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Narrar el derrumbe de la ausencia

Tomando las palabras que, a comienzos de los años noventa, Levrero le


dedicara a Daniel Guebel ―por ese entonces referidas a La Perla del
Emperador―, se puede decir que El absoluto, la nueva novela del escritor
argentino, todavía provoca esa “nueva forma de perversión”, al generar “en el
lector un deseo permanente, casi erótico, de más lectura, por las imágenes
hipnóticas que se suceden sin cesar con un ritmo lento y sensual, y por la
acumulación de anécdotas que se ramifican, abriendo una multitud de caminos
en la imaginación”. La obra de Guebel, aun superando con holgura las 500
páginas (organizadas a partir de seis “libros”), es leída con entusiasmo.

Intentar resumir la trama en unos pocos caracteres es una tarea difícil,


pues el libro envuelve una temporalidad que se prolonga a lo largo de tres
siglos (del XVIII hasta finales del XX), siguiendo el devenir de seis
generaciones de una familia que, según afirma el narrador, pagó “el precio de
la demencia para ascender a los cielos del genio”. Frantisek Deliuskin, cuyo
padre vivía de rescatar mamuts del fondo de los lagos de la estepa siberiana y
venderlos a museos a lo largo de Europa, se abocó a componer una insólita
sinfonía erótica (“un sistema de coitos compositivos”); Andrei leyó la religión
―más concretamente Ejercicios Espirituales, de Ignacio de Loyola― desde la
política y dejó algunos de sus pensamientos anotados; Esaú quiso hacer de las
proyecciones de su progenitor una praxis revolucionaria; Alexander Scriabin (el
compositor ruso) y Sebastián Deliuskin, mellizos, ambos hijos de Esaú que son
separados tempranamente por un cúmulo de azares (y que, sin embargo, se
comunican de una manera poco convencional), fueron todavía más allá, al
“tomar por asalto la estructura íntima del Universo y someterlo a una enorme
transfiguración”. Y, finalmente, la voz enunciativa del libro 6, a cargo del nieto
de Sebastián Deliuskin, que se pregunta por su misteriosa madre y “su decisión
de escribir la biografía de cada uno de los genios de nuestra familia”. Ahí está,
en la contratapa, ese adjetivo que siempre calza tan bien a este tipo de obras:
“monumental”.

Más allá de las idas y vueltas de la trama, sus elipsis y vericuetos, lo


cierto es que Guebel juega a correr todo el tiempo el verosímil de la ficción, un
espacio con leyes propias que tiende a emparentarse, en algún punto, con los
proyectos narrativos de César Aira y Alberto Laiseca. Hay algo de ellos en esta
escritura excesiva, que hace de la prosa una profusión imaginativa, por
momentos delirante, con la que el lector pacta sin chistar. En El absoluto hay
lugar para todo: Lenin, la música aleatoria, el origen del universo, la tormentosa
historia de amor entre Napoleón y Josefina. La filiación con los escritores
argentinos también se ve en esa tendencia a ubicar las historias en escenarios
de exotismo. Ahora bien, no hay que caer en la trampa: las lejanías
geográficas, la proliferación de personajes y las múltiples avenidas que
incorporan sus vidas, el espíritu enciclopedista que es motor de la novela de
Guebel, no deben apabullar al lector. Es que, como sostiene Beatriz Sarlo, se
trata de una “simple complejidad”, que más que ser una barrera, funciona como
una especie de carburante para su máquina de narrar.

Desde el fondo de esa aparatosa arquitectura narrativa, afloran las


mismas obsesiones que el autor ha ido manifestando, con mayor o menor
énfasis, anteriormente. Las relaciones de pareja y la paternidad fueron, por
ejemplo, el centro de Derrumbe, una novela de fuerte factura autoficcional
publicada en 2007. Al tiempo que el núcleo que alentaba la escritura era su
divorcio, Guebel se las ingeniaba para introducir modulaciones metalitearias.
Como si se tratara de una poética dispersa entre las ruinas conyugales, el
narrador en Derrumbe deja lugar a meditaciones acerca de su proyecto
literario, donde varios de esos pasajes resultan ilustrativos pensados como
proyecciones de lo que luego fue El absoluto: “De querer vivir todas las vidas,
pasé a querer escribir todas las novelas, todos los libros. Quise y quiero ser un
escritor único, el único capaz de escribir al mismo tiempo un libro infinito, capaz
de resumir todas las lecciones de mi estilo…”. En El infinito late esa idea de
“obra cumbre”, de principio cohesivo de las líneas abiertas a lo largo de tres
décadas de escritura.

Mediante un lenguaje rebosante de referencias históricas (reales e


imaginarias) y fulguraciones poéticas, la novela de Guebel ―extraña
hibridación de varias líneas de la tradición literaria argentina― alcanza puntos
de singular relieve cuando, sin dejar de interrogarse sobre los grandes motivos
de la historia del Hombre, logra tocar esas cuerdas íntimas del lector, ésas que
lo remiten irremediablemente a su diario vivir. El borgiano episodio del final con
ecos de “El Aleph”, que tiene por protagonista al nieto de Sebastián Deliuskin,
es una puerta interpretativa de la totalidad de la obra: construir una enorme
maquinaria para evitar el derrumbe de la ausencia.

Mathías Iguiniz
El absoluto, Daniel Guebel, Literatura Random House, Buenos
Aires, 2016, 560 págs.

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