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• Publicado en Ciencia Hoy “Metáforas y ciencia” (2003) en Ciencia Hoy, Revista de


Divulgación Científica y Tecnológica de la Asociación Ciencia Hoy, vol. 13, Número 76
(agosto-setiembre), 60-66. Versión al portugués de Lourdes Grzybowski publicada a pedido de
la Fundação CECIERJ Centro de Educação Superior a Distância do Estado do Rio de Janeiro.
http://www.educacaopublica.rj.gov.br/biblioteca/fisica/fisic05a.htm.

Metáforas y Ciencia
Guiomar E. Ciapuscio (Facultad de Filosofía y Letras, UBA – CONICET)

No es en absoluto extraño encontrar metáforas tanto en los textos que comunican temas
científicos como en aquellos que los explican; sin embargo, su empleo en este ámbito
discursivo sigue siendo un tema polémico que, incluso, da lugar a advertencias y
recomendaciones precautorias respecto de sus límites y de sus riesgos (una muestra
nítida la ofrece el reciente artículo titulado “La física del tiempo”, Ciencia Hoy 12, Nro.
71, 2002). Por eso, tal vez valga la pena exponer y analizar algunas líneas de reflexión y
algunas ideas sobre el tema propuestas por la retórica y la lingüística, como también
recordar las posiciones críticas – y muchas veces enconadas – que han sostenido
importantes científicos, desde el nacimiento de la ciencia moderna hasta nuestros días,
respecto de su empleo para la comunicación en ese ámbito.

La metáfora, junto con el resto de las llamadas figuras del lenguaje, ha sido un recurso
tradicionalmente rechazado no solo por los científicos sino también por la literatura
normativa sobre el discurso y los textos de la ciencia. En años recientes, sin embargo, la
actitud hacia la metáfora ha cambiado de manera sustantiva, debido a distintos factores,
entre ellos las nuevas concepciones epistemológicas sobre el quehacer científico, la
influencia de la historia y la sociología de la ciencia y los estudios sobre la retórica
científica. Quisiera mostrar aquí que este cambio apreciativo respecto de la metáfora se
correlaciona con los nuevos modelos y reflexiones de la lingüística cognitiva sobre el
pensamiento metafórico, que han redefinido y revalorizado el recurso. Las dificultades en
aceptar la metáfora como un recurso legítimo de cognición se deben a dos motivos: por
un lado, a un modo inadecuado de entenderla, por el otro lado, a una noción de
racionalidad y objetividad idealizadas respecto de nuestros procesos de conocimiento.
Los modos en que ha sido conceptualizada la metáfora en las distintas corrientes
filosófico-lingüísticas están indisolublemente ligados a cómo se han interpretado los
procesos del conocer humano.

Dado que la literatura especializada sobre el tema es muy amplia y dadas las restricciones
de espacio de un artículo, la presentación de las líneas de reflexión relevantes para mi
propósito es necesariamente parcial y sintética.

La metáfora en la concepción de la retórica clásica

Aristóteles es el creador de la concepción clásica sobre la metáfora, conocida


generalmente como la interpretación comparatista. En la Retórica sostiene que la
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metáfora consiste en la “traslación de un nombre ajeno”; la base de toda relación


metafórica es la analogía, que permite establecer relaciones de correspondencia entre
elementos distintos. La analogía puede basarse en similitudes de la apariencia externa, de
la funcionalidad o del empleo. En otras palabras, la metáfora es un recurso lingüístico que
supone una analogía implícita que el intérprete debe reponer; así, los elementos
relacionados metafóricamente pueden sustituirse entre sí.
Tomemos un ejemplo citado frecuentemente en la literatura: “El hombre es un lobo”.
Este enunciado se interpreta corrientemente mediante la reposición del lazo comparativo
que falta, “el hombre es como un lobo”. De este modo, determinadas características o
atributos “salientes” del definiens (lobo), como ferocidad, agresividad, etc. se trasladan y
se asignan al definiendum (hombre). El efecto de la metáfora es destacar y poner en foco
determinadas características del objeto y simultáneamente, opacar o postergar otras
(como, por ejemplo, la inteligencia, la laboriosidad, etc.). Es bastante usual que un
elemento de la analogía esté ausente; así cuando el poeta habla de las “perlas de su boca”
la analogía implícita es “sus dientes son (como) perlas” – dado el rasgo común
“blancura” - o cuando el biólogo expone sobre el “código genético”, presupone que el
lector repone “el código genético es como un texto”, dado que comparten una propiedad
común, esto es, ambos contienen una “combinación de signos o letras”.

La teoría comparatista inaugurada por Aristóteles impregnó la actividad literaria y


retórico- lingüística ulterior de manera absoluta; la teoría de los tropos o figuras del
lenguaje fue un capítulo central de todo tratado de poética y retórica relevante desde la
Edad Media en adelante. La tradición literaria preservó en gran medida la tesis de la
“traslación” y la “sustitución” y consolidó la concepción de la metáfora como “adorno” u
“ornamento lingüístico” de los textos. En esta tradición la posibilidad de sustitución de un
elemento por otro se explica sobre la base de una analogía semántica preexistente que los
intérpretes deben reconocer. La visión comparatista de la metáfora – y especialmente su
versión clásica, que supone que las semejanzas son preexistentes al sujeto, por lo tanto,
objetivas - armoniza con la filosofía objetivista.

El convencimiento de base en esta tradición es que el mundo está constituido por objetos
que poseen propiedades inherentes e independientes de las personas que interactúan con
ellos; comprendemos y conocemos el mundo en virtud de categorías y conceptos que se
corresponden con esas propiedades inherentes de los objetos. Las palabras de las lenguas
naturales tienen significados fijos que reflejan las categorías y los conceptos mediante los
cuales pensamos; de allí que sea posible – si se evita el lenguaje figurado y las metáforas
– comunicar y hablar objetivamente. Las metáforas y los juegos del lenguaje no tienen
claridad de significado y no se ajustan estrictamente a la realidad.

Pasemos ahora a revisar las actitudes respecto de las lenguas naturales y,


específicamente, de la metáfora en lo que podríamos llamar la concepción tradicional de
la ciencia y del discurso científico.

La metáfora en la concepción tradicional de la ciencia

La concepción tradicional del discurso científico – cuyo punto de origen se ubica en la


Revolución Científica (siglo XVII) - incluye dentro de sus preceptos la proscripción de la
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metáfora, por considerarla un recurso distorsionador, intrínsecamente ambiguo, propio


del campo subjetivo y emocional. Subyace a esta valorización la concepción clásica de la
metáfora como “ornamento lingüístico” y, en última instancia, como mera sustitución de
palabras.

La metáfora y, en general, el conjunto de las “figuras del lenguaje” cultivado por la


retórica, fueron considerados enemigos “naturales” de la ciencia moderna por varios
siglos. La concepción tradicional de la lengua científica que se prolonga – con matices -
hasta muy entrado el siglo XX, como dijimos, tiene sus raíces históricas en los tiempos
de aquella revolución científica, especialmente a partir de la acción de la Royal Society of
London for Improving Natural Knowledge. Esta institución – cuyo lema fue justamente
“Nullius in verba”, expresión latina que, en pintoresca traducción de Peter Medawar
(Premio Nobel de medicina 1960) significa “no creas en la palabra de nadie, y menos que
de nadie, en la de Aristóteles” - propulsó la emancipación de las ciencias naturales
experimentales, denominadas intencionalmente “ciencias reales”, de una posición externa
que habían ocupado en la visión escolástica, hacia su moderno papel como ciencias
líderes. Esta lucha por la imposición de unas ciencias naturales nuevas fue
simultáneamente una lucha lingüística: el deseo de lograr un estilo o, incluso, en los más
entusiastas, una lengua diferente para expresar y comunicar la verdadera ciencia. La
oposición se estableció sobre la base de una dicotomía ya provista por la antigua retórica:
res vs. verba, la cosa versus las palabras. La lengua de la ciencia debía ubicarse de
manera decidida del lado de las cosas, en clara oposición al estilo tradicional, marcado
por la retórica y su visión persuasiva y por ende manipulativa de la lengua.

En general, los científicos de ese tiempo compartían una desconfianza visceral hacia la
capacidad de las lenguas naturales de transmitir fielmente los contenidos científicos. Esa
desconfianza se tradujo en dos actitudes básicas para afrontar el problema: por un lado,
hubo propuestas para crear una lengua nueva y distinta para la ciencia; por el otro, la
visón más moderada propuso una adaptación, un estilo distinto en las lenguas naturales
para la expresión de temas científicos.

La primera actitud fue asumida por voces influyentes como el obispo Wilkins e Isaac
Newton, entre otros; estos autores propusieron la creación de una lengua distinta para la
ciencia, de carácter universal, independiente de las lenguas naturales, en la que las
palabras y las cosas serían congruentes. Estas iniciativas – por lo menos, desopilantes -
fueron ridiculizadas por Jonathan Swift en Los viajes de Gulliver: en esta obra los
profesores de la gran Academia de Lagado trabajan en un plan para abolir por completo
las palabras y propugnan la comunicación por medio de las cosas, que se cargan como
fardos en las espaldas. Y así dice uno de los pasajes más divertidos:

“Muchos de los más sabios y eruditos se adhirieron al nuevo método de


expresarse por medio de cosas; lo que presenta como único inconveniente el de
que cuando un hombre se ocupa en grandes y diversos asuntos se ve obligado, en
proporción, a llevar a espaldas un gran talego de cosas, a menos que pueda pagar
uno o dos robustos criados que le asistan. Yo he visto muchas veces a dos de estos
sabios, casi abrumados por el peso de sus fardos, como van nuestros buhoneros,
encontrarse en la calle, echar la carga a tierra, abrir los talegos y conversar
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durante una hora; y luego, meter los utensilios, ayudarse mutuamente a reasumir
la carga y despedirse.” (Los viajes de Gulliver, Tomo II, cap. V).

La segunda opción, más “realista”, se concentró en la lucha por el llamado “estilo lineal”
(plain style), caracterizado por la imagen de la “transparencia” que expresa la poderosa
dicotomía de base metafórica perspicuitas vs. obscuritas (transparencia vs. oscuridad). El
estilo lineal se define por características como la precisión, la objetividad, la claridad, la
ausencia de subjetividad y de todo elemento emocional. Joseph Gusfield ha ilustrado
certeramente el estilo lineal mediante la metáfora de la vitrina: la lengua científica
debería ser como una vitrina, que deja ver con absoluta claridad los objetos que se
exhiben.

El convencimiento común subyacente a ambas actitudes es la oposición radical a la


retórica tradicional, que John Locke – un representante paradigmático de la “guerra a la
metáfora”- describió como “una mentira perfecta”, debido a su capacidad de incorporar
ideas falsas en la mente sin que se note. La empresa antiretórica de las nuevas ciencias
experimentales tomó como uno de sus caballos de batalla predilectos la oposición a la
metáfora, en tanto representante prototípico de la potencialidad manipuladora de la
lengua.

El rechazo a la metáfora como instrumento de la lengua para la expresión y comunicación


del conocimiento trasciende, por cierto, el tiempo del nacimiento de las ciencias
experimentales y tiene una historia aun más extensa. Lakoff y Johnson, en su libro titulado
Metáforas de la vida cotidiana, vinculan esa actitud con la dominancia del objetivismo en
la cultura occidental y encuentran sus raíces en la influyente obra de Platón quien, como es
sabido, expulsó de su República a la Poética, sobre la base de su falta de afición a la
verdad, su capacidad de despertar emociones y confundir y cegar a los hombres. La
descalificación del recurso fue ardorosamente practicada también por filósofos y
pensadores como Thomas Hobbes y John Locke, cuyos escritos, sin embargo, están plenos
de metáforas. Parece bastante claro que la guerra a la metáfora, en realidad, fue una lucha
más retórica que práctica. Como anécdota interesante podemos recordar que el célebre
poeta romántico Coleridge concurría a las clases de su amigo Humphry Davy, el genial
químico, no solo por su interés en la materia, sino para renovar y enriquecer su repertorio
de metáforas.

La desconfianza hacia las lenguas naturales se prolongó a lo largo de los siglos. El


positivismo y el neopositivismo concibieron y presentaron la ciencia como una
construcción objetiva y puramente racional, sujeta a leyes y reglas de orden lógico-
formal. El instrumento lingüístico continuó siendo considerado un recurso necesario pero
poco confiable, al que era preciso limar y modelar. El neopositivismo vienés de la
primera mitad del siglo XX propugnaba la existencia de un lenguaje observacional y
neutral, al que podrían traducirse todos los enunciados provistos de sentido. Los filósofos
de la ciencia de esta orientación, que dominaron hasta entrados los años sesenta,
postularon la necesidad de un lenguaje científico objetivo, ahistórico, inmutable y válido
universalmente. Se prolongaba así el destierro, al menos enunciativo y formal, de la
metáfora.
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El rechazo a la metáfora en el enfoque tradicional y clásico del discurso científico se


fundamenta, evidentemente, en una concepción epistemológica de la ciencia y del
conocer humano de raíz básicamente objetivista. El quehacer científico es un dar cuenta
casi ascético del mundo externo (la realidad); el instrumento lingüístico debe ser
transparente y en lo posible ni siquiera “notarse”. Pero también puede reconocerse en esta
actitud una concepción de la metáfora como mero “vestido” del pensamiento: en efecto,
para esta posición la metáfora es un recurso ornamental, propio de discursos en los que
predomina lo estético-manipulativo; la metáfora, al vincular por analogía dos ámbitos
necesariamente disímiles, produce ambigüedad, connotaciones innecesarias e
interpretaciones subjetivas, por lo cual no debe tener lugar en los textos de la ciencia.

La metáfora en la lingüística cognitiva: la concepción experiencial

El valor de la metáfora como instrumento de conocimiento fue reconocido incluso por


Aristóteles (“las palabras corrientes comunican solo lo que ya sabemos; solamente por
medio de las metáforas podemos obtener algo nuevo” Retórica, 1410b); sin embargo, ese
poder cognitivo solo ha sido tematizado y profundizado a partir del siglo XX en diversos
escritos filosóficos y lingüísticos, que concibieron la metáfora explícitamente como un
instrumento de conocimiento.

Más recientemente, los estudios de Lakoff y Johnson, en el marco de la lingüística


cognitiva, se han constituido como un indiscutible punto de inflexión en su teoría. La tesis
central de estos autores es que la metáfora es un instrumento del pensamiento y solo en
segunda instancia un recurso lingüístico; para ellos, los procesos del pensamiento humano
son en gran medida metafóricos. La metáfora impregna nuestro conocer y actuar humano;
se trata de un fenómeno que va mucho más allá de palabras o de conceptos aislados: las
metáforas nos permiten entender un dominio de la experiencia en términos de otro. En
casos de metáforas convencionales (cotidianas) como “el tiempo es dinero” o “las
discusiones son guerras" vemos que las definiciones metafóricas se ubican en dominios
básicos de la experiencia como dinero y guerra; subconceptos como “calcular el tiempo” o
“ganar una discusión” se derivan de los conceptos más generales. Los dominios básicos de
la experiencia son totalidades organizadas como Gestalten, esto es, configuraciones, en
forma de dimensiones naturales. Esos dominios son naturales porque son productos de
nuestros cuerpos, de nuestra interrelación con el medio físico, de nuestras interacciones
sociales en el marco cultural que nos es propio. En el caso de “el tiempo es dinero” se trata
de una metáfora convencional de raíz cultural: el tiempo en nuestra cultura (pero no
necesariamente en todas) es concebido y experimentado como un recurso valioso y
limitado; de allí que disponemos de numerosas expresiones vinculadas con esa metáfora
madre “como mi tiempo vale oro”, “me costó varias horas”, “ganar tiempo”, etc.).

A diferencia de la visión objetivista presente en la concepción comparatista de la


metáfora, la concepción experiencial sostiene que el pensamiento metafórico puede ser
creativo: las metáforas originales – basadas en la percepción de nuevas semejanzas –
pueden dar un sentido distinto a la experiencia, esto es, crear coherencia al destacar
algunos rasgos y al ocultar u oscurecer otros y así originar nuevas realidades. Las
metáforas creativas son un instrumento insoslayable no solo de la creación artística sino
también de la actividad científica. Así, en esta concepción la metáfora es primariamente
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una cuestión de pensamiento y de acción; no solo expresa analogías preexistentes, sino


que puede descubrirlas o postularlas. En suma, la teoría experiencial afirma que las
semejanzas relevantes en el hecho metafórico son aquellas que la gente experimenta y,
podríamos subrayar aquí, descubre.

La tesis experiencial de la metáfora y de nuestros procesos del conocer humano se


plantea como una alternativa al objetivismo y al subjetivismo (su cara opuesta). El
mundo, los objetos y sus relaciones ponen límites y condiciones a nuestra percepción
pero nuestro conocimiento está necesariamente mediatizado por nuestro sistema
conceptual, que es, en gran medida, metafórico y, por tanto, imaginativo. La propuesta
experiencial es una síntesis superadora de aquellas dos posiciones en el sentido de que
une razón e imaginación, unión que realiza y consuma de manera paradigmática el
fenómeno metafórico: la razón incluye los procesos del ordenar, categorizar, realizar
inferencias; la imaginación, en una de sus formas más representativas, implica ver un
dominio de objetos en términos de algo distinto, que no es otra cosa que pensamiento
metafórico.

Las metáforas en las nuevas concepciones del discurso científico

La concepción clásica dominante sobre el discurso científico desde el siglo XVII hasta
avanzado el siglo XX, en el sentido de que el instrumento lingüístico constituiría un
obstáculo, fue cuestionada y superada desde hace al menos tres décadas. Actualmente se
acepta que la ciencia es una actividad social, inserta en la comunidad en que se desarrolla
y por ende sometida a condicionamientos e influencias de la misma. Este cambio
epistemológico de base, no sin razón, fue llevado a cabo junto con una modificación
sustancial de las ideas acerca de la lengua y los textos de la ciencia, modificación en la
que han tenido un papel relevante los estudios lingüísticos sobre el discurso científico.

Desde ese campo, Harald Weinrich, un destacado humanista contemporáneo, ha


sostenido que la prohibición o tabú que reza “el científico no emplea metáforas” no es
más que un mito. En realidad, dice, la conclusión razonable de una revisión solo
superficial de las obras capitales de la ciencia moderna es que la ciencia se hace con
metáforas. Recordemos nosotros aquí solo algunos ejemplos elocuentes: el estudio del
campo eléctrico de Maxwell en términos de las propiedades de un fluido imaginariamente
incomprimible; la teoría de las cuerdas en física, según la cual los componentes
fundamentales de la materia no son puntos matemáticos, sino entidades unidimensionales
(líneas) llamadas ‘cuerdas’; la hipótesis de Gaia – nombre de la diosa griega de la tierra -,
formulada por James Lovelok y enriquecida por los trabajos de Lynn Margulis, que
postula que todo el planeta es un único ser vivo que opera como un termostato ajustado,
de manera de preservar la vida en su totalidad; la ya mencionada metáfora lingüística en
la investigación del genoma, cuya formulación esencial consiste en que el ADN de los
organismos es un código – un texto - por descifrar; “el gen egoísta” y el “gen
cooperativo”, potentes metáforas – específicamente personificaciones - de Richard
Dawkins que han llevado a avances notables en la investigación de la biología evolutiva.
En todos los casos, está la base del pensamiento metafórico: se trata de pensar un
dominio en términos de otro distinto.
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Que la ciencia se hace con metáforas puede demostrarse de manera contundente incluso
si nos limitamos a examinar un microfenómeno del discurso científico como las
terminologías científicas, que suelen ser metáforas “endurecidas” de uso tan corriente y
estandarizado que su origen metafórico se ha perdido; lo muestran ejemplos como célula
(término derivado de “celda”, por la similitud que a la luz del microscopio mostraba el
elemento con las celdas de los monjes); onda de luz/magnética/radioeléctrica (por
analogía con las ondas que se producen en las superficies líquidas); fuerza,
originariamente “vigor”, “robustez”, palabra adoptada y precisada semánticamente en
distintas disciplinas de manera particular; por ejemplo, en física, como cualquier acción o
influencia que modifica el estado de reposo o de movimiento de un objeto.

A partir del reconocimiento de estos hechos, recientes estudios sobre la retórica del
discurso científico - en consonancia con la línea de pensamiento representada con vigor
en lingüística por la concepción experiencial - se han explayado sobre el valor heurístico
de las metáforas en la investigación y solución de problemas. Evidentemente, las
ficciones analógicas pueden ser útiles a los científicos para conceptualizar y dar cuenta de
relaciones entre fenómenos en términos nuevos; como lo demuestra profusamente la
historia de la ciencia, el instrumento metafórico evoca asociaciones familiares que
permiten focalizar percepciones de manera técnicamente legítima y heurísticamente fértil.
Estudios centrados en la retórica de la ciencia han destacado su papel en los estadios muy
iniciales de la investigación, funcionando a modo de destellos disparadores de nuevas
vías de pensamiento (si se me permite la metáfora). Pero incluso desde el campo
científico mismo la valoración de la metáfora está experimentando cambios sustanciales.

Evelyn Fox-Keller, bióloga y aguda observadora de la lengua científica, ha demostrado


en diversos trabajos cómo – contra lo que siguen pensando muchos científicos – la
metáfora está presente en el quehacer científico y de qué modo puede llevar nuestros
valores culturales a la práctica científica e incluso servir para motivar líneas rectoras de
investigación y experimentos concretos. La historia de la investigación del proceso de
fertilización lo ilustra con mucha elocuencia; al respecto sostiene Fox-Keller:

“Hasta fechas muy recientes la célula espermática se ha descrito persistentemente


como “activa”, “fuerte” y “autopropulsada”, siendo capaz de “horadar” la cubierta
del óvulo y “penetrar” en el mismo, al cual entrega sus genes, y de activar el
programa de desarrollo. Por el contrario, la célula del óvulo es “transportada” y
“arrastrada” pasivamente a lo largo de la trompa de Falopio hasta que es
“atacada”, “penetrada” y “fertilizada” por el esperma (Martin, pp. 489-490). El
aspecto más destacable es la consistencia de los detalles técnicos que confirman
esta descripción, al menos hasta hace unos pocos años: el trabajo experimental
proporciona unos razonamientos químicos y mecánicos acerca de la movilidad del
esperma, de su adhesión a la membrana celular y de su capacidad para llevar a
cabo la fusión de la membrana. La actividad del óvulo, considerada inexistente no
requiere mecanismo alguno y, por tanto, se presume que no se produce.” (pág. 56-
57). (...) “Hoy día, una metáfora diferente parece que es más útil y claramente
más aceptable: en los libros de texto actuales, la fertilización probablemente se
está impregnando del lenguaje de la igualdad de oportunidades; se define como
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“el proceso en el cual el óvulo y el esperma se encuentran y se fusionan” (Alberts


et. al. The Molecular Biology of the Cell, 1990:868). (pág. 57) “

El cambio de metáfora ha llevado a que la investigación sobre fertilización tome caminos


menos unilaterales.

Debe decirse que si bien el valor cognitivo-creativo de la metáfora encuentra aún


dificultades de aceptación entre las voces más conservadoras sobre el discurso de la
ciencia, siempre ha sido valorado su potencial didáctico-explicativo, aunque
frecuentemente se acompañe de advertencias y llamados de atención acerca de sus límites
y riesgos. Evidentemente, las metáforas pueden emplearse para “hacer retórica” sobre la
investigación; en este caso, el especialista recurre a ellas a causa de sus potencialidades
para la explicación clarificadora; al provocar asociaciones con el mundo cotidiano,
permite la comprensión del contenido conceptual central.

Sin embargo, su valor en la explicación de temas científicos va más allá de lo


estrictamente verbal: cuando comprendemos un texto, además de "decodificar" sus
oraciones y relaciones, construimos en nuestras mentes una imagen mental de lo
comprendido, a la manera de un cuadro. La investigación lingüística sobre procesamiento
de textos ha demostrado que la posibilidad de formación de imágenes favorece no solo la
comprensión sino también la memorización. Normalmente los conceptos científicos, por
su grado de abstracción, impiden la formación de imágenes mentales: la ficción analógica
con objetos o sucesos del mundo cotidiano posibilita que construyamos “imágenes
aproximadas” de esas nociones abstractas.

Por último, cabe decir que existen metáforas especialmente productivas: me refiero a
metáforas creativas concebidas por el especialista para solucionar o producir nuevos
enfoques sobre problemas de su disciplina, metáforas que han sido llamadas heurísticas,
que pueden circular en otros ámbitos menos especializados de la comunicación científica.
Su potencialidad cognitivo-comunicativa les provee multifuncionalidad, es decir, sirven a
distintos propósitos según sus destinatarios y contextos de empleo; permiten la
construcción de interpretaciones y conceptualizaciones adecuadas por parte de distinto
tipo de audiencias.

Un ejemplo muy representativo lo configura la ya mencionada investigación del ADN,


iniciada y profundizada a partir de una metáfora fundacional: “El ADN es un
código/texto (por descifrar)”. Esa metáfora permitió abrir el camino para la investigación
de la estructura molecular de los seres vivos y se convirtió en un poderoso instrumento
cognitivo-accional para avanzar en el campo; el proyecto de investigación multinacional
sobre el genoma humano – el libro de la vida - reposa en última instancia en la
conceptualización del problema sobre la base del campo metafórico de la escritura. Esa
metáfora madre se proyecta, sin embargo, a los textos más divulgativos dirigidos al no-
especialista: evidentemente, la interpretación de la metáfora diferirá en aspectos
sustanciales según los diversos públicos y, también, su funcionalidad. Puede decirse
entonces que la metáfora es un instrumento dúctil, capaz de provocar efectos particulares
según los tipos de audiencia: para un investigador, el pensamiento metafórico puede
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significar un avance en la resolución de un problema e incluso una nueva teoría; para el


público no especialista es un recurso que permite conceptualizar fenómenos abstractos o
excesivamente técnicos mediante asociaciones con objetos o aspectos del mundo
cotidiano.

En resumen, la metáfora constituye un mecanismo de conceptualización de extremada


importancia en el campo de la creación y la comunicación de la ciencia: por su
potencialidad epistemológica para abrir nuevos modos y caminos de pensamiento y
porque al evocar dominios experienciales cotidianos, constituye un recurso efectivo para
la explicación y exposición de contenidos científicos a distintos tipos de audiencias.
Evidentemente, por su característica intrínseca de “iluminar” similitudes y al mismo
tiempo “apagar” las diferencias, las reservas sobre sus alcances y riesgos son justificadas,
aunque sin lugar a dudas el “costo” vale la pena.

Lecturas sugeridas

Dawkins, Richard (2000) Destejiendo el arco iris. Ciencia, ilusión y el deseo de asombro,
Tusquets Editores, Barcelona.

Fox Keller, E. (1996). “El lenguaje de la genética y su influencia en la investigación.”


Quark. Ciencia, Medicina, Comunicación y Cultura 4 (La genética manipulable): 53-63.

Kay, Lily (1999) In the Beginning Was the Word? The Genetic Code and the Book of
Life en: The Science Studies Reader, M. Biagioli (ed.), New York/London, Routledge:
224-233.

Lakoff, G. and M. Johnson (1991). Metáforas de la vida cotidiana. Madrid, Cátedra.

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