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Ser criollo en la Nueva España

Enrique Florescano
A un cuando étnica, social y culturalmente la Nueva España era en el siglo XVII
una sociedad mestiza, ni en este siglo ni en el siguiente los novohispanos
tuvieron conciencia de serlo. Los individuos que componían esta masa
multiforme de gente mezclada eran un producto biológico y social tan nuevo, y
estaban tan absorbidos en sobrevivir y hacerse un lugar en un mundo
socialmente polarizado entre blancos e indios, que apenas tuvieron fuerzas para
afirmar su propia identidad, pero de manera individual o grupal. De todos los
grupos humanos que en el siglo XVII participaron en la creación de la nueva
configuración social del virreinato, sólo el de los criollos generó las condiciones
para sentirse y actuar como un sector social con identidades, formas de vida y
aspiraciones comunes.
La palabra criollo subrayaba el lugar del nacimiento de la persona y la raza de
sus progenitores: significaba ser nacido en Nueva España de padres españoles
o europeos. Los primeros criollos, por la misma razón de que su posición y su
prestigio se basaban en las hazañas realizadas por sus padres en las nuevas
tierras conquistadas, estaban orgullosos de su ascendencia hispánica. Y como
ya lo habían hecho antes los mismos conquistadores, sus descendientes
agregaron a las hazañas conquistadoras de sus padres títulos imaginarios de
nobleza, afirmando que procedían de familias españolas antiguas, de buenos y
viejos cristianos, o lo que es lo mismo, que eran hidalgos: hijos de alguien que
tenía abolengo y estima social en sus antecedentes. Para estos primeros criollos
tanto su persona como su posición social y económica descansaban en el
prestigio de ser españoles y de ser descendientes de conquistadores.
Este sustento original del ser criollo entró en crisis cuando la corona atacó el
fundamento de su posición económica y social (las encomiendas) e instaló en el
virreinato una burocracia de funcionarios españoles que excluyó a los criollos de
los puestos directivos. A fines del siglo XVI el resentimiento criollo por el continuo
deterioro de su posición social se expresó en coplas y refranes populares, y en
una animosidad acerba contra los gachupines, los españoles que venían a hacer
la América, permanecían unos cuantos años en ella y regresaban a España
enriquecidos. En 1604 el criollo Baltazar Dorantes de Carranza resumió así el
malestar profundo que amargaba el espíritu de sus compatriotas:
Viene de España por la mar salobre
a nuestro mexicano domicilio
un hombre tosco, sin ningún auxilio,
de salud falto y de dinero pobre.
Y luego que caudal y ánimo cobre
le aplican en su bárbaro concilio,
otros como él, de César y Virgilio
le dan coronas de laurel y pobre.
Y el otro, que agujetas y alfileres
vendía por las calles, ya es un conde
en calidad, y en cantidad un fúcar;
Y abomina después del lugar donde
adquirió estimación, gusto y haberes
¡Y tiraba la jábega en San Lúcar!

A esta frustración creada por la contradicción entre las aspiraciones criollas y la


realidad de su época, se sumó un problema de identidad. Los criollos eran
americanos por nacimiento, y desde la segunda o tercera generación lo eran por
destino: su vida y sus aspiraciones sólo podían cumplirse en la tierra donde
habían nacido. Ser criollo se convirtió en un problema de identidad cuando los
criollos tuvieron que presentar las pruebas de que esa tierra que reivindicaban
como derecho de herencia era verdaderamente propia. La conciencia criolla tuvo
un primer momento de afirmación instintiva en el acto de rechazo del gachupín,
pero la conciencia de constituir un grupo social específico, con identidades y
aspiraciones comunes, se formó a través de un proceso más complejo de
progresiva apropiación física, social y cultural de la tierra extraña que se les
había impuesto como destino.
La diferencia más notable entre la colonización española y la inglesa, holandesa
o francesa, es la sorprendente rapidez con que los colonos españoles se
americanizaron. Seguramente porque la colonización de los españoles no sólo
se propuso controlar los productos de las tierras conquistadas, sino transformar
la vida misma de los nativos de México, su acción no se limitó a la administración
de los nuevos territorios: desde el principio implicó conocer las tradiciones y la
historia de los aborígenes, lo cual obligó a los frailes a vivir y actuar en las
mismas poblaciones indígenas. Conquistar y poblar, no únicamente administrar,
fue también la meta de los hombres de Cortés y de las sucesivas oleadas de
colonos españoles. Lo extraordinario fue que el tamaño del territorio, su variedad
ecológica y regional, y su riquísima densidad humana, obligaron a unos cuantos
miles de españoles a dispersarse por toda la tierra y a fundar en ella
explotaciones mineras, haciendas, obrajes y talleres de artesanos, puertos,
poblados y ciudades que transformaron radicalmente esos espacios. Estas
características del poblamiento español hicieron que ya la primera generación
de criollos fuera una generación aindiada, un tipo humano de cultura española
pero fuertemente influido por la alimentación, las costumbres y las formas de
vida indígenas y mestizas. A diferencia de los otros colonizadores europeos que
se asentaron en América, las primeras generaciones de colonos españoles ya
se sentía dueñas de la tierra que poblaban tanto en un sentido material como
cultural, pues nadie más que ellos había creado esa nueva realidad económica
y social que llamaron Nueva España.

Esta primera apropiación de la tierra por las obras y los actos fue seguida de una
apropiación por la conciencia. La lengua, la religión y las ciudades fueron los
principales vehículos de la occidentalización del mundo americano. El español
se hizo lengua americana al convertirse en el vehículo que dio cuenta de los
descubrimientos, conquistas y asentamientos españoles en el Nuevo Mundo. El
Diario de Cristóbal Colón, las Cartas de relación de Hernán Cortés, la Historia
general y natural de las Indias de Gonzálo Fernández de Oviedo, o las crónicas
de los frailes que relataban el asentamiento de una orden y los triunfos de la
nueva fe en una zona indígena, son ejemplos de la nueva escritura que impuso
el conquistador al narrar su expansión sobre los territorios y pueblos americanos.
En todos estos casos el lenguaje acompaña y completa el proceso militar y de
poblamiento, pues nombra, bautiza y le confiere un nuevo significado a la
naturaleza, a los hombres y a las culturas nativas.
El espacio americano perdió sus connotaciones indígenas tan pronto como el
conquistador lo comenzó a redescubrir bajo conceptos geográficos y
cartográficos europeos. Desde que los accidentes del territorio, los mares, ríos,
montañas, lagunas, desiertos, selvas y llanuras fueron bautizados con nombres
europeos e integrados a una idea geográfica y espacial europea, esa geografía
dejó de ser una geografía indígena. Y lo mismo ocurrió con la flora y la fauna,
que al igual que el territorio, fueron objeto de un proceso de descubrimiento,
descripción y comparación con lo europeo que terminó en una nueva
clasificación y nomenclatura que trastocó su espíritu nativo. Así, al nombrar y
rebautizar a la naturaleza americana, el español se fue apropiando del nuevo
medio natural que poblaba, pues al nombrarlo con su propio lenguaje lo volvió
un medio natural descifrado, asimilado y memorizado en términos europeos.
Pero este nuevo lenguaje, a la vez que permitió al poblador español hacer suyo
un medio natural hasta entonces ajeno y desconocido, creó un extrañamiento
entre esa naturaleza y el indígena, a quien en adelante le resultará
incomprensible el lenguaje que la nombra, el sistema que la clasifica y el uso y
la explotación que se imponen sobre ella. Así, este reconocimiento y clasificación
del territorio vino a ser el inventario geográfico, la memoria y el conocimiento
práctico que hicieron de los pobladores españoles hombres en posesión de un
mundo nuevo. Mediante el lenguaje y la escritura convirtieron lo extraño y ajeno
de la naturaleza americana en una naturaleza propia, conocida.
Instrumento de dominación, el lenguaje fue también el primer gran integrador de
los hombres nacidos en México. Del Atlántico al Pacífico, y de las selvas del sur
a las llanuras del norte, por primera vez la mayoría de los habitantes de la tierra
mexicana se comunicó a través de una misma lengua, una lengua que dotó de
significado común al mundo físico, a las acciones humanas y a las creaciones
que resultaban de la interacción del hombre con su medio. Este lenguaje común
le dio unidad a un mundo étnico, social y culturalmente diverso, y a través de
este lenguaje se fue integrando y volviéndose comprensible y entrañable lo
extraño, diferente y único de cada región y grupo social.
La otra fuerza integradora de la contrastante diversidad social de Nueva España
fue la religión. Si el lenguaje operó como un puente que permitía la comunicación
entre diversas etnias, grupos e individuos, la religión fue el cemento que unificó
a esa diversidad social en torno a creencias, valores, conductas y normas
morales compartidas. En menos de un siglo las prácticas y los principios de la
religión católica obraron el milagro de unificar a indios, blancos, negros y
mestizos en un sólo bloque de creyentes. Creyentes de algunas ideas básicas
del cristianismo, aunque practicantes de mil formas de religiosidad, muchas de
ellas no cristianas. Lo asombroso, sin embargo, es que en tan corto tiempo la
religión católica hubiera logrado imponer sus valores y dogmas en el conjunto de
la población. Para estas fechas la gente nacía, entraba a la vida adulta,
celebraba los principales actos de la vida familiar, participaba en las ceremonias
que cohesionaban a la colectividad y abandonaba el mundo de los vivos según
los ritos y creencias de la religión católica. La cultura común de esta sociedad, la
más viva y rica, era una cultura religiosa y cristiana. En el campo como en la
ciudad las ceremonias y las fiestas religiosas normaban las conductas. Todas
las acciones, aun las más profanas y materiales, estaban imbuidas de valores
religiosos. Juegos, fiestas, actividades agrícolas, trabajo, actos políticos,
acontecimientos mundanos o naturales, todo transcurría envuelto en
significados, halos y símbolos religiosos.
En las ciudades esta presencia generalizada de los valores y las prácticas
religiosas fue aún más vigorosa. Las capitales administrativas eran también
capitales religiosas, sedes del obispado y de numerosos conventos de monjas,
asiento de las órdenes religiosas y de los principales colegios y universidades,
cuyos estudios estaban fundados en la filosofía escolástica medieval y en los
dogmas y valores católicos tradicionales. A través de estas instituciones la iglesia
divulgó una visión del mundo profundamente religiosa en todos los sectores de
la sociedad, no sólo porque estas instituciones eran las únicas autorizadas para
transmitir conocimientos y educar a la población, sino porque ellas acapararon
las artes cultas y populares y los instrumentos de difusión del conocimiento: el
libro, la música, la pintura, el teatro la oratoria, la danza, la poesía, la arquitectura
la escultura y las artes menores. Es decir, al mismo tiempo que todas las
actividades culturales funcionaban como intérpretes del sentimiento y de los
ideales religiosos, las instituciones religiosas se convirtieron en monopolizadoras
de todas las creaciones estéticas y espirituales, y por tanto en modelos culturales
para toda la población.
No sorprende entonces que en este campo tan bien cultivado de lo religioso los
criollos crearan los primeros símbolos de su identidad. En esta sociedad en
donde el paso de los años iba consolidando una nueva realidad social criolla y
mestiza que no ponía en cuestión la relación política de subordinación con la
madre patria, pero si reclamaba la afirmación de su existencia y el
reconocimiento de sus derechos a la tierra, los valores religiosos jugaron un
papel fundamental: fueron el cemento que unió a una sociedad dividida,
contrastada y sin identidad. Y como no podía ser de otro modo, los artífices de
esta identidad fueron hombres de iglesia: frailes, sacerdotes, teólogos,
bachilleres y hombres de letras educados en la cultura religiosa de su tiempo.
Desde mediados de siglo XVI hombres de esta formación habían propagado el
culto a la virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac, que en tiempos
prehispánicos había sido lugar de adoración de una deidad indígena, Tonantzin,
nuestra madre, diosa de los mantenimientos. Pero hacia mediados del siglo XVII
este culto híbrido a una virgen española practicado por los indios de los
alrededores de la ciudad de México, y por algunos mestizos y criollos, adquirió
un nuevo sentido: un grupo de religiosos criollos lo transformaron en un símbolo
de la patria criolla. Estos hombres de letras crearon tanto la tradición de las
apariciones de la virgen al indio Juan Diego, que no está registrada en el siglo
XVI, como una nueva y perdurable interpretación de la aparición de la madre de
Dios en tierra mexicana.
En 1648 Miguel Sánchez, un presbítero, teólogo y famoso predicador criollo
publicó un libro donde narró por primera vez las apariciones de la virgen de
Guadalupe al indio Juan Diego y explicó el sentido de este acontecimiento
maravilloso para los nacidos en México. Miguel Sánchez vio en el milagro de la
aparición de la virgen la redención de todos los males que afligían a su patria y
una señal, la señal de un destino privilegiado. Para él la manifestación de la
virgen en la tierra mexicana lavaba la idolatría anterior a la llegada de los
españoles, explicaba el sentido trascendente de la conquista, y en lugar del
horizonte sin esperanza que pesaba sobre los hijos de esta tierra, la aparición
de la virgen convertía a la tierra mexicana en símbolo de orgullo y de optimismo
para los nacidos en México. Dice en su libro: “entiéndase que todos los trabajos,
todas las penas, todos los sinsabores que puede tener México se olvidan y se
remedian… con que aparezca en esta tierra y salga de ella… la semejanza de
Dios, la imagen de Dios, que es María en su Santa Imagen de nuestra mexicana
Guadalupe”. Y de ahí concluye, exaltado, que “la conquista de esta tierra era
porque en ella había de aparecerse María Virgen en su Santa Imagen de
Guadalupe.”
Como lo mostró Francisco de la Maza, estas interpretaciones novedosas sobre
el sentido de la aparición de la virgen son una culminación de ese proceso criollo
de autoafirmación de lo propio y de progresiva separación de España. Al afirmar
que el sentido de la conquista de México no era otro que la aparición de la virgen,
Sánchez devalora automáticamente la epopeya de la conquista que habían
elaborado los españoles, y al mismo tiempo hace de la aparición de Guadalupe
el acontecimiento central de la historia novohispana, precisamente porque este
acontecimiento fundador no tiene nada que ver con España, sino que es
interpretado como un privilegio especial de Dios a los nacidos en México. De
esta manera la aparición de la virgen María de Guadalupe convierte a México en
una nueva Tierra Prometida, en el lugar donde se verificarán las profecías
milagrosas anunciadas en las Escrituras.
El autor declara llanamente el sentido de estas sorprendentes interpretaciones:
“Yo me constituí pintor de aquesta Santa Imagen describiéndola; he puesto el
desvelo posible copiándola; amor de la patria dibujándola”. Al final de su libro
Miguel Sánchez confiesa los motivos que lo llevaron a asumir esa tarea de
dibujante y fundamentador de la aparición de la virgen: “movióme la patria, los
míos, los compañeros, los de este Nuevo Mundo.”
Así, fundados en la cultura religiosa de su tiempo, los criollos del siglo XVII
construyeron un símbolo religioso que a la vez que los separaba de España
volvió un privilegio el ser nacido en Nueva España. Nueva España era una tierra
privilegiada, protegida por Dios. A partir de entonces la Guadalupana será el
emblema orgulloso de la patria criolla, el símbolo de identidad de un grupo hasta
entonces huérfano de prestigios propios, y un puente de unión entre el grupo
criollo y el mundo también desarraigado de los indios y mestizos.
Esta compulsión por identificarse con el suelo en que vivían, esta irrefrenable
necesidad de crear imágenes que representaran o expresaran su vinculación
con el territorio que los albergaba, llevó a los criollos de este siglo a recuperar el
pasado de la tierra india que ocupaban. Pero esta recuperación de la historia se
concentró en el pasado remoto, eludiendo el reconocimiento del indio vivo que
despreciaban.
La Monarquía indiana, obra del franciscano Juan de Torquemada, es un ejemplo
de esta forma desgarrada de recuperar el pasado. En esta gran enciclopedia el
pasado indígena es ascendido a la categoría de una antigüedad clásica
semejante a la romana, aun cuando Torquemada considera a la religión
indígena, al igual que Sahagún, como un producto perverso del demonio. Sin
embargo, para Torquemada la esencia pagana de la cultura indígena fue
redimida por la conquista y la evangelización. Torquemada compara a Hernán
Cortés con Moisés, quien liberó a los hijos de Israel del paganismo, y presenta a
los frailes misioneros como los redentores de la humanidad indígena que había
caído en manos del demonio.
En otros autores de esta época, como fray Agustín de Vetancurt y Carlos de
Sigüenza y Góngora, es notable la decisión de exaltar las bondades de la tierra
americana y de recuperar el pasado prehispánico desconectándolo de sus
herederos vivos. Vetancurt llega a proclamar que el Nuevo Mundo es superior al
Viejo en recursos y bellezas naturales. El erudito Sigüenza colecciona
antigüedades indígenas y rescata códices y restos arqueológicos “por el amor
grande que me ha debido a mi patria.” Y con ocasión de la llegada de un nuevo
virrey tiene la osadía de proponer como ejemplo de gobernantes virtuosos no a
los reyes y héroes de la antigüedad clásica o de España, sino a los antiguos
señores indígenas. Pero esta exaltación del pasado indígena y este orgullo por
recuperar el prestigio de la antigüedad mexicana no incluye al indio vivo, quien
es objeto de una constante devaluación por parte de los mismos autores que
rescatan su pasado.
Los historiadores mestizos, los descendientes de las antiguas familias nobles
indígenas, van aún más lejos. Diego Muñoz Camargo, Juan Bautista Pomar y
Fernando de Alva Ixtlilxóchitl componen obras sobre la antigüedad indígena
basados en los documentos que heredaron de sus antepasados, pero escriben
en español, con ideas y concepciones cristianas del desarrollo histórico,
siguiendo los modelos europeos de la narración histórica y a partir del punto de
vista del conquistador español, no del indígena.
La creación de símbolos religiosos tan arraigados y populares como la virgen de
Guadalupe, la exaltación de las riquezas de la naturaleza americana, el rescate
parcial de la historia antigua, la creación de una arquitectura grandiosa y barroca,
o el pleno dominio del lenguaje como expresión del alma criolla que se da en Sor
Juana Inés de la Cruz, son otras tantas manifestaciones de un fenómeno
complejo y extraordinario: la formación de una conciencia criolla, de una visión
del mundo que funde los valores occidentales con las pulsiones que brotan de
una realidad mestiza, que ya no es ni indígena ni española, sino mexicana. En
suma, en este siglo XVII aflora una nueva forma de expresar el mundo material,
la realidad social, los sentimientos y la espiritualidad a través de valores
occidentales que ya no miran a Europa ni se nutren de ella, sino que expresan y
exaltan realidades propias, mexicanas.

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