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Artículo de periódico

LOS MAMOTRETOS

José Jiménez Lozano

La Razón, 28 de agosto de 2017

De Silverio Lanza, un escritor con dinero de los que se llamaban «bohemios» y era
como patrono de éstos, y del que me parece recordar que habla Baroja, fue procesado
por un delito de imprenta de no mucha gravedad y, cuando oyó al magistrado citar el
Código de Derecho Procesal, comentó que ese libro era malísimo porque él le había
puesto una vez en la vía del tren y éste había descarrilado, aunque sin mayores
consecuencias, esto sí.

Los magistrados que juzgaban estos delitos de imprenta se mostraban de ordinario


harto comprensivos porque entendían perfectamente que, para muchos de aquellos
escritores, una pequeña condena o una simple citación a un tribunal, especialmente si
lo publicaban algunos periódicos, era bastante más que la coronación de Zorrilla
como poeta, y recibía el correspondiente homenaje de sus compañeros, la mayor parte
de los cuales pensaba con toda candidez que el compañero había sido capaz de
conmover el Estado en sus cimientos. Y por esto se recibió tan mal aquella decisión
de las empresas periodísticas que permitía que hubiera dos directores de periódicos:
uno que era oficial y que iba a la cárcel si la sentencia condenaba al director del
periódico a tal pena, y otro director que era quien dirigía el periódico y, lógicamente
ordenaba o permitía al menos la inserción del texto periodístico que llevaba a la
cárcel al otro director. Y quienes más detestaban este proceder eran los escritores que
habían decidido alcanzar la gloria literaria o de libre-pensador, escribiendo textos que
fueran objeto de sentencias condenatorias un poco relucientes.

Uno de estos hombres de letras, bohemios y en busca de gloria literaria y política, que
se llamaba Barrantes, y ya he contado en otra parte que del cargo de director oficial
de periódicos para ir a la cárcel descendió al último peldaño de la bohemia y también
de la cordura, y armaba trifulcas en la calle y aunque daba los gritos más punibles de
los más buscados revolucionarios y delincuentes, nadie le hacía caso y la policía sólo
podía ser testigo de su condición inofensiva.
Y es posible que hubiera bastantes individuos frescos y aprovechados en ese oficio de
cobrar por ir a la cárcel en vez de otra persona, pero la cárcel siempre es aposento
donde todo incomodo tiene lugar, como decía el señor Miguel de Cervantes, que
conoció por experiencia la terrible cárcel de Sevilla, que no era muy diferente la de
«El Saladero» de Madrid, en punto a penalidades y funcionamiento de la corrupción,
como nos lo muestra, sin más, el hecho de que Balseiro, lugarteniente de Luis
Candelas, salvase, quizás hasta de la muerte, a don Salustiano Olózaga –un
prohombre liberal, más tarde ministro y jefe de gobierno– tirando a rebatiña, ante sus
carceleros, un puñado de onzas de oro. Pero ¿quién les reprocharía mirar al suelo, en
vez de al delincuente que se les había encomendado vigilar? Quedaban deslumbrados
por el oro, porque sólo conocían el cobre y algunos realillos de plata en sus
emolumentos, y no estaban mejor pagados que los redactores de un cierto prestigioso
periódico de Madrid que daba como sueldo una buena cena y garantizaba la
independencia de la prensa con una partida de la porra en la plantilla.

La impresión que tenemos, en fin, es la de que la pura ordinariez, el insulto y


lenguaje del hampa se las arreglaban, ayer como hoy, para publicar verdaderos
desechos literarios en periódicos y otros medios, incluso si solamente los medios
impresos que pasaban de cierto número de páginas – eran doscientas en l876 –
estuvieron exentos de censura. Pero un control de esta clase no podría funcionar hoy,
porque los «bestsellers» de ahora, que leen quienes antes sólo leían breves folletos,
son enormes mamotretos de cientos de páginas. Así que lo indicado tanto para tener
lectores clientes, por un lado, y total libertad, por el otro, parece que es convertir
libros y periódicos, que se dicen en crisis, no en libros y periódicos electrónicos, sino
en inacabables mamotretos.

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