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CULTURA.

UN CONCEPTO EN CRISIS

Nos proponemos en el presente trabajo reflexionar sobre la crisis actual


del concepto de cultura , crisis que nos parece señalar un problema acuciante. La
crisis se refiere a la posibilidad o no de afirmar una subjetividad cultural, y es
acuciante porque la actual etapa del desarrollo de la humanidad bien puede
caracterizarse desde la impresionante alternativa que parece abrirse paso, cada
vez con mayor claridad, en medio de una crisis histórica sin antecedentes en el
pasado conocido de la especie. Nos referimos a la alternativa que puede
anunciarse así: o se da un caso definitivo de las diferentes culturas, ante el
avance incontenible de un principio civilizatorio de identidad universal
supracultural; o se da el alborear promisorio de un diálogo de las diferentes
culturas, ante el clamor, también incontenible, del respeto a las diferencias,
como único camino para construir una identidad cultural, que tendrá que ser,
entonces, intercultural. En verdad, los términos de la alternativa son, en realidad,
una opción: ¿qué civilización queremos (y podemos) construir?
Discutiremos primero la importancia de un debate sobre los aspectos
filosóficos en juego en la crisis misma de la noción de cultura. Trataremos
después, en un segundo punto, lo que consideramos el núcleo del problema: hay
dos modos diferentes de considerar la cultura, -donde radica la verdadera crisis
de su concepto-, que expresan dos racionalidades (o “lógicas”) en juego, y de
cuya confrontación y acercamiento puede surgir alguna claridad para entender la
alternativa planteada.
Aquí desgajaremos lo central de la discusión, lo que decide el sentido
radical de cada modo de entender la cultura y lo que justifica su racionalidad.
Nos interesará señalar el posible deslizamiento de su sofisma, cundo queden
traducidos los términos de la alternativa en su real conflictividad: o libertad o
justicia.

IMPORTANCIA DE UN DEBATE FILOSÓFICO


SOBRE LA NOCIÓN MISMA DE CULTURA

En un importante trabajo sobre la “época de la imagen del


mundo”, decía Martín Heidegger, en 1938, hablando de los fenómenos
esenciales de la época moderna: “Un cuarto fenómeno moderno se
anuncia en el hecho de que el actuar humano es captado y consumado
como cultura. Cultura es la realización de los valores más elevados a
través del cuidado de los bienes más altos del hombre. Es esencial para la
cultura que ese cuidado (cultivo) se cuide (cultive) y así llegue a ser
política cultural”1. Hay dos afirmaciones en este texto que pueden
servirnos para iniciar nuestro debate: la cultura es un fenómeno propio de
la edad moderna, en cuanto la entendemos como un sistema de fines
(valores) y medios (bienes), que define el actuar humano (hay otros
fenómenos esenciales de la edad moderna, que Heidegger describe como
esencia y técnica, comprensión estética del arte – es decir, como
1
M. Heidegger, Holzwege, Die SEIT des Weltbildes; Frankfurt, Klostermann, 1972 (5ta.), pp. 69-70
“vivencia”-, y desvinización); la segunda afirmación es que reside en la
esencia misma de la cultura llegar a ser política cultural, entendida como
una cultura de la cultura. El carácter histórico de la noción de cultura y
su carácter reflexivo (en cuanto es ella el más alto valor y es mediante su
cuidado, como más alto bien, que la mantendremos), caracteres en sí
opuestos, pueden indicarnos bien el camino del debate. La historicidad
revela una precariedad del concepto, que libera la posibilidad de
“concebir y consumar la acción humana” no como cultura, sino como
otra cosa. La reflexividad del concepto, en cambio, indica una exigencia
de absolutez, esencializando el modo cultural en la naturaleza social del
hombre (política). En el tiempo, que implica el ya –sido del pasado y el
aún-por-ser del futuro, es posible concebir el actuar humano no como
cultura, pero en el espacio, que implica un siempre presente, no es
posible concebir un agrupamiento humano que no lo sea para “cultivar su
cultura”. Los defensores del “ocaso de las culturas” aceptarían de buen
grado la historicidad del concepto. Los que bregan por el “diálogo de las
culturas” insistirían en su reflexividad. Sin embargo, lo que constatamos
es que lo realmente en debate es la pretendida universalidad de un
sistema de fines y medios (una cultura, en última instancia) que pretende
imponerse por encima de las diferencias, o bien la eficacia de un
“diálogo de las culturas” para lograr convertirse en una “política cultural”
cuando la polis es ya el planeta entero. ¿Puede aceptarse la imposición a
todos los pueblos de determinados valores y bienes como si fueran los
propios del hombre, al margen del “estilo” propio de cada cultura?
¿Puede tener eficacia, por otro lado, la defensa de la diferencia cultural
ante una real organización universal de la economía, de la ciencia, de la
información? Este es el verdadero problema.
El camino que insinúa Heidegger es sugerente: no toda acción
humana es “cultura”, es decir, encerrada en un sistema de fines y medios,
ni es tampoco el “cuidado” supremo el cuidado de la cultura. El hombre,
más originariamente que cultura es el “ahí” del ser y su “cura”
fundamental es por-ser, siempre trascendiendo (y fundando), desde esta
destinal asignación, toda morada o determinación cultural. Lo que el
hombre cuida y pastorea es el ser. El comprenderse en un sistema de
medios y fines –que son siempre determinaciones ónticas- es para el
hombre una “caída” que lo arranca de su vocación originaria y lo hace
presa de la inautenticidad. Lo importante, en esta reflexión
heideggeriana, es la crítica al concepto moderno de cultura como sistema
de fines y medios y como política cultural. Pero a nosotros nos interesa
mostrar cómo éste no es el único discurso posible sobre la cultura, lo
cual, a su vez, nos mostrará con claridad que también la vocación de
“pastores del ser” es una determinación cultural con pretensiones de
universalidad, pero que, al relativizar los fines y medios de una cultura,
puede preparar mejor la actitud de respeto a las diferencias, aunque
tendrá también que mostrar su eficacia en el diálogo concreto de las
culturas. Está bien acentuar la disponibilidad ante el ser, o trascendencia,
frente a los manipuladores de los fines y los medios. Pero no sólo, como
insiste Heidegger, el poeta y pensador esencial están disponibles o
trascienden hacia el fundamento. También la técnica y la política, y la
economía, son parte de una posible disponibilidad o trascendencia. El
distinguir entre “estar-dispuestos-a” y el “disponer-de” puede servir para
distinguir el pensar esencial y el poetizar de la metafísica y la técnica
moderna, pero no es suficiente para responder a la crisis cultural, que es,
en realidad, de disponibilidad ética. Paradójicamente, el “más allá de
toda cultura” puede ser el “privilegio” de una cultura determinada.
Tomemos ahora otro camino. C. Lévi-Strauss en su obra sobre “el
pensamiento salvaje” (1962) discute, en el último capítulo, la noción de
Sartre de “razón dialéctica”2. En ese contexto y atacando a Sartre (“que
queda cautivo de su Cogito”) cita un texto de Rousseau3 y lo prolonga:
“Cuando se quiere estudiar a los hombres hay que mirar cerca de sí; pero
para estudiar al hombre, hay que aprender a dirigir la vista a lo lejos;
primero, hay que observar las diferencias, para descubrir las propiedades
–hasta aquí Rousseau-. Sin embargo, no bastaría con haber reabsorbido
las humanidades particulares en una humanidad general: esta primera
empresa esboza otras, que Rousseau no habría admitido de buen grado, y
que incumben a las ciencias exactas y naturales: reintegrar a la cultura en
la naturaleza, y, finalmente a la vida en el conjunto de sus condiciones
fisicoquímicas”4. Más adelante se hace claro que toma lo de Rousseau
como suyo propio: “pero ya sea en el caso de ellos (los pueblos
primitivos) o en el de nosotros (los pueblos históricos), se necesita
mucho egocentrismo y mucha ingenuidad para creer que el hombre está
por entero refugiado en uno de los modos históricos y geográficos de su
ser, siendo que la verdad del hombre reside en el sistema de sus
diferencias y de sus propiedades comunes”5. Hay dos afirmaciones en
este texto que pueden servirnos para proseguir el inicio de nuestro
debate, una se refiere a las diferencias culturales y otra a la diferencia
entre naturaleza y cultura. Son dos caras de lo que podemos llamar la
visión estructuralista de la cultura: por un lado, sólo en las diferencias y
oposiciones se nos pueden revelar las propiedades comunes, y esto
implica que ninguna cultura determinada puede darnos la verdad del
hombre sino y solamente en sus diferencias y oposiciones con otras. La
lógica del pensamiento abstracto (la de la ciencia) no es la lógica humana
en cuanto tal, sino que precisamente en su oposición y diferencia con la
lógica del pensamiento concreto (la del mito o pensamiento salvaje)
puede revelarnos las propiedades comunes que hacen a la lógica del
espíritu humano o del intelecto6. Claramente se ataca todo pretendido
privilegio cultural, lo que se ha llamado “etnocentrismo”. Por otro lado,
la segunda afirmación insiste en la necesidad de reintegrar la cultura a la
naturaleza, dándole a la distinción un marcado acento metodológico7.
Con esto pretende L. Strauss cuestionar todo “culturalismo”, tan
fácilmente sostenido por los antropólogos, pero en nombre de un
naturalismo o vitalismo, que al reabsorber la cultura en la naturaleza,

2
C. Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, México-Bs. As., F.C.E., 1964. Cap. 9. La referencia a Sartre es
a su obra Crítica de la razón dialéctica. Bs. As., Losada, 1970 (2da).
3
J.J. Rousseau, Essai sur l´origine des laugues, obras póstumas. Tomo II Londres, 1873, Cap VIII, citado
por Lévi-Strauss, ob. Cit., p. 357.
4
C. Lèvi-Strauss, ob. Cit., pp. 357-358
5
C. Lèvi-Strauss, ob. Cit. pp 360-361
6
Esta es la tesis fundamental de Lèvi-Strauss en el libro citado.
7
C. Lèvi-Strauss, ob. Cit. p. 358, nota 1: “La oposición entre naturaleza y cultura, sobre la que antaño
insistimos (1, caps. I y II), hoy nos parece ofrecer, sobre todo, un valor metodológico”
como su propia diferencia, desliza la concepción desde un
estructuralismo (en las diferencias y oposiciones propiedades comunes) a
una dialéctica (que ve la diferencia como autodiferencia de lo mismo).
Las culturas (en plural) son los diferentes modos en que se dice la verdad
del hombre (precisamente en sus diferencias y como propiedades
comunes). Y la cultura (en singular), la verdad del hombre, no es sino el
modo en que se dice (autodiferenciándose) la naturaleza. No es la verdad
del hombre otra cosa que la verdad de la naturaleza. La diferencia
“estructural” es, en realidad, sólo un momento el “autodiferenciarse
dialéctico”. No sólo, pues, ninguna cultura determinada es privilegiada
(todas, sin embargo, son variantes necesarias para que se manifieste la
estructura de la verdad humana), sino que la misma idea de cultura no
implica ninguna posición de privilegio en relación al “conjunto de
condiciones fisicoquímicas de la vida”. Es , por decirlo así, una idea de
cultura más acá de toda cultura. Si bien coinciden Heidegger y L.
Strauss en un “descentrar” la noción de cultura, lo hacen con argumentos
exactamente opuestos, lo cual enriquece los términos del debate que
queremos instaurar. En efecto, a la historicidad de la noción de cultura le
opone L. Strauss la naturalidad del mismo, y a la reflexividad (que
implica, como vimos, un sujeto político), le opone la sistematicidad
estructural (que implica, justamente, la disolución de todo sujeto). La
cultura puede tanto aprisionar la trascendencia como disimular la
inmanencia. La única forma de pensarla es más allá o más acá: o desde el
ser (y el pensar esencial), o desde la naturaleza (y el pensamiento
salvaje).
Lo que aquí está en juego, nos parece, es la pregunta por el valor
de la noción misma de cultura para definir la “verdad del hombre”. Lo
criticado en ambas posturas es la ilusión de autosuficiencia en la
definición de la subjetividad como cultural. En última instancia, es la
ilusión de un antropocentrismo, alimentado por el “olvido del ser” o por
el “desprendimiento de la naturaleza”. Privilegiar la cultura, para definir
la acción del hombre y su historia, es ser incapaces de comprender la
diferencia. Diferencia ontológica, que disuelve el “sujeto” en una
trascendencia hacia el fundamento. Diferencia estructural, que lo
disuelve en una inmanencia de la sintaxis8. Como “ser-en-el-mundo” o
como espíritu-inconsciente-cosa”, son el sujeto y la conciencia quienes
pierden el privilegio cultural. La noción moderna y etnocéntrica de
cultura simplemente revela, en su crítica, voluntad de poder y narcisismo
de un sujeto que ha “perdido las sendas” (porque se olvidó del ser), o que
se ha “desintegrado” (porque se desprendió de la naturaleza). ¿No es
posible, sin embargo, pensar culturalmente respetando las diferencias?
¿Es necesario colocarse en un “más allá” o un “más acá” de la cultura
para salvar la trascendencia ontológica y la inmanencia natural del
hombre? ¿Por qué postular la disolución de los “sujetos culturales” (que
en última instancia son los pueblos) para resolver la ilusión imperial y
narcisista de la voluntad de poder y del etnocentrismo? ¿Es
necesariamente antropocéntrica la noción de cultura? Este postular una

8
Justamente la sintaxis estudia el juego de los signos entre sí, sin atender a una referencia extralinguística
(semántica) ni al uso que los hablantes hacen de la lengua (pragmática). Sobre estas distinciones que hace
la semiótica, cfr. Ch. Morris, Signos, lenguajes y conducta. Bs. As. Losada, 1962.
unidad “existencial” supracultural, o una unidad “estructural”
infracultural, ¿no son, en el fondo, maneras sutiles de defender un
“espíritu” y una “ciencia” que decidan y dispongan y arbitren en el
históricamente inevitable encuentro de las culturas diferentes?.
Intentemos ahora una tercera vía, Sigmund Freud, en las últimas
páginas de El malestar de la cultura afirma “... corresponde a la
intención de exponer el sentimiento de culpa como el problema más
importante del desarrollo de la cultura, y mostrar que el precio pagado
para el progreso de la cultura reside en la pérdida del ser feliz, mediante
una elevación del sentimiento de culpa”9. El sentido correcto de esta
afirmación hay que buscarlo en el contexto de la lucha del instinto de
muerte contra el instinto de vida. La cultura es una forma astuta –que
consiste en reprimir, para de este modo transformar la agresión hacia
afuera, y por lo mismo la destrucción, en agresión hacia adentro, y
entonces sentimiento de culpa- de vencer al instinto de muerte
utilizándolo “productivamente”10. Este es, para Freud, el sentido último
de la cultura, que descriptivamente había definido: “...todo aquello por lo
cual la vida humana se ha elevado sobre sus condiciones animales y con
lo cual se diferencia de la vida de los animales....Por un lado, abarca todo
el saber y poder que el hombre ha adquirido, para dominar las fuerzas de
la naturaleza y apoderarse de sus bienes para satisfacción de las
necesidades humanas; por otra parte, todas las instituciones que son
necesarias para regular las relaciones de los hombres entre sí,
particularmente la repartición de los bienes alcanzables”11. El dominio de
la naturaleza y la organización de la vida social, en lo que consiste la
elevación sobre la animalidad, son posibles para el hombre por su
capacidad de poner al servicio de la vida la misma tendencia a la muerte.
Esto es posible, porque la vida y la muerte son, en el hombre, sucesos
psíquicos y no meros aconteceres “naturales”. Es decir, el principio vital
(psique) en el hombre es, precisamente, la posibilidad de cultura (lucha
de eros y thánatos, triunfo de eros mediante la internalización de thánatos
utilizado como “sentimiento de culpa”). Sin embargo, y precisamente por
eso, dado que la cultura tiene una analogía muy clara con la posibilidad
de la neurosis (en última instancia una destrucción de sí mismo y de los
otros) concluye Freud con un fuerte recurso al beneficio de la duda: “una
valoración de la cultura humana, por los más diversos motivos, está para
mí, lejos. He tratado, más bien, de mantener lejos de mí el entusiasmado
prejuicio de que nuestra cultura sea lo más valioso que nosotros
poseemos y podemos adquirir, y que su camino nos conducirá
necesariamente a la cultura de una insospechada plenitud”12. Es el
carácter “ambiguo”de la cultura el que queremos remarcar, para nuestro
propio debate, a partir de la reflexión de Freud. A su luz, parece
ciertamente ingenuo (ilusorio, diría Freud) el entusiasmo de Herder
cuando define la cultura como “Emporbildung zur Humanitat”
(formación elevada hacia la humanidad)13La cultura exige sacrificio, y no
9
S. Freud, Das Unbehagen in der Kultur. Studienausgabe, Frankfurt, Fisher, 1974, Bd. IX. S 260.
10
s. Freud, ob. Cit. passim. Cfr. P. Ricoeur, Freud, una interpretación de la cultura, México, Siglo XXI,
1970.
11
S. Freud, Diez Zukunft einer Illusion. Studienausgabe, ob. Cit. S.139-140.
12
S. Freud, Das Unbehagen in der Kultur, ob. Cit. S 269
13
Citado por H.G.Gadamer, Wahrheit und Methode. Túbingen, Mohr, 1972 (3ra.), S.7
todos los hombres están dispuestos al sacrificio, o saben hacerlo sin caer
en su autodestrucción. ¿Cuál es el límite entre desarrollo cultural y
masoquismo? La posibilidad de transformar la muerte natural en vida
psíquica es también la posibilidad de convertirla en suicidio. ¿Qué podrá
asegurar la diferencia? Esta conflictividad esencial del concepto de
cultura, descalifica que busquemos la solución por el lado mismo de la
cultura. ¿Encierra simplemente una alternativa la idea de cultura, vida o
muerte, o incluye una positiva orientación para la elección?. El problema
de fondo radica, nos parece, en preguntarse si los sujetos de la cultura
(los pueblos) son simplemente el resultado de un pacto entre el instinto
de vida y el instinto de muerte operando en los individuos, o es una
experiencia originaria, irreductible a la ambigüedad del conflicto entre
eros y thánatos. Nuevamente, la pregunta es si el buscar un “más acá de
la cultura”, en este caso el conflicto originario de vida y muerte, es el
camino correcto. A la luz de nuestra alternativa inicial, el camino de
Freud parece desviarnos del carácter histórico de la crisis. Tanto una
“supracultura” como un “diálogo de las culturas diferentes” dejan abierta
la pregunta por el carácter esencialmente conflictivo de la noción misma
de la cultura. No es posible superar históricamente el conflicto que
subyace en el origen mismo de la historia. ¿Entonces, qué?. No nos
queda otro camino que debatir el sentido mismo de la noción de cultura.
Finalmente, traigamos al debate el concepto habitualmente
manejado en ciencias sociales. L. Kroeber y C. Kluckhom, tratando de
recoger numerosos aportes, llegaron a esta definición de cultura: “la
cultura consiste en pautas, explícitas e implícitas, de comportamiento,
adquiridas y transmitidas por símbolos, constituyendo la realización
distintiva de grupos humanos, e incluyendo su incorporación en
artefactos; el núcleo esencial de la cultura consiste en ideas tradicionales
(esto es, transmitidas y seleccionadas históricamente) especialmente en
sus valores anejos: los sistemas culturales deben, por una parte ser
considerados como productos de la acción, y, por la otra, como elementos
condicionantes respecto de acciones ulteriores”14. Podríamos agregar la
más resumida de B. Malinowski: “La cultura es el conjunto integral
constituido por los utensilios y bienes de los consumidores, por el cuerpo
de normas que rige los diversos grupos sociales, por las ideas y
artesanías, creencias y costumbres”15. Estas definiciones, que en lo
esencial parecen coincidir con la descriptiva de Freud citada más arriba,
aparentemente excluyen el debate filosófico, ya que solamente sugieren
un tipo de definición “operativa” más o menos adecuada para el análisis
científico de las culturas16. Sin negar la legitimidad en estas definiciones
adecuadas en el nivel epistemológico de las ciencias sociales, debemos
sin embargo, mostrar su cuestionabilidad de un nivel filosófico de la
reflexión. Lo esencial, aquí, radica en mostrar a la cultura como la
identidad observable de un grupo social, que posibilita y explica su
comportamiento. Aparentemente hay en esta comprensión una
14
Citado por Sánchez Aixcorbe en El desacuerdo cultural sobre las formas de racionalidad y la crisis
política argentina, ponencia inédita presentada en el encuentro sobre “Racionalidad técnica y cultura
latinoamericana”, Santiago de Chile, julio 1981, p. 8.
15
B. Malinowski, Una teoría científica de la cultura, Bs. As., Sudamericna, 1978, p. 49
16
Sobre la definción operativa cfr. J. Ullmo, Los conceptos físicos, en Tratado de lógica y conocimiento
científico dirigido por J. Piaget, Tomo IV, Piados, 1979, pp. 35-51.
neutralización axiológica17: cualesquieran sean los rasgos cualitativos de
esta identidad, lo que importa, para definir la cultura, es que funcione
como identidad observable de un grupo social. Es lo que podríamos
llamar una definición “objetiva” de la cultura (en oposición a las
anteriores, que insistían más bien en la subjetividad cultural). Este
planteo tiende a disolver la irreductibildad de los sujetos culturales (los
pueblos) en el sistema de los comportamientos (incluyendo medios,
instituciones, valores). Una pretendida identidad cultural que se afirme al
margen del sistema18 de normas vigente objetivamente parece condenada
al fracaso total. Más aún, es contradictorio en la noción misma. ¿Qué
pasa cuando la objetividad social (o identidad observable) no es la
experiencia de un sujeto cultural determinado, sino la expansión de otro,
con suficiente poder como para determinar el tipo de normas de
comportamiento? O los diferentes pueblos aceptan comprender su
identidad desde el sistema normativo que se impone objetivamente, o
desaparecen como posibilidad de identidad cultural. Es necesario, sin
embargo, discutir la noción misma de identidad cultural, lo cual supone
que tengamos que definir fenomenológicamente (y no sólo
empíricamente) al sujeto de la cultura19.
Recojamos los elementos que califican la importancia de un
debate filosófico sobre la noción de cultura: historicidad y reflexividad
del concepto de cultura, bajo la sospecha de que sea un producto
ejemplar de la racionalidad moderna europea (Heidegger); naturalidad y
sistematicidad estructural del concepto de cultura, que sospecha entonces
del posible etnocentrismo en su comprensión (Lévi-Strauss);
ambigüedad conflictiva esencial de la noción de cultura, que sospecha
entonces de la ilusión de una visión optimista del desarrollo cultural
(Freud); naturalidad axiológica del sistema que define la cultura, que
sospecha de toda afirmación de la identidad cultural que no sea
observable empíricamente (ciencias sociales). Ataque a la trascendencia
ontológica o a la inmanencia natural, al principio de realidad o al
principio de verificabilidad. En todo caso, necesidad impostergable de un
esclarecimiento del concepto de cultura, que nos permita abordar mejor
la crisis histórica de la presente etapa de “desarrollo cultural”.

El NÚCLEO DEL PROBLEMA:


DOS MODOS DE PENSAR LA CULTURA

Desde un punto de vista filosófico lo que nos parece estar en


cuestión, en relación con la noción de cultura, es la posibilidad de afirmar
una subjetividad cultural, y, por lo mismo, el reconocimiento de una
originariedad irreductible en la experiencia cultural. La cultura parece
ser, en el contexto de las oposiciones ya citadas, una experiencia
secundaria, derivada, donde el sentido originario de la experiencia
humana es olvidado, ocultado, disfrazado, resistido.
17
Nos referimos a la conocida tesis de Max Weber.
18
Sobre la importancia de la noción de sistema para el análisis social cfr N. Luhmann, Moderne
Systemtheorien als Froms gesamtgesellshaftlicher Analyse, en Habermas-Luhmann: Therorie des
Gesselleschaft oder Sozialtechnologie, Frankfurt, Suhrkamp, 1971, pp 7-24
19
Justamente la fenomenología nos permite llevar al campo de la subjetividad lo que las ciencias
empíricas necesariamente trabajan desde al “objetividad”
Olvidado, porque la cultura, producto de la “época de la imagen
del mundo” (los tiempos modernos), pretende limitar el sentido y el
acontecer a todo lo que el hombre “hace”, impidiendo de esta forma
comprender lo que en el hombre “acontece”: ser ahí, destinatario de una
historia (Geschichte), que no comienza en él, pero que le acontece como
apropiación (Er-eignis, acontecimiento-apropiación) y al mismo tiempo
sustracción (Ent-eignis). No sólo no coinciden la cultura y la historia del
ser (Seinsgeschichte) sino que la primera se afirma a expensas de la
segunda, como un “olvido de la diferencia” (ontológica), en la que
consiste lo fundamental y original de la experiencia humana como ex –
sistencia. En su lugar, se da una correlativa afirmación de la “voluntad de
poder”, como modo de interpretar el ser del hombre, sin diferencia ni
trascendencia.
Ocultado, porque la cultura, producto de un etnocentrismo
civilizatorio (el racionalismo occidental), pretende encerrar el sentido de
la experiencia humana en la afirmación de una diferenciación radical con
la naturaleza, en última instancia en la posesión de un cogito (conciencia,
autosuficiente), impidiendo de este modo comprender la integración con
la naturaleza, que permitiría ver el “acontecimiento” simplemente como
revelación, en las oposiciones y diferencias de una estructura:
simplemente se oculta que el espíritu sea “cosa”, y que tanto en la
estrategia de lo sensible (pensamiento salvaje) como de lo inteligible
(pensamiento culto, racional, científico), se revela una misma
operatividad o lógica. No sólo no coinciden la cultura y esta estructura
cósica del espíritu, sino que la primera se afirma ocultando la segunda,
ocultando la naturalidad (que es el espíritu, antes de ser “cogito”) y
pretendiendo afirmar una centralidad monopólica de lo humano racional,
al no querer aceptar que lo inteligible es diferencia y oposición con lo
sensible, y que esta diferencia revela cualidades o propiedades comunes
al espíritu, que es cosa y naturaleza.
Disfrazado, porque la cultura, producto de una milenaria ilusión
de la humanidad, disimula la presencia de un implacable instinto de
muerte, cuya formulación social es la ya vieja sentencia de Hobbes:
homo homini lupus (el hombre es el lobo para el hombre). La historia de
la cultura coincide ahora con la historia de este disfraz: es la historia del
complejo de Edipo, donde el narcisismo libidinoso debe mediar su
satisfacción por la aceptación de su rival. Es cierto que la cultura permite
afirmar el triunfo de la vida sobre la muerte, pero esta es la vida ya herida
en su narcisismo, y discernir la gravedad de esa herida es tarea difícil. La
cultura crea una “ilusión” de subjetividad, el “yo”, donde en realidad se
disfraza un difícil equilibrio (o desequilibrio) en la lucha conflictiva de
los instintos de vida y de muerte. Esta ilusión de un sujeto disfraza la
presencia de lo “otro”, que realmente define lo humano.
Resistido, finalmente, porque la cultura, material fruto de una
actividad sintetizadora de la razón científica, es utilizada como arma de
impenetrabilidad del espíritu racional, y como resistencia al desarrollo,
negándose a entrar en una universalidad controlada por la subjetividad
científica, desconociendo así las verdaderas necesidades que la fundan,
las leyes que la rigen, las etapas que debe recorrer. La historia de la
cultura es medida ahora por la historia de la ciencia. La insistencia en la
afirmación de una pretendida subjetividad cultural (distinta de la
subjetividad científica) coincide, entonces, con la resistencia a entrar en
la “era científica” y, mucho más, en la “era tecnotrónica”. Es un simple
resabio de la “primera ola”, la de las revoluciones agrícolas, que
desconocen todavía el sujeto sistémico que sostiene la revolución
industrial y la revolución post- o supraindustrial20.
La historia del ser, la estructura del espíritu-cosa, la realización
del deseo, el desarrollo de la ciencia y de la técnica, todo parece mostrar
la cuestionabilidad de una subjetividad cultural, al menos en cuanto
punto de partida irreductible de la experiencia humana. Esto implica no
sólo una profunda crisis de la autosuficiencia del cogito, en una especie
de “segunda revolución copernicana”21, sino también – y sobre todo- una
profunda crisis de autonomía de los pueblos, en una especie de “segunda
revolución ptoloméica”22. Justamente aquí radica lo esencial de un debate
filosófico sobre la cultura: en la crisis de los dos modos posibles de
afirmar la subjetividad cultural, o como individuo que, en cuanto “yo-
pienso”, se eleva a la universalidad lógica de la ciencia, o como pueblo
que, en cuanto nosotros-estamos, se eleva a la universalidad ética de la
sabiduría. Queremos proponer lo esencial de estos dos modos de concebir
la subjetividad cultural, en una exposición fenomenológica que respete su
pretensión de ser experiencias originarias de una subjetividad cultural,
para poder entonces evaluar la crisis de la noción mima de cultura,
desgajar luego el verdadero punto crítico del desafío contemporáneo, que
permita situar en su justo lugar la alternativa planteada al inicio,
mostrando un posible sofisma en su formulación, que oculta la verdadera
alternativa civilizatoria.
Quisiéramos que se nos entienda. La crisis actual del concepto de
cultura es la crisis contemporánea del concepto de sujeto. Pero es
justamente aquí donde radica el posible “sofisma” y, en todo caso, donde
queremos centrar nuestra reflexión. Porque que la subjetividad esté en
crisis no significa necesariamente que debamos dejar de pensar en
términos de “sujetos” (sería el efecto de la “segunda revolución
copernicana”) bajo la excusa de que entonces olvidaríamos,
esconderíamos disfrazaríamos o resistiríamos la presencia de lo otro-que-
la-subjetividad, llámese “ser” o “estructura”, “deseo” o “poder”.
También existe la posibilidad de pensar la subjetividad desde otro
modelo “lógico” y desde otra raigalidad “fenomenológica”. La
proclamada “muerte del sujeto”, ¿es, en realidad, necesariamente idéntica
a una “muerte del hombre”? ¿La inserción del “cogito” en el “ser”, o la
desestructuración del “ego” en el “ello”, son idénticas a una
imposibilidad de afirmar una identidad subjetiva? ¿No es realmente
equívoco declarar a partir de aquí la crisis de la subjetividad (y entonces,
unilateral la visión de la crisis de la cultura)? ¿No es posible concebir la
identidad cultural desde otra fenomenología?. Es esto lo que queremos
presentar. Dividiremos en dos las formas posibles de concebir la
identidad: el modelo conceptual (al cual corresponde
20
Cfr por ejemplo los trabajo de D. Bell, The Winding Pasaje, Cambridge, Massachussets. ABT, 1980
21
“El símbolo da que pensar que el cogito está en el interior del ser y no a la inversa; la segunda
ingenuidad sería así una segunda revolución copernicana”. P. Ricoeur, Finitude et culpabilité, II La
symbolique du Mal, París, Aubier, p 331
22
En el sentido de una afirmación etnocéntrica
fenomenológicamente la afirmación del “yo” como originario), y el
modelo simbólico (al cual corresponde fenomenológicamente la
afirmación del “nosotros” como originario). Hay, así dos lógicas en juego
(presidiendo la actividad cultural), dos modos de describir su punto de
partida fenomenológico y dos modelos de concebir la búsqueda de la
identidad que caracteriza a la cultura.
Nuestra tesis fundamental es la siguiente: el concepto de cultura
que está en crisis es el que concibe la subjetividad desde el modelo yoico
(en última instancia: la individualidad). La insuficiencia de este concepto
es manifiesta para la conciencia científica contemporánea, pero –
curiosamente- no la contrapone a otra posible forma de entender la
subjetividad cultural (e incluso de abarcar positivamente la yoica), como
sería el nosotros, sino que se empeña en seguir buscando por el lado de la
no-subjetividad, o de la diferencia, no estructurada como identidad. El
modelo unívoco de identidad hace imposible al pensamiento
contemporáneo atender a las formas posibles de superación de la crisis,
sino es recurriendo a una diferencia desestructurada, abisal,
aparentemente creativa y en última instancia reductiva. No se trata de
oponer a la identidad antropocéntrica, etnocéntrica, narcisista, débil, la
diferencia que descentra al hombre, a la cultura, al ego y a la ciencia
misma. Se trata de contraponer dos modos de comprender la identidad.
Uno que respete la diferencia y otro, justamente al habitual en Occidente,
que no la respete.

A. La subjetividad cultural como concepto

Para entender el modelo de cultura queremos atender a tres


puntos: la lógica subyacente, que señala el tipo de “discurso”, el
movimiento en su configuración más abstracta; la manera de comprender
la experiencia, que señala el modelo “de historia”, el movimiento en su
realización concreta; y, finalmente, el mundo ya dado, que indica el
“horizonte” donde el discurso se significa y la experiencia encuentra su
punto de partida. En algún sentido, se podría decir que la comprensión de
la cultura está dependiendo del modo de entender la “subjetividad” (o el
agente), la “objetividad” (o la materia) y la “relación” (o la experiencia).
La cultura es, pues, lo que un sujeto logra al relacionarse con un objeto.
Lo que nosotros sostenemos es que lo determinante es la manera de
concebir la lógica o discurso o palabra. Hegel, al comienzo del tercer
libro de la lógica, lo dice con claridad: “El concepto, en tanto en cuanto
se extiende a una tal existencia, que es libre, no es otra cosa que el yo o
la pura autoconciencia. Yo tengo ciertamente conceptos, es decir,
determinados conceptos; pero el yo es el puro concepto mismo, que en
cuanto concepto llega a la existencia 23. es decir, el “yo”, forma
privilegiada de entender la subjetividad cultural, no es sino la existencia
del concepto, es decir, lo que un concepto es en su “abstracción” (o puro
elemento) el yo lo es en su “existencia”. El yo, podemos decir, es el ”ahí-
del-concepto”. Pero así como el “concepto” tiene sus momentos
diferenciados (su “lógica” o discurso) en la inmediatez del “ser” y en la
23
G. Hegel, Wissenschaft der Logik, Drittres Buch, p 220; citamos por la edición alemana de Meiner,
Hamburgo, 1979.
mediación de la esencia”, así también el “yo” tiene su diferenciación en
la inmediatez de la “naturaleza” y en la mediación de la “historia”.
Justamente, la “experiencia” consiste en la historia de la negación (o
mediación) de la inmediatez de la naturaleza, es decir, en el surgimiento
del Espíritu, que es –en realidad- el nombre adecuado de la subjetividad
cultural. El yo realizado: “la cultura consiste, desde este punto de vista,
mirada desde el individuo, en que éste se apropia de lo que tiene delante,
asimila su naturaleza inorgánica y se la posesiona. Y esto, desde el lado
del espíritu universal como sustancia no es otra cosa que el darse para sí
una autoconciencia, el producir su devenir y su reflexión en sí mismo” 24.
La cultura es, simplemente, espiritualización de la naturaleza, liberando
al concepto de la exterioridad y necesidad que él mismo se ha dado en el
espacio y el tiempo25. Justamente esta comprensión hace inteligible por
qué los momentos privilegiados de la “cultura” son el arte, la religión y la
filosofía (“momentos” del saber absoluto o del espíritu absoluto). Es que
en el arte se da la espiritualización de la naturaleza en la inmediatez de la
intuición (y de una exterioridad o materia), en la religión en la mediación
de la representación (y de una interioridad u objetividad), en la filosofía
en la absolutez del concepto (de una autoconciencia como retorno
absoluto desde la exterioridad diferenciada hacia sí mismo).
Si la realización cultural es la espiritualización de la naturaleza en
la historia, su plenitud es siempre la superación (o negación dialéctica) de
la misma historia, tal como la realiza el arte, la religión y la filosofía.
Nótese que la actividad científica en el sentido moderno de la palabra, es
simplemente un “momento” de la historia del espíritu, pero no
ciertamente su núcleo central. Quizás sí en el sentido que la ciencia
moderna, en la comprensión de Hegel, descubre un sujeto productor de
racionalidad, capaz entonces de poner “espíritu” en la “naturaleza”, pero
incapaz de poder retornar a una identidad desde esta posición. El retorno
es siempre desde una subjetividad asimiladora de racionalidad ya dada, la
subjetividad política en el más amplio sentido de la palabra: en su
inmediatez, como eticidad, en su reflexividad como individuos morales,
en su absolutez como estados organizados. La ciencia, o la razón
científica, es, en este enfoque, el espíritu “subjetivo”, la política, o la
racionalidad política, es, en cambio, el espíritu “objetivo”. Sólo el arte, la
religión y la filosofía son el espíritu “absoluto”. Evidentemente que en
este enfoque de la cultura el gran problema es adecuar la racionalidad
política a la científica, y por eso, sólo una concepción moderna del estado
puede dar una síntesis vital y creativa con la concepción moderna de la
ciencia. A su vez, sólo una concepción moderna del arte, la religión y la
filosofía pueden dar cuenta de esta síntesis. Cualquier desfasaje entre la
racionalidad científica y la racionalidad política es signo de una profunda
crisis cultural, que se manifiesta, fundamentalmente, en la marginación
en que quedan el arte, la religión y la filosofía, que en cuanto formas de
la autoconciencia en lo absoluto quedan enfrentadas a la finitud del
conflicto cultural – que entonces le es extraño- y no lo pueden expresar
(sólo pueden expresar su síntesis). La crisis, entonces, es una crisis de la
subjetividad científica, de la subjetividad política y de la subjetividad
24
G. Hegel, Phanomenologie des Geistes, Vorrede, p 27, citamos por la edición Meiner, Hamburgo, 1972
25
Cfr Hegel, Ph G, ob, cit, cap VI: B. Der sich enfremdete Geist; die Bildung
“absoluta” (la del arte, la religión y la filosofía). Pero, en el fondo, es la
crisis de la idea misma de una subjetividad modelada sobre el “yo”, es
decir, sobre una identidad absoluta porque se mantiene en la diferencia
(que es, entonces y solamente, autodiferenciarse). La razón moderna no
es sino el “yo” que sabe que la “naturaleza” no es lo otro sino el sí mismo
producto de su libertad. El estado moderno no es sino el “yo” que sabe
que la “ley” no es lo otro, sino el sí mismo producto de su soberanía. El
arte moderno no es sino el “yo” que sabe que la “exterioridad” no es lo
otro sino el sí mismo producto de su expresión. La religión moderna no
es sino el “yo” que sabe que la “interioridad” no es lo otro sino el sí
mismo producto de su manifestación. La filosofía moderna no es sino el
“yo” que sabe que lo “absoluto” no es lo otro, sino el sí mismo que se
sabe a si mismo, es decir, autoconciencia.
La crisis de este concepto de cultura es, pues, una crisis de
identidad y una necesidad de acudir a la diferencia, tanto a la ontológica,
como a la estructural, como la inconsciente, como la sistémica. Es
desmentir la pretendida identidad del sujeto cultural, en cuanto identidad
adecuada completamente, donde la diferencia es sólo autodiferenciarse.
Es recuperar la diferencia no reducible a la identidad del cogito, sea
como “ser”, como “sintaxis”, como “deseo”, como “poder”.
La racionalidad científica puede modelarse desde el “yo”, pero
siempre desfasándose de la racionalidad política, o amenazando la
absolutez estética, religiosa o filosófica. Si es la racionalidad política la
que se modela desde el “yo” es la ciencia la que queda seriamente
amenazada en su “libertad” y, a fortiori, también el arte, la religión y la
filosofía. Y si son las esferas absolutas las que se modelan sobre el “yo”
sencillamente no tienen eficacia cultural, porque suponen la “negación”
de la ciencia y la política.
¿Debemos, entonces, concluir que la única forma de salir del
problema es declarando el fin de la cultura, es decir, de la ilusión de una
subjetividad moldeada desde el yo, que en su experiencia no hace sino
autodiferenciarse?. Si queremos afirmar la vigencia de la racionalidad
científica, ¿debemos renunciar a la racionalidad política?. Si queremos
afirmar la vigencia de la racionalidad política ¿debemos renunciar a la
racionalidad científica?. Si queremos afirmar el privilegio cultural del
arte, la religión y la filosofía, ¿estamos condenados a la ineficacia
histórica? ¿Debemos reemplazar la idea de cultura por la de “destino”
(como historia del ser que acontece abisalmente al hombre), o por la idea
del “bricolage” (como ordenamiento casual del material de desuso26) o
por la idea del “retorno de lo reprimido”, o por la idea del “sistema
objetivo”? ¿Es cierto que los sujetos culturales desaparecen, por la
“memoria” del ser olvidado, la manifestación del “pensamiento salvaje”,
la inmediata presencia del deseo disfrazado, el poder incontenible de la
sistematización objetiva?
Denunciar la “hybris” antropocéntrica, la soberbia etnocéntrica, la
ilusión narcisista o la terquedad provincialista es todo un síntoma de una
profunda crisis cultural en cuanto se sospecha la imposibilidad de seguir

26
C. Lévi-Strauss, ob cit, p 35 ss y la nota del traductor donde se dice: “el bricoleur es el que obra sin plan
previo y con medios y procedimientos apartados de los usos tecnológicos normales. No opera con
materias primas, sino ya elaboradas, con fragmentos de obras, con sobras y trozos, como el autor explica”
manteniendo como identidad del pensamiento objetivador, la lógica
científica, la mera conciencia o los derechos de cada pueblo. En una
civilización planetaria los pueblos tienen que desaparecer, o porque les
falta “resolución” para estar a la espera del llamado del ser, o porque ya
no pueden guardar el secreto de su “lógica” o porque no pueden ya
“fantasear” con el padre (o conductor) omnipotente, o porque son
impotentes ante el sistema de oposiciones y diferencias que exige la
sumisión de todo elemento a los fines del propio sistema.
Pero esta crisis, pérdida de la subjetividad (porque el yo ya no
resiste) ¿es en realidad la crisis de toda forma posible de concebir la
subjetividad cultural? Lo que nosotros creemos es que bajo el nombre de
una crisis de la subjetividad cultural de la imposibilidad de afirmar un
sujeto cultural, lo que en realidad se esconde es la negación de otra
subjetividad, otra manera de concebir el agente cultural, que no sea –
justamente- la antropocéntrica o etnocéntrica, la narcisista o
provincialista.
Es que realmente no es posible para una lógica de la identidad
conceptual y para una fenomenología de la raigalidad yoica (como
desprendimiento de la naturaleza) otra forma de concebir la subjetividad.
Si este sujeto entra en crisis –y esto significa la tan mentada crisis de
valores, instituciones, instrumentos- hay que renunciar a la subjetividad,
como única forma de rescatar lo que en el fondo se construyó: la historia
de un privilegio: el ser destinatarios de la elección originaria, el ser
capaces de descubrir la estructura, el ser capaces de resolver con adultez
el conflicto infantil que engendró la cultura, el ser los dueños del poder
de decisión frente a todas las relaciones que constituyen la trama de la
cultura. En el fondo, declarar el fin de la subjetividad, es ciertamente,
renunciar a sus exageraciones, pero –precisamente- para afirmar su
derechos: ser quienes deciden, incluso, cuál es la diferencia! Si no es
posible ya salvar la “libertad” por la identidad, probemos ahora por la
diferencia, pero siempre es la misma historia: salvar la libertad, el
espíritu, la ciencia, el poder, que la larga historia de la cultura (antropo y
etnocéntrica, narcisista y en el fondo provincialista) ha construido.
Recurrir al destino, la estructura, al inconsciente o al sistema son,
ciertamente, heridas a la subjetividad yoica, que se creía dueña y
disponedora del tiempo, única capaz de conocer, y de gozar y de
producir. No hay aquí, preguntamos, una sutil defensa, sin embargo, de lo
mismo que se pretende negar. ¿No hay, acaso, un querer repetir la historia
del privilegio y el centrismo, de la madurez y de la objetividad, diciendo
ahora y configurando no ya un “sujeto” sino la relación “serena” del ser
en el mundo, o la formalización estructural de la “estrategia” propia del
pensamiento “salvaje”, o las motivaciones más hondas de la conducta, o
las leyes que rigen los sistemas?.
Ante la incontenible afirmación de otras subjetividades como
agentes de la cultura, el recurso a la negación de la subjetividad nos
parece harto sospechoso, cuando hay ya pueblos enteros que reclaman
comida y educación, libertad y posibilidad de consumo, ocurre que esta
subjetividad es “desmedida”, “soberbia”, “narcisista” u “omnipotente”.
Cundo todavía tres cuartas partes de la humanidad sufre hambre, ocurre
que estamos inexorablemente en la etapa postindustrial, cuando los
pueblos quieren consumir, se trata ahora de “prosumir”, cuando los
pueblos quieren “educarse” se trata de informarse y de informemas.
¿Hasta cuándo?
Quiero plantear, justamente ahora, la segunda posibilidad de
entender el concepto de cultura, que se apoya en otra lógica y que se
enraíza en otra fenomenología. Porque el problema no es: frente a la
identidad, la diferencia; frente a la subjetividad, lo otro-que-el-sujeto. El
problema es: o identidad yoica o identidad del nosotros. O identidad
singular o identidad plural. O identidad epistemológica o identidad
sapiencial.

B. La subjetividad cultural como símbolo

La crisis señalada del concepto de cultura se centra en la imposibilidad de


afirmar una subjetividad cultural, una identidad cultural si no es olvidando al ser,
ocultando a la naturaleza, disfrazando al deseo o resistiendo al poder. Es la subjetividad
cultural “moderna”, “etnocéntrica” (europea), “narcisista”, “espiritualista”. Si se quiere
salvar a la civilización hay que pensar en términos más allá de la cultura o más acá.
Debemos rescatar, parece, la diferencia por sobre la identidad, diferencia que historiza
(desmoderniza) la subjetividad cultural, que naturaliza (des-centra) la subjetividad
cultural, erotiza (des-sublima) la subjetividad cultural, que objetiva (des-espritualiza) la
subjetividad cultural. Ante el “ser”, la “naturaleza”, el “deseo” o el “poder” ya no caben
sujetos culturales, al menos, no en cuanto identidad creadora, como privilegiada manera
de comprender al hombre. Es la crisis de la pretendida ecuación entre el sujeto
“moderno”, “etnocéntrico”, “narcisista” y “espiritual” con la subjetividad humana en
cuanto tal. Es demasiado fuerte la presencia de otras subjetividades que entonces
desmienten este monopolio de humanidad. Nuestra preocupación, y tema de este
trabajo, es que ante esta crisis la reacción es declarar el fin del hombre 27, la definitiva
desaparición de las subjetividades culturales y su reemplazo por una “subjetividad” otra
que la del hombre: es la historia del ser (y no del hombre, sino en cuanto destinatario de
su revelación abisal), es la variación diacrónica en la estructura cósica del espíritu (y no
del hombre, sino en cuanto diferencia y oposición que revela progresivamente esta
estructura natural), es la resolución trágica del conflicto con el instinto de muerte que
realiza cada vez el deseo (y no el hombre, que es un frágil resultado de este equilibrio
que se juega a sus espaldas), es la reducción de la complejidad que da poder al sistema
(y no al hombre, sino en cuanto integrado a él comprendiéndolo). Quiero insistir en el
desplazamiento: el problema de la cultura es ahora “objeto” del pensar originario (en
correspondencia con el ser, y no construyendo “entes” u “objetos”), de la antropología
estructural (esa combinatoria categorial, inconsciente del espíritu), del psicoanálisis
aplicado (desde la analogía del trabajo cultural con la elaboración secundaria que se
realiza en el sueño), de una teoría de los sistemas (desde el modelo funcional de la
matematización cibernética). Se logra de esta manera “objetivar” la “subjetividad
cultural”. ¿No es desde aquí, nos preguntamos, desde donde se pretende declarar que
vivimos en una civilización sin fronteras, planetaria, sin agentes culturales determinados
desde una identidad propia?. Y nótese que no queremos llevar la discusión al plano
ideológico (justamente por eso elegimos como “críticos” de la subjetividad cultural
cuatro posturas tan claramente divergentes desde la óptica ideológica). Se trata de un
problema teórico: ¿es posible concebir la subjetividad cultural de otro modo que el
criticado en estas posturas? ¿Es posible concebir el respeto a las diferencias culturales y
27
Cfr por ejemplo M. Foucault, Las palabras y las cosas, Bs. As-México, Siglo XXI
el diálogo universal de las culturas desde otro modelo que el propuesto por la supresión
de los pueblos?. Porque, no nos engañemos: en nombre de la “historia del ser”, o de la
“estructura del espíritu cosa”, o del “trabajo del deseo”, o del “poder de los sistemas” de
lo que se trata es de suprimir el derecho de los pueblos a afirmar su identidad cultural, y
a construir una civilización universal desde el diálogo de estas identidades. Porque la
subjetividad cultural, y es lo que queremos mostrar ahora, no es el “yo que se eleva a la
universalidad” (y entonces aceptamos la crítica a la soberanía antropocéntrica, la ilusión
narcisista y a la impotencia espiritualista), sino el nosotros de cada pueblo, que desde
una experiencia sapiencial originaria (ético-religiosa) se afirma como identidad plural
(es decir, ética: y no –como pretendida identidad yoica universalizada- meramente
epistemológica, que esconde la peligrosa abstracción de la naturaleza humana o de los
sujetos colectivos). Es decir, el verdadero núcleo del problema de la crisis de la cultura
radica en la posibilidad de oponer al concepto yoico (y entonces soberbia e
ilusoriamente universalista) un concepto desde el nosotros, que permita pensar la
alternativa cultural en sus reales términos: los éticos. Porque no se trata de superar los
“centrismos” atendiendo a la diferencia con el ser, o con la naturaleza, o con el deseo o
con el poder. Se trata de respetar las diferencias de los sujetos culturales, es decir, de los
pueblos, e intentar un diálogo en el único horizonte legítimo de una universalidad
humana plena: el ético, es decir, en el horizonte de la justicia. Lo contrario es caer en
una vieja historia: someter a los pueblos a comprenderse desde historias, estructuras,
conflictos o sistemas que no son los suyos. Y sólo así se respeta la diferencia (ética)
porque el nosotros es una identidad que se constituye en la diferencia Y no de la
diferencia, como la identidad yoica).

Pero esto implica un cambio total tanto en la manera de concebir el punto de


partida de la experiencia “cultural” como también su “lógica”. La cultura no empieza
por un desprendimiento de la conciencia, del yo, de la naturaleza. La cultura comienza
por un “arraigo” del nosotros (conciencia sapiencial) en la tierra (que como horizonte
simbólico le permite comprender su identidad ético-religiosa). Desde este arraigo, que
es afectivo y conativo, el nosotros habita la tierra, y desde este habitar la casa instala la
patria, como comunidad de origen y destino28. Esto permite entender la subjetividad
cultural como núcleo ético-religioso de los pueblos, desde donde brota su identidad, y
que constituye la verdadera diferencia absoluta desde donde es posible concebir un
diálogo de las culturas y una universalidad civilizatoria.
A su vez, esto implica también pensar desde otra lógica (es decir, desde otro
modo de comprender el “discurso”, la “palabra”, la “ratio”). No es “el concepto” –cuya
existencia, como dice Hegel, es el “yo”, modelo del movimiento- sino el “símbolo”,
cuya existencia, diríamos, es el “nosotros”. Justamente, el concepto es una identidad
resultado de un movimiento de autodiferenciación: desde la inmediatez indeterminada
del ser mediando la reflexión de la esencia y desembocando en la inmediatez
autodeterminada del concepto. Es el modelo del yo, justamente concebido como
libertad, como autodeterminación, como autonomía. El resultado de esta libertad, idea
absoluta (en el sentido del movimiento lógico explicado) es la creación de un espacio,
una exterioridad: la naturaleza (que es el “ahí” o “exteriorización” de la idea). De aquí
el modelo de cultura: ahora es el espíritu (resultado de la interiorización o retorno de la
idea a sí misma desde la naturaleza, movimiento que comienza con la conciencia) el que
se crea un espacio: la cultura (“segunda naturaleza”) donde se “enajena”, para

28
Estos temas y categorías las hemos expuesto en nuestra obra Fenomenología de la crisis moral, Bs. As.
Castañeda, 1978
recuperarse finalmente como espíritu abosluto29. Esta idea de libertad es el hilo
conductor de la concepción “yoica” (o desde el discurso o lógica conceptual) de la
cultura. Toda diferencia “amenaza” esta libertad mientras no sea comprendida como
necesaria autodiferencia, es decir, como el automovimiento de la identidad absoluta que
supone. Ante el evidente mentís histórico a esta concepción de lalibertad com
o”identidad absoluta” emerge –poniendo en crisis el concepto de cultura que se
conformó desde su modelo –la idea de una “diferencia absoluta”, pensada como
ontológica o estructural o inconsciente o sistemática. Paradójicamente es el “destino”, la
“cosa”, lo “inorgánico”, la “máquina” lo que modela ahora l idea de cultura (o de
anticultura), como un nuevo recurso “astuto”30 para salvar la libertad de una
subjetividad que agoniza, simplemente porque no quiere reconocer su originaria
constitución plural (ético-religiosa). Y se pretende salvarla, porque hay una certeza
(cultural en sentido estricto) que el “ser” (que habla en griego), la “naturaleza” que
habla en latín), el “deseo” (que es el lenguaje del inconsciente) y el “poder” (que habla
desde el lenguaje artificial o formal) son, en última instancia, creaciones de esa libertad.
En cambio el “símbolo” es una identidad plural, una identidad que se constituye en la
diferencia y como referencia (un sentido que remita a otro sentido31). Se trata de una
identidad, que es el movimiento de una diferencia absoluta (el estar, y no el ser) y una
referencia absoluta (la estancia, y no la esencia). El resultado es la justicia símbolo
absoluto) en cuanto respeto a la diferencia en una referencia absoluta. El modelo es,
pues, el del nosotros, concebido como justicia, como referencia absoluta a la diferencia
como experiencia de la alteridad. Si queremos hablar en términos de libertad,
deberíamos decir que se trata de la libertad para y no la libertad-de. Este resultado, de la
justicia (símbolo absoluto en el sentido del movimiento lógico antes explicado) es la
creación de un espacio, de una exterioridad: la tierra (que es el horizonte propio de la
simbolicidad, y que entonces no es meramente el “ahí” de la justicia o del símbolo sino
también el “desde-donde” se sustrae su referencia absoluta). Y de aquí otro posible
modelo de cultura: se trata de los pueblos (como comunidades históricas que
comprenden su identidad desde el núcleo ético-religioso que se les manifiesta en su
experiencia de la tierra como casa y patria) dándose un espacio: la cultura (que no es
una “segunda naturaleza”, sino el cultivo de la tierra, justamente), donde los pueblos se
arraigan para comprenderse finalmente como sabios32. Aquí la idea conductora de la
comprensión de la cultura es pues la justicia, que justifica incluso el ideal de libertad (y
no la libertad que puede violar incluso el ideal de la justicia). La diferencia, cualquiera
que sea, no sólo no amenaza la identidad plural, la idea de justicia, sino que es su
condición de realización, su “ámbito natural”. Esto hace leer la historia desde otra
óptica. No se trata de las configuraciones de la conciencia, que progresivamente se
libera de la alteridad objetiva de la naturaleza para poner su racionalidad y construir la
cultura como el reino de su libertad. Se trata de un diálogo histórico de los ethos
culturales de los pueblos (configuraciones de la conciencia sapiencial de la humanidad),
que progresivamente apuestan a una interpretación de la alteridad simbólica de la

29
Cfr el punto citado más arriba del capítulo sexto de la Fenomenología del espíritu, de Hegel
30
Es Hegel quien acuñó el término “astucia de la razón” para referirse a la razón que se realiza en la
historia a pesar de las aparentes contradicciones. Cfr sus Lecciones sobre la filosofía de la historia.
Recordemos que Homero describe a Ulises como “astuto” y sin duda es la Odisea un claro símbolo
(arquetípico) de la comprensión de la cultura en Occidente.
31
Así define al símbolo P. Ricoeur, cfr, entre otros textos la obra citada sobre Freud, cap primero del libro
primero.
32
Cfr C. Cullen, ob, cit, cap 1
tierra33, para poder fundase desde el sentido dado y construir así la cultura como el reino
de la justicia.
Y entonces comprendemos el sentido de esta meditación. No se trata de suprimir
la subjetividad cultural porque está en crisis su modelo yoico de libertad absoluta, en
aras de una “diferencia”, que permite universalizar desde una aparente “neutralidad”
axiológica (es decir: sin valores y sin dioses) la civilización humana. Se trata, por el
contrario, de denunciar el sofisma que encierra este pensamiento de la crisis de la
subjetividad en el pensamiento contemporáneo. Los pueblos resisten desde su identidad
ético-religiosa, desde su núcleo vital y creador (también cargado de negatividades,
como bien lo señala el documento de Puebla)34. Hay que defender la identidad cultural
de los pueblos, porque, en realidad, es la única forma de poder pensar una civilización
universal, es decir, verdaderamente humana sin más. Porque el desafío es la posibilidad
de realizar la justicia, es decir, el nosotros, que como experiencia originaria desmiente
los derechos tanto de la concepción individualista como de la colectivista, de la
conciente como de la inconsciente, de la elemental como de la estructural, de la
funcional como de la sistemática. Seamos más claros: el sofisma –del cual depende el
futuro “humano” de nuestra civilización- radica en querer oponer el ideal de justicia al
de la libertad. En nombre de la libertad y de todo su cortejo categorial podemos ser
injustos. Siendo justos, en cambio, jamás correremos el riesgo de dejar de ser libres. El
desafío, que obviamente persiste, es lograr que desde la justicia (es decir, desde el
nosotros) seamos capaces de ciencia y técnica, de poder y de eficacia, de gozo y de
disponibilidad. Que seamos capaces de crear, de creer y de pensar. Pero esto supone que
sepamos jugar antes que ganar o perder.

33
Hemos desarrollado estas ideas en dos trabajos: Sabiduría popular y fenomenología presentado en París
en marzo de 1981 en un coloquio organizado por la Thyssen Stiftung: El ethos barroco, ensayo de una
sapiencial, presentado en el coloquio citado en l anota 14, organizado por el Stipendienwerk fur Latein
Amerika, dependiente de Adveniat. Cfr también del autor Ser y estar. Dos horizontes para definir la
cultura, Stromata XXXIV, 1978,pp 43-52, y Fenomenología y sabiduría popular, Stromata XXXV, 1979
pp 213-248
34
Evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, Doc Epis. Puebla, 1979, No. 387.

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