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All content following this page was uploaded by Jaime Moreno Tejada on 23 May 2015.
EL RÍO
DE LA DUDA
por el mato grosso y el amazonas
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isbn: 978-84-96964-90-7
Depósito legal: C 2407-2011
Impresión: Grafiber
1. El comienzo 19
2. El Paraguay, río arriba 49
3. A la caza del jaguar en el Tacuarí 69
4. Las cabeceras del río Paraguay 97
5. Por el río de los Tapires 125
6. A través de la meseta salvaje del Brasil occidental 155
7. En mula a través del territorio nambikwara 183
8. El Río de la Duda 219
9. Por un río desconocido, hacia el bosque ecuatorial 251
10. Al Amazonas y a casa. Resultados
zoológicos y geográficos de la expedición 285
11. Apéndice A. El trabajo del zoólogo y del
geógrafo de campo en América del Sur 303
12. Apéndice B. El equipaje necesario para
viajar a las tierras salvajes de Sudamérica 315
13. Apéndice C. Mi carta del 1 de mayo
al general Lauro Muller 333
Theodore Roosevelt o la aventura
en los albores del siglo XX
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Mapa que muestra el curso principal del recientemente descubierto afluente del Madeira y
la ruta aproximada de la expedición Roosevelt-Rondón.
El recuadro muestra la localización y la extensión del mapa principal.
El drenaje de la región comprendida entre las cabeceras del Paraguay y del alto Madeira
está basado en las observaciones de la expedición del coronel Rondón en 1909. En el
Norte, sólo figuran las zonas exploradas de Canumá, Abacaxis y Maué-assú.
Prefacio
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1. El comienzo
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Theodore Roosevelt
tina y Brasil para dar una charla a ciertos cuerpos letrados de estos
países. Entonces se me ocurrió que, en lugar de hacer el viaje turístico
convencional, por mar alrededor de América del Sur, después de que
terminara mis conferencias iría en dirección norte atravesando el con-
tinente hacia el Valle del Amazonas. Decidí escribir al padre Zahm y
contarle mis intenciones. Antes de hacerlo, sin embargo, deseaba ver a
las autoridades del Museo Americano de Historia Natural, en la ciu-
dad de Nueva York, para preguntar si no les importaría dejarme llevar
a Brasil a un par de sus naturalistas, y que estos hicieran un viaje de
recolección para el museo.
En consecuencia, escribí a Frank Chapman, el curador de ornitología
del museo, y acepté su invitación para almorzar allí un día de primeros
de junio. En dicho almuerzo, además de a varios naturalistas, para mi
sorpresa también encontré al padre Zahm; y tan pronto como le vi le
dije que ahora tenía la intención de hacer el viaje sudamericano. Pare-
cía que él ya había decidido hacerlo por su cuenta, y había de hecho
acudido a ver a Mr. Chapman para saber si este podía recomendarle
a un naturalista para que fuera con él. A Chapman le agradó saber
que queríamos ascender el Paraguay hacia el Valle del Amazonas, ya
que una buena parte del territorio que atravesaríamos no había sido
cubierto por los recolectores. Se reunió con Henry Fairfield Osborn,
el presidente del museo, quien me dijo que estaría encantado de enviar
bajo mi cargo a un par de naturalistas. Estos deberían ser elegidos por
Chapman, con mi aprobación.
Los hombres recomendados por Chapman fueron Messrs. George
K. Cherrie y Leo E. Miller.2 Yo acepté gustosamente. El primero iba
a ocuparse principalmente de la ornitología y el segundo de la mamo-
logía de la expedición; pero uno iba a ayudar al otro. No se podría
haber encontrado a dos hombres mejores para esta clase de viaje.
Ambos eran veteranos de los bosques tropicales americanos. Miller
era un hombre joven, nacido en Indiana, un entusiasta con una buena
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Harper, también nos acompañó. Jacob Sigg, quien había servido tres
años en la Armada de los Estados Unidos, y era a la vez enfermero de
hospital y cocinero, aparte de tener un gusto natural por la aventura,
vino como ayudante personal del padre Zahm. En el sur de Brasil, mi
hijo Kermit se unió a mí. Trabajaba construyendo puentes y, un par
de meses antes, cuando se encontraba sobre una larga viga de acero,
algo fue mal con la grúa, y él junto a la viga cayeron en el lecho rocoso.
Escapó con dos costillas rotas, dos dientes menos y una rodilla par-
cialmente dislocada, pero casi estaba recuperado cuando comenzó su
viaje con nosotros.
En su composición, la nuestra era una típica expedición americana.
Kermit y yo éramos de la vieja casta Revolucionaria, y en nuestras
venas corrían todos y cada uno de los tipos de sangre que existían a
este lado del charco en tiempos coloniales. El padre de Cherrie nació
en Irlanda, y su madre en Escocia; vinieron aquí aún muy jóvenes, y su
padre sirvió durante toda la Guerra Civil en un regimiento de caballe-
ría de Iowa. Su esposa también era de la vieja casta Revolucionaria. El
padre del padre Zahm era un inmigrante alsaciano, y su madre era en
parte de extracción irlandesa y en parte de la antigua casta americana,
un descendiente de una nieta del general Braddock. El padre de Miller
vino de Alemania, y su madre de Francia. El padre y la madre de Fiala
eran ambos de Bohemia, checos, y su padre había servido durante
cuatro años en la Guerra Civil, en el Ejército de la Unión —su esposa
de Tennessee era de la vieja casta Revolucionaria—. Harper nació en
Inglaterra y Sigg en Suiza. En lo que se refiere a credos religiosos, éra-
mos tan variados como lo éramos en orígenes étnicos. El padre Zahm
y Miller eran católicos, Kermit y Harper episcopalianos, Cherrie un
presbiteriano, Fiala un baptista, Sigg un luterano, mientras que yo
pertenecía a la Iglesia Holandesa Reformada.
Por armas los naturalistas se hicieron con escopetas del calibre 12.
Una de las de Cherrie tenía un cañón de rifle acoplado. Las armas
de fuego para el resto del grupo fueron suministradas por Kermit y
yo mismo, incluyendo mi rifle Springfield, los dos Winchesters de
Kermit, un 405 y un 30-40, la escopeta del calibre 12, y otra arma
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del calibre 12, así como un par de pistolas, una Colt y una Smith &
Wesson. Tomamos un par de canoas ligeras en Nueva York, tiendas de
campaña, repelentes de mosquitos, gran cantidad de estameña, inclu-
yendo redes para la cobertura de los sombreros, y tanto catres como
hamacas. También nos hicimos con cuerda y poleas, que demostraron
ser inservibles en nuestro viaje en canoa. Cada uno se equipó con las
ropas que mejor convino. Las mías consistían en khakis3, iguales a
las que había llevado en África, con un par de camisas de franela del
Ejército de Estados Unidos y otro par de camisas de seda, un par de
zapatos con clavos y polainas, y un par de botas de cuero con cordones
que me llegaban hasta casi la rodilla. Los dos naturalistas me dijeron
que era una buena idea tener las botas o las polainas como protección
contra las mordeduras de serpiente, y yo además llevaba guantes con
muñequeras para los mosquitos y jejenes. Nuestra intención era, en la
medida de lo posible, vivir de lo que pudiéramos obtener ocasional-
mente en el viaje, aunque también teníamos raciones de emergencia
del Ejército de Estados Unidos, y noventa latas grandes, cada una con
provisiones de un día para cinco hombres, preparadas por Fiala.
El viaje que yo propuse sólo puede comprenderse si se tiene un
mínimo conocimiento de la topografía de América del Sur. La gran
cadena montañosa de los Andes se extiende a lo largo de toda la costa
occidental, tan cerca del Pacífico que no cuenta con ríos de importan-
cia. Los ríos de Sudamérica desaguan en el Atlántico. El extremo sur,
incluyendo más de la mitad del territorio de la República Argentina,
consiste sobre todo en una llanura fría y abierta. Al norte de esta
planicie, y al este de los Andes, yace el grueso del continente sudame-
ricano, que está incluido en las regiones tropicales y subtropicales. La
mayor parte de este territorio es brasileño. Aparte de algunos lugares
relativamente pequeños que son regados por ríos costeros, la inmensa
región que compone la América tropical y subtropical al este de los
Andes, está bañada por tres grandes sistemas fluviales: el Plata, el
Amazonas y el Orinoco. En sus cabeceras, los sistemas del Amazonas
3. El ejercito de EE.UU. adoptó los khakis (de color caqui) como uniforme militar en los trópi-
cos durante las guerras de Cuba y Filipinas en 1898.
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por una gran distancia. El punto de partida de nuestro viaje iba a ser
Asuncion, en Paraguay, el país.
Mi plan de operaciones exacto era un poco indefinido por necesidad.
Pero al alcanzar Río de Janeiro, el Ministro de Asuntos Exteriores
brasileño, Mr. Lauro Muller, quien había sido tan amable de interesarse
por mi viaje, me informó de que había encargado que en las fuentes del
Paraguay, en el pueblo de Cáceres, se reuniera conmigo un coronel del
Ejército brasileño, un hombre de sangre principalmente india, el coro-
nel Rondón.4 El coronel Rondón ha sido durante un cuarto de siglo el
más importante explorador del interior de Brasil. En esa época estaba
en Manaus, pero sus lugartenientes se encontraban en Cáceres y habían
sido notificados de nuestra llegada.
Y lo que es más, Mr. Lauro Muller —quien no sólo es un funcionario
eficiente sino también un hombre ampliamente cultivado, poseedor de
una cualidad que me recordaba a John Hay5— se ofreció a ayudarme a
hacer un viaje de mucha mayor consecuencia de la que había previsto en
un principio. Había tomado notable interés en la exploración y el desa-
rrollo del interior de Brasil, y creía que mi expedición podía ser usada
para facilitar en el extranjero un mejor conocimiento acerca de la región.
Me dijo que cooperaría conmigo en todo lo posible si yo me tomaba la
molestia de liderar una expedición oficial hacia la porción inexplorada
del Mato Grosso occidental, y si intentaba descender un río que fluía
hacia nadie sabía dónde, aunque los hombres mejor informados creían
que demostraría ser un gran río, completamente desconocido por los
geógrafos. Yo acepté feliz y deseosamente ya que sentía que con tal
ayuda el viaje podría ser de mucho más valor científico, y que un aña-
dido sustancial podría hacerse al conocimiento geográfico de América
del Sur. Así pues, se acordó que el coronel Rondón y algunos asistentes
y científicos se encontraran conmigo en o cerca de Corumbá. Juntos tra-
taríamos de descender el río, cuyas cabeceras ellos ya habían conocido.
Tuve que viajar a través de Brasil, Uruguay, la Argentina y Chile
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durante seis semanas para cumplir con mis obligaciones como con-
ferenciante. Fiala, Cherrie, Miller y Sigg me dejaron en Río y conti-
nuaron hacia Buenos Aires en el mismo barco que todos habíamos
compartido desde Nueva York. Desde Buenos Aires ellos ascendieron
el río Paraguay hasta Corumbá, donde me esperaron. Los dos natura-
listas fueron primero, para hacer toda la recolección de muestras que
fuera posible. Fiala y Sigg viajaron a un ritmo más lento, a cargo del
pesado equipaje.
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más que ninguna otra serpiente del mundo, salvo posiblemente las
cobras. Y como son tan numerosas, representan una fuente perpetua
de temor para los hombres que, vestidos muy ligeramente, trabajan en
los campos y los bosques, o para quienes por cualquier motivo pasan
la noche fuera de casa, a la intemperie.
El veneno de estas serpientes no es en absoluto de calidad uniforme.
Al contrario, las fuerzas naturales —por usar un término que es vago,
pero que también es tan exacto como lo permite nuestro conocimiento
actual— han desarrollado estos colmillos venenosos en dos sentidos
completamente diferentes. Al revés que los vipéridos, los colúbridos
venenosos cuentan con colmillos pequeños, y su veneno, aunque en
general es incluso más mortífero, tiene otros efectos y debe su morta-
lidad a cualidades muy distintas. En la jararaca, una cantidad extraor-
dinaria de veneno amarillo es escupido desde los largos colmillos. Este
veneno es una secreción de grandes glándulas que, entre las viboras,
otorga a la cabeza su peculiar forma de as de espadas. La serpiente
de cascabel despide una mucha menor cantidad de veneno blanco,
pero, calidad a cambio de cantidad, este veneno es bastante más mor-
tífero. Es la gran dosis de veneno inyectada por los largos colmillos
de la jararaca, de la serpiente de cascabel muda y de sus compañeras
sudamericanas, lo que hace de la mordedura un asunto mortal, por lo
común. Además, incluso entre estos dos géneros mellizos de crótalos,
las diferencias en la acción del veneno son lo suficientemente marcadas
como para poder reconocerse con facilidad, y como para precisar un
suero anti-veneno ligeramente distinto en cada caso. Sin embargo, las
cualidades son tan cercanas entre sí que, en la práctica, la diferencia de
usar uno u otro suero no es considerable. En la práctica, pues, el mismo
suero puede ser utilizado para neutralizar el efecto de ambas y, como
veremos más adelante, la serpiente que es inmune a un tipo de veneno
es también inmune al otro.
Pero el efecto del veneno de la colúbrida es totalmente diferente
de, aunque es tan mortífero como, el efecto del veneno de la cascabel
o jararaca. El animal que es inmune a la mordedura de la una, puede
no serlo a la mordedura de la otra. La mordedura de una cobra o
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llega a ser una verdadera plaga. Sería de gran ayuda a las autoridades
de Martinica importar especímenes de musurana a su isla. De igual
manera, la mortalidad por mordedura de serpiente en la India britá-
nica es muy alta. Sería pues positivo que el Gobierno indio siguiera el
ejemplo de Brasil y creara un instituto como aquel del que el doctor
Vital Brazil es responsable.
A primera vista parece extraordinario que las sierpes venenosas,
tan temidas por y tan irresistibles para la mayoría de los animales,
estén indefensas ante las pocas criaturas de las que son presa. Pero la
explicación es fácil. Cualquier animal altamente especializado, cuanto
más especializado esté, será vulnerable una vez que sus características
superiores hayan sido anuladas por un oponente. Este es el caso de las
serpientes más venenosas y temibles. En ellas una especialización alta-
mente peculiar ha sido llevada a su máxima expresión: para el ataque
sólo se sirven de sus largos colmillos ponzoñosos. El resto de posibles
medios de ataque y defensa están atrofiados. Ni aplastan ni rasgan con
sus dientes, y son incapaces de asfixiar con sus cuerpos. Los colmillos
venenosos son finos y delicados, y, salvo por el veneno, la herida que
causan tiene un carácter trivial. En consecuencia, están indefensas ante
cualquier animal que no se vea afectado por el veneno.
Hay varios mamíferos inmunes a la mordedura de serpiente, inclu-
yendo varias especies de erizo, cerdo y mangosta; los otros mamíferos
que las matan lo hacen pisándolas inadvertidamente o sorteando su
ataque y aplastándolas con rapidez; y probablemente éste sea el caso
de la mayoría de las aves come-serpientes. La mangosta es muy veloz,
pero al menos en algunos casos —mencioné uno en Caminos de Caza
Africanos6— se permite a sí misma ser modida por serpientes veneno-
sas, y trata la mordedura con absoluta indiferencia. Deberían realizarse
experimentos para determinar si hay especies de mangosta inmunes
tanto a la cobra como a las víboras. Los erizos, tal y como se ha deter-
minado de forma empírica, ni se inmutan ante el veneno de una víbora,
incluso cuando reciben mordeduras en lugares tan tiernos como la
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de tal manera que la parte inferior, más clara que el resto del cuerpo,
quedó al descubierto. Nunca, ni por un momento, relajó su agarre,
excepto para variar ligeramente la posición de su mandíbula.
En unos pocos minutos la jararaca estaba muerta, su cabeza api-
sonada, aunque el cuerpo continuaba moviéndose en convulsio-
nes. Cuando estuvo segura del deceso de su oponente, la musurana
comenzó a intentar introducirse la cabeza completa en la boca. Este
proceso presentó algunas dificultades por motivo del ángulo con el que
la mandíbula inferior de la jararaca sobresalía. Pero por fin la cabeza
fue ingerida completamente. Tras esto, la musarana procedió de forma
deliberada, a ritmo ininterrumpido, a devorar a su adversaria por el
simple procedimiento de arrastrarse sobre ella. El cuerpo y la cola de
la jararaca se agitaron y resistieron hasta el final. Durante la primera
parte de la ingesta, la musurana detuvo este movimiento al descansar
su propio cuerpo sobre el de su presa. Pero en la segunda mitad de la
ingesta, dejó que la parte del cuerpo que quedaba afuera se agitara a
placer.
La musurana era totalmente indiferente a nuestra presencia, y tam-
bién lo era a cualquier intento de manipulación que hiciéramos, es
decir, mientras aún no había terminado su almuerzo. Varias veces
desplacé a las combatientes al centro de la mesa cuando en la lucha se
habían acercado demasiado al borde. Y cuando los fotógrafos decidie-
ron que no podían sacar buenas instantáneas, sostuve a la musurana en
el aire contra un fondo blanco, mientras engullía a la otra serpiente. Y
a pesar de todo, el festín continuó sin pausa. Nunca antes había visto
una conducta más fría ni más indiferente. La facilidad y certeza con
que dominó a la jararaca —terriblemente venenosa— me llenó de un
sincero respeto y admiración por esta despreocupada serpiente, de
buen carácter y eficiente en extremo, que poco antes había sostenido
entre mis brazos.
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del jaguar y del puma. Merece la pena relatarlas aquí. Los datos sobre
el jaguar no son nuevos (no arrojan ninguna luz sobre el carácter del
animal) aunque son interesantes. Los datos sobre el puma en un dis-
trito de la Patagonia, sin embargo, son de gran interés, porque ofrecen
un lado completamente nuevo de su historia y de su vida.
En ese momento viajaba conmigo el doctor Francisco P. Moreno,
de Buenos Aires.7 El doctor Moreno es en la actualidad un miembro
del Comité de Educación de Argentina, un hombre que ha trabajado
de todas las maneras posibles en el beneficio de su país, quizás espe-
cialmente en el beneficio de los infantes. Me fue presentado como
el “Jacob Riis de la Argentina”, pues todos sabían de mi profunda y
afectiva amistad con Jacob Riis8. También es un eminente hombre de
ciencia, y ha hecho una admirable labor como geólogo y geógrafo. En
una época, en conexión con sus labores como comisionado de fron-
teras en la disputa entre Chile y la Argentina, vivió durante años en
la Patagonia. Fue él quien hizo el extraordinario descubrimiento, en
una cueva patagónica, de los fragmentos todavía frescos de piel y otros
restos del mylodon, el aberrante caballo conocido como onohipidium,
el gran tigre sudamericano y la macrauchenia, todos ellos animales
extintos. Este descubrimiento sirvió para demostrar que algunos de los
extraños representantes de la fauna gigante del Pleistoceno en Sudamé-
rica habían sobrevivido hasta hacía comparativamente poco tiempo, en
general mucho más que la fauna equivalente en otras partes del mundo;
y por lo tanto los datos tendían a contrariar las opiniones del doctor
Ameghino acerca de la extrema edad, geológicamente hablando, de
dicha fauna, así como de la extrema antigüedad del hombre en el con-
tinente americano.
Un día, el doctor Moreno me mostró una copia de la revista The
Outlook, que contenía mi relato acerca de la caza del puma en Arizona.
En dicho relato, según el doctor había advertido, yo afirmaba que no
creía que los pumas atacaran a los hombres por norma, aunque había
7. Francisco Pascasio Moreno (1852-1919). Científico porteño, explorador de la Patagonia.
Fundó la Asociación de Boy Scouts de Argentina.
8. Jacob August Riis (1849-1914). Fotoperiodista y reformador social danés, emigrante en Esta-
dos Unidos, famoso por sus retratos de los bajos fondos de Nueva York.
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escrito también que alguna vez tales ataques ocurrían. Yo le dije que sí,
que había descubierto que los pumas eran inofensivos para el hombre,
y que los indudablemente verídicos ejemplos de ataques a hombres
eran tan excepcionales que podían en la práctica ser desestimados.
Entonces el doctor Moreno me mostró la cicatriz en su rostro y me
confió que él mismo había sido asaltado y herido de gravedad por un
puma, y que este sin duda lo había considerado una presa natural. Es
decir, el puma que atacó al doctor Moreno, en algún momento, había
comenzado una carrera como comedor de hombres. Esto para mí era
sumamente interesante. A menudo, yo había conocido a hombres que
conocían a otros hombres que habían visto a otros hombres quienes
aseguraban haber sido atacados por pumas, pero ésta era la primera
vez que conocía a una víctima en persona. El doctor Moreno, como
ya he dicho, no sólo es un ciudadano eminente, sino que también es
un hombre de ciencia eminente, y su relato de lo ocurrido es sin duda
una declaración precisa de los hechos. Yo la ofrezco tal y como el doc-
tor la dijo, parafraseando una carta que me envió, e incluyendo una
o dos respuestas a preguntas que yo le había presentado. El doctor,
por cierto, me aseguró que había conocido a Mr. Hudson, el autor de
Naturalist on the Plata, y que este último no sabía nada acerca de los
pumas por experiencia personal, y que había aceptado por hechos lo
que no eran sino fábulas descabelladas.9
Es irrefutable, dijo el doctor, que el puma de Sudamérica, como el
de América del Norte, es, por regla general, un animal cobarde que
nunca embiste al hombre, y que además al ser embestido nunca opone
una resistencia eficaz. Los cazadores indios y blancos no le temen en la
mayor parte de la región, ya que su carácter inofensivo es proverbial.
Pero existe un lugar en particular en el sur de la Patagonia donde los
pumas, según el conocimiento personal del doctor, han sido durante
años peligrosos enemigos del hombre. Este curioso cambio local de
hábitos universales no es, recordemos, nada que no tenga precedentes
cuando se trata de animales salvajes. En varias regiones de su hábitat
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natural, tal y como me informó Mr. Lord Smith, el tigre asiático apenas
puede ser forzado a enfrentarse a un ser humano, y nunca lo tiene por
presa, mientras que en la mayor parte de su territorio es una bestia peli-
grosa, y a menudo se convierte en comedora de hombres. Asimismo
hay aguas en las que los tiburones comen hombres por costumbre, y
otras donde ni se les acercan. Y hay ríos y lagos donde los cocodrilos
o los caimanes son muy peligrosos, y otros donde son prácticamente
inofensivos —yo mismo he observado esto en África.
En marzo de 1877 el doctor Moreno, al frente de un equipo de la
Comisión Fronteriza, y con varios indios patagones a caballo, acampó
durante varias semanas junto al lago Viedma, que no había sido visi-
tado por el hombre blanco durante un siglo, y que casi nunca era
transitado por indios. Una mañana, justo antes del amanecer, el doctor
dejó el campamento en dirección a la costa sur del lago, para realizar
un boceto topográfico del mismo. Iba desarmado, pero llevaba una
brújula prismática en un estuche de cuero atado a una correa. Hacía
frío así que se enrolló su poncho de piel de guanaco en el cuello y la
cabeza. Había caminado varios cientos de yardas, cuando un puma,
una hembra, saltó sobre él por detrás y le tiró al suelo. Mientras se
le abalanzaba trató de atraparle la cabeza con una zarpa, a la vez que
le golpeaba con la otra en el hombro. Le laceró la boca y también la
espalda, pero como cayera junto a él, en la escaramuza se separaron
antes de que pudiera morderle. Él se incorporó y se vio forzado a
pensar con rapidez. El puma también recuperó la postura, y ahora
se sentaba sobre las patas traseras, lo mismo que un gato, mirándole,
hasta que se encogió para saltar de nuevo.
En ese momento el doctor se desenrolló el poncho de un latigazo y,
cuando el puma ya se le venía encima, lo abrió al tiempo que golpeaba
al animal en la cabeza con el estuche de la brújula, tomándolo por la
correa. El puma cayó de cabeza en el poncho, lo que indudablemente
le confundió, pues se hizo a un lado y se escondió en un arbusto. A
continuación, procedió a rodearle. El lo siguió con la mirada, y caminó
hacia atrás. El puma lo siguió durante doscientas o trescientas yardas.
Al menos en dos ocasiones más volvió a atacarle, pero cada vez que
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10. Argentine Ornithology: A Descriptive Catalogue of the Birds of the Argentine Republic
(1888).
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11. Teoría evolutiva que rechaza la idea de la “selección natural”, defendida por el darwinismo.
En su lugar, la ortogénesis cree en un mecanismo evolutivo unilineal que explicaría por qué unas
especies se adaptan a su medio y otras se extinguen.