%$
gtj
Siguiente
©
rm
wñ
28
COLECCIÓN DIRIGIDA P O R RICARDO DE LA FUENTE
R. de la Riente (ed.)
Historia de la Literatura
Española
28
La Novela del
Siglo XVIII
J . Alvarez Barrientos
EDICIONES JUCAR
© J. Alvarez Barrientos
© Ediciones Júcar 1991
Fernández de los Ríos, 18. 28015 Madrid / Alto Atocha, 7. 33201 Gijón
ISBN: 84-334-8402-8
Depósito Legal: B. 42.442 - 1991
Compuesto en AZ Fotocomposición, S. Coop. Ltda. Oviedo
Impreso en Romanyá/Valls. C/Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona)
Printed in Spain
ÍNDICE
NOTA PREVIA 9
INTRODUCCIÓN 11
1. P a n o r a m a de la novela en E u r o p a e Hispanoa-
mérica 15
2. Cervantes en la historia de la novela 22
3. Romance/Novela. U n a definición 26
EPÍLOGO 389
1. Sobre el realismo en la novela dieciochesca espa-
ñola 389
2. Costumbrismo y novela 396
Final 400
A L G U N O S T E X T O S ILUSTRATIVOS 403
Fragmento de Cornelia Bororquia 403
Fragmento de Maclovia y Federico 407
Prólogo de La filósofa por amor 409
Fragmento de Lecciones de Filosofía Moral y Elo-
cuencia 411
Fragmento de Arte de hablar en prosa y verso 416
PRESENTACIÓN
nuestra historia literaria hacia las fuentes filológicas, para que na-
die pueda decir que no existe una historia de la literatura sino
una historia de los literatos.
Una obra literaria, una obra de arte, es un universo de significa-
ciones, es una «obra abierta»; las lecturas que pueden realizarse
son múltiples, dependiendo mucho de la perspectiva —método—
que se utilice al acercarse a ella. La lectura total es u n a lectura
hipotética, pues se correspondería a la suma de lecturas posibles
o parciales. De aquí la necesidad de que reivindiquemos, también,
un método plural, que nos pueda aproximar a esta lectura ideal,
o que nos permita acceder al estudio del corpus de un autor de
la forma más rentable.
R.F.B.
Baste ya de romances y novelas, que algunos tal vez habrán
juzgado objetos poco dignos de nuestra consideración, pero que
nosotros, después de las fatigas de tantos ilustres escritores, singu-
larmente de Cervantes, de Fenelon, de Richardson, de Rousseau,
los tenemos por u n a parte muy importante de las buenas letras,
para que no sean examinados con alguna atención de los literatos
(J. Andrés, Origen de toda la literatura, IV, 537-538).
así, novelas que en realidad son tan moralizantes como las picares-
cas, se consideran nocivas y sólo se atiende a aquellos autores
que sean ejemplares, aunque no siempre resultan serlo. La literatu-
ra debía deleitar y enseñar, y las novelas eran obras de entreteni-
miento y algunas, como las fantásticas, desaforadas. Los teóricos
del siglo XVII, cuando escriben sobre novela, piensan, naturalmen-
te, en las de caballerías, bizantinas y picarescas.
A finales de ese siglo se puso de m o d a un tipo de publicación
miscelánea que incluía obras teatrales breves, anécdotas, relatos,
poemas, relaciones de comedias, etc. Un tipo de literatura de entre-
tenimiento para llenar el tiempo que, a su vez, incluía textos con
enseñanza moral. E n estas publicaciones se refugiará parte de la
prosa narrativa de finales del XVII y principios del XVIII. Otra parte
considerable la encontraremos en obras ejemplares (cercanas al cos-
tumbrismo) y satíricas. P o r q u e , aunque sea poca la producción
novelística, la demanda sí parece ser grande, a juzgar por la proli-
feración de este tipo de publicaciones que, ya en el siglo XVIII,
seguirán teniendo gran aceptación ampliando su oferta a aquello
que se ha llamado novela popular.
Se podrían ofrecer más razones para explicar este «decaimien-
to», como lo llamó Montesinos. Hablar de años de incertidumbre
política, de cambio de dinastía, de guerras. Pero estas tres posibles
razones, dos de ellas al menos, se dan también en otras épocas
de la historia de España, sin que supongan el final de ningún
género literario. Lo que sí parece seguro es que hay cierto cansan-
cio de un tipo de literatura, el de caballerías, que, j u n t o con la
épica (de la que estaba tan cerca), había tenido lectores durante
muchos años. El interés mayoritario se desplaza entonces al teatro,
que ocupa durante décadas el centro de atención del público y
el ejercicio de los literatos. Un género literario enfocado hacia
la oralidad, dado que pocos eran los que leían. El hábito de leer
tardará en llegar, acostumbrado como estaba el público a ser es-
pectador, a escuchar en los corrales y en las plazas públicas al
ciego, antes al juglar, y más tarde a aquel privilegiado o privilegia-
da que podía leer las novenas y vidas de santos mientras las muje-
res cosían. Ese disfrute de la literatura era una actividad social,
mientras que la lectura es un acto privado. Este carácter privado
de la novela (aunque se leyera también en público cierto tipo de
narrativa) vino acompañado del sentimiento burgués. Muchas no-
velas del siglo XVIII, Fray Gerundio sin ir más lejos, muestran
esta condición de cosa pública, de oralidad y de diálogo que supo-
ne lo social. Serán momentos de transición p a r a lograr formas
narrativas más propias que, sin embargo, ya inventaron autores
como Cervantes o el anónimo del Lazarillo. Esta conquista, tardía
en España, fue paralela a la asunción burguesa de ciertos géneros
La novela del siglo xvm 15
de novelas. Prueba de ello son las colecciones que desde los años
ochenta se publican. Unas, de novelas en compendio, otras de
las mejores europeas y españolas, pero todas ellas con estas obras
picarescas, tan desagradables a Mayans (aunque prologa en 1735
La picara Justina), pero tan gratas a los lectores.
Los primeros treinta o cuarenta años son en parte, y no sólo
por lo que se refiere al gusto literario, una continuación del siglo
precedente. La reedición de estas obras lo pone de relieve, pero
también la presencia de esa otra literatura moralista que emplea
los recursos narrativos ofrecidos por autores del xvn. Ahora bien,
como he hecho notar en las páginas precedentes, muchos son los':
que, utilizando los viejos caminos, se aventuran en nuevas respues-
tas, no siempre adecuadas o satisfactorias. Los viejos esquemas
sirven a menudo para filtrar las nuevas preocupaciones y, en el
fracaso de su uso, se percibe la presencia de los cambios y la
necesidad de nuevas respuestas, ya que los antiguos recursos resul-
tan inadecuados a los nuevos tiempos.
Desde luego, los tópicos expresivos son típicos del Barroco, pero
las sensaciones y los hechos pueden adecuarse perfectamente a las
expectativas de un lector dieciochesco. Y más si pensamos en esa
unión finisecular de razón y emoción, que es un rasgo dominante
en las novelas de Agreda. Aurelio muere así, de forma un tanto
sentimental: «y fue tan verdadero su sentimiento, que sus espíritus
vitales se reconcentraron de manera y apretaron su afligido cora-
zón que, no pudiendo alentar, abrazado con su esposa perdió la
vida» (44-45). El caso de las novelas de Agreda es u n ejemplo
de cómo unas formas antiguas, unas historias viejas, tienen vigen-
cia un siglo después, gustando a lectores distintos. Veremos más
tarde, la dimensión social que adquiere el tema de los matrimonios
desiguales y estorbados por los padres. Esta es u n a de las razones
del éxito de las novelas de Agreda.
Estas Novelas mora/es, útiles por sus documentost como se titu-
laban hasta 1724, con un título que también sería bueno para
el xvm, en algunos casos estaban basadas en hechos reales. Agreda
y Vargas lo señala en el prólogo, pero también explícita —como
hará en sus cartas el padre Isla— la necesidad de reelaborar esos
hechos: «es forzoso, p a r a sacarlos [los sucesos verdaderos] al tea-
tro del m u n d o , el ampliarlos, como el desconocerlos», y aquí es
donde estriba la labor del novelista, donde éste se separa del histo-
riador, del memorialista o del moralista. Diego de Agreda y Var-
gas, al referir estas diferencias necesarias, estas reelaboraciones
de la materia literaria, se nos aparece como un autor con concien-
cia artística de la actividad que realiza, como un novelista, y no
a fuerza de remos. Una vez a salvo, en una isla (de entre las
muchas que transitan por estas páginas), «Sullivan dio chasco a
Ascanio, sobre que en medio del peligro había olvidado sus oracio-
nes y cantado canciones profanas en lugar de cánticos sagrados»
(81-82). En efecto, el autor, con sutileza, nos va mostrando los
cambios de actitud, una nueva mentalidad, nos va presentando
a un héroe más h u m a n o .
Ascanio es u n nuevo modelo, un personaje que se equivoca,
que desfallece, que es ecuánime, equilibrado y, sobre todo, que
asume su papel. Factor decisivo en la nueva estética dieciochesca
y en el nuevo concepto de imitación que llegará precisamente por
esos años. Asume su papel, pues es un papel público, y ofrece
la imagen que se espera de él a pesar de las adversidades «—estas
fatales noticias casi desanimaron a Ascanio, y tuvo bastante traba-
jo en conservar su resignación en los reveses de la fortuna» (1750,
151)—, pero a la vez muestra sus debilidades, es decir, su calidad
de ser h u m a n o , relativo y sensible. Si no desfallece ante ciertos
problemas y muestra con ironía *—rasgo de conducta muy vero-
símil— su fortaleza, en otros momentos está a punto de caer en
«una especie de desesperación [hallándose] más embarazado que
nunca sobre el partido y el r u m b o que debía tomar» (1750, 107).
Esta novela, que es, después de estas muestras de un hombre
nuevo, de un modelo nuevo, un apoyo decidido a la monarquía
como la mejor de las formas de gobierno, no conoció más que
esta edición y, aunque en bastantes aspectos puede ser novedosa,
incluso demasiado para la época en que se publica, los censores
sólo debieron entender que defendía la estructura monárquica y
no hacía peligrar el orden de las cosas. Ascanio o el joven aventu-
rero es una excelente narración, bien traducida, que mantiene el
interés a lo largo de sus páginas y que, aunque está basada en
hechos reales, elabora un personaje ideal que sirve para mostrar
u n a nueva forma de entender el m u n d o . La novela no tuvo apenas
eco en España pero para la historia que vamos trazando tiene
un enorme interés, aparte de que ofreció a los españoles la posibili-
dad, muy temprana, de conocer un tipo de novela y sensibilidad
que después tendría gran aceptación.
Algo semejante ocurría con otra novela que ni siquiera pasó
la censura y que también ofrecía un modelo nuevo de conducta,
práctico, económico y bastante laico (Skilton, 1985). Me refiero
al caso de la Vida y aventuras de Robinson Crusoe, traducida
del italiano al español «por un sacerdote desocupado, S. S.». La
obra, que no se publicaría «por primera vez en castellano» hasta
1835 y en París, se encuentra manuscrita en la Academia de la
Historia. El prólogo «Al lector» nos ofrece algunas ideas de im-
portancia para comprender mejor cómo se entendía este género
La novela del siglo xvm 67
Isla nace en 1703, cuatro años antes que Henry Fielding y diez
antes que Laurence Sterne. Las circunstancias de uno y otros son
distintas, pero los tres se ejercitan por las mismas fechas, hacia
mediados de siglo, en un género nuevo consiguiendo, cada uno
en su peculiar forma de entender la fórmula novelesca, buenos
e interesantes resultados, que, en cada u n o de los casos, dará
lugar a una forma nueva de hacer literatura. SÍ algo unifica a
los tres novelistas es la importancia del h u m o r , la ironía y la
sátira en su obra literaria, lo que contrasta notablemente con el
caso del maestro incontestable de la novelística dieciochesca, Ri-
chardson, en cuya obra estos tres elementos apenas tienen lugar.
Samuel Richardson había nacido bastantes años antes, en 1689.
No es mi intención decir que la obra de Isla sea comparable,
o esté al mismo nivel, que la de esos autores ingleses. Pero sí
que, con tradiciones distintas y aun entendiendo la lección de Cer-
vantes de distinta forma —demasiado reduccionista en eí caso
español—, todos ellos emplearon la novela para ofrecer la nueva
imagen del m u n d o y sirvieron como modelo a otros novelistas
posteriores. Por otra parte, al padre Isla se le entiende mejor po-
niendo su novela en relación con lo que estaba sucediendo fuera
de España, algo que en realidad ayuda siempre, pero que en su
caso tiene mayor importancia, dada su gran cultura literaria y
detalles como que el traductor de su novela al inglés en 1772
fuese acusado de plagiar el estilo de Tristram Shandy, lo que nos
sitúa ante una forma de hacer muy semejante.
82 II Joaquín Álvarez Barrientos
Está claro lo que entiende Isla por novela y de qué forma conside-
ra su obra. En sus palabras aparece el valor de la ficción útil
94 Joaquín Álvarez Barrientos
podemos llegar a pensar que tal vez algo de ello entreveía. Desde
luego, sus reflexiones sobre el género están expuestas con más
soltura y seguridad que en Fray Gerundio y esto, junto a la valora-
ción que hace de Gil Blas, puede hacernos pensar que se encontra-
ba cerca de los planteamientos expuestos más arriba. En la «Con-
versación preliminar, que comúnmente llaman prólogo y dedicato-
ria al mismo tiempo a los que me quisiesen leer» (s.p.) —donde
una vez más observamos el carácter dialógico que predomina en
Isla al dirigirse al lector—, dice:
las novelas, las fábulas y las parábolas todas son muy pare-
cidas en el fin que se proponen. No es otro que enseñar
a los hombres a ser hombres; sólo se diferencian en que
las primeras son largas y graciosas..., pero éstas, aquéllas
y las otras, todas, son morales.
que se les acusa de traducir mal, de cambiar las cosas, los persona-
jes, las situaciones, etc., podremos constatar que no sólo lo hacían
aquellos «escritores proletarios», sino también los cultos, y todo
ello en u n a forma de entender la novela que debe mucho al teatro,
pues cuando adaptaban o traducían comedias francesas también
cambiaban y alteraban las situaciones del original.
Pero lo cierto es que alterar el texto original era una práctica
común en la época: en la advertencia a la traducción inglesa de
Fray Gerundio (1772) se dice que se ha omitido parte de los párra-
fos que Isla dedica a combatir el libro de Verney, así como «some
episodical criticisms on Foreign learning». También se abrevian
pasajes didácticos para adaptarlos al gusto inglés.
El testimonio que reproduce Defourneaux va dirigido al duque
de Villahermosa por el abate Casalbon. En él se dice que Olavide
y el marqués de M o r a quieren que traduzca la novela de Richard-
son Grandisson porque esta obra, como otras novelas, podría res-
taurar el buen gusto en España pero también contribuiría a dar
una mejor idea de las costumbres. La traducción debía situar la
acción en Madrid, cayendo en lo que los críticos achacaban a
los traductores. Sin embargo, parece lógico hasta -cierto punto na-
turalizar o nacionalizar la traducción, si tenemos presente el tipo
de referencias que ofrecían las comedias y las novelas del xvn.
Éstos son algunos ejemplos de un tipo de actitud en los años
sesenta y setenta ante la novela. A continuación veremos otros
que se acercan a ella más críticamente, y desde un punto de vista
histórico. En 1768 J u a n José López de Sedaño comienza a publicar
su antología El Parnaso español. C o m o todos sabemos, es una
antología de poetas, pero en algunos momentos se refiere a la
novela, aunque siempre a la novela antigua, la practicada por algu-
nos de los autores que recoge en su colección. Sus referencias,
pues, son marginales, pero por esto mismo tienen interés. En el
prólogo del t o m o IX, de 1778, se refiere a las novelas pastoriles.
Sus palabras muestran cierto desprecio hacia esta clase de novelas
lo que, en general, entre los críticos, no era la actitud dominante.
«En efecto —escribe Sedaño—, esta nueva idea de égloga y novelas
pastoriles llegó a tiempo y sazón de que estaban los ánimos acos-
tumbrados a la lectura de los disparatados y fabulosos libros de
caballerías, y así haHaron la mayor acogida y aplauso... Este gusto
se difundió de manera que todo género de escritores doctos e
indoctos se dedicaron a escribir novelas pastoriles» (1778, XL).
Hasta aquí la información más o menos objetiva. A h o r a su opi-
nión sobre el respecto: se escribió «innumerable caterva de libros
de esta especie, que en aquellos tiempos tuvieron mucho aplauso,
y en todos no han tenido más utilidad que la invención y el buen
lenguaje en prosa y verso» (1778, XLI). Esta idea está presente
claro que «la urbanidad, por todo derecho, se estableció para nues-
tro propio bien y para el mejor orden y quietud de las gentes
y de los pueblos». Desde luego, Avalle no pretende cambiar el
m u n d o , pero parece estar a favor de la modernidad cuando se
muestra partidario de la urbanidad, de las formas y las convencio-
nes en las relaciones sociales, y no establece diferencias entre bue-
na y mala urbanidad.
Lo que hace es dar un importante paso adelante en la disolución
de la antigua forma de entender al hombre como un ser siempre
igual a sí mismo, y mostrar distintas maneras de ser, según las
diferentes circunstancias sociales en que pueda encontrarse: define
las normas de conducta, los modales, que debe seguir en la iglesia,
en la casa de un Grande, al conversar en público, al comer con
otras personas, al viajar, al escribir cartas, etc. Es decir, da unas
normas para mostrarse civilizado en un mundo civilizado. Y, según
nos indica Avalle, la práctica de la urbanidad está «en su mayor
auge, porque la variedad es agradable».
Podemos entender estas dos obras traducidas por Avalle como
guías de la conducta en sociedad. En cierto m o d o , asistimos a
la expresión de la conciencia que se tiene del hombre en sociedad.
Los escritores de esa época, los que escriben bajo formas cercanas
a la novela o componen literatura ejemplar, critican estas nuevas
formas de relación y estos nuevos papeles sociales. Años después,
cuarenta años después, los novelistas podrán o no criticar las for-
mas de relación social, pero harán nacer de ellas sus argumentos,
sus personajes y la caracterización de estos, incluso cuando la in-
tención de la novela sea, como se ha dicho, criticar la modernidad
de tales conductas y este cambio de actitud es ya suficientemente
significativo de cómo ha cambiado la situación.
Un ejemplo paralelo al expuesto ahora, aunque con las diferen-
cias reseñadas, es el artículo «Pintura o rasgo en que se describe
lo que es el m u n d o » , publicado el 12 de enero de 1788 en el
Correo de Madrid. En este artículo se parte ya de una situación
de hecho, y, aunque su autor no sea partidario de ella, no puede
dejar de mostrar que, a pesar de sus críticas, el proceso es irrever-
sible. El anónimo aprovecha el viejo tópico del mundo como «pú-
blico teatro», pero le añade un rasgo amargo: el de la sátira y
la burla, presente en la literatura y, al parecer, también en las
relaciones humanas:
Si a la escuela magistral
ningún discípulo fuera
por temor, jamás hubiera
quien pudiera hacerse igual.
La prudencia racional
disimula los errores
porque haciendo borradores,
escribiendo y enmendando,
se ve a muchos que llegando
van con tiempo a sus mayores.
Imitar es, pues, necesario para este autor que no acepta la postura
rígida de los académicos, cuya tendencia es considerar los modelos
del pasado como inamovibles, inmejorables en el futuro, y casi
resultados ex nihilo. «El que procura imitar / por grados ha de
subir», escribirá en el «Prólogo o avisos que da el autor del segun-
do tomo de la vida de Sancho Panza» (s.p.), observando así una
conciencia más cercana a la realidad de la creación y de la historia
literaria: la literatura es resultado del trabajo del escritor, no del
soplo divino de las musas.
QUIJOTISMO Y CERVANTISMO
atención a las Novelas ejemplares, de las que dice que sus argu-
mentos tienen poco interés, «pero la conducción de la fábula, la
pintura de los caracteres, la expresión de los afectos y la propiedad
del estilo es todo tan superior en Cervantes, que en él parece
que siempre se oye la voz de la naturaleza, y en los modernos
se ve casi por todas partes la afectación y el estudio» (IV, 529-530.
El subrayado es mío). El autor parece comprender mejor las nove-
las cortas cervantinas que el Quijote, pues de ellas hace un análisis
más personal y, a la vez, más acertado. Así señala, por ejemplo,
que «las aventuras se suceden espontáneamente y según el orden
natural de los humanos acontecimientos; las narraciones son claras
y precisas, y [observando algo que pocos tuvieron presente, pero
que era el elemento principal para lograr la verosimilitud] se hacen
verosímiles con la distinción de los tiempos, de los lugares y de
las personas, con la expresión de las causas y de los afectos»
(IV, 530. El subrayado es mío).
Cervantes es capaz, según Juan Andrés, de que no se note el
trabajo del autor, es decir, de hacer que todo fluya con facilidad:
«las novelas de Cervantes ocultan la ficción y por todas partes
aparecen verosímiles, llenas de interés y agradables» (IV, 531).
Finalmente, sus novelas
Tanto uno como otro autor aluden al perspectivismo con que Cer-
vantes se enfrenta a la realidad y enfrenta, a su vez, al lector.
Seguramente es la primera vez que en la crítica se percibe esta
originalidad de la obra cervantina, aunque creo que Lampillas cap-
ta mejor que Ríos la profundidad y novedad de los planteamientos
cervantinos.
Éstas son, rápidamente, las opiniones de los historiadores espa-
ñoles de la literatura en el siglo xvin. Pero otros escribieron trata-
dos más o menos cercanos a los planteamientos de una historia
literaria. P o r la novedad de sus ideas, me detendré en José Mar-
chena, que en el «Discurso preliminar» (1819) a sus Lecciones
de Filosofía moral y elocuencia (Burdeos, Beaume, 1820), hace
una personal historia de la novela. P a r a él, la de Cervantes es
la primera novela moderna, y a partir de aquí organiza un ataque
contra los que ven en ella un poema épico, caso de Vicente de
Estaba por decir que es preciso ser tan loco como el héroe
de Cervantes para figurarse que pueda ser un insensato el
protagonista de una epopeya; mas considerado como héroe
de novela, nunca otro más interesante que Don Quijote se
ha presentado en la escena (II, 345).
o de política, más que como obra de ficción. Tal vez sea esta
la razón de que se hicieran, tanto aquí como en el extranjero,
resúmenes y extractos de máximas por materias tomados de ella.
Son obras como la de Ramsay (el autor de la Nueva Ciropedia)
Discurso apologético sobre el poema épico y las excelencias del
Telémaco e impugnación de la Llave del Telémaco (1756), traduci-
da por José Linares y Montefrío, profesor de Filosofía y Sagrados
Cánones en Alcalá de Henares, que en principio había aparecido
al frente de la edición francesa de 1717; la Apología y explicación
del Telémaco, traducida por el mismo Linares en 1758, o El espíri-
tu del Telémaco o máximas y reflexiones políticas y morales del
célebre poema intitulado Las aventuras de Telémaco; sacadas fiel-
mente, dispuestas por orden alfabético de materias e ilustradas
con varias notas para su mejor inteligencia, por D. Agustín García
de Arrieta (Madrid, B. C a n o , 1796), que en las p p . V1I-XIX se
aprovecha bastante de la obra de A. M. Ramsay.
Arrieta en su «Discurso preliminar» nos ofrece una reflexión
que, seguramente, sirva para centrar mejor la verdadera recepción
del Telémaco, por todos elogiado y supuestamente por todos leído.
Dice el compilador: «muchas personas se quejan de lo muy poco
que se lee entre nosotros el Poema de Telémaco, cuando debería
andar continuamente en manos de todos» (1796, XX). Y ni siquie-
ra considerada como novela (como el Quijote) consigue ser acepta-
da: «se le mira, cuando m á s . . . , como una excelente novela, digna
de compararse con la de nuestro Quijote; mas no por eso logra
ser tan leída como ésta, cuando debiera serlo mucho más, a pro-
porción de las mucho mayores utilidades que trae consigo su lectu-
ra, pues... ¿es comparable la novela española con el poema fran-
cés?» (XX-XXI). La queja de García de Arrieta nos permite ver
que para él ambas obras pertenecen a géneros distintos, pero que
el superior es el del poema y por ello el Telémaco «es el poema
de todas las naciones, de todos los siglos y de todas las personas»
(1796, VII). Justamente es todo aquello que hemos visto era para
algunos de sus contemporáneos el Quijote, que resultaba ser más
leído.
«Mas digámoslo t o d o de u n a vez: generalmente no se lee entre
nosotros lo que se debe aun de lo más excelente» (XXI-XXII),
volverá a quejarse Arrieta, intentando disculpar la menor acepta-
ción popular del poema de Fénelon en contraste con el éxito del
Quijote. (En 1805, Jerónimo Martín de Bernardo pensará que «ja-
más tuvo la lectura tanta aceptación en España como en estos
tiempos», El Emprendedor, Madrid, Vega y Cía., 3.)
García de Arrieta, que valora sobre todo la obra por el mensaje
moral, religioso y educativo, atiende también al estilo: Fénelon
«habla siempre como poeta, es decir, en estilo lacónico y senten-
cuya declaración nos pone otra vez ante la libertad con que estos
hombres de letras se situaban frente a la obra literaria y ante
la conciencia absoluta de que en su quehacer como traductores
entraba sin ningún género de dudas la alteración del original, con
vistas unas veces a crear una obra nueva; otras, procurando ser
más fieles al texto pero sin olvidar nunca que a lo que se deben
realmente es a la intención que les guía al traducirla, lo que les
daba con extremada frecuencia la condición de autores originales.
Utilizando la obra de otro escribían la suya propia. Algo que
se veía apoyado desde la legislación pues la propiedad literaria
de una obra traducida pertenecía al traductor, y no al autor origi-
nal. Esta propiedad literaria del traductor pasaba a la esposa y
descendencia del autor de la traducción, de manera que la sensa-
ción de que la traducción le pertenecía como una obra propia
se veía arropada también con esta protección legislativa (González
Falencia, I, 1934, XLV). Este investigador ha mostrado documen-
tos por los que se constata que «la traducción de una obra podía
imprimirse por varios a la vez, siendo propietario cada uno de
su traducción. En caso de dos traducciones a la vez de la misma
obra, el Juez de Imprentas entendía que si la censura era favorable
debían autorizarse las dos, y que el público eligiese» (XLVII-
XLVIII). Así, pues, desde todos los puntos de vista, se entendía
a la obra traducida como propia del traductor, como suya original,
por tanto.
control procuró tenerse sobre las ediciones piratas, sobre las que
se hacían fuera de España con falso pie de imprenta y sobre aque-
llas que de modo especialmente claro ofrecieran novedades peligro-
sas o atacaran directamente al sistema, caso de Cornelia Bororquia.
Como señala González Palencia, «los días eran muy otros al
principiar el siglo xix de los que se deslizaban bajo Carlos III.
Y hubo que cambiarse totalmente la ley de imprentas en 1805»
(1934, I, XVI). Por decreto de 11 de abril de 1805 y real cédula
de 3 de mayo se dio la legislación que se mantendría hasta la
muerte de Fernando VII, con las derogaciones y restablecimientos
propios de la evolución histórica. Esta legislación, que González
Palencia reproduce en las páginas XVII-XXX, no prohibía directa-
mente la publicación de novelas; hacía mucho más difícil publicar
cualquier tipo de libro.
Sin embargo, como siempre, se publicaron novelas, muchas de
carácter amoroso, otras de aventuras, e incluso colecciones de no-
velas, teniendo cada vez más peso la novela histórica, a la que
Pedro Mf Olive dedica seis de los doce tomos de su Biblioteca
universal de novelas, cuentos e historias (1816-1819). Un proyecto
que se llevó adelante con bastante buen éxito fue el de Manuel
Delgado, que en marzo de 1833 quiere publicar una «serie de
novelas históricas sacadas de los sucesos más notables de nuestros
anales..., redactadas por D . R a m ó n López Soler» ( A H N , Conse-
jos, 5572/94). ¿Las pretensiones de Salvador Jiménez Colorado,
el censor de Polidoro y Carita, se hacían realidad con novelas
como El primogénito de Alburquerque, La catedral de Sevilla,
Sancho Saldaña o El doncel de don Enrique el doliente, novelas
que publicó Delgado en su colección?
La censura matizó la forma de producirse la novela en la España
del siglo xvín, pero no sirvió, como era de esperar, para acabar
con ella. La fuerza de la censura y de la Inquisición no dejó
entrar en España, sino de forma clandestina, cuanto de nuevo
se refería a ciencia y política, por tanto se agravaban sus conteni-
dos revulsivos. Con la novela pasó algo semejante. Pocos eran
capaces, al parecer, o lo entendían demasiado bien, y por tanto
veían la amenaza que suponía para el sistema, lo que la gitana
protagonista de la novela de Olive define así:
SOBRE SU CLASIFICACIÓN
A) DIEGO V E N T U R A R E J Ó N Y L U C A S
C) PEDRO MONTENGÓN