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Henry James
Los comienzos, como todos sabemos, son por lo general poca cosa, pero las
continuaciones no son siempre impresionantes, y el lugar que ocupa en el mundo la
copiosa fábula en prosa se ha convertido, en nuestra época, entre los acontecimientos
de la literatura, en el más sorprendente ejemplo que puede mencionarse, de veloz y
extravagante crecimiento: un desarrollo que supera la medida de cualquier primera
impresión. Es una manifestación que ha tenido un destino que poco pudo preverse en
sus orígenes. El germen de la extensa epopeya fue más perceptible en el primer canto
bárbaro que en el de la novela, según la reconocemos hoy en la primera anécdota
narrada para entretener. En honor a la verdad, la novela tardó en tener consciencia de
sí misma; pero desde entonces ha realizado un gran esfuerzo para resarcirse por las
oportunidades perdidas. Actualmente, esta corriente aumenta y aumenta, amenazando
con anegar, como a veces parece, la totalidad del campo de las letras. Representa, en
lo que se puede llamar la consciencia pasiva de muchas personas, un rol que marcha
directamente con el rápido incremento de la multitud capaz de poseer el libro de un
modo u otro. El libro, en el mundo anglosajón, es casi omnipresente, y es en la forma
de la voluminosa fábula en prosa que lo vemos introducirse con más facilidad y
trascendencia. En realidad, esta introducción parece estar directamente impulsada por
el mero volumen. Existe un inmenso público, si su nombre es público, inexpresivo, pero
abismalmente absorbente, para quien, en sus horas de descanso, el volumen impreso
no tiene otra asociación. Este público, el público que se suscribe, hace préstamos,
presta, que se involucra de alguna u otra manera, que a veces incluso compra, crece y
crece cada año, y nada es entonces más evidente que, de todos los adeptos a los libros
los más numerosos son, con mucho, aquellos que lo son a la historia.
Sin embargo, el caso es tan evidente que los ejemplos abundan sin dificultad, no hay
necesidad de forzar puertas que permanecen abiertas de par en par. Lo que se mantiene
es la interesante singularidad o misterio, la anomalía que justamente dignifica todas las
circunstancias por su peculiaridad: en resumen, el prodigio de que hombres, mujeres y
niños prestaran tanta atención desperdiciada en improvisaciones en su mayoría tan
arbitrarias y frecuentemente tan imprecisas. Eso, a primera vista, seguramente nos deje
boquiabiertos. Esta gran fortuna, entonces, que parece tal, ha sido reservada a una
mera historia sin fundamento ni garantías; una cosa barata, escrita en el aire; el registro
de lo que, en cualquier caso, no ha existido; la narración que responde, en el mejor de
lo casos, a documentos que prácticamente somos incapaces de comparar. Esta es la
parte de todo el negocio de la ficción que siempre puede ser desafiado, y a tal extremo,
de que si este desafío general no hubiera sido objeto de admiración mundial, podría
haberse convertido fácilmente en escarnio. En realidad, creo que filosóficamente nunca
ha respondido al reto, nunca ha encontrado una fórmula que inscribir en su escudo,
nunca ha defendido su posición con un argumento mejor que el grito franco y directo:
“¿Por qué no ser tan improductivo como para ser absurdo? Porque puedo hacerlo. ¡Ahí
lo tienes!” Y lanza de vez en cuando alguna obra maestra puramente práctica. Existe,
sin embargo, una admirable minoría de personas inteligentes a las que no les importa
incluso las obras maestras, ni ve ningún punto de interés en ellas, para quienes la misma
forma ha sido siempre, tanto en el mejor como en el peor de los casos, banalidad y
burla. Esta clase, se debe añadir, está empezando a aumentar visiblemente gracias a
un círculo completamente diferente, el grupo de los anteriormente sometidos, pero ahora
distantes; los engañados y aburridos, aquéllos para quienes el movimiento entero
decididamente falla en vivir de acuerdo a sus posibilidades. Hay personas a quienes la
novela ha gustado, pero que, de hecho, se ven ahogados en su verborrea, y para
quienes, incluso en alguna de sus manifestaciones más aceptadas, se ha convertido en
un terror que se esfuerzan por evitar con ingenio e hipocresía. Los indiferentes y los
alienados declaran, en todo caso, casi tanto como los omnívoros, del reinado de la gran
ambigüedad, el disfrute de lo cual reside, evidentemente, en una necesidad primaria de
la mente. El novelista solo puede apoyarse en eso, en su reconocimiento de que la
constante demanda del hombre por lo que tiene que ofrecer es simplemente el apetito
general del hombre por la pintura. La novela es, de todas las pinturas, la más amplia y
la más elástica. Se estirará por todos lados, lo abarcará absolutamente todo. Todo lo
que necesita es un tema y un pintor. Pero para su tema, impresionantemente, dispone
de todo el conocimiento humano. Y si nos vemos obligados a retroceder un paso más,
y nos preguntan por qué la representación debe ser requerida cuando, por lo general,
el objeto representado es en sí mismo tan accesible, la respuesta parece ser que el
hombre combina su eterno deseo por experimentar con un ingenio infinito para obtener
experiencia al menor coste posible. Lo robará cuando pueda. Le gusta vivir la vida de
otros, aunque es bien consciente de los puntos en los que llega a parecerse
intolerablemente a la suya propia. La fábula vívida, más que cualquier otra cosa, le
proporciona fácilmente esta satisfacción, le proporciona conocimiento abundante,
aunque indirecto. Le permite seleccionar, tomar y dejar; por lo que, para sentir que
puede permitirse abandonarla, debe tener una habilidad excepcional, o grandes
oportunidades para prolongar la experiencia directa mediante el pensamiento, la
emoción o la energía.
A pesar de todo, no hay duda de que esta no es única causa que contribuye al aluvión
contemporáneo; intervienen otras circunstancias, y probablemente una de ellas es, para
ser sinceros, si investigamos, una especie de disminución de la gran fortuna que hemos
sido llamados a admirar. La gran prosperidad de la ficción ha marchado muy
directamente con otro “signo de los tiempos”, la desmoralización, la vulgarización de la
literatura en general, la creciente familiaridad de todos aquellos métodos de
comunicación, haciendo sentir soberbiamente su presencia, por así decirlo, a las damas
y a los niños, por quienes me refiero, en otras palabras, al lector irreflexivo y acrítico. Si,
en fin, la novela se ha encontrado, socialmente hablando, con que es, en algún sentido,
el libro par excellence, así por otro lado, el libro se ha encontrado, de la misma manera,
con ser algo poco ceremonioso. Se han descubierto muchas formas de producirlo
fácilmente, que no es de ningún modo un prodigio ocasional, para bien o para mal, por
el que fue tomado en tiempos pasados, y por el que ha sufrido el correspondiente
descrédito. Casi cualquier variedad es arrojada y aceptada, manipulada, admirada,
ignorada por demasiada gente, y es precisamente este punto en el que la cuestión de
su futuro se convierte en una con la del futuro de toda la multitud. ¿Cómo enfrentarán
las generaciones las monstruosas multiplicaciones? Cualquier especulación sobre el
futuro desarrollo de una variedad particular está sujeta a la reserva de que, en un día no
muy lejano, esas generaciones puedan estar formalmente obligadas a decretar y
ejecutar una gran limpieza, grandes destrucciones y desapariciones periódicas. En
realidad, mientras observamos el progreso de la nave de la civilización, el oído
expectante espera llenarse con la enorme salpicadura que debe marcar la respuesta a
los muchos imperativos y unánimes: “¡Por la borda!” Lo que al menos es aún muy claro
es que prácticamente la gran mayoría de volúmenes impresos en un año dejan de existir
con el paso de las horas, y vencidos por esa circunstancia abandonan toda aspiración
a una trayectoria, a ser valorados o financiados. Por lo tanto, en lo que respecta al futuro
de la novela, debemos desde luego limitar la consulta a aquellas clases que, según la
crítica, tienen un presente y un pasado. Y es solo superficialmente que esa confusión
parece reinar aquí. El hecho de que en Inglaterra y en los Estados Unidos cada
espécimen que ve la luz pueda esperar una reseña, demuestra claramente el punto de
que, en estos países, la crítica literaria se ha hundido. La reseña es, en nueve de diez
casos, un esfuerzo de inteligencia tan subdesarrollado como la ineptitud sobre la que
trata, y el espíritu crítico, que sabe dónde es requerido y dónde no, permanece intacto,
y no se siente aún comprometido por el incidente. Hay muchas razones por las que los
periódicos deben existir.
Habría al menos una excusa para tanta ensoñación: la especulación es vana a menos
que la limitemos, y en lo que a nosotros respecta, la parte más práctica de la cuestión
es el estado de la industria que atrae a los lectores en lengua inglesa. Debo disculparme
por no aventurarme a comentar el destino, aún por escribir, de la novela en Francia en
tan reducido espacio. Los franceses, como resultado de haber domado sus caballos
mejor que nosotros, están en una etapa distinta de la carrera, e indudablemente,
nosotros aún tenemos que atravesar extensiones y hacer paradas en el camino. Pero si
el rango se acorta en el momento en que nos centramos solo en deducciones
resultantes del material inglés y norteamericano, no estoy seguro de que la respuesta
aparezca más fácilmente. Debería, bajo todo concepto, sumergirme en las
peculiaridades de las cuestiones actuales, que son bastante amplias. Si se va acercando
el día en que la tregua a la ejecución de casi cualquier libro no sea más que una cuestión
de clemencia, ¿la novela comercial inglesa tendería a impresionarnos con una
producción cada vez más dotada de una calidad excelente, a fin de enfrentarse a esos
peligros? En mi opinión, sería imposible intentar responder a ese interesante enigma sin
traer a colación muchos ejemplos sacados de individuos, sin resaltar la moraleja con
nombres tanto evidentes como encubiertos. Tal libertad nos llevaría demasiado lejos y
además solo obstaculizaría el camino. No hay nada que evite que demos por supuesto
toda clase de síntomas dichosos y promesas espléndidas; me refiero, por supuesto a
que tengamos en mente la verdad general de que el futuro de la ficción está íntimamente
relacionado con el futuro de la sociedad que la produce y consume. En una sociedad
con sentido literario amplio y difundido, el talento en juego solo puede ser una cosa
menos insignificante que en una sociedad con un sentido literario apenas distinguible.
En un mundo donde la crítica es aguda y madura, dicho talento se hallará entrenado,
con el fin de hacerse valer exitosamente, en muchas más clases de habilidades
preventivas que en una sociedad donde el arte que he nombrado tenga un lugar inferior
o sea una figura lastimera. Una comunidad proclive a la reflexión y gustosa de ideas
emprenderá experimentos con la historia, cosa que no sería puesta a prueba por una
sociedad dedicada a los viajes o la cacería, al comercio y a jugar al fútbol. Sin duda hay
muchos jueces que mantienen que estos experimentos – cosas extrañas y misteriosas,
en el mejor de los casos – no son necesarios, que en definitiva han vuelto el rostro en
otra dirección y que solo pueden continuar por ese camino. Si es eso lo que realmente
está ocurriendo en Inglaterra y en los Estados Unidos, lo más que se puede decir acerca
de su futuro es que ese futuro será, ciertamente, cada vez más y más insignificante.
Porque todo el tiempo la inmensa variedad de la vida se extenderá a derecha e
izquierda, y todo el tiempo se perpetuará, en tal sentido, el gran error del fracaso de la
inteligencia. Ese error siempre será, para el arte digno de ser admirado, lo único
realmente excusable, por ser ese error, podríamos decir, de su propia alma. La forma
de la novela que es absurda en la cuestión general de su libertad es la única forma que
puede ser, a priori, considerada errónea sin lugar a dudas.
Por lo tanto, la cosa más interesante hoy entre nosotros es el grado en que contamos
con ver un significado cultivado y fructífero de esa libertad. En realidad, ¡no puede ser
otra cosa que los elementos más vinculantes en el gran drama de nuestra amplia vida
de angloparlantes! Puesto que la novela es en todo momento el retrato más inmediato,
y como fuere, el más admirable y traicionero de nuestras costumbres contemporáneas
– tanto indirecta como directamente, y tanto lo que no hace le resulta tan bien como lo
que hace – así su situación actual, que es la que nos preocupa, es exactamente la
perfección de nuestros cambios y oportunidades sociales, de los signos y presagios que
tienden más trampas a la mayoría de observadores, y constituyen en general lo que es
más “entretenido” del espectáculo que ofrecemos. Debo decir, por ejemplo, que no me
sorprende más conocer la descripción que el estancamiento al que finalmente se ha
llegado, en cuanto a la energía de la ficción, como consecuencia de nuestra larga y muy
respetable tradición de plegarse totalmente a la inexperiencia de la juventud, en lo que
concierne, digamos, a un caso delicado. El particular nudo que tendrá que deshacer el
futuro novelista que prefiera simplemente no responder a la cuestión, puede representar
con certeza la esencia de su perspectiva. Desde un punto de vista serio, la gran fábula
en prosa seguirá en pie o se derrumbará, según decida qué hacer con respecto a la
“juventud”. Lo que está claro es que, entre nosotros, verdaderamente nunca ha elegido;
por lo general siempre ha obedecido a un instinto irracional de evasión que, a menudo,
ha supuesto una gran satisfacción. Cuando la sociedad era franca, estaba libre de los
incidentes y accidentes de la constitución humana, la novela tomó la misma sólida
comodidad que la sociedad. Los jóvenes eran entonces tan jóvenes que no llegaban a
la altura de la mesa. Pero empezaron a crecer, y en el momento en que sus pequeñas
barbillas se posaron en la caoba, Richardson y Fielding empezaron a meterse por
debajo de ella. Surgió una desconfianza de todo menos del tratamiento más preservado
de la gran relación entre hombres y mujeres, la constante renovación del mundo, que
fue el signo visible de que la pintura en prosa de la vida estaba preparada para tomar lo
que sea con tal de que no fuera superficial. Su posición era tal que: “Existen otras cosas,
¿sabéis? Por Dios, ¡dejad esa pasar!” Y a esta maravillosa capacidad de dejar pasar las
cosas, el negocio ha estado dedicado por muchos años, con las consecuencias que hoy
vemos. Estas consecuencias son tan variadas, muchas incluso encantadoras. Una de
ellas ha sido la inmensa omisión que existe en nuestra ficción; mientras varios críticos
juzgarán que ha estropeado el conjunto, otros seguirán diciendo que su significado es
trivial. Uno solo puede hablar por sí mismo, y los novelistas británicos y norteamericanos
que me gustan, me gustan tanto que realmente prefiero aceptarlos como son. Me es
imposible imaginar a Dickens y a Scott sin, por decirlo así, las escenas de amor. En mi
opinión, tenían toda la razón al no lidiar con ello, desde el momento en que su atención
pudiera ser solo superficial. En todo su trabajo es el elemento que menos importa, a
pesar del número de agradables retratos de afecto correspondido o rechazado. ¿Por
qué no asumir entonces, si se puede preguntar, que la discriminación que ha servido
tan bien a su propósito en el pasado, continuará haciéndolo con el mismo resultado?
¿Los habrá mejores que Scott y Dickens?
Admitir que el gran anodino puede alguna vez fracasar totalmente, implica, en resumen,
que solo será un fallo mayor en algún lugar importante. El hombre se regocija en su
incomparable facultad de mutilar y desfigurar cualquier juguete que le haya ayudado a
crear para él mismo la ilusión del esparcimiento; sin embargo, mientras la vida conserve
su poder de proyectarse sobre su imaginación, encontrará que la novela maneja la
impresión mejor que cualquier cosa que conozca. Algo mejor para este propósito está,
sin duda, por ser descubierto. Lo abandonará solo cuando la vida misma esté en
desacuerdo con él. Incluso entonces, realmente, ¿podría ser que la ficción no encuentre
un aliento renovado, o varios, en la misma representación de ese colapso? Hasta que
la palabra sea un vacío inhabitado, habrá una imagen en el espejo. Por lo tanto, lo que
nos concierne de inmediato es cuidar que esa imagen continúe variada y vivaz.
Francamente, hay mucho que decir a aquellos que, a pesar de todas las valientes
plegarias, sienten que está amenazada considerablemente, ya que una pequeña
reflexión ayudará a mostrarnos cuál es el futuro que les espera. Ven todo el negocio
demasiado apartado: por un lado, la observación y la percepción y por el otro, el arte y
el gusto. Obtienen muy poco de la impresión directa, el esfuerzo de penetrar – ese
esfuerzo por el que los franceses tienen la admirable expresión fouiller – y, aún menos,
si es que es posible, de alguna ciencia de la composición, arquitectura, distribución y
proporción. No es baladí, aunque en realidad es simultáneo a una aguda fuerza, que el
“misterio” debería haber desaparecido del oficio ante tantas miradas penetrantes y que,
en su lugar, se encontrara una fácil monotonía en aclamada posesión. Pero estos son,
en el peor de los casos, incluso para los desconcertados, los signos de que el novelista,
más no la novela, ha decaído. Mientras haya un tema que tratar, tanto dependerá
enteramente del tratamiento para reavivar el fuego. Solo el ministro puede realmente
acercarse al altar; puesto que, si la novela es el tratamiento, es el tratamiento lo que
esencialmente he dado en llamar anodino.