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Objetivo del Taller: Ayudar a que la Asamblea Cristiana exprese y viva cada vez mejor la fe y
cante con gusto las Alabanzas del Señor.
Preparar este material ha implicado la revisión de una serie de Documentos del Magisterio
de la Iglesia; de las Sagradas Escrituras, de textos y artículos que hablan acerca de la Liturgía, de la
Música y el Canto Sagrado.
Es por ello que al hacer una compilación de varios textos, solo presentamos unas
referencias bibliográficas al final del documento.
La crisis latente en esta actitud que rechaza el culto y la liturgia no se puede minusvalorar,
como si solamente se tratase de una cuestión de expresión. Porque la raíz de este fenómeno es
profunda y comprometedora de la realidad humana. Lo que en último término está en juego es la
relación hombre-Dios, es decir, la posibilidad de que la realidad humana se pueda explicar de
forma satisfactoria desde una referencia explícita a Dios. SI la respuesta a esta cuestión es
negativa, el culto carece totalmente de sentido, ya que el culto es la expresión más genuina de esa
relación.
Por esta razón consideramos de gran importancia detenernos a clarificar el verdadero sentido
del culto general y, en concreto, del culto cristiano.
Aunque algunos autores sostienen que la liturgia es una realidad horizontal que mira a la
salvación de los hombres y no tiene en cuenta la vertiente ascendente, no hay razones objetivas
para sostener tal supuesto, pues la enseñanza del magisterio de la Iglesia muestra que la liturgia es
inseparablemente culto y santificación. En este contexto, en efecto, culto tiene un sentido muy
amplio y abarca la obra unitaria y global realizada por Cristo, la cual incluye ambos elementos.
Por eso, culto cristiano, en sentido amplio, es esa realidad total que glorifica a Dios y
salva a los hombres. Para comprender mejor su naturaleza y originalidad vamos a situarlo en el
contexto del culto natural y judío.
a) El culto natural
El culto es una realidad temporal y espacialmente universal, pues la historia de las religiones
demuestra que todos los pueblos, incluso los más arcaicos y apartados de la civilización, han
tenido conciencia de un Ser Supremo del que se sentían dependientes y con el cual entraban en
comunicación a través de ciertos ritos.
Las manifestaciones de este culto, variable según pueblos y épocas, han sido
fundamentalmente las siguientes: el culto doméstico o familiar, que se practicaba ante los dioses
domésticos, a los cuales se ofrecían ofrendas y se acudía para orar; la oración pública y privada; las
ofrendas de las primicias privadas y colectivas; los sacrificios, cruentos o incruentos, realizados por
particulares o por alguno en nombre de la colectividad; las grandes festividades en las que
participaba todo el pueblo; los lugares específicamente cultuales destinados al culto público
(aunque no se excluyese el privado); las peregrinaciones a lugares especialmente venerados, sobre
todo para agradecer favores recibidos o para implorar ciertos beneficios o el perdón de las culpas;
y la veneración de los muertos y antepasados.
Según esto, el culto natural tiene dos grandes componentes: a) el reconocimiento, por una
parte, de la dignidad de Dios, de la propia dependencia y de la obligación de orientar toda la
existencia hacia Él; y b) la orientación fáctica de la vida según esos postulados.
En esta perspectiva el culto religioso natural aparece como el conjunto de actos por los cuales
el hombre, individual y colectivamente, expresa sus relaciones con Dios. Entre ellas destacan el
honor y la sumisión, con las cuales glorifica a Dios por su excelencia y se somete a Él. Esto origina
una fuerte vinculación entre culto y glorificación.
La virtud natural de la religión es, pues, el quicio sobre el cual gira el culto natural. De ella
brotan las disposiciones interiores que evitan caer en un vano ritualismo y vivifican las
manifestaciones externas que el culto ha de tener para ser verdaderamente tal.
b) El culto judío
Si la virtud natural de la religión origina y sustenta el culto natural, el culto judío, en cambio,
tiene como fundamento los hechos salvíficos realizados en la economía antigua.
Mediante el culto se conmemoraban los hechos del pasado y se actualizaba la fe del pueblo
en el poder actuante de Dios, a la vez que se estimulaba su esperanza respecto al cumplimiento
futuro de todas las promesas. El paradigma por antonomasia era la Pascua.
El centro de ese culto era el Arca de la Alianza, símbolo de la presencia de Dios entre su
pueblo. Albergada en el tabernáculo, se convirtió en el santuario portátil de los hebreos en su
peregrinación por el desierto. Después de haber estado colocada en Silo, Nob y Gabaón, fue fijada
en el Templo construido en Jerusalén por Salomón, desapareciendo con él en el momento de la
cautividad y siendo sustituida por el «propiciatorio» del segundo Templo.
Con la fijación del Arca en el Templo, éste se convirtió en el centro del culto de Israel, pues a
él quedó vinculada la presencia de Yahvé. Por este motivo, los fieles de todo el país venían al
Templo para contemplar el rostro de Dios y tomar parte en el culto oficial nacional que allí se
celebraba. En el Templo tenían lugar a diario sacrificios, entre los que destacaba, por su belleza y
significado, el que se ofrecía cada mañana y cada tarde en nombre de la nación. Consistía en la
Una vez al año, el día de la Expiación, el Sumo Sacerdote entraba en el «Sancta Sanctorum»
para hacer una breve oración en favor de todo el pueblo. Las personas que formaron parte de la
institución sacerdotal y levítica estuvieron fuertemente vinculadas a este culto, en cuanto que
eran ministros oficiales del mismo.
Más tarde, el culto del Templo se vio completado por la liturgia sinagogal. Propiamente
hablando, las sinagogas no eran lugares destinados al culto (pues éste consistía sobre todo en
sacrificios, los cuales se ofrecían en el Templo). Sin embargo, las lecturas, cantos, y oraciones del
culto sinagogal pueden considerarse justamente como complemento del culto sacrificial.
b.1) Dimensión comunitaria. En virtud de su elección como pueblo de Dios, Israel vino a ser,
en cuanto a comunidad nacional, el espacio donde Dios cumplía sus promesas y el tiempo donde
Dios desarrollaba su designio salvífico. Cuando este pueblo celebraba el culto, tenía conciencia de
ser todo él «reino de sacerdotes y nación consagrada» (Ex 19, 5-6), que entraba en comunión con
Dios a través de ciertos actos religiosos, que se consideraban propios de todo el pueblo y
realizados por todos; es decir, como algo nacional y comunitario.
b.2) Dimensión interior. Es un principio constante de la Ley, de los libros proféticos y de los
sapienciales, la inutilidad del culto si se realiza sin las actitudes interiores que Dios espera de su
pueblo: «la obediencia es superior a los sacrificios y la docilidad más que la grasa de terneros» (1
Sam 15, 22). De ahí los ataques, a veces violentos en la forma, contra un culto superficial, ritualista
y meramente externo; sobre todo cuando se tomaba como sustitutivo de las profundas
infidelidades contra Dios. Ciertamente Dios no rechazaba el culto, pues le agradaba si procedía de
un corazón recto y justo (Eccl 35, 1-10). De hecho, el mismo Señor, sus Apóstoles y su Madre
participaron con asiduidad en el culto del Templo y en el sinagogal. Esta dimensión de interioridad,
donde se realiza la conversión del corazón y toma forma el amor y el temor de Dios, sería llevado
hasta las últimas consecuencias por el NT.
b.3) Dimensión escatológica. Recordando sin cesar las promesas de Dios, el culto judío
alimentaba la esperanza futura incluso en los momentos de mayor postración nacional.
La lectura de textos como los que recordaban la salida de Egipto —que invitaban a un nuevo
éxodo— y los que evocaban la creación —que hacían esperar una nueva creación: la liberación y
salvación definitivas— jugaron un papel decisivo. Era pues, un culto totalmente orientado hacia el
c) El culto cristiano
Observaciones generales. Aunque superior al culto natural, el culto judío era y seguía siendo
imperfecto, transitorio y figurativo. No obstante, los planes salvíficos de Dios contemplaban la
existencia de un culto real, perfecto y definitivo.
La llegada de éste y la abolición del culto judío fue anunciada por Cristo a la samaritana, en
respuesta a la pregunta sobre la legitimidad cultual del templo de Garizím o del de Sión
(Jerusalén): «Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que es Jerusalén el sitio
donde hay que adorar. Jesús le dijo: Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este
monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis, nosotros adoramos
lo que conocemos; porque la salvación viene de los judíos; pero ya llega la hora, y es ésta, cuando
los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4, 20-23).
Pero Cristo no sólo anunció sino que instauró el nuevo culto. Asumiendo la naturaleza
humana en actitud de absoluta obediencia al Padre (Fil 2, 5-10), fue constituido en nuevo
Pontífice de un nuevo culto en un nuevo templo. Este culto fue inaugurado en la Encarnación y
prolongado en todos los actos de su vida oculta y ministerio público, culminado en su pasión y
muerte, con la cual ofreció al Padre un sacrificio perfectísimo, de incomparable naturaleza y valor
respecto a los sacrificios del culto antiguo. «Cristo, constituido Pontífice de los bienes futuros y
penetrando en el tabernáculo mejor y más perfecto, no hecho por manos de hombre, esto es, no
de esta creación; ni por la sangre de machos cabríos ni becerros, sino por su propia sangre, entró
de una vez para siempre en el santuario, realizando la salvación eterna. Porque si la sangre de
machos cabríos y toros y la aspersión de las cenizas de la vaca santifica a los inmundos y les da
limpieza de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a Sí
mismo inmaculado a Dios, limpiará nuestra conciencia de las obras muertas, para dar culto a Dios
vivo! (Heb 9, 11-14).
Este culto se prolonga en la historia por institución del mismo Cristo, que ha hecho posible la
reactualización ininterrumpida de su sacrificio redentor y la trasmisión de su contenido espiritual,
al instituir el misterio eucarístico y los demás sacramentos. Gracias al carácter sensible y espiritual
de los mismos, el sacrificio y los sacramentos posibilitan la plena participación en el culto de
Cristo.
Según esto, el culto cristiano, en sentido estricto, consiste en la actualización de las obras
sacerdotales de Cristo y en la adhesión interior y exterior a las mismas, mediante una verdadera
Ciertamente el culto cristiano no se agota en las acciones litúrgicas, pues, al ser un culto en
«espíritu y verdad», abarca toda la existencia, que ha de ser vivida como hostia ofrecida a Dios (LG
10). Sin embargo este culto de la propia vida (culto espiritual) está en íntima dependencia del culto
litúrgico, en cuanto necesita de la gracia que comunican de modo especial los sacramentos; y
precisa, además, para su desarrollo de diversos actos, momentos y lugares específicos.
Características del culto cristiano. El culto cristiano tiene como características fundamentales
las siguientes: es espiritual y sensible, personal y comunitario, glorificador de Dios y salvador de
los hombres, terreno y escatológico.
En cuanto prolongación del de Cristo, el culto cristiano tiene también este carácter espiritual
y sensible, tal y como manifiestan los signos sacramentales, en los que aquél se perpetúa. Se trata,
en efecto, de realidades visibles (signo externo: agua, pan, aceite, palabra, etc.) que contienen y
comunican realidades invisibles (la gracia).
Uniéndonos a estos ritos sagrados «en verdad y en espíritu », imitamos la vida de Cristo, nos
hacemos oblación interna y externa con Él, y recibimos la gracia, la cual posibilita convertir nuestra
existencia en un acto de culto y en cumplimiento amoroso y fiel de su voluntad.
Personal y comunitario: El culto que Cristo realizó durante su vida, se actualiza ahora en las
acciones litúrgicas, en las que Él mismo está presente y actuante. Esta presencia es tan radical, que
las acciones litúrgicas son actos de Cristo. Se trata, por tanto, de un culto personal.
Pero, de otro lado, Cristo entregó a su Iglesia, Cuerpo Místico y Pueblo de Dios, la realización
de su culto; y la asoció a sí mismo, como Esposa amadísima, para que así tribute al Padre un culto
perfectísimo.
Por tanto, el culto cristiano es una acción que pertenece a toda la Iglesia y que realiza la
entera comunidad de los bautizados; es decir, es una realidad comunitaria.
Glorificador y santificador: Según atestigua la carta a los romanos, por la desobediencia del
primer Adán entraron en la tierra el pecado, la muerte y la condenación. La obra del primer Adán
fue, por tanto, desglorificadora (pecado contra Dios) y condenadora (pérdida para el género
humano). El mismo texto añade, sin embargo, que el pecado, la muerte y la condenación fueron
vencidos por la obediencia del nuevo Adán, Cristo, obediencia que le llevó a entregar su vida en
rescate de todos, mediante una oblación amorosa al Padre. De este modo, el nuevo Adán resituó
el honor de Dios y la condición del hombre en un estado semejante al de la creación-elevación.
Este doble movimiento continúa ahora en los actos litúrgicos, pues, como hemos visto antes,
actualizan y contienen la obra realizada por Cristo. Una y otra son inseparables, si bien el aspecto
glorificador es el aspecto principal del culto cristiano, en cuanto que la obra de Cristo tuvo como
fin dar gloria al Padre.
Terreno y celestial: El culto que Cristo realizó en la tierra lo continúa en la liturgia terrena y
en la liturgia que realiza en la Jerusalén celestial, donde actúa como ministro del santuario y del
tabernáculo (SC, 8).
El culto terreno y el celestial no son dos cultos sino dos modos de ejercer el culto cristiano. De
otra parte, aunque el uno se realiza en el tiempo (historia) y el otro más silla, del tiempo
(metahistoria), entre ambos no existe ruptura sino íntima comunión, pues cuando la Iglesia
peregrina realiza su liturgia, y en particular la eucaristía, se une al «culto de la Iglesia celestial
entrando en comunión y venerando en primer lugar la memoria de la Bienaventurada y siempre
Virgen María, Madre de Dios, la de su esposo S. José, y la de los santos Apóstoles, mártires y la de
todos los santos» (Canon romano). Esta comunión entre el culto terreno y el celestial confiere al
culto cristiano un carácter esencialmente escatológico; carácter que se pone también de
manifiesto en la transitoriedad del terreno frente a la situación definitiva que caracteriza al
celestial.
Preparada en muchos aspectos por el culto del Antiguo Testamento, la liturgia tiene a Cristo
como punto de referencia y como centro. Ha sido, justamente, la vida de Jesús, convertida toda
ella en sacrificio espiritual que culmina en la cruz, lo que ha hecho que la Iglesia haya organizado la
liturgia no como una actividad aparte, sino como algo que integra y transforma la existencia
cristiana en el mundo.
En este sentido, Cristo nos ha dado la plenitud del culto verdadero (SC 5), para que podamos
hacer de nuestra vida un culto al Padre en Espíritu y verdad (cf. Jn 4,23)
La acción litúrgica está al servicio del culto total, que consiste en el ofrecimiento de la vida,
porque en la liturgia la presencia y la acción salvífica de Cristo entra en comunión con la vida del
hombre para transformarla.
El término liturgia proviene del griego clásico, de leitourgía, palabra que indicaba el origen o
el destino popular de una iniciativa. Leitorgía se compone de dos palabras griegas: lềit (pueblo,
popular) y érgon (obra).
En el griego bíblico del Nuevo Testamento, liturgia no aparece jamás como sinónimo de culto
cristiano, salvo en Hch 13,2: Mientras estaban celebrando el culto del Señor y ayunando dijo el
Espíritu Santo…
En este texto no se sabe con certeza si se trata de la eucaristía. Lo que aparece claro es que
estaba reunida la comunidad cristiana de Antioquia, que estaban orando y que la plegaria
desemboca en el envío misionero de Pablo y Bernabé mediante la imposición de las manos (cf.
Hch 6,6).
Si en los escritos apostólicos del Nuevo Testamento no aparece la palabra liturgia ligada al
culto cristiano, salvo en el pasaje de Hch 13, 2, se debe a que el término estaba demasiado ligado
al sacerdocio levítico del Antiguo Testamento, ministerio que pierde su razón de ser en la nueva
situación creada por Cristo.
Este modo de referirse al culto cristiano, tomado como referencia el precedente hebraico, el
menos desde el punto de vista externo, fue probablemente lo que abrió el camino a que la palabra
liturgia, purificada de su sentido cultual levítico, tomase carta de naturaleza en la Iglesia de los
primeros siglos. Con ella fue, en efecto, designado el culto nuevo que surge de la realidad del
sacerdocio de Cristo, aunque en muchos aspectos, este culto haya quedado ligado a las formas
rituales de la liturgia judía, que hicieron sentir su influjo en los orígenes de la liturgia cristiana.
En la Iglesia Latina la palabra liturgia es desconocida, salvo por San Agustín, que la emplea
para referirse al ministerio cultual (cf. Enarr. Iin Ps, 135: Pl 39, 1757). La palabra no fue latinizada
hasta el siglo XVI. En su lugar se usaron expresiones como munus, officium, ministerium.
Pero, junto a este significado, la palabra liturgia se hizo también sinónima de ritual y de
ceremonia en sentido externo y rubrical. Hasta el Concilio Vaticano II ha llegado la mentalidad de
que la liturgia es la ciencia de las rúbricas que regulan el ejercicio exterior del culto. En este
sentido, la liturgia consistía en ser un experto conocedor de la legislación litúrgica hasta las
minucias más insignificantes, y en aplicar esta legislación exactamente, al margen del sentido
pastoral. Esta mentalidad es la que mas resistencias ha opuesto y sigue oponiendo a la renovación
litúrgica.
Las definiciones anteriores al Vaticano II podemos agruparlas en tres clases: estéticas, jurídicas
y teológicas.
Aunque la encíclica Mediator Dei (Nº 25) la rechaza explícitamente, esta visión de la Liturgia
contiene, sin embargo, una intuición valida: la concepción de la Liturgia como arte, como juego,
como lenguaje y como fiesta.
La Mediator Dei (Nº 25) también rechaza esta reducción de la Liturgia a la suma de leyes y
preceptos reguladores del culto
Definición de la Encíclica <<Mediator Dei>>: En 1947, S.S. Pio XII promulgó la Encíclica
“Mediator Dei”, (MD) la cual no tardaría en ser calificada como «la carta magna de la liturgia».
Aunque Pío XII parece que no pretendió explicitar todos los componentes esenciales de la liturgia
ni dar una definición científica de la misma, sancionó oficialmente su carácter teológico y puso las
bases sólidas de una definición científica.
Según la MD, Cristo es el punto de partida para comprender la liturgia. Por su condición de
mediador tributa al Padre un culto perfectísimo. Este culto se inicia en la Encarnación (de ahí el
carácter cultual de la misma), continúa a lo largo de toda su vida y culmina con el sacrificio de la
Cruz, que tiene como consecuencia la santificación de los hombres.
La liturgia es la continuación ininterrumpida de ese culto de Cristo en su doble vertiente:
glorificación de Dios y salvación de los hombres. Esto es posible gracias a la naturaleza cultual de la
Iglesia y a la presencia de Cristo como Mediador y como Sacerdote. Partiendo de estos
presupuestos doctrinales de fondo, la MD define la liturgia como «continuación del oficio
sacerdotal de Cristo»; como «ejercicio del sacerdocio de Cristo»; como «el culto público que
nuestro Redentor, Cabeza de la Iglesia, tributa al Padre Celestial y que la comunidad de los fieles
tributa a su Divino Fundador y por medio de Él al Padre »; y como «EL CULTO público íntegro del
Cuerpo Místico de Cristo, Cabeza y miembros».
De esta argumentación extrae una definición de liturgia, si bien no pretendió que fuese
científica: «Con razón, pues, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo.
En ella los signos significan y cada uno a su manera realizan la santificación del hombre, y así el
Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y los miembros, ejercen el culto público íntegro»
(SC, 7).
La liturgia es, por consiguiente, obra sacerdotal de Cristo y de la Iglesia, culto al Padre y
santificación del hombre, ejercicio del sacerdocio de Jesucristo, culto público integro, acción
sagrada. Y todo esto en un régimen de signos, en el que las cosas sensibles (los gestos, la palabra,
los símbolos, etc.) significan y realizan la santificación del hombre y el culto a Dios (cf. SC 24; 33;
59; 60; 122).
Podemos decir entonces que la Liturgia es la actuación sacramental del misterio de Cristo y,
por consiguiente, de toda la historia de la salvación. En la acción sacramental de la liturgia la
historia de la salvación alcanza su momento último de actuación.
Sentadas las bases para adentrarnos en el tema que nos congrega, pasemos pues a dilucidar
un poco sobre la persona de Cristo y la Iglesia como actores de la Liturgia.
La liturgia es, por tanto, acción de Cristo presente en ella. Si no nos dejamos invadir de
esta conciencia, no entenderemos nada del misterio del culto cristiano, todo quedará reducido a
un ritualismo vacio y estéril. Aquí está el primer elemento vital de una liturgia entendida como
realidad misteriosa de salvación, no al margen sino como fuente y culmen de todas las demás
actividades de la Iglesia (cf. SC 10). La presencia de Cristo en la liturgia; verdad enseñada por Pio
XII en la Mediator Dei y después en el Concilio Vaticano II en varios de sus documentos (cf. SC
7;33;LG 21; DV 21; AG 9), a los que se unen la encíclica Mysterium Fidei de Pablo VI (n. 17-20), la
Instrucción Eucharisticum Mysterium n. 9 y la Instrucción general del Misal Romano (n. 7), es el
punto de partida para comprender quién es realmente el sujeto de las acciones litúrgicas: “Cristo,
el Señor glorioso, pero también la Iglesia, sacramento de Cristo que ha brotado de su costado en la
cruz, para continuar en el mundo su obra salvadora (cf. SC 5; LG 1; 9).
He aquí, por tanto, las dos grandes cuestiones que, de una manera sucinta, vamos a
dilucidar: ¿En qué sentido Cristo es el actor principal de la liturgia y cómo se hace presente en
ella? ¿Qué es lo que hace que la Iglesia, asociada a Cristo en la obra de la salvación como
sacramento universal de la misma, sea también sujeto de la acción litúrgica? A este último
interrogante se añade otro: ¿Cuál es el papel de la comunidad en la que Cristo está presente y la
Iglesia se manifiesta, en la celebración litúrgica?
Cristo está presente en la comunidad cultual, en razón del carácter sacerdotal de los fieles
recibidos en el bautismo.
Cristo está presente de forma eminente en la Eucaristía, presencia real que no impide las
otras presencias, también reales.
En síntesis, no hay sino una sola presencia de Cristo en la acción litúrgica. Sin embargo,
esta única y operante presencia consta de varios grados de intensidad, no de realidad. Incluso,
guardan entre sí una escala, tal como la Instrucción Eucharisticum Mysterium propone: Asamblea-
Palabra-Sacramento-Eucaristía.
El Concilio Vaticano II dejó muy claro que las acciones litúrgicas no son acciones privadas,
sino celebraciones de la Iglesia, que es sacramento de unidad, es decir, pueblo santo congregado y
ordenado bajo la dirección de los obispos. Por eso pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia,
influyen en él y lo manifiestan; pero cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo
diverso según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual (SC 26). Esta doctrina es la
misma que encontramos en la Constitución Dogmática “Lumen Gentium” (cf. N 11) y que subyace
en todos los documentos conciliares. De ella se desprende que la Iglesia, es decir la comunidad
cristiana orgánicamente estructurada, por tanto con sus pastores y ministros, y congregada bajo la
presidencia de éstos, es el sujeto de los actos litúrgicos.
La asamblea litúrgica es, entonces; una reunión de cristianos que ha sido convocada por la
Palabra de Dios, está presidida por un legítimo ministro, se encuentra congregada en un lugar
determinado para celebrar una acción litúrgica y goza de la presencia cualificada de Cristo.
Según esto, sus elementos estructurales son los siguientes: a) la convocación, hecha por
Dios mismo; b) la presencia de Cristo; c) la proclamación de la Palabra de Dios, y d) el sacrificio de
la Nueva Alianza, si se trata de la asamblea eucarística, o un rito sacramental —que siempre tiene
relación con la Eucaristía— o la oración del pueblo que expresa el sacrificio espiritual de los
cristianos.
El ministro ordenado, y, más en concreto, el obispo y el presbítero, y los simples fieles son
los elementos principales de la asamblea litúrgica, puesto que ellos, y sólo ellos, son signo perfecto
de la Iglesia, tal y como Cristo la ha diseñado: Pueblo de Dios jerárquicamente organizado. Los
demás ministerios pueden ser más o menos importantes y epifánicos, pero en modo alguno
imprescindibles: donde hay un ministro ordenado y un pueblo celebrando el culto cristiano, allí
está constituida una auténtica asamblea litúrgica. Es verdad que se dan asambleas cultuales sin la
presencia del pueblo fiel, por ejemplo, una concelebración eucarística del obispo con miembros de
su presbiterio; o del ministro ordenado, vg., unas exequias presididas por un laico habilitado para
ello Pero en éstos y otros semejantes supuestos no existe la asamblea ideal, es decir, aquella que
manifiesta la índole de la verdadera Iglesia de Jesucristo. Por eso, si es bueno hablar de los
diversos ministerios instituidos o de facto dentro de la asamblea, es todavía mejor resaltar el papel
fundamental que en ella tiene «el pueblo», es decir: los fieles que no ejercen ninguno de esos
ministerios.
Esa comunidad que es sacramento de unidad (SC 16) porque ha nacido del costado de
Cristo muerto en la cruz (SC 5), que es Esposa –nueva Eva- y Cuerpo (cf. LG 6-7), ha sido asociada
en su mismo nacimiento a la obra sacerdotal de Cristo.
En este sentido, conviene resaltar, ante todo, que los fieles, en virtud de su participación
en el sacerdocio de Cristo mediante el sacerdocio común, están ontológicamente capacitados para
participar en las acciones litúrgicas. La participación es la tarea —el «rol»— principal de los fieles.
Esta participación ha de ser, ante todo, interna, es decir: con atención de mente y sintonía
de corazón hacia la Palabra de Dios, para escucharla y acogerla, y apertura hacia la gracia divina,
para cooperar con ella en su múltiple dinamismo.
La participación ha de ser, además, externa, mediante determinados actos, tales como las
actitudes del cuerpo, los gestos, el canto, el silencio, la oración, etc. (cfr. SC, 21).
La Instrucción General del Misal Romano ofrece unas orientaciones de gran interés
respecto al papel del pueblo en la celebración de la Eucaristía, que son aplicables, con las debidas
matizaciones, a las demás acciones litúrgicas. Dice así: «En la celebración de la Misa, los fieles
forman la "nación santa, el pueblo adquirido por Dios, el sacerdocio real" para dar gracias a Dios y
ofrecer no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, la Víctima inmaculada, y
aprender a ofrecerse a sí mismos. Procuren pues manifestar eso mismo por medio de un profundo
sentido religioso y por la caridad hacia los hermanos que toman parte en la misma celebración.
Quizás no sea inútil recordar que, según la Sacrosanctum Concilium (n. 55), la máxima
participación en la Eucaristía se obtiene comulgando sacramentalmente el Cuerpo del Señor.
Por lo demás, hay que tener en cuenta que los ministros de facto: lector, monitor, cantor,
etc. son simples fieles llamados a ejercer en un concreto momento de la celebración un
determinado oficio. Con todo, es importante notar que quienes ejercen dichos ministerios no
participan más ni mejor que quienes no lo hacen, pues una cosa es la participación y otra el
ejercicio de un ministerio no obligatorio.
La asamblea o reunión de la comunidad para el culto es, entonces, un signo sagrado, una
epifanía de la Iglesia sacramento de salvación que ejerce así su función sacerdotal en medio del
mundo y en favor de todo el mundo (cf. LG 1;8; SC 2;5;26; GS 40). Prefigurada en la asamblea
cultual de Israel en el desierto (cf. Ex 19;24) en la tierra prometida (cf. Jos 24) y después del exilio
(cf. Neh 8; 9), aparece en el Nuevo Testamento inmediatamente después de la glorificación de
Jesús y de la efusión del Espíritu Santo (cf. Hch 2, 42-47; 4,32-35; 5,12-16; etc.). En su
configuración inicial desempeña un papel decisivo la experiencia pascual y eucarística reflejada en
los relatos de las apariciones de Cristo resucitado (cf. Lc 24 y Jn 20), pero con el tiempo ira
adoptando el rostro propio de cada lugar: la asamblea de Jerusalén (cf. Hch 1-6), la asamblea de
Antioquía (cf. Hch 13. 1-3); la asamblea de Tróade (cf. Hch20. 7-11), la asamblea de Corinto (cf. 1
Cor 11;14).
El concilio quiso que los fieles no estuvieran en la liturgia como extraños y mudos
espectadores (SC 48) sino como miembros activos y participantes conscientes. Por eso,
descubierto el valor de la asamblea como expresión viva de la Iglesia sujeto actor de la liturgia, se
impone hacer todo lo posible para lograr lo que Vaticano II llamó la participación activa,
consciente y fructuosa en las acciones litúrgicas.
El Canto Litúrgico
Hemos venido desarrollando una serie de premisas básicas, fundamentales para
adentrarnos en el Canto Litúrgico. Consideramos importante el haber aclarado el panorama y
ubicado en contexto el hecho de que en las acciones litúrgicas Cristo, el Mediador único entre Dios
Pero para responder hace falta que exista un llamado, una interpelación, una propuesta y
es que Jesús, Verbo de Dios, que nos revela al Padre, sigue hablando y anunciando el evangelio en
la asamblea litúrgica que escucha la Palabra de Dios. La Iglesia ha organizado la lectura y
proclamación de la Palabra de Dios, para acoger, celebrar y actualizar los hechos y las palabras de
salvación realizados por Cristo para dar cumplimiento a toda la historia salvífica.
Se cierra así un círculo de gracia y de luz que no es otra cosa que la vida divina que sale del
Padre y llega a nosotros por medio de su Hijo Jesucristo. Palabra eterna y personal de Dios que
toma carne como revelación suprema de la salvación. Esa vida divina vuelve de nuevo al Padre en
la presencia del Espíritu Santo por mediación de la Iglesia, la comunidad transformada y
transformante en virtud de la presencia en ella de la Palabra eterna que es Cristo. Expresión de esa
vida es la Palabra proclamada, escuchada y hecha respuesta en el canto, la invocación y la súplica.
La Iglesia primitiva, podemos suponer que continuó la practica sinagogal del canto de los
salmos y de otros himnos, algunos de composición cristiana y que han llegado hasta nosotros en
algunos libros del Nuevo Testamento, sobre todo en la Primera Carta de San Pedro (cf. 1 Pe1, 19-
20;2,22-25;3,18-22, etc.), y en algunas cartas de San Pablo (cf. Rom 8,28-29; Fil 2,6-11; 1 Tes 5,15-
22; 1 Tim 6,15-16; 2 Tim 2,11-13). El propio San Pablo exhortaba así a los Efesios: Llenaos del
Espíritu y recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y celebrad al Señor
con todo vuestro corazón, dando gracias continuamente por todo al que es Dios y Padre, por medio
de nuestro Señor Jesucristo (Ef 5,18b-20).
No todos los Santos Padres fueron unos entusiastas del canto en la liturgia. Algunos, como
San Juan Crisóstomo, se mostraron muy críticos, por entender que la música era un elemento de
dispersión y halago de los sentidos. En la edad media, Santo Tomas de Aquino se muestra un
tanto cohibido al defender el canto litúrgico (cf. Summ. Th. 11,11, a.91 a.2). Estas actitudes no
tienen nada de sorprendentes, y lo único que manifiestan es que en la Iglesia siempre ha existido
una preocupación muy grande por la funcionalidad y el carácter, auténticamente religioso y
litúrgico, del canto y de la música en el interior de las celebraciones. Los últimos más notables
ejemplos los tenemos en el Motu proprio Tra le Sollecitudine de San Pio X (22-XI-1903), la
encíclica Musicae sacrae disciplina de Pio XII (25-XII-1955), la instrucción sobre la Música Sagrada
de la Sagrada Congregación de los Ritos (3-IX-1958) y la Constitución Sacrosanctum Concilium del
Vaticano II (4-XII-1963) que dedica un capítulo entero, el IV, a la música sagrada. (cf. SC 112-121).
El Papa Pablo VI, en una alocución a los miembro de la Asociación de Santa Cecilia, en
1968 afirmaba: Música y canto están al servicio del culto y subordinados al mismo, y por tanto,
deben ser siempre decorosos- con cierta grandeza, aun en su sencillez; solemnes a veces, y
majestuosos; siempre lo menos indignos que sea posible de la infinita excelencia de Dios, al cual se
dirigen, y del espíritu humano que intentan expresar. Deben ser capaces de poner el alma en
devoto contacto con el Señor, suscitando y expresando sentimientos de alabanza, de imploración,
de propiciación, de acción de gracias; de alegría y también de dolor; de amor, de confianza, de paz.
¡Qué rica gama de la más íntima melodía y de la más variada armonía!
Y S.S. Benedicto XVI ha expresado: la música sacra como el canto "son más que un
embellecimiento del culto", pues "ellos mismos son parte de la acción litúrgica". "La solemne
música sacra con coro, el órgano, la orquesta y el canto del pueblo no es un agregado que enmarca
o hace agradable la Liturgia, sino un importante medio de participación activa en el culto".
La perspectiva cambia con el Vaticano II. Ante todo, el punto de partida ya no es la música
sagrada, sino el misterio de salvación celebrado por la Iglesia como un acontecimiento vivo que
santifica a los hombres y contribuye al culto que se le da al Padre. De ahí que lo importante no
sean las cualidades intrínsecas del arte sagrado, musical o del tipo que sea, sino la autenticidad de
lo que se celebra y la participación de los fieles. Música y Liturgia no son dos cosas que hay que
hacer cumpliendo unas reglas, sino que tienen el valor de ser acción y gesto de una asamblea que
celebra simbólicamente la salvación de Dios. La celebración requiere, precisamente, que toda la
asamblea, y cada una de las personas que la integran, participen activa, consciente y
fructuosamente.
La liturgia no hace sino servirse de estos medios de expresión sonora como signos, de
acuerdo con sus características funcionales y su finalidad.
En cuanto al segundo sentido, la melodía del canto se funde con el sentido del texto, de tal
manera que éste, sobre todo cuando es Palabra de Dios, asume significaciones y matices
para llegar más profundamente al interior del hombre, que bien podría hablarse de una
especie de prolongación de la encarnación de la Palabra en el lenguaje musical, del mismo
modo que en el lenguaje hablado y común.
En todo caso, el canto es un signo que visibiliza, expresa y realiza la unión de la comunidad
que celebra con Cristo, el Señor, y con el Padre. El Espíritu Santo, portador de la palabra,
que habilita a los oyentes para recibirla y meditarla en su corazón, de alguna manera se
manifiesta también en la música y en la melodía del canto, sobre todo cuando están
verdaderamente inspirados, lo que equivale a decir, empapados del autentico sentido
litúrgico y eclesial.
El Himno
Por himno se entiende el canto que se ejecuta por todos a una, en una fiesta, y que se
convierte en el símbolo de los sentimientos y de los ideales del grupo. Es el canto por
excelencia. Su característica principal consiste en que, en él, palabra y música tienen la
misma importancia y, la percepción del mismo se hace de una manera global, sin acentuar
más un aspecto que el coro.
El himno, por otra parte, puede asociarse perfectamente a una acción que exija
movimiento, por ejemplo; una procesión, un cortejo, una danza. Sin embargo, la
verdadera acción, en el himno, consiste en gesto de cantarlo todos.
Aclamación:
La aclamación es una expresión colectiva, concisa, intensa, cargada de emoción. Entre
nosotros aclamar es aplaudir o gritar. De nuevo la aclamación no consiste en pronunciar
palabras. Estas quedan en segundo plano, lo importante es la expresión emocional y
gestual. La palaba ¡Viva!, como la palabra ¡Aleluya!, no significan un concepto, sino una
emoción, el entusiasmo con que se dice. Por eso recitar una aclamación es un
contrasentido.
El canto de las aclamaciones da a éstas un carácter más ritual y comunitario, aunque les
hace perder emotividad y fuerza. El canto del Amén, o del Aleluya, en la celebración, es
una manera más formalista y hasta educada de aclamar. El revestimiento musical,
estilizando líricamente el grito, hace que prevalezca la dimensión poética y estética sobre
la dimensión emotiva.
Meditación
Meditar significa concentrarse, recogerse, interiorizar. La situación ritual de meditación va
en dirección opuesta a la del himno y la aclamación. En estas situaciones, la expresión se
proyecta hacia fuera, exteriorizando sentimientos y actitudes; en la meditación, en
cambio, el que canta lo hace para sí, apropiándose el mensaje del canto, las palabras, los
sonidos, el ritmo, las imágenes, todo.
Proclamación lírica
El himno, la aclamación y la meditación coral son acciones colectivas, mensajes que toda la
asamblea elabora por sí misma como símbolos que refuerzan determinadas actitudes y
vivencias. En todas esas situaciones, sobre todo en las dos primeras, el canto crea
comunidad de manera evidente, y pone de manifiesto la unidad del grupo.
Con todo, en la asamblea litúrgica existen papeles y roles que deben ser ejecutados por
personas concretas que ostentan determinados ministerios o funciones. La celebración
exige el ejercicio efectivo de todos los ministerios y funciones que la integran. Desde el
punto de vista del canto, no todo es expresión comunitaria, también está en juego la
expresión personal de los diferentes ministerios, sobre todo los más directamente
relacionados con el servicio de la Palabra, como el lector, el salmista, el que preside.
Todos estos papeles tienen en el canto un modo y un medio de desarrollar las
dimensiones poética, emotiva y festiva de su expresión personal.
La música acoge:
Después de ponernos en camino e ir al encuentro del Señor que nos llama, debemos
sentirnos todos reunidos bajo su protección. Al llegar al lugar físico de la reunión es muy
importante que nos sintamos acogidos. Esta acogida puede realizarse de muchas maneras, desde
estar un grupo de fieles recibiendo en las puertas a sus hermanos, saludándoles, entregando las
hojas de canto, etc., hasta el hecho de tener un ambiente musical previo a la celebración que
invite al recogimiento y a la preparación y disposición para la participación en la acción litúrgica.
En este tiempo previo a la celebración es idóneo para ensayar con la asamblea los cantos
que se ejecutarán, lo cual implica que debe haber una previa preparación que permita, con
sencillez y disposición de servicio, fomentar la participación de los creyentes.
La figura del animador de cantos entra en acción en este momento, de una manera
importantísima. Se trata de una persona que aglutina todos los elementos constitutivos de la
asamblea por medio de la música y los encamina a su fin: El fin de este canto es abrir la
celebración, fomentar la unión de quienes se han reunido y elevar sus pensamientos a la
contemplación del misterio litúrgico o de la fiesta, introduciendo y acompañando la procesión de
los sacerdotes y los ministros (IGMR 25).
A partir de este conocimiento decidirá en que momentos se debe cantar, en qué momento
se puede cantar, que espacios se guardarán al silencio, cuándo convendrá un fondo ambiental
musical y, finalmente, que cantos son los más adecuados para cantar en la asamblea concreta que
tiene delante.
Es obvio que hay una gran diferencia entre un canto de entrada (que acompaña el caminar
procesional), de un salmo responsorial (que es un canto de meditación del contenido de la Palabra
de Dios), o de un aleluya (que es un estallido de alegría), o un canto para el momento de la
presentación del pan y el vino (momento de tránsito de la mesa de la palabra a la mesa de la
eucaristía, momento este quizás para un fondo musical y no tanto para que la asamblea esté
interviniendo) o, finalmente, un canto de comunión que debe acompañar la procesión de la
comunión y se trata, por tanto, de un canto que ayuda y prepara para recibir la eucaristía.
El “Señor ten piedad” o el “Cordero de Dios” forman parte de los cantos litánicos, es decir
a una invocación propuesta por el cantor la asamblea responde unánime.
El “Gloria” es un canto hímnico, es decir, para cantar por todos o bien para alternar con
estrofas el coro o pequeño coro y la asamblea. NO es un canto responsorial ni de solista.
El “Santo” es el gran canto de alabanza de la asamblea reunida, y por ello un texto para ser
cantado siempre: se trata de un canto prioritario.
Las respuestas breves y diálogos, son cantos sencillos, sin clasificación musical, dependen
siempre del texto al que acompañan
De estos cantos que hemos enumerado, el animador, asesorado por el equipo de Liturgia,
debe elegir aquellos que sean más adecuados para la asamblea, teniendo en preferencia los
diálogos y aclamaciones breves y siguiendo por los cantos propios y apropiados (cfr. IGMR 19).
o Prima el texto, pero entre texto y música debe haber una función relacional. Es
importante cantar unos textos, los litúrgicos, que estén compuestos para alabar, dar
gracias, pedir al Señor o simplemente manifestar la fe de la Iglesia. También pueden
ser textos no litúrgicos que se denominan apropiados, es decir, que contienen las
mismas ideas que los textos litúrgicos, pero expresados con otro lenguaje.
o El texto, al cantarlo en la liturgia, debe ser inteligible, porque como hemos dicho, tiene
una gran importancia lo que expresa: Estamos cantando nuestra fe.
o La música debe ser digna. Esto quiere decir que cualquier estilo de música que
ejecute con corrección y que ayude a pronunciar el texto y hacerlo comprensible.
o Es bueno confeccionar poco a poco el cantoral de la comunidad, para lo cual pueden
servir los cantorales existentes. Cada asamblea erigirá de esos cantorales los cantos
que le sean más cercanos y asequibles.
o El repertorio debe ser el mínimo posible para dinamizar con los cantos todo el ciclo
litúrgico.
o Los gustos personales del que elige los cantos deben estar supeditados a las
necesidades de la asamblea reunida, como también a la prioridad del contenido
litúrgico. No puede ejercer el ministerio de director de la asamblea una persona que
no es capaz de tener una cierta objetividad en el momento de hacer la elección
musical de la asamblea. No es buen criterio el de que “es lo último que ha salido al
mercado” o “es una música pegadiza que gusta mucho”. Los criterios deben ser la
suma de los que hemos propuesto arriba.
Para aprender cantos largos, himnos o antífonas muy largas, es preciso dedicar más
tiempo de ensayo y será difícil cantar lo aprendido en la celebración inmediata.
1. Cantar entera toda la música –se entiende toda la variante musical--. Si un canto tiene
diferentes estrofas con la misma música bastará cantar una. Es preciso presentar todo el
modelo que hay que aprender.
2. Proceder con el aprendizaje por frases musicales, que no necesariamente coincidirán con
las frases del texto, aunque si puede hacerlo. Se cantará el ejemplo una o dos veces (o
más, dependiendo de la dificultad de la música) y se hará repetir a la asamblea.
El dialogo entre coro y asamblea depende de varias cosas a la vez, como la solemnidad
litúrgica, el número de componentes del coro y asamblea, etc. Porque la asamblea, el pueblo,
participa en el culto con signos (palabras y gestos), y la música, que es un signo eminente para
transfigurar los signos de la asamblea, dependerá de la sensibilidad y composición de la misma.
Al tiempo que buscamos y potenciamos el dialogo entre Dios y el pueblo, trabajamos por un
mayor servicio a ese pueblo que ha respondido a la oferta salvadora de Dios con un sí a la
fidelidad.
Este punto del taller pretende abordar desde una perspectiva reflexiva la posición que,
como músicos católicos, debemos mantener ante la proliferación de la música protestante en
nuestras celebraciones. Y es que esta realidad no es de reciente data, sino que ya desde los
primeros años posteriores al Concilio Vaticano II, con la apertura a la posibilidad de incorporar la
lengua propia de cada pueblo en la liturgia, se comenzó a ver la incursión de música protestante
en las celebraciones y actos litúrgicos.
En los años 70, se vivió un proceso de generación musical católica, surgieron nombres
como Cesáreo Gabarain, Carmelo Erdozain, Francisco Palazón, Ricardo Cantalapiedra, entre otros,
y muchas de sus producciones fueron recopilaciones o versiones de música protestante: Góspel,
Si bien es cierto, como hemos visto a lo largo de este taller, que el canto y la música
cumplen su función de signos de una manera más significativa “cuanto más estrechamente estén
vinculadas a la acción litúrgica” (SC 112), no es menos cierto que la profundidad del mensaje
transmitido por estos signos debe estar en perfecta armonía y unidad con nuestra doctrina (cfr.
Catecismo Iglesia Católica, 1158)
Es aquí donde nos detenemos a validar el concepto de “disonancia”, procede del latín
dissonantia, que suena mal, estridente. Cuando hablamos de que algo es disonante (del latín
dissonus), queremos expresar, en un sentido figurado, que no es regular o que discrepa con
aquello que debiera ser conforme. La música protestante ha sido compuesta para atender una
experiencia de fe muy distinta a la nuestra, que dimana de la experiencia comunitaria. El
encuentro con el Señor en la Asamblea, en la comunidad, mediante la celebración de la eucaristía
y los sacramentos, me empujan hacia la realidad eclesial, donde necesito hacer comunidad, y
desde esa dimensión, se profundiza mi encuentro con el Señor y hace que exprese mi fe con
“himnos, salmos y cánticos inspirados” como lo diría el Apóstol Pablo.
Nos permitimos entonces citar al Apóstol San Pablo en su primera Carta a los Corintios 10,
23 “todo es lícito, mas no todo es conveniente” y es que tenemos libertad para escuchar cualquier
tipo de música, de cantar cualquier canción, pero no todas esas canciones están en orden a
nuestra doctrina, y si no tenemos la fe bien cimentada y nos hemos preocupado por formarnos en
ella, tarde o temprano terminaremos confundidos y confundiendo a nuestros hermanos.
Alcalde, Antonio: LA ASAMBLEA QUE CANTA Y CELEBRA. San Pablo, Madrid. 1994
INSTRUCCIÓN REDEMPTIONIS SACRAMENTUM SOBRE ALGUNAS COSAS QUE SE DEBEN OBSERVAR O EVITAR
ACERCA DE LA SANTISIMA EUCARISTIA . Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de
los Sacramentos: ROMA, 2004.
CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA . Asociación de Editores del Catecismo, Segunda edición. 1992