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Es posible que muchas veces nos hayamos preguntado por qué nuestras
abuelas oraban de rodillas, tanto en la iglesia como en casa. Postradas
frente a la luz de la lamparilla y los ahumados íconos de la pared, su
oración se alzaba más allá de este mundo. Una oración simple, sencilla,
una verdadera letanía popular. ¿Qué le daba a esa oración su rasgo
característico? Precisamente el hecho de que era repetida estando de
rodillas, con el corazón compungido.
En una sociedad que nos alimenta con una variopinta gama de conceptos
psico-sociales como “Tú decides”, “Debes ser el más fuerte”, “Piensa libre”
o “We love to entertain you”, el hombre contemporáneo ha perdido todo el
estímulo y la necesidad interior para postrarse de rodillas. Sin embargo,
esa llama no se ha extinguido completamente. Queda una brasa, una
pequeña ascua, una chispa santa en cada uno. Aunque somos más o menos
conscientes de esto, ella sige titilando, por mucho que nos empeñemos en
apagarla. Dios sabe en qué momento esa chispa volverá a encenderse en
una fuerte llamarada.
Casi sin darse cuenta, un día se vio abordando un avión hacia Bucarest.
Ciertamente, le gustó la ciudad, pero encontró que no tenía nada distinto a
las demás ciudades que había visitado antes. Esto, “hasta que llegué al
mundo de los monasterios de Moldova y Bucovina. Sumida en un
profundo silencio, a la sombra del Monasterio Varatec, mis rodillas se
doblaron instintivamente y me vi arrodillada sobre aquella bendita
tierra. Gruesas lágrimas comenzaron a resbalarme por el rostro. Todo
comenzó a transformarse en mi interior. Frente a aquel antiquísimo
ícono de la Madre del Señor derramé todas las lágrimas que había
acumulado desde hacía muchos años. Nunca antes había llorado. ¡De
hecho, no sabía que podía llorar! Sentía como si mi pecho se abriera
intentando entender algo... Mi corazón había superado sus límites,
desbordándose hacia afuera…” (Actorii şi credinţa, Editorial Lumea
Credinţei, Bucarest, 2013, págs. 119-123).
Era una persona que nunca antes se había arrodillado. Una persona como
cada uno de nosotros, con procupaciones, necesidades, dudas y preguntas.
Dice un santo contemporáneo, San Nicolás Velimirovich, que la diferencia
entre el ortodoxo balcánico y el sofisticado hombre occidental es el hecho
de que el primero sabe arrodillarse para orar. Sabe que estar de rodillas,
conversando con Dios, es una señal de humildad y contrición por sus
pecados, de reconocer sus propias imperfecciones. Arrodillándose, el
hombre reconoce su estado de pecador, su indignidad. Luego,
levantándose, deja atrás esa vieja forma de vida, para entrar a una
completamente nueva. Arrodillándose, el hombre desciende
voluntariamente al polvo del que fuera hecho, entregando su vida a las
manos de Dios. Esto nos lo muestra también San Isaac el Sirio, cuando
dice que “cada vez que nos arrodillamos, demostramos que aunque
fuimos arrojados al barro por el pecado, el amor a los hombres de
nuestro Creador nos vuelve a llamar al Cielo”.