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+EL ECUMENISMO DEL CONCILIO

VATICANO II.
UN INTENTO DE AMPLIACIÓN DEL DOCUMENTO DE LA FSSPX “DEL
ECUMENISMO A LA APOSTASÍA SILENCIOSA”.

(SEGUNDA EDICIÓN AMPLIADA).

“Los puntos capitales de la filosofía de Santo Tomás no deben colocarse en el género de las
opiniones a cuyo propósito cabe disputar en uno u en otro sentido, sino que deben más bien mirarse
como los fundamentos sobre los cuales se encuentra establecida toda la ciencia de las cosas humanas y
divinas; y si se los retira o se los altera de cualquier manera que sea, de ello resulta entonces
necesariamente la consecuencia de que los estudiantes en ciencias sagradas ni siquiera perciben ya el
significado de las palabras con las cuales los dogmas que Dios ha revelado se proponen por el
Magisterio de la Iglesia. Es por ello que hemos querido que todos aquéllos que se ocupan de enseñar la
filosofía y la sagrada teología fuesen advertidos de que si se alejasen un solo paso de Santo Tomás de
Aquino, no sería sin gran detrimento.” (Motu proprio Doctoris Angelici, S. Pío X, 1914).

1. EXPOSICIÓN DEL PENSAMIENTO ECUMÉNICO DEL CONCILIO VATICANO II: SUS


FUNDAMENTOS FILOSÓFICOS Y TEOLÓGICOS.
a) La libertad religiosa: Dignitatis Humanae.
b) El universalismo de la redención y la antropolatría panteísta. Teilhard de
Chardin, Wojtyla, De Lubac, Rahner, Daniélou.
c) Nuevos conceptos de verdad, Fe, dogma, Tradición y Magisterio según la
nueva teología. El modernismo según la Encíclica Pascendi (1907). El
neomodernismo de Rahner, Congar, Ratzinger, Von Balthasar y
Schillebeeckx.
d) La nueva eclesiología del Vaticano II: Lumen Gentium. Rahner, Congar, Von
Balthasar.
e) El metamodernismo de Hans Küng.
f) Balance final.
2. REFUTACIÓN DE LOS FUNDAMENTOS FILOSÓFICOS Y TEOLÓGICOS DEL
ECUMENISMO DEL CONCILIO VATICANO II. EXPOSICIÓN DE LA RECTA
DOCTRINA CATÓLICA.
a) Refutación de la libertad religiosa.
b) Refutación de la universalidad de la redención. No todos se salvan. La
dignidad ontológica y la dignidad moral del hombre según Santo Tomás.
Suficiencia y eficacia de la actuación redentora de Cristo.
c) Conceptos católicos de verdad, Fe, dogma, Tradición y Magisterio. Crítica a
la herejía evolucionista, del Cardenal Luis Billot (1929). La Encíclica Humani
Generis (1950). Una correcta doctrina sobre el Magisterio y la Tradición. La
doctrina pontificia.
d) La eclesiología y el ecumenismo tradicionales en la doctrina de la Iglesia: la
Encíclica Mystici Corporis (1943). La Encíclica Mortalium animos (1928).
Doctrina pontificia anterior.
3. CONSECUENCIAS DESASTROSAS DE LA DOCTRINA ECUMÉNICA DEL CONCILIO
VATICANO II.
a) El relativismo de la fe como causa directa de la apostasía.
b) El alejamiento de la Iglesia.
c) El sacrificio del primado petrino.
d) La aniquilación de la misa católica.
4. POSTURA DEL FIEL CRISTIANO ANTE LA RADICAL DISPARIDAD DE LAS
DOCTRINAS.
a) La recta razón como legitimación de la desobediencia.
b) El misterio de Ticonio.

INTRODUCCIÓN.

Con el presente trabajo pretendemos analizar de una manera somera y clara la


doctrina ecuménica planteada por el Concilio Vaticano II a partir de sus textos
fundacionales (Lumen Gentium y Unitatis Redintegratio, básicamente) y de los
presupuestos filosóficos y teológicos de varios autores que le sirven de base y sin los
cuales no puede ser explicado ni entendido.

Una vez comprendido de este modo el ecumenismo conciliar se nos planteará


ineludiblemente el problema de su radical novedad conforme al Magisterio anterior al
citado concilio, lo que exigirá, previa aclaración de dicho Magisterio, solventar la
cuestión de la incompatibilidad de ambas posturas, y la actitud que el fiel cristiano
debe tomar ante ella. Esto, a su vez, nos obligará a determinar el valor de ambos
magisterios y a tratar del complejo tema de la evolución del dogma y de la constancia
del Magisterio y de la Tradición en el tiempo.

Finalmente, y siguiendo el criterio que Ntro. Señor nos dejó para que hasta la
mente más humilde pudiera, en caso de duda, seguir el camino correcto, analizaremos
los frutos derivados del árbol del Ecumenismo del Vaticano II y de su savia filosófica y
teológica.
1. EXPOSICIÓN DEL PENSAMIENTO ECUMÉNICO DEL CONCILIO
VATICANO II Y DE SUS FUNDAMENTOS FILOSÓFICOS Y
TEOLÓGICOS.

Por ser breves y concisos, y sin perjuicio de posteriores y amplias citas y


explicaciones, podríamos decir para empezar que el ecumenismo conciliar se basa en
el principio de libertad religiosa proclamado en la Dignitatis Humanae (2); en el
universalismo de la redención perfilado entre otros por el teólogo alemán Carlos
Rahner, que se enuncia en la Constitución pastoral Gaudium et Spes (22); en un nuevo
y complejo concepto de verdad, de Fe y de dogma que se apunta sobre todo en la
Constitución dogmática Dei Verbum (8); y finalmente en una nueva eclesiología que se
expresa en la Constitución dogmática Lumen Gentium (8).

El Ecumenismo del Vaticano II sería como la consecuencia principal y más grave


de una nueva teología referida a la Revelación, la Fe y la teoría del conocimiento que
se impone en aquél a partir de 1962, la cual había venido desarrollándose desde
finales del s. XIX sobre la base de las filosofías idealistas, evolutivas y relativistas de la
modernidad liberal de raíz protestante y masónica. Es por ello que se le vino a llamar
modernismo en las primeras condenas, todas de S. Pío X, que se le hicieron en 1907
(Decreto Lamentabili y Encíclica Pascendi) y en 1910 con el célebre Juramento
antimodernista del Sacrorum Antístitum que en los cincuenta años siguientes se exigió
a todo sacerdote. Después de un período de aparente letargo como consecuencia de
dichas condenaciones, renació de manos de diferentes teólogos que analizaremos a lo
largo del presente trabajo, de suerte que a esta segunda ola se le dio el nombre de
neomodernismo, o nouvelle théologie, por el origen francés de numerosos de sus
postuladores. Fue de nuevo condenado en esta nueva versión por la encíclica Humani
Generis de Pío XII en 1950, tan sólo quince años antes de que penetrara de lleno y al
pie de la letra de la mano de aquellos teólogos en el Concilio Vaticano II. En palabras
de Maritain, uno de los aprendices de brujo de esta corriente:

“El modernismo fue, en comparación con el neomodernismo, nada más que un constipado.” (El
campesino del Garona, 1966).

Sin perjuicio de un análisis más profundo, quisiéramos presentar ahora


brevemente dicho movimiento doctrinal con las palabras del Cardenal Desiderio
Mercier; cualquier similitud con el protestantismo, como veremos, no es simple
casualidad:

“El modernismo consiste esencialmente en afirmar que el alma religiosa debe sacar de sí misma y nada
más que de sí misma, el objeto y el motivo de su fe. Rechaza toda comunicación revelada que
pretenda imponerse de fuera a la conciencia y llega a ser de este modo, por una consecuencia
necesaria, la negación de la autoridad doctrinal de la Iglesia establecida por Jesucristo, y el
desconocimiento de la jerarquía establecida por mandato divino para regir la sociedad cristiana.” (C.
Mercier, Carta pastoral a la diócesis de Malinas, 1908).

a) La libertad religiosa: Dignitatis Humanae.

El Concilio Vaticano II sienta las bases filosóficas de su ecumenismo con la


proclamación que efectúa en el núm. 2 de la Dignitatis Humanae:

“La persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los
hombres deben estar inmunes de coacción… por parte de cualquier potestad humana, y ello de tal
manera que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que
actúe conforme a ella en privado ni en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites
debidos.”

“Declara además (este Concilio) que el derecho a la libertad religiosa se funda realmente en la
dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la
misma razón. Este derecho… debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma
que se convierta en un derecho civil… Todos los hombres, por ser personas… son impulsados por su
propia naturaleza a buscar la verdad… sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados… a
adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad… (para lo
cual deben) gozar de libertad psicológica al tiempo que de inmunidad de coacción externa. Por
consiguiente el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona,
sino en su misma naturaleza. Por lo cual el derecho a esta inmunidad permanece también en aquéllos
que no cumplen la obligación de buscar la verdad y adherirse a ella; y no puede impedirse su ejercicio
con tal de que se respete el justo orden público.” (DH 2).

El despropósito de este artículo es tal, y sus consecuencias son tan graves, que
fue uno de los puntos más polémicos dentro del Concilio y suscitó el nacimiento del
Coetus internationalis patrum, un grupo de aproximadamente doscientos cincuenta
padres conciliares que empezó a actuar, a raíz de este punto de la libertad religiosa,
como oposición organizada ante la deriva que estaba tomando el Vaticano II. En
efecto, según el texto que acabamos de ver, se declara de una parte el derecho
natural y civil al error y a profesar públicamente una religión falsa, supuesto que la
religión católica sea la única verdadera, Jesucristo sea Hijo de Dios, y sea cierto aquello
de que “yo soy el camino, la verdad y la vida“ (Jn. 14, 6), cosas que parecen ponerse en
duda. Nótese que nos referimos al fuero externo de la persona; nada habría que decir
en torno al fuero interior de la conciencia, que sabemos que es libérrimo e incoercible
por esencia. También se habla del derecho a la inmunidad e impunidad del que
rechace pública y formalmente la verdad, concepto éste que tampoco queda nada
claro en el texto. Se impide a toda autoridad humana, y eso incluye a la Iglesia Católica,
coartar esta libertad cuando no esté dirigida a la verdad, con lo que se sientan las
bases para deslegitimar toda condena y pena civil y, sobre todo, eclesiástica, en
contra de aquello de “enseñar a todas las gentes a guardar todas cuantas cosas os
ordené” (Mt. 28,20). Se fijan unos límites vagos a esta libertad omnímoda, los cuales
parecen estar en un “justo orden público” indefinido. No parece basarse en una simple
opinión o “disposición subjetiva de la persona”, sino en su propia esencia humana, que
sabemos afectada por el pecado original; y por si fuera poco, parece que se trata de
doctrina infalible que todo católico debe asumir de fide cathólica, pues está fundado
en la “palabra revelada de Dios”, a más de en el Derecho natural y en la razón. Con lo
que nos encontramos de cara con una puerta abierta al relativismo no sólo religioso,
puesto que todas las religiones están en plan de igualdad, sino además, por el
argumento a maiore ad minus, ético, político y filosófico; y por tanto nos hallamos en
una vía directa al indiferentismo intelectual, a la apostasía religiosa y a la abdicación
de la razón. Y así de todo esto se ha de concluír que cada uno puede elegir sin límite
claro alguno, y cual supermercado de ideas, su verdad particular y su religión propia, o
la filosofía de su gusto, o la ética o la política que le plazca, con la bendición de la
Iglesia y el amparo de las leyes. Y sobre todo, se rechaza a priori la misión
fundamental encomendada por Cristo a su Iglesia, que constituye su fin supremo: la
conversión de las almas para su salvación (Mc. 16, 16; Mt. 28, 19), cosa que ha de
pasar necesariamente por la asunción de la verdad en su única religión.

El ecumenismo del Concilio Vaticano II parte, por tanto, de este supuesto


derecho natural y divino a profesar libremente en público la religión que cada cual
desee, lo que implica necesariamente que todas son verdaderas aunque sostengan
principios, enseñanzas, cultos y dioses diferentes y aun contradictorios, y que la
Iglesia en consecuencia nada puede condenar, y si alguna vez lo hizo, fue por
equivocación suya y tal condenación ya no vale, pues lo condenado no era error, sino
verdad. En consecuencia, y ya desde el propio Vaticano II, definido como meramente
auténtico, pastoral y no infalible por Pablo VI, el Magisterio de la Iglesia se automutila
y se disuelve negándose a definir nada ni a condenar nada (empezando por el
comunismo o el liberalismo democrático y su hedonismo moral y social), pues ya no
puede ser, en buena lógica con lo arriba dicho, portavoz de la verdad al mundo. Se
supone así que el sucesor de Pedro podría construir y plantar sin arrancar ni destruir
(Jer. 1, 10):

“Siempre se opuso la Iglesia a estos errores… Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En
nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más
que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su
doctrina sagrada más que condenándolos.” (Pablo VI, Discurso de inauguración de la 2ª sesión del
Concilio, 29/9/1963).

“El Concilio evitó dar definiciones dogmáticas solemnes que empeñasen la infalibilidad del magisterio
eclesiástico.” (12/1/1966). En el mismo sentido, discurso inaugural de Juan XXIII del 11/10/1962.

A partir de aquí se entiende el masivo levantamiento de condenas dispensadas


milenaria e infaliblemente por la Iglesia a herejes, cismáticos, judíos y musulmanes
paganos que tuvo lugar a partir del Vaticano II (Unitatis Redintegratio 3; Ambulate in
dilectione), pasándose de modo radical a un acercamiento a ellos más que imprudente
y peligroso para la fe de los fieles católicos. E igualmente se entienden tesis
ecumenistas entre teólogos católicos como aquélla para la unión de las “iglesias
cristianas” de Rahner y Fries que reza como sigue:

“Ninguna iglesia particular puede decidir y rechazar como contraria a la fe una afirmación que otra
iglesia particular profesa como dogma obligatorio… Lo que en una iglesia particular es confesión
expresa y positiva no puede imponerse como dogma obligatorio en otra iglesia particular, sino que debe
encomendarse a un amplio consenso. Lo dicho es aplicable, en primer lugar, a las declaraciones
doctrinales auténticas pero no definidas de la Iglesia Romana.” (1983).

El diálogo al estilo del judío Martín Buber y el consiguiente consenso con herejes,
cismáticos, judíos y paganos parece ser, por tanto, y en lugar de las definiciones y las
condenas, el medio que a partir de ahora debe utilizar la Iglesia para completar o quizá
modificar la palabra revelada de Jesucristo:

“La verdad debe buscarse mediante la libre investigación… y el diálogo, mediante los cuales unos
exponen a otros la verdad que han encontrado o que creen haber encontrado… en lo tocante a la ley
divina, eterna objetiva y universal de Dios.” (DH 3).

En el terreno moral:

“La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y
resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad.”
(Gaudium et Spes 16; en el mismo sentido GS 40).

En términos más actuales y diáfanos del Cardenal Kasper:

“El diálogo ecuménico… no contradice a la verdad o a la caridad, sino que, por el contrario, se pone a
su servicio… Es un camino por medio del cual el Espíritu de Dios habla a la Iglesia y la enriquece con
percepciones más profundas y aspectos nuevos, hasta ahora no contemplados, de la verdad única, que
es Jesucristo.” (Declaraciones en la Comisión Episcopal Nacional Italiana, 5 al 7/11/2001).

b) El universalismo de la redención y la antropolatría panteísta.

Pedro Teilhard de Chardin SJ (1881-1955) fue el iniciador de esta proposición


teológica según la cual la materia se formó per se de la nada; de aquélla surgió, sin
solución de continuidad, el ser humano, y de éste saldrá, por la Encarnación y en
perfecta dialéctica evolutiva entre hegeliana y darwiniana, el “Cristo cósmico o
universal” (que no es sino que está en trance de ser) o “punto omega del devenir”, en
una especie de panteísmo evolutivo ascendente en el que necesariamente todo ser
humano y toda religión están destinados a confluir o converger en plenitud
pancristista, como una suerte de unión hipostática del mundo con Dios a través del
Verbo. Esta sentencia teológica, que al lector pudiera parecerle absurda enunciada de
este modo, penetra de un modo más sutil sin embargo en el Concilio Vaticano II y
continúa en el pensamiento teológico de Juan Pablo II:
“El Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido en cierto modo con todo Hombre.” (GS 22).

“La religión del Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión –porque tal es- del
Hombre que se hace Dios… Una simpatía inmensa hacia todo hombre ha penetrado todo el Concilio…
Vosotros, humanistas modernos… reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros, y más que
nadie, rendimos culto al Hombre.” (Pablo VI, discurso en la IX sesión del CV II, 7/12/1965).

“El Verbo se unió a toda carne, en especial al hombre: éste es el alcance cósmico de la redención. Dios
es inmanente al mundo y lo vivifica desde dentro… La encarnación del Hijo de Dios significa la asunción
a la unidad con Dios, no sólo de la naturaleza humana, sino en ella, en cierto sentido, de todo lo que es
carne… de todo el mundo visible y material… El primogénito de toda criatura, al encarnarse… se une, de
algún modo, a la realidad entera del Hombre… y en ella a toda carne, a toda la Creación.” (Juan Pablo II,
Dominum et vivificantem 50).

Una “conjugación orgánica y profunda del teocentrismo y del antropocentrismo como el punto más
importante del magisterio del pasado concilio (Vaticano II).” (Juan Pablo II, Dives in Misericordia 1).

“No se trata del Hombre abstracto, sino real, concreto, histórico: se trata de cada Hombre porque…
Cristo se unió para siempre con cada uno… El Hombre, sin excepción alguna fue redimido por Cristo
porque Éste se une de algún modo con el Hombre, con cada Hombre sin excepción, aunque el Hombre
no sea consciente de ello, desde el momento en que es concebido bajo el corazón de la madre…
misterio del que participa cada uno de los cuatro mil millones de hombres que viven en nuestro planeta.”
(Juan Pablo II, Redemptor hominis 13).

“El texto conciliar, aplicando a su vez al Hombre la categoría del misterio, explica el carácter
antropológico, o incluso antropocéntrico, de la revelación que se ofrece a los hombres en Cristo. Esta
revelación se concentra en el Hombre… El Hijo de Dios se unió a todo Hombre por conducto de su
Encarnación, llegó a ser, como Hombre, uno de nosotros… He aquí los puntos centrales a los cuales
podría reducirse la enseñanza conciliar relativa al Hombre y a su misterio.” (Cristo desvela plenamente
el Hombre al Hombre. Meditaciones de Juan Pablo II en Signo de contradicción, 1977).

La proposición es perfeccionada posteriormente por Enrique De Lubac SJ (1896-


1990), quien afirmaba que el orden sobrenatural (la gracia santificante y la salvación)
no es don gratuíto, sino que es debido por Dios al hombre por su misma naturaleza
humana en la que Cristo se encarna, y precisamente por el hecho de esa misma
encarnación. Efectivamente, y absolutamente al margen del pecado original, de la
necesidad del bautismo y de la actitud de su voluntad, todo hombre, no importa qué
religión tenga, y por el solo hecho de ser hombre, está llamado como en desarrollo
necesario a la visión beatífica y a la vida sobrenatural. Lo natural en el hombre nunca
ha existido, y todo es en él naturalmente sobrenatural. El Cardenal Kasper lo aclara
yendo más allá que el propio Lutero:

“Nuestro valor personal no depende de nuestras obras, sean buenas o malas. Aun antes de actuar,
somos aceptados y hemos recibido el ‘sí’ de Dios.” (La declaración común sobre la doctrina de la
justificación, L’Osservatore Romano 4/2/2000).

Mas será sin duda otro jesuíta, Carlos Rahner (1904-1984) quien acabe de
perfilar la proposición y quien le saque todas sus consecuencias lógicas, en especial en
cuanto al ecumenismo y a la libertad religiosa, dos pilares fundamentales muy
definidores del Concilio Vaticano II. Será él también principalmente el que elabore,
sobre la base de otros autores anteriores, nuestro segundo punto, un nuevo concepto
de verdad, de fe y de dogma, como veremos a continuación. No en vano se lo tiene
como el más fino, sutil y omnicomprensivo de todos los nuevos teólogos que dejaron
su impronta en el Vaticano II.

La teología de la salvación de Rahner puede resumirse como sigue, en


consonancia con lo sostenido por De Lubac y antes aún por Mauricio Blondel en 1893:
negando el pecado original, la redención se transformaría en salvación originaria, y en
consecuencia la gracia y los dones sobrenaturales del hombre formarían parte de su
esencia propia, o si se quiere, natural; se arrincona el elemento sacrificial de la Cruz
para centrarse en una resurrección de vida eterna que se comunica automáticamente
a todo hombre por el solo hecho de compartir con Cristo su carácter de ser humano;
esta encarnación salvífica sería la culminación de la creación del hombre, el cual, a
pesar de todos sus pecados y sea cual fuere la disposición de su voluntad o la fe que
profese, ha de salvarse necesariamente, pues de su humanidad y de su racionalidad
se derivaría naturalmente el derecho a la salvación, a la gracia y a la vida
sobrenatural (el pecado sería impedimento para la plenitud del hombre (?), no para su
salvación: GS 13).

En el ámbito de la fe, esto debe ser conectado con lo que veremos a continuación
en torno al sentimiento o experiencia de lo divino que constituye una autorrevelación
de la idea de Dios en el ser humano, un Dios que por lo demás es fenoménico,
inmanente y pensado, pues es incognoscible en sí. El noumenos desconocido pasa a
ser así una especie de ente que se identifica panteísticamente con el hombre, y se
revela a él en él porque forma parte de él, de modo que hombre y Dios se
confundirían, razón por la cual sería inadmisible una revelación externa, al contrario
de lo que siempre ha propuesto la fe católica (D. 2108).

En un plano eclesiológico, que es el que más nos interesa en el presente trabajo,


la conclusión es obvia: todo ser humano, desde que nace, es cristiano, aunque no lo
sepa, pues por la encarnación y resurrección de Cristo, ha sido salvado (proposición
teológica de los cristianos anónimos). Todo hombre posee naturalmente la gracia
santificante, al margen de sus creencias religiosas, una especie de luz o determinación
interior que despierta en su ser al tener contacto con las formulaciones históricas de la
revelación divina, que por lo demás está en el propio hombre, y es el propio hombre.
La conclusión es evidente: todo ser humano está llamado, lo sepa o no, a una
dimensión superior, a un nuevo Cuerpo Místico (Lumen Gentium 7), a una Iglesia
universal del hombre o Pueblo de Dios (LG 9-13), regida por el Espíritu, en la que no
son necesarios sacramentos de santificación (la gracia se tiene por naturaleza) ni
sacrificios redentores de cruz, y en la que todo fiel goza de carisma y es de algún modo
intérprete y sacerdote (LG 10) al modo del protestantismo de Calvino.
Otros teólogos del neomodernismo que se impuso durante la confección del
Concilio Vaticano II ahondaron en la misma línea: Juan Daniélou SJ (1905-1974)
recogió ciertas sentencias de San Gregorio de Nisa (s. IV) fuera de la Tradición de la
Iglesia debidas a la influencia de Orígenes (s.III), en concreto las relativas a la herejía de
la apocatástasis, según la cual todas las criaturas, demonios y condenados incluídos,
serían redimidos en el final de los tiempos, con lo que habría una salvación universal y
una especie de retorno panteístico a la unidad primitiva de todas las almas en el
triunfo definitivo del bien. Esto se produciría por la unión hipostática del Verbo con la
naturaleza humana, que redimiría automáticamente a todo hombre y lo dotaría
naturalmente de todos los dones sobrenaturales, como la gracia santificante, la
caridad perfecta y la bienaventuranza, coincidiendo en esto, como vemos, con De
Lubac. Consecuencias lógicas de lo dicho serían que el infierno sería una pena
medicinal temporal, por lo que al final debe quedar vacío (Von Balthasar), “sin que se
pueda saber si hay seres humanos que la sufran realmente” (Juan Pablo II,
L’Osservatore Romano 30/7/1999). No habría nada que sustanciar en los últimos
tiempos, pues todo quedó fijado ya por la encarnación y resurrección de Cristo.
Igualmente, que toda la humanidad forma un cuerpo, preexistente en el pensamiento
de Dios e imagen de Él, que no será completado hasta el final de los tiempos, lo que
justificaría, como vimos, que la unión hipostática del Verbo con un hombre es además
la unión hipostática del Verbo con toda la humanidad, la cual adquiere así un valor
ontológico sobrenatural al margen de todo pecado original y de todo acto bueno o
malo de la voluntad. Y finalmente, y de acuerdo con las tesis de Lutero (“simul iustus et
peccator”), la concepción de un hombre naturalmente justificado por razón de la
Encarnación del Verbo, el cual sin embargo sigue siendo pecador pues prescinde de
todo medio de gracia y de toda contricción ante los vaivenes de su libérrima voluntad.

Resumiendo lo anterior en términos del Vaticano II:

“El Hijo de Dios, encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo transformó en una nueva
criatura, superando la muerte con su muerte y resurrección.” (Lumen Gentium 7).

“Venerables hermanos: esto es lo que se propone el concilio ecuménico… prepara y consolida ese camino
hacia la unidad del género humano, que constituye el fundamento necesario para que la ciudad terrenal
se organice a semejanza de la ciudad celeste…” (Discurso de Juan XXIII de apertura del Concilio Vaticano
II, 13/1/1963).

“La Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la unión íntima con Dios y de la
unidad de todo el género humano” (LG 1; GS 54), o la “fraternidad universal” (GS 3), que es “misión
íntima de la Iglesia” (GS 42) para que la humanidad alcance “la plena unidad en Cristo.”

Esta unión plena no se produce convirtiendo a las gentes a la religión verdadera


(de hecho, todas serían verdaderas a pesar de contradecirse, y todas estarían en un
plano de igualdad, pues ninguna tendría el monopolio de la verdad revelada), sino
dando fe de la unión hipostática de Cristo con cada ser humano, pues Jesucristo no se
encarnó en un hombre, sino en toda la naturaleza humana.
Consecuencia de este universalismo de la redención por razón de la Encarnación
será también una inversión en el valor del hombre con relación a Dios. En primer
lugar, la glorificación o exaltación del hombre y de su libre voluntad a pesar de su
pecado original, de la pérdida de la gracia santificante y de su tendencia natural hacia
el error y el mal: Cristo, al encarnarse “manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (ésa parece ser la misión de Cristo
en el mundo, en vez de la de salvarnos de la condenación del pecado) elevando la
“naturaleza humana” a una “dignidad sin igual”, que parece que es inherente al
hombre por naturaleza (GS 22). Del mismo modo, la proclamación de una esencia
especial en el hombre que obliga a Dios a crearlo como un fin en sí mismo, más bien
que la afirmación, en sentido inverso, de que el hombre es digno por razón de su
creación a imagen y semejanza con Aquél: el hombre es “la única criatura terrestre a
la que Dios ha amado por sí misma” (GS 24), teniendo tal afirmación por consecuencia
la necesidad de la creación del hombre, la negación de la libertad de Dios, y por tanto
un panteísmo de emanación necesaria (D. 1805, 2). Por todo ello, la moral cristiana
parece que deberá fundamentarse más bien en la esencia glorificada del ser humano,
su perfección intrínseca y sus derechos divinos que en la caridad debida a Dios.

Otra importante consecuencia será, como ya hemos podido entrever, que los
errores y los vicios parecen desgajarse en todo caso de cualquier consideración en
torno a la voluntad: efectivamente, puesto que todo hombre estaría divinizado o
sobrenaturalizado ab initio y no habría en él ninguna naturalidad, ni ningún pecado
original, sus errores y vicios irían por un lado, y él con su santa voluntad iría por otro,
en una especie de completa irresponsabilidad que le garantiza derechos absolutos
frente a la verdad y al bien, así como la salvación al margen de sus actos:

“Es necesario distinguir entre el error… y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la
persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa… Dios nos
prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás… Quienes sienten u obran en modo distinto al
nuestro en materia social, política o incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y
amor.” (GS 28, en el mismo sentido que la Pacem in terris 5 de Juan XXIII: “El que yerra no deja de ser
nunca un ser humano y conserva en cualquier circunstancia la dignidad humana”).

Se trata, en definitiva, de la confusión entre sujeto y naturaleza, de la primacía de


la dignidad ontológica al margen de la dignidad moral de un ser con naturaleza racional
y libre que puede y debe ser juzgado y condenado por el ejercicio libre y consciente de
sus facultades naturales.

c) Nuevos conceptos de verdad, Fe, dogma, Tradición y Magisterio


según la nueva teología.
El ecumenismo propuesto por el Vaticano II va más allá de la unión de las iglesias
cristianas, puesto que en última instancia propone la unión de todas las religiones,
con la base teológica que acabamos de exponer (Nostra Aetate, Decreto sobre las
relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas). No en vano afirma Juan Pablo
II, siguiendo ideas ya propuestas por el modernista Alfredo Loisy, que:

“Las divergencias religiosas han de ser superadas en el progreso hacia la actuación del gran designio de
unidad que domina la creación… La unidad oculta pero radical que el Verbo divino… ha establecido
entre los hombres y mujeres del mundo.” (La situación del mundo y el espíritu de Asís, 22/12/1986).

“Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del mundo, y por eso mismo, su única y
definitiva culminación.” (Tertio millennio adveniente 6).

“La Iglesia del Dios viviente congrega a todos los hombres, que en cualquier forma (religiosa) toman
parte en esta maravillosa trascendencia del espíritu humano.” (K. Wojtyla, signo de contradicción, BAC
1972).

El gran problema lógico que plantea este propósito es evidente: religiones con
profesiones de fe, cultos, moral e incluso basamentos filosóficos y teológicos no ya
diferentes, sino contradictorios, no pueden todas venir de Dios ni estar fundadas en su
revelación, por aquello del principio de no contradicción, en virtud del cual dos
proposiciones contrarias no pueden ser las dos ciertas a la vez y bajo el mismo punto
de vista, hecho agravado porque además imputamos tal contradicción directamente a
Dios. Es por ello que los dogmas de fe de la Iglesia Católica, propuestos por ésta de
modo unívoco y constante a partir de la revelación de Dios-Jesucristo que
necesariamente termina con el último de los Apóstoles (Lamentabili 21) se han
mostrado siempre como un problema para las pretensiones ecumenistas, de suerte
que su propósito de unir a contrarios, ya sean religiones distintas, ya diferentes iglesias
cristianas en una única Religión de la humanidad o en una Iglesia de Cristo que ya no
es la Iglesia Católica, pasa necesariamente por relativizar, humanizar e historicizar
estos dogmas para limpiar a Dios de contradicciones, lo cual sólo puede conseguirse
cambiando los conceptos de Fe y de verdad, y alterando el concepto de Tradición y
Magisterio según veremos a continuación.

Partamos de principios ciertos definidos por el Magisterio constante de la Iglesia


y por su filosofía perenne. El Concilio Vaticano I define la fe como:

“Principio de la humana salvación” y “virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia
de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas
percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no
puede engañarse ni engañarnos.” (D. 1789).

O, de un modo más claro:


“La fe es un verdadero asentimiento del entendimiento a la verdad recibida de fuera por oído, por el
que creemos ser verdaderas las cosas que han sido dichas, atestiguadas y reveladas por el Dios
personal creador y Señor nuestro.” (Sacrorum Antistitum, S. Pío X, 1910, D. 2145).

Este sentido ortodoxo y objetivo se remonta sin solución de continuidad a San Pablo:

“¿Cómo, pues, invocarán a aquél en quien no creyeron? ¿Y cómo creerán en aquél de quien no oyeron?
¿Y cómo oirán sin haber quien predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? …La Fe viene de la
audición, y la audición, por la palabra de Cristo.” (Rom. 10, 14-17).

Por otra parte, Santo Tomás define la verdad como “la adecuación del intelecto con la
realidad, según la modalidad del que conoce.”

El Vaticano II se aparta radicalmente de tales concepciones. Siguiendo las tesis


historicistas de Dominico Chenu (1895-1990), profesor y mentor de todos los teólogos
neomodernistas franceses y perito conciliar, el Concilio sostendrá que el dogma deja
de ser el objeto de la revelación de Dios (de hecho, ya nada tiene que ver con Dios) y
pasa a ser una mera construcción humana surgida de un sentimiento religioso
interno hacia el misterio de lo divino, común, por lo demás, a todo hombre (nuevo
concepto de fe basado en la conciencia personal como regla), según unos moldes
filosóficos variables en el tiempo y en el espacio, construcción que, por otro lado,
nunca va a reflejar la verdad (plena o absoluta, que es imposible de alcanzar), sino tan
sólo una verdad relativa históricamente mudable y evolutiva (nuevo concepto de
verdad concebido por Antón Günther que Lenin define perfectamente):

“Cada escalón del desarrollo de la ciencia aporta nuevos granos a esta suma que constituye la verdad
absoluta; pero los límites de verdad de cada tesis científica son relativos, ora dilatándose, ora
restringiéndose por el desarrollo sucesivo del saber.” (Lenin, Materialismo y empiriocriticismo).

Del mismo modo la define Pío XI, condenándola, en Mortalium animos (1928):

“La verdad dogmática no es absoluta, sino relativa, es decir, proporcionada a las diversas necesidades
de lugares y tiempos, y a las varias tendencias de los espíritus, no hallándose contenida en una
revelación inmutable, sino siendo de suyo acomodable a la vida de los hombres.”

En términos teológicos debemos cambiar el término tesis científica de Lenin por


dogma y añadir el elemento subjetivo del nuevo concepto de fe:

“Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia… Crece la comprensión de las palabras e


instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón,
cuando comprenden internamente los misterios que viven…” (DV 8).

Con esta cabriola intelectual queda justificada la libertad religiosa, o el derecho a


creer y practicar públicamente cualquier religión (Dignitatis Humanae 2), y se resuelve
la contradicción de dogmas entre las diferentes religiones o entre las iglesias
cristianas, achacable exclusivamente a los hombres y a su contexto histórico o
filosófico, o a su visión subjetiva particular de una verdad necesariamente interior,
relativa, parcial e incompleta. A partir de aquí, es admisible que el Magisterio de la
Iglesia pueda proponer a los fieles creer una cosa ayer y su contraria mañana, a cuyos
efectos se crea (De Lubac, Congar) el novedoso concepto de tradición viva (entiéndase
evolutiva; DV 8, Catecismo de la Iglesia 78) del que hablaremos más adelante, y,
puesto que Dios ya nada tiene que ver objetivamente con la fe, la salvación no queda
condicionada a creer esto o aquello, sino que toda fe humana y toda religión, aun
contradictorias, tienen valor salvífico (no olvidemos que, como dijimos, por la
encarnación del Verbo todos somos naturalmente salvos); mas sobre esto
profundizaremos más adelante también.

Veamos algunos textos significativos:

“La verdad (de la fe) no se impone de otra manera sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra
suave y fuertemente en las almas.” (DH 1).

Concepto tautológico puramente subjetivo de una verdad religiosa interior multiforme


que nada tiene que ver ni con la revelación de Dios ni con su aceptación por razón de
su autoridad y con ayuda de su gracia (D. 1789).

“La Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la
comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian
repasándolas en su corazón, cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las
proclaman los Obispos… La Iglesia tiende constantemente, en el decurso de los siglos, a la plenitud de
la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios”. “El Espíritu… va introduciendo a los
fieles en la verdad plena.” (Dei Verbum 8).

Por lo que deducimos que la Tradición de la Iglesia no posee ninguna verdad definitiva
ni ningún depósito de la Fe completo, ni la Revelación ha terminado con el último
apóstol. Quien no posee una perfección en acto (la verdad) en relación a su fin propio
parte de una posición de imperfección o de potencia que por lo demás afecta a su
esencia. La Iglesia, que está llamada a la salvación de las almas por la predicación de la
verdad, en consecuencia, no es maestra de verdad, ni es sociedad perfecta, ni posee la
verdad en acto, sino sólo en potencia, y no es por tanto Iglesia, porque no puede
atender a su fin propio, lo que implica impotencia o ignorancia de su fundador, lo cual
es blasfemo. La manipulación del texto de Juan 16, 13 aparece evidente: la “verdad
plena” no es la revelada, sino algo indefinido por descubrir en el tiempo a través del
sentimiento religioso subjetivo y democrático de los fieles, de su autorrevelación
inspirada por el Espíritu, de la que los Obispos se hacen portavoces.

“Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia una reforma perenne, de la cual tiene siempre necesidad la
propia Iglesia en cuanto institución humana y terrena”, reforma que incluye “el modo de exponer la
doctrina, el cual debe distinguirse… del depósito mismo de la fe”, la cual “tiene extraordinaria
importancia ecuménica.” (Unitatis Redintegratio 6).

“Los más recientes estudios y los nuevos hallazgos… de la filosofía suscitan problemas nuevos… e
incluso reclaman nuevas investigaciones teológicas… Los teólogos… están invitados a buscar siempre un
modo más apropiado de comunicar la doctrina a los hombres de su época; porque una cosa es el
depósito mismo de la fe, o sea sus verdades, y otra cosa es el modo de formularlas…” (GS 62).

“Una cosa es la sustancia del depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerada
doctrina, y otra la manera como se expresa”; manera que supone poner la doctrina “en conformidad
con los métodos actuales.” (Discurso de Juan XXIII del 13/1/1963) o “según las exigencias de nuestro
tiempo.” (11/10/1962) o según “las formas de investigación y de formulación literaria del pensamiento
moderno.” (23/12/1962).

Vemos cómo se introduce el elemento filosófico como factor histórico de variación


objetiva del dogma: a una materia que aparentemente no debería cambiar, el
depósito de la Fe, se le aplica una forma nueva de exposición, al albur de los signos de
los tiempos y de los partos mentales de los hombres, en variación constante y
“reforma perenne”, para obtener otra cosa completamente diferente y aun
contradictoria con la de partida. Cual sea este “pensamiento moderno” al que deba
adaptarse la “veneranda doctrina católica” nos lo dice Ratzinger:

“La cultura de las Luces, que se define en sustancia por los derechos de la libertad como valor
fundamental por cuyo rasero todo se mide.” (1/4/2005).

Esto es, el iluminismo masónico y la filosofía de la Ilustración: libertad religiosa,


igualdad de obispos y Papa, y fraternidad de religiones dispares:

“Ellos del mundo son y por eso hablan inspirados por el mundo, y el mundo los escucha.” (1 Jn. 4, 5).

Como podemos ver, el truco para relativizar el dogma y su objeto revelado que
supone la verdad en torno a una realidad, sobre los que recae el acto de fe, es separar
el dogma (modo de expresión humana según parámetros filosóficos variables en el
tiempo y el espacio) del depósito de la fe, que ya no es una verdad objetiva revelada,
referida a una realidad inteligible y fundada en la autoridad divina, sino una verdad
relativa, subjetiva e interior que surge del sentimiento humano en relación con lo
divino (el hombre se revela a sí mismo, pues es imposible conocer conceptualmente
nada sobre Dios) y que va adquiriéndose progresivamente a lo largo del tiempo. Si la
Iglesia en su momento habría utilizado los moldes aristotélicos de la filosofía griega
para expresar esa vivencia interior de la fe a través de dogmas o construcciones
simbólicas necesariamente imperfectas, por no decir fantasiosas, que permitían al
creyente entrever o medio comprender progresivamente unas realidades divinas
incognoscibles y numénicas (se rechaza la analogía del ser y la posibilidad de conocer
lo divino, cfr. Daniélou), ahora debe adaptarse a los nuevos métodos filosóficos (el
idealismo kantiano, el evolucionismo hegeliano o el existencialismo nihilista) para
adaptar su comprensión imposible de lo divino a los nuevos tiempos, en un nivel
superior o más pleno. Queda así abierta la puerta a aceptar filosófica y
teológicamente una proposición y su contraria, sin que pueda hablarse de verdad o
de error, sino a lo sumo, de verdad relativa o comodín en manos de todo hombre y de
toda creencia. Esta verdad expresada en dogmas religiosos y símbolos sacramentales
estaría fundada en último término en la inclinación de una voluntad moralmente
buena presente en todo hombre, a modo de imperativo categórico kantiano
(dogmatismo moral), mas en ningún caso tiene nada que ver objetivamente con Dios.
No es en vano que toda esta teología inmanentista e historicista haga constante
referencia a la historia de los dogmas (D. 2104; Sesboüé, Daniélou o Ratzinger: “Todo
dogma que no se elabora como historia de los dogmas es inconcebible” Teología e
Historia, 1972), en especial en referencia a las más antiguas etapas de la teología de la
Iglesia (Santos Padres y controversias cristológicas de los primeros concilios), que se
pretenden hacer pasar por las más auténticas o legítimas por su antigüedad; aguas en
las que, puesto que los dogmas estaban menos definidos sistemáticamente, algunos
han querido pescar para denunciar contradicciones donde no las hay y para justificar
sentencias teológicas que jamás se expresaron en tales términos (Pío XII, D. 2309 y
2313; Cardenal Louis Billot, La inmutabilidad de la Tradición contra la moderna herejía
evolucionista, 1929, cap. II).

El modernismo según la Encíclica Pascendi, S. Pío X (1907):

No se puede comprender la esencia del modernismo, que es una teología


errónea y terriblemente corrosiva que afecta principalmente a los conceptos de Fe y
Revelación, y secundariamente a los de Tradición y Magisterio, y que está basada a su
vez en una filosofía inmanentista y evolucionista que altera el verdadero concepto de
verdad (de Descartes a Hegel); no se puede entender, digo, sin hacer mención a la
precisa y magistral disección quirúrgica que le hace S. Pío X en su Encíclica Pascendi en
la que condena las falsas doctrinas de los modernistas: es para él un pernicioso error
que se oculta en el seno de la Iglesia y que pretende cambiarla desde dentro, cosa
que al día de hoy es un hecho. Se caracteriza por el contubernio imposible entre
catolicismo y modernidad y por su aversión a la autoridad, al dogma y a la filosofía
escolástica del ser. Supone, en definitiva, el primado de la libre voluntad sobre la
inteligencia y el ser. El Papa lo declara “peste” y “síntesis y cloaca de todas las
herejías”, “fuente de ateísmo y destructor de toda religión.”

Habla S. Pío X de un modernismo filosófico (D. 2072-2075; 2106-2109) que,


partiendo de que sólo es cognoscible el fenómeno (Kant), y nunca el ser y su sustancia,
conduce al apofatismo o silencio intelectual sobre Dios, al panteísmo del noumenos y
al ateísmo práctico, pues nada podemos saber ni decir sobre Aquél, que es puro
misterio, y no sabemos ni si existe fuera de nuestra mente, razón por la cual lo
sobrenatural debe quedar excluído de toda ciencia (donde al menos nos queda el
conocimiento fenomenológico empírico-práctico). Pero como el hombre tiene una
necesidad interna, sentimental y práctica de la divinidad, aplica sus categorías
subjetivas a esa cosa externa desconocida, creando una realidad que no conoce tal y
como es en sí, sino más bien tal como se le aparece, de modo que el inconsciente
humano crea su propio Dios, que no es un ente real trascendente al mundo, sino un
ente lógico inmanente que sólo existe con certeza en el pensamiento práctico del
hombre como fruto de su conciencia. Éste sentimiento sería para los modernistas la fe,
y su obra inmanente la revelación, o mejor dicho, la autorrevelación de lo divino. Este
hecho no se daría sólo en los católicos, sino en todo hombre religioso, con lo que
queda abierta la puerta al ecumenismo (D. 2077 y 2082):

“La fe, fundamento y principio de toda la religión, debe colocarse en cierto sentimiento íntimo que nace
de la indigencia de lo divino… A este sentimiento los modernistas lo llaman fe y es para ellos el principio
de la religión.” (D. 2074).

”Advirtamos por de pronto que de esta doctrina de la experiencia… se sigue que toda religión, sin
exceptuar el paganismo, ha de tenerse por verdadera… Los modernistas, unos más o menos
oscuramente, otros con toda claridad, pretenden que todas las religiones son verdaderas.” (D. 2082).

El modernismo teológico (D. 2077-2083; 2089-2090) habla del dogma como


elaboración intelectual simbólica, práctica y relativa según la conciencia religiosa y
los moldes de pensamiento de cada tiempo, dando paso a la teoría de la evolución
heterogénea de las formulaciones dogmáticas, declarando en consecuencia que éste
no sólo cambia sustancialmente en el tiempo, sino que es algo totalmente relativo al
sujeto pensante, quien aplica sus categorías personales a la fórmula dándole un
significado completamente distinto al que pueda tener la literalidad de las palabras,
vaciando con ello desde dentro su significado auténtico. Cosa parecida puede decirse
de los sacramentos, que no serían sino meros símbolos que contribuyen a excitar la fe,
tesis protestante condenada en Trento (D. 848); o de las Escrituras, mera recopilación
de experiencias religiosas evolutivas comunes del pueblo creyente inspiradas
interiormente (D. 2090, 2100). La evolución en el pensamiento teológico sería esencial
(D. 2094) y debería por ello adaptarse a la evolución del pensamiento filosófico,
intelectual y moral, y por tanto amoldarse a las nuevas modas del mundo (D. 2085-
2087).

La Tradición no sería sino una cierta comunicación y predicación de la


experiencia o conciencia religiosa común y de su reflexión dogmática entre las
gentes, de suerte que el florecimiento y expansión de aquélla sería indicio de la
vitalidad y verdad de dicha experiencia, de lo que deducen los modernistas
nuevamente que todas las religiones que existen serían verdaderas, por cuanto que si
no, no hubiesen florecido ni sobrevivirían al día de hoy (D. 2083). El Magisterio juzga
ciertas fórmulas y no otras como aptas para expresar la conciencia religiosa común, a
la que debe otorgar plena libertad, hasta que por su evolución lógica en ellas decida
cambiarlas siguiendo el consenso de las conciencias de los fieles mandando otra cosa,
en una suerte de tensión dialéctica hegeliano-marxista entre éstos y el Magisterio (D.
2087, 2093).

El modernismo exegético (D. 2076, 2084, 2096, 2097) aplicaría a las Escrituras los
principios del racionalismo bíblico protestante (Bultmann), de suerte que todo
elemento sobrenatural en ellas quedaría inmediatamente invalidado por
empíricamente improbable y racionalmente imposible. Ello es fruto de la radical
separación entre la ciencia de los fenómenos naturales, cognoscibles empíricamente, y
la fe que se ocupa del sentimiento religioso y la experiencia íntima de lo sobrenatural
cognoscible sentimentalmente. Así, habría dos Cristos, uno histórico real, desdibujado
y desdivinizado, que sin duda los judíos nos han de enseñar a comprender mejor, y
otro fruto de la fe de los Apóstoles y de las primeras comunidades cristianas, todos los
cuales habrían creado un relato histórico y teológico inventado según sus propios
sentimientos y experiencias en torno a Jesús, y sus propias necesidades prácticas en
relación con lo divino; de modo que especulando con sus categorías subjetivas a partir
de una experiencia y de un hombre extraordinario, Jesús, la Iglesia habría elaborado
una fe en un Cristo divinizado que en el fondo no pasaba de ser un simple carpintero
con estudios. Mas como todas las conciencias cristianas estuvieron virtualmente
incluídas en la conciencia de Cristo, desde el punto de vista de la fe, y sólo desde ese
punto de vista inmanente, subjetivo y sentimental, concluyen los modernistas que
todo lo que afirman los cristianos respecto de Cristo es verdadero y viene de Dios (D.
2088).

El modernismo eclesiológico (D. 2091-2095) viene a definir la Iglesia como la


agrupación social de todos los sujetos con una experiencia o conciencia religiosa
común en relación con la conciencia de Cristo, agrupación necesitada de una cohesión
de creencia, culto y disciplina a cuyo fin se dirige una autoridad que, como la misma
Iglesia, nace de la colectividad de las conciencias, y que, de acuerdo con el principio de
adaptación a la vida y a los signos de los tiempos, debe ser democrática y
antijerárquica al más puro estilo liberal moderno, de modo que la Iglesia debe
ocuparse exclusivamente de las cosas del fuero interno y de la fe, y esto respetando las
conciencias individuales, nunca de las materias temporales o políticas, de ahí que no
deba condenar o juzgar en tales materias, en contra de la libertad (liberalismo católico
opusdeiano). Esta sociedad de conciencias religiosas se habría desarrollado por devenir
dialéctico necesario entre el progreso de los laicos y la reacción conservadora de la
autoridad, para sintetizarse en un salto evolutivo de progreso y perfeccionamiento, y
de este modo caminaría peregrina en una historia salvífica siendo cada vez más Iglesia
autoconsciente en evolución dialéctica hacia el Absoluto bajo la dirección del Espíritu.
Finalmente, el modernismo moral propondría una ética autónoma al estilo de
Kant, que no puede fundarse en un Dios al que no se puede conocer, sino que, por el
contrario, debe ser expresión de las necesidades íntimas y de las convicciones
personales de un hombre rousseauniano esencialmente bueno y sin pecado original
que evoluciona en el tiempo al igual que su moral.

Los teólogos neomodernistas:

Por no alargar la cuestión, que sin embargo es fundamental si se quiere entender


la mentalidad ecumenista del Vaticano II, expondremos brevemente ciertas ideas de
los teólogos neomodernistas, empezando por el gran volatinero de todo este
entramado, el ya mencionado Carlos Rahner, y sus mentores filosóficos más
importantes que le precedieron.

Rahner viene a divinizar el entendimiento humano en la nada (Descartes). Para


él, sentir es entender, y este acto de entender supone la creación en el entendimiento
de un objeto conocido que es y que se identifica con el yo trascendental que entiende,
pero que, por supuesto, nada tiene que ver con la realidad. Por decirlo brevemente, no
hay más ser que el yo en su experiencia trascendental del misterio de lo divino
(Schleiermacher) con sus apriorismos del conocimiento (Kant), que junto con nuestra
libertad son revelación divina. Estos apriorismos son históricos: puesto que la Escritura
habla de la experiencia de un pueblo en relación con un Dios que actúa en la historia
para salvarlo, Rahner plantea la experiencia personal de lo divino en términos de
comprensión conceptual histórica (Hegel), puro aparataje humano provisional y
esencialmente práctico al servicio de aquélla vivencia trascendental de salvación. Es él
quien desarrolla, a partir de Loisy y Chenu, la distinción que hemos visto entre
contenidos o depósito de la fe y sus formas de expresión, precisamente para dinamitar
aquéllos al relativizarlos históricamente a través de éstas, de suerte que la teología se
convierta en una libre búsqueda y reflexión contínua y adaptativa al margen de toda
estabilidad dogmática o magisterial (Lutero); en una reflexión individual, al margen de
la Iglesia y necesariamente centrada en la Escritura pues la Tradición se relativiza en
conceptos históricos (Congar, Lubac) y subjetivos que sólo tienen valor en el magisterio
presente. Esta reflexión se halla en evolución constante desde una verdad
aproximativa (Tyrrell) hacia una verdad total inalcanzable que va desvelándose
progresivamente en sucesivas conciencias históricas prácticas (dogmas)
necesariamente efímeras, variables y falibles, en las que han ido coincidiendo todos los
hombres en sus respectivas religiones (Küng), las cuales son guardianas de las
diferentes experiencias religiosas del pasado, y entre las cuales se cuenta la Iglesia
Católica como una más. Estas religiones están llamadas a unirse en una Iglesia
comunión humana universal conforme la expresión conceptual de la experiencia
humana de Dios vaya perfeccionándose en la historia en un sentido absolutamente
panteísta (Hegel, Schleiermacher, Teilhard de Chardin).

Yves Congar OP (1904-1995) es el gran reformador del concepto de Tradición de


la Iglesia. Basándose en el pensamiento inmanentista de Mauricio Blondel, cuya obra
fue condenada y puesta en el índice de libros prohibidos, Congar afirmaba con Blondel
que la verdad no era la adecuación entre realidad e inteligencia, como siempre ha
defendido la filosofía perenne de la Iglesia, sino la adecuación del pensamiento
humano a las exigencias siempre cambiantes de la vida y de la experiencia personal. La
verdad se hallaría siempre en devenir y consistiría en un “cierto movimiento perpetuo
con el que la inteligencia se esfuerza en interpretar y explicar lo que la experiencia
produce o la acción exige, de modo que en todo el proceso no se dé nunca nada fijo
ni determinado” (5ª proposición de L’Action de Blondel, condenada por el Sto. Oficio
en 1924). La Tradición de la Iglesia, en consecuencia, no sería ya un depósito revelado
objetivo e invariable de juicios con sujeto y predicado recibido de los Apóstoles y del
mismo Jesucristo, sino que por el contrario sería más bien algo vivo en constante
devenir elaborado subjetivamente a partir de la experiencia de lo divino, debido a la
necesidad de adecuarse a las exigencias siempre nuevas de la vida y de la historia. Mas
no por ello sería de libre y caprichosa elaboración, sino que siempre se desarrollaría y
ampliaría en conformidad y a partir de sus “raíces”, que vendrían a coincidir con la sola
Escriptura de Lutero:

“La Escritura es absolutamente soberana: es Dios hasta en su forma. Es regla para la Tradición y para
la Iglesia, mientras que ni la Tradición ni la Iglesia son regla para la Escritura… (Ésta), pues, se presta de
una manera superior a desempeñar la función de testigo irrefutable.” (Congar, La Tradición y las
tradiciones, 1961; en el mismo sentido La Tradición y la vida de la Iglesia, 1964).

Congar siempre consideró que la Revelación estaba mediada por criterios


históricos que le daban un sentido esencialmente progresivo (Chenu) sin más
referencia objetiva que ciertos principios originarios que sólo se hallarían en la
Escritura y en ningún caso en el Magisterio de la Iglesia ni en la Tradición, que para él
no eran sino expresión de un “veterismo” y de un anacrónico letargo dogmático del
que la Iglesia a su juicio debía despertar, y no de otro modo que a la luz de la filosofía
de un mundo moderno esencialmente antropocéntrico:

“Diecinueve siglos de cristianismo se han ocupado casi exclusivamente de Dios. Hoy conocemos el
mundo, el cual se impone de tal manera a nuestros ojos, que ciertas afirmaciones cristianas parecen, si
no vacilar realmente, hallarse superadas al menos por la evidencia proveniente de las cosas.” (Congar,
Situación y tareas presentes de la Teología, 1967).
Finalmente, Congar pergeñó también la hermenéutica de la continuidad de
Ratzinger, a partir del método interpretativo del protestantismo liberal de
Schleiermacher (fundamentar en la unidad del sujeto la disparidad del objeto),
afirmando su tesis ecumenista de la reincorporación de los luteranos a un cuerpo al
que ya pertenecerían (la Iglesia), si bien no con plena comunión, sin la renuncia a
ninguno de los elementos positivos en cuya posesión estaban.

José Ratzinger (1927) continúa con el concepto historicista y evolucionista de la


verdad de Congar de manos de su profesor de Friburgo Teófilo Söhngen, y para ello
hace de la capa de San Buenaventura un sayo a la medida de Hegel, quien identificaba
el Absoluto con la historia entendida como manifestación del Espíritu en su devenir
dialéctico y trinitario a partir de la nada. En esencia, Ratzinger intenta justificar sobre
bases históricas, como Congar, cambios radicales en la doctrina de la Iglesia (de una
cosa a su contraria, al estilo evolutivo hegeliano que pasa del no ser al ser sin solución
de continuidad) sin que se manifieste una ruptura aparente en el Magisterio (Iglesia
pre y post-conciliar) ni en la Tradición, para lo cual tiene que recurrir a la unidad
temporal de un sujeto magisterial vivo y evolutivo, y a lo que se ha venido en llamar
una hermenéutica de la continuidad, de modo que cualquier cambio de doctrina
respecto al Magisterio constante estaría siempre conforme a la Tradición (viva),
porque lo único que variaría sería su interpretación por parte del Magisterio
presente a la luz de nuevas circunstancias, de nuevos esquemas filosóficos y de nuevas
reflexiones subjetivas de la comunidad, aunque esta continuidad parezca ser más cosa
que se afirma que cosa que se demuestra. Es, en sus propias palabras:

“La cuestión de la sintonía entre la unidad de la verdad y la diversidad de la mediación histórica.”


(Concepto de Revelación y la teología de la historia en S. Buenaventura, 1962).

Sólo desde esta perspectiva puede afirmarse y entenderse la contradictoria


proposición siguiente que oculta un nuevo concepto de Tradición:

“Quien quiere ser obediente al Concilio Vaticano II, debe aceptar la fe profesada en el curso de los
siglos y no puede cortar las raíces de las que el árbol vive.” (Carta de Benedicto XVI a los obispos,
10/3/2009).

Este historicismo evolutivo tiene sus antecedentes filosóficos en Hegel, Dilthey,


Schleiermacher y Gadamer, y la base teológica del mismo es la desmedida importancia
dada al parámetro historia de la salvación en relación con la Revelación:

“Aunque la Revelación se había entendido esencialmente, en la teología neoescolástica, como


transmisión divina de misterios inaccesibles de otro modo a la inteligencia humana, hoy se considera
aquélla como una manifestación de Dios a sí mismo en una acción histórica, y se ve la historia de la
salvación como elemento central de la Revelación.” (Concepto de Revelación...)
Habría por tanto una nueva idea de unidad del Magisterio, que permanecería en
el tiempo no ya por la unidad de su objeto doctrinal, sino por la unidad del sujeto
magisterial: la Iglesia o Pueblo de Dios, que es el fundamento de la unidad de la
Tradición, que por lo demás no es homogénea en su contenido, sino todo lo contrario.
Según dice la instrucción Donum veritatis (1990) que ya desarrollaba esta idea del
Pueblo de Dios como conservador y explicitador carismático del depósito revelado (LG
12) con anterioridad a cualquier distinción jerárquica o magisterio:

“No hemos colocado al comienzo el Magisterio, sino más bien el tema de la verdad como don de Dios a
su Pueblo; la verdad de la fe no se da al individuo aislado (Papa u Obispo), sino que por ella Dios ha
querido dar a luz una historia y una comunidad. La verdad reside en el sujeto comunitario del Pueblo de
Dios, en la Iglesia.” (Presentación de Ratzinger a la citada instrucción).

En el mismo sentido Juan Pablo II:

“En la Iglesia… obispos y fieles son todos condiscípulos y todos necesitan ser instruídos por el Espíritu.
(Éste) imparte su enseñanza interior de muchas maneras… mediante lenguajes conocidos, pero
también diversos y nuevos.” (nº 27 de la Exhortación Pastores Gregis).

De este modo, todos los fieles no sólo son destinatarios de la verdad que debe
salvarles (realmente, todo hombre lo es), sino que además serían sus depositarios e
intérpretes, borrándose con ello la tradicional distinción entre Iglesia docente y
discente y poniéndose en solfa toda autoridad y jerarquía.

En el mismo sentido que Congar, los fundamentos de esa nueva verdad están
exclusivamente, al modo protestante, en la sola Escritura, que más que palabra de
Dios, parece sólo la del Pueblo, la cual parece absorber a la Tradición y al Magisterio:

“(La Escritura) no puede convertirse en el fundamento de una vida, salvo si es confiada a un sujeto vivo:
aquél mismo del cual ha nacido. Ha tenido su origen en el Pueblo de Dios guiado por el Espíritu Santo, y
ese pueblo, ese sujeto, no ha dejado de subsistir… Según la visión del Vaticano II, la Escritura, la
Tradición y el Magisterio no deben considerarse como tres realidades separadas… El Magisterio tiene
por tarea confirmar esta interpretación de la Escritura hecha posible por la escucha de la Tradición en
la Fe (de la Iglesia).” (Comentario a la Ordinatio Sacerdotalis, 1994).

Sin embargo la Tradición no va a desaparecer, sino que va a transformarse en un


monstruo pulposo (vivo) que comprenderá una nueva revelación que “transmite
íntegramente la Palabra de Dios” (DV 9), no ya oralmente, como siempre ha sido, sino
mezclando en su seno principalmente la Escritura interpretada al modo protestante,
según la fe subjetiva; la autorrevelación carismática de los fieles de cada momento
histórico; y un Magisterio títere que dé continuidad histórica y un mínimo de unidad
al conjunto. Efectivamente, la Tradición pasa a entenderse como el continente de una
nueva revelación, como la vida concreta del Pueblo de Dios en marcha en su devenir
histórico, algo que crece en una comprensión interna, sentimental y subjetiva de los
fieles, la experiencia de comunión con Cristo que evoluciona en el tiempo bajo la
fuerza del Espíritu hacia la “plenitud de la verdad” (DV 8), el contexto vital variable
según el cual el Magisterio presente o vivo dará sumisa y secundariamente la regla de
fe próxima que convenga para mantener la cohesión espacio-temporal de la
comunidad según las circunstancias (Ritschl), y nunca en atención a un depósito
inmutable recibido:

“Esta actualización permanente de la presencia activa del Señor Jesús en su pueblo, operada por el
Espíritu Santo y expresada en la Iglesia a través del ministerio apostólico y la comunión fraterna, es lo
que se entiende en sentido teológico con el término Tradición”; la cual manifiesta una continuidad no
por su contenido de fe, sino por la “vinculación que el Espíritu asegura entre la experiencia de la fe
apostólica vivida en la comunidad original de los discípulos y la experiencia actual de Cristo en su
Iglesia.” (La comunión en el tiempo: la Tradición, 26/4/2006).

De modo que el Magisterio no debe ya conservar, transmitir y enseñar en


nombre de Dios un depósito de verdades reveladas por Jesucristo a sus discípulos, ya
válidamente entendidas y explicadas hasta cierto grado por el Magisterio tradicional,
sino tan sólo asegurar la cohesión de la experiencia comunitaria del Pueblo de Dios,
reflexionando sobre la fe de la Iglesia a la luz de una razón mudable, y explicitando en
cada tiempo histórico, según la filosofía de turno, a través de fórmulas dogmáticas
prácticas, variables y provisionales, las intuiciones subjetivas del sentido cambiante de
la fe de aquél, necesariamente infalibles por razón de su origen, en una continuidad de
sujeto, nunca de objeto, con lo que se niega la Tradición y el Magisterio tradicional. En
el fondo no es sino una aplicación del principio político liberal de soberanía popular al
campo teológico: la continuidad del pueblo legislador actuante a través de su
parlamento al margen de leyes diferentes e incluso contradictorias en su contenido a
lo largo del tiempo por razón de las diferentes ideologías de cada época, mas siempre
legítimas y buenas por razón de su origen soberano cuasidivino y de su adecuación a
las variadas necesidades históricas de cada tiempo. En consecuencia, sólo el
Magisterio presente y sus dogmas actuales a la luz de esquemas filosóficos modernos
tendrían vigencia, sin que se pudiese hablar, sin embargo, de una ruptura con el
pasado, porque el sujeto soberano permanece el mismo desde el principio:

“Las fórmulas dogmáticas del Magisterio… han sido aptas desde el principio para comunicar la verdad
revelada y, mientras se mantengan, serán siempre aptas… Sin embargo, de esto no se deduce que cada
una de ellas lo haya sido o lo seguirá siendo en la misma medida” pues “las verdades que la Iglesia
quiere enseñar… con sus fórmulas dogmáticas… pueden ser enunciadas por el sagrado Magisterio con
términos que contienen huellas de concepciones y de pensamientos mutables de una época dada.”
(Mysterium Ecclesiae, 1973).

“Existen decisiones del Magisterio que no pueden constituir la última palabra sobre una materia… sino
un estímulo sustancial respecto del problema… una expresión de prudencia pastoral, una suerte de
disposición provisional. A este respecto se puede pensar tanto en las declaraciones de los papas del
siglo pasado sobre la libertad religiosa, como en las decisiones anti-modernistas de comienzos de este
siglo… En los detalles relativos a los contenidos han sido superadas, después de haber cumplido su
deber pastoral en un momento preciso.” (Presentación de la Donum Veritatis en L’Osservatore Romano,
10/7/1990).
“El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de un modo muy impreciso se ha presentado
como apertura al mundo, pertenece en último término al problema perenne de la relación entre la Fe y
la razón, que se vuelve a presentar históricamente de formas siempre nuevas… poniendo la fe en una
relación positiva con la forma de razón dominante en su tiempo.” (Discurso del 22/12/2015).

“En este proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que las
decisiones de la Iglesia relativas a temas contingentes… necesariamente debían ser contingentes
también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable.”
(Discurso del 22/12/2005).

“La formación del concepto de Tradición en el catolicismo post-tridentino… y el axioma del fin de la
revelación con la muerte del último apóstol (Lamentabili 21) constituye el mayor obstáculo a una
comprensión histórica de la realidad cristiana. Con tal axioma “se concibe objetivamente la Revelación
como un conjunto de doctrinas que Dios comunicó a la humanidad…”. Al haber cesado tal comunicación
“los límites de este conjunto de doctrinas reveladas permanecerían así fijados en el tiempo… lo cual es
opuesto a una plena comprensión del desarrollo histórico del cristianismo… y está en contradicción con
los datos bíblicos.” (Teología e Historia, 1972).

Y por tanto esas doctrinas serían inmutables en su esencia, cosa que Ratzinger quiere
evitar a toda costa.

Hans Urs Von Balthasar SJ (1905-1988) fue también un adalid del progreso
dogmático, y como los anteriores sostuvo que a la Revelación “no se la puede poner
aparte y conservar porque hoy está fresca y mañana se marchita”; es necesario
“repensarla a fondo”, es decir, mudarla sustancialmente en un devenir contínuo para
que no acabe pereciendo. Balthasar concibe pues la verdad como un proceso histórico
en el que el Dios de los patriarcas se inserta en una obra salvífica con Cristo como
centro, en el sentido origenista que ya vimos al hablar de Daniélou, que prima la
muerte de Jesucristo y su resurrección como punto fundamental salvífico de la historia
al margen de la escatología o final de los tiempos, en virtud de lo cual todos
estaríamos salvados; no en vano es famosa la tesis de Balthasar del infierno vacío,
como ya dijimos.

Como Ratzinger, afirma el primado de la voluntad sobre la inteligencia,


consecuencia de lo cual es el rechazo de la filosofía del ser y de la recta razón que gira
en torno a Dios para cambiarla por la filosofía antropocéntrica del sentimiento, de la
experiencia religiosa, del subjetivismo inmanentista y de la absoluta libertad para
cambiar los contenidos objetivos de la Revelación a la luz de las filosofías modernas y
de los nuevos aires de los tiempos. Sin embargo Balthasar, al igual que Ratzinger, no
desea una ruptura formal con el pasado, de suerte que ensaya su propia cuadratura
del círculo con su teología estética que antepone el amor y lo bello (la voluntad) al ser,
la verdad y el bien (la inteligencia), en una inversión de conceptos netamente
voluntarista y sentimentalista, tarada además por la creencia errónea de poder intuir a
Dios, que bien podría equivaler a la del carro delante de los bueyes.
Eduardo Schillebeeckx OP (1914-2009) sigue la misma línea vista del historicismo
teológico de Chenu, quizá con mayor radicalidad que los anteriores, según la cual los
dogmas se relativizan ya que no expresarían verdades válidas para todos y para
siempre, sino que se hallarían condicionados por las categorías filosóficas del tiempo
en que se formularon, por lo que no cabría pensar sino en una constante
reformulación y readaptación de los mismos, mas sin hablar de ruptura, pues toda la
historia de los dogmas puede ser reinterpretada con creatividad para asegurar una
continuidad de sentido a pesar de la aparente disparidad o contradicción entre las
diferentes formulaciones dogmáticas en la historia de la Iglesia.

Por otra parte, a Dios, (y aun al mismo Jesucristo) no se lo ve ya en términos de


ser trascendente real sino como un misterio generador de una experiencia afectiva,
que es precisamente de lo que la Teología debe ocuparse, de suerte que la fe cristiana
debe reinterpretarse a la luz de la experiencia humana y de los retos prácticos ante los
que se halla en cada tiempo, dejando por supuesto de lado la antigua filosofía del ser y
la vieja teología especulativa tradicional de cuño metafísico. El objetivo final de esta
nueva teología no sería otro que procurar un paraíso en la tierra edificado sobre este
humanismo religioso en el que todas las religiones podrían confluir como elemento
común de síntesis.

Schillebeeckx participó en el Vaticano II como consejero del obispo Alfrink.


Inspiró el Nuevo Catecismo holandés, auténtica suma de herejías que niega
absolutamente el Credo y que ha sido causa fundamental del exterminio del
floreciente catolicismo holandés de los años 50. Fue reconvenido por el Santo Oficio en
1968, y su sucesora la Congregación para la Doctrina de la Fe lo sometió a
investigación en 1977 por su negación de la presencia real en la Eucaristía, del celibato
eclesiástico y de la divinidad de Jesucristo.

d) Una nueva eclesiología: Lumen Gentium.

El Concilio Vaticano II rompe radicalmente con la concepción tradicional de


Iglesia como Cuerpo Místico de Jesucristo, de suerte que a partir de aquél la Iglesia ya
no será más ni una, ni santa, ni católica, ni apostólica, ni romana (con poder de
gobierno o jurisdicción), ni se asentará más sobre el primado de Pedro (LG 22) ni sobre
su magisterio constante basado en la Tradición apostólica, ni será única arca o medio
de salvación; antes al contrario, será tan sólo “auxilio general de la salvación” (UR 3) y
se la definirá novedosamente como mera “sociedad de hombres” (DH 13), como
“sacramento” (LG 1) o como modo de comunión invisible e interior de un “Pueblo de
Dios” (LG 9-13) indefinido y pulposo de tintes netamente panteístas y universalistas
que evoluciona en la tríada hegeliana como “misterio trinitario” hacia el Absoluto (LG
2-4, en relación con un texto tergiversado de S. Ireneo en Adv Her. III, 24, 1, y las tesis
condenadas de Joaquín de Fiore en 1215).

Esta Iglesia por lo demás de no ser exactamente la católica no sería santa pues
estaría “necesitada de purificación constante y busca sin cesar la penitencia y la
renovación” (LG 8), en vez de proporcionárselos Ella de su parte al pecador; o tendría,
paralelamente, una “santidad imperfecta” (48) propia de una casta meretrix, simul
iusta et peccatrix. Se trata de la confusión entre el todo y la parte, es decir, atribuir los
pecados de algunos miembros de la Iglesia a la propia esencia o estructura de Ésta. En
palabras del Cardenal Kasper:

“El Concilio Vaticano II reconoció una responsabilidad de la Iglesia católica en la división de los
cristianos y subrayó que el restablecimiento de la unidad suponía la conversión de unos y otros al
Señor.” (Declaración común sobre la doctrina de la justificación, L’Osservatore Romano, 4/2/2000).

“No existe el acercamiento ecuménico sin conversión ni renovación… Todos deben convertirse. No
debemos empezar preguntándonos ‘¿qué problema hay con el otro?’ sino ‘¿qué hemos de arreglar en
nosotros, por dónde empezar en nosotros el arreglo’?” (Conferencia al Kirchentag ecuménico de Berlín,
21/9/2003).

El texto clave está en Lumen Gentium 8 (repetido en Dignitatis Humanae 1): la


Iglesia Católica no es ya, como se había venido sosteniendo tradicionalmente, la única
y verdadera Iglesia de Cristo, sino que ésta “subsiste en la Iglesia Católica” (“continúa
existiendo plenamente sólo en la Iglesia Católica”, Dominus Iesus 16), del mismo modo
que subsisten también “fuera de su estructura muchos elementos de santificación y
de verdad” a título de “bienes propios de la Iglesia de Cristo” (en el mismo sentido DH
1 y UR 3), que serían algo así como los semina Verbi que S. Justino y Clemente de
Alejandría querían ver en la filosofía y la poesía griegas y jamás en los cultos paganos.
En definitiva, se viene a decir que la Iglesia de Cristo es un todo, y la Iglesia Católica
una parte, quizá la más importante, pero no la única: habría que considerar
igualmente como partes de la Iglesia de Cristo a la infinidad de Iglesias heréticas (con
credos de fe, filosofías, teologías, sacramentos y autoridad particulares) o cismáticas
(separadas por no admitir la autoridad ni el magisterio católicos) que a pesar de todo
tienen fe en Jesucristo y cierta comunión con Él (LG 15). Mas no sólo esto, porque, de
acuerdo con esa concepción que acabamos de ver sobre la necesaria confluencia
histórico-dialéctica de todos los sentimientos religiosos de la humanidad y de las
religiones en un punto omega del Cristo cósmico identificado panteísticamente con el
universo y la totalidad, y teniendo en cuenta que hubo una revelación primitiva de
Dios a Adán de la que aún quedan restos válidos aquí y allá, todas las religiones del
mundo también formarían parte de la Iglesia de Cristo (LG 16), o si se quiere, de una
nueva religión única de toda la humanidad redimida (el “Pueblo de Dios”), de suerte
que, de hecho, tienen en sí cosas santas, verdaderas y divinas que permiten en todo
caso la salvación:

“Cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de
Dios en el lenguaje de la Creación.” (Gaudium et Spes 36).

“La Iglesia Católica no rechaza nada de lo que en las (demás) religiones hay de santo y verdadero.
Considera con sincero respeto los modos de obrar y vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que
discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces refleja un destello de aquella
verdad que ilumina a todos los hombres.” (Nostra Aetate 2).

No nos extrañemos de esto porque para estas alturas ya sabemos que el Vaticano II no
se asusta en aceptar una cosa y su contraria, la luz y las tinieblas, sin escrúpulo alguno.

La nueva eclesiología conciliar propone la reunión de los trozos visibles de esa


invisible e intacta Iglesia de Cristo (que por lo demás parece ser algo vital, interior al
hombre) primero en relación con las iglesias cristianas, que son “hermanas” (UR 16),
Iglesia en la que hay sin embargo una cierta visibilidad en torno a la communio
sanctorum o comunión (“no plena”, UR 4) en cosas santas, en ciertos aspectos de la Fe
o en artículos fundamentales de la misma (creencia en Cristo Dios, la Trinidad, la
Escritura, las virtudes cardinales… UR 3; “patrimonio evangélico común” y “tesoros
cristianos” UR 4). He aquí el nuevo concepto de Iglesia como comunión que se
mantiene a pesar de la herejía y el cisma, que serían meras “carencias”. Y, más
adelante, como ya vimos, en relación con todas las religiones (que también son
“iglesias”: LG 15) en torno a un vago deísmo panteísta concretado en una Iglesia del
Hombre divinizado de cuño masónico y mundialista. La visibilidad de la primigenia
Iglesia de Cristo se habría velado por debilidades humanas achacables a todos (UR 3),
en especial a los intransigentes católicos, y por malentendidos en cuanto a esas
formulaciones confusas y falibles de los dogmas de fe según las modas de los tiempos
que ya tuvimos ocasión de analizar en el punto anterior (Ut unum sint 38). De hecho,
poco importaría la asunción de tales o cuales dogmas o credos propuestos por el
Magisterio, de tales o cuales cosas reveladas por Dios o Jesucristo, cuya autoridad
queda por ello relativizada, con tal de estar de acuerdo al menos en lo más importante
(UR 11), en lo visible, en las cosas que unen (proposición condenada por la Satis
Cognitum 16).

Por supuesto, ya no se trataría de aplicar la anticuada e intolerante norma del


ecumenismo católico tradicional, según la cual los herejes y cismáticos separados de la
única Iglesia de Cristo que salva (la católica), debían volver a ella abjurando de sus
errores y reconociendo su exclusiva culpa por la separación; antes al contrario, el
diálogo amigable (D. 1974) y la renuncia a ciertos puntos de doctrina (D. 1967)
parecen ser los nuevos modos de reunificación. Porque según la nueva eclesiología ya
estaríamos todos en la única Iglesia de Cristo, que contra toda lógica y toda metafísica
es pero todavía no es, porque es una pero no está unida, y es ser pero no es uno; cada
cual libremente dentro de su propia iglesia cristiana de turno o particular barca de
salvación asegurada por la Encarnación y por la presencia de “elementos de
santificación y de verdad” (LG 8). Tan sólo se trataría de volverle a dar visibilidad a
través de la unidad no plena en lo muchísimo que tendrían todas las iglesias en común,
y de un consenso sincrético de una fe y su contraria en lo no común (todo ello
fomentado por el Espíritu, no sabemos si santo o sulfúreo), con específico sacrificio,
por supuesto, de todo aquello netamente católico que incomode a nuestros
“hermanos en el Señor”: la santa Misa, el primado de Pedro, la incómoda Virgen María
con sus santos y sus mártires, la filosofía tomista, la teología católica, el celibato
sacerdotal, el Credo, la Tradición, el Magisterio, la interpretación de la Sagrada
Escritura, el fundamento de la moral cristiana, el concepto de verdad, el sentido
común y alguna otra cosa más como éstas sin demasiada importancia. A esto lo llama
muy acertadamente el Concilio (UR 7) “renovación de la mente, abnegación de sí
mismo y efusión libérrima de la caridad” e “intercambio de dones” (LG 13), y Monseñor
Kasper “nueva perspectiva de conciliación de enfoques y acentuaciones
complementarios”, todo lo cual, sin duda, completará la Revelación de Jesucristo y
enriquecerá a los católicos con un “conocimiento más profundo y una exposición más
clara de las incalculables riquezas de Cristo” (UR 11). Eliminadas estas “discrepancias…
tanto en materia doctrinal y a veces también disciplinar…”, vencidos estos “no pocos
obstáculos, a veces muy graves, que se oponen a la plena comunión eclesiástica” (UR 3)
por razón de este movimiento ecuménico al que “alimenta el Espíritu”, la Iglesia
neumática de Cristo, sólo vislumbrable entre las brumas de la fe hasta entonces,
brillaría en la “plena unidad visible de todos los bautizados” (Ut unum sint 77) o
“unidad en la diversidad reconciliada”, en términos de Kasper, como en los tiempos de
Jesucristo. Se daría así cumplimiento a la oración de Éste al Padre en Jn. 17, 21-23, la
cual parece que lleva dos mil años, más lo que le queda, sin ser atendida:

“Los fautores de la unión de las ‘iglesias cristianas’ suelen citar las palabras de Jesús ‘que todos sean
uno’ (Jn. 17, 21) y ‘habrá un solo rebaño y un solo Pastor’ (Jn. 10, 16) como si en dichas palabras el
deseo y la plegaria de Jesucristo hubiesen quedado sin efecto. Piensan que la unidad de fe y de
régimen, nota distintiva de la única y verdadera Iglesia de Cristo, no ha existido nunca en el fondo hasta
ahora, y que aún hoy sigue sin existir.” (Mortalium Animos, 1928).

Pasemos a los textos:

La Iglesia se define de un modo ambiguo al margen de sus cuatro notas clásicas,


exigiéndose para ser miembro tan solo una cierta y vaga referencia a Jesús:

“La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la
unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituída por Dios.” (LG 9).
En ningún caso se habla de la necesidad de adherirse a través de la fe, desde la
inteligencia y con la voluntad a la verdad revelada de Jesucristo que sólo la Iglesia a
través de sus autoridades, con Pedro a la cabeza, propone para ser creída y cumplida,
de acuerdo con la doctrina tradicional (Trento, sesión VI, caps 6 y 7; Vaticano I sesión
III, caps. 3 y 4; Juramento antimodernista, D. 2145).

“La Iglesia se siente unida por varios vínculos con todos los que, por estar bautizados, se honran con el
nombre de cristianos, aunque no profesen íntegramente la Fe o no conserven la unidad de comunión
bajo el sucesor de Pedro.” (LG 15).

Herejes y cismáticos, por tanto, formarían parte de la Iglesia, no sería necesaria su


conversión, no estarían obligados a seguir el Magisterio ni a creer toda la verdad
revelada por Dios, haciéndose con ello jueces de su autoridad. De hecho, el
ecumenismo del Vaticano II se contenta con que haya una cierta comunidad de fe en
ciertos puntos fundamentales de doctrina, obligatorios para todos, quedando el resto
al arbitrio de cada cual. Es la llamada tesis de la jerarquía de verdades, mil veces
condenada por la Iglesia pero que se declara sin empacho en UR 11:

“Al confrontar las doctrinas (entre teólogos católicos y los hermanos separados) no olviden que hay un
orden o jerarquía de las verdades en la doctrina católica, por ser diversa su conexión con el fundamento
de la fe cristiana.”

“Hoy se tiende a substituir incluso el uso de la expresión ‘hermanos separados’ por términos más
adecuados para evocar la profundidad de la comunión –vinculada al carácter bautismal- que el Espíritu
alimenta a pesar de las roturas históricas y canónicas.” (Ut unum sint 42; en el mismo sentido de
“cierta unión con el Espíritu” de los herejes y cismáticos, LG 15).

El Espíritu, por tanto, garantizaría una comunión dentro de la Iglesia entre los
ortodoxos y los herejes, los obedientes y los desobedientes. La comunión puede ser
más o menos “profunda” o plena, de modo que se admiten grados en cuanto a la
aceptación de la fe y la moral, la autoridad o los sacramentos, sin que en ningún caso
aquélla quede rota.

“Además de los elementos o bienes que conjuntamente edifican y dan vida a la propia Iglesia, se pueden
encontrar algunos, más aún, muchísimos y muy valiosos, fuera del recinto visible de la Iglesia
Católica… Todas estas realidades que proceden de Cristo y conducen a Él, pertenecen por derecho a la
única Iglesia de Cristo.” (que ya no es la Iglesia Católica; UR 3).

Cristo, en consecuencia, da legitimidad a las comunidades de negadores de parte de su


doctrina y toda su autoridad y a las de los cismáticos desobedientes a su Vicario, y del
mismo modo las reconoce como medio de salvación, siendo la Iglesia católica una
pujadora más en tan curiosa subasta.
“Nuestros hermanos separados practican también no pocas acciones sagradas de la religión cristiana,
las cuales… pueden producir la vida de la gracia y deben ser consideradas aptas para abrir el acceso a
la comunión de la salvación;” aunque, no obstante, “únicamente por medio de la Iglesia Católica…
puede alcanzarse la total plenitud de los medios de salvación.” (UR 3).

Con lo que tenemos que tanto una plenitud de medios (Iglesia Católica) como una no
plenitud de medios (otras iglesias) pueden conducir a un pleno fin que es la salvación
(salvo que entendamos que uno puede salvarse a medias), con lo que la Iglesia Católica
no es propiamente necesaria para salvarse, ni es la única con poder salvífico, ni su
plenitud de medios tiene ningún valor específico; por tanto, queda abierta la puerta a
la libre opción y al indiferentismo religioso. Del mismo modo se sugiere que elementos
materiales en las iglesias heréticas y cismáticas puedan generar efectos salvíficos sin el
concurso de la voluntad del sujeto y de una disposición específica en él, y sin su
pertenencia, siquiera sea por deseo implícito, a la Iglesia Católica (D. 714). San Agustín
afirma al respecto que “por aquellas pocas cosas en que no están conmigo, no les
aprovechan las muchas en que están” (In Psalmos 54, 19).

“Los que creen en Cristo y han recibido el bautismo están en una cierta comunión, aunque no perfecta,
con la Iglesia Católica”; están “justificados por la fe en el bautismo, se han incorporado a Cristo… se
honran con el nombre de cristianos, y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia Católica como
hermanos en el Señor.” (UR 3).

Repite la magnífica sentencia del párrafo anterior, por la que una imperfecta
comunión lleva a una perfecta salvación. Quedan, por lo demás, herejes y cismáticos
exentos del pecado de cisma, según el texto, a pesar de su disidencia exterior y su
pertenencia explícita y voluntaria a sus comunidades heréticas o cismáticas, en lo cual
no puede ser presumida la buena fe:

“¿Quién será tan arrogante que presuma que puede señalar los límites de esta soberbia?” (Alocución
Singulari Quadam, Pío IX, 1854, D. 1647).

“El Espíritu de Cristo no rehuyó servirse (de las iglesias separadas) como medios de salvación, cuya
virtud deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que se confió a la Iglesia Católica.” (UR 3).

Con lo que huelga ser católico para salvarse, y una fe incompleta, unos principios
morales imperfectos, y unos sacramentos mutilados otorgan igual salvación que los
completos y perfectos, como acabamos de ver.

“Gracias a Dios, no se ha destruido lo que pertenece a la estructura de la Iglesia de Cristo, ni tampoco la


comunión existente con las demás iglesias y comunidades eclesiales.” (Ut unum sint 11).
Según lo cual, y a pesar de la desunión de iglesias, se mantendría una unidad
estructural de la Iglesia de Cristo (no la Católica) y una comunión, que ya sabemos que
no es plena, pero tiene los mismos efectos que si lo fuera. Es algo así como un
miembro corporal que no fuera plenamente parte del cuerpo, cosa sin duda difícil de
explicar, pero al que le aprovecharan todas las ventajas de éste por tener su misma
sustancia. O como una parte del todo que no fuera plenamente parte del todo, lo cual
parece ir contra toda razón. En definitiva, es complicado entender cómo pueda haber
modalidades imperfectas, parciales o relativas de unidad en un ser, puesto que lo que
por esencia es perfecto, único y absoluto según su naturaleza, y la Iglesia de Jesucristo,
Cuerpo Místico suyo, sin duda lo es, dejaría de existir en el momento en que se
degradase la perfección única e inamisible que lo especifica y caracteriza
naturalmente, ya que en tal caso comenzaría a ser otra cosa con características
diferentes.

Si damos por bueno que existe un movimiento hacia una perfección última (la
unidad), admitimos con ello que existe una imperfección de partida, porque la
presencia de una potencia dirigida a una perfección implica que no está totalmente en
acto. Admitir, por tanto una unidad subsistente en forma imperfecta supone afirmar
una imperfección, una unidad potencial, una unidad no realizada, y, en consecuencia, y
aplicándolo a la Iglesia, negar su unidad esencial y su mismo carácter de ser: en
términos de Santo Tomás, “ens et unum convertuntur”. Algo parecido sucede con la
unidad matrimonial: o existe perfectamente, por ser válida, o no existe de ninguna
manera, por lo que no se puede estar casado parcialmente o imperfectamente o no
plenamente. Y la validez radica precisamente en la asunción de ambos cónyuges de
todos los deberes que constituyen tal unidad. Lo mismo se puede decir, como ya
apuntamos, del término comunión, que no admite porciones, de modo que se es parte
del todo o no se es; o del término verdad, que más adelante tendremos la oportunidad
de analizar.

“La Iglesia era mucho más que una organización: era el organismo del Espíritu Santo, algo vital, algo
que a todos prende en nuestra intimidad.” (J. Ratzinger, La eclesiología del CV II, 15/9/2001).

Es el principio de la iglesia neumática invisible de Hus, Wicleff y Calvino (Institución, 4,


4), condenada por la Iglesia por última vez en la Mystici Corporis en 1943. En el mismo
sentido la sentencia de Kasper:

“La verdadera naturaleza de la Iglesia… está oculta y sólo la fe puede captarla… Esa naturaleza que
sólo la fe puede captar, se actualiza bajo formas visibles: en la proclamación de la Palabra, en la
administración de los sacramentos, en los ministerios y en el servicio cristiano.” (W. Kasper, El
compromiso ecuménico de la Iglesia Católica, 23/3/2002).

En el mismo sentido, y con referencia a la apostolicidad de la Iglesia:


“La sucesión apostólica no debe ser entendida ya en el sentido de un encadenamiento histórico de la
imposición de manos que se remonte a través de los siglos hasta uno de los Apóstoles, lo cual sería una
visión muy mecánica e individualista, sino como participación colegial en un colegio que, como un todo,
se remonta a los Apóstoles, participando de la misma fe y misión apostólicas.” (C. Kasper, Una visión
de la unidad cristiana para la nueva generación, The Tablet, 24/5/2003).

La Eclesiología de los teólogos neomodernistas.

Rahner, como todos los teólogos ya vistos que renuevan el modernismo de


finales del s.XIX hasta las fulminantes condenas de S. Pío X, opina que la Iglesia es algo
esencialmente neumático e invisible del que forma parte todo hombre (naturalmente
salvo), conscientemente o no; algo regido no por Jesucristo (estorbo que separa a los
cristianos de toda la humanidad redimida) sino por el Espíritu Paráclito, que guía y
asiste a la Iglesia en esta última fase de la historia, de acuerdo con las proposiciones
heréticas de Joaquín de Fiore (LG 4). En esa comunión misteriosa parece regir, según
Rahner, el principio democrático igualitario del liberalismo revolucionario de 1789, que
se remontaría a los orígenes apostólicos, según el cual todos los fieles, la conciencia
común del Pueblo de Dios, operando colegialmente junto con sus pastores,
interpretarían carismáticamente, cada cual con su don, y en términos estrictamente
históricos y mudables, una fe que no se reduce sino a una concepción subjetiva de la
comunidad en torno a su propia experiencia de lo divino, es decir, una auténtica
autorrevelación asistida por el Espíritu (D. 1970). Esta idea la llevará más allá
otorgando al sujeto individual creyente plenos poderes para interpretar aisladamente
la fe, que, por supuesto, se reduce exclusivamente a la Palabra. En esa Iglesia, y puesto
que todos sus miembros estarían redimidos desde su concepción materna, no harían
falta sacramentos dadores de gracia, quedando éstos reducidos a meros símbolos o
momentos celebrativos de la comunidad. La Virgen María, al igual que Jesucristo
(sugiere el adopcionismo cristológico), serían meras figuras paradigmáticas o modelos
míticos para el cristiano, sin ninguna otra prerrogativa especial. En lo que al
ecumenismo se refiere, Rahner rechaza identificar la Iglesia católica con la Iglesia de
Cristo, de la que tan sólo sería una parte; en el fondo, y en buena lógica con su tesis de
la salvación universal, la Iglesia de Cristo sería toda la humanidad:

“El Pueblo de Dios es la Iglesia amplia que subsiste en la Iglesia Católica pero que no se reduce sólo a
ella.”

“La Iglesia no se considera ya como la comunidad exclusiva de los candidatos a la salvación sino como la
vanguardia histórica y social de esta realidad oculta.”

Congar es el gran valedor de la democracia liberal antijerárquica en la Iglesia. Fue


él quien elaboró el concepto de colegialidad episcopal (en un libro del mismo título de
1965) que se coló como una bomba de relojería en el núm. 22 de la Lumen Gentium y
que Pablo VI tuvo que desactivar con urgencia en su famosa nota explicativa previa, so
pena de acabar de raíz con el primado de Pedro. Consiste en definitiva en establecer
una bicefalia en la Iglesia, de suerte que el colegio de obispos tendría el mismo poder
que el Papa, acabándose así con la monarquía de éste, que es de institución divina (Mt.
16,18) y ha sido definido como de fe católica en varios concilios. En el mismo sentido
Ratzinger en el nº1 de la revista Concilium (1965). La colegialidad, antiguamente
llamado conciliarismo o galicanismo es un error expresamente condenado en la Satis
Cognitum de León XIII en 1896 (D. 1961).

Sostenía además que el ateísmo moderno se debía a “una mala imagen de la


Iglesia en los diversos estratos sociales, una imagen esencialmente jurídica y
autoritaria”; una Iglesia, en definitiva “piramidal, jerarquizada y jurídica”, con lo que
manifestaba una clara tendencia a negar el lado visible y jerárquico de la Iglesia a favor
de un neumatismo invisible, al estilo de los herejes protestantes y sus predecesores
Hus y Wycleff. Pretendía con ello “devolver un rostro evangélico a la Iglesia… superar
la eclesiología jurídica y autoritaria de la época barroca y de la escolástica tardía”
mediante un retorno a las “fuentes originales”, a una suerte de Iglesia-sacramento,
como si la Iglesia hubiese estado perdida de la mano de Dios durante más de mil
quinientos años, desde Constantino.

Propuso Congar también la tesis condenada por Trento del sacerdocio universal
de los fieles, en una suerte de democracia eclesiástico-litúrgica, tesis ya defendida
anteriormente por Lutero y Calvino:

“El laico es miembro activo y responsable del Pueblo de Dios… como partícipe de la vida y de las
funciones sacerdotales.” (Pasos para una teología del laicado, 1953).

Congar fue acérrimo defensor del ecumenismo que gracias a él acabaría


imponiéndose en el Vaticano II. Fue amonestado por Roma por razón de sus ideas en
1948, año en que se le impidió ir a la Semana Ecuménica de Amsterdam. También se
censuró su obra Cristianos desunidos por criticar en él la estructura jerárquica y
piramidal de la Iglesia. La Humani Generis de Pío XII se refirió a él, sin mencionarlo, al
condenar el “imprudente irenismo”. Se le apartó de la docencia en 1954. Juan XXIII lo
nombró consultor de la comisión preparatoria del Vaticano II, desde donde contribuyó
decisivamente a la redacción de sus más importantes documentos, que son en gran
parte obra suya, según palabras de Pablo VI.

Von Balthasar también aportó su grano de arena a la definición de la nueva


eclesiología del Vaticano II, en especial en su obra de significativo y profético título
Demoler los bastiones, de 1952, en la que critica con saña la estructura de la Iglesia (D.
2104) desde la Edad Media porque “fueron muy superficiales sus relaciones con el
mundo acristiano y con los herejes y cismáticos”, con lo que revela a las claras su vena
ecumenista. Como los anteriores autores, se apunta a la tesis condenada de una iglesia
esencialmente neumática, la “comunidad de los cristianos que… están bajo la cruz, no
bajo el pecado”, en consonancia con aquello de Calvino de la “sociedad de los santos o
predestinados”, que sólo Dios ve, y de la que también quedan excluídos los pecadores,
en esta ocasión porque no los hay. Para Balthasar, la autoridad e infalibilidad de la
Iglesia hallarían su razón de ser no en ningún mandato, poder o autoridad otorgados
por Jesucristo, sino por la sola aceptación de la voluntad de Dios en un contexto de
amor y obediencia sufrientes del estilo de los de María.

Von Balthasar no participó directamente en el Concilio Vaticano II, pero en 1969


fue nombrado por Pablo VI miembro de la Comisión Teológica Internacional. Murió en
1988 dos días antes de ser nombrado cardenal.

e) El metamodernismo de Hans Küng.

La figura de Hans Küng (1928) puede servirnos para hacer una recapitulación de
todo lo visto hasta aquí. Él lo resume todo y lo lleva hasta sus últimas consecuencias
lógicas; quizá por esta intachable coherencia y honestidad intelectual ha sido
condenado por la misma Iglesia que ha recogido sus postulados en el Vaticano II, al
tiempo que los otros autores que hemos visto han pasado por ser reconocidos como
grandes teólogos e incluso han sido recompensados con el birrete cardenalicio; los
diferencia en todo caso una cuestión de grado y explicitación, pues todos han venido a
predicar esencialmente lo mismo.

Küng postula un panecumenismo cósmico que englobaría a toda la humanidad


en una religión global antropocéntrica de cuño masónico, a través de una
interpretación laxa de aquéllos valores religiosos comunes a todas las religiones
(necesariamente subjetivos y derivados de las particulares experiencias de lo divino)
que permitiría comprender el lenguaje de los otros penetrando en los esquemas de
pensamiento y de filosofía propios de la tradición cultural y teológica en que se
insertan hasta llegar a pensar, no ya sólo en términos propios (católicos) sino sobre
todo en los ajenos, con lo cual todas las diferencias y contradicciones se disiparían. En
este diálogo convergente habría que incluir también a los ateos, cuyos postulados
también habría que asumir. Téngase en cuenta que todas las religiones tendrían
elementos salvíficos, participarían de la verdad, y sus fieles no necesitarían ninguna
gracia pues estarían salvados desde el momento de su concepción, y la era del Espíritu
en la que nos hallaríamos parece exigir la convergencia de todas las creencias con base
en una autorrevelación que el hombre se da a sí mismo por su propia vivencia de lo
trascendente, que como tal es incognoscible.
La Iglesia es un misterio espiritual, invisible, carismático en el que no caben
teologías dogmáticas, juridicismos, barroquismos, jerarquías ni magisterios, sino un
igualitarismo democrático total en el que todos son sacerdotes sin distinción. Su
esencia se desdibuja por cuanto que la Iglesia se desarrollaría en sus variadas (y
contradictorias) formas históricas, algunas de las cuales (las que van desde
Constantino hasta el Concilio Vaticano II) no serían las queridas por Dios, por
autoritarias e institucionales. Su magisterio distaría mucho de ser infalible, por cuanto
que la Escritura tampoco lo es, y en consecuencia todo dogma podría ser puesto en
duda.

Pone igualmente en solfa la figura histórica de Jesucristo, que no sería sino la


figura o el símbolo mítico de un mediador humano, no divino, entre Dios y la
humanidad, por la que ésta habría quedado redimida. Su doctrina no sería sino la
representación o experiencia subjetiva que los Apóstoles primero y las sucesivas
comunidades cristianas históricas después, habrían tenido de esta figura (el Cristo de la
fe), de modo que los Evangelios, en especial el de Juan, no serían sino mitos al estilo de
Bultmann o elaboraciones subjetivas con las que las primeras comunidades habrían
procurado expresar su fe conforme a las categorías mentales de su ambiente cultural.

Dios es un misterio insondable del que no se puede afirmar nada, ni siquiera su


existencia, a través de la inteligencia, pues toda metafísica o filosofía del ser ha sido
aniquilada y todo conocimiento analógico descartado; en todo caso, por el
sentimiento, por la experiencia subjetiva, por la razón práctica, sí que es posible
acercarse a Dios en su evolución trinitaria a lo largo de los tiempos desde la nada al
Absoluto (Kant y Hegel).

f) Balance final.

El balance final resulta claramente favorable al ecumenismo universal en relación


con todo el género humano: todo hombre estaría destinado naturalmente a la
salvación, y al margen de la religión que profese o de las creencias que tenga, y al
margen de todo pecado y de toda determinación de su voluntad formaría parte de la
Iglesia universal del Espíritu, del Pueblo de Dios, en plena igualdad con sus hermanos,
sin dogmas, autoridades ni jerarquías. El gran obstáculo que supone el principio de no
contradicción en el sentido de admitir la salvación o la pertenencia a una sola Iglesia
profesando una fe y su contraria queda eliminado a través de la destrucción de la
recta razón, de la filosofía del ser y de la posibilidad de conocer la verdad: la fe no
consistiría ya en un objeto revelado referido a Dios o a la doctrina de Jesucristo, sino
en la experiencia humana variable autorrevelada de un único sujeto, la Iglesia, que se
basaría sólo en una interpretación libérrima de las Escrituras y en un diálogo indefinido
con cualquier indocumentado, experiencia que evolucionaría en el tiempo y que se
daría formulaciones prácticas mudables e incluso contradictorias según los signos de
los tiempos, lo mismo que el Pueblo soberano se da leyes contradictorias según el
principio lex posterior priorem derogat.

A partir de este punto, es imposible toda referencia a un alfabeto mental común


para dialogar o discutir con los defensores de esta teología absurda, pues los
lenguajes filosóficos y teológicos no pueden ser más dispares. En consecuencia, todo
lo que sigue en el punto siguiente carece de valor para ellos: certeza, lógica, metafísica,
ser, Magisterio, infalibilidad, depósito de la fe son palabras que no existen en su
idioma. Otras como fe, dogma, verdad, Iglesia, Revelación, Tradición o sacramento
tienen un significado completamente diferente. Realmente, el problema teológico que
plantea el Vaticano II, consistente en una contradictio in terminis, se agrava porque
incluye dentro de sí mecanismos negadores del propio problema y de la propia
contradicción, con lo que llegamos a un resultado práctico similar al que podríamos
tener con un musulmán, al que el Corán le prohíbe expresamente discutir de religión
con el infiel, con lo que toda conversión y todo razonamiento resultan imposibles. Es,
por tanto, muy importante deshacer esos mecanismos mentales que niegan toda
contradicción con la Tradición, y todo problema dentro de la Iglesia.

2. REFUTACIÓN DE LOS FUNDAMENTOS DEL ECUMENISMO DEL


CONCILIO VATICANO II.

Pasamos a continuación a exponer la correcta y tradicional doctrina católica


sobre los cuatro fundamentos del ecumenismo del Vaticano II, asentándonos siempre
en las enseñanzas de un magisterio constante, al menos hasta 1962. Como quedará
patente, la doctrina que vamos a desgranar a continuación es radicalmente contraria a
la que acabamos de ver; no en vano, toda ésta ha sido expresamente condenada como
herética por el Magisterio en varios documentos que citaremos profusamente. Mas
poco ha de importar esto a los defensores del ecumenismo conciliar, pues no debemos
olvidar que para ellos, el Magisterio de la Iglesia puede y debe evolucionar a través de
definiciones dogmáticas artificiosas, falibles y efímeras, y que por tanto, puede
plantear una cosa y su contraria en el tiempo, sin que por ello quede rota la
continuidad de la Tradición viva ni alterado el depósito de la fe, ni mancillado el
concepto de verdad, que, según Mauricio Blondel, no es sino la “adecuación de la
inteligencia a las necesidades de la vida presente”. Según esto, el Concilio Vaticano II
sería aquel “tesoro de cosas viejas y de cosas nuevas” (Mt 13,52) que permitiría aclarar
a la fe según los signos de los tiempos (Mt. 16,3) en la consecución de esa verdad
absoluta del Misterio que se va desvelando progresivamente en términos
contradictorios (la “verdad plena” de DV 8). Para nosotros, como para todo católico,
sin embargo, será una mezcla imposible de luces y tinieblas, atentatoria contra el más
elemental sentido común, que sólo puede llevar a la apostasía y a la perdición.

a) Refutación de la libertad religiosa.

Vimos ya las peligrosas consecuencias de la libertad religiosa del Vaticano II para


la fe católica; toca aquí desarrollar la correcta y tradicional doctrina católica al
respecto. Puesto que Jesucristo, enviado por el Padre (Jn. 5, 36-37), Hijo de Dios (Mt.
16, 16), vino a la tierra a iluminarnos con la doctrina verdadera (Jn. 18, 37) y eterna
(Mt. 24, 35), porque Él es la verdad (Jn. 14, 6), y a redimirnos de nuestros pecados,
todo ello con el fin de salvar nuestras almas, para lo cual estableció una Iglesia sobre la
roca de Pedro (Mt. 16, 18) dándole poder de enseñanza, santificación y gobierno (Mt.
28, 18) enviando a predicar su palabra en el nombre y con la autoridad del Padre (Mt.
10,40; Lc. 10, 16; Jn. 20, 21; Rom. 10, 15) en orden a la salvación (Mc. 16, 15; Jn. 5, 24)
o la condenación (Jn. 3,18) de las gentes, la única conclusión posible es que fuera de
esa doctrina de Jesucristo, custodiada, desarrollada y predicada al oído de los fieles
por su única Iglesia, que es la de Pedro y sus apóstoles sin solución de continuidad, no
hay salvación posible, con la única excepción de los justos con ignorancia invencible de
dicha doctrina y de dicha Iglesia (invencibilidad que no se presume, de ahí la exigencia
de abjuración de errores, canon 2314,2 del Código de Derecho Canónico de 1917).

Es imposible que otras doctrinas contrarias a la de Jesucristo predicadas por


sociedades de origen humano, y no divino, mal llamadas iglesias, que son
absolutamente desobedientes de Pedro, los apóstoles, y su Magisterio y disciplina, y
por tanto del Padre y del Hijo, y que se hallan alejadas de sus medios de gracia, puedan
ser por sí mismas caminos válidos a la salvación, pues es contrario a la razón (por el
principio de no contradicción) y a la Revelación (Jn. 3, 18; Mc. 16, 16; Lc. 10, 16; I Cor.
10, 20: “Lo que inmolan los gentiles, a los demonios, y no a Dios, lo inmolan”). No
puede existir, en consecuencia, un derecho natural, ni legal, ni divino a profesar y
mucho menos a difundir libremente el error, el vicio y la desobediencia de forma
pública y declarada, tanto más en cuanto que ello es un foco de infección para las
almas, y la Iglesia debe ser con ello radicalmente intolerante, pues su misión principal
de caridad es velar por la salud de ellas con la verdad, junto con el poder civil católico,
una de cuyas misiones es perseguir la difusión de ideas y la realización de conductas
nocivas para el orden social, y ello muy especialmente en naciones de mayoría
católica. En cuanto al fuero interno, esencialmente incoercible, ninguna autoridad
puede ni debe actuar sino con la persuasión razonada y la caridad, quedando la
cuestión en manos exclusivas de Dios. La tolerancia religiosa que en ciertos lugares (de
mayoría no católica) y en ciertos momentos ha ejercido prudentemente la Iglesia ha
tenido por fin no provocar, actuando de otro modo, males mayores a los producidos
por la presencia pública de religiones falsas en la sociedad cristiana (D. 1874).

El Magisterio de la Iglesia siempre ha proclamado que fuera de Ella no hay


salvación posible, con la excepción antedicha, de modo que nadie adherido libre y
conscientemente a una religión falsa, a una secta herética o a iglesias desobedientes
puede pretender salvarse por razón de ellas; e igualmente ha condenado la tesis de la
libertad religiosa, así como aquella que afirma que la Iglesia no tiene poder de
gobierno ni de condena:

Encíclica Mirari Vos, Gregorio XVI, 1832:

“Tocamos ahora otra causa ubérrima de males…: el indiferentismo…, aquella perversa opinión de que,
por engaño de hombres malvados… la eterna salvación del alma puede conseguirse con cualquier
profesión de fe, con tal de que las costumbres se ajusten a la regla de lo recto y de lo honesto… Y de esta
de todo punto pestífera fuente del indiferentismo, mana aquella sentencia absurda y errónea… aquel
delirio de que la libertad de conciencia ha de ser afirmada y reivindicada para cada uno.” (D. 1613).

“A este pestilentísimo error le prepara el camino aquella plena e ilimitada libertad de opinión… para
ruina de lo sagrado y de lo civil… Pero ‘¿qué muerte peor para el alma que la libertad de error?’, decía S.
Agustín…” (D. 1614).

Carta Gravissimas inter, Pío IX, 1862:

“Concede a la misma razón tal libertad de opinar de todo y de atreverse siempre a todo, que totalmente
quedan suprimidos los derechos, el deber y la autoridad de la Iglesia…” (D. 1668).

“La Iglesia, por la potestad que le fue encomendada por su divino Fundador, tiene no sólo el derecho,
sino principalmente el deber de no tolerar, sino proscribir y condenar todos los errores, si así lo
reclamaren la integridad de la fe y la salud de las almas.” (D. 1676).

Proposiciones condenadas del Sílabo, Pío IX, 1864:

15. “Todo hombre es libre de abrazar y profesar la religión que, guiado por la luz de la razón, tuviere
por verdadera.” (D. 1715).

78. “Laudablemente se ha provisto por ley en algunas regiones católicas que los hombres que allá
emigran puedan públicamente ejercer su propio culto cualquiera que fuere.” (D. 1778).

79. “Es falso que la libertad civil de cualquier culto, así como la plena libertad concedida a todos de
manifestar abierta y públicamente cualesquiera opiniones y pensamientos, conduzca a corromper más
fácilmente las costumbres y espíritu de los pueblos y a propagar la peste del indiferentismo.” (D.
1779).

Encíclica Quanta Cura, Pío IX, 1864:

“Hay no pocos en nuestro tiempo, que aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio… del
naturalismo, se atreven a enseñar que la óptima organización del Estado y progreso civil exigen
absolutamente que la sociedad humana se constituya y gobierne sin tener para nada en cuenta la
religión, como si ésta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la verdadera y las
falsas religiones. Y contra la doctrina de las Sagradas Escrituras, de la Iglesia y de los Santos Padres,
no dudan en afirmar que la mejor condición de la sociedad es aquélla en la que no se le reconoce al
gobierno el deber de reprimir con penas… a los violadores de la religión católica, sino en cuanto lo
exige la paz pública.” (D. 1689).

“No temen favorecer la errónea opinión, sobremanera perniciosa a la Iglesia Católica y a la salvación
de las almas… de que la libertad de conciencia y de cultos es derecho propio de cada hombre, que
debe ser proclamado y asegurado por la ley… y que los ciudadanos tienen derecho a una omnímoda
libertad, que no debe ser coartada por ninguna autoridad eclesiástica o civil, (derecho) por el que
puedan manifestar y declarar… públicamente cualesquiera conceptos suyos… Al sentar esa temeraria
afirmación… están proclamando una libertad de perdición… y nunca podrán faltar quienes se atrevan a
oponerse a la verdad… Nuestro Señor Jesucristo mismo enseña cuánto la fe y la prudencia cristianas
han de evitar esta locura tan dañosa.” (D. 1690).

Concilio Vaticano I, Pío IX, (1869-70):

“La Iglesia, que recibió juntamente con el cargo apostólico de enseñar, el mandato de custodiar el
depósito de la fe, tiene también divinamente el derecho y el deber de proscribir la ciencia de falso
nombre (1 Tim. 6, 20) a fin de que nadie se deje engañar por la filosofía y la vana falacia (Col. 2, 8).” (D.
1798).

“Si alguno dijere que las disciplinas humanas han de ser tratadas con tal libertad que sus afirmaciones
han de tenerse por verdaderas aunque se opongan a la doctrina revelada, y que no pueden ser
proscritas por la Iglesia, sea anatema.” (D. 1817).

Encíclica Immortale Dei, León XIII, 1885:

“Así Gregorio XVI… condenó con grande gravedad… que en cuestión de religión no hay que hacer
distinción ninguna; que cada uno puede juzgar de la religión lo que mejor le plazca; que nadie tiene
otro juez que la conciencia; que es igualmente lícito publicar lo que cada uno sienta…” (D. 1867).

“No tener en nada los deberes de la religión, o guardar la misma actitud ante las varias formas de
religión, no es lícito a los particulares ni es lícito a los Estados. La inmoderada libertad de sentir y de
manifestar públicamente lo que se sienta no está entre los derechos de los ciudadanos ni debe en
modo alguno ponerse entre las cosas dignas de gracia y protección.” (D. 1868).

“Si es cierto que la Iglesia juzga no ser lícito que las diversas formas de culto divino gocen del mismo
derecho que la verdadera religión, sin embargo, no por ello condena a aquellos gobernantes que para
alcanzar algún bien o evitar un mal importante, toleran por uso y costumbre que aquellas diversas
formas tengan lugar en el Estado.” (D. 1874).

Decreto Lamentabili, S. Pío X, 1910. Proposición condenada núm 7:

“Cuando la Iglesia condena errores, no puede exigir a los fieles un asentimiento interno, por el que se
adhieran a los juicios por ella emitidos.” (D. 2007).

Todo lo dicho, como se ha podido ver, no se limita a creencias u opiniones


religiosas, sino a cualesquiera otras, políticas, filosóficas o morales, que contradigan la
divina revelación en perjuicio de las almas, razón por la cual la Iglesia no ha dudado en
condenar formalmente tesis de este estilo, como el comunismo, el socialismo, el
liberalismo, el ontologismo, el hegelianismo, el kantismo o el dogmatismo moral, entre
otras muchas.
b) Refutación de la universalidad de la redención y de la dignidad
absoluta e inamisible del hombre.

La filosofía moderna es la específica que subyace al Concilio Vaticano II, y como


ya vimos (Dives in Misericordia 1), pretende la conciliación entre el antropocentrismo y
el teocentrismo, entre lo finito y lo infinito, y lo hace no buscando a Dios fuera del
mundo, sino en éste, porque fuera de él Dios no sería nada, ya que no puede ser
conocido. Siguiendo a Hegel, Dios no sería ya una persona trascendente, un ente
creador distinto del mundo; al contrario, Hegel diviniza el mundo y la historia
acentuando el tema cristiano de la Encarnación, y pretendiendo que lo infinito se
encarnó en lo finito en el marco de un devenir trinitario desde la nada al Absoluto. Así,
Dios y la humanidad unidos históricamente en Cristo serían coesenciales, dando
nacimiento al Hombre-Dios. De esta concepción filosófica inmanentista de Dios y el
hombre derivan los errores de la universalidad de la redención y de la dignidad
absoluta e inamisible del Hombre.

La universalidad de la redención.

Esta proposición teológica destruye desde sus mismos fundamentos toda la fe


católica. Efectivamente, si la salvación es un derecho natural de todo hombre respecto
a Dios por el mero hecho de la encarnación de Jesucristo en la humanidad, no son
necesarios ni el bautismo ni ningún sacramento de santificación, ni ninguna gracia de
Dios; no se exige la adhesión de la inteligencia a ninguna verdad revelada, ni a ninguna
Iglesia o autoridad que administre aquéllos ni enseñe ésta. La muerte de Jesucristo en
la cruz es absolutamente inútil, y en consecuencia el sacrificio eucarístico también. El
pecado original no existe, y el personal no importa. Jesucristo no vino a salvarnos de
nada, simplemente nos manifestó plenamente la “dignidad sin igual” (GS 22) que,
según parece, es inherente al hombre por naturaleza, y que, como consecuencia, nos
hace a todos iguales (GS 29) al margen del vicio o de la virtud, de la verdad o del error.
La voluntad es libre de hacer lo que quiera sin que ello afecte para nada a su superior y
absoluta dignidad ontológica al margen de toda moral, la cual, por lo demás, o se
fundamenta en el imperativo categórico de un ser humano esencialmente bueno, o en
la superior dignidad substancial del hombre en cuanto hombre, y sus correspondientes
derechos divinos. Las ideas de juicio, de premio y de castigo en la otra vida se vienen
abajo y lo único que parece exigirse para aprovecharse de este cheque salvífico en
blanco es una cierta predisposición interior hacia el misterio de lo divino (ni siquiera se
exige la fe en Cristo para la justificación, con lo que se va más allá de la tesis
condenada de Lutero) dirigida según la libérrima conciencia en no importa qué religión
o secta, de suerte que sólo aquéllos ateos que renieguen formalmente de cualquier
concepción de Dios, o sean adoradores de Satán de forma explícita podrían
hipotéticamente condenarse (aunque la GS 21 asigna a los primeros, sin embargo, el
deber de “colaborar en la edificación de este mundo” a través de un “prudente y
sincero diálogo”; ibid. GS 28). Finalmente, Dios obliga a todo ser humano a salvarse al
margen de la voluntad de éste en contrario, lo que implicaría que Dios no creó al
hombre con completa libertad en relación con su fin último, el cual parece le es debido
a aquél en todo caso.

Empecemos con el panteísmo evolutivo hegeliano de Teilhard de Chardin,


usando las palabras del dominico Reginaldo Garrigou-Lagrange:

“Es del todo punto imposible admitir que la encarnación del Verbo y la redención sean momentos de la
evolución. Y si dicha evolución se explicara en el sentido de la metafísica hegeliana, que fue
condenada por el Concilio Vaticano I… sería un herejía propiamente dicha, y aún más que tal, pues se
trataría de una apostasía completa, como que el evolucionismo absoluto y panteísta de Hegel no deja
subsistir ninguno de los dogmas cristianos: al negar al Dios verdadero, real y esencialmente distinto
del mundo, niega todos los misterios revelados, de los que no conserva otra cosa que el nombre.”
(Verdad e inmutabilidad del dogma, 1947).

El citado Concilio, por su parte, sentencia:

“Si alguno dijere que es una sola y la misma la sustancia o esencia de Dios y la de todas las cosas, sea
anatema.” (D. 1803).

“Si alguno dijere que las cosas… han emanado de la substancia divina, o que la divina esencia por
manifestación o evolución de sí, se hace todas las cosas, o que Dios es el ente universal o indefinido
que, determinándose a sí mismo, constituye la universalidad de las cosas… sea anatema.” (D. 1804).

Las doctrinas de Teilhard fueron condenadas y prohibidas repetidamente desde


sus primeras manifestaciones a finales de los años 20 hasta la Humani Generis en
1950, aunque pasaron posteriormente al núcleo teológico del Vaticano II y a la filosofía
de Juan Pablo II, como vimos.

“Se niega que el mundo haya tenido principio y se pretende que la creación del mundo es necesaria,
como quiera que procede de la liberalidad necesaria del amor divino… lo cual es contrario a las
definiciones del Concilio Vaticano I.” (Humani Generis, D. 2317).

“Algunos plantean también la cuestión de si la materia difiere esencialmente del espíritu…” (D. 2318).

La tesis de De Lubac por la que la gracia y la salvación son debidas por naturaleza
al hombre por parte de Dios (confusión entre el orden natural y el sobrenatural de la
gracia) es un error condenado infinitud de veces por la Iglesia: naturalismo pelagiano
en el Concilio de Cartago (418) y el Concilio II de Orange (529); concepción protestante
de la justificación por la sola fe en Trento (1545-63), errores de Miguel Bayo (1567 y
1794), Antonio Rosmini (1887) y modernismo (“cloaca y colector de todas las herejías”)
en la Pascendi de S. Pío X (1907):
“Se trata… del viejo error que le concede a la naturaleza humana una especie de derecho al orden
sobrenatural… Por eso el Concilio Vaticano I (D. 1808) declaró (contra los progresistas) que ‘si alguno
dijere que el hombre no puede ser levantado por Dios a un conocimiento y perfección sobrenaturales,
sino que por sí mismo, mediante un progreso continuado, puede al fin y debe llegar a la posesión de
toda verdad y de todo bien, sea anatema’.” (nº8). En el mismo sentido D. 2103.

Por su parte, Pío XII sentencia en su Humani Generis (1950):

“Algunos deforman la verdadera noción de la gratuidad del orden sobrenatural cuando pretenden que
Dios no puede crear seres inteligentes sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatífica… pervirtiéndose
el concepto de pecado original… y el de satisfacción que Cristo pagó por nosotros.” (D. 2318).

De esta concepción que quiere ver al hombre sobrenaturalizado por naturaleza


surge una visión naturalista del Reino de Dios, con una “nueva humanidad” que
crecería con solas sus fuerzas gracias a la afirmación de los “valores” del progreso
técnico y material y de la omnímoda libertad de todo ser humano, privado ya del
pecado original y plenamente encardinado en la bondad rousseauniana (GS 4-11, 30,
34 y 39; LG 36).

De Lubac fue rehabilitado por Juan XXIII tras su inhabilitación como enseñante en
1950; formó pareja en el Vaticano II con Wojtyla en la confección de la Gaudium et
Spes y fue miembro de la comisión teológica preparatoria del Vaticano II. Se lo elevó al
cardenalato en 1983.

Carlos Rahner, epígono de De Lubac en el punto de la redención objetiva,


anónima o universal, siempre estuvo en el punto de mira de los censores de la Iglesia,
que lo sancionaron en los años anteriores a la segunda gran guerra. En concreto, su
tesis de la unión hipostática del Verbo con toda la humanidad, y no “en la singularidad
de una sola persona” (D. 344) es un error de Antonio Rosmini condenado por León XIII
en 1887 (D. 1917 y 18) y es absolutamente contrario a la Cristología católica y de
consecuencias funestas para la fe, como se vio. Sin embargo, su estilo
omnicomprensivo y sistemático y su sutilidad como teólogo hicieron que su doctrina
penetrara e influyera profundamente bajo una apariencia de ortodoxia, en especial en
una visión concreta de sus afirmaciones al margen del conjunto. El Cardenal Siri decía
de él que:

“El más peligroso de los teólogos no es Hans Küng porque sostiene tesis tan disparatadas que nadie lo
toma en serio. El más peligroso es el jesuita Carlos Rahner, que escribe muy bien y tiene toda la
apariencia de ser ortodoxo, pero siempre ha sostenido que es necesaria una nueva teología; una
teología que deje a Jesucristo de lado y que sea del gusto de nuestro siglo.” (Benito Lai, El Papa no
elegido, 1993).

Participó activamente en el Concilio Vaticano II de la mano del Cardenal Köning, y


fue, junto con Congar, su teólogo más influyente.
No todos se salvan.

Es una verdad establecida por el mismo Jesucristo, que algunos se empeñan


vanamente en rebatir, quizá para otorgarse, para tranquilidad de su conciencia, el
derecho a decir, creer y obrar a su gusto con total impunidad. Jesucristo vino al mundo
para salvar al hombre al muy alto precio de su sacrificio, y no para exaltarlo en su
humanidad por la Encarnación, manifestando claramente que el hombre es pecador de
nacimiento, y por tanto se halla naturalmente abocado a su condenación eterna si no
media un arrepentimiento y una conversión sincera a Él, cosa que se consigue por la
gracia unida a una voluntad humilde y a una inteligencia recta de la fe.

“El que creyere y fuere bautizado, se salvará, mas el que no creyere, será condenado.” (Mc. 16, 15).

“El que no cree, ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del Unigénito Hijo de Dios.” (Jn. 3, 18).

“Y dirá a los cabritos de la izquierda: ‘apartaos de mí, vosotros, los malditos, al fuego eterno que
preparó mi Padre para el demonio y sus ángeles’.” (Mt. 25, 41).

“Quien escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene la vida eterna y no va a juicio.” (Jn. 5,
24).

“Muchos tratarán de entrar por la puerta estrecha y no lo lograrán.” (Lc. 13, 24).

La dignidad ontológica y la dignidad moral.

El hombre no tiene, al contrario de lo que afirma Juan XXIII en su Pacem in Terris


1, ni “derechos humanos inamisibles” ni una “dignidad de persona” (5) que no se
pueden perder bajo ningún concepto. Santo Tomás enseña (II-II q.64 a.2-3) que la “raíz
remota” o “dignidad radical” de la persona reside en su naturaleza o esencia humana,
que, efectivamente, la persona conserva siempre: es su dignidad ontológica, que
corresponde a todo hombre por naturaleza, pues atañe a su ser, por razón de contar
con un alma espiritual y estar hecho a imagen y semejanza de Dios, es decir, como
persona con inteligencia racional y voluntad libre. Ello implica que, al margen de
cualquier otra consideración, el hombre ha de merecer un cuidado y un respeto como
ninguna otra criatura. Mas ello no implica, como sugiere la Gaudium et Spes o la
Redemptor Hominis, que pueda ejercer su libertad sin trabas ni consecuencias,
pensando, afirmando o actuando lo que mejor le pareciere. Santo Tomás enseña, en
efecto, que la “raíz próxima” o “dignidad total” de la persona estriba en su obrar
conforme a su naturaleza creatural, finita, racional y libre, y no contra ella, por lo que
si se sirviere de su inteligencia para adherirse conscientemente al error, por ejemplo,
torciendo principios evidentes de la recta razón que han sido puestos por Dios en el
hombre, o haciendo caso omiso de una Revelación fundamentada en la autoridad
divina; o si utilizase su voluntad para obrar libremente el mal, a pesar de la ley natural
puesta en su corazón por Dios, o de los mandamientos y reglas morales derivadas de
su Revelación, entonces pierde el hombre su dignidad total o próxima, y se rebaja al
nivel de los brutos, que por carecer de inteligencia racional y voluntad libre, ni poseen
derechos, ni dignidad próxima o total. Esta es la dignidad moral, relativa no al ser, sino
al bien obrar conforme a la naturaleza del ser.

Efectivamente:

“A Dios le son igualmente aborrecibles el impío y su impiedad.” (Sab. 14, 9).

“La inteligencia y la voluntad que se adhieren al mal decaen de su dignidad nativa y se corrompen.”
(Immortale Dei, León XIII, 1885).

“El hombre abandona el orden de la razón con el pecado, y por eso decae de la dignidad humana que
estriba en ser libre y obrar por sí mismo, por lo que cae de algún modo en la esclavitud de las bestias
(Jn. 8, 34)… De hecho, un hombre malo es peor y más nocivo que una bestia.” (Santo Tomás, op. cit.)

He aquí precisamente la justificación del castigo y de la condenación para el


hombre malvado. Además de ser una sentencia contraria a la Revelación y a la doctrina
católica, separar al sujeto agente libre y consciente de sus obras es absurdo para la
recta razón, pues no se entienden las operaciones sin su sujeto (actiones sunt
suppositorum).

La suficiencia y la eficacia de la acción redentora de Jesucristo.

Como consecuencia de todas estas proposiciones erróneas que hemos podido


analizar en este punto, se ha operado una confusión entre la suficiencia y la eficacia de
la acción redentora de Jesucristo, de modo que, puesto que Éste se habría encarnado
con toda la humanidad redimiendo con ello a todo hombre tan sólo por el hecho de
ser tal, la consecuencia lógica es que su sangre habría sido derramada inútilmente. De
ahí que los teólogos neomodernistas desprecien el sacrificio de Cristo, y se centren en
la Encarnación o en la Resurrección, con preferencia por la primera por ser más
racional y menos sobrenatural. Mas, para desdibujar el sacrificio de la cruz, hacen
especial hincapié en que su sangre fue derramada por todos los hombres, como una
especie de segunda parte inútil y redundante de la Encarnación, que ya operó el
efecto. Y así por doble vía todos los hombres se salvarían, sin que, en propiedad, ni el
propio sacrificio eucarístico, ni participar en él, sean necesarios para nada ni para
nadie. Consecuencia inmediata de esto es que se puede prescindir sin problema
alguno de este medio de santificación, que carecería de suyo de ningún efecto
práctico, como no sea el de mantener la cohesión y alimentar la fe inmanente y el
sentimiento religioso y moral del Pueblo de Dios no ya a través de un sacrificio
expiatorio con presencia real, lo que resulta absurdo en la lógica neomodernista, sino
de una cena conmemorativa con presencia espiritual, al más puro estilo protestante. Y
esto se manifiesta en el nuevo orden de la misa de 1968, como veremos al final, con un
cambio sustancial de su ser, así como de las palabras esenciales para la consagración
de la sangre, que ya no son las de Jesucristo:

“Ésta es mi sangre de la Alianza, que por muchos es derramada para remisión de los pecados.” (Mt. 26,
28; Mc. 14, 24).

El Catecismo de Trento nos aclara la verdadera doctrina al respecto diciendo


que:

“Si atendemos al valor (de las palabras de la consagración), habrá que reconocer que el Salvador
derramó su sangre por la salvación de todos (suficiencia); pero si nos fijamos en el fruto que de ella
sacan los hombres, sin dificultad comprenderemos que su utilidad no se extiende a todos, sino
únicamente a muchos (eficacia)… Muy sabiamente obró Jesucristo no diciendo por todos, puesto que
entonces sólo hablaba de los frutos de su pasión, la cual sólo para los escogidos produce frutos de
salvación.” (Catecismo de Trento, II, 4, 24).

c) Conceptos católicos de verdad, Fe, dogma, Tradición y


Magisterio.

“Guardaos de que alguno os engañe por la filosofía y la vacía falacia, según la tradición de los
hombres, y no de Cristo.” (Col. 11, 18).

Crítica a la herejía evolucionista, del Cardenal Luis Billot (1929):

Sobre el error de la verdad relativa en las creencias de la tradición (De la


inmutabilidad de la tradición contra la moderna herejía del evolucionismo, Cardenal
Luis Billot, 1929, cap. IV).

Vamos a intentar explicar el concepto ortodoxo de verdad, siguiendo al citado


autor, quien a su vez resume la posición clásica y certísima de Santo Tomás, frente a la
herejía modernista.

Verdad es, como ya dijimos, la adecuación entre la inteligencia y la realidad,


según la modalidad del que conoce. El conocimiento de todo hombre en todo tiempo
y lugar se hace siempre del mismo modo: el hombre capta o aprehende algún atributo
de la substancia y de los accidentes de las cosas materiales a través de sus sentidos y,
puesto que el alma es espiritual e inmaterial por cuanto que es simple, con ese algo
elabora conceptos abstractos inmateriales, llamados ideas, que se expresan a través
de un sistema de códigos llamado lenguaje (único modo de unión entre lo material y lo
inmaterial) y que se relacionan a través de juicios. Esos conceptos se refieren a
universales abstractos inteligibles que propiamente no existen en la realidad (hombre,
mesa), pero tienen base real por cuanto que hay algo substancial que se capta en
todos los hombres y en todas las mesas para poder unificar estos elementos
materiales individuales bajo los conceptos de hombre y de mesa. A partir de aquí el
entendimiento unifica sujetos y predicados, combinando conceptos o ideas, y así dice
por ejemplo que el hombre es mortal, a lo cual llamamos juicio. Desde el momento en
que esa relación entre sujeto y predicado se dé en la realidad, el entendimiento posee
perfectamente la verdad, pues se adecúa a aquélla.

Así pues, o hay adecuación, o no la hay; no puede haber una adecuación relativa,
con lo que rechazamos el concepto de verdad relativa o incompleta. Es evidente que
el intelecto humano no puede conocerlo todo sobre la esencia de las cosas, pues ese
es privilegio exclusivo de Dios, en cuanto que creador de dicha esencia. Pero verdad
no es conocerlo todo de una cosa, sino tan sólo hacer una relación conceptual entre
sujeto y predicado que se dé en la esencia de la cosa. Por eso cuando decimos que
Dios es bueno, decimos verdad plena y perfecta sin pretender por ello conocer todo de
Dios ni de su bondad.

Las cosas inmateriales externas a nosotros no pueden ser aprehendidas por los
sentidos, por lo que los conceptos que nos formemos sobre ellas deben tener otra
fuente diferente a aquéllos. Sucede lo mismo con cosas materiales que escapan a los
sentidos. Pongamos el caso de Dios, de los ángeles, o del big-bang. Hay otras vías para
tener certeza de la realidad, que enumeraremos brevemente: aparte de nuestros
sentidos, que sin embargo siempre están en la base de todas las demás vías de
conocimiento, la conciencia nos permite hacer juicios verdaderos sobre las realidades
interiores a nosotros (unidad y espiritualidad del yo, pensamientos). El sentido común
nos da certeza sobre lo que todo hombre en todo tiempo ha tenido por cierto. La fe en
la autoridad nos da certeza sobre cosas que no han pasado por nuestros sentidos, y
finalmente, los cuatro principios primarios de certeza (identidad más contradicción,
causa y finalidad, que se remiten al primero) nos permiten igualmente unir sujetos y
predicados con toda seguridad. Es así como podemos hacer juicios verdaderos sobre
Dios, los ángeles o el big-bang.

No nos alejamos de la verdad porque hagamos juicios analógicos, como cuando


decimos que Dios es bueno, porque nuestro modo de inteligir necesita de la analogía
para entender ciertas realidades diferentes a la materialidad que nos rodea, y sabemos
perfectamente que Dios no es exactamente como nosotros somos, ni bueno
exactamente como son buenas las cosas que captamos con nuestros sentidos.
Tampoco nos alejamos de la verdad por tener conceptos compuestos de Dios (bueno,
justo, misericordioso…) cuando sabemos y entendemos perfectamente que Dios es
esencialmente simple, ya que la verdad no se altera por razón del modo de
comprensión en el ser que entiende, y es que nosotros siempre entendemos por
partes o aspectos, y nuestro conocimiento está dividido en un sistema complejo de
juicios verdaderos trabado a través de silogismos sometidos a reglas comunes y ciertas
(lógica) que se basan en última instancia en el principio de identidad y en la unidad del
ser, lo que remite a Dios.

La revelación divina se reduce a una unión entre sujeto y predicado que nosotros
no tenemos modo humano de efectuar. Tenemos fe en ella por su autoridad
eminentísima, del mismo modo, a otro nivel, que creemos a Newton cuando nos habla
de sus teoremas sin que jamás los hayamos experimentado por los sentidos. Si Dios
nos dice que los ángeles existen, nosotros podemos tener certeza de que existen, y de
que con ello decimos verdad. Entendemos también cuando nos dice que son espíritus,
porque conocemos cosas espirituales, como nuestros pensamientos o nuestro yo, por
propia conciencia, y así hacemos un juicio analógico verdadero sobre los ángeles, que
corresponde con la realidad, según nuestro modo de entender, por razón de fe en
autoridad creíble. Mas ¿quién está capacitado para hacer tales juicios y unir tal sujeto
con tal predicado, si Dios no le revela dicha unión? ¿A quién se le ocurriría decir por su
cuenta y riesgo, aun entendiendo lo que es Dios, analógicamente persona, padre, hijo y
substancia, que Dios es un ser pero tres personas, o que la substancia del Padre es la
del Hijo? En ocasiones, esas uniones que Dios nos revela nos llevan a nuevos conceptos
explicativos del juicio de Dios, sin los cuales no podríamos entender bien esa relación
sujeto y predicado, como el caso de la consubstancialidad y de la transubstanciación.

Es por tanto absolutamente falso que los hombres hayan entendido la realidad
de modo diferente a lo largo de los siglos. Sí que es cierto que han ido conociendo
verdaderamente realidades nuevas o aspectos nuevos de una misma realidad, y que
en consecuencia han tenido que perfeccionar progresivamente su aparataje intelectual
para la enunciación de conceptos, juicios y raciocinios cada vez más complejos, pero
siempre dentro de la misma lógica, aun antes de que ésta fuese enunciada por
Aristóteles. Así, el autor del Génesis no utiliza los conceptos nada, substancia, forma o
creación, pero sí los conceptos de no es (`ayin), ser (yesh), modelar (yetser) y cortar
(bara´) que se van perfeccionando analógicamente ya en tiempos bíblicos a partir de
significados más concretos y limitados, lo mismo que hemos hecho en otros lugares
formando el concepto complejo de transubstanciación a partir de otros más simples
como pasar, ser una cosa, ser otra cosa diferente.

Es igualmente falso que los teólogos hayan ido alterando históricamente el


contenido unívoco e invariable de los juicios de la revelación a través del aparataje
conceptual de cada momento, pues ese aparataje es básicamente el mismo, el que
acabamos de describir, y en todo caso lo que se ha hecho es expresar de modo más
afinado y elaborado un juicio de sujeto-predicado absolutamente inmutable que no
admite más alternativa que su contrario, y precisamente al calor de las disputas con los
herejes que pretendían este juicio contrario: o Jesucristo es Dios, o no es Dios; es Dios
y hombre a la vez o no lo es; te salvas por la fe sin obras, o no te salvas. Y es que el
Dios de los filósofos es exactamente el mismo que el de los antiguos judíos, porque
tanto los unos como los otros no pueden entender a Dios ni sus juicios revelados de un
modo diferente al propio de todo ser humano, con mayor o menor afinamiento
explicativo.

Y por supuesto es del mismo modo falso también que los teólogos hayan
reflexionado conceptualmente sobre el mensaje unívoco de la revelación haciendo
juicios contrarios a los divinos porque en su fuero interno sintiesen o experimentasen
de otro modo, o les apeteciese enmendar la plana a Dios, o simplemente
inventándoselos por su cuenta según el signo de los tiempos, entendiéndose así que
primero en Éfeso Jesucristo tenía una naturaleza y luego en Calcedonia dos, o que
Jesucristo no resucitó ni hizo milagros sino que a ellos les pareció que sí (D. 2076,
2084).

Admitir el principio de que existe una verdad plena o absoluta y, en


consecuencia, relativa o incompleta, implica negar a la inteligencia humana su
capacidad para conocer la realidad, lo que es fuente de escepticismo y de
relativismo. Según tal principio, estaría naturalmente siempre en potencia hacia su fin
propio, que es la verdad en acto, mas nunca podría llegar a ella por lo que habría una
imperfección esencial ab initio. La verdad, si existe, es perfecta y plena, y si no, no
existe, del mismo modo que no hay embarazos o matrimonios parciales,
aproximativos, relativos o no plenos; la verdad no admite matices: entre el sí y el no no
hay intermedios, ni grises. Pueden hacerse distinciones en juicios compuestos, pero al
final se reconducen siempre en juicios simples. En el fondo de la cuestión se encuentra
el eterno problema de los universales: la verdad no existe como tal, lo que existen
son verdades. Y coger el concepto ideal de verdad y fraccionarla como un pastel
afirmando que la conocemos en parte pero no en todo resulta tan absurdo como
afirmar que conocemos parte de la humanidad pero no toda la humanidad, parte del
ser pero no todo el ser. Este tipo de expresiones son lícitas sólo como un modo de
hablar, pero con propiedad y rigor habría que decir que conocemos ciertas
características de ciertas sustancias de tal o cual cosa individual que vemos o
inducimos que coinciden en otras cosas del mismo género, pero nada más.
Ciertamente el hombre es un ser finito, y el complejo sistema de verdades absolutas
que constituye su conocimiento no abarca toda la esencia de la realidad, ya que sobre
muchísimas cosas hemos de suspender el juicio; pero eso no implica que lo que conoce
de la realidad sea falso, o en sí incompleto.

El concepto de verdad plena/relativa también abre otra puerta al relativismo y a


la negación del principio de no contradicción, que supondría el suicidio de la razón y el
más absoluto ignorantismo escéptico. Si admitimos que la inteligencia se dirige en su
conocimiento hacia una verdad plena, aparece inmediatamente el factor tiempo y la
objeción de Heráclito a Parménides: el ser está en contínuo devenir lo mismo que
nuestro conocimiento del mismo. En consecuencia, habría que replantearse la
estabilidad del conocimiento de la verdad del mismo modo que nos cuestionamos la
estabilidad del ser, que hoy es y mañana no es, hoy es de un modo y mañana es de
otro. Y en el propio proceso de desvelamiento de la verdad unas proposiciones se
superpondrían a sus contrarias sin solución de continuidad según las perspectivas y
signos de cada época, pues no sólo se trataría de conocer más proporción de una
verdad infinita y variable, sino de hacerlo mejor según los modos evolutivos del sujeto
pensante en el tiempo (DV 8).

La Encíclica Humani Generis de Pío XII, 1950, condenando algunas “falsas opiniones
que amenazan destruir los fundamentos de la doctrina católica”:

Con esta Encíclica el papa Pío XII pretendió resumir, para su condena, todas las
doctrinas modernistas que habían renacido en el periodo de entreguerras tras el golpe
que sufrieron por su primera condenación con la Pascendi, en 1907. Por ello se la
considera la gran bestia del neomodernismo, el cual, sin embargo, triunfó en la Iglesia
doce años después al modelar completamente el Concilio Vaticano II.

“No faltan hoy día… quienes, aficionados más de lo justo a las novedades, o temiendo también sentar
plaza de ignorantes de los progresos de la ciencia, tratan de sustraerse a la dirección del sagrado
Magisterio, y se hallan consiguientemente en peligro de irse insensiblemente desviando de la misma
verdad divinamente revelada y de arrastrar a otros consigo hacia el error.” (D. 2308).

En efecto, el desprecio por la teología y filosofía escolásticas y por el Magisterio


de la Iglesia es la nota esencial del neomodernismo. El Magisterio como norma
próxima y universal de la verdad revelada en materia de fe y costumbres le obsta
principalmente al libre subjetivismo típicamente protestante con el que esta corriente
pretende encarar el estudio del dogma y considerar el concepto de verdad. En cuanto
que custodio, defensor e intérprete del depósito de la Fe, le estorba también para la
interpretación libre, personal y racionalista de la Escritura, que por lo demás no
consideran inerrante (D. 2315 y 16), y para una concepción evolucionista y variable de
la Tradición. Y, finalmente, las condenas de errores y herejías que efectúa el Magisterio
ponen en evidencia sus a la sazón ocultas intenciones de revolución en el seno de la
Iglesia.

El error principal de la nueva teología estriba en el escepticismo de la filosofía


moderna, inaugurada con Descartes, quien pretendió erigir divinamente la mente
humana en la razón misma de la existencia de las cosas, deduciendo el ser del
pensamiento, anteponiendo lo inteligible a lo sensible, reduciendo la realidad humana
y divina a su propio pensar conceptual y erigiéndose en un Absoluto que dice pienso,
luego es. Esta filosofía derivó posteriormente, por un lado en el racionalismo empirista
de Hume y en el positivismo de Compte, y por otro en el idealismo de Kant, Fichte y
Hegel. De este escepticismo filosófico se pasa al escepticismo dogmático, según el cual
la inteligencia humana no puede conocer la sustancia de las cosas, sino tan sólo los
fenómenos sensibles y cambiantes, de ahí que aquélla cambie con ellos y su valor sea
siempre relativo a la mudanza de dichos fenómenos. El dogma religioso, en
consecuencia, no es nunca objetivo y real, objeto de conocimiento y de fe, sino
subjetivo y aparente, sometido a las leyes apriorísticas de la mente, de suerte que
ningún contenido del mismo (Dios, el ser, el alma, incluso Jesucristo) es real ni puede
ser conocido objetivamente en su sustancia, sino tan sólo en su apariencia; y, de este
modo, todas esas realidades no son tales, sino fruto de un conocimiento subjetivo a la
luz de nuestras categorías mentales, conocimiento que se perfecciona en el tiempo, en
una evolución dialéctica ascendente del fenómeno desde el no ser al ser, desde una
cosa a su contraria:

“Piensan que queda así abierto el camino por el que, satisfaciendo a las exigencias actuales, pueda
expresarse también el dogma por las nociones de la filosofía moderna, ya del inmanentismo, ya del
idealismo, ya del existencialismo, ya de cualquier otro sistema.”

“Algunos más audaces afirman que ello puede y debe hacerse porque, según ellos, los misterios de la fe
jamás pueden significarse por nociones adecuadamente verdaderas, sino solamente por nociones
‘aproximativas’, como ellos las llaman, y siempre cambiantes, por las cuales, efectivamente, la verdad
se indica, en cierto modo, pero forzosamente también se deforma.” (D. 2310).

Pío XII enseña también que la filosofía y la mentalidad modernas son


inconciliables con la recta razón y con la fe de la Iglesia Católica (D. 2323), porque se
fundan en dos errores, a saber, el relativismo basado en la subjetividad y en la
evolución histórica de una cosa a su contraria; y, en segundo lugar, la negación de lo
sobrenatural como don de un Dios personal y trascendente, que puede ser conocido
por la razón analógica a partir de sus creaturas (D. 2320) y con certeza por medio de su
revelación, todo ello acompañado de una autodivinización por la gracia original (D.
2318), de una autorrevelación (D. 2324) por el inmanentismo gnoseológico de una
conciencia creadora del ser y de su propia fe sentimental, y de una automoralización
(D. 2325) basada en la ética autónoma y práctica del imperativo categórico de Kant.
En definitiva, el Hombre elevado a la categoría de Dios:

“Los delirios de semejante evolución por los que se repudia todo lo que es absoluto, firme e inmutable
han abierto el camino a la nueva filosofía aberrante que, en concurrencia con el idealismo,
inmanentismo y pragmatismo, ha recibido el nombre de existencialismo, como quiera que, desdeñadas
las esencias de las cosas, sólo se preocupa de la existencia de cada una singularmente.”

“Añádese un falso historicismo, que ateniéndose sólo a los acontecimientos de la vida humana, socava
los fundamentos de toda verdad y ley absoluta, lo mismo en el terreno de la filosofía que en el de los
dogmas cristianos.” (D. 2306).
“Lo que pretenden estos innovadores es atribuír a las facultades volitiva y afectiva cierta fuerza de
intuición, y que el hombre, cuando por el discurso de la razón no pueda determinar qué es lo que deba
abrazar como verdadero, se incline a la voluntad, por la que, decidiendo libremente, elija entre
opiniones opuestas, en una confusa mezcolanza de conocimiento y acto de voluntad.” (D. 2324).

Condena especialmente, a más de la universalidad de la redención propuesta


por De Lubac (D. 2318) y el panteísmo evolucionista de Teilhard de Chardin (D. 2317),
la herética sentencia de la evolución objetiva o heterogénea de los dogmas, ya
impugnada anteriormente por S. Pío X en la Pascendi (D. 2026), en su juramento
antimodernista (D. 2145) y por el Vaticano I (D.1800), según la cual no habría esencias
ni verdades inmutables, y por tanto no habría revelación objetiva estable en el tiempo,
sino que antes bien todo dogma, mero símbolo de un sentimiento religioso variable,
mudaría con el transcurso de éste y de la historia, hasta llegar a afirmarse la
compatibilidad de los contrarios en el seno de la propia evolución del sujeto pensante
(el Espíritu de Hegel manifestándose en la historia como un devenir, o la Tríada
panteísta del misterio de la Iglesia de LG 2-4).

“De ahí que no tienen por absurdo, sino por absolutamente necesario, que la teología, al hilo de las
varias filosofías de que en el decurso de los tiempos se vale como instrumento, vaya substituyendo las
antiguas nociones por otras nuevas, de suerte que por modos diversos, y hasta en algún modo
opuestos, pero según ellos equivalentes, traduzca a estilo humano las mismas verdades divinas.”

“Añaden en fin, que la historia de los dogmas consiste en exponer las varias formas sucesivas que la
verdad revelada ha ido tomando, conforme a las varias doctrinas e ideas que han aparecido en el
decurso de los siglos… lo cual conduce al relativismo dogmático.” (D. 2310).

Denuncia a aquéllos que, al estilo protestante, apoyándose exclusivamente en las


Escrituras como única revelación de Dios, y despreciando la razón como medio de
conocer muchas verdades, rechazan el Magisterio de la Iglesia, al cual les gustaría verlo
mejor afectado de esa corriente historicista de forma que pueda ser considerado
evolutivo o vivo a la manera modernista (D. 2307).

Rechaza expresamente un ruinoso e imprudente ecumenismo irenista que, bajo


la bandera de combatir el ateísmo moderno y de extender el Evangelio, supondría
renunciar a ciertos principios dogmáticos e institucionales de la fe católica
establecidos por Jesucristo o que son sostenedores y defensores de la Fe, así como a la
teología tradicional de la Iglesia y a sus métodos, todos los cuales deberían ser
reformados con tal noble fin, obtenible tan sólo por la conciliación de las oposiciones
en materias dogmáticas de los hombres de cualquier cultura y cualesquiera ideas
religiosas (D. 2308). Del mismo modo, condena aquella opinión según la cual la
significación de los dogmas debería ser atenuada principalmente a través de la
eliminación de su terminología escolástica tradicional y de las nociones filosóficas que
los sustentan, las cuales serían ajenas a la Revelación y puro invento de los hombres,
volviéndose entonces la mirada a fuentes más originales pero menos claras, y por
tanto más manipulables, como las Escrituras y sobre todo los Santos Padres (D. 2313),
para de este modo limar las asperezas e impurezas del dogma católico y poder
conciliarlo pacífica y sincréticamente con las tesis heréticas de los disidentes que están
separados de la unidad de la Iglesia (D. 2309).

Idea fundamental de la Encíclica es que el desarrollo de esas filosofías había de


conducir, como de hecho ha conducido, a una antiteología de la muerte de Dios, fruto
de una evolución lógica del inmanentismo subjetivista hacia un nihilismo materialista
en el que todo conocimiento y valor ideal, toda idea de ser, de razón y de moral
acabarían reventando necesariamente por falta de toda referencia a lo real, llevando
en consecuencia en el ámbito católico a una apostasía absoluta. En definitiva, del
Dios pensado que genera el deber práctico de actuar bien (Kant) se pasó a la negación
de Dios, por puro capricho de su creador humano, y por consiguiente a la negación de
toda moral:

“Todo está perdido con la modernidad o el neomodernismo, pero todo puede restaurarse con la
clasicidad o el neotomismo.”

La Encíclica remarcaba el valor de la razón humana, don principal de Dios, que si


bien conoce imperfectamente y está afectada por el pecado original (D. 2305), puede
sin embargo conocer la esencia de las cosas a través de ideas abstractas, unidas en
juicios con sujeto y predicado, los cuales pueden ser combinados conforme a las reglas
de la lógica bajo el perpetuo amparo de los principios evidentes de identidad,
contradicción, causa-efecto y razón suficiente (D. 2320). Del mismo modo ensalza,
como ya hicieron antes otros Pontífices (León XIII en Aeterni Patris, 1879; S. Pío X en
Doctoris Angelici, 1914; y Pío XI en Studiorum Ducem, 1923) el valor perenne de la
sana filosofía escolástica y tomista, que se yergue sobre los citados principios
primeros per se notos y que es la única que sirve para expresar los conceptos
teológicos del dogma católico (D. 2311, 2322), al tiempo que todas las demás
(inmanentismo, idealismo, materialismo, existencialismo) son inútiles y nocivas a tal
propósito, denominándolas “engendros” (D. 2323). Substituír aquella filosofía por
“nociones hipotéticas y expresiones fluctuantes y vagas de una nueva filosofía, las
cuales… hoy son y mañana caerán, no sólo es imprudencia suma, sino que convierte al
dogma mismo en caña agitada por el viento” (D. 2312, 2321). Igualmente aboga por el
retorno a las auténticas fuentes del cristianismo, a la patrística perfeccionada por la
escolástica, bajo la guía del Magisterio constante de la Iglesia. Sólo la recta razón y la
voluntad esclarecidas y reforzadas por la fe y la caridad sobrenaturales con ayuda de la
gracia podrán resolver los problemas del hombre contemporáneo.

Una correcta doctrina sobre el Magisterio y la Tradición.


“Continuar creyendo y haciendo lo que la Iglesia ha enseñado y ha hecho siempre en todas partes.” (S.
Vicente de Lerín, Commonitorium 3).

El Magisterio de la Iglesia debe ser necesariamente constante en el tiempo,


porque es depositario de una verdad revelada por Dios y el mismo Jesucristo, quien es
además cabeza eterna de su Cuerpo Místico, que preside visiblemente a través de su
vicario Pedro hasta el final de los tiempos (Mt. 28, 18-20). Puesto que la fe revelada es
el primer fundamento de la Iglesia y de su fin propio que es la salvación de las almas, y
puesto que éstas se salvan en primera instancia por la asunción de unas determinadas
verdades de fe, sin lo cual no se puede agradar a Dios, resulta evidente que esas
verdades no pueden cambiar caprichosamente en el tiempo, de modo que haya unos
en el cielo por creer una cosa y otros en el infierno por creer exactamente lo mismo, y
que todo sea una cuestión temporal que determina las modas de la fe según los
tiempos.

Ciertamente, la Iglesia en dos mil años ha ido meditando la verdad revelada y


aplicando a ella la razón, don divino para el hombre, de modo que ha podido
proporcionar a sus hijos un mayor y mejor conocimiento de aquélla verdad revelada,
que sin embargo permanece inmutable a lo largo de los años. La razón,
independientemente de la Revelación, puede descubrir algunas cosas reveladas, con
ayuda de la ciencia filosófica (D. 1795), a lo cual llamamos preámbulos de la Fe. Pero es
sin duda la Teología, que no es otra cosa que la aplicación de la razón a la Revelación
(D. 2120), con la ayuda de otras ciencias auxiliares, como la propia Filosofía, la Historia,
la Arqueología o la Filología, la que ha permitido una mejor y más profunda
comprensión de las Sagradas Escrituras y de la Tradición, que es el mensaje oral dejado
por Jesucristo a los Apóstoles y recibido por las primeras comunidades cristianas. De
este modo se ha llegado a una revelación virtual, lógicamente consecuente con la
revelación primordial de Dios y Jesucristo en Escrituras y Tradición.

Esta revelación virtual se fundamenta en la analogía del ser y en la analogía de la


fe: por la primera, entendemos cosas inteligibles de Dios y de sus misterios en
términos humanos, pues en cuanto que criaturas de comprensión finita, no podemos
abarcar el infinito, y así decimos que Dios es Padre, pensando en un padre humano, y
distinguimos que es bueno y que es justo, cuando en Dios no hay división alguna. Por
la segunda, relacionamos lógicamente las diferentes proposiciones o juicios en que se
divide la Revelación, y llegamos a elaborar otros silogísticamente, y así decimos que si
Jesucristo se decía Hijo de Dios, no le era propio el pecar, aunque fuese hombre, pues
Dios no puede pecar; o que, si Jesucristo tenía una madre humana, ésta no podía tener
el pecado original, pues de lo contrario su hijo lo habría heredado, cosa que no
sucedió, luego concluímos que la Virgen era de concepción inmaculada, lo cual, como
tal, no está formalmente revelado en ningún sitio:
“Ciertamente, la razón ilustrada por la Fe, cuando busca cuidadosa, pía y sobriamente, alcanza por don
de Dios alguna inteligencia, y muy fructífera, de los misterios, ora por analogía de lo que naturalmente
conoce (analogía del ser), ora por la conexión de los misterios mismos entre sí y con el fin último del
hombre (analogía de la fe), aunque nunca, sin embargo, se vuelve idónea para entenderlos totalmente, a
la manera de las verdades que constituyen su propio objeto…” (Vaticano I, D. 1796).

Dijimos ya que la razón humana tiene un modo especial de entender, y ese modo
queda perfectamente explicado por la filosofía aristotélica complementada por Santo
Tomás y los filósofos neotomistas, de ahí que, como acabamos de ver, sea la única de
la que se ha servido la Iglesia, y la única de la que se haya de servir válidamente en el
futuro: todo lo demás en la Historia de la Filosofía, quitando a los precusores griegos,
no son sino partos de los hombres, y monumento a su estulticia original. Dijimos
también que la verdad humana se adecúa a ese sistema de entender, por lo que la
Revelación de Jesucristo, explicada por un hombre a otros hombres, debe adecuarse
necesariamente al mismo.

El progreso en el conocimiento humano implica aumentar el conjunto de juicios


verdaderos sobre las cosas así como su trabación lógica conforme a unas reglas
precisas. Las verdades reveladas también se someten a ese principio, y el Magisterio
ha operado a lo largo de los siglos una optimización de la comprensión de aquéllas,
como decimos, a través de la Teología y la Filosofía, de modo que las formulaciones de
dichas verdades, que llamamos dogmas, se han ido refinando para su enriquecimiento
y mejor entendimiento, siempre con el mismo sentido y contenido (“eodem sensu
eademque sententia” de S. Vicente de Lerín) a lo largo de los tiempos, principalmente
como respuesta a las controversias, objeciones y malas interpretaciones de los herejes,
las cuales ha habido necesidad de responder cumplidamente para bien de las almas. A
esto han llamado algunos evolución subjetiva, comprensiva u homogénea del dogma, y
no es cosa solamente lícita, sino necesaria. Lo que está solemnemente rechazado por
la Iglesia es defender, con los modernistas, que los dogmas varíen en su objeto o
contenido por razón del mero paso del tempo (evolución objetiva o heterogénea) por
lo que no puede defenderse de ningún modo y bajo ninguna circunstancia que la
Iglesia hoy diga que se ha de creer esto y mañana su contrario (D. 2145).

El Magisterio, en cuanto regla próxima de la fe revelada, es guardián y transmisor


de lo que se ha convenido en llamar depósito de la fe, recibido directamente de Dios y
de su hijo Jesucristo a través de las Escrituras y de la Tradición (regla remota), y en
cuanto tal es inmutable, si bien pueda ser explicado más afinadamente en un tiempo
más reciente que en otro más pasado, lo que explica la rudeza o simplicidad de los
Primeros Padres en relación a la doctrina Pontificia más reciente. De ahí también el
famoso “tradidi quod et accepi” de San Pablo (1 Cor, 15, 3). Por lo demás, pretender
buscar contradicciones entre ambos es trabajo baldío, por mucho que numerosos
autores neomodernistas lo hayan pretendido forzando sentidos de sentencias de
aquellos primeros autores cristianos que pudieran dar pie al efecto (D. 2313).
Por esta inmutabilidad no sólo en el tiempo sino también en el espacio surge el
concepto de magisterio ordinario universal, necesariamente infalible y al que, por
tanto, hay que dar absoluta credibilidad, con “fe católica y divina” (D. 1792),
consistente en las verdades exentas de todo error recibidas de la Escritura y de los
Apóstoles que como reveladas interpreta, enseña, conserva y transmite en cada
momento presente la Iglesia extendida por todo el mundo y que con general y
constante consentimiento son consideradas por los teólogos católicos como
pertenecientes a la fe (Tuas Libenter, 1863 y Munificentissimus Deus, 1950):

“La obligación (de adherirse a las verdades reveladas) que absolutamente tienen los maestros y
escritores católicos no se reduce sólo a aquellas materias que son propuestas por el juicio infalible de
la Iglesia para ser por todos creídas como dogmas de fe (Sílabo 22)… expresamente definidos… por
decretos expresos de los Concilios ecuménicos o de los Romanos Pontífices, sino que habría también de
extenderse a las que se enseñan como divinamente reveladas por el Magisterio ordinario de toda la
Iglesia… y que con universal y constante consentimiento son consideradas por los teólogos católicos
como pertenecientes a la fe…” (Tuas libenter, D. 1683).

“Es menester también que (los cristianos) se sometan a las decisiones que, pertenecientes a la doctrina,
emanan de las Congregaciones pontificias, lo mismo que a aquéllos capítulos de la doctrina que, por
común y constante sentir de los católicos, son considerados como verdades teológicas y conclusiones
tan ciertas, que las opiniones contrarias… aun cuando no puedan ser llamadas heréticas, merecen sin
embargo una censura teológica de otra especie.” (Tuas libenter, D. 1684).

“El Magisterio de la Iglesia, no ciertamente por industria meramente humana, sino por la asistencia del
Espíritu de Verdad, y por eso infaliblemente, cumple su mandato de conservar perennemente puras e
íntegras las verdades reveladas, y las transmite sin contaminaciones, sin añadiduras y sin
disminuciones.” (Munificentissimus Deus, 1950).

“En efecto, como enseña el Concilio Vaticano, a los sucesores de Pedro no les fue prometido el Espíritu
Santo para que, por su revelación, manifestasen una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia,
custodiasen inviolablemente y expresasen con fidelidad la revelación transmitida por los Apóstoles, o
sea, el depósito de la Fe.” (Ibídem).

Y en cuanto a las Sagradas Escrituras:

“En materias de fe y de costumbres que atañen a la edificación de la doctrina cristiana, ha de tenerse


por verdadero sentido de la Sagrada Escritura aquél que sostuvo y sostiene la Santa Madre Iglesia, a
quien toca juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras santas; y por ende a nadie es
lícito interpretar la misma Escritura Sagrada contra este sentido ni tampoco contra el sentir unánime de
los Padres.” (Concilio Vaticano I, D. 1788).

Por esta misma razón, todas las encíclicas papales que recogen esa verdad
revelada constante en el Magisterio y en toda la Iglesia en todo tiempo y lugar, motivo
por el cual suelen remitirse en ellas a sus predecesores, son igualmente infalibles, y no
sólo deben ser acatadas, sino cumplidas.

“Tampoco ha de pensarse que no exige de suyo asentimiento lo que en las Encíclicas se expone, por el
hecho de que en ellas no ejercen los Pontífices la suprema potestad de su magisterio; puesto que estas
cosas se enseñan por el magisterio ordinario… y las más de las veces, lo que en las Encíclicas se propone
y se inculca, pertenece ya por otros conceptos a la doctrina católica.” (Humani Generis).

“Y si los Sumos Pontífices en sus documentos pronuncian de propósito sentencia sobre alguna cuestión
hasta entonces discutida, es evidente que esa cuestión, según la mente y la voluntad de los mismos
Pontífices, no puede ya tenerse por objeto de libre discusión entre los teólogos.” (Humani Generis, D.
2313 final).

“No basta aceptar con docilidad los antiguos documentos del Magisterio eclesiástico, sino que es
necesario además abrazar con fiel sumisión todas las definiciones que la suprema autoridad de la
Iglesia nos ha presentado a lo largo del tiempo.” (Orientalis Ecclesiae, Pío XII).

Y cuando el Papa ejercita extraordinariamente su poder de magisterio, en


solitario o con todos los obispos reunidos en concilio, pretendiendo obligar con aquél
de fe divina y católica a todos los fieles, por tratarse de una verdad revelada, lo hace
en el mismo sentido citado de reafirmar y fijar definitivamente una verdad que ya
estaba incluída en el depósito de la Fe y en el magisterio ordinario anterior y presente,
por lo que es ya doctrina inveterada de la Iglesia, aunque no suficientemente clara o
perfilada, por lo que surgen interpretaciones variadas y controversias. El objetivo de
este magisterio extraordinario es definir con mayor precisión o condenar algo
disputado, aclarar puntos oscuros o discutidos, o declarar formal y definitivamente una
verdad que ya estaba previamente en el ánimo de los fieles y en el acervo de la Iglesia,
mas no proclamada como tal, y se obliga a aceptarlo y cumplirlo precisamente por esa
razón, y no por el capricho del Papa o del Concilio, que tienen un poder limitado por
razón del objeto de su magisterio y de la revelación divina de éste:

“Por el ejercicio extraordinario del Magisterio no se introduce ninguna invención ni se añade ninguna
novedad al acervo de aquellas verdades que en el depósito de la Revelación… no están contenidas sino
implícitamente, sino que se explican puntos… oscuros o se establecen como cosas de fe lo que algunos
han puesto en tela de juicio.” (Mortalium Animos, Pío XI).

“No porque la Iglesia sancionara con solemne decreto (de Magisterio extraordinario) y definiera las
mismas verdades de un modo distinto en diferentes edades, o en tiempos más recientes, han de
tenerse por no igualmente ciertas ni ser creídas del mismo modo.” (Ibidem).

El Magisterio ordinario universal es cotidiano y esencialmente presente y actual,


y se predica en forma de múltiples actos unánimemente por todos los obispos por
separado, cada uno en su sede, bajo la autoridad del Papa y conforme a un
sentimiento en los fieles de que esa doctrina es la que siempre se ha sostenido en la
Iglesia: por eso la proclamación de un dogma formalmente nuevo por un acto
extraordinario no extraña a nadie, sino que confirma lo que ya se sentía.

“Este singular consentimiento del episcopado católico y de los fieles… presentándonos la enseñanza
concorde del magisterio ordinario de la Iglesia y la fe concorde del pueblo cristiano, por él sostenida y
dirigida, manifestó por sí mismo de modo cierto e infalible que… es verdad revelada por Dios y
contenida en aquel divino depósito que Cristo confió a su Esposa para que lo custodiase fielmente e
infaliblemente lo declarase.” (Munificentissimus Deus).
Por eso mismo también, una decisión extraordinaria con carácter obligatorio que
contradijese ese acervo tradicional y presente, sería inmediatamente contestada y no
recibida. Así ha sucedido en algunas ocasiones en relación con temas menores que no
afectan a la fe o a las costumbres ni son de revelación divina ni van necesariamente
unidos a ella, como la Bula De Salute Gregis de 1567, que, por la temeridad que
suponían, prohibía las fiestas taurinas y excomulgaba a los príncipes que las celebrasen
en sus reinos, la cual no fue recibida en absoluto en España y sus posesiones y fue
desatendida sin escrúpulo alguno. En relación con la fe y las costumbres y en
cuestiones de institución divina o consustanciales con ellas, sin embargo, ello no es
posible, porque, como veremos, un acto magisterial de tal índole o no pretende
obligar, razón por la cual no sería magisterio extraordinario, y por tanto puede ser
ignorado por razón de su contenido contrario al depósito de la fe; o, si lo pretende en
cuanto magisterio extraordinario, no obliga, porque la propia autoridad de quien
emana y su carácter magisterial quedarían gravemente en entredicho por razón del
contenido del propio acto, y sólo por la indiscutible infalibilidad formal del acto e
indubitada autoridad de su autor podría parte del rebaño sentirse obligado, cierto que
bajo una posición de obediencia ciega y de absoluta dejación de los principios más
elementales de la recta razón, lo que no permite alegar eximentes. La otra parte de la
grey simplemente apostataría.

Vimos que los modernistas dan importancia al sujeto del Magisterio, y no a su


objeto, que es variable y contradictorio pues depende de los signos de los tiempos, y lo
hacen en virtud de las filosofías mentales que aplican a las cosas. El Magisterio, para
ellos y para nosotros, es siempre un único sujeto que da unidad a la Iglesia presente en
todo el mundo (universalidad espacial) con la del pasado (universalidad temporal),
pero ellos distinguen entre Magisterio vivo y póstumo, y sólo atienden al primero, que
es vivo porque evoluciona en su objeto y porque es el vigente o actual, y es
eminentemente oral. Desde ese punto de vista, el magisterio ordinario universal es
sólo el presente, y en eso tienen parte de razón, porque es eminentemente sincrónico,
pero no toda, porque niegan que deba conectar en su objeto con el magisterio
anterior; y el magisterio papal es el del Papa de hoy en conexión exclusiva con el
último concilio, que sería la Vulgata doctrinal de la Iglesia, más atrás de la cual no
habría nada, sino un sujeto formal vacío de objeto llamado Iglesia, con lo que bien
podremos decir aquello de que el Denzinger está definitivamente derogado. Esta
extirpación del objeto al exponer el concepto del Magisterio implica un grave error
filosófico, que es definir un acto por el sujeto, cuando es primero el objeto lo que
especifica un acto y le da su esencia particular (“Actus et habitus specificantur per
obiecta”, Santo Tomás, ST.II-II, 23, 4).

La unanimidad de Papa, obispos y fieles en cuanto al objeto de fe no puede ser


predicada solamente en el momento presente, que eso es precisamente el magisterio
ordinario universal, sino también en el pasado, porque la Iglesia no se reduce sólo a la
militante, y en consecuencia debe haber unanimidad con los Papas, obispos y fieles del
pasado (comunión de los santos), no sólo en cuanto miembros del sujeto único Iglesia,
sino precisamente en cuanto que poseedores de un constante e invariado objeto de fe
que proviene de la revelación de Dios y de Jesucristo, que es primordialmente lo que
los convierte en miembros de Aquélla, pues aquí el objeto define esencialmente al
sujeto, ya que sin fe ni se agrada a Dios, ni se pertenece a la Iglesia.

La Infalibilidad y la asistencia de Jesucristo dependen por tanto de la constancia


del objeto magisterial, que en última instancia se fundamenta en Él. Un objeto nuevo
y distinto implicaría no sólo algo falible, sino herético, y por tanto algo que no sólo no
obliga al fiel católico, sino que éste debe rechazar:

“Si en una época u otra se da del dogma de la fe una explicación extraña a la que se daba hasta
entonces, esta explicación será considerada como heterodoxa por oposición a la ortodoxia, y se podrá
reconocer fácilmente y sin examen como herética una afirmación por el simple hecho de que es
absolutamente nueva, es decir, si introduce un significado diferente del recibido en la Tradición.”
(Tradición y Modernismo, Cardenal Luis Billot, 1907).

La Iglesia no puede inducir a error a sus fieles, por razón de su santidad y por
cuanto que está asistida por Jesucristo y el Espíritu hasta el fin de los tiempos. Es
posible que de ella emane un magisterio no infalible o meramente auténtico que debe
ser seguido con reverencia por razón de la autoridad de la que emana, pero en ningún
caso puede seguirse de él la perdición de las almas por contener algo contrario a la fe
o a las buenas costumbres:

“Como si la Iglesia que se rige por el Espíritu de Dios pudiera constituír una disciplina no sólo inútil u
onerosa para la libertad cristiana, sino incluso peligrosa, nociva e inducente a la superstición y al
materialismo, la cual proposición es falsa, temeraria, escandalosa, perniciosa, ofensiva a los oídos
piadosos, injuriosa al Espíritu de Dios y errónea.” (Auctorem Fidei, Pío VI, 1794, D. 1578, recogido
posteriormente por León XIII en Testem Benevolentiae).

“¿Es que la Iglesia, que es la columna y el sostén de la verdad y que manifiestamente recibe sin cesar
del Espíritu Santo la enseñanza de toda verdad, pudiera ordenar, determinar o permitir aquello que
vendría en detrimento de la salud de las almas, y en desprecio y menoscabo de un sacramento
instituído por Jesucristo?” (Quo Graviora, Gregorio XVI, 1833).

Doctrina pontificia.

Qui pluribus, Pío IX, 1846. (En el mismo sentido, Singulari quadam, 1854, D.
1642).

“Falacia…con que estos enemigos de la divina Revelación, exaltando con sumas alabanzas el progreso
humano, con atrevimiento de todo punto temerario y sacrílego querrían introducirlo en la religión
católica, como si (ésta) no fuera obra de Dios, sino de los hombres, o algún invento filosófico que pueda
perfeccionarse por procedimientos humanos… La religión misma toma toda su fuerza de la autoridad
del mismo Dios que habla, y no puede ser jamás guiada ni perfeccionada por la razón humana.” (D.
1636).

Carta Gravissimas Inter, Pío IX, 1862.

“Es totalmente ajena a la doctrina de la Iglesia Católica la sentencia… de que todos los dogmas de la
religión cristiana son indistintamente objeto de la filosofía, y que la razón humana… si se le proponen
estos dogmas como objeto, por sus fuerzas y principios naturales (y no por el principio de la divina
autoridad), puede llegar a verdadera ciencia sobre ellos.” (D. 1673).

“La verdadera y sana filosofía ocupa su notabilísimo lugar, como quiera que a (ella) incumbe inquirir
diligentemente la verdad, cultivar recta y cuidadosamente e ilustrar a la razón humana… Percibir,
entender bien y promover el objeto de su conocimiento y muchísimas verdades, y demostrar, vindicar y
defender por argumentos tomados de sus propios principios muchas de las verdades que también la fe
propone para creer… preparando de este modo el camino para que estos dogmas sean más
rectamente mantenidos por la fe, y aun para que de algún modo puedan ser entendidos por la razón
aquellos otros dogmas más recónditos que sólo por la fe pueden primeramente ser percibidos.” (D.
1670).

“Porque jamás será lícito, no sólo al filósofo, ni a la filosofía tampoco, decir nada contrario a lo que la
Revelación divina y la Iglesia enseñan, o poner algo de ello en duda… o no aceptar el juicio que la
autoridad de la Iglesia determina proferir… (D. 1674). Porque la Iglesia, por su divina institución, debe
custodiar diligentísimamente íntegro e inviolado el depósito de la fe, y vigilar… por la salvación de las
almas.” (D. 1675). (En el mismo sentido, Tuas libenter, de Pío IX, 1863, D. 1682).

Proposiciones condenadas del Sílabo, Pío IX, 1864:

5. “La revelación divina es imperfecta y, por tanto, sujeta a progreso continuo e indefinido, en
consonancia con el progreso de la razón humana.” (D.1705).

7. “Las profecías y milagros expuestos y narrados en las Sagradas Escrituras son ficciones de poetas; los
misterios de la Fe cristiana, un conjunto de investigaciones filosóficas… y el mismo Jesucristo es una
ficción mítica.” (El Cristo de la fe). (D.1707).

8. “Como quiera que la razón humana se equipara a la religión misma, las ciencias teológicas han de
tratarse lo mismo que las filosóficas.” (D. 1708).

9. “Todos los dogmas de la religión cristiana son indistintamente objeto… de la filosofía, y la razón
humana… puede llegar por sus fuerzas y principios naturales a una verdadera ciencia de todos los
dogmas…” (D. 1709).

11. “La Iglesia no sólo no debe reprender jamás a la filosofía, sino que debe tolerar sus errores…” (D.
1711).

13. “El método y los principios con que los antiguos doctores escolásticos cultivaron la teología, no
convienen a las necesidades de nuestros tiempos y al progreso de las ciencias.” (D.1713).

22. “La obligación que liga totalmente a los maestros y escritores católicos se limita sólo a aquéllos
puntos que han sido propuestos por el juicio infalible de la Iglesia como dogmas de fe…” (D. 1722; cfr.
Tuas Libenter).

80. “El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y
con la civilización moderna.” (D. 1780).
Concilio Vaticano I, Pío IX, (1869-70). Ex cathedra (Concilio que es “norma
inmutable de la Fe”, Inter gravissimas afflictiones, 28/10/ 1870).

“La revelación sobrenatural, según la fe de la Iglesia universal declarada por el santo Concilio de Trento
(D. 783), se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no escritas, que recibidas por los
Apóstoles de boca de Cristo mismo, o por los mismos Apóstoles bajo la inspiración del Espíritu Santo,
transmitidas de mano en mano, han llegado hasta nosotros.” (D. 1787).

“Cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y
voluntad… Por ella, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha
sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas percibida por la luz natural de la razón, sino por la
autoridad del mismo Dios que revela.” (D. 1789). A ese mismo fin acompaña Dios los milagros y
profecías en su Iglesia (D. 1790).

“Deben creerse con fe católica y divina todas aquéllas cosas que se contienen en la palabra de Dios
escrita o tradicional, y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ora
por solemne juicio, ora por su ordinario y universal magisterio.” (D. 1792).

Esto no se limita a definiciones ex cathedra, que según los modernistas no pasan de


dos, la Asunción y la Inmaculada Concepción de María, sino a todo magisterio
ordinario y constante de la Iglesia, ya venga de Concilios, de práctica unánime de
todos los fieles bajo sus obispos, o de Encíclicas papales, que por ello son infalibles
(Tuas Libenter de 1863, y sobre todo Humani Generis de 1950, como ya se dijo).

Continuando con el Vaticano I:

“No sólo se prohíbe a todos los fieles cristianos defender como legítimas conclusiones de la ciencia las
opiniones que se reconocen como contrarias a la doctrina de la fe, sobre todo si han sido reprobadas
por la Iglesia, sino que están absolutamente obligados a tenerlas más bien por errores que ostentan la
falaz apariencia de verdad.” (D. 1798).

“Y en efecto, la doctrina de la fe que Dios ha revelado, no ha sido propuesta como un hallazgo


filosófico que deba ser perfeccionado por los ingenios humanos, sino entregada a la Esposa de Cristo
como un depósito divino, para ser fielmente guardada e infaliblemente declarada. De ahí que también
hay que mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la Santa
Madre Iglesia, y jamás hay que apartarse de ese sentido so pretexto y nombre de una más alta
inteligencia… El mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia (S. Vicente de Lerín).” (D.
1800).

“Si alguno dijere que el Hombre no puede ser por la acción de Dios levantado a un conocimiento y
perfección que supere la natural, sino que puede y debe finalmente llegar por sí mismo, en constante
progreso, a la posesión de toda verdad y de todo bien, sea anatema.” (D. 1808).

“Si alguno dijere… que no se requiere para la fe divina que la verdad revelada sea creída por la
autoridad de Dios que revela, sea anatema.” (D. 1811).

“Si alguno dijere… que deben los hombres moverse a la fe por la sola experiencia interna de cada uno y
por la inspiración privada, sea anatema.” (D. 1812).
“Si alguno dijere que puede suceder que, según el progreso de la ciencia, haya que atribuir alguna vez a
los dogmas propuestos por la Iglesia un sentido distinto del que entendió y entiende la misma Iglesia,
sea anatema.” (D. 1818).

“Los Romanos Pontífices… definieron que habían de mantenerse aquellas cosas que… habían
reconocido ser conformes a las Sagradas Escrituras y a las tradiciones apostólicas, pues no les fue
prometido el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para
que con su asistencia santamente custodiaran y fielmente expusieran la Revelación transmitida por los
Apóstoles o depósito de la Fe” de modo que “esta Sede de S. Pedro permanece siempre intacta de todo
error según la promesa de nuestro divino Salvador (Lc. 22, 32).” (D. 1836).

Encíclica Satis Cognitum, León XIII, 1896:

“El que en un solo punto niega su asentimiento a las verdades divinamente reveladas, abdica
realmente de toda la Fe, pues se niega a someterse a Dios como suprema verdad y motivo propio de la
Fe.” (16).

“Para el acuerdo y unión de las inteligencias en un solo cuerpo, y por tanto la unión de voluntades y la
semejanza de acciones… instituyó Jesucristo en su Iglesia un magisterio vivo, auténtico y perenne, al
que dotó de su propia autoridad, le proveyó del Espíritu de la verdad… El deber de la Iglesia es
conservar la doctrina de Cristo y propagarla íntegra e incorrupta.” (D. 1956 y 57).

Carta Testem Benevolentiae, León XIII, 1899:

“Piensan muchos que, con el fin de atraer más fácilmente a los disidentes a la doctrina católica, debe
por fin la Iglesia acercarse algo más a la cultura de este siglo y, aflojando su antigua severidad,
condescender con los modos y principios recientemente introducidos en los pueblos… también en
cuanto a las enseñanzas en que se contiene el depósito de la fe… y así omitir ciertos puntos de doctrina,
como si fueran de menor importancia, o mitigarlos de manera que no conserven el mismo sentido que
constantemente mantuvo la Iglesia.” (D. 1967).

Juramento antimodernista obligatorio para todo sacerdote, Sacrorum


Antistitum, S. Pío X, 1910, D. 2145-2147 (Declara “magisterio inerrante de la Iglesia” a
todas las definiciones de doctrina realizadas contra el modernismo):

“Yo abrazo y acepto firmemente todas y cada una de las cosas que han sido definidas, afirmadas y
declaradas por el magisterio inerrante de la Iglesia, principalmente aquellos puntos de doctrina que
directamente se oponen a los errores de la época presente…”

“Acepto sinceramente la doctrina de la Fe transmitida hasta nosotros desde los apóstoles por medio de
los Padres ortodoxos siempre en el mismo sentido y en la misma sentencia (S. Vicente de Lerín); y por
tanto, de todo punto rechazo la invención herética de la evolución de los dogmas, que pasarían de un
sentido a otro diverso del que primero mantuvo la Iglesia.”

“Igualmente condeno todo error por el que al depósito divino, entregado a la Esposa de Cristo, y que por
ella ha de ser fielmente custodiado, substituye un invento filosófico o una creación de la conciencia
humana, lentamente formada por el esfuerzo de los hombres y que en adelante ha de perfeccionarse
por progreso indefinido…”

“Sostengo con toda certeza y sinceramente profeso que la fe no es un sentimiento ciego de la religión
que brota de los escondrijos de la subconsciencia, bajo la presión del corazón y la inclinación de la
voluntad formada moralmente, sino un verdadero asentimiento a la verdad recibida de fuera por oído,
por el que creemos ser verdaderas las cosas que han sido dichas, atestiguadas y reveladas por Dios…
por cuya autoridad, sumamente veraz lo creemos.” (D. 2145).

“También me someto con la debida reverencia y de todo corazón me adhiero a las condenaciones,
declaraciones y prescripciones todas que se contienen en la Encíclica Pascendi y en el Decreto
Lamentabili, particularmente en lo relativo a la que llaman historia de los dogmas…” (D. 2146).

“Por tanto mantengo firmísimamente la Fe de los Padres y la mantendré hasta el postrer aliento de mi
vida sobre el carisma cierto de la verdad, que está, estuvo y estará siempre en la sucesión del
episcopado desde los apóstoles; no para que se mantenga lo que mejor y más apto pueda parecer
conforme a la cultura de cada edad, sino para que nunca se crea de otro modo, y nunca de otro modo se
entienda la verdad absoluta e inmutable predicada desde el principio por los Apóstoles.” (D. 2147).

Encíclica Pascendi condenando la “peste” del modernismo, S. Pío X, (1907):

“Que el dogma no sólo puede, sino que debe evolucionar y cambiar, no sólo lo afirman en realidad
desvergonzadamente los modernistas, sino que es consecuencia que se sigue evidentemente de sus
principios…”

“Ciegos y guías de ciegos que, hinchados con soberbio nombre de ciencia, llegan a extremo tal de locura,
que pervierten la eterna noción de la verdad y el genuíno sentimiento de la religión, con la
introducción de un sistema nuevo en el que, por temerario y desenfrenado afán de novedades, no se
busca la verdad donde realmente se halla y, desdeñadas las santas tradiciones apostólicas, se invocan
otras doctrinas vanas, fútiles e inciertas que la Iglesia no ha aprobado, sobre las que hombres en todo
vanos se imaginan que se apoya y sostiene la verdad misma. Esto, Venerables Hermanos, por lo que se
refiere al modernista como filósofo.” (D. 2080).

“Profesando… la idea de que la fe ha de someterse a la ciencia, a cada paso y a cara descubierta


censuran a la Iglesia porque con la mayor obstinación se niega a someter y acomodar sus dogmas a las
opiniones de la filosofía; ellos, por su parte, suprimida para este fin la antigua teología, pretenden
introducir otra nueva que siga dócilmente los delirios de los filósofos.” (D. 2086).

“¿Qué decir…de los dogmas de la Iglesia? También éstos están llenos de manifiestas contradicciones;
pero, aparte de que éstas son admitidas por la lógica de la vida, no se oponen a la verdad simbólica
(que hay en ellos), puesto que en ellos se trata del Infinito, y éste tiene aspectos infinitos. En fin, hasta tal
punto aprueban y defienden todo esto (los modernistas), que no vacilan en afirmar que ningún honor
más excelente se le puede tributar al Infinito que afirmar de él verdades contradictorias. Ahora bien;
admitida la contradicción ¿qué no se admitirá ya?” (D. 2102).

“Quieren (los modernistas) que se innove la filosofía, sobre todo en los sagrados Seminarios, de suerte
que, relegada la escolástica a la historia de la filosofía entre los demás sistemas que ya están
envejecidos, se enseñe a los estudiantes la filosofía moderna que es la única verdadera y que responde
a nuestra época.” (D. 2104).

“Para innovar la teología, quieren que la que llamamos teología racional tenga por fundamento la
filosofía moderna, y la teología positiva piden que se funde sobre todo en la historia de los dogmas.”
(D. 2104).

“A la verdad, si alguien se propusiera juntar, como si dijéramos, el jugo y la sangre de cuantos errores
acerca de la fe han existido, jamás lo hubiera hecho mejor de cómo lo han hecho los modernistas. Es
más, han llegado éstos tan lejos que no sólo han destruido la religión católica, sino toda religión en
absoluto.” (D. 2105).
Decreto Lamentabili, S.Pío X (1910): proposiciones condenadas:

21. “La Revelación, que constituye el objeto de la fe católica, no quedó cerrada con los apóstoles.” (D.
2021).

22. “Los dogmas que la Iglesia presenta como revelados no son verdades venidas del cielo, sino sólo una
interpretación de hechos religiosos que la mente humana se ha proporcionado por medio de un
esfuerzo laborioso.” (D. 2022).

23. “Puede existir, y de hecho existe, oposición entre los hechos que la Sagrada Escritura narra y los
dogmas de la Iglesia que en ellos se apoyan; por consiguiente, el crítico puede rechazar como falsos
hechos que la Iglesia cree absolutamente ciertos.” (D. 2023).

54. “Los dogmas, los sacramentos, la Jerarquía… no son más que interpretaciones y evoluciones de la
mente cristiana…” (D. 2054).

58. “La verdad no es más inmutable que el Hombre mismo, ya que con él, en él y por él evoluciona.”
(Contra Blondel, D. 2058).

59. “Cristo no enseñó un determinado cuerpo de doctrina aplicable en todo tiempo y a todos los
hombres, sino que más bien inició un movimiento religioso adaptado o adaptable a los diversos
tiempos y lugares.” (D. 2059).

d) La eclesiología y el ecumenismo tradicionales en la doctrina de la


Iglesia.

“No es propiamente vuestro (el sacramento del bautismo) sino el sentir malvado, el obrar
sacrílego y la separación impía. Podrá ser verdad todo lo demás que penséis y sintáis, pero si os
mantenéis en la misma separación… una sola cosa os falta: lo que le falta a quien no tiene caridad.”
(S. Agustín, Sobre el bautismo a los donatistas 1, 14).

“Quienquiera que, segregado de la Iglesia, se une a una iglesia adúltera, se separa de las
promesas hechas a la Iglesia, por lo que no alcanzará los premios de Cristo quien abandone a la Iglesia
de Éste. El que no mantiene tal unidad, no observa la ley de Dios, ni tiene la Fe del Padre y del Hijo, ni
alcanza la vida y la salvación.” (San Cipriano, De la unidad de la Iglesia Católica, 6).

La Eclesiología tradicional en la doctrina de la Iglesia. Encíclica Mystici Corporis, Pío


XII (1943).

La Encíclica Mystici Corporis de Pío XII (1943) completa la definición pontificia


moderna del concepto tradicional de Iglesia dentro de la Iglesia Católica, rematando lo
hecho hasta entonces por el Concilio Vaticano I (Pío IX, 1869-70) y la Satis Cognitum de
León XIII (1896). Pasaremos a resumirla, sin dejar de remarcar su carácter principal
sobre el tema, y completaremos su contenido con citas de la doctrina tradicional
anterior al respecto.
La Iglesia de Cristo es única, y es la romana fundada sobre Pedro y sus sucesores
(“Ubi Petrus, ibi Ecclesia”, S. Ambrosio). Es una sola con unidad de fe, de ley, de
sacramentos y de pastores (los obispos que reciben de Pedro su poder de jurisdicción,
D. 2287), y goza del triple poder que Jesucristo concedió a los apóstoles: el de enseñar,
gobernar y santificar (Mt. 28, 18). No podía ser de otra manera, porque Jesucristo
decidió actuar en el mundo conforme a las leyes propias de la naturaleza humana,
dejando pastores autorizados y con poderes rectores sobre la comunidad, una única
doctrina coherente remitida a una única autoridad de juicio definitivo y unos
determinados medios plenos de santificación y ayuda sobrenatural para que todo
hombre, hasta el fin de los tiempos, pudiera conocer sin duda alguna lo que necesitaba
creer, hacer y recibir para salvarse. Lo contrario hubiese implicado malicia, ignorancia
o impotencia en Jesucristo y en quien lo envió, lo que es blasfemo; y, muy
especialmente, el dejar varias iglesias con contenidos dispares, o una doctrina
compleja en manos de distintas autoridades independientes, o de cada fiel en
particular, habría ido directamente en contra del principio de no contradicción, pues
nadie puede salvarse creyendo, haciendo o recibiendo una cosa y su contraria.

Por este carácter fundacional divino se distingue principalmente la Iglesia


verdadera de Jesucristo de aquéllas sociedades religiosas fundadas por hombres y
constituídas en base a los partos de su mente, en las cuales y por las cuales nadie se
salva. Y por esto mismo se hallan fuera de la Iglesia y no pueden obtener la vida eterna
los que sostienen consciente y libremente doctrinas diferentes a la de la Iglesia de
Pedro, aunque compartan alguna cosa con ella, o los que teniendo la misma doctrina
hasta cierta fecha, desobedecen a Pedro y se desentienden culpablemente de su
magisterio ulterior, sentando las bases para la divergencia doctrinal y cortando toda
vivificación espiritual proveniente de la cabeza, que es Cristo representado
terrenalmente por su vicario Pedro. Sin unidad de fe, de gobierno y de sacramentos,
de hecho o al menos de deseo, y salvo ignorancia inculpable, por tanto, no es que se
esté fuera de la unidad visible de la Iglesia, o que se esté en comunión no plena, sino
que se está absolutamente fuera de Ella y por tanto es imposible salvarse. Sin
embargo, Pío XII ruega para la incorporación de los descarriados al único redil de
Jesucristo como lo ha hecho siempre la Iglesia:

“Entre los miembros de la Iglesia sólo se han de contar los que recibieron…las aguas del bautismo y
profesan la verdadera fe, y ni se han separado ellos mismos miserablemente de la contextura del
cuerpo, ni han sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas culpas… Así, no
puede haber más que una sola fe (Ef. 4, 5), y, por tanto, quien rehusare oír a la Iglesia según el
mandato del Señor, ha de ser tenido por gentil y publicano (Mt. 18, 17). Por lo tanto, los que están
separados entre sí por la fe o por el gobierno, no pueden vivir en este cuerpo único ni de éste su único
Espíritu divino.” (D. 2286).

“Deseamos que la incesante plegaria común de todo este Cuerpo Místico se eleve a Dios para que todos
los descarriados entren cuanto antes en el único redil de Jesucristo.”
La Fe tiene, como hemos visto, una prioridad lógica en la pertenencia a la Iglesia
con respecto a los otros dos elementos, en cuanto que lo primero antes que nada es su
inteligencia frente al posterior movimiento que genere en la voluntad (moral); la Fe es
fundamento de la vida cristiana (Heb. 11, 6), presupuesto de todas las demás virtudes
sobrenaturales, lo primero que se pide a la Iglesia en el bautismo, lo que nos hace en
primera instancia cristianos, lo que alimentan los sacramentos, el contenido de la
Revelación que se predica, la base y el complemento de lo que se actúa día a día, el
fundamento de la liturgia, el objeto del Magisterio, y lo que da unidad a la Iglesia por la
autoridad de Dios revelante bajo la dirección de Pedro. Y, sobre todo, la Fe es la única
puerta para la vida eterna y para la salvación de las almas, fin de la Iglesia, por lo que
resulta imposible salvarse con parte del contenido de la fe, a no ser que se admita que
podemos salvarnos parcialmente, o creer a Dios a medias.

La Iglesia, por razón de su misión, tiene un carácter humano visible que no obsta
a su carácter místico o espiritual (D. 1959), por la misma razón que el hombre es
cuerpo y es alma a la vez, y Jesucristo tiene dos naturalezas. Por ello, porque se dirige
a hombres en este mundo, debe tener indefectiblemente, como toda otra sociedad
humana, jerarquía gobernante, leyes y contenidos doctrinales expresados a través de
fórmulas humanas que se instrumentan a través de las reglas básicas de nuestra
naturaleza racional: conocimiento ab extra del ser, inteligencia operativa a través de
ideas abstractas, juicios y raciocinios regidos por la recta lógica, y voluntad libre que
opera en función de lo recibido; y todo ello en el marco de una naturaleza caída que
necesita la ayuda sobrenatural de la gracia habitual vivificante que de la cabeza y por
el cuerpo llega a sus fieles (D. 2288). A este cuerpo social humano gobernado
visiblemente por Pedro, por tanto, se solapa el Cuerpo Místico del que Cristo es cabeza
principal invisible, con su Espíritu como alma, no en una bicefalia imposible, sino en
una unión misteriosa por la que el segundo gobierna a través del primero, de suerte
que quien desobedezca a Pedro, desobedece a Cristo y al que lo envió (Mt. 10, 40 y Lc.
10, 16). Necesario es que así sea desde el momento en que el hombre está destinado a
vivir una vida material temporal y una vida espiritual eterna. Y en ese Cuerpo los
hombres están llamados a unirse en sociedad solidaria para cooperar voluntariamente
con Cristo en su salvación y comunicarse para ello los frutos de su redención a través
del orden sacerdotal y por medio de la oración, los sacramentos y las indulgencias, y
en eso consiste la comunión de los santos, tanto los que viven en la tierra, como en el
purgatorio como en la gloria divina.

La Iglesia condenó las tesis de Wicleff y de Calvino en torno a que la Iglesia era
una sociedad invisible, solamente espiritual, de los predestinados (D. 627 contra Juan
Hus), lo mismo que la opinión racionalista contraria de que es sólo sociedad humana;
ambas sentencias son vueltas a condenar por Pío XII en esta su Mystici Corporis (5 y
10), y en particular la que afirma que herejes y cismáticos están unidos con el alma o
espíritu invisible de la Iglesia aunque no con su cuerpo visible (7). Como vimos, ambos
errores en torno a la naturaleza de la Iglesia, en especial el primero, andan campando
por el Vaticano II con el fin de acabar con su carácter jerárquico: según el primero, no
puede haber jerarquías en el orden espiritual; según el segundo, una sociedad humana
moderna no puede ser sino democrática.

La Iglesia es inmutable en su sustancia, puesto que su fin es la eternidad,


pasando antes por el fin de los tiempos, y a pesar de que en este mundo deba
adaptarse a los signos de los tiempos en cuanto que sociedad humana y como toda
sociedad humana, y de que cuente entre sus miembros a hombres pecadores como
Judas, ello no puede obstar a su carácter espiritual y eterno, ni afectar a los principios
divinos que fueron establecidos por su fundador con carácter perpetuo e irreformable
(D. 2053). Por ello crece y se desarrolla, como su doctrina, de modo homogéneo, pero
no necesita de renovaciones sustanciales. Sólo en este sentido se puede hablar de un
“magisterio vivo” (D. 2314), esencialmente idéntico y constante pero mejor
desarrollado y adaptado a las circunstancias de los tiempos, con nuevos retos y nuevas
amenazas, por lo cual siempre goza de la garantía de autenticidad, veracidad y
unicidad sin contradicción, porque uno no podría salvarse hoy por creer, hacer y recibir
lo que ayer fue motivo de condenación para otro, ni condenarse hoy por creer, hacer y
recibir lo que ayer fue motivo de salvación para otro.

La verdadera doctrina ecuménica de la Iglesia: Encíclica Mortalium Animos, Pío XI


(1928).

El objetivo de esta Encíclica es definir la doctrina ecuménica católica tradicional


frente a la falsa unidad religiosa pancristista propugnada desde finales del s. XIX por
protestantes y masones, y que será la que acabe imponiéndose en la Iglesia a partir de
1965. El objetivo invocado era, como decimos, puramente masónico, y consistía en la
“fraternidad universal” y la “unidad del género humano”, términos que ya hemos visto
que están presentes en los documentos del Vaticano II (GS 3 y LG 1, respectivamente)
y que son absolutamente ajenos al fin propio de la Iglesia, que es el de convertir y
salvar almas. A tal efecto empezaron a convocarse ciertos encuentros y reuniones
pancrististas o ecumenistas sobre las que Pío XI afirma que:

“Tales tentativas no pueden de ninguna manera obtener la aprobación de los católicos, puesto que
están fundadas en la falsa opinión de los que piensan que todas las religiones son, con poca diferencia,
buenas y laudables, pues, aunque de distinto modo, todas nos demuestran y significan igualmente el
ingénito y nativo sentimiento con que somos llevados hacia Dios y reconocemos obedientemente su
imperio.”

Como vemos, una fe agnóstica y sentimental, fundada en un vago sentimiento


de lo divino y en un bondadoso imperativo categórico moral autónomo, en la que la
voluntad prima sobre la inteligencia, es la base filosófica de esta tesis herética de la
bondad de todas las religiones y creencias. Igualmente subyace a esta opinión una
concepción deísta e iluminista de la religión natural como producto espontáneo del
espíritu humano que en ningún caso necesita de ninguna revelación extrínseca, está
exento del pecado y se halla en estado de gracia natural por la redención universal,
como vimos. Su resultado lógico no puede ser otro que el indiferentismo y el
consiguiente ateísmo:

“Cuantos sustentan esta opinión, no sólo yerran y se engañan, sino también rechazan la verdadera
religión, adulterando su concepto esencial, y poco a poco vienen a parar al naturalismo y al ateísmo, de
donde claramente se sigue que cuantos se adhieren a tales opiniones y tentativas, se apartan
totalmente de la religión revelada por Dios… Pero donde con falaz apariencia de bien se engañan más
fácilmente algunos, es cuando se trata de fomentar la unión de todos los cristianos…”

Denuncia el Papa una falsa caridad entre hermanos en Cristo, consistente en


abstenerse de mutuas recriminaciones y en buscar una unión por lo demás imposible
si tal caridad no se concreta en la fidelidad a Cristo y va en detrimento de su única
doctrina revelada que debe ser compartida por los que se dicen sus discípulos; se trata
por tanto de una caridad para con los mantenedores de falsas y destructivas doctrinas,
sembradores de cizaña y, por lo demás, “falsos hermanos” (Gal. 2, 4) no arrepentidos y
pertinaces en el error y la desobediencia, sin intención de reincorporarse al seno de la
Iglesia de la que salieron por culpa propia. Se trata, por tanto, de buscar una unión
terrena, sincretista, superficial, bastarda y babélica, y no una unidad en la fe, las
costumbres, la autoridad y los medios de santificación. Se trata de un “error
ciertamente muy grave que desquicia por completo los fundamentos de la fe
católica”:

“No os unáis en yunta desigual con los infieles. ¿Qué consorcio hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué
comunidad entre la luz y las tinieblas? ¿Qué concordia entre Cristo y Belial? (2 Cor. 6, 14-15).

“Si alguno viene a vosotros y no lleva esa doctrina, no le recibáis en casa ni le saludéis.” (2 Jn. 10).

La religión verdadera supera lo meramente natural, y es una religión de verdades


reveladas en diversas etapas hasta su culminación en la revelación de Jesucristo a su
única Iglesia, necesariamente una y visible si quiere cumplir con su misión salvífica
garantizada por el mismo Jesucristo para proporcionar a los hombres lo que necesitan
creer, hacer y tomar para llegar a Dios. Lógicamente es inconcebible que Éste revele
una cosa y su contraria a varias iglesias suyas con la única consecuencia de confundir a
los hombres en su camino hacia Él al ofrecer productos dispares y opuestos para un
mismo fin.

“¿Cómo es posible imaginar una confederación cristiana, cada uno de cuyos miembros pueda, hasta en
materias de fe, conservar su sentir y juicio propios aunque contradigan al juicio y sentir de los
demás?”

“Ninguna religión puede ser verdadera fuera de aquélla que se funda en la Palabra revelada de Dios…
Y si Dios ha hablado, es evidente que el Hombre está obligado a creer absolutamente la revelación de
Dios, y obedecer totalmente sus preceptos. Y con el fin de que cumpliésemos bien lo uno y lo otro, para
gloria de Dios y salvación nuestra, el Hijo Unigénito de Dios fundó en la tierra su Iglesia… Y los que se
proclaman cristianos es imposible no crean que Cristo fundó una Iglesia, y precisamente una sola…
depositaria infalible de la verdad… Quien, pues, no estuviere unido con el Cuerpo Místico que es la
Iglesia, no es miembro suyo ni está unido con su cabeza que es Cristo.”

Efectivamente, la Iglesia instituída por Cristo es “una sociedad perfecta, externa y


visible… con el fin de que prosiguiese realizando la obra de salvación de todo el género
humano, bajo la guía de una sola cabeza, con magisterio de viva voz y por la
administración de los sacramentos”, exactamente la misma que en los tiempos
apostólicos, asistida en su misión por el mismo Cristo hasta el final de los tiempos, lo
que presupone su unidad hasta ese momento. Sin esa visibilidad no podría ser
reconocida por todos como guardiana y maestra de la palabra revelada, y en
consecuencia no sería posible abrazar la fe verdadera ni perseverar en ella para
salvarse (C. Vaticano I). Y por esto mismo debe ser una, así que en ningún caso consiste
en una reunión o comunión invisible de comunidades cristianas separadas de tipo
asambleario en busca de una plena unidad visible en la que el Romano Pontífice no es
esperado ni deseado. Sin esa unidad esencial de fe y de gobierno, la Iglesia no habría
podido existir ni cumplir su misión, por lo que las promesas de Jesucristo habrían
resultado falsas:

“Necedad es decir que el Cuerpo Místico puede constar de miembros divididos y separados;
quienquiera que no esté unido con él no es su miembro ni está unido con su cabeza que es Cristo.”

“Muchos de ellos… niegan que la Iglesia de Cristo haya de ser visible… en el sentido de que deba
mostrarse como un solo cuerpo de fieles concordes en una misma doctrina y bajo un solo magisterio y
gobierno. Estos tales entienden que la Iglesia visible no es más que la alianza de varias comunidades
cristianas, aunque las doctrinas de cada una de ellas sean distintas.”

Sin embargo, considera Pío XI que insisten los pancrististas en proponer una
norma fraternal común de fe entre la ortodoxia católica y la herejía, dejando de lado
viejas rencillas, controversias y opiniones (católicas) rancias entre las que destaca el
Primado de Pedro que indudablemente debe rebajarse o descafeinarse convirtiéndolo
en algo ornamental. Ello supondría dinamitar directamente todos los pilares de la
Iglesia, la Fe revelada con la liturgia y los sacramentos, y la autoridad magisterial. El
principio de no contradicción saltaría por los aires y el concepto de verdad se
relativizaría, quedando en entredicho la autoridad del Autor de la Revelación y el
constante poder de salvaguarda del Espíritu sobre la misma, a lo cual llama Pío XI
“blasfemia”.

“Parecen algunos haber visto esperanza de que no será difícil que los pueblos, aunque disientan unos de
otros en materia de religión, convengan fraternalmente en la profesión de algunas doctrinas que sean
como fundamento común de la vida espiritual, a cuyo fin suelen organizar congresos, reuniones y
conferencias… e invitar a discutir allí promiscuamente a todos, infieles de todo género, cristianos y hasta
aquéllos que apostataron miserablemente de Cristo, o con obstinada pertinacia niegan la divinidad de su
persona o misión…”
“Siendo todo esto así, claramente se ve que ni la Sede Apostólica puede en manera alguna tener parte
en dichos congresos, ni de ningún modo pueden los católicos favorecer ni cooperar a semejantes
intentos; y si lo hicieren, darían autoridad a una falsa religión cristiana , totalmente ajena a la única y
verdadera Iglesia de Cristo… Porque de lo que ahora se trata es de defender la verdad revelada frente a
transacciones. ¿Acaso esta doctrina de los Apóstoles ha decaído del todo… esta doctrina de la Fe se ha
hecho tan oscura e incierta… que sería hoy conveniente tolerar en ella hasta las opiniones contrarias
entre sí?”

La conclusión parece clara: no hay unidad que instaurar ni restaurar porque esa
unidad existe desde siempre en la Iglesia católica, única y verdadera Iglesia de Cristo
desde su fundación hasta el fin de los tiempos. Por tanto el único ecumenismo posible
es el que desde antiguo intentó la Iglesia con los herejes y cismáticos, desde los
concilios de Lyon en 1245, y de Florencia (1438-45) o la Magnus Dominus de Clemente
VIII en 1595:

“La unión de los cristianos no puede intentarse de otro modo más que favoreciendo el retorno de los
disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo que un día tuvieron la desgracia de abandonar.”

“Vuelvan los hijos disidentes, no ya con el deseo y la esperanza de que la Iglesia… abdique de la
integridad de su fe y consienta los errores de ellos, sino para someterse al magisterio y gobierno de
Ella.”

Doctrina pontificia tradicional:

Bula “Cantate Domino” de 1442. Ex cathedra, y confirmada por el magisterio


ordinario universal constante e infalible, D. 2, 14, 39, 246, 423, 430, 468, 570, 999,
1473, 1613, 1646, 1677, 1716, 1954, 2199, 2319:

“La Sacrosanta Iglesia Romana, fundada por la palabra del Señor y Salvador nuestro, firmemente cree,
profesa y predica que nadie que no esté dentro de la Iglesia Católica, no sólo paganos, sino también
judíos o herejes y cismáticos, puede hacerse partícipe de la vida eterna, sino que irá al fuego eterno
que está aparejado para el diablo y sus ángeles, a no ser que antes de su muerte se uniere con ella; y que
es de tanto precio la unidad en el cuerpo de la Iglesia, que sólo a quienes en él permanecen les
aprovechan para su salvación los sacramentos y producen premios eternos los ayunos, limosnas y
demás oficios de piedad y ejercicios de la milicia cristiana. Y que nadie, por más limosnas que hiciere,
aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el
seno y unidad de la Iglesia Católica.” (D. 714).

Encíclica Neminem Vestrum, Pío IX, 1854:

“La Iglesia católica es el único redil de Cristo, fuera del cual está sin duda el que no permanece unido a
esta Sede Apostólica de Pedro.”

Alocución Singulari Quadam, Pío IX, 1854:

“Otro error y no menos pernicioso… que se ha asentado en el ánimo de muchos católicos que piensan
que ha de tenerse buena esperanza de la salvación de todos aquéllos que no se hallan de modo alguno
en la verdadera Iglesia de Cristo… Impía y funesta opinión de que en cualquier religión es posible
hallar el camino de la eterna salvación… Por la fe debe sostenerse que fuera de la Iglesia Apostólica
Romana nadie puede salvarse, que Ésta es la única arca de salvación…” (D. 1646).

“También hay que tener por cierto que quienes sufren ignorancia de la verdadera religión, si aquélla es
invencible, no son ante los ojos del Señor reos por ello…” (D. 1647).

Encíclica Amantissimus, Pío IX, 1862:

“Para que en su Iglesia se mantuviera siempre esta unidad de Fe y de doctrina, (Cristo) escogió a un
hombre entre los demás, Pedro… Dogma de nuestra divina religión que siempre ha sido predicado,
defendido y afirmado con voz y corazón unánimes por los Padres y los Concilios de todos los tiempos…
De la cátedra de Pedro dimanan todos los derechos a la unión divina (S. Ambrosio)… Quien la
abandona ya no puede esperar permanecer en la Iglesia (S. Cipriano); quien come el Cordero fuera de
ella no tiene parte con Dios (S. Jerónimo).”

“La Iglesia católica que Cristo instituyó, adquirida por su sangre, única morada del Dios vivo… Cuerpo
único animado y vivificado por un Espíritu único, mantenido en cohesión y concordia por la unidad de
Fe, de esperanza y de caridad, y por los lazos de los sacramentos, el culto y la doctrina.”

Encíclica Quanto Conficiamur, Pío IX, 1863:

“Error… en algunos católicos al opinar que hombres que viven en el error y ajenos a la verdadera fe y a
la unidad católica puedan llegar a la eterna salvación, lo que ciertamente se opone en sumo grado a la
doctrina católica.”

“Notoria cosa es que aquéllos que sufren ignorancia invencible acerca de nuestra santísima religión,
que… guardan la ley natural y sus preceptos… y están dispuestos a obedecer a Dios y llevan vida
honesta y recta, pueden conseguir la vida eterna, por la operación de la virtud de la luz divina y de la
gracia” (y no por la religión, la secta herética o la iglesia cismática en que se hallen).

“Pero bien conocido es también el dogma católico… de que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia
Católica, y de que los contumaces contra la autoridad y las definiciones de la misma Iglesia, y los
pertinazmente divididos de la unidad de la misma Iglesia y del Romano Pontífice… no pueden alcanzar
la eterna salvación.” (D. 1677).

Carta del Santo Oficio a los obispos de Inglaterra, Pío IX, 1864:

“No hay otra Iglesia Católica sino la que, edificada sobre el único Pedro, se levanta por la unidad de la
fe y de la caridad.”

“El fundamento en que esta reunión (ecuménica de Londres de 1857) se apoya es tal que trastorna de
arriba abajo la constitución divina de la Iglesia, (pues) consiste en suponer que la verdadera Iglesia de
Jesucristo consta parte de la Iglesia Romana… parte del cisma de Focio y de la herejía anglicana, para
las que… hay un solo Señor, una sola Fe y un solo bautismo (Ef. 4, 5)…”

“Que los fieles de Cristo y los varones eclesiásticos oren por la unidad cristiana guiados por los herejes y…
según una intención en gran manera manchada e infecta de herejía, no puede de ningún modo
tolerarse.”

“La verdadera Iglesia de Jesucristo se constituye y reconoce por autoridad divina con la cuádruple nota
(una, santa, católica y apostólica)… La Iglesia Católica es una con unidad visible y perfecta… de la que
es principio, raíz y origen indefectible la suprema autoridad… de Pedro y de sus sucesores…” (D. 1686).
Proposiciones condenadas por el Sílabo, Pío IX, 1864:

16. “Los hombres pueden encontrar en el culto de cualquier religión el camino de la salvación eterna.”
(D. 1716).

17. “Deben tenerse fundadas esperanzas acerca de la eterna salvación de todos aquéllos que no se
hallan de modo alguno en la verdadera Iglesia de Cristo.” (D. 1717).

18. “El protestantismo no es otra cosa que una forma diversa de la misma verdadera religión cristiana,
y en él, lo mismo que en la Iglesia Católica, se puede agradar a Dios.” (D. 1718).

21. “La Iglesia no tiene potestad de definir dogmáticamente que la religión católica es la única
verdadera.” (D. 1721).

38. “Las demasiadas arbitrariedades de los Romanos Pontífices contribuyeron a la división de la Iglesia
en oriental y occidental.” (D. 1738).

Encíclica Iam vos Omnes, Pío IX, 1868:

“Todo el que pare mientes en la situación en que se debaten las distintas sociedades religiosas, en
discordia entre sí y separadas de la Iglesia Católica… deberá convencerse fácilmente de que en ninguna
de ellas, ni por separado ni en conjunto, puede reconocerse en modo alguno aquella Iglesia única y
católica que nuestro Señor Jesucristo edificó y constituyó… ni se podrá decir nunca que sean miembros
y partes de dicha Iglesia mientras sigan estando separadas visiblemente de la unidad católica.”

Concilio Vaticano I. Ex cathedra (Concilio que es “norma inmutable de la Fe”,


Inter gravissimas afflictiones, 28/10/ 1870).

“Sin la Fe es imposible agradar a Dios (Heb. 11, 6)… de ahí que nadie obtuvo jamás la justificación sin
ella, y nadie alcanzará la salvación eterna si no perseverare en ella hasta el fin (Mt. 10, 22; 24, 13)”.
Para cumplir ese deber “instituyó Dios la Iglesia por medio de su Hijo unigénito y la proveyó de notas
claras de su institución, a fin de que pudiera ser reconocida por todos como guardiana y maestra de la
palabra revelada.” (D. 1793).

“A la Iglesia Católica sola pertenecen todas aquellas cosas… que han sido divinamente dispuestas para
la evidente credibilidad de la fe cristiana..: por sí misma, por su admirable propagación, su eximia
santidad e inexhausta fecundidad en toda suerte de bienes, por su unidad católica y su invicta
estabilidad… por ello es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su
divina legación.”

“No es en manera alguna igual la situación de aquéllos que por el don celeste de la Fe se han adherido
a la verdad católica y la de aquéllos que, llevados de opiniones humanas, siguen una religión falsa;
porque los que han recibido la Fe bajo el Magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa de
cambiar o poner en duda esa misma Fe.” (D. 1794).

“Si alguno dijere que es igual la condición de los fieles y la de aquéllos que todavía no han llegado a la
única Fe verdadera… sea anatema.” (D. 1815).

“Quiso (Jesucristo) que en su Iglesia hubiera pastores y doctores hasta la consumación de los siglos
(Mt. 28, 20). Mas para que el episcopado mismo fuera uno e indiviso y la universal muchedumbre de los
creyentes se conservara en la unidad de la Fe y de la comunión por medio de los sacerdotes coherentes
entre sí, al anteponer al bienaventurado Pedro a los demás Apóstoles, en él instituyó un principio
perpetuo de una y otra unidad y un fundamento visible…” (D. 1821).

“El primado de jurisdicción sobre la Iglesia universal de Dios fue prometido y conferido inmediata y
directamente al bienaventurado Pedro por Cristo… pastor y rector supremo sobre todo su rebaño…”

“A esta tan manifiesta doctrina de las Sagradas Escrituras, como ha sido siempre entendida por la
Iglesia Católica, se oponen abiertamente las torcidas sentencias de quienes, trastornando la forma de
régimen instituída por Cristo… niegan que sólo Pedro fuera provisto… del primado de jurisdicción…
sobre los demás Apóstoles, sino aparte a cada uno, o a todos conjuntamente, o que fue otorgado a la
Iglesia y por medio de Ésta a Pedro.” (D.1822).

“Fue siempre necesario que a esta Romana Iglesia por su más poderosa principalidad, se uniera toda la
Iglesia, es decir, cuantos fieles hay… a fin de que en aquella Sede de la que dimanan todos los derechos
de la veneranda comunión, unidos como miembros en su cabeza, se trabaran en una sola trabazón de
cuerpo.” (D. 1824).

“Enseñamos por ende, y declaramos, que la Iglesia Romana, por disposición del Señor, posee el
principado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y que esta potestad de jurisdicción del Romano
Pontífice, que es verdaderamente episcopal, es inmediata. A esta potestad están obligados por el deber
de subordinación jerárquica y de verdadera obediencia los pastores y fieles de cualquier rito y dignidad,
ora cada uno separadamente, ora todos juntamente, no sólo en las materias que atañen a la fe y a las
costumbres, sino también en lo que pertenece a la disciplina y régimen de la Iglesia difundida por todo
el Orbe, de suerte que, guardada con el Romano Pontífice esta unidad tanto de comunión como de
profesión de la misma Fe, la Iglesia de Cristo sea un solo rebaño bajo un solo pastor supremo. Tal es la
doctrina de la verdad católica de la que nadie puede desviarse sin menoscabo de su fe y salvación…”
(D. 1827).

“Así pues, si alguno dijere que el Romano Pontífice tiene sólo deber de inspección y dirección, pero no
plena y suprema potestad de jurisdicción sobre la Iglesia universal, no sólo en las materias que
pertenecen a la Fe y a las costumbres, sino también en las de régimen y disciplina de la Iglesia
difundida por todo el orbe; o que tiene la parte principal, pero no toda la plenitud de esta suprema
potestad; o que esta potestad suya no es plena e inmediata, tanto sobre todas y cada una de las iglesias,
como sobre todos y cada uno de los pastores y de los fieles, sea anatema.” (D. 1831).

“El Romano Pontífice es verdadero vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia, padre y maestro de
todos los cristianos, y a él… le fue entregada por Jesucristo la plena potestad de apacentar, regir y
gobernar a la Iglesia Universal.” (D. 1835).

Encíclica Sapientiae Christianae, León XIII, 1890:

“El cargo de predicar y de enseñar compete por derecho divino a los maestros, que el Espíritu Santo
puso por obispos para regir a la Iglesia (Hechos, 20, 28) y señaladamente al Romano Pontífice.” (D. 1936
c).

Encíclica Satis Cognitum, León XIII, 1896:

“Como la Iglesia es un Cuerpo, es visible a los ojos.”

“La auténtica Iglesia de Jesucristo es una… cosa que ningún cristiano puede atreverse a contradecir.
Mas cuando se trata de determinar y establecer la naturaleza de esa unidad, varios son los errores que a
muchos desvían del camino… Lo que hay que averiguar no es precisamente de qué modo puede la
Iglesia ser una, sino de qué modo quiso que fuera una Aquél que la fundó.” (D. 1954).

“Jesucristo no concibió ni formó a la Iglesia de modo que comprendiera pluralidad de comunidades


semejantes en su género, pero distintas y no ligadas por aquellos vínculos que hicieran a la Iglesia
indivisible y única, a la manera que profesamos en el Símbolo de la Fe: creo en una sola Iglesia…
Cualquiera otra iglesia fuera de la fundada por Jesucristo, no puede ser su verdadera Iglesia… Por
voluntad de su fundador es necesario que sea única en todas las tierras en la perpetuidad de los
tiempos… Quienquiera que de ella se aparta, lo hace también de la voluntad y prescripción de Cristo
Señor y, dejado el camino de la salvación, se desvía hacia su ruina.” (D. 1955).

“Del mismo modo que la Iglesia, para ser una en su calidad de reunión de los fieles, requiere
necesariamente la unidad de la Fe, también para ser una en cuanto a su condición de sociedad
divinamente constituída, ha de tener de derecho divino la unidad de gobierno, que produce y
comprende la unidad de comunión… Por aquí se puede comprender que los hombres no se separan
menos de la unidad de la Iglesia por el cisma que por la herejía.”

“Tampoco a cualquiera del pueblo cristiano, sino a algunos escogidos, ha sido divinamente conferida
facultad de realizar y administrar los divinos misterios, juntamente con el poder de regir y gobernar.”
(D. 1958).

“Como el autor divino de la Iglesia hubiera decretado que fuera una por la Fe, por el régimen y por la
comunión, escogió a Pedro y a sus sucesores para que en ellos estuviese el principio y centro de
unidad… y autoridad suprema a que ha de someterse toda la comunidad.” (D. 1960).

Carta Testem Benevolentiae, León XIII, 1899:

“La Iglesia es una por su unidad de doctrina como por su unidad de gobierno y, a la vez, católica, y pues
Dios estableció su centro y fundamento en la cátedra del bienaventurado Pedro, con razón se llama
Romana, pues donde está Pedro, allá está la Iglesia.” (D. 1976).

Encíclica Pascendi, S. Pío X, 1907:

“El régimen de la Iglesia gritan (los modernistas) que ha de reformarse en todos sus aspectos, sobre
todo en el disciplinar y dogmático; y, por tanto, que ha de conciliarse por dentro y por fuera con la
conciencia moderna que tiende toda a la democracia. Hay que dar, en consecuencia, al clero inferior y a
los mismos laicos su parte en el régimen, y distribuir una autoridad que está demasiado recogida y
centralizada.” (D. 2104).

Decreto Lamentabili, S. Pío X, 1910. Proposición condenada núm 53:

“La constitución orgánica de la Iglesia no es inmutable, pues la sociedad cristiana está sujeta, como
toda sociedad humana, a una continua evolución.” (D. 2053).

Encíclica Mortalium animos, Pío XI, 1928.

“Nunca, en el transcurso de los siglos, se contaminó esta mística Esposa de Cristo, ni podrá
contaminarse jamás.”

“En esta única Iglesia de Cristo nadie vive ni persevera si no reconoce y acepta con obediencia la
suprema autoridad de Pedro y de sus legítimos sucesores.”

Encíclica Humani Generis, Pío XII, 1950:


“Algunos reducen a una fórmula vana la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para alcanzar
la salvación eterna.” (D. 2319).

Código de Derecho Canónico vigente (1983):

“El apóstata de la fe, el hereje o el cismático incurren en excomunión latae sententiae (automática y sin
declaración expresa).” (Canon 1364, 1).

“Se prohíbe al excomulgado; 1: tener cualquier participación ministerial en la celebración del sacrificio
eucarístico o en cualquiera otras ceremonias de culto. 2: administrar los sacramentos… o recibirlos.”
(Canon 1331).

“Quien públicamente rechace la fe católica o se aparte de la comunión eclesiástica, o se encuentre


incurso en una excomunión… no puede ser admitido válidamente en las asociaciones públicas.” (Canon
316, 1).

3. CONSECUENCIAS DESASTROSAS DE LA DOCTRINA


ECUMÉNICA DEL VATICANO II.

a) El relativismo de la fe como causa directa de la apostasía.

La apostasía silenciosa y paulatina de la Fe católica a partir de las nuevas tesis


ecuménicas del Concilio Vaticano II es un hecho innegable y empíricamente
demostrado con cifras precisas. La razón es evidente, y ya la dijimos al principio: si
damos por hecho que puede sostenerse una tesis y su contraria no ya en el seno de la
Iglesia católica, sino también en una hipotética Iglesia de Cristo en la que la Católica es
una más entre muchas; o incluso en una religión de la humanidad en la que el
cristianismo sería igualmente una más en plano de igualdad; y si además todas las
creencias y religiones se remiten a un mismo Dios que se complace en las
contradicciones de sus adoradores, que revela verdades opuestas entre sí; y si todas
esas creencias tienen elementos salvíficos, plenos o no, que salvan igual,
indiferentemente de cuál se escoja, o qué se crea, o cómo se adore, o qué
sacramentos se reciban, o qué mandamientos se cumplan, o a qué dios se rece, o a
quién se obedezca, dejando manifiestamente de lado, por lo demás, el carácter divino
de Jesucristo o la eficacia de su sacrificio, o el carácter trino de Dios, pues entonces lo
lógico es que se pierda la fe en toda religión, como no sea una nueva basada en ciertos
valores humanos democráticos de claro tinte materialista, mundialista, masónico y
antropolátrico, pues el hombre no puede vivir sin creencia religiosa alguna.

No nos debe extrañar a estas alturas que las tesis gnoseológicas que subyacen al
Vaticano II relativicen todo dogma religioso y toda afirmación filosófica, con lo cual la
religión católica queda afectada en su línea de flotación, que es la fe en la verdad, y su
misión divina de convertir y salvar almas, frustrada de raíz. Puesto que ya no es faro de
verdad (Quid est veritas?) ni arca de salvación de almas, conceptos todos que por lo
dicho pierden completamente su sentido; y, dado que la razón ha quedado destruída a
favor de lo sentimental y de lo empíricamente demostrable, lo lógico es esperar el
indiferentismo religioso como paso previo a una apostasía discreta y general, ya
anunciada por S. Pablo en 2 Tes. 2.

El relativismo surgido de las doctrinas ecuménicas del Vaticano II se sustancia en


varias cuestiones: en primer lugar, supone una relativización de las rupturas causadas
por los herejes y cismáticos. Su pecado contra la fe se difumina a favor de un pecado
contra la caridad que por lo demás parece imputarse a la Iglesia, la cual les habría
obligado a la separación por no haber entendido bien sus proposiciones, las cuales
habrían sido correctas pero no expresadas en los mismos términos que las católicas, de
lo que resultaría que el Magisterio se equivocó condenando infaliblemente aquéllos
errores que no eran tales y castigando a aquéllos inocentes en un alarde inexplicable
de maldad o de ignorancia, cosa que se afirma pero que no se prueba, como tantas
otras cosas.

Otro relativismo surge de la pretensión de que los errores de herejes y


cismáticos enriquecerían el tesoro dogmático de la Iglesia o completarían, a través
del diálogo buberiano, la Revelación de Jesucristo y de sus Apóstoles (v.gr., punto 6
del documento Rahner/Fries para la unión de las iglesias). De hecho, el diálogo
ecuménico convertiría “afirmaciones incompatibles fruto de polémicas y controversias
intolerantes, en dos intentos de escrutar la misma realidad, aunque desde dos
perspectivas diversas” (Ut unum sint, 38). Puesto que la Iglesia no sería ya definitiva e
íntegramente depositaria del tesoro de la Fe; dado que los errores que condenó
infaliblemente no habrían sido tales; y visto que se habría equivocado al interpretar las
pretensiones de los herejes y cismáticos, “hoy es necesario encontrar la fórmula que,
expresando la realidad en su integridad, permita superar lecturas parciales y eliminar
falsas interpretaciones” (US 38). Esto es una auténtica cuadratura del círculo, en virtud
de la cual el principio de no contradicción se transforma en el de identidad por virtud
de los procedimientos filosóficos neomodernistas ya vistos. Sin embargo, la Iglesia
siempre afirmó que no había ningún “intercambio de dones” (LG 13) entre ambas
partes, ni nada que “aprender de los demás” (Kasper):

“Con todo, no deberá hablarse de este tema de un modo tal que ellos vengan a creer que con su retorno
traen a la Iglesia un elemento sustancial que en la misma hasta ese momento hubiese faltado.”
(Instrucción De motione oecumenica del Sto. Oficio del 20/12/1949).

Jamás la Iglesia admitió que se pudiera aceptar una parte del depósito de la fe
revelada, dejando el resto de lado, pues a Dios, en cuanto que autor de la Revelación,
se le debe credibilidad completa, pues lo contrario sería poner en duda su autoridad
(D. 1789 y 2145). He aquí otro punto de relativización de la fe, al dar más importancia
a ciertos principios básicos frente a otros más accidentales, distinción del todo
acatólica. En ese sentido, el primer punto del documento ecumenista para la unión de
las iglesias de Rahner y Fries que propone la asunción obligatoria por parte de todas
ellas de ciertas “verdades fundamentales del cristianismo”, dejando el resto de
verdades al arbitrio de cada cual. Esta supuesta “jerarquía de verdades” que aparece
también en UR 11, que busca dar importancia a lo que une (lo esencial) frente a lo que
separa (lo accidental) y que distingue entre fe necesaria y fe prescindible, haciendo
caso omiso de la autoridad del que fijó el objeto de la Fe, ha sido varias veces
repudiada por la Iglesia, quien siempre ha afirmado la unidad de Fe:

“Todo el que quiera salvarse ante todo es menester que mantenga la Fe católica; y el que no la guardare
íntegra e inviolada sin duda perecerá para siempre.” (Símbolo de San Atanasio).

“Hay quien, bien por ignorancia, bien por ligereza, no se avergüenza sostener que los puntos en que los
greco-rusos o rutenos cismáticos disienten de la Iglesia Católica son de poca monta. Por el contrario…
están en desacuerdo… sobre materias atinentes a la verdadera Fe de Cristo, sin la cual es imposible
agradar a Dios (Heb. 11, 6).” (Has ad te litteras, Carta de Gregorio XVI al obispo de Chelm, 1840)

“Mantengámos firmísimamente según la doctrina católica que hay un solo Dios, una sola Fe y un solo
bautismo (Ef. 4, 5).” (Singulari Quadam, D. 1647)

“El que en un solo punto niega su asentimiento a las verdades divinamente reveladas, abdica
realmente de toda la Fe, pues se niega a someterse a Dios como suprema verdad y motivo propio de la
Fe.” (Satis Cognitum).

“Aquéllos que escuchaban a Jesús tenían el deber, si querían salvarse, no sólo de aceptar en general
toda su doctrina, sino además de asentir plenamente a cada una de las cosas que enseñaba. Negarse
a creer a Dios cuando habla, aunque sólo sea en un punto, es contrario a la razón.” (Ibidem).

“Hay una jerarquía de verdades en la doctrina católica en el sentido de que ciertos dogmas se apoyan en
otros más fundamentales que los esclarecen. Pero habiendo sido revelados todos los dogmas, deben
ser creídos con la misma Fe divina.” (Congregación para la doctrina de la Fe, Declaración Mysterium
Ecclesiae 24/6/1973).

“Afirman que, para ganar los corazones extraviados, es oportuno relativizar ciertos puntos de doctrina
como siendo de menor importancia, o atenuarlos hasta el punto de privarles del sentido que la Iglesia
siempre les fijó.” (Testem Benevolentiae, D. 1967).

“Por lo que se refiere a las verdades que deben ser creídas, no es lícito introducir la llamada distinción
entre puntos fundamentales y no fundamentales… de las cuales las primeras deberían ser aceptadas
por todos, y las segundas, por el contrario, podrían dejarse al libre arbitrio de los fieles… La virtud
sobrenatural de la Fe, en efecto, tiene por causa formal la autoridad de Dios que revela, y esta causa no
admite tal distinción.” (Mortalium Animos).

“No porque la Iglesia sancionara con solemne decreto (de ejercicio extraordinario del Magisterio) y
definiera las mismas verdades de un modo distinto en diferentes edades, o lo hiciera sólo en edades
más recientes, han de tenerse por no igualmente ciertas ni creerse del mismo modo.” (Ibidem).

El Ecumenismo modernista relativiza también la Fe propugnando una “reforma


permanente” de las fórmulas dogmáticas muy al estilo evolucionista hegeliano que ya
hemos visto, de pasar de una cosa a su contraria sin ninguna solución de continuidad.
Efectivamente, Juan Pablo II en su Ut unum sint afirma que:

“La comunión creciente en una reforma contínua, realizada a la luz de la Tradición apostólica (sic), es
sin duda, en la situación actual del pueblo cristiano, una de las características distintivas y más
importantes del ecumenismo… El decreto sobre el ecumenismo (UR 6) menciona el modo de exponer la
doctrina entre los elementos de continua reforma.” (US 17 y 18). En el mismo sentido de renovación:
UR 4.

Sin embargo, ya vimos que Pío XII rechazaba en su Humani Generis esta pretensión, al
afirmar que:

“Es intento de algunos atenuar lo más posible el significado de los dogmas y librar a éstos de la
terminología de tiempo atrás recibida por la Iglesia, así como de las nociones filosóficas vigentes entre
los doctores católicos… y que por este camino vengan paulatinamente a equilibrarse el dogma católico
y las opiniones de los disidentes separados de la unidad de la Iglesia… Tales conatos no sólo conducen
al relativismo dogmático, sino que ya en sí mismos lo contienen… La Iglesia no puede ligarse a
cualquier efímero sistema filosófico; los conceptos y términos que en el decurso de muchos siglos fueron
elaborados con unánime consentimiento por los doctores católicos, indudablemente no se basan en tan
deleznable fundamento… No hay que maravillarse de que algunos de esos conceptos hayan sido no sólo
empleados, sino sancionados por los Concilios ecuménicos, de suerte que no sea lícito separarse de
ellos.” (D. 2309-11).

De modo similar se pretende por el ecumenismo del Vaticano II que “el modo y el
sistema de expresar la fe católica no deben convertirse de ninguna manera en un
obstáculo para el diálogo con los hermanos” (UR 11 y US 36), lo que supone ante todo
desterrar el tomismo y la filosofía escolástica para sustituírlos por nuevas filosofías
modernas que llevan en sí, por su inmanencia y relativismo, el germen de la
destrucción de toda certeza y de todo dogma. Porque el dogma ya no es algo que
deba creerse, sino algo que debe sentirse conforme a los signos de los tiempos y al
devenir vital. Y en segundo lugar, implica jugar con la doctrina católica de modo que se
muestren ciertas cartas y se oculten otras por aquello de seducir al contrincante
dejándole ganar alguna partida, por razones de caridad mal entendida, a costa de la Fe
y de la verdad. La Congregación del Santo Oficio nos decía en 1949 que:

“La doctrina católica se ha de proponer y exponer toda íntegra. No se podrá en manera alguna pasar en
silencio o encubrir con palabras ambiguas lo que la verdad católica abraza… sobre la justificación, la
constitución de la Iglesia, el primado de jurisdicción del Romano Pontífice, o sobre la única verdadera
unión que se cumple con el retorno de los disidentes a la única verdadera Iglesia de Cristo.” (De
motione oecumenica, 20/12/1949).

No se debe olvidar que el ecumenismo relativiza también la pasión de tantos


miles de santos mártires que habrían muerto inútil y culpablemente por razón de una
mala comprensión de las posturas teológicas de sus verdugos, de modo que su
santidad quedaría en entredicho. Y aún más quedaría si consideramos que otros tantos
miles de herejes y cismáticos deberían considerarse santos y mártires por haber
muerto por razón de sus creencias, que no habrían sido erróneas, pues habrían sido
condenadas indebidamente por un Magisterio católico errado que, por lo visto, no
supo comprender lo que legítima y acertadamente proponían. Juan Pablo II, de hecho,
publicó un martirologio común mezclando en él corderos con cabritos, olvidando
aquello que se decía en la Bula Cantate Domino o en el Sermón al pueblo de Cesarea,
de S. Agustín:

“Nadie… aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere
en el seno y unidad de la Iglesia Católica.” (Cantate Domino, D. 714).

“Si alguien fuera de la Iglesia sufre de parte de un enemigo de Cristo, y, estando fuera de la Iglesia de
Cristo, ese enemigo de Cristo le dice: ‘ofrece incienso a los ídolos y adora a mis dioses’, y ese mismo
enemigo de Cristo lo mata por no adorarlos, puede derramar la sangre, pero no puede recibir la
corona.” (S. Agustín).

“Si un hereje que tiene ignorancia invencible de la verdadera fe, da su vida por un punto de la doctrina
católica, no puede, ni siquiera en este caso, ser considerado mártir. Podrá ser mártir ante Dios (por su
ignorancia inculpable y por su acto de defensa de un punto de la fe) pero no ante la Iglesia, porque Ella
no juzga sino del fuero exterior, y la herejía profesada públicamente obliga a conjeturar (salvo prueba
en contrario) la herejía interna.” (De la beatificación de los siervos de Dios, Benedicto XIV).

“Y si repartiere todos mis haberes, y si entregare mi cuerpo para ser abrasado, mas no tuviere caridad,
ningún provecho saco.” (1 Cor. 13, 3).

Dando por hecho que la caridad empieza por Jesucristo, su Iglesia y los hermanos que
en Ella se hallan compartiendo fe, autoridad y sacramentos.

En definitiva, el ecumenismo propuesto por el Vaticano II, también llamado


pancristianismo, con toda la filosofía absurda que le sirve de base, es absolutamente
herético, contrario a la fe católica y a la recta razón; está repetida e infaliblemente
condenado por el Magisterio; pone en peligro la misma fe de los fieles; relativiza la
verdad revelada de la Iglesia equiparándola en plano de igualdad no sólo con las
demás iglesias hermanas, sino incluso con las demás religiones, a pesar de que cada
una defiende posturas opuestas; e impide, por lo demás, cualquier tipo de unidad,
precisamente por ser imaginaria y entre contrarios, como no sea aquélla en la que los
católicos nos hagamos protestantes, por puro reblandecimiento cerebral y
subsiguiente descomposición de nuestra doctrina católica, o en la que los cristianos
apostatemos juntos de toda fe, que son ambas realmente las unidades que se están
produciendo desde hace cincuenta años.

b) El alejamiento de la Iglesia.
El ecumenismo del Vaticano II, por sus propios fundamentos filosóficos, aleja a
todo el mundo de la verdadera Iglesia, tanto a los que ya estaban en ella, como a
aquéllos que se habían separado de ella, y, por supuesto, a todos los que nunca
estuvieron, con lo que toda acción pastoral o misionera por su parte resulta inútil
desde el principio, pues todo es verdad, todo vale, todo salva y todo es de Dios:

“Reconocer la calidad de Iglesia al cisma de Focio y al anglicanismo… favorece el indiferentismo


religioso… y frena la conversión de los que no son católicos a la verdadera y única Iglesia.”
(Congregación del Sto. Oficio, carta del 16/9/1864).

El hecho de considerar iguales a todas las “iglesias hermanas” (UR 16) en una
especie de “fraternidad universal cristiana” (US 42) a costa de limar sus diferencias a
base de dinamitar el dogma católico con las cargas de profundidad de las nuevas
filosofías absurdas de la modernidad, de protestantizar la teología y la liturgia católicas
y de demoler miserablemente las magníficas condenaciones infalibles que durante
siglos guardaron a la Iglesia de todo error e infección, no ha de animar precisamente ni
a cismáticos ni a protestantes a incorporarse a la única Iglesia de Cristo, los unos
porque ya no se reconocen en una nueva Iglesia protestantizada con la que antes
compartían gran número de cosas; y los otros porque no van a buscar fuera de casa lo
que ya tienen sobradamente dentro de ella.

El ecumenismo parte de la premisa falsa de que cuando hay algún punto en


común la unión es más fácil, pero la historia de la Iglesia demuestra exactamente lo
contrario: que antes han entrado a ella paganos que herejes y cismáticos, los cuales
siempre han permanecido empecinados en su error y jamás se han convertido en
número significativo, de modo que aún hoy en día permanecen herejes que no
aceptan el tercer Concilio de la Iglesia en Éfeso. Por cuanto que, por una parte, y como
hemos visto, el ecumenismo cristiano modernista hace desistir de incorporarse a la
Iglesia a los no cristianos, que son su cantera tradicional; y, por otra, por cuanto que
humilla a la Iglesia, poniendo en duda su santidad, Iglesia que parece debe adaptarse a
las tesis de herejes y cismáticos y cargarse con todas las culpas de los desvaríos y
soberbias de éstos, desdiciéndose de su doctrina y de sus condenaciones, el resultado
no puede ser otro que el ensoberbecimiento de los desobedientes y el espanto de los
paganos, para acabar todos, salvo los católicos, reafirmados en sus posiciones iniciales.

“Las comunidades cismáticas existen por las artes maléficas y las maquinaciones de aquél que primero
suscitó un cisma en el cielo, que es el Diablo.” (Arcano Divinae Providentiae, 1868).

“Los obispos tomarán diligentes precauciones e insistirán en ellas con firmeza, no sea que, al exponer la
historia de la Reforma y de los reformados, se exageren de tal modo los defectos de los católicos y
disimulen las culpas de los reformados, o de tal modo se ilustre lo que es más bien accidental que lo que
es principalmente esencial, es decir, la apostasía de la fe católica de los reformados, de modo que
apenas ya aparezca ésta como evidente.” (Congregación del Sto. Oficio, De motione oecumenica,
20/12/1949).
Por el contrario, nota fundamental de la Iglesia es su santidad, por razón de su
fundador y de su credibilidad de obras, profecías y milagros, sin la cual no podría
transmitir la Fe, requisito indispensable de la salvación. En ella hay fundamentos
divinos que dan santidad a todos sus principios, y elementos activos suficientes para
generar la santidad y la unión de los miembros con Dios (ante todo, la unidad de la
verdad de la Fe predicada ininterrumpidamente por el Magisterio, y después los
sacramentos que traen gracia y la asistencia constante del Espíritu y de Jesucristo
como su cabeza), que si bien no todos ellos lo estén en acto, todos lo están en
potencia y con medios suficientes que no se encuentran en modo alguno fuera de la
Iglesia.

Como consecuencia de lo dicho, no es obligado exigir ya, como se ha hecho


tradicionalmente en la Iglesia, la abjuración de errores de los disidentes; ni siquiera se
pretende convertirlos ni que vuelvan al único redil de Cristo, pues por sus teorías
absurdas sostienen los modernistas que a pesar de sus errores ya están en él, aunque
sigan buscando dinámicamente la “comunión plena” en la “unidad visible” de una
Iglesia de Cristo que nada tiene que ver con la Católica. Y añaden que cada cual debe
ser fiel a su propia tradición eclesial, contraria a las demás tradiciones cristianas, cosa
que en la práctica sólo se aplica a los hermanos separados, pues los católicos hace
tiempo ya que hemos renunciado a nuestra constante doctrina tradicional y hemos
asumido las del enemigo o hemos apostatado:

“Rechazamos el uniatismo como método para lograr la unidad. La acción pastoral de la Iglesia católica,
tanto latina como oriental, ya no pretende hacer pasar a los fieles de una iglesia a otra.” (Walter
Kasper, Declaración de Balamand, 23/6/1993).

“El ecumenismo no se hace renunciando a nuestra propia tradición de fe. Ninguna iglesia puede hacer
esa renuncia.” (W. Kasper, Declaración común sobre la doctrina de la justificación, L’Osservatore
Romano 4/2/2000).

“No podemos echar por la borda nuestro pasado ni todo aquello de lo que nuestros antecesores han
vivido… Y no debemos esperar que lo hagan nuestros hermanos y hermanas del protestantismo y la
ortodoxia. Ni ellos ni nosotros podemos ser infieles.” (W. Kasper, Conferencia al Kirchentag ecuménico
de Berlín, 21/9/2003).

“Podemos describir el ethos propio del ecumenismo de vida como la renuncia a toda forma de
proselitismo, ya sea abierto o camuflado.” (W. Kasper, El compromiso ecuménico de la Iglesia católica,
23/3/2002). En el mismo sentido Juan Pablo II, Discurso con Demetrio I, 7/12/1988.

c) El sacrificio del primado petrino.

“El que quiere ser una oveja de Cristo debe ser pastoreado por Pedro, que es el Pastor; no son las
ovejas (los obispos) quienes deben dirigir a Pedro, sino que es Pedro el que ha de guiar a las ovejas y a
los corderos (los fieles).” (Respuesta del Cardenal Ottaviani al Cardenal Frings en las sesiones del
Vaticano II, 8/11/1963. En el mismo sentido Ecclesiam Dei de Pío XI y repetición de la cita en Satis
Cognitum de León XIII).

Haremos una brevísima mención a este tema, ya mencionado anteriormente, y


simplemente planteando la cuestión: el protestantismo nace principalmente como
oposición a toda autoridad, y el cisma se fundamenta igualmente en la desobediencia
al primado de Roma, razón por la cual la filosofía modernista que subyace al
ecumenismo del Vaticano II ha tenido que ser necesariamente beligerante con aquél, a
través de la proposición herética de la colegialidad episcopal, condenada
expresamente por la Iglesia en el Vaticano I (D. 1822 y 1831) y de la pretensión de
alterar el régimen monárquico de la Iglesia, que es de institución divina, a favor de otro
democrático más acorde con los tiempos (Lamentabili 53).

Como resultado de ello surge el famoso capítulo 22 de la Lumen Gentium con su


nota explicativa que nada resuelve, el cual establece dos sujetos titulares del poder
supremo de jurisdicción: el Papa y el Colegio de los Obispos con el Papa, lo que es
contrario a la doctrina tradicional, que otorga este poder exclusivamente al primero,
ya sea en solitario, ya sea en Concilio Ecuménico, como dos formas del mismo poder
monárquico papal. En ningún caso el colegio episcopal recibe su poder directamente
de Cristo a través de la consagración de los obispos, como sugiere este capítulo en
relación con el 21, sino del Papa, con el Papa y bajo el Papa. El núm. 18 incluso
antepone el colegio al Papa, y el 25 parece darle infalibilidad. De esta bicefalia
imposible se deriva que por el rito de consagración episcopal se adquiriría, junto con el
poder de orden, y automáticamente, también el de jurisdicción (que incluye los
poderes de magisterio y gobierno), cosa que difuminaría sobremanera la tradicional
distinción conceptual entre ambos, que se ha considerado siempre por la Iglesia como
de institución divina, puesto que el orden se recibe por sacramento, y el gobierno y
magisterio por otorgamiento del Romano Pontífice, que es el único que tiene la
suprema potestad de jurisdicción universal. Igualmente se difuminaría también la
responsabilidad personal de los obispos en el piélago del colegio soberano (como ha
sucedido con las Conferencias Episcopales), a imagen del parlamento representante
del universalis populus de las democracias liberales de origen masónico.

Evita la Lumen Gentium hablar del Romano Pontífice como la piedra sobre la que
se apoya la Iglesia; no lo describe como el Vicario de Cristo que confirma a sus
hermanos y apacienta a sus ovejas; y no lo presenta como el único en tener el poder
sobre las llaves. Subyace a esta tendencia disolvente del poder de Pedro la errónea
creencia de que la democracia asamblearia imperaba en los primeros tiempos de la
Iglesia, y de que fueron los Papas medievales, en especial S. Gregorio Magno, quienes
se sacaron de la manga aquello de la suprema potestad de jurisdicción; no obstante, ya
se reconocía ésta por el Papa Gelasio a finales del S. V; por San Agustín en el mismo
siglo; por los cánones 28º de Calcedonia (s. V) y 3º del primer constantinopolitano (s.
IV); o por S. Ireneo cuando habla de la potentior principalitas de la Iglesia de Roma
(finales del s. II). Al respecto afirma Pío IX que:

“Es necesario de hecho que todas las demás iglesias, o sea, todos los fieles dispersos por el mundo, estén
de acuerdo con esta Sede a causa de su primado soberano (cfr. San Ireneo, Contra los herejes 3, 3), y
quien se separa de la cátedra de Pedro, sobre la cual se funda la Iglesia, se engaña pensando que está
en Ésta (San Cipriano, De la unidad de la Iglesia 4), porque ese tal es ya un cismático y un pecador que
levanta una cátedra contra la cátedra única de Pedro (Optato de Milevi, Sobre el cisma donatista, 2, 2),
de la cual emanan para todas las otras los sagrados derechos de comunión (S. Ambrosio, Epístola XI a
los Emperadores).” (Quartus supra vigessimum, 1873).

Y León XIII que:

“No se introdujo una nueva verdad con el decreto del Vaticano I relativo a la naturaleza y a la
extensión del Primado del Romano Pontífice, sino que se afirma la fe antigua y constante de todos los
siglos del cristianismo.” (Satis Cognitum D. 1961).

“Para que el episcopado mismo fuese uno e indiviso (y no una multiplicidad confusa y desordenada), y
la universal muchedumbre de los creyentes se conservara en la unidad de la Fe y de la comunión por
medio de los sacerdotes coherentes entre sí, al anteponer (Jesucristo) el bienaventurado Pedro a los
demás Apóstoles, en Pedro instituyó un principio perpetuo de una y de otra unidad.” (Satis Cognitum).

d) La aniquilación de la misa católica.

“Hay en Pablo VI una intención ecuménica de eliminar, o al menos de atenuar, lo que en la Misa hay
de demasiado católico en el sentido tradicional y de aproximarse a la misa calvinista.” (Juan Guitton,
amigo personal de Pablo VI, El infinito en el fondo del corazón).

“Deseo eliminar en el nuevo rito de la Misa que estamos preparando cada piedra que pudiese ser aun
sólo una sombra de posibilidad de obstáculo o de desagrado para con los hermanos separados.”
(Mons. Aníbal Bugnini, francmasón y secretario de la Comisión para la elaboración del nuevo rito de la
Misa, L’Osservatore Romano, 11/3/1965).

“El apartarse de la tradición litúrgica… para sustituírla por otra (Misa) nueva… la cual pulula ella misma
de gravísimas ambigüedades, por no decir errores manifiestos contra la pureza de la Fe católica, nos
parece, por expresar nuestra expresión más benigna, el error más monstruoso.” (Breve examen del
nuevo orden de la Misa, escrito por los cardenales Ottaviani y Bacci a Pablo VI en 1969).

La nueva misa de 1968, que es la que hoy celebra la Iglesia en todo el mundo es
un remedo de las misas luteranas alemanas del XVIII y el resultado de podar todos los
elementos católicos de la vieja Misa tridentina que pudieran molestar a los
protestantes en orden a una unión ecuménica. En ese sentido se puede afirmar sin
ningún género de duda que el ecumenismo del concilio Vaticano II es el responsable
directo de la aniquilación de una Misa de cerca de dos mil años en favor de una
“monstruosidad” luterana que “se aleja de manera impresionante de la teología
católica de la Santa Misa” (Breve examen citado). Como ya hicieran Lutero en
Alemania y Cranmer en Inglaterra, y puesto que la Liturgia es simple expresión y fruto
de la Fe, un cambio programado en la lex orandi ha de generar lógicamente un cambio
paralelo en la lex credendi: variando la Liturgia se altera la Fe. Los puntos de
divergencia de la nueva misa o “sinaxis” con la tradicional se pueden resumir en seis:

a) Una fórmula sacramental confusa en algunos puntos y errónea en otros, en la


que se alteran sustancialmente las palabras esenciales e irreformables
establecidas por Jesucristo para la consagración de la sangre, impidiendo la
consumación del sacrificio eucarístico. La razón de esta gravísima alteración es
la introducción del herético concepto de redención universal, como ya dijimos
más arriba.
b) La supresión del ofertorio por la asunción de la tesis protestante de que la
Misa no es un sacrificio propiciatorio sino una simple celebración comunitaria
de la cena pascual. Subyace igualmente en el fondo la misma tesis de la
redención universal que hace inútil el Sacrificio de la Cruz.
c) La concepción asamblearia de la Misa, que sería celebrada a modo de reunión
o banquete igualitario por el Pueblo-sacerdote bajo la presidencia de un
ministro, al modo luterano sinagogal, y de acuerdo con el principio de la Iglesia
invisible no jerárquica.
d) El canon pronunciado en alta voz y en lengua vernácula, expresamente
condenado por Trento y que ha afectado directamente a la fórmula esencial de
la consagración, por causa de caprichosas traducciones.
e) La desaparición del concepto de transubstanciación o presencia real del
cuerpo, alma y divinidad de nuestro Señor bajo las dos especies, a favor de una
presencia meramente espiritual o sentimental, más propia de la cena que del
sacrificio.
f) La completa eliminación de la Santísima Virgen y de los santos y mártires en
las rúbricas de la nueva misa. Es, como todos los demás puntos, de herencia
netamente protestante.

A) LA FÓRMULA SACRAMENTAL.

“La Iglesia Católica, desde hace ya varios siglos, ha configurado el santo canon tan puro y tan
exento de todo error, que nada contiene que no refleje completamente la santidad y la piedad, y que
no eleve a Dios el espíritu de aquéllos que ofrecen el sacrificio…” (Sesión 22, cap. IV del Sto. Concilio de
Trento).

Nadie que bautice, por ejemplo, “en el nombre del Padre y de la Madre”, o
“en el nombre del Padre que es más que el Hijo”, logra el efecto sacramental
pretendido con el Bautismo. El propio Papa Pío XII, muy consciente de la importancia
capital de las fórmulas sacramentales, dejó perfectamente claro que éstas debían ser
completas e inequívocas para lograr el efecto sacramental pretendido, cosa que no
admite discusión:

“La forma la constituyen todas las palabras que determinan la aplicación de la materia, por las
que unívocamente se significan los efectos sacramentales.” (Sacramentum Ordinis, 1947).

León XIII, por su parte, en Apostolicae Curae ya tenía dicho en 1896 que:

“Los sacramentos, en cuanto signos sensibles y eficaces de una Gracia invisible, deben a un
tiempo significar la Gracia que realizan y realizar la Gracia que significan… Una forma sacramental no
puede considerarse apta o suficiente para un sacramento si omite lo que debe significar
esencialmente.”

Es lógico pensar, por lo tanto, que si en la nueva “misa” del Vaticano II se


hubiese producido un cambio esencial en la fórmula sacramental de consagración del
cuerpo y de la sangre de Nuestro Señor, de modo que lo que era completo e
inequívoco hubiese pasado a ser incompleto o equívoco, si no contrario a la fórmula
perfecta anterior, como consecuencia no tendríamos ya consagración válida ni
presencia real de Aquél en las misas actuales.

Es cierto que la intención del sacerdote de consagrar efectivamente del modo


en que lo quiere la Iglesia es algo exigido también para la validez de la consagración,
pero como ello no es algo visible, se presume siempre, a no ser que por elementos
externos se pueda pensar con motivo una intención contraria. La formación de los
sacerdotes en una teología conciliar, a partir de 1968, la cual, como veremos más
adelante, pone en duda, del mismo modo que hacían los protestantes, la presencia
real del cuerpo y la sangre de Jesucristo en el altar, y afirma con éstos que la Misa es
más bien una celebración o memorial de la cena de Jueves Santo que un sacrificio
propiciatorio, son sin duda razones objetivas para hacer dudar de la intención de la
gran mayoría de los sacerdotes actuales. A lo cual hay que añadir la controvertida
cuestión de si éstos están debidamente ordenados y si son realmente sacerdotes con
el poder y la gracia suficientes para consagrar, por efecto de los cambios radicales en
las formulas sacramentales de los ritos de consagración episcopal y de ordenación
sacerdotal tras el concilio, a lo cual haremos breve mención más tarde.

Las enseñanzas tradicionales de la Iglesia en cuanto a la necesidad de fórmulas


sacramentales completas e inequívocas se reflejaban en el Misal Romano que desde
1570 hasta 1969 incluía un aviso titulado “De defectibus in celebratione Missarum
occurrentibus”, el cual formaba parte de las rúbricas oficiales que acompañaban al
texto litúrgico. En su punto quinto prescribe:

“Las palabras de consagración son la forma de este sacramento (las cita según la forma
tradicional del propio Misal). Si alguien omitiera o cambiara cualquier cosa en la dicha forma de
consagración del Cuerpo y de la Sangre, y en ese cambio de palabras, las nuevas no significaren lo
mismo, no confeccionaría el sacramento; y si añadiere algo que no cambiara el significado,
ciertamente consagraría, pero pecaría gravísimamente.”

Santo Tomás, por su parte (III.60.7), sentencia que en los sacramentos las
formas de palabras determinadas y específicas son más esenciales aún que la
específica materia determinada (el pan y el vino, en el caso de la Eucaristía), añadiendo
que la fórmula de consagración de la Sangre no se limita, para ser válido, al “Éste es el
Cáliz de mi Sangre” (III.78.3), cosa que como veremos, refrendará después el
Catecismo de Trento.

Pablo VI fijó a partir de 1969 como nueva fórmula sacramental para la


consagración del Cuerpo y de la Sangre de Nuestro Señor (Constitución Missale
Romanum), en latín, la siguiente (ponemos en negrilla la fórmula tradicional):

“Accipite et manducate ex hoc omnes. Hoc est enim corpus meum quod pro vobis tradetur.’’
(Tomad y comed todos de él. Éste es mi cuerpo, que será entregado por vosotros).

“Accipite et bibite ex eo omnes. Hic est enim Calix Sanguinis mei, Novi et Aeterni Testamenti,
( ) qui pro vobis et pro multis effundetur in remissionem peccatorum. Hoc facite in meam
commemorationem.’’ (Tomad y bebed todos de él. Éste es el Cáliz de mi Sangre, del Nuevo y Eterno
Testamento, ( ) que será derramado por vosotros y por muchos en/para remisión de los pecados.
Haced esto en conmemoración mía).

La fórmula tradicional añadía, tras Aeterni Testamenti, la invocación sacerdotal “mysterium


fidei.” (misterio de fe).

La fórmula tradicional era muy parecida, pero con varias diferencias esenciales:

1. Se introducen como elementos esenciales de la fórmula de consagración


frases, con base escrituraria, que antes no lo eran, aunque estaban
también en el Misal anterior a 1969 en párrafo aparte y sin rúbrica, como
no esenciales, en concreto: “Tomad y comed todos de él” y “(Cuerpo) que
será entregado por vosotros”. “Tomad y bebed todos de él” y “Haced esto
en conmemoración mía”. El “comed” y el “bebed” están en el evangelio de
San Mateo (26); hay un “tomad” en Marcos (14); Lucas 22 se refiere al
“haced esto en conmemoración mía” tras la consagración del Cuerpo y San
Pablo tras ambas consagraciones en 1 Cor. 11, siendo éste el único que
habla del “Cuerpo que será entregado por vosotros”.
2. Se saca de la fórmula tradicional el “mysterium fidei”, que ya no sería un
elemento esencial, según dicta Pablo VI, como sí que lo fue hasta 1969 en
concordancia con las enseñanzas de Santo Tomás (III.78.3) y del Catecismo
de Trento (II.IV.21 y 23), pues el Papa lo declara “eliminado del contexto de
las propias palabras de Cristo” (ciertamente no aparecen en las Escrituras,
aunque el Catecismo de Trento lo considera de “Santa Tradición,
intérprete y tesorera de la verdad católica”: un elemento protestante más
de eliminación de la Tradición por la Escritura) para pasar a ser “algo que el
sacerdote dice como una introducción a la aclamación de los fieles”. Pero
algo que dice si quiere, porque ya no es esencial, y que de hecho no se
dice jamás. Curiosamente, esta supresión no es ocurrencia de Pablo VI, ya
que Lutero la realizó siglos antes cuando confeccionó su “misa”
protestante, lo que da fe del ánimo ecuménico de aproximación a los
luteranos por parte de aquel Papa cuando determinó tal supresión.

Aparte de esa intención ecuménica, subyace al cambio una monumental


confusión, de origen protestante, entre la preparación del Sacrificio de la Cruz en la
Última Cena y su renovación sacramental incruenta en la Santa Misa, como si fuesen
la misma cosa, de modo que la fórmula empleada en el sacramento de la Eucaristía
dejaría de ser una fórmula sacramental intimativa, eficaz per se en la realización y
renovación de los efectos del Sacrificio Universal, con valor propio y autónomo, para
convertirse en una narración literal de la preparación de aquel sacrificio histórico,
que tuvo lugar un Jueves Santo hace dos mil años, sin conexión ni referencia a la
renovación de los efectos de aquél que se produce cada día en cada consagración en
el altar, y por tanto, sin eficacia sacramental alguna. En una narración no hay
invocaciones sacerdotales, como “mysterium fidei”, sin embargo, en una fórmula
sacramental que busca unos efectos sobrenaturales operando el sacerdote in persona
Christi, como si fuese Jesucristo, sí. Los añadidos o pegotes, palabras ciertas de
Nuestro Señor, pero sin sentido sacramental, están de más en una fórmula de
consagración, porque no añaden nada para la eficacia del sacramento, y todo lo más
generan confusión. Son más bien, como decimos, palabras más propias de una
narración literal puramente celebrativa o memorial sin voluntad ni eficacia
consacratoria, que es en lo que se ha convertido lo más sagrado de la Misa,
siguiéndose así el criterio luterano de la presencia espiritual y no real de Jesucristo a
través de su Palabra. ¿Cómo entender si no el “haced esto en conmemoración mía”
dentro de la fórmula de consagración? ¿Qué eficacia sacramental puede tener el citar
la intimación a la conmemoración en la propia realización de esa intimación para la
renovación sacramental del Sacrificio? ¿Y por qué se dice en la nueva “misa”: “ven
Señor Jesús” justo después de la “consagración”, si no es porque no se cree en una
presencia real de Jesucristo tras la misma?

La fórmula tradicional para consagrar el Cuerpo era “Hoc est enim Corpus
meum”, “Éste es mi Cuerpo”. Es esencial porque marca la presencia real de Nuestro
Señor sobre el altar; sólo cuando se consagra el Cáliz, separando, en efusión mística,
la Sangre del Cuerpo, se produce la renovación del Sacrificio y sus efectos, ni un
segundo antes. Es por ello que, si un sacerdote muriere en el ínterin, caso que ya se ha
dado alguna vez, otro tendría que venir inmediatamente a consumar el Sacrificio, pues
la presencia real de Jesucristo bajo la especie de pan es cierta e indubitable. Al añadir a
la fórmula consacratoria tradicional, como esencial, el pegote de “quod pro vobis
tradetur” (“que será entregado por vosotros”), la cual también fue añadida por Lutero,
se genera una inadmisible confusión en torno al momento del sacrificio, que parece
ser simultáneo al de la presencia. Esta misma presencia –real- se desvanece desde el
momento en que la fórmula se refiere en exclusiva a aquel sacrificio original de Viernes
Santo, y no al Sacrificio Universal y Eterno, que se renueva sacramentalmente sobre el
altar cada vez que un sacerdote consagra el Cuerpo y la Sangre, sin que haya entrega
real de Cuerpo o de Sangre, ni sean éstos separados del Alma, al contrario de lo que sí
sucedió hace dos mil años, con lo que más que fórmula consacratoria eficaz, parece
que estamos más bien ante una fórmula de recuerdo laudatorio, rememoración
solemne o devoción del misterio de la Cena Pascual, al estilo judío y, más
dudosamente, del posterior sacrificio original. Y a este respecto el Santo Concilio de
Trento afirma tajantemente (Sesión 22, canon III) que:

“Si alguno dijere que el Sacrificio de la Misa es solamente un Sacrificio de alabanza y de


acción de gracias, o una simple memoria del Sacrificio que tuvo lugar en la Cruz y que no es
propiciatorio… sea anatema.”

Pío XII, por su parte en Mediator Dei (1947):

“El augusto Sacrificio del altar no es, pues, una pura y simple conmemoración de la Pasión y
la muerte de Cristo, sino que es un sacrificio propio y verdadero.” (86).

La Institución General del Nuevo Orden de la Misa de 1969 deja sin embargo la
cuestión muy clara:

“La Misa es una Cena dominical, sinaxis sagrada, reunión del Pueblo de Dios bajo la
presidencia del sacerdote para celebrar el memorial del Señor.” (II, 7).

“La oración eucarística es una oración de acción de gracias y de santificación.” (II, 54).

Y el primer memento del canon de la nueva “misa”:

“Al celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo, te ofrecemos el Pan de


Vida y el Cáliz de Salvación, y te damos gracias porque nos haces dignos de estar en tu presencia
celebrando esta liturgia.”

¿Dónde aparece en los textos conciliares el Sacrificio? Es una Liturgia de la


Palabra típicamente protestante, asimilada en confusa amalgama a la liturgia
eucarística, que pone en entredicho la transubstanciación y la presencia real de
Nuestro Señor en las especies del pan y del vino.

Otra cuestión importante es el de la traducción de las fórmulas


consacratorias a las diferentes lenguas vernáculas, lo que ha dado lugar, de hecho y
por puras medidas prácticas, a invalidar aquéllas de modo flagrante y claro, de modo
que se ha impedido la consagración de la Sangre durante cerca de cincuenta años en
la mayoría de las “misas” nuevas de todo el mundo.
Pío XII en su Mediator Dei (1947) advertía de que la uniformidad mundial que
suponía el uso del latín como lengua litúrgica de toda la Iglesia era garantía de peso
para evitar desviaciones en el sentido de las palabras, y con ello, desviaciones
teológicas o litúrgicas:

“El empleo del latín, en uso en gran parte de la Iglesia, es un signo de unidad manifiesta de la
misma, y una protección eficaz contra toda corrupción de la doctrina original. Hay que reprobar la
audacia temeraria de aquéllos que deliberadamente introducen nuevas costumbres litúrgicas o
reviven ritos periclitados en desacuerdo con las leyes ahora vigentes.” (77).

El canon IX de la sesión 22ª del Concilio de Trento afirmaba por su parte que:

“Si alguno dijere que el uso de la Iglesia de pronunciar en voz baja una parte del canon de la
Misa y las palabras de la consagración debe ser condenado, sea anatema. Si alguno dijere que la Misa
no debe ser celebrada más que en lengua vulgar, sea anatema.”

Con la vía abierta tras el Vaticano II a las lenguas vernáculas en todos los
sacramentos en detrimento del latín, por vía de traducción, se ha llegado a cambios de
sentido, el principal de los cuales ha tenido lugar precisamente, y en sentido
claramente invalidante, en la fórmula de consagración de la Sangre en la Misa.
Efectivamente, el “multis” tradicional de dicha consagración, que no fue variado en
absoluto por Pablo VI, ha sido normal y comúnmente traducido por “todos” por la
práctica totalidad de las conferencias episcopales de todo el mundo. Para cualquier
estudiante de latín debería resultar evidente que “multis” se traduce por “muchos”, y
para el de griego, que el “polloi” del texto evangélico (porque Mateo y Marcos dicen
“muchos” y en ningún sitio se dice “todos”) se traduce del mismo modo. No faltan sin
embargo quienes afirman que en arameo se dice “todos” cuando se quiere decir
”muchos”, pero olvidan sin duda que no tenemos ningún evangelio en tal lengua.

La polémica no se puede reducir a una simple cuestión de traducción:


indudablemente tiene un fuerte componente teológico, y sus efectos prácticos son
esenciales: se consagra o no, se produce el Sacrificio en la Misa o no. “Muchos” no
puede ser equiparado a “todos” como la parte no puede ser equiparada al todo. No es
lo mismo, teológicamente hablando, decir que el Sacrificio de Nuestro Señor salva o
redime a muchos (o a algunos o a pocos) que a todos. En 2006 el Cardenal Arinze instó
a las conferencias episcopales a que adaptasen sus misales a la traducción correcta. En
España se hizo once años después, en 2017, pero son legión los sacerdotes
desobedientes que hacen de su capa un sayo y siguen diciendo “por todos”.

En el fondo, lo que subyace es la teoría modernista de la redención universal


de todo ser humano por la Encarnación de Jesucristo, propugnada por Rahner y de
Lubac: todo Hombre es salvo por el mero hecho de ser Hombre, y en buena lógica, la
sangre de Nuestro Señor ha tenido que ser derramada por “todos los hombres.”, y no
tan sólo por “muchos.” El embrollo se debe a una confusión absoluta en torno al
concepto, sentido y fin de la Misa y de la consagración, confusión ya presente, como
hemos visto, en la Institución General del Nuevo Orden de la Misa de 1969. Lo mismo
que una medicina tiene poder de curar a cualquier ser humano, pero no cura
efectivamente sino a quien la toma con la debida disposición, la sangre vertida por
Jesucristo en su Sacrificio en la Cruz, el cual se renueva diariamente de modo incruento
en la Santa Misa, es, de suyo, suficiente para salvar a todos los hombres; sin embargo,
de hecho, su eficacia no se extiende a todos ellos, sino tan sólo a aquéllos, muchos,
que, por su participación en la ofrenda de la Víctima, crucificándose de algún modo
con Ella (Gal. 2, 19), pidiendo a la Santísima Trinidad que el Sacrificio le sea grato, y
comiendo su Cuerpo tras el arrepentimiento, confesión y penitencia, redimen sus
pecados por virtud de la efusión de la Sangre, separada del Cuerpo, y se unen por tal
causa al Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. O a aquéllos por los cuales se
celebra la Misa, como por ejemplo, las almas del purgatorio. Sólo estos muchos gozan
de la eficacia propiciatoria del Sacrificio, y sólo estos muchos se salvan. Todos los
demás se condenan. Por eso la fórmula consacratoria de la Sangre indica
perfectamente la gracia específica de la Eucaristía, por eso es substancial con todas sus
partes, y sin ella no hay consagración ni efectos sobrenaturales. Dice el Catecismo de
Trento (II.IV.24) en este sentido que:

“Pues si nos fijamos en su virtud, se debe confesar que Nuestro Salvador derramó su sangre
por la salvación de todos los hombres (Rom. 8, 32; 1 Tim. 2, 6). Pero si nos fijamos en el fruto que todos
los hombres obtienen de ahí, fácilmente comprendemos que la ventaja no alcanza a todos los hombres,
sino sólo a algunos. Por tanto, cuando dijo ‘por vosotros’ significaba o bien aquéllos que estaban
presentes, o bien aquéllos que había escogido de entre el pueblo judío, tales como eran sus discípulos.
Pero cuando añadió ‘por muchos’, quiso que se entendiera el resto de los que habían sido elegidos, ya
fueran judíos o gentiles. Y fue muy bien no decir ‘por todos’ porque aquí se trataba solamente de los
frutos de la Pasión la cual sólo a los escogidos reportó el fruto de la salud eterna.”

Últimamente la polémica se ha llevado más allá aún, con la aceptación oficial


por parte de la Iglesia (por obra y gracia del cardenal Kasper) de un canon eucarístico
de origen nestoriano de la liturgia caldea, la anáfora de Addai y Mari, que
esencialmente no consagra en absoluto porque carece de toda fórmula, aunque se le
reconoce, sin embargo, eficacia consacratoria. No es la primera vez que se recurre
entre los más acérrimos modernistas de Roma a ritos periclitados como el citado con el
fin de introducir en la liturgia doctrinas protestantes, heréticas, o simplemente destruir
los sacramentos privándolos de toda eficacia, en el sentido profetizado por la anterior
cita de Pío XII en su Mediator Dei. Como ejemplo especialmente grave tenemos el
refrito intragable de dudosos textos coptos y maronitas de la época de Matusalén que
constituyen el nuevo rito de consagración episcopal, gracias al cual se pone bajo
sospecha, si no certeza, de ser un indocumentado a todo obispo consagrado después
de 1968 y, de carambola, a todos los sacerdotes ordenados por él, con lo que
estaríamos en una auténtica extinción de hecho del episcopado y del sacerdocio en
toda la Iglesia Católica. La nueva fórmula de consagración episcopal vendría a ser en la
práctica mucho más confusa y equívoca que la del ritual herético anglicano del Book of
Common Prayer (1549) de Cranmer, fórmula que aunque sin duda pretende comunicar
de manera clara el oficio y la gracia de epíscopo, fue declarada nula por León XIII en su
Apostolicae Curae de 1896. En todo caso, la fórmula de 1968 no recogería un
elemento esencial como es la comunicación de la plenitud del ministerio sacerdotal,
ni haría referencia al oficio episcopal de modo inequívoco, pues el espíritu de
gobierno parece tener muchos sentidos. Bástenos dejar aquí constancia de la fórmula
tradicional recogida por Pío XII en Sacramentum Ordinis (1947), la nueva de 1968 y la
anglicana de Cranmer, remitiendo al lector a los autores más eruditos sobre la
cuestión: los padres Antonio Cekada, Álvaro Calderón y Pedro María de Kergolay.

“Completa en tu sacerdote la plenitud de tu ministerio y, provisto de los ornamentos de toda


glorificación, santifícalo con el rocío del ungüento celeste.” (Fórmula tradicional católica, Pío XII,
Sacramentum ordinis, 1947)

“Infunde ahora sobre éste tu elegido la fuerza que de ti procede: el espíritu de gobierno que
diste a tu amado Hijo Jesucristo, y que Él a su vez comunicó a los Santos Apóstoles, quienes
establecieron la Iglesia como santuario tuyo en cada lugar para gloria y alabanza incesante de tu
nombre”. (Pontificalis Romani. Fórmula actualmente vigente en la Iglesia Católica desde 1968).

”Recibid el Espíritu Santo, para el oficio y obra de Obispo en la Iglesia de Dios, que ahora se os
confiere por la imposición de nuestras manos”. (Book of Common Prayer, 1549).

B) LA SUPRESIÓN DEL OFERTORIO. EL SACRIFICIO PROPICIATORIO.

En la misa tridentina tradicional, el ofertorio tiene un sentido esencial


preparatorio del Sacrificio, preparación que desaparece completamente con su
supresión tras el concilio Vaticano II, realizada ya cuatrocientos años antes por Lutero
con el fin de difuminar la idea sacrificial, siendo sustituído por algo completamente
distinto, una ridícula y breve presentación de dones para un nuevo concepto de “misa”
que nada tiene que ver con el sacrificio propiciatorio.

En el ofertorio tradicional, el sacerdote ofrece por él y por todos los fieles


cristianos, vivos y difuntos, presentes o ausentes (la Iglesia, en definitiva), la Víctima
viva elegida por Dios y acepta a Él, su Hijo hecho carne, bajo las especies de pan y de
vino, para que su sacrificio le sea agradable a Dios (a la Santísima Trinidad,
propiamente, Heb. 10, 5) y sea así propicio para el perdón de los pecados y la
salvación eterna de los que se unen a la oblación con intención de sacrificar tanto a
la Víctima, Dios y Hombre verdadero (“…que aceptes y bendigas estos dones, estos presentes,
estos santos sacrificios inmaculados que te ofrecemos…” “…el que se dignó hacerse partícipe de nuestra
humanidad…”) como a ellos mismos, hombres que suplican ser consortes de la divinidad
de tu Hijo: “En espíritu de humildad y en corazón contrito seamos, Señor, por ti recibidos, y sea hoy
grato en presencia tuya nuestro sacrificio”. En ningún caso, como en la “misa” moderna, hay
presentación de dones del Hombre, ni mudanza de las especies de pan y de vino en
pan de vida y cáliz de salvación, cosa que, aparte de recordar la empanación luterana
(Cristo y pan a la vez), sugiere más una vaga presencia espiritual salvífica que una
presencia real de Nuestro Señor, y que vuelve una vez más a difuminar, si no a
eliminar, toda idea de sacrificio propiciatorio (término que no aparece en los textos
conciliares por ninguna parte). En ese sentido, el canon I de la sesión 22ª del Concilio
de Trento afirma que:

“Si alguno dijere que en la Misa no se ofrece a Dios un auténtico y verdadero sacrificio, o que,
siendo ofrecido, no es otra cosa que Jesucristo que nos ha sido dado a comer, sea anatema”.

Lutero no admitía la remisión de los pecados a través del Sacrificio. Para él, no
había perdón posible para el Hombre, ya que, a lo más, podía aspirar a un apaño, a ser
cubierto en su inmundicia pecaminosa por la inmaculada capa de la misericordia de
Jesucristo, con lo que quedaba así “justificado” por sus pecados, pero no limpio de
ellos. En lógica con esta visión, todo aquello que en la Santa Misa tuviese que ver con
la idea de sacrificio propiciatorio y la remisión de los pecados fue sistemáticamente
expurgado de su “misa” protestante. En el Nuevo Orden de la “misa” de Pablo VI se
siguen idénticas medidas sin contemplaciones: el ofertorio es completamente
eliminado; las ofrendas a la Santísima Trinidad (Suscipe, Placeat tibi) desaparecen; el
prefacio de Ésta queda reducido a un solo día al año, cuando antes era el más habitual;
del Hanc igitur u oración votiva por quien se hacía el sacrificio, no queda ni rastro;
igualmente en cuanto a la absolución final: Misereatur vestri, Indulgentiam
absolutionem; y a otras tantas oraciones relacionadas con la Redención y el Sacrificio,
que desaparecen: Aufer a nobis, Munda cor meum, Perceptio corporis, Corpus tuum…
Si a esta fobia rabiosa hacia la remisión de los pecados a través del Sacrificio le unimos
la eliminación prácticamente completa de las menciones a la Iglesia Triunfante, a la
Comunión de los Santos, a la santísima Virgen y a los Apóstoles, Santos, Ángeles,
Pontífices, Vírgenes y Mártires (Confiteor, Communicantes, Libera nos, Nobis quoque
peccatoribus, preces finales…), el tufo protestante en la reforma litúrgica de Pablo VI
en 1969 resulta francamente insoportable.

C) LA EUCARISTÍA ASAMBLEARIA.

En la Santa Misa oficia el sacerdote in persona Christi, en el lugar de Cristo,


que es el Sumo Sacerdote, y la invocación a su mediación activa ante Dios Padre y la
Santísima Trinidad es constante a través del “per Christum Dominum nostrum” que se
elimina en gran manera en la “misa” moderna, en la que el papel principal parece
llevarlo una presencia espiritual (“Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en
la unidad…” “Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu…” ) junto con el Pueblo (concepto
desconocido en la misa tradicional) presidido por el sacerdote, que ya no es mediador.
Así, se define la “misa” en la Institución General de 1969 como “Cena dominical, sinaxis,
reunión sagrada del Pueblo de Dios bajo la presidencia del sacerdote para celebrar el memorial del
Señor” (7).El sacerdote, más que celebrar (en todo caso no un sacrificio) o mediar entre
los fieles y la divinidad, se limita a presidir la reunión o el memorial: “El sacerdote, por una
salutación, explica a la comunidad reunida la presencia del Señor, por la cual, y por la respuesta del
(28), con lo que la respuesta del
Pueblo, es manifestado el Misterio de la Iglesia reunida”
Pueblo forma parte de la celebración del misterio. De hecho, el Directorio Ecuménico
de 1967 le confiere a la comunidad potestad de celebrar todos los sacramentos: “La
celebración de los sacramentos es la acción de la comunidad celebrante que se realiza en la
(55). De igual modo, el
comunidad como tal, y que manifiesta su unidad en la fe, el culto y la vida”
punto 54 de la Institución define el sentido de la oración eucarística como “la unión en
Cristo de la asamblea de fieles”; la tercera plegaria eucarística de la nueva “misa”, en el
mismo sentido, reza: “No ceses, Señor, de reunir a tu Pueblo… para que una oblación pura sea
ofrecida en tu nombre” deduciéndose de todo lo cual, como decía Calvino, que cada fiel es
un sacerdote, porque ¿quién es el que ofrece la oblación, quién celebra el memorial o
el sacramento, quién manifiesta el misterio? ¿El Pueblo? ¿In persona Christi como el
sacerdote tradicional? ¿Es absolutamente necesaria para la “misa” la presencia de
fieles? Porque en la Misa tridentina hay ofrenda, hay sacrificio, hay transubstanciación
y presencia real del Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo aunque no haya ni
un solo fiel presente (Canon VII de la sesión 22ª del Santo Concilio de Trento). El papel
sacerdotal del Pueblo con el oficiante como simple presidente, director o pastor de la
asamblea, efectivamente, se deja entrever en los mementos del canon de la nueva
“misa”, en los que el sacerdote parece hablar en nombre de la comunidad: “Así pues, al
celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo, te ofrecemos, Padre, el pan de vida y
el cáliz de salvación, y te damos gracias, porque nos haces dignos de estar en tu presencia celebrando
Igualmente, el hecho de que el confiteor o reconocimiento de culpas, el
esta liturgia”.
Dominus non sum dignus y la comunión pasen a ser colectivos cuando antes estaban
perfectamente diferenciados el del sacerdote y el de los fieles, desdibuja sobremanera
el papel del oficiante y sacerdotaliza al Pueblo asambleario, siguiendo el mismo
esquema desacralizador que va del sacerdote judío a la asamblea sinagogal,
recuperado por los luteranos y especialmente por los calvinistas. Y finalmente, del
mismo modo, la desaparición de la intercesión y de la absolución colectiva destiñen la
función del oficiante como intermediador o pontífice entre Dios y los fieles.

Y para acabar. ¿Quién oficia en las modernas “misas” concelebradas? ¿Todos


los sacerdotes a la vez? ¿La asamblea de oficiantes? ¿El Pueblo? Y ¿qué decir de la
degradación de los hábitos litúrgicos de los sacerdotes, convertidos en camisones de
dormir? ¿No es acaso expresión de su pérdida de rango en favor de la asamblea de
tropa? Y ¿qué es toda esa turbamulta de lectores, salmodiadores, repartehogazas y
demás indocumentados de ambos sexos que hormiguea desordenadamente por el
presbiterio, usurpando funciones sacerdotales que corresponden a diáconos, lectores
y otras órdenes menores? ¿Qué es todo ese colectivismo asambleario en la sagrada
Iglesia de Dios?
Lutero veía su “Iglesia” protestante como comunidad de elegidos y unión de
corazones en una sola fe, reunidos visiblemente en asamblea para escuchar la
predicación de la Palabra y para recibir la justa distribución de los “sacramentos”,
Bautismo y Cena esencialmente. Todos los fieles tienen igual poder e idénticos
derechos. Como la Cena no es sacrificio, al igual que hicieron los judíos, ya no son
necesarios los sacerdotes ni las jerarquías; la comunidad nombra a sus pastores o
ministros, cuya misión es predicar las Escrituras (liturgia de la Palabra) y administrar
los dos “sacramentos”. Nace así el germen de la democracia moderna.

Acabamos con las palabras de Pío XII en su Mediator Dei y con una cita del
Concilio de Trento:

“Se alejan del camino de la verdad los que no quieran cumplir el Santo Sacrificio más que si
el Pueblo cristiano se reúne en torno a la santa mesa; y más se alejan aún los que, pretendiendo que
sea absolutamente necesario que los fieles comulguen con el sacerdote, afirman peligrosamente que la
Santa Misa no sólo es un sacrificio, sino una comida de comunidad fraterna, y hacen de la comunión
en común el punto culminante de la ceremonia.” (140).

“Si alguno dijere que por sus palabras ‘Haced esto en conmemoración mía’ Jesucristo no ha
hecho sacerdotes a sus Apóstoles, o no ha determinado que ellos y los demás sacerdotes ofrezcan su
Cuerpo y su Sangre, sea anatema.” (Canon II, sesión 7ª).

D) LA PRESENCIA REAL DEL CUERPO, SANGRE, ALMA Y DIVINIDAD DE


NUESTRO SEÑOR.

Una numerosa serie de detalles en la “misa” moderna nos indica que sus
autores no tenían mucha convicción en la presencia real sobre el altar del Cuerpo,
Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor en su sacrificio eucarístico. El término
clásico de transubstanciación o cambio de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo
y la Sangre es deliberadamente omitido, y los de hostia, altar y sacrificio son
desplazados por los de alimento, mesa y cena, muy del gusto de Lutero éste último.
Acción de gracias, Misterio pascual, sinaxis sagrada, reunión del Pueblo de Dios,
celebración pascual, memorial del Señor, asamblea de fieles, Misterio de la Iglesia
reunida son otros ejemplos de la nueva jerga modernista del concilio Vaticano II para
referirse a lo que antaño era la Santa Misa, sacrificio propiciatorio con presencia real
de Nuestro Señor. De hecho, el uso de tal o cual palabra, o su no uso, o su cambio de
significado es sin duda reflejo de un estado de ideas que siempre acaba trayendo
consecuencias; no en vano Pío VI en su Auctorem fidei advierte de que:

“La omisión del término transubstanciación es perniciosa y perjudicial para la exposición de


la verdad católica sobre la presencia real, favoreciéndose con ello la herejía.”
El número de genuflexiones y purificaciones ante la presencia real se
disminuye notablemente en la nueva “misa”, lo cual es lógico si realmente no se cree
en dicha presencia real, sino más bien en una espiritual. Ya no repugna tocar la
Sagrada Forma con la mano al tomar la comunión; se permite que cualquier
indocumentado reparta las hostias; se elimina la protección del Cáliz, que debe estar
siempre cubierto; se dejan de exigir los dorados en el interior de los copones; se
reduce de tres a uno el número de paños que separan la Forma del altar (que
previenen además el caso de un derrame involuntario del Cáliz); se relajan las
disposiciones para el caso de caída a tierra de las Formas y para la consagración en
altares móviles; se permite celebrar en cualquier mesa fuera de la iglesia; se separan el
tabernáculo y el altar, distinguiendo entre una suerte de devoción privada y otra
litúrgica o comunitaria, alejando simbólicamente al sacerdote, que oficia en nombre de
Cristo, de Éste en el sagrario; y, finalmente, se acaba la “consagración” con las
absurdas formas, supuesto que Jesucristo esté presente, “Anunciamos tu muerte,
proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús” y “Cada vez que comemos este pan y bebemos este cáliz
anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas”, prueba de que, efectivamente, no se tiene
demasiada convicción en la presencia real de Cristo si se le invoca para que venga
inmediatamente después de que se supone que ya está presente.

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“Por esta Nuestra presente Constitución, que es válida a perpetuidad, hemos decidido y
ordenado, bajo pena de Nuestra maldición, que jamás nada sea añadido, recortado o modificado de
este Nuestro Misal que venimos a promulgar… el cual podrá ser seguido en cualquier iglesia que sea,
sin ningún escrúpulo de conciencia, y sin incurrir en castigo, condenación o censura algunos, y que se
podrá utilizar válida, libre y lícitamente a perpetuidad.”

“Que no haya en la Iglesia de Dios más que una sola forma de salmodiar y un solo rito para
celebrar la Misa.”

“Que no se canten ni se reciten otras fórmulas que aquéllas conforme al Misal que hemos
publicado.”

“Que ningún sacerdote tenga obligación de celebrar la Misa de otra manera diferente a como
Nosotros hemos fijado, y que jamás y en ningún tiempo que sea se le pueda obligar o forzar a
abandonar éste nuestro Misal, o a abolir o modificar la presente instrucción, sino que permanecerá
siempre válida y en vigor con toda su eficacia.”

“Que absolutamente nadie pueda derogar este decreto que expresa Nuestro permiso, Nuestra
decisión, Nuestra ordenación, Nuestro mandato, Nuestro precepto, Nuestra concesión, Nuestro indulto,
Nuestra declaración, Nuestra determinación y Nuestra prohibición, y que no se atreva a ir
temerariamente contra sus disposiciones, porque, si alguno se permitiere tal alteración, sepa que
atraería sobre sí la indignación de Dios Todopoderoso y de sus bienaventurados apóstoles Pedro y
Pablo.”
(Extractos de la bula Quo primum tempore de 1570, por la que el Papa San Pío V organiza
definitivamente y a perpetuidad la Santa Misa según los cánones de la sesión 22º del Santo Concilio de
Trento).

4. POSTURA DEL FIEL CATÓLICO ANTE LA RADICAL


DISPARIDAD DE LAS DOCTRINAS.

“Se verán entre vosotros maestros embusteros que introducirán sectas de perdición… por cuya causa
el camino de la Verdad será infamado.” (2 Pedro 2, 1).

“Vosotros, lo que oísteis desde el principio, que se mantenga entre vosotros.” (1 Jn. 2, 24).

“Pero aun cuando nosotros o un ángel bajado del cielo os anuncie un Evangelio fuera del que os
hemos anunciado, sea anatema.” (Gal. 1, 8).

“Pues cada árbol por su fruto se conoce, que ni de los espinos se cogen higos, ni de la zarza se cosecha
uva.” (Lc. 6, 44).

“Que vuestro modo de hablar sea ‘sí’ es ‘sí’, y ‘no’ es ‘no’, porque todo lo demás viene del Maligno.”
(Mt. 5, 37).

“Cuando el pastor se torna lobo, lo primero que ha de hacer el rebaño es defenderse.” (S. Cirilo de
Alejandría contra los nestorianos).

a) La recta razón como legitimación de la desobediencia.

El fiel católico debe utilizar un precioso instrumento dado por Dios que es su
razón en relación con la Fe. Con la razón, sometida básicamente al principio de no
contradicción, más la doctrina propuesta desde siempre por la Iglesia, puede
identificar aquello que es contrario a la misma. Todo fiel, en cuanto que ser racional,
debe operar un juicio en su mente: la voz de la Iglesia, regla próxima de fe, le propone
al oído una sentencia de sujeto y predicado, que él debe creer, acatar y cumplir, por
razón de la autoridad revelante: Jesucristo a través de su Iglesia. Para ello debe
examinar la proposición que se le hace, entenderla y darla por buena, por verdad
revelada avalada por la Iglesia. En ese sentido, decimos que todo acto de fe es un acto
intelectual, y todo acto intelectual es capaz de discernir lo que es contrario a su objeto,
y así, si se diese el caso de que la Iglesia le propusiese una sentencia contraria a otra
que le fue planteada con anterioridad, surge la perplejidad, que debe resolverse
inmediatamente a favor de la sentencia más antigua, o si se quiere, tradicional. Esto
implica que el fiel debe desobedecer a la autoridad que en nombre de la Iglesia y
Jesucristo le propone la segunda sentencia, pero no debemos olvidar que con ello
obedece a la vez a la autoridad que le propuso la primera. Y la cuestión no es baladí,
porque de la asunción de la sentencia correcta depende la pertenencia a la Iglesia y la
salvación del fiel en cuestión.

La controversia en torno a la desobediencia a la autoridad superior ya fue


satisfactoriamente resuelta por Santo Tomás (II-II, 33, 4, 2) quien, trayendo a colación
la famosa polémica de Jerusalén entre Pedro y Pablo, determina que se ha de
obedecer primero a Dios que a los hombres, y que es lícita la resistencia pacífica a la
autoridad en ciertos casos, en especial cuando hay peligro próximo para la Fe. En
idéntico sentido se pronunciaron Suárez, Vitoria, y Belarmino. Es así que se ha de
concluír que podemos y debemos desoír y aún reprender públicamente a cualquier
autoridad eclesiástica que nos proponga las sentencias erróneas del Vaticano II, y
desobedecerla pacíficamente en cualquier cuestión que se fundamente en ellas,
optando, por el contrario, por la doctrina tradicional emanada sin solución de
continuidad de la Iglesia desde sus orígenes hasta las vísperas del Concilio Vaticano II; y
aún también hemos de optar por la doctrina de éste, y por la de todos los papas y
autoridades post conciliares siempre que se halle en consonancia con la citada
Tradición (v. gr., Humanae Vitae, Ordenatio Sacerdotalis o Veritatis Splendor), en la
medida en que sea posible separar la parte sana y la parte envenenada del pastel, cosa
que no está al alcance de todos.

b) El misterio de Ticonio.

Surge sin embargo la importante cuestión de aclarar cómo pueda ser posible que
de Pedro, Vicario de Cristo; de la Iglesia, su Cuerpo místico regido por Él y asistido por
el Espíritu; y de la unanimidad moral de todos los obispos legítimos del Orbe reunidos
en legítimo Concilio, pueda surgir una doctrina radicalmente contraria a la tradicional,
doctrina que por lo demás está infaliblemente condenada hasta la saciedad por
numerosos pontífices hasta 1958, y que indudablemente es disolvente de la Fe y
nociva y sumamente perniciosa para las almas, hasta tal punto de que el fruto que
cincuenta años después queda claro que ha dado es, sencillamente, la apostasía
general y silenciosa de la verdadera Fe católica.

Quien haya llegado hasta aquí en la lectura de este trabajo y quien conozca la
historia de la Iglesia en los últimos cien años no podrá negar la realidad de la terrible
contradicción, pero al mismo tiempo objetará, con razón, que es contrario a la Fe
afirmar esa contradicción en la Iglesia, porque ni Ésta ni Pedro pueden errar en tema
tan fundamental relativo a la Fe, ni dictar resoluciones ni leyes malas, ni mucho
menos llevar a la perdición a las almas por la prédica de errores y herejías. En
definitiva: hay contradicción patente y evidente, pero no es católico afirmarla en tales
términos. Luego habrá que plantearla en otros.

Ya dijimos que un Magisterio que no pretende definir nada, ni condenar nada, ni


ser infalible ni solemne, y que no se tiene a sí mismo por dogmático sino por pastoral y
ordinario, como así lo declara expresamente Pablo VI del Vaticano II, obliga en cuanto
que magisterio meramente auténtico por razón de la autoridad de quien emana, que
es la suprema de la Iglesia, pero no debe ser creído de fide católica, pues no parece
remitirse inmediatamente a la Revelación ni aparentemente plantearía verdades no
directamente reveladas pero que son fundamentales para la conservación,
comprensión o defensa del depósito revelado y que, por tanto, deben ser
primordialmente creídas para la salvación, con lo que en ese sentido podríamos
afirmar que no es infalible. En añadidura, y en cuanto que su contenido es
evidentemente contrario a la doctrina tradicional anterior, y al Magisterio anterior que
expresamente lo condenó con antelación, bien podremos concluír, como ya hemos
dicho, que puede ser desoído por los fieles y reformado o derogado por la Iglesia sin
problema en el futuro.

Sin embargo, no queda del todo claro que su contenido no sea fundamental
para la conservación, comprensión o defensa del depósito revelado, ni que sus
contenidos no afecten a la Fe o a la salvación, sino más bien lo contrario. Por otra
parte, Dei Verbum y Lumen Gentium se definen formalmente como constituciones
dogmáticas. En tercer lugar, Dignitatis Humanae se remite directamente en su
proposición principal sobre la libertad religiosa a la divina Revelación; y, finalmente,
el Magisterio ordinario universal presente hoy unánimemente en toda la Iglesia
visible, así como el de los últimos cincuenta años, es, en Pedro, en todos los obispos,
en todos los fieles sujetos a ellos y en todos los teólogos reconocidos por la Iglesia, el
del Vaticano II con todos y cada uno de sus errores y en ningún caso el Magisterio
anterior con su doctrina tradicional. Y en ese sentido hay pie para hablar de
infalibilidad a todos los efectos del Vaticano II en cuanto que Magisterio
extraordinario conciliar; y también se puede afirmar lo mismo en lo que se refiere a
su doctrina, en cuanto que ésta es Magisterio ordinario universal presente de la
única Iglesia visible.

Si es un hecho probado e incontrovertible que una doctrina objetivamente


herética, errónea y por tanto nociva para las almas es, supuesto lo que acabamos de
decir, infalible por razón del sujeto que la dicta (autoridad legítima), e infalible por el
acto formal en virtud del cual se dicta (Magisterio extraordinario o Magisterio
ordinario universal), llegamos a una aporía que sólo se puede resolver de una manera:
puesto que la operación sigue al ser, y puesto que el ser actúa conforme a su
naturaleza, no es atribuible al ser una operación incompatible con la misma. Del
mismo modo, el acto se especifica principalmente por su objeto, no por su sujeto. De
todo lo cual deducimos que:

1. Un objeto malo implica un acto malo; en consecuencia, los actos formalmente


infalibles en los que se proponen las tesis erróneas del Vaticano II son malos,
y por tanto no pueden ser en sí, materialmente, infalibles.
2. Una operación mala o errónea implica un agente en cuya naturaleza se
comprenda el mal y el error: puesto que la Iglesia de Cristo está esencial y
eternamente exenta de todo mal y de todo error, por razón de la asistencia
del Espíritu y de la dirección de Jesucristo que es su cabeza y fundador, las
proposiciones erróneas del Vaticano II no pueden provenir del Magisterio de
la Iglesia ni de la suprema autoridad de Ésta, ni los actos formales que las
contienen son actos del Magisterio de la Iglesia, ni ordinario ni extraordinario.

Otra cuestión importante para reforzar lo dicho es la de la visibilidad de la Iglesia


y la de su indefectibilidad hasta el final de los tiempos, según la promesa de Jesucristo
de que “las puertas del Infierno no prevalecerán” contra Ella. Según ciertos autores
cristianos, dichas puertas serían las tesis heréticas:

“…Tenemos en cuenta lo que fue prometido acerca de la Santa Iglesia y a Aquél que dijo que las puertas
del Infierno no prevalecerían contra Ella, entendiendo por tales las lenguas mortales de los herejes…”
Papa Vigilio, 2º Concilio de Constantinopla).

“…Porque en modo alguno habría de ser vencida la Iglesia por las puertas del Infierno, es decir, por las
disputas de los herejes, que seducen a los vanos para su ruína” (S. León IX, D. 351).

“La sabiduría puede llenar los corazones de los fieles y silenciar la terrible insensatez de los herejes,
adecuadamente representados como las puertas del Infierno” (Santo Tomás, Introducción a la Catena
Aurea).

Resulta claro para cualquier católico que al final de los tiempos se producirá una
apostasía general, en términos de San Pablo (2 Tes. 2), y que tan sólo un reducto de
fieles guardará íntegra la fe de la Iglesia, un resto fiel de Israel en palabras de los
profetas, como Amós y Sofonías. Revelaciones de Nuestra Señora como las de La
Salette inciden en el mismo punto. La razón de la apostasía de los fieles católicos
parece que provendrá de la acción de los herejes dentro de la propia Iglesia, y en
especial en su cabeza, de modo que dicha acción se extendería de arriba hacia abajo
(“Roma perderá la Fe y será la sede del Anticristo”) como se deja claro además de en La
Salette en las revelaciones de Akita y de Garabandal (“Muchos cardenales, obispos y
sacerdotes van por el camino de la perdición y llevan a la misma a muchos fieles”) y
probablemente en el desconocido tercer secreto de Fátima (“En Portugal se
conservará siempre el dogma de la Fe…”, lo que parece indicar que en otros lugares no
será así). En ese sentido nos dice San Atanasio, quien vivió una situación parecida en el
s. IV, cuando la herejía arriana estuvo a punto de engullir a toda la Iglesia, incluído su
Papa, que “los católicos que se mantienen fieles a la Tradición, aun si son todos
reducidos a un manojo, ellos son la verdadera Iglesia de Jesucristo.” La Iglesia, por
tanto, no se define por el número de fieles, sino por la fidelidad de éstos, los muchos o
pocos que fueren, al depósito de la Fe y a la Tradición del Magisterio constante, así
como por su obediencia a una única autoridad que defienda y transmita sin mudanza
alguna lo recibido. La Iglesia terrena siempre será lo que es y ha sido hasta el fin del
mundo. Y esta afirmación entronca directamente con el tema de su visibilidad, que
pasamos a tratar a continuación.

Ya dijimos que la Iglesia es eterna y que se divide en celestial, purgante y


militante o terrena. La visibilidad se refiere a esta última, y necesariamente exige
elementos ad extra perceptibles a los sentidos de los que son sus miembros y de los
que no lo son. Por tanto se refiere al cuerpo de la Iglesia, no a su alma que serían los
dones interiores de la gracia divina entre los fieles.

La Iglesia fue fundada con unas notas visibles por Dios mismo a través de su
Segunda Persona de la Santísima Trinidad Jesucristo, quien la gobierna, asiste y
ampara en primera instancia, junto con la Santísima Virgen y San José, e impulsada
posteriormente por la acción de la Tercera, el Espíritu Santo. Esas notas visibles se
resumen en la cita una, santa, católica, apostólica y romana, y del mismo modo en el
esquema del Catecismo: el Credo, los Mandamientos y los Sacramentos.

Sólo hay una Iglesia, y es la fundada por Jesucristo, no por hombres como
Lutero, Buda, Miguel Cerulario o Mahoma, y extendida después a todo el mundo. Es
una Iglesia de la que manan frutos, obras y personas santas (aunque pueda haber
ramas muertas por el pecado que sin embargo siguen siendo miembros visibles de la
Iglesia) por obra de unos sacramentos comunes transmisores de gracia (comunión de
los santos) establecidos por su Divino Fundador, en especial el Santo Sacrificio de la
Misa, y se gobierna jerárquicamente por los sucesores directos y sin discontinuidad
de los apóstoles de Jesucristo, creyendo, conservando y transmitiendo íntegra su
Revelación, bajo la autoridad única de Pedro, obispo de Roma.

La visibilidad implica, por tanto, como ya dijimos, que la Iglesia siga siendo lo
que fue desde el principio, en relación con estas notas visibles e inmutables. Es
indiferente que haya más o menos fieles, que queden más o menos sacerdotes u
obispos, o que haya o no un Papa en Roma o donde fuere. Puede existir una sede
vacante durante meses o años, puede haber antipapas, pésimos obispos, o cualquier
situación complicada o delicada como ya la hubo, como la hay, y como la puede seguir
habiendo en el futuro. Lo importante es que las notas visibles permanezcan entre los
fieles que sean, que se haga, ante todo y como primer principio fundamental,
profesión pública de la misma Fe tradicional de siempre, que se haga la Misa de
siempre, que se guarden los mandamientos y sacramentos de siempre, que se
mantenga el sacerdocio, el episcopado y el pontificado y la organización divina de la
Iglesia, aunque no haya sacerdotes, obispos ni papas. La Iglesia de Japón sobrevivió
cerca de trescientos años sin obispos, sin sacerdotes y sin más sacramentos que el
bautismo y el matrimonio (que no necesitan presencia sacerdotal) porque sus fieles
mantuvieron sin cambio lo esencial de las notas de visibilidad, porque no renunciaron
a sus principios fundamentales, aunque no pudieran materializarlos en muchos casos.

Sabemos además que al final de los tiempos el sacrificio perpetuo será abolido
(Daniel 12, 11) sin que esto obste para la continuidad de la Iglesia. También sabemos
que al tiempo de la segunda venida la fe estará prácticamente extinta (Lucas 18, 8), lo
que confirma un número escaso de fieles en todo el mundo. San Malaquías habla de
un último Papa, el de la Gran Tribulación, al tiempo de esa segunda venida y de la
destrucción de Roma, con lo que se abre la posibilidad de un largo tiempo de sede
vacante, dadas las circunstancias sumamente adversas que se vivirán. Y recordemos
que la parte revelada del tercer secreto de Fátima habla de obispos, cardenales y un
gran número de fieles asesinados en una gran ciudad y de un Papa fusilado por
soldados.

En definitiva, es posible identificar hoy en día a la única Iglesia de Jesucristo por


sus notas visibles que cualquiera puede certificar. No es Iglesia visible de Jesucristo la
que profesa una fe distinta a la tradicional; la que tiene sacramentos diferentes a los
de siempre; la que celebra una misa incompatible con la que santificó a tantos; la
que pone en duda la supremacía de Pedro, o la que cumple mandamientos
diferentes a los de toda la vida considerando lícito lo que antaño era pecado y estaba
prohibido.

Tampoco es autoridad legítima y visible de la Iglesia la que enseña cosas


diferentes al depósito tradicional de la Fe y sentencias antaño condenadas; la que
dicta cosas nuevas incompatibles con las anteriores; la que modifica sacramentos en
partes esenciales, inhabilitándolos y automutilándose a sí misma en su episcopado y
su sacerdocio; la que reconoce como fieles propios y por tanto llamados a la
salvación a pesar de sus errores a aquéllos herejes y cismáticos que siempre fueron
considerados como ajenos y réprobos en caso de no convertirse de sus opiniones
falsas; la que concelebra con ellos en ritos que siempre fueron abominados por la
Iglesia, siendo motivo de excomunión; o la que impide a los fieles la celebración de
Misa, sacramentos y costumbres piadosas que siempre fueron seguidos en La Iglesia
de Jesucristo.
Por un misterioso designio, la Iglesia visible que hemos conocido hasta hace
cincuenta años dejó de estar asistida por su Fundador, quien también fue desasistido
en el último momento:

¡ELÍ, ELÍ! ¿LEMÁ SABAKH THANÍ?

Éste es el misterio del mismísimo Jesucristo en el momento de su muerte. Éste el


misterio que torturó a Ticonio hasta el fin de sus días, viéndose él en posesión de la
verdad frente a una Iglesia completamente rendida a la persecución de Diocleciano,
cosa que en absoluto podía ser. Y éste es también el Misterio de Iniquidad por el que
indefectiblemente la Esposa se hará Ramera y padecerá pasión y muerte en el final
de los tiempos. Porque como su divino fundador, también ella será abandonada y
desasistida en el momento final, sin más misericordia ni gracia que la que se tenga
bien a dar individualmente a los que permanezcan visiblemente fieles hasta el final.

Dejemos que hablen los textos que al respecto hemos recogido, y que inspiren al
lector:

“Donde está Pedro, allí está la Iglesia.” (Testem Benevolentiae, citando a S. Ambrosio, León XIII, 1889).

“Como la Iglesia es un cuerpo, es visible a los ojos.” (Satis Cognitum, León XIII, 1896).

“Nunca, en el transcurso de los siglos, se contaminó esta mística Esposa de Cristo, ni podrá
contaminarse jamás.” (Mortalium Animos, Pío XI, 1928).

“Esta Sede de S. Pedro permanece siempre intacta de todo error según la promesa de nuestro divino
Salvador (Lc. 22, 32).” (Concilio Vaticano I, D. 1836).

“Los obispos pierden el derecho y el poder de gobernar si se separan de Pedro y de sus sucesores… Por
la misma razón quedan excluídos del rebaño que gobierna el Pastor Supremo y desterrados del Reino…
Nadie, pues, puede tener parte en la autoridad si no está unido a Pedro, pues sería absurdo pretender
que un hombre excluído de la Iglesia tuviera autoridad en Ella.” (Satis Cognitum, León XIII, 1896).

“El apóstata de la Fe y el hereje… incurren en excomunión latae sententiae (inmediata y sin declaración
previa).” (Código de Derecho Canónico de 1983, canon 1364,1).

“Es sospechoso de herejía el que espontáneamente y a sabiendas ayuda de cualquier modo a la


propagación de la herejía o participa in divinis (en actos de culto divino) con los herejes…” A minore ad
maius, incluye también a los paganos (Código de Derecho Canónico de 1917, canon 2316).

“Considerando la gravedad particular de esta situación y sus peligros, al punto que el Romano Pontífice
que en la tierra es Vicario de Dios Nuestro Señor, y que ha recibido plena potestad sobre pueblos y
reinos, y a todos juzga y no puede ser juzgado por nadie, si fuese sorprendido en la desviación de la Fe
podría ser acusado; y dado que donde surge un peligro mayor, ahí es preciso resolver con mayor
diligencia, para que los falsos profetas y otros personajes que detentan las jurisdicciones seculares no
tiendan lamentables lazos a las almas simples, y arrastren consigo a la perdición eterna a pueblos
innumerables sometidos a su cuidado, y para que no acontezca algún día que nosotros veamos en el
lugar santo la abominación de la desolación predicha por el profeta Daniel…” (La abolición del sacrificio
perpetuo, y los dos altares de 1 Mac. 1, 62: “sacrificabant super aram quae erat contra altare”).

“Los prelados y Papas que resulten haberse desviado de la Fe Católica antes de su promoción, están
absolutamente privados de toda autoridad y oficio, y su promoción es inválida, y no puede ser
revalidada. Debe en este caso permitirse a los súbditos desistirse de la obediencia y fidelidad,
impunemente. Los que no desistan de la lealtad y obediencia a estos herejes de este modo promovidos e
instalados actúan, por así decirlo, como desgarradores de la túnica del Señor, y serán sujetos a penas y
castigos…”

“Los súbditos, no obstante, permanecen unidos por la lealtad y obediencia a futuros obispos,
arzobispos, patriarcas y primados, y al futuro Romano Pontífice que atienda a su ministerio de una
manera canónicamente correcta.” (Bula Cum ex Apostolatus Officio de Pablo IV, 1559, válida a
perpetuidad).

“El Romano Pontífice, si cayere en herejía notoria y públicamente divulgada, por el mismo hecho y aun
antes de cualquier sentencia declaratoria de la Iglesia, queda privado de su potestad de jurisdicción…
Porque no puede ser cabeza de la Iglesia quien no forma ya parte de su Cuerpo… Esta es la sentencia
más común y cierta.”

“El Papa hereje manifiesto deja por sí mismo de ser Papa y cabeza de la Iglesia, del mismo modo que
deja por sí mismo de ser cristiano y miembro del cuerpo de la Iglesia, y por eso puede ser juzgado y
punido por la Iglesia. Esta es la sentencia de todos los antiguos Padres, que enseñan que los herejes
manifiestos pierden inmediatamente toda jurisdicción.”

“El hereje manifiesto no es en modo alguno miembro de la Iglesia, ni espiritual ni corporalmente…


porque inclusive los malos católicos están unidos y son miembros espiritualmente por la Fe y
corporalmente por la confesión de la Fe” (S. Roberto Belarmino, doctor de la Iglesia, Sobre el Romano
Pontífice).

“Cuando el Papa es explícitamente un hereje cae ipso facto de su dignidad y fuera de la Iglesia” (S.
Francisco de Sales, La controversia católica).

“Yo prometo no cambiar nada de la Tradición recibida tal como la he hallado guardada antes que yo
por mis predecesores gratos a Dios, y en nada de ella inmiscuirme, ni alterarla, ni permitirle innovación
alguna. Juro, al contrario, con afecto ardiente, como su estudioso y sucesor fiel de verdad, salvaguardar
reverentemente el bien transmitido… Juro guardar los sagrados cánones y decretos de nuestros Papas
como si fueran la ordenanza divina del cielo… Juro a Dios Todopoderoso y a Jesucristo Salvador que
mantendré todo lo que ha sido revelado por Cristo y sus sucesores y todo lo que los primeros concilios
y mis predecesores han definido y declarado… que mantendré…la disciplina y el rito de la Iglesia… En
consecuencia y sin exclusión, sometemos a severísima excomunión a quienquiera, ya sea Nos u otro,
que osare emprender novedad alguna en contradicción con la constituída Tradición evangélica y la
pureza de la Fe…” (Liber diurnus Romanorum Pontificum. Juramento atribuído al Papa S. Agatón en el s.
VII, y de probable uso anterior; ha sido pronunciado por todos los Pontífices hasta Pablo VI).

“Los enemigos llenos de astucia han colmado de oprobios y amarguras a la Iglesia, esposa del Cordero
Inmaculado, y le han dado a beber ajenjo, y sobre sus bienes más sagrados han puesto sus manos
criminales para realizar todos sus impíos designios. Allí, en el lugar sagrado en el que está constituída la
Sede del beatísimo Pedro y Cátedra de la verdad para iluminar a los pueblos, allí colocaron el trono de
la abominación de su impiedad, para que, con el designio inicuo de herir al Pastor, se dispersen las
ovejas… Dígnate auxiliarnos contra Satanás y todos los otros espíritus inmundos que recorren la tierra
para dañar al género humano y perder las almas…”. (Oración instituída por León XIII en 1888 para ser
rezada al final de todas las misas. Se cambió a su versión corta en 1934 y continuó rezándose hasta el
Concilio Vaticano II).

“Hijos míos, es la última hora y, según oísteis que el anticristo viene, ahora pues han aparecido muchos
anticristos, de donde conocemos que es la última hora. De nosotros salieron, mas no eran de
nosotros… ¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesucristo sea el Mesías? Éste es el anticristo…
todo el que niega al Hijo y con ello niega al Padre… Que se mantenga entre vosotros lo que oísteis
desde el principio… y así también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre.” (1 Jn. 2, 18-26).

“Todo espíritu que rompe la unidad de Jesús no es de Dios, y éste es el espíritu del anticristo, el cual
habéis oído que viene, y ahora ya está en el mundo… Ellos del mundo son, por eso hablan inspirados
por el mundo, y el mundo los escucha. Nosotros somos de Dios, y el que conoce a Dios nos escucha, y el
que no es de Dios no nos escucha. De esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu de la
seducción.” (1 Jn. 4, 3-6).

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“Reprobamos la impiedad de quienes cierran a los hombres la entrada en el Reino de los cielos, cuando
aseguran bajo falsos pretextos que es deshonroso y no es en modo alguno necesario para la salvación
abandonar la religión falsa en la que uno ha nacido y ha sido educado e instruído; y cuando dicen que
perjudica a la propia Iglesia el presentarse como la única religión verdadera, así como el proscribir y
condenar a todas las religiones y sectas separadas de su comunión, como si fuera posible la
participación entre la luz y las tinieblas, entre Cristo y Belial.” (Primer esquema preparatorio del
Concilio Vaticano I).

En Vitoria a 27 de diciembre del año de la misericordia.

IOSEPH IGNATIVS TVSSVRIA DE HVEGVN ME FECIT AMGD&AS.

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