esotérica que había contraído matrimonio con una hermana de Henri
Bergson, se encontraba en París cuando empezó a sospechar, para comprobarlo
enseguida, que varios de los más influyentes miembros de la Golden Dawn se
estaban rebelando contra su liderazgo de dicha sociedad y encargó a Crowley, tras
haber delegado en él su autoridad, restablecerlo. Ambos fracasaron en su intento y

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terminaron por ser expulsados de aquella orden. Esta camaradería en la desgracia
no fue obstáculo a que, años más tarde, se entablase una batalla mágica entre
MacGregor Mathers y Crowley con el resultado final —que este último nunca se
preocupó de desmentir— de que Aleister hiriese de muerte a su adversario.
Lo más irónico del asunto sería —de ser cierto tanto oscuro prodigio— que
Aleister se habría servido con toda probabilidad de lo aprendido por él en un
grimorio medieval atribuido al mago Abra-Melín, cuya traducción al inglés le había
sido recomendada por su autor, que no era otro que el mismo MacGregor. Para
procurarse un lugar apropiado para la evocación de los príncipes de las tinieblas —
quienes habían de poner a sus órdenes a sus cohortes de espíritus subalternos—,
Crowley, que todavía era pudiente, se compró una mansión a orillas del célebre lago
Ness y acondicionó unas estancias y la terraza contigua a manera de templo apto
para la magia ritual. La experiencia resultó terrorífica y estuvo lejos de ser un éxito,
no obstante lo cual nuestro aprendiz de brujo conservó siempre, y los usó en varias
ocasiones, cuantos talismanes había confeccionado febrilmente —y as the crow flies
— durante aquellas memorables jornadas.
Muy relacionada con estas evocaciones diabólicas estuvo la de Coronzón, el
demonio del abismo, que Aleister llevó a cabo en el Sahara en compañía de su
discípulo Victor Neuburg. Coronzón (Choronzon en la grafía de Crowley) es, sin
duda, un casi incógnito espíritu, pues los tratados y los diccionarios de angelología y
de satanismo suelen identificar al ángel —no rebelde como Coronzón— del abismo
con Uriel o bien con Apsu, el ángel o genio hembra del abismo primordial de la
mitología caldeo-babilónica. Coronzón pertenece, pues, a una tradición esotérica
bien conocida por Crowley que no me ha sido posible identificar. Sea de ello lo que
quiera, lo cierto es que la aparición de este espíritu abisal fue espantosa, pues estuvo
a punto de destruir el círculo mágico trazado en la arena por los dos magos, quienes,
dado su estado de exaltación, no fueron capaces de certificar si había o no tomado
posesión durante unos instantes del cuerpo del maestro. Se ha acusado a Crowley, a
propósito del aprendizaje de Neuburg, de haberle sometido a excesivas sevicias
morales y físicas. No fue, sin embargo, Crowley más duro que Marpa el traductor
con su discípulo Milarepa, lo que no impidió que este gran santo del budismo
tibetano considerase siempre con reverente admiración a su rudo maestro.
Más decisiva que las mencionadas evocaciones resultó ser para Aleister la magia
sexual que le fue enseñada por un iniciado de una oscura orden con sede en
Alemania. Su práctica llegó a convertirse en el fundamento de su magia y Crowley se
entregó, en consecuencia, tanto a las relaciones heterosexuales como a las
homosexuales, en las que solía jugar el papel pasivo. Mientras tanto, viajó por los
cinco continentes y estuvo, además de en otros lugares, en España, en el Magreb, en
el lejano Oriente, donde aprendió las técnicas del yoga, y en los Estados Unidos de
América, en los que vivió, ya medio arruinado, casi de milagro. Organizó, además, la
escalada de dos de los más altos picos del Himalaya y celebró un retiro mágico en

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una isla del Oeste americano.
Estando en El Cairo, el año 1904, en compañía de su primera mujer, un espíritu
al que identificó con el nombre de Aiwass y del que dijo ser su ángel de la guarda o
bien el dios egipcio Horus, le dictó un extraño texto entre gnóstico y cabalístico y no
carente de analogías con el pensamiento de Nietzsche conocido hoy con el nombre de
Book of the Law (Libro de la Ley). Esta revelación, pues Crowley no admitió nunca,
como había hecho a propósito de otros de sus textos, que pudiera ser un producto de
su subconsciente, le convenció, tras haberlo dudado mucho e incluso haber tratado
de perder su manuscrito, de que había sido elegido por los Maestros Secretos como
profeta de la nueva religión en la que había de vivir la humanidad durante los dos
próximos milenios. «Los principios morales fundamentales de la nueva edad —ha
escrito Francis King— han de ser la completa autorrealización, porque “cada
hombre, y cada mujer, es una estrella” —es decir, cada ser humano es un individuo
único y diferente que tiene derecho a realizarse a su particular manera— y “Haz que
tu voluntad sea el todo de la ley”, pues “Tu único derecho es hacer tu voluntad” y
“la palabra pecado es restricción”.» Crowley tuvo siempre la preocupación de
subrayar que «Haz lo que quieras» no significa «Haz lo que te guste», pues lo que,
según él, quiere decir este mandato de Aiwass es «Encuentra la manera de vivir
compatible con tus más íntimos deseos y vívela con plenitud».
En el Libro de la Ley se alaba la intoxicación etílica y el uso de las drogas como
medios de adquirir una conciencia superior, et pour cause, puesto que Crowley fue,
además de buen y entendido bebedor, un ávido consumidor de cocaína, cuyo uso
llegó a dominar a voluntad, si bien nunca pudo librarse por completo del demonio de
la heroína. Se habla también en este libro de una Mujer Escarlata necesaria para el
cumplimiento de la misión del profeta destinado a predicar su doctrina, mandato que
Aleister se tomó muy en serio conviviendo y realizando frecuentes actos de magia
sexual con las sucesivas Mujeres Escarlata que descubrió y captó entre sus
amistades femeninas, extremadamente sugestionables ante su virilidad.
Nadie se extrañará a la vista de cuanto queda dicho de que Crowley se
convirtiese pocos años después de su muerte, acaecida en 1947, en una especie de
inspirador y patrono de la cultura underground que floreció en Europa y en los
Estados Unidos en torno al medio siglo. Liberación sexual, desprecio de los valores
de Occidente, responsables según él de la falta de libertad y de las catástrofes de
nuestro tiempo —Aleister era enemigo declarado del fascismo y del nazismo—,
consumo de drogas, psicología de la marginación social, todos estos elementos le
pusieron de moda y crearon en torno a su recuerdo una leyenda que le consideró, no
sólo como el más poderoso mago de nuestro siglo, sino también como una de las
figuras más influyentes de la contracultura contemporánea.
Desde que recibió el mensaje contenido en el Libro de la Ley, Crowley vivió
constantemente acompañado de la Mujer Escarlata impuesta a él, más que
meramente aconsejada, por su texto. Se trata, en realidad, de una intuición que

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coincide con el juicio, muy posterior, contenido en Las bodas de Cadmo y Harmonía
de Roberto Calasso, según el cual, en la región en que se encuentran los dioses, «el
héroe, si está solo, si cuenta únicamente con sus propias fuerzas, es impotente.
Necesita la ayuda de una mujer». Así, Crowley, al tratar de integrarse en la región
de sus dioses o, tanto da, de sus demonios, se valió de la ayuda de una mujer. Aiwass
y los poetas griegos habían bebido en la misma fuente, en la de la tradición secreta
que ha permitido a la psiquiatría contemporánea definir —que no descubrir— al
anima y al animus, complementos indispensables de los sexos opuestos. Pero de esta
restauración de la androginia original de que hablaba Platón hay tantos
antecedentes que es preciso proseguir sin tratar de recordarlos.
Con una de sus Mujeres Escarlata, la norteamericana Lea Hirsig, fundó Aleister
en Cefalú, cuando tenía cuarenta y cinco años, la Abadía de Thelema, de clara
inspiración —aunque de dudosa interpretación— rabelesiana. Lo que sucedió o se
inventó que había sucedido en ella durante sus ceremonias mágicas dio lugar si no a
su ruina —pues Crowley se mostró siempre incombustible a la desgracia— sí a la
peor fama que haya tenido un mago de los tiempos modernos. Quien se había
llamado a sí mismo Therion, la Gran Bestia, o bien la Bestia 666 del Apocalipsis, fue
objeto de la difamatoria campaña de prensa a que me he referido más arriba. A
partir de aquel año 1923, Crowley no conoció hogar ni ingresos monetarios estables,
no obstante lo cual siguió progresando como mago —según él mismo creía— e
indudablemente como escritor.
Crowley contaba ya con una larga serie de obras publicadas e inéditas, muchas
de las primeras aparecidas en la revista Equinox, de la que fue fundador y director.
En 1898, por ejemplo, había publicado seis libros, de entre los que cabe recordar el
poema Aceldama (nombre del campo que compró Judas con las treinta monedas), los
Songs of the Spirit (Canciones del Espíritu) y White Stains (Manchas Blancas).
Publicaría más tarde Alice, an Adulteress (Alicia la adúltera), el largo poema The
Argonauts, Rosa mundi, poemario inspirado por su primera mujer, la bella Rose
Kelly, de la que terminaría por divorciarse, y Rodin in Rime (Rodin en rima), libro
lujosamente ilustrado por este genial artista, al que le unía una buena amistad. En
prosa, había dado a conocer la colección de novelas obscenas Snow Drops from a
Curate’s Garden (Copos de nieve del jardín de un cura), el tratado místico-
pornográfico El jardín perfumado, el Libro de las mentiras y la novela The Diary of a
Drug Fiend (Diario de un drogadicto), que obtuvo un escandaloso éxito debido, tanto
como a sus cualidades literarias, a los poco disimulados retratos de varios
personajes de la época, pero la obra más importante de cuantas había publicado es
Magick in Theory and Practice (La magia en la teoría y en la práctica), un manual de
iniciación en el que, a ejemplo de los libros sobre alquimia, hay datos falsos o
trucados cuyo objeto es desorientar a los simples curiosos y en el que declara
sensacionalistamente haber sacrificado niños durante sus operaciones mágicas,
falsedad que, por fortuna para él, no fue creída ni siquiera por sus más encarnizados

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detractores y enemigos.
A partir de su expulsión de Italia por las autoridades fascistas, decretada a
consecuencia de la campaña de prensa a que me he referido, Aleister emprendió la
redacción y publicación de sus Confessions, tal vez las más interesantes memorias
publicadas jamás por un mago, pero también siguió escribiendo y publicando obras
de ficción tales como Moonchild (Hijo de la luna) y The Stratagem and Other Stories
(El testamento de Magdalen Blair), volumen al que pertenecen los relatos aquí
traducidos. En 1944, publicó The Book of Thoth (El libro de Tot), un original tratado
sobre el tarot, con naipes dibujados por Frieda Harris siguiendo las indicaciones del
maestro Thenon. Dejó también, además de otros muchos escritos inéditos, una
extensa colección de poemas, Olla, y otra de cartas, así como sus diarios y una serie
de rituales dedicados a varios dioses paganos, para varios de los cuales escribió
algunos de sus mejores poemas.
Uno de ellos, el «Himno a Pan», fue traducido, juntamente con otras de sus
poesías, por Fernando Pessoa. No es éste el lugar más adecuado para contar una
historia, la de la amistad del poeta inglés y el portugués, a la que ya me he referido
con cierta extensión en La vida plural de Fernando Pessoa, pero sí el de referirse,
aunque sólo sea muy brevemente, dada la popularidad de Pessoa y sus heterónimos
entre los lectores españoles, a las afinidades que, en el terreno del concepto y el
sentimiento de la personalidad, se descubren en ambos escritores. No se trata, por
supuesto, de establecer un imposible paralelismo entre la personalidad de uno y otro,
sino de mostrar cómo la problemática de la época, unida al conocimiento que ambos
tenían de la tradición esotérica, los indujo a descubrir la pluralidad de su yo, si así
se me permite expresarme. Dando por conocida del lector la heteronimia de Pessoa,
es decir, el descubrimiento en sí mismo de varias personalidades permanentes y
sincrónicas y su posterior transformación en escritores de diferentes y, en ocasiones,
opuestos estilo e ideología, baste con añadir que el poeta portugués fue protagonista
de una de las más apasionantes aventuras literarias de todos los tiempos. Ahora
bien, si Pessoa creyó haber visto en un espejo a algunos de sus heterónimos, Mary
d’Esté Sturges cuenta que, durante una de las sesiones de trabajo en que Crowley le
dictaba los comentarios al Libro de la Ley, «advertí un cambio en su cara, de lo más
extraordinario, como si no fuese ya la misma persona: en realidad, durante los diez
minutos que estuvimos hablando, pareció ser varias personas diferentes». ¿Eran sus
personalidades ocultas que emergían sucesivamente, no mediante el juego literario
de la heteronimia, como en el caso de Pessoa, sino en virtud de una evocación
mágica consciente o inconsciente? ¿Estaba alucinada Mary d’Esté? ¿Y qué es,
entonces, una alucinación? ¿Qué la separa, en casos como éste, de las grandes
intuiciones? Por otro lado, los constantes cambios de nombre de Crowley ¿no
pueden ser considerados como una prueba de inseguridad en lo que a su
personalidad profunda se refiere? Heterónimos o máscaras, no cabe duda de que
tienen mucho que ver no sólo con el universo pesoano, sino también con las

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conocidas máscaras de Yeats, su gran rival de la Golden Dawn.
Sucede además que la formulación pesoana del neopaganismo portugués por
medio de la obra literaria de sus heterónimos encuentra un paralelismo en el trance
de Victor Neuburg durante el que Júpiter le dijo, según aseguraba con toda seriedad,
y al parecer de buena fe, que los viejos dioses deseaban recuperar su antiguo papel y
habían elegido a Crowley como «las flechas ardientes» (nótese el plural) que habían
de ser disparadas contra los dioses-esclavos, doctrina que, como observa su biógrafo
Francis King —ignorante por lo demás de sus relaciones con Pessoa—, coincide con
la doctrina del Libro de la Ley.
Tal es, a grandes rasgos y prescindiendo de enumerar los grados y dignidades
que adquirió en varias órdenes esotéricas, la totalidad de sus amores apasionados o
escandalosos —o ambas cosas a la vez—, sus pleitos y sus polémicas y otros muchos
aspectos e incidentes de su vida y de su obra, tal es, decía, la personalidad del autor
de los relatos que, con tanta oportunidad como tino, han sido vertidos al español por
su competente estudioso José Francisco Ruiz Casanova.
Ángel Crespo

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En memoria de tres amigos muertos: Joseph Conrad, que me alabó el
primer relato; Allan Bennett, Bhikkhu Ananda Metteya, que me sugirió el
segundo, y Eugene John Weiland, quien me lanzó hacia el tercero.

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LA ESTRATAGEMA

LOS compañeros de viaje descendieron a la ardiente arena del andén. Era un


empalme, un empalme de esos que distan bastantes millas de la ciudad más cercana,
y en los que los medios del ferrocarril y sus alrededores compiten desfavorablemente
con las estaciones ordinarias.
El primero que bajó fue un hombre inequívocamente inglés. Se quejaba de la
empresa incluso mientras sacaba su maleta del vagón con la ayuda de su compañero.
«Es una desgracia absoluta para la civilización», decía, «que no haya transbordo
alguno en una estación como ésta, una estación importante, señor, permítame que le
diga, eje —si puede utilizarse la metáfora— de la ramificación que cubre
prácticamente todo el tramo sur de Muckshire. Y, seguramente, tendremos que
esperar una hora, y Dios sabe si es más probable que sean dos, o quizá tres. Y, por
supuesto, no hay nada parecido a un bar más cercano que Fatloam; y si vamos allí no
encontraremos whisky alguno que pueda beberse. Como le digo, señor, este asunto es
una desgracia absoluta y real para el ferrocarril que lo permite, para el país que lo
tolera y para la civilización que no impide que tales cosas sucedan. El año pasado me
ocurrió lo mismo aquí, señor, aunque afortunadamente en aquella ocasión sólo tuve
que esperar media hora. Pero aun así escribí al Times una dura carta de media
columna sobre el tema, y los maldije si se negaban a publicarla. Cómo no, nuestra
prensa independiente, etc.; lo podía haber supuesto. Le diré, señor, que este país está
dirigido por una camarilla, una sucia camarilla, una pandilla de judíos, escoceses,
irlandeses, galeses; ¿dónde está el clásico, alegre y buen caballero azul inglés? En el
tílburi, señor, en el tílburi.»
El tren dio un tirón violento hacia atrás, y avanzó de forma sorda imitando al
solitario mozo que, apostado enfrente del furgón de equipajes, había sido testigo, sin
emoción alguna, del avance de los dos cuerpos principales como rocas de volcán, y
tras este momento de contemplación, se fue, con la boca apretada, a por su comida,
que encontraría en una casita alejada de allí unas tres yardas.
En pronunciado contraste con el inglés, cuyo bigote cubría su rostro blanquecino,
señalado con manchas de un rojo oscuro en el cuello y en la frente, con su inminente
barriga y un traje completo de armadura, estaba el pequeño y nervioso hombre de la
barba puntiaguda a quien el destino le había situado, primero, en el mismo
compartimiento, y luego en la misma hora de exilio que todos sus compañeros.
Sus ojos eran asombrosamente negros y fieros; su barba era grisácea y su rostro
fuerte, perfilado y claramente bronceado por el sol tropical; pero este rostro también
expresaba inteligencia, fuerza, y con tantos recursos que podía hacer de él un
camarada ideal en un destacamento, o en la defensa arriesgada de una ciudad.
Atravesaba el dorso de su mano izquierda una cicatriz grande y profunda. A pesar de
todo esto, vestía con singular pulcritud y corrección; circunstancia por la que, aunque

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su inglés era más puro que el de su compañero de desgracia, hacía que éste se
inclinara secretamente a sospechar que era francés. A pesar de la sobriedad de su
vestimenta y su autocontrolada conducta, el oscuro brillo de aquellos ojos negros,
cabezas de alfiler bajo gruesas cejas, inspiraba en el hombretón un cierto desasosiego.
No es en absoluto un tipo con quien uno pueda pelearse, pensó. Sin embargo, siendo
él mismo un gran viajero —Bolonia, Dieppe, París, Suiza, e incluso Venecia— no
poseía rasgo alguno de aquella insularidad de la que los extranjeros acusan a algunos
ingleses, y se había esforzado en mantener la conversación durante el viaje. El
hombrecillo se había mostrado como una pobre compañía, taciturno en exceso, parco
en palabras, donde un movimiento de cabeza satisfacía las obligaciones de la cortesía,
y aparentemente más atento a su pipa que a su compañero de viaje. Un hombre con
un secreto, pensó el inglés.
El tren traqueteó al salir de la estación y el mozo se había difuminado en el
paisaje. «Un paraje desierto», observó el inglés, cuyo nombre era Bevan,
«especialmente con tan terrible calor. En realidad, el verano de 1911 fue casi tan
horrible. Sabe, recuerdo una ocasión en Bolonia…». Se detuvo de golpe, porque el
hombre moreno clavaba la contera de su bastón repetidamente en la arena, y
frunciendo sus cejas, llegó de repente a tomar una decisión. «¿Qué sabe usted del
calor?», gritó, fijando sus ojos en Bevan con la intensidad de un demonio. «¿Qué
sabe usted de la desolación?» Asombrado como estaba, Bevan no supo qué contestar.
«Espere», gritó el otro. «¿Qué tal si le cuento mi historia? No hay nadie más que
nosotros.» Miró amenazadoramente a Bevan, y parecía que intentaba leer en su alma.
«¿Es usted un hombre en quien se pueda confiar?», vociferó, y se detuvo
bruscamente.
En otro momento, Bevan podría haberse negado, con seguridad, a ser el
confidente de un extraño; pero aquí la soledad, el calor, el interés que le había
producido la forma en que su compañero se había comportado previamente, e incluso
un cierto recelo por cómo podría tomarse la negativa, se unieron para producir una
respuesta favorable.
Soberbio como un roble, Bevan respondió: «He nacido caballero inglés, y confío
en no haber hecho nunca nada que me niegue tal estado». «Soy juez de paz», añadió
tras una pausa momentánea.
«Lo sé», gritó el otro acaloradamente. «Una mente educada en la legalidad es lo
que poseen aquellos que pueden apreciar mi historia. Jure, pues», prosiguió con
repentina gravedad, «jure que nunca dirá a alma viviente alguna la más mínima
palabra de lo que estoy a punto de decirle. Júrelo por el alma de su difunta madre».
«Mi madre vive», contestó Bevan.
«Lo sé», exclamó su compañero, y una enorme y extraña mirada de misericordia
divina iluminó su bronceado rostro. Era una mirada de aquellas que pueden verse en
muchas estatuas de Buda, una mirada de divina e impersonal compasión.
«Entonces júrelo por el Canciller.»

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Bevan estaba más que persuadido de que el extraño era francés. No obstante, hizo
la promesa requerida con prontitud.
«Mi nombre», dijo el otro, «es Duguesclin. ¿Le sugiere eso mi historia?»,
preguntó imprevisiblemente. «¿Le dice algo?»
«Nada en absoluto.»
«Lo sé», dijo el hombre del trópico. «Entonces tengo que contárselo todo. En mis
venas bulle la sangre valerosa del más grande de los guerreros franceses, y mi madre
era descendiente directa de la Doncella de Zaragoza.»
Bevan estaba sobrecogido, y lo demostraba.
«Tras el sitio, señor, se casó honrosamente con un noble llamado Duguesclin.
¿Cree usted que un hombre de mi linaje permitiría a un extraño levantar siquiera una
mínima sombra contra la memoria de mi bisabuela?»
El inglés declaró que nada parecido había pasado por su pensamiento.
«Así lo espero», prosiguió el otro con mayor sosiego, «y además, quizá yo sea un
asesino convicto».
Bevan estaba ahora claramente alarmado.
«Estoy orgulloso de ello», continuó Duguesclin. «Cuando tenía veinticinco años,
mi sangre era más valerosa de lo que lo es hoy día. Me casé. Cuatro años más tarde,
descubrí a mi mujer entre los brazos de un vecino. Lo maté. La maté. Maté a nuestros
tres hijos, porque las víboras sólo engendran víboras. Maté a los criados; eran
cómplices del adulterio, o si no, no serían de modo alguno testigos de la afrenta a su
señor. Maté a los gendarmes que vinieron a detenerme —mercenarios serviles de una
república corrupta—. Incendié mi castillo, resuelto a perecer entre las ruinas.
Desafortunadamente, una parte de la mampostería, que cayó, me golpeó en el brazo.
Perdí mi rifle. Vieron el fuego y fui rescatado por los bomberos. Estaba resuelto a
vivir; era mi deber para con mis antepasados continuar la familia cuyo único
descendiente era yo. Estoy viajando por Inglaterra en busca de una esposa.»
Se detuvo, y contempló orgullosamente el paisaje, con el aire de un Selkirk.
Bevan omitió el obvio comentario en torno al sorprendente final de la narración del
francés. Únicamente observó: «Así pues, ¿no fue guillotinado?».
«No lo fui, señor», replicó el otro apasionadamente. «En aquel tiempo la pena
capital nunca se infligía en Francia, aunque no estaba oficialmente abrogada.» «He de
decir», añadió, con la altivez del legislador, «que mi acción confirió una fuerza
considerable a la agitación que condujo a su reintroducción».
«No, señor, no fui guillotinado. Fui condenado a cadena perpetua en la isla del
Diablo.» Se estremeció. «¿Puede imaginarse esa maldita isla? ¿Puede su fantasía
imaginar una décima parte de su horror? ¿Puede una pesadilla representar aquel
infierno, aquel limbo de los condenados? Mi lenguaje es fuerte, señor, pero ningún
lenguaje puede describir aquel infierno. Le evitaré la descripción. Arena, gusanos,
cocodrilos, serpientes venenosas, miasmas, mosquitos, fiebre, inmundicia, fatiga,
ictericia, malaria, inanición, maleza fétida, ciénagas algosas que apestan a muerte,

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horribles árboles llenos de veneno, envenenados ellos mismos por la tierra, calor
insoportable, insufrible, intolerable, inaguantable (como dijo el Daily Telegraph
cuando el caso Dreyfus), calor continuo y sofocante, ninguna brisa salvo el pestilente
hedor de la laguna, calor que convertía la piel en un mar de furiosa irritación al que
los muchos picotazos de los mosquitos y los ciempiés eran un alivio, la labor
interminable de cada día bajo el sol abrasador, el látigo para la más ligera infracción a
las rígidas reglas de la prisión, o incluso a las leyes de cortesía hacia nuestros
carceleros, hombres tan sólo un grado menos condenados que nosotros mismos —
todo esto no era nada—. La única diversión de los dirigentes de tal lugar es la
crueldad; y su propio malestar los hace más ingeniosos que todos los inquisidores de
España, que los árabes en su delirio religioso, que los birmanos, kachens y shans con
su odio budista hacia todos los vivientes, incluso que los chinos con su frío anhelo de
crueldad. El director era un gran psicólogo; no había rincón en la mente en el que no
penetrara, de modo que ideaba innumerables formas de torturarla.»
«Recuerdo que uno de los encarcelados era feliz manteniendo su pala brillante —
era obligatorio mantener las palas brillantes, una tortura en aquel lugar, en el que el
moho crece sobre todas las cosas tan rápido como la nieve cae en los climas más
felices—. Pues bien, señor, el director descubrió que aquel hombre era feliz viendo el
reflejo del sol sobre el acero, y entonces le prohibió que limpiara su pala. Una
bagatela, verdaderamente. ¿Qué sabe usted de lo que piensan sobre las bagatelas de
los prisioneros? El hombre se convirtió en un loco peligroso, y no por otra razón que
aquélla. Le pareció que tal detallado refinamiento de crueldad era la prueba final del
innato e inherente satanismo del universo. La locura es la consecuencia lógica de tal
credo. No señor, le evitaré la descripción.»
Bevan pensó que ya había habido demasiada descripción, y con su complaciente
modo inglés supuso que Duguesclin estaba exagerando, puesto que sabía que los
franceses lo hacían. Únicamente observó que debía de haber sido horrible. Habría
dado cualquier cosa, ahora, con tal de evitar la conversación. No era en absoluto
agradable estar en un andén solitario con un asesino múltiple y confeso, que
presumiblemente había escapado mediante otra amplia serie de crímenes.
«Pero usted se preguntará», continuó Duguesclin, «se preguntará, ¿cómo escapé?
Ésta, señor, es la historia que me propongo contarle. Mis observaciones anteriores
sólo han sido preliminares; no son pertinentes ni poseen interés, lo sé, pero eran
necesarias, puesto que usted mostró tan amablemente interés por mi persona, mi
historia familiar —heroica la primera (puedo afirmar) y trágica (nadie puede negarlo)
esta última».
Bevan pensó de nuevo que su interlocutor debía de ser tan mal psicólogo como
bueno lo era el director de la isla del Diablo; puesto que ni había manifestado ni había
sentido el más mínimo interés por cualquiera de aquellos asuntos.
«Bien, señor, ¡pasemos a mi historia! Entre los convictos había un único deleite
común, un deleite que tan sólo podía cesar con la propia vida o con el imperio de la

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razón, un deleite que el director podía (y pudo) realmente restringir, pero no eliminar.
Me refiero a la esperanza, la esperanza de escapar. Sí señor, esa centella (única entre
todos los antiguos fuegos) abrasaba este pecho y el de mis compañeros de prisión. Y
en esto no me diferenciaba demasiado de los demás. Yo no estoy dotado de un gran
intelecto», prosiguió modestamente, «mi abuela era inglesa pura, una Higginbotham,
una de los Higginbothams de Warwickshire» («¿Qué tendrá que ver esto con su
estupidez?», pensó Bevan) «y la mayoría de mis compañeros no sólo eran hombres
carentes de inteligencia sino también de educación. La única excepción sobresaliente
era el gran Dodu. ¡Ah!, comienza a interesarle». Bevan no había ofrecido la más
mínima muestra de ello, y continuaba exhibiendo la más estólida indiferencia ante la
historia.
«Sí, no se equivoca, era, en verdad, el mundialmente famoso filósofo, el
descubridor del Dodium, el más raro de los elementos conocidos, que se supone que
sólo existe en el universo en la cantidad de una trigésimo quinta milésima de
miligramo, y ello en la estrella llamada y Pegaso. Fue Dodu quien hizo pedazos el
proceso lógico de reversión, y quien redujo el cuadrángulo de oposiciones al cuadro
británico de Abu-Klea. Todo esto lo sabe usted; pero quizá no sepa que, aunque civil,
fue el mayor estratega de Francia. Fue él quien desde su gabinete creó la disposición
de los ejércitos de las Ardenas; y el esquema, en 1890, de las fortificaciones de
Luneville se debe únicamente a su genio. Por esta razón el Gobierno se oponía a
condenarle, aun cuando la opinión pública sentía una severa repulsión ante su crimen.
Recordará que, habiéndose aprobado que las mujeres, pasada la edad de cincuenta
años, representaban una carga inútil para el Estado, él puso de manifiesto tal opinión
decapitando y devorando a su madre viuda. Consecuentemente, la intención del
Gobierno era la de estar en connivencia con su huida durante el traslado, y continuar
utilizándolo bajo un nuevo nombre en un piso de un barrio enteramente distinto de
París. Sin embargo, el Gobierno cayó de repente; el rival lo sustituyó, y su sentencia
fue cumplida con mucha mayor severidad, como si él fuera un vulgar criminal.
»Fue a tal hombre (naturalmente) a quien tuve en cuenta para trazar un plan de
huida. A pesar de devanarme los sesos tanto como era capaz —mi abuela era una
Higginbotham de Warwickshire—, no pude encontrar un modo de entrar en contacto
con él. No obstante, debió de adivinar mis deseos; ya que, al día siguiente, tras casi
un mes en la isla (yo llevaba allí siete meses), dio un traspié y cayó como si hubiese
sufrido una insolación en el momento en que estaba cerca de él. Y mientras yacía en
el suelo, consiguió pellizcarme el tobillo tres veces. Capté su mirada —me insinuó,
más que ofrecerme, la señal de reconocimiento de fraternidad de los francmasones—.
¿Es usted masón?»
«Soy un antiguo diputado y portador de la gran espada de esta provincia»,
contestó Bevan. «Yo fundé la logia 14.883 “Boetica” y la logia 17.212 “Colenso” y
soy antiguo grande Haggai en mi Gran Capítulo Provincial.»
«¡Lo sé!», exclamó Duguesclin con entusiasmo.

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A Bevan le comenzó a disgustar esta conversación excesiva. ¿Sabía este hombre
—este criminal— quién era él? Sabía que era un J. P., que su madre vivía, y ahora sus
cargos masones. Desconfiaba cada vez más del francés. ¿Era esta historia un pretexto
para pedirle un préstamo? El extraño parecía próspero y viajaba en primera clase.
Más bien un chantajista; quizá sabía otras cosas —como aquel asunto de Oxford, o el
incidente de la calle Edgware, o el de Esmé Holland—. Se propuso permanecer más
en guardia que nunca.
«Comprenderá usted con qué alegría», continuó Duguesclin, inocente y sin
percibir los siniestros pensamientos en que se hallaba ocupado su compañero, «recibí
esta inequívoca muestra de amistad y la correspondí. Aquel día no hubo ninguna otra
oportunidad de intercambio, pero lo observé muy de cerca al día siguiente, y pude ver
que arrastraba sus pies de forma irregular. ¡Ah!, pensé, arrastrar para raya, y un paso
normal para punto. Le imité afanosamente, y reproduje en Morse la letra A. Su mente
atenta comprendió enseguida el significado; alteró su código (que era de orden
diferente) y contestó en Morse con la B en mi propio sistema. Repliqué con la C y él
volvió con la D. A partir de aquel momento podíamos hablar fluida y libremente
como si estuviésemos en la terraza del Café de la Paix, en nuestro amado París. No
obstante, la conversación, en tales circunstancias es un asunto prolongado. Durante
toda la marcha hacia nuestro trabajo, sólo pudo decirme: “Fuga pronto, quiera Dios”.
Antes de su crimen había sido ateo. Era realmente agradable advertir que aquel
castigo le había conducido al arrepentimiento».
Bevan mismo se sentía aliviado. Se había resistido escrupulosamente a admitir la
existencia de un francmasón francés, que a alguien que se hubiera arrepentido le
hubiese satisfecho con esa sensación de un triunfo casi personal. Comenzaba a
agradarle Duguesclin, y empezaba a creer en él. Su error había resultado odioso; y si
su venganza parecía excesiva e incluso indiscriminada, ¿no era acaso francés? ¡Los
franceses hacen estas cosas! Y, además, todos los franceses son hombres. Bevan
sintió una gran benevolencia; recordó que no sólo era hombre, sino también cristiano.
Se propuso tranquilizar al extranjero.
«Su historia me interesa en gran medida», dijo. «Simpatizo con usted
profundamente en sus errores y sus sufrimientos. Estoy sinceramente contento de que
haya escapado, y le suplico que prosiga la narración de sus aventuras.»
Duguesclin no precisaba de tal estímulo. Su actitud, desde aquella lasitud
indiferente con la que bajó del tren, se había tornado animada, brillante, fiera; llevado
por la excitación de sus apasionados recuerdos.
«El segundo día Dodu fue capaz de explicarse. “Si escapamos, ha de ser mediante
una estratagema”, indicó. Era una observación obvia; pero Dodu no tenía motivos
para pensar en las excelencias de mi inteligencia. “Mediante una estratagema”, repitió
con énfasis.
»“Tengo un plan”, continuó. “Me llevará veintitrés días comunicártelo si no nos
interrumpen; entre tres y cuatro meses prepararlo; y dos horas y ocho minutos

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llevarlo a cabo. Es teóricamente imposible escapar por el aire, agua o tierra. Y como
estamos vigilados día y noche, sería inútil intentar excavar un túnel hasta tierra firme,
no tenemos aeroplanos o globos ni forma alguna de construirlos. Pero si pudiéramos
alcanzar una sola vez la orilla del mar, cosa que podemos hacer tomemos la dirección
que tomemos siempre que vayamos en línea recta, si encontrásemos un bote que no
estuviera vigilado y pudiésemos evitar la alarma, entonces simplemente tendríamos
que cruzar el mar y encontrar un lugar en el que fuésemos desconocidos, o
disfrazarnos, camuflar nuestro bote y regresar a la isla del Diablo como marinos
náufragos. La última idea sería una locura. Usted dirá que el Gobernador pensaría que
Dodu no iba a estar tan loco; es más, sabrá también que Dodu no estaría tan loco
como para intentar valerse de tal circunstancia; y acertará, ¡lo maldeciría!”
»Implica un sentimiento de la más intensa profundidad el maldecir en código
Morse con los pies… ¡Ah!, cómo lo odiábamos.
»Dodu me explicó que me decía estas cosas obvias por varias razones: 1) Para
evaluar mi inteligencia mediante la recepción de ellas. 2) Para asegurarse de que si
fallábamos sería a causa de mi estupidez y no de su negligencia, ya que me había
informado de todos los detalles. 3) Porque había adquirido este hábito profesional así
como otros pueden padecer de gota.
»Resumidamente, no obstante, éste era su plan: eludir a los guardias, dirigirse a la
costa, conseguir un bote y hacerse a la mar. ¿Lo comprende? ¿Entiende la idea?»
Bevan contestó que le parecía el único plan posible.
«Un hombre como Dodu», continuó Duguesclin, «no da nada por supuesto. No
deja ninguna precaución sin tomar; en sus planes, si la suerte es un elemento, es un
elemento cuyo valor se calcula con veintiocho decimales.
»Mas cuando apenas había expuesto estos audaces perfiles de su esquema,
sobrevino la interrupción. El cuarto día de nuestra comunicación, él sólo indicó:
“Espera. ¡Mírame!”, una y otra vez.
»Por la noche logró situarse al final de la fila de los convictos y sólo entonces me
dijo: “Hay un traidor, un espía. De aquí en adelante debo encontrar un nuevo medio
de comunicarte los detalles de mi plan. Lo he pensado todo. Hablaré en una suerte de
jeroglífico que ni siquiera tú serás capaz de entender a no ser que tengas todas las
piezas y la clave. Procura grabar en tu memoria cada una de las palabras que te diga”.
»Al día siguiente: “¿Recuerdas la toma del viejo molino por los prusianos, en
1870? Mi problema es que tengo que facilitarte el esqueleto del rompecabezas y no
puedo hacerlo con palabras. Pero observa el trazo que deja mi pala y las huellas de
mis talones y haz una copia”.
»Hice esto con la mayor minuciosidad y exactitud posibles y obtuve esta figura.
En mi autopsia», dijo Duguesclin dramáticamente, «se encontrará grabada en mi
corazón».
Sacó un cuaderno de su bolsillo, y rápidamente esbozó la figura adjunta para
Bevan, ahora ya interesado.

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«Advertirá que la figura tiene ocho lados, y que están dispuestas veintisiete cruces
en grupos de tres, y en una esquina hay una cruz mucho más grande y gruesa y dos
cruces más pequeñas no tan simétricas. Este grupo representa el elemento suerte: y se
acercará a la verdad si considera que ocho es el cubo de dos y veintisiete de tres.»
Bevan miró inteligentemente.
«A la vuelta», continuó Duguesclin, «Dodu me dijo: “El espía está alerta. Pero
cuenta las letras del nombre del discípulo favorito de Aristóteles”. Adiviné (porque
así me lo hizo ver) que no se refería a Aristóteles. Él quería sugerirme Platón, y por
tanto Sócrates; de ahí que conté A-L-C-I-B-Í-A-D-E-S = 10, y por tanto desconcerté
totalmente por aquel día al espía. Al día siguiente profirió “Rahu” con mucho énfasis,
para decirme que el próximo eclipse lunar sería el momento apropiado para nuestra
evasión, y derrochó el día en conversaciones menores, con la intención de mitigar las
sospechas del espía. Durante tres días no tuvo oportunidad alguna de comunicarse,
puesto que estuvo en el hospital con fiebre. El cuarto día: “He descubierto que el
espía es un maldito cerdo, un teniente de Toulon fumador de opio. Lo tenemos, no
conoce París. Así pues, ahora, traza una línea desde la estación del Este hasta l’Étoile,
y levanta un triángulo equilátero sobre esa línea. Piensa en el nombre del hombre
mundialmente famoso que vive en el vértice”. (Esto era el toque de un genio superior,
puesto que me obligaba a utilizar el alfabeto inglés para la base de la clave, y el espía
no hablaba más lengua que la propia y un poco de suizo.) “A partir de ahora me
comunicaré en una cifra del orden numérico directamente aditivo, y la clave será su
nombre.”
»Tan sólo mi constitución, incomparablemente fuerte, me permitió unir la labor
de descifrar su conversación a la ya impuesta por el Gobierno. Para memorizar sin
error una comunicación cifrada en media hora es de gran ayuda la mnemotecnia,
especialmente cuando el mensaje descifrado se expresa con en el más oscuro

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simbolismo. El espía debía de haber pensado que su razón estaba en peligro si
conseguía leer el jeroglífico que constituían las piezas simples del pensamiento
director. Por ejemplo, recibía este mensaje:
owhmomdvvtxskzvgcqxzllhtrejrgscpxjrmsgausrgwhbdxzldabe, que, descifrado (y el
espía debía rechinar sus dientes cada vez que Dodu indicaba una W), sólo
significaba: “Los melocotones de 1761 son luminosos en los jardines de Versalles”.
»O también: “Cacería; el Papa recluso; la Pompadour; el Ciervo y la Cruz”. “Los
hombres del cuatro de septiembre; su jefe dividido a causa de las cartas de la Víctima
del ocho de Termidor.” “Crillon tuvo poca fortuna aquel día, aunque fue más valiente
que nunca.”
»¡Tales eran las indicaciones a partir de las cuales pretendía unir las piezas de
nuestro plan de huida!
»Quizá más por intuición que por razonamiento, reuní mediante unas doscientas
claves que los guardias Bertrand, Rolland y Monet habían sido sobornados, que
incluso se les había prometido adelantarles algo y (sobre todo) salir de aquella odiosa
isla, que estarían en connivencia con nuestra huida. Parecía que el Gobierno hiciera
uso de su primera estratagema. El eclipse tendría lugar diez semanas después, y no
precisaba de soborno o promesa alguna. La dificultad residía en asegurar la presencia
de Bertrand como centinela en nuestro pasillo, Rolland en la valla y Monet en la
avanzada. Las posibilidades de que tal combinación coincidiera con el eclipse eran
infinitesimales: 99.487.306.294.236.873.489 a 1.
»Sería una locura confiar en la suerte en un asunto de tal importancia. Dodu
comenzó a trabajar para sobornar al propio gobernador. Esto fue, desgraciadamente,
imposible; ya que a) nadie podía acercarse al gobernador, ni siquiera mediante los
guardias sobornados como intermediarios; b) el agravio por el que había sido
promovido a la dirección era de una naturaleza imperdonable para cualquier
Gobierno. Era, en realidad, más prisionero que nosotros mismos; c) era un hombre de
una gran fortuna, carrera segura e integridad probada.
»No quiero entrar ahora en su historia, que sin duda alguna conoce. Sólo le diré
que era de tal índole que estos hechos (de apariencia tan curiosamente contradictoria
a primera vista) le son totalmente propios. No obstante, el tono confidencial que
vibraba en los mensajes de Dodu: “Recoge uvas en Borgoña; prensa toneles en
Cognac, ¡ah!”. “El suflé con nueces está listo para nosotros cerca del Sena”, y
similares, me demostraron que su gran cerebro no sólo había tratado de resolver el
problema, sino que también lo había solucionado satisfactoriamente. El plan era
perfecto; la noche del eclipse aquellos tres guardias estarían en sus puestos
correspondientes; Dodu rasgaría sus ropas en tiras, ataría y amordazaría a Bertrand y
entonces me liberaría. Juntos caeríamos sobre Rolland y le despojaríamos de su
uniforme y su rifle, dejándolo atado y amordazado. Nos aproximaríamos entonces a
la costa, y haríamos lo mismo con Monet, y luego, vestidos con sus uniformes,
tomaríamos el bote de un pescador de pulpos, bogaríamos hasta el puerto y

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solicitaríamos en nombre del gobernador utilizar su barco a vapor para perseguir a un
fugitivo. Navegaríamos entonces siguiendo el rastro de los barcos y prenderíamos
fuego al vapor, y así seríamos “rescatados” y conducidos a Inglaterra, desde donde
podríamos concertar con el Gobierno francés la rehabilitación.
»Tal era el sencillo aunque sutil plan de Dodu. Incluso el detalle más pequeño era
perfecto, hasta un día fatal.
»El espía, que padecía fiebre amarilla, cayó muerto de repente en los campos
antes de que el “toque” de final de trabajo, a mediodía, hubiera sonado.
Instantáneamente, sin un momento para la duda, Dodu se acercó a grandes zancadas y
me dijo, aun a riesgo del látigo: “Todo el plan que te he transmitido cifrado estos
últimos cuatro meses es como un velo. Aquel espía lo conocía en su totalidad. Sus
labios están sellados con la muerte. Tengo otro plan, el auténtico, más sencillo y
seguro. Te lo contaré mañana”.»
La respiración de un motor que se aproximaba interrumpió este trágico episodio
de las aventuras de Duguesclin.
«“Sí”, dijo Dodu» (continuó el narrador), «“tengo un plan mejor. Tengo una
estratagema. Te la contaré mañana”».
El tren que tenía que llevar al narrador y a su oyente hasta Mudchester asomó por
la esquina.
«Aquella mañana», miró ceñudo Duguesclin, «aquella mañana no llegó nunca. El
mismo sol que quitó la vida al espía detuvo de golpe el brillante cerebro de Dodu;
aquella misma tarde, un maníaco farfullante fue introducido en la habitación
acolchada y nunca más salió».
El tren se detuvo en el andén del pequeño empalme. Casi silbó en la cara de
Bevan.
«No era Dodu», gritó, «era un criminal común, un epiléptico; nunca debiera haber
sido enviado a la isla del Diablo. Enloqueció durante meses. Sus mensajes no tenían
sentido en absoluto; ¡fue una broma cruel y práctica!».
«Pero cómo», dijo Bevan al subir a su vagón mirando hacia atrás, «¿cómo escapó
usted al final?».
«Mediante una estratagema», contestó el irlandés, y se subió a otro
compartimiento.

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EL TESTAMENTO DE MAGDALEN BLAIR

PARTE I

I
EL tercer trimestre, yo ya era la alumna preferida del profesor Blair. Él pasaba
gran parte de su tiempo alabando mi esbelta figura y mi rostro travieso, mis grandes y
redondos ojos grises y mis largas pestañas negras; mas esa primera impresión no era
mi único don. Pocos hombres y, creo, ninguna mujer, podían acercárseme en uno de
los más apreciados requisitos para el estudio científico: la facultad de percibir las más
mínimas diferencias.
Mi memoria era escasa, extraordinariamente escasa; tuve, además, graves
problemas para ingresar en Cambridge. Pero podía ajustar un micrómetro mejor que
cualquier estudiante o profesor, y leer un vernier con una exactitud a la que ningún
otro podía aspirar. A esto había que añadir una facultad subconsciente de cálculo que
era realmente sobrenatural. Si me empeñaba en mantener una solución entre, por
ejemplo, 70° y 80°, no tenía necesidad de mirar el termómetro. Automáticamente
percibía que el mercurio estaba cerca del límite, pasaba a otro trabajo y ajustaba el
Bunsen sin pensarlo.
Más extraordinario todavía: si alguien colocaba un objeto sobre mi banco sin mi
conocimiento y después lo retiraba, yo podía, si se me preguntaba pocos minutos
después, describir el objeto en términos generales, distinguiendo especialmente la
forma de su base y su grado de opacidad al calor y a la luz. A partir de estos datos,
podía hacer un pronóstico acertado sobre el objeto de que se trataba.
Esta facultad mía fue examinada repetidas veces, y siempre con éxito. Una
extrema sensibilidad para los mínimos cambios térmicos era su causa.
Incluso ya entonces, era una buena lectora del pensamiento. Las otras chicas me
temían. No tenían razones para ello, puesto que yo ni tenía ambición ni energía para
hacer uso de cualquiera de mis poderes. Incluso ahora, cuando entrego a la
humanidad este mensaje de un destino tan espantoso que me ha convertido —a los 24
años de edad— en una náufraga encogida, agostada y marchita, estoy supremamente
cansada, soy supremamente indiferente.
Poseo el corazón de un niño y la conciencia de Satán, el letargo que sufro no es
enfermedad; e incluso, agradezco —¡oh!, ¡no es posible Dios alguno!— el propósito
de prevenir a la humanidad para que no siga mi ejemplo, y después hacer explotar un
cartucho de dinamita en el interior de mi boca.

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II
Durante mi tercer curso en Newnham, pasaba cuatro horas al día en casa del
profesor Blair. Arrinconaba cualquier otro trabajo o incluso lo realizaba
mecánicamente. Todo sucedió gradualmente, como resultado de un percance.
El laboratorio químico tiene dos habitaciones, una de ellas pequeña y que es
posible oscurecer. En aquella ocasión (el último trimestre del segundo curso), dicha
habitación estaba siendo utilizada. Era la primera semana de junio, y el tiempo era
extremadamente bueno. La puerta estaba cerrada. Dentro estaba una chica, sola,
experimentando con el galvanómetro.
Yo estaba absorta en mi trabajo. Casi sin advertirlo, levanté la vista. «Cuidado»,
dije, «Gladys va a desmayarse». Todos los que estaban en la habitación me miraron.
Había recorrido unos doce pasos hacia la puerta, cuando la caída de un cuerpo pesado
sobresaltó el laboratorio.
Fue a causa del calor y el ambiente cerrado, y de Gladys, que no debería haber
venido en absoluto a trabajar aquel día; pero se reanimó fácilmente, y después el
ayudante tuvo que soportar la anarquía que siguió. «¿Cómo lo sabía ella?» fue la
duda universal ante aquello que yo tenía por normal. Ada Brown (Athanasia contra
mundum) se negaba a creerlo; Margaret Letchmere creía que yo debía de haber oído
algo, quizá un lamento inaudible para los demás, que tenían ocupada su atención;
Doris Leslie habló de una segunda visión, y Amy Gore de «simpatía». Todas las
teorías, tomadas en conjunto, daban vueltas al reloj de la conjetura. El profesor Blair
irrumpió en el momento más acalorado del debate, calmó la estancia en dos minutos,
obtuvo los datos en cinco, y me llevó a cenar con él. «Creo que es un asunto de
termopila humana el tuyo», dijo. «¿Te importaría que hiciésemos unas pruebas
después de la cena?» Su tía, que se encargaba de la casa, protestó en vano, y fue
nombrada Gran Superintendente de Cámara de mis cinco sentidos.
En primer lugar, examinó mi oído, y era normal. Después me vendó los ojos, y la
tía (con gran sigilo) se situó entre el profesor y yo. Sentí que podía describir incluso
los más pequeños movimientos que él hacía, siempre y cuando estuviese entre mi
persona y la ventana de poniente y no, en cambio, cuando se movía en las restantes
direcciones. Esto, que está en conformidad con la teoría de la Termopila, era
desmentido completamente en otras ocasiones. Los resultados —en resumen—
fueron muy notables y misteriosos, y desperdiciamos dos preciosas horas en fútiles
teorías. Durante este experimento, la tía (frunciendo extremadamente el ceño) me
invitó a pasar las vacaciones en Cornwall.
Aquellos meses, el profesor y yo trabajamos tenazmente con la finalidad de
descubrir, de forma exacta, la naturaleza y límite de mis poderes. El resultado fue, en

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cierto modo, nulo.
Por alguna razón, estos poderes continuaban «desatándose en un lugar nuevo».
Me pareció hacer todo lo que hice con la percepción de las más mínimas diferencias;
pero después semejaba como si tuviera toda clase de dispositivos diferentes. «Uno
retrocede y otro progresa», dijo el profesor Blair.
Aquellos que nunca han efectuado experimentos científicos no pueden concebir
cuán numerosas y sutiles son las fuentes del error, incluso en los asuntos de mayor
sencillez. En tan oscuro y nuevo campo como es el de la investigación, ningún
resultado es fidedigno mientras no ha sido verificado un millar de ocasiones. En
nuestro campo no descubrimos constantes, sino variables.
Aunque tuviéramos cientos de hechos, y cualquiera de ellos pareciera capaz de
derribar todas las teorías aceptadas acerca de los medios de comunicación entre
mente y mente, no tendríamos nada, absolutamente nada que pudiéramos utilizar
como base de una nueva teoría.
Es naturalmente imposible incluso esbozar, en líneas generales, la marcha de
nuestra investigación. Veintiocho cuadernos escritos con letra apretada, y que refieren
este primer período, están a disposición de mis albaceas.

III
A mitad del tercer curso, mi padre cayó gravemente enfermo. Pedaleé hasta
Peterborough enseguida, sin pensar en mi trabajo. (Mi padre es canónigo de la
Catedral de Peterborough.) Al tercer día, recibí un telegrama del profesor Blair:
«¿Querrías ser mi esposa?». Nunca me había visto a mí misma como mujer, o a él
como hombre, hasta aquel momento; y en aquel momento supe que lo amaba y que
siempre lo había amado. Era un caso que cualquiera podría calificar como «Amor a la
primera ausencia». Mi padre se recobró rápidamente, volví a Cambridge; nos
casamos la primera semana de mayo y partimos inmediatamente hacia Suiza. Me
excuso al evitar la relación de un período de mi vida tan sacro, pero debo recordar un
hecho.
Estábamos sentados en un jardín cerca del lago Maggiore, después de una amena
caminata desde Chamonix —cerca del Col du Géant— hasta Courmayeur, y desde
allí hacia Aosta, y luego —poco a poco— hasta Pallanza. Arthur se levantó
aparentemente iluminado por una idea, y comenzó a pasear por la terraza arriba y
abajo. De súbito me vi impelida a girar mi cabeza para cerciorarme de su presencia.
Esto debe de resultar insignificante para ti que lees, a no ser que poseas verdadera
imaginación. Pero imagínate hablando con un amigo a plena luz, e inclinándote de
repente para tocarlo. «¡Arthur!», grité, «¡Arthur!».
La aflicción de mi voz le indujo a acercarse a mi lado. «¿Qué ocurre,

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Magdalen?», gritó con inquietud en cada una de sus palabras.
Cerré mis ojos. «¡Muévete!», le dije. (Él estaba justo entre el sol y yo.) Obedeció
extrañado.
«Estás… estás…», tartamudeé. «¡No! No sé lo que estás haciendo. ¡Estoy ciega!»
Él movía su brazo arriba y abajo. Inútil, me mostré totalmente insensible.
Repetimos una docena de experimentos aquella noche. Todos fallidos.
Ocultamos nuestra frustración y nada nubló nuestro amor. La armonía se fue
haciendo entre nosotros más sutil y más fuerte, pero sólo como cuando crece entre
aquellos hombres y mujeres que se aman con todo su corazón y se aman
altruistamente.

IV
Regresamos a Cambridge en octubre, y Arthur se adentró con energía en el
trabajo del nuevo curso. Luego enfermé, y la esperanza que habíamos atesorado
resultó defraudada. Peor aún, el curso de la enfermedad reveló un aspecto que
requería la más completa serie de operaciones que una mujer puede resistir. No sólo
la pasada esperanza, sino también la futura fue aniquilada.
Fue durante mi convalecencia cuando tuvo lugar el incidente más extraordinario
de mi vida. Una tarde, tenía grandes dolores y deseaba ver al médico. La enfermera
fue al estudio para telefonearle.
—¡Enfermera! —le dije cuando regresó—. No me mienta. No se ha ido a
Royston; tiene cáncer y está demasiado trastornado como para venir.
—¿Y qué más? —dijo la enfermera—. Es cierto que no puede venir e iba a
decirle a usted que había ido a Royston; pero yo no sabía nada acerca del cáncer.
Era cierto; no se lo había dicho. Pero a la mañana siguiente supimos que mi
«intuición» era correcta.
Tan pronto como mejoré, emprendimos de nuevo nuestros experimentos. Mis
poderes habían tornado, triplicados en su fuerza.
Arthur explicaba mi «intuición» como sigue:
—El doctor (la última vez que lo viste) no era consciente de que tenía cáncer;
pero subconscientemente la Naturaleza le dio un aviso. Tú lo percibiste de forma
subconsciente, y ha aparecido en tu conciencia al leer en el rostro de la enfermera que
él estaba enfermo.
Esta explicación, tan rebuscada como puede parecer, evita al menos teorías
superficiales en torno a la «telepatía».
Desde aquel momento, mis poderes crecieron de manera constante. Podía leer los
pensamientos de mi marido a partir de los movimientos imperceptibles de su rostro
tan fácilmente como un sordomudo puede, en ocasiones, leer las palabras de alguien

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que está lejos a través del movimiento de los labios.
Paralelamente a nuestro trabajo, día a día, descubrí mi dominio —cada vez más
completo— sobre cualquier detalle. No era sólo que pudiera leer las emociones;
incluso podía decir si él pensaba en 3465822 o en 3456822. El año posterior a mi
enfermedad, hicimos 436 experimentos de este tipo, cada uno de ellos durante varias
horas. De un total de 9363, sólo 122 errores; y todos ellos, sin excepción, parciales.
Al año siguiente, nuestros experimentos se extendieron a la lectura de sus sueños.
Me mostré igualmente dotada para ello. Mi papel consistía en abandonar la
habitación antes de que él se despertase, y escribir el sueño que él había tenido
mientras le esperaba para desayunar; momento en que podía comparar su recuerdo
con el mío.
Eran invariablemente idénticos, con la excepción de que mi recuerdo era siempre
mucho más completo que el suyo. Él podía, casi siempre, dar a entender, no obstante,
que recordaba los detalles que yo le proporcionaba; pero esto (creo) no tiene valor
científico real.
Mas ¿qué importa todo esto, cuando pienso en el horror inminente?

V
Que mi único medio de conocer los pensamientos de Arthur fuese a través de la
lectura de sus gestos faciales, se convirtió en algo más que dudoso al tercer año de
nuestro matrimonio. Practicábamos una «telepatía» desvergonzada. Excluimos la
«lectura de gestos», la «superaudición» y la «termopila humana» mediante estudiadas
precauciones, aun cuando era capaz de leer cualquier pensamiento de su mente.
Un año, durante nuestras vacaciones de Pascua en el norte de Gales, nos
separamos una semana; al final de dicha semana él tenía que estar a sotavento y yo a
barlovento de Tryfan, y a una hora fijada tenía que abrir y leer allí un paquete
precintado que le había entregado «un extraño que había conocido en Pen-y-Pass
aquella semana». El experimento resultó enteramente satisfactorio; reproduje cada
una de las palabras del documento. Si la «telepatía» existe para ser transgredida, ¡sólo
cabe la hipótesis de que me hubiera encontrado previamente con el «extraño» y
hubiera leído en su rostro lo que escribiría en tales circunstancias! Ciertamente, ¡la
comunicación directa, mente con mente, es una hipótesis más sencilla!
Si hubiese sabido en qué iba a acabar todo esto, supongo que me habría vuelto
loca. Pero soy tan afortunada que puedo prevenir a la humanidad sobre lo que espera
a cada uno. El mayor benefactor de esta estirpe será aquel que descubra un explosivo
indefinidamente más veloz y devastador que la dinamita. Si tan sólo pudiese confiar
en mí, prepararía cloruro de nitrógeno en la cantidad suficiente…

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VI
Arthur fue volviéndose apático e indiferente. La perfección del amor nacido de
nuestro matrimonio fue desvaneciéndose sin aviso, mediante imperceptibles caídas.
Mi despertar ante este hecho fue, no obstante, totalmente repentino.
Era una tarde de verano, estábamos remando en Cambridge. Uno de los alumnos
de Arthur, también en una canoa canadiense, nos retó a una carrera. En el puente de
la Magdalena íbamos un largo por delante, y de repente oí el pensamiento de mi
marido. Fue la más odiosa y horrible risa que pueda concebirse. Ningún demonio
podría reírse así. Grité y dejé caer mi pala. Ambos me creyeron enferma. Me aseguré
de que la risa no perteneciese a alguien que estuviera en el puente y hubiese distraído
mi sistema suprasensitivo. No dije nada más; Arthur me miró circunspecto.
Por la noche, tras un largo período de meditación, repentinamente me preguntó:
«¿Era aquello mi pensamiento?». Sólo pude tartamudear que no lo sabía.
De vez en cuando, se quejaba de la fatiga y la apatía a las que yo antes no había
concedido importancia; y adquirió un aspecto horrible. ¡Había algo en él que no era
él! La indiferencia había aparecido de forma transitoria, y ahora me daba cuenta de
que era constante e iba en aumento. Yo tenía entonces 23 años. Extrañará que escriba
con tanta madurez. En ocasiones pienso que nunca he tenido pensamientos propios,
que siempre he estado leyendo los pensamientos de otro, o quizá los de la Naturaleza.
Me parece que sólo he sido mujer en aquellos escasos primeros meses de matrimonio.

VII
Los seis meses siguientes no me depararon nada fuera de lo normal, salvo seis o
siete ocasiones en las que tuve sueños intensos y terribles. Arthur no participó de
ellos. Yo sabía —aunque no puedo decir cómo— que aquéllos eran sus sueños y no
los míos, o mejor dicho, que estaban en su subconsciente y se despertaban por sí
mismos; como uno que tuvo lugar una tarde que había salido a cazar y, por tanto, no
estaba dormido.
El último de ellos ocurrió hacia el final del primer trimestre. Él estaba dando clase
como de costumbre y yo estaba en casa, como aletargada tras un desayuno muy fuerte
que había seguido a una noche de insomnio. De repente vi una imagen del aula,
enormemente más grande que la real, tanto que ocupaba todo el espacio; y en la
tarima, sobresaliendo en todas direcciones, estaba un atroz y mortal demonio, pálido,
con un rostro que era una blasfemia del de Arthur. El gozo que le producía el mal era
indescriptible. Pálido e hinchado; con sus labios indeterminados y exangües; pliegue

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tras pliegue, su vientre se volcaba sobre la tarima y empujaba a los alumnos fuera del
vestíbulo, mientras miraba inefablemente de soslayo. Después, su boca derramó estas
palabras: «Damas y caballeros, el curso ha terminado. Pueden irse a casa». No soy
capaz, siquiera, de sugerir la maldad y corrupción que había en aquellas palabras.
Más tarde, hizo de su voz un irritante chillido y gritó: «¡Clara de huevo! ¡Clara de
huevo! ¡Clara de huevo!», una y otra vez durante veinte minutos.
El efecto sobre mi persona fue conmocionante. Era como si hubiese tenido una
visión del Infierno.
Arthur me encontró en estado de histeria, pero pronto me calmó. «¿Sabes?», me
dijo durante la cena, «¡creo que padezco un enfriamiento del demonio!».
Fue la primera vez que le oía quejarse de su salud. En aquellos seis años nunca
había padecido más que dolores de cabeza.
Le conté mi «sueño» cuando estábamos en la cama, y se mostró extrañamente
serio, como si supiese dónde me había equivocado al interpretarlo. Por la mañana
tenía fiebre; hice que permaneciera en cama y envié a buscar al doctor. Aquella
misma tarde supe que Arthur estaba gravemente enfermo; que llevaba enfermo, en
realidad, meses. El doctor diagnosticó el mal de Bright.

VIII
Lo llamé «el último sueño». Durante el siguiente año, viajamos y probamos
varios tratamientos. Mis poderes seguían siendo excelentes, pero no percibía ningún
horror del subconsciente. Con pocas fluctuaciones, él continuamente empeoraba; se
mostraba cada vez más apático, más indiferente, más deprimido. Redujimos
obligadamente nuestros experimentos. Sólo un problema le inquietaba: el problema
de su personalidad. Comenzó a preguntarse quién era. No quiero decir que padeciese
engaños, sino que el problema del verdadero Ego se apoderó de su imaginación.
Una apacible noche de verano en Contrexéville se sintió mucho mejor; los
síntomas habían (temporalmente) desaparecido casi por completo bajo el tratamiento
de un doctor de Spa con mucha experiencia, un tal Dr. Barbézieux, el hombre más
amable y cabal del mundo.
—Voy a intentar —dijo Arthur—, penetrar en mí mismo. ¿Acaso soy un animal y
no tiene sentido el mundo? ¿O soy un alma dentro de un cuerpo? ¿O soy yo, único e
indivisible, según una inteligencia increíble, una centella de la luz infinita de Dios?
Voy a concentrarme, probablemente entraré en alguna forma de trance que me es
ininteligible. Tú puedes interpretarla.
El experimento se prolongó durante una media hora, tras haberse sentado y
respirar con grandes esfuerzos.
—No he visto nada, no he oído nada —dije—. Ningún pensamiento ha pasado de

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ti hacia mí.
Pero justo en ese momento, aquello que había ocupado su mente alumbró la mía.
—Es un abismo ciego —le dije—, y lo sobrevuela un buitre más grande que todo
el sistema estelar.
—Sí —dijo él—, eso es. Pero no es todo. No puedo ir más allá. Lo intentaré de
nuevo.
Lo intentó. Una vez más me fue negado su pensamiento, aunque su rostro se
encontraba tan contraído que cualquiera podría haber afirmado que podía leer su
pensamiento.
—He estado buscando en lugar erróneo —dijo de súbito, aunque muy sosegado y
sin moverse—. Aquello que busco reside en la base de la espina dorsal.
Entonces lo vi. En un cielo azul se encontraba enroscada una serpiente dorada y
verde, infinita, con cuatro ojos en llamas de fuego negro y rojo que lanzaban rayos en
todas direcciones; en el interior de la espiral había una enorme multitud de niños que
reían.
Y una vez que lo vi, todo aquello desapareció. Serpenteantes ríos de sangre que
manaban del cielo, de sangre purulenta con formas indescriptibles: perros sarnosos
que arrastraban sus intestinos tras ellos; criaturas mitad elefante, mitad escarabajo;
cosas que no eran sino un horrible ojo inyectado en sangre y que poseían en sus
extremos tentáculos coriáceos; mujeres cuya piel se hinchaba y burbujeaba como el
azufre hirviendo, que desprendían nubes y tomaban miles de formas más horribles
que su origen; éstos eran los más insignificantes pobladores de aquellos odiosos ríos.
La mayoría eran cosas imposibles de nombrar o de describir.
Regresé de tal visión a causa de la estentórea y ahogada respiración de Arthur,
que se hallaba embargado por una convulsión.
A partir de entonces ya nunca se recuperó. Su vista fue haciéndose cada vez más
débil, su voz más torpe y más ronca, sus dolores de cabeza más persistentes y agudos.
La torpeza ocupó el lugar de su anterior energía y espléndida agilidad; los días
convirtieron su continuo letargo en un descenso hacia el coma. Las convulsiones,
algunas veces, me alarmaban por su peligro inminente.
En ocasiones su respiración regresaba fuerte y siseante, como una serpiente
enfurecida; hacia el final tomó la forma de Cheyne-Stokes, con estallidos que
aumentaban cada vez más su duración y violencia.
Con todo ello, no obstante, él era todavía el mismo. El horror de ser y sin
embargo no ser él mismo no asomó tras de aquel velo.
—Mientras sea consciente de mí mismo —dijo en uno de sus raros accesos de
lucidez—, puedo comunicarte lo que estoy pensando conscientemente; tan pronto
como esta consciencia de mi ego sea anulada, tendrás el pensamiento subconsciente
que temo, ¡oh, cómo temo!, y que es la parte mayor y más verdadera de mí. Has
aducido increíbles explicaciones del mundo del sueño, eres la única mujer del mundo
(quizá nunca pueda haber otra) que tiene tal oportunidad para estudiar el fenómeno de

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la muerte.
Me pidió encarecidamente que enjugara mi pena y que me concentrase
exclusivamente en los pensamientos que pasasen por su mente cuando él ya no
pudiera expresarlos, y también en los de su subconsciente cuando el coma anulase la
consciencia.
Éste es el experimento que ahora me obligo a narrar. El prólogo ha sido largo,
pero ha sido necesario para situar los hechos, de forma sencilla, ante la humanidad;
con el fin de que podamos gozar de la oportunidad de un suicidio adecuado. Suplico a
mis lectores muy seriamente que no duden de mis afirmaciones. Las notas de
nuestros experimentos, es mi deseo dejárselas al mayor pensador vivo de la
actualidad, al profesor Von Buehle, que demostrará la veracidad de mi relato y la
enorme y terrible necesidad de una acción drástica e inmediata.

PARTE II

I
EL hecho físico más sorprendente de la enfermedad de mi marido era su inmensa
postración. Un cuerpo tan fuerte, como daban prueba de ello las tan frecuentes
convulsiones, ¡tal inercia en él! Podía permanecer tumbado como un leño todo el día;
y después, sin advertencia o causa aparente alguna, comenzaban las convulsiones. El
cerebro de Arthur, científico y estable, se mantenía bien; tan sólo dos días antes de su
muerte comenzó el delirio.
Yo no estaba con él; agotada como me encontraba, e incapaz por completo de
dormirme, el doctor había insistido en acompañarme a dar un largo paseo en coche.
Yo dormitaba con el aire fresco. Me desperté al escuchar una voz que me era familiar
y que me decía al oído: «Ahora, ¡gocemos de la belleza!». No había nadie allí. Seguí
la voz de mi marido, que se mostraba como nunca la había conocido ni amado: clara,
fuerte, resonante, modulada: «Anota esto, es muy importante. Estoy penetrando en el
poder del subconsciente. No puedo hablarte más. Pero estoy aquí, no voy a
conmoverme por todo lo que puedo sufrir; siempre puedo pensar, y tú siempre puedes
leer mi…». La voz cesó de repente y luego preguntó: «¿Pero terminará esto alguna
vez?», como si alguien le hubiera hablado. Después oí la risa. La risa que había oído
cerca del puente de la Magdalena ¡era música celestial al lado de aquélla! El rostro de
Calvino incluso, cuando gozaba con la pira de Servet, se habría tornado compasivo si
la hubiera oído; tan perfectamente expresaba la quintaesencia de la maldición.
Ahora bien, el pensamiento de mi marido parecía haber cambiado de lugar. Era
bajo, interno, apartado. Me dije: «¡Está muerto!».

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Más tarde llegó el pensamiento de Arthur: «Sería mejor simular que estoy loco.
Quizá así la salve, y será un cambio. Simularé que la he matado con un hacha.
¡Maldita sea! Espero que no esté escuchando». Yo estaba ya completamente despierta
y le dije al conductor que volviésemos a casa rápidamente.
«Espero que se mate con el coche, espero que se destroce en un millón de
pedazos. ¡Oh Dios! ¡Escucha mi único ruego! ¡Permite que un anarquista lance una
bomba que destroce a Magdalen en un millón de pedazos! ¡Especialmente el cerebro!
Sobre todo el cerebro. ¡Oh Dios!, mi primer y único ruego: ¡Destroza a Magdalen en
un millón de pedazos!»
Lo horrible de este pensamiento —entonces y ahora— era mi convicción de que
se mostraba perfectamente sensato y coherente. Por ello yo temía por completo
pensar en lo que pudieran significar tales palabras.
Me encontré cerca de la puerta de la habitación al enfermero, que me pidió que no
entrase. De forma incontrolada pregunté: «¿Está muerto?»; y aun cuando Arthur
yacía absolutamente sin conocimiento sobre la cama, leí su pensamiento que me
respondía: «¡Muerto!», pronunciando silenciosamente en tonos tales de burla, horror,
cinismo y desesperación como nunca había oído. Existía algo o alguien que sufría
infinitamente, y aun así gozaba sobremanera con tal sufrimiento. Y ese algo era un
velo entre Arthur y yo.
El respirar siseante comenzó de nuevo. Parecía que Arthur estaba intentando
expresarse como él mismo, como el que yo conocía. Intentó articular débilmente:
«¿Es la policía? ¡Déjenme salir de casa! La policía viene a buscarme. Maté a
Magdalen con un hacha». Comenzaron a aparecer los síntomas del delirio. «Maté a
Magdalen», murmuró una docena de veces, y después cambió por «Magdalen con»
repetidamente; la voz baja, lenta, gruesa, uniforme.
Luego, de repente, clara y alta, intentó erguirse en la cama: «Destrocé a Magdalen
en un millón de pedazos con un hacha». Y después de una pausa: «Un millón no es
mucho en la actualidad». A partir de entonces —instante en el que creo ahora
reconocer las palabras de Arthur sano— entró de nuevo en el delirio. «Un millón de
pedazos», «un millón frío», «un millón, millón, millón, millón, millón, millón», y así
sucesivamente; y luego, abruptamente: «El perro de Fanny está muerto».
No puedo explicar esta última frase a mis lectores; puedo, no obstante, señalar
que significaba algo para mí. Estallé en lágrimas. Y en aquel momento me llegó el
pensamiento de Arthur: «Deberías ocuparte del cuaderno, no de llorar». Sequé mis
ojos resueltamente y, con valentía, comencé a escribir.

II
El doctor entró en aquel momento y me suplicó que me retirase a descansar.

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—Unicamente se está usted angustiando, Sra. Blair —dijo—, y sin necesidad,
puesto que él está totalmente inconsciente y no sufre. —Y tras una pausa—: ¡Dios
mío! ¿Por qué me mira así? —exclamó asustado y saliéndose de sus casillas. Creo
que mi rostro había reflejado algo de aquel demonio, algo de aquel gesto que
repugnaba, de aquel residuo de desprecio y de completa desesperación.
Me ensimismé, avergonzada por aquello que sabía, por tan bajo y ruin saber, que
hubiese engolado a cualquiera con odioso orgullo. ¡No era de extrañar que Satán
descendiese! Comencé a comprender todas las viejas leyendas, y mucho más.
Le dije al doctor Kershaw que estaba satisfaciendo las últimas voluntades de
Arthur. No se opuso más; pero le vi hacer una señal al enfermero para que me
vigilase.
El enfermo nos llamó por señas, con un dedo. No podía hablar, trazaba círculos
sobre la colcha. El doctor (con la inteligencia que le caracterizaba), una vez contados
los círculos, asintió y dijo:
—Sí, son casi las siete. La hora de tomar su medicina, ¿eh?
—No —contesté—, quiere decir que está en el séptimo círculo del Infierno de
Dante.
En ese instante entró en un período de estrepitoso delirio. Salvajes y prolongados
aullidos estallaban desde su garganta, estaba siendo triturado incesantemente por
«Díte»; cada aullido suponía el encuentro con los dientes del monstruo. Se lo
expliqué al doctor.
—No —me dijo—, está totalmente inconsciente.
—Bien —repliqué—, aullará unas ochenta veces más.
El doctor Kershaw me miró con curiosidad, pero comenzó a contar. Mi cálculo
fue correcto. Se volvió hacia mí y preguntó:
—¿Es usted una mujer?
—No —le dije—, soy colega de mi marido.
—Creo que es sugestión. ¿Lo ha hipnotizado usted?
—Nunca, pero puedo leer sus pensamientos.
—Sí, lo recuerdo ahora, leí un artículo muy notable en Mind, hace dos años.
—Era un juego de niños, pero permítame continuar con mi trabajo.
Le dio las últimas instrucciones al enfermero y salió.
El sufrimiento de Arthur era, en aquel momento, indecible. Triturado como estaba
en el interior de un pulpo que atravesaba la lengua de «Dite», cada fragmento
sangrante tenía su propia identidad y la de Arthur.
Las papilas de la lengua eran serpientes, y cada una hacía rechinar sus dientes
envenenados sobre aquel alimento.
Y entonces, aunque la sensibilidad de Arthur se mostraba absolutamente
incólume, incluso hiperestésica, su conciencia del dolor parecía depender de la
apertura de aquella fauce. Una vez finalizada la masticación, el olvido cayó sobre él
como un rayo. ¿Un olvido misericordioso? ¡Oh! ¡Qué golpe maestro de crueldad!

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Una y otra vez iba de la nada a un infierno de agonía, de puro éxtasis de agonía, hasta
que comprendió que continuaría así durante toda su vida. La alternancia no era sino
una sístole y una diástole, el latido de su pulso envenenado, el reflejo en su
consciencia del batir de la sangre. Llegué a ser consciente de su intenso anhelo de
muerte, que acabaría con la tortura.
La sangre circulaba cada vez más lenta y dolorosamente, podía percibir su deseo
de que llegase el final.
Esta repugnante rosa del alba se tornó gris de repente y enfermó. La esperanza se
hundió en su nadir, y la rosa del miedo como un dragón, con alas de plomo. Supongo,
pensó él, que después de todo, ¡la muerte no terminará conmigo!
No puedo expresar esta idea. No fue que el corazón se hundiera, no tenía dónde
hundirse, se sabía inmortal, e inmortal en un reino de dolor y terror inimaginables, no
iluminado por resplandor de luz alguna sino por aquel pálido fulgor de odio y
pestilencia. Este pensamiento tomó forma en estas palabras:

YO SOY AQUEL QUE SOY.

No puede decirse que la blasfemia se sumase al horror, sino que ésta era la
esencia misma del horror. Era el rechinar de los dientes de un alma maldita.

III
La forma del demonio, que podía reconocer ahora claramente como aquella que
había aparecido en mi último «sueño» de Cambridge, parecía tragárselo. En aquel
momento, una sacudida convulsa del moribundo y un vómito sacó al «demonio». Al
instante, una teoría completa me iluminó: este «demonio» era una personificación
imaginaria de la enfermedad. Entonces comprendí de súbito la demonología, desde
Bodin y Weirus hasta los modernos, sin carencia alguna. Pero ¿era imaginario o era
real? ¡Lo bastante real como para tragarse el pensamiento «sano»!
En ese momento reapareció el Arthur anterior.
—¡No soy el monstruo! Soy Arthur Blair, de Fettes y Trmity. He pasado por un
paroxismo.
El enfermo se agitó febrilmente. Una parte de su cerebro se había librado del
veneno por ahora y trabajaba furiosamente contra el tiempo.
«Voy a morir.
»El consuelo ante la muerte es la Religión.
»La Religión no tiene utilidad en la vida.
»¡Cuántos ateos que no he conocido firman pactos de amor a cuerpos y vidas! La
Religión es, en la vida, o una diversión y un soporífero, o una falsedad y una estafa.

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»Fui educado por un presbiteriano.
»¡Qué fácilmente me llevó la deriva hacia la Iglesia Anglicana!
»Y ahora, ¿dónde está Dios?
»¿Dónde está el Cordero de Dios?
»¿Dónde está el Salvador?
»¿Dónde está el Consuelo?
»¿Por qué no se me libra de ese demonio?
»¿Va a tragarme de nuevo? ¿A absorberme hacia su interior? ¡Oh
inconcebiblemente odioso hado! Todo está claro para mí: ¡Espero que acabes con él,
Magdalen!, puesto que el demonio está hecho de todos aquellos que han muerto del
mal de Bright. Deben de ser diferentes para cada enfermedad. Yo creí que vería al
menos una vez la vomitiva ciénaga de limo sangriento.
»Permíteme rezar.»
Siguió a esto una frenética llamada al Creador. Sincera como fue, podría leerse
como una irreverencia impresa.
Y luego, allí, llegó el horror fríamente meditado de la pura blasfemia contra este
Dios, que no respondió.
Tras ella, la triste y oscura agonía de la convicción, de la absoluta evidencia:
«Dios no existe»; junto a una ola de frenética ira contra todos aquellos que le habían
asegurado alegremente que existía. Y casi enloquecido, deseaba que sufrieran más
que él mismo a ser posible.
(¡Pobre Arthur! Aún no había arrancado de sí la uva del Sufrimiento e iba a beber
la esencia más amarga de su poso.)
«¡No! —pensó—, quizá carezco de su “fe”.
»Quizá si pudiese llegar a creer de veras en Dios y Cristo, quizá si pudiese
engañarme, si pudiese hacer creer…»
Tal pensamiento es capaz de acabar con la honestidad de cualquiera, de hacer
abdicar a la razón. Y ello marcó el fútil esfuerzo final de su voluntad.
El demonio lo atrapó y trituró, y el delirio estrepitoso comenzó de nuevo.
Mi carne y mi sangre se sublevaron. Arrebatada por un vómito moral, salí de la
habitación, y con resolución —durante una hora entera— aparté mi sensorio del
pensamiento. Siempre fui consciente de que la más ligera nube de humo de tabaco en
una habitación distraía en gran medida mi poder. En esta ocasión, fumaba un
cigarrillo tras otro con excelentes resultados. Desconocía lo que habría de ocurrir.

IV
Arthur, aguijoneado por el quilo venenoso, agitaba aquel vasto y arqueado vientre
—que semejaba la cúpula del infierno— y se revolvía en su limo burbujeante. Supe

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que no sólo se desintegraba mecánica sino también químicamente, que su ser se
fragmentaba cada vez más en partes, y que éstas se asimilaban en nuevos y odiosos
órganos; y lo que era peor: Arthur permanecía inmune a todo, ajeno, intacto, con la
memoria y la razón más agudas que la nueva y horrorosa experiencia que las
conformaba. Me parecía como si algún estado místico estuviese superpuesto al
tormento; por un instante no era él, definitivamente no, pero esa masa de consciencia
torturada era, no obstante, él. ¡Siempre somos, al menos, dos! El que siente y el que
sabe no son necesariamente una misma persona. Esta doble personalidad se acentúa
enormemente con la muerte.
Otro tema era que el sentido temporal, que es tan fidedigno en los hombres —
especialmente en mi caso particular— se transtornó de manera indudable, cuando no
se abrogó del todo.
Todos nosotros medimos el transcurso del tiempo en relación con nuestros hábitos
diarios o algún patrón similar. La convicción de la inmortalidad destruye,
naturalmente, todos los valores en este sentido. Si soy inmortal, ¿cuál es la diferencia
entre mucho y poco tiempo? Un millar de años o un día son, obviamente, lo mismo
bajo el punto de vista de la eternidad.
Existe un reloj subconsciente en nuestro interior, un reloj al que da cuerda la
experiencia de la humanidad para funcionar unos setenta años, poco más o menos.
Cinco minutos es un período muy largo si estamos esperando un ómnibus, un siglo si
estamos esperando al amante, nada en absoluto si estamos ocupados en algo
placentero o durmiendo[1].
Consideramos que siete años es un largo período si se trata de un
encarcelamiento, aunque es un período pequeño e insignificante si hablamos de
Geología.
Así, aceptada la inmortalidad, la longevidad del sistema estelar mismo es una
nadería.
Esta convicción no había calado totalmente en la conciencia de Arthur; se cernía
sobre él como una amenaza, mientras que la intensificación de dicha conciencia, su
liberación frente al sentido natural del tiempo para la vida, provocaba que cada
acción en la que aparecía el demonio tuviese una gran duración, aunque los intervalos
entre cada aullido del cuerpo yacente fuesen muy cortos. Cada punzada de tortura o
interrupción nacía, llegaba a su cénit, y moría para nacer de nuevo a través de lo que
parecían incontables eones.
Todavía peor fue el proceso de asimilación del demonio. El coma del moribundo
era un fenómeno completamente al margen del tiempo. Las condiciones de la
«digestión» eran nuevas para Arthur, no poseía ninguna base para hacer suposiciones,
ningún dato con el que calcular la distancia a la que se encontraba del final.
Es imposible hacer algo más que esbozar este proceso: cuando fue absorbido, su
consciencia se desarrolló en el interior de aquel demonio; se convirtió en uno de ellos
con toda su ansia y corrupción. Aun así sufría en su propia persona la bipartición de

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sus más pequeñas moléculas, y esto se corroboraba mediante la humillación más
inmunda hacia la parte de él que rechazaba.
No me atrevo a describir el proceso final, baste decir que la consciencia
demoníaca afloró; él no era más que el excremento del demonio, y como tal
excremento fue lanzado suciamente al interior del abismo de oscuridad y noche cuyo
nombre es la muerte.
Me incorporé con las mejillas encendidas. Tartamudeé: «Está muerto». El
enfermero se inclinó sobre el cuerpo. «¡Sí!», repitió como un eco, «está muerto». Y
pareció como si el Universo entero se congregase en torno a una fantasmal risa de
odio y horror: «¡Muerto!».

V
Recobré mi equilibrio. Debía hacerme a la idea de que todo estaba bien, que la
muerte había acabado con todo. ¡Triste humanidad! La consciencia de Arthur estaba
más viva que nunca. Era el oscuro miedo a la caída, el éxtasis mudo del miedo
constante. No había olas sobre aquel mar de ignominia, ningún desorden —causado
por pensamiento alguno— en aquellas aguas malditas. No existía ninguna esperanza
de fondo para aquel abismo, ningún pensamiento que pudiera cesar. Fue tan infinita
aquella caída que incluso no existía aceleración, era constante y horizontal como la
caída de una estrella. No existía incluso sensación de marcha; de tan infinitamente
veloz como debía de ser, a juzgar por el singular temor que inspiraba, era
infinitamente lenta en comparación con la infinitud del abismo.
Tomé precauciones con el fin de que no me molestasen los actos que los hombres
—¡oh, qué absurdamente!— dedican a los muertos, y me refugié en un cigarrillo.
Fue entonces, por vez primera, cuando comencé a considerar la posibilidad de
ayudarle.
Analicé mi posición. Debía de ser su pensamiento, o no habría podido leerlo. No
tenía ningún vestigio de que pudiesen llegarme otros pensamientos. Él debía de estar
vivo, en el verdadero sentido de la palabra; era él y no otro quien era víctima de este
temor inefable. Era evidente que dicho temor debía de tener una base física en la
constitución de su cerebro y su cuerpo. El resto de los fenómenos se habían dado en
relación a su condición física; era el reflejo de la consciencia la causa por la que la
limitación humana se rebelaba ante cosas que tomaban, de hecho, lugar en el cuerpo.
Probablemente era una interpretación falsa, pero era su interpretación; y fue eso
lo que le causó un sufrimiento más allá de lo que los poetas nunca han soñado acerca
de lo infernal.
Me avergüenzo al reconocer que mi primer pensamiento fue para la Iglesia
Católica y sus misas para el reposo del muerto. Fui a la Catedral y di unas vueltas,

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como si me interesase todo aquello que he mencionado —las supersticiones de un
centenar de tribus salvajes—. En el fondo, no pude discernir entre sus bárbaros ritos y
los de la cristiandad.
Como quiera que fuese, me confundí. Los sacerdotes se negaron a rezar por el
alma de un hereje.
Regresé apresuradamente a casa y volví al velatorio. Nada había cambiado,
excepto la intensificación del temor, la intensificación de la soledad: un
ensimismamiento total en la ignominia. Yo podía, no obstante, esperar que en el
estancamiento final de todas las fuerzas vitales la muerte fuese definitiva y el infierno
se aniquilase.
Esto provocó una corriente de pensamiento que terminó con la determinación de
acelerar el proceso. Pensé levantarle la tapa de los sesos, pero no tenía motivos para
hacerlo. Pensé congelar el cuerpo e imaginé una explicación para el enfermero, que
rechazaba que el frío pudiera animar su alma más que el vacío sin límites de lo
oscuro.
Pensé decirle al doctor que Arthur hubiese deseado legar su cuerpo a la ciencia,
que le preocupaba ser enterrado vivo, cualquier cosa que le hiciese pensar. En aquel
instante miré al espejo. Comprendí que no debía hablar. Mis cabellos eran blancos,
mi rostro cansado y mis ojos violentos e inyectados en sangre.
Con total impotencia y desdicha, me eché en el sofá del estudio y fumé
ansiosamente unos cigarrillos. El alivio era tan inmenso que mi sentido de la lealtad y
el deber mantuvo una dura lucha para hacerme reemprender la labor. La mezcla de
horror, curiosidad y excitación debió de ayudar.
Apagué mi quinto cigarrillo y regresé a la estancia de la muerte.

VI
Antes de que hubiera pasado diez minutos sentada a la mesa, tuvo lugar, con
sorprendente rapidez, un cambio. En un punto del vacío se acumuló, de forma
concentrada, la oscuridad; y sobrevino una llama diabólica que brotó sin destino,
desde la nada hacia la nada. El más nocivo hedor la acompañó.
Había desaparecido antes de que pudiese darme cuenta. Como el rayo que
precede al trueno, siguió un estruendo horrible que sólo puedo describir como el
lamento doloroso de una máquina.
Se repitió constantemente durante una hora y cinco minutos, y después cesó de
una forma tan repentina como había comenzado. Arthur aún descendía.
Le siguió, tras un lapso de cinco horas, otro paroxismo de la misma clase, pero
más fuerte y continuo. Luego, otro silencio, siglo sobre siglo de temor, soledad e
ignominia.

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Sobre la media noche, apareció un océano gris de entrañas bajo el alma que
descendía. El océano parecía ser ilimitado. El alma entró impetuosamente en él, y el
choque la despertó a una nueva consciencia de las cosas.
Este mar, aunque infinitamente frío, hervía como los tubérculos. Su más o menos
homogénea viscosidad, cuyo hedor va más allá de cualquier concepto humano (el
lenguaje humano es singularmente deficiente en cuanto a términos que describan
olores y gustos; siempre relacionamos nuestras sensaciones con cosas de
conocimiento general)[2], brotaba de manera constante en forma de verdosas
ebulliciones con coléricos cráteres rojos, cuyas márgenes dentadas eran de un blanco
pálido y vertían un pus formado por todas las cosas conocidas por el hombre —cada
una de ellas deformada, degradada, vilipendiada.
¡Cosas inocentes, cosas felices, cosas sagradas! ¡Todas ellas inexplicablemente
profanadas, repugnantes, nauseabundas!
Durante el velatorio del día siguiente, reconocí un grupo. Vi Italia. Primero la
Italia del mapa: una pierna calzada con una bota. Pero dicha pierna cambió
rápidamente a través de una miríada de fases. Se transformó en la pata de todas las
bestias y pájaros, y en cada ocasión la pata sufría todas las enfermedades, desde la
lepra y la elefantiasis a la escrófula y la sífilis. Tenía la seguridad de que esto era una
parte inseparable y eterna de Arthur.
Luego Italia misma, con todos sus sucios pormenores. Después yo misma, vista
como cada una de las mujeres, y cada una con todas las enfermedades y torturas que
la Naturaleza y el hombre han tramado con sus diabólicas mentes, cada una
consumida por una muerte, una muerte como la de Arthur, cuyos infinitos tormentos
formaban parte de sí mismo, eran reconocidos y aceptados como propios.
Lo mismo ocurrió con el hijo que nunca tuvimos. Todos los niños de todos los
países, abortados, increíblemente deformes, torturados, desgarrados en pedazos,
maltratados mediante todas las obscenidades que la imaginación de un archidemonio
haya podido concebir.
Y así con cada pensamiento. Me percaté de que los putrefactos cambios del
cerebro del muerto ponían en movimiento cada uno de sus recuerdos y los tiznaban
del color del propio infierno.
Cronometré un pensamiento, y a pesar de la miríada de millones de detalles, cada
uno claro, vivido y prolongado, no se extendía más de tres segundos. Pensé en la
incalculable formación de pensamientos de su bien dotada mente; comprendí que ni
siquiera miles de años los agotarían.
Pero, quizá, si el cerebro fuese destruido de forma que no se reconociesen sus
partes…
Siempre hemos supuesto, de forma casual, que la consciencia consiste en un flujo
de sangre de los vasos del cerebro; nunca nos hemos detenido a pensar si los
recuerdos pueden ser recuperados de alguna otra forma. E incluso sabemos cómo un
tumor cerebral origina alucinaciones. La consciencia funciona de un modo extraño; la

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mínima perturbación del riego sanguíneo, y se apaga como una vela, o incluso toma
formas monstruosas.
Aquí residía la aplastante verdad: vive de nuevo en los muertos, y vive para
siempre. Ya podíamos saber algo de ella; la fantasmagoría de la vida que se agolpa en
la muerte de un ahogado puede sugerir algo sobre la especie a cualquier hombre cuya
imaginación sea activa y simpatética.
Peor incluso que los mismos pensamientos era la aprensión que dichos
pensamientos producían antes. Carbunclos, ebulliciones, úlceras, cánceres, no existe
equivalente a las pústulas del infierno, en cuyas hirvientes convulsiones se hundía
Arthur cada vez más y más.
La magnitud de esta experiencia no puede ser aprehendida por la mente humana
como la conocemos. Estaba convencida de que el final debía llegar, para mí, con la
cremación del cuerpo. Me alegré infinitamente de que él hubiera dejado instrucciones
para que ésta se realizase. Mas para él, final y principio parecían no tener significado.
Debido a ello, me pareció oír el pensamiento real de Arthur: «Aun cuando todo esto
soy Yo, no es más que un percance mío; permanezco tras todo ello, inmune, eterno».
No debe suponerse que esto disminuía, en modo alguno, la intensidad del
sufrimiento. Al contrario, la aumentaba. Ser odioso es menos que estar vinculado al
odio. Sumergirse en la impureza es ser inmune al hastío. Salvo hacer esto y
permanecer puro, cualquier infamia aumenta el dolor. Piensa en la Madonna, presa en
el cuerpo de una prostituta y forzada a reconocer: «Ésta soy yo», sin que nunca pueda
librarse de su odio.
No sólo emparedado en el infierno, sino obligado a participar de sus sacramentos;
no sólo gran presbítero de su ágape, sino también padre y difusor de su culto; un
Cristo al que repugnaba el beso de Judas, sabedor —incluso— de que la traición era
él mismo.

VII
A medida que avanzaba la putrefacción del cerebro, el estallido de las pústulas lo
recubría ocasionalmente, dando como resultado que la confusión e intensificación de
la locura era superior al mismo infierno. Alguien podría llegar a pensar que cualquier
confusión pudiera ser un bienvenido descanso ante una lucidez tan espantosa; pero no
era así. La tortura se infiltraba con un demoledor sentido de turbación.
Las imágenes nacían amenazantes, y tan sólo desaparecían agostándose en un
coprolito pultáceo que era el cuerpo principal del ejército del que se componía
Arthur. El fenómeno crecía de manera constante y en todos los sentidos a medida que
él se hundía cada vez más. Ahora eran una jungla en la que la oscuridad y el terror de
su totalidad incluso eclipsaban gradualmente el odio a cada una de sus partes.

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La locura de los vivos es algo tan abominable y terrible como desalentar a todos
los corazones humanos con el horror; pero ¡no es nada en comparación con la locura
de los muertos!
Una complicación más surgió, entonces, en la destrucción completa e irrevocable
de ese mecanismo de compensación del cerebro que es la base del sentido temporal.
Horriblemente degradado y deformado, puesto que había en la perturbación del
cerebro una gelatina amorfa de la que brotaban, de pronto, enormes, unos tentáculos
insospechados, su destrucción lo dividió en mil abismos más profundos. El sentido de
la misma sucesión fue destruido, los objetos consecutivos aparecían como
superpuestos o coincidentes en el espacio; una nueva dimensión descubierta; una
nueva destrucción de todas las limitaciones desenmascaró un nuevo e insondable
abismo.
A todo esto se le añadió el desconcierto y temor que la agorafobia mundana
trazaba débilmente; y, al mismo tiempo, el emparedamiento que pesaba sobre él,
puesto que no existe fuga posible desde el infinito.
Además, la desesperación ante aquella monótona situación. Infinitamente
variados, los fenómenos eran esencialmente los mismos. Todas las tareas humanas
están alumbradas por la certeza de que deben terminar. Incluso nuestras alegrías
serían intolerables si tuviéramos la certeza de que hubieran de durar, por encima del
tedio y el hastío, por encima del cansancio y la saciedad, para siempre, eternamente y
para siempre.
En este inhumano, en este preterdiabólico infierno se da una fatigosa repetición,
un machacar sobre la misma discordia odiosa, un continuo refunfuño cuyos intervalos
no ofrecen descanso alguno, sólo un suspense rebosante con la anticipación de un frío
terror.
Durante horas, que fueron para él eternidades, continuó esta fase, como celdas
diversas que guardasen el recuerdo de una memoria que padecía cambios
degenerativos que la conducían a una purulencia hiperbrómica.

VIII
La instantánea corrupción bacteriológica supuso la corrupción química. Los
gases, formados por la putrefacción en el cerebro y que lo habían atravesado, se
materializaban en su consciencia mediante pústulas que se mostraban amorfas e
impersonales —Arthur todavía no había penetrado en el abismo.
Arrastrándose, elevándose, abrazándolo, el Universo lo envolvía, lo forzaba con
una íntima e indescriptible contaminación, rodeaba su ser con el más asfixiante terror.
De vez en cuando, la consciencia se anegaba en una sima que su pensamiento era
incapaz de describirme; porque, realmente, incluso el primero y menor de sus

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tormentos está mucho más allá de la capacidad de expresión humana.
Era un dolor que se extendía constantemente, que se intensificaba con cada
descargo de ira. Aumentaba la memoria y crecía la inteligencia. Igualmente, la
imaginación desconocía límites.
¿Qué significa esto y a quién puedo contarlo? La mente humana no puede
realmente apreciar los números más allá de cierta cantidad; puede tratar con ellos
mediante el raciocinio, pero no puede aprehenderlos mediante impresión directa. Se
requiere una inteligencia altamente entrenada para poder distinguir en un plato entre
quince y dieciséis cerillas sin contarlas. Con la muerte, esta limitación desaparece
totalmente. Cada elemento del contenido infinito del Universo se comprende de
forma independiente. El cerebro de Arthur era igual, en cuanto a poder, al que
atribuyeron los teólogos al Creador; pero a pesar de su poder ejecutivo, no existía
semilla alguna. La impotencia del hombre ante las circunstancias estaba en él
aumentada infinitamente, sin pérdida de detalle o cantidad. Comprendió que lo
Múltiple era el Uno, sin perder o confundir la idea de lo singular. Él era Dios, mas un
Dios irreparablemente maldito; un ser infinito, limitado por la naturaleza de las cosas,
una naturaleza compuesta únicamente por la repugnancia.

IX
Albergaba una mínima duda en cuanto a que la cremación del cuerpo de mi
marido acabara con el proceso que, normalmente, en los enterrados continúa hasta
que no queda rastro de sustancia orgánica.
El primer contacto con el horno despertó una actividad tan violenta y tan viva que
todo el pasado palideció ante su luz cárdena.
No puede describirse la inextinguible agonía del tormento; si existía alivio, sólo
se daba por la alegría de saber que era el final.
No sólo el tiempo, sino también todas las extensiones del tiempo, todos los
monstruos de las entrañas del tiempo iban a ser aniquilados; incluso para el ego cabía
esperar un final.
El ego es el «verme que no muere», y la existencia el «fuego que no se extingue».
En esta pira universal, en este abismo de lava líquida que brota de los volcanes del
infinito, en este «lago de fuego» que está reservado al demonio y sus ángeles, ¿no
puede tocarse fondo? ¡Ah! ¡No había más tiempo, ni representación alguna de ello!
El cuerpo se consumió; los gases del cuerpo, combinándose una y otra vez, se
encendieron, libres de materia orgánica.
¿Dónde estaba Arthur?
Su cerebro, su personalidad, su vida, habían sido destruidos totalmente. Como
elementos separados, sí: Arthur había ingresado en la consciencia universal.

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Y oí esta expresión; aproximadamente ésta es mi traducción al inglés de una
única idea cuya síntesis es: «Woe»[3]
La sustancia se llama espíritu o materia.
El espíritu y la materia son únicos, indivisibles, eternos, indestructibles.
¡Cambio infinito y eterno!
¡Dolor infinito y eterno!
Ningún absoluto, ninguna verdad, ninguna belleza, ninguna idea; nada excepto el
torbellino de la forma, inquieta, insaciable.
¡Hambre eterna! ¡Guerra eterna! Cambio y dolor infinitos e incesantes.
La individualidad sólo existe en el ensueño. Y el ensueño es cambio y dolor, y su
destrucción es cambio y dolor, y su nueva separación desde el infinito eterno es
cambio y dolor; y la sustancia infinita y eterna es cambio y dolor inefables.
Más allá del pensamiento, que es cambio y dolor, se halla el ser, que es cambio y
dolor.
Éstas fueron sus últimas palabras inteligibles, que se convirtieron en un eterno
lamento: «¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe!», con una monotonía
incesante que resuena siempre en mis oídos cuando permito que mi pensamiento
frene su actividad al oír la voz de mi sensorio.
Durante el sueño, estoy parcialmente protegida, y mantengo siempre encendida
una lámpara para poder fumar en la habitación. Muy a menudo en mis sueños late un
reiterado ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe! ¡Woe!

X
La fase final es totalmente inevitable, a menos que creamos en las teorías
budistas, cosa que, en cierto modo, me veo inclinada a hacer; ya que su teoría del
Universo confirma de forma precisa cada uno de los detalles de los hechos aquí
recogidos. Pero una cosa es reconocer una enfermedad, y otra descubrir el remedio.
Sinceramente me indignan sus métodos, preferiría conformarme con mi destino final
y alcanzarlo tan pronto como sea posible. Mi principal preocupación consiste en
evitar las torturas iniciales, y estoy convencida de que la explosión de un cartucho de
dinamita en la boca es el método más factible para lograrlo. Incluso existe la
posibilidad de que si todas las mentes que piensan, todos «los seres espirituales»,
fueran destruidos de este modo, y especialmente si toda la vida orgánica pudiera ser
aniquilada, el Universo dejaría de existir (como el obispo Berkeley ha demostrado),
sólo podría existir en alguna mente. Y, en realidad, no existe evidencia alguna (a
pesar de Berkeley) en torno a la existencia de una conciencia extrahumana. La
materia en sí misma puede, hasta cierto punto, pensar; pero la monotonía de su dolor
no es tan horrible como su odio, como la formación de altas y sagradas ideas sólo

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para arrastrarlas lentamente a través de la infamia y el terror hacia el abismo
conocido.
En consecuencia, deberé hacer que este recuerdo se difunda ampliamente. Los
cuadernos sobre mi trabajo con Arthur (vols. I-CCXIV) serán editados por el profesor
Von Buehle, cuya maravillosa inteligencia quizá pueda descubrir alguna salida al
destino que amenaza a la humanidad. Todo está ordenado en estos cuadernos; estoy
dispuesta a morir, ya que no puedo esperar mucho más, y sobre todas las cosas temo
el principio de la enfermedad y la posibilidad de una muerte natural o accidental.

NOTA

ME siento satisfecho de tener la oportunidad de publicar, en un medio tan


ampliamente leído por la profesión médica, el manuscrito de la viuda del profesor
Blair.
Su mente se desquició tras la muerte de su marido. El médico que lo atendió
durante su última enfermedad se alarmó por el estado en que se encontraba ella y
tuvo que vigilarla. Ella intentó (sin éxito) adquirir dinamita en varias tiendas, y
cuando fue al laboratorio de su difunto esposo, intentó elaborar cloruro de nitrógeno,
obviamente con el propósito de suicidarse. Fue detenida, declarada enferma, y puesta
a mi cuidado.
El caso es muy poco normal en varios aspectos:
1) Nunca descubrí inexactitud en una información o hecho verificable.
2) Podía, sin duda, leer los pensamientos de una forma asombrosa. En particular,
me es muy útil por su habilidad para predecir ataques de demencia aguda en mis
pacientes. Puede predecirlos con exactitud horas antes de que ocurran. La primera
ocasión, mi incredulidad sobre su poder tuvo como resultado una grave herida para
uno de mis ayudantes.
3) Ella combina una obsesiva determinación hacia el suicidio (en la forma
extraordinaria que lo describe) con un intenso miedo a la muerte. Fuma sin
interrupción, y me veo obligado a fumigar su habitación con humo por la noche.
4) Tan sólo tiene 24 años, pero cualquier opinión competente diría que tiene
sesenta con la misma exactitud.
5) El profesor Von Buehle, a quien fueron enviados los cuadernos, me dirigió un
largo telegrama urgente en el que solicitaba su libertad a condición de que ella
prometiese no suicidarse e ir a trabajar con él a Bonn. He comprobado, no obstante,
que los profesores alemanes, aunque eminentes, no tienen ninguna fuerza en la
gerencia de un manicomio privado de Inglaterra; y tengo la certeza de que los
Comisionados me apoyarán en mi negativa a considerar el tema.

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Debe quedar, pues, claramente entendido que este documento se publica, con
todas las reservas, como la hipótesis de un muy peculiar, quizá único, tipo de locura.

V. ENGLISH (Doctor en Medicina)

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SU PECADO SECRETO

I
TEODORO Bugg había hecho de Inglaterra lo que era. En los últimos cuarenta y
dos años había pasado de ser el chico de los recados a ser el mayor comerciante de
los Midlands. Veintiocho años de felicidad matrimonial lo habían dejado con la
conciencia limpia y una tumba que, desde hacía cinco años, guardaba «la memoria de
mi amada viuda», tal y como había escrito hasta que el empleado y una rolliza
hermana —que acababa de cumplir veinte años— sugirieron una mínima alteración.
Ojalá pudiera detenerme aquí. Pero existe un lado tosco en cualquier lienzo, y
Teodoro Bugg había olvidado todo sobre Inglaterra y sobre lo que es ahora, y cómo él
la había construido. Si la labor continuaba, era subconsciente.
Estaba de pie al lado de la estatua dorada de Juana de Arco, con la boca abierta
ostensiblemente y el débil Baedecker en su sudorosa mano. «¡Monta a horcajadas!»
La locura confusa palpitaba en su cerebro. «¡Va vestida con ropas de hombre!»
Se desveló la horrible verdad: ¡Teodoro Bugg había ido a París por Placer!
Sólo había podido disponer de dos días, el domingo y el lunes de Pentecostés.
Había viajado en el barco nocturno del sábado y llegado a París el domingo por la
mañana —¡primer paso descendente!—. El aire de París le embriagaba, los Grandes
Bulevares le corroían su fibra moral como un dragón mastica mantequilla; y aunque,
realmente, no había estado en ningún sitio, sentía la atmósfera de los music-halls
como Ulises oyó a las Sirenas. Estaba felizmente atado al mástil de su ignorancia del
francés, y sin su temor a hacer a cualquiera tan singular pregunta, habría podido
descubrir y visitar el Moulin Rouge.
Como existía, Juana de Arco era mucho más de lo que era bueno para él. La miró
fijamente, encantado como por una basilisca, sus ojos se le salían cada vez más del
rostro, como si su sentido de la moral arrastrara su cuerpo marcha atrás a lo largo de
la Rue de Rivoli. De esta forma chocó con un francés respetable (que se negó a
tomarlo en serio y se disgustó).
Sacó su reloj. Sólo faltaba una hora y media para coger el tren. Justo cuando
comenzaba a divertirse. ¡Qué vergüenza! No podía siquiera enviar un telegrama sin
hacer saber a alguien dónde estaba —y en casa le suponían visitando una conocida
empresa de Shropshire.
«Tendré un recuerdo», pensó, «si muero por ello, tendré… no importa». «Puede
también que un papanatas me cuelgue como a un cordero. Pareceré un cerdo total. Sé
que hay tiendas cerca de aquí.»
Así pues, volviendo, con nerviosismo y determinación, vio —cuando invocas al
diablo siempre está a medio camino de ti— el escaparate de una tienda lleno de
fotografías de pinturas y esculturas del Louvre. Miró calle arriba y calle abajo —la

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visión de un sombrero de copa podría haberle salvado incluso en el decimoprimer
momento. ¡Pero no! Nadie parecía, bajo ningún concepto, inglés, ni siquiera en su
acalorado recelo por descubrirlo.
Se asomaba y escondía por instantes, como un hombre que espiara en un juego
peligroso, y luego, con súbito disimulo, apoyó su espalda en la puerta, giró el pomo y
se deslizó hacia el interior de la tienda.
—¿Avvy-voo photographiay? —dijo apresuradamente, mirando hacia el otro
lado.
—Sí señor —contestó el dependiente en un inglés perfecto—. ¿Qué es lo que
quiere el señor? ¿Fotografías de París, de Fontainebleau, del Louvre, de Versalles?
Pero el inglés no era del propósito de Teodoro Bugg. Casi huye de la tienda. Una
voz en inglés —¡era casi un milagro!
—Kelker descubre —murmuraba tercamente—. Kelker descubre tray sho. Voo
sawy, tray tray sho, ¡par prope!
El vendedor, no lo bastante experto como para dominar su desazón ante aquel
poco corriente lance, le mostró algunos libros de fotografías.
—Quizá el señor encuentre aquí lo que busca —dijo fríamente.
Furtiva y apresuradamente, su vista se bifurcó entre el libro prohibido y la puerta
de la tienda. Su único resguardo ante cualquier intrusión era la idea de que nadie que
entrase estaría en situación de echarle piedras al culpable, así que Teodoro Bugg
volvió las páginas.
El libro comenzaba mansamente con la Victoria Alada y sólo se metía en los
rápidos con la Gioconda. Desde allí, como en el Niágara, una zambullida en el
abismo: la Venus de Milo.
La sangre le incendiaba el rostro, su respiración se tornó rápida y vehemente. Con
dedos nerviosos, que temblaban de excitación, apartó la fotografía de su hoja y se la
mostró a medias al propietario con este susurro:
—¿Combyang?
—Treinta sous —dijo el vendedor en su francés más veloz. Y, en inglés—:
Aceptamos dinero inglés aquí, señor; diez chelines, por favor. ¿Quiere que se la
envuelva?
Pero Bugg buscaba en el fondo del bolsillo y, poniendo un soberano en la mano
del hombre, salió apresuradamente sin mirar hacia atrás, dispuesto a poner tiempo y
espacio entre él y su comprometida situación.
Corrió hacia el hotel, no sin más de una mirada sospechosa sobre su hombro, e
hizo la maleta. Le sobraban diez minutos. Cerró la puerta despacio, se sentó con su
maleta bajo la luz, sacó del bolsillo la fotografía y se entregó a un gozo largo y
voluptuoso.
Después, el limpiabotas llamó a su puerta para decirle que había llegado el taxi, y
Bugg, más noble que Lord Harvard de Effingham, guardó su tesoro en el bolsillo,
abrió la puerta, y gritó:

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—¡Venny!

II
Teodoro Bugg pagaba, un año más tarde, el precio de su debilidad. Había
permitido que Gertrudis asistiese a clases de Arte, aunque él lo creía pecaminoso.
Pero había llegado a temer a su hija, y —en asunto tal especialmente— era incapaz
de discutir con ella.
Por esta razón intentaba, en ocasiones, convencerse de que no había «nada malo
en ello». Un hermano capillero le había mirado con recelo cuando las noticias acerca
de las «ideas avanzadas» de Gertrudis fueron conocidas, pero Teodoro se lo había
reprochado con resolución, severamente, mediante la ocurrente observación de que
«para los puros todas las cosas son puras». Saber cuándo mostrarse atrevido, era lo
que había hecho de Teodoro el buen hombre de negocios que era.
Y muy audaz es, por cierto, quien convierte en cobardes a todos los demás. ¡La
vergüenza secreta de sus orgías! Una noche cada semana —¡una vez incluso un
domingo!— después de que todos se hubieran ido a dormir, abría la pequeña caja que
estaba a la cabecera de su cama y sacaba la obscena fotografía del envoltorio, en el
cual estaba escrito: «Si muero o quedo incapacitado, ESTE PAQUETE debe ser
DESTRUIDO SIN ABRIRLO. T. Bugg». Después se sentaba, y la sostenía entre sus
ardientes manos, y se deleitaba con la perversidad, acercándola de cuando en cuando
a su boca para cubrirla de besos húmedos y ansiosos. Y después, guardada de forma
segura otra vez, se desnudaba con evidente fervor. Incluso, en una ocasión, intentó —
con la ayuda de una toalla de baño— reproducir la postura ante el espejo. Y no vio
nada ridículo en ello, igual que no veía nada bello en la fotografía. La desnudez es
lujuriosa, creía su sencillo evangelio de la estética.
La vergüenza lo movió, además, hacia medidas de expiación o de precaución.
Leía las plegarias familiares dos veces al día en lugar de una, y aceptó la presidencia
de la reunión anual de una Sociedad para Enviar Pantalones a los Indostanos
Conversos. Como todos sabían en los Midlands, los «indostanos» eran Salvajes
Desnudos.
Y despidió al palafrenero por beber en domingo.
Mas si por medio de estos recursos salvó su conciencia, no hizo nada para
reprimir la incipiente inclinación de Gertrudis hacia su independencia de
pensamientos y actos. Había sido una escena muy desagradable aquella en la que tiró
al fuego el libro de Mudie (yo creía que se podía tener confianza en Mudie) titulado
Los bacilos robados, que creyó groseramente inmoral. (Una sucia basura acerca del
amor libre o algo así, ¿no?)
Teodoro Bugg no era un hombre sensible; un exceso de benevolencia intuitiva era

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lo que no había hecho de su vida un infierno; pero él sabía que sus relaciones
domésticas eran tirantes. Especialmente desde que «esa Sra. Grahame había
evidenciado su amistad con Gertrudis». La coronelía de su marido era el dorado de la
píldora; pero ésta era amarga, puesto que la señora Grahame iba motorizada e,
incluso, jugaba al golf los domingos en lugar de ir a la iglesia, y una o dos veces se
había llevado a Gertrudis con ella, para escándalo del vecindario.
El coronel Grahame también le crispaba los nervios, a pesar de la «rectitud de su
trato».
Tales pensamientos pasaban torpemente por él mientras esperaba a que su hija
regresase de la clase de Arte para tomar el té. Mas cuando llegó, con el portafolio
abrazado, su belleza y el esplendor de su actividad continua y natural le obligaron a
ser amable.
Bajo estas circunstancias, la conversación tiende a ser artificial; pero Gertrudis
era alegre y locuaz, y el té transcurrió placenteramente hasta que los ojos de su padre
se dirigieron infaustamente sobre el portafolio.
—¿Y qué ha estado haciendo mi pequeña hada últimamente? —preguntó con
elefantina agilidad.
—Oh, principalmente bocetos, padre. Esta semana estamos copiando las antiguas
obras maestras griegas. Permíteme que te los enseñe, querido padre.
Abrió el portafolio y pasó las láminas.
—Estoy progresando de forma brillante. Mr. Davis cree que tengo que ir a París
para estudiar con más medios. Permítemelo.
—¿Cómo puedes pensar en algo así, Gertrudis? ¡Mi hija! ¡¡¡Estudiar con más
medios!!! ¡De ninguna manera! Un poco de diseño es un buen complemento para una
chica joven, pero…
Sus mandíbulas se cerraron. Un bello esbozo a lápiz fino era lo que sostenían sus
dedos frenéticos; pero no confundió el asunto.
—¡Desgraciada! —gritó—, ¿dónde obtuviste el… el… el… Maldita sea todo,
¿qué te llama a ello? El… ¡ay! ¡eso es!
»¿Quién es el modelo de esta vil, inmunda, lujuriosa, obscena y libidinosa idea?
¡Maldita sea! ¡Eres tan perversa como la prima Jenny! (La prima Jenny era una
mancha en la familia de los Bugg.) ¡Es usted una ramera, señorita!
Después, con un tremendo cambio, como si la verdad le iluminase:
—¡Oh Dios mío! ¡Maldito seas! —gritó—, ¿cómo conseguiste las llaves de mi
caja?
La muchacha se quedó más fría que la piedra, pero existía un nuevo brillo en su
mirada, y si el fruncir de los labios pudiera enterrar a un gusano, esos labios eran los
suyos y aquel gusano el autor de su vida. Ella se había apartado como lo haría alguien
a quien le saltase un sapo encima, y el color primero de su rostro se había convertido
instantáneamente en el hielo más letal.
Bugg se apercibió de su error, de su montón de errores. Allí estaban todos excepto

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uno, uno más que cometió; y, al encontrarse en la parrilla de la revelación, brotó el
fuego de lo irrevocable y de lo que no podía olvidarse. Su gruesa papada y su rostro
tosco se crisparon, se dejó caer sobre sus rodillas y estrechó, juntas, sus manos.
—¿Así que me descubriste? ¡No, no abandones a tu pobre y anciano padre,
Gertrudis! ¡Mi pequeña Gertrudis!
Hubo un silencio.
—Perdóname, padre —dijo la muchacha por fin—, pero acabo de sufrir una
impresión de ti por primera vez en mi vida, y ha sido casi una conmoción. Debo
pensar.
Y permaneció inmóvil hasta que su desventurado padre llamó su atención al
regresar a la silla de mimbre.
—No toques cosas sagradas —dijo de repente, y retiró el esbozo de su mano
inerte, colocándolo con reverencia en el portafolio. Este hecho pareció decidirla—.
Te mandaré una dirección para que envíes mis cosas —dijo, y salió al jardín.
Teodoro Bugg se sintió aturdido. «Cosas sagradas», había dicho ella. ¡Llamó
sagrada a aquella lujuriosa fotografía francesa!
¿Era el Pecado Original, o era aquella nueva idea sobre la que hablaba la gente?
… ¿qué era? ¡Ah! la herencia. ¿Herencia? ¿Su pecado secreto se convertía en patente
infamia de su hija? ¡Los pecados de los padres se reproducían exactamente en los
hijos!
Estaba arriba, en su habitación. Debía destruir aquel execrable objeto: Debía
destruirlo. ¡Ah!, sí. Él había corrompido a Gertrudis teniéndolo en casa. Debía
comportarse como un padre católico, pero ¿qué haría un padre católico?
Tenía una cerilla encendida, pero no podía quemar el ángulo del paquete. El
silencio de la casa lo sacudió; sabía que su hija no regresaría jamás y, en un arrebato
de ira, pisoteó el envoltorio como una bestia salvaje destroza un cadáver.
Lo tiró sobre la parrilla vacía, quemó el papel que lo cubría y observó cómo se
quemaba totalmente. Después, tras ahogar un sollozo, se dirigió hacia el cajón de la
vitrina y sacó el revólver que había comprado (y cargado, gracias a las instrucciones
del vendedor) para defenderse de los ladrones.
Sí, debía suicidarse. Tiró atrás del martillo. Un sudor frío recorría su rostro
fláccido. No podía; y, además, ¿cómo? Recordó muchas historias de aquellos que se
habían disparado sin éxito. Buscó su corazón y no lo encontró, se preguntó si se
habría parado y si estaría muerto; y se apoderó de él un miedo que paralizó toda su
voluntad. Se imaginó yacente, muerto.
—¡No, por Dios! ¡No puedo hacerlo! —gritó, y volvió a meter la pistola en el
cajón.
Y puesto que intervino la fortuna, el cañón dio un estallido. La bala le rompió la
mandíbula, arrancó cuatro molares, destrozó el pómulo, redujo a pulpa el ojo derecho
y salió oblicuamente por el frontal, encontrando alojamiento en el techo. Perdió el
sentido y cayó. Su cabeza golpeó sobre la parrilla en la que todavía humeaban las

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cenizas de la fotografía.
Pasaron tres meses antes de que se recobrase, y sólo le quedó la mitad del rostro
para enfrentarse al mundo. Todavía cree que Gertrudis lo dejó porque a los chicos les
había dado por llamarle «viejo Venus». Pero estaba equivocado, los muchachos
tenían sus razones estéticas para tal nombre.
Gertrudis, en todo caso, está demasiado ocupada como para molestarse por él;
puesto que, tras un año en el Barrio Latino, si no ha podido superar a Degas, Manet y
Van Gogh, ha conquistado, al menos, al gran pianista Wlodywewsky, y ocupa todo su
tiempo en la administración de la casa y el cuidado de su hijo.
Teodoro Bugg no necesita ayuda de su hija para su escultura moral de los destinos
de Inglaterra.

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EDWARD ALEXANDER CROWLEY (1875-1947), fue una imagen en negativo de
su época: poeta, alpinista, viajero, escritor, pintor, drogadicto y bisexual, pero sobre
todo, mago. Ex miembro de la Hermandad Hermética Golden Dawn, su fama de
satanista y practicante de magia negra le valieron el epíteto de «hombre más perverso
del mundo». Muchos han sido los defensores y detractores de su figura —retratada de
forma completa en la excelente biografía de John Symonds (La Gran Bestia, El Ojo
sin Párpado, n.º 38)—, pero lo que de ninguna manera se puede negar es que Aleister
Crowley ha sido «el más grande, el más inquietante y, posiblemente, el único mago
occidental del siglo XX».

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Notas

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[1] Una de las grandes crueldades de la naturaleza es la de que todas las emociones

dolorosas o depresivas parecen alargarse en el tiempo; mientras que los pensamientos


agradables y humores elevados hacen volar al tiempo. Así pues, al resumir una vida
desde un punto de vista externo, podría dar —en el supuesto de que la alegría y el
dolor hayan ocupado períodos iguales— la impresión de que el dolor ha sido
enormemente mayor que la alegría. Esto puede discutirse. Virgilio dice: «Forsitan
haec olim meminisse juvabit», y existe, al menos, un escritor moderno absolutamente
versado en el pesimismo que es muy optimista. Mas los nuevos hechos que aquí
expongo anulan esta aserción y arrojan un espadazo de infinito peso sobre esta
trémula e insignificante escala. <<

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[2] Ésta es mi queja principal, y la de todos los investigadores por un lado y de los

escritores por otro. Sólo podemos expresar una idea nueva combinando dos o más
ideas conocidas, o mediante el uso de la metáfora; así como cualquier número puede
formarse a partir de otros dos. James Hinton poseía indudablemente una idea gráfica
perfecta, simple y concisa, de la «cuarta dimensión del espacio»; pero encontró
grandes dificultades para transmitirla a los demás incluso cuando éstos eran grandes
matemáticos. Es (creo) el mayor escollo que se opone al progreso humano: el que
grandes hombres supongan que serán comprendidos por otros.
Incluso un maestro del inglés diáfano como es el profesor Huxley, ha sido tan
malinterpretado que se le ha atacado —en repetidas ocasiones— por hacer
afirmaciones que él había negado específicamente en su más claro lenguaje. <<

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[3] Conservo el término inglés debido a su capacidad fónica de sugerencia ([uóu]),

capacidad de la que carecen sus posibles equivalentes en español (dolor, pena,


angustia, etc.). (N. del T.) <<

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