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Foucault: loquor ergo sum

Luis Nicolás Pietanza1

Yo digo que las estrellas le dan gracias a la noche, porque encima de otro coche no
pueden lucir tan bellas; y digo que es culpa de ella —de la noche— el universo,
cual son culpables los versos de que haya noches y estrellas.

Silvio Rodríguez, “Yo digo que las estrellas”.2

La ciencia, vindicada como la pretensión de conocimiento verdadero, universal y


apodíctico, como tribunal de verdad extrahistórico, la ciencia, decíamos, entendida
desde una visión kantiana o cartesiana, no tiene cabida en los desarrollos teóricos de
Foucault. Muy por el contrario, es forzoso que procuremos pensar, tanto al sujeto y al
conocimiento como a las prácticas discursivas, comprendiéndolos como
inexorablemente situados en una específica órbita así histórica como social. De igual
forma, no podemos intentar abogar por una identidad entre ciencia y saber, pero
tampoco postular a este último como un estadio previo de aquélla. En efecto, no se trata
aquí de guiarnos por un criterio evolutivo merced al cual podríamos deslindar –
determinar líneas de desarrollo, fases, etc.- un grado precientífico de otro, ya
indubitablemente científico, en el cual el saber estaría equipado con todas las
esencialidades de la ciencia moderna; pero tampoco se trata de propugnar un principio
1 Luis Nicolás Pietanza es argentino, Profesor en Educación Superio de Lengua y Literarura y docente
en escuelas de enseñanza media en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en la Provincia de Buenos
Aires.

2El acápite del presente trabajo debería ser, inobjetable y necesariamente “En el
principio era el Verbo, y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios”, sin embargo,
preferimos que la estrella que nos guíe sea el canto fugaz de un isleño, y no la perpetua
palabra del dios.

1
teleológico conforme al cual aquellas disciplinas que podríamos calificar de científicas
representarían el momento acabado y último de un proceso obligatorio e inapelable.

No se trata, pues, en el pensamiento de Foucault, de propiciar líneas directrices de


investigación y de crítica- en lo que toca a la reflexión respecto de la ciencia y del saber-
en los términos antedichos.

Lo que aquí importa es hacer a un lado los instrumentos tradicionales de la


epistemología para comenzar a valerse de las armas de la investigación arqueológica:

En lugar de recorrer el eje conciencia-conocimiento-ciencia (que no puede ser


liberado de índice de la subjetividad), la arqueología recorre el eje práctica
discursiva-saber-ciencia. Y mientras la historia de las ideas encuentra el punto de
equilibrio de su análisis en el elemento del conocimiento (hallándose así
obligada, aun en contra suya, a dar con la interrogación trascendental), la
arqueología encuentra el punto de equilibrio de su análisis en el saber, es decir
en un dominio en que el sujeto está necesariamente situado y es dependiente, sin
que pueda figurar en él jamás como titular (ya sea como actividad trascendental,
o como conciencia empírica) (Foucault. 1970:307).

En primer término, no pasemos por alto la mención crítica a la ambición epistemológica


kantiana de validar el conocimiento mediante la instauración de una trascendentalidad –
una trascendencia que ya no es Dios- que vendría a legislar respecto de lo verdadero y
de lo falso- o, en otras palabras, en lo que hace a la certeza en el ámbito del conocer-, y
que actuaría de modo tal que, merced a la operación de la ley trascendente, el
conocimiento científico se demostraría verdadero, necesario y ecuménico.

En segundo término, destaquemos la idea de “que el sujeto está necesariamente situado


en el saber, en un dominio en el cual es dependiente y en el cual no puede figurar jamás
como titular”, ya que nos invita no sólo a hacer a un lado al sujeto trascendental sino
además a comprender al sujeto – empero, también al conocimiento- como un efecto de
prácticas discursivas ancladas socio-históricamente, prácticas discursivas que producen
saberes, determinados dominios del saber en los cuales el sujeto se sitúa. El sujeto es,
así, una situación en el saber, y el saber es “aquello de lo que se puede hablar en una
práctica discursiva […] es también el espacio en el que el sujeto puede tomar posición
para hablar de los objetos de que trata en su discurso […]” (Foucault. 1970: 306). Por lo
tanto, aventuremos lo siguiente: aquel sujeto que sabe es aquel sujeto que -cuando dice
con sanción de verdad respecto del objeto de su saber- habla desde la perspectiva que el
saber le permite, es aquel sujeto a través del cual el saber se vuelve voz- o, si se quiere,
hace uso de la palabra. Aquel sujeto que sabe es, entonces, aquél que, situacionalmente
y merced a determinada práctica discursiva, habla.

En el frontispicio del sujeto bien podría estar inscripta la sentencia que rezara “aquél
que hable, deje, en la puerta de su silencio, toda esperanza de originalidad, toda porfía
de adelantado o de pionero”, porque aquél que habla, cuando habla, está, afirmado en un
saber, afirmándolo, legitimándolo -está modulando mudo el eco del murmullo del “sí”
al interior de un saber, en un espacio en el cual el sujeto se posiciona, habla y, por
consiguiente, sabe. Quien, al modo de Descartes, reincidiera en proferir- desde la
convicción de haberse radicado en el distrito del conocimiento veraz, y fundamentado
en la certidumbre de la consciencia-, cogito ergo sum, estaría, en coloquiales catedrales
paganas –levantadas a pulso con prácticas discursivas-, pronunciando, maquinalmente,
“amén”3.

Así, en tercer término, de todo lo antedicho y a esta altura del modesto, humilde pero
aguerrido despliegue de algunas ideas de Foucault, loquor

ergo sum, nos empieza a parecer un sugestivo axioma4.

3Extra Ecclesiam nulla salus (Dogma de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Aparece, entre otros
lugares, en la Bula Unam Sanctam del Papa Bonifacio VIII, el año 1302. Extraído de Berger y Luckmann,
2001:198). “Fuera de la iglesia ninguno es salvo” es la literal traducción de este dogma que, a los fines
del presente trabajo, rezaría “fuera de un saber nadie puede hablar” o, con más vehemencia, “fuera de un
saber no existe nadie, porque nadie habla”, y, si lo hace, sus palabras son lo que para Macbeth es la vida,
“un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y furia, que no tiene ningún sentido” (Shakespeare.
2010:175).

3
En cuarto término, glosemos los párrafos que a continuación se consignan, pero
guarnecidos ahora con la vislumbre de que, como fruto del esfuerzo por inteligir lo que
en las siguientes escuetas líneas se nos refiere, obtendremos una cifra de cómo, al punto
de mira foucaultiano, se le van a perfilar “saber” y “conocimiento”, de cuáles son –
respecto de este último elemento- las filosofías hacia las que enfila su instrumental
crítico, y, finalmente –en un movimiento de jaque a veinte siglos de reflexión
epistemológica-, de qué relación podríamos cavilar entre “conocimiento” y “ficción”:

Este "previo", se ve bien que no puede ser analizado como un dato, una
experiencia vivida, todavía inmersa totalmente en lo imaginario o la percepción,
que la humanidad en el curso de su historia hubiera tenido que retomar en la
forma de la racionalidad, o que cada individuo debería atravesar por su propia
cuenta, si quiere volver a encontrar las significaciones reales que en ella están
insertas u ocultas. No se trata de un preconocimiento o de un estadio arcaico en
el movimiento que va del conocer inmediato a la apodicticidad […] (Foucault.
1970:305).

Si bien, y al igual que en el parágrafo registrado a primera página, se está haciendo


referencia –concretamente, en el último renglón-, a la epistemología kantiana – repárese
en “el movimiento que va del conocer inmediato a la apocticidad”-, lo que ahora nos
importa hacer ver es que, sustancialmente, aquello que se está confutando es la filosofía
hegeliana, específicamente, la idea primordial de la Fenomenología del Espíritu5, idea
según la cual la racionalidad moderna es el momento último, concluido y perfecto del
desarrollo del espíritu, pero también el momento en el que la humanidad ha recapitulado
4Descubrimos, Deo gratias, pero sin asombro, que incluso las Escrituras Sagradas avalan sobradamente
nuestro recién creado apotegma. Basten, como ejemplo, los siguientes versículos de la carta de Santiago
Apóstol: “3:4 Mirad también las naves; aunque tan grandes, y llevadas de impetuosos vientos, son
gobernadas con un muy pequeño timón por donde el que las gobierna quiere. 3:5 Así también la lengua es
un miembro pequeño, pero se jacta de grandes cosas. He aquí, ¡cuán grande bosque enciende un pequeño
fuego! 3:6 Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros,
y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno.
3:7 Porque toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres del mar, se doma y ha sido
domada por la naturaleza humana; 3:8 pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no
puede ser refrenado, llena de veneno mortal. 3:9 Con ella bendecimos al Dios y Padre, y con ella
maldecimos a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios. 3:10 De una misma boca proceden
bendición y maldición” (Carta de Apóstol Santiago. Santa Biblia: 1936-7).
estadios históricos previos, y en el cual “También el individuo singular tiene que
recorrer, en cuanto a su contenido, las fases de formación del espíritu universal, pero
como figuras ya formadas por el espíritu, como etapas de un camino ya trillado y
allanado […]”(Hegel, 1966, citado en Samaja,1996:169).

Por otra parte, no podemos dejar de señalar – en la penúltima línea del período
consignado- la extremadamente ágil, y apenas insinuada, alusión que se está haciendo a
las “semillas de verdades” de la epistemología cartesiana mediante las parcas palabras
“No se trata de un preconocimiento […]”6.

De esta suerte, nos percatamos de que, habilísima y sucintamente, el párrafo aludido


rezuma lo medular del pensamiento de los tres colosales y egregios fundadores de la
filosofía moderna – en orden histórico y lógico de aparición, Descartes, Kant y Hegel-,
y los invoca, aunque oscuramente, con el objeto de mejor conjurarlos por intermedio del
instrumental crítico de la investigación arqueológica. Así, los pilares seculares del
pensamiento moderno, en los que se afirman las categorías de razón, de verdad, de
certeza, de esencia, de conocimiento acabarán barrenados por los desarrollos teóricos
foucaultianos y, ya en el crepúsculo de los ídolos, se desplomarán como lo que son:
montones de monasterios de palabras, de rumores, de habladurías, de cotilleos, de
chismes, de murmuraciones, de cháchara, de novelerías, de fábulas, en síntesis, de
discursos.

En quinto término, veamos ahora como la totalidad de lo hasta aquí expuesto por
nosotros se afirma sobradamente en las siguientes, iluminadoras palabras:

5 ”Este libro presenta el devenir de la ciencia en general o del saber. El saber en su comienzo, o el
espíritu inmediato es lo que está desprovisto de actividad espiritual, la conciencia sensible. Para
convertirse en auténtico saber o para engendrar el elemento de la ciencia, que es para ella su concepto
puro, este saber tiene que recorrer un largo y penoso camino.” (Hegel, 1972, citado en Châtelet,
1998:146).

6 “Pero yo estoy convencido de que ciertas primeras semillas de verdades impresas por la naturaleza en el
espíritu humano, y que ahogamos en nosotros leyendo y oyendo cada día tantos y tan diversos errores,
tenían tanta fuerza en esa ruda y sencilla antigüedad, que por la misma luz de la mente por la que veían
que debe preferirse la virtud al placer y lo honesto a lo útil, aunque ignorasen por qué esto era así,
conocieron también ideas verdaderas de la Filosofía y de la Mathesis, aun cuando no pudiesen todavía
conseguir perfectamente dichas ciencias” (Descartes. 1984: 84).

5
[Este previo] se trata de unos elementos que deben haber sido formados por una
práctica discursiva para que eventualmente un discurso científico se constituya,
especificado no sólo por su forma y su rigor, sino también por los objetos con los
que está en relación, los tipos de enunciación que pone en juego, los conceptos
que manipula y las estrategias que utiliza. Así, no relacionamos la ciencia con lo
que ha debido ser vivido o debe serlo, para que esté fundada la intención de
idealidad que le es propia, sino con lo que ha debido ser dicho -o lo que debe
serIo-, para que pueda existir un discurso que, lIegado e! caso, responda a unos
criterios experimentales o formales de cientificidad (Foucault. 1970:306) (Las
cursivas son nuestras).

Desenlace fatal de sopesar cabalmente el alcance teórico de las palabras precitadas, no


es otro que el percatarnos de que el hombre, amo y señor de sí mismo y de la naturaleza
-ideal de la modernidad- se nos ha develado como una mera construcción de sentido,
como fruto de positividades que prohijaron determinados saberes; o, en otros términos,
que ha dejado de ser, el hombre, el ser trascendente del señorío de la Razón –
independiente de toda coacción teológica-, y “ha caído”, sujetado – y cuesta abajo en su
rodada arrastra hacia el abismo al mito de la Razón7-, en los dominios de lo inmanente,
en el devenir histórico-social, revelándonos, de ese modo, el hecho concreto de la
construcción de la subjetividad en el seno de formaciones discursivas ínsitas en
inalienables determinaciones socio- históricas.

En sexto término, y para concluir, como corolario de extremar los razonamientos


foucaultianos respecto de la índole discursiva del saber y del sujeto, pero también con el
propósito de dar –a partir de aquello que se pueda inferir de nuestro principal y único
axioma (loquor ergo sum)- con la clave –con alguna clave- que nos permita una
aprehensión más certera de lo explanado a lo largo de estas páginas, leamos, nueva y
cuidadosamente, nuestro epígrafe “Yo digo que las estrellas”, para luego terminar por

7 Mefistófeles - que sabe por diablo pero más sabe por viejo- ya nos había advertido respecto de esta
“caída” de la luz de la Razón: “Te diré una verdad secreta: aunque el hombre, ese pequeño mundo de
locos, suele considerarse un todo, yo soy una parte de la parte que al principio lo fue todo. Soy una parte
de la oscuridad de la que nació la luz, esa luz altanera que le disputa a la madre noche su antiguo rango y
lugar. Sin embargo, aunque se esfuerce no lo logrará, pues la luz está presa de los objetos, surge de los
objetos y los vuelve hermosos. Pero un cuerpo opaco la detiene. Es por ello que esto no durará mucho
tiempo, y pronto los objetos y la luz serán destruidos conjuntamente” (Goethe. 2006: 104).
deducir lo que sigue: los versos, no sólo son culpables de que haya noches y estrellas,
son, además, y en primera instancia, el fundamento del Yo 8- la razón primordial de su
existir, diremos-, de ese Yo que dice -desde, en y por su necesaria situación en un
particular dominio de saber- que las estrellas le dan gracias a la noche, etcétera.

Bibliografía
-Benveniste, Èmile. 1971. Problemas de lingüística general I. México. Siglo XXI
Editores.
-Berger, Peter L. y Luckmann Thomas. 2001. La construcción social de la realidad.
Buenos Aires. Amorrortu.
-Châtelet, Francoise. 1998. Una historia de la razón. Valencia. PRE-TEXTOS.
-Descartes, René. 1984. Reglas para la dirección del espíritu. Madrid. Alianza.
-Foucault, Michel. 1970. La arqueología del saber. México. Siglo XXI Editores.
-Goethe, Johann, W. 2006. Fausto. Madrid. Alianza.
-Samaja, Juan. 1996. El lado oscuro de la razón. Buenos Aires. JVE Episteme.
-Santa Biblia. 2009. Reina Valera. Utha (EUA). Publicaciones de la Iglesia de Jesucristo
de los Santos de los Últimos Días.
-Shakespeare, William. 2010. Macbeth. Madrid. Alianza.

8 «Es en y por el lenguaje como el hombre se constituye como sujeto; porque el solo lenguaje funda en
realidad, en su realidad que es la del ser, el concepto de "ego".
La "subjetividad" de que aquí tratamos es la capacidad del locutor de plantearse como "sujeto". Se define
no por el sentimiento que cada quien experimenta de ser él mismo (sentimiento que, en la medida en que
es posible considerarlo, no es sino un reflejo), sino como la unidad psíquica que trasciende la totalidad de
las experiencias vividas que reúne, y que asegura la permanencia de la conciencia.
Pues bien, sostenemos que esta "subjetividad", póngase en fenomenología o en psicología, como se guste,
no es más que la emergencia en el ser de una propiedad fundamental del lenguaje. Es "ego" quien dice
"ego". Encontramos aquí el fundamento de la "subjetividad", que se determina por el estatuto lingüístico
de la "persona"» (Benveniste. 1971:180-1).

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