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DE LA MIRADA POÉTICA
(BREVE COMPILACIÓN)
Pensamiento:
¿En qué espacios, en qué noches, en qué baños de sol podrá refrescarse una
palabra estancada! El silencio, como una semilla, necesita una tierra que lo acoja y
nutra para que haya un primer brote de sus palabras florescientes.
Con este silencio convivimos todos los días, pero no hemos sabido escucharlo.
Es que el silencio coexiste con el decir enajenante, con el discurso masticado y vuelto
a decir en una rumiadera desbocada. El poder de los discursos publicitarios, la
expresión al servicio del capital, políticas de poética sin sabor y ley de menor
esfuerzo en el pensamiento, son ejemplos claros. Nos encontraremos siempre con
diques, con canales que orientan nuestras palabras por derroteros demasiado
esperados, alienados.
Es por eso que tomamos el riesgo de decir e invitamos a esos otros a formar
un nosotros, a leer y formular también su manera de decir en este espacio que es de
todos. Y si están en la búsqueda, buscar juntos; y si ya encontraron, maestrar
dialogantes.
Porque no hay vida sino al otro lado del riesgo; porque el fruto de la visión
no madura sino en su dichura. Hagamos que el silencio se agite.
Camino por el mundo, lo recorro a través de los huecos de las cosas, de los que las
cosas hacen en mí. Busco morar el más allá en un más acá que se desborda desde el
centro de mi pecho. El pecho es una plaza y en la plaza hay un palabrar del que sólo
soy la boca. Es la angustia de la nada, la angustia de la falta de la nada que me
arranca de las apariencias. Transcurro el sendero de mi lengua y miro: el palabrar es
un árbol de signos. Discurriendo el subterráneo curso multiverjo en su espesura.
Es por el caos que la verdad se renuncia, que reniega su ilusoria posesión para
desplegar en otra imposibilidad: la de entregarse a la Verdad. La verdad sostenida
por el Otro, avatar del Ser. Otro que nos deja sin saber si hay un centro de la
arboladura, al que se encuentra en el arrojo, por el simple gusto de entregarse al
raizal que en su redil inscribe, por escurrir como hilos hechos de hilos y emerger
como verdadera trama: el mundo y la vida.
Se abre el silencio como un espacio para el despliegue de las formas. Allí, yacientes
en la materia de la blancura, de la abismal blancura del silencio que ofrece el analista,
los gérmenes de la palabra se estremecen. Algunas veces vacilan y tiemblan; otras
surgen como monstruos de la tierra, como sombras inauditas, esas palabras
inmensas que amenazan con abarcar todo el decir del analizante.
Más de una vez se ha escuchado en los consultorios algo como "tengo ansiedad", y
pareciera que esa palabra, presumiblemente autorizada por los psicólogos, dice algo,
alivia, etiqueta, define. Se pide algo para curar esa sensación, para desaparecer ese
síntoma de la manera más rápida posible. Se recurre entonces a las técnicas de
relajación, a la canalización de esa energía sobrante hacia actividades constructivas.
Eso en algunos casos. En otros, es preferible entregarse al entretenimiento gocero,
ese que no requiere esfuerzo desalienante.
Hay, en efecto, algo en ese no hacer, en esa ausencia del ruido instrumental que
provoca ansiedad, que recorre el cuerpo como desagradable relámpago de quién
sabe qué tormenta de la que nada se quiere saber. Ansiedad, miedo, angustia. Algo
que incomoda, algo de lo que es mejor distraerse y que, sin embargo, hay que
sostener en un no preguntarse. En casos excepcionales, habrá quien recurra a la
meditación, cuando no se rechaza precisamente por el silencio mental que exige a
sus practicantes.
Ansiedad, miedo, angustia. Sí: respuestas, afirmaciones, antes que preguntas. Mas,
¿no siente ansiedad el pintor ante el lienzo en blanco?, ¿no experimenta miedo el
escritor al contemplar la hoja?, ¿no es la angustia lo que se vive ante el abismo de la
posibilidad de crear?, ¿será el incómodo silencio aquello que enfrenta el analizante
en el umbral de la palabra?
EL DIVÁN DESDE EL DIVÁN
–¿En este momento?–, pregunté algo titubeante, con unos nervios que juzgué
ridículos en aquel momento.
–Sí–, respondió con parsimonia, con esa extraña paz que deja en vilo algo incierto,
algo apenas esbozado en el cuerpo, en el sudor de las manos y el difuso rictus que
adivinaba dibujado en mi rostro.
Una mañana recorrí en una camioneta los caminos de la Sierra Mixe en dirección a
uno de los destinos más populares entre los amantes de la naturaleza: las cascadas
petrificadas de Hierve el Agua. Una vez allí, caminé maravillado hasta alcanzar las
pozas naturales en que se congregan los bañistas. Una vista imponente de tan
maravillosa: al borde de una de las pozas, la roca calcárea hacía una curva abrupta
hacia abajo. En el primer momento, me acerqué con timidez hasta la orilla. El agua
se deslizaba por la roca como una seda que nunca termina de caer por la piel de la
montaña. Había allí algo incitante, algo erótico en aquel caer cristalino, un
sentimiento confuso que, a la vez que maravillaba, imponía un miedo inmenso a
caer.
Recordé entonces una de las ideas poderosas que se suelen encontrar en los libros
que marcan nuestras vidas. En La insoportable levedad del ser, Milan Kundera dice
sobre el vértigo que no se trata del temor a caer, sino del deseo de hacerlo. Precisaría
que se trata del temor al deseo de caer. Mirando desde esa orilla, mis pies temblaban,
y estaba seguro de que no caería, a menos que mis piernas fallaran, lo que parecía
suceder justo en ese momento en que me engarrotaba. Encontré una lectura similar
en las descripciones de Karen Horney enLa personalidad neurótica de nuestro tiempo: la
angustia, en este caso, era una defensa bastante comprensible ante el deseo
inconsciente de arrojarse al abismo. Y, como suele suceder en la neurosis, una
defensa en la que insiste la fuente del miedo primero.
Con el paso del tiempo y con la progresiva exploración de los terrenos de la sierra,
fui, hasta cierto punto, familiarizándome con la tierra, con las sensaciones que me
provocaba. Hacia el final de mi estancia, logré mantenerme en pie frente al abismo,
observando las caricias entre el agua y la roca, con la clara idea de que el vacío seguía
allí imponente frente a mí, pero ahora más como algo que me permitía descubrirme
en nuevas posibilidades, que me invitaba a hacer un nuevo trazo sobre la nubosa
blancura de mi angustia. Sin embargo, si en la primera vista que tuve de aquella
inmensidad alguien me hubiera hecho la mala pasada de darme un empujón para
asustarme, lo más probable es que no habría vuelto a poner un pie cerca de esa poza,
o quizás habría esperado un largo rato (quizás un par de años), para volver a intentar
mirar desde aquel lugar.