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SOBRE LAS FORMAS DEL DISCURSO Y SU INCIDENCIA EN LA CLÍNICA DE LO

TRAUMÁTICO

Cristian IDIÁQUEZ1

El presente escrito intenta transmitir algunas interrogantes surgidas en la atención de pacientes en una
entidad de salud vinculada al tratamiento de las toxicodependencias. Más específicamente, me quiero referir
a lo relacionado con el posicionamiento subjetivo del analista en la clínica de lo traumático y como este
último concepto -sobre lo traumático- “cuestiona” algunas de las premisas implícitas en su quehacer; en
particular, cuando se superponen el encuadre de la institución psicoanalítica al de la institución -social-
donde la atención clínica se circunscribe. Asimismo, me interesa dar cuenta de la relevancia de interrogar las
formas que adquieren nuestras prácticas en casos complejos, donde la dimensión de lo traumático eclosiona
con consideraciones cargadas discursivamente, como la cultura de la precariedad, la adicción a drogas
“duras” y el rol de entidades “terapéuticas” en la atención de los sujetos signados como a-dictos2.

De este modo se expondrán algunas de las tensiones interpelativas asociadas a un caso en particular,
así como las relaciones posibles entre experiencias de abandono, de abuso y violencia y su deriva en
conductas adictivas. Se pretende con ello abrir inquietudes y cuestionamientos relacionados con principios
metodológicos de la técnica en la clínica de lo traumático y la necesidad –en especial en estos casos, pero no
solamente en ellos- de preguntarnos por los criterios que están detrás de cada aspecto del encuadre y, más
ampliamente, de lo que éste deja entrever: la institución analítica.

Toxicodependencias: la intoxicación por el discurso del Otro, vicisitudes en la instalación de un


espacio analítico.
J-L es un paciente de cuarenta y tres años, alto, delgado y fibroso, se lo ve demacrado y desaliñado en las
primeras sesiones, tiende a asistir con el uniforme de la empresa donde se desempeña, la que financia en
gran parte su tratamiento. Me llama la atención su mirada inquieta, su ceño fruncido y una dificultad en la
articulación de las palabras que hace que por momentos tenga que pedirle que me repita lo que está
señalando. Su gestualidad es algo torpe, amplia y desgarbada, de ritmos entrecortados; inicia los

1Trabajo publicado en P. Cabrera (Comp.) (2014) Construcciones Clínica de lo traumático y figurabilidad. Santiago de
Chile: Colección Praxis Psicológica, FACSO Universidad de Chile.
2 Al respecto considero el término toxicodependencias una designación más justa.
movimientos en forma rápida y luego lenta, son acciones como aprendidas, ensayadas, me recuerdan la
cadencia del pintor de brocha gorda. Es amable y atento, proclive al chiste, en especial con la recepcionista.
En sesión se muestra muy pendiente de los objetos del box de atención; se distrae, pregunta sobre el lugar.
Es así como comienza un proceso en el cual irá mostrando distintas facetas de sí mismo, incluso algunas de
las cuales habría preferido mantener bajo resguardo.

Me relata que viene porque es un adicto, que su familia le ha señalado que debe internarse; pero él
no quiere, me pregunta si yo he consumido drogas, le pregunto por qué le inquieta eso, me señala que de ser
así podría entenderlo. Se impone la idea de una enfermedad crónica incurable. Continúa con otra pregunta:
“¿usted es creyente?”3. Me cuenta que ha probado con distintas instancias de tratamiento, entre ellas la
Iglesia que lo ayudó un tiempo incluso dio “testimonio” pero la deja ya que era inconsecuente, seguía
consumiendo, no era un ejemplo a seguir, comentando que esto lo alejó, además de que vio muchas
inconsistencias e injusticias en la agrupación religiosa. El tema de la injusticia será algo que retomará cada
cierto tiempo, para mostrar y justificar aquello que le molesta de las situaciones por las que pasa.

La idea de estar “endemoniado” se hace presente también en esta primera parte del tratamiento,
señalando en un principio que “la pelea es con la droga”. Luego precisará que es con el diablo, que lo quiere
para sí. Frente a todo ello le señalo que quizás con lo que me dice quiere manifestar que siente que su
problemática es muy difícil de superar y que tiene dudas de si con esta terapia podrá hacer algo al respecto.
Se instala rápidamente, en su decir, un compromiso afectivo manifiesto, una actitud rabiosa; pareciera ser
una advertencia: no será fácil tratar con su “problema”.

Le planteo que iremos viendo cómo hacer, que la idea es que asista semanalmente y hable de todo lo
que se le venga en mente. Se incomoda, espera indicaciones concretas de mi parte. Los montos de angustia
fluctuarán y se harán a momentos figura insostenible y en otros un fondo en el cual se delinearán contornos
de objetos del horror y del deseo, de la repetición, todo lo cual se tenderá a instalar en el encuadre mismo de
trabajo en una demanda que no termina de construirse.

Mi mente parece quedar en blanco: ¿cómo poder acoger una solicitud de tratamiento de estas
características? El riesgo de mi silencio parece ser algo del orden de la vida o la muerte para este paciente;
callar es “despedazarlo”, es escrutar cada uno de sus temores más secretos. Si hablo es para decir que no sé
qué decir, es para dar forma y cierta continuidad a lo que escuetamente señala.

3 Ésta será una pregunta que resonará en el proceso, creer en las posibilidades de movilización subjetiva.
¿Curar la toxicodependencia? La máscara que interroga discursos

Pienso en las distintas posiciones frente a las toxicodependencias, en cómo hay quienes contraindican la
técnica analítica como una forma de abordaje posible, argumentando que ya Freud señaló las limitaciones de
esta práctica para ciertas problemáticas4. Otros señalan que primero debe existir una intervención química,
biológica, y luego que el sujeto se encuentre estabilizado examinar la factibilidad de un tratamiento
propiamente tal5. De este modo, se le da al cuerpo, en tanto organismo físico, una mayor cabida, aspecto un
tanto olvidado por algunos analistas en pro del cuerpo fantasmático, el cuerpo de la histeria, pero
reduciendo de este modo la posibilidad de salirse del discurso “drogocéntrico” acuñado con tanta fuerza en
la sociedad actual. Las prerrogativas en las cuales se instala la terapéutica en estos casos tienden a ir en la
línea de curar la toxicodependencia; la sustancia es así el mal por extirpar. Frente a ello, algunos autores señalan
como el tema lleva a diversas confusiones epistemológicas, en donde la toxicodependencia sirve para
transmitir otros mensajes (ideológicos, morales, políticos)6, todo lo cual se expresa en la necesidad de la
abstinencia del consumo como condición para el inicio del tratamiento. Efectivamente, se encuentra muy
arraigada la idea de que el consumo sistemático de altas cantidades de una droga tiene consecuencias
funcionales y estructurales univocas en el sistema nervioso, por lo que el consumidor quedaría sujeto a la
respuesta del organismo.

Otra perspectiva es ubicar el uso de drogas como una conducta que puede manifestarse en distintos
cuadros psicopatológicos, y por lo tanto la manera de abordar la situación dependerá de ello y no de la
sustancia misma. Se trataría de una manera encubridora de mostrarse al psicoanalista, la identificación con
esa conducta en un “soy drogadicto” ocultaría la pregunta por quién se es, por el ser. Puede considerarse así
una máscara interrogativa frente al Otro, estrategia que reflejaría, por ejemplo, un intento de estabilización
frente a episodios psicóticos, o como un articulado imaginario del Yo para ocultar la existencia de síntomas
que angustian y perturban.

4R. Florezano. ¿Son tratables analíticamente las adicciones?, Actualidad Psicológica. Santiago, Chile: Vol. 1, N° 9. 2002,
pp. 2-9.
5C. López. La adicción a sustancias químicas ¿puede ser efectivo un abordaje psicoanalítico? Santiago, Chile: Revista
PSYKHE, Vol. 15, N° 1, pp. 67-77, 2006.
6 S. Le Poulichet. Toxicomanías y psicoanálisis, la narcosis del deseo (1990). Buenos Aires: Ed. Amorrortu, p.153.
Una clínica que se centra primordialmente en la sustancia inmoviliza al sujeto en tanto objeto pasivo
frente a su “enfermedad” y al terapeuta, al ser la droga un oponente demasiado poderoso con el cual lidiar.
Se aniquila la posibilidad de análisis, al reducir todo a una lucha imaginaria; en último término, quien estaría
demandando en estos casos sería el terapeuta y no el paciente7. Es necesario dejar entre paréntesis la
omnipotencia de la sustancia y escuchar lo que se desarrolla en sesión; es decir, la elaboración de la
demanda, la expresión de su deseo, todo lo cual brindará una nueva dimensión al sufrimiento presente en
quien asiste, saliéndose de los estereotipos.

Considero que al abordar estas problemáticas es necesario explicitar qué noción de cura es la que
subyace: ¿qué se busca al atender a estos pacientes?, ¿dónde se ubica el terapeuta en relación a ello?, ¿qué
postura adoptar con terceros involucrados, como tribunales (muchas veces son casos judicializados), con la
familia, con el sujeto? No plantearse estas preguntas es arriesgarse a la inconsistencia en la práctica misma,
es exponer y exponerse a “más de lo mismo”, a ser cómplices de una mayor exclusión y marginación.

Es en relación justamente a la urgencia por desintoxicar que podríamos hacer una propuesta de
definición del fenómeno: un sujeto intoxicado por el discurso de Otro (la entidad terapéutica-lo social) que
lo define desde la obturación de su propio discurso. En especial por la fabricación de un pseudo-objeto
totalizante, artificial, que gratificaría “todo” lo que de falta hay en la constitución de ese sujeto, sujeto así
interdicto. En tal sentido, habría que hacer un giro hacia el clínico como objeto de estudio y lo que sostiene
su práctica8. Desarrollaremos esto en lo que sigue.

“Por qué me hace esto”

Volviendo a J-L, en varias ocasiones me planteará sus ganas de salir del box, lo difícil que es para él estar en
sesión, permanecer, sintiendo algo similar a la incomodidad con su madre: se asfixia, no tolera la mirada, ¿se
avergüenza? Frente a ello me siento invitado a ejercer un rol normativo, activo y directivo, superyoico,
sancionador: si se portó bien o si se portó mal, consumió o no consumió. Sin embargo, y quizás frente a mis
intentos de escabullirme de ese lugar, desplaza su rabia hacia la necesidad de tener que venir a sesión. En
otros momentos, muestra agradecimiento por el espacio, al no sentirse criticado. Son movimientos

7 G. Del Solar. El problema de la demanda en el tratamiento de pacientes consumidores de drogas. Santiago de Chile:
Praxis, Vol. 2, N° 2, pp 55-67, 2000.
8C. Idiáquez y R. Fuentealba. Aproximaciones Teórico-técnicas para una Concepción de Salud Mental Democrática.
En P. Egenau y S. Chacon (Comp.) Enfermedad Mental, Exclusión y Derechos Humanos. Santiago de Chile: Ministerio de
Salud, Hogar de Cristo y Universidad Central de Chile, 2005, pp. 278-293.
oscilantes en la transferencia, donde me veo en la necesidad de estar muy atento y variar mi posición, en
especial frente a momentos más paranoides en el sentido de lo psicótico del lazo. Ahí, el encuadre se vuelve
mutable, al modo de la adaptación activa de Winnicott9. Es decir, frente a la dificultad de encontrar al
paciente en lo que dice, me dejo llevar por los movimientos pulsionales en la transferencia, hasta el límite
del vértigo, del vivenciar el vacío10, hasta poder enlazar las trazas que deja su discurso.

Es así como la palabra comienza a circular. Paulatinamente va relatando distintos momentos de su


vida, desde aspectos menos cuestionados a aquellos que lo dejan en un punto de inflexión muy difícil de
tolerar, al borde del límite, de la locura, de la paranoia. En las sesiones se irá tejiendo una historia con
fragmentos, a modo de collage, piezas de un puzle, construyéndose la posibilidad de efectos de significado
en cada encuentro.

“Por qué me hace esto, yo no quiero acordarme de eso”, señala cada cierto tiempo al ir asociando
sus acontecimientos actuales con los de su pasado. La movilización de esta posición victimizante frente al
otro, será un punto a desafiar desde la técnica y desde las propias limitaciones como tratante. J-L pareciera
quejarse justamente de ser expuesto a un espació “desestructurado”, no habitual según sus experiencias
anteriores de tratamiento; un espacio que le resulta desconocido y ambiguo, en el cual el otro no desea
necesariamente su abstinencia -y si no la deseaba ¿qué quería de él?- Esto lo acercará -como se señalaba
previamente- a la pregunta por quién era él mismo, pregunta que intentará responder defensivamente:
primero, desde la máscara adictiva, luego desde los distintos roles sociales ganados (trabajador, esposo,
padre); sin embargo, ninguno de ellos pareciera “protegerlo” de este lugar que lo absorbía, que lo
“consumía”, que lo “asfixiaba”.

Discusión sobre los encuadres involucrados en sesión

Técnicamente, José Bleger se refiere a la situación analítica como aquella que incluye elementos constantes,
el encuadre, y elementos variables, el proceso11. El encuadre puede considerarse el fondo de una Gestalt, que
en determinados momentos pasa a ser figura, es decir proceso. Este mismo autor indica que el encuadre
refleja la institución analítica, en cuanto a lo fijo de los elementos que se instalan. Esto le hace pensar

9 D. Winnicott. Los procesos de maduración y el ambiente facilitador (1993). Buenos Aires: Paidós.

F. Pommier. Lo Extremo en Psicoanálisis (2011). Santiago de Chile: Colección Praxis Psicológica, Universidad de
10

Chile.
11 J. Bleger. Simbiosis y Ambigüedad, estudio psicoanalítico (1972). Buenos Aires: Paidós.
además que las instituciones funcionan siempre y en grado variable como límites del esquema corporal y
núcleo fundamental de la identidad. ¿Esta angustia que a momentos parecía volverse terrorífica en el
paciente, no mostraba sino sus dificultades en poder integrar distintos aspectos expulsados de sí; es decir,
una identidad fragmentada?

Es gracias a la mantención activa del encuadre terapéutico por parte del analista que el paciente
puede contrastar su propio encuadre con este otro, generando efectos de significación. Es como sí el análisis
del encuadre permitiera abordar la parte más fija y estable de la personalidad, la transferencia delirante 12 o la
parte psicótica de la personalidad. Bleger señala que el encuadre “es” la fusión Yo-Cuerpo-Mundo, de cuya
inmovilización depende la formación, existencia y discriminación del Yo, del Objeto, del Esquema Corporal,
etc. El tema estaría relacionado al vínculo con la realidad, a un clivaje fundamental. El encuadre sería desde
esta perspectiva la indiferenciación cuerpo-espacio y cuerpo-ambiente. Más aún, el encuadre traído por el
paciente, que entra en superposición con el encuadre analítico instalado por el clínico, sería la fusión más
primitiva con el cuerpo de la madre. El rol del otro encuadre (el del análisis) sería restablecer esa simbiosis
en sesión con el fin de modificarla.

Al respecto, Maud Mannoni, preocupada por la inserción del psicoanalista en las instituciones
vinculadas al tratamiento de la locura, rescata algunas de las concepciones de los psicoanalistas argentinos
(como Bleger) y de la escuela anglosajona para evidenciar la necesidad de considerar la dimensión imaginaria
en el análisis, en especial cuando ese encuentra inserta en instituciones de tipo asilar, donde el encuadre
analítico debe coexistir con el de la institución que lo “acoge”. Desde las prerrogativas lacanianas esta autora
va a enfatizar el fondo simbólico de toda relación y la dimensión imaginaria que éste puede o no sostener.
Analiza el afán de desimbiotización como única definición del trabajo analítico en Bleger, considerando
riesgoso apostar por una adaptación del sujeto a sus circunstancias. La crítica se funda en que no se toma en
cuenta la noción de falta del objeto, confundiendo la erotización del objeto con la primera aparición del
objeto como imaginario. La falta de objeto es central en la organización de la experiencia13 , el bebé sale de la
indiferenciación al descubrir la falta, subraya.

M. Little. Sobre la transferencia delirante (Psicosis transferencial) 1958, en Revista Argentina de Psicoanálisis, Vol. 3,
12

Buenos Aires, 1979.


13 M, Manonni. El Psiquiatra, su “loco” y el Psicoanálisis (1983). México: Siglo XXI, p. 72.
Relaciones entre los encuadres y la dimensión institucional del caso

Mannoni insiste en considerar las relaciones entre los encuadres y la dimensión institucional, en especial
teniendo en cuenta que lo que está en juego en la institución es algo situado en el límite de la imagen del
cuerpo, el individuo sería producto y reproductor de la institución.

J-L relata tempranamente en el proceso de entrevistas su historia laboral, de cómo fue pasando por
distintas empresas, desde que salió del liceo municipal como técnico en diseño gráfico hasta llegar
finalmente a la actual. Los problemas que tuvo, los conflictos, destacan algunos patrones en sus relaciones
con figuras de autoridad y compañeros de trabajo; las instituciones lo estructuran, le dan un referente
concreto a su realidad histórica, es por ello que no resulta menor que sea desde este punto, a pie forzado en
el inicio de las atenciones (al ser apoyado por la empresa en el pago de sus consultas), que comiencen sus
asociaciones. Me pregunto por el lugar que ocupo en ese entramado, tiendo a responderme en la línea de lo
normativo: ¿para quién trabajo?, ¿para la empresa arreglando una más de sus piezas defectuosas, evaluando
que tan “reparable” es?, ¿para el sujeto, en tanto referente de su goce?. Ninguno de estos lugares me termina
de convencer; intento explicitar mi rol, eso me sirve a modo de chispa en una pieza oscura en donde se
escuchan rumores, ruidos, lugares inciertos.

Lo que me interesa enfatizar es cómo elementos contextuales, como la noción de adicto y lo que se
espera de un lugar de “rehabilitación”, pueden (si no se incluyen en el análisis del caso) quedar
sincréticamente poblando este fondo mayoritariamente mudo del encuadre analítico, tensionando la práctica
clínica en zonas sin nombre. Cómo en la demanda está implícita la oferta de tratamiento. ¿Qué posición
tomar frente a ello? Al respecto, Mannoni indica que será estratégico ubicarse en un lugar de apoyo frente a
una posible agresión, evitando ser objeto de la misma, privilegiando la articulación simbólica y no dejándose
enclaustrar en el campo de lo imaginario14.

Sobre los “fragmentos” y su posibilidad de circulación significante

A una de las sesiones llega irregularmente tarde, se lo escucha refunfuñando desde lejos, cinco metros más
atrás venía calmadamente su anciana madre. Estaba furioso porque ella había insistido en acompañarlo a
sesión. El adulto de metro ochenta se mostraba como un pequeño con pataleta, encorvado exclamaba con

14 Ibíd., p. 74
las manos y se quejaba de la señora. Fue difícil que retomara la calma al interior del box. Al terminar la
sesión, la madre me inquiere sobre cómo va su hijo, me dice que ella está cansada y que ya no quiere
recibirlo más en casa cuando consume. J-L mantiene su distancia. En la progenitora depositará la idea de un
ser que debe ser cuidado, que no puede cuidar solo de sí, alguien a quien mantener vivo. Pienso en que
quizás, con este acto de traer a su madre, me quisiera mostrar cómo se están movilizando algunos aspectos
en él mismo, por ejemplo en relación a este lugar de interdicto, en sus dificultades de distinción, de
separación.

En relación a ello, me parece central considerar como mis intervenciones pueden cortar la
posibilidad de construir un tiempo-espacio en donde algo del orden de lo originario pueda advenir y tener
lugar, me refiero al tema de los ritmos en el proceso. Al respecto, se corre el riesgo de que el material
psíquico en juego en la sesión no pueda traducirse15, que mi apresuramiento deje a la intervención en
condición de fragmento sonoro no comprensible, reforzando la irritabilidad en el paciente. Esto vinculado a
que, como es sabido, en un primer tiempo del psiquismo habría una imposibilidad de dominio imaginario;
en un segundo tiempo, ese dominio se instalaría como efecto del significante (señales significantes que
provienen del otro, de otro que proporciona la materia sonora). Las representaciones, en esta etapa en la que
funciona el proceso primario, son imagos, imágenes fundamentales con las cuales el sujeto se ubica frente a
la circulación significante16.

Al respecto, habría que insistir que el centro de las resistencias a la cura está en la tensión agresiva del
Yo en cuanto a su estructura narcisista. Por ello debemos trabajar con el sujeto no con su Yo; si no,
caeríamos en una concepción utilitarista del mundo: amoldar al Yo para fines de adaptación. En esta línea,
Mannoni señala: “Esto es olvidar con qué desgarramiento de su ser paga el hombre moderno el precio de la
adaptación: la paga al precio de la locura y de la delincuencia”17.

J-L habla de cómo salió a trabajar a temprana edad, de cómo le gustaba dedicarse al diseño gráfico,
sobre cómo tuvo que dejarlo al quebrar la empresa, en cómo comenzó a desempeñarse como auxiliar en
supermercados, cómo experimentaba ésta y otras experiencias como injustas, sintiéndose discriminado: lo
hacían trabajar demás, de cómo él demostró ser competente y “podérsela” con los encargos, ya que era hábil

15Ver al respecto S. Freud. Carta 52. Publicaciones prepsicoanalíticas y manuscritos inéditos en vida de Freud (1886-
1899) Obras Completas, Vol I. Buenos Aires: Ed. Amorrortu, 1992, pp. 274-280.
16 M. Manonni. El Psiquiatra, su “loco” y el Psicoanálisis (1983). Op. cit., p.77.
17 M. Manonni. Ibíd., p. 80.
haciendo las letras de los anuncios. También como paralelamente hacía dulces caseros, con su esposa y los
vendía en su trabajo y en la calle a los autos para “parar la olla”, pero también cómo le temía a esto ya que al
tener dinero en las manos pronto surgían imperiosas ganas por consumir drogas, frente a ello yo me
preguntaba qué tanto de lo que me decía eran opiniones propias y qué tanto estaban estas fusionadas con las
opiniones de sus más cercanos, de sus “guardianes” (esposa, madre, tíos, trabajadora social de la empresa, y
ahora el terapeuta). ¿Qué era bueno para él y qué era inconveniente? ¿Lo decidían otros? ¿Le gustaba eso?

Así, comenta como en su trabajo lo habían trasladado de departamento y que ahora tenía un jefe que
lo valoraba; el problema era con sus compañeros de la nueva sección, en especial con uno de ellos, el cual lo
molestaba con amenazas y gestos despectivos, frente a ello él debía retener sus intenciones asesinas “para no
perjudicar a su familia”.

Sus historias, sus acontecimientos vitales, sus fantasías, finalmente irán apareciendo en el transcurso
de las sesiones, más bien como pedazos de un fondo en donde hará figura el acto analítico, a modo de
síntoma. A modo de resistencias del terapeuta. Ya que lo no dicho, lo no verbalizado se tenderá a instalar
como espacio vacío de significado, efecto ambivalente, ya que le permitirá una movilización, una posibilidad
de distinción subjetiva, de toma de distancia, creación de un espacio psíquico para asumir el lugar vacante
frente al Otro. Para parar un goce mortífero en que el discurso viene a intoxicar el cuerpo consumiéndolo,
anulándolo18 .

Sosteniendo la posibilidad de pensamiento

El ejercicio al que me veo invitado es a poner en palabras lo que el paciente no logra descifrar en sí mismo a
modo de construcción, esto en relación a que lo no dicho entre un fragmento y otro de su historia irá
pregnando la escena analítica, intentando socavar la posibilidad misma del espacio. Terapeuta en el lugar del
deseante, victimario, del abusador, frente a un “¿por qué me hace esto?” reiterativo durante el proceso.
Surge el lugar de la perversión en el analista. La técnica es interrogada, en la misma línea que marcaron
Winnicott19 y en especial Ferenczi20, me pregunto por la asimetría de la relación, por la necesidad de la
regresividad en el proceso de la cura.

Al respecto revisar lo señalado por S. Le Poulichet en El Arte de Vivir en Peligro, del desamparo a la creación, (1998).
18

Buenos Aires: Nueva Visión.


19 Ver por ejemplo D. Winnicott. Exploraciones psicoanalíticas I. (1992). Barcelona: Paidós.
20 Ver por ejemplo S. Ferenczi. Diario Clínico (1988). Buenos Aires: Conjetural.
Para Mannoni son los acontecimientos que se repiten en el discurso (en la sesión o fuera de ella) los
que van a llevar a una institucionalización, en ello el proceso analítico es oscilante, va constantemente de la
recurrencia del pasado a la proyección al futuro. Es así como los sujetos van a poder ir introduciendo sus
objetos persecutorios en la vida de la institución. Es de esta manera como somos moldeados por las
instituciones que habitamos y a la vez accionamos sobre ellas para mantener la parálisis, para funcionar en
otra parte, protegidos de la angustia de cualquier modificación al encuadre.

Luego de tres meses de iniciado el tratamiento J-L retoma el consumo, luego de lo cual regresa muy
tranquilo, como si se hubiera “quitado un peso de encima”, esta dinámica de acumulación de tensión y luego
el consumo como una vía de distensión será un patrón que se repetirá durante el proceso, variando en
intensidad según los avances del proceso. Pienso en lo retentivo, en la analidad primaria, en el afán de
destruir al otro.

Al respecto y considerando las características represivas que en general asumen las organizaciones
vinculadas al tratamiento de las toxicodependencias, vamos a tener por un lado la institución psicoanalítica
que es sostenida por el clínico y por otra la institución social; es decir, una institución dentro de otra.
Siguiendo a Oury, Mannoni va a definir a las instituciones como sistemas de defensa caracterizados por la
sádica aprehensión de los otros según la funcionalidad de los componentes masoquistas de estos. “Es
preciso analizar esta máquina (y su estrategia) para liberarse de esta alienación. Sin ello el análisis puro tiende
a parecerse, en cuanto a su eficacia, a las oraciones antibelicistas”21. Existe una dialéctica entre el colectivo y
las demandas pulsionales de los sujetos, lo que afecta la articulación de esos sujetos con la dimensión
simbólica.

El clima en sesión se torna cada vez más tenso, se muestra inquieto, señala que tiene que decirme
algo, que le dan (nuevamente) ganas de salir del box de atención, que necesita contármelo. Es así como me
relata, con una mirada huidiza, que a los siete años fue abusado sexualmente por un primo trece años mayor,
que no se lo contó a nadie, pero cree que su madre lo sabe, “pero siempre ha hecho como si no”; que este
hecho lo marcó, piensa en ello constantemente, es algo que “no lo deja en paz”, señala haber tenido sueños
en donde se repite la situación de abuso, se muestra confundido, algo avergonzado, enfermo. Le señalo que
quizás esto tenga relación con su uso de drogas, señala que puede ser. Algo del orden de los afectos permite
sostener la enunciación de estas experiencias, aceptando mutuamente el espacio como privilegiado, frente a
algo nunca antes verbalizado.

21 M. Manonni. El Psiquiatra, su “loco” y el Psicoanálisis (1983). Op. cit.


Al respecto, y siguiendo a los autores mencionados, pienso que el discurso en las instituciones debe
abrirse más allá de lo dictado por el imaginario predominante, para que puedan producirse efectos
significantes. Es algo que es preciso saber manejar para poder transformar un universo represivo en un lugar
en el que se hable, donde circule la palabra y así las posibilidades de la cura.

Psicopatología y ambigüedad, sobre la “diferencia de lenguas” y la sustancialidad de la palabra

El paciente se mostrará tenso en las sesiones siguientes, agobiado por su trabajo y por las necesidades
económicas, pero en especial me inquirirá sobre si yo pienso que es homosexual, que él a veces lo piensa y
eso le produce gran inquietud. En otra sesión me pregunta por la diferencia entre pedófilo y pederasta,
señala que a la edad de diecinueve años él habría abusado de una sobrina de ocho, me indica que esto no lo
volvería a repetir.

Como se ha indicado, distintas perspectivas dentro del psicoanálisis llevan a distintos procederes con
los casos, desde la perspectiva de las Estructuras Clínicas no se admite ambigüedad o se trata de neurosis o
de psicosis o de perversión, si bien es algo que algunos señalan como sólo posible de saber hacia el final de
un proceso, implica una postura ética frente a nuestro hacer. En el caso presentado, los efectos particulares
de cada droga, como la Pasta Base, nos llevan a un terreno más de incertezas que de cosas ciertas.

Surge un problema de orden psicopatológico, ¿se podría referir todo a la perversión o más bien a
actos perversos en una psicosis que no termina de encarnar?, de ser esto último ¿qué lugar tendría el analista
en cuanto a lo perverso como desajuste, como defensa contra la estructuración psicótica?, ¿frente a un
erotismo intrasomático?, la adicción aparece como desmentida de la muerte, estasis de la pulsión de
autoconcervación. Como elementos de desafección frente a un todo que tiene el mismo valor infinito.

Instalar la institución psicoanalítica implica introducir ambigüedad en cuanto al encuadre de la


institución social lo que exacerba la desconfianza del paranoico. El encuadre institucional exige que me
defina, con quién estoy, de qué lado. La situación analítica implica introducir una brecha en la rigidez del
encuadre institucional. Es necesario que ambas instituciones se mantengan estables, resguardadas de efectos
emocionales y ataques persecutorios. A partir de esta estabilidad-permanencia (en la sesión y en la
institución) se podrá instalar un movimiento dialéctico, generándose un efecto de sentido en toda la
institución. Por ello la función del encuadre sería permitir al analista pensar y al paciente construir algo de sí
mismo sentido como propio. Es, desde ahí, desde la relevancia de instalar un espacio en donde pueda
advenir la palabra propia, en donde J-L podrá hacer distinciones, podrá examinar qué otras realidades
subjetivas son posibles. Lo primero será co-construir un lugar psíquico, transicional, que sirva de holding (en
el decir de Winnicott), para que algo del orden de lo instituyente pueda advenir, esto en relación al clima
afectivo, a las dificultades en el imaginario, a la hostilidad manifestada en sesión.

Quizás y frente a estas disquisiciones, habría que pensar en que existe un supuesto que es anterior a
las imbricaciones entre lo orgánico y lo psíquico, que tiene que ver con la consideración de lo sustancial de la
realidad. Ésta no es el soporte biológico ni aquello que consensuamos cotidianamente, es aquello que
justamente se escapa y de lo cual muchas veces no tenemos capacidad simbólica ni imaginaria de poder
tramitar. Ello frente al cuestionamiento de la supeditación de lo orgánico a lo psíquico; en los años que llevo
trabajando en la precariedad de las instituciones de salud en nuestro país y frente a la dificultad de contar de
manera fluida con tratamientos psiquiátricos, farmacológicos, puedo constatar como las distinciones basadas
solamente en el factor biológico (tipo de droga, frecuencia y años de consumo) hacen eclosión de acuerdo a
órdenes del deseo de ser otro, de salir de la identificación marginal-perversa de adicto.

Esto es algo del orden de lo controversial porque alude, justamente, a posicionamientos referidos a
la noción de realidad y de lo que puede tener o no estatus de existente. Por ello pienso en la confusión de
lenguas de Ferenczi22, en cuanto a los devenires tópicos de la pulsión, la palabra puede jugar un rol
confusional (Guyomard)23 también en ello si no se tiene presente que el otro es siempre una incógnita. Estas
diferencias de lenguas se instalan no sólo en el box con los infantes, sino en la lectura que se hace de lo
social, histórico y cultural de nuestros contextos.

A modo de epilogo

J-L deja de ir durante dos semanas, conducta inusual, llama para avisar que se encuentra enfermo, tampoco
asiste al trabajo. Comentará después cómo se sentía: lo observaban en la calle, escuchaba como murmuraban
sobre él, todo ello en relación a sus fantasías homosexuales, a sus sueños sodomíticos. Vuelve a consumir.
Sus indefiniciones en el ámbito de la sexualidad serán un foco de desestabilización y de angustia
permanentes, pareciera que esta tensión interna crónica bordeará los límites de la capacidad de
simbolización del aparato, en el límite de la tolerancia, sin desintegrarlo, en un goce que se orientará
finalmente hacia el Otro masoquísticamente. Como si el aparato psíquico se hubiera “acostumbrado” a esa

S. Ferenczi, Confusión de lenguas entre adultos y el niño, (1932). En Obras Completas, Tomo IV, Cap. IX. Madrid:
22

Ed. Espasa-Calpe, 1984.


23P. Guyomard. Tan sólo las palabras diferencian. Ferenczi y Lacan, la confusión de lenguas. En R. Aceituno (comp.),
Espacios de tiempo. Clínica de lo traumático y procesos de simbolización (2010). Santiago: Universidad de Chile, pp.183-198.
tensión o se hubiera quizás construido entorno a ese límite, posicionamiento subjetivo que pareciera buscar
activamente, y del cual también anhelará vaciarse al llegar a puntos de saturación intolerables. Este patrón de
carga y descarga, señalado anteriormente, se manifestará en los distintos ámbitos en donde se desempeña,
también en el espacio terapéutico, éste le servirá para ambas cosas. Me pondrá primero primordialmente en
el lugar del abusador y luego con el trascurrir de las sesiones en ambos roles, deberé acoger esas
“agresiones” y hacer algo al respecto.

El paciente comienza a detenerse más libremente en lo que implica para él ser esposo y padre. Sobre
su vida en pareja señala que ella es muy distinta a él, prefiere la tranquilidad de la casa a los amigos, él se
considera más sociable y menos conservador, se queja de una vida sexual monótona, que a ella no le gusta
explorar, se incomoda con la temática. Luego se refiere a su hijo, señala que le gusta bañarlo y llevarlo al
jardín. Indica que antes que él naciera temió tener deseos sexuales y hacerle algo similar que a la sobrina,
pero luego se sintió tranquilo, sería incapaz de algo así. El hablar de su hijo es algo que lo sostiene, le
infunde fuerza y sentido a su vida, en especial por la historia de ausencia de la figura paterna, le permitirá
tolerar contenidos de índole traumático que fueron negados en su historia, inéditos en cuanto a posibilidad
de verbalización, lo que lo lleva a la dimensión afectiva de sus problemáticas.

El aumento de confianza en el espacio de tratamiento lo conducirá a un punto sin retorno, no será él


mismo aunque lo intente. Lo que traerá sus efectos tanto en la sesión como fuera de ella. Es entonces
cuando me cuenta sobre su padre, de cómo su madre se fue a vivir con él al norte de Chile y al saber que
estaba embarazada él le indicó que debería abortar, frente a ello y viéndose sola decide dejar al padre y
retornar con su familia de origen a Santiago, dejando a su esposo. Desde ese momento el padre jugará un rol
de ausencia, la madre se abocará a su hijo con la ayuda de sus familiares, en especial de sus hermanas. Es así
como el paciente pasa su infancia sin mayores noticias de su progenitor. Al llegar a la pubertad toman
mayor contacto, pero el padre es descrito como “inmaduro” y lejano. J-L indica que le hizo falta, que le
hubiera gustado poder estar con él, que su madre siempre fue muy sobreprotectora, hasta hoy, se inmiscuye
en su vida y eso le molesta mucho. Le indico posibles funciones del uso de drogas en estas dinámicas lo que
acoge pero sin una mayor resonancia afectiva.

Se abrirá paso el relato de otro evento, me cuenta confusamente como asiste a un festejo por el
bautizo de un familiar paterno, señala haber fumado marihuana en el trayecto, luego de la ceremonia ya en
plena celebración se escuchan altercados en la puerta del recinto en donde se encontraban, frente a ello y
con la idea de que su padre podría estar en peligro sale en su defensa. Despierta en el hospital conectado a
máquinas, recibe un corte en su rostro que afecta su lengua, boca, mejilla y cuello, lo cual lo deja con
secuelas en su capacidad articulatoria, indica que es por ello que a veces no se le entiende lo que habla.
Luego de comentarme este evento su capacidad de articulación mejora, entendiéndosele mucho mejor, se
corta la barba dejando ver los indicios de la herida, se aprecia más preocupado de su aspecto personal, se ve
rejuvenecido. Se aprecia más estable, menos ansioso, su mirada se calma. Me siento ubicado en un lugar
menos persecutorio.

Nos referimos al corte y cómo éste lo marcó, como un antes y un después. Me vuelve a comentar
sobre las expectativas de su familia sobre él antes de que se conociera su uso de drogas, se pensaba en que le
iría bien en lo económico, que quizás seguiría estudiando; hoy existe incredulidad al respecto, ya no le creen,
les ha mentido reiteradas veces. La situación de abuso queda también ordenada por este corte, así como –en
alguna medida- el abuso inferido a la sobrina y en especial la ausencia de la figura paterna. Se instalaba, en el
espacio de atención, la pregunta por las posibilidades de superación de sus configuraciones vitales.

El corte vendría a reforzar la idea de estar defectuoso, pero también y desde ahí las posibilidades de
una reparación. Es decir, lo que quiero mostrar es cómo ese cuerpo cercenado, marcado, se expresa en la
forma de vivir y de consumirse en el acto adictivo, herida a modo de hoyo negro. Se interrogan las
relaciones entre esas marcas y la condensación en ellas de otros registros preverbales en los cuales el sujeto
queda fijado a ciertas experiencias que lo dejaron unido a una sobrexcitación permanente, que lo llevan al
consumo, como la mejor forma de llenar ese lugar vacío en su piel. El corte impele a examinar el lugar del
padre, metáfora literal que permite dar paso a la metaforización de su discurso. Es desde el relato de su
marca física en el rostro que comenzará a construir un piso desde el cual poder dar lugar a la palabra y a la
estabilización de su fantasma.

El psiquismo en tanto sistema abierto y dinámico, volverá reiteradamente a aquellos eventos que lo
marcaron en su constitución, como intento fallido de ligazón, la adicción de J-L puede servirnos para ilustrar
un seudo-objeto, una máscara de deseo, que en el fondo no lo es, refleja defensas arcaicas frente a una
desestructuración mayor, frente a un perderse más allá de los límites del principio que rige el placer, por ello
existe un efecto siniestro que es depositado en el otro para que ese otro pueda hacer algo y recuperar la
continuidad perdida. Pasamos de lo siniestro a lo patético y de ahí a un acto de apropiación de la palabra 24.

24
H. Kesselman y E. Pavlovsky. La multiplicación dramática. (2000). Buenos Aires: Ed. Galerna.
Es en el análisis de los cuestionamientos del encuadre y su relación con la ontología del aparato
psíquico que encontramos, en el caso expuesto, la necesidad de situar un límite a lo imaginario de las
sobredeterminaciones vitales, trazos generadores que asuman la función de códigos posibles, para dar así
forma al deseo y no quedar a merced del espejismo del otro 25, algo que ponga freno al goce devorador,
poder dar un lugar, resignificar los cortes en su vida (deseo de abortarlo por parte del padre, abuso sexual,
abusar sexualmente) con la herida recibida en su rostro, encontrar algo del orden de la integración, del
anudamiento de registros. Es en esa tensión en donde el lugar del terapeuta se dibuja como fondo y figura a
la vez. Es pensar en el lugar del acto analítico en el orden de lo originario, de aquello que hace posible la
capacidad de inscripción y de simbolización.

25
S. Le Poulichet. El Arte de Vivir en Peligro, del desamparo a la creación (1998). Op. Cit.

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