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A pesar de mi tía

Marcela Paz

Ilustración de portada: Gonzalo Martínez

Dirección de Publicaciones Generales: Sergio I.

Dirección de Artes: Carmen Gloria de Robles

Diagramación: Roberto Peñalillo

Producción: Gonzalo González

Primera edición : mayo de 2017

Tercera edición : junio de 2016


A pesar de mi tía
Marcela Paz
Ilustración de portada
Gonzalo Martínez
PROLOGO

Primero, una amplia cáscara de ironía, una superficie erizada de ingenio


defensivo, de salidas pintorescas y aristas punzantes que parecen definitivas y
alcanzan a producir cierta sensación de sequedad, como una lengua áspera. ¿Habrá
amargura en el fondo de esta burla tan fácil y será agria esta alma de mujer aguda
que se hace la inocente?
Pronto el temor se disipa.

Bajo la corteza fría, tras, la cortina espinuda y la árida piel escamada de


reflejos, una corriente oculta empieza a palpitar; se hace presente la invisible
suavidad de una vena blanda, tibia , que sin perder el brillo malicioso y dejándolo
jugar en primer plano, como en una sinfonía , la ternura -tímida al principio, luego de
voz más entonada y, por último, avasalladora y victoriosa- acaba por invadir la
orquesta y derramarse surgente, apresurada, para abarcar el cuadro entero, volver
viva la extensión mineral y rico de sonoridades apasionadas el cordaje inhumano.

La heroína, mal de su grado, se resigna a ser feliz.


Es la aventura que con acento penetrante desarrolla Marcela Paz, a través de una
galería de tipos y escenas de costumbres donde se da esa unión que los lectores de
Jenaro Prieto recordarán, entre el humorismo, la plasticidad y asomos de una
extraña poesía, tanto más impresionante cuanto menos pensada, y que suele brotar
de las sola justa medida de la expresión, como ocurre en los niños.

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Marcela Paz tiene mucho de ellos, de su originalidad desconcertante, de sus


imágenes coloridas, hasta de la ingenua crueldad para mirar una persona y en dos
palabras, tratar implacablemente, con toda inocencia, su caricatura.

Y hay aquí, en verdad, entre los múltiples elementos combinados que tejen la
malla de la novela, el espectáculo de una niñez y su transformación gradual, su
paulatino crecimiento, con erguirse de tallo, con abrirse de flor, a medida que el amor
la invade. Un espíritu juguetón, apenas encarnado, va descubriendo poco a poco la
realidad, Y ya no le satisface otra cosa; rehúsa el sueño, la sombra, la pintura;
quiere la vida, el presente. “Le Jeune, le vivace el le bel aujourd’ hui”.
Lo consigue.
En el pesimismo, en lo catastrófico de la época, A pesar de mi tía, una tía que
adquiere, vista así, contornos históricos, Marcela Paz no habla de ruinas vagas ni
deja caer los brazos desalentada. Ama, lucha, vence. O mejor, es vencida. Como
mujer total, se realiza, llega a la plenitud, colma el perfecto molde femenino
entregándose, sometiéndose.
“Como la flor es real, así quiero mi vida, no una pintura de ella”.
La intriga casi policial, el colorido pintoresco, los detalles de costumbres
domésticas tan evocadores, realistas y cargados de ironía, no desaparecen bajo la
onda lírica que hincha el amor.
Marcela Paz da el corazón, pero no pierde la cabeza. Es un ser real.

ALONE
1

Fue un balazo y morí sin un grito.


Ahí estaba yo, helada como todos los muertos, tendida en mi lecho con los ojos
abiertos y sin ver.
No sentía dolor en mi herida: ¿qué dolor puede sentir un muerto? Rígida, dura
a pesar de mi muerte tan reciente, sola, esa soledad majestuosa y aterradora del
muerto entre los vivos; sin oír, porque el silencio es el más pavoroso de los ruidos.
¿Silencio he dicho? Al pensar en ello advertí que me mentía a mí misma. Un
chasquido rítmico, violento y pequeño, como un golpecillo de goma continuado,
retumbaba a mí alrededor. Como si yo de muerta estuviera metida en la maquinaria
de un reloj grande y blando, de un reloj apurado. Acaso el tiempo en la eternidad
está también dividido en fracciones diminutas, con el solo objeto de sentir su andar
sabiendo que no puede terminar….
Pero crujió una puerta. Escuché pasos y comprendí de pronto que ese
estampido era mi propio corazón latiendo furiosamente a despecho de todo.
No era yo la muerta. Era la viva, la asustada, la que tiene que actuar. Y junto
con descubrirlo, la rigidez de mi cuerpo se tradujo en un agudo dolor de coyunturas.
Era preciso moverme. ¿Quién era el muerto, entonces? No me atrevía a pensarlo y
el terror me corría por el cuerpo como un enjambre de cadenas heladas.
Dormía sola en mi cuarto pequeño. En la alcoba de al lado, mi madre y luego,
mi tía…. Pero por sobre el techo de mi habitación, algunos pasos precipitados me
sabían a gloria; la muerte andaba y los míos estaban separados de ella por una
magnífica losa de concreto.
Los edificios de departamentos persiguen un objeto bien extraño; dar
comodidad a cambio de perder lo más sagrado: la santa independencia.
Yo nací en casa de patios fríos con plantitas sin flores, entre puertas de vidrio
con postigos que prohibían la luz que por sí sola ya se negaba a entrar en tan
lúgubres cuartos. Entre gigantes pailones de membrillo, entre goteras en baldes y os
sabios consejos de tías solteronas. Vi agitarse las manos florecidas de sabañones
en interminables labores y la idea de un hombre estuvo siempre encuadrada en los
austeros retratos de mi padre cuyo recuerdo, cortado por suspiros, evocaba a
menudo mi madre enlutada.
Se gastó mucho esfuerzo en educarme con primor de acuerdo con los sanos
principios de ese ambiente, pero mis piernas crecieron desmesuradamente, y acaso
al elevar mi cabeza a demasiada altura, se torció mi criterio y mi rebeldía fue tal que
poco a poco fue venciendo en la casa. Y las doblaron sus labores, y con vergonzosa
torpeza en un principio y luego con resuelta arrogancia, se hicieron fumadoras.
Sus ojos miopes leyeron ávidamente mis libros de Cruz Roja y de psiquiatría
y como resultado, dos de ellas se despidieron un día para salir de viaje y en las olas
del puerto del embarque dejaron ahogarse sus antiguos prejuicios.
La inquietud de la vida moderna se fue infiltrando en los muros de la casa de
patios. Despreciando esas chapas enmohecidas y esos rincones musgosos, fuimos
haciendo más y más mudanzas hasta llegar por fin a este departamento.
En los traslados se diezmaron los objetos, las tías, los muebles y recuerdos, y
así llegó el día en que ocho mujeres quedamos reducidas a este sencillo trío.
No creo haber hecho daño en mi hogar; somos felices las tres juntas como lo
son las que se liberaron para recorrer el mundo, la que por fin se casó y dejó de ser
soltera y la otra, la que trabaja en corretaje desde hace ya tres años y no se ha dado
cuenta de que aún no ha logrado realizar un negocio.
Pero divago mucho; el disparo aún era un eco en mis oídos que trataban de
borrar los pies descalzos arriba, con su ir y venir. Ya el miedo se alejaba de mí, ya
era de otro, del dueño de esos pies tan diligentes. Ya podía yo darme a santa de no
tener más que inquietud o curiosidad….
Aflojé mis nervios. Había un drama a tres metros sobre mí y si quería podía
ignorarlo. Pero, en mi carácter de visitadora social, me sentía en cierto modo
necesaria. Por lo demás, si los de arriba querían discreción, independencia, bien
pudieron vivir en casa solariega y dispararse bombas sin perturbar a nadie ni ser
interpelados por intrusos vecinos; pero allí, a tan poca distancia, compartiendo la
misma agua caliente y la misma escalera, no era posible ignorarlos.
Teníamos el parentesco agudo de los que habitan un edificio de
departamentos, y así como cuando se quema un fusible de la luz nos lamentamos en
coro uno sobre otro, cuando uno tiene un drama todos están autorizados a compartir
su emoción.
Al ponerme un abrigo, mi mamá, con la luz encendida, me interrogó:
_ ¿Has oído el disparo?
_ Sí, mamá. Creo que ha sido en el piso de arriba.
_ ¿En el de don Sixto?
_ Parece ser en el que habita el matrimonio extranjero.
Mi tía entró al cuarto, demudada en su kimono morado.
_ ¿El que fabrica el líquido maravilloso?
_ El mismo. Voy a ver si puedo servir en algo.
A lo mejor hay algún herido….
_ Por ningún motivo irás sola –se interpuso mi tía
_ A estas horas…. A lo mejor es un crimen, criatura…
_ Tía, yo le aseguro que seré muy prudente – y escapé de sus manos dominantes.
Mientras subía me trepidaba el cuerpo como esos aparatos para romper
pavimentos. Me armé de un control británico, dispuesta a serenarme. Habría
deseado que fuera el último piso el que buscaba.
La puerta estaba abierta. Las luces encendidas. En el pasillo estrecho,
idéntico al nuestro, había un perchero cargado de impermeables y sombreros
deformes. Apenas se sostenía bajo el peso.
Vacilé; el aspecto de colectividad de aquella percha me intimidaba. No iba
preparada para enfrentar un club con su crimen, antes me esperaba un hogar
sencillo, sumido en consternación. Un reloj inmutable indicaba las tres de la mañana.
Entonces vino a mi encuentro una mujer.
Era corta, ancha, pletórica de sangre, de fláccida gordura, con nervios de aluminio.
No iba, urgida ni manifestó la .menor sorpresa al verme. Ante su aspecto de perfecta
salud y fortaleza sentí que recuperaba el equilibrio.
_ Señora, he venido porque creí oír aquí un disparo.
Sí, sí, naturalmente, un disparo -dijo con tono convencido en su acento extranjero.
_ ¿Ha sucedido alguna desgracia?
Fue un disparo que hirió al que lo lanzó solamente -- e hizo tres chasquidos con la
lengua.
_ ¿Ah, sí? -dije poniéndome a tono con su ánimo. Luego, como no agregaba
nada, para tranquilizar mi curiosidad pregunté-: ¿Y no necesitan ustedes nada para
curarlo?
Se alzó de hombros.
-¡Oh, no! No hay nada para curarle porque está cadáver.
Sentí un hielo; muerto el suicida, ahí a tan pocos metro y... ¡Nada! Aquello no tenía
importancia que el vuelo de una mosca.
Miré el perchero donde colgaba ese escuadrón de impermeables y sombreros,
pensando que acaso a ellos afectaba más el suicidio.
La mujer advirtió la mirada y contestó a mi pensamiento otras tres tenquitas.
_ Dscht dscht dsch. No eran suyos. Él no usaba sombrero ni abrigo.
_ ¿No? --pregunté estúpidamente.
_ Nunca.
Y hubo una pausa. Sin duda, la mujer aguardaba a que yo me marchara, pero
había intrigado mi curiosidad y despertado mi sentido de "encuesta ".
_ ¿Ha sido el señor...? - y no me atreví a pronunciar su nombre.
Richter. Wolfgang Richter, mi esposo.
_ ¿Su esposo?
_ Sí, hace ya tiempo que él estaba resuelto. Tenía que hacerlo.
_ ¿Y usted no lo impidió?
_ Oh, no. Era inútil. Él estaba resuelto.
_ Naturalmente -y luego, la razón de mi visita
Se abrió paso - ¿Ha llamado usted al juez del crimen?
_ No sé el número de su teléfono.
_ Dé aviso entonces a carabineros. Pueden creer que ha sido un asesinato.
Se alzó de hombros.
_ Si me hace el favor, llame usted misma – y me invitó a pasar.
El pequeño vestíbulo estaba invadido por una mesa grande se amontonaban
frascos ordenados y junto a una máquina de escribir, algunos papeles sobre los
cuales estaba la guía telefónica que ella puso en mis manos. Recorrí el lugar con
mirada tímida, temiendo ver lo que mis ojos buscaban; pero no estaba allí.
_ ¿Está usted sola en casa señora Richter?
Ah, no Están él y usted.
_ ¿Y nadie más?
Negó con la cabeza y como nuevamente desvié la mirada hacia el perchero, explicó:
_ Esa costumbre ser mía. Por no tener ladrones cuando estar fuera.
Sonreí.
_ Y sin embargo, deja usted la puerta abierta…
— ¡Ah, no! Acababa de abrirla por si venia alguien. Naturalmente debía venir
alguien, por ejemplo usted.
— Naturalmente.
Marqué el número y di parte a la Comisaría.
— ¿Está usted bien segura de que ha muerto el señor Richter?
_ Él no iba a darse un tiro para quedar vivo
—Pero es que pudo tallarle la intención... Tres tenquitas.
_ ¿Era enfermo?
—Nunca estuvo enfermo.
En ese, instante apareció mi tía. Su kimono morado era peor que una autopsia. Sus
ojos de espanto estaban desambientados.
— Tranquilícese, tía, no es más que un suicidio
— le dije.
— ¿Qué? — chilló la pobre.
— El señor Richter, esposo de la señora, se ha quitado la vida —le expliqué
con toda serenidad e indiferencia.
— ¿La vida? —. Las manitos de mi tía fueron a sostener su pecho lacio a
punto de caer.
Con la entrada de mi tía, aquel departamento se había hecho tan estrecho que tuve
que sujetarme para no quedar sentada en la única silla que había. Advertí entonces
que éramos cuatro en el. Una cabeza de hombre había aparecido sobro la de mi tía.
Era, sin duda, otro intruso como nosotras.
— ¿Puedo ayudar en algo? — Preguntó dirigiéndose a mí — Oí un disparo
hace pocos minutos y vi. al bajar, la puerta abierta. ¿Ha sucedido alguna desgracia?
En ese instante el recinto se hizo aún más estrecho. Una sensación de
ascensor repleto y detenido entre un piso daban a uno ganas de que el suelo se
moviera. Dos carabineros habían comenzado su punzante interrogatorio.
— ¿Quien ha dado el parte?
— Ángela Méndez, visitadora social, domiciliada en este edificio, en el
segundo piso — respondí como máquina.
El carabinero con sus gruesos dedos de cocha-yuyo anotó.
— ¿Quién habita este piso?
— La señora Wolfgang Richter, esposa del extinto — dijo la propia.
— ¿Qué ha sucedido?
— Mi marido se quitó la vida.
— ¿A qué hora y con qué arma?
— Con un revólver "Colt", exactamente hace veinticinco minutos — dijo ella.
— Vamos donde él. Nadie sale del departamento.
El otro carabinero puso el cerrojo a la puerta y se quedó junto a ella en actitud
heroica.
El primero se abrió paso y luego se detuvo mirando al intruso.
— Claudio Acuña — gentilmente ofreció su nombre.
— ¿Casado?
— Soltero.
— ¿Domiciliado en...?
— Los Plátanos 3281.
— ¿Testigo presencial?
— No. Estaba de visita arriba y bajé al oír el disparo.
El carabinero dejó de anotar para mirar la hora y el señor Acuña se puso rojo
como lápiz de labios. Eran las tres y media.
— ¿Su edad?
—Veintiocho años. ¿Pero a qué vienen estas preguntas si yo soy tan ajeno a
esto como ustedes? Vengo recién entrando.
— Permítame su carnet.
Y tras el detenido examen hizo apuntes. El señor Acuña se sentía
visiblemente incómodo y buscaba entre nosotros un gesto de simpatía.
Yo gozaba pensando: ¿No te gusta ser intruso? Para meterse en las vidas
ajenas hay que tener pasaporte.
El carabinero había desaparecido con la señora Richter en el cuarto del
drama. Entretanto, mi tía, el señor Acuña y yo, nos mirábamos sin saber si comentar
o continuar mirándonos.
De pronto, la visitadora social, que tan aventajada se sentía sobre el señor Acuña,
recordó con horror que su atavío era una larga camisa de noche, lánguidamente
arrugada, cubierta por un práctico abrigo sport que por cierto no le hada juego en su
material casi agresivo.
Un súbito complejo de inferioridad me invadió. Y mi tía no podía servirme de
apoyo porque era aún más ridícula en su deshabillé. Toda la incomodidad del señor
Acuña había caído sobre mí y sintiéndose él liberado ante mis colores, se volvió
protector. Después de todo, un pecado de hombre es siempre más pequeño que el
de una mujer, aunque en este último apenas contra la estética.
— ¿Conocían ustedes a este matrimonio? —preguntó a modo de romper el
hielo.
—De vista, escasamente —contestó mi tía como excusándose.
—Parecen extranjeros.
—Refugiados.
— ¡Pobre gente! —comentó con expresión grave—. Han debido sufrir una
barbaridad —y no sabiendo qué hacer con las manos las metió en sus bolsillos.
Mi tía, nerviosa, se mecía de un pie a otro con un ritmo de péndulo.
—No debió subir, tía —le dije, tratando de detener su vaivén.
—No me acostumbro a verte metida en esta clase de líos —dijo de mal humor
y levantó los ojos hacia el señor Acuña—: Esta niñita estudia paro visitadora social y
trabaja en asuntos que no son de su edad.
—Es un bonito esfuerzo que habla muy en su favor.
Sentí ganas de no haber sido educada para mostrarle lo antipático que me
parecía desde ese instante. Pero el carabinero y la señora Richter se acercaban.
—Llamaré al Juez del Crimen —-declaró y con el dedo en el disco del teléfono,
agregó—: nadie sale de aquí hasta que él lo ordene.
La confusión de mi tía la obligó a sentarse. Un montón de protestas se revolvían en su
boquita de guinda seca. Acaricié su mano para tranquilizarla.
—Es un trámite obligado, tía. Después nos iremos a dormir.
— ¿A dormir? ¿Con un suicida encima de nuestras cabezas? Nunca creí verme
envuelta en cosa semejante. Y todo por ti y tu endiablado afán de ser útil y moderna. En
mi tiempo eso se llamaba "curiosidad" y no otra cosa.
Su exaltación la hacía más pequeñita y más redonda. Era la primera vez que me
hablaba en ese tono.
— ¡Yo quisiera saber qué hemos ganado con venir aquí y qué ayuda le has
ofrecido tú al muerto!
El carabinero la hizo callar con un "Shshsh" autoritario y expuso al Juez lo sucedido por
teléfono.
Viéndose tan rudamente silenciada, mi tía secretó agua por ojos y narices. Al verla, el
señor Acuña se compadeció de ella y se acercó al carabinero, en cuyo oído vació un
discurso discreto que tuvo como resultado que nos dieran libertad a mi tía y a mí para
bajar a nuestras habitaciones.
Solo una frase me siguió estorbando mientras bajaba del brazo de mi azorada
tía: "El caballero responde por ustedes".
Nunca es agradable saber que le debemos un favor a un extraño y menos cuando este
era tan antipático como el señor Acuña.
2

De cada hebra de crin de mi almohada parecía brotar una interrogación que se


clavaba en mi mente.
Aquel suicidio, tan simple en apariencia, no podía convencerme de su simpleza
ni de que fuera suicidio. Surgían las ideas, las posibilidades, los dramas, las conjeturas
y se iban enredando en mi cabeza igual que el crin de ese relleno; mi cerebro era otra
almohada tan blanda y mullida como la verdadera.
Un hombre que se suicida a vista y presencia de su esposa sin causarle ni horror
ni desventura, desconcierta.
¿Qué le había motivado a hacerlo? ¿En qué terrible lío estaba metido? Si al menos
fuera un loco...
La posibilidad de un drama de amor quedaba descartada en el "caso Richter".
La de un suicidio frente a su compañera, sin que ella hiciera algo por evitarlo, me
parecía absurda.
Y así, a mis ojos, esto no parecía suicidio sino " crimen.
Un vulgar asesinato cometido, quizás por su mujer, que, dada su falla de nervios, a lo
mejor suprimía al marido sencillamente como medida económica. Hay locos que son
locos precisamente por falta de sensibilidad.
Pobre Richter, quizás aquella mujer le odiaba y seguro lo había matado,
fingiendo luego el suicidio para escudar su crimen.
Pero es que en ese caso debió simular más emoción o desconcierto.
Puede que aquel intruso surgido de repente en medio de la escena fuera su cómplice.
Su explicación era pobre y carecía de lógica. Se ha visto muchos casos en que... Luego
recordé que desde mi cama había oído numerosos pasos, lo que indicaba la presencia
de varias personas.
Mi cabeza parecía disparar ondas radiales. Sentía luces que cruzaban mi
pensamiento de un lado a otro. No pude resistir más ese reposo forzado y me senté a
escribir. Era preciso ordenar, traducir en palabras mis ideas. Y anoté febrilmente:
"Suicidio descartado. Un hombre sencillo y burgués que fabrica líquido
renovador no aspira a mucho, luego no desespera. Y si llegara a cometer la locura de
matarse, su compañera no miraría con tanta indiferencia su desaparición. Descartado el
suicidio, se trata entonces de un crimen, y en este caso, existe forzosamente un
asesino".
Los hombres uniformados que toman a su cargo estas investigaciones y
proceden por orden de método y rutina, no tienen mucha opción de descubrir al asesino
que cuenta, sin duda, con mayor malicia y persigue precisamente el burlar su sistema.
Es por esto que me sentía impulsada a investigar por mi cuenta, usando precisamente
mi falta de experiencia, mi instinto, mi intuición de mujer. Sería un hermoso triunfo en mi
carrera el descubrir a un criminal que ha pasado inadvertido ante la opinión pública. Allí,
despierta en la oscuridad, con mi cerebro tenso y mi corazón loco de ambiciones, sentí
como un llamado. Descubriría al asesino de Richter.
En realidad, ya lo había descubierto... No en vano se tienen antenas y sensibilidad. Yo
sabía quién era. Pero era necesario probarlo. Antes que nada, reuniría evidencias y
luego...
Mi primer paso sería averiguar la vida privada de los Richter, interiorizarme en su
ambiente, lograr en lo posible la confianza de la viuda. Luego, una vez descartada toda
posibilidad de que fuera ella quien le quitó la vida a su esposo, me informaría sobre el
verdadero sospechoso: Claudio Acuña. ¿Cuál era su coartada? ¿Qué hacía a las tres
de la mañana en este edificio si daba por domicilio una calle lejana? ¿De cuál de los
cinco pisos pretendía venir a esas horas? Era fácil saberlo.
El primer piso, el que da a la calle, se compone de almacenes pequeños que
cierran cuando el sol se esconde. El segundo, lo habitamos nosotros. El tercero es el
que ocupan los Richter y en el cuarto viven las Villarrica, gente conocida de mamá y
que estando de duelo no pueden dar fiestas que perduren hasta las tres de la mañana.
El quinto piso solo es un cuarto grande alquilado por un pintor que lo llama "atelier" y no
lo usa jamás.
Es fácil suponer entonces que el tal señor Acuña debió estar escondido en el
propio departamento de la víctima y, al sentir la llegada de la justicia, jjuzgó más sabio
aparecer antes de ser sorprendido.
Después de todo, la vida me brindaba, por fin, una ocasión de presentar un caso
interesante ante mis compañeras. Un caso que se destacaría entre los de rutina y me
daría la oportunidad que durante dos años no había conseguido: lograr sobresalir.
Porque este caso salía de la vulgaridad y no era la eterna historia de la mujer enferma
abandonada con seis hijos raquíticos y un cuarto sin pagar. Era un drama de hecho, un
drama de sangre, era un caso muy serio cuyo epílogo se perdía en el misterio. Por lo
menos durante algunas horas me mirarían con interés en la escuela, y quizá con
envidia; me harían preguntas, me cogerían del brazo para llevarme aparte, lanzarían
exclamaciones y atenderían en silencio a lo que yo dijera. Por fin lograría destacarme
entre las otras, dejaría de ser opaca, de ser un fondo gris.
A la salida de clase, dedicaría mi tiempo al estudio de este caso: iría
personalmente a visitar a la viuda del difunto, como primera medida, luego a las
Villarrica y golpearía a la puerta del "atelier". Recogería todos los datos, todas las
observaciones que pudiera captar, e iría ordenándolas sin adelantarme a nada para no
dar un solo paso en falso.
Tenía ansias de ver amanecer, dejar atrás las horas de clases y ver llegar la
tarde para poder actuar. A la salida de la escuela me compraría una libreta gruesa para
anotar los datos que recogiera, inventaría una excusa para salir toda la tarde sin que mi
madre y mi tía sospecharan y concentraría todo mi raciocinio en el desarrollo de este
drama cuya clave habría de ser mía.
Para eso, para estar lúcida, necesitaba dormir. Luché por obtener el sueño y por fin lo
logré, tan profundo que por poco paso de largo la mañana y el gran día también.
3

¿Faltaré contra el cuarto mandamiento si pienso que las madres tienen un gran
defecto? Y es su mala memoria. ¿Por qué se han olvidado enteramente de cuando
fueron hijas? ¿Por qué no recuerdan ya lo que es hacer un plan, a nuestra edad, y tener
que abandonarlo?
Estaba toda tensa esa tarde, urgida en realizar mi proyecto de visitar a la viuda
de Richter, armada de prudencia, sin ningún arrebato de curiosidad o descalabro de
juventud; iría como una profesional que cumple su cometido humanitario y va a poner
su ciencia al servicio de otra mujer que sufre. Una entrevista de dos mujeres solas,
corazón a corazón Ya soñaba anticipando las confidencias turbulentas de ese pecho
fláccido, la debilidad de ese cerebro gastado por el desvelo de toda una noche.
Imaginaba los mórbidos complejos de un alma europea, las tragedias de esa raza
perseguida y fuerte, los sentimientos de esas vidas que han cruzado fronteras y
fronteras en busca de la paz. Adivinaba la rancia cultura en ese cerebro evolucionado
en universidades, alimentado entre sabios y talentos, entre artistas empeñosos y
porfiados luchadores. Yo sabía que en ese cuerpo desprovisto de encantos se ocultaría
un alma noble y fuerte, hija de genios o héroes. De ahí su impavidez… Tenía hambre
de realizar esa visita, de asimilar lo que tal espíritu tradujera parcamente a través de
esos labios secos.
Pero mi mamá llegó en el preciso instante en que terminaba mi arreglo para
subir a ver a mi gran viuda. Y con esa autoridad dulce, tan invencible a veces,
cruelmente, desbarató mis planes. Se empeñó y me vendó, arrastrándome consigo a la
mala costumbre (de la que aún no se corrigen las madres) de hacer una visita.
Cuesta avenirse al paso de una madre. Cuesta aceptar el golpe estético que nos
devuelven las vidrieras al pasar, una muchacha de colorido insolente junto a una mujer
tono sepia se encaminan tranquilamente a hacer visitas.
Afortunadamente, la vida tiene ese encanto de ofrecemos sorpresas y cuando
nada pedimos, cuando más resignadas estamos al hastío, nos suele regalar con
esplendidez.
Este programa incoloro y lacio, con sensación de tarde malgastada, me daría,
sin sospecharlo, algo más importante que cuanto hubiera sacado de casa de la viuda.
Una no es adivina hacía lo posible por defenderme, y mientras más argüía
mamá con sus razones, más rabias dominaba yo y mi lengua se hinchaba de tanto qué
decir.
—Hace ya cinco meses que estoy por ir contigo a estas visitas. No se puede ser
grosera con quienes solo nos han ofrecido cariño. Tarde a tarde me dices que tienes
algo que hacer y después de todo, fuiste tú misma la que propuso le tarde de hoy hace
ocho días, para salir de esto. Vamos, Ángela sacude ese mal genio, después estarás
contenta de no tener la amenaza y quedarás libre. Y. por último, es lo menos que puede
pedirle una madre a su hija: que la acompañe aunque sea una vez al año a hacer una
visita.
Resignarse es perder todo nervio. Llegué a esa casa extenuada, interrumpido el
contacto dinámico y vital, atrofiada, anémica.
Sumí el dedo en el amarillento botón rezando por que no hubiera nadie allí.
Era la casa de tía Micaela.
— ¡Micaela te quiere tanto! —había dicho mi madre durante el trayecto.
Es curioso cómo pueden quererla a una las personas desconocidas. Micaela me
quería. ¿Quién era Micaela? Ramona, Micaela. María Rosa, Aparicia o Gertrudis; me
daba exactamente lo mismo. Entre todas constituían un solo conjunto: grupo confuso de
ropas negras y manecitas pequeñas que estrechaban temblorosamente las mías, ojos
saltones entre fideos de arrugas y un verdadero derrumbo de preguntas incontenibles y
a veces incontestables. Entre todas me habían dejado un solo recuerdo: que antaño
tuvieron el poder de enturbiar mis navidades con sus húmedas caricias. Me habían
educado queriéndolas como principio teórico, y hubiera deseado que ellas se atuvieran
a la ley de mi cariño, haciéndose del mismo material.
Entre todas, era Micaela la favorecida hoy después de un delicioso abandono de
doce años.
Inútil es decir que el salón estaba cerrado con llave; lo estaba el día que vinimos a verla
cuando hice mi Primera Comunión y, por cierto, ninguna otra visita habría interrumpido
el periodo entre estas dos.
La sirvienta, enrollándose el almidonado delantal blanco para enseñar una pollera
descolorida, se excusó yendo en busca de la llave.
Pasaban los minutos. No es que estuviera impaciente, pero el tiempo corría.. Mi madre,
entretanto, miraba con cierta curiosidad al interior de la casa. En esa galería silenciosa,
donde aún resonaban los pasos de la sirvienta, había un incómodo amoblado de
mimbre y contra las vidrieras algunos pedestales con macetas de plantas sin flores ni
expresión. Plantas, tal como suena, plantadas allí en sus tiestos y sin derecho ni
siquiera a morir.
—Aquí jugábamos de pequeñas —dijo mi madre sonriendo ante el recuerdo—.
Allí en el patio fue donde la Charín se rompió la nariz.
"Charín —pensé—, visita sin remedio. Si tiene la nariz quebrada es seguro que
ha sido amable con nosotros. Charín, Charín, ¿no hay la más remota esperanza de que
a consecuencia de esas narices rotas te hayas muerto o hayas partido al África?".
—Está todo igual —decía mi madre colándose discretamente al interior—. Aquel
era el cuarto de la tía Conchita. Tenía una imagen muy linda de Santa Gertrudis,
antiquísima, y un pisito pequeño donde nos sentábamos las dos con Micaela durante el
Rosario...
Pensaba con horror en la juventud de mamá. ¡Cómo debió aburrirse la pobre! Con
razón se casó y enviudó también. ¿Qué otra cosa podía interrumpir la monotonía de
semejante vida? Tal vez sea el arrastre de esa generación tan resignada la que puso en
nosotros, las de ahora, ese virus rebelde. Mientras mayor paciencia cultivaron nuestras
madres, más dosis de ambiciones, de caprichos e inquietud hemos germinado
nosotras. Nuestra salud es más fuerte y vigorosa, nuestro amor a la vida es más real. El
futuro nos llama en cada célula y debemos responder a esa voz del mañana.
Tenebrosamente la llave giró en la cerradura; temblaron los vidrios y la taimada
puerta del salón cedió en un espasmo. El angustioso lamento de las bisagras chillonas
vino acompañado de un suspiro tan frío que me hizo estremecer. Esta visita con su
soplo de hielo habría sido deliciosa en día de verano.
Mi madre avanzó heroicamente hacia aquel foso helado y no tuve más remedio
que seguirla.
La sirviente despegaba los postigos con grandes protestas de cerrojos ya
hechos a la idea de no volver a abrirse y al rozar las cortinas, el polvo desplazado de su
sitio venía a cosquillear nuestras narices.
¿Con qué objeto abriría los postigos esa buena mujer?
¡Ah! Ya lo comprendía. Su intención era buena, quería preservarnos del peligro. Porque
había peligro en todas partes.
Peligro de mover un brazo y derribar un grupo en marmolina, o una licorera en forma de
carabela. Peligro de dar un paso y reventar un corderito de lana sobre un cojín bien
duro; de arruinar un gran pensamiento elaborado en diez tonos de morados; de
confundir un inmenso caracol de nácar con una calavera; peligro de sentarse sobre la
frágil sillita de oro capitaneada en raso que daba al traste con su gemela estableciendo
un estado de relaciones muy extraño entre sus dos ocupantes.
Mamá eligió el sofá. Sus ojos recorrían sonrientes cada detalle, cada cuadro,
con mirada de ensueño.
—Encontrábamos tan linda aquella urna dorada —me decía indicándome un
conjunto de flores y melindres prisioneros bajo un enorme dedo de cristal. Y yo hada
esfuerzos vanos por hallarle razón.
El frío de ese cuarto me calaba los huesos y aquel olor a polvo me traía un remoto
recuerdo de la muerte.
Este rudo contraste de épocas era más rudo que el de temperatura, y así, como
estos últimos suelen acarrear enfermedades, estos baños de ambiente agripan el
espíritu. Sentía escalofríos morales. Una revoltura de conciencia y un deseo confuso de
ser buena o bien mala de una vez.
— ¡Micaelita! —exclamó de pronto mi madre dando un grito como si hubiera
visto al mismo demonio. Soltando de un golpe el raso tirante del sofá. Se precipitó
sobre el bultito negro que avanzaba.
Aproveché el aviso para estar prevenida y aceptar a Micaela tal como la hizo Dios.
Sus manitos rechonchas, de dedos puntiagudos, palpitaban sobre la espalda de
mi madre como papas souflé; hinchadas y, a la vez, con arrugas pequeñitas, doradas
por una fruición de pecas y ese lustre que es grasa en las papas y efecto de cien años
de jabón en la piel. Saltaban sobre el abrigo nuevo de mamá como si estuvieran en el
acto mismo de freírse.
Por aquel entonces era lo único visible de tía Micaela. Pero terminó el abrazo y
pude por fin unir esas manilas a una pequeña bobina negra en la cual se encerraba el
alma de nuestra huésped. Su rostro estaba suspendido a poco más de un metro de
altura sobre el suelo y se distinguía especialmente porque sincronizaba mal las
emociones, y la expresión y gestos que él urdía no estaban en contacto con las
palabras o hechos. Su tez blanca, delgada y rugosa como cuerito de tomate fiambre,
tenía ciertos matices rojizos con hilvanes azules; sus ojos picarescos no coincidían con
la bondad y sencillez de sus palabras; sus labios recogidos ocultaban sus dientes con
una pulcritud exagerada y en la alta frente redonda como melón se dibujaban dos
gruesas cejas negras que me hacían pensar en los penachos de una carroza fúnebre.
Coronaba su figura un hermoso peluquín de seda color castaño, sin principio ni fin,
redondo por todos lados, lleno, brillante, fofo: todo a la vez.
— ¡Ángela! —exclamó no sé de qué manera, sin descorrer la costura invisible de
sus labios y registrando en sus ojos tal expresión de asombro que creí recoger en mis
manos sus pupilas.
— ¡Tía! —dije avanzando con idéntica alegría o sorpresa y decidida a dejarme
besar. Reparé entonces en que mi tía, a pesar de sus años, conservaba su cuello terso
y blanco como sería el de un recién nacido, si ellos tuvieran cuello. Pero, observando el
fenómeno más de cerca, advertí el truco de tan astuta coqueta: su garganta estaba
reconstruida en fino tul de un blanco invisible que sujetaba oprimiendo las infinitas
papadas en que debió fundirse su garganta. Era un invento admirable.
Durante diez minutos, la conversación se redujo a preguntas, a nombres, a
estados de salud. Tía Micaela me contemplaba con ojos lagrimosos y humedecidos por
la vista de algo a lo cual no estaban habituados.
Era indudable que yo había crecido —así lo repitió dieciséis veces—. En doce
años la niñita pequeña se había convertido en joven casadera. Y mientras lo decía, sus
ojitos menudos hablaban con más claridad que sus fruncidos labios. Ellos censuraban
mi atuendo y maquillaje; lanzaban un discurso impersonal contra la muchacha que hoy
le chocaba. La fuerza de ese ambiente daba razón a sus argumentos mudos. Yo sentía
con ella la cruda desnudez del modernismo, la falta que hace el velo en este siglo. Ese
velo de las comparaciones poéticas, el velo que no tenía la garganta de mamá, el velo
en mis ideas, el velo en mis sentimientos, el velo sobre los trajes conspicuos, el velo
sobre los ojos que la estaban escrutando. Y pensé que la falta del velo es la culpable de
tanta crudeza y desnudez. Mi tía me transmitía el mensaje: es preciso que vuelva el velo
sobre el mundo... y empezaba yo a enredarme en él, cuando mi madre me trajo
bruscamente a la realidad.
—Es la primera visita que hacemos —dijo amablemente con esa crueldad
inconsciente de las madres y la palabra "primera" me martillaba el cerebro. Me recogí
toda en un solo frente dispuesta a hacerle resistencia cuando llegara el momento. Solo
que entonces se habló de enfermedades. Es curioso hasta qué punto es útil enfermarse
y cuántos servicios sociales puede prestar la complicación de un mal Cuando entra una
enfermedad en la conversación, ella adquiere los tonos más vibrantes y se aviva en
coloridas emociones. Durante un buen rato ponderamos las fiebres, los tumores, los
shocks y las transfusiones, y hasta dos muertos prestaron sus servicios. De entre todos
los objetos del salón, sin duda el más genuino, el más exquisito, el más puro en su es-
tilo, era tía Micaela. Su actitud forzada de atención permanente, su larga cadena de oro
colgando desde el cuello meciéndose al compás de una respiración difícil, se perdía
misteriosamente bajo el busto; su zapatito de charol despuntaba como una lauchita
bajo la pollera, y las manitos, cruzadas tan amorosamente sobre sus rodillas, como
amigas queridas que se encuentran, se sentían felices de unirse nuevamente.
Fui heroica durante esa visita. Me sostuve en tensión física, con sonrisa plástica
simulando interés en la conversación mientras dominaba por la nariz los frecuentes
bostezos. Merecía un premio por mi sacrificio, y al final vino una sorpresa que lo
compensaba y con creces.
Entretanto mamá hablaba de mí como si yo hubiera muerto.
Siguiendo la conversación yo también me divisaba a lo lejos, como niñita habilidosa que
iba y venía haciendo los deberes de casa. De mis manos de mago salían los más
exquisitos guisos, de mis labios, las más dulces palabras. Era toda abnegación y
encanto, solo que no era yo. Luego iba a sumergirme entre mis libros, los que devoraba
con la misma avidez y facilidad que hubiera devorado los tentadores granos de un
gigantesco racimo de uva negra.
Cambiaba después el escenario y aparecía yo ante un Coliseo. Profesores de
níveas barbas y espesos lentes batían rabiosamente sus manos aplaudiendo el brillante
examen que yo había rendido. Ángela había rejuvenecido, tenía a lo más doce años a
pesar de sus ropas de mujer y relucían sobre su pecho cruces y honores, había laureles
sobre su frente y condecoraciones a lo largo de sus mangas. Yo misma sentía orgullo y
veneración por esa muchacha.
Y no me molestaba el aplauso. El efecto sobre tía Micaela era magnifico y
derretida en admiración, iba perdiendo poco a poco el prejuicio contra mi apariencia y
apreciando el enorme valer de mi persona.
Llegó por fin la hora del momento importante.
—¿Y esta chica no tiene novio? —preguntó con malicia pestañeando como las
luces cuando van a extinguirse.
—No... —se apresuró a responder mamá mientras yo sonreía como esfinge
misteriosa.
—Es necesario presentarle un buen joven. Quedan tan pocos... Vaya, vaya, a
propósito, ¿conoces tú a Claudio, mi sobrino? ¿El hijo de la Ventura?
— ¿Claudio Acuña? No le he visto desde chico.
— ¿Quién sabe si tu chica...?
—No, no —aseguré distraída, y, al decirlo recordé que ese nombre había estado
en mi mente desde anoche. No era ni más ni menos que el sospechoso: el asesino de
Richter.
—Es el mejor muchacho que existe —se apresuraba a decir en ese instante tía
Micaela, como si adivinara mi pensamiento. Y añadía—: ¡Qué bueno sería para tu
Ángela! Mira, es tranquilo, a la antigua, se recoge temprano, no le gusta el paseo.
Inmejorable, te aseguro, inmejorable.
Diez preguntas se atolondraban a la vez en mi lengua. Yo quería informarme,
saber algo práctico sobre ese gran hipócrita... Pero las dos señoras dominaban el
ambiente y antes de resolver cuál, pregunta había de ser más natural, ya habían des-
cartado al personaje.
—Pero cuéntame de ti, Micaelita —había dicho mi madre con renovado
interés—. Háblame de lo que haces...
—Nada, hija, las molestias de siempre —y entró a enumerar sus males de
vesícula, los gastos de la casa, las contribuciones, el proyecto que tenía de instalar gas
licuado...
Entretanto, aprovechaba de ordenar mis ideas. Era muy extraño que el destino se
hubiera encargado de recordarme mi deber trayendo a colación a Claudio Acuña.
Aquello confirmaba mis sospechas. Mis ojos buscaban en la sala su retrato para tener
un pretexto y nombrarlo otra vez.
Grandes ampliaciones de señoras con chales y bigotes, un capitán del tiempo
de los héroes, y un niñito desnudo tendido sobre una piel. ¿Sería Claudio? Pero mamá
se levantaba en ese instante. Tía Micaela protestó:
— ¿Vas a marcharte sin dejarme hacerle algún cariño a esta niñita? Deja que le
ofrezca un poco de vermut o un vasito de horchata. A las jóvenes de hoy les gusta
beber — y sin esperar respuesta, alzó la voz— ¡Tránsito, ven acá! Trae la bandejita.
Detrás de mi almohada encontrarás la llave. Abre el aparador y arribita a la izquierda
hay una botella, detrás de las cajitas. Y trae las otras copas, tú sabes lo que quiero
decirte, las otras copas. Esta gente es de mucha confianza — y sonrió antes de que
pudiera protestar en contra de sus órdenes.
Esto alargó la visita un cuarto de hora. Durante ese tiempo cayó la tarde y el
salón se envolvió en bondadosas sombras. Mientras tía Micaela nos informaba sobre
Tránsito y sus antepasados, sus costumbres, deberes, prendas de carácter y demás, yo
tenía en mi mente solo un estribillo. "¿Será él?".
Atendía sin oír, ya no me impacientaba, me había adaptado al ambiente sin
sentirme rebelde ni vencida. No quería marcharme sin saber más del asesino y hubiera
deseado que Tránsito demorara aún más en encontrar las copas, las otras copas...
Pensaba: ¿será él el del retrato? ¿Será él el asesino? ¿Será el mismo Claudio Acuña, o
será otro del mismo nombre? Tía Micaela empezaba a serme querida: que fuera de la
misma sangre de mi asesino la hacía preciosa. Cuando llegó la bandeja con su choque
de vasos y botellas yo era parte integral de ese salón. Me sentía a mis anchas, feliz en
esa atmósfera de bombonera extraída de un ropero descerrajado después de noventa
años. Radiante me llevé a los labios el líquido blancuzco y su dulzor decepcionó mi
paladar, pero me lo bebí todo. Hacía un supremo esfuerzo por transmitir mi voluntad a
esos dos seres y obligarles a traer una vez más la conversación sobre el señor Acuña.
Era indudable que mi micrófono estaba malo, no lograba inspirarlas. Y ante esta
decepción, me dio un ataque de hastío.
Las madres sienten en carne propia los reflejos de las flaquezas físicas de sus
hijos. La mía debió estremecerse, porque se levantó.
Fue entonces, en el umbral de la puerta, cuando tía Micaela, que no podía
desprenderse de las manos de mi madre, se tornó comunicativa.
—Encuentro tan mona a tu chica, me gustaría que conociera a Claudio. Figúrate,
acaba de regalarle un abrigo de pieles a su madre. ¡Comprado con su trabajo! Di si no
es lindo el que un muchacho gaste así su dinero. . —Pensé: valiente modo de ganar
dinero, asesinando. Hace bien al invertirlo pronto, antes de ser descubierto—. Yo te
aseguro que siento muy de veras el no haberme casado. Búscale un buen marido a tu
Angelita, son escasos, pero aun cuando no sea el mejor, es preferible tenerlo a no
tenerlo jamás...
4

Al salir de la casa de tía Micaela, tuve la sensación que debe sentir el agua
cuando abren el grifo. Hubiera corrido por la calle para liberarme de los años que se me
habían metido por los poros. Respiré profundamente tratando de dominar el cúmulo de
comentarios que hubiera querido vaciar, pero mamá, que es del siglo de las sutilezas,
reprochó mis pensamientos.
— ¿No sentiste agrado en alegrar a una pobre mujer sola? Piensa un poco en lo
que ha sido para ella nuestra visita...
—Yo pensaba en nosotros —argüí.
—Si todos en la vida pensaran menos en sí mismos y más en los demás, la vida
sería muy distinta, y harto mejor.
—Seguramente —dije, pero, en mi interior, no estaba de acuerdo. Esa
sensación de mansedumbre y de resignación no va conmigo. A mí me molesta sentirme
buena porque no puedo ignorar mis actos de caridad. Me los alabo y me hincho de
vanidad espiritual, que es aún peor que la otra.
—Y ya que me ha costado tanto salir conuco a hacer esta visita, iremos de aquí
a casa de la Ventura —dijo mi madre con ese loro de autoridad que tanto me subleva.
La idea me cayó como disparo en el blanco. No pudo sugerir algo más adecuado. La
oportunidad de mi vida, lo que yo más deseaba y ni siquiera me había atrevido a
imaginar. Conocer el ambiente de la casa de Claudio, del posible asesino, averiguar de
boca de su propia madre sus costumbres y oficios y aún más, verificar si en la noche del
crimen lo creían en su casa santamente dormido. Anticipaba gozando con qué astucia y
sutileza tendría que usar el taladro de mi curiosidad, cuando...
— ¡Ángela! —gritó mi madre cogiéndome del brazo en el preciso instante en que
me rozó un ciclista. No hubo atropello, poro el ciclista y yo quedamos unidos por un
momento de suspenso y frio seguido de acelerados latidos de nuestros corazones.
Alcanzamos a encararnos cargados de rabia, pero aquella cusa extraña que llaman
simpatía se interpuso, y los dos sonreímos y nos culpamos a nosotros mismos.
Terminamos pidiendo perdón al mismo tiempo. De trucos como este suele valerse el
destino para reunir dos vidas que puede que más tarde sean intensamente felices.
Pero seguimos de largo, cada cual su camino y posiblemente no volvamos a
encontrarnos jamás. Quizá en su juventud a tía Micaela le sucediera
Otro tanto...
Seguí divagando ante la perspectiva de poder realizar mi gran aspiración: saber
algo sobre el caso Richter.
Y mientras imaginaba la casa de un asesino. Llegamos ante una puerta igual a todas
las demás. No era como la había supuesto; era una casa de un piso y el timbre robado
lo suplían dos alambres. El importe de la entrada fue más o menos diez minutos de
espera ante esa puerta. En realidad el barnizado de las mamparas deberla correr por
cuenta de las visitas: es a ellas a quienes choca y molesta la dejación y abandono en
que relaja.
Aquella casa era con seguridad un desierto, una casona dormida como la de la
pobre tía Micaela. Un escalofrió me recurrió el cuerpo al pensar en la soledad de las
solteras. Yo, que estaba resuelta a no casarme por no abdicar de los derechos de mi
personalidad, por seguir mi carrera, por probarme a mí misma cómo puede bastarse una
mujer sola anula vida, ahora vacilaba. Me sentí perseguida por la fatídica sombra de esa visita
que acabábamos de hacer. Y ante esta puerta resolví rápidamente el problema de mi
existencia: no quiero ser soltera. Y en ese instante, como por arte de magia, sin que
advirtiéramos la sombra que a la fuerza debió traslucirse por los vidrios empavonados,
se abrió la puerta.
El portero en la casa del asesino no era más que un pequeñín que nos miró
boquiabierto.
— ¿Está en casa la abuelita? —preguntó mi mamá acariciando al niño.
El no respondió. Nos miró y dando media vuelta echó a correr gritando:
"¡Manina!" y se perdió en el pasillo.
Era una de esas casas cuyo seno de intimidad está separado de la calle por un simple
vidrio. Ahí, a dos metros, estaba el alma misma de ese hogar.
Tendidos sobre un triciclo viejo, algunas prendas de vestir de ciertos hombres
futuros, un gran auto de latón sin ruedas atado a un larguísimo cordel. Las mesas se
habían agrupado en ángulo como en concentración, y alguna, cubierta de una alfombra,
formaba sin duda la vivienda de cierto explorador imaginario. Sobre el sofá había un
diario desparramado, un tejido en el suelo, libros de estudio en la mejor silla y un plato
con restos de pastel hacía equilibrio en el brazo de la misma. Aquel era el reino de una
generación en cierne que ya es déspota.
Nadie entraba en escena.
Se oyeron gritos anónimos a lo lejos que sirvieron de lema a la sinfonía
interminable del llanto sostenido de un chiquillo.
Una empleada irrumpió en la sala y retrocedió. Exactamente como el gesto de una
laucha que se aventura fuera de su cueva. Vernos y desaparecer fue todo uno.
"Ella avisará sin duda a los patrones" —pensamos, pero el paso del tiempo nos
iba poniendo escépticas.
Y por fin surgió de la nada otra mujer. Era una vieja con la cabeza encajada en el pecho,
gorda de otro tiempo, hoy lacia y blanda. Llevaba un generoso delantal almidonado y
una blusita gris que asomaba atrás en forma de campana.
— ¿Buscan a la señora? —nos preguntó y mientras respondíamos hizo sonar
sus desdentadas encías como si mascara algo.
—Creo que no hay nadie en casa —mintió con descaro mientras las voces al
fondo la contradecían.
Balanceándose se alejó y recogió al pasar los pañales colgados del triciclo.
Las voces enmudecieron por encanto cuando ella pasó el umbral y numerosas
carreras y pasitos sustituyeron su ruido. Se golpearon postigos, se cerraron
mágicamente algunas puertas y por fin entró un mozo gigantesco que nos guió al salón.
Sus pies colosos calzaban zapatillas de lona blanca y sucia, resplandecía el
pantalón estrecho, no usaba cuello y el delantal que ocultaba los desastrosos detalles
de su indumentaria estaba lleno de tiza al igual que sus grandes dedos que colgaban de
unas manos amoratadas color berenjena. Su rostro era grande y brillante como
lamparón de teatro; el cabello erizado, la espalda enorme; en conjunto, un perfecto
matón domesticado.
—La señora ya viene —dijo introduciéndonos al salón de recibo.
Era toda una sorpresa. Una sala pequeña, despejada, puesta con gusto y arte. Pocos
muebles confortables bien distribuidos y un con/unto armonioso. Tonos de gris pálido:
una lámpara baja iluminaba suavemente algunas figuritas de marfil y en la mesa un gran
tiesto de flores naturales.
Entró doña Ventura, una sesentona arrogante, de aquellas que embellecen ya
de viejas; alba cabeza erguida, amplia frente sin surcos, cejas finas ligeramente tristes,
ojos negros de mirada muy dulce y un algo que atraía por su bondad y ternura.
No era una suegra despreciable. Su sonrisa era tan suave como un soplo de
brisa en el verano, su voz tranquila, su aspecto acogedor.
La conversación se deslizó sin tropiezos. Tenía el poder de hacer sentir bien a las
personas. Era de no conformarse que una mujer así tuviera un hijo asesino. Pobrecilla.
Me estremecí al pensar en el sufrimiento que le aguardaba; daba lástima anticipar cómo
se vendría abajo esa hermosura ante el golpe de saberlo.
De pronto, a lo lejos se oyó un piano.
Era alguien que jugaba en el teclado, sin duda alguno de los nietos.
— ¿Quién toca? —preguntó mamá que no sabía de música.
Doña Ventura se rió bonachona.
—Es Claudio que juega con el gato. Tiene aún algunas niñerías. Dice que le
divierte ver al gato dar tema para composiciones musicales...
Mamá sonrió y yo enseñé los dientes. Maldita gracia me hacían las sandeces en que
escudaba su crimen ¡Jugando con el gato! Era capaz de servir de caballito a sus
sobrinos y de tener la lana mientras la ovillan las mujeres de esa casa. Un caso
patológico. Un esquizofrénico en grado superlativo. Un neurótico de sensibilidad
invertida. Acaso un sádico disfrazado de burgués (en el fondo, esto era interesante para
una visitadora que debía presentar su estudio en la materia).
De pronto, apareció en el cuarto un caballero enjuto y pequeñito como un ataque
de ira contenido, cuyos ojos inquietos se escabullían Era el padre de Claudio. Las
aletas de su nariz eran dos gargantas de pájaro cantor y en sus labios parecía juguetear
un "no" y un "sí" y el amago de una sonrisa se desviaba en una mueca de inconsistente
terquedad. A través de su delgado pantalón se dibujaban las rodillas filudas y sus
manos torcidas por el reuma se asemejaban a una expresión de angustia. Todo en él
era molesto y hasta el aire parecía incomodarle.
No era extraño que de esta pareja hubiera nacido un Claudio, mezcla de hijo
modelo y de asesino experto.
Inesperadamente y como flecha de indio en selva inexplorada, cayó en medio de mi
frente la mirada de embestida de este caballero y me sentí afiebrada por su terrible
atención.
— ¿Y esta señorita está ya en sociedad? —preguntó; sin duda quería ubicarme
en el catálogo donde cada persona tiene su clasificación precisa.
—Sí y no —le respondí con sonrisa incoherente, tratando de mantenerme fuera
de su catálogo. Me daba miedo quedar prisionera de la personalidad que el padre de
Claudio decidiera adjudicarme.
— ¿Cómo es eso? —preguntó molesto ante la ambigüedad de mi respuesta. Y
en ese preciso instante se entreabrió la puerta y asomó un pie.
— ¡Don Claudio! —se oyó una voz que gritó en el horizonte y el pie
desapareció—. ¡El teléfono! —agonizó la voz destemplada que lo hizo alejarse.
—Claudio ya volverá —explicó su madre.
Había llegado el momento. Era preciso poner en juego toda mi astucia para lograr saber
algo de él
—Sin duda ustedes lo conocen —dijo el viejo mirando con ojos de precisión.
—Solo de vista —dije por decir algo. Me saltó el corazón ante el temor de que
pasara la ocasión y no alcanzara a averiguar lo que necesitaba. No sabía qué decir.
Había en la atmósfera un presagio inquietante. Algo iba a suceder y todos acechaban.
¿Sería Claudio que entraría en escena? Sus pasos se dibujaron acercándose, la puerta
se abriría, se asomaría otra vez su pie y luego él. Pero yo no quería verlo. Mi cara ardía
ante la sola idea...
—En verdad no me extraña que no conozca a mi hijo —dijo el caballero mientras
yo acechaba esos pasos—. Es poco civilizado en el sentido social de la palabra. Vive
para el estudio y el trabajo y se da para ello tanta maña que más parece un sonámbulo
en la vida. Casi no sabe de horas. Se aviene a discutir con los amigos hasta que aclara
el día.
La voz del buen señor me pareció una radio muy distante.
—La juventud moderna es estudiosa —dijo mamá, amenazando en repetir el
disco jactancioso de la visita anterior—. Las mujeres de hoy desprecian cosas de su
edad por el estudio. Ángela ya está en segundo año de Servicio Social.
Le luce un gesto y la pobre enmudeció. Doña Ventura se asombró de mi
precocidad y su esposo me escrutó nuevamente.
—Es una época interesante en la historia del mundo —dijo doña Ventura—. Hay
tanto realismo y tanta inquietud en los hombres; se precipita de tal modo el desarrollo
en los niños...
—A los padres nos cuesta convencernos de que nuestros hijos crecen. Cada día
me sorprende el ver que Claudio haga una vida tan independiente de nosotros...
—Trabaja en un Ministerio, según creo —dijo mamá.
—Sí, en realidad solo unas horas. A él no le interesa ganar dinero ni tiene más
ambiciones que su estudio en sus investigaciones...
— ¿Investigaciones? ¿Es químico? —pregunté antes de pensarlo. Creí ver algo
luminoso: él quiso robar el secreto del líquido renovador del señor Richter, apropiarse
de su invento y por eso...
Pero doña Ventura poseía el arte tan femenino de no tener continuidad en sus ideas y
de pasarse de un asunto a otro sin siquiera escuchar lo que preguntaba; me ignoraba
por completo.
—Supe por Claudio la desgracia de la Villarrica. Sin duda habrás sabido los
detalles viviendo en el mismo edificio. Créeme, no he tenido aún el tiempo para ir a
acompañarlas. No sé realmente cómo se pasa... —. El tema se deslizó y la ocasión
de mi vida se alejó para siempre.
Por fin mamá decidió que era hora de irnos. El padre de Claudio hizo un
supremo esfuerzo y sonrió; todas sus preocupaciones parecieron desvanecerse al
ponemos de pie.
Al pasar nuevamente frente al vestíbulo, mi madre observó un estuche de violín sobre
una mesa.
— ¿Siempre tocas? —preguntó a doña Ventura. —No, hija. Hace tantos
años. Es el violín de Claudio.
Y al llegar a casa para enfrentarme con mis anotaciones, pensando que llenarla
páginas y páginas, solo pude escribir: "Claudio Acuña, empleado de Ministerio,
investigador (?), aparenta ser muy consagrado al estudio, es músico, burgués y en la
puerta de su casa no hace falta un timbre".
5

Aquella noche tuve sueños extraños. Eran mis ojos que, sin mí, escapaban para
introducirse en toda clase de sitios.
Los hallaba de pronto en la cerradura de una puerta, enredados entre las cuerdas de un
violín, en el suelo, botados junto al cuerpo de Richter o pegados a la etiqueta de un
frasco de líquido renovador. Luego aparecían palabras en forma de personas y me
perseguían escaleras arriba aun después de terminados los peldaños.
Desperté muy cansada y confundida de mente.
En clase, me comporté tan poco atenta que merecí tres veces un llamado de
atención y terminé esa mañana con dolor de cabeza.
Después de almuerzo quise dormir una siesta y no sé bien si dormí o pensé tanto que
me vi obligada a levantarme para calmar mis nervios. Era preciso continuar mis
pesquisas y averiguar de una vez los motivos que podía tener el señor Acuña para
justificar su presencia en el edificio la noche del crimen a las tres de la mañana.
Me parecía acertado visitar a las Villarrica e investigar de un modo solapado si
mi presunto asesino tenía en casa de ellas su coartada.
Me consta de personas que leen los diarios por la curiosidad febril de saber quién ha
muerto. Dejo a los psicoanalistas el estudio de este acto, que puede ser bueno o malo.
Yo evito leerlos precisamente por este motivo. No me gustan los muertos. Tienen el
amargo y venenoso afán de destruir el encanto e interés de la vida que los rodeaba.
Cuando murió Javier no quise ir a visitar a sus deudos.
Eran viejos amigos de mi casa, y aunque no había visto al muerto desde hacía
seis años, me impresionó hondamente la noticia pero no quise exponerme a la emoción
que lógicamente iba a acarrearme.
Sin embargo, pasadas tres semanas, la cosa era diferente. Después de todo,
habitamos en el mismo edificio y no me gusta ser grosera.
Llegué a esa casa y al entreabrir la puerta apareció vivamente en mi memoria el
recuerdo de mi pobre amigo. Era cuatro meses mayor que yo; un bravo chico en cuanto
a matemáticas y un futuro campeón de bowling.
Lo veía ante mí con sus piernas torcidas y las terribles manchas que se adherían
fieramente a su pantalón de uniforme. Su chaqueta grande, su cabeza revuelta de rizos
mojados y el bozo despuntando en su labio superior tan transpirado.
Javier era el menor de su familia y el menor es siempre un niño crónico.
Almorzaba en casa los domingos y después de ganarme en el bowling, yo le obligaba a
jugar ping —pong que era mi fuerte. Una vez derrotado, nos separábamos furiosos.
El pobre Javier tenía la voz de una mujer con frío y unas manos inútiles que
colgaban pesadamente al final de sus brazos.
Pero era un buen muchacho, muy apegado a los suyos y si hubiera estado sano, habría
llegado a ser campeón de bowling.
Al entrar al salón sentía que Javier estaba ahí. A cada instante creía verlo aparecer por
una de sus puertas, despeinado, el lazo de sus zapatos azotando sus piernas y esa
sonrisa bondadosa.
Abracé a su madre con verdadera emoción. Sentía el impulso de hacerme
perdonar por estar viva cuando su hijo había muerto. Me parecía injusto, como un
desafío. Tuve la debilidad de acongojarme y llorar. El silencio, como la oscuridad, evoca
sentimientos con despiadada crudeza.
Nos sentamos. Hice un esfuerzo por ayudar a esa pobre mujer a dominar la
emoción que sentía al abrazar a una amiga viva de su hijo muerto, pero había elegido
mal el método. Porque, en lugar de buscarle un punto de vista filosófico a su tragedia,
me dio por encarnar su papel, el de madre que ha perdido a su hijo; sentía en carne
propia la desesperación del vacío que deja, el agotamiento de una lucha perdida contra
el destino que nos quita el objeto de vivirla. ¡Pobre!
De pronto me di cuenta de que yo no era madre y probablemente nunca lo sería.
Era absurdo robarle un dolor al cual no tenía derecho. Era grotesco venir a consolar a
una mujer en desgracia aportando una dosis de dolor igual a la suya, doblándola.
Quizá al principio me dio satisfacción demostrarle mi propio sentimiento, tan
hondo como el suyo, pero, analizando, con solo retroceder hasta la mampara de la
casa, advertía que ese dolor no tenía más de diez metros de largo y tres minutos de
vida. Me lo había puesto a la entrada y del mismo modo me lo podía quitar a la salida,
como un abrigo cualquiera. Durante aquel silencio solo me vino a los labios una
pregunta estúpida imposible de formular:
— ¿Ha tenido noticias de Javier? —era lo único que me nacía decir y obligada a
acallarla, se agrandaba el silencio entre las dos. Y el miedo de romperlo iba también
creciendo. Sentía una sequedad en la garganta, un silbido interminable en los oídos.
Quería desembarazarme del silencio antes de que me cogiera pero ya era su presa.
Tosí, intentando derrotarlo. La madre de Javier reaccionó; sin duda, ella también
sostenía su encarnizada lucha con el monstruo.
— ¿De modo que están bien en tu casa? —preguntó.
—Sí —aseguré entusiasmada al recobrar mi voz — a veces más, a veces
menos —añadí para suavizar el contraste. ¡Pero había triunfado! Aunque triunfo
banal y efímero; solo esa frase y silencio nuevamente.
Lo único que se oía en ese cuarto eran los latidos de mi propio corazón; toc, toc,
toc, con su ritmo perfecto.
El tiempo se arrastraba o galopaba; yo había perdido toda noción de él. Solo
sabía que mi visita de pésame era un perfecto fracaso y que ya era hora de sobra de
marcharse. Sin embargo, no podía despedirme sin haber dicho nada...
Empecé a desear un imprevisto trágico: un incendio, un temblor, un accidente
en la calle. Pero, nada; mis aspiraciones se fueron rebajando como mercadería inútil:
solamente anhelaba una sorpresa modesta, que se cayera la lámpara, o algún trozo de
estuco, o se quebrara el sofá, o asomara una laucha. Pero ninguna de estas
posibilidades tenía cabida en un departamento moderno.
Todo era inútil y no había más que esa mujer, el terrible silencio y yo. Tosí de
nuevo.
— ¿Estás resfriada? —me preguntó con solicitud ausente. Y entonces
comprendí que a ella no le oprimía, como a mí, la preocupación de hablar. Estaba en un
plan muy superior el de los que sufren, el sentimiento que sublimiza a las almas. A su
lado, yo era un miserable objeto.
Y la vi grande ante mis ojos, grande con su inmenso pesar; en las cuencas
hundidas de su mirada triste, en los labios delgados, endurecidos por la energía del que
se empeña en dominar su pena, en toda ella una superioridad que me llenó de
admiración y reverencia. Y ante ese sentimiento, ambicioné sufrir. Deseé sufrir, anhelé
sufrir intensamente porque comprendí que en el sufrimiento me encontraría a mí misma.
El pretexto de mi visita se había ido empequeñeciendo, endureciendo como un fruto
que ve ha secado al sol y molestaba allí. Entonces, por buena o mala suerte, se abrió la
puerta del salón y avanzaron hacia nosotras tres siluetas de negro.
— ¡Hijita, cuánto he sentido tu desgracia! —exclamó una y abriendo sus
grandes brazos estrechó en ellos a la madre de Javier. No la soltaba y simulaba
suspiros y sollozos, mientras las otras dos aguardaban pacientes el turno para hacer
otro tanto. Una vez terminada la operación de abrazar y palmotear la espalda de la
víctima, se movieren las sillas, se agrandó un poco el circulo y todas nos sentamos.
La primera de las tres visitas, es decir, la que empujó la puerta, la que sostuvo
más largo tiempo el abrazo y la primera en sentarse, fue también la que se apoderó de
la palabra.
—Cuéntame, hija —dijo acomodándose en la silla como si fuera a
emprender un largo viaje —. Cuenta cómo fue lo del pobre Javier... Yo lo supe hace
apenas ocho días. Estaba en el campo con la preocupación de la Julita, que no ha
estado bien. No puedo describirte mi impresión ¡Javier muerto! ¡Parece mentira! Lo
último que se me hubiera ocurrido. Estábamos acostumbrados a que fuera enfermito,
pero no a eso... Cuéntame cómo fue...
—Dentro de su estado los médicos lo encontraban bien, pero el lunes amaneció
con fiebre alta, sin motivo...
— ¿Y...?
—Lo vio el médico...
— ¿Entonces? —insistió ansiosa.
—Lo vieron todos los médicos y ninguno nos dio una sola esperanza.
— ¿No probaron el nuevo antibiótico?
LA madre de Javier asintió sin responder.
—Ya decía yo que no era más que una nueva especulación de los médicos.
¿Cuánto duró?
—Tres días.
—Pobrecito. Si lo hubieras curado con cataplasmas, a la antigua, estoy segura
de que se hubiera salvado. Hace diez años yo estuve gravísima, pero mi madre no hizo
caso a los médicos y me curó a su modo. A fuerza de cataplasmas, una sobre otra. Y tú
ves...
—Lo de Javier era incurable.
—Pero, ¿le aplicaste cataplasmas?
—No las recetó el médico.
—Ves tú —exclamó triunfante, mirando una a una a las que allí estábamos
—. Así son las cosas. A veces los médicos son asesinos.
—Por Javier hicieron todo cuanto la ciencia puede hacer.
— ¿Sufrió mucho?
Ella no respondió y contuvo un suspiro. Por fin triunfaba en su objeto. Ya la victima iba
perdiendo fuerzas.
—Su agonía fue sin duda muy larga.
—Dos horas.
— ¡Qué atroz! Me da un escalofrío de pensarlo. ¿A qué hora falleció? —Al
amanecer.
— ¡Pobrecillo! Cómo te compadezco. Te comprendo, porque si yo perdiera a mi
Julita, me volvería loca.
Aquella mujer era el látigo. Desde que comenzó el diálogo, a su primera
embestida, traté de echarle la capa de torero, pero no me dio tiempo a intercalar una
frase que pudiera desviarla. Y al ver lo inútil de mis piadosas intenciones, decidí
marcharme Sufría de ver azotar así a esa madre. Me puse de pie, pero en ese preciso
instante, entró en la sala un hombre alto que cortó mi retirada imponiendo su saludo.
Una a una le demostraban gran placer al verlo y yo estaba tan preocupada de
aprovechar la confusión de manos para interponer la mía, que solo repare en él cuando
la madre de Javier dijo:
— ¿No lo conoces? Claudio Acuña... Angelita Méndez.
—Tanto gusto —murmuró fingiendo no conocerme.
Después de haber pasado juntos una hora tan angustiosa, se hacía el
desentendido. Los asesinos se las saben todas. ¿O es que él no había juntado a la
muchacha del camisón y abrigo de aquella noche trágica, con esta otra arreglada en
tenida de visita?
Aquí, entre mujeres maduras, se veía más alto y distinguido y su mirada traía no sé qué
extraño fulgor de la vida de afuera.
¿Qué lo traía al edificio? ¿Sería aquello de que el asesino se siente siempre
atraído al sitio del crimen? ¿O es que adivinaba mis sospechas, acechaba mis pasos y
quería adelantarse a ellos despistándome?
Su voz era agradable y sus modales, finos. Yo había vuelto a sentarme,
dominada por una fuerza mayor incomprensible. Escuchaba observando y tratando de
tomar notas. Él no se imponía, pero llevaba la conversación hacia tópicos generales.
Dos veces sorprendí su mirada y tuve miedo de que adivinara mi pensamiento. El
bochorno do mis años menores me acaloró la cara.
Hubiera querido levantarme, pero la idea de cinco pares de ojos escrutándome a la vez,
me mantenía clavada en esa silla.
El tiempo se arrastraba penoso porque no me atrevía a pensar más en el crimen
ni en el asesino y sentía una sensación de torpeza y turbación que crecía en mi Era el
complejo de inferioridad que ya hemos estudiado en la escuela.
Por suerte, las tres damas habían averiguado ya cuanto deseaban saber sobre
el difunto y no les interesaba perder más tiempo.
Aproveché el momento de su partida para irme con ellas y salí de allí más
convencida que nunca de que Claudio Acuña tenía algo muy grave que ocultar, porque
en la despedida me miró de modo extraño y creo que retuvo mi mano un poco más de
lo acostumbrado.
6

Cuando entré en la escuela de Servicio Social, lo hice porque sentía la


necesidad de hacer algo útil. Quería visitar pobres, pero en bicicleta: aliviar su miseria,
pero no con ropa vieja, sino con vestidos blancos y a la medida de sus cuerpos. Quería
ver el sol en sus casas, orden en sus cocinas, alegres manteles de flores sobre sus
mesas de comedor.
Quería que sus niñitos silenciosos fueran traviesos y parlanchines como los
niños ricos, que el pantano de su puerta desapareciera bajo un montón de flores, que el
hollín de los muros de sus casas lo cubriera un papel alegre y que, por fin, esos tonos
grises de su ambiente se trocaran en colores festivos.
Aun cuando no tengo el título de visitadora, ya tengo el desencanto. No es tan
fácil ver entrar el sol en la alcoba de un pobre ni que corran alegres sus hijos
desnutridos.
Entre mis clientes y yo, hay más fatalismo en mí que en ellos. Solo he
cosechado una ambigüedad terrible de criterio, que se traduce a cada rato en
discusiones interiores, producidas por ese desconcierto que vamos recogiendo quienes
hemos conocido de cerca la vida del pobre y pertenecemos, entretanto, a un ambiente
más feliz.
El drama de la miseria me envenena porque no soy lo suficientemente rica para
solucionarlo. La justicia social está muy lejos de nuestro alcance; acaso es más sencillo
contribuir a la justicia moral.
Por eso me he interesado en el caso Richter. Mi intuición me ha dicho desde el
principio que no es el caso simple de un suicida y donde voy, va tras de mí la sombra
del muerto pidiéndome justicia.
Nadie se ha interesado en él porque era un pobre diablo en país extraño. Su viuda
quedará en la miseria y nadie sabrá nunca quién fue el asesino. Ni siquiera tendrá ella la
satisfacción de haber visto que alguien se preocupó de su desgracia.
Si el destino me puso en esa escena trágica, fue quizá porque esperaba de mí
esta actitud, y aunque he avanzado muy poco en mis pesquisas, siento la certidumbre
de no haber perdido el tiempo.
Golpeé a la puerta del cuidador del edificio porque deseaba saber algo sobre la
viuda Richter.
— ¿Estará en su departamento? —le pregunté por fin.
—No la he visto salir, y mal puede hacerlo cuando hay un agente sentado a su
puerta.
— ¿Un agente? ¿Es que sospechan de ella? ¡Qué ignominia!
—La humillación es que gente rica como el dueño de este edificio arriende
departamentos a gente como esa. Después es uno quien se lleva todos los
desagrados. El dueño está muy contento en su casa mientras uno debe ir a la justicia y
declarar y enredarse en lo que nada sabe.
— ¿Por qué lo han llamado? —pregunté sorprendida.
— ¡Qué sé yo! ¿Por qué ese hombre, si quería matarse, no se mató en la calle o
en un canal y viene a ensuciar el nombre de este edificio?
—Cálmese, Pérez. El desagrado del muerto ha sido seguramente peor que el
suyo cuando prefirió matarse. Mañana se habrá olvidado de todo.
—Yo no me olvido jamás del mal que me hacen.
— ¿Lo han enterrado ya?
—Yo no sé qué harán ellos con sus muertos. De aquí se lo llevaron los
uniformados a la Morgue y no han vuelto a traerlo.
— ¿También sospecha la justicia que no ha sido un suicidio?
—Así parece. O por lo menos quieren enredarme a mí en el lío.
—No, Pérez. Esté usted seguro. Ha sido para seguir el orden que corresponde a
estos asuntos. Si vuelve a molestarlo la justicia, llámeme a mí. Soy visitadora y puedo
ayudarlo. Pero le agradecería me dijera si aquella noche hubo alguna fiesta en el último
piso.
— ¡Quién da jamás una fiesta aquí! Menos en el último piso, donde no pagan
arriendo desde hace dos meses.
— ¿Y esa noche, vio entrar a algún extraño? —trataba de imaginar otro
asesino, pero no sé por qué solo veía a Claudio Acuña en mi mente.
—Me acosté muy temprano y no vi a nadie —contestó de mal modo.
El camino del interrogatorio no era apropiado; había que buscar a Pérez por el lado
confidencial.
—Voy a confiarle un secreto —dije bajando la voz —. El asesino no tardará en
caer en manos de la justicia porque no ha sido un suicidio, sino un crimen.
— ¡Crimen! —exclamó demudándose —. ¡Es lo que faltaba! Y volverán a
llamarme a declarar... Yo soy un hombre honrado, nunca tuve que ver con los
uniformados y ahora de viejo me quieren comprometer en un crimen.
—No, Pérez. Yo voy a preocuparme ahora mismo de que no lo molesten otra
vez. Pero dígame una cosa, ¿ese agente en la puerta del piso de los Richter significa
que la viuda está incomunicada?
—Por supuesto.
— ¿De manera que encima de su pena se ve obligada a estar sola y humillada?
—Tal vez —contestó desinteresándose en mi conversación.
— ¿Está el agente allí toda la noche?
— ¡Quizás! —se alzó de hombros y se volvió para ordenar unos papeles. Me
despedí porque no había ya margen para más conversación, pero me propuse llegar
hasta la viuda y ofrecerle de algún modo mis servicios.
Aquella misma noche, cuando las puertas del edificio se cerraron, subí al tercero y tuve
la sorpresa de no encontrar a nadie junto a la puerta de los Richter.
Golpeé suavemente y hube de hacerlo tres veces antes de oír los pasos de la viuda.
Vino a abrirme con la misma tenida de la noche del crimen y no manifestó la menor
sorpresa al verme.
—Buenas noches, señora Richter —le dije amablemente —. He venido
por sí puedo ayudarla en algo.
—Estoy incomunicada —me respondió —. Nadie puede entrar a mi
departamento, si usted me comprende.
—Sí, señora Richter, ya lo sabía. Pero pensé que usted podía necesitar algo y
como vivo en el primer piso he creído natural ofrecerle mi simpatía y asegurarle que
agradeceré su confianza al pedirme lo que sea.
— ¡Oh, no! Yo no tengo confianza en nadie. Pero yo estoy incomunicada
solamente.
Creí que no me había comprendido bien y traté de ser más clara. Después de un rato
cambió su actitud y dijo:
—Oh, si usted quiere ser útil, me gustaría enviar un pedido de líquido renovador
a un cliente. Pero jurará que no ha estado aquí porque yo estar incomunicada. Es solo
un pedido de un cliente, pero yo soy acostumbrada a cumplir, ¿comprende?
Le aseguré que cumpliría su encargo y vi desde la puerta cómo escogía unos frascos;
luego, con ese orden que caracteriza a su tipo, sacó un papel blanco de un cajón, lo
desdobló cuidadosamente y empaquetó en él el famoso líquido.
Me despedí y baje la escala justo a tiempo para no ser sorprendida por el agente
vigilante que sabia a cumplir su cometido de impedir que la Richter tuviera contacto con
alguien de afuera
No pude resistir a la tentación de abordado.
—Señor, ¿es usted de Investigaciones? —le pregunté —. ¿Es verdad que la
señora Richter está estrictamente incomunicada? —Así lo ha dispuesto el Juez,
señorita
—Pero, ¿es que sospechan de esa pobre mujer? Yo estuve ahí apenas
producido el suicidio y pude darme cuenta de que una mujer como esa no es asesina.
Hay que ponerse en el caso de una pobre extranjera a quien sucede una desgracia y
por añadidura ofenden sospechando de ella...
—No creo que la juzguen asesina.
— ¿Es que sospechan entonces de algún Otro?
—Creo que fue un suicidio.
—En ese caso no habría motivo para detener a esa pobre mujer.
El agente se alzó de hombro» y sonrió levemente.
— ¿Cree que podría visitarla? Puede necesitar algo.
—No podrá hacerlo sin autorización del Juez.
Eso sería difícil. Solo lo proponía pensarlo en ayudarla.
El agente no respondió, pero sacando un paquete de cigarrillos me ofreció uno
concierta familiaridad que no me gustó. Con un brusco "Buenas noches" me despedí y
bajé los escalones sin volver la cabeza.
7

Al regresar de la escuela esta mañana, tuve el mayor disgusto de mi vida. El


paquete en que envolví los frascos de líquido renovador de la señora Richter, a quien
tanto interés tenía en ayudar, había desaparecido de mi mesa.
—Vinieron a buscarlo unos caballeros —fue la explicación de la empleada
sobre quien descargué mi indignación. Por fin llegó mi tía de sus eternas compras y
derramé sobre ella todas mis quejas.
—Cálmate, Ángela, no había otra cosa que hacer. Pero dame tiempo de
explicarte, hija, y no juzgues antes de oír...
— ¡Cuándo llegará el día en que comprendan que ya no soy una niñita de cuyas
cosas se dispone! Nadie pregunta, nadie piensa que lo mío puede ser de alguna
importancia. Van y entregan a quien primero lo pide algo que ni siquiera saben qué
contiene. ¿No es para volverse loca? Asumo yo un encargo de responsabilidad y
confían a quien toca el timbre lo que a fin de cuentas puede tener un gran valor para la
persona que depositó en mí su confianza. Aquello no era mío y yo debía responder que
llegara a su destino. ¿Cómo voy a recobrarlo ahora?
Me paseaba furiosa, insultada en mi independencia, herida en mi dignidad,
puesta en ridículo.
—Es muy sencillo: vas conmigo a reclamarlo a Investigaciones.
— ¿Qué? ¿Investigaciones? ¿Qué tiene que ver con esto? Seguramente se han
burlado de usted y es un cualquiera quien se ha dado ese pasaporte. ¿No se llevó
también mi máquina de escribir o mi abrigo de camello?
—No, Ángela. No tienes el derecho de armar ese barullo y hablarle a tu tía como
si fuera una imbécil. Yo recibí a los Agentes y fui yo quien los autoricé a llevarse el
paquete. Traían una orden judicial y fueron muy gentiles. Me lo explicaron todo: la viuda
Richter está incomunicada y cuánto hay en su departamento, inventariado. Esta ma-
ñana faltaban seis frascos del inventario y fueron reclamados en todos los pisos, ya que
la puerta está vigilada y nadie de afuera podía haber entrado al tercero.
—De modo que han permitido allanar la casa...
—No han allanado —me interrumpió mi tía —.
Un agente bastante educado pidió hablar conmigo y me explicó el asunto.
Aquellos frascos debían aparecer inmediatamente o la investigación se haría de otra
forma y se verían envueltos en ella todos los del edificio. Anoche, cuando te pregunté
qué contenía ese paquete no hiciste ningún misterio y me dijiste lo que era. Por eso yo
sentí el mayor gusto en entregarlo al Agente y evitarle un desagrado a todos los que
viven aquí. Sobre todo el portero, quien vino inmediatamente a agradecerme por librarlo
de ir una vez más a declarar...
—Por lo tanto, tú encuentras que obraste muy bien —dije sin disminuir mi enojo
—. Tú no tienes ni el menor concepto de la responsabilidad y pareces no
tomarle el peso al hecho de que yo era responsable de llevar esos frascos a su destino
en lugar de ir a dar a manos de cualquiera. Aquí hay algo extraño. Esto te prueba que
no es tan simple el suicidio del señor Richter. Él tenía enemigos y los tiene todavía su
pobre viuda. Por algo la mantienen incomunicada, por algo no le permiten ni ' siquiera
entregar su mercadería.
—Todo eso es muy razonable, hijita, pero no está bien verte metida en lo que, tú
misma reconoces es un misterio, y no tan simple. Mañana puedes verte cogida en su
engranaje, y todo por andar ofreciendo tus famosos servicios de visitadora, lo que eres
todavía, recuérdalo bien.
— Esa es cosa mía, tía. Yo sé lo que puedo hacer.
—Para evitar que lo llamaran a declarar, yo establecí bien claro que tú no tenías
nada que ver con la viuda y solo te habías ofrecido a llevar su paquete porque ella te lo
pidió.
—Fue precisamente lo que más me encargó ella, que no lo dijera.
— Yo estaba desesperada. Desesperada con mi tía, con los agentes, conmigo
misma por haber dejado esa mañana el paquete sobre la mesa en lugar de llevarlo
conmigo a la escuela, y de allí a su destino. No hay sensación más desconsoladora que
la de no haber cumplido una misión delicada, y más, faltándole a la persona que desde
una situación angustiosa, se confía en uno. Hubiera querido llorar como cuando era
pequeña; me parecía la única solución. Y comencé a sonarme.
—Todo eso te indica que ella no es tan inocente —dijo mi tía tejiendo y sin
advertir mi gesto.
—Por favor —supliqué — no sea como los otros, que juzgan sin piedad a
una pobre extranjera únicamente porque no tiene defensor. Póngase en su lugar.
— ¿Ponerme en su lugar? ¿Pero es que sabes lo que estás diciendo? No
confundas a una mujer decente como yo con esa impávida que no hizo nada por evitar
el suicidio.
—Ni usted ni yo estuvimos presentes en ese momento, e ignoramos su actitud.
No juzguemos anticipadamente.
Mi tía no respondió, pero comprendí que había ido demasiado lejos y que la había
ofendido. Le di un beso y quedamos tan amigas como antes.
Aquella noche debía asistir a una comida, muy en contra de mi voluntad; una de
aquellas obligaciones que le imponen a uno los deberes sociales y de las que es
imposible escabullirse.
Las comidas de etiqueta son una mala idea. En ellas el anfitrión se molesta en preparar
todo de manera de sorprender o agradar al invitado y este a su vez, se ve obligado a
comer y a digerir aun cuando la comida le sea hostil y le caiga como veneno a sus
intestinos. El anfitrión hace un honor al convidar y el convidado, por su parte, cree ser él
quien honra al aceptar la invitación. Es un conjunto de malentendidos.
Cuando está uno tomada por una preocupación vital, todo aquello que aparta de
ella o distrae resulta un sacrificio. Me sentía amargada, y hasta el gusto de ponerme un
traje de noche se me hacía odioso, vano, casi ridículo. Pero en el mecanismo de la vida
hay toda clase de tuercas y resortes, y si uno esquiva uno, puede descomponer ese
magnífico motor y hasta estropear su suerte. Por eso me someto, acepto y resignada
voy..
8

Tal como imaginaba, la invitación era un montón de piezas de diferentes puzzles


imposibles de ensamblar. Hombres y mujeres en traje de etiqueta se escrutaban con
poca curiosidad y se aceptaban con menos resignación.
Nos habíamos reunido ante una mesa con gran despliegue de cristales,
abundantes cubiertos, plaques y servilletas encartuchadas, intimidados todos por ese
conjunto de objetos inanimados. La distribución de asientos consistía en estar lejos de
las personas amigas y cerca de aquellas a quienes no habíamos visto jamás. Nuestro
ser, colocado en posición de "alerta" nos mantenía erguidos, como si al menor gesto
pudiera derrumbarse todo ese alboroto. Atendíamos finamente a la conversación, al
servicio, a las costumbres de la casa, al criterio del mozo, al efecto que causamos. Era
un ejercicio completo de todos nuestros sentidos, de todos nuestros músculos. Nada
permanecía inactivo. Estaba en juego nuestra psicología, la memoria, la cultura, la
simpatía forzada y el apetito. A mi modo de ver, aquello era un ejercicio aún más
completo que la natación.
En este conjunto de jóvenes y viejos, de seres banales y personajes de peso,
me sentía perdida. Tenía frente a mí una entrada bastante tentadora, pero era preciso
mostrarse indiferente, esperar a que se sirvieran los demás y fingir despreocupación
por su delicioso sabor. Acometí delicadamente mi ración, mientras a su vez me
acometió a mí, aunque no tan delicadamente, mi vecino.
Era un gordo, un gordo confundido, de aquellos a los cuales uno no se
acostumbra y resulta un perpetuo sobresalto. Era formado como un guiso criollo, de
todo un poco, muy condimentado, abundante, lleno, y. lo que es peor, llenador. Amal-
gama de trapecista de circo y cortador de sastre, porque mientras me hablaba saltando
entre temas, con la vista me tomaba medidas que retenía en la mente. Tenía una
ventaja; junto a él yo me sentía frágil, diáfana, transparente.
Este hombre era, a mis ojos, una de aquellas grandes medias de pascua que lo
contienen todo, pero cuyas sorpresas y juguetes desdeñamos porque son cosas que
hacen ruido, ocupan sitio y se destruyen solas. Si me la hubieran ofrecido cuando niña,
le habría dicho a mi madre: prefiero un destornillador. No porque fuera varonil en mis
gustos, sino que, por excepción, siempre tuve especial atracción por este aparato. No
tanto por atornillar con él, como por el febril encanto de desatornillar. Es casi un vicio. Y,
precisamente por este motivo, no me atraía este hombre. Estaba desatornillado. No me
podía interesar.
Afortunadamente, las criaturas tenemos dos codos y cada uno de ellos se
merece un vecino. El de mi derecha, por ley de compensaciones, era un jovencito
pálido y desvaído. En ese ambiente producía reposo, casi letargo. Sus palabras eran
como su rostro; medidas y sin color. Me daba la impresión del ausente; había en él
tanta perfección que uno lo echaba de menos. Creaba en tomo a su silla uno de esos
vacíos muy superiores al espacio que ocupan las personas realmente presentes.
En realidad estaba situada entre las dos categorías de personas, según mí
clasificación. Entre un coleccionista y uno que no lo es. El primero, el gordito, era de
aquellos que recogen todo cuanto encuentran a su paso: ideas, experiencia, dinero y
hasta recuerdos. El otro era de los que pasan por la vida, inconscientes. Unos se
nutren, se enriquecen, gozan, saborean cada instante Otros, simplemente vegetan.
El coleccionista me tenía molesta ante la idea de lo que estuviera recogiendo de
mí; el otro me escuchaba con el mismo interés con que se oye una gotera en el baño
durante una noche de insomnio.
Una de las obligaciones más trágicas en la vida es la obligación de divertirse.
Hay personas que tienen el poder admirable de despertar nuestro interés o nuestro
ingenio dormido, de hacernos ser simpáticas, entretenidas, y de creernos realmente
inteligentes. Dejan en nosotros la satisfacción íntima de haber hecho ante ellas un
despliegue glorioso de talento.
Pero estos dos vecinos se hacían fuertes el uno con el otro. Si iba en busca de alivio a
mi derecha, hallaba la desesperación. Y entre ambos me producían vértigos. Vértigo de
sacudir al ausente, vértigo de taparle el gollete a esa inmensa botella de champagne en
fermentación constante a mi lado izquierdo.
Huyendo de uno y otro, mis ojos se aventuraron a atravesar la mesa. Y frente a
frente, separados por un metro de mantel, doce copas y ocho platitos de diferentes
clases, mis ojos se encontraron con los ojos del propio Claudio Acuña. Una rosa del
ramo que servía de centro le escondía con disimulo la nariz. Me resultaba simpático sin
ella.
Es increíble toda la influencia de una nariz en un rostro. Increíble.
Podía soportar perfectamente las miradas de Claudio sin nariz; podía aceptar fácilmente
su sonrisa y devolverle la mía. Y ante la alternativa de mirar a los lados, volvía a menudo
con gusto mis ojos hacia Claudio; era como un refugio en ese ambiente. Y he de
confesar mi flaqueza: durante ese tiempo no recordé ni una sola vez al presunto
asesino del caso Richter.
Venían los guisos vestidos de máscaras, hábilmente disfrazados; cantaba el
agua al pasar por el estrecho gollete de la pesada botella de cristal, abundaban los
vinos con sus etiquetas amarillentas, el pan crujía rencoroso entre los dedos y todo
conspiraba para no permitir un momento de abandono.
Solo dos eran los objetos que me inspiraban confianza: mi servilleta y los ojos sin nariz
de Claudio Acuña. Entre unos y otros compartía mi necesidad de simpatía y afecto.
Aparte de ellos, había otros invitados de personalidad e interés.
Estos se destacaban por conservar en público su aplomo, sus costumbres más íntimas
sin temor al peligro de ser criticados. Por el contrario, lo que en otros sería falta de
educación, en ellos daba realce a su personalidad.
Así, por ejemplo, el caballero que ocupaba la derecha de la dueña de casa, tenía
la sabia divisa de ignorarla. No respondía a sus preguntas y prescindiendo por entero
de todos los comensales se dedicaba de lleno al arte de comer. Había sido invitado a
comer, había aceptado la invitación, y comía.
Acaso tenía un poco de razón; habría sido difícil, en todo caso, el mantener una
conversación normal con su vecina, porque esta tenía el criterio de los novillos en las
carreteras, atravesándose cada vez que venía un automóvil. Es decir, interrumpía en el
preciso momento en que alguien quería hablar. Y tan habituada estaba a ello que, aun
cuando no tenía nada que decir, se atravesaba igual.
Entretanto, su esposo, parecía más que un dueño de casa, algún saco
abandonado en un desvío de ferrocarril. Pero, observando más, vine a descubrir tras su
mirada ausente y fuera de foco, una preocupación más íntima. Una sola cosa le absor-
bía: el desprenderse de ese cuerito rebelde de su dedo pulgar que no quería ceder a los
tirones de su índice. El pobre viejo tenía el vicio de pellizcarse las cutículas. Pocos
comprenden su gravedad, pero ante él nadie ni nada puede distraer nuestra atención.
Yo que he pasado por él le ayudaba desde lejos en su penosa tarea y hubiera dado una
hora de mi vida por ver aparecer en sus ojos la expresión de triunfo cuando lo hubiera
logrado.
Aquel anciano debió ser un buen mozo en otros tiempos; poro la vida es injusta,
especialmente hacia ese acto de valor, el matrimonio. Lo premia con la destrucción
minuciosa de todos los ideales. El rostro amado se deforma a la vista, los defectos del
carácter, tan sabrosos en un principio, se van acentuando hasta volverse agrios, las
cualidades hostigan, las ideas se agotan. Y en todo es uno solo el culpable, el tiempo y
su fatídico avance. ¿Por qué el tiempo, en lugar de avanzar, no retrocede? ¿Por qué, en
vez de hacernos viejos, no nos tornamos niños?
Si naciéramos con experiencia, esta sería útil porque serviría de preventivo en
vez de lección tardía; si en vez de ponernos feas y fastidiosas fuéramos aumentando en
frescura, en ánimo y simpatía. La idea de ser mañana demasiado jóvenes para afrontar
una situación, nos haría conscientes. La certeza de llegar a ser sabrosos niñitos de
cuna nos haría sonreír al futuro en vez de arrastrar la pesada cadena de los recuerdos.
La lucha, lejos de acobardamos, nos haría sonreír pensando en que mañana nos
veríamos rodeados de halagos y cariños. En medio de mis divagaciones, llegó el
dichoso momento del fin de la comida. Un silencio de voces y un gran ruido de sillas y
salimos al living. El ambiente estaba fresco, las luces eran discretas y nos deslizamos
buscando algo, un poco perdidos, sin saber qué suerte nos esperaba.
— ¡Qué pretenciosa eres...! —dijo una voz a mi espalda y me volví sorprendida
para encontrarme con la cara de Claudio Acuña muy cerca de la mía.
— ¿Yo?
—pregunté maquinalmente, poniéndome roja al ver realizado mi deseo de que él
viniera a buscarme.
—Sí, porque piensas que he venido a esta comida para conocerte.
— ¿Que yo pienso que...? —Repetí desconcertada mientras cambiaba de
mano el galope de mi corazón, y añadí con rabia —. Sí, es cierto. Y si no fuera así,
¿por qué te has acercado a hablarme?
—Porque te vi tan aburrida durante la comida.
—Gracias. Veo que en materia de pretensión estamos igualados.
Sonrió enseñando una dentadura perfecta y luego, con un tono menos agresivo,
dijo:
—Es cierto que tengo mucho interés en conocerte. Nos hemos encontrado ya tres
veces sin cambiar dos palabras.
Me cogió suavemente por el brazo y me llevó a sentarme. Lo hizo de un modo
natural y simpático, como si fuéramos dos viejos amigos, y fui perdiendo hacia él esa
primera impresión de resistencia. Poco a poco, me volvía la idea de que le había
andado persiguiendo como al presunto asesino y, poco a poco, me iba pareciendo más
absurda. Y sin embargo, ¿qué explicación tenía su presencia en el departamento en la
noche del crimen? ¿De dónde pudo surgir a las tres de la mañana? ¿O es que tenía
alguna aventura...?
Me sacó de mis reflexiones con una pregunta inesperada:
— ¿Por qué estudias para visitadora?
—Eres tan curioso como una mujer.
—Tal vez —dijo, y añadió luego como hablando para sí —: ¿Por qué
se empeñarán las mujeres bonitas en parecer inteligentes y las inteligentes en parecer
bonitas?
—No concibes que alguna pueda reunir las dos cosas, ¿verdad? —y luego
enrojeciendo ante mi argumento, quise acomodarlo —. No lo digo por mí, pero yo
estudio servicio social como otras estudian música. Es mi afición.
—Te equivocas. No debiste seguir esa carrera. No tienes vocación para ella
—y encendió un cigarrillo.
— ¿Tanto me conoces con solo verme tres veces?
—Eres demasiado imaginativa para eso. Debe costarte mucho concentrarte.
Tienes una inquietud que no puedes disimular.
—Tal vez quieres decirme "curiosa", pero si me juzgas así por las circunstancias
en que nos hemos encontrado, por esas mismas circunstancias yo pienso algo mucho
peor de tí.
— ¿Y se puede saber qué es lo que piensas?
—No todavía. No ha llegado la hora. Quizá más tarde, si volvemos a vernos.
En ese momento salían dos parejas a bailar y Claudio, cogiéndome la mano, me
sacó hasta el medio del salón. Bailamos dos canciones casi sin cambiar palabra y al
terminar, su mano se quedó con la mía unos momentos. No sé qué cosa extraña sentí
entonces, pero desde ese instante todo cambió a mi alrededor y "no fui yo". Era todo un
ensueño y esa otra era muy dichosa por la banal razón de que Claudio Acuña retenía su
mano
Pero el gordo vecino se acercaba con su realismo aplastador. Al verlo, Claudio
me tomó de la cintura con gesto imprevisto y salió otra vez bailando con mi yo de
ensueño. Bailaba divinamente y yo también con él.
—Ya has tenido bastante de tu vecino —me dijo
— Ahora tendrás que soportarme un buen rato.
En este ambiente no es fácil encontrar con quien entretenerse —y continuamos
bailando en silencio. Cuando terminó el baile,me miró a los ojos y no sé por qué
los míos lo esquivaron. Todo cuanto yo iba a decir me parecía tonto y continué
callada.
A pesar de esta actitud tan poco alentadora, me llevó a la terraza e influida por
ese no sé qué, que no era yo, sino esa otra, sintiéndome romántica y alelada, lo seguí.
Hablamos largamente, y ahí, con la luz a nuestra espalda, fui perdiendo esa falta de
naturalidad, esa cosa saltona y destemplada que me impedía expresarme.
De pronto, me vinieron a la memoria de golpe todos los pensamientos que había
desechado esa noche y sustentado durante varios días. Y queriendo defenderme de
ellos, estando ya en un grado de amistad muy íntima, no me pareció absurdo el
confesárselos. Quizá a plena luz de día hubiera encontrado todo eso un desatino, pero
esa noche...
—Quiero hacerte una pregunta, Claudio. ¿Qué hacías en el departamento de los
Richter la noche del suicidio?
— ¿No viste? Acudí al oír el disparo, y no fui el único...
—Es que tú no vives en el edificio, como yo. ¿Oíste el disparo desde tu casa?
Rió en voz alta y apagó el cigarrillo.
— ¡Qué cabecita tan curiosa la tuya!
Como no añadió nada guardé silencio esperando que contestara mi pregunta.
— ¡Cuántas cosas malas pensarás de mí!, ¿verdad? Y lo peor es que no puedo
defenderme. Pero no pasarán cuarenta y ocho horas sin que satisfaga tu curiosidad.
Ustedes las mujeres consiguen siempre lo que se proponen.
— ¿Me lo contarás tú mismo?
—Yo mismo.
—Si adivinaras cuánta necesidad tengo de explicarme todo eso... Ese suicidio
es para mí un misterio y pienso en él noche y día.
—Deja ese trabajo a los encargados de solucionarlo y haz el esfuerzo de
eliminarme a mí de entre los sospechosos.
—No puedo —dije sinceramente. En ese instante sucedió una cosa extraña.
Cogió entre sus dos manos la mía y con la voz muy cerca me preguntó:
— ¿Qué crees de mí, Ángela?
Mi mano quedó entre las suyas porque yo estaba cautivada y seguía en ese extraño
estado de exaltación, pero no respondí.
—No te atreves a decírmelo, ¿no es cierto?
Iba a decirle que no lo creía asesino, iba a decirle que... Pero la puerta junto a nosotros
se llenó de voces y siluetas. I labia llegado el momento de despedirse, los convidados
partían y el encanto ya había terminado.
Corrí en busca de mi abrigo; no quería ser la última y avivar comentarios. Me
despedí amablemente y aseguré con toda sinceridad que había sido una comida
maravillosa.
Al subir al automóvil, Claudio estrechó mi mano y sin despedirse me dijo solamente:
—Mañana, a las seis de la tarde, iré a buscarte. Y prometo que esa cabecita
curiosa lo sabrá todo. ¿Me esperarás?
— ¡Ya lo creo! —contesté, y una vez más en el auto caí en ese dichoso
ensueño de antes y me di cuenta de que ya no me interesaba mucho el caso Richter.
Ya sabía que Claudio no había hecho nada malo. Confiaba más en él de lo que confío
en mí.
9

Desperté esa mañana con la rara sensación de ir subiendo en ascensor. Era


algo liviano en mi interior, una agilidad asombrosa en todo el cuerpo y un optimismo
nervioso que no sabía explicar. Tendida en mi cama, me parecía que al levantarme
podía no obedecer a la gravedad y subirme a las nubes. Entre dormida y despierta
recordaba la noche anterior. Claudio Acuña se presentaba todo el tiempo ante mis ojos.
¿Vendría a buscarme? ¿Estaría despierta cuando él me dijo esa frase? Nuevamente
caía en un letargo somnoliento y mi memoria y mi fantasía se confundían de recuerdos
con lo que pudo ser, o con lo que sucedería esta tarde cuando saliéramos...
Así pasé la mañana sin que llegara el momento de ir a la escuela. Traté de
analizarme, de sacudir mi embrujamiento que aún subsistía, y aunque esquivaba el
cuerpo, llegaba siempre al mismo punto de partida. Era feliz. No podía evitarlo, era
inmensa y totalmente feliz.
No es una cosa extraña el que a los dieciocho años uno pueda ser feliz. Es casi
inevitable. Pero me molestaba que por este motivo me interesara tan poco en el crimen.
Al fin y al cabo, no era suficiente razón, y, si uno se ha trazado un plan de vida, debe
cumplirlo. Esto no justificaba tirar mi carrera por la borda y perder la oportunidad de ser
famosa. Al fin y al cabo, no debía dejarme influir por la opinión de una persona a quien
acababa de conocer y que de buenas a primeras me convencía de que yo no tenía
vocación para visitadora. La tenía, y la tengo todavía. ¿Sería aquel embrujamiento solo
un plan de seducción con cl que Claudio Acuña quería distraer mis sospechas y
hacerme su aliada para evitar que yo lo delatara?
Pero, ¿vendría a buscarme? Aquello me obsesionaba, como si de ello
dependiera mi vida. ¿Es que cl sueño de la víspera, el creerme enamorada, se convertía
ahora en realidad? Mi confusión se tradujo en un ataque de rabia. De rabia sin motivo,
de rabia porque yo misma destruía la felicidad de pocas horas antes. Como si ser feliz
fuera un pecado, me empeñaba en aplanar mis ilusiones.
Cuando sonó el timbre abrí yo misma la puerta. Había anticipado tantas veces la
escena del saludo, que no supe cuál de ellas sería la más digna y lo miré sin decir nada.
Estaba yo parapetada para resistir el embrujo y como si él se empeñara en ayudarme,
se veía distinto. Me pareció más joven, menos interesante; había perdido mucho de su
encanto.
— Creí que era muy temprano —se excusó —, pero veo que
estás lista.
—En realidad no debería salir —le dije rabiosa —, pero es tanta mi
curiosidad que no puedo resistir.
—Gracias, estas muy amable esta tarde —y bajó delante de mí. Al abrir la
puerta del auto me sorprendió ver mucho desorden, pero como Claudio no dijo nada,
me acomodé y me senté.
Hizo partir el auto sin decir palabra y verlo a él enojado desbarató mi rabia.
— ¿Siempre tienes tu auto tan desarreglado? —pregunté advirtiendo que
estaba dispuesta a ser amiga otra vez.
—No soy yo quien desordenó; tengo personas especiales que lo hacen por mí.
De todos modos, tal vez hice mal en invitarte a salir conmigo...
—De ninguna manera —protesté —. La verdad es que estaba feliz
hace poco rato con la perspectiva, y de pronto no sé qué me pasó y me dio vuelta el
humor —Terno implicarte en un asunto desagradable. Al verte conmigo pensarán que
estás haciendo doble juego
—No sé si seré yo excepcionalmente estúpida, pero no comprendo lo que
quieres decirme.
—Hice mal en invitarte. Debí ser más cuidadoso y pensarlo antes.
Me encogí de hombros cada vez más convencida de que o él estaba bebido, o no me
llegaba muy bien la circulación al cerebro.
—Es mejor no llevarte donde había pensado.
El paseo no resultará tan entretenido como hubiera deseado, pero al menos trataré de
satisfacer tus deseos y cumplir mi promesa.
Detuvo el coche y después de mirar a todos lados, sacó de su bolsillo un paquetito.
—Te he traído este regalo —me dijo y al hacer el ademán de ponerlo en mis
manos dejó caer el paquete con poco disimulo. Sentí que se quebraba y antes de que
yo pudiera lamentar su torpeza se apresuró a decir.
—No era un frasco de esencia, afortunadamente —y se inclinó a recogerlo. El
líquido había corrido por la goma del piso y él se contentó con levantar el papel mojado
y los pedazos del frasco y ante mi enorme sorpresa, me los pasó. No tuve más remedio
que cogerlos y vi que la etiqueta era una de las tantas dci líquido renovador de la señora
Richter.
—Gracias por el regalo —dije un poco rabiosa. Me sentía burlada.
—Me dijiste anoche que te interesabas vivamente por el caso Richter y pensé
que te gustaría conocer el producto que fabrican ellos.
—Poco puedo conocerlo si lo derramaste —dije moviendo las manos para
tirarlo por la ventana. Claudio me sujetó.
—Qué mala detective eres —dijo —. Dame esos pedazos y mira el papel en
el cual iban envueltos.
Obedecí cuidadosamente porque tenía más desconfianza de él que de los
vidrios quebrados y fui poniendo en sus manos los trocitos del frasco. Luego extendí el
papel mojado y vi que las partes húmedas estaban todas escritas con letra fina. Claudio
humedeció entonces sus dedos en el líquido derramado en el suelo y lo pasó
suavemente por el papel. Quedé asombrada al ver cómo poco a poco iban apareciendo
más letras en la carilla blanca que él había humedecido.
—Si leyeras ruso podrías conocer el contenido de esto —me dijo, tratando
con mucha delicadeza el papel escrito —. Y créeme que tenemos aquí algo muy
valioso para ciertas personas. Este líquido renovador hace muchos milagros, como
puedes ver —Quedé muda un instante. Poco a poco iba llegando a mi
entendimiento la explicación de aquello. Los Richter tenían un secreto que iba envuelto
en el papel y era revelado como las fotografías por su famoso líquido.
— ¿Son espías? —pregunté sintiéndome estúpida.
Claudio asintió y luego, muy cuidadosamente, colocó el valioso documento en el
asiento trasero para que se secara. Prendió en sus esquinas dos alfileres para evitar
que se volara del asiento y me ofreció su pañuelo para secarme las manos.
—La Richter quiso aprovecharse de ti para servir sus fines y salvar esos
documentos de caer en nuestras manos. Ella se sabía perdida y necesitaba que sus
cómplices se hicieran cargo de estos papeles antes que nosotros. Si ayer nos hubieras
dado la dirección de las personas a quienes ella enviaba este paquete, los habríamos
detenido. Hoy ya es tarde, habrán huido sin dejar rastro.
—Entonces, la noche del suicidio, ¿estabas ahí para sorprenderlos?
—Llegue en esos momentos. Aquella misma tarde habíamos descubierto los
hilos principales de su organización y, Richter, que alcanzó a comprender que estaba
perdido y que al caer en manos de la policía podía perder a otros, prefirió eliminarse. Su
desaparición nos hace una gran falta, pero su viuda puede sernos muy útil.
—Ahora me explico lo que quisiste decir cuando subimos al auto: los de la
banda de Richter espían tus movimientos.
—Y no me pierden pisada. Como ves, apenas bajé del auto aprovecharon para
registrarlo.
—Supongo que andas armado.
—Solo de noche. Soy enemigo de las armas. —Luego, cambiando de
tono, me miró a los ojos y dijo: —Siento una gran satisfacción al ver levantados
los cargos que tenía en mi contra.
— ¡Yo también! —exclamé con toda sinceridad y nos miramos. Sentí que
mi risa era demasiado grande y alcanzaba mis orejas.
Como si comprendiera mi confusión, hizo partir el auto. Una mujer surgida de no
sé dónde cayó bajo las ruedas, dándole apenas tiempo de frenar. Cada uno salió
aturdido por su puerta para ver si estaba herida. Parecía inconsciente y aunque no se le
vela herida alguna, temí que hubiera recibido algún golpe serio. Dos hombres la
levantaron rodeados de curiosos y la llevaron a un banco. Me ubiqué junto a ella en mí
rol de Visitadora enfermera y le cogía el pulso cuando vi partir el auto de Claudio a toda
velocidad. Hubo un murmullo general de gran indignación y el número de su patente se
pronunciaba con horror en todas las bocas. Claudio esquivó a un taxi y al pasar junto a
mí, creí oír que me decía: ¡Se han robado el documento, voy a alcanzarlos...! —y me
quedé mirándolo mientras se alejaba en medio de la ira de los espectadores.
La mujer se había levantado: era una muchacha rubia y maciza de aspecto
extranjero, cuyas miradas furiosas se dirigían insistentemente hacia mí. Solo entonces
comprendí que todo aquello no había sido más que una escena para distraer nuestra
atención y procurarse el documento que ellos sabían en nuestro poder.
Claudio, más avisado que yo, lo advirtió antes y aun cuando creyó ser rápido en volver
atrás a buscar los papeles que así le interesaban, ellos fueron más listos.
Regresé a casa desalentada al ver de qué manera estúpida había terminado ese
paseo tan esperado, y en el camino, recordé de pronto que al salir tras sus enemigos,
Qaudio había ido sin armas. Sentí un escalofrío: aquella clase de hombres no le temían
ni a su propia vida; ¡qué no podían hacer contra él que les tenia cogidos! Claudio iba
solo. Dios sabe a dónde le arrastrarían sus enemigos, y cuántos de ellos le atacarían...
¿Qué podía hacer yo para ayudarlo?
Un hormigueo de nervios me recorrió el cuerpo y una gruesa congoja oprimió mi
garganta. No sé cuánto tiempo me quedé ahí, aturdida y desorientada. Solo sé que mi
pañuelo estaba húmedo y las manos heladas me temblaban.
10

Había llamado ya siete veces a la casa de Claudio preguntando por él. Mis
llamadas al Ministerio fueron insistentes hasta que, cerrada la oficina, dejaron de
atender el aparato. Y dieron así las ocho de la noche, y también las nueve y las diez y
Claudio Acuña aún no volvía a su casa. Los más trágicos pensamientos se daban cita
en mi mente y lo veía muerto, destrozado, extorsionado, mutilado y todo lo que termina
en "ado". Los espías lo tenían prisionero, eso era indudable, y le estaban torturando a
estas horas, Entretanto, yo era la única persona que sabía que él había ido a rescatar el
dichoso documento sin estar armado. Esto me llenaba aún más de confusión. ¿A quién
avisarle? Mi mamá, desde su cuarto, me llamó:
— ¿Por qué estás tan nerviosa, Ángela? ¿Es que has tenido algún disgusto con
Claudio?
La naturalidad con que mi madre me hacia una pregunta de esta naturaleza me
sorprendió.
— ¿Por qué iba a estar disgustado con él si apenas lo conozco? —contesté
casi con impaciencia.
—Lo llamas con tanta insistencia por teléfono que me pareció... —Alzó los
hombros y retomó su atención en el diario de la tarde. Comprendí que mi respuesta la
había molestado y mis nervios, ya gastados, de pronto se aflojaron en forma de sollo-
zos. Aproveché la escena para confiarle mi confusión y aprensiones.
—No tienes por qué ponerte así. Posiblemente habrá comido fuera y no llegará
hasta medianoche.
—También he tratado de hacerme esa idea, pero no me convence. Tengo la
responsabilidad de saber que está en peligro y también el presentimiento de que sufre...
—Para tranquilizarte llamare a la Ventura.
—No, eso no. ¿Qué pensaría ella si supiera que ha salido conmigo?
—No veo la gravedad de eso. No será la primera vez que sale con alguna
muchacha
Mi madre no debió decir eso. En las circunstancias tan desventajosas en que yo estaba,
todo me dolía de un modo cruel.
Al cabo de un rato de discusión, me convenció de que debía llamar a casa de Claudio.
Después de todo, eran ellos los únicos que sabrían dar los pasos necesarios para
ayudarle si es que estaba en peligro.
Volví a marcar su número y esta vez contestó un hermano suyo, lo que me hizo más
fácil la tarea de explicar lo ocurrido. La voz que me escuchaba era simpática y
tranquilizadora.
—Es cierto que no ha vuelto ni ha avisado que comerá fuera, pero esto sucede
muy a menudo. No creo que haya motivo para alarmarse. Claudio sabe muy bien hacer
sus cosas y no se arriesgará...
Aquella tranquilidad me contagió un poco, y también la idea de que ya compartía
la responsabilidad con otro. Su familia le conocía harto más que yo, y si ellos no se
alarmaban, mal podía yo tener motivos para quedarme despierta toda la noche.
Me acosté, pues, imponiéndome una serenidad no muy sincera, y al cabo de poco rato
me dormí.
En mi plácido sueño me sentí traspasada por el sonido estridente del teléfono.
Apenas cobré conciencia de que estaba despierta me cayó encima la preocupación de
la víspera y de un salto llegué hasta el aparato.
Era una voz de hombre conocida, la del hermano de Claudio.
—Disculpa lo intempestivo de la hora. Claudio no ha vuelto a casa y saldremos a
buscarlo ahora mismo. Solamente quiero saber desde qué punto y en cuál dirección
partió él en su automóvil.
Después de darme las gracias colgó el teléfono y me dejó parada en actitud de estatua.
Digo parada porque todo mi ser estaba de pie y paralizado. No sabía ni pensar ni sentir;
tenía tanta vida como una escoba aguardando la hora del barrido.
La voz de mi madre me sacó de ese estado.
Fui donde ella y sé que algo me habló y que me besó, pero no recuerdo nada de lo que
me dijo. Volví a mi cama, y ahí tendida, con mis pensamientos paseando por el techo,
saqué en claro una triste conclusión: ¡estaba enamorada de Claudio!
11

Se ha dicho de personas que han envejecido en una noche.


Quizás yo sea de estas. A lo menos he madurado cada una de sus horas como
si fuera un año.
No sé si el ver nacer la razón de una vida es siempre tan doloroso. Esa noche,
después de dieciocho años de expectación, había encontrado mi ideal. Y a tiempo de
conocerlo, lo había hecho en peligro...
Esta doble impresión no es drama de esta época. No hay suficiente romance en
la muchacha de este siglo para sobrevivir a semejante prueba. Yo no podía aceptar la
idea de Claudio muerto. Aquellas mujeres de antaño, vestidas de larga túnica y
movidas cadenciosamente, podrían acaso responder a estas pruebas del destino. Pero
las muchachas de hoy, vigorosas, resueltas, realizadoras, alimentadas de vitaminas,
sólidas en sus músculos y efectivas en cuanto a sentimientos, no tenemos escuela ni
anemia para eso.
Necesitaba ser feliz con Claudio, verlo libre, sano, ágil, contento, y lo que es
más, contentarlo. No podía bastarme con el sueño de una felicidad posible o el
recuerdo de una noche y una tarde de perfecta anticipación. No quería mirar hada el
pasado, quería la realidad, quería el "presente".
Mi tía hacia figuritas con las migas de pan sobre la mesa, mi madre doblaba la servilleta
en diferentes formas.
Los hogares de mujeres solas son como casas mutiladas; en las situaciones
difíciles no les cabe otra cosa que aguardar.
Pero sonó el timbre de la puerta, y en las casas de tres mujeres solas el timbre ofrece
siempre una "posibilidad".
Zunilda, la empleada, anunció con su boca mal pintada que me buscaba una señora. Si
hubiera anunciado a un hombre, no habría vacilado en correr a verle.
Aún no estaba vestida. El presentarme en bata ante un extraño me ha parecido
siempre una indiscreción, La bata es nuestra prenda más íntima de vestir, la que lleva
más de nuestro carácter, de nuestra personalidad.
Pero aquella visita era un paréntesis, un aparte molesto por su impertinencia.
—Pregunta a la señora si puede volver más tarde, por favor.
Los tacos sueltos de Zunilda la llevaron y la trajeron de vuelta.
—Dice que esperará.
Y ante una voluntad tan resuelta no me quedó otra que darme un baño para
despertar mi cuerpo aún cargado de sueño.
Sentía un odio profundo hacia la profesión que había elegido.
Porque una visitadora social es ante todo una mujer práctica que atiza el objetivo
de su vida a fuerza de obligaciones, de trámites, de esfuerzo. No tiene ni el derecho a
levantarse tarde, a abandonarse en los momentos de prueba, a sufrir o a soñar.
En ese instante me parecía banal y estúpido cuánto pudiera interesarle a la que
me aguardaba. Cuando tenía yo el alma hecha pedazos me veía obligada a escuchar
majaderías de una extraña, porque la muy estúpida de mí había trucado toda mi libertad
por el título de visitadora social.
Y mientras el agua corría por mi cuerpo, mi espíritu rebelde discutía con esa otra
voz que llamamos la conciencia: "egoísta, tu drama será el tuyo, pero ella tiene el
propio".
Y luego esa otra voz, la intransigente: "Comerciante. Quieres hacer negocio de tu
obligación y no obras por deber sino por la paga".
Y así en medio de esto y otro tanto más de argumentos, terminé de vestirme.
Encontré a la señora que aguardaba, sentada en nuestro pequeño living, con las manos
cruzadas sobre un maletín de sapo.
Se levantó al verme entrar y procedió a presentarse.
Era una mujer alta y corpulenta de tipo extranjero, cabello rabiosamente crespo y ojillos
más saltones que pulga de verano. Usaba guantes de malla y sus grandes manos rojas
parecían dos jaibas atrapadas en red de pescador.
—Usted disculpará la hora intempestiva en que vengo a importunarla —dijo
y su acento contradecía su tipo porque era más correcto que el de cualquier nativo
—. Pero quizás es un asunto que pueda interesarle más que a mí. Se trata de un
amigo suyo, el señor Claudio Acuña.
Sentí, despierta, uno de aquellos saltos que suelen darse dormida durante un
sueño profundo.
En ese instante mi tía, acomodada para salir de "compras", creyó oportuno asomarse.
Mi visitante y yo nos contentamos con darle una mirada y prolongar la pausa en
nuestra conversación hasta que se decidió a partir.
—El señor Acuña se encuentra detenido.
Asentí sin atreverme a hablar. Yo estaba más en alerta que una bala de pistola cuando
el dedo oprime el gatillo.
—Como su amiga, imagino que se interesará por su libertad.
Asentí una vez más. Mi cuerpo, tenso y rígido, comenzaba a doler y tuve que aflojar mis
piernas ya con sus músculos demasiado tirantes.
—Tengo el encargo de comunicarle que está en sus manos el conseguirlo...
Hizo una pausa de efecto mientras mi pobre mente recibía de golpe todas las ideas del
mundo.
Abrió entonces su maletín de sapo y sacando de él un paquetito lo desdobló para
enseñarme una corbata:
—La he traído para probarle la verdad de mis palabras. Es la que usaba el señor
Acuña ayer, ¿verdad?
No me atreví más que a afirmar con la cabeza. En realidad no recordaba si era esa u
otra, pero una idea atroz me roía el cerebro: ¿Lo habría despojado de ella después de
asesinarlo?
—Debo haber empalidecido porque ella sonrió y me dijo
—El señor Acuña está perfectamente y nuestra petición es tan solo un
pequeñísimo servicio que usted haría, sin duda, gratuitamente.
Mientras decía esto, descubrí que mí interlocutora era la misma mujer de la
víspera que había fingido ser atropellada. Desde un principio me había parecido
"conocida'', pero no sabía si ubicarla en una peluquería, oficina u hospital. Ahora que la
identificaba con la otra, me sentía doblemente desconfiada. Esta mujer sabia jugarse
muy bien todas sus partidas.
—Ante todo, señorita Méndez, necesito contar con su absoluta y total
discreción. Cuanto hayamos hablado entre nosotras, no se ha dicho. ¿Comprende
usted? Cualquier indiscreción suya puede costar muy cara a su amigo. Es la condición
que ponemos para su libertad. Así pues, depende de que sepa cumplir su palabra de
honor en este asunto.
Estúpida de mí, que mientras ella hablaba, haría planes en mi mente para
advertir a la policía de todo esto. ¿Cuánto más astuta era ella que, previendo mi actitud,
se habría puesto a salvo de una traición de mi parte?
Si mi mamá hubiera tenido la fea idea de escuchar detrás de la puerta nuestra
conversación y avisara entretanto a la policía... Si su intuición de madre le advirtiera que
su hija estaba amenazada por una "chantajista"...
— ¿Tengo su palabra de honor de que no dará ningún paso en contra de mi
libertad?
—Puede contar conmigo —contesté con toda el alma rechazando mis malas
tentaciones. Si me devolvían a Claudio no me importaría que todos los de su banda
anduvieran libres recogiendo papeles y repartiendo líquidos. Yo quería la libertad de
Claudio y nada más.
Ya podía encargarse Investigaciones de sorprenderlos a todos más adelante. Yo
solo ayudaría a devolver a su jefe.
Me sentía la mujer más feliz de toda la tierra; la expectativa de ver nuevamente a
Claudio, de saberlo sano y sin peligro me traía otra vez esa sensación del ascensor. Y
agréguese a esto el que me cupiera a mí el obtener su libertad. Cualquier cosa que esta
mujer pidiera a cambio, yo era capaz de hacerla. Por vil o arriesgada que fuera, por baja
o peligrosa.
—Entonces confío en usted, señorita Méndez. Es tan poca cosa lo que voy a
pedirle que quizás le sorprenda el que la libertad del señor Acuña valga tan poco para
nosotros. En realidad, nuestra causa no le teme a él ni a nadie. No queremos dañar a
persona alguna. Menos a él que es un buen joven. En fin, se trata de hacer un servicio a
una persona en desgracia. A la señora Richter. Desea rescatar de su departamento la
fotografía de su difunto esposo. Es solo eso lo que le pedimos, señorita Méndez, que la
obtenga para satisfacer un deseo sentimental.
—Creo no haber comprendido bien. La fotografía del señor Richter, ¿no está en
el departamento que ocupa su señora?
—En el que ocupaba. Ahora ella está en Investigaciones. Fue detenida anoche a
la una. —Pero, ¿está segura? —dije sorprendida.
Ella asintió sonriendo con esa superioridad del zorro.
Inútil preguntarme cómo podía ella saber con tal precisión lo que yo misma ignoraba
viviendo tres metros bajo la detenida.
—Y como digo, señorita Méndez, es lo único que ella ha pedido desde su
reclusión: tener el retrato de su esposo a quien acaba de perder, como ya sabe.
Pensé que era un poco absurdo valerse de mí para obtener un objeto que con solo
pedirlo le habría sido llevado por cualquier agente.
Pero tuve buen cuidado de callar... Puesto que si por tan poco me devolvían a Claudio
¡allá ellos!
—Me será muy fácil —dije —. El portero del edificio me abrirá el
departamento inmediatamente.
—No es tan simple. El departamento de la señora Richter está custodiado por
un Agente de Seguridad. Será preciso que aproveche una hora en que él no esté allí.
— ¿Durante la noche?
—No es preciso aguardar tanto. Poco después de mediodía, entre la una y las
dos él sale a almorzar y queda de guardia el carabinero de turno de esta esquina, que
como es siempre el misino conoce a los habitantes de los departamentos. Él hace
guardia en la puerta del edificio y no molesta a ninguna de las personas conocidas.
Para usted, que vive aquí, es muy sencillo. Nadie sospechará que tenga intención de
entrar a otro departamento.
— ¿Me será preciso forzar la puerta? —pregunté tontamente.
Sonriendo de nuevo con ese aire superior que me hacía odiarla, abrió su maletín y sacó
una llave.
—Me la devolverá cuando traiga la foto. La encontrará sobre la mesa del living.
—Me pasó la llave, añadiendo —: Ahora solamente falta que indique
dónde prefiere entregarme estos objetos. Puede indicar el sitio que le convenga
siempre que no sea después de hoy a las dos.
No respondí. Estaba pensando en él Si ella quería burlarse una vez, más de mí
no lo permitiría. El retrato en sus manos y, entretanto, Claudio...
La muy astuta adivinó mi pensamiento.
—El señor Acuña saldrá en libertad en cuanto yo regrese. Puede cerciorarse de
ello en media hora más. Pero no olvide que tengo su palabra de honor.
Quedó aguardando mi respuesta.
—Está bien —dije —. A las dos en punto estaré en la puerta de la Escuela de
Servicio Social con el retrato y la llave.
— ¿Cuál es la dirección? —la anotó minuciosamente en su libreta y luego se
despidió.
El contacto de su mano era de un frío de molusco y me produjo repugnancia. Había
lauta seguridad en aquella mujer, que daba miedo. Desde la puerta se volvió para
decirme:
—No olvide que de salir libre el señor Acuña será porque usted ha empeñado su
palabra en ser discreta.
Cuando cerré la puerta tras ella, sentí toda la responsabilidad de La misión que
se me había confiado.
La banda de espionaje iba a servirse de mí a trueque de la libertad de un hombre
a quien ellos no podían mantener secuestrado sin exponer gravemente a lodos sus
cómplices. Era una extorsión vulgar, pero no era yo la persona indicada para juzgarlo
así y obrar con frialdad. Si solo pudiera confiar mi situación al criterio de mi madre y
comentar, cambiar ideas con ella, aprovecharía ventajosamente esta oportunidad. Pero
había empeñado mi palabra y arriesgaba el que pudieran vengarse contra Claudio.
Mientras pensaba, sentía todo el tiempo el desagradable contacto de esos
dedos helados en los míos. Fui a lavarme las manos.
Luego cerré la puerta del baño para poder pensar sin ser interrumpida.
Necesitaba estar completamente sola.
Lo que esta mujer venía a pedirme a cambio de la libertad de Claudio era bien poco:
sacar una foto del departamento para ir a entregarla en la puerta de la Escuela.
Naturalmente aquel retrato no era un simple retrato. Encerraba, sin duda, algún
documento interesante que les era preciso conseguir. No era yo la llamada a
impresionarme con el sentimentalismo de la viuda de Richter.
Pero era muy sencillo. Envolvería el marco del retrato después de haber sacado
de él la foto y la pondría en las manos de jaiba a la hora indicada. De este modo no
estaría procediendo en contra de la causa de Claudio y al mismo tiempo estaría
cumpliendo mi palabra. Pero, ¿sería esto honrado? Sin embargo, era más valiente
aventurarse y favorecer la parte que uno considera más recta. Lo haría. Lo haría aunque
me expusiera a represalias.
Pero ¿y si ellos usaran el mismo criterio a mi respecto? ¿Y si después de valerse
de mí para lograr su objeto se vengaran en Claudio? ¿Y si Claudio no estuviera libre
como ella prometiera?
No entregaría yo entonces el paquete. Pero ellos podrían forzarme en plena calle y sin
causar escándalo. Hay tantos modos de arrebatar o amenazar. Sin embargo, yo
correría ese peligro. No les temía. Nada me acobardaba porque mi objetivo era más
fuerte que mi instinto de conservación.
Después de todo, no se atreverían jamás a dispararme en plena calle, de modo
que aun cuando me amenazaran con el frío cañón de la pistola no lograrían infundirme
miedo. O por lo menos no conseguirían dominarme.
Sumergí el rostro en agua fría para despejar un poco el hormigueo que me
acosaba el cerebro y lo mantuve sumergido hasta refrescar mi mente.
Miré el reloj. Eran las diez y todavía me faltaban tres horas para deliberar y
contradecirme cien veces en mis reflexiones. Era preciso emplear esas horas de algún
modo efectivo o me vería faltando a mi palabra y consultando a mi madre mi problema.
¿Qué pensaría Claudio de mí? ¿Qué esperaría él de mí si conociera el caso? ¿Debía yo
cumplir fielmente lo pactado o una parte? Qué era más honrado, ¿traicionar a los
enemigos de Claudio o traicionarlo a él?
Y ya empezaba de nuevo el disco de mis contradicciones cuando mi mamá golpeó la
puerta.
—Hija, no olvides que a las diez y media es la prueba de vestido. Ya es hora de
que vayamos.
Era la solución. Caminando en la calle y luego en casa del sastre, sometida al
tormento banal y grave de su prueba, pasarían las horas. Entre hilvanes, tizas y alfileres
mi silencio estaría más resguardado que en cualquier otra parte. Me había salvado
12

De todas las impresiones fuertes que había sufrido este tiempo, puede que la
más fuerte haya sido la que recibí esa mañana al volver del sastre. — ¿Ha
llamado alguien por teléfono? —pregunté a Zunilda.
—Un "señor Cuña" la ha llamado dos veces.
— ¿Qué? —dije con voz tan estridente que hasta mi oído protestó.
— ¡Un "señor Cuña"! —repitió la empleada casi en mí mismo tono. En otra
ocasión me hubiera molestado su impertinencia, pero en ese momento me sentí capaz
de darle un beso.
— ¿A qué hora llamó?
—Recién usted salió y luego hace poco rato.
— ¿No dejó nada dicho?
— ¡NADA! —. La palabra quedó vibrando en todo el departamento
¿Sería verdad que había llamado Claudio? ¿Era posible que ya estuviera libre? Me
costaba creerlo.
Mi suspicacia me hacía pensar en una pillería de sus secuestradores.
—Me alegro de saber que está ya de vuelta —dijo mamá sonriendo.
— ¿Cómo de vuelta? —pregunté tontamente.
—Bueno, a decir verdad, nunca creí que un hombre como él fuera a dejarse
secuestrar como una chica.
Miré a mamá, y, como quien se traga un tubo de aspirina, me guardé en la
garganta el impulso de decir todo lo que sentía.
Desde mis más remolos recuerdos, mamá se las había dado siempre de adivina,
pero esta vez sí que se equivocaba medio a medio y yo no podía darme el gusto de
probárselo.
Solamente le di un sonoro beso y luego miré el reloj.
Faltaban veinte para la una. El tiempo justo para almorzar e ir enseguida a cumplir mi
compromiso.
— ¿Pido el almuerzo mamá? Tengo un hambre atroz.
—Pídelo, hija, aunque aún es temprano. Tu tía no ha llegado.
—Pierde cuidado que ya debe venir cerca y antes de que sintamos el olor de los
guisos la golosa ya estará muy sentada en su asiento.
Y me dirigí a la cocina con la esperanza de espantar de Zunilda el mal humor y
averiguar detalles de los telefonazos.
—Zunilda, ¿le falta mucho al almuerzo? Tengo un hambre de fiera —dije
husmeando las ollas. Me miró desdeñosa.
—Usted con hambre, cuando hace una semana que no come...
—Tal vez sea por eso. ¿Qué tienes hoy de guiso?
—Unos fritos de huevo con salsa de espinaca.
—Huelen muy bien.
—Y eso que todavía no están hechos.
Su mal genio no podía contra mis buenos ánimos.
— ¿Y qué tienes de postre?
—El mismo de anoche. Nadie lo probó siquiera.
—Yo me encargaré hoy de que no sobre nada. Di, Zunilda, ese señor Cuña que
llamó por teléfono, ¿te pareció impaciente?
Me miró con la cuchara en la mano. Los ojos de Zunilda tenían, como siempre,
expresión de botones.
Sumergió la cuchara en una olla y balbuceó un "Quizás pú" poco simpático.
— ¿Preguntó por la señorita Ángela o, simplemente, por Ángela?
—Me creo que por Ángela.
—Y cuando tú le dijiste que no estaba, ¿preguntó si volvería pronto?
Pensó un momento, me dio la espalda y masculló un "No mi acuerdo" que
cancelaba nuestra conversación.
Desde la puerta le dije:
—Sirve luego, por favor —y antes de cerrarla alcancé a oír su respuesta
—: Cuando llegue su tía —y no oí más porque mi genio amenazaba con
ponerse a tono con el suyo.
Ya no tenía miedo de cumplir mi encargo. Solo sentía la impaciencia de
realizarlo pronto para no pensar más.
Busqué un papel y un cáñamo paro hacer el paquete del retrato.
Durante todo el tiempo había tenido una irresistible tentación de llamar por teléfono a
casa de Claudio para saber si había vuelto. Pero me retenía un extraño pudor. No
quería parecer tan insistente. ¿Qué pensaría de mí doña ventura? ¿Quién era yo para
inquietarme tanto por la ausencia de su hijo?
Miraba al aparato del teléfono como queriendo hipnotizarlo y obligarlo a sonar su
campanilla. No perdía la esperanza de que durante el almuerzo él volviera a llamar. Si
es que era él, o quién fuera.
Faltaban ya solo dos minutos para la una y mi tía aún no llegaba.
Su inconsciencia parecía empeñada en hacer fallar mis planes.
No pude resistir mi inquietud y bajé a la calle para ver si venía.
Al subir la escalera tropecé con el agente que, sin duda, salía ya a almorzar. Era, pues,
el momento. Tenía ya una impaciencia que se anudaba en mí como voltaje eléctrico.
¿Qué hacía mi dichosa tía demorando de ese modo su llegada? ¿Cómo era posible que
una mujer vieja y sin obligaciones no regresara a su casa a una hora adecuada para el
almuerzo?
Iba a hacerme perder este momento precioso. Después de todo, el Agente
podía ser un vegetariano y demorarse solo diez minutos en almorzar. Y yo estaría
perdida. Ya sentía en el pecho un verdadero trimotor mientras subía la escala.
De pronto se me ocurrió una idea.
¿Qué fuerza me obligaba a entrar al departamento de Richter después de
almuerzo? El ir a buscar la foto no habría de tomarme sino unos tres minutos. Bien
podía yo hacerlo ahora mismo mientras llegaba mi tía. Luego almorzaría muy
tranquilamente para estar a las dos con el paquete en la puerta de la escuela.
Era una gran idea.
Entré a mi cuarto a buscar mi maletín donde guardaba la llave. Cogí el papel y el
arito de cáñamo, y, sintiendo una rara debilidad en las piernas, caminé hacia la puerta.
El cuerpo me pesaba como si fuera un piano.
Me detuve ante el cuarto de mamá. ¿Y si yo no volvía nunca más? Era prudente
insinuarle una pista para que me buscara.
Mamá estaba sentada ante su mesita haciendo su aritmética casera.
—Mientras llega la tía voy al piso de arriba por un momento.
—Pero recuerda que has pedido el almuerzo. ¿Por qué no esperas que sirvan y
vas en seguida?
—Estaré de vuelta antes de que Zunilda te avise que está listo.
— ¡Ah, criatura impaciente! No puedes aguardar ni un solo instante. Es
imposible que no le demores. ¿Vas donde las Villarrica?
—No, mamá.
Mamá quedó regañando y yo salí deprimida, pensando que acaso esta era la última vez
que La vería. ¡Pobre mamá! ¡Qué haría si me perdiera después de haber vivido para mí
durarte dieciocho años! Como único consuelo le quedaban mis últimas palabras
misteriosas...
Abrí la puerta del departamento y la cerré de golpe por miedo a dejarla junte y volver
atrás.
Di dos pasos en el zaguán de entrada y me quedé entre las dos escalas: La que
bajaba a La calle y la que subía hasta los otros pisos.
Miré hacia abajo y vi al carabinero de la puerta que conversaba sonriente con el
suplementero del diario de mediodía.
Era mejor que él no me viera subir. Volví a la escala y me largué corriendo hacia arriba.
Pero apenas había dado dos pasos cuando sentí una voz que me gritaba:
— ¡Ángela! Niña, ¿adónde vas a esta hora?
Era mi tía, que entraba al edificio cargada de paquetes.
No sé si desesperada o muy feliz de tener un pretexto para volver atrás, bajé las gradas.
—Estaba aburrida de esperarte, tía —le dije pesadamente, y para que no
indagara más de lo debido, la interrogué yo a ella —: ¿De dónde vienes tan tarde?
¿Te has comprado toda la tienda?
—No, hija. Solo aproveché una oferta de cajas. Hace tanto tiempo que tenía
deseos de ordenar mis cosas en cajitas y ahora podré hacerlo. Después no me atrevía
a subir a la micro llenas tan cargada. Te traje algo que te gusta mucho: unos quesillos
frescos —y su carita se iluminó radiante.
Había que perdonarla. Y sintiendo que el alivio del momento me traía una congoja
mayor ante la perspectiva de tener que volver a hacerme el ánimo de cumplir mi misión,
entré con ella a nuestro departamento.
13

Aun en la puerta mantenía la esperanza de oír sonar el teléfono y sentir la voz de


Claudio. Pero no sucedió.
Tenía escaso tiempo para subir al departamento de Richter, coger la foto y salir
rápidamente al lugar de la cita. Esto si andaba con suerte y el carabinero estaba en la
puerta anunciándome que el agente aún no había regresado.
Me transpiraban las manos y sentía como un hoyo en el pecho.
Miré hacia abajo y vi a mi buen carabinero trabado en una conversación con una
muchacha.
Subí corriendo y tropecé dos veces en los quince escalones.
Las piernas se me habían puesto rígidas y torpes, como si hubieran perdido su compás
o equilibrio y trataran de caminar con los pies juntos.
Escuché unos instantes ante la puerta cerrada. Y como en esa noche en que
sentí el disparo, oí duramente los golpes de mi pobre y acelerado corazón.
No había un momento que perder. Y, sin embargo, todo mi ser parecía rebelarse contra
una obligación que ni mi voluntad me ayudaba a cumplir.
Miré otra vez a la puerta de entrada y vi al carabinero que reía contento con su
dama. Del piso de arriba no se oía nada.
Abajo, a pocos metros, estaría mi tía con mamá comentando los encuentros de la
mañana o los precios de las cosas. Nadie en el mundo sospechaba la angustia que
estaba sufriendo.
Y como por instinto pensé en Claudio. El ánimo que faltaba a mi espíritu se
encendió de golpe en un impulso ciego de heroísmo.
La llavecita que estrechaba en mi mano buscó la cerradura y casi sin empeño
abrió esa puerta cerrada que me daba pavor. Estaba violando un domicilio. Era como
un ladrón o un asesino que utiliza de cómplices la soledad y el silencio.
Di un paso hacia dentro y me devolví espantada. Mi propio aliento me había
infundido miedo y veía brotar de todas partes figuras de fantasmas o de hombres que a
pasos solapados avanzaban cautelosos para cogerme de sorpresa.
El perchero con sus pesados abrigos y chorreados sombreros estaba en el
mismo sitio sugiriendo una cuadrilla de espías de recia contextura. Sobre una silla había
un diario doblado. Todo era pavoroso en el silencio de la casa del muerto.
A cada instante sentía que el propio Richter iba a salir de pronto a mi encuentro
y estaba allí clavada como carta en medio del umbral.
Por primera vez escuché el tic tac de mi pequeño reloj; su segundero me quería
advertir que el tiempo no aguardaba. Avancé con rapidez hacia el living con su frío
mobiliario.
Ahí, sobre la mesa, tan ajeno a mi drama, me miraba el retrato de Richter, el
suicida, con su expresión de sano comerciante. Lo cogí entre mis manos temblorosas y
traté de sacarlo del marco. Pero estaba clavado y mis uñas se habían reblandecido y se
negaban al servicio que yo les exigía.
De un cajón de la mesa saqué un pequeño cortaplumas. Rápidamente lo abrí y
con su hoja empecé a doblar los clavitos que rodeaban la foto.
Estaba en lo mejor de mi tarea cuando sentí unos pasos que se aproximaban
rápidamente y oí voces de hombre. Alguien se había detenido ante la puerta del
departamento y metía una llave en la cerradura.
Estaba perdida.
No sé qué me inspiró ni que me dio fuerzas, pero me metí rápidamente en el
estrecho clóset del dormitorio igual al de mamá. Ahí, entre sus ropas, volví a sentir el
rápido estampido de mi corazón que era un granizo.
Los pasos y las voces ya estaban dentro. Les oía claramente, pero el miedo me
había estropeado la facultad de comprender lo que decían.
Iban de aquí para allá. Hurgaban y revolvían papeles y luego hablaban cosas y
más cosas que no tenían sentido para mí.
No sé si fue una hora o si fue un año, pero al fin se marcharon las voces y los
pasos, y el pesado granizo de mi pecho fue convirtiéndose en una fina lluvia, hasta no
ser oída.
Sentí entonces que el olor de esas ropas me asfixiaba.
No había advertido siquiera la oscuridad absoluta de mi escondrijo y solo en ese
momento en que parecía volver a respirar, recobré de golpe las facultades de mis
sentidos. Sí, me asfixiaba ese olor, me dolían los ojos de no ver y mis oídos tensos y al
acecho me aseguraban que ya no había intrusos.
Me aventure a entreabrir con suavidad la puerta del clóset y respiré
profundamente.
Aunque las persianas de la ventana estaban cerradas, por un momento me cegó
la luz.
Ya no me infundía miedo el estar sola en casa del suicida. Me sentía
inmensamente feliz de poder respirar y estirar mis brazos. Al hacerlo, me di cuenta de
que tenía en ellos la foto de Richter.
El alivio de saber que había pasado el peligro más inminente me distrajo de la gravedad
de mi situación. Tenía en mis manos el retrato que había prometido llevar a la dama de
las jaibas. Los punteros de mi reloj marcaban las dos menos cinco; ya no había
esperanza de cumplir mi promesa. El Agente debía estar ejecutando su maldita
obligación.
Aquello significaba que no podía esperar la libertad de Claudio. Sentí una
horrible opresión. Me parecía que todo se derrumbaba alrededor y me senté en una silla
a llorar, desolada.
Tenía todo el día ante mí para seguir llorando: no podría salir de ese departamento
hasta que hubieran cerrado el edificio y el agente se marchara a dormir.
Habría de estar ahí las horas de un largo día, inactiva, presa y sola mirando el
triste desenlace de mi ilusión de tres horas atrás. No podía hacer ruido, no podía
siquiera caminar.
Si mi madre supiera en lo que estaba metida su pobre hija. Este pensamiento
restableció mi emotividad y lloré con más bríos.
¿De qué sirve llorar? Una glándula secreta su líquido y nos agobia de propia
compasión. Yo detesto ceder ante la debilidad, pero en esta ocasión no tenía defensa y
lloré y lloré hasta que la famosa glándula no tuvo más que ofrecerme y se secó.
Me vino entonces una frialdad extraña: como si no tuviera un nervio en el cuerpo. Y,
deliberando como un ratero vulgar, me saqué los zapatas y me aventuré a probar si mis
pies descalzos hacían algún ruido. Me agradó convencerme de que mis pasos eran
más leves que los de una laucha y me entretuve probando hasta dónde lograba
aventurarme sin que el crujir de una tabla delatara mi presencia.
Decididamente el edificio estaba bien construido. Habría podido bailar sin que
se oyera.
Paseaba por el piso imaginando estar en el nuestro: mi cuarto aquí se destinaba
como a laboratorio y sus mesones colmados de frascos daban escaso espacio a un
cúmulo de papeles.
Trataba de figurarme la vida de ese menaje antes del suicidio: una mujer y un
hombre cumpliendo una misión de fino espionaje mientras aparentaban ser modestos
industriales.
Entre el silencio que me rodeaba oí el timbre del teléfono en el piso de abajo.
¿Acaso me llamaban? ¿Sería Claudio? Agudicé el oído, pero no pude escuchar
la respuesta. Una terrible impaciencia se apoderó de mí y tuve el impulso de salir y
dejarme atrapar por el Agente.
Quizás sería menor la prueba de ser conducida como una delincuente a la
cárcel que el pasarme las horas en ese ambiente gris y silencioso donde todo evocaba
al siniestro suicida.
Si me entregaba, sufriría vergüenza y el trato duro de los que me creyeran implicada en
la banda, pero, al cabo de unas horas, tendrían que aclararse las circunstancias y yo
saldría libre.
Quizá en una semana lograría olvidar las humillaciones que pudiera sufrir al
entregarme.
La idea de ver caer la tardo poco a poco, sentir entrar la noche en ese
departamento mudo y frío, no poder encender una sola Luz y acechar aguardando, hora
tras hora, hasta que el guardián de la puerta se marchara considerando cumplido ya su
día, me parecía horrible.
Yo no podía hacer nada por distraerme. Si hubiera sido educada bajo otros
principios, habría podido dedicarme a leer los papeles y formarme una idea del complot
y hasta podía ser útil a los perseguidores. Pero solo el pensarlo me repugnaba.
Me acerqué a la ventana y miré hacia la calle por entre las persianas. El sol
brillaba afuera. Yo me había olvidado de su existencia y el verlo me alegraba. Podía
observar a los que transitaban por la vereda de enfrente: medio cuerpo y luego pies. La
dichosa tablita les suprimía sin ningún preámbulo todo lo que era piernas. Era un modo
bien raro de apreciar a la gente. Se deslizaban como en bicicleta y aquello de los pies
era como si dos animalitos independientes, pero muy oficiosos, les siguieran,
esclavizados. En eso estaba cuando sentí de pronto que la puerta se abría bruscamente
y unos pesados pasos avanzaban resuellos.
Fue como si un camión me atropellara. Vi venir mi desgracia y no pude hacer
nada por evitarla. Yo estaba en el dormitorio de los Richter y el camión se paseaba por
el living a pocos pasos de mí. Solo sería cuestión de minutos para ser sorprendida.
No respiraba. El terror de unas horas antes era pálido junto al que sentía ahora.
El hombre había cogido el teléfono y estaba marcando un número. Era, sin duda, el
agente que debía dar cuenta de alguna novedad. Pero el dichoso aparato no respondía.
Empezó a silbar una canción que no podré olvidar; y, entre tanto, mis dientes seguían
su compás como finas castañuelas. De pronto colgó el fono con mala puntería e hizo
caer el aparato al suelo con tan horrible estruendo que no pude contenerme y se me
escapó un grito.
— ¿Quién es? —preguntó con voz de trueno. Creo que lo hizo por
espantar su miedo con su propia voz, porque sabía de sobra que nadie iba a
responderle.
Yo ya no estaba entumida, sino muerta. Tan dura como la ventana a la cual me
aferraba a la vida. Y escuchaba sus pasos acercándose. Sentí de pronto una mano
sobre mi espalda y apreté bien los ojos como lo hacemos cuando el bisturí del cirujano
nos va a sajar la herida.
— ¡Ángela! —Sentí la voz de Claudio como en sueños y al recobrar mi
derecho a respirar me creí muerta. Aquello debía ser sin duda el "más allá" y yo estaba
en el cielo...
Lo que me convenció de que aún estaba viva fue que después de ver a Claudio,
mis ojos miraron con sensación de vergüenza mis pobres pies helados y descalzos.
14

Con los zapatos puestos, me atreví a alzar la vista.


Claudio daba vueltas en sus manos el marco sin retrato y hacía conjeturas sobre
la foto de Richter que yo había dejado caer al suelo al ser sorprendida.
No preguntaba nada. Era insultante. Por fin la recogió del suelo y quedó
mirándola.
— ¿Te interesa guardarlo? —me preguntó. Y yo, en respuesta, moví la
cabeza. Me pasaba algo raro. Estaba frente al amor de mi vida y me parecía un extraño.
Es verdad que el temor de que él adivinara mi secreto me revolvía toda. No sabía qué
actitud tomar, y cada uno de mis gestos era falso y fuera de lugar. Al fin y al cabo, estar
enamorada es peor que tener cáncer. No se puede apartar el pensamiento del mal que
nos arrecia; hay una canción muerta en no sé qué parte del oído, las manos
transpiradas se independizan de la voluntad y el corazón histérico se derrite como
mantequilla al sol. Yo me sentía adelgazar a ojos vistas.
Claudio, afortunadamente, era solo un detective. A él le Interesaba por sobre
todo el asunto del retrato.
— ¿Entonces me permites usarlo?
Esta vez asentí con la cabeza.
Abrió un frasco de Renovador y lo derramó sobre la fotografía. Poco a poco fue
desapareciendo Richter y revelándose en él un plano extraño. El dorso blanco se fue
tiñendo de signos que componían una larga lectura en minuciosa letra.
Mientras Claudio descifraba con gran interés ese escrito, me preguntaba qué pensaría
de mí — Me había sorprendido en casa de Richter, violando la vigilancia del
agente, robando un documento al parecer importante. Era, pues, una aliada de los
espías, lo estaban probando mis actos, y entretanto había buscado su confianza y
amistad.
El único modo de salvarme era explicarle todo y relastarle la visita de la mujer
del "chantaje". Pero eso equivalía a demostrarle mi interés por él. Más aún, al arriesgar
mi vida por la suya, le estaba declarando mi amor. Y también acusaría mi falta de
inteligencia al demostrar con qué facilidad me había dejado burlar. Lo más sabio era
callar, y también lo único que atinaba a hacer. Porque, por mal de mis pecados, Claudio
me producía ahora un terrible respeto, rayano casi en temor — Mi actitud
era la de un perro asustado, y cada gesto mío, un retroceso.
—Con este tesoro iremos juntos a la Sección de Seguridad, si no tienes algo
mejor que hacer —me dijo enrollando el dichoso retrato —. Nos has ayudado
a encontrar lo que más necesitábamos.
La clave de toda esta trama infernal...
Yo tragué saliva y nada más. Pensaba que él quería entregarme a la Justicia
como cómplice. Que me repudiaba por mi bajo papel de chilena vendida a extranjeros,
por mi hipocresía al haberme mostrado amiga suya y por la sencillez con que me dejaba
atrapar. Y mientras él me despreciaba, yo lo amaba. Aquello era terrible y no había más
remedio que sufrirlo.
Cuando bajamos a la calle, después de dar ciertas órdenes al Agente, a quien
tranquilizó respecto a la sorpresa que se llevaba el desgraciado viéndome salir de un
departamento al cual no había entrado, me tomó el brazo. Pero su automóvil estaba tan
cerca que casi no alcancé a sentir lo reconfortante de ese gesto.
—Esto sí que es triunfo —dijo al hacer partir el auto —, lindo triunfo
—repitió hablando para sí —.
Pocas veces sucede que se cojan los hilos tan completos de una trama. El juez
estará orgulloso de lo que a él le toca en este asunto y, desde luego, me tratará con
más deferencia...
Hablaba solo, como el más perfecto de los locos, un monólogo estúpido y
satisfecho, ignorando por completo mi presencia, y haciendo la propaganda de esta
aventura como si fuera una publicidad de radio: "Para tener éxito en la vida, para
disfrutar de salud, benefíciese con Claudio Acuña". Se había olvidado de mí, y yo,
entretanto, daba vueltas y más vueltas al interrogatorio que me aguardaba ante el juez.
Pensaba en las respuestas sin atreverme a imaginar las consecuencias de esa
entrevista. Lloraba por dentro como lloran los vidrios en los cuartos abrigados cuando
afuera está helado.
Y mientras me derretía en sensibilidad, él se mostraba convencional y frío.
Mientras mi porvenir y mi carrera claudicaban y me convertía en una blanda y sumisa
enamorada, él me trataba como a simple testigo, cómplice o parte del proceso Richter,
descalificando mi personalidad de mujer y tratándome en simple género neutro.
No estaba prevenida para sufrir una prueba tan brutal. Y no quería llorar...
Afortunadamente, la oficina del juez vino a mi encuentro antes de que me
hubieran vencido los lagrimones que escocían mis ojos.
Durante toda mi vida había oído siempre en labios de mi madre este estribillo:
"¡Qué injusticia! Si tu padre viviera, esto no se habría hecho con nosotros". Y en mi
subconsciente la memoria de mi padre se convirtió en personalidad de juez. La palabra
juez evocaba siempre el retrato de papá y todo cuanto a ellos se refería, llevaba
irrevocablemente su rostro.
Tuve una gran sorpresa al entrar en esa oficina. El juez tan conocido que
esperaba encontrar, no tenía el más remoto parecido a papá. Era un imponente gigante,
de fácil sonrisa, empeñado en hacerse perdonar su superioridad de estatura. Y entre su
afán de agradar y el modo categórico con que actuaba Claudio esa tarde, busqué
refugio en él. Toda mi debilidad y emoción encontraron acogida en sus acuosos ojos de
color maní tostado.
Me hizo sentarme junto a su feo escritorio y mientras escuchaba el relato de
Claudio me reconfortaba con su mirada como si adivinara lo que estaba sufriendo mi
pobre corazón. Sostenía entre sus grandes manos el retrato de Richter, con su plano y
lectura, y compartía su atención entre él y yo con maravillosa equidad.
De manera que a esta señorita le debemos el haber rescatado este valioso
documento; más bien dicho, el haberlo descubierto —dijo por fin dejando sobre
la mesa la dichosa foto y dedicándome de lleno su atención. Y no sé qué descubrí
entonces en sus ojos que una granizada de bochorno cubrió mi rostro confuso.
—Esto merece una celebración —dijo con sus ojos siempre fijos en los
míos, acariciando la esquina del escritorio como si acariciara mi barbilla. Poco a poco
su agradable acogida comenzó a ser molesta, como si él estuviera tomándose conmigo
algunas libertades que nadie se había tomado hasta la fecha. Me puse en guardia. Así
pues, cuando nos invitó a beber una copa en el Casino, yo me excusé fieramente.
—Pero es que usted no puede negarse —dijo él con la seguridad del que
pisa en el suelo del modo en que pisaba él —. Su cooperación en este asunto es el
broche de oro en la gran cadena de espionaje que hemos venido persiguiendo desde
hace muchos meses. Está fatalmente vinculada a su triunfo. No puede desentenderse
de su celebración.
La palabra "celebración", empleada una y otra vez, me parecía una nota falsete
de la corneta en una banda y me perseguía como un murciélago. Me divisaba de pie
sobre una mesa en torno a la cual se elevaban mil brazos uniformados alzando sus
copas en clamoroso brindis por mi acción.
—Desgraciadamente no puedo aceptar. Tengo que regresar a casa de
inmediato —dije levantándome. Pero él me imitó y colocando sus inmensas manos
en mis antebrazos me retuvo. El maní de sus ojos ahora estaba confitado, con ese
perfume hostigoso que exhala. Yo sentía miedo de que mis ojos se volvieran dos bocas
y se tragaran esos caramelos.
Claudio hizo entonces una ruidosa carraspera.
—Es verdad que la señorita Méndez debe regresar a su casa. Le prometí a su
madre devolverla cuanto antes —mintió descaradamente.
El juez pareció advertir por primera vez su presencia y lo miró con cierta
extrañeza, como si hubiera aparecido en el cuarto mágicamente. Su gran cerebro lento
trabajaba de forma penosa las ideas y sacaba en limpio algunas conjeturas respecto a
Claudio y yo.
No parecieron estas de su agrado, porque, tras un silencio, me tomó una mano
como si fuera yo una chica perdida entre los automóviles de la Quinta Avenida, y repitió:
—Si no es hoy, será mañana. Pero hemos de celebrarlo de todos modos. Usted
es de los nuestros y queda consagrada como Reina de la Sección de Seguridad.
Reímos forzadamente los tres y con un esfuerzo titánico logré desembarazarme
de esa mano y salir por esa puerta, aunque llevé a lo largo de los pasillos y hasta la
misma calle la sensación de que aún me llevaba cogida y que no me soltaría ni después
de la muerte.
15

Claudio me había dicho al salir de allí:


—Creo que tú tampoco has tomado té. ¿Me acompañarías a tomar algo?
Yo había asentido como una autómata. En realidad no recordaba ni siquiera si
tenía estómago, pero ya que él se preocupaba de esa parte de mi cuerpo, se sentía
aludido y se hacía presente. Por cierto, el hombre a quien yo había decidido amar era
bien materialista. Por sobre todas las emociones, dudas y otros prejuicios, imperaba el
grito clamoroso de sus tripas cesantes. El no harta tomado té. Bien podía ser yo una
parte ce la trama de espionaje y haber sido sorprendida in fraganti, bien podía él
haberme obsequiado la oportunidad de liberarme de culpa ante el juez mostrándome
como una cooperadora a sus pesquisas, bien poca estar yo desorientada y deprimida al
fallar mi plan de ayuda a los Richter, pero era necesario tomar té. Aún cuando la moral
estuviera pisoteada y por los suelos, era preciso tomar té.
Y me vi de pronto sentada en una silla dura. Una muchacha, un hombre y dos
tazas de té que los separaban. No había nadie en el café fuera de los muzos que hacían
una aparatosa pantomima de aseo. —He descubierto en ti una cualidad que aún no
conocía —me dijo —. Eres, además de todo, coqueta.
— ¿Coqueta? —repetí como embobada —. ¿Además de todo? ¿Qué es
todo? —pregunté tomando el peso al sentido de esa palabra.
—Bueno, "todo" quiere decir precisamente, "todo". Soy malo para expresarme.
Para mí eres todo... —dijo y aunque la frase se prestaba aún a vacilaciones, su
verdadero sentido me lo explicaban sus ojos. Yo no podía creerlo. En realidad jamás lo
había soñado. Estar enamorada no tiene nada que ver con que aquella persona lo esté
también de uno. Es como coger una pistola por primera vez y a cíen metros dar en el
blanco mismo. Y en medio de la confusión salí de mí y me miré desde la puerta del
café, allí sola con Claudio. Sí, decididamente, él y yo éramos en realidad una pareja de
enamorados. Nos amábamos, estábamos juntos, era él quien me estaba mirando de
ese modo y era mi mano la que tenía cogida y era también yo misma quien sentía una
extraña electricidad en todo mi ser.
Todo esto me había sorprendido de tal modo que no atiné a responder y con un
verdadero cortocircuito cerebral, actué contrariamente a todo lo que sentía. Quiero decir
que me bebí de un solo impulso mi taza de té.
Cuando la hube terminado, advertí que Claudio me imitaba y después de limpiarse los
labios con la servilleta, asumía de nuevo esa actitud comercial que había mantenido
toda la tarde. Me asaltó entonces una duda: ¿Y si ese instante maravilloso solo hubiera
sido una fantasía mía?
Claudio ayudaba a convencerme con su atenta frialdad. Y yo me trituraba de
enojo al haber dejado escapar la oportunidad de mi vida. ¿Pero, es que había sido real
o soñada?
—Siento haberte asustado esta tarde —dijo de pronto como si
estuviéramos en medio de una larga conversación —.
No sé con qué torpeza dejé caer el teléfono. Aunque en el fondo me alegro,
pues si no hubiera sido por eso, habría salido de allí sin verte.
—Y habría sido mejor —dije mordiendo a la fuerza una tostada —.
Quién sabe qué pensaste de mí al encontrarme allí.
—La verdad es que no me explico cómo pudiste entrar... —encendió un
cigarrillo y pareció aguardar mí explicación. Yo se la di, a costa de sentirme humillada al
demostrar de qué manera me habían burlado.
—Ya te dije antes que no tienes vocación ni para detective ni para visitadora
social —me dijo Claudio cuando terminé mi historia.
—Ya comprendo la triste opinión que tienes de mi —dije bajando la vista con un
escalofrío de resentimiento improvisado.
— ¿Quieres saber la verdadera opinión que tengo de ti?
Asentí con la cabeza sin atreverme a mirarlo y en el pecho empezó a trepidar el trimotor.
Me asaltó un miedo extenso, uniforme, ilimitado.
Un miedo de que fuera a decirme algo banal o convencional y un miedo aún
mayor de que me dijera "aquello" que yo tanto deseaba.
Y ese miedo me sacó de la boca unas palabras que yo misma escuché porque no había
pensado:
—Será mejor que te la guardes, me conoces tan poco todavía... —y junto con
decirlo, hubiera llorado.
Durante ese silencio grande y penoso, el mozo trajo su vale y mi angustia se
distrajo con la curiosidad de conocer esa billetera que me causaba envidia. Nos
levantamos y salimos fuera sin romper el silencio. Mi trimotor continuaba y en la lucha
desenfrenada que yo mantenía contra mi glándula de vertiente, iba perdiendo terreno.
Llegó por fin un momento en que no pude más y me detuve junto a una vitrina para
sacar un pañuelo y darle rienda a mi pobre emoción.
La escena del pañuelo se dilató porque en lugar de remedio, me resultó a la inversa. El
hipo del llanto fue creado para ayudar a los seres que se avergüenzan de sus
sentimientos: este maravilloso invento los revela.
No sé si lloraba de ira contra mí misma o de desesperación al pensar en lo que
pudo ser esta tarde y lo que fatalmente estaba resultando; no sé si lloraba porque era el
Día de los muertos y al fin y al cabo yo había perdido a mi padre en mi más tierna
infancia; no sé si lloraba porque era coqueta o porque no lo era, pero lloraba como un
grifo sin llave. En ese momento solamente me preocupaba cortar ese caudal tan
copioso.
Me sentí cogida de un brazo, como si el mío fuera muy largo y distante. Yo
sollozaba y corrían lágrimas por mi rostro, congojas por mi tráquea; estaba aturdida por
el trepidar de pecho. El resto de mi cuerpo parecía incomunicado con la central.
Probablemente anduve, o tal vez troté, guiada por esa mano que cogió mi brazo,
pero no sé si fue un minuto o muchas cuadras Podría medir el camino por kilos de
sollozos o por litros de lágrima*
Me encontré otra vez sentada frente a una mesa, con un pañuelo grande y fresco entre
mis manos y sostenido el rostro por unos dedos suaves y firmes que me obligaban a
levantarlo.
No podré decir nunca lo que escucharon mis oídos porque eso es para mí como
un tesoro. Solo confieso que mientras reía y muy quedamente besaba esos dedos que
sostenían mí rostro, aún brincaba saltona con hipos de sollozos.
Ni Claudio ni yo supimos cuándo ni cómo la sala se llenó de bulliciosa gente. Y
así como vinieron se marcharon. Nuestras tazas de té fueron sustituidas por platitos
variados que no encontraron ocupación. La sala volvió a quedar tan vacía como antes.
Cuando salimos de allí había luces en las calles y ruidos rabiosos dc cortinas que
cierran por doquier.
Caminábamos abrazados hacia la casa con ese andar del humo por el aire; las
luces habían adquirido el poder mágico dc convertir el mundo en un paraíso, a los
transeúntes en gente buena y simpática y hasta la banda de espías nos parecía un
grupo de bien intencionados a quienes sentíamos deseos de ayudar.
La vida era para nosotros tan simple y tan hermosa como una sinfonía de
Beethoven. No había en nuestras almas una sola duda, un solo problema y estábamos
llenos de esa sensación maravillosa que deben sentir los místicos en un arrobamiento.
Es raro, pero el amor, que yo imaginaba como un conjunto de sobresaltos,
contradicciones y complejidades, se presentaba como una cosa que no tenía otra
definición que la de suprema y maravillosa par.
— ¿Estás segura de quererme? —me preguntaba Claudio y yo, asintiendo
con la cabeza le respondía con esta otra pregunta:
— ¿Estás seguro de que realmente existimos y no somos el pedazo de un
sueño de alguna solterona?

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