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Una alegría espontánea y abundante

Posted on 15 octubre, 2018


Antes de la rotonda de Blas Parera que funciona como acceso al puente
Debenedetti hay un pastizal donde siempre da el sol. Los árboles son pocos
y petisos y los arbustos nunca están frondosos. De tres a cuatro veces por
semana presencio allí la siguiente escena: un perro no hace otra cosa que
exhibir su cariño desesperado (se trepa, lame, se para en dos patas) pero el
tipo con el que anda no le devuelve un mimo a menos que haga alguna
gracia, como por ejemplo sentarse, y ahí sí, entonces, le acaricia la cabeza,
le soba el lomo, lo besa.
Nunca pude sostener un vínculo así con mi gato. Ni con mi gato ni con
nadie: siempre me costó mucho ubicarme por encima, asumir cierto poder
(¿culpa del fantasma del tío Ben?) aunque sea con fines benéficos.
A veces me pregunto si ese amor dirigido, si ese vínculo, por así decirlo,
vertical, no será un tipo de vínculo superior a los que supe construir: quién
sabe si en el fondo no se trata de una cuestión de vectores que neutralizan
la jerarquía, no en la horizontalidad, sino en una verticalidad que, cada
tanto, según lo que venga, cambia de vector: apunta al tipo en ciertas
circunstancias, y al perro en otras.

Cuando el Aurelio encuentra el cadáver de la vaca que le había comprado a


los Gabioud, lo primero que ve es que le falta la carretilla, la ubre y que está
tajeada debajo del rabo. Después, que le falta un ojo, la lengua y que la
carne, chamuscada alrededor de los cortes, da la impresión de haber sido
quemada. Ni los animales ni los insectos se le acercan, y el cuerpo no hiede
ni se descompone. En el pueblo ya se habla y en la televisión ya se comenta
que en La Pampa, que en Santa Fe, que en Pergamino… pero Qué pavada,
piensa el Aurelio, eso del chupacabras.
Así, en un principio que plantea un misterio y propone una eventual
explicación que a la vez desestima, Belén Sigot (Pronunciamiento, 1979) nos
presenta Vacas, novela corta que oscila entre los hábitos y la intimidad de
una sociedad rural acostumbrada a la repetición, y sus múltiples y
emocionales reacciones frente a lo desconocido.

Un modo de narrar, escribe Piglia en la presentación de «Hombre en la


orilla» de Miguel Briante, que viene de Faulkner (o mejor, de la manera de
narrar que Faulkner aprendió de Conrad): donde no se narran los hechos,
sino los efectos de esos hechos. [Relatos que] buscan transmitir la emoción
de la experiencia y no su sentido.
Vacas va un paso más allá: no narra el efecto de los hechos, sino el efecto
de las narraciones de esos hechos: los efectos del chisme. Un efecto, el
chisme, que bien puede transmitir o no un significado, un sentido (las más
de las veces falso) pero que transmite, sobre todo, una
cierta emoción frente a lo que, en rigor, se desconoce.
Con sus variantes, con los prejuicios y estereotipos modeladores de
experiencia de cada grupo o clase social, Sigot trabaja los discursos como
los vive el pueblo que retrata: como si fueran hechos o, mejor dicho, como
si hicieran hechos. Así, el enigma al que se enfrenta el Aurelio, por ejemplo,
como dijo Luis Sagasti, primero aparece como chupacabras, pero cuando el
mito va hacia la ciudad, se tecnifica y aparece como plato volador.
Lo que se narra es lo que otros narraron o lo que, en algún momento, se
dijo, impersonalmente, en el pueblo. Los hechos siempre se refieren, nunca
se cuentan: todo lo que nos llega son versiones y con ellas, como
en Shunga pero distinto, el texto se expande en historias de pueblo,
chismes y anécdotas. En ese sentido, Vacas puede leerse como novela coral;
pero su coralidad, más que un recurso, viene a ser una consecuencia de la
figura narrativa.

Una procesión, una inundación, un paisano que queda turulo después de


ver unas luces que subían y bajaban, el avistamiento de una alimaña de
cola larga como la de los monos que mira como miran las personas y una
mujer que se entera de la muerte de otra mientras le cura el empacho, son
algunos de los hechos que se refieren en la novela. Y quienes los refieren
son personajes (de los que se cuenta, a veces, también su historia) como: el
Pocho Berthet, el Tatán Vanerio, el Lagarto Gauna (un pajerito acosador que
es mentado en una imagen tan sutil como aterradora: A veces las chicas
que volvían a sus casas por la noche a través de las calles más oscuras
veían la brasa de su cigarrillito), el Moscón Gutiérrez, el Rata Gallay o el
Tulio Follonier (que se pasó meses encerrado en la fosa de un taller
mecánico tomando leche y comiendo hojas de sauce, empollando un huevo
del que saldría una serpiente o un demonio).

A mí modo de ver, esa debería ser la base de cualquier tipo de expresión


artística: una alegría espontánea y abundante. La originalidad, en cierto
sentido, no es más que uno de los resultados de ese deseo, de ese impulso
de transmitir a la gente una alegría ilimitada por lo que se hace, una
sensación de libertad, escribió Haruki Murakami por ahí.
Las experiencias desconocidas a las que son sometidos los simpáticos
entrerrianos que compone Sigot y frente a las que reaccionan como
pueden son, sobre todo, presencias: una animal (la progresiva cantidad de
vacas desaparecidas y mutiladas); una humana (Noordember, un comunista
que se arma una casa en el monte, cerca de la peonada, y que sorprende al
pueblo con actitudes como rechazar el abanderamiento de su hija en una
procesión –La escuela pública argentina es laica. Nuestra hija no asistirá a
esa procesión– o pagarles copas a los peones para instarlos a tomar
consciencia de clase); y una fantasmal (el doctor Urich, otro comunista que
nadie sabe si todavía vive pero que todos recuerdan por haberle cosido
veinte puntos sin anestesia a la pierna del Moscón Gutiérrez y por tener en
su jardín, además de una boa que cada tanto se le escapaba, sapos,
caracoles, ratas blancas y yacarés que ganaban, cada tanto, las calles).

Quien encuentre dulce su patria es todavía un tierno aprendiz; quien


encuentre que todo suelo es como el nativo, es ya fuerte; pero perfecto es
aquel para quien el mundo entero es un lugar extraño, dijo Hugo de Saint
Victor. Y con esa extrañeza universal narra su intimidad la voz impersonal
que construye Sigot, interviniendo poco en el espectáculo del mundo
humano que ofrece. Incluso, cita sin violencias gráficas (sin guiones,
comillas, ni cursivas), acaso para preservar la música, la sonoridad del habla
de los personajes. Si, como creía George Steiner, la gramática es la música
del pensamiento y la sintaxis contiene una visión del mundo, una
metafísica, Sigot nos la hace llegar a través de la
amorosa figura narrativa que inventa.
Tanto los hechos como los personajes son introducidos como si estuviera
hablando alguien tan íntimo al relato como los propios protagonistas, pero
a la vez tan distante a ellos como para tener que decirlos. Como si la
entidad que narra, incluso cuando narra lo obsceno, de algún modo, les
rindiera homenaje a los narrados.
Uno podría decir que en Vacas narra el pueblo, pero no un nosotros,
implícito o explícito, como el de Faulkner, sino el pueblo como geografía,
superficie, tierra. Algo de tipo filial hay en la forma en que se narran los
lugareños, los hechos, los dichos, como si la figura narrativa, de algún
modo, lo contuviera todo. El vínculo de esa figura con el micro-universo que
nos narra es el que uno tendría, por ejemplo, si quisiera narrar la vida de
sus células: sin juicios, con ternura, con amor; pero a la vez, como si en
verdad narrara las células de otro, con un dejo de envidia divina, con la
nostalgia de quien registra pero no experimenta. La experiencia, siempre
referida, es lo que la figura narrativa de Vacas desconoce:
dicen que es bellísimo, a pesar del miedo que da, ver correr una centella
por los hilos de las alambradas.

Can you feel my heartbeat?, cantó Nick Cave el pasado miércoles en el


Estadio Malvinas Argentinas, y el coro replicó, ilustrando: pum, pum,
pum. Can you feel my heartbeat?, repitió Nick y esta vez llevó las manos del
público a su pecho, para que sintieran: pum, pum, pum. La escena parecía
calar hondo en las personas: estaban experimentando algo que yo no. Mi
experiencia era otra: contemplar una emoción humana, ajena, con esa
mezcla de asombro y fraternidad (con un pie adentro y otro afuera) que no
excluía el rotundísimo bebideeeeeeeeee de los cocacoleros pasándome por
el costado.
Quien pueda gozar del cocacolero con la misma intensidad que goza de
Nick Cave, quien pueda vivir esa mixtura con amor, como si la humanidad
estuviera acariciándole la cabecita, transmitiéndole su experiencia del
mundo; quien pueda experienciar el mundo como una enseñanza, como si
hubiera algo que aprender más de la totalidad que de las personas, alguien
así podrá gozar también de la alegría espontánea y abundante, de la
sensación de libertad que transmite Vacas, el libro de Belén Sigot elegido en
forma unánime por Alan Pauls, Luis Sagasti y Vera Giaconi en el Concurso
Regional de Nouvelle EMR2018.

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