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Pontificia Universidad Católica de Chile

Facultad de Teología
Curso de Catecismo en la Iglesia católica para asesores y agentes de pastoral de jóvenes
Esrudiante Catalina Magdalena Abarca Bignon
9 de marzo de 2018

Los no católicos se pueden salvar

Una de las grandes y comunes críticas que los católicos recibimos de quienes nos rodean es
acerca de la afirmación que algunos han hecho sobre que los no creyentes no se pueden
salvar. Este enunciado parece estar en el inconciente colectivo de la Iglesia Católica,
colándose no sólo en palabras, frases, oraciones y textos, sino que también en gestos y
actitudes de superioridad, inflexibilidad, falta de misericordia y enceguecimiento;
caracterización que antaño exhibirían preclaramente los fariseos. Más aun, si no ahondamos
en el tema de la increencia y la salvación, puede costar bastante argumentar lo contrario, a
saber, que los no católicos se pueden salvar, al igual que los católicos. La probabilidad de la
salvación la sabe sólo Dios; posibilidad que además permanece para nosotros como un
misterio.

Para poder explicar esta casi paradoja entre los creyentes y también entre no creyentes, se
hace necesario remontar primero a los orígenes de nuestra fe, enraizados en la creación,
tanto en la maravilla como en la oscuridad que puede producir el pecado en los seres
humanos. Finalmente, es indispensable hablar del plan de amor providencial del Padre, que
da cuenta de un Dios que sostiene nuestra realidad más allá de cualquier cosa que podamos
pensar, sentir, hablar y agréguese cualquier otro verbo del que pueda tener ocurrencia.

Dios creó al ser humano por amor e infunde su Espíritu en todo ser humano, tal como se
explica en el Catecismo: "Creemos que Dios creó el mundo según su sabiduría (cf. Sb 9,9).
Este no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. Creemos
que procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de
su ser, de su sabiduría y de su bondad (...)"(295). En otras palabras, debemos reparar en el
sentido que tiene la creación entera, desde lo más pequeño a lo más grande, pues tiene su
origen en la inabarcable voluntad de Dios y su sabiduría para hacernos partícipes de su
plenitud. Por tanto, este es el fin último de cada hombre que pisa la tierra y todo está
previsto para colaborar en este fin que desembocará en dar la mayor gloria a Dios.

Asimismo, se indica que el proceso mediante el cual Dios hizo la creación, involucra la
participación del Espíritu Santo, como el dador de vida: "En el principio existía el Verbo
[...] y el Verbo era Dios [...] Todo fue hecho por él y sin él nada ha sido hecho" (Jn 1,1-3).
El Nuevo Testamento revela que Dios creó todo por el Verbo Eterno, su Hijo amado. "En él
fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra [...] todo fue creado por él y para
él, él existe con anterioridad a todo y todo tiene en él su consistencia" (Col 1, 16-17). La fe
de la Iglesia afirma también la acción creadora del Espíritu Santo: él es el "dador de vida"
(Símbolo Niceno-Constantinopolitano), "el Espíritu Creador" (Liturgia de las Horas,
Himno Veni, Creator Spiritus), la "Fuente de todo bien" (Liturgia bizantina, Tropario de
vísperas de Pentecostés). (Catecismo, 291)". Es por esto que todo ser humano adquiere

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consistencia en la relación estrecha que posee con su Creador, pese a que no sea conciente
de ello o lo niegue.

Si Dios hizo todas estas cosas buenas que aparecen descritas en el Génesis, se puede
afirmar que es un Padre amoroso, puesto que es creador con sentido de bondad. Si creó
desde la nada, entonces es todopoderoso. Él regaló al ser humano la conciencia, que le
permite decidir personalmente sobre sus actos. De esta manera, la existencia libre se
concibe como la riqueza más grande, regalo inmenso, en el cual se puede apreciar la
renuncia del Padre a parte de su poder. Esta cesión implica un compromiso personalizado
con cada ser humano que se ve replicado en cualquier compromiso que una persona realiza
con un otro; ya sea en el matrimonio, entre amigos que viven juntos, en las congregaciones,
etc.; es decir, las relaciones implican renuncias, que traerán a fin de cuentas, bondad y
crecimiento. Así, los padres que educan a su hijo, a medida que éste va creciendo, van
dejando que sea sí mismo, idealmente ayudándolo con ciertas normas. Lo mismo hace el
Padre Dios con los seres humanos, va dejando que cada persona sea ella misma.
Sin embargo, permanece en cada ser humano la marca del pecado original, pues, aunque
"Dios es infinitamente bueno y todas sus obras son buenas (...), nadie escapa a la
experiencia de sufrimiento, de los males de la naturaleza -que aparecen ligados a los
límites propios de las criaturas-, y sobre todo a la cuestión del mal moral" (Catecismo,
385). Por esta razón, para cada ser humano, independientemente de su condición o
creencia, la conquista de la libertad plena se vuelve una tarea ardua por sus afectos
desordenados que lo hacen tender, en varias oportunidades, al pecado.

De todas maneras, "es Dios quien busca al hombre primero y sale al paso del deseo de Él
que anida en el hombre. Es por tanto a este nivel donde se produce la acogida positiva y/o
el rechazo de este ofrecimiento. Pero esta actitud de fondo permanece siempre velada para
nosotros. No podemos saber si nos encontramos en un estado positivo de acogida y
recepción: no podemos sino tener confianza. Esta es la situación de cada ser humano en el
mundo. Es universal." ( Sesboue 599) Debemos confiar y arriesgarnos a decidir aunque
podamos caer en muchas ocasiones.

Por otra parte, el pecado cometido por los creyentes es razón suficiente para los no
católicos respecto de criticar a la Iglesia y desencantarse de su belleza. Así lo explica
Sesboué: "Por múltiples razones, muchos hombres y mujeres de buena voluntad no
consiguen ya establecer esta vinculación: vicisitudes de la historia y de la cultura, crisis de
la Iglesia y de las Iglesias desde su separación, contratestimonios y desfase del anuncio de
la fe respecto de la conciencia moderna. A veces incluso rechazan formalmente el mensaje.
¿Significa esto que en el fondo de su conciencia viven en una actitud de rechazo decisivo
del ofrecimiento divino? Nadie podría decirlo. ¿Hay entonces criterios externos que
permitan fundar la esperanza de que estos hombres y mujeres están en una actitud interior
de apertura fundamental a Dios y a los otros? El criterio principal es el cumplimiento de los
dos mandamientos que, según Jesús, resumen toda la Ley y los profetas: el amor a Dios y al
prójimo." (599) Por consiguiente, el amor traducido en obras es suficiente para hacer la
voluntad de Dios.

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Es así como el trigo y la cizaña crecen juntos en una sociedad plural, el bien y el mal están
presentes en todo quehacer humano; por lo tanto, el cristianismo se presenta como un
ofrecimiento dentro de una pluralidad de ofrecimientos, lo que implica que debe validarse
por sí mismo, por la belleza que posee. Entonces, como somos un actor más dentro del
mundo, tenemos la gran tarea de saber presentar el mensaje, pues una cosa que es bella,
llama la atención porque sí, atrae por sí sola y por sí misma.

Así, podemos percatarnos de que los seres humanos estamos en constante búsqueda de la
verdad, "tanto el creyente como el no creyente participan, cada uno a su modo, en la duda y
en la fe, siempre y cuando no se oculten a sí mismos y a la verdad de su ser. Nadie puede
sustraerse totalmente a la duda o a la fe. Para uno la fe estará presente a pesar de la duda,
para el otro mediante la duda o en forma de duda. Es ley fundamental del destino humano
encontrar lo decisivo de su existencia en la perpetua rivalidad entre la duda y la fe, entre la
impugnación y la certidumbre. La duda impide que ambos se encierren herméticamente en
su yo y tiende al mismo tiempo un puente que los comunica. Impide a ambos que se cierren
en sí mismos: al creyente lo acerca al que duda y al que duda lo lleva al creyente; para uno
es participar en el destino del no creyente; para el otro la duda es la forma en la que la fe, a
pesar de todo, subsiste en él como exigencia." (Ratzinger 5). Esta realidad intrínseca a la
persona humana nos deja a todos en igualdad de condiciones, como ante la eminente
muerte.

También nos deja en igualdad de condiciones, por sobretodo, el amor que Dios nos tiene,
manifestado en un plan grueso y en bruto para cada uno, en el que todos los seres humanos
participan. El Padre, en su infinita misericordia y misteriosamente, saca de todos las
acciones humanas, algo bueno. "Dios es el Señor soberano de su designio. Pero para su
realización se sirve también del concurso de las criaturas. Esto no es un signo de debilidad,
sino de la grandeza y bondad de Dios todopoderoso. Porque Dios no da solamente a sus
criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y
principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio. (Catecismo, 306)"
Cada ser humano tiene conciencia y libertad de la que el Creador se vale para su Divina
Providencia.

Existe en la vida de cada persona el progreso y el discernimiento para acercarse al plan de


Dios. La vida es un proceso en el cual existe una meta/sentido, que tiene cada persona, a lo
que llamamos vocación/llamado, donde se da la exclusividad de la relación única e
irrepetible con Dios. Nadie existe por casualidad, aunque nazca en circunstancias
complicadas o complejas. Al fin y al cabo, todos somos deseados por Dios, podemos no
sentirnos así, pero eso no es así. Toda persona que es concebida es proyectada por el Padre
Dios hacia la cruz redimida. Esta perspectiva es la de alguien que sabe que se convertirá a
su modo propio en un Cristo. Dios mira con bondad al ser concebido, al mismo tiempo que
visualiza el ayudarlo para que llegue a su plenitud. Por esto, la dinámica humana del
discernimiento y crecimiento va en este doble movimiento: nadie está abandonado ni deja
de tener vocación y cuando caemos, Dios nos recoge para encaminarnos.

En la relación de compromiso con el otro se da por añadidura el ayudar a ser lo que el otro
tiene que ser. Por esta razón, cuando Dios creó al ser humano, asumió el compromiso de
ayudarlo hasta el final y por lo mismo, para los padres significa un compromiso tener hijos
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y cuidarlos, guiándolos hasta el final. Dios nos dejó solos para decidir, pero comprometido
con cada uno hasta el final.
Por ende, para poder encontrar esa misión para la cual cada ser humano fue creado, se
vuelve indispensable el discernimiento, que sumado al Espíritu, da como resultado un
caminar que va y viene y que deviene, en el mejor de los casos, en progreso. En la medida
que la persona va respondiendo a Dios, el corazón se ejercita para seguirle respondiendo de
manera adecuada y se va produciendo el fenómeno de la divinización.
Conformemente, "si la gracia de Dios existe mucho más allá de las fronteras de la Iglesia,
es que todo hombre puede salvarse, aunque no viva en la Iglesia. Hoy la fórmula ha tomado
un sentido bien diferente: hay varias maneras de estar ligado a la Iglesia. Se ha hablado así
de una pertenencia al alma de la Iglesia, independientemente de la pertenencia a su cuerpo.
El Vaticano II ha preferido decir que los que no han recibido el evangelio están «ordenados
de diversos modos al pueblo de Dios» (LG 16). Tienen una relación con la Iglesia que
desempeña un papel indirecto pero real en su salvación. (Sesboue 597)

Así, Dios nos acepta y al mismo tiempo espera que seamos otro Cristo desde nuestra
originalidad. Dios actúa con nosotros, sin romper nuestra libertad, de dos maneras: con
Cristo, al mandarlo y con la gracia, que es el Espíritu de Dios. Inspira al ser humano una
acción buena que es toda del ser humano y toda de Dios.

Como dice Gaudium et Spes 22, Cristo es la plenitud del ser humano. La salvación no es
sólo sanación; es plenitud, que es más que sanar. Dios creó el mundo, pensando en Cristo.
Cuando Dios mira el mundo en su totalidad especial y temporal, al centro esta Cristo.
Cristo resucitado ha hecho que el Espíritu Santo llegue a toda carne. Dios a través de Cristo
ha salvado a toda persona, de alguna manera misteriosa, actuando en la conciencia de toda
persona humana. No hay nadie que esté abandonado de Dios. Por tanto, a nadie le falta
Espíritu Santo, somos las personas las que nos alejamos, nunca Dios de uno.
Sin embargo, la salvación de Jesús y el envío del Espíritu Santo a cada persona no es
automático, sino que cada persona tiene que acoger con la fe la obra del Espíritu en su
corazón, por lo tanto la salvación no es automática, sino que es un ofrecimiento. Los
cristianos son los que han acogido este mensaje con fe, el mensaje de Cristo y deben tener
un acto de fe completo, acoger los siete sacramentos y estar en comunión con sus pastores
(colegio episcopado). La condición externa no certifica la salvación interna, por lo cual se
puede rechazar la falsa imagen dada sobre Dios por los ministros de la fe y sí acoger al
Espíritu Santo en el corazón. Por tanto, quienes acogen el Espíritu en su corazón pueden
salvarse, con una actitud de búsqueda de verdad y de práctica del amor.
Antes que nosotros ha llegado el Espíritu para cada ser humano. No obstante, la propia
conciencia de cada ser humano no certifica que haga el bien, aunque ella esté convencida
de eso, por lo tanto necesita conocer el modelo de Cristo.
En conclusión, como Iglesia debemos poner énfasis en escuchar al próximo,
independientemente de su creencia y condición. Tenemos como ejemplo a Jesús mismo que
se abajó para poder traernos la salvación. Escuchar y acoger no significa dejar de creer en
la persona de Cristo, ni dejar de hacerlo en su legado; más bien implica reconocer qué hay
de bueno en lo que nos rodea y en quien nos sale al encuentro en el camino y en la

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cotidianeidad de la vida. Para esto, nuestra responsabilidad como cristianos es mantenernos
en constante comunicación con Dios y analizar nuestro entorno, discerniendo para
descubrir su voluntad.

Bibliografìa

- Catecismo de la Iglesia Católica. Versión on line, Sitio web oficial de la Santa Sede,
http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/index_sp.html. 26-1065.

- B. Sesboüé. Creer. Ed. San Pablo. Madrid: 2010.

- J. Ratzinger. Introducción al cristianismo. Sígueme. Salamanca: 2007

- Concilio Vaticano II, Gaudium Et Spes, proemio y primera parte

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