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Marcela Paz
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Y hay aquí, en verdad, entre los múltiples elementos combinados que tejen la
malla de la novela, el espectáculo de una niñez y su transformación gradual, su
paulatino crecimiento, con erguirse de tallo, con abrirse de flor, a medida que el amor
la invade. Un espíritu juguetón, apenas encarnado, va descubriendo poco a poco la
realidad, Y ya no le satisface otra cosa; rehúsa el sueño, la sombra, la pintura;
quiere la vida, el presente. “Le Jeune, le vivace el le bel aujourd’ hui”.
Lo consigue.
En el pesimismo, en lo catastrófico de la época, A pesar de mi tía, una tía que
adquiere, vista así, contornos históricos, Marcela Paz no habla de ruinas vagas ni
deja caer los brazos desalentada. Ama, lucha, vence. O mejor, es vencida. Como
mujer total, se realiza, llega a la plenitud, colma el perfecto molde femenino
entregándose, sometiéndose.
“Como la flor es real, así quiero mi vida, no una pintura de ella”.
La intriga casi policial, el colorido pintoresco, los detalles de costumbres
domésticas tan evocadores, realistas y cargados de ironía, no desaparecen bajo la
onda lírica que hincha el amor.
Marcela Paz da el corazón, pero no pierde la cabeza. Es un ser real.
ALONE
1
¿Faltaré contra el cuarto mandamiento si pienso que las madres tienen un gran
defecto? Y es su mala memoria. ¿Por qué se han olvidado enteramente de cuando
fueron hijas? ¿Por qué no recuerdan ya lo que es hacer un plan, a nuestra edad, y tener
que abandonarlo?
Estaba toda tensa esa tarde, urgida en realizar mi proyecto de visitar a la viuda
de Richter, armada de prudencia, sin ningún arrebato de curiosidad o descalabro de
juventud; iría como una profesional que cumple su cometido humanitario y va a poner
su ciencia al servicio de otra mujer que sufre. Una entrevista de dos mujeres solas,
corazón a corazón Ya soñaba anticipando las confidencias turbulentas de ese pecho
fláccido, la debilidad de ese cerebro gastado por el desvelo de toda una noche.
Imaginaba los mórbidos complejos de un alma europea, las tragedias de esa raza
perseguida y fuerte, los sentimientos de esas vidas que han cruzado fronteras y
fronteras en busca de la paz. Adivinaba la rancia cultura en ese cerebro evolucionado
en universidades, alimentado entre sabios y talentos, entre artistas empeñosos y
porfiados luchadores. Yo sabía que en ese cuerpo desprovisto de encantos se ocultaría
un alma noble y fuerte, hija de genios o héroes. De ahí su impavidez… Tenía hambre
de realizar esa visita, de asimilar lo que tal espíritu tradujera parcamente a través de
esos labios secos.
Pero mi mamá llegó en el preciso instante en que terminaba mi arreglo para
subir a ver a mi gran viuda. Y con esa autoridad dulce, tan invencible a veces,
cruelmente, desbarató mis planes. Se empeñó y me vendó, arrastrándome consigo a la
mala costumbre (de la que aún no se corrigen las madres) de hacer una visita.
Cuesta avenirse al paso de una madre. Cuesta aceptar el golpe estético que nos
devuelven las vidrieras al pasar, una muchacha de colorido insolente junto a una mujer
tono sepia se encaminan tranquilamente a hacer visitas.
Afortunadamente, la vida tiene ese encanto de ofrecemos sorpresas y cuando
nada pedimos, cuando más resignadas estamos al hastío, nos suele regalar con
esplendidez.
Este programa incoloro y lacio, con sensación de tarde malgastada, me daría,
sin sospecharlo, algo más importante que cuanto hubiera sacado de casa de la viuda.
Una no es adivina hacía lo posible por defenderme, y mientras más argüía
mamá con sus razones, más rabias dominaba yo y mi lengua se hinchaba de tanto qué
decir.
—Hace ya cinco meses que estoy por ir contigo a estas visitas. No se puede ser
grosera con quienes solo nos han ofrecido cariño. Tarde a tarde me dices que tienes
algo que hacer y después de todo, fuiste tú misma la que propuso le tarde de hoy hace
ocho días, para salir de esto. Vamos, Ángela sacude ese mal genio, después estarás
contenta de no tener la amenaza y quedarás libre. Y. por último, es lo menos que puede
pedirle una madre a su hija: que la acompañe aunque sea una vez al año a hacer una
visita.
Resignarse es perder todo nervio. Llegué a esa casa extenuada, interrumpido el
contacto dinámico y vital, atrofiada, anémica.
Sumí el dedo en el amarillento botón rezando por que no hubiera nadie allí.
Era la casa de tía Micaela.
— ¡Micaela te quiere tanto! —había dicho mi madre durante el trayecto.
Es curioso cómo pueden quererla a una las personas desconocidas. Micaela me
quería. ¿Quién era Micaela? Ramona, Micaela. María Rosa, Aparicia o Gertrudis; me
daba exactamente lo mismo. Entre todas constituían un solo conjunto: grupo confuso de
ropas negras y manecitas pequeñas que estrechaban temblorosamente las mías, ojos
saltones entre fideos de arrugas y un verdadero derrumbo de preguntas incontenibles y
a veces incontestables. Entre todas me habían dejado un solo recuerdo: que antaño
tuvieron el poder de enturbiar mis navidades con sus húmedas caricias. Me habían
educado queriéndolas como principio teórico, y hubiera deseado que ellas se atuvieran
a la ley de mi cariño, haciéndose del mismo material.
Entre todas, era Micaela la favorecida hoy después de un delicioso abandono de
doce años.
Inútil es decir que el salón estaba cerrado con llave; lo estaba el día que vinimos a verla
cuando hice mi Primera Comunión y, por cierto, ninguna otra visita habría interrumpido
el periodo entre estas dos.
La sirvienta, enrollándose el almidonado delantal blanco para enseñar una pollera
descolorida, se excusó yendo en busca de la llave.
Pasaban los minutos. No es que estuviera impaciente, pero el tiempo corría.. Mi madre,
entretanto, miraba con cierta curiosidad al interior de la casa. En esa galería silenciosa,
donde aún resonaban los pasos de la sirvienta, había un incómodo amoblado de
mimbre y contra las vidrieras algunos pedestales con macetas de plantas sin flores ni
expresión. Plantas, tal como suena, plantadas allí en sus tiestos y sin derecho ni
siquiera a morir.
—Aquí jugábamos de pequeñas —dijo mi madre sonriendo ante el recuerdo—.
Allí en el patio fue donde la Charín se rompió la nariz.
"Charín —pensé—, visita sin remedio. Si tiene la nariz quebrada es seguro que
ha sido amable con nosotros. Charín, Charín, ¿no hay la más remota esperanza de que
a consecuencia de esas narices rotas te hayas muerto o hayas partido al África?".
—Está todo igual —decía mi madre colándose discretamente al interior—. Aquel
era el cuarto de la tía Conchita. Tenía una imagen muy linda de Santa Gertrudis,
antiquísima, y un pisito pequeño donde nos sentábamos las dos con Micaela durante el
Rosario...
Pensaba con horror en la juventud de mamá. ¡Cómo debió aburrirse la pobre! Con
razón se casó y enviudó también. ¿Qué otra cosa podía interrumpir la monotonía de
semejante vida? Tal vez sea el arrastre de esa generación tan resignada la que puso en
nosotros, las de ahora, ese virus rebelde. Mientras mayor paciencia cultivaron nuestras
madres, más dosis de ambiciones, de caprichos e inquietud hemos germinado
nosotras. Nuestra salud es más fuerte y vigorosa, nuestro amor a la vida es más real. El
futuro nos llama en cada célula y debemos responder a esa voz del mañana.
Tenebrosamente la llave giró en la cerradura; temblaron los vidrios y la taimada
puerta del salón cedió en un espasmo. El angustioso lamento de las bisagras chillonas
vino acompañado de un suspiro tan frío que me hizo estremecer. Esta visita con su
soplo de hielo habría sido deliciosa en día de verano.
Mi madre avanzó heroicamente hacia aquel foso helado y no tuve más remedio
que seguirla.
La sirviente despegaba los postigos con grandes protestas de cerrojos ya
hechos a la idea de no volver a abrirse y al rozar las cortinas, el polvo desplazado de su
sitio venía a cosquillear nuestras narices.
¿Con qué objeto abriría los postigos esa buena mujer?
¡Ah! Ya lo comprendía. Su intención era buena, quería preservarnos del peligro. Porque
había peligro en todas partes.
Peligro de mover un brazo y derribar un grupo en marmolina, o una licorera en forma de
carabela. Peligro de dar un paso y reventar un corderito de lana sobre un cojín bien
duro; de arruinar un gran pensamiento elaborado en diez tonos de morados; de
confundir un inmenso caracol de nácar con una calavera; peligro de sentarse sobre la
frágil sillita de oro capitaneada en raso que daba al traste con su gemela estableciendo
un estado de relaciones muy extraño entre sus dos ocupantes.
Mamá eligió el sofá. Sus ojos recorrían sonrientes cada detalle, cada cuadro,
con mirada de ensueño.
—Encontrábamos tan linda aquella urna dorada —me decía indicándome un
conjunto de flores y melindres prisioneros bajo un enorme dedo de cristal. Y yo hada
esfuerzos vanos por hallarle razón.
El frío de ese cuarto me calaba los huesos y aquel olor a polvo me traía un remoto
recuerdo de la muerte.
Este rudo contraste de épocas era más rudo que el de temperatura, y así, como
estos últimos suelen acarrear enfermedades, estos baños de ambiente agripan el
espíritu. Sentía escalofríos morales. Una revoltura de conciencia y un deseo confuso de
ser buena o bien mala de una vez.
— ¡Micaelita! —exclamó de pronto mi madre dando un grito como si hubiera
visto al mismo demonio. Soltando de un golpe el raso tirante del sofá. Se precipitó
sobre el bultito negro que avanzaba.
Aproveché el aviso para estar prevenida y aceptar a Micaela tal como la hizo Dios.
Sus manitos rechonchas, de dedos puntiagudos, palpitaban sobre la espalda de
mi madre como papas souflé; hinchadas y, a la vez, con arrugas pequeñitas, doradas
por una fruición de pecas y ese lustre que es grasa en las papas y efecto de cien años
de jabón en la piel. Saltaban sobre el abrigo nuevo de mamá como si estuvieran en el
acto mismo de freírse.
Por aquel entonces era lo único visible de tía Micaela. Pero terminó el abrazo y
pude por fin unir esas manilas a una pequeña bobina negra en la cual se encerraba el
alma de nuestra huésped. Su rostro estaba suspendido a poco más de un metro de
altura sobre el suelo y se distinguía especialmente porque sincronizaba mal las
emociones, y la expresión y gestos que él urdía no estaban en contacto con las
palabras o hechos. Su tez blanca, delgada y rugosa como cuerito de tomate fiambre,
tenía ciertos matices rojizos con hilvanes azules; sus ojos picarescos no coincidían con
la bondad y sencillez de sus palabras; sus labios recogidos ocultaban sus dientes con
una pulcritud exagerada y en la alta frente redonda como melón se dibujaban dos
gruesas cejas negras que me hacían pensar en los penachos de una carroza fúnebre.
Coronaba su figura un hermoso peluquín de seda color castaño, sin principio ni fin,
redondo por todos lados, lleno, brillante, fofo: todo a la vez.
— ¡Ángela! —exclamó no sé de qué manera, sin descorrer la costura invisible de
sus labios y registrando en sus ojos tal expresión de asombro que creí recoger en mis
manos sus pupilas.
— ¡Tía! —dije avanzando con idéntica alegría o sorpresa y decidida a dejarme
besar. Reparé entonces en que mi tía, a pesar de sus años, conservaba su cuello terso
y blanco como sería el de un recién nacido, si ellos tuvieran cuello. Pero, observando el
fenómeno más de cerca, advertí el truco de tan astuta coqueta: su garganta estaba
reconstruida en fino tul de un blanco invisible que sujetaba oprimiendo las infinitas
papadas en que debió fundirse su garganta. Era un invento admirable.
Durante diez minutos, la conversación se redujo a preguntas, a nombres, a
estados de salud. Tía Micaela me contemplaba con ojos lagrimosos y humedecidos por
la vista de algo a lo cual no estaban habituados.
Era indudable que yo había crecido —así lo repitió dieciséis veces—. En doce
años la niñita pequeña se había convertido en joven casadera. Y mientras lo decía, sus
ojitos menudos hablaban con más claridad que sus fruncidos labios. Ellos censuraban
mi atuendo y maquillaje; lanzaban un discurso impersonal contra la muchacha que hoy
le chocaba. La fuerza de ese ambiente daba razón a sus argumentos mudos. Yo sentía
con ella la cruda desnudez del modernismo, la falta que hace el velo en este siglo. Ese
velo de las comparaciones poéticas, el velo que no tenía la garganta de mamá, el velo
en mis ideas, el velo en mis sentimientos, el velo sobre los trajes conspicuos, el velo
sobre los ojos que la estaban escrutando. Y pensé que la falta del velo es la culpable de
tanta crudeza y desnudez. Mi tía me transmitía el mensaje: es preciso que vuelva el velo
sobre el mundo... y empezaba yo a enredarme en él, cuando mi madre me trajo
bruscamente a la realidad.
—Es la primera visita que hacemos —dijo amablemente con esa crueldad
inconsciente de las madres y la palabra "primera" me martillaba el cerebro. Me recogí
toda en un solo frente dispuesta a hacerle resistencia cuando llegara el momento. Solo
que entonces se habló de enfermedades. Es curioso hasta qué punto es útil enfermarse
y cuántos servicios sociales puede prestar la complicación de un mal Cuando entra una
enfermedad en la conversación, ella adquiere los tonos más vibrantes y se aviva en
coloridas emociones. Durante un buen rato ponderamos las fiebres, los tumores, los
shocks y las transfusiones, y hasta dos muertos prestaron sus servicios. De entre todos
los objetos del salón, sin duda el más genuino, el más exquisito, el más puro en su es-
tilo, era tía Micaela. Su actitud forzada de atención permanente, su larga cadena de oro
colgando desde el cuello meciéndose al compás de una respiración difícil, se perdía
misteriosamente bajo el busto; su zapatito de charol despuntaba como una lauchita
bajo la pollera, y las manitos, cruzadas tan amorosamente sobre sus rodillas, como
amigas queridas que se encuentran, se sentían felices de unirse nuevamente.
Fui heroica durante esa visita. Me sostuve en tensión física, con sonrisa plástica
simulando interés en la conversación mientras dominaba por la nariz los frecuentes
bostezos. Merecía un premio por mi sacrificio, y al final vino una sorpresa que lo
compensaba y con creces.
Entretanto mamá hablaba de mí como si yo hubiera muerto.
Siguiendo la conversación yo también me divisaba a lo lejos, como niñita habilidosa que
iba y venía haciendo los deberes de casa. De mis manos de mago salían los más
exquisitos guisos, de mis labios, las más dulces palabras. Era toda abnegación y
encanto, solo que no era yo. Luego iba a sumergirme entre mis libros, los que devoraba
con la misma avidez y facilidad que hubiera devorado los tentadores granos de un
gigantesco racimo de uva negra.
Cambiaba después el escenario y aparecía yo ante un Coliseo. Profesores de
níveas barbas y espesos lentes batían rabiosamente sus manos aplaudiendo el brillante
examen que yo había rendido. Ángela había rejuvenecido, tenía a lo más doce años a
pesar de sus ropas de mujer y relucían sobre su pecho cruces y honores, había laureles
sobre su frente y condecoraciones a lo largo de sus mangas. Yo misma sentía orgullo y
veneración por esa muchacha.
Y no me molestaba el aplauso. El efecto sobre tía Micaela era magnifico y
derretida en admiración, iba perdiendo poco a poco el prejuicio contra mi apariencia y
apreciando el enorme valer de mi persona.
Llegó por fin la hora del momento importante.
—¿Y esta chica no tiene novio? —preguntó con malicia pestañeando como las
luces cuando van a extinguirse.
—No... —se apresuró a responder mamá mientras yo sonreía como esfinge
misteriosa.
—Es necesario presentarle un buen joven. Quedan tan pocos... Vaya, vaya, a
propósito, ¿conoces tú a Claudio, mi sobrino? ¿El hijo de la Ventura?
— ¿Claudio Acuña? No le he visto desde chico.
— ¿Quién sabe si tu chica...?
—No, no —aseguré distraída, y, al decirlo recordé que ese nombre había estado
en mi mente desde anoche. No era ni más ni menos que el sospechoso: el asesino de
Richter.
—Es el mejor muchacho que existe —se apresuraba a decir en ese instante tía
Micaela, como si adivinara mi pensamiento. Y añadía—: ¡Qué bueno sería para tu
Ángela! Mira, es tranquilo, a la antigua, se recoge temprano, no le gusta el paseo.
Inmejorable, te aseguro, inmejorable.
Diez preguntas se atolondraban a la vez en mi lengua. Yo quería informarme,
saber algo práctico sobre ese gran hipócrita... Pero las dos señoras dominaban el
ambiente y antes de resolver cuál, pregunta había de ser más natural, ya habían des-
cartado al personaje.
—Pero cuéntame de ti, Micaelita —había dicho mi madre con renovado
interés—. Háblame de lo que haces...
—Nada, hija, las molestias de siempre —y entró a enumerar sus males de
vesícula, los gastos de la casa, las contribuciones, el proyecto que tenía de instalar gas
licuado...
Entretanto, aprovechaba de ordenar mis ideas. Era muy extraño que el destino se
hubiera encargado de recordarme mi deber trayendo a colación a Claudio Acuña.
Aquello confirmaba mis sospechas. Mis ojos buscaban en la sala su retrato para tener
un pretexto y nombrarlo otra vez.
Grandes ampliaciones de señoras con chales y bigotes, un capitán del tiempo
de los héroes, y un niñito desnudo tendido sobre una piel. ¿Sería Claudio? Pero mamá
se levantaba en ese instante. Tía Micaela protestó:
— ¿Vas a marcharte sin dejarme hacerle algún cariño a esta niñita? Deja que le
ofrezca un poco de vermut o un vasito de horchata. A las jóvenes de hoy les gusta
beber — y sin esperar respuesta, alzó la voz— ¡Tránsito, ven acá! Trae la bandejita.
Detrás de mi almohada encontrarás la llave. Abre el aparador y arribita a la izquierda
hay una botella, detrás de las cajitas. Y trae las otras copas, tú sabes lo que quiero
decirte, las otras copas. Esta gente es de mucha confianza — y sonrió antes de que
pudiera protestar en contra de sus órdenes.
Esto alargó la visita un cuarto de hora. Durante ese tiempo cayó la tarde y el
salón se envolvió en bondadosas sombras. Mientras tía Micaela nos informaba sobre
Tránsito y sus antepasados, sus costumbres, deberes, prendas de carácter y demás, yo
tenía en mi mente solo un estribillo. "¿Será él?".
Atendía sin oír, ya no me impacientaba, me había adaptado al ambiente sin
sentirme rebelde ni vencida. No quería marcharme sin saber más del asesino y hubiera
deseado que Tránsito demorara aún más en encontrar las copas, las otras copas...
Pensaba: ¿será él el del retrato? ¿Será él el asesino? ¿Será el mismo Claudio Acuña, o
será otro del mismo nombre? Tía Micaela empezaba a serme querida: que fuera de la
misma sangre de mi asesino la hacía preciosa. Cuando llegó la bandeja con su choque
de vasos y botellas yo era parte integral de ese salón. Me sentía a mis anchas, feliz en
esa atmósfera de bombonera extraída de un ropero descerrajado después de noventa
años. Radiante me llevé a los labios el líquido blancuzco y su dulzor decepcionó mi
paladar, pero me lo bebí todo. Hacía un supremo esfuerzo por transmitir mi voluntad a
esos dos seres y obligarles a traer una vez más la conversación sobre el señor Acuña.
Era indudable que mi micrófono estaba malo, no lograba inspirarlas. Y ante esta
decepción, me dio un ataque de hastío.
Las madres sienten en carne propia los reflejos de las flaquezas físicas de sus
hijos. La mía debió estremecerse, porque se levantó.
Fue entonces, en el umbral de la puerta, cuando tía Micaela, que no podía
desprenderse de las manos de mi madre, se tornó comunicativa.
—Encuentro tan mona a tu chica, me gustaría que conociera a Claudio. Figúrate,
acaba de regalarle un abrigo de pieles a su madre. ¡Comprado con su trabajo! Di si no
es lindo el que un muchacho gaste así su dinero. . —Pensé: valiente modo de ganar
dinero, asesinando. Hace bien al invertirlo pronto, antes de ser descubierto—. Yo te
aseguro que siento muy de veras el no haberme casado. Búscale un buen marido a tu
Angelita, son escasos, pero aun cuando no sea el mejor, es preferible tenerlo a no
tenerlo jamás...
4
Al salir de la casa de tía Micaela, tuve la sensación que debe sentir el agua
cuando abren el grifo. Hubiera corrido por la calle para liberarme de los años que se me
habían metido por los poros. Respiré profundamente tratando de dominar el cúmulo de
comentarios que hubiera querido vaciar, pero mamá, que es del siglo de las sutilezas,
reprochó mis pensamientos.
— ¿No sentiste agrado en alegrar a una pobre mujer sola? Piensa un poco en lo
que ha sido para ella nuestra visita...
—Yo pensaba en nosotros —argüí.
—Si todos en la vida pensaran menos en sí mismos y más en los demás, la vida
sería muy distinta, y harto mejor.
—Seguramente —dije, pero, en mi interior, no estaba de acuerdo. Esa
sensación de mansedumbre y de resignación no va conmigo. A mí me molesta sentirme
buena porque no puedo ignorar mis actos de caridad. Me los alabo y me hincho de
vanidad espiritual, que es aún peor que la otra.
—Y ya que me ha costado tanto salir conuco a hacer esta visita, iremos de aquí
a casa de la Ventura —dijo mi madre con ese loro de autoridad que tanto me subleva.
La idea me cayó como disparo en el blanco. No pudo sugerir algo más adecuado. La
oportunidad de mi vida, lo que yo más deseaba y ni siquiera me había atrevido a
imaginar. Conocer el ambiente de la casa de Claudio, del posible asesino, averiguar de
boca de su propia madre sus costumbres y oficios y aún más, verificar si en la noche del
crimen lo creían en su casa santamente dormido. Anticipaba gozando con qué astucia y
sutileza tendría que usar el taladro de mi curiosidad, cuando...
— ¡Ángela! —gritó mi madre cogiéndome del brazo en el preciso instante en que
me rozó un ciclista. No hubo atropello, poro el ciclista y yo quedamos unidos por un
momento de suspenso y frio seguido de acelerados latidos de nuestros corazones.
Alcanzamos a encararnos cargados de rabia, pero aquella cusa extraña que llaman
simpatía se interpuso, y los dos sonreímos y nos culpamos a nosotros mismos.
Terminamos pidiendo perdón al mismo tiempo. De trucos como este suele valerse el
destino para reunir dos vidas que puede que más tarde sean intensamente felices.
Pero seguimos de largo, cada cual su camino y posiblemente no volvamos a
encontrarnos jamás. Quizá en su juventud a tía Micaela le sucediera
Otro tanto...
Seguí divagando ante la perspectiva de poder realizar mi gran aspiración: saber
algo sobre el caso Richter.
Y mientras imaginaba la casa de un asesino. Llegamos ante una puerta igual a todas
las demás. No era como la había supuesto; era una casa de un piso y el timbre robado
lo suplían dos alambres. El importe de la entrada fue más o menos diez minutos de
espera ante esa puerta. En realidad el barnizado de las mamparas deberla correr por
cuenta de las visitas: es a ellas a quienes choca y molesta la dejación y abandono en
que relaja.
Aquella casa era con seguridad un desierto, una casona dormida como la de la
pobre tía Micaela. Un escalofrió me recurrió el cuerpo al pensar en la soledad de las
solteras. Yo, que estaba resuelta a no casarme por no abdicar de los derechos de mi
personalidad, por seguir mi carrera, por probarme a mí misma cómo puede bastarse una
mujer sola anula vida, ahora vacilaba. Me sentí perseguida por la fatídica sombra de esa visita
que acabábamos de hacer. Y ante esta puerta resolví rápidamente el problema de mi
existencia: no quiero ser soltera. Y en ese instante, como por arte de magia, sin que
advirtiéramos la sombra que a la fuerza debió traslucirse por los vidrios empavonados,
se abrió la puerta.
El portero en la casa del asesino no era más que un pequeñín que nos miró
boquiabierto.
— ¿Está en casa la abuelita? —preguntó mi mamá acariciando al niño.
El no respondió. Nos miró y dando media vuelta echó a correr gritando:
"¡Manina!" y se perdió en el pasillo.
Era una de esas casas cuyo seno de intimidad está separado de la calle por un simple
vidrio. Ahí, a dos metros, estaba el alma misma de ese hogar.
Tendidos sobre un triciclo viejo, algunas prendas de vestir de ciertos hombres
futuros, un gran auto de latón sin ruedas atado a un larguísimo cordel. Las mesas se
habían agrupado en ángulo como en concentración, y alguna, cubierta de una alfombra,
formaba sin duda la vivienda de cierto explorador imaginario. Sobre el sofá había un
diario desparramado, un tejido en el suelo, libros de estudio en la mejor silla y un plato
con restos de pastel hacía equilibrio en el brazo de la misma. Aquel era el reino de una
generación en cierne que ya es déspota.
Nadie entraba en escena.
Se oyeron gritos anónimos a lo lejos que sirvieron de lema a la sinfonía
interminable del llanto sostenido de un chiquillo.
Una empleada irrumpió en la sala y retrocedió. Exactamente como el gesto de una
laucha que se aventura fuera de su cueva. Vernos y desaparecer fue todo uno.
"Ella avisará sin duda a los patrones" —pensamos, pero el paso del tiempo nos
iba poniendo escépticas.
Y por fin surgió de la nada otra mujer. Era una vieja con la cabeza encajada en el pecho,
gorda de otro tiempo, hoy lacia y blanda. Llevaba un generoso delantal almidonado y
una blusita gris que asomaba atrás en forma de campana.
— ¿Buscan a la señora? —nos preguntó y mientras respondíamos hizo sonar
sus desdentadas encías como si mascara algo.
—Creo que no hay nadie en casa —mintió con descaro mientras las voces al
fondo la contradecían.
Balanceándose se alejó y recogió al pasar los pañales colgados del triciclo.
Las voces enmudecieron por encanto cuando ella pasó el umbral y numerosas
carreras y pasitos sustituyeron su ruido. Se golpearon postigos, se cerraron
mágicamente algunas puertas y por fin entró un mozo gigantesco que nos guió al salón.
Sus pies colosos calzaban zapatillas de lona blanca y sucia, resplandecía el
pantalón estrecho, no usaba cuello y el delantal que ocultaba los desastrosos detalles
de su indumentaria estaba lleno de tiza al igual que sus grandes dedos que colgaban de
unas manos amoratadas color berenjena. Su rostro era grande y brillante como
lamparón de teatro; el cabello erizado, la espalda enorme; en conjunto, un perfecto
matón domesticado.
—La señora ya viene —dijo introduciéndonos al salón de recibo.
Era toda una sorpresa. Una sala pequeña, despejada, puesta con gusto y arte. Pocos
muebles confortables bien distribuidos y un con/unto armonioso. Tonos de gris pálido:
una lámpara baja iluminaba suavemente algunas figuritas de marfil y en la mesa un gran
tiesto de flores naturales.
Entró doña Ventura, una sesentona arrogante, de aquellas que embellecen ya
de viejas; alba cabeza erguida, amplia frente sin surcos, cejas finas ligeramente tristes,
ojos negros de mirada muy dulce y un algo que atraía por su bondad y ternura.
No era una suegra despreciable. Su sonrisa era tan suave como un soplo de
brisa en el verano, su voz tranquila, su aspecto acogedor.
La conversación se deslizó sin tropiezos. Tenía el poder de hacer sentir bien a las
personas. Era de no conformarse que una mujer así tuviera un hijo asesino. Pobrecilla.
Me estremecí al pensar en el sufrimiento que le aguardaba; daba lástima anticipar cómo
se vendría abajo esa hermosura ante el golpe de saberlo.
De pronto, a lo lejos se oyó un piano.
Era alguien que jugaba en el teclado, sin duda alguno de los nietos.
— ¿Quién toca? —preguntó mamá que no sabía de música.
Doña Ventura se rió bonachona.
—Es Claudio que juega con el gato. Tiene aún algunas niñerías. Dice que le
divierte ver al gato dar tema para composiciones musicales...
Mamá sonrió y yo enseñé los dientes. Maldita gracia me hacían las sandeces en que
escudaba su crimen ¡Jugando con el gato! Era capaz de servir de caballito a sus
sobrinos y de tener la lana mientras la ovillan las mujeres de esa casa. Un caso
patológico. Un esquizofrénico en grado superlativo. Un neurótico de sensibilidad
invertida. Acaso un sádico disfrazado de burgués (en el fondo, esto era interesante para
una visitadora que debía presentar su estudio en la materia).
De pronto, apareció en el cuarto un caballero enjuto y pequeñito como un ataque
de ira contenido, cuyos ojos inquietos se escabullían Era el padre de Claudio. Las
aletas de su nariz eran dos gargantas de pájaro cantor y en sus labios parecía juguetear
un "no" y un "sí" y el amago de una sonrisa se desviaba en una mueca de inconsistente
terquedad. A través de su delgado pantalón se dibujaban las rodillas filudas y sus
manos torcidas por el reuma se asemejaban a una expresión de angustia. Todo en él
era molesto y hasta el aire parecía incomodarle.
No era extraño que de esta pareja hubiera nacido un Claudio, mezcla de hijo
modelo y de asesino experto.
Inesperadamente y como flecha de indio en selva inexplorada, cayó en medio de mi
frente la mirada de embestida de este caballero y me sentí afiebrada por su terrible
atención.
— ¿Y esta señorita está ya en sociedad? —preguntó; sin duda quería ubicarme
en el catálogo donde cada persona tiene su clasificación precisa.
—Sí y no —le respondí con sonrisa incoherente, tratando de mantenerme fuera
de su catálogo. Me daba miedo quedar prisionera de la personalidad que el padre de
Claudio decidiera adjudicarme.
— ¿Cómo es eso? —preguntó molesto ante la ambigüedad de mi respuesta. Y
en ese preciso instante se entreabrió la puerta y asomó un pie.
— ¡Don Claudio! —se oyó una voz que gritó en el horizonte y el pie
desapareció—. ¡El teléfono! —agonizó la voz destemplada que lo hizo alejarse.
—Claudio ya volverá —explicó su madre.
Había llegado el momento. Era preciso poner en juego toda mi astucia para lograr saber
algo de él
—Sin duda ustedes lo conocen —dijo el viejo mirando con ojos de precisión.
—Solo de vista —dije por decir algo. Me saltó el corazón ante el temor de que
pasara la ocasión y no alcanzara a averiguar lo que necesitaba. No sabía qué decir.
Había en la atmósfera un presagio inquietante. Algo iba a suceder y todos acechaban.
¿Sería Claudio que entraría en escena? Sus pasos se dibujaron acercándose, la puerta
se abriría, se asomaría otra vez su pie y luego él. Pero yo no quería verlo. Mi cara ardía
ante la sola idea...
—En verdad no me extraña que no conozca a mi hijo —dijo el caballero mientras
yo acechaba esos pasos—. Es poco civilizado en el sentido social de la palabra. Vive
para el estudio y el trabajo y se da para ello tanta maña que más parece un sonámbulo
en la vida. Casi no sabe de horas. Se aviene a discutir con los amigos hasta que aclara
el día.
La voz del buen señor me pareció una radio muy distante.
—La juventud moderna es estudiosa —dijo mamá, amenazando en repetir el
disco jactancioso de la visita anterior—. Las mujeres de hoy desprecian cosas de su
edad por el estudio. Ángela ya está en segundo año de Servicio Social.
Le luce un gesto y la pobre enmudeció. Doña Ventura se asombró de mi
precocidad y su esposo me escrutó nuevamente.
—Es una época interesante en la historia del mundo —dijo doña Ventura—. Hay
tanto realismo y tanta inquietud en los hombres; se precipita de tal modo el desarrollo
en los niños...
—A los padres nos cuesta convencernos de que nuestros hijos crecen. Cada día
me sorprende el ver que Claudio haga una vida tan independiente de nosotros...
—Trabaja en un Ministerio, según creo —dijo mamá.
—Sí, en realidad solo unas horas. A él no le interesa ganar dinero ni tiene más
ambiciones que su estudio en sus investigaciones...
— ¿Investigaciones? ¿Es químico? —pregunté antes de pensarlo. Creí ver algo
luminoso: él quiso robar el secreto del líquido renovador del señor Richter, apropiarse
de su invento y por eso...
Pero doña Ventura poseía el arte tan femenino de no tener continuidad en sus ideas y
de pasarse de un asunto a otro sin siquiera escuchar lo que preguntaba; me ignoraba
por completo.
—Supe por Claudio la desgracia de la Villarrica. Sin duda habrás sabido los
detalles viviendo en el mismo edificio. Créeme, no he tenido aún el tiempo para ir a
acompañarlas. No sé realmente cómo se pasa... —. El tema se deslizó y la ocasión
de mi vida se alejó para siempre.
Por fin mamá decidió que era hora de irnos. El padre de Claudio hizo un
supremo esfuerzo y sonrió; todas sus preocupaciones parecieron desvanecerse al
ponemos de pie.
Al pasar nuevamente frente al vestíbulo, mi madre observó un estuche de violín sobre
una mesa.
— ¿Siempre tocas? —preguntó a doña Ventura. —No, hija. Hace tantos
años. Es el violín de Claudio.
Y al llegar a casa para enfrentarme con mis anotaciones, pensando que llenarla
páginas y páginas, solo pude escribir: "Claudio Acuña, empleado de Ministerio,
investigador (?), aparenta ser muy consagrado al estudio, es músico, burgués y en la
puerta de su casa no hace falta un timbre".
5
Aquella noche tuve sueños extraños. Eran mis ojos que, sin mí, escapaban para
introducirse en toda clase de sitios.
Los hallaba de pronto en la cerradura de una puerta, enredados entre las cuerdas de un
violín, en el suelo, botados junto al cuerpo de Richter o pegados a la etiqueta de un
frasco de líquido renovador. Luego aparecían palabras en forma de personas y me
perseguían escaleras arriba aun después de terminados los peldaños.
Desperté muy cansada y confundida de mente.
En clase, me comporté tan poco atenta que merecí tres veces un llamado de
atención y terminé esa mañana con dolor de cabeza.
Después de almuerzo quise dormir una siesta y no sé bien si dormí o pensé tanto que
me vi obligada a levantarme para calmar mis nervios. Era preciso continuar mis
pesquisas y averiguar de una vez los motivos que podía tener el señor Acuña para
justificar su presencia en el edificio la noche del crimen a las tres de la mañana.
Me parecía acertado visitar a las Villarrica e investigar de un modo solapado si
mi presunto asesino tenía en casa de ellas su coartada.
Me consta de personas que leen los diarios por la curiosidad febril de saber quién ha
muerto. Dejo a los psicoanalistas el estudio de este acto, que puede ser bueno o malo.
Yo evito leerlos precisamente por este motivo. No me gustan los muertos. Tienen el
amargo y venenoso afán de destruir el encanto e interés de la vida que los rodeaba.
Cuando murió Javier no quise ir a visitar a sus deudos.
Eran viejos amigos de mi casa, y aunque no había visto al muerto desde hacía
seis años, me impresionó hondamente la noticia pero no quise exponerme a la emoción
que lógicamente iba a acarrearme.
Sin embargo, pasadas tres semanas, la cosa era diferente. Después de todo,
habitamos en el mismo edificio y no me gusta ser grosera.
Llegué a esa casa y al entreabrir la puerta apareció vivamente en mi memoria el
recuerdo de mi pobre amigo. Era cuatro meses mayor que yo; un bravo chico en cuanto
a matemáticas y un futuro campeón de bowling.
Lo veía ante mí con sus piernas torcidas y las terribles manchas que se adherían
fieramente a su pantalón de uniforme. Su chaqueta grande, su cabeza revuelta de rizos
mojados y el bozo despuntando en su labio superior tan transpirado.
Javier era el menor de su familia y el menor es siempre un niño crónico.
Almorzaba en casa los domingos y después de ganarme en el bowling, yo le obligaba a
jugar ping —pong que era mi fuerte. Una vez derrotado, nos separábamos furiosos.
El pobre Javier tenía la voz de una mujer con frío y unas manos inútiles que
colgaban pesadamente al final de sus brazos.
Pero era un buen muchacho, muy apegado a los suyos y si hubiera estado sano, habría
llegado a ser campeón de bowling.
Al entrar al salón sentía que Javier estaba ahí. A cada instante creía verlo aparecer por
una de sus puertas, despeinado, el lazo de sus zapatos azotando sus piernas y esa
sonrisa bondadosa.
Abracé a su madre con verdadera emoción. Sentía el impulso de hacerme
perdonar por estar viva cuando su hijo había muerto. Me parecía injusto, como un
desafío. Tuve la debilidad de acongojarme y llorar. El silencio, como la oscuridad, evoca
sentimientos con despiadada crudeza.
Nos sentamos. Hice un esfuerzo por ayudar a esa pobre mujer a dominar la
emoción que sentía al abrazar a una amiga viva de su hijo muerto, pero había elegido
mal el método. Porque, en lugar de buscarle un punto de vista filosófico a su tragedia,
me dio por encarnar su papel, el de madre que ha perdido a su hijo; sentía en carne
propia la desesperación del vacío que deja, el agotamiento de una lucha perdida contra
el destino que nos quita el objeto de vivirla. ¡Pobre!
De pronto me di cuenta de que yo no era madre y probablemente nunca lo sería.
Era absurdo robarle un dolor al cual no tenía derecho. Era grotesco venir a consolar a
una mujer en desgracia aportando una dosis de dolor igual a la suya, doblándola.
Quizá al principio me dio satisfacción demostrarle mi propio sentimiento, tan
hondo como el suyo, pero, analizando, con solo retroceder hasta la mampara de la
casa, advertía que ese dolor no tenía más de diez metros de largo y tres minutos de
vida. Me lo había puesto a la entrada y del mismo modo me lo podía quitar a la salida,
como un abrigo cualquiera. Durante aquel silencio solo me vino a los labios una
pregunta estúpida imposible de formular:
— ¿Ha tenido noticias de Javier? —era lo único que me nacía decir y obligada a
acallarla, se agrandaba el silencio entre las dos. Y el miedo de romperlo iba también
creciendo. Sentía una sequedad en la garganta, un silbido interminable en los oídos.
Quería desembarazarme del silencio antes de que me cogiera pero ya era su presa.
Tosí, intentando derrotarlo. La madre de Javier reaccionó; sin duda, ella también
sostenía su encarnizada lucha con el monstruo.
— ¿De modo que están bien en tu casa? —preguntó.
—Sí —aseguré entusiasmada al recobrar mi voz — a veces más, a veces
menos —añadí para suavizar el contraste. ¡Pero había triunfado! Aunque triunfo
banal y efímero; solo esa frase y silencio nuevamente.
Lo único que se oía en ese cuarto eran los latidos de mi propio corazón; toc, toc,
toc, con su ritmo perfecto.
El tiempo se arrastraba o galopaba; yo había perdido toda noción de él. Solo
sabía que mi visita de pésame era un perfecto fracaso y que ya era hora de sobra de
marcharse. Sin embargo, no podía despedirme sin haber dicho nada...
Empecé a desear un imprevisto trágico: un incendio, un temblor, un accidente
en la calle. Pero, nada; mis aspiraciones se fueron rebajando como mercadería inútil:
solamente anhelaba una sorpresa modesta, que se cayera la lámpara, o algún trozo de
estuco, o se quebrara el sofá, o asomara una laucha. Pero ninguna de estas
posibilidades tenía cabida en un departamento moderno.
Todo era inútil y no había más que esa mujer, el terrible silencio y yo. Tosí de
nuevo.
— ¿Estás resfriada? —me preguntó con solicitud ausente. Y entonces
comprendí que a ella no le oprimía, como a mí, la preocupación de hablar. Estaba en un
plan muy superior el de los que sufren, el sentimiento que sublimiza a las almas. A su
lado, yo era un miserable objeto.
Y la vi grande ante mis ojos, grande con su inmenso pesar; en las cuencas
hundidas de su mirada triste, en los labios delgados, endurecidos por la energía del que
se empeña en dominar su pena, en toda ella una superioridad que me llenó de
admiración y reverencia. Y ante ese sentimiento, ambicioné sufrir. Deseé sufrir, anhelé
sufrir intensamente porque comprendí que en el sufrimiento me encontraría a mí misma.
El pretexto de mi visita se había ido empequeñeciendo, endureciendo como un fruto
que ve ha secado al sol y molestaba allí. Entonces, por buena o mala suerte, se abrió la
puerta del salón y avanzaron hacia nosotras tres siluetas de negro.
— ¡Hijita, cuánto he sentido tu desgracia! —exclamó una y abriendo sus
grandes brazos estrechó en ellos a la madre de Javier. No la soltaba y simulaba
suspiros y sollozos, mientras las otras dos aguardaban pacientes el turno para hacer
otro tanto. Una vez terminada la operación de abrazar y palmotear la espalda de la
víctima, se movieren las sillas, se agrandó un poco el circulo y todas nos sentamos.
La primera de las tres visitas, es decir, la que empujó la puerta, la que sostuvo
más largo tiempo el abrazo y la primera en sentarse, fue también la que se apoderó de
la palabra.
—Cuéntame, hija —dijo acomodándose en la silla como si fuera a
emprender un largo viaje —. Cuenta cómo fue lo del pobre Javier... Yo lo supe hace
apenas ocho días. Estaba en el campo con la preocupación de la Julita, que no ha
estado bien. No puedo describirte mi impresión ¡Javier muerto! ¡Parece mentira! Lo
último que se me hubiera ocurrido. Estábamos acostumbrados a que fuera enfermito,
pero no a eso... Cuéntame cómo fue...
—Dentro de su estado los médicos lo encontraban bien, pero el lunes amaneció
con fiebre alta, sin motivo...
— ¿Y...?
—Lo vio el médico...
— ¿Entonces? —insistió ansiosa.
—Lo vieron todos los médicos y ninguno nos dio una sola esperanza.
— ¿No probaron el nuevo antibiótico?
LA madre de Javier asintió sin responder.
—Ya decía yo que no era más que una nueva especulación de los médicos.
¿Cuánto duró?
—Tres días.
—Pobrecito. Si lo hubieras curado con cataplasmas, a la antigua, estoy segura
de que se hubiera salvado. Hace diez años yo estuve gravísima, pero mi madre no hizo
caso a los médicos y me curó a su modo. A fuerza de cataplasmas, una sobre otra. Y tú
ves...
—Lo de Javier era incurable.
—Pero, ¿le aplicaste cataplasmas?
—No las recetó el médico.
—Ves tú —exclamó triunfante, mirando una a una a las que allí estábamos
—. Así son las cosas. A veces los médicos son asesinos.
—Por Javier hicieron todo cuanto la ciencia puede hacer.
— ¿Sufrió mucho?
Ella no respondió y contuvo un suspiro. Por fin triunfaba en su objeto. Ya la victima iba
perdiendo fuerzas.
—Su agonía fue sin duda muy larga.
—Dos horas.
— ¡Qué atroz! Me da un escalofrío de pensarlo. ¿A qué hora falleció? —Al
amanecer.
— ¡Pobrecillo! Cómo te compadezco. Te comprendo, porque si yo perdiera a mi
Julita, me volvería loca.
Aquella mujer era el látigo. Desde que comenzó el diálogo, a su primera
embestida, traté de echarle la capa de torero, pero no me dio tiempo a intercalar una
frase que pudiera desviarla. Y al ver lo inútil de mis piadosas intenciones, decidí
marcharme Sufría de ver azotar así a esa madre. Me puse de pie, pero en ese preciso
instante, entró en la sala un hombre alto que cortó mi retirada imponiendo su saludo.
Una a una le demostraban gran placer al verlo y yo estaba tan preocupada de
aprovechar la confusión de manos para interponer la mía, que solo repare en él cuando
la madre de Javier dijo:
— ¿No lo conoces? Claudio Acuña... Angelita Méndez.
—Tanto gusto —murmuró fingiendo no conocerme.
Después de haber pasado juntos una hora tan angustiosa, se hacía el
desentendido. Los asesinos se las saben todas. ¿O es que él no había juntado a la
muchacha del camisón y abrigo de aquella noche trágica, con esta otra arreglada en
tenida de visita?
Aquí, entre mujeres maduras, se veía más alto y distinguido y su mirada traía no sé qué
extraño fulgor de la vida de afuera.
¿Qué lo traía al edificio? ¿Sería aquello de que el asesino se siente siempre
atraído al sitio del crimen? ¿O es que adivinaba mis sospechas, acechaba mis pasos y
quería adelantarse a ellos despistándome?
Su voz era agradable y sus modales, finos. Yo había vuelto a sentarme,
dominada por una fuerza mayor incomprensible. Escuchaba observando y tratando de
tomar notas. Él no se imponía, pero llevaba la conversación hacia tópicos generales.
Dos veces sorprendí su mirada y tuve miedo de que adivinara mi pensamiento. El
bochorno do mis años menores me acaloró la cara.
Hubiera querido levantarme, pero la idea de cinco pares de ojos escrutándome a la vez,
me mantenía clavada en esa silla.
El tiempo se arrastraba penoso porque no me atrevía a pensar más en el crimen
ni en el asesino y sentía una sensación de torpeza y turbación que crecía en mi Era el
complejo de inferioridad que ya hemos estudiado en la escuela.
Por suerte, las tres damas habían averiguado ya cuanto deseaban saber sobre
el difunto y no les interesaba perder más tiempo.
Aproveché el momento de su partida para irme con ellas y salí de allí más
convencida que nunca de que Claudio Acuña tenía algo muy grave que ocultar, porque
en la despedida me miró de modo extraño y creo que retuvo mi mano un poco más de
lo acostumbrado.
6
Había llamado ya siete veces a la casa de Claudio preguntando por él. Mis
llamadas al Ministerio fueron insistentes hasta que, cerrada la oficina, dejaron de
atender el aparato. Y dieron así las ocho de la noche, y también las nueve y las diez y
Claudio Acuña aún no volvía a su casa. Los más trágicos pensamientos se daban cita
en mi mente y lo veía muerto, destrozado, extorsionado, mutilado y todo lo que termina
en "ado". Los espías lo tenían prisionero, eso era indudable, y le estaban torturando a
estas horas, Entretanto, yo era la única persona que sabía que él había ido a rescatar el
dichoso documento sin estar armado. Esto me llenaba aún más de confusión. ¿A quién
avisarle? Mi mamá, desde su cuarto, me llamó:
— ¿Por qué estás tan nerviosa, Ángela? ¿Es que has tenido algún disgusto con
Claudio?
La naturalidad con que mi madre me hacia una pregunta de esta naturaleza me
sorprendió.
— ¿Por qué iba a estar disgustado con él si apenas lo conozco? —contesté
casi con impaciencia.
—Lo llamas con tanta insistencia por teléfono que me pareció... —Alzó los
hombros y retomó su atención en el diario de la tarde. Comprendí que mi respuesta la
había molestado y mis nervios, ya gastados, de pronto se aflojaron en forma de sollo-
zos. Aproveché la escena para confiarle mi confusión y aprensiones.
—No tienes por qué ponerte así. Posiblemente habrá comido fuera y no llegará
hasta medianoche.
—También he tratado de hacerme esa idea, pero no me convence. Tengo la
responsabilidad de saber que está en peligro y también el presentimiento de que sufre...
—Para tranquilizarte llamare a la Ventura.
—No, eso no. ¿Qué pensaría ella si supiera que ha salido conmigo?
—No veo la gravedad de eso. No será la primera vez que sale con alguna
muchacha
Mi madre no debió decir eso. En las circunstancias tan desventajosas en que yo estaba,
todo me dolía de un modo cruel.
Al cabo de un rato de discusión, me convenció de que debía llamar a casa de Claudio.
Después de todo, eran ellos los únicos que sabrían dar los pasos necesarios para
ayudarle si es que estaba en peligro.
Volví a marcar su número y esta vez contestó un hermano suyo, lo que me hizo más
fácil la tarea de explicar lo ocurrido. La voz que me escuchaba era simpática y
tranquilizadora.
—Es cierto que no ha vuelto ni ha avisado que comerá fuera, pero esto sucede
muy a menudo. No creo que haya motivo para alarmarse. Claudio sabe muy bien hacer
sus cosas y no se arriesgará...
Aquella tranquilidad me contagió un poco, y también la idea de que ya compartía
la responsabilidad con otro. Su familia le conocía harto más que yo, y si ellos no se
alarmaban, mal podía yo tener motivos para quedarme despierta toda la noche.
Me acosté, pues, imponiéndome una serenidad no muy sincera, y al cabo de poco rato
me dormí.
En mi plácido sueño me sentí traspasada por el sonido estridente del teléfono.
Apenas cobré conciencia de que estaba despierta me cayó encima la preocupación de
la víspera y de un salto llegué hasta el aparato.
Era una voz de hombre conocida, la del hermano de Claudio.
—Disculpa lo intempestivo de la hora. Claudio no ha vuelto a casa y saldremos a
buscarlo ahora mismo. Solamente quiero saber desde qué punto y en cuál dirección
partió él en su automóvil.
Después de darme las gracias colgó el teléfono y me dejó parada en actitud de estatua.
Digo parada porque todo mi ser estaba de pie y paralizado. No sabía ni pensar ni sentir;
tenía tanta vida como una escoba aguardando la hora del barrido.
La voz de mi madre me sacó de ese estado.
Fui donde ella y sé que algo me habló y que me besó, pero no recuerdo nada de lo que
me dijo. Volví a mi cama, y ahí tendida, con mis pensamientos paseando por el techo,
saqué en claro una triste conclusión: ¡estaba enamorada de Claudio!
11
De todas las impresiones fuertes que había sufrido este tiempo, puede que la
más fuerte haya sido la que recibí esa mañana al volver del sastre. — ¿Ha
llamado alguien por teléfono? —pregunté a Zunilda.
—Un "señor Cuña" la ha llamado dos veces.
— ¿Qué? —dije con voz tan estridente que hasta mi oído protestó.
— ¡Un "señor Cuña"! —repitió la empleada casi en mí mismo tono. En otra
ocasión me hubiera molestado su impertinencia, pero en ese momento me sentí capaz
de darle un beso.
— ¿A qué hora llamó?
—Recién usted salió y luego hace poco rato.
— ¿No dejó nada dicho?
— ¡NADA! —. La palabra quedó vibrando en todo el departamento
¿Sería verdad que había llamado Claudio? ¿Era posible que ya estuviera libre? Me
costaba creerlo.
Mi suspicacia me hacía pensar en una pillería de sus secuestradores.
—Me alegro de saber que está ya de vuelta —dijo mamá sonriendo.
— ¿Cómo de vuelta? —pregunté tontamente.
—Bueno, a decir verdad, nunca creí que un hombre como él fuera a dejarse
secuestrar como una chica.
Miré a mamá, y, como quien se traga un tubo de aspirina, me guardé en la
garganta el impulso de decir todo lo que sentía.
Desde mis más remolos recuerdos, mamá se las había dado siempre de adivina,
pero esta vez sí que se equivocaba medio a medio y yo no podía darme el gusto de
probárselo.
Solamente le di un sonoro beso y luego miré el reloj.
Faltaban veinte para la una. El tiempo justo para almorzar e ir enseguida a cumplir mi
compromiso.
— ¿Pido el almuerzo mamá? Tengo un hambre atroz.
—Pídelo, hija, aunque aún es temprano. Tu tía no ha llegado.
—Pierde cuidado que ya debe venir cerca y antes de que sintamos el olor de los
guisos la golosa ya estará muy sentada en su asiento.
Y me dirigí a la cocina con la esperanza de espantar de Zunilda el mal humor y
averiguar detalles de los telefonazos.
—Zunilda, ¿le falta mucho al almuerzo? Tengo un hambre de fiera —dije
husmeando las ollas. Me miró desdeñosa.
—Usted con hambre, cuando hace una semana que no come...
—Tal vez sea por eso. ¿Qué tienes hoy de guiso?
—Unos fritos de huevo con salsa de espinaca.
—Huelen muy bien.
—Y eso que todavía no están hechos.
Su mal genio no podía contra mis buenos ánimos.
— ¿Y qué tienes de postre?
—El mismo de anoche. Nadie lo probó siquiera.
—Yo me encargaré hoy de que no sobre nada. Di, Zunilda, ese señor Cuña que
llamó por teléfono, ¿te pareció impaciente?
Me miró con la cuchara en la mano. Los ojos de Zunilda tenían, como siempre,
expresión de botones.
Sumergió la cuchara en una olla y balbuceó un "Quizás pú" poco simpático.
— ¿Preguntó por la señorita Ángela o, simplemente, por Ángela?
—Me creo que por Ángela.
—Y cuando tú le dijiste que no estaba, ¿preguntó si volvería pronto?
Pensó un momento, me dio la espalda y masculló un "No mi acuerdo" que
cancelaba nuestra conversación.
Desde la puerta le dije:
—Sirve luego, por favor —y antes de cerrarla alcancé a oír su respuesta
—: Cuando llegue su tía —y no oí más porque mi genio amenazaba con
ponerse a tono con el suyo.
Ya no tenía miedo de cumplir mi encargo. Solo sentía la impaciencia de
realizarlo pronto para no pensar más.
Busqué un papel y un cáñamo paro hacer el paquete del retrato.
Durante todo el tiempo había tenido una irresistible tentación de llamar por teléfono a
casa de Claudio para saber si había vuelto. Pero me retenía un extraño pudor. No
quería parecer tan insistente. ¿Qué pensaría de mí doña ventura? ¿Quién era yo para
inquietarme tanto por la ausencia de su hijo?
Miraba al aparato del teléfono como queriendo hipnotizarlo y obligarlo a sonar su
campanilla. No perdía la esperanza de que durante el almuerzo él volviera a llamar. Si
es que era él, o quién fuera.
Faltaban ya solo dos minutos para la una y mi tía aún no llegaba.
Su inconsciencia parecía empeñada en hacer fallar mis planes.
No pude resistir mi inquietud y bajé a la calle para ver si venía.
Al subir la escalera tropecé con el agente que, sin duda, salía ya a almorzar. Era, pues,
el momento. Tenía ya una impaciencia que se anudaba en mí como voltaje eléctrico.
¿Qué hacía mi dichosa tía demorando de ese modo su llegada? ¿Cómo era posible que
una mujer vieja y sin obligaciones no regresara a su casa a una hora adecuada para el
almuerzo?
Iba a hacerme perder este momento precioso. Después de todo, el Agente
podía ser un vegetariano y demorarse solo diez minutos en almorzar. Y yo estaría
perdida. Ya sentía en el pecho un verdadero trimotor mientras subía la escala.
De pronto se me ocurrió una idea.
¿Qué fuerza me obligaba a entrar al departamento de Richter después de
almuerzo? El ir a buscar la foto no habría de tomarme sino unos tres minutos. Bien
podía yo hacerlo ahora mismo mientras llegaba mi tía. Luego almorzaría muy
tranquilamente para estar a las dos con el paquete en la puerta de la escuela.
Era una gran idea.
Entré a mi cuarto a buscar mi maletín donde guardaba la llave. Cogí el papel y el
arito de cáñamo, y, sintiendo una rara debilidad en las piernas, caminé hacia la puerta.
El cuerpo me pesaba como si fuera un piano.
Me detuve ante el cuarto de mamá. ¿Y si yo no volvía nunca más? Era prudente
insinuarle una pista para que me buscara.
Mamá estaba sentada ante su mesita haciendo su aritmética casera.
—Mientras llega la tía voy al piso de arriba por un momento.
—Pero recuerda que has pedido el almuerzo. ¿Por qué no esperas que sirvan y
vas en seguida?
—Estaré de vuelta antes de que Zunilda te avise que está listo.
— ¡Ah, criatura impaciente! No puedes aguardar ni un solo instante. Es
imposible que no le demores. ¿Vas donde las Villarrica?
—No, mamá.
Mamá quedó regañando y yo salí deprimida, pensando que acaso esta era la última vez
que La vería. ¡Pobre mamá! ¡Qué haría si me perdiera después de haber vivido para mí
durarte dieciocho años! Como único consuelo le quedaban mis últimas palabras
misteriosas...
Abrí la puerta del departamento y la cerré de golpe por miedo a dejarla junte y volver
atrás.
Di dos pasos en el zaguán de entrada y me quedé entre las dos escalas: La que
bajaba a La calle y la que subía hasta los otros pisos.
Miré hacia abajo y vi al carabinero de la puerta que conversaba sonriente con el
suplementero del diario de mediodía.
Era mejor que él no me viera subir. Volví a la escala y me largué corriendo hacia arriba.
Pero apenas había dado dos pasos cuando sentí una voz que me gritaba:
— ¡Ángela! Niña, ¿adónde vas a esta hora?
Era mi tía, que entraba al edificio cargada de paquetes.
No sé si desesperada o muy feliz de tener un pretexto para volver atrás, bajé las gradas.
—Estaba aburrida de esperarte, tía —le dije pesadamente, y para que no
indagara más de lo debido, la interrogué yo a ella —: ¿De dónde vienes tan tarde?
¿Te has comprado toda la tienda?
—No, hija. Solo aproveché una oferta de cajas. Hace tanto tiempo que tenía
deseos de ordenar mis cosas en cajitas y ahora podré hacerlo. Después no me atrevía
a subir a la micro llenas tan cargada. Te traje algo que te gusta mucho: unos quesillos
frescos —y su carita se iluminó radiante.
Había que perdonarla. Y sintiendo que el alivio del momento me traía una congoja
mayor ante la perspectiva de tener que volver a hacerme el ánimo de cumplir mi misión,
entré con ella a nuestro departamento.
13