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En su ensayo “La Iglesia de los Judíos y Gentiles” (Die Kirche aus Juden und
Heiden), Erik Peterson, el muy conocido converso y exégeta, ya desde hace
mucho (1933) advirtió en contra del peligro de tal teoría, cuando afirmó que no
se puede reducir el ser cristiano (“Christsein”) al orden natural, en el que los
frutos de la redención logrados por Jesucristo serían imputados a cada ser
humano de modo general como una especie de herencia, únicamente porque
compartiría la naturaleza humana con la Palabra encarnada. No obstante, la
adopción filial en Cristo no es un resultado automático, garantizado a través de la
pertenencia a la raza humana.
San Atanasio (cf. Oratio contra Arianos II, 59) nos dejó una explicación simple y
al mismo tiempo adecuada de la diferencia entre el estado natural de los hombres
como creaturas de Dios y la gloria de ser un hijo de Dios en Cristo. San Atanasio
desprende su explicación de las palabras del santo Evangelio según san Juan, que
dice: “Mas a cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios, a
aquellos que creen en su nombre. Que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni
de la voluntad de varón, sino de Dios son nacidos” (Jn. 1, 12-13). Juan utiliza la
expresión “son nacidos” para decir que los hombres se hacen hijos de Dios no
por su naturaleza, sino por adopción. Esto muestra el amor de Dios, que Él quien
es su creador se convierte entonces a través de la gracia en su Padre. Esto ocurre
cuando, como dice el Apóstol, los hombres reciben en sus corazones el Espíritu
del Hijo Encarnado, que les clama: “¡Abba, Padre!”. San Atanasio continúa su
explicación diciendo, que como seres creados, los hombres no pueden hacerse
hijos de Dios en ninguna otra manera que a través de la fe y el bautismo, cuando
éstos reciben el Espíritu del Hijo de Dios natural y verdadero. Precisamente por
esa razón el Verbo se hizo carne, para hacer a los hombres dignos de adopción
como hijos de Dios y de la participación en la naturaleza Divina.
Consecuentemente, por naturaleza de Dios, no es en el sentido propio de Padre
de todos los seres humanos. Sólo si alguien de manera consciente acepta a Cristo
y es bautizado, será digno de clamar con verdad: “Abba, Padre” (Rom. 8, 15;
Gal. 4, 6).
Desde los comienzos de la Iglesia hubo la afirmación, como testifica Tertuliano:
“Los cristianos no nacen, se hacen” (Apol., 18, 5). Y San Cipriano de Cartago
formuló adecuadamente esta verdad, diciendo: «No puede tener a Dios por Padre,
quien no tiene a la Iglesia por su madre” (De unit., 6).
La tarea más urgente de la Iglesia en nuestro tiempo es preocuparse por el
cambio del clima espiritual y sobre la migración espiritual, concretamente, que el
clima de falta de creencia en Jesucristo, el clima del rechazo a la majestad de
Cristo, sean cambiado por un clima de fe explícita en Jesucristo, por la
aceptación de Su majestad, y que los hombres puedan migrar de la miseria de la
esclavitud espiritual de la falta de creencia hacia la felicidad de ser hijos de Dios,
y de una vida de pecado a una estado de gracia santificante. Estos son los
migrantes por los que debemos preocuparnos urgentemente.
Dios dio a los Apóstoles, y a través de ellos la Iglesia para todos los tiempos, la
orden solemne de instruir a todas las naciones y a los seguidores de todas las
religiones en la única y verdadera Fe, enseñando a todos a observar Sus Divinos
mandamientos y bautizarlos (cf. Mt. 28, 19-20). Desde la predicación de los
Apóstoles y del primer Papa, el Apóstol San Pedro, La Iglesia siempre proclamó
que no hay salvación en ningún otro nombre, por ejemplo, en ninguna otra fe
bajo el cielo por la cual los hombres deban ser salvados, sino en el Nombre y en
la Fe de Jesucristo (cf. Hech. 4, 12)
Con palabras de San Agustín la Iglesia enseñó en todo los tiempos: “La religión
cristiana es la única religión que posee el medio universal para la salvación del
alma; ya que salvo por este camino, nadie puede salvarse. Este es un tipo de
camino real, que por sí solo conduce a un reino que no es mortal como todas las
dignidades temporales, sino que permanece firme en los cimientos eternos” (De
civitate Dei, 10, 32, 1).
Las siguientes palabras del Papa León XIII el grande dan testimonio de la misma
enseñanza inmutable del Magisterio en todos los tiempos, cuando afirmó que:
“La opinión de que todas las religiones son iguales, es una manera muy oportuna
de aniquilar a todas las religiones, y especialmente la Católica que, como única
verdadera, no puede, sin una enorme injusticia, ser puesta en un manojo con las
demás” (Encíclica Humanum genus, n. 16).
+ Athanasius Schneider,
Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Santa María en Astana