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La fe y la voluntad
COLOQUIO XVI, N° 59, 2014
COLOQUIO
ABADÍA DE SAN BENITO DE LUJAN
e-mail: fernando.osb@gmail.com
www.abadiadesanbenito.org
INDICE
La fe y la voluntad
“¡Señor, Enséñanos a Orar1 3
El Laico y la Liturgia de las Horas1 6
Breve diálogo sobre la pureza de corazón con un “monje luterano” 17
El trabajo y la espiritualidad cristiana
según el papa Francisco y la Regla de san Benito 25
Hacia el Centenario X 34
1. En este año del Centenario de la llegada de los monjes de Silos a Argentina, transcribimos los dos primeros
artículos de la revista que ellos publicaron (Revista Litúrgica Argentina), del último número del año 1973.
¡SEÑOR, ENSEÑANOS A ORAR!
Mons. Dr. Antonio Quarracino
Obispo de Avellaneda
Presidente del Secretariado
Nacional de Ecumenismo de la
Conferencia Episcopal Argentina
Hermanos:
1) Desde el primer momento en que el espíritu ecuménico “soplo del
Espíritu Santo” animó las Iglesias, se tuvo clara conciencia de la urgencia de la
oración como privilegiado lugar de encuentro con Dios y los hermanos. ¿Cuán-
do y dónde el corazón se abre al Señor en una condición que podríamos llamar
de pureza integral y de disponibilidad filial si no es en la oración? ¿No es en
ella donde nuestra más profunda actitud de adoración ante su Trascendencia
infinita, nuestra balbuceante alabanza ante su Grandeza, nuestra cordial acción
de gracias por su Bondad y nuestra encendida súplica delante de su Poder, se
expresan limpiamente, sin otras deficiencias que las de nuestra limitación hu-
mana? ¿Acaso, no es verdad indiscutible que sin El -el Señor y su gracia- nada
podemos hacer y que por consiguiente, todos los esfuerzos para la construcción
de la unidad serán vanos El no la edifica? Y siendo la oración una apertura a
El para que actúe en nosotros, la oración ecuménica ¿no es una disponibilidad
para que vaya obrando el misterio de la unidad? Añadiría algo más. Creo que
en las etapas y en el proceso de la tarea ecuménica se llega a puntos o momen-
tos en los cuales el desaliento acecha o las dificultades resultan humanamente
insalvables o las pistas están obscurecidas y surge un interrogante molesto y do-
loroso: ¿para qué todo esto? Y la fácil actitud de bajar los brazos y clausurarse
en lo propio se presenta como solución. Quizás estemos pasando un momento
semejante. Razón de más para orar sin intermisión, con esperanza confiada en
el Poder e inescrutables designios del Padre, en la fuerza y aliento del Espíritu.
Ignoro cómo puede sonar la palabra “oración” a los oídos de un mundo
tecnificado, a veces presuntamente orgulloso de sus avances científicos y obse-
sivamente atento a una realidad temporal, que es obra de Dios y que El nos ha
entregado, pero para hermanarnos y para llegar hasta El, no para hacer de ella
nuestra morada permanente y el objeto final de nuestra vida. Sin embargo los
que tenemos y procuramos vivir en el don de la fe sabemos que la oración tiene
vigencia hoy como la tuvo antes y la tendrá siempre.
Providencialmente la Semana de oración por la unidad de los cristianos
nos recuerda rodo esto, sin olvidar por cierto que esa oración no puede cir-
cunscribirse solamente en el ámbito de unos días, y teniendo presente que esa
oración es como una prolongación de la del mismo Señor Jesús: “No ruego sólo
por ellos, sino también por aquellos que, mediante la palabra de ellos, crean en
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mí. A fin de que todos sean uno, como Tu Padre, en Mi y Yo en Ti, a fin de que
también ellos sean en nosotros, para que el mundo crea que Tú eres el que me
enviaste.”
2) ¡Qué hermoso se nos sugiera para esta semana la consideración de
la plegaria, sencilla, diáfana y profunda, que el Señor enseñó a sus primeros
discípulos!
Todos recordamos que San Mateo nos transmite la oración dominical
insertada en las enseñanzas maravillosas del sermón de la montaña, mientras
San Lucas la hace preceder por una breve introducción personal. Nos dice que
Jesús estaba orando en un cierto lugar y cuando hubo acabado uno de sus dis-
cípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar”. Y fue como respuesta a ese pedido
cuando Jesús puso en nuestros labios y en nuestro corazón el Padre Nuestro.
Podemos pensar en la profunda impresión causada en los discípulos por
la actitud orante de Jesús. Sin duda ella trasuntada el insondable misterio de su
unión con el Padre. Pero escapa a nuestra comprensión -y a la de los discípulos-
la densidad de esa oración. Lo cierto es que el pedido de los discípulos era la
expresión de un ansioso anhelo: queremos orar como Tú; enséñanos a hacerlo.
Hermanos: qué bueno sería que al ver orar fraternalmente a todos cuan-
tos queremos ser seguidores fieles del Maestro y vivir conforme a su Ley, se
despertará el ansia de orar de tantos hermanos nuestros tan distante de esa honda
experiencia que es la oración. Y al mismo tiempo, qué hermoso si ella fuese
cada vez más unitiva con la misteriosa realidad de Dios y nos sintiéramos cada
vez más convencidos que por esa vía se facilita -y al facilitarse se va realizan-
do- nuestro encuentro en la fe y en el amor. Es lógico que leamos en el Decreto
conciliar sobre el ecumenismo: la “conversión del corazón y santidad de vida
juntamente con las oraciones privadas y públicas por la unidad de los cristianos,
han de considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico, y con ra-
zón puede llamarse ecumenismo espiritual”.
Hemos de pensar que el mismo Espíritu quien suscita en nosotros orar
por la unidad de cuantos profesan el nombre de Jesucristo; y como sabemos que
“el mismo Espíritu pide por nosotros con gemidos inefables”, ¿podemos dudar
de la eficacia de oración por la unidad deseada por Cristo? Pienso que esto
constituye el fundamento más firme de la difícil esperanza de la unidad, de la
convicción de su realización.
3) Cuando el Señor nos invita a invocar a Dios como “Padre”, por un
lado pone en nuestros labios la expresión más amorosa que podemos dirigir a la
Majestad de Dios, y por otra es una directa invitación a sentirnos hermanos por
ser hijos del infinito Amor de la paternidad divina. Claro que también no po-
4
¡SEÑOR, ENSEÑANOS A ORAR!
demos menos de sentirla como interpelación a nuestras desuniones. ¿Puede un
padre no recriminarlas en sus hijos? ¿Podemos no angustiarnos por el escándalo
que damos los hijos de la familia de Dios cuando pareciera que quisiéramos
como atrapar esa paternidad infinita y clausurarla en núcleos? ¿Acaso nos resul-
ta alegre pronunciar fácilmente el nombre del Padre y no sentir la llaga abierta
de las desuniones que se asemejan a la dilapidación de la riqueza inconmensu-
rable de la única paternidad de Dios?
Señor Dios y Padre Nuestro: nos dirigimos con confianza filial a Ti
porque tu Enviado y Redentor, Jesús, Hijo Tuyo Unigénito, nos hizo conocerte
como Padre. Así nos dirigimos porque “no hemos recibido el espíritu de servi-
dumbre para estar otra vez en temor, sino que hemos recibido el espíritu de ado-
ración por el cual clamamos Abba, Padre. Porque el mismo Espíritu da testimo-
nio a nuestro espíritu que somos hijos tuyos”. Pero te decimos que no dejamos
de experimentar un escozor porque estamos divididos ante tus ojos paternales.
¿Cuándo, Padre, nos sentiremos y viviremos totalmente nuestra fe, como her-
manos? Lo deseamos y te lo suplicamos.
4) Todos somos pecadores delante de Dios y por consiguiente todos
necesitamos su misericordioso perdón. El Señor Jesús nos lo hace implorar para
que El haga lo que nosotros hacemos respecto a los que nos ofenden: perdonar.
La oración por la unidad contiene implícita esta filial petición del Padre
Nuestro. Entre las cosas por las que los cristianos y las Iglesias suplicamos el
perdón, está precisamente el pecado de la desunión que es un pecado contra el
Espíritu, porque todos debimos y debemos ser “solícitos a guardar la unidad del
Espíritu en el vínculo de la paz”, habiendo sido convocados a formar “un cuer-
po y un Espíritu”; como estamos “llamados a una misma esperanza” de nuestra
vocación, según la enseñanza de San Pablo.
Y humildemente debemos pedirnos perdón y perdonarnos de corazón.
No nos atrevamos a suplir el juicio de Dios que es el único que conoce a fondo
el corazón humano y la opaca y obscura trama de los actos humanos. No nos
constituyamos jueces de nuestros hermanos; sencillamente, perdonémonos. Es
una actitud espiritual difícil porque el orgullo se anida en todos nosotros; pero
concordemos en que sin ella no se abaten las barreras que separan los espíritus
humanos.
Hermanos: El Espíritu del Señor nos ha congregado concediéndonos la
gracia de alabar y santificar el sacrosanto Nombre del Padre revelado por Jesús
y ofreciéndonos la oportunidad -que es gracia también- de orar juntos por la
unidad, hagámoslo con sinceridad de corazón, con confianza filial, con amor
fraternal. Y que “la gracia de Nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros.
Amén”.
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EL LAICO Y LA LITURGIA DE LAS HORAS
COLOQUIO XVI, N° 59, 2014
1. Introducción
“Al tomar el verbo de Dios la naturaleza humana - recordaba Pío XII
-, trajo en este destierro terrenal el canto que se entona en los cielos”1 y ya que
es El quien “une a Sí mismo toda la comunidad de los hombres y los asocia
consigo en el canto de este himno de alabanza”2 , no es osado que Cristo se
asocia la voz humana, en El creada y sólo como respuesta a El dirigida válida y
“contabilizable”3 por parte de su Padre.
El suceso inigualable de la encarnación de la Palabra de Dios introduce en toda
la historia, en toda la actividad de los hombres, una relación nueva, de posibi-
lidades inagotables y de profundidad cabalmente inaudita: da a los hombres la
posibilidad “de hacerse hijos de Dios”4. Puesto que Jesús asume la naturaleza
humana sin absorber, sin dañar, sin confundir, sin cambiar, sin dividir, sin se-
parar5, la palabra, de la que el hombre ha sido dotado, según vemos en el relato
del Génesis, desde un primer momento6, también es tomada por Cristo para que
sólo El subsista7. Podemos decir con propiedad que sólo en el Verbo se expresa
la palabra del hombre8, encargada de expresar todas las cosas del universo y, en
el Verbo, capacitada para poner nombre a toda criatura9 que lo rodea.
Es precisamente en esta operación fundamental de su ser (el hombre es
el “nombrador” de las cosas) donde él descubre que su palabra pronuncia dando
sentido. Así como Dios “dijo… y fue”10, el hombre “dice” lo que por Dios “es”.
En esta operación le es dable reconocer un sonido que supera su propia capaci-
dad de significar: “Nuestro Señor (…) ora en nosotros11 y, por lo tanto, media en
nosotros según la obra cuyo cumplimiento ha recibido en encargo12. Finalmente
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EL LAICO Y LA LITURGIA DE LAS HORAS
Él reunirá todas las cosas bajo Aquél que lo ha invitado a su derecha”13, para
participar de su comunión14, que nos hace extensiva, pues nuestra comunión es
con el Padre y con el Hijo15.
Estamos, pues, en pleno misterio de “comunión”16. Es desde aquí de
donde surge toda la luz que alumbra la oración de la iglesia: ser la oración de
Aquél que la ha unido a Sí con el más estrecho vínculo17. Sólo a partir de esta
noción -“gran misterio”, a decir del Apóstol18 - podremos captar la riqueza que
se encierra en la invitación de la Encíclica “Mediator Dei”, renovada por el
Concilio recientemente: Que los laicos “asistan realmente” al Oficio19, “donde-
quiera que se reúnan en asambleas de oración”20. Que todos se unan a la “ora-
ción del Cuerpo Místico de Jesucristo”21
A continuación trataremos de describir en pocas líneas las consecuen-
cias que esta invitación generosa de los Pastores puede tener en nuestras vidas
de fieles laicos, “llamados a ser miembros vivos (…) de Cristo (… y) a promo-
ver el crecimiento de la Iglesia”22, puesto que “como adoradores en todo lugar
y obrando santamente (ellos) consagran a Dios el mundo mismo”23.
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EL LAICO Y LA LITURGIA DE LAS HORAS
mismo perdone y, perdonando, disponga las cosas para el reencuentro defini-
tivo, tarea de buscar las cosas para devolverlas al dador de las “bendiciones
espirituales”34, buscando en aquéllas las pisadas de Jesús, indelebles pero secre-
tas, interrogantes pero pacificadoras.
Hay “Obra de Dios” en esta voz que la Iglesia une a su Cabeza para
“la santificación del día y de todo esfuerzo humano”35, de todo el tiempo, que
también gime en nuestros oídos al ritmo pendular de la vanidad a la que está
sujeto36.
El tiempo debe ser hecho “santo e irreprochable”37, hasta el punto de
poder permanecer en presencia del Señor y de su eternidad. El tiempo, este
tiempo que en Cristo ha sido también recapitulado38, pues El es el pastor de las
horas39 (“te encomiendo, Señor, todos los días”) y es rabadán de los sucesos que
en esas horas lo nombran o lo niegan (“te encomiendo, Señor, todas las obras”).
¿Y habrá un tiempo que no necesite ser santificado?
El laico vive en contacto con las horas del hombre que, en Cristo-encru-
cijada, se vuelven Horas de Dios, por la acción de los miembros del Ungido40,
enviados “como el Padre lo ha enviado”41 a buscar enfermos, prostitutas, lepro-
sos y ovejas perdidas42, a propiciar el retorno del mal hijo43, a pasar haciendo el
bien y obrando la justicia44, a dar la vida por los amigos45.
El laico tiene un tiempo que santificar. Un tiempo que, como pocos, está
en contacto con la muerte y con la vida, en sus multiplísimas formas. La muer-
te interrogándolo y la muerte dejándolo perplejo, la muerte como oscuridad,
como absurdo o como impedimento insuperable. La vida como dilema entre su
belleza perecedera y su esperanza constante. La muerte y la vida de cada hora.
La muerte, el dolor y la vida, triada básica de la pregunta humana, soportal del
tiempo en que el hombre se cuestiona acerca de los propios cimientos que lo
sustentan. ¿Qué es mi vida, que sufre y que va hacia la muerte? ¿Qué es mi do-
lor, por el pierdo vida y me aproximo a la muerte? ¿Qué es mi muerte, enemiga
de mi vida y único y espantoso paliativo de mi dolor?
34. Col. 1, 4.
35. Ordenación General de la Liturgia de las Horas Nº 11.
36. Cf. Rom. 8, 20.
37. Cf. 1, 4.
38. Cf. Const. Past. “Gaudium et Spes” Nº 45.
39. Cf. Jn. 10, 14.
40. Cf. Const. Past. “Gaudium et Spes” Nº 43.
41. Cf. Jn. 17, 18.
42. Cf. Lc. 15, 4-7.
43. Cf. Ib. 15, 11-32.
44. Cf. Hech. 10, 38.
45. Cf. Jn. 15, 13.
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Este enigma que encadena al hombre y del cual sólo puede liberarlo la
fuerza del Evangelio, que lo encadena para sí mismo y para Dios y, de allí, para
su función de relación con el semejante, matándolo con tres preguntas, este ofi-
cio de Tinieblas –Laudes - Vida; Sexta -Dolor; Vísperas – Muerte- “se ilumina
en Cristo”46 para ser, por El, no ya muerte sino resurrección47, no ya dolor sino
gozo48, no ya vida sino vida abundante y plena49.
El laico tiene, en fin, un tiempo que consagrar y una respuesta que dar
urgentemente, “teniendo en cuenta el momento en que vivimos: la noche está
avanzada y se acerca el día”50. Hemos de tomar las ropas de Cristo, teniendo sus
mismos sentimientos51 y ofreciendo constantemente el sacrificio de la alaban-
za52, siendo “testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia en la medida
del don recibido de Cristo”53 con el cual es nuestra comunión y por el cual todos
venimos a ser sarmientos de la vid verdadera que el Padre vendimia a su tiem-
po54.
Si la vid hablase, las uvas serían plegarias. Mediante nuestro injerto en
Cristo, Vid orante, se nos da comunicación con la sabia de Dios que “quiere que
todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad”55 y
con la intercesión del propio Jesús, “que se entregó a sí mismo como rescate
para todos”56. Así, nuestra voz puesta en la de la Iglesia, se transforma en la
“oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre”57.
3. ¿Utopía?
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EL LAICO Y LA LITURGIA DE LAS HORAS
perseverancia orante, fracasos producidos, de común, frente a los golpes de una
vida que, tal como el último Concilio Ecuménico la describe, se encuentra hon-
damente presente en el siglo. Quizás ése que lea piense, en pocas palabras, en
aquéllas ceremonias religiosas que santo Tomás moro describe en su Utopía, tan
unánimes de corazón que resultan casi increíbles. Quizás el que lea, de acuerdo
con su propia experiencia, se diga, con buena fe y ante Dios: “Esto es absurdo.
Yo no puedo llevar a cabo semejante propósito de unirme a Cristo orante. Soy
un laico, no un monje”.
Quien escribe, un laco también, sin embargo, disiente con tal postura,
porque, a su juicio, indica un malentendido: la oración del laico, salvo casos de
verdadera excepción, no debe pretender asemejarse a la de un monje. Más aún:
normalmente se diferenciará de ella, porque debe ser la de un laico y, como tal,
teñida de los elementos buenos y óptimos que esa misma oración lleva implí-
citos. La oración del laico está llamada, a nuestro parecer, a una gran misión:
la de penetrar en le mundo con la mente puesta en el Padre. La de hablar a los
hombres con el corazón depositado en el Hijo. La de actuar, cada día y cada
hora, en cada circunstancia, con la confianza puesta en el Espíritu “que habla
por nosotros”58.
Sabemos ya que la presencia de la Iglesia, con su “finalidad escatoló-
gica de salvación”59 en todas las partes de la comunidad humana es fundamen-
tal, exigida por su misma condición y descrita por su fundador mediante las
palabras “luz, sal y levadura”60. Quienes, perteneciendo a esa sal y ese fermen-
to -claridad, sabor y crecimientos espirituales-, se encuentran destinados a dar
testimonio de íntima comunión a que el Padre nos ha llamado, comunión que
con el Hijo es herencia del Reino futuro que se hace de alguna manera presente
por la caridad61, según su vocación, son los laicos, “partícipes a su manera de la
función real, sacerdotal y profética de Cristo”62.
Es el laico quien tiene, por derecho propio, el inmenso material del
tiempo para elevarlo al Señor, aprovechándolo de acuerdo a la luz que surge de
la Palabra de Dios63. Orando con todas las facetas de su vocación (que eventual-
mente puede llegar a ser muchas). Orando con el mundo sin conformarse con
él64. Buscando el Reino que no es de esta tierra65, según el desafío del Señor:
58. Cf. Lc. 12, 12.
59. Const. Past. Gaudium et Spes” Nº 40.
60. Cf. Mt. 5, 13 y 14; 13, 33.
61. Cf. Mensaje de los Padres Conc. en la Apert. del Conc. Vat. II al mundo Nº 14.
62. Const dogm. “Lumen Gentium” Nº 31.
63. Cf. Ib. Nº 38.
64. Cf. Rom. 12, 2.
65. Cf. Jn. 18, 36.
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el constituye una Iglesia en la tierra que es su Reino en semillas y que, por las
mismas semillas que lleva no es de esta tierra, semilla de una doctrina que no es
de este mundo sino “de Aquél que la envió”66, semillas de un culto que no se tri-
buta al mundo sino a Aquél que lo trasciende todo por medio de Aquél otro que
lo une todo67, y que, al mismo tiempo que es, para los que creen, fuente de agua
viva, manantial de energía68, es un “pregusto” de celebraciones celestiales69.
Todo el cristianismo, para decirlo definitivamente, conoce esta “uto-
pía” de que se lo acusa, la reconoce y la procura70. Quien lo fundó sabía que
la nota más clara la da la cuerda mejor tensada y que el blanco y la punta de la
flecha no pueden ser la misma cosa, a riesgo de poner en peligro la existencia
y la justificación del arquero y su puntería. La conoce pues es enviado por el
que “tanto amó al mundo”71 a no abandonarlo72 hasta que toda criatura oiga la
proclamación del Evangelio73 siempre acompañada de la oración74. La conoce
pues está fundada por quien, siendo “el Primogénito, el Prototipo de la nueva
Humanidad; el Hermano, el Compañero, el Amigo por excelencia, (el que ha)
respetado, realzado y redimido (todo) valor humano”75, en la última hora no se
ha encomendado al hombre, sino a Dios, que “podía salvarlo”76, pero a quien
nadie ha visto77.
La Iglesia, que expresa con la liturgia el florecimiento “en sí de la abun-
dancia de la vida” de que ella toma conciencia al conocerse mejor78, tiene siem-
pre para todos “el mensaje de salvación, de amor y de paz (de) Jesucristo”79 en
cuya difusión ocupa a todos sus hijos sin excepción.
Ni la Iglesia, digamos en conclusión, ni su culto son ajenos al mundo.
Sólo lo contrario se hace a veces cierto y concreto.
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EL LAICO Y LA LITURGIA DE LAS HORAS
4. ¿Práctica?
Ahora bien: ¿qué hace falta para que esto devenga una realidad patente,
un signo, el signo de que los injertados en la Vid hablan con ella y practican el
diálogo divino que el ella se revela, al cual están invitados todos los hombres,
diálogo con Dios, de infinita profundidad, diálogo externo, “impulso íntimo de
caridad que tiende a hacerse don exterior de caridad”80, diálogo en que el inex-
hausto caudal aportado por Dios obliga al hombre a “administrar, a ser ministro
de lo recibido”?
Hace falta, simplemente, tomar conciencia de la calidad “apostólica”
de toda realidad eclesial. “El mismo nombre de Apóstol designa el oficio de
delegación, el que de ningún modo puede dejar de cumplirse”81.
Hace falta ver en el encargado acuciante de orar y velar82 una orienta-
ción de Jesús, hacia el diálogo y hacia la disposición interior, hacia la “diaconía
de los oídos”, e incluso una descripción de la actitud fundamental del hombre
regenerado y redimido en el cosmos.
Hace falta enfocar desde “la auténtica e inenarrable relación dialogal
que instauró Dios Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo”83 , toda la acti-
vidad humana “si (…) queremos comprender cuál sea la relación que debe-
mos entablar” con el mundo84 y hasta qué punto debemos lleva el revestirnos
“de las formas de vida de aquellos a quienes hemos de llevar el mensaje de
Cristo”85. Hasta qué extremo de constante anticipación -en el servicio-, debe-
mos llevar nuestra presencia de cristianos en el mundo, puesto que “Dios nos
amó primero”86. Y hasta qué punto nos hace falta participar “en la misma misión
salvífica de la Iglesia”87.
Puede el laico hacerse uno con la Iglesia en su oración que “hace de to-
dos los que andan dispersos por el mundo un solo corazón y una sola alma”88.
Para ello necesita, evidentemente, formarse. Pero no formarse en ele-
mentos extranjeros a su cultura cristiana. Deberá ser formado, en cambio en
el conocimiento de los elementos más prístinos de la vida cristiana, los más
puros.
80. Enc. “Ecclesiam Suam” AAS. 56 (1964) 639.
81. Ib.
82. Cf . Lc. 18, 1.
83. Enc. “Ecclesiam Suam” AAS. 56 (1964) 642
84. Ib.
85. Ib. AAS. 56 (1964) 644.
86. Cf. 1 Jn. 4, 10.
87. Const. Dogm. “Lumen Gentium” Nº 33.
88. Ordenación General de la Liturgia de las Horas Nº 32.
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Deberá insistirse en la lectura de la Sagrada Escritura, que nutre y que
ha de regir la religión toda pues es “apoyo y vigor de la Iglesia y fortaleza de fe
para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual”94.
Deberá buscarse la familiaridad de cada fiel con esa Palabra como un imperati-
vo, como una prioridad pastoral y como una obligación ante el mundo95. Deberá
empezar a dársele su puesto en la oración privada, perdido para muchos buenos
cristianos.
Deberá tomarse contacto (¡en cuántos casos por primera vez!) nueva-
mente con los Santos Padres, pues “mediante el trato asiduo con los documentos
que presenta la tradición universal de la Iglesia, los lectores son llevados a una
meditación más plena de la Sagrada Escritura y a un amor suave y vivo. Porque
los escritos de los Santos Padres son testigos preclaros de aquella meditación de
la Palabra de Dios, producida a lo largo de los siglos, mediante la cual la Esposa
del Verbo encarnado, es decir, la Iglesia, que tiene consigo el consejo y el Espí-
ritu de su Dios y Esposo, se afana por conseguir una inteligencia más profunda
de la Sagrada Escritura”96.
Deberá aprenderse al ritmo del día eclesial, esto es, al ritmo que impo-
ne una comunidad donde se busca el encuentro con el hermano y con el Padre
común.
Deberá frecuentarse la proximidad del Verbo, “para que velando o
durmiendo vivamos junto a El”97. Deberá buscarse incesantemente la voz del
Cuerpo de Cristo para llevarla al mundo y deberá cosecharse, “probando todo y
escogiendo lo mejor”98, la voz del mundo para que sea redimida por el Señor.
Se deberá, en una palabra, “ser del día”99 para hacer “plegarias, súplicas
y oraciones (por todos…), pues Dios quiere que todos se salven”100; estar en el
día, el día de los hombres, el día de la vida humana, el día de los pobres, de los
pecadores, de los sencillos de corazón, de los soberbios y de los humildes. El
día creado por Dios para su más amada criatura, el hombre, llamado a la convi-
vencia y al diálogo con Dios que hace posible, vivificar y llevar a su plenitud la
presencia entre los semejantes.
94. Conc. Vat. II, Const. Dogm. sobre la Sagrada Revelación “Dei Verbum” Nº 21.
95. Cf. Ib. Nº 25.
96. Ordenación General de la Liturgia de las Horas Nº 164.
97. 1 Tes. 5, 10.
98. Ib. 5, 21.
99. Ib. 5, 8.
100. 1 Tim. 2, 1 4.
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5. Un intento de respuesta
San Benito, escribiendo para los monjes, pedía que “nada se anteponga
a la obra de Dios”101, que nada se anteponga, que nada sea considerado de ma-
yor importancia, que nada obstaculice su realización.
Hoy, tantos siglos después, llevando una vida que dista tanto de esta
que describe el Patriarca de Montecasino, podemos preguntarnos acerca del
valor de esta prescripción. ¿Es realmente posible que la vida de un laico, activa
por definición, le encuentre algún sentido todavía? ¿Es realmente posible usar
la fuerza de la oración hoy para los actos de hoy? ¿Es realmente posible com-
portarse “como adoradores en todo lugar”102? ¿Es realmente posible contemplar
aún? ¿Es realmente posible experimentar en la oración el gozo del salmista ante
la unidad fraterna103? ¿Es realmente posible enriquecer al mundo mediante esta
Liturgia de las Horas?
Confesamos no saber la totalidad de las respuestas a estas preguntas.
Confesamos, eso sí, nuestra fe en que es posible dar a todas una respuesta afir-
mativa. Sabemos, eso sí, que el tiempo de Dios en que se convierte el instante
humano cuando es elevado hacia Aquél que lo creó, es una reactualización de
las palabras joánicas: la comunión de nuestro tiempo es con el Padre, por el Hijo
y en el Espíritu Santo. Es mucho lo que le cabe al laico por conocer y explorar
en el terreno de su propia vocación, con paciencia, con fe y con obras. Con ello
se cumplirá, seguramente, aquello que Pablo VI señalaba como necesario: “Que
la Iglesia dirija su mirada al fondo de su ser”104.
16
BREVE DIÁLOGO SOBRE LA PUREZA DE CORAZÓN CON
UN MONJE LUTERANO1 “
Pedro Edmundo Gómez, osb2
“Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).
El tema que nos ocupa y preocupa es la pureza de corazón. Espontánea-
mente se lo relaciona con la sexualidad, con la virtud de la pureza, como equi-
valente positivo e interiorizado del sexto mandamiento: “No cometerás actos
impuros”. Esta es la interpretación predominante a partir del siglo XIX hasta
nuestros días, pero no siempre ha sido así.
En la Sagrada Escritura leemos: “¿Quién pude subir al monte del Se-
ñor? ¿Quién podrá estar en el recinto sacro? El de manos inocentes y puro co-
razón” (Sal 24, 3), en sentido exterior: ritual-cultual, no contaminado. También
tiene un sentido interior: circuncisión del corazón3 o en el Salmo: “Crea en
mi, oh Dios, un corazón puro” (Sal 50, 12). En el Nuevo Testamento no se
trata de una virtud particular, sino una cualidad que debe acompañar a todas
las virtudes, para que no sean espléndidos vicios. La castidad (dominio de sí,
templanza) ocupa su puesto, pero secundario. “Para los puros todo es puro, para
los incrédulos contaminados nada es puro, porque tienen contaminada la mente
y la conciencia” (Tt 1,15).
En los Padres la interpretación toma tres direcciones fundamentales:
a) moral (rectitud de intención – Agustín de Hipona, continuada en Ignacio de
Loyola); b) mística (visión de Dios – Gregorio de Nisa, continuada en Bernardo
de Claraval, Buenaventura y los místicos renanos); y c) ascética (lucha contra
las pasiones de la carne – en cierta forma Juan Crisóstomo, siglo XIX en ade-
lante).
En esta oportunidad en lugar de recurrir a la Colación I de Juan Ca-
siano, la conocida conferencia del Abad Moisés sobre el fin y el objetivo de
la vida monástica4, intentaremos “dialogar” brevemente con un “monje lute-
rano” (el oxímoron es intencional ya que Lutero escribió y luchó Contra los
votos monásticos), nos referimos al filósofo y pastor danés: Sören Kierkegaard
(1813-1855). Lo haremos recogiendo seis “migajas” de su tratado La pureza
de corazón es querer una sola cosa, que es el primero de los veinte Discursos
Edificantes de Diverso Tenor (Copenhagen 13 de marzo de 1843), en los cuales
17
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BREVE DIÁLOGO SOBRE LA PUREZA DE CORAZÓN CON
UN MONJE LUTERANO
e interesante: la de la pureza como unificación interior que se obtiene deseando
una cosa sola, cuando esta «cosa» es Dios. Escribe San Bernardo: «Bienaven-
turados los puros de corazón porque verán a Dios. Como si dijera: purifica el
corazón, sepárate de todo, sé monje, sólo, busca una cosa sola del Señor y per-
síguela (Sal 27, 4), libérate de todo y verás a Dios (Sal 46, 11)»…”10.
En una palabra, la puritas cordis hace al monachos, unificado, indiviso,
uno, porque el misterio que le atrae y en el que se deja adentrar, no sin “temor y
temblor”, es esencialmente uno y por lo mismo unificante. “El Señor le replicó:
-Marta, Marta, te preocupas y te inquietas por muchas cosas, cuando una sola es
necesaria. María escogió la mejor parte y no le será quitada” (Lc 10, 41-42).
Kierkegaard dixit: “Para querer una cosa se debe querer el Bien. Ahí
está lo primero, la posibilidad de capacitarse para querer una cosa. Pero en
cuanto a querer genuinamente una cosa, no debe sino querer el Bien. Por otro
lado, en cuanto al acto de querer el Bien, a quien no lo quiere de verdad debe-
mos considerarlo de doble mentalidad. (La doblez consiste en dividir la natura-
leza del Bien que éste mantiene unido por toda la eternidad: la doblez estriba
en unir lo que el Bien ha mantenido separado en el tiempo. La persona de doble
mentalidad olvida lo Eterno y es así como hace mal empleo del tiempo, no me-
nos que de la eternidad)”11.
19
COLOQUIO XVI, N° 59, 2014
20
chos.
Kierkegaard dixit: “Hay una clase de doblez que, por su índole intensa
y activa de íntima coherencia, quiere en apariencia el Bien, pero se engaña
pues quiere cualquier otra cosa. Es decir, siempre que aspira al Bien con miras
a la recompensa, por miedo al castigo o como una forma de autoafirmación.
Hay todavía otra clase de doblez que se origina en la debilidad, la más común
entre los hombres, una versátil mentalidad que quiere el Bien con cierta since-
ridad, pero únicamente lo quiere ‘de modo gradual’…”16.
IV. Vuelvo a insistir: ¿Qué hay que querer para ser puro de corazón?, y agregaría
una más, ya que la anterior hace referencia a la voluntad, ¿qué papel juega la
inteligencia en la pureza de corazón?
Kierkegaard dixit: “Si uno quisiera una sola cosa, en tal caso debe
querer el Bien, porque sólo de esta manera le será posible querer una sola
16 La pureza de corazón es querer una sola cosa, pp. 137-139.
17 http://www.sorenkierkegaard.com.ar
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BREVE DIÁLOGO SOBRE LA PUREZA DE CORAZÓN CON
UN MONJE LUTERANO
los indecisos! Porque el entregarse al Bien es una total decisión anímica, y no
es factible por medio de la astucia y de la adulación de la lengua afirmarse en
Dios, en el supuesto de que el corazón esté lejos. No, puesto que Dios es espíritu
y verdad, sólo se puede permanecer cerca de El con sinceridad, por querer ser
santo, como El es santo por pureza de corazón”20.
VI. Paul Ricoeur, otro hermano hijo de la Reforma, ha dicho “el signo da que
pensar”, ¿podrías regalarnos, para concluir nuestro breve diálogo, un signo para
seguir pensando la “pureza de corazón”?
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COLOQUIO XVI, N° 59, 2014
que siempre es puro... similar al hombre que quisiera una sola cosa. Así como
el mar, cuando está calmo y profundamente transparente, refleja lo celeste, lo
mismo pasa con el corazón puro, cuando esta en calma y profundamente trans-
parente, anhela ansiosamente el Bien. Como el mar se hace puro sólo por su
impulso hacia arriba, así también el corazón se purifica al anhelar únicamente
el Bien. Así como el mar espejea la elevación de los cielos en sus profundidades
puras, así también el corazón, si está calmo y profundo en transparencia es-
pejea la divina elevación del Bien en sus puras profundidades. Cuando ocurre
de esta manera entre el cielo y el mar, entre el corazón y el Bien entonces es
posible afirmar que existiría una limpia impaciencia para codiciar un elevado
reflejo. Porque si el mar es impuro resulta incapaz de proporcionar un puro
reflejo del cielo”21.
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EL TRABAJO Y LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA
SEGÚN EL PAPA FRANCISCO Y LA REGLA DE SAN BENITO
1. Introducción
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COLOQUIO XVI, N° 59, 2014
incluye, entre otras cosas, mostrar más por imágenes que por conceptos.
En ellos es muy clara la convicción de que una dimensión esencial en la
vida del monje es trabajar. El primer apotegma del considerado primer monje,
abba Antonio, dice así:
El santo abba Antonio, mientras vivía en el desierto, cayó en la acedia y
se oscurecieron sus pensamientos. Dijo a Dios: “Señor, quiero salvar mi alma,
pero los pensamientos no me dejan. ¿Qué he de hacer en mi aflicción? ¿Cómo
me salvaré?”. Poco después, cuando se levantaba para irse, vio Antonio a un
hombre como él, trabajando sentado, que se levantaba de su trabajo para orar,
y sentábase de nuevo para trenzar una cuerda, y se alzaba para orar, y era un
ángel del Señor, enviado para corregir y consolar a Antonio. Y oyó al ángel que
le decía: “Haz esto y serás salvo”. Al oír estas palabras sintió mucha alegría y
fuerza, y obrando de esa manera se salvó.
Dejamos para más abajo la reflexión sobre este texto, sólo resaltamos la
aparición de la acedia (volverá a ser el tema de san Benito y el trabajo) y, tam-
bién el rol fundamental del trabajo para “salvar” la crisis interior de Antonio.
Otro apotegma muy fuerte es sobre abba Arsenio. Él había sido tutor de
los hijos del emperador, y prefirió dejar su vida en la corte imperial para hacerse
monje en los duros desiertos egipcios:
Alguien dijo al bienaventurado Arsenio: “¿Cómo es que nosotros no
tenemos nada, con toda nuestra educación y sabiduría, mientras que estos cam-
pesinos y egipcios adquieren tantas virtudes?”. Le respondió abba Arsenio:
“Nosotros no sacamos nada de nuestra educación secular, pero estos campesi-
nos y egipcios adquieren las virtudes por sus trabajos”. (Arsenio 43)
Con el paso de los siglos Doroteo de Gaza encontró la justificación
bíblica de ese fenómeno narrado en el apotegma y, en su gran Conferencia 2
sobre la humildad, comentando la expresión del salmo 24: Mira mis trabajos y
humillaciones, y perdona todos mis pecados, decía:
En el Libro de los Ancianos2 se cuenta que un hermano le preguntó a
un anciano: ¿Qué es la humildad? El anciano respondió: La humildad es una
obra grande y divina. El camino de la humildad son los trabajos corporales
realizados “con sabiduría”; el tenerse por inferior a todos, y orar a Dios sin
cesar. Ese es el camino de la humildad, pero la humildad misma es divina e
incomprensible... Pero, ¿por qué se dice que los trabajos corporales llevan al
alma a la humildad? ¿Cómo pueden los trabajos corporales ser virtud del alma?
2 Nombre que toma la compilación de apotegmas de los Padres del desierto y que pare-
ciera fue hecha en Gaza en tiempos de Doroteo. REGNAULT L., Les Apophtegmes des Pères en
Palestine aux V-VI siècles, en Irén 54 (1981), 327.
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EL TRABAJO Y LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA
SEGÚN EL PAPA FRANCISCO Y LA REGLA DE SAN BENITO
(Final de la Conferencia 2)
Es tan importante el valor que estos monjes le asignan al trabajo que se
nos dice que un anciano, no necesitando trabajar, deshacía durante la noche las
canastas que había hecho durante el día. Y en la mañana siguiente comenzaba
de cero su trabajo.
Y estos textos de estos primeros siglos monásticos podrían multiplicar-
se al infinito. Pero vale destacar uno más:
Unos monjes, de los llamados euquitas (en griego significa “orantes”),
fueron una vez donde abba Lucio, en el Ennatón, y el anciano les preguntó:
“¿Qué trabajo manual hacéis?”. Ellos respondieron: “Nosotros no hacemos
trabajo manual, sino que, como dice el Apóstol, oramos incesantemente” (cfr
1 Tes 5, 17). El anciano les dijo: “¿Acaso no coméis?”. Y respondieron: “Sí”.
Les preguntó: “Cuando coméis, ¿quién ora por vosotros?”. Y después les dijo:
“¿Acaso no dormís?”. Respondieron: “Sí”. Y les dijo el anciano: “Y mientras
dormís, ¿quién ora por vosotros?”. Y no encontraban qué responder a lo que
les decía. Él les dijo: “Perdonadme, pero vosotros no hacéis lo que decís. Yo
os enseñaré cómo oro, mientras trabajo incesantemente con las manos. Estoy
sentado con Dios, tejiendo mis pequeños ramos y haciendo esteras con ellos,
y mientras tanto digo: Perdóname, oh Dios, por tu gran misericordia, y por tu
gran piedad borra mi pecado”. Les dijo: ¿No es oración esto? Le respondie-
ron: “Sí”. Él les dijo: Cuando he pasado todo el día trabajando manualmente y
orando, reúno más o menos dieciséis monedas. Doy dos de ellas en la portería,
y con las restantes, como; y el que toma las dos monedas ora por mí cuando yo
como o duermo. De este modo, por la gracia de Dios, se realiza en mí aquello
de orar incesantemente”.
Este texto resalta más el valor fundamental que le daban al trabajo, ya
que había dos grupos monásticos que lo rechazaban como indigno del monje y
del cristiano y del consagrado a Cristo: los euquitas (orantes, en griego), y los
mesalianos (orantes, en siríaco). Hay varios apotegmas que se burlan de ellos,
resaltando que el hombre no es puro espíritu. Estos monjes alegaban el llamado
del Apóstol a “orar si cesar”, tal como aparece en 1Tesalonicenses 5, 17. Sin
embargo se ve que no leían los textos enteros, ya que las dos epístolas a los
Tesalonicenses son las dos que más resaltan el valor de trabajo manual para el
cristiano como fruto de la Encarnación, junto con la oración, estableciendo la
máxima que dice: “el que no trabaja, que no coma” (2Tes 3,10-12; cfr.2Tes 3,8
27
COLOQUIO XVI, N° 59, 2014
y 1Tes 2,9; 4,113). En estos pasajes el Apóstol no sólo habla de trabajar “con las
manos”, sino que presenta su propio ejemplo de trabajar (fabricaba tiendas), a
pesar de su ardua tarea apostólica.
Sin embargo, para la reflexión teológica sobre el valor y sentido del
trabajo hay que esperar hasta el siglo VI, en que las tradiciones van decantando
más y, por las excusas, necesitan ser refrescadas desde sus raíces y fundamen-
tos.
Gracias a la brevedad del texto legislativo, san Benito abre las puertas
para que podamos comprender por dónde viene esta valoración del trabajo en la
vida humana y, también, porqué se puede decir que es el trabajo quien dignifica
al monje, y no el monje al trabajo.
Por un lado, tal como lo vimos en el texto de Doroteo citado, y que es
casi contemporáneo a san Benito, el trabajo ordena el mundo interior del monje,
librándolo de la ociosidad que, tal como decía la tradición de Evagrio Póntico,
es el vicio que mata el alma y, puede ser también, el cuerpo. Basta leer sus tex-
tos.
De hecho el capítulo de san Benito sobre el trabajo comienza así:
1
La ociosidad es enemiga del alma. Por eso los hermanos deben ocu-
parse en ciertos tiempos en el trabajo manual, y a ciertas horas en la lectura
espiritual. 2 Creemos, por lo tanto, que ambas ocupaciones pueden ordenarse
de la manera siguiente:
3
Desde Pascua hasta el catorce de septiembre, desde la mañana, al
salir de Prima, hasta aproximadamente la hora cuarta, trabajen en lo que sea
necesario. 4 Desde la hora cuarta hasta aproximadamente la hora de sexta,
3 Los pasajes enteros dicen así: 2Tes 3,8: ni comimos de balde el pan de nadie, sino que
día y noche con fatiga y cansancio trabajamos para no ser una carga a ninguno de vosotros;
2 Tes 3, 10-12: Además, cuando estábamos entre vosotros os mandábamos esto: Si alguno no
quiere trabajar, que tampoco coma. Porque nos hemos enterado que hay entre vosotros algunos
que viven desordenadamente, sin trabajar nada, pero metiéndose en todo. A ésos les mandamos
y les exhortamos en el Señor Jesucristo a que trabajen con sosiego para comer su propio pan; 1
Tes 2,9: Pues recordáis, hermanos, nuestros trabajos y fatigas. Trabajando día y noche, para no
ser gravosos a ninguno de vosotros, os proclamamos el Evangelio de Dios; 1 Tes 4,11: Pero os
exhortamos, hermanos, a que sigáis progresando más y más, y a esmeraros en vivir con tran-
quilidad, ocupándoos en vuestros asuntos, y trabajando con vuestras manos, como os lo tenemos
ordenado, a fin de que viváis dignamente (“honeste”, Vulgata) ante los de fuera, y no necesitéis
de nadie.
28
EL TRABAJO Y LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA
SEGÚN EL PAPA FRANCISCO Y LA REGLA DE SAN BENITO
dedíquense a la lectura.
8
Mire por su alma, acordándose siempre de aquello del Apóstol: "Quien
bien administra, se procura un buen puesto" (1 Tm 3,13). 9 Cuide con toda so-
licitud de los enfermos, niños, huéspedes y pobres, sabiendo que, sin duda, de
todos éstos ha de dar cuenta en el día del juicio.
10
Mire todos los utensilios y bienes del monasterio como si fuesen vasos sagra-
dos del altar. 11 No trate nada con negligencia. 12 No sea avaro ni pródigo, ni
dilapide los bienes del monasterio. Obre en todo con mesura y según el man-
dato del abad…
18
Dense las cosas que se han de dar, y pídanse las que se han de pedir, en las
horas que corresponde, 19 para que nadie se perturbe ni aflija en la casa de
Dios. (c. 31)
29
COLOQUIO XVI, N° 59, 2014
que pasa a ser “casa de Dios”. Y de allí, todos los “utensilios” que puede haber
en una casa, son revestidos de una cualidad que los hace semejantes a los “vasos
sagrados” con los que se celebra el Misterio Eucarístico. Para san Benito pasan
a ser cuasi sacramentales, contienen una presencia Pascual. Así deben ver los
monjes y los miembros de una familia los bienes que están en la casa de Dios.
Y del ver las cosas bajo esta nueva luz de la Fe Pascual, brota una atención y un
cuidado por las cosas más pequeñas del monasterio (utensilios) que transforman
el obrar del monje y de todo aquel que trabaja con ese espíritu de Fe. El tener
que cuidar y limpiar cosas tan valiosas, las cosas de Dios, otorga una dignidad
al que las hace que lo va transformando en un cooperador de Dios. Esto era
una realidad en el Antiguo Testamento: lo candidatos jóvenes al sacerdocio del
Templo no podían tocar ciertos objetos hasta que cumpliesen 50 años, porque
todavía su interior no podía entender lo que tendría entre sus manos. Pero ahora,
por la Encarnación y por el Misterio Pascual todas las cosas se han revestido de
una sacralidad que santifica a quien cuidad de ellas. Se dice que el Santo Padre
está por sacar una Encíclica sobre la Ecología. Para nosotros la Ecología no es
simplemente cuidar cosas materiales porque son escasas, es cuidar la obra de
Dios, en las cuales quiso encarnarse y estar presente como en el trigo, en el vino,
en el agua, en el óleo, etc.
El obrar y el trabajo son realidades objetivas por las cuales es el hom-
bre, no las cosas, el que debe conformarse a la naturaleza de las cosas. Su aten-
ción y demás disposiciones interiores brotan del saber qué tiene entre sus manos
para hacer. A partir de la Encarnación y Pascua de Cristo (“cuide los utensilios
como vasos sagrados del altar”), las realidades de este mundo, las materiales
incluidas (o, mejor dicho, en primer lugar) han quedado revestidas de una dig-
nidad proporcionales a lo que significa el Misterio Pascual, tal como es cantado
en el Pregón de la Vigilia: Inefable misterio por el cual se unen lo humano con
lo divino. Particularmente en la Ascensión, la materia ha alcanzado su máxima
potencialidad: entrar en la presencia de lo divino y estar sentada a la derecha del
Padre. Es lo que celebra la Iglesia en cada liturgia (y ahora, junto con el coro de
los ángeles cantamos llenos de jubilo diciendo: Santo, Santo, Santo…)
A partir de la Ascensión de Cristo y la entrada del hombre en el seno
de lo divino, toda nuestra vida se desarrolla en su Presencia de Dios (san Pablo
dice: “Ya que habéis resucitado con Cristo… vuestra vida está escondida con
Cristo en Dios). Y de esta nueva realidad de su ser, de la cual san León Magno
(año 430) llamaba a tomar conciencia (reconoce, cristiano, tu dignidad), de este
nuevo marco de vida, la vida y conducta del hombre es transformada. Y como
el lugar en el que se reconoce máximamente esta nueva realidad es la liturgia,
30
EL TRABAJO Y LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA
SEGÚN EL PAPA FRANCISCO Y LA REGLA DE SAN BENITO
se ha dicho que la espiritualidad y la vida del monje y de todo cristiano, es una
espiritualidad litúrgica.
Se ha dicho que la espiritualidad litúrgica es saber llevar a todos los rin-
cones de la vida aquello que se celebra en la liturgia. Sin embargo Jean Corbon,
uno de los redactores del Catecismo de la Iglesia Católica, hace una precisión
que es muy importante tener en cuenta para el tema que estamos tratando. Él
dice: la espiritualidad litúrgica no consiste en llevar la luz del Misterio Pascual a
todo aquello que no es celebración litúrgica (p. ej. el trabajo). La espiritualidad
litúrgica no es llevar la mirada Pascual allí donde NO está. La espiritualidad
litúrgica es saber descubrir en todas las cosas la presencia del Misterio Pascual y
reconocerlo en ellas, presente. No se trata de llevar algo a donde no está, sino de
reconocerlo que está en ellos. Eso es la Fe y la espiritualidad litúrgica. Cuando
se ha alcanzado a ver en cada cosa esa presencia Pascual, entonces se integrará
la vida del hombre, que tiende a quebrar y disociar lo que celebra con lo que
vive.
Bajo esta perspectiva, no es el hombre quien dignifica y lleva la digni-
dad al trabajo y sus instrumentos, gracias a su Fe e integridad de vida recibida
en el Bautismo. Desde la Encarnación y Resurrección todo cambió. Todo aque-
llo que fue asumido por Cristo (incluso el trabajo) ahora es fuente de santidad
para quien lo asume y realiza. La Fe no agrega cosas a la realidad, sino que per-
mite ver lo que en ellas hay. Y si bien el trabajo puede, en muchas cosas, parecer
todavía cargado por la maldición del Génesis (ganarás tu pan con el sudor de tu
frente), sin embargo ahora esa maldición, ese peso, esa carga, bajo la presencia
de la Cruz, queda revestida del Misterio Pascual, que siempre implicará la Cruz.
Esa es la mirada que tiene san Benito sobre toda la vida del monje y del cristia-
no, tal como se desarrolla en la Casa de Dios.
Y ahora podemos señalar la coherencia de aquellos monjes mesalianos,
que no aceptaban trabajar, como indigno para el monje y el cristiano. Ellos tam-
poco aceptaban los sacramentos. Ellos no podían concebir que la santidad de
Cristo estuviese presente en algo tan vil como la materia (pan, vino, óleo, agua,
trabajo). No. La santidad viene por un contacto directo, espiritual, del alma con
Dios. La dignidad del hombre sólo está en su espíritu y este debe tomar contacto
con la espiritualidad de Dios. Negaban la Encarnación. Arrio también. Y es en
esto en lo que el Papa Francisco ha insistido tanto como un rasgo de la espiritua-
lidad moderna: se ha hecho gnóstica, es decir, una espiritualidad que no puede
concebir la presencia divina fuera del espíritu y del intelecto. Se trata más de
un contacto espiritual que sacramental. Y el sacramental, tal como lo enseñaba
el benedictino Odo Casel, es contacto sensible, material e inmediato que nos
santifica. Es así como actúan la Eucaristía, el Crisma, el Bautismo y los demás
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EL TRABAJO Y LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA
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hombre quien por su Fe mete la presencia de Dios donde no está. No. La Fe sólo
reconoce lo que está. De allí que un san Benito no dudase en llamar al canto de
la liturgia Opus Dei (Obra de Dios) Eso no quita que sea también obra del hom-
bre. Desde la Pascua de Cristo toda la vida del cristiano es un obrar conjunto,
humano-divino, que nos puede parecer pobre cuando lo miramos bajo nuestros
ojos naturales, pero que adquieren toda su dimensión cuando se los vive en la
Fe. Obra de Dios y del hombre no es sólo la liturgia. Ahora la liturgia pasó a
ser modelo de toda obra que haga el hombre. Es por eso que muchas veces en
los gestos y forma de saludarse y comportarse los religiosos fuera del oratorio,
adquieren un carácter casi litúrgico. Una inclinación al cruzarse, un saludo de
bendición, una genuflexión, etc. etc. Para san Benito en toda obra, están los
dos, Dios y el hombre, pero como nuestra tendencia es a vernos sólo a nosotros
mismos, prefería poner por orden de jerarquía las cosas como realmente son,
no como nosotros las vemos: lo primero es la Obra de Dios, Opus Dei. Antes
de san Benito era más claro cómo ellos llamaban Opus Dei a toda la vida del
monje, del hombre. Por ejemplo en la Vida de san Martín de Tours. Pero quien
ayunaba era Martín, sin embargo ellos decían: está haciendo la obra de Dios, el
trabajo de Dios. Y de él vino su dignidad y su divinización.
5. Conclusión
¿Está equivocado o va contra la tradición que el Papa Francisco diga
que el trabajo y el llevar el pan a la mesa dignifica al hombre? No. En un mundo
transformado por el Misterio Pascual de Cristo, es el contacto por la Fe con las
cosas materiales, transfiguradas por su Presencia, la que poco a poco va llegan-
do a los rincones interiores del hombre por medio de todo aquello que implica
el Misterio Pascual: la Cruz. La paciencia, la humillación, la fatiga, el sudor,
su debilidad para poder aguantar el peso, las debilidades, todas esas virtudes
heroicas del alma sólo llegan cuando primero el hombre ha sido tocado en su
cuerpo por el peso y el dolor de los trabajos diarios, de cualquier naturaleza que
sea. Esa es la dinámica de lo sacramental, inaugurada con la Resurrección de
Cristo. Pero sí, es verdad, el trabajo dignifica al hombre, al Hijo del Hombre,
que trabajó en Sábado, porque el Padre seguía trabajando (cfr. Jn 5, 17). El Pa-
dre nunca dejó de trabajar. Y por eso el hombre nunca dejará de realizar lo que
más dignidad puede darle: realizar la Obra (trabajo) de Dios.
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La zona de San Benito tenía, por aquella época, calles pobladas entre
Cabildo y Luis María Campos, pero muy escasas en el bajo y todavía menos y
muy pobres frente al hipódromo. Además, desde la Redonda de Belgrano, que
era la iglesia matriz, hasta plaza Italia y aún hasta San Agustín sólo existían la
Iglesia de Guadalupe y la del Rosario, pero bastante alejadas. Era entonces, la
de San Benito, un área de servicio muy extenso y, sobre todo, muy distante del
templo. Por lo tanto, había que acortar las distancias y atender, en algún punto
estratégico, a los más necesitados. Por eso, fue menester tender un puente de
caridad entre ellos y la parroquia.
De este modo nació el Centro de Acción Parroquial, que fue el primer
punto de apostolado extramuros. Fue abierto, según palabras del P. Azcárate, en
un “cuchitril medio en ruinas de tres por tres metros y medio y al descampado”
en la calle Báez 585, por entonces sin adoquinar y sin aceras. Su objetivo era
el de brindar cultura religiosa popular y, a la vez, asistencia social, clases de
religión, bautismos, asistencia médica, y clases y cursos en general.
Esta obra, con el correr del tiempo se trasladó a Arce 275 y, finalmente
el 25 de septiembre de 1933, a Arévalo 2986, en casa propia, con dos puertas de
entrada y dos pisos, donde se impartían clases, lecciones, conferencias, cursos
de distinto tipo, todo esto acompañado de visitas domiciliarias a necesitados y
enfermos.
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HACIA EL CENTENARIO X
1931 y dieron las primeras conferencias Mons. Figueroa y Mons. Caggiano. El
12 de octubre de 1932 se oficializaron los 12 primeros socios, siendo elegido
Presidente el Dr. Rafael Benedit, Secretario el Ing. Maciel y Tesorero el Ing.
Eliseo Carrillo. Tras el deceso del Dr. Benedit en 1934 fue elegido presidente
el Sr. Ernesto Dubourg a quien sucedió el Sr. Agustín Pestalardo hasta 1944.
Fueron también Presidentes los Sres. Fring, Maciel, Bordelois y Peralta.
En cuanto a las actividades del Centro, aparte de su formación religiosa
y cultural, desde el principio colaboró en obras parroquiales y de apostolado,
especialmente en el Hogar Obrero, donde el Dr. Pestalardo y otros socios dieron
conferencias y sostuvieron esa obra con gran eficacia, lo mismo que la Comi-
sión de Caridad, el Consultorio Médico y demás obras sociales.
Del Centro de Hombres se desprendió la Asociación de Amigos de la
Parroquia con el Dr. Pestalardo como presidente y con una destacada actuación
del Ing. Rodolfo Santángelo. También del mismo Centro surgió la Conferencia
Vicentina de Varones, siendo su Presidente fundador el Ing. Maciel, y luego
durante 20 años el Dr. Guillermo Lafaille.
El Círculo de Señoras fue fundado también en 1931 y oficializado en
1932, su primera Presidenta fue la Sra. Amalia Estrada de Shaw contando con
21 socias. El Círculo llevó el peso principal de todas las actividades parroquia-
les. Su primera actuación fue en la Cruzada de Caridad organizada por el Epis-
copado Argentino. Realizaron el primer censo parroquial, organizaron el primer
grupo de manzaneras, ayudadas por las Celadoras del Apostolado. Así se pudo
tener un conocimiento exacto de las necesidades espirituales y materiales de la
parroquia. De esta Cruzada surgió en San Benito la Comisión de Caridad que
atendió durante muchos años a los pobres de la parroquia, bajo la Presidencia
de la Sra. Ana Z. de Poltera. De 1932 a 1934 fue Presidenta la Srta. María Elena
Torres. Fueron años de gran fecundidad en obras parroquiales: se fundaron los
Benjamines, la escuela benedictina de religión, el Taller litúrgico, las clases de
Canto gregoriano, los Cursos de economía doméstica, el Catecismo en las fá-
bricas, y el Consultorio médico gratuito. De 1934 a 1935 fue Presidenta la Sra.
Filomena Yarussi de Santángelo. Entre los años 1935 y 1944 dirigió el Círculo
desarrollando una gran actividad la Sra. Julia Benedit de Suarez. Se fundaron
en este período las Amigas de la Parroquia, el Círculo de Empleadas de servicio
doméstico, el Comedor económico, la Asociación de Escritoras y Publicistas
Católicas, y el Hogar San Andrés. Desde 1944 hasta 1954 ejerció la Presidencia
la Sra. Angélica Podestá de La Valle. Durante este período, además de la con-
tinuidad de las obras mencionadas, se fundó la Liga de Madres de familia y el
Círculo participó activamente en la recolección de fondos para la construcción
de la Iglesia Abacial. Desde 1954 hasta 1964 se desempeñó como eficaz Presi-
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El Centro de Jóvenes
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HACIA EL CENTENARIO X
El Centro tuvo una destacada actuación en el Congreso de la Juventud
de 1946. A partir de 1948 se dio gran trascendencia al apostolado en grupos de
uni-versitarios, empleados y secundarios con reuniones especializadas. Desde
sus inicios el centro se caracterizó por la sólida formación espiritual y cultural
de sus miembros, varios de los cuales pasaron a integrar el Consejo Arquidioce-
sano. Fueron sus asesores espirituales los PP. Benito López, Luis Cazalou, Raúl
Arrieta y Jorge Hall.
El Círculo de Señoritas se inició en 1931 bajo la advocación de Santa
Escolástica. Monseñor Fassolino les predicó un retiro preparatorio antes de ser
oficializadas en 1932. Su primera Presidenta fue la Srta. María Esther Berna-
bó, a quien sucedieron las Srtas. Olga Villa, María Cristina García Butell, Elsa
Biester, Alicia Lernourd, Marta Tello, María Herminia Santángelo, Marta Peña,
Celia Lernourd, Matilde Courreges, Nélida Villegas Basavilbaso, Nelly Antelo,
Nina Villar, Cristina Gorch, Alejandra García Morillo y Ana María Guiroy.
El Círculo colaboró eficazmente con el C. de Señoras en el Hogar del
Niño, en el Consultorio San Benito, en los Hogares obreros como maestras de
idiomas, taquigrafía y otras materias; en el catecismo al personal de servicio
doméstico. Realizaron las campañas de Navidad, del cumplimiento pascual y la
Misión de María. Como Manzaneras cumplieron la visita periódica a las fami-
lias de veinte manzanas de la parroquia. Cooperaron con gran dedicación en las
campañas para la construcción de la Iglesia abacial. Tuvieron a su cargo tam-
bién la formación de las Niñas católicas y las Aspirantes de la A.C. Fueron sus
asesores los PP. Andrés Azcárate, Manuel Mahave, Pablo Gutiérrez, Lorenzo
Molinero, Raúl Arrieta y Gabino Mendía.
La Academia Benedictina de Maestras y Profesoras fue fundada por el
P. Azcárate antes de la existencia de la parroquia, el 27 de noviembre de 1926.
Fue formada a partir del Coro de Maestras Oblatas con el fin de perfeccionar la
formación espiritual de las socias y de otras maestras, y prepararlas para un me-
jor apostolado en las escuelas como maestras católicas. Su objetivo fue triple:
acción cultural, acción religioso-social y ayuda mutua. Organizaron Conferen-
cias sobre temas variados, siempre en el ámbito de la cultura y la pedagogía.
En 1932 se adhirió a la A. C. parroquial. Fue la cuna del Sindicato de Maestras
Católicas y de la Confederación de Maestros Católicos y Profesores. Fueron
Presidentas: Amalia Hepper, Alicia Roverano, Agueda Chirieleison de Lapadu-
la, Lucrecia Carman de Segré, Rosalinda Ronconi, Adela León Borda, Josefa
Tordesillas, Amalia Galileano y Laura Quinteros. Varias de sus socias abrazaron
la vida religiosa: Elena Santángelo, Clara de Toro y Gómez, Stina Sobral, Néli-
da Correa Avila, Ester Carvajal, Avelina Peydro, Elsa Martínez Echenique.
El Círculo Excelsior de estudiantes católicos derivó de la Academia
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Cardoso, María Ester Bernabó de Calatroni, María Teresa Spain Garat, Haydée
Courreges, Beatriz L. de Cohen e Irene de Pestalardo.
Otra de las obras de apostolado religioso y social más importantes de la
parroquia, dirigida por el Círculo de Señoras de la A.C. fue la creación en 1934
del Consultorio Médico gratuito, que funcionó durante veinte años, atendido
por un cuerpo de médicos católicos que prestaban sus servicios generosamente
con la ayuda de un grupo de enfermeras.
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Sala de radiografías
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La Asociación de Martas
El Taller Litúrgico fue ideado y dirigido por las Oblatas. Fue de una
gran utilidad, se ocuparon durante años de confeccionar ornamentos nuevos
y arreglar los antiguos, contribuyendo de ese modo a realzar el culto divino y
dotando de ornamentos dignos a iglesias pobres.
También merece mencionarse de modo específico a los Coros grego-
rianos formados inicialmente por el P. Nicolás Rubín con los Oblatos. En los
primeros años de la A.C. se daban clases de liturgia y canto a las cuatro ramas.
Ayudó en este tarea al P. Nicolás, el P. Clemente Martínez. Luego se formó el
Coro de Señoritas dirigido por Matilde Santángelo y María Elena Lagos, super-
visado por los PP. Nicolás Rubín, Gabino Mendía y Bernardo García. El Coro
del Hogar Obrero San Benito fue formado por la Sra. Julia B. de Suárez y can-
taba en la Capilla del Santo Cristo hasta la formación de la parroquia de Santa
Adela.
Una actividad extraparroquial digna de ser mencionada es la de los Se-
minarios Catequísticos Arquidiocesanos, cuya finalidad era formar catequistas
diplomados, y que llegaron al número de veinte, diseminados por toda la ciudad.
Fueron más de cien los sacerdotes que dictaron clases en distintas asignaturas.
El Arzobispo, Mons. Copello, nombró Director General al P. Andrés Azcárate.
Continuará…
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ISSN 0329-7292
Ediciones
San Benito
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