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Muchas cosas nos hacen perder la paz, y sentimos cuán frágiles somos, tan frágiles como ese
petirrojo desamparado que busca una miga y un poco de calor en este Arantzazu cubierto de
nieve. Cuando perdemos la paz, es como si perdiéramos a Dios, aunque Dios nunca nos pierde.
Y siempre debiéramos tener muy cerca la presencia y la palabra de alguien que nos diga al
corazón: "¡Dios está contigo! Dios nunca te condena. Dios te acoge como eres. Acoge tu ser
frágil como Dios lo acoge". ¿Y qué otra cosa debiera ser la Iglesia de Jesús sino esa palabra
entrañable, esa presencia que encarne la paz de Dios en toda circunstancia?
Es bien triste que tantas veces no lo sea. Por ejemplo, la semana pasada [primeros de diciembre
de 2008], el Vaticano se pronunció contra la petición de despenalización de la homosexualidad,
y volvió a dejarnos perplejos y apenados.
Ha sido con ocasión de que Francia, en nombre de la Unión Europea, se dispone a presentar
dicha petición ante la ONU. Parece increíble que, a estas alturas -60 años después de la
Declaración de los Derechos Humanos- haya que reclamar a tantos países -más de noventa-
que cesen de imponer la cárcel u otros castigos a los homosexuales activos (¡la pena de muerte
todavía en una docena de países!). Más increíble parece todavía que la Iglesia de Jesús se haya
pronunciado en contra de esa reclamación. Pues así es.
Pero hay que matizar, para ser justos. El portavoz del Vaticano ha querido aclarar que la Iglesia
católica está en contra de "todas las legislaciones penales violentas o discriminatorias respecto
a los homosexuales". Es decir, la Iglesia de Roma se declara en contra de la penalización y de
la discriminación, pero también en contra de pedir que se acabe con toda penalización y
discriminación. ¿Pues quién lo entiende?
¿No será esa misma la razón por la que, muy recientemente, el papa Benedicto XVI ha ordenado
a los obispos que no admitan al sacerdocio a ningún varón con prácticas homosexuales o con
tendencia homosexual "arraigada", y a ningún defensor de la cultura gay? Los sacerdotes han
de ser muy célibes, pero muy viriles.
El argumento bíblico es siempre resbaladizo y nunca definitivo. Por ejemplo, en este caso: ¿por
qué el texto citado del Levítico tendría más valor que aquel otro en que prohíbe comer carne de
camello, conejo, liebre y cerdo (Levítico 11,4-8)?
¿Y por qué el texto de Pablo tendría más valor que aquel otro en que prohíbe que el varón ore o
predique con la cabeza cubierta (los obispos predican con la mitra puesta...) y manda, por el
contrario, que la mujer ore o predique (sí, que predique...) con la cabeza cubierta (1 Corintios
11,2-16)?
¡Que la jerarquía católica -siguiendo a tantas iglesias protestantes, a tantos movimientos y redes
cristianas católicas- se convierta a Jesús, aquél que declaró: "El sábado está hecho para la
persona, no la persona para el sábado"!
¡Que reconozca por fin que toda relación sexual es siempre santa si dos personas se quieren y
no hacen daño a otra tercera, y punto! ¡Que humildemente pida perdón a gays y lesbianas por
haberles causado durante siglos y siglos tanto dolor físico, psíquico, espiritual, por haber herido
gravemente su dignidad y autoestima, por haber cargado sobre ellos el estigma de la perversión,
del pecado mortal y del miedo al infierno!
¡Que declare solemnemente el sagrado derecho y el santo deber que tienen los gays y las
lesbianas de ser y quererse como son, sentir como sienten y amar como aman!
¡Que se ponga al frente de la ONU y grite más alto que Isaías, tan alto como Jesús, en nombre
de Dios: ¡que han de acabar para todos -homosexuales y heterosexuales, aunque fueran
delincuentes- todas las penas, todos los castigos, e incluso todas las cárceles! ¡Que la Iglesia de
Jesús crea más en el poder de la bondad que en el poder de las penas!
José Arregi
Para orar
Taizé