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COSMOPOLITIZACIÓN E HIBRIDACIÓN DE
LA IDENTIDAD A TRAVÉS DE UN CASO HISTÓRICO: LOS JUDÍOS CENTROEUROPEOS
DE LA PRIMERA MITAD DEL SXX.
Universidad de Salamanca.
El punto de partida de este trabajo es que, como sugiere el título, las categorías unívocas para
definir la identidad de los sujetos, usadas habitualmente para “fijar” ésta a un solo territorio, etnia o
“cultura” fácilmente localizable se muestran cada vez más incapaces de captar la naturaleza cada vez más
heteróclita de las identidades reales del mundo globalizado en el que vivimos, las cuales, como muchos
autores han señalado, se ven sometidas a intensos procesos de hibridación o mestizaje que, si bien no son
nuevos en la historia, operan ahora a una escala y ritmo muy superiores a los de cualquier época pasada.
En un mundo tal, seguir aferrados a una noción cerrada de identidad, como la que surgió en la época de
nacimiento y consolidación de los Estados nación europeos, cuando al entender de algunos, la humanidad
se dividía en cuasi-especies de hombres perfectamente reconocibles, claras y distintas, como los
franceses, los ingleses, los rusos etc., argumento principal que usó de Maistre contra el universalismo
abstracto de las constituciones jacobinas, parece algo fuera de lugar y sociológicamente improductivo.
De ahí que sea preciso insistir, en la línea de algunos sociólogos que tomaré como referencia en
este apartado, en la incapacidad del viejo modelo de hombre e identidad que podemos llamar
“mononacional” para entender no sólo casos específicos de identidad “anómalos” desde ese punto de
vista, como el que es objeto de estudio aquí, sino también tendencias centrales de nuestra época, como es
la emergencia de identidades trans- o multinacionales , las cuales, de acuerdo con Ulrich Beck y Edgar
Grande, son las características de la segunda modernidad en contraposición a la primera, en la que
predominaban las identidades mononacionales (Beck y Grande, 2006: 151). Precisamente es Beck el
sociólogo que más ha insistido en las insuficiencias del paradigma clásico de la sociología, asentado en lo
que Anthony D. Smith denominó “nacionalismo metodológico”, y en la necesidad imperiosa de romper
con ese modelo de sociedad nacional que sirve de prisión a un hipotético sujeto al que se le atribuye una
identidad territorial, un grave error al que Beck denomina “el error carcelario de la identidad” en su
reciente obra La mirada cosmopolita (Beck, 2005, 16). Y en ella el autor me interesa destacar, además
de vindicar una mirada cosmopolita -o cosmopolitismo metodológico- acorde con los tiempos, defiende
una nueva lógica que supere la vieja lógica basada en la disyuntiva “o esto o lo otro” y que se fundamente
en el principio “no sólo sino también” (Beck, 2005, 48). Pues bien, esa lógica inclusiva, es mi primera
sugerencia, es una lógica mucho más apropiada y fructífera para abordar la cuestión de la identidad si
tenemos en cuenta que, como también indica Wolfgang Welsh, en un mundo globalizado como el actual
la tarea de construir la identidad es cada vez más “la tarea de integrar componentes de distinto origen
cultural” (Welsch,1999: 199), y en el que son muchos los individuos que, por decirlo en palabras de
Elisabeth Beck-Gernsheim, se encuentran entre dos aguas o culturas y habitan mundos intermedios
(Zwischenwelten) (Beck-Gernsheim, 2004,44), por lo que no pueden definirse de acuerdo con una sola
categoría: es decir, ni ellos mismos pueden autocategorizarse de ese modo ni los demás pueden
tipificarlos de esa manera reductora sin violentar su naturaleza compuesta o híbrida.
Precisamente son dos autores de identidad híbrida, el escritor francolibanés Amin Maalouf y el
economista angloindio Amartya Sen, quienes, en dos obras con gran repercusión, Identidades asesinas, e
Identidad y violencia han arremetido contra la extendida concepción “monista” de identidad que tan
peligrosas consecuencias tiene. Maalouf señala con razón que esa categorización del individuo de acuerdo
con una sola pertenencia pasa por alto el hecho básico y notorio de que la identidad es una suma
variadísima de pertenencias diferentes, y sólo en ocasiones, cuando una se siente amenazada, puede
acabar hinflándose e invadiendo la identidad entera (Maalouf, 2004: 20-21). Y Amartya Sen critica esa
misma visión “unidimensional” de ser humano, que se basa en una premisa falsa, la premisa de “una
identidad por ser humano”, también por su fuerte determinismo cultural, toda vez que se asume que la
filiación comunitaria, tomada como destino, es la única que cuenta (Sen, 200,177). Pues
significativamente, dicha visión monista de la identidad que ambos autores denuncian suele ir unida, me
interesa resaltar, además de al nacionalismo más ontológico que metodológico antes señalado –resumido
en el viejo lema “un hombre, una nación- a una concepción que cabe llamar holismo cultural –Ernest
Gellner lo llama comunalismo romántico ( Gellner, 1998, 284) – , que encierra al sujeto en el mágico y
hermético círculo de su cultura, concebida como una unidad simbólica autoclausurada e inconmensurable
que tiende a mantenerse estable a lo largo del tiempo, y del que no puede escapar. En ambos casos se
sobreentiende que la identidad tiene un carácter no electivo y se resalta su dimensión colectiva, ya que la
nación o la comunidad cultural son las que confieren al individuo su singularidad, en virtud de unos
rasgos compartidos. Por supuesto, en el sistema de clasificación que deriva de esa concepción monista y
unívoca de identidad no tienen cabida aquellos individuos que presenten algún tipo de ambigüedad, la de
los seres “liminares” que, como señala Beriain, no responden a la lógica purista de “o esto o lo otro”
(Beriain 2005, 46), desde el extraño interno simmeliano, hasta el que pertenece a varios países o círculos
culturales a la vez, el transfronterizo. Y esa incapacidad para asumir la ambigüedad no es sólo
característica de algunas concepciones e ideologías: deriva directamente de esa lógica que gobierna los
sistemas sociales de clasificación analizada por Mary Douglas, y que se basa en distinciones y
categorizaciones puras y nítidas así como en la eliminación de lo “viscoso” (Douglas, 2002). De ahí que,
por razones sociológicas fundamentales, tanto la mixofobia, por emplear un término de Todorov
(Todorov, 2008, 265), o miedo a las mezclas, como la proteofobia, como también dice Bauman, o la
aprensión a fenómenos multiformes que desafían la claridad (Bauman, 2009, 185), son tendencias
cognitivas-afectivas muy arraigadas que constituyen un impedimento para que pueda desarrollarse esa
mirada cosmopolita que estamos defendiendo.
Sin embargo, lo que sí es posible es que desde las ciencias sociales se ofrezcan marcos de
comprensión y categorías que, en lugar de alimentar o confirmar esas representaciones colectivas que
reducen la complejidad del mundo eludiendo todo aquello que no entra en la cuadrícula de categorías
unívocas, sean capaces de captar la complejidad y carácter esquivo y ambivalente de hechos como la
cultura, la nacionalidad o la propia identidad personal, y de proporcionar críticas fundadas de los falsos
ídolos, como lo han hecho los autores antes mencionados. Mi intención aquí es contribuir con mi grano
de arena a la clarificación conceptual esbozando un marco analítico apropiado para abordar una temática
que, como la de la identidad, exige planteamientos claros y disposición a abordar hechos de naturaleza
elusiva.
En relación con la categoría de cultura que tanta confusión ha generado tanto en las propias
ciencias sociales como en los imaginarios sociales, considero como primer requisito para evitar
mixtificaciones indebidas una revisión radical de la tradición romántica-comunitaria antes aludida, con
su holismo y consensualismo característicos, para adoptar un enfoque alternativo, que no siga
sustentándose en el “mito de la integración cultural”, como lo denomina la socióloga Margaret Archer,
con su premisa falsa de la existencia de un código cultural unitario generador de patrones uniformes de
conducta y con su no menos falsa asunción de una coherencia y consistencia constitutivas del sistema
cultural (Archer, 1996) y que tenga en cuenta el papel activo y la orientación estratégica del sujeto frente
a los distintos recursos culturales disponibles en su entorno, como propone Anne Swidler (Swidler, 1986).
La metáfora de la cultura que usa ésta última como una caja de herramientas de la que se sirven los
individuos para resolver los distintos problemas de su existencia me parece en este sentido una buena
manera de romper con la vieja imagen orgánica que, además, cada vez tiene menos aplicación en un
mundo interconectado, en el que los entornos culturales en los que viven los sujetos son difícilmente
deslindables, y cuya diferenciación interna, dada la heterogeneidad de elencos socializadores, es tan
grande que es imposible de hablar de cultura “genuina”, según la definición de Sapir. De misma manera,
tampoco puede hablarse de identidad cultural en sentido estricto y sobre la misma premisa monista antes
tratada dado que, como bien indica Tzvetan Todorov, en el individuo se encuentran y confluyen distintos
códigos culturales: su afirmación de que todos poseemos no una sino varias identidades culturales que
pueden ensamblarse o presentarse como una intersección de conjuntos (Todorov, 2008, 85) puede resultar
un buen antídoto contra el unitarismo cultural tan extendido. Y por último, y no menos importante, es
preciso abandonar la no menos perniciosa premisa de que la pertenencia cultural es vitalicia, de que el
individuo, cual siervo de la gleba atado de por vida su comunidad de origen, por utilizar la ironía de
Maalouf (Maalouf, 2009, 242), va a permanecer siempre fiel a ella e inscrito en el mismo círculo cultural
y social de sus antepasados. Precisamente el caso que voy a tratar más adelante es un buen ejemplo de
abandono deliberado por parte de numerosos individuos de la tradición cultural del grupo de pertenencia.
A su vez, el concepto de nación tiene que ser despojado de sus adherencias románticas y los
supuestos organicistas del nacionalismo que, como indica Smith, ha utilizado el principio de la
indivisibilidad de la nación para justificar la homogeneidad cultural y política (Smith, 1997,69). Es
evidente que si se parte de que la nación, como la cultura, es una e indivisa y por algún proceso
misterioso, parecido a la comunión o a la revelación, llega a formar parte de la conciencia de los sujetos a
los que, además, moldea, dicho en términos caricaturescos, es evidente que no se pueden entender las
relaciones ambiguas, conflictivas y a veces de desapego manifiesto que tienen los sujetos con su o sus
naciones de pertenencia. Habría que decir al respecto, en primer lugar, como planteó Merton con respecto
al grupo, que la pertenencia a una nación puede no ser identificativa, pues el individuo podría
identificarse con otra, una nación de referencia, por seguir con la distinción mertoniana, como hicieron
tantos afrancesados en España. O incluso sin identificarse con otra nación puede darse el caso de
individuos que repudien su nación, como hace Thomas Bernhardt con su Austria natal, o que simplemente
se sientan alienados, pues la patria puede percibirse como algo extraño, inquietante incluso, como sugiere
el título de un libro de W. H. Sebald Unheimliche Heimat1 (“Patria inhóspita, inquietante”). Y las más de
las veces tiene lugar una identificación parcial, con algunos aspectos sí y otros no, puesto que los
miembros de una nación sólo conocen componentes concretos de eso que se denomina patria y se suelen
identificar con los que están más próximos o les resultan más afines.
Es decir, el supuesto que estoy defendiendo es que la identificación con una nación por parte del
individuo nunca es total y sin fisuras, siempre es parcial, selectiva y personal. No sigue la consigna “o
todo o nada”, sino “esto sí y esto no”. Y por ello es electiva en la medida que aquél elige a qué elementos
de la nación se adhiere y cuáles desecha; no es el destino, por volver a la crítica de Sen. Por otro lado,
también cabe elegir otra opción: la identificación con una “comunidad imaginada” de carácter
supranacional, desde un imperio o una civilización hasta la humanidad. De hecho, planteada la cuestión
históricamente, se puede afirmar que el desarrollo de la civilización ha impulsado una ampliación del
“nosotros” con el cual el individuo es capaz de identificarse, como analiza Norbert Elias en La sociedad
de los individuos, además de inclinar la balanza que equilibra la identidad entre sus dos polos, el de “la
identidad como yo”, y el de “identidad como nosotros” hacia el primero (Elias, 1990, 226). Por supuesto,
en la era moderna el Estado-nación es el principal referente de la identidad como nosotros, explica Elias,
si bien opina que es posible avanzar a niveles de integración superiores, el último de los cuales sería
precisamente la humanidad (Elias, 1987, 237). Pues bien, siguiendo este hilo argumental, cabe considerar
que el cosmopolitismo, que desde la Antigüedad griega se había configurado como una identidad
autoproclamada, expresada en la fórmula “ciudadano del mundo”, de carácter muy minoritario, se ha
convertido en una identificación ética –pues, como muestra Charles Taylor, la identidad también supone
un compromiso moral (Taylor, 1996 ) - abrazada por cada vez más personas, bien como una opción moral
explícita, bien como una orientación difusa basada en un estilo de vida. Lo que es indudable es que en la
medida en que se va ampliando el sector de la población cuyas vidas están sometidas a esa
cosmopolitización a la que se refiere Ulrich Beck en el libro citado, va haciéndose más plausible la
definición de uno mismo a la manera cosmopolita.
Pues bien, partiendo de estos supuestos y estos autores mencionados, considero además que el
enfoque de Berger, Berger y Kellner en su clásica obra Un mundo sin hogar. Modernización y conciencia
(1979) puede ser de gran utilidad para dar cuenta tanto de la complejidad interna de la identidad del
hombre moderno– que se segmenta en la medida que se diferencian los distintos mundos-de-la-vida por
los que debe transitar - como de su carácter abierto y dinámico, a la par que reflexivo y problemático.
Como estos autores, parto de que cualquier análisis sobre la identidad en el mundo contemporáneo debe
tener en cuenta el hecho crucial de que ésta no es algo dado, preestablecido, sino el producto o, mejor,
subproducto -en la medida que, como indica Daniel Innerarity, nadie debe su identidad a la voluntad de
producir esa producto (Innerarity, 2008, 35))- de multitud de elecciones que toma el propio individuo
sobre la base de un proyecto de vida, que se torna en la principal fuente de identidad de un individuo
volcado hacia el futuro y que planifica su propia biografía: tanto lo que va a hacer con lo que va a ser
(Berger, Berger y Kellner, 1979, 73). Como esa construcción del yo no cesa nunca y produce ansiedad
además de frustración, ya que siempre se abre una brecha entre lo que el sujeto es y lo que quiere ser o
podría haber sido, la crisis de identidad no sólo es más frecuente: tiende a volverse endémica. De ahí,
dicen los autores, que el hombre moderno esté permanentemente buscándose a sí mismo.
Esa búsqueda incesante de uno mismo se hace, además, en un vacío institucional argumentan los
autores siguiendo a Gehlen, ya que las instituciones se han replegado con el advenimiento de la sociedad
moderna y el individuo se halla arrojado a su propia subjetividad ,por lo que su identidad se
desinstitucionaliza y éste no tiene más remedio que producir las propias definiciones de sí mismo, como
también indica Marcela Gleizer en Identidad, subjetividad y sentido en las sociedades complejas, con
independencia y muchas veces en contra de los roles institucionales (Gleizer,1997, 33). Y como para que
la identidad adquiera realidad, plantea la autora en consonancia con las ideas de Berger y escuela, tiene
que estar en relación con las estructuras sociales, que son las que proporcionan plausibilidad a esas
Este es, a grandes rasgos, el marco analítico que considero el más adecuado para situar la
cuestión de la identidad en la época moderna, si bien matizando que no toda la población de las
sociedades modernas se ve afectada de manera uniforme por los procesos descritos. Hay grupos de la
población que, por sus características sociales o circunstancias históricas, han estado desde el principio
más expuestos a la individualización y problematización de sus identidades, las cuales responden por ello
en mucha mayor medida a los rasgos enumerados. Y uno de ellos es el de los judíos emancipados o
secularizados de las primeras décadas del SXX, formado por personas que ya no estaban ligadas ya a su
comunidad religiosa de origen, ni se identificaban del todo con la sociedad gentil, por lo que se hallaban
en mejores condiciones para desarrollar una conciencia de “individuo-que-se-crea-a-sí-mismo”,
especialmente los miembros de las profesiones intelectuales. Pues bien, es ese grupo el que he elegido,
inspirándome en los análisis que sobre él hacen Zygmunt Bauman , Ernest Gellner y Enzo Traverso, entre
otros, como caso paradigmático para analizar la naturaleza esquiva, maleable y policéntrica de la
identidad del sujeto moderno, no susceptible de categorización única, ni por los viejos criterios étnicos o
nacionales ni por ningún sistema “puro” de clasificación. Los judíos europeos, especialmente en la
primera mitad del SXX y en los países en los que constituyeron una minoría poderosa tanto en el terreno
económico como en el cultural, como en los de Europa central y del Este , pueden ser considerados, es la
tesis que sostengo, como una avanzadilla en el proceso de modernización de la conciencia y como un
ejemplo temprano de construcción de un tipo de identidad altamente individuada, problemática, múltiple
–y frecuentemente dividida- así como cosmopolita, que hoy está en proceso de expansión. Asimismo
interesa porque es un ejemplo temprano de identidad transfronteriza en el sentido de que cruza fronteras
nacionales, y frecuentemente también lingüísticas, y se sitúa en una intersección de países, regiones y
círculos sociales, muchos de ellos de carácter inter- o transnacional.
3 Sería muy largo enumerar todos los autores que, como Mead, han entendido la identidad o
el yo como un producto de nuestra interacción comunicativa con los otros; en especial, me
refiero a la teoría de Charles Cooley sobre el “yo espejo” y a la de los autores de la teoría del
“etiquetaje” o el estigma, en particular, Goffman.
Bien es cierto que ese proyecto heredero del Iluminismo de emancipación de las ataduras
comunitarias, unido habitualmente a una crítica radical a la religión, era más típico de las generaciones
anteriores, la de los hombres que vivieron en el siglo anterior, como Marx, cuya sentencia “la
emancipación de los judíos es la emancipación de la humanidad del judaísmo” es suficientemente
elocuente de ese furibundo espíritu secularizador. En las primeras décadas del SXX la actitud
predominante no era tan combativamente antirreligiosa, pero seguía existiendo un foso que separaba a la
mayoría de los judíos occidentales pertenecientes a los círculos intelectuales de su comunidad de origen,
la cual había perdido relevancia y significación, incluso acento de realidad, al menos antes del ascenso del
nacionalsocialismo. Incluso los que procedían del Este y tenían memoria de una comunidad judía
compacta, el Shtetl añorado, como el novelista Joseph Roth, habían emprendido un camino de no retorno:
la pérdida de la comunidad, en todo caso, dio lugar a una identidad “negativa”, consistente en “no
pertenecer”, como dice Magris en su estudio sobre Roth Lejos de dónde (2002), en no tener hogar ni
patria, en ser heimatlos, como se etiquetaba a sí mismo el escritor (Traverso, (2005), 158). La declaración
de Roth que se lee en una de sus cartas “No tengo patria, si prescindo del hecho de que en mí mismo
estoy y me siento en mi casa”, para concluir “en cuanto me ausento de mí, me pierdo” (Roth, 2009, 205),
es suficientemente ilustrativa de esa Heimatlosigheit no por aceptada menos dolorosa. Y esa ausencia de
patria, interesa recalcar, no sólo implicaba carecer de sede fija donde domiciliar el yo –Roth también
hacía suya la definición Hotelbürger (ciudadano de hotel)- sino, sobre todo, carecer de esa comunidad
espiritual donde poder anclar la identidad, como era la tradición para los judíos del Este. Pues la tradición
fija la identidad de forma más o menos permanente: como dice el lechero Tevye en El violinista en el
tejado, película basada en relatos del escritor judío Scholem Alecheim, “gracias a nuestras tradiciones
cada uno de nosotros sabe quién es y lo que Dios espera que haga”. Esa certeza es la que habían perdido
los judíos occidentales y algunos de los orientales emigrados a Occidente.
4 El conflicto entre los dos conceptos de cultura lo trato extensamente en el artículo “Los dos
conceptos de cultura: entre la oposición y la confusión”, Martínez Sahuquillo (1997).
Porque, a su vez, el segundo grupo al que el judío aspiraba a pertenecer- en algunos casos
escondiendo la ascendencia judía- , el de los nativos de la nación en la que vivía y de la que era
ciudadano, tampoco le permitía entrar en su círculo y sentirse en él como en casa, ya que le consideraba
un cuerpo extraño, un forastero, por muy asentado que estuviera en su país y por mucho que contribuyera
a acrecentar su riqueza literaria y científica. Pese a esa gigantesca aportación intelectual que hacían los
judíos al patrimonio cultural, en el sentido restringido del término, a las naciones centroeuropeas, cuyas
élites intelectuales eran en buena parte judías, no llegó a haber una simbiosis judío-alemana, como analiza
Enzo Traverso, porque el interlocutor no participaba en el diálogo: era sólo un monólogo judío (Traverso,
2005: 59); cuando creían hablar con los alemanes, como se quejaba Gershom Scholem, se hablaban a sí
mismos5. Efectivamente, por muy asimilados que estuvieran e integrados en los círculos e instituciones
tanto económicos como culturales, seguían teniendo que convivir con la experiencia de una alteridad
negativa provocada por la mirada de los naturales, que les seguían considerando, pese a disfrutar de los
derechos de ciudadanía otorgados tras la emancipación, extraños, Fremde, como se encargara de explicar
Simmel en su clásico ensayo, no ligados orgánicamente al grupo (ni a la tierra) (Simmel, 1977I) . Y frente
a esa mirada recelosa, los judíos desarrollaban a su vez una mirada especial, la mirada de alguien que está
dentro y fuera a la vez, que no es del todo un outsider ni del todo un insider, de la que surge esa
perspectiva distanciada, crítica, objetivadora, relativizadora, que es la característica del intelectual, más
aún cuando, como en este caso, pertenece a un grupo paria, como Weber había caracterizado a los judíos,
y como algunos de ellos, como Hannah Arendt, se autotipificaban. Este punto interesa subrayarlo, ya que
esa incardinación especial en la sociedad mayoritaria marcada por la dialéctica dentro-fuera, nativo-
extranjero es, junto a su condición de intelectuales, la que explica el desarrollo particularmente intenso de
una perspectiva despegada que les capacitó tanto para articular conscientemente las pautas intelectuales
que acabarían siendo marcas distintivas de la cultura moderna, dicho en palabras de Bauman, (Bauman,
1993, 163) como su forma marcadamente moderna de construir la identidad, consistente, explica el autor,
en ver el yo, el “self”, como un “proyecto”, como algo que ha de ser construido (Bauman, 1993, 155) y
que nunca se puede dar por descontado. Una carta de Kafka a Milena en la que éste explica qué implica
ser un judío occidental ejemplifica a la perfección esa forma de entender el yo: “nada se me da, todo
tengo que ganármelo, no sólo el presente y el porvenir, sino también el pasado, algo que sin embargo toda
persona quizá trae consigo, pero también esto tengo que ganármelo” (Kafka, 1998,228).
Así pues, la doble alienación de ese grupo de judíos “no judíos” respecto de la propia comunidad
y respecto de la sociedad mayoritaria, a la que pertenecían como ciudadanos pero no como “nacionales”
de pura cepa6, les obligaba a encarar su identidad como una tarea especialmente ardua y de carácter
puramente personal, sin la posibilidad de acudir a las tipificaciones rutinarias con las que el resto de los
mortales podía manejarse sin necesidad de reflexión. Además, su condición extraterritorial ligada a su
historia como pueblo, y esa movilidad permanente que ha dado lugar en el imaginario colectivo al
arquetipo del judío errante, los condenaban a un desarraigo estructural que alimentaba el sentimiento de
carencia de hogar antes tratado- de territorio propio-, el cual se hallaba tan arraigado en las
representaciones colectivas del pueblo judío que aparece en los chistes, como ese al que alude el libro de
Magris Lejos de dónde. Dicha experiencia de falta de arraigo y de ausencia de anclajes puede
5 Scholem, Fidelité et utopie. Essais sur le judaisme, París, Calmann-Lévy, 1978, pp.103-4,
citado por Traverso, E. (2005), p.59.
6 Como explica Traverso, al contrario que en Francia, en Alemania los derechos civiles no
implicaban nacionalidad :una cosa era la pertenencia al estado (Staatsangehörigkeit) y otra la
pertenecía a la nación (Volksangehörigkeit), Traverso, E. (2005), p.43.
considerarse, además de la doble alienación aludida, la clave para entender la dificultad mayor a la que se
enfrentaban cuando intentaban responder a la pregunta “¿quién soy yo?” y “¿a qué lugar o grupo
pertenezco?”, como muestran multitud de personajes en los que se proyectaban, como el de Franz Tunda,
de la novela Fuga sin fin, de Joseph Roth, el típico judío errante, que vaga sin rumbo, anómico, sin poder
echar raíces en ningún lugar y sin tan siquiera poder establecer lazos duraderos con alguien. 7 El
desarraigo estructural y permanente de los judíos puede ser considerado, así pues, el factor clave que
determinó la forma consciente y muchas veces torturada de afrontar su propia identidad. Pues, como
señala Gellner, el desarraigo lleva a que la identidad ya no pueda darse por sentada, con lo cual se
“tematiza”, se convierte en un problema: en sus palabras, “sólo los desarraigados tienen que razonar su
identidad” (Gellner, 2002, 46). No se trata sólo de que ésta tenga un carácter construido: se trata también
y sobre todo de que se afronta como un problema que obliga al autoexamen permanente.
Pero, a su vez, ese autoexamen permanente tampoco era garantía para que se pudiera asentar una
“identidad como yo”, por acudir a la expresión de Elias, firme y estable que pudiera compensar la falta de
anclajes. El caso conocido de Franz Kafka muestra hasta qué punto puede ser frágil una identidad sin
amarras y sometida a un análisis sin fin. De hecho, su caso puede clasificarse como una patología, la
pérdida de identidad o la “autoalienación”, como la denomina el sociólogo de la literatura Ernst Fischer,
manifiesta en hechos tan significativos como que sus personajes tengan iniciales en lugar de nombres y
que en una carta a Milena firme sólo como “tuyo” porque, dice, va perdiendo hasta el nombre (Fischer,
1984,131) ; ni siquiera el soporte fundamental de la identidad que es el nombre logra mantenerse en pie.
No es extraño que, al final, su única tabla de salvación fuese la escritura, y el acto de escribir la única
forma de reconocerse a sí mismo: “no soy nada más que literatura”, dijo en una ocasión,..”Ni puedo ni
quiero ser otra cosa” (Albérès, Boisdeffre, 1967,28). Si hasta el yo pierde acento de realidad, se vuelve
fantasmagórico, lo único que queda es intentar que adquiera realidad mediante la literatura, que la
literatura sea el vehículo para manifestar esa identidad vacilante que sólo cobra vida en la obra literaria.
7 Para un tratamiento más extenso de la literatura del desarraigo, véase mi artículo “Anomia,
extrañamiento y desarraigo en la literatura del SXX: un análisis sociológico”, Martínez
Sahuquillo, I (1998).
En el caso de Roth era más un deseo de reconciliación de sus dos fuentes de identidad, ya que
nunca consiguió armonizar los distintos componentes de la misma, que tendía a segmentar. Pero hubo
otros escritores e intelectuales que tuvieron más éxito en la tarea de construir una identidad “cruzada”, por
utilizar la expresión de Zvetan Todorov (2008), en la que reunir y hermanar las dos pertenencias
principales. Así, como informa Enzo Traverso, el escritor Jacob Loewenberg, en su novela autobiográfica
Die zwei Quellen (Las dos fuentes), reivindicaba su doble ascendencia germana y judía y declaraba:
“jamás he experimentado en mí ninguna división entre el judío y el alemán (..) Si algún día tuviese yo un
motivo de orgullo, sería de ser a la vez judío y alemán” ( Traverso, 2005, 27). Y no estaba solo en esa
experiencia de armonía entre las dos identidades; el escritor libertario Gustav Landauer afirmaba su doble
fidelidad a la germanidad y a la judeidad que le pertenecían, decía, como dos aspectos distintos de un
mismo ser, y hasta un sionista como Franz Oppenheimer se declaraba tan orgulloso de ser alemán como
de sus orígenes judíos y decía compartir el sentimiento nacional judío con el alemán (Traverso, 2005, 87).
Por tanto, la división de pertenencias no conducía necesariamente al desgarro y a la escisión del yo; la
doble identidad o la identidad cruzada era una forma de autoconcebirse y autopresentarse que estaba
bastante difundida entre los intelectuales, especialmente los que consideraban el alemán como su idioma
nativo.
Efectivamente, la fuerte identificación con la lengua alemana, considerada como propia es una
de las claves que explican que los escritores y pensadores judíos sintieran fidelidad por las naciones que,
como Alemania y el viejo imperio austrohúngaro, tenían el alemán por idioma único o principal. Esa
lengua era justamente la patria espiritual a la que se sentían ligados los judíos centroeuropeos bajo
estudio. Y como el alemán era una lengua integradora, que se hablaba en distintas naciones y regiones,
proporcionaba una identidad supranacional. Fue hasta tal punto una seña de identidad de los judíos
europeos que Elias Canetti, uno de los intelectuales más políglotas, pues hablaba ladino, búlgaro, alemán
e inglés, decidió adoptar el alemán como una afirmación de su identidad judía. En una ocasión declaró:
“La lengua alemana seguirá siendo la lengua de mi espíritu, porque soy judío” (Traverso, 2005, 113). Hay
que recordar que hasta Theodor Herzl , el fundador del sionismo, había pretendido que el alemán fuera la
lengua oficial del futuro estado judío de Palestina (Traverso, 2005, 88), precisamente porque era la
lengua con la que se identificaban los judíos centroeuropeos, si no los judíos del Este. Sólo los judíos que
no sentían del todo suyo el alemán, pese a que lo utilizaran como vehículo de su literatura, como Kafka o,
en menor medida Roth, – un germanohablante separado de sus paisanos de lengua yiddish por el idioma
-podían tener menos apego a la germanidad, y prueba de ello es que tanto uno como el otro idealizaban la
Yiddishkeit, la judeidad oriental expresada en su lengua vernácula, porque era la que representaba la
autenticidad y, en el caso de Roth, la Gemeinschaft que Occidente estaba en trance de destruir.
La conciencia nacional no era, así pues, ajena a los judíos, que podían sentir gran lealtad por su
nación. Lo que les eran ajenas eran las pasiones nacionalistas que tan graves consecuencias tuvieron para
ellos, en particular el nacionalismo alemán. De hecho, mucho de ellos estaban tan asimilados y se
identificaban tanto con su nación que no sufrieron una verdadera crisis hasta que tuvieron que
abandonarla como consecuencia de la persecución nazi. Ese es el caso de Stefan Zweig, un escritor
plenamente asimilado, perteneciente a la élite vienesa, y que, además, fue un caso ejemplar de
europeísmo y de cosmopolitismo, como muestra el título de sus memorias, El mundo de ayer. Memorias
de un europeo, porque Zweig se sentía vienés, austriaco, de lengua y cultura germánicas, europeo y, por
último, militantemente cosmopolita. Se trata de un caso ejemplar que demuestra que, como enseñaban los
primeros cosmopolitas, los cínicos y los estoicos, el cosmopolitismo no está reñido con la lealtad a las
comunidades locales, puesto que se puede representar la identidad como una serie de círculos
concéntricos que rodean al yo, desde los más próximos y hasta el más externo que se corresponde con la
humanidad (Nussbaum, 1999:19-20). Pero el cosmopolitismo, como muestra el caso de Zweig, necesita
también una situación política que le dote de una estructura de plausibilidad. El escritor vienés pudo
mantener su identidad cosmopolita en pie mientras fue ciudadano austriaco. Cuando perdió su pasaporte y
se convirtió en un apátrida, cuenta en sus memorias, sufrió un shock tan fuerte que tuvo efectos
destructivos sobre su identidad, en sus palabras, “no volví a sentirme del todo yo mismo. Una parte de mi
“yo” original y auténtico quedó destruida para siempre” (Zweig, 2002, 449). Y pese a no abandonar su
cosmopolitismo como ideal ni su europeísmo -en la segunda carta que dejó antes de su suicidio en Brasil
declaró que Europa era su patria espiritual y alegaba como causa de su suicidio la destrucción de Europa10
- no pudo afrontar la vida tras el exilio. Su suicidio se puede intepretarse como un caso de suicidio
anómico provocado tanto por el alejamiento y destrucción de la patria amada – Austria, Europa - como
por el colapso de su mundo, “el mundo de ayer”, en el que estaba enraizado su yo.
9 Como dice Arendt en Los orígenes del totalitarismo, citado por Bauman (1989), 75.
11 Según lo expone en “Reflexiones sobre la cuestión judía”, citado por Traverso (2001), 226.
cosmopolitismo extremo que se resiste a establecer puentes con el mundo real. Pero su caso no es el
habitual. Lo más frecuente era que la identidad cosmopolita actuara como continente capaz de albergar
identidades culturales, nacionales o locales no por particulares menos valiosas, seleccionando, eso sí,
aquellos elementos de las nacionalidades que fueran más particular y excluyente, como hacía Kafka en
relación con sus referentes culturales checo, alemán y judío (de la Rica, 2009, 65).
Por supuesto, había otras opciones abiertas para aquellos necesitados de una identidad anclada en
un nosotros sólido y no tan expuesta a la anomia y el egoísmo como algunas de las analizadas. La más
nomificadora era, sin duda, la que proporcionaba el nacionalismo judío o el sionismo, que religaba al
judío a su comunidad étnica y le dotaba de una patria propia, de un territorio en el que echar raíces,
aunque más que una opción el sionismo comprendía múltiples opciones, ya que las variedades del
sionismo eran tan diferentes que ofrecían distintas cosas, desde la identificación puramente espiritual con
la Yiddishkeit, como ejemplifica el caso de Martin Buber, a la identificación con un proyecto político de
corte socialista, como el que apoyara Arnold Zweig. En todo caso, el sionismo representaba una forma de
huir del destino al que se abocaba el apátrida o el judío errante, la Heimatlosigkeit, y de ensayar una
identidad de nuevo ligada a la comunidad y cultura judías, aunque en este caso, por elección propia y de
una manera intelectualizada.
Pero también cabía renegar del todo de la ascendencia judía y definirse, o bien desatendiendo esa
filiación para exaltar la nacionalidad o la lengua del país de nacimiento, como hacía Rosa Luxemburgo,
quien se definía, además de por su ideología política, por su amor a la lengua y nación polacas – que no se
contradecía con su cosmopolitismo- o bien concentrando en la judeidad heredada todo el odio y desprecio
presentes en el antisemitismo, para convertirse en detractores de todo lo judío, como hicieron Otto
Weininger, un representante de una forma tan extrema de autofobia (Selbsthass) que le llevó al suicidio, o
Walter Rathenau en su etapa racista. Evidentemente, éste es el polo opuesto al nacionalismo judío, pues se
basa en la negación en lugar de la afirmación de la “raza” y cultura judías tal y como eran proyectadas por
la ideología antisemita, haciendo de esa “identidad negativa” una profecía autocumplida.
Pero en la mayoría de los casos el antisemitismo no funcionó de esa manera mimética: generó,
más bien, como reacción, un proceso de concienciación en los llamados “judíos de vuelta”, aquellos que
recuperaron la identidad judía a causa del nazismo, como Elias Canetti, Norbert Elias, Walter Benjamin y
otros. Incluso Hannah Arendt puede considerarse, pese a no prestarse a un encasillamiento fácil, como un
caso de judía asimilada que tomó conciencia de su identidad judía como respuesta a la persecución nazi,
porque, como ella decía, “si uno es atacado como judío, debe defenderse como judío” (Arendt, 2007, lxxi)
y defendió firmemente la posición de “paria consciente” que hace suya la condición judía y que a la
pregunta de “¿quién es usted?” responde- “una judía” (Treverso, 2005, 130), precisamente porque se
siente comprometida con su pueblo, compromiso perfectamente compatible con su identificación con
Europa.
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