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Tranquilidad en medio de la “política de conciliación” porfirista.

Los primeros años del siglo XX fueron para la Iglesia en


México de cierta tranquilidad y crecimiento. El sistema político fuertemente personalizado en el General Porfirio Díaz,
ambiguo en sus relaciones con distintos grupos de la sociedad, sistema personal conocido como “política de conciliación”,
permitió que sin cambiar ni el más mínimo elemento de la legislación restrictiva para las instituciones eclesiales, se
abrieran espacios para la educación de raíz católica, regresaran al país o se fundaran en él congregaciones religiosas y que
buen número de seminarios para la preparación al sacerdocio funcionaron con libertad. A pesar también de la resistencia
del liberalismo puro a las manifestaciones exteriores de religiosidad, a causa de su teoría acerca de que la religión era un
asunto privado, la piedad popular pudo expresarse casi sin restricciones sobre todo en las áreas rurales y en las
poblaciones pequeñas. El episcopado de estos años casi en su totalidad había recibido en Roma, en el Colegio Pío
Latinoamericano, la formación que bajo la divisa: “llevar la romanidad a América,” solidificaba la relación de fidelidad al
Papa y a las instituciones romanas que no estaba totalmente asegurada por la tradición regalista heredada de la última
etapa del virreinato, condescendiente con la intervención del Estado aun en asuntos que podían considerarse del régimen
interno de la Iglesia. A pesar de la posibilidad de tensiones con la línea liberal sustentada por el gobierno, esta fidelidad
condujo a que las enseñanzas del Papa León XIII a propósito de la “cuestión social” trataran de ser aplicadas en México y
que no una sino varias reuniones nacionales se dedicaran a poner sobre la mesa la doctrina pontificia y las posibilidades
de acción consiguientes. La asistencia de los delegados del episcopado mexicano al Concilio Plenario de América Latina,
celebrado en Roma en 1899 y la legislación que de él emanó, con fuerte sentido pastoral, sirvió para orientar los caminos
de un nuevo siglo que comenzaba con situaciones sociales y culturales que presagiaban tiempos más difíciles. El final del
régimen porfirista y la elección del presidente Madero no trajeron dificultades sino, al contrario, mejores augurios de
cooperación y de equilibrio entre la legislación liberal vigente y la vida cotidiana. Durante su campaña presidencial, don
Francisco tocó el tema de la obsolescencia de las leyes de reforma y recibió del Padre Alfredo Méndez Medina, jesuita,
prócer de la doctrina social de la Iglesia, proyectos viables para la reforma agraria y la mejoría de las condiciones de vida
de la clase trabajadora. Fue posible también que a las elecciones se presentaran candidatos por parte del Partido Católico
Mexicano que triunfaron en varios estados. En fechas cercanas al asesinato del presidente y del vicepresidente José María
Pino Suárez, tuvo lugar la “Dieta de Zamora”, sin duda la reunión católica más significativa sobre el tema de la justicia
social, cuyos lineamientos no pudieron ser puestos en práctica por los acontecimientos que cambiaron el curso de la
historia mexicana.

3.- El impacto de la revolución y sus corrientes. El régimen militar de Victoriano Huerta supuso, por una parte, la
interrupción de lo que podría haber sido el cumplimiento de los planes maderistas y por otra, el desencadenamiento de
las facciones que, soterradas pero vivas, se enfrentaron no solamente en las ideas sino en el campo de batalla. La
oposición a Huerta, de carácter casi natural, no logró coordinar las corrientes internas del constitucionalismo
(carrancistas, villistas, obregonistas, orozquistas), que pronto se vieron enfrentados y en busca de la hegemonía, ni
acercar a los zapatistas, pues la problemática agraria no era prioridad para los norteños. La supuesta connivencia de
jerarcas eclesiásticos y del Partido Católico con el régimen huertista sirvió de pretexto para el inicio, en 1914, de una
persecución cruenta y del intento de poner en marcha una legislación radical en materia religiosa que, de llevarse a la
práctica en su integridad, asfixiaría la vida católica y las instituciones eclesiales y la misma posibilidad de vivir en un
régimen democrático e incluso liberal. En 1914 dio inicio para la Iglesia en México la era de los mártires, signo doloroso y
de sufrimientos, pero al mismo tiempo, señal inequívoca de madurez en la fe: sacerdotes y laicos regaron y fecundaron
con su sangre los campos del país y le dieron solidez a la centenaria obra eclesial. Puede decirse que a partir de ese año y
hasta 1938, la inquietud y la zozobra acompañaron la vida de los católicos mexicanos, con variaciones regionales pero
como algo incesante y que parecía dirigido a borrar la huella católica. Ésta, sin embargo, resultó indeleble. El triunfo de la
corriente carrancista condujo a la promulgación, en febrero de 1917, de la constitución que, con infinidad de
modificaciones, rige en nuestro país hasta la actualidad. Se encontraba en la intención de esta corriente llegar a
promulgar una nueva constitución, al grado que se denominó “constitucionalista” y en algunos estados del norte del país
se promulgaron decretos que al menos en parte se incorporaron al texto de la ley fundamental, muchos de los cuales
hacían referencia a la religión y a la Iglesia. Entre los miembros del congreso constituyente, no se encontraron
representantes de las otras facciones revolucionarias, pues Carranza había desconocido al presidente Eulalio Gutiérrez
elegido en la Convención de Aguascalientes en 1915 lo que llevaría fallas de origen a la discusión abierta que podría haber
llevado a un mayor equilibrio y tal vez a hacer menos frecuente la necesidad de modificaciones al texto constitucional. En
materia de religión y de su presencia en el ámbito público, la línea dominante fue de extrema radicalidad, mucho más allá
de la postura liberal que había caracterizado a la constitución de 1857. Una revisión de los discursos pronunciados en
Querétaro nos puede dar a conocer la inquina que en algunos de los diputados existía principalmente contra la Iglesia
católica y que superaba el simple anticlericalismo. La “espada de Damocles” se colocó sobre la cabeza de los miembros de
la Iglesia católica, especialmente de los sacerdotes y obispos. Analizado el artículo 130 en su redacción original, no resulta
regido por el principio de separación entre la Iglesia y el Estado, sino que el Estado sería el que determinaría no sólo los
aspectos externos de la Iglesia sino algunos que corresponden a su organización interna, como el número de “ministros”,
el permiso para ejercer el ministerio y la realización de éste exclusivamente como “ministros de los cultos,” es decir, sin
incidencia en el ámbito social y cultural.

4.- De la paz aparente a la persecución cruenta y el “modus vivendi.” Hacia 1920, con el ascenso a la presidencia de Álvaro
Obregón, pareció que la aplicación extrema de lo relativo a la Iglesia se moderaba y que se implantaba un régimen de
“tolerancia.” Buen número de instituciones eclesiales, incluidas algunas dedicadas a la educación volvieron a funcionar y
la formación en los seminarios pudo reanudarse si bien con carencias notables. Durante estos años, por ejemplo, en un
pueblo llamado Castroville, cercano a San Antonio, Texas, se contó con los servicios de un seminario mexicano que de
alguna manera prolongó la preparación de candidatos al sacerdocio. La relativa calma en cuanto a la libertad religiosa se
terminó con el ascenso a la presidencia de la república de Plutarco Elías Calles en 1924. Él tuvo un plan bien construido de
cambios en la estructura del Estado tanto en lo relativo a la vida interna del país como a las relaciones internacionales y
entre sus primeras acciones promovió que el congreso elaborara una ley reglamentaria del artículo 130. Ésta, a pesar de
los intentos de diálogo de parte del episcopado, bien motivados y razonados, fue aprobada en julio de 1926. Dada la
redacción de la misma y las intenciones de aplicación de parte del presidente, en la que prácticamente se ponía a los
sacerdotes bajo la autoridad del gobierno, el 31 del mes citado se promulgó la suspensión del culto católico en todo el
territorio nacional. Esta suspensión se mantuvo, con consecuencias tanto de presión ante las autoridades en forma de
resistencia pacífica como de deterioro de la vida cristiana hasta junio de 1929 en que, después de obtener el beneplácito
de la Santa Sede se llegó a acuerdos con el presidente provisional, Emilio Portes Gil. Entre 1926 y 1929 la vida de la Iglesia
se vio perturbada por el aumento del nivel de la persecución, pues a la suspensión del culto público dispuesta por el
episcopado, el gobierno respondió con la prohibición del culto privado y por consiguiente se dio muerte a muchos cuyo
único delito fue celebrar o participar en algún sacramento. También en este lapso tuvo lugar un levantamiento popular
conocido como “la cristiada” que mantuvo en jaque a las fuerzas federales en una vasta área del país. Su carácter
simbólico de defensa de la libertad para vivir el catolicismo le ha dado un lugar especial en la vivencia histórica del
pueblo, si bien las condiciones militares y de falta de dirección política hicieron prácticamente imposible su triunfo bélico.
Desde la Ciudad de México y en distintas ciudades, la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa sostuvo una
lucha pacífica por medio de manifiestos, búsqueda de apoyos clandestinos y presión internacional para lograr un
mejoramiento de las condiciones de vida del catolicismo. Los hechos que sucedieron en México fueron conocidos con
amplitud en Europa, Estados Unidos y América Latina no sólo entre los católicos sino también por las vías diplomáticas. En
especial golpeó la conciencia de muchos las acusaciones falsas contra el Padre Miguel Agustín Pro y su martirio. En este
ambiente internacional destacó la poco conocida y menos apreciada labor intensa, constante y realizada en varios
frentes, del episcopado y los católicos de Estados Unidos que en diálogo constante con las autoridades estadounidenses y
manteniendo interesada la opinión pública hicieron posible llegar a los acuerdos de 1929. Un personaje fue clave para la
realización de estas tareas: el Padre John Burke, sacerdote paulista estadounidense Secretario de la National Catholic
Welfare Conference, organismo de los obispos para la pastoral social, antecedente de la Conferencia del Episcopado. Su
perseverancia y prudencia en realidad extraordinarias merecen la gratitud de los mexicanos conscientes del valor de las
acciones pacientes y silenciosas. Es común todavía subestimar los acuerdos de 1929, sobre todo por el desarme de los
cristeros que tuvo consecuencias diferenciadas de acuerdo a la actuación de los jefes militares y los resultados invisibles
en el corto plazo. Valoradossin embargo a la distancia a la que hoy podemos verlos, fueron la cancelación del camino de
las armas y de la sangre y la posibilidad de un diálogo paciente que a la larga trajo frutos. La celebración de los
sacramentos y la catequesis infantil, sembradora de futuro, a pesar de dificultades locales y regionales que no faltaron, no
se han interrumpido desde entonces y le han dado continuidad a la comunidad católica.

5.- Paciencia, oración y perseverancia para la normalización de la vida eclesial. La vida de la Iglesia no pudo normalizarse
por buen número de años. Los gobiernos de Portes Gil, Abelardo Rodríguez y Pascual Ortiz Rubio, cobijados por el
“maximato” de Calles, “Jefe máximo de la revolución”, tuvieron una política inestable y poco amable hacia las
manifestaciones de la religión católica. Las celebraciones del cuarto centenario de las apariciones guadalupanas en 1931 y
el fervor popular manifestado en ellas sirvieron de pretexto para dar nuevo cauce a acciones persecutorias que en
algunos estados como Tabasco, Chiapas y Nayarit mostraron especial fuerza y prolongaron la inexistencia de una al
menos mínima libertad religiosa. Hacia 1934 el área de la educación fue la que presentó grandes retos. Una modificación
realizada en ese año al artículo 3° de la constitución implantó la “educación socialista” como única para la nación y
describió sus contenidos como la enseñanza de una “visión racional y exacta del universo” y orientada según su texto al
destierro “de la ignorancia y los prejuicios”, en alusión poco velada a los principios religiosos. De hecho no fue posible
darle realidad a este tipo de educación, que requería preparar un profesorado ideológicamente entrenado y convencido
que no fue posible formar. Además, la posición de los católicos contra este monopolio ideológico coincidió con la de
quienes sostenían la autonomía universitaria y la libertad de cátedra, principios fundamentales que se encontraban
amenazados por el intento de imponer, también en el nivel de las universidades, la ideología “socialista.” Esta difícil
situación de “asalto a las conciencias” afectó también la preparación de los futuros sacerdotes y, con el apoyo del
episcopado de Estados Unidos y la aprobación de la Santa Sede, se fundó en Montezuma, Nuevo México, un seminario
nacional encomendado a los jesuitas a fin de que no se interrumpiera esta formación, clave para la sobrevivencia y futuro
de la Iglesia. Su misión providencial es reconocida y apreciada y la continuidad del sacerdocio diocesano en México le
debe mucho a esta institución que, aun pasada la persecución sirvió para apoyar a las nuevas diócesis que fueron
surgiendo y a aquellas que carecían de los elementos materiales y de adecuada preparación de quienes deberían sostener
la vida espiritual y académica en los seminarios diocesanos. El Papa Pío XI no sólo estuvo pendiente de la situación
mexicana sobre todo a través de la Delegación Apostólica en Estados Unidos y la de México, accidentalmente situada en
San Antonio, Texas. Desde Roma, lugar a donde llegaban todas las vibraciones del mundo y de la Iglesia, identificó lo que
pasaba en nuestro país y poco después en España como una especie de empresa comunista para la descristianización de
las naciones católicas (El eje Moscú-Madrid-México.) En 1936 encomendó a Monseñor Guillermo Piani, conocedor de
nuestro país, donde estuvo como superior provincial de los salesianos en la época de Madero y Carranza y entonces
delegado apostólico en Filipinas, la delicada misión de realizar una visita apostólica para conocer de cerca la situación
eclesial mexicana y poder informar de modo adecuado a fin de perfilar las mejores decisiones. Respecto al caso mexicano,
Su Santidad emitió tres encíclicas, la primera, “Iniquis afflictisque” en 1926, al arreciar la persecución, “Acerba animi” de
1932, en la que subrayaba la falta de cumplimiento de los acuerdos hechos en 1929, que produjo una reacción visceral en
el gobierno mexicano y “Firmissimam Constantiam” de 1937, que da a entender que los conflictos entraban en una etapa
de superación y requerían especiales esfuerzos. Los aportes del Archivo Vaticano y los que dan tanto el de la Comisión
Episcopal mexicana que permaneció en Roma como el de la National Catholic Welfare Conference permiten ya obtener
una síntesis mucho más matizada y menos emotiva de esta larga, dolorosa y purificadora etapa de la Iglesia mexicana. El
año de 1938 puede reconocerse como un año de flexión tanto en el ámbito internacional como en el nacional. Las
tensiones en el mundo llegaron a un punto donde se percibía el riesgo bélico, pues las potencias del Eje (Alemania, Italia y
Japón) parecían decididas a una conquista del mundo y lo demostraban con los avances germanos en Europa, las
ocupaciones de territorios africanos por Italia y la lenta pero tenaz ocupación japonesa de sitios estratégicos en Asia y el
Pacífico insular. Estados Unidos se encontraba en el largo período presidencial de Franklin D. Roosevelt, quien, mediante
una política de austeridad y sensibilidad social, logró que el país saliera de una profunda crisis y se perfilara como
potencia mundial también en el terreno militar. Sin embargo, su política estuvo dominada durante una larga etapa por el
pacifismo y una ambigua doctrina de “no intervención” y fue hasta 1942 cuando decidió entrar a la guerra contra las
potencias del Eje, después del sorpresivo ataque japonés a Pearl Harbor en las islas Hawaii. En México en 1934 se
inauguró el primer período presidencial de seis años y también por primera vez éste quedó ligado a un “plan sexenal,”
centrado sobre todo en el desarrollo económico, la sustitución de importaciones y el reparto agrario. El general Lázaro
Cárdenas ocupó la presidencia y llevó adelante una política de cercanía con el régimen estadounidense que le permitió
superar el riesgo de la expropiación petrolera y concluir sin dilaciones un acuerdo sobre la deuda causada por este
motivo. En cuanto a la situación de la Iglesia, aunque la opinión común entre los católicos es que no sólo continuó sino
que arreció la postura persecutoria, los materiales archivísticos más recientemente utilizados permiten observar la
búsqueda de acuerdos que consolidaron el “modus vivendi” que se había esbozado desde 1929. Para llegar a esta
situación no fue ajena la labor de Monseñor Luis María Martínez, michoacano como Cárdenas y conocido por él, quien
tomó posesión de la arquidiócesis de México en 1937 y cuya prudencia y tino facilitaron el diálogo y la reorganización de
la Iglesia aun sin que se tocara la letra de las leyes. El apoyo de la jerarquía eclesiástica a la hora de la expropiación
petrolera marcó también un momento de distensión cuyos efectos fueron notorios y duraderos.

6.- De la Guerra Mundial al Concilio: nuevos caminos ante un mundo diferente. La Segunda Guerra Mundial ocupó a la
humanidad y sus fuerzas de una manera extraordinaria y dejó huellas profundas que hicieron del mundo un espacio
diferente al que habían conocido las generaciones anteriores. La “era atómica”, sobre todo, puso a los ojos de la
humanidad la posibilidad ya no de una guerra mundial sino la extinción del mismo género humano. Durante el desarrollo
de la conflagración mundial, la voz del Papa Pío XII se dejó oír al modo de una palabra reflexiva e invitante a la
reconciliación de los seres humanos forjados desde un origen común y con vocación de eternidad. Sus radiomensajes a
favor del diálogo, de la paz con justicia y sobre la verdadera vocación de los seres humanos son todavía documentos
reflexivos que superan la prueba del tiempo. El Papa fue consciente de que, independientemente de quienes resultaran
vencedores en los campos de batalla, el deterioro de muchas virtudes humanas quedaría impreso por mucho tiempo, al
modo de una extendida desconfianza no sólo en los acuerdos humanos sino en la misma acción divina en la historia.
Vientos de secularización comenzaban a correr por el horizonte del mundo. México siguió en la década de 1940 un
camino que no vio los horrores de la guerra y que más bien se consolidó hacia adentro a base de lo que el presidente
Manuel Ávila Camacho llamó la “unidad nacional.” Fueron tiempos en los que la economía, orientada definidamente
hacia la industrialización, permitió, también por el control de cambios y la estabilidad de la moneda, el surgimiento de
una clase media que le daría al país ciudadanos mejor educados y un nivel de vida superior al que se había tenido hasta
entonces. El lema que se escribió por todas partes: “México al trabajo fecundo y creador” motivó un crecimiento
inusitado. El ambiente general, positivo y optimista, ayudó también a un mejoramiento sustancial en cuanto a la libertad
religiosa. La modificación del artículo 3° realizada al comienzo del período presidencial del general Manuel Ávila
Camacho, quien además se declaró personalmente “creyente”, favoreció la apertura de instituciones educativas de todos
los niveles en las que se pudo al menos gozar de tolerancia en materia de doctrinas religiosas. Congregaciones tanto
femeninas como masculinas fundaron colegios en las principales ciudades del país y la Universidad Motolinía, sostenida
por las Misioneras de Jesús Sacerdote y la Universidad Iberoamericana regenteada por la Compañía de Jesús, iniciaron en
el nivel universitario la presencia católica en 1943. La Acción Católica en sus diferentes ramas realizó con vigor su tarea de
apoyar la instrucción catequética y, mirada en un plano más amplio, la de mantener viva la llama del apostolado laical en
todo el territorio mexicano. Por ese tiempo, la fisonomía de la sociedad mexicana cambió de forma definitiva: cada vez
más habitantes se encontraban en las ciudades no siempre en buenas condiciones de vida y la población rural comenzó a
disminuir, fenómeno que no se detuvo y que trajo como consecuencia cambios notables en la cultura y en la misma
práctica religiosa. Se vio la necesidad de erigir nuevas diócesis, pues desde 1924, dadas las condiciones especiales en que
el país se encontraba, no se habían erigido. Entre 1950 y 1964 se fundaron un buen número de ellas y la cercanía de los
obispos con el pueblo y la posibilidad de un mejor fomento de las vocaciones sacerdotales y de los diferentes elementos
apostólicos quedaron claros. Al Papa Juan XXIII le correspondió la erección, al final de su pontificado de varios territorios
de población principalmente indígena como prelaturas “nullius” (llamadas con posterioridad “prelaturas territoriales”) y
algunas diócesis como la de Mazatlán. En los comienzos del pontificado de Paulo VI, en enero de 1964, fue erigida la
diócesis de Tlalnepantla, “tierra de en medio.” En 1960, cuando la revolución cubana mostró su rostro de movimiento
comunista, con todo el peso de su organización e ideología, en América Latina comenzó a sentirse la cercanía posible de
un ataque a la identidad católica procedente de la isla. Se comentaba por todas partes la “exportación” de un estilo de
comunismo “criollo.” En 1961 se desarrolló con éxito extraordinario, a instancias de la Acción Católica y de otros
movimientos laicales católicos, una campaña que bajo el lema: “¡Cristianismo sí, comunismo no!”, alertó acerca de una
“conjura comunista” contra México. Por esas mismas fechas también, al darse a conocer la implantación de un texto
obligatorio para la enseñanza primaria, la protesta surgida desde organismos eclesiales fue clara sobre todo en la ciudad
de Monterrey. Si bien no se logró el retiro de los libros, anunciados por el gobierno más bien como “gratuitos”, quedaron
demostradas tanto la capacidad de convocatoria como la de negociación de los católicos. En medio de estas campañas y
de su peculiar orientación política, se encontró de pronto la Iglesia de México con la convocatoria que Su Santidad Juan
XXIII hizo al Concilio Vaticano II, ocasión única en el siglo para mirar al espejo la situación de las fuerzas eclesiales y lo que
el Espíritu divino quería de ellas en vistas del futuro en un mundo que no era ya ni siquiera el de la inmediata posguerra y
que, con todo y situaciones negativas, presentaba nuevas oportunidades para el mensaje cristiano. El vuelco que supuso
la orientación del Concilio, inclinado más al diálogo y a la puesta al día de las líneas teológicas, las instituciones y la futura
formación de los agentes pastorales que a la confrontación con un mundo “alejado” y hostil, sorprendió a los católicos
mexicanos y al mismo episcopado, ocupados en el “peligro comunista”, si bien la convivencia que se logró durante las
cuatro sesiones, entre 1962 y 1965 con episcopados de otras latitudes y la asimilación de las enseñanzas conciliares
tuvieron efectos positivos que pudieron verse en poco tiempo. La liturgia celebrada en la lengua común del pueblo, los
incentivos para la lectura y reflexión de la Sagrada Escritura, la aceptación abierta del papel de los laicos, el aprendizaje
de la lectura de los “signos de los tiempos”, las nuevas orientaciones para la formación de los sacerdotes y el impulso que
la comunidad entera recibió para compartir “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de
nuestro tiempo”, marcaron a la Iglesia católica en todos los rincones de la tierra no sólo con huella imborrable sino con el
sello de “no marcha atrás.”

7. Nuevos tiempos del mundo y de la Iglesia. El Concilio despertó entusiasmos y aceleró, no sin errores, tropiezos y
entusiasmos fáciles, la marcha de la Iglesia. También, sin embargo, trajo consigo miedos y nostalgias que, gracias a Dios,
no fueron dominantes y los católicos mexicanos, salvo contadísimas excepciones, estuvieron en la línea conciliar. El
acompañamiento de las encíclicas del Papa Paulo VI, sobre todo “Humanae Vitae” y “Populorum Progressio”, desarrolló
un magisterio episcopal de gran interés, a pesar de que no fueron pocas las dificultades para impartir una enseñanza en
tópicos de gran actualidad como la paternidad responsable y el desarrollo “de todo el hombre y de todos los hombres.”
En 1968 tuvo lugar en Medellín, la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano que, con sus amplios
temas puestos bajo el título general de “La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio” trató
de que las enseñanzas para la Iglesia universal tuvieran “aterrizaje” en la realidad latinoamericana. De manera especial se
ahondó en los acelerados cambios culturales que se percibían en el continente y en el preocupante aumento de la
pobreza en una sociedad que se hacía cada vez más predominantemente urbana y que apuntaba hacia la pluralidad. En
México tuvo lugar en 1969 una reunión de la Conferencia Episcopal de gran importancia (la REP, Reunión Episcopal
Pastoral) que trazó líneas de aplicación de la Conferencia de Medellín. No pocos obispos y católicos distinguidos
prefirieron distanciarse de algunas líneas fuertes de Medellín, aludiendo a la “diferencia” entre México y el resto de
América Latina tanto por la estabilidad política y económica todavía percibidas así como por la excepcionalidad del
estatuto jurídico de la Iglesia. Los cambios conciliares fueron notándose cada vez más y al mismo tiempo el país, que
había mostrado durante mucho tiempo una estabilidad política y económica que parecía diferenciarlo del resto de los
países latinoamericanos, presentó síntomas de crisis en ambos campos y hubo cierto desconcierto en cuanto a las
opciones pastorales que debían tomarse. No obstante, dos documentos del episcopado mexicano, la “Carta sobre el
desarrollo y la integración del país” de 1971 y el documento sobre “los cristianos ante las opciones sociales y la política”
de 1973, indicaron una apertura ante la de crisis de crecimiento que vivía el pueblo mexicano y una toma de posición que
respondió al llamado que Paulo VI había hecho al inaugurar la Conferencia de Medellín. Conforme avanzaba el tiempo y
en medio de esas situaciones, a pesar de que la opinión común era de que la “tolerancia” gubernamental hacia la Iglesia
católica era algo bueno, en círculos pensantes comenzó a crecer la conciencia de que el desconocimiento jurídico era una
anomalía que no podía compaginarse con un Estado democrático y la promoción de los derechos humanos, cuya
importancia había sido destacada sobre todo a partir de la Declaración Universal de 1948 en la que se extendía el ámbito
de la libertad religiosa muy delante de la simple “libertad de cultos.” En 1974 el presidente Luis Echeverría rompió una
tradición no escrita que tenía más de un siglo al visitar en el Vaticano al Papa Paulo VI, con el pretexto de presentarle la
“Carta de los derechos y deberes económicos de los Estados.” Fue este hecho la apertura de una puerta para poder tratar
de manera más pública el asunto del reconocimiento jurídico del hecho religioso, evidentemente no sólo católico y de las
anomalías en este punto sensible para la paz social y la convivencia armónica. El inicio del pontificado de Juan Pablo II y el
deseo manifestado por éste de estar presente en la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano que tendría lugar en
Puebla a fines de enero de 1979, puso ya no en el nivel teórico sino en el de la vida práctica el papel de la Iglesia en el
ámbito público. La extraordinaria acogida al pontífice, imposible de imaginar con anticipación, fue una especie de
plebiscito acerca de la realidad eclesial en nuestro país y de la presencia del catolicismo. Si bien el asunto de los cambios
constitucionales y de las leyes persecutorias que permanecían en la letra pareció tardarse en ser objeto de primera línea y
sólo a partir de la Asamblea Extraordinaria del Episcopado celebrada en Guadalajara en 1985, puede decirse que se puso
en la agenda de trabajo, era cuestión de tiempo, de acercamiento mutuo, de superación de prejuicios mutuos, delicadeza
y decisión llegar a esos cambios. Durante el período presidencial de Miguel de la Madrid (1982-1988) se abrieron espacios
de diálogo tendientes a la normalización de la situación de la religión en el ámbito legal. Sin embargo, fue hasta el período
de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) cuando se pudo llegar a un punto más o menos acorde con la convicción
internacional acerca de la libertad religiosa. Salinas anunció en su discurso de toma de posesión la “modernización” con
varios sectores de la sociedad mexicana entre los que mencionó a “la Iglesia” (así en singular), por lo que pudo pensarse
que se trataba únicamente del establecimiento de relaciones diplomáticas con la Santa Sede. En las conversaciones que
se entablaron en este tiempo, en que de parte de la Iglesia católica tuvieron especial actividad, por acuerdo tomado por
la CEM en Torreón en mayo de 1990 Monseñor Adolfo Suárez, presidente de la Conferencia Episcopal y el Delegado
Apostólico Monseñor Jerónimo Prigione, se llegó a la convicción de que se privilegiaran los cambios constitucionales y de
manera posterior se discutiera una ley reglamentaria que sustituyera la de 1926 aún teóricamente vigente y se
establecieran las relaciones diplomáticas a nivel de Embajada y Nunciatura en octubre de 1992. La ley se llamó “de
Asociaciones Religiosas y Culto Público” y aun con sus defectos y carencias, resultó favorable.

8.- Tiempos de crisis y de oportunidad. Así como puede decirse que México en 1940 ya no era el de la época
revolucionaria, en 1990 el país no era ya el mismo de cincuenta años atrás. La crisis económica prolongada unida a los
fenómenos como la inmigración interna que produjo enormes cinturones de pobreza en las grandes ciudades que seguían
en acelerado aumento demográfico y la falta de planeación educativa, que propició el aumento de los profesionistas sin
ocupación estable, dejó huella indeleble en la población que se reflejó en un estado de vida precario para inmensos
núcleos. Los analistas de las realidades socioeconómicas de esta época comenzaron a identificar grupos humanos que
eran “nuevos pobres”, entre los que se encontraban, por ejemplo, profesionistas sin ocupación, jóvenes que no veían con
claridad un futuro promisorio y los que, a causa de la falta de poder adquisitivo de los salarios tenían que aumentar sus
horas de trabajo en detrimento de la salud propia y de la integración familiar. De igual modo, si bien en forma menos
visible, los cambios en la cultura de las mayorías, el avance sólido del fenómeno de la secularización de los valores, las
líneas de pensamiento y los modelos de vida, así como la pluralización religiosa en avance sobre todo en la zonas
suburbanas, plantearon a los agentes de pastoral católicos nuevas áreas de reconocimiento y acción: el modelo
tradicional de parroquia, la importancia creciente de la juventud como elemento digno de atención, la pluralidad
ideológica y los “nuevos areópagos” abiertos al diálogo con la propuesta del estilo de vida surgido del Evangelio así como
la crisis poco reconocida de la piedad popular, se vieron de pronto como retos a la vida cristiana y a las instituciones
eclesiales. El magisterio latinoamericano expresado en las Conferencias Generales del Episcopado celebradas en Puebla
en 1979, Santo Domingo en 1992 y Aparecida en 2007 (si bien ésta corresponde ya al siglo XXI aunque no puede
considerarse aislada de las anteriores), realizó un diagnóstico excelente de las condiciones de vida de los habitantes del
continente e indicó pautas para ser asumidas al modo de desafíos para la mejor atención de la realidad actual de nuestros
pueblos. Las visitas a México del Papa Juan Pablo II, además de demostrar el lazo perenne entre los mexicanos y la sede
petrina, dejaron una cauda de mensajes dignos de ser reflexionados y llevados a la práctica. En 1990 comenzó a planearse
la redacción de un documento analítico y programático de la conferencia episcopal en el que se asumieran las situaciones
que requerían atención y decisión de parte de los agentes de pastoral. Pareció posponerse sin fecha, pero en el año 2000
se dio a conocer una toma de posición que, bajo el título de: “Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos”,
marcó las rutas para asumir la compleja realidad de los mexicanos a la hora de iniciar la marcha hacia el tercer milenio de
cristianismo. De todo este caudal doctrinal y pastoral, los miembros de la Iglesia que peregrina en México se han
enriquecido y los frutos son visibles en muchas partes, sobre todo en el nivel de las pequeñas acciones y la vida de
pequeñas comunidades. No obstante, el tamaño de los retos, la falta del hábito de “pensar la pastoral”, inercias y
costumbres no reflexionadas, el cansancio, la rutina y el miedo a lo nuevo, se convierten en murallas que dificultan que la
frescura del Evangelio se perciba en este pueblo que merece alimentarse, vivir y contagiar la alegría que brota de esa
palabra que es Buena Nueva para la humanidad de todos los tiempos y lugares. No puede dejar de movernos la
exhortación del Papa Francisco: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con
Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con
Jesucristo siempre nace y renace la alegría.”4

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