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A.

LA MEDIACIÓN SALVÍFICA SACRAMENTAL


(LOS SACRAMENTOS EN GENERAL)

I. LOS TEMAS DE LA TEOLOGÍA SACRAMENTAL CLÁSICA

1. La sacramentalidad como categoría teológica

EI hombre encuentra a Dios de una manera personal y directa en virtud de su autotrascendencia


espiritual. Ahora bien, dado que su naturaleza tiene una estructura corpórea, mundana y social,
interpersonal, histórica y temporal, su encuentro con Dios en la gracia y la fe adquiere una forma
visible. La sacramentalidad como categoría teológica caracteriza la unidad interna entre la
autocomunicaci6n divina en la forma encarnada de la gracia y la adoración -posibilitada por esta
forma-que el hombre tributa a Dios en todos los ejercicios de su vida, en la fe y en el seguimiento
de Cristo. Esta sacramentalidad se densifica en las acciones litúrgicas simbólicas. Las raíces de su
eficacia se encuentran en Cristo, el Salvador universal. Estos actos simbólicos transmiten al
hombre la salvación que significan: la comunión personal con Dios y con todos los redimidos.

«Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la
acción litúrgica. Con razón, entonces, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de
Jesucristo. En ella, los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la
santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus
miembros, ejerce el culto público integro. En consecuencia, toda celebración Litúrgica, por ser
obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya
eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia»
(SC 7).
Las acciones litúrgicas simbólicas, ya practicadas en la primitiva Iglesia y testificadas en el
Nuevo Testamento, han sido agrupadas, desde mediados del siglo XI, bajo el concepto de
«sacramentos».

2. Estructura y lugar de la teología sacramental en la dogmática

La sacramentologia clásica se divide en dos secciones principales:

A. La sacramentologia general se inicia con


I. Los temas de la teología sacramental clásica.
II. Presupone la antropología, ya que se atiene, en su exposición, a las dimensiones sacramentales
y simbólico-reales de la autorrealización humana.
III. Tiene una fundamentación cristológica y escatológica, (la palabra escatología es de origen
griego “éskhatos” que significa “último” y “logos” que expresa “estudio”.La escatología estudia
el destino final del individuo y el universo, así como estudia al ser humano después de la muerte.
Es de resaltar, que cada religión contempla una visión escatológica según sus creencias y
prácticas) en cuanto que Cristo es, de manera irreversible, el origen único del encuentro con Dios y
el mediador de la salvación y, por consiguiente, la totalidad de los servicios proféticos,
sacerdotales y diaconales de la Iglesia tiene su origen en la naturaleza humana de Jesús unida con
la divinidad.

IV. La teología sacramental general analiza, en fin, la dimensión eclesial y escatológica de la


mediación de la salvación.

B. La sacramentologia especial se ocupa de cada uno de los sacramentos en particular.


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I. La fundamentación de la vida cristiana
1. EI bautismo
2. La confirmación
II. La celebración de la koinonia humano-divina
3. La eucaristía
III. La reacción de Cristo frente al pecado y la enfermedad
4. Penitencia- reconciliación
5. Unción de los enfermos
IV. Estructuración y forma de la Iglesia
7. Orden
8. Matrimonio

En el cuerpo global de la dogmática se exponía a menudo la teología de los sacramentos


inmediatamente después de la cristología (cf. Tomas de Aquino, S.th. III q.60ss.), 0 en el contexto
de la doctrina de la justificación y de la temática de la gracia (cf. el concilio de Trento, en 1547, en
su Decreto sobre los sacramentos: DH 1600; DHR 843a).

En el esquema de este manual, la teología sacramental se estudia a continuación de la


eclesiología, es decir, se sitúa dentro de la serie de tratados dedicados a la asimilación de la
revelación en el curso de la historia de la fe. La teología sacramental se corresponde con la
cristología, que ocupa una posición central en la serie de tratados encuadrados en la historia de la
revelación (A).

3. La crisis de la idea sacramental en la conciencia moderna

a) La necesidad de una reflexión teológica sacramental.

La percepción de la realidad de la Edad Moderna está marcada por la contraposición entre el


racionalismo (idealismo) y el empirismo (materialismo, positivismo). De ahí que, en lo que atañe a
los sacramentos, se plantee la pregunta: ¿Como pueden el mundo y la historia, caracterizados por
el azar, la caducidad y la finitud, mediar y transmitir el acceso a Dios, que está más allá del
mundo? ¿Como puede la minúscula señal sensible de la aspersión de unas gotas de agua sobre la
cabeza de una persona, unida a la pronunciación de la fórmula del bautismo, tener una importancia
tan determinante para su destino eterno? Para Kant, es ilusión supersticiosa creer que «mediante el
empleo de simples recursos instrumentales naturales pueda producirse un efecto que constituye
para nosotros un misterio, a saber, el influjo de Dios en nuestra moralidad» (Das Religion
innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft B 302). Algunos liturgistas ilustrados, por ejemplo,
Vitus Anton Winter (1754-1814), entendían la liturgia y los sacramentos como medios de
instrucción del pueblo sencillo, de enseñanza y de edificación de los corazones. Para ellos, la
liturgia es un recurso pedagógico que hace más palpables y perceptibles las ideas abstractas de la
doctrina cristiana y de la moral mediante el empleo de elementos lúdicos (El término lúdico se
origina del latín ludus que significa “juego”. Algunos sinónimos que se pueden emplear para la
palabra lúdico son juguetón, divertido, placentero, recreativo, entretenido, entre otros) y festivos.

Expresa acertadamente el giro decisivo que, bajo la impresión de la Ilustración, se introdujo en


la antigua concepción de la liturgia la fórmula: De medios de La gracia, los sacramentos pasaron
a ser medios de instrucción y edificación.

EI telón de fondo histórico-filosófico estuvo configurado por el ocaso del pensamiento


simbólico en el nominalismo de La Baja Edad Media. En esta corriente filosófica se estudian los
seres concretos tan solo bajo el prisma de su singularidad individual. No existe entre las cosas

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creadas ninguna relación interna y reciproca ni tampoco les compete, por consiguiente, una
capacidad simbólica natural. No tienen ninguna relación al ser que las engloba y las posibilita y
que ellas representan. No existe una jerarquía gradual de las esencias de las cosas ni
participaciones en el Ser universal que generen diferencias en el mundo (abandono de la analogia
entis).

Según esta concepción, la conexión entre la gracia y el signo sacramental es enteramente


arbitraria, sin más fundamento que la palabra positiva institucionalizadora de Cristo. En opinión de
Guillermo Ockham, Dios podría haber vinculado la gracia de la justificación a otras formas de
oración (Sent. IV. dist. 1). Aquí no se percibe ya claramente la conexión interna entre la gracia y el
símbolo sensible tal y como corresponde a la naturaleza corpórea del ser humano.

Con la irrupción, en el siglo XVIII, del pensamiento historicista, se hacía necesario que algunos
conceptos básicos de rica tradición, por ejemplo, la institución de los sacramentos por Jesucristo,
pudieran ser verificables como meros actos jurídicos fundacionales, pues en caso contrario debería
renunciarse a ellos.

Aquí es preciso dar a la teología sacramental un enfoque antropológico, desarrollar una


concepción global de la realidad y elaborar y destacar claramente la conexión interna entre las
acciones salvíficas del Jesús prepascual, el mandato otorgado a la comunidad postpascual y la
continuación de la misión salvífica de Cristo en el curso de la historia.

b) La acuñación del término «sacramentum» como concepto teológico


técnico.

Como término, sacramentum es la traducción latina del griego ~vtmJQtOv de los LXX y del
Nuevo Testamento. En la mayoría de los casos, mysterium (en singular) se refiere a la revelación
del proyecto salvífico eterno de Dios en la obra redentora de Cristo (ct. 1 Cor 2,710; Rom 16,25s.;
Col1,26s.; Ef 1,8-10; 3,3-12; cf. Mc 4,U).De aquí se derivó el uso lingüístico de designar como
misterio cada una de las concretas realidades de la fe, por ejemplo, la Trinidad 0 la encarnación.

Atanasio fue el primer teólogo que llamó misterios al bautismo, la eucaristía y el matrimonio (cf.
K. Prilmm, Mysterion und Verwandtes bei Athanasius, ZKTh 63 [1939] 350-359). El origen
objetivo de esta denominación se encuentra claramente en el hecho de que en los actos litúrgicos
de la Iglesia se hace presente el misterio único de la salvación.

Dejando aparte las semejanzas ceremoniales puramente extrínsecas, los misterios cristianos de la
liturgia tienen escasa relación histórica y objetiva con los llamados cultos mistéricos paganos. El
marco de referencia de la liturgia cristiana no es una intelección cósmica de la naturaleza, sino una
relación personal con Dios, mediada en y transmitida por la persona histórica de Jesús de Nazaret
(ct. K. Pri.lmm, Christentum als Neuheitserlebnis, Fr 1939, 412-447).

La acuñación de sacramentum como terminus technicus no se produjo como simple resultado


de la traducción de mysterion. Subyace más bien en el fondo un contenido objetivo, que Tertuliano
fue el primero en poner de relieve. Este teólogo norteafricano califica al bautismo, la eucaristía y
también (de acuerdo con Ef 5,22) al matrimonio de sacramenta (bapt. 1;3;9; virgo vel. 2; adv.
Marc. 4,34; 3,22; resurr. 9; exh. cast. 7; cor. 3). Bajo este concepto se agrupan tanto alegorías
como símbolos. También a la religión cristiana se le aplica la denominaci6n de sacramentum fidei.
A la historia de la salvación se la llama sacramentum oikonomiae 0 sacramentum humanae salutis
(adv. Marc. 2,2; 5,17).

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Tertuliano deriva sacramentum de sacer (sacro, sagrado, santo). Es sacro un objeto consagrado
a los dioses 0 por cuyo medio se consagra algo. Se calificaba especialmente de sacramentum el
juramento 0 jura de la bandera de los soldados. El soldado se comprometía -bajo la invocación de
los dioses-a seguir fielmente a los generales. Durante la ceremonia, se les marcaba con un signo
que los vinculaba al imperator. Tertuliano entendía el bautismo a modo de una sigilación con el
estandarte de Cristo. El cristiano es incorporado a la militia Christi (cf. Ef 6,1020). El bautizado
queda marcado con el sello de Cristo y del Espíritu y obligado a vivir en el espíritu (2Cor 1,22;
Ga15,22ss.).

La aplicación del concepto de sacramentum a la eucaristía contribuyó a especificar su


significado. Del hecho de que Jesús dijera del pan y del vino que eran su cuerpo y su sangre (con
lo que se refería no a los distintos componentes de su cuerpo, sino a sí mismo en la entrega de su
vida), podía deducirse que el pan y el vino se relacionan con el cuerpo y la sangre de Cristo como
figura, imago, typus y similitudo respecto a la veritas. De donde se sigue que signum, typus,
figura, similitudo e imago deben considerarse como sinónimos de sacramentum. Remiten a la
realidad invisible de la gracia y la contienen y actualizan en los signos y en las acciones. También
Cipriano entendía signum, typus, etc., como sinónimos de sacramentum. Debe aquí observarse·
que este teólogo aplicaba también a la Iglesia el concepto de sacramentum: según el, la Iglesia es
el sacramentum unitatis et charitatis (unit. eccl.7).

Al igual que Cipriano, también Ambrosio de Milán, en sus grandes escritos (De sacramentis,
De mysteriis; cf. también Gregorio de Nisa, bapt. Christi: PG 46,581) entendía como sacramentos
el bautismo, la confirmación, la eucaristía y el matrimonio. El sacrificio eucarístico es el centro de
toda la liturgia cristiana y, por consiguiente, el sacramento de los sacramentos. La estructura del
sacramento responde a la naturaleza corpóreo-espiritual del hombre. Lo invisible se hace presente
en elementos visibles mediante su referencia a la obra salvífica de Cristo y a la acción del Espiritu.
EI efecto espiritual invisible es causado por Dios en virtud de la ejecución creyente de la acción
litúrgica.

c) La inclusión del «sacramentum» en el género de los signos (Agustín)

EI mayor de cuantos signos transmiten sensiblemente la presencia salvífica de Dios es, según
Agustín, el sacramentum incarnationis (nat. et grat. 2,2). La naturaleza humana de Cristo es, en
virtud de su subsistencia en el Logos divino, el sacramento de la divinidad del Logos. Ya los
signos de la alianza antigua (circuncisión, celebración de la Pascua, ley ritual, un don de los
sacerdotes y los reyes, culto del Templo y otros) prefiguraban misteriosamente este sacramento de
la alianza nueva. También las señales sensibles de los paganos, los sacramentos naturales en los
que se expresa su índole religiosa, remiten ocultamente a la futura salvación en Cristo y son
expresión de su esperanza salvífica.

La dimensión sacramental de la transmisión de la salvación se desprende también, en Agustín,


de la antropología, cuya vertiente sacramental analiza en perspectiva simbólico-ontológica. En este
nivel, la doctrina agustiniana acusa la honda influencia de la ontología neoplatónica. EI mundo
perecedero y material del tiempo es señal del mundo eterno e imperecedero del espíritu, al que
tiende todo movimiento. Existe una inclinación interna desde la realidad (res) a la señal (signum).
Pero, por otro lado, Agustín se orienta también según el concepto bíblico del O'fj!l£LOV (In 2,11).
Los elementos del orden de la creación se convierten en medios con los que Dios hace realidad el
orden de la redención. Dios da a conocer la gracia invisible bajo las condiciones materiales del
conocimiento humano y de la formación de comunidad en el horizonte de la historia de la
salvación y de la escatología. En virtud de la eficacia divina (virtus Dei), los signos del orden
creado pueden producir lo que significan en el orden de la redención. Y significan lo que producen
(efficiunt quod figurant; significando causant).
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En términos generales, un signo es una realidad que, aparte la significación que provoca en
nuestros sentidos, es capaz de expresar otra cosa diferente en nuestro universo conceptual (doct.
christ. 1,2,2). Entre las diferentes clases de signos (p. ej., señales naturales, como la relación que se
da entre el humo y el fuego, 0 los símbolos convencionales), los más importantes son las palabras
del lenguaje humano. En el lenguaje hablado se produce la unión entre el sonido sensiblemente
perceptible de las palabras y la comprensión espiritual que posibilitan.

Los sacramentos forman una clase especial y propia de signos. EI sacramento es una señal,
compuesta de un elemento sensible y de la palabra, que produce un efecto sobrenatural: es signum
sacrum 0 signum rei sacrae (civ. 10,5).
Pero un signo natural no puede producir por sí mismo un efecto sobrenatural. Para ello necesita
la palabra significante, pronunciada con el poder del Espiritu Santo. Sólo con el poder de Dios
(virtus Dei) causa el signo sacramental (en el elemento y la palabra) el efecto sobrenatural (gratia
Dei).

De donde se deriva la bien conocida definición de sacramento: Cuando la palabra llega al


elemento, surge el sacramento, que debe ser entendido a modo de palabra visible (In Jo. 80,3:
Accedit verbum ad elementum et fit sacramentun, etiam tamquam visibile verbum).

La eficacia de los sacramentos es causada por Cristo mismo 0 por la potestad que otorga a
quienes los administran. Pero la transmisión de la gracia no está vinculada a la santidad subjetiva
del ministro de los sacramentos, ni es conferida en virtud de esta santidad, tal como Agustín
acentúa claramente contra los donatistas. Los sacramentos actúan ex opere operata.

Dado que hunden sus raíces en el encuentro Dios-hombre en la encarnación, su recepción está
condicionada por la estructura social y comunicativa del ser humano. De donde se desprende que
debe establecerse una conexión esencial entre los sacramentos y la Iglesia.

Según esto, el contenido del sacramento (res sacramenti) no es tan sólo la comunión de cada
uno con «su» Cristo. Al contrario, quien tiene algo que ver con Cristo, tiene que ver también con la
Iglesia, cuya cabeza es Cristo. Es decir, debe entenderse que el contenido del sacramento es el
Cristo único y total: como cabeza y como cuerpo (Christus totus caput et corpus, cf. in Ps. 62,2;
serm. 171,1,1; 285,5). La transmisión sacramental de la gracia tiene una cualificación
esencialmente eclesial.

d) La definición de sacramento en la Escolástica

En el contexto de las controversias en tomo a las enseñanzas de Berengario de Tours (muerto en


1088), se llevaron a cabo intensos esfuerzos por conseguir una clara definición del concepto de
sacramento. Apoyándose en la autoridad de Agustín y de Isidoro de Sevilla (orig. 6, 19,39s.), se
afirmaba que «los sacramentos no son simples signos externos, sino signos eficaces, es decir,
símbolos reales» (signa efficacia, Summa sententiarum 4,1).

Hugo de San Víctor ofreció la siguiente definición escolástica del concepto de sacramento;
Sacramentum est corporale vel materia Ie elementum foris sensibiliter propositum ex similitudine
repraesentans et ex institutione significans et ex sanctificatione continens aUquam invisibilem et
spiritaLem gratiam (De sacr. christ. fidei 1,9,2; PL 176,317). En su manual doctrinal, que ejerció,
hasta bien entrado el siglo XVI, una considerable influencia en la Escolástica, Pedro Lombardo
explica: Sacramentum proprie dicitur, quod ita signum est gratiae Dei et invisibilis gratiae forma,
ut ipsius imaginem gerat et causa existat (IV Sent. dist. 1 cap. 4).

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Tomas de Aquino ofrece una concisa y densa definición de sacramento que circunscribe este
concepto al bautismo, la confirmación, la eucaristía, la penitencia, la unción de los enfermos, el
orden y el matrimonio: «EI sacramento es el signo de una realidad espiritual en cuanto que
santifica a los hombres» (S. tho III q.60 a. 2: Sacramentum est signum rei sacrae inquantum est
santificans homines).

Los sacramentos causan en nosotros la gracia de la justificación, ya que afectan a la creación, el


aumento, el restablecimiento y la especialización de la relación a Dios de cada creyente. (Cuando
se habla de la gracia de la justificación sacramentalmente transferida se piensa en la gracia como
aliquid creado en el alma, a través de lo cual el hombre está capacitado para aceptar en su
realización personal la auto comunicación increada e incausada del Dios trino.)

Los sacramentos designan


1. el fundamento de nuestra santificación: la pasión y la resurrección de Cristo;
2. la forma de nuestra santificación: La gracia y las virtudes (seguimiento de Cristo y
configuración con el);
3. la meta de nuestra santificación: la vida eterna.

Los sacramentos son signa rememorativa de la pasión histórica de Cristo, signa demonstrativa,
en cuanto que producen en nosotros la gracia procedente de los padecimientos de Cristo, y signa
prognostica, en cuanto que remiten anticipadamente a la gloria futura y son prenda de la vida
eterna. Son acciones santas del culto divino (cultus divinus) y de la santificación del hombre
dotadas de eficacia significante.

Juan Duns Escoto define el sacramento como un signo sensible que significa eficazmente, por
institución divina, la gracia de Dios o un efecto gratuito de Dios y esta ordenado a la salvación del
hombre peregrino (Op. Ox. IV d.l q2 n.9: Sacramentum est signum sensibile gratiam Dei vel
effectum Dei gratuitum ex institutione efficaciter significans, ordinatum aL salutem hominis
viatoris).

5.- Conceptos básicos de la teología sacramental clásica


a) La institución de los sacramentos por Jesucristo

Jesucristo es el fundador de los sacramentos y el autor de La gracia. Únicamente Dios puede


producir la gracia de la justificación en el alma humana. Y solo él puede, asimismo, determinar la
manera como la gracia llega hasta la naturaleza corpóreo-espiritual del hombre. Los sacramentos
no son necesarios para Dios, ya que tiene otros medios con los que otorgar su gracia, pero sí lo son
para los hombres (Tomas de Aquino, S.th. III q.61 a.l ad 2: Gratia Dei est sufficiens causa
humanae salutis; sed Deus dat hominibus gratiam secundum modum eis convenientem. Et ideo
necessaria sunt hominibus sacramenta ad gratiam consequendam). De Dios como fundador y
autor de los sacramentos se puede hablar de una triple manera:

1. Sólo Dios trino tiene potestad para causar la gracia en el alma a través de signos sensibles
(potestas auctoritatis Dei).
2. Solo Cristo puede, en virtud de su naturaleza humana y de su libre obediencia, hacer presente la
salvacion en la historia: su naturaleza actúa, por medio de su obediencia, como instrumento de la
voluntad salvífica divina (instrumentum coniunctum). Dado que la salvación se lleva a cabo en la
naturaleza humana de Cristo, dicha salvación se hace ahora presente, por medio de aquella
humanidad, en los sacramentos. De donde se sigue que la estructura humana de la transmisión de
la salvación -tal como acontece en la Iglesia-hunde sus raíces en la humanidad de Jesús. Los
sacramentos son instrumenta separata de la actuación salvífica divina por medio de la humanidad

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de Jesús. Jesús ejerce su ministerio de sumo sacerdote y de mediador de la nueva alianza en virtud
de su humanidad.
3. Debe distinguirse entre el ministerio y la potestad de Jesús y la potestad de los ministros o
administradores humanos de los sacramentos, que actúan como representantes o vicarios y en la
persona de Cristo, cabeza de la Iglesia. Los hombres no pueden ni ser autores de la gracia ni
instituir sacramentos. Tampoco los apóstoles tuvieron esta potestad fundacional. En consecuencia,
Tomas de Aquino habla de una institución inmediata de todos los sacramentos por Cristo (ct.
también el concilio de Trento: DH 1601; DHR 844). Pero esta afirmación no debe ser entendida en
un sentido histórico positivista, sino histórico -teológico. Tomas rechaza una institución mediata de
los sacramentos (así Hugo de San Víctor, Pedro Lombardo y Buenaventura respecto del bautismo
y de la extrema unción). Es errónea la opinión de que el sacramento de la confirmación fue
instituido por la Iglesia en el sínodo de Meaux (845).
Respecto de la institución inmediata de los sacramentos por Cristo existen
varias interpretaciones:
a) La institutio in individuo, según la cual Cristo no solo habría fijado la materia y la forma,
sino también los ritos concomitantes.
b) La institutio in specie, que entiende que Cristo solo habría determinado la materia y la
forma de los sacramentos.
c) La institutio in genere, para la que el Jesús prepascual habría establecido el contenido de
los sacramentos (res sacramenti) y habría declarado su voluntad de transmitir sensiblemente la
gracia a través de palabras y de acciones simbólicas humanas. Pero la determinación más precisa
del signo sacramental habría surgido de la tradición religiosa de Israel, de la praxis del mismo
Jesús y de la actuación significante del ministerio salvífico de la Iglesia primitiva. Esta última
interpretación es la que mejor responde a la reflexión teológica y a los datos históricos.

1. Base Bíblica.
Después del Concilio de Trento, los teólogos buscaron demostrar, contra los
protestantes, que Cristo había instituido los siete sacramentos a través de una serie de
actos concretos, de los que quedaría testimonio más o menos claro en la Sagrada
Escritura. De este modo se realizó una recogida de textos acerca del fundamento de la
existencia de los sacramentos, del momento de su institución, o por lo menos de
momentos relacionados con ella y de la práctica del sacramento por parte de la primitiva
Iglesia:
Sacramento Fundamento Institución Practica
Bautismo Mc 1,9-12 Mt28, 19 Hch2,38-41 y par.
Mc 16,15-16
Confirmación Hch 2,1-4 Jn 16,7 Hch 8,14-17
Eucaristía. Mc 14,22-25 1Co 11,23-26 Hch 2, 42-46 y par.
Penitencia Mt9,1-8 Jn20,21-23 Mt 18,15-18 St 5,16
Unción Mc6,13 Lc 9,1 St 5,14-15
Orden Sac. Heb 5,1-9 Mt 18,18 2Tm 1,6
Lc 22,19
Matrimonio Jn 2,1-2 Mt 19,3-10 Ef5,21-27
Jn 3,29
Jn 19,33-34

Sin embargo, estos textos, en su mayor parte, admiten interpretaciones diversas.


Se vio que era imposible fijar con certeza total un momento concreto de institución para
cada sacramento, a excepción de la Eucaristía queda firme sin embargo el argumento a
priori de que sólo Cristo tenía el poder para instituir los sacramentos, porque sólo EI
podía dar el poder de producir efectos sobrenaturales a unos gestos externos y a unas
palabras.

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b) El signo sacramental
Debe distinguirse entre el contenido del sacramento (res sacramenti) y la forma externa del
signa (signum tantum). El signo externo consiste en las palabras pronunciadas por el ministro en el
acto litúrgico y el elemento material (agua, aceite, pan y vino) 0 las acciones simbólicas (la
imposición de las manos en el orden, la respuesta afirmativa en la celebraci6n del matrimonio).
Debe igualmente distinguirse entre el signo material en cuanto tal (materia remota) y su aplicación
en la acción sacramental (materia proxima). En la realización del signa sacramental puede
aparecer un tercer elemento intermedio entre el contenido y la realización del signo: res et
sacramentum. Se trata aquí del carácter sacramental impreso en el bautismo, la confirmación y el
orden, de la presencia real de Cristo en los dones del pan y el vino transformados y del vínculo
indisoluble del matrimonio que une a los cónyuges de por vida.
Hacia mediados del siglo XIII, y como consecuencia de la aceptación de las ideas de
Aristóteles, se interpretaron a menudo en sentido hilemorfista los antiguos Conceptos de materia y
forma que constituyen el signa sacramental (así, por ejemplo, en el Decreto para los armenios de
1439: DH 1312; DHR 695). Pero las concepciones filosóficas no forman parte del dogma. EI
hilemorfismo no tiene otra función que la de ofrecer una posible explicación. La forma es aquí
algo más que la figura externa visible de la realizaci6n sacramental. La forma es, según
Arist6teles, la actualidad interna de un ente por la que existe en su esencia 0 «quididad» propia.
Por consiguiente, la palabra como forma no tiene un carácter alusivo 0 explicativo, sino una
función constitutiva y consecrativa. La concepci6n de esta causalidad simbó1ica explica que en el
siglo XIII se empleara preferentemente la fórmula indicativa «Yo te bautizo...», mientras pasaba a
segundo término la fórmula deprecativa: «Es bautizado el siervo de Dios...». Pero ambas deben ser
tenidas por igualmente válidas.

c) El efecto de los sacramentos


El efecto de los sacramentos consiste:
1. en la comunicación de la gracia justificante (gratia creata) como capacitación para aceptar la
autocomunicación de Dios (gratia increata);
2. en la impresión del carácter sacramental en los bautizados, confirmados y ordenados.

d) La comunicación de la gracia santificante.


La justificación se produce en virtud de la infusión de la gracia santificante en el alma. El
hombre es aceptado constitutivamente en la vida de Dios. Esta asunción acontece
fundamentalmente en el bautismo 0, cuando se ha perdido la gracia bautismal, en el sacramento de
la penitencia y, eventualmente, también en la unción de los enfermos (como sacramentos «de
muertos», es decir, administrados a quienes han perdido la vida de la gracia de Dios). La gracia
santificante puede, por su parte, desarrollar, aumentándola y especificándola, la vida divina en los
agraciados mediante la confirmación y la eucaristía, el matrimonio y el orden (sacramentos de
vivos). EI alma es perfeccionada y consumada en su misma realidad (su subsistencia), es decir, es
capacitada para la comunión humano-divina, en virtud de la gracia santificante. Esta misma gracia
santificante graba las potencias del alma (entendimiento y voluntad) mediante los dones y las
virtudes sobrenaturales de la fe, la esperanza y la caridad. A través de los dones et virtutes queda el
hombre capacitada para el seguimiento de Cristo, la plena incorporación a él y la participación en
la naturaleza divina (S.th. III q.62 a.2). Como la fe que recibimos en los sacramentos nos justifica,
se dice de ellos que son signos de la fe (S.th. III q.61 aA). Y dado que la gracia en el sacramento
no solo representa una forma general de transmisión de la gracia divina, sino que produce un
efecto determinado en el hombre (gratia creata), cada sacramento concreto causa una gratia
sacramentalis específica que se distingue claramente de la de los otros sacramentos.

e) El carácter sacramental.

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El bautismo, la confirmación y el orden imprimen una señal espiritual e indeleble (el carácter:
hoc signum spirituale et indelebile) en el alma (DR 1609; ORR 852).

EI sentido de la palabra señal, marca 0 carácter tiene un primer punto de partida para su
correcta intelección en la costumbre paleotestamentaria de la circuncisión: el hombre pasa a ser
propiedad de Dios (Gen 17,11). Y esto rige incluso cuanto este hombre actúa en contra de su
propia vocación. Los elegidos están marcados 0 señalados con el «sello» (sphragis) de Dios (Ap
7,2-8; ct. Is 44,5; Ez 9 3-6). Del mismo modo que Cristo es la «impronta» (kharakter) del Padre
(Reb 1,3), y ha sido acreditado en virtud del «sello» del Padre (In 6,27), así también los bautizados
en Cristo han recibido el Espiritu de Dios como sello de su comunión con Dios Padre y con Cristo
(Rom 4,11; 2Cor 1,23; Ef 1,13; 4,30: In 6,27; ct. también Rom 8,14-17.27-30; Gal 4, 4-6).

En Agustín, el término «carácter» designo a la realización externa de los sacramentos que


produce la acuñación interna del alma por Dios (el sacramentum ola consecratio, contra ep. Parm.
2, 13,18). Pues, en efecto, de la costumbre de no rebautizar a los herejes bautizados que desean
incorporarse a la Iglesia, debe concluirse que también en el bautismo administrado fuera de ella
sucede algo que une indisolublemente al así bautizado con Cristo y con la Iglesia. Mediante la
reconciliación con la Iglesia se participa, en virtud de la gracia santificante, de la vida plena de la
gracia. Debe, pues, distinguirse entre la gracia del bautismo y la apropiación por Cristo del
bautizado (res et sacramentum).

A esta apropiación interna del bautizado que lleva a cabo Cristo en el acto del bautismo se le
da, desde el siglo XIII -para diferenciarla de la gracia santificante-la denominación de acuñación
del alma 0 carácter sacramental. (Se atribuye a los escotistas la opinión de que el carácter sólo
presenta una relación real del hombre a Dios, mientras que Tomas de Aquino lo entiende como
«algo» puesto por Dios en el alma -aliquid in anima-que fundamenta la relación a Dios.)

El carácter bautismal distingue a los bautizados de los que no lo están (signum distinctivum).
Obliga a los receptores a llevar un género de vida acorde con el sacramento (signum obligativum).
Dispone para la gracia auxiliar, de modo que pueda desempeñarse un servicio en el reino de Dios,
y para la recuperación de la gracia santificante cuando el hombre la ha perdido a causa de sus
pecados (signum dispositivum). Este carácter significa además la participación en el ejercicio del
sacerdocio de Cristo (signum configurativum).

f) La eficacia objetiva de los sacramentos (ex opere operata)


Para mantener en pie, frente a los donatistas, la afirmación de que es Dios mismo quien produce
la salvación en los sacramentos y que la causa de la gracia no radica en la santidad subjetiva del
ministro ni en la del receptor, se desarrolló, en el siglo XIII, el concepto del opus operatum. Los
sacramentos causan la gracia ex opere operato, es decir, en virtud del rito realizado y de la
potestad conferida a quien los administra. En cambio, los sacramentales, es decir, los signos
externos que imitan a los sacramentos, actúan en virtud de la piedad personal de quienes los
realizan y los reciben (ex opere operantis). Pero no producen la gracia de la justificación ni
imprimen el carácter sacramental.

g) El modo de actuar de los sacramentos


Los sacramentos contienen la gracia al modo como un efecto está contenido en la realización
del signo 0 como la capacidad imaginativa del artífice está contenida en el instrumento con que
lleva a cabo su obra -es decir, no de una manera cosificada, materializada 0 mágica. Los
sacramentos son el medio del encuentro personal del Dios que se revela y del hombre que
responde con fe, esperanza y caridad. Pero existen varias concepciones acerca de cómo ha de
entenderse más concretamente esta actuación sacramental.

9
La actuación causal simbólica (Karl Rahner y otros)
EI signo y la gracia no están unidos, en esta concepción, de una manera meramente extrínseca,
en virtud de un decreto divino. EI símbolo forma parte de la referencia al mundo de la gracia: el
símbolo es la gracia misma bajo la modalidad de su realización en el mundo y en la historia. Por
consiguiente, los signos sacramentales no se limitan a remitir a una gracia que es distinta de ellos.
EI signo esta sostenido por la gracia como el espacio de su presencia actual en el tiempo. Se toma,
pues, con estricta seriedad el axioma: significando causant, causando significant (Rahner, Zur
Theologie des Symbols, en Schriften IV, 299s.).

h) La necesidad relativa de los sacramentos


Dios no reduce ni recorta su libertad cuando se vincula a acciones simbólicas creadas. En los
sacramentos adapta su acción salvífica a las condiciones corporales, hist6ricas y sociales de la
existencia humana (Tomas de Aquino, S.th. III q.61 a.1). De donde se deriva la necesidad relativa
de la gracia en su forma sacramental.

Dado que el pecado original vulnero la naturaleza humana y el hombre oscila entre una
desmundanizacion idealista y una espiritualización de la fe por un lado, y una percepción sensible
y mágica de lo divino por otro, Dios sale a su encuentro justamente en los signos sensibles. Así, el
hombre depende de su naturaleza finita y de la curación y salvación de la misma. Esta naturaleza
finita se convierte en el medio del encuentro personal con Dios.

La fe, el bautismo y la incorporación a la Iglesia son en sí medios salvíficos necesarios para


obtener la gracia de la justificación. Pero bajo determinadas circunstancias, también puede
concederse y recibirse la gracia sin la realización del signo sacramental y sin pertenecer a la Iglesia
visible. En todo caso, aquí se da por supuesta la existencia de un deseo, consciente 0 inconsciente,
de la salvación en Cristo, de la comunión con la Iglesia y de la participación en su leiturgia
(votumfidei, votum ecciesiae, votum sacramenti).

i) EI ministro o administrador de los sacramentos


Es parte constitutiva de la estructura de los sacramentos la relación polar entre el ministro y el
receptor. EI enfrente entre Dios como causa de los sacramentos en Cristo y el hombre como
receptor de la gracia penetra también en la estructura de la realización sacramental. El ministro de
los sacramentos representa a Cristo como cabeza del cuerpo, y el receptor a la Iglesia como cuerpo
de Cristo. Quiere esto decir que el verdadero ministro 0 administrador de la gracia es el mismo
Cristo en el Espiritu Santo (Agustin, contra ep. Pann. 2,11,23: Christus est qui baptizat). El
ministro humano actúa únicamente como causa ministerialis e instrumentalis.

Solo puede administrar los sacramentos quien la potestad sacramental y los realiza en el sentido
que Cristo y la Iglesia conceden a estas acciones (Prepositino [muerto en 1210]: lntentio faciendi
quod facit ecclesia). Se discute la clase exacta de intención (actual, virtual, directa, indirecta).

j) EI receptor
Es receptor de los sacramentos el hombre peregrino (in statu viatoris). No pueden recibirlos los
que han fallecido (cf. lCor 15,29 y la reprobación, en el III sínodo de Cartago, e1397, de la
costumbre de los bautismos o las comuniones vicarias, es decir, en representación de personas
difuntas).

Para la recepción valida se requiere la disposición de una fe básica y de la ordenación personal


a la gracia ofrecida en el signo sacramental. La ausencia de esta disposición no elimina la
vinculación interna entre la gracia y la forma significante del sacramento, pero si impide que la
gracia llegue realmente, por medio del signo sacramental, hasta los actos personales del receptor
del sacramento.

10
Debe distinguirse entre la recepción valida y la recepción digna de los sacramentos. Una
recepción valida no presupone la plena ortodoxia ni el estado de gracia justificante. Pero quien no
cree, no recibe nada; no recibe, por ejemplo, la gracia bautismal, porque se le opone al sacramento
un obstáculo (obex) insalvable. En el caso del matrimonio se daría un óbice de este tipo si no hay
libertad para contraer el sacramento. Pero cuando el receptor no carece enteramente de disposici6n
(a causa de la incredulidad), sino que se trata solo de una disposición deficiente, se recibe el
sacramento. Además, los sacramentos del bautismo, la confirmación y el orden confieren carácter
sacramental, y el matrimonio crea un vínculo indisoluble, de modo que puede alcanzarse una
reviviscencia de la res sacramenti (reviviscentia sacramentorum).

k) Número y orden de los sacramentos


Tan solo tras la correcta formulación del concepto de sacramento, y en el marco de la
emergente teología sacramental sistematizada, pudieron agruparse los signos salvíficos del
bautismo, la confirmación, la eucaristía, la penitencia, la unción de los enfermos, el orden y el
matrimonio bajo el título de «los siete sacramentos» y fue posible diferenciarlos de los
sacramentales (Sententiae divinitatis, 1147; Pedro Lombardo, Sentencias, 1152-1158 y la Summa
del maestro Simon de Tournai, 1165-1170). También la Iglesia oriental aceptó, siguiendo la estela
de la Iglesia occidental, la sacramentalidad de los signos salvificos reseñados (cf. 1. FinkenzelIer,
Die Ziihlung und die Zahl der Sakramente: Wahrheit und Verkilndigung, ed. por L. Scheffczyk, M
1967, 1005-1033).

Por lo demás, el contenido de la afirmación dogmática no se refiere al número septenario en


cuanto tal, sino a la sacramentalidad de las señales salvíficas mencionadas, de acuerdo con el
concepto específico de sacramento (institución por Cristo, gracia interna de la justificación y signo
externo compuesto de palabra y elemento material). Pedro de Poitiers (1170) fue el primer teólogo
que centro sus reflexiones en el tema expreso del número septenario en cuanto tal.

La explicación antropológica de este número en Tomas de Aquino (S.th. III q.65, a.1), basada
en una cierta analogía entre la vida corporal y la espiritual, fue ampliamente aceptada por el
concilio de Florencia (1438-1445) y por el II concilio Vaticano (LG 11).

La sacramentalidad le adviene a cada una de las siete señales salvíficas de manera analógica, de
modo que existen diferencias entre ellas en lo relativo a su importancia para la vida individual y
eclesial. Y así, hay sacramentos principales 0 capitales (el bautismo y la eucaristía) y los restantes,
a veces llamados, en la Edad Media, sacramenta minora (el. DH 1603; DHR 846; cf. Y. Congar,
Die Idee der sacramenta maiora, Cone. 4 [1968] 9-15).

1) Los sacramentales
Por sacramentales se entienden tanto ciertas ceremonias independientes como algunos ritos
explicativos dentro de la administración de los sacramentos. EI sacramental es una oración de
intercesión de la Iglesia asociada a una señal sensible en favor de los hombres en determinadas
circunstancias de la vida. Son también, y sobre todo, sacramentales, las bendiciones de: objetos de
uso diario, 0 respectivamente de los lugares que desempeñan un papel importante en la vida
humana (Ia vivienda, el lugar de trabajo, etc.) 0 de objetos del culto (bendición del agua, etc.) y de
personas a quienes se les confían tareas eclesiales 0 que abrazan un peculiar genero de vida
(consagración de las vírgenes). Los sacramentales cumplen una importante función en la
concreción antropológica de la fe. Deben, pues, ser respetados, a la vez que protegidos frente a los
abusos 0 las erróneas intelecciones (DH 1255,1613,1746,1775; DHR 665,856, 943, 965).

6. Principales declaraciones del magisterio sobre la sacramentologia


general
11
a) La eficacia objetiva
Contra los donatistas: Sínodo de Cartago, año 411.
Contra los petrobrusianos: el II concilio de Letrán, en 1139 (DH 718; DHR 367).
Contra los valdenses, albigenses, cataros, etc.: el sínodo de Verona, en 1184 (DH 761; DHR
402). Cf.la confesión de fe propuesta a los valdenses por Inocencio III, en 1208 (DH 793s.;
DHR 424); el IV concilio de Letrán (DH 812). Contra Wycliff (DH 1154; DHR 584), Hus y sus
seguidores (DH 1262; DHR 672), se afirma que la celebración de un sacramento no depende de
la dignidad personal de quien lo administra. Un mal sacerdote que emplea la debida materia y
forma y tiene la intención de hacer 1o que hace la Iglesia realiza el sacramento.

b) El II concilio Vaticano
El II concilio Vaticano (1962-1965), en la constitución Lumen gentium sobre la Iglesia en el
mundo (1964), hizo una declaración magisterial de fundamental importancia en el campo de la
teología sacramental. Dicho documento expone la vida sacramental desde el bautismo hasta el
matrimonio y la sitúa en el conjunto global de la esencia y de la misión sacramental de actualizar
el servicio sacerdotal de Cristo (LG 11).

La constitución Sacrosanctum Concilium (1963) sobre la sagrada liturgia contempla «la esencia
de la sagrada liturgia y su importancia para la vida de la Iglesia» (SC 5-10,14,47s.).

7.- Los nuevos planteamientos de la teología sacramental contemporánea


La teología de los sacramentos ha compartido la transformación y renovación introducida en el
cuerpo total de la teología católica del siglo xx como consecuencia del retorno a las fuentes
bíblicas, patrísticas y litúrgicas. La terminología orientada según el concepto de causalidad natural
paso a un segundo plano, en beneficio de las categorías de lo personal y lo dialogal, de la
intersubjetividad y la comunicación. Los intentos por conseguir una fundamentación antropológica
y filosófica para una teoría de los símbolos se encuentran secundados por las alusiones a la
dimensión sociopolítica de la liturgia cristiana y por las iniciativas en pro de una superación
ecuménica de la oposición clásica entre católicos y protestantes acerca del modo de entender los
sacramentos.

a) La redefinición de la relación entre palabra y sacramento


Ha perdido validez la superficial caracterización de la Iglesia evangélica como Iglesia de la
palabra y de la católica como Iglesia de los sacramentos. Destacados teólogos protestantes (W.
Elert, R. Prenter, P. Althaus. P. Tillich, O. Cullmann, M. Thurian, J. v. Allmen, G. Ebeling, J.
Jungel, W. Pannenberg y otros) han intentado poner de relieve la importancia de los sacramentos.

En primer lugar, parece diluirse uno de los dilemas de la doctrina evangélica


sacramental

“O de desvalorizar los sacramentos en virtud de una concepción meramente simbólica que, en el


fondo, los hace superfluos, 0 de entenderlos como complemento necesario del simple
acontecimiento de la palabra, que pondrían en cuestión el principio reformista solo verbo -sola
fide» (G. Ebeling, Erwiigungen zum evangelischen Sakramentensverstandnis, en idem, Wort und
Tradition, Go 21966, 217226, aquí 217).

Karl Barth reducía, en efecto, los sacramentos a una función pedagógico y cognitiva: dar
formas sensibles a la palabra de la predicación (KD I11,61). Según P. Althaus, los sacramentos
sirven para explicar la palabra, una explicación que viene en cierto modo exigida por la
constitución corporal del hombre (Die christliche Wahrheit, Gutersloh 1972,536-547).

12
Empalmando con la afirmación de Lutero de que, hablando en puridad, el único sacramento de
la Iglesia es Cristo (W A 6,86,5ss.), Eberhard JUngel ha acometido la tarea de aprender a entender
de nuevo los sacramentos como un acontecimiento de mediación. Pero el sacramento no media ni
transmite «algo». Más bien, media, transmite y actualiza a Dios mismo en la humanidad y la
historia de Jesús, su Hijo. La auto comunicación de Dios en el ser humano de Jesús incluye
también la palabra proclamada, en la que acontece actualmente para los hombres aquella auto
comunicación. Si Dios se transmite a sí mismo mediante su palabra a los hombres, en la
adjudicación de la gracia se da a la vez el juicio contra los pecados, contra la arrogancia humana y
contra el intento de apoderarse del acontecimiento de la salvación. Al transmitirse la palabra al
creyente, alcanza una forma referida a una situación, a la que se da el nombre de sacramento. EI
sacramento es la autoconcreción de la única palabra salvífica en la situación del creyente en el
mundo.

«En el bautismo y la cena se perfila, por un lado, que la palabra, que forma parte del ser de
Cristo, está referida a una situación y, por otro, que la situación del creyente está referida a la
palabra» (Das Sakrament -was ist das. Versuche einer i Antwort, en E. Juagel-K. Rahner, Was ist
ein Sakrament?, Fr. 1971,16).

Aquí no se entiende ya el acontecimiento del sacramento como un apéndice o un suplemento del


acontecimiento de la palabra, sino como una manera de este acontecer, sin que ello implique, por
otra parte, una relativización -mediante una especie de «complemento» 0 añadido humano -del
acontecimiento de la justificación, reservado en exclusiva a Dios.

A esta nueva valoración de los sacramentos en la teología evangélica responde, por el lado
católico, una nueva valoración de la palabra (G. Sohngen, F. X. Arnold, M. Schmaus, H. Volk, O.
Semmelroth, K. Rahner, E. Schillebeeckx, L. Scheffczyk, W. Kaspar, entre otros): Ahora se
entiende la palabra como acontecimiento salvífico. Es algo más que simple información
catequética. A la predicación en los servicios litúrgicos y a los elementos verbales de los
sacramentos les adviene una significación salvífica porque en ellos se hace Dios presente y se
media en su palabra.

Karl Rahner entiende la revelación como auto comunicación de Dios. Dios se explica a sí
mismo en su Palabra encarnada. De este modo, la palabra de la salvación se sitúa bajo las
condiciones de la forma, diversamente estructurada, de la existencia humana. De acuerdo con esta
forma plural, el sacramento único, que es Cristo, se especifica en las diversas celebraciones
sacramentales básicas de la Iglesia. Deben, pues, entenderse los sacramentos como medios,
sustentados por Dios mismo, de la mediación de su presencia inmediata.

Si se definen los sacramentos como modos de ejercitar la comunicación personal y dialogal con
Dios, pierden su fuerza las objeciones protestantes clásicas contra una intelección «cosificada» 0
«materializada» de la gracia y contra un encuentro de Dios con el hombre al que se le atribuye
escaso contenido personal. La nueva concepción de los sacramentos respeta plenamente la
significación de la naturaleza corpóreo-espiritual humana y conserva incólume, bajo todos sus
aspectos, la realidad de la mediación salvífica de la encarnación.

b) La Iglesia como sacramento fundamental en Cristo y su concreción en cada uno de los


sacramentos
No es posible retrotraer, tal como reclaman los positivistas, hasta unos concretos actos
institucionales del Jesús prepascual cada uno de los sacramentos. EI hecho de que en la Iglesia
primitiva se hayan formado y desarrollado algunos ritos básicos, como el bautismo y la eucaristía,
debe ser entendido como el resultado de la dinámica total de la actividad salvífica del Jesús
prepascual, de los acontecimientos originarios de la Iglesia en Pascua y Pentecostés y del mandado

13
confiado a la Iglesia de proseguir en la historia la misión salvífica de Cristo. La Iglesia es, en su
conjunto, instrumento y medio de la voluntad salvífica escatológica de Dios, convertida en
realidad histórica en Cristo. Los sacramentos son autorrealizaciones concretas de la esencia y de la
misión salvífica de la Iglesia a través de las cuales el mismo Cristo, como su cabeza, actúa en
favor de la salvación de todos y cada uno de los seres humanos (d. K. Rahner, Kirche und
Sakramente, 36).

Pero sí se puede, en cambio, retrotraer hasta la voluntad salvífica de Dios históricamente


perceptible en las acciones del Jesús prepascual el contenido de los sacramentos. Jesús es, en su
ser y en sus obras (cuando proclama el reino de Dios, cuando llama y envía a los apóstoles y
discípulos, cuando perdona los pecados, come con los pecadores, sana a los enfermos, concede un
nuevo valor al matrimonio desde la voluntad salvífica divina e instituye el memorial del recuerdo
real de su muerte en la última Cena), el sacramento originario de la salvación que se transmite en
los sacramentos de la Iglesia. La Iglesia es, pues, el sacramento radical de la voluntad escatológica
salvífica, pero está vinculada, en sus actos sacramentales concretos, a la obra salvífica de Jesús. La
primitiva Iglesia no se inventó los sacramentos a partir de sí misma y apoyada en su propia
autoridad. Los sacramentos no surgen de las profundidades de la conciencia religiosa del espíritu
del pueblo de la Iglesia (modernismo), sino de la actividad histórica de Jesús.

c) Los impulsos de la teología de los misterios


Superando la tesis de una cierta conexión entre los cultos mistéricos paganos y la celebración
del misterio cristiano en las acciones litúrgicas de la Iglesia, la teología de los misterios de Odo
Casel (Das christfiche Kultmysterium, Rb 41960) ejerció un amplio influjo en las concepciones
litúrgicas del II Concilio Vaticano. La teología sacramental clásica había explicado la relación
entre la acción salvífica histórica y la salvación actualmente presente mediante la llamada teoría
del efecto. En los sacramentos se les aplica a los fieles el efecto de los padecimientos históricos de
Jesús. Debe añadirse, además, que la salvación acontece como co-realización libre del misterio de
Pascua. EI bautismo significa ser incluido en la muerte y la resurrección de Cristo (Rm 6,3ss.). La
eucaristía es comunión con su cuerpo entregado y su sangre derramada (lCor 10,16s.).

Ciertamente, no pueden repetirse las acciones salvíficas históricas de Jesús: en cuanto


acontecimientos históricos pertenecen al pasado y no se prolongan en el tiempo. Pero como en
estas acciones salvíficas se ha dado la plenitud de los tiempos, trascienden su acontecer histórico
único en la dimensión temporal y espacial y llegan hasta la realización de la fe personal de cada
ser humano en todo tiempo (a diferencia del culto mítico, que pretende mediar la
supratemporalidad). Lo concreto y único se convierte en universal sin perder por ello su
concreción histórica. El misterio salvífico escatológico que acontece en un punto determinado del
tiempo pero que abarca todos los tiempos se hace presente in mysterio. Se quiere señalar con ella
la realización litúrgica sacramental simbólica en la palabra y la fe de la Iglesia. EI contenido
autentico y el portador del misterio de Pascua es el Jesús histórico, exaltado a la condición de
Kyrios. La portadora de la acción cultual simbólica que actualiza este misterio es la Iglesia.
Mediante la realización de las acciones cúlticas entra, junto con sus miembros, en la comunión de
destino con Jesús. Al compartir los padecimientos de Cristo, la Iglesia asiste a los cristianos en sus
sufrimientos y su muerte y les concede así participación, como resucitados, en la forma de su
gloria (cf. FIp 3,10s.; Rom 6).

De esta concepción arranca la importante idea de la participatio actuosa en el misterio de


Pascua, que tuvo una influencia determinante en la intelección de la liturgia del II concilio
Vaticano.

d) Los sacramentos a la luz de la moderna teoría de la comunicación

14
A la luz de una intelección de la revelación contemplada desde la teoría de la comunicación se
ve claramente que Dios se comunica a los hombres como vida. Pero este intercambio vital necesita
acciones y señales significantes en las que se realiza y se muestra. La comunicación acontece en
los actos verbales simbólicos y en las acciones comunicativas. Surgen así, en el campo de tensión
de comprensión de-sí y comprensión-del-mundo, «figuras de la vida» que fundamentan un nuevo
ser-para y ser-con de los hombres. El enfrente entre el locutor y el destinatario se muestra como
asunción de roles 0 funciones específicas en un sistema de comunicación global. Las acciones
comunicativas crean la identidad en el punto de intersección de la interacción social y
concretamente en el medio de la corporeidad y en el espacio del correspondiente mundo material.
EI nivel del signo y de la significación conduce, por tanto, al nivel de lo real como uno de sus
elementos integrantes. Todos estos aspectos pueden trasladarse a la teología sacramental.

El Dios trino es, ya en sí mismo, comunicación de amor personal. En la encarnación queda


incluido el hombre y con el- el universo entero-en el acontecer de esta comunicación trinitaria. La
humanidad de Jesús es el protosímbolo de la comunicación humano-divina, luego continuada,
prolongada y concretada en el espacio y el tiempo en la Iglesia. Pueden aquí entenderse los
sacramentos como formas de ejercitación de esta comunicación mediada por la Iglesia. Insertan a
los hombres en el entramado global de relaciones constituido por el ser-con, la historia y la
naturaleza y por la esperanza universal de un sentido último de la historia: la esperanza del Dios de
vida inmarcesible (L. Lies, Sakrament als Kommunikationsmittel, en idem, G. Koch [dir.]
Gegenwiirtig in Wort und Sakrament, Fr 1976, 110-148; R. Schaeffler-P. Hunermann, Auskunft
Gottes und Handeln des Menschen, Fr 1970, 51-87).

e) EI potencial de crítica social de los sacramentos


Los sacramentos no se agotan en su significación cultica religiosa.
Afectan a la totalidad de la vida real del hombre. Se atenta, pues, frontalmente contra su propia
esencia cuando se abusa de su dimensión cultica para justificar 0 para perpetuar la opresión y las
injusticias sociales. Como expresión, señal e instrumento de la acción liberadora de Dios en los
hombres, obligan a actuar codo a codo con los demás para hacer realidad la justicia, la libertad y la
fraternidad en la sociedad (cf. Mt 5,23: «Si al ir a presentar tu ofrenda ante el altar, recuerdas allí
que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, y vete primero a reconciliarte
con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda». También: Mt 25,31-46; 1Cor 10,16s.;
Sant 1,27; Un 3,17).

“En la eucaristía celebramos la cruz y la resurrección de Cristo, su paso de la muerte a la vida y


nuestro paso del pecado a la gracia .. la liberación del pecado es el núcleo de toda liberación
política. La primera hace visible lo que hay realmente en juego en la segunda. Y a la inversa, la
comunión con Dios y con los demás hombres presupone la superación de toda injusticia y toda
explotación... Para los judíos, la comida en común era una señal de la fraternidad, que establecía
entre los participantes una especie de pacto sacro. Por otra parte, el pan y el vino son signos de la
fraternidad y remiten a la vez al don de la creación. La materia de la eucaristía lleva oculta en sí
esta relación y recuerda que la fraternidad hunde sus raíces en la voluntad de Dios de conceder a
todos los hombres los bienes de este mundo para que creen un mundo humano” (G. Gutierrez,
Theologie der Befreiung, Mg 101992,320).

II. UNA VÍA DE ACCESO ANTROPOLÓGICA A LOS


SACRAMENTOS
1. EI redescubrimiento de los símbolos

En la crisis de la idea sacramental se refleja la profunda incapacidad del hombre moderno de


comprender simbólicamente la realidad vital total. Esta crisis está condicionada por una
concepción mecanicista del mundo, que contempla la materia exclusivamente bajo el punto de
15
vista de la cantidad y estudia cada una de las cosas concretas desde una vertiente funcional. De
donde se sigue que a los hombres ya apenas les resulta posible entender que el mundo y cada una
de sus realidades concretas son medios que les ayudan a realizar su referencia al horizonte
universal del ser y al fundamento último de todos los entes. Si no es posible entender un símbolo
materialmente constituido como medio y forma de expresión de una realidad trascendente,
entonces los sacramentos son incomprensibles.

EI racionalismo moderno concede ciertos puntos de apoyo simbólico -pedagógicos a un


pensamiento que se mueve sobre todo en el nivel de las ideas y los conceptos claros. En el
empirismo y el positivismo, en cambio, a los símbolos se les considera Únicamente reliquias de un
imaginario universo interior situado detrás del universo real empíricamente dado. Lo real es lo
sensiblemente verificable. El espíritu, los valores, la fe son irreales 0 irracionales. En este
reduccionismo empírico, el mundo no proporciona ya ninguna base para la experiencia
trascendental.

Frente a estas concepciones, es digno de nota el redescubrirniento de los símbolos en algunas


ciencias experimentales. La psicología profunda indica que el nivel inconsciente de las vivencias
se objetiva en visiones intuitivas (sueños, proyecciones, acciones sustitutivas), es decir, se hace
presente simbólicamente a través de imágenes. En sociología se habla de interacción e
intercomunicación simbólica. Los actos simbólicos sirven para que los individuos y las sociedades
descubran su identidad (P. L. Berger; Th. Luckmann).

Este redescubrimiento del símbolo está confirmado por la ciencia de las religiones comparadas
y por la antropología cultural: ninguna sociedad avanza sin rituales y símbolos. La afirmación es
válida respecto también de las modernas sociedades industriales (M. Elide). La filosofía del
lenguaje describe la conexión entre el contenido conceptual y la expresión simbólica como
presupuesto de la comunicación. El lenguaje como mundo de los símbolos es el contexto en el que
acontece la mediación reciproca del mundo y el espíritu (E. Cassirer, P. Ricoeur).

Más allá de estos diversos y nuevos accesos al símbolo, la teología sacramental necesita una
aclaración filosófico-ontológica del símbolo. Mediante la ayuda de esta reflexión ontológica se
consigue proporcionar al símbolo su más amplia y más honda fundamentación. En ella se apoyan
los restantes aspectos y vías de acceso.

2. La ontología del símbolo

Los símbolos no son un sistema de señales arbitrariamente construido y situado aparte de la


realidad restante. Ocurre más bien lo contrario, que la realidad en su estructura más general debe
ser captada simbólicamente: el ser como actualidad general del ente concreto se expresa en este
último. El ente es la autoexpresión del ser, que no existe por sí e independientemente del ente.
Como autoexpresión del ser, el ente remite a algo situado por encima de él. El ente representa la
totalidad del ser solo «de forma fragmentaria», es decir, de acuerdo con la medida de su esencia,
que limita la actualidad general del ser. De este modo, el ente transmite el sentido del ser mismo,
la experiencia supraobjetiva de la unión y la vinculación primordial de toda la realidad. Al mismo
tiempo, el ser del ente remite a Dios: dado que no es real en sí mismo, pero transmite al todo la
existencia actual, debe ser retrotraído hasta un fundamento óntico absoluto realmente existente. Y
así es como la existencia del mundo puede ser el símbolo en el que «se representa el poder de Dios
y su divinidad y se deja ver a la inteligencia a través de sus obras» (Rom 1,20; Act 17,24; Sab
13,1-9; Eelo 17,8s.).

16
El simbolismo óntico del ente afecta al ente «en sí»: es simbólico, en cuanto que se presenta y
se expresa en determinadas cualidades y realizaciones -en un otro: por ejemplo, 10 espiritual en
objetos materiales, el alma en el cuerpo o incluso como cuerpo (ct. infra).

«El sentido originario del símbolo y de lo simbólico, según el cual todo ente es en sí y por sí
simbólico, y lo es, por tanto (y en esa medida), simbólico para un otro, quiere decir lo siguiente:
un ente se da a conocer cuando se realiza en su propia alteridad interna (constitutiva de su
esencia), en la pluralidad intima que conserva (contenida en la autorrealización), como en su
expresión originaria y, por tanto, concordante. Esta experiencia originaria y concordante, que
forma parte de la constitución del ente, es el símbolo que llega desde el ente por conocer al ente
que conoce (sólo adicionalmente, porque está ya más originariamente en la profundidad de los
dos fundamentos constitutivos del ser), el símbolo en el que este ente es conocido y sin el que de
ninguna manera se le puede llegar a conocer. Y es así símbolo en el sentido originario
(trascendental) de la palabra.» (K. Rahner, Zur Theologie des Symbols, Schriften IV,286; cf.
idem, Wort und Eucharistie, ibidem, 313-355)

3. EI cuerpo humano como protosímbolo


Aunque el hombre (como todos los demás entes) es llamado por Dios a la existencia, esto no
excluye que posea, en virtud de su naturaleza espiritual, una causalidad autentica que le ha sido
dada como propia (causa formalis) y que le capacita para autorrealizarse personalmente y, a una
con ello, para autoexpresarse en las condiciones naturales de su esencia corpóreo-espiritual (en la
historia, en la sociedad, en la dinámica escatológica). La naturaleza corpóreo-espiritual del hombre
se convierte en el fundamento plástico de la posibilidad a través de la cual se media, en la
actualidad de su estar-en-sí y de su ser personal, en otros. EI hombre es este acontecimiento. No es
primero espíritu puro en sí que luego, en un segundo momento, se medía hacia sí mismo y se
mueve en dirección a otros seres humanos. La autoexpresión en la materia y en la comunicación
interpersonal es el factor, constitutivo de su esencia, de su espíritu personal y de su libertad.

Otro término para designar esta autoexpresión es cuerpo. El cuerpo es el símbolo real del alma.
El cuerpo no es sino la actualidad del alma en su estar-expresada en la materia prima, es decir, en
la pura posibilidad, por la que se esencializa y se realiza. Así, pues, la corporeidad no se instala
separando dos almas que desean encontrarse, sino que posibilita, sostiene y condiciona el
encuentro personal.

Tampoco la inmediatez personal del hombre con Dios tiene lugar fuera de estas condiciones
concretas de la existencia humana, sino en ellas. (Al hombre le es imposible una inmediatez
personal a Dios en una esfera puramente espiritual que prescinda de su naturaleza creada. La pura
inmediatez a Dios sólo es posible para Dios.) Cuando la Palabra de Dios se hace hombre, pueden
los hombres, en su encuentro personal con el hombre Jesús y en la comunicación con la
comunidad de los discípulos, entrar en una inmediatez personal con Dios que tiene, como
elemento inseparable de la misma, esta estructura de mediación (fundamentada en la teología de la
creación y ratificada por la teología de la encarnación).

Los restantes medios sensibles añadidos por el hombre (pan, vino) sirven de apoyo de la
comunicación corporal (comidas comunitarias). Estos medios, acompañados de la correspondiente
mímica y de los gestos apropiados, pueden convertirse a su vez en señales para los hombres que se
realizan simbólicamente. El pan y el vino que Jesús toma en sus manos en la última cena
simbolizan, junto con el gesto de la entrega a los discípulos de este alimento y esta bebida, su
propia autoentrega sacrificial para la salvación de los hombres. A través de estos dones, los
discípulos tienen participación en la autoentrega de Jesús y forman con él y entre sí una comunión
y una comunidad de vida.
4. El símbolo en el horizonte del tiempo y de la historia
17
Es parte constitutiva de la definición del hombre su referencia al tiempo y al espacio. Se trata
de una referencia que concuerda con la ya antes mencionada autoexpresión material y corpórea de
los seres humanos. La referencia espacio-temporal describe más de cerca la autorrealización
simbólica del hombre en el horizonte de la historia y de la sociedad. Por eso puede el hombre ser
alcanzado y dejarse guiar, en el pasado y en el futuro, por una acción de Dios mediada en la
historia y en la vida social comunitaria y puede participar en este acontecimiento mediante los
correspondientes símbolos. Aquí se da por supuesto que esta acción divina está representada en un
mediador humano. De no ser así, no podría producirse esta comunicación y transmisión universal
de una acción única en forma simbólica.

Por eso puede Jesucristo, mediador del reino de Dios, hacer que los hombres participen a través
de los símbolos en su obra salvífica histórica: a través de los memoriales reales de este hecho en el
pasado y a través de la realización de la señal que representa a y anticipa una promesa futura, a
saber, el pleno cumplimiento escatológico de la salvación llevada a cabo por esta acción.

5. La concreción vital mundana en la pluralidad de los símbolos

biografía de cada persona concreta nunca es algo extrínseco a ella. Es la autoexposición,


cronológicamente estructurada, a través de la cual esta persona se alcanza a sí misma en la plenitud
de su actualidad personal. En esta biografía hay acontecimientos significantes que se convierten en
símbolos clave y puntos de inflexión de la existencia humana.

La concepción del hombre y su nacimiento son, más allá del hecho positivo del acontecimiento
en sí, símbolos del inicio de un espíritu finito en el mundo. Tienen, pues, como propia, una
dimensión natural de signo que remite al comienzo absoluto del hombre en Dios (ef. el bautismo).

EI proceso de crecimiento y maduración del hombre es el símbolo natural de la estructura


temporal, de la historicidad y de la senda del hombre que marcha hacia su plenitud. Por esta razón,
la descripción simbólica del crecimiento y de la madurez pueden convertirse en expresión
significante de que el cristiano avanza a lo largo del camino de la vida en virtud del Espiritu Santo
de Dios que le fortalece (ef. la confirmación).

El alimento es el símbolo básico de la perenne conservación de la vida humana. La necesidad


de alimentarse para conservar la vida hace de los alimentos el símbolo de la energía vital y de la
automedicación constitutiva del hombre con la materia. De donde se desprende que toda comida es
el simbolismo natural en sí de que el hombre recibe, en un sentido absoluto, su vida de Dios, autor
de la vida (cf. la eucaristía).

El protosímbolo del cuerpo se despliega, pues, como consecuencia de su constitución histórica y


social, en un abanico de determinadas concreciones que pueden ser, a su vez, puntos de conexión
simbólicos y comunicativos del hombre con Dios y de Dios con el hombre. Sólo porque la
realización de la existencia humana es simbólica puede Dios convertirla en medio de una
comunicación personal.

III. EL ORIGEN DE LOS SACRAMENTOS EN LAS ACCIONES Y


EL DESTINO DE JESUCRISTO
1. Las acciones simbólicas escatológicas del Jesús prepascual.
Jesús es, a través de su mensaje y de su persona, el mediador del reino de Dios. Proclama la
salvación y la hace realidad. Manifiesta, frente a los «demonios», el poder de curación del
Espiritu de Dios (Mc 1,34). Perdona, con poder divino, los pecados (Mc 2,10). La salvación del
18
reino de Dios consiste en la comunión con Dios, representada simbólicamente en determinados
fenómenos: en la curación del cuerpo, en el gozo del alma, en la paz de los hombres entre sí, en la
experiencia de la justicia y de la providencia. Así, pues, las señales a través de las cuales se conoce
el reino de Dios no son demostraciones internamente distintas de la basileia, sino que son este
mismo reino bajo la modalidad de su realización histórica. En su compasión humana Jesús
simboliza la compasión y la providencia salvífica de Dios en favor de los hombres.

Este reino de Dios está también simbólicamente representado en el hecho de que Jesús comiera
con los publicanos y los pecadores. La comida remite de nuevo a la imagen del banquete nupcial,
que es imagen, a su vez, de la próxima venida del reino de Dios (Mc 2,16).

Jesús confiere a sus discípulos poder para anunciar el reino de Dios, para llamar a los hombres
a la conversión, a la fe y al seguimiento, para expulsar a los demonios y para ungir con aceite y
curar a los enfermos (Mc 6,6-13).

En el evangelio de Juan se presentan los hechos poderosos de Jesús en favor de los enfermos y
de los pecadores como señales en las que se revela su gloria divina (In 6,2.14).

Todas estas señales acontecen ante los ojos y los oídos de sus discípulos, para que a través de
esta experiencia sensible lleguen a creer en Jesús como Hijo de Dios y tengan, mediante esta fe, la
vida (In 20,31; 6,54; 17,3). Se trata, pues, de acciones simbólicas, sensiblemente perceptibles, que
llevan a la fe en Dios Padre, Hijo y Espiritu.

Una mirada global a la actividad prepascual de Jesús permite constatar que el reino de Dios está
presente en el mediador Jesús, en la forma de sus acciones salvíficas y en su destino. Él es el
representante del reino de Dios. Transmite de manera sensiblemente perceptible la salvación, una
salvación que abarca también la corporeidad del hombre.

Las más importantes acciones simbólicas de Jesús son su invitación a la fe, a la conversión y al
seguimiento, la llamada a los pecadores para compartir el banquete de comunión, su lucha contra
el mal y la potestad de perdonar los pecados, la curación de enfermos, la elección y eI envío de los
discípulos, a los que capacita para desempeñar su propia misión, especialmente en el caso de los
doce apóstoles, que simbolizan a su vez la agrupación del pueblo de Dios escatológico. Jesús es,
en su propia persona, el símbolo real de la proximidad del reino de Dios. EI es la señal que será
ciertamente combatida, pero que servirá también para que se pongan en pie muchos en Israel (Lc
2,34). En la actividad prepascual de Jesús se hace visible la iniciación en el reino de Dios a través
de la fe, la conversión, el seguimiento, la realización concreta de la comunión de vida con él y la
pertenencia al círculo de los discípulos.

2. EI símbolo real del reino de Dios escatológico: la cruz y


resurrección de Cristo y la actualización simbólica de este
acontecimiento salvífico
El destino total de Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte en cruz, es señal de su misión de
ser el mediador del reino de Dios y de la obediencia con que acepta esta misión y la sustenta hasta
el extremo: «Pues el Hijo del hombre ha venido a servir y dar su vida en rescate de muchos» (Mc
10,45). En la última cena antes de su muerte, da a sus discípulos pan y vino. Se despoja a sí mismo
en su deseo de entrega por los discípulos y les abre así la posibilidad de participar en su destino y
en la vida indestructible -adquirida en la resurrección-de comunión con Dios Padre:

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«Tomad; esto es mi cuerpo... Esto es mi sangre, la de la alianza, que va a ser derramada por
todos. Os aseguro que ya no beberé más del producto de la vid hasta aquel día en que lo beba
nuevo en el reino de Dios» (Mc 14,22-25; lCor 10,16s.).

Así, pues, tanto la entrega de la vida de Jesús en la cruz como su resurrección de entre los
muertos se convierten en símbolos en los que Dios muestra a los hombres su inclinación salvífica
escatológica, la realiza y la hace de nuevo comunicable en los símbolos de la muerte y la
resurrección de Jesús, y de forma especial en el bautismo y la eucaristía.

En virtud de las apariciones pascuales, la comunidad prepascual de los discípulos se sabía


llamada a constituir la asamblea de la Iglesia del nuevo pueblo de Dios y comisionada para la
proclamación y la transmisión del reino de Dios, simbólicamente fundamentadas en las actividades
prepascuales de Jesús y definitivamente acuñadas en su muerte y resurrección, y más
especialmente en el bautismo y la cena del Señor (ct. también Act 2,42: enseñanzas de los
apóstoles, comunión, fracción del pan, oración). Cuanto a la forma externa de los símbolos, podía
recurrirse, en algunos aspectos concretos, a la praxis religiosa del pueblo de Dios
paleotestamentario. Pero aquellos ritos quedaban enteramente redefinidos en virtud de su
contenido cristológico y pneumatológico.

IV. LA DIMENSIÓN ECLESIAL DE LOS SACRAMENTOS


Uno de los elementos necesarios para el establecimiento del reino de Dios es la constitución del
pueblo de Dios escatológico, simbólicamente expuesta en la elección de los Doce (apóstoles). Se
les encomienda la tarea de proclamar la cercanía de este reino y de incitar a la conversión y a la fe.
Recibieron la potestad de llevar a cabo, eficazmente, las señales que testifican la llegada del reino:
expulsar demonios, ungir con aceite y curar enfermos (cf. Mc 3,1-6,7-12). Según Jn 4,2, los
discípulos bautizaban en nombre de Jesús. Pablo exhorta, en nombre de Jesús, a dejarse reconciliar
con Dios (2Cor 5,20). En la predicación y en los signos de los apóstoles y los discípulos se
encuentra Jesús mismo: «Quien os escucha, me escucha a mí» (Lc 10,16). «A quienes les
perdonéis los pecados, les quedarán perdonados» (In 20,22ss.; cf. Mt 18,18). Mediante esta
delegación en los apóstoles y los discípulos prolonga Jesús, en el servicio de salvación de la
Iglesia, la misión salvífica que le ha confiado el Padre.

Se advierte asimismo claramente la sacramentalidad de la Iglesia en el hecho de que la


comunidad de los discípulos comparte el destino de Jesús: en las persecuciones se convierte en
señal que será combatida por muchos, pero que ayudara a otros muchos a mantenerse en pie. Ella
es la sal de la tierra, la luz del mundo, la ciudad en el monte que nadie puede ignorar ni soslayar,
porque representa a Cristo como luz del mundo (Mt 5,13-16). La comunión fraternal de los
discípulos entre sí (koinonia) se convierte en señal de la nueva realidad del reino de Dios (Act
2,42). Esta comunión no es, pues, un efecto secundario de la comunión de cada persona con Dios.
La comunión visible de los discípulos encarna en sí misma la señal de la comunión humano-divina
y es la representación de la koinonia intradivina del Padre, el Hijo y el Espiritu (In 17,23; IJn 1,3;
3,24). En cuanto señal de la presencia del Dios trino, la Iglesia es el templo santo (Ef 2,20), el
sacerdocio santo que edifica la casa de Dios y ofrece, por medio de Cristo, el sacrificio espiritual
(lPe 2,5). La Iglesia es el cuerpo de Cristo y su símbolo. Al llenar Cristo a la Iglesia, que es su
cuerpo, con su presencia salvífica (Ef 1,23), la convierte en señal e instrumento de la mas
intimísima unión de la humanidad con Dios y de los hombres entre sí (LG 1). El servicio salvífico
sacramental de la Iglesia se ejerce en cada uno de los sacramentos.

B. LA SACRAMENTOLOGIA ESPECIAL
I. LA FUNDAMENTACIÓN DE LA EXISTENCIA CRISTIANA

20
1. El bautismo: sacramento de la fe y de la comunión eclesial
a) Concepto y prehistoria del bautismo cristiano.

EI concepto de «bautismo», tornado del proceso sensiblemente perceptible de la inmersión en


el agua (0 del derramamiento, 0 de la aspersión con agua) designa específicamente el acto litúrgico
de la Iglesia por el que una persona es aceptada, en virtud de su fe, en la comunidad de los fieles
cristianos, que es señal y medio de 1a comunicación de vida de Dios con los hombres.

La señal externa consiste en el «baño de agua» y en la «palabra» (Ef 5,25; Tit 33,5): se bautiza
«en el nombre del Padre y del Hijo y del Espiritu Santo» (Mt 28,19; Jn3,5).

El efecto del bautismo, a saber, la incorporación santificadora y justificadora al pueblo de Dios


de la nueva alianza, es irreversible (indisolubilidad del carácter sacramental). En el bautismo se
perdonan todos los pecados, tanto mortales como veniales, y todas las penas inherentes. El
renacido del agua del bautismo queda libre del pecado de Adán y equipado con el poder de vencer
al mal. Se renueva y se eleva a un nivel superior la perdida amistad con Dios: el bautizado es
aceptado en la relación filial de Cristo al Padre en el Espiritu Santo (Ga.14,4-6; Rom 8,15.29). Así,
se asemeja a Cristo (FIp 3,10s.) Entra en la comunión de destino con Jesús y comparte su cruz y su
resurrección (Rom 6).

EI bautismo es el inicio de la comunión (koinonia) y de la participación en la vida trinitaria


eterna de Dios. Al bautizado se le otorgan los dones gratuitos de la fe, la esperanza y la caridad
(virtudes sobrenaturales infusas). El cristiano bautizado participa en la misión salvífica de la
Iglesia y es miembro de su «comunidad sacerdotal» (ct. LG 11).

La incorporación al pueblo de Dios de la antigua alianza mediante la señal de la circuncisión

EI rito iniciático de la circuncisión, ya conocido entre algunos pueblos de Oriente en tiempos


premosaicos (ct. Gen 17,10), fue asumido por Israel como una acción simbólica a la que todos los
varones israelitas debían someterse (Lev 12,3). Esta señal se convirtió en la característica
distintiva determinante para diferenciarse de las naciones paganas (Jue 14,3; 1Sam 14,6; IMac
1,60; 2,46; 2Mac 6,10). Solo los circuncisos pertenecen al pueblo de la alianza de Dios y sólo ellos
pueden participar en su culto (Ex 12,48).

A diferencia de los ritos de iniciación paganos, la circuncisión no inserta en un ciclo cósmico


(supratemporal y ahistórico) de «muerte y renacimiento», ni tampoco es el ingreso en el círculo
vital de los adultos. Se trata de una acción simbólica situada en el contexto de la experiencia de la
eficacia de Dios en la historia: Dios ha hecho a Israel su pueblo de la alianza, le ha elegido como
portador de su voluntad salvífica.

Mediante la incorporación al pueblo de la alianza, el circunciso participa de las acciones


salvíficas de Dios, de la elección, de la liberación de la esclavitud de Egipto, del auxilio ante los
abismos del mar, del pacto de la alianza, de la tora, de la tierra prometida. Participa, en fin, de la
promesa del tiempo de salvación mesiánico: de la efusión del Espiritu de Dios en la implantación
definitiva de la alianza nueva y eterna (Ez 36,26; Joel 3,1-5; Jer 31,31-33; cf. In 3,228.; GaI5,22s.;
Act 2,17).

Así, pues, la circuncisión no es un simple acto externo. Mediante la «circuncisión del corazón»
(Dt 10,16; 30,6; Rom 2,25), el hombre queda sometido a una existencia que le afecta
personalmente. De la participación en la alianza, y en correspondencia con la fidelidad de Dios a
ella y de su amor a su pueblo, se sigue la obligación de la entrega del corazón en amor, obediencia,

21
cumplimiento de la ley y una santificación orientada según la santidad de Dios (1Tes 1,3; 5,23). Y
se sigue también, en fin, el deber de amar a Dios y al prójimo (Mc 12,28-31; Gal 5,13-26).

La infidelidad a la alianza, la resistencia contra Dios, la caída en la idolatría, la injusticia frente


al prójimo, provoca a partir de la base de que la alianza es irrevocable, tal como se simboliza en la
señal, irrepetible, de la circuncisión-la llamada profética a la conversión, la súplica del perdón de
los pecados y de la renovación del corazón.

En el tiempo final mesiánico, Dios mismo congregara a su pueblo de entre todas las naciones y
le salvara. Aflora aquí el motivo del agua:

«Os rociare con agua limpia y quedareis limpios ... Os daré un corazón nuevo ... pondré mi
espíritu en vuestro interior y hare que procedáis según mis leyes» (Ez 36,25-27).

La palabra simbólica del agua incluye en sí las grandes ideas del perdón de los pecados, de la
revivificación refrescante y de la nueva creación del hombre y el restablecimiento definitivo del
pueblo de la alianza. Cada creyente concreto participa, como miembro, del cuerpo de este pueblo
de Dios, de la relación de Israel, como hijo, con Dios Padre, 0 de la relación esponsalicia de la hija
de Sión, de la virgen Israel, con Yahveh, su esposo. (EI Nuevo Testamento reasume estos motivos:
Cristo es cabeza y esposo de su Iglesia, que es su cuerpo y su esposa.)
Los ritos de purificación y las abluciones, que renuevan la pureza cultica (Lev 1-15; Num 19)
tuvieron su prolongación en los baños culticos de purificación de algunos grupos y sectas judíos
(fariseos, esenios, Qumran) y se convirtieron hasta cierto punto en ritos de iniciación a la
comunidad de los puros, separándose así de los restantes grupos. Se confiaba aquí en que una
radical observancia de la ley y el cumplimiento estricto de los baños de purificación rituales con
agua viva (es decir, corriente) liberarían del castigo que habría de irrumpir sobre los pecados y de
la aniquilación a que estaban destinados los pecadores.

En el bautismo de los prosélitos, difundido en la época posterior a Jesús, los paganos que
abrazaban el judaísmo, además de la circuncisión y del sacrificio de expiación, debían practicar, a
causa de su impureza, el rito de purificación de un autobautismo.

El bautismo de penitencia de Juan Bautista.


En su condición de profeta del juicio final ya a las puertas y del tiempo mesiánico a punto de
llegar, Juan Bautista predicaba la conversión de los corazones y el bautismo para el perdón de los
pecados (Mc 1,4) que libra del inminente bautismo de fuego, esto es, del juicio escatológico de la
ira de Dios sobre los pecadores (Mt 3,13; Lc 3,7-16; cf. Is 4,4; 29,6; 30,27; Esd 13,27).

b) El origen del Bautismo cristiano.


Jesús y la primitiva Iglesia
Jesús no continuó la práctica del bautismo de Juan (cf., con todo, Jn 3,22; 4,2). El centro de su
actividad no estaba dedicado a la preservación frente al juicio, sino a la proclamación del reino de
Dios. En cierto modo, «bautizaba» mediante su llamada a la fe, a la conversión, al seguimiento,
con la que acercaba eficazmente el reino de Dios.

En los inicios de su vida pública mesiánica recibió el bautismo de manos de Juan Bautista en el
Jordán (Mc 1,9). El espíritu de Dios le revelo como el Hijo amado del Padre y el mediador de la
salvación que, en virtud de una función vicaria (y como Cordero de Dios), «quita el pecado del
mundo» (In 1,29; Un 3,5; Is 53,7). En la muerte violenta de Jesús se cumple la misión mesiánica
revelada en el bautismo del Jordán. En su pasión y muerte es bautizado con un bautismo y debe
apurar una copa (Mc 10,38) a través de los cuales lleva a cabo la redención de todos los hombres
(Mc 10,45). En virtud del bautismo de su muerte quiere consumar Jesús el reino de Dios.

22
Por consiguiente, sólo es posible acceder a este reino mediante una comunión de destino con
Jesucristo, el Kyrios crucificado y resucitado.

A la luz de la experiencia pascual y del envió del Espiritu pudo la Iglesia primitiva trazar un
cuadro teológicamente coherente sobre la significación de Jesús. Ha sido él, el Cristo ungido por el
Espiritu y el Señor (Act 10,38), quien ha fundamentado el reino de Dios escatológico y ofrecido el
evangelio de la gracia. Jesús «bautizaba» (no ritual, sino realmente) en el Espiritu Santo (Mc 1,8;
Lc 3,16; Act 1,5; 11,16). Culmino sus actividades en el bautismo de su muerte; se ofreció como
víctima sin mancha al Padre por el poder del Espiritu (Heb 9,14), y por este mismo poder fue
resucitado de entre los muertos (Rom 1,4; 8,11; Act 13,33; ITim 3,16). Es el Kyrios resucitado, que
comunica el Espiritu y lo derrama con abundancia, en este tiempo final, sobre todos los hombres
(Joel 3,1-5; Zac 12,10; Ez 39,29).

La efusión del Espiritu lleva a su plenitud al pueblo escatológico de Dios, que tiene su origen
en la actuación, sustentada por el Espiritu, del Jesús terreno. El Espiritu capacita a los discípulos
para conocer la resurrección de Jesús (1Cor 12,3) y testificarla. En esta condición de testigos, se
saben enviados a agrupar al pueblo de Dios escatológico y a ejercer eI servicio salvífico de Cristo
en medio de la Iglesia (Act 1,8).
En su sermón de Pentecostés confirma Pedro que Dios ha actuado poderosamente en Jesús
crucificado al resucitarle de entre los muertos y al derramar ahora sobre todos los hombres el
Espiritu prometido. A la pregunta de qué hacer ante este mensaje, el apóstol responde:
«Convertíos, y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Cristo Jesús, para remisión de
vuestros pecados, y recibiréis el don del Espiritu Santo» (Act 2,38; Lc 3,14; Mc 1,15).

EI bautismo se celebra en el nombre de Jesús, a quien el Padre ha revelado, en el Espiritu


Santo, como la única vía de acceso a la salvación y a la comunión con Dios (Act 4,12). El
bautismo «en el nombre del Señor Jesús» (Act 2,38; 8,16; 19,5; Rom 6,3) se identifica con el
administrado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espiritu Santo (Mt 28,19), porque el nombre
de Jesús contiene en sí mismo la relación del Hijo al Padre en el Espiritu Santo. (No hay aquí, por
tanto, dos concepciones distintas del bautismo; se trata del mismo y único; cf. formulaciones
paralelas en Did. 7,1.3; 9,5.)

La forma litúrgica del bautismo tiene puntos de contacto con algunos aspectos
paleotestamentarios del rito de la incorporación y de la renovación escatológica del pueblo de Dios
y con el bautismo de Jesús en el Jordán, que reveló que Cristo estaba lleno del Espiritu: el discurso
sobre la efusión del Espiritu al final de los tiempos y la purificación de los pecados (Act 22,16) en
virtud de la obra salvífica de Jesús empuja a expresar en el bautismo este acontecimiento
espiritual.

A pesar de la escasez de noticias llegadas hasta nosotros, no existe la menor duda de que en la
Iglesia primitiva existía un rito bautismal. Felipe bautizó al tesorero etíope con agua (Act 8,36ss.).
Es un «baño de agua en la palabra» (Ef 5,26), un «baño de renacimiento y de renovación en el
Espiritu Santo» (Tit 3,5). Es causa del nuevo nacimiento del creyente y de la nueva comunión con
el Padre y el Hijo y acontece «en el agua y en el Espiritu Santo» (In 3,5). Uno de los elementos
constitutivos de la forma ritual del bautismo en agua en la palabra es la invocación del nombre del
Padre, del Hijo y del Espiritu (Mt 28,19).

En las postrimerías de la época neotestamentaria destacan claramente en el rito de la


incorporación algunos elementos concretos. Hay un periodo previo de instrucción en la doctrina de
la fe. A ello hay que añadir las frecuentes inmersiones y la confesión de fe en el reino de Dios y en
el evangelio de Jesús (Act 8,12). En la tradición lucana, el bautismo estaba acompañado de la señal

23
de la imposición de las manos, mediante la cual los bautizados en el nombre de Jesús reciben el
Espiritu Santo (Act 8,17; 15,8; cf. también Heb 6,2). La fe y el bautismo son las vías de acceso a la
salvación. «El que crea y se bautice, se salvara» (Mc 16,16). El bautismo de agua en el nombre de
Jesús y la imposici6n de las manos para recibir el Espiritu hacen posible la participación en la
enseñanza de los apóstoles y en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones»
(cf. Act 2,42).

El bautismo en la teología paulina y deuteropaulina.


EI bautismo y la fe son las fuentes inagotables de la vida cristiana. EI bautismo agrupa a la
Iglesia en la unidad del cuerpo de Cristo: «Todos hemos sido bautizados en un solo Espiritu para
formar un solo cuerpo» (lCor 12,13; cf. Ef 4,4-6). EI bautismo convierte en cierto modo a la
multitud de los miembros de la Iglesia en una sola persona de todos en Cristo (GAl 3,28: « ... sois
uno en Cristo... »). El Espiritu supera las barreras que alzan los hombre entre sí. Lleva a los
bautizados desde el sometimiento a los poderes elementales a la libertad de los hijos de Dios (Gat
5,13). Ya no viven bajo la ley del pecado y de la muerte, «de la carne y de león antiguo», sino
según la «ley del Espiritu y de la vida en Cristo Jesús» (Rom 8,2). La purificación de los pecados
en el bautismo produce «la santificación, la justificación en el nombre de nuestro Señor Jesucristo
y en el Espiritu de nuestro Dios» (lCor 6,11). Quien vive en el Espiritu produce en la fe el fruto del
amor (Gal 5,6.25) y cosecha la vida eterna (Gal 6,8). Quien está en Cristo se convierte en nueva
criatura (2Cor 5,17; Gal 6,15) y es renovado según la imagen de Dios, su Creador, para conocerle
(Col 3,10). Vive en verdadera «justicia y santidad» (Ef 4,24), destinado a llevar a cabo en su vida
las buenas obras que Dios le ha preparado de antemano (Ef 2,1O).

La teología bautismal paulina alcanza uno de sus puntos culminantes en la exposición del
bautismo en el contexto de la doctrina de la justificación (Rom 6,1-14; Col 2,11-15). Así como en
Adán todos fueron pecadores y cayeron en la muerte, así ahora todos son justificados en Cristo y
reciben en ella nueva vida en el Espiritu. Quien pertenece a Cristo ha muerto al pecado. Vive para
Cristo y comparte con el su existencia en favor de los demás

En el símbolo de la inmersión en el agua muestra el bautismo una imagen semejante a la muerte


de Cristo. También la acción simbó1ica de salir de ella proporciona una imagen semejante a su
resurrección 0 una participación en ella (Rom 6,5). Esta comunión personal con Cristo fundamenta
la participación por gracia en su relación filial al Padre en el Espiritu Santo. El Espiritu del Hijo,
que Dios ha enviado a nuestros corazones, clama en nosotros, 0 nos hace exclamar: «!Abba,
Padre!» (Rom 8,11.15; Gat 4,6). Los bautizados son hijos de Dios y comparten, por consiguiente,
la naturaleza y la figura del Hijo de Dios (Rom 8,29). La filiación divina del pueblo de Dios (Rom
9,4s.) alcanza su consumación con la incorporación al cuerpo de Cristo que es la Iglesia (Col
1,18). Los creyentes y bautizados viven en comunión con todos los miembros del cuerpo de Cristo
y, de este modo, en la comunión vivificante con Dios Padre, Hijo y Espiritu (Rom 12,4-21; Ef
2,11-22; 4,4-16).

El bautismo en la Primera Carta de Pedro.


De modo parecido al de la teología paulina, también según la Primera Carta de Pedro la
muerte vicaria de Jesús inocente y su resurrección abre a los pecadores una vía de acceso a Dios.
Así como antiguamente fueron salvados unos pocos del agua del diluvio, así ahora todos los
hombres son rescatados por el agua del bautismo. No es un bautismo que limpie a los cuerpos de
las impurezas externas, sino que «suplica a Dios una conciencia buena, por la resurrección de
Cristo» (lPe 3,20s.). EI don del bautismo obliga a una vida nueva en el Espiritu de Cristo. Los
bautizados son elegidos por el Padre y santificados por el Espiritu para obedecer a Cristo y ser
rociados con su sangre (lPe 1,2). Los bautizados son como hijos reengendrados, que crecen
alimentados con la leche espiritual del evangelio y han vuelto a renacer de un germen
imperecedero: de la palabra de Dios (lPe 1,23; Un 3,9).

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EI bautizado ha reconocido que Cristo es la piedra viva sobre la que se construye toda la casa
de Dios. En el todos sirven de piedras vivas para edificar una casa espiritual, un sacerdocio santo,
para ofrecer por medio de Jesucristo sacrificios espirituales agradables a Dios (lPe 2,5.9). Se
destaca aquí claramente la conexión interna entre el bautismo y la actuación sacerdotal de la
Iglesia en sus miembros (LG 11).

El bautismo en el Evangelio de Juan y en la Primera Carta de Juan.


En el prólogo del evangelio se dice que son «hijos de Dios» cuantos creen en su nombre y han
nacido de Dios (In 1,13; cf. 1Pe 1,3.23; Tit 3,5). «Haber nacido de Dios» significa no cometer
ningún pecado, porque permanece en nosotros el «germen» de Dios, es decir, su gracia y su
Espiritu (Un 3,9: 5,3). En su conversación con Nicodemo, dice Jesús:

«Quien no nace de agua y de Espiritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo nacido de la carne,
carne es. Y lo nacido del Espiritu, espíritu es» (In 3,5).

El bautismo fundamenta la filiación divina (11n 3,2). Dan testimonio en favor de Jesús el
Espiritu y el agua (en el bautismo del Jordán) y la sangre (en la cruz; d. 11n 5,6-8). Surge así
espontáneamente la interpretación de los Padres de la Iglesia, que han establecido una relación
entre el flujo de agua y sangre del costado abierto de Cristo en la cruz y el don sacramental de la
salvación en el bautismo y la eucaristía (In 19,34).

Se interpretan asimismo a la luz de la teología bautismal las secciones relativas al agua viva que
Cristo da a beber (In 4,14), así como la curación del paralitico en la piscina de Betesda (In 5,1-15)
y la del ciego de nacimiento en la piscina de Siloé (In 9,1-38).

Síntesis de la teología bautismal del Nuevo Testamento


1. El bautismo es, por lo que se refiere al rito, un baño de agua en la palabra (en Lucas se
añade la imposición de las manos para ungir, fortalecer y sellar con el Espiritu Santo). El signo
verbal está constituido por la epíclesis del Padre, el Hijo y el Espiritu, 0 la de Jesús de Nazaret.
2. Como efecto espiritual se menciona el perd6n de los pecados, la santificación y la
justificaci6n en el Espiritu Santo. Se crea una criatura nueva, se produce un renacimiento en virtud
de la participación en la vida del Dios trino. Mediante la comunión con el Hijo de Dios hecho
hombre y la configuración con su pasión, su muerte y su resurrección se llega a la comunión con
Dios. El bautismo transmite el don de la vida eterna hacia la que caminamos por la fe (2Cor 5,7).
Tras nuestra muerte, alcanza su plenitud la vida eterna iniciada en el bautismo como visión de
Dios cara a cara (lCor 13,12) y como comunión de conocimiento y de amor con el Padre, el Hijo y
el Espiritu (11n 1,3; 4,3; 5,11s.).
3. Son parte inseparable del bautismo la fe, la esperanza y la caridad como dones y como
actos personales, y la consiguiente configuración de la vida.
4. Por medio del bautismo, los creyentes se insertan en la comunidad de la Iglesia como
sociedad visible y como comunidad salvífica invisible. A través del Espiritu Santo, el bautismo
convierte a los fieles en miembros vivos del cuerpo de Cristo. En la unidad de acción de la cabeza
y el cuerpo, de Cristo y de la Iglesia, todos y cada uno de los creyentes participan en la misión
salvífica eclesial. El bautismo sustituye a la circuncisión como señal de la alianza del antiguo
pueblo de Dios. En la alianza nueva, el bautismo es expresión de la vocación universal de todos los
pueblos a la salvación en el reino escatológico de Dios.

Acentos en el II concilio Vaticano


La Constitución sobre la sagrada Liturgia (SC) y la Constitución sobre La Iglesia (LG 7)
entienden el bautismo como inserción en el misterio de Pascua y, con ello, como configuración con
la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

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«Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por tal carácter al culto
de la religión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de
los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia» (LG 11).

En virtud del bautismo comparten todos los creyentes la esencia y la vida sacramental de la
comunidad eclesial y la misión salvífica sacerdotal de la Iglesia. Ejercen su sacerdocio en la
recepción de los sacramentos, en la oración, en la acción de gracias, en el testimonio de una vida
santa y en la negación de sí del amor activo al prójimo (LG 10). El bautismo y la confirmación son
las bases sacramentales del apostolado de los laicos, que realizan, a su propia manera, la esencia
apostólica y el encargo dado a la Iglesia:

«En la Iglesia hay variedad de ministerios, pero unidad de misión. A los apóstoles y a sus
sucesores les confió Cristo el encargo de ensenar, de santificar y de regir en su mismo nombre y
autoridad. Los seglares, hechos participes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo,
cumplen su cometido en la misión de todo el pueblo de Dios en la Iglesia y en el mundo» (AA 2).

«Los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con
Cristo, Cabeza. Ya que, insertos por el bautismo en el Cuerpo místico de Cristo, robustecidos por
la confirmación en la fortaleza del Espiritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo
Señor... La caridad, que es como el alma de todo apostolado, se comunica y mantiene con los
sacramentos, sobre todo de la eucaristía. El apostolado se ejercita en la fe, en la esperanza y en
la caridad, que derrama el Espiritu Santo en los corazones de todos los miembros de la Iglesia»
(AA 3; ct. LG 31).

EI bautismo es también el fundamento de un vínculo sacramental de todos cuantos lo han recibido


entre sí y con Cristo (LG 14). De ahí que no sea completa la separación de las Iglesias y las
comunidades cristianas ni entre sí ni respecto de la Iglesia católica. A través del bautismo se da un
primer nivel de unión sacramental y de realización existencial sacramental de la única e indivisible
Iglesia de Cristo.

Por tanto, debe entenderse el bautismo como el fundamento sacramental de todos los movimientos
ecuménicos (UR 22).

EI concilio admite, con toda la tradición cristiana, que el verdadero y autentico ministro del
bautismo es Cristo (SC 7). Con un cierto distanciamiento respecto de la tradición se dice que,
además de los obispos y los sacerdotes, también los diáconos pueden administrar el bautismo
solemne (LG 29; ct. el CIC de 1983, canon 861). En el Decreto para los armenios del concilio de
Florencia únicamente se menciona a los primeros como ministros ordinarios. Según este
documento, el diacono sólo podía administrarlo en caso de necesidad y como ministro
extraordinario (DH 1315; DHR 696).

2. La confirmación. EI sacramento de la acreditación de la fe cristiana

a) Concepto y descripción
La confirmación es un sacramento propio, distinto del bautismo. Es parte constitutiva del
proceso global de la inserción de los cristianos en la Iglesia. La única iniciación tiene dos centros
de gravedad claramente diferenciados.

En sus inicios, a la totalidad de la iniciación se la podía denominar «el bautismo». Así,


Orígenes llama bautismo a la imposición de las manos de la confirmación (segun Act 9; comm. in
Rom. 5,8): «Hemos sido bautizados en el agua visible y hemos sido bautizados en la unción del
crisma».

26
La diferencia entre el bautismo y la confirmación se refiere tanto al rito: imposición de las
manos, unción, sigilación y marca del ya bautizado, como al contenido del sacramento: la
donación del Espiritu, aunque no forma parte de la fundamentación inmediata de la vida
cristiana. Esta fundamentación acontece en el bautismo, que también otorga el Espiritu como
vinculo originario con Dios. La confirmación consolida y sella la vida iniciada en el bautismo. Act
8,18 y 19,6 testifica una imposición de las manos posterior al bautismo llevada a cabo por los
apóstoles, como señal de una especial concesión del Espiritu Santo.

b) EI origen de la confirmación
Jesús es el ungido por el Espiritu Santo, es decir, el Cristo y Mesías, como Hijo de Dios (la
expresión Hijo de Dios se refiere aquí a la humanidad de Jesús y tiene una significación
mesiánica). Es, por el poder del Espiritu, el mediador del reino de Dios (Me 1,1; Lc 4,18.21; Act
4,27; d. Is 61,1). De Jesús como Cristo se deriva la denominación «cristiano» aplicada a los
creyentes (Act 11,26): son los ungidos y sellados por Dios, señalados con una marca espiritual
(2Cor 1,21ss.; cf. Ef 4,30; Un 2,20.27).

Del mismo modo que en el bautismo el contenido espiritual se expresó en el rito del «baño de
agua en la palabra», tal como se encuentra en la práctica de la Iglesia postpascual, también las
palabras simbólicas de la unción (crismación, fortalecimiento, sigilación, marca) pudieron
proporcionar el motivo que se expresa en la forma ritual. Con el bautismo en sentido estricto
estuvieron asociados, en una época muy temprana, ritos postbautismales, que señalaban la eficacia
del Espiritu Santo y podían desarrollarla: entran aquí especialmente la imposición de las manos, la
unción y la sigilación.

En los Hechos de los apóstoles (8,14-17), trae Lucas un texto de fundamental importancia que
testifica que la imposición de las manos de la confirmación es un rito independiente que acarrea
una especial recepción del Espiritu Santo.

«Enterados los apóstoles en Jerusalén de que había recibido Samaria la palabra de Dios, les
enviaron a Pedro y a Juan, los cuales descendieron y oraron sobre ellos para que recibieran el
Espiritu Santo; porque todavía no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que solo habían
sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les iban imponiendo las manos y recibían
el Espiritu Santo.» Cf. también 19,1-7: «E imponiéndoles Pablo las manos, vino sobre ellos el
Espiritu Santo.»

Aunque no puede afirmarse que la praxis aquí descrita de la conexión entre el agua del
bautismo y la imposición de las manos aporte un dato histórico de los primeros años de la
primitiva comunidad jerosolimitana, es indudable que Lucas testifica aquí una caracterización y
una definición específicamente pneumática de la existencia cristiana.

De hecho, tanto en su Evangelio como en los Hechos de los apóstoles presenta una acusada
teología del Espiritu que se propone destacar la presencia salvífica pneumática de Dios en
Jesucristo. Al marear una distancia temporal de cincuenta días entre el acontecimiento de Pascua y
la efusión escatológica del Espiritu en Pentecostés, ha creado el presupuesto para en tender que la
iniciación se compone de dos ritos sacramentales muy relacionados entre sí, pero no
absolutamente idénticos: el baño del agua y la imposición de las manos.

Lucas tiene también interés en destacar la unión entre la comunidad cristiana nacida entre los
samaritanos gracias a la actividad misionera de Felipe y la comunidad de Jerusalén. Por eso
informa del viaje de Pedro y Juan desde esta última ciudad, para sellar, mediante la imposición de
las manos, el bautismo y conferir el Espiritu Santo.

27
En los últimos años del siglo II y primeros del siglo III aparecen ya las primeras descripciones
detalladas del rito en Hipólito (trad. apost. 21) Y Tertuliano (bapt. 6-8).

Mientras que (posiblemente) en algunas regiones eclesiásticas (Siria, Palestina) sólo se


practicaban algunas unciones prebautismales que formaban, en su conjunto, una unidad indisoluble
con el bautismo de agua y transmitían el don único de Dios, es decir, su perdón, Hipólito conocía,
además de algunas unciones posbautismales, directamente pertenecientes al bautismo, otro rito
específico, reservado en exclusiva al obispo. Constaba de la imposición de las manos, la unción de
la cabeza y la signación. Las unciones podían ser también realizadas juntamente por los presbíteros
y el obispo en las ceremonias de la iniciación:

«Señor y Dios, les has hecho dignos [a los bautizados] del perdón de los pecados; hazlos ahora
dignos de ser colmados por el Santo Espiritu. Envíales tu gracia para que te sirvan según tu
voluntad, porque para ti, el Padre y el Hijo, con el Espiritu Santo, es la gloria en la santa Iglesia,
ahora y por siempre. Amen” (trad. apos. 21).

Tertuliano refiere la siguiente secuencia: baño de agua, unción con el crisma (que corresponde a
la unción de Jesucristo como sumo sacerdote), imposición de las manos (bapt. 6-8; idem, resurr.
8,3; cf. en Cipriano, ep. 70,2).
En algunas Iglesias concretas se daba una secuencia diferente de los elementos rituales. Es
evidente que no siempre confluían los tres elementos. No podemos analizar aquí con mayor detalle
estas diferencias en la historia de la liturgia. Por lo que respecta a la problemática dogmática, es
importante señalar que la tradición habla de un signo visible bajo el que se transmite una gracia
que puede ser distinta de la bautismal.

c) EI problema de la gracia especifica de la confirmación


Tertuliano subordina al bautismo de agua el perdón de los pecados, que fundamenta la relación
al Padre, el Hijo y el Espiritu. Mediante la imposición de las manos se invoca el poder del Santo
Espiritu. De todas formas, el efecto de la iniciación es uno y único: el don del Dios trino como
vida eterna del hombre.

Cipriano distingue en la iniciación tres sacramentos distintos: baptismus aquae, baptisma


spirituale seu confirmatio y el sacramentum eucharistiae (ep. 73,9; Pseudo-Cipriano, rebapt. 10).

Cirilo de Jerusalén establece una clara diferencia, tanto en el plano ritual como en el teológico,
entre la confirmación y el bautismo. Del mismo modo que Cristo, después del bautismo en el
Jordán, fue bautizado con el Espiritu Santo, así también los cristianos, después del bautismo de
agua, reciben la unción del Espiritu. Este bautismo y esta unción son antitipos del prototipo del
bautismo y la recepción del Espiritu de Cristo. Una vez que por el bautismo venimos a ser amigos
de Cristo, recibimos, como é1, el óleo espiritual del «gozo del Espiritu Santo» (ITes 1,6), es decir,
la presencia escatológica de la salvación de Dios. El óleo consagrado aquí empleado, aplicado en
la frente y en todos los demás sentidos, es el medio de la gracia de Cristo para la recepción del
Espiritu. Y así como Cristo resistió en el desierto los ataques del demonio, así también el ungido
con el Espiritu está confirmado para luchar contra los enemigos de Dios, equipado con las armas
espirituales (según Ef 6,6-20): la verdad, la justicia, la fe, la salvación, la palabra de Dios (3.
catech. myst.).

Ambrosio entiende el agua del bautismo como el comienzo de la iniciación y la confirmación


final en el Espiritu como su consumación. Hay una efusión de los siete dones del Espiritu. «Te ha
confirmado Dios Padre, te ha fortalecido y consumado Cristo, el Señor, y te ha dado la prenda del
Espiritu en tu corazón» (myst. 7,42; ct. sacr. III, 2,8). Esta donación del Espiritu purifica a quien la
recibe y le capacita para participar en la vida sacramental y sacerdotal de la Iglesia.

28
Agustín conoce, además de algunas unciones inmediatamente vinculadas al bautismo, una
imposición de las manos del obispo y una señal en la frente que confieren los dones del Espiritu
Santo y llevan el bautismo a su plena consumación. En efecto, sólo quien ha recibido la
imposición de las manos tiene en medida plena el Espiritu Santo y, a una con ello, la remisión de
los pecados y de la culpa original. Tiene la vida eterna, el don del amor, la comunión con Cristo y
la participación en el servicio sacerdotal, real y profético de Cristo en su Iglesia (bapt. III, 16,21;
serm. 266,3-6).

Plantea un problema interpretativo la cuestión relativa a la reiteración de la imposición de las


manos en la confirmación, porque Agustín dice de ella que no es sino una oratio super hominem
(bapt. III, 16,21). Tampoco es del todo clara la relación entre la imposición de las manos de la
confirmación y la que se da en el rito de la reconciliación. En todo caso, en la Iglesia romana
acabo por imponerse la práctica de no repetir la imposición de las manos en la confirmación (cf. el
papa Vigilio, ep. III: PL 69,18).

En el tramo final de la teología patrística de Occidente, Isidoro de Sevilla (hacia 560-633)


documenta la interconexión entre el bautismo y la confirmación y, a la vez, la convicción de que la
confirmación es un signo salvífico propio y especifico (off.
e. 21-25: de bapt., 26: De chrismate, 27: De manuum impositione vel confirmatione).

En Oriente, Juan Damasceno (hacia 675-749) describe el bautismo como el primero de los
dones del Espiritu para el renacimiento, la protección y la iluminación. La unción con el óleo nos
hace uno con Cristo, el único Ungido, y anuncia la compasión de Dios por medio del Santo
Espiritu (fid. orth. IV, 9).

La conciencia de la unidad de la iniciación se mantuvo hasta la época final de la Patrística. El


bautismo otorga el perdón de los pecados, la vida divina y el Espiritu Santo. La imposición de las
manos, la unción de la confirmación y la sigilación completan y llevan a su culminación el
acontecimiento del bautismo. La conciencia de una más firme diferencia objetiva y de la
independencia entre el bautismo y la confirmación cristalizo claramente cuando se impuso la
práctica de administrar en tiempos diferentes ambos sacramentos. En este proceso ejercieron una
fuerte influencia cuatro factores:

1. El llamado baptismus ciinicorum, es decir, el bautismo en el lecho de muerte (los clínicos).


Si los así bautizados recuperaban la salud, debían presentarse ante el obispo para recibir la
imposición de las manos y la unción.
2. El establecimiento de las Iglesias rurales. Los cristianos bautizados por un sacerdote 0 un
diacono debían más tarde ser confirmados por el obispo de la Iglesia matriz 0 metropolitana.
3. EI gran número de los que solicitaban el bautismo. Incluso en los casos de las
celebraciones de iniciación de Pascua y Pentecostés, en las que estaba presente el obispo, le era
físicamente imposible confirmar a todos; se hizo preciso recabar la ayuda de otros sacerdotes. En
este sentido, el problema del ministro ordinario de la confirmación contribuyó a esclarecer la
diferencia entre el bautismo de agua y la unción de la confirmación como ritos sacramentales
propios e independientes.
4. La costumbre de bautizar a los niños. Una vez ya implantada la costumbre de bautizar a los
niños, apenas cabía imaginar una iniciación común a cargo del obispo. En Oriente se conservó la
unidad del bautismo y la confirmación porque los sacerdotes administraban a la vez ambos
sacramentos. Quedaba aquí empañada la idea de que es el obispo quien sustenta esencialmente la
iniciación en la vida eclesial. En Occidente se mantuvo en pie la convicción de que el ministro
ordinario de la confirmación es el obispo, de suerte que se introdujo una gran distancia temporal
entre su administración y la del bautismo. La práctica de la comunión de los niños y el

29
aplazamiento de la confirmación basta la adolescencia provocó una notable alteración en la
secuencia de los sacramentos (actualmente: bautismo, confesión, eucaristía, confirmación).

Sobre el trasfondo de la evolución global del concepto de sacramento, se fue resaltando con
creciente claridad, desde el siglo XII, la sacramentalidad de la confirmación. Tiene su rito propio y
confiere una gracia específica. La confirmación es una acción simbólica nacida de la voluntad
salvífica de Cristo y transferida a su Iglesia en virtud de su actividad salvífica actual como Señor
exaltado.

A partir del principio general de que el obispo es el ministro, Pedro Lombardo reflexiona sobre
el carácter irrepetible y el rito sacramental de la confirmación y sobre el don especifico de la gracia
de este sacramento, en cuanto distinta de la gracia bautismal. En la confirmación se da el Espiritu
Santo como fortalecimiento. Es aquel mismo Espiritu que fue dado en el bautismo para perdón de
los pecados, justificación y nueva creación. Por tanto, no es la confirmación «mayor» que el
bautismo. Podría entendérsela como «mayor» en el sentido de que es administrada por el obispo
que, a diferencia de los simples sacerdotes, posee la plenitud del sacramento del orden. Se la puede
interpretar como un augmentum, un acrecentamiento de la gracia del bautismo. Mediante el
bautismo, el Espiritu Santo habita en nosotros y nos hace su templo. Confiere su don septenario y
otorga su fuerza al ungido. Convierte a los fieles en christiani pleni. Propiamente hablando, la
confirmación no consuma el bautismo, ya que este; en cuanto sacramento pleno, no admite una
consumación mayor. Más bien, el Espiritu Santo recibido en la confirmación sitúa al bautizado en
la senda de la consumación plena, de la vida eterna fundamentada en el bautismo (IV sent. d. 7).

Buenaventura ensena que mediante la imposición de las manos, la unción y las


correspondientes palabras de la administración, el obispo fortalece al bautizado para que sea firme
luchador en nombre de Cristo y pueda confesar abierta y valerosamente la fe. Dios ha instituido la
confirmación para que pueda alcanzarse la meta fundamentada y señalada en el bautismo (BreviL
VI,7).

Tomas de Aquino razona el número de los sacramentos mediante una argumentación de carácter
antropológico. La vida humana tiene su fundamento en el nacimiento. Luego el nacido crece
(augmentum) hasta llegar a la madurez (perfecta aetas). De manera análoga al nacimiento y el
crecimiento de la vida humana, se necesita (motus augmenti) un sacramento distinto del bautismo:
la confirmación. Su efecto especial tiende al crecimiento y fortalecimiento de la vida espiritual en
el Espiritu Santo fundamentada en el bautismo (robur ad augmentum vitae spiritualis in Spiritu
Sancto, S.th. III q.72 a.2). Dada la peculiar función del bautismo y de la confirmación, no se puede
invertir su secuencia. La confirmación presupone siempre el bautismo, del mismo modo que el
carácter de la confirmación presupone el bautismal. Este carácter bautismal delega al bautizado
para llevar a cabo acciones santas que sirven para su salvación. EI carácter de la confirmación le
da fuerza para librar el combate contra los enemigos de la fe y le capacita para colaborar en el
servicio de salvación de la Iglesia.

Aunque todos los sacramentos son necesarios para la salvación, se dan diferencias. Cristo ha
instituido sacramentos que son necesarios para que pueda transmitirse la salvación, por ejemplo, el
bautismo. Otros se administran para la plenitud de esta salvación. Entre ellos se encuentra la
confirmación, que confiere la gracia de la justificación y de la santificación bajo el punto de vista
del fortalecimiento espiritual para llegar a la edad plena de Cristo.

Según Tomas de Aquino, Jesús instituyó el sacramento de la confirmación antes de Pascua no


mediante una transmisión publica sino mediante la promesa del Espiritu Santo (non exhibendo,
sed promittendo), y ella debido a que, como el sacramento comunica la plenitud del Espiritu, no

30
podía ser dado antes de la resurrección y ascensión de Cristo al cielo. La confirmación es, en cierto
modo, el «Pentecostés» en la vida del cristiano.

d) La teología de la iniciación en el bautismo y la confirmación.


La confirmación es sacramento en cuanto que, asociada desde los primeros tiempos al
bautismo, causa la incorporación salvífica en el misterio de Cristo y de la Iglesia y lo hace,
además, como signo eficaz del fortalecimiento y la sigilación con el Espiritu Santo mediante la
imposición de las manos y la unción.

Dado que Dios confiere el don único de su auto comunicación bajo una forma plural,
acomodada a la condición humana, es acorde también con el origen y el inicio de la fe cristiana en
el bautismo un crecimiento y desarrollo en el camino de la fe mediante la confirmación.

La doble forma sacramental de la iniciación no viene sugerida únicamente por una analogía
antropológica aplicada a las fases de la vida espiritual. Se desprende también de la diferencia de
las dos procesiones intratrinitarias en Dios y de su manifestación en las misiones externas del Hijo
y del Espiritu Santo. Ambas misiones tienen su origen en la procesión intradivina de las personas.
Baste aquí una concisa aclaración en relación con el Espiritu: Si el Espiritu de Dios, en el que
participamos de la vida divina en el amor del Padre y del Hijo, fuera una fuerza apersonal
procedente de Dios, entonces las criaturas personales podrían ciertamente ser asumidas por Dios,
pero ellas, en cambio, no podría aceptar al mismo Dios en su propia libertad, porque Dios no
podría ser lo más íntimo de su autorrealización personal y de la autotrascendencia a él. Pero al
haber llegado los hombres a ser hijos de Dios en Jesucristo, envía Dios el Espiritu de su Hijo a sus
corazones, el Espiritu que clama: «Abba, Padre» (Gal 4,4-6; Rom 8,3.15).

Ambas misiones están indisolublemente unidas, pero se las debe distinguir. El Padre lleva a
cabo la salvación en la historia mediante la misión del Hijo. Y hace realidad la presencia
permanente del evangelio del reino de Dios y de Cristo en su Iglesia mediante la misión del
Espiritu. En el Espiritu Santo derrama Dios su amor en los corazones de los hombres y causa así
la justificación por la fe y la paz con Dios por Jesucristo (Rom 5,5).

EI resultado de la encarnación del Hijo de Dios en Jesús es el cristocentrismo de la mediación y


de la transmisión de la gracia. Y a esto responde el bautismo: crea en el creyente la relación
fundamental con el acontecimiento Cristo. En él se da, también, a la vez, a título de inclusión, el
Espiritu de Dios, pues sin este Espiritu es de todo punto imposible hablar de Jesús como el Cristo.
Ahora bien, no recibimos la autocomunicación del Dios trino con actitud meramente pasiva.
Respondemos a ella con el poder del Espiritu enviado a la voluntad liberada para la libertad. Aquí
aparece la confirmación, la recepción del Espiritu, como capacidad de respuesta. El Espiritu
consolida nuestra fe en Dios, en el reino de Dios en el hombre histórico Jesús de Nazaret. Por eso,
en la iniciación se da, junto a la relación -de base teológica trinitaria y densificación cristológica-
con Jesús, el Hijo hecho hombre, tal como aparece sobre todo en el bautismo, otra relación
especial, también con esta misma base teológica, pero ahora específicamente pneumatológica, con
la persona del Espiritu Santo que guía a los fieles a Cristo y al Padre y les permite participar en su
comunión con ambos.

En la imposibilidad de repetir la confirmación se refleja además el hecho de que las misiones


del Hijo y del Espiritu no son intercambiables.

Al conocer la Iglesia, bajo el impulso del Espiritu Santo, su misión sacramental y expresarla
en los ritos sacramentales concretos, ha llegado tambien, a la vez, al conocimiento seguro de la
sacramentalidad propia de la confirmación. Se trata, por supuesto, de una sacramentalidad
estrechamente vinculada al bautismo:

31
«EI día en que apareció la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres no nos salvó
por las obras de justicia que hubiéramos realizado nosotros, sino, según su misericordia, por el
baño regenerador y renovador del Espiritu Santo, que él derramó abundantemente sobre nosotros
por medio de Jesucristo, nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, seamos, como
esperamos, herederos de la vida eterna» (Tit 3,4-7).

II. LA CELEBRACIÓN SACRAMENTAL DE LA KOINONIA


HUMANO-DIVINA.
3. La eucaristía: el sacramento del amor de Dios
a) Los temas de la doctrina sobre la eucaristía
La posición central de la eucaristía
A la celebración de la incorporación del creyente a la Iglesia sigue la primera participación en
la fiesta de la eucaristía. A diferencia de todos los demás sacramentos, en la eucaristía no sale Jesús
al encuentro del creyente sólo en el poder santificador del signo sacramental, sino en sí mismo, en
su propia persona. En los otros sacramentos, los signos sacramentales transmiten una presencia
real dinámica, mientras que en la eucaristía se trata de una presencia real personal (DH 1639; DHR
874). En razón de esta posición central, a la eucaristía se la denomina también el sacramento de
todos los sacramentos (cf. Tomas de Aquino, S.th. III q.65 a.3: potissimum sacramentum).
En el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo confluyen, como en un punto focal, todas las
líneas: la antropología, la autoapertura histórico salvífica del Dios trino (doctrina de la Trinidad),
la cristología, la pneumatológica, la eclesiología, la escatología.

Principales declaraciones doctrinales


EI II concilio Vaticano ha descrito con densas expresiones la esencia, la significación y la
realización de la eucaristía:
«Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche que le traicionaban, instituyo el sacrificio
eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el
sacrificio de la cruz y a confiar así a su Esposa, La Iglesia, el memorial de su muerte y
resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vinculo de caridad, banquete pascual, en el
cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera»
(SC 47).

De esta declaración pueden deducirse los elementos esenciales de la doctrina eucarística:

1. La fundamentación cristológica. Cristo Jesús, el Hijo del Padre eterno hecho hombre y
mediador del reino de Dios (en la predicación, la cruz y la resurrección), instituyo, en la Ultima
cena, la eucaristía como memorial real (anamnesis/memoria) de toda su actividad salvífica, del
sacrificio de su vida en la cruz y de su resurrección de entre los muertos. El es el sujeto del
sacrificio de la cruz y de la actualización sacramental de este sacrificio bajo la modalidad de las
acciones litúrgicas de la Iglesia presencia actual). Todos los aspectos que caracterizan el sacrificio
de la cruz se dan, pues, y por esta razón, en la eucaristía: la alabanza a Dios, la acción de gracias,
la oración y la expiación como aceptación de la gracia de la acción de la alianza divina en la
obediencia humana.

2. La dimensión eclesial. Jesús ha confiado a su Iglesia la celebración de este memorial hasta


el fin de los tiempos, cuando lleve a su plenitud, como juez y consumador, su obra salvífica en la
historia. Cuando la Iglesia celebra, por encargo de Jesús, la eucaristía, se edifica a sí misma para lo
que realmente es: comunión de vida con Cristo, señal de la unión de la cabeza y el cuerpo y de los
miembros entre sí. Obedeciendo a la institución de Cristo y sostenida por la presencia del Espiritu,
la eucaristía es autorrealización de la Iglesia, que representa por su parte el sacramento universal
de la voluntad salvífica.
32
3. EI aspecto de la teología de la gracia. En los signos eucarísticos del pan y el vino y en todo
el conjunto de acciones relacionadas con esta comida, transmite Cristo mismo a los fieles la
comunión con su divinidad y su humanidad total (= presencia real), es decir, con su cuerpo y su
sangre. Quien acepta en la fe la presencia de Cristo en los signos sacramentales queda incluido en
el amor entre el Padre y el Hijo en el Espiritu Santo. En esto consiste la realidad interna del
sacramento. Cuanto al efecto, el concilio de Florencia (1439) declara: «El efecto que este
sacramento obra en el alma del que dignamente lo recibe es la unión del hombre con Cristo. Y
como por la gracia se incorpora el hombre a Cristo y se une a sus miembros, es consiguiente que
por este sacramento se aumente la gracia en los que dignamente lo reciben; y todo el efecto que la
comida y la bebida material obran en cuanto a la vida corporal, sustentando, aumentado, reparando
y deleitando, este sacramento lo obra en cuanto a la vida espiritual» (DH 1322; DHR 698).

4. La perspectiva escatológica. En la eucaristía se le ofrece al hombre, bajo formas concretas,


la autocomunicación universal de Dios en el Hijo hecho hombre y en el Espiritu Santo y se hace
presente en el mundo basta la nueva venida de Cristo al fin de los tiempos.

5. EI ministro y el receptor. El sujeto de la celebración sacramental de la eucaristía es la Iglesia


como un todo, de acuerdo con su forma sacramental: al actuar el sacerdote en la persona de Cristo
como cabeza de la Iglesia; al representar los laicos, en el ejercicio del sacerdocio común de la
Iglesia, la actitud receptiva de la Iglesia como cuerpo de Cristo frente a Cristo, su cabeza; al
presentar la Iglesia, simbólica y eficazmente, la autoentrega sacrificial de Jesucristo al Padre y la
unificación amorosa con él.

Solo los «sacerdotes consagrados por el poder de las llaves de la Iglesia» poseen la potestad de
presidir la eucaristía y de celebrar este sacramento (DH 794,802,1771,4541; DHR 424,430,961).
Todos cuantos participan en la celebración eucarística son verdaderos co-celebrantes y co-
sacrificantes (SC 48; DH 3851; DHR 2300). Solo pueden concelebrar y recibir el sacramento los
bautizados que se hallan en comunión plena con la Iglesia. Quedan excluidos quienes han perdido
la gracia santificante a consecuencia de pecados graves.

b) La eucaristía en el testimonio bíblico

La comida comunitaria con Jesús como señal del reino de Dios escatológico
La institución de un banquete sacramental como memorial de la última cena de Jesús con sus
discípulos antes de su pasión concuerda con el rasgo esencial de su misión de anunciar el reino de
Dios y de convertirlo en realidad en el destino de su persona. Entre las acciones significantes en
que acontece el reino de Dios se encuentran la curación de enfermos, la expulsión de los poderes
malignos del pecado y de la muerte y las comidas de Jesús con los pobres, los pecadores y los
marginados (cf. Mc 2,16.19). Anticipaba así el banquete nupcial escatológico (Mt 8,11; 22,1-14;
25,1-3; cf. Is 25,6; 65,13; Ap 19,9).

La comida milagrosa de varios miles de personas debe entenderse como paralelismo que supera
la comida del pueblo de Dios en el desierto con el mana que Dios hizo descender del cielo (Mc
6,31-44; 8,1-10; Mt 14,14-21; 15,32-39; Lc 9,1017). Mediante esta acción, Jesús demuestra ser el
nuevo Moisés. Es el mediador de la alianza nueva, «el profeta que vendrá al mundo» (cf. In
6,14.32; Dt 18,15.18).

No puede desligarse esta praxis del reino de Dios del destino de la persona de Jesús. Su suerte
está asociada a la fe 0 la incredulidad, a la aceptación 0 el rechazo mortal de su misión. Con su
entrega obediente hasta la muerte en cruz responde vicariamente por los destinatarios del reino de
Dios. La cruz de Jesús se convierte así en señal poderosa del amor victorioso de Dios a los
pecadores y de la apertura de un nuevo espacio vital para los hombres en el reino por venir. En la
33
última cena, en la que alcanzan su plenitud las restantes celebraciones y señales del reino de Dios,
el mismo Jesús explica la conexión interna entre su singular comunión con el Padre (relación
Abba) y su misión como mediador de este reino.

La ultima cena y la fundación de la alianza escatológica por Jesús


La eucaristía eclesial tiene un inequívoco punto de referencia histórico en la celebración de la
última cena de Jesús con sus discípulos. Han llegado hasta nosotros cuatro relatos del suceso. Esta,
por un lado, la forma tradicional y textual paulino-lucana: 1 Cor 11,23-26; Lc 22,15-20 y, por otro
lado, el texto de las redacciones de Marcos y Mateo: Mc 14,22-25; Mt 26,26-29. A ellos debe
añadirse el discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, que desarrolla cristológicamente el
misterio de la eucaristía (In 6,22-71).

El banquete sacramental conmemorativo instituido por Jesús la víspera de su muerte fue


inicialmente denominado «cena del Señor» (lCor 11,20), «mesa del Señor» (lCor 10,21) 0
«fracción del pan» (lCor 10,16; Act 2,42; 20,11). En la época postapostolica paso muy pronto a
utilizarse, como concepto especializado, el término «eucaristía» (=accion de gracias: (Did. 9,5;
Ignacio de Antioquia, Ef 13,1; Philad. 4,1; Smyrn 7,1; 8,1; Justino, 1 apol. 65/66. En el espacio
latino parlante se generalizó el uso del vocablo missa, tomado de la fórmula de despedida ite,
missa est).

Aunque no es posible reconstruir el texto literal exacto de las decisivas palabras explicativas de
Jesús acerca del pan y el vino (debe tenerse en cuenta que los relatos de los evangelios llevan ya la
marca de la práctica litúrgica de las comunidades), sí se puede, en cambio, conocer su genuina
intención.

La forma tradicional literaria más antigua, transmitida y testificada por Pablo, insinúa, por el
colorido del lenguaje, un origen palestino, lo que permite rastrear la forma textual de esta tradición
hasta el año 40 d.C. Todas sus fuentes concuerdan en que, antes de entregarse a la muerte, Jesús
celebró una cena de despedida con sus discípulos. Al igual que los patriarcas y los mensajeros de
Dios, según las concepciones del judaísmo tardío (cf. Gen 27: despedida de Isaac), recapitula aquí
Jesús la obra de su vida y se vuelve, bendiciéndolos, a sus discípulos. La bendición es su
testamento y la herencia que les deja. Es un testamento valido para el futuro. La cena de despedida
revela algunos puntos de conexión con la celebración del banquete de Pascua: tiene lugar el día
anterior a la fiesta pascual y toma de ella algunos de sus aspectos básicos. Pero dentro de esta
comida instituye Jesús algo absolutamente nuevo, al dar al rito de apertura y al de conclusión un
nuevo sentido. La fórmula de bendición habitual (=eulogia) del jefe de la casa, con la distribución
(=fracción) del pan, da ocasión para una oración de agradecimiento de Jesús que le revela como el
mediador de la nueva alianza. Toma el pan en sus manos y lo da a sus discípulos como «su
cuerpo», que entrega por ellos y por la salvación de los hombres. Acabada la cena, toma la copa de
la bendición, pronuncia sobre ella la oración de acción de gracias, la entrega a los discípulos como
«su sangre» que será derramada «por los muchos» (los muchos del pueblo respecto al único
mediador, es decir, por todos) y funda una alianza nueva (cf. Ex 24,8), en cuanto que en el pan y el
vino que les da hace presente su entrega en la cruz, su cuerpo entregado y su sangre derramada.

El proceso de formación de la forma básica de la eucaristía en la primitiva Iglesia


EI mandato de Jesús «haced esto en mi memoria», transmitido por Pablo y Lucas, no significa
que los discípulos deban repetir la ultima cena en cuanto tal. Como comida de despedida es
irrepetible. Lo que debe hacerse en memoria de Jesús se refiere a las dos acciones eucarísticas por
él prefiguradas con la entrega del pan y el vino como señales de la entrega vicaria de su vida para
la consumación del reino de Dios.

34
En fechas tempranas, la secuencia: palabras eucarísticas sobre el pan -celebración de la cena-,
palabras eucarísticas sobre la copa, fue sustituida por una secuencia nueva: primero una comida
comunitaria (ágape), seguida de la doble acción litúrgica. La celebración en su conjunto todavía
tiene en Pablo la denominación de cena del Señor. Pero también se podían llevar a cabo las
celebraciones eucarísticas estrictas, sin el precedente banquete comunitario. Este banquete estaba
asociado a la doble acción eucarística sobre todo los domingos (lCor 16,2; Act 20,7; cf. Ap 1,10).
En aquella ocasión se anunciaba el evangelio (presentado a partir de las «Memorias» de los
apóstoles) y se oraba en común para fortalecer la comunión (Act 2,42). Ya el relato pascual de los
discípulos de Emaús insinúa la conexión interna entre la explicación de las Escrituras y la fracción
del pan (Lc 24,25-32). Además, se cantaban salmos, himnos y cantos espirituales (Ef 5,19).

En la visita de despedida de Pablo a Troade se reunieron los cristianos el primer día de la


semana (=el domingo). Tras un largo discurso de Pablo, «partió el pan con ellos» (Act 20,7-12).

Ante los posibles abusos con ocasión de las comidas comunitarias (consumación de vino,
discriminación de los pobres que no podrán aportar nada), se tomó, al fin, la decisión de establecer
una clara separación entre la comida y la eucaristía en sentido estricto (cf. 1Cor 11,20). La
eucaristía se celebraba en las primeras horas del día, porque Cristo resucitó en la mañana de
Pascua (cf. Plinio, Ep. ad Trajanum 10,96).

A mediados del siglo II, Justino Mártir testifica la estructura litúrgica y la comprensión de la fe de
la eucaristía:
«El día llamado domingo, se reúnen todos. Se leen las memorias de los apóstoles o los escritos de
los profetas ... Cuando el lector concluye, el presidente pronuncia un discurso, en el que exhorta e
incita a imitar todos estos bienes ... A continuación nos ponemos en pie y elevamos oraciones
(suplicas). Una vez acabada la oración, nos saludamos los unos a los otros con el saludo de la
paz. Luego se lleva al presidente de los hermanos pan y una copa de vino. Él los toma, dirige
alabanzas y glorificaciones al Padre de todas las cosas por medio del nombre de su Hijo y del
Espiritu Santo y pronuncia una larga acción de gracias (eucaristía) para que seamos dignos de
estos dones. Cuando han finalizado las suplicas y la solemne oración de acción de gracias, todo
el pueblo muestra su asentimiento con el Amen... Tras la acción de gracias del presidente y el
asentimiento de todo el pueblo, los ... diáconos ... dan a cada uno de los presentes el pan, el vino y
el agua bendecidos y lo llevan también a los ausentes. A este alimento lo llamamos eucaristía.
Sólo pueden compartirlo quienes tienen por verdadera nuestra doctrina, han recibido el baño
para la remisión de los pecados y la regeneración y viven según las instrucciones de Cristo.
Porque no tomamos estas cosas como pan ordinario y como acción de gracias usual, sino que del
mismo modo que Jesucristo, nuestro redentor hecho carne por la Palabra de Dios, ha tomado
carne y sangre para nuestra salvación, así también ~tal como se nos ha enseñado-el alimento
-consagrado por una oración de acción de gracias que procede de el mismo con el que es
alimentada nuestra carne y nuestra sangre mediante la conversión, es carne y sangre de este
Jesús encarnado. Porque los apóstoles, en las memorias por ellos escritas que se llaman
evangelios, han transmitido ... que Jesús tomó el pan, dio las gracias y dijo: "Haced esto en mi
memoria, esto es mi cuerpo"; y de igual modo, tomó la copa, dio gracias y dijo: "Esto es mi
sangre"» (1 apol. 65-67).

EI II Concilio Vaticano resume acertadamente: «Las dos partes de que consta la misa, a saber,
La liturgia de la palabra y la eucaristía, están tan íntimamente unidas que constituyen un solo
acto de culto» (SC 56).

ANÁLISIS DE LA DOCTRINA DE LA TRANSUBSTANCIACIÓN. EI concepto clave de


substancia, desarrollado para proporcionar una base ontológica segura a la presencia real, es el
resultado de una accidentada historia de evolución terminológica. La primera Escolástica entendía
todavía por materia el sustrato corpóreo de las cualidades o propiedades, mientras que el
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conocimiento fenomenológico de la forma sustancial de un ente se obtenía a través de la totalidad
de sus características esenciales. En el siglo XIII se explicó el concepto de «substancia» en el
horizonte de la metafísica óntica de la filosofía de Aristóteles. Según esto, la substancia designa el
origen activo y el mantenimiento en la existencia de las cosas concretas, compuestas de materia y
forma. En esta concepción, la transubstanciación eucarística significa el cambio o transformación
de este mantenimiento del pan y el vino en la existencia, un cambio producido por el mismo
creador, que ha elegido este signo para transmitir por su medio la comunión con el Logos
encarnado. De este género de transformación sustancial no existe ejemplo alguno en nuestra
experiencia de la realidad natural. No se trata de un cambio meramente formal o meramente
material, sino de una transformación tanto de la forma como de la materia de la substancia, es
decir, de una conversio substantialis: en el momento de la consagración, el lugar de la substancia
natural del pan es ocupado, en virtud del poder de Dios, por la substancia -pero no por la
apariencia natural externa-del cuerpo de Cristo (ct. Tomas de Aquino, S.th. III q.73-83; S.c.g. IV,
c. 61-69).

La eucaristía se distingue de todos los demás sacramentos en un punto esencial: en que los
signos sacramentales contienen en sí, en virtud de la consagración, la presencia corporal de Cristo
y no solo su presencia en los efectos de la gracia, como ocurre en los otros sacramentos.

La presencia de Cristo en los dones eucarísticos también según su humanidad presenta


dificultades de comprensión, porque Cristo no puede estar presente bajo su propia forma y figura
humana natural (in propria specie). Berengario había situado la doctrina de la eucaristía ante la
alternativa o de un capernaísmo burdo y material o de un simbolismo vacío de contenido. EI tema
de la presencia real suscitado por Berengario sólo puede resolverse en el horizonte de una
intelección distinta de la realidad. Pero primero debe dejarse claramente establecido, con Tomas de
Aquino, que la fe de la Iglesia en la presencia real de Cristo bajo las especies sacramentales no
depende de la posibilidad de ofrecer una explicación natural o racionalista. Por otra parte, la fe no
puede limitarse a invocar, en un sentido positivista, la omnipotencia divina, hasta el punto de que
esta pueda llevar a cabo incluso lo que es contrario a la razón. La teología puede mostrar la
racionalidad interna de la doctrina de la fe, dado que la revelación de Dios acontece en el horizonte
de la realidad creada.

La verdad de fe de la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas presupone la estructura


simbólica de la realidad, tal como ha sido expuesta en la sacramentologia general. Según ella, la
fe se apoya en el poder de Dios, que puede comunicar su inclinación y su disposición salvífica
amorosa a los hombres a través de signos sensibles. En ellos reconoce la fe la Palabra de Dios que
se promete a sí misma y transmite a nuestro entendimiento el conocimiento de la verdad. También
en las materias de fe nuestro conocimiento parte siempre de las apariencias y manifestaciones
sensibles, aquí de la apariencia externa del pan y el vino. Ahora bien, nuestro entendimiento puede
llegar, a través de estas especies o apariencias sensibles, hasta la species intelligibile, es decir,
hasta la substancia de las cosas. En el caso de la eucaristía, la palabra de Dios nos enseña cual es el
fundamento óntico profundo que sustenta las especies del pan y el vino. Mientras que en los casos
normales el intelecto humano conoce, en la apariencia externa del pan y el vino, el ser substancial
de ambas cosas como alimentos y medios de comunidad y de comunión, este mismo
entendimiento humano concibe, basándose en la palabra de Dios, las apariencias externas del pan
y el vino como medios de la presencia de Cristo en su humanidad --compuesta de carne y sangre-y
en su divinidad.

Dando un paso más: Como Dios se ha hecho hombre en Jesucristo, el modo del encuentro
humano con él, también después de la resurrección y la ascensión, debe ser posible mediante una
imagen cognitiva mediada por los sentidos. Sería contrario a la composición corpóreo -espiritual
del hombre que se viera forzosamente reducido a comunicarse con los demás hombres y con Dios

36
de una manera puramente espiritual. La naturaleza material corpórea empuja hacia una
comunicación bajo la especie de una corporeidad vinculada al tiempo y eI espacio. Y el cuerpo no
es sino la existencia, el estar-ahí del yo personal por y para los demás. Por eso quiso el Cristo
pascual permanecer también corporalmente, en su humanidad,-junto a sus discípulos. Esta
presencia corporal per modum substantiae es mediada y llevada a cabo a través de las formas
sacramentales.

Se trata de una singular forma de mediación de la corporeidad, porque, como ya se ha hecho


notar, Cristo no está presente según la corporeidad natural tridimensional de su cuerpo humano,
sino bajo las apariencias -ajenas a el-del pan y el vino. Para que esta apariencia ajena de los dones
se convierta en la de Cristo se presupone la transformación substancial de dichos dones.

Esta unio sacramentalis fundamentada en la transformación substancial es distinta de la de la


unión hipostática y la unión substancial del alma y el cuerpo. Jesús no está presente bajo su
apariencia natural en los accidentes del pan, que permanecen tras la modificación substancial, sino
precisamente bajo una forma sacramental y simbólica por la que media la realidad (la substancia;
el esse proprium) de su humanidad a la comunión humana. Los alimentos consagrados no hacen
presente el cuerpo de Jesús como un cuerpo natural (esse animatum).

La transubstanciación eucarística se basa en la potencialidad y la capacidad simbólicas de todo


lo creado, incluida la potencialidad de los productos culturales elaborados por el hombre
(artefactos), es decir, en la capacidad de asumir cambios. Las realidades del pan y el vino, creadas
por Dios y producidas por el hombre, pueden ser asumidas por Dios en su simbolismo natural--en
virtud de esta su potencialidad substancial-como suyas propias, de tal modo que pasan a ser
símbolos y medios de su actualización en la humanidad de Jesús. El misterio de la presencia
eucarística hunde sus raíces en el protomilagro de la encarnación de la PALABRA divina.

ASPECTOS DE LA DOCTRINA TOMISTA SOBRE LA EUCARISTÍA. Al igual que los


restantes sacramentos, tambien la eucaristía es, según Tomas de Aquino, signum rememorativum:
remite al acontecimiento histórico de la salvación. Como conmemoración y representación
simbólica de la pasión y resurrección de Jesucristo, la eucaristía es saerificium et hostia. Y en
cuanto que se refiere al presente es, como todos los demás sacramentos, signum demonstrativum:
señala la unión con Cristo, la communio o synaxis (S.th. III q.73 aA). La unión con Cristo designa
también la incorporación de cada creyente a su cuerpo, que es la Iglesia. Por tanto, la eucaristía
produce la unión y la comunión de los fieles entre sí.

La eucaristía se refiere asimismo, como los restantes sacramentos, al futuro. Como signum
prognostieum indica la consumación plena y definitiva de nuestra salvación en la fruición de Dios
(fruitio Dei) y en la visión de Dios en su vida eterna (visio beatifiea). La eucaristía es
aprovisionamiento (viaticum) del hombre a lo largo de su camino hacia esta meta. Y es también
eu-charistia, es decir, bona gratia (así lo traduce Tomas de Aquino): don de la vida eterna (S.th. III
q.73 aA).

¿Por que instituyó Jesús, en la última cena, el memorial sacramental de su pasión bajo la
imagen de una comida? Tomas de Aquino aduce las siguientes razones (S.th. III q.73 a.5):
1. para significar la presencia salvífica encarnada de Dios en el mundo;
2. porque sin la fe en los padecimientos de Cristo, sobre los que se fundamenta la salvación,
nadie se puede salvar; del mismo modo que también la celebración de la Pascua es el recuerdo de
la obra histórica redentora de Dios y transmite una participación real en las acciones liberadoras de
Dios en favor de su pueblo;

37
3. porque en el momento de su partida de este mundo, Jesús debía instituir una fiesta
conmemorativa sub sacramentali specie para despertar el afecto de amor de sus discípulos y
marcar más profundamente las relaciones mutuas entre el y los cristianos.

Por lo demás, ya en el Antiguo Testamento existen prefiguraciones de la eucaristía (cf. S.th. III
q.73 a.6). EI sacramentum tan tum tiene su ejemplo en el sumo sacerdote Melquisedec, que
ofreció pan y vino al Altísimo (ct. Gen 14,17-20); los sacrificios de expiación y reconciliación
paleotestamentarios prefiguraban la res y el sacramentum de la eucaristía: Jesús bajo la forma
doliente en expiación por los pecados de los hombres. En este sentido, también la celebración de la
fiesta judía de la Pascua, con la inmolación de un cordero sin mancha en recuerdo de la salvación
ante el ángel de la muerte y de la liberación de la esclavitud de Egipto, prefiguraba a Jesús como
Cordero de Dios que quita los pecados del mundo y libera de la esclavitud del pecado (cf. In 1,29).
Finalmente, el mana, el pan del cielo que contiene en su toda dulcedumbre, esto es, el gozo de los
redimidos en Dios (ct. Sab 16,20), alude a la res sacramenti, a la comunión con el Dios trino.

Puntos de partida para una nueva teología de la eucaristía en el siglo xx

En el contexto de la nueva orientación de la teología sacramental (teología de los misterios,


nueva comprensión del símbolo de la herencia bíblica y patrística), se superó también el estudio de
la eucaristía basado en sus aspectos concretos aislados (como sacrificio, como sacramento, como
presencia real) y se allanó el camino hacia una comprensión orgánica global.

Tras haber destacado la encíclica Mediator Dei, de Pio XII, la participación activa de los laicos
en el servicio sacerdotal de la Iglesia y haber presentado la eucaristía como recuerdo real y
participación sacramental en la persona y el destino de Jesucristo (DH 3847-3854; DHR
2297s.,2300), pudo el II concilio Vaticano definir la idea rectora de la presencia sacramental del
misterio pascual de Cristo: en la eucaristía, la Iglesia entera celebra, por encargo de Cristo, la
victoria y el triunfo de su muerte y da gracias a la vez, a Dios, en Cristo, por el Espiritu Santo, por
el gran don de la salvación (cf. SC 6).

La eucaristía es el suceso simbólico -fundamentado en el acontecimiento de la revelación-de la


actualización de Cristo en la comunidad sacerdotal del pueblo de Dios y de todos sus miembros:
«Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cima de toda vida cristiana, ofrecen [los fieles] a
Dios la víctima divina y a sí mismos juntamente con ella; y así, tanto por la oblación como por la
sagrada comunión, todos toman parte activa en la acción litúrgica, no confusamente, sino cada
uno según su condición. Pero una vez saciados con el cuerpo de Cristo en la asamblea sagrada,
manifiestan concretamente la unidad del pueblo de Dios aptamente significada y
maravillosamente producida por este augustísimo sacramento» (LG 11).

Antes y después del concilio se registró en la teología un amplio debate que preparó el camino
hacia una mejor comprensión de la presencia real.

Venía siendo problemático, desde largo tiempo atrás, el concepto de substancia, a consecuencia
del cambio de significación registrado en la Baja Edad Media y en la Edad Moderna. En el
personalismo moderno se criticaba, además, la metafísica clásica de la substancia, orientada a la
cosificación del ente. Para esclarecer el misterio de fe de la presencia real en esta nueva
concepción de la realidad se desarrollaron las ideas de la transignificacion y la transfinalizacion
(E. Schillebeeckx, P. Powers, O. Schoonenberg y otros).

En todo caso, el discurso sobre el cambio de significación y de finalización no puede coincidir


plenamente con la intención del enunciado de la doctrina de la transubstanciación, porque esta
última se refiere a una modificación de la substancia misma del ser, y no sólo a un cambio del
significado que los hombres atribuyen a las cosas. Por eso, en la encíclica Mysterium fidei de 1965
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destacó el papa Pablo VI que no puede renunciarse a este concepto para expresar la identidad de
los dones simbólicos del pan y el vino con la realidad del cuerpo y la sangre de Cristo (DH 4410-
4413).

Debe, de todos modos, tenerse en cuenta que la modificación de la substancia del ser de los dones
eucarísticos no es física y sensible, sino ontológica. Sólo el conocimiento humano tiene acceso al
ser modificado del pan y el vino, aunque el hombre no puede producir por sí mismo un tal cambio.
Si, pues, se desarrollan los enunciados de la transfinalizacion y la transignificacion en el marco de
una teoría global del símbolo real, pueden hacer comprensible el cambio de ser introducido por
Dios como un cambio de sentido sólo accesible en la fe. Al convertir Dios los signos del pan y el
vino en medios, henchidos de realidad, de la presencia de la corporeidad de Cristo, son símbolos
reales que señalan y realmente transmiten la presencia de Cristo como el Señor exaltado según su
humanidad glorificada y su divinidad. El soporte del ser de las formas significantes es Dios
mismo, que en la transmisión sacramental actualiza y comunica de una manera singular su singular
presencia en la PALABRA eterna hecha hombre.

c) Perspectivas de una teología de la eucaristía


La eucaristía como memoria sacramental de la muerte en cruz de Jesús
El mandato de Jesús a sus discípulos dice: 1. Haced, 2. esto, 3. en mi memoria (cf.1Cor 11,24s.;
Lc 22,19). Al confiar Jesús a la comunidad de los discípulos la realización litúrgica de la fiesta por
él instituida, una fiesta que ha de durar hasta su nueva venida (lCor 11,26), inserta en la eucaristía
«esto», es decir, la realidad de la entrega de su vida {cf. In 6,51: «El pan que os daré es mi carne,
por la vida del mundo.»}; En el recuerdo sacramental permanece escatológicamente presente la
nueva alianza realizada en Cristo. En la eucaristía se hace presente el sacrificio de la cruz tanto en
su singularidad histórica única como en su validez actual, que nunca será eliminada (conjunción de
las dimensiones del pasado, el presente y el futuro). Como el sujeto propio y verdadero de la
celebración eucarística se identifica con el sujeto del sacrificio de la cruz, es Jesús el que se da a sf
mismo en recuerdo a su comunidad y media y transmite su presencia. La eucaristía no es una fiesta
conmemorativa celebrada por iniciativa de los discípulos para avivar el recuerdo de Jesús. Es un
recuerdo real objetivo: Jesús, al que se recuerda, se hace presente en la palabra y el banquete. Y de
este modo hace que los discípulo compartan su autoentrega al Padre en el Espiritu Santo, su
koinonia/communio con el Padre (relaci6nAbba)p neumáticamente transmitida (Mc 14,36; 15,34;
In 1,13; 11n 1,1-3).

La presencia actual de Jesús en la eucaristía


La eucaristía es el sacrificio mismo de la cruz bajo la modalidad de presencia sacramental,
mediante la acción simbólica que Jesús ha confiado a la Iglesia. Como la institución de la
eucaristía en la última cena es una anticipación sacramental del sacrificio de la cruz, la eucaristía
celebrada por encargo de Cristo es una actualización sacramental de aquel sacrificio. Jesús se da a
sí mismo en el Espiritu mediante los dones eucarísticos de su Iglesia como el Hijo del Padre
encarnado, crucificado y resucitado (In 17,26; Heb 9,14) y convierte a la Iglesia en lo que es, en
cuerpo de Cristo, en comunidad creyente y amante de los discípulos, en Iglesia del Padre, del Hijo
y del Espiritu (cf. la estructura trinitaria del ejemplo de oración eucarística de Hipólito).

La presencia real de Cristo en los signos eucarísticos


El mismo Jesús identifica el pan y el vino con su cuerpo y su sangre: «El que come mi carne y
bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitare en el último día. Pues mi carne es verdadera
comida y mi sangre es verdadera bebida. EI que come mi carne y bebe mi sangre, en mi
permanece, y yo en él. Lo mismo que el Padre que me envió vive, y yo vivo por el Padre, así el
que me come, también el vivirá por mí» (Jn 6,54-57).

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Por presencia de una persona se entiende: 1. su presencia en mi conciencia, cuando la recuerdo
subjetivamente, es decir, cuando activo conscientemente una imagen o una figura cognitiva
sensible que tengo almacenada en la memoria; 2. cuando un cuadro o una foto me suscitan su
recuerdo; 3. cuando alguien penetra, con su corporeidad natural, en el campo de mis percepciones,
de mi experiencia sensible actual. Pero una persona puede también hacérseme presente en su
corporeidad a través de elementos y signos sensibles que ella ha vinculado a esta corporeidad y por
medio de los cuales se me hace de tal modo presente que puedo entablar una comunicación con
ella.

En el caso -sin ninguna analogía con otros eventos-de la presencia real eucarística, se produce
una unión y una diferenciación incomparable de pan y cuerpo de Cristo, de suerte que mediante
este signa sensiblemente perceptible Cristo es conocido en sí mismo y se hace personalmente
comunicable en la fe. Al mismo tiempo, se mantiene también la diferencia entre el signo
sacramental y el contenido, en cuanto que el pan no es un elemento físico constitutivo del cuerpo
natural, histórico y glorificado de Jesús. Nos hallamos aquí ante el caso singular de una presencia
real sacramental anamnética. Constituirla es algo exclusivamente reservado a Dios. Tiene una
racionalidad interna, porque por un lado se inserta en la corriente de la venida histórico salvífica de
Dios al mundo en la encarnación y, por otro, responde a la naturaleza corpore a y social del
hombre, que es el destinatario de la revelación.

Por tanto, la fe en la presencia real no es el resultado de una interpretación meramente


filológica de las palabras explicativas de Jesús o de un sometimiento positivista a la autoridad de
Cristo. En su redacción aramea, y desde el punto de vista gramatical, no figura el «es)). No
obstante, la tradición griega «Esto es (wv,o tonv) mi cuerpo, que será entregado por vosotros) es
objetivamente correcta, porque Jesús, al hablar, se está refiriendo al pan que tiene en sus manos y
lo identifica con su cuerpo. Se trata de una comunión vivificante con Jesús, el mediador de la
nueva alianza que, en virtud de su autoentrega en la cruz, instituye esta alianza con su propia
sangre y se gana a la Iglesia como nuevo pueblo de la alianza. En la eucaristía no come el creyente
partes físicas del cuerpo de Jesús, sino que en las especies del pan y del vino consagrados comulga
con la humanidad de Jesús, con su misión y con su destino en la cruz y la resurrección.

Dado que la humanidad de Jesús es símbolo real de La comunicación humano divina, puede
entenderse La eucaristía, en cuanto suprema condensación de este acontecimiento, como el
símbolo real de aquella comunicación: como comunión con el Dios trino, que es vida eterna para
el hombre. Quien recibe ef cuerpo de Cristo es amigo de Dios (In 15,15; 17,3.22-26).

El efecto de la eucaristía: nueva vida, reconciliación, alianza nueva


En la última cena, Jesús interpreto su muerte como expiación vicaria del siervo de Yahveh
doliente por muchos, es decir, por todo el pueblo, en favor del cual ofrece su vida (Is 53,10). De
este modo lleva Dios a cabo la reconciliación de los hombres con él en la contingencia de la
historia (2Cor 5,20).

La nueva alianza en la sangre de Cristo (Mc 14,24; Reb 9,12-26) se ilumina a la luz de la
conclusión de la alianza paleotestamentaria (Ex 24,5-8). En aquella ocasión, Moisés derramo sobre
el altar figura de la presencia salvífica de Dios) la sangre del animal inmolado. También sobre el
pueblo se derramó 1a sangre. En esta acción simbólica, Yahveh y el pueblo se unen en la señal de
la sangre. Ahora, Jesús es el verdadero Cordero que quita los pecados del mundo (In 1,29).

«Cristo se ha presentado como sumo sacerdote de los bienes definitivos: por medio de un
tabernáculo más grande y más perfecto, no de hechura humana..., y no por medio de sangre de
machos cabríos ni de becerros, sino de la suya propia, entró en el lugar santísimo de una vez para
siempre, consiguiendo eterna redención... ¡Cuanto más la sangre de Cristo, el cual, en virtud del

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espíritu eterno, se ofreció a Dios como sacrificio sin mancha, purificara nuestra conciencia de las
obras muertas, para que rindamos culto al Dios vivo! Por eso, él es mediador de una nueva
alianza» (Heb 9,11-15; ct. Jer 31,31; Is 24;42,6; 52,13.15; Is 49,8: «Te formo y te hago alianza
del pueblo ...»).

Cuando el concilio de Trento designo ala eucaristía como sacrificio de súplica y de expiación,
no se refería a ningún tipo de añadido humano al sacrificio expiatorio de Cristo. Como la
eucaristía, en cuanto actualización sacramental, hace presentes todos los aspectos del sacrificio de
la cruz, Cristo da en ella a los fieles la gracia de la reconciliación. Pueden así, en cuanto miembros
del cuerpo de Cristo y del pueblo de la nueva alianza, recibir el don de la reconciliación y dejarse
marcar por una vida de seguimiento de Jesús y de configuración con su pasión y resurrección (Flp
3,20 et passim).

La expiación no tiene en la vida cristiana el sentido de un mérito o de una contribución


precedente para mover a Dios a la reconciliación, sino el de adhesión consciente a Jesús de los
justificados por la gracia de Cristo. Él ha muerto por todos «para que los que viven no vivan ya
para sí mismos, sino para aquel que por ellos murió y fue resucitado» (2Cor 5,15). Y así,
complementan en su vida terrestre, para el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, «lo que falta a las
tribulaciones de Cristo» (Col 1,24), a saber, la consumición plena de la voluntad salvífico de Dios
en el amor de respuesta y en la unión de la cabeza y el cuerpo (Ef 4,13-16).

El cuerpo de Cristo como sacramento y como Iglesia


También de la Iglesia se dice que es el cuerpo de Cristo (Rom 12,5; lCor 12,1231a; Ef 1,23; Col
1,18). Cuerpo significa, en términos generales, la presencia actual de una persona espiritual y
libre. Por tanto, cuando se habla de la Iglesia como cuerpo de Cristo, lo que quiere decirse es que
es la presencia permanente del Señor exaltado en la comunión visible de los hombres reunidos en
su nombre. En cuanto que Jesucristo, como cabeza, está unido con la Iglesia y actúa por ella, se
convierte en su principio vital mediante las acciones simbólicas por el mismo prescritas. Y al
celebrar la Iglesia -obedeciendo la voluntad institucional de Jesús-la fiesta eucarística, se deja
edificar una y otra vez desde su cabeza como cuerpo de Cristo.

Al comer el cuerpo sacramental, los numerosos creyentes confluyen en la unidad del cuerpo
eclesial de Cristo (ICor 10,16s.). También los ya fallecidos y consumados en Cristo forman parte
de su cuerpo (Rom 10,8s.; ITes 5,9; Heb 12,22-24; Ap 6,9; 8,3).

De esta concepción surgió, en la estela del incipiente culto a los santos y de la solidaridad con
los miembros ya fallecidos de la comunidad todavía necesitados de penitencia para alcanzar la
consumación plena y la configuración interna con Cristo (Iglesia doliente en la purificación del
purgatorio), la idea de que en todas y cada una de las celebraciones eucarísticas es la Iglesia, con
todos sus miembros, en Jesucristo, el sujeto de la memoria sacramental. La práctica de las misas en
honor de los santos y para ayuda de los fieles difuntos sometidos al castigo purificador no surgió
de una iniciativa de la Iglesia que dejara de lado la mediación salvífica de Cristo, sino que
acentuaba la aceptación y la aplicación del valor infinito del sacrificio de la cruz a la subjetividad
individual y colectiva de la comunidad creyente (culto y solidaridad de intercesión).

La dimensión eclesial de la eucaristía se expresa también en los cuidados y preocupaciones por


el bienestar corporal y material del prójimo, por el ordenamiento social, económico y jurídico y
por la justicia. Lucas estableció una estrecha conexión entre la comunidad de bienes de la
primitiva Iglesia y la eucaristía (Act 2,42; cf. 1Cor 11,21).

La eucaristía como prenda de la vida eterna

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En la cruz y la resurrección de Jesús se ha dado a conocer de manera irrevocable la voluntad
salvífica de Dios. En el proceso de la aceptación individual y social de la salvación en la fe y el
amor incluye Dios a los hombres en la obra salvífica plena y consumada. «Cristo, ofrecido una
sola vez para quitar los pecados de todos los hombres, aparecerá por segunda vez, sin relación ya
con el pecado, para salvar a los que le aguardan» (Heb 9,28).

Ya en la institución de la eucaristía había insinuado Jesús una nueva comunidad de comensales


en la que volvería a beber del producto de la vid en el reino de su Padre (Mt 26,29; Lc 22,18; Mc
14,25).

Respecto al futuro escatológico de la voluntad salvífica del Padre presente en Cristo, puede
afirmar el apóstol: «Cuantas veces coméis de este pan y bebéis de esta copa, estáis anunciando la
muerte del Señor, hasta que venga» (lCor 11,26). En la comunión eucarística de la Iglesia, el
discípulo se sabe referido, en la esperanza, a la comunión eterna de Dios con los hombres y de los
hombres entre sí (LG 1), pues cree en la palabra de Dios: «Dichosos los invitados a las bodas del
Cordero» (Ap 19,9).

III. LA REACCIÓN DE CRISTO AL PECADO; LA ENFERMEDAD


Y LA ANGUSTIA DE LA MUERTE
4. La penitencia: el sacramento de la reconciliación con Dios y con la
Iglesia
a) Síntesis del sacramento de la penitencia
Enunciados de la fe sobre el sacramento de la penitencia
En la enumeración de los sacramentos figura en cuarto lugar el de la penitencia o la
reconciliación respecto de los pecados cometidos después del bautismo (sacramentum
poenitentiae seu reconciliationis).
Puede abordarse su análisis bajo un triple aspecto:
1. La gracia de este sacramento produce la reconciliación del bautizado que ha perdido la gracia
de la justificación por la comisión de un pecado mortal con Dios autor y contenido de la
salvación. Esta reconciliación con Dios Padre acontece como renovación de la comunión con
el Hijo del Padre hecho hombre que, en cuanto Cristo Jesús, ha llevado a cabo mediante su
proclamación del reino de Dios, su cruz y su resurrección, la nueva alianza y la reconciliación
de la humanidad con Dios. El sacramento contiene también la reconciliación con el Espiritu
Santo, que es el amor de Dios que se autocomunica (Rom 5,5; 2Cor 13,13), convierte al
hombre en nueva criatura y le permite participar de la relación filial de Cristo al Padre (Gal
4,4-6).
2. Lo que la señal del sacramento de la penitencia realiza (res et sacramentum) es la
reconciliación del pecador con la Iglesia (pax cum ecclesia). Al llevar a cumplimiento la
Iglesia su esencia, santificada en el Espiritu Santo, en el pecador y permitirle participar en su
vida, produce Dios la realidad de la unión de vida con él en su gracia.
3. La acción simbólica significativa (sacramentum tan tum) es el proceso penitencial de la
Iglesia: la absolución del sacerdote, la intercesión eficaz de la comunidad, la remisión, los
actos del penitente (contrición del corazón), el reconocimiento de los pecados y su confesión y
las obras de penitencia de la satisfacción.

Sobre el trasfondo de la teología de la penitencia tomista, el concilio de Florencia de 1439, en


su Decreto para los armenios, describía este sacramento en los siguientes términos:
«El cuarto sacramento es la penitencia, cuya cuasi-materia son los actos del penitente, que se
distinguen en tres partes. La primera es la contrición del corazón, a la que toca dolerse del
pecado cometido con propósito de no pecar en adelante. La segunda es la confesión oral, a la que
pertenece que el pecador confiese a su sacerdote íntegramente todos los pecados que tuviera en la
memoria. La tercera es la satisfacción por los pecados, según el arbitrio del sacerdote;
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satisfacción que se hace principalmente por medio de la oración, el ayuno y la limosna. La forma
de este sacramento son las palabras de la absolución que profiere el sacerdote cuando dice: "yo te
absuelvo", etc.; y el ministro de este sacramento es el sacerdote que tiene autoridad de absolver,
ordinaria o por comisión de su superior. El efecto de este sacramento es la absolución de los
pecados» (DH 1323; DHR 699).

Asumiendo los resultados de las investigaciones históricas sobre la penitencia llevadas a cabo
en el siglo xx (B. Xiberta, H. de Lubac, P. Poschmann, M. de la Taille, K. Rahner y otros), el II
concilio Vaticano ha destacado de nuevo la dimensión eclesial de este sacramento. La penitencia es
una realización de la esencia sacramental de la Iglesia, que se ejerce como comunión santa y
sacerdotal en los sacramentos:

«Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios
por la misericordia de este y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia a la que, pecando,
ofendieron, la cual, con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda a su conversión» (LG
11; cf. PO 5).

EI Ordo poenitentiae de 1973, que ya el concilio había solicitado (SC 72), tiene en cuenta la
vertiente eclesial de este sacramento y supera la vision relativamente individualista de la
«confesión» como asunto que solo concierne al sacerdote y al penitente.

Aparte los servicios culticos generales de oración y penitencia de la Iglesia, eficaces ex opere
operantis, existen tres diversas formas litúrgicas de la penitencia sacramental. En todas ellas son
elementos necesarios la absolución sacramental, el arrepentimiento o contrición, el reconocimiento
o confesión de los pecados y los actos penitenciales del pecador, apoyados por la intercesión de la
Iglesia:
1. La celebración de la reconciliación del individuo concreto, con la confesión particularizada de
cada uno de los pecados que ha cometido.
2. La celebración comunitaria de la reconciliación, en la que cada individuo hace confesión de
sus pecados ante el sacerdote presente.
3. La celebración comunitaria de la reconciliación, con una confesión general y absolución
sacramental para todos los presentes. Aquí se da por supuesto el propósito de confesar ante un
sacerdote, en la primera ocasión, los pecados mortales que se han podido cometer, salvo el
caso de imposibilidad física o moral. Esta necesidad se deriva de la integridad del sacramento
y es de iure divino. La celebración de la penitencia seguida de la absolución sacramental
general sólo puede hacerse con permiso del obispo o cuando existe grave necesidad.

b) La penitencia en la época neotestamentaria


La reconciliación del pecador con Dios según el testimonio neotestamentario
EI Antiguo Testamento no entendía por pecado solamente la infracción (material) de los
mandamientos divinos. Más bien, en el pecado el hombre atenta formalmente contra la santidad
esencial de Dios, dada a su pueblo como suya propia. La culpa contraída ante Dios tiene
consecuencias internas y se expresa en la conducta opuesta al precepto de santidad y al pueblo
santo de la alianza de Dios. El pecador se entrega al poder del pecado, convertido en «poder de la
muerte>} (Rom 8,2) que domina en el mundo. Y tiene que soportar en sf mismo las repercusiones
individuales y sociales del pecado.

Jesús anuncia el reino de Dios (Mc 1,14s.). Hace posible y promueve la penitencia, el
arrepentimiento y el seguimiento para poder aceptar y asumir el reino de Dios ya inminente.
Precisamente por eso se dirige a los pecadores y marginados y los libera de la funesta situación del
pecado.

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La reconciliación del mundo con Dios en la cruz de Cristo
EI reino de Dios irrumpe definitivamente en la entrega de la vida de Jesús en la cruz, que Dios
acepta como víctima expiatoria vicaria en virtud de la obediencia de su Rijo (Rom 3,24s.). Como
sumo sacerdote y mediador de la nueva alianza, lleva a cabo «una redención eterna» (Reb 9,12)
válida para todos los hombres (2Cor 5,15; 1Tim 2,5). En la cruz y la resurrección de Jesús se le ha
ofrecido al mundo, para siempre, una reconciliación universal y una nueva comunión de vida con
Dios.

Pablo puede describir la obra de Cristo como «liberación de la ley del pecado y de la muerte» y
establecimiento del dominio del «espíritu y la vida» (Rom 8,2). El reino de Dios consiste en el
juicio y el castigo contra el príncipe de este mundo (In 12,31) que ejerce su dominio mediante el
pecado, la desdicha, la maldad y la muerte. El dominio de Dios alcanzara su culminación cuando
Cristo aniquile a todos los poderes y potestades y, como último enemigo, a la muerte, y entregue
su reino al Padre (lCor 15,24).

Con la entrega de su vida, Cristo ha creado a la Iglesia como su cuerpo, que debe presentarse
ante el «sin mancha, ni arruga, ni defecto alguno». «Debe ser santa y sin mancha» (Ef 5,27). La
Iglesia está al servicio de la santificación de los hombres mediante el cumplimiento de su misión y
la garantía de la co-realización de la participación en su comunión y en el desempeño de sus
actividades básicas (bautismo, cena del Señor).

La Iglesia al servicio de la reconciliación


Las palabras con que el Señor resucitado asigna a la Iglesia su misión señalan la potestad,
comunicada por medio del Espiritu Santo, de «atar y desatar» (Mt 16,19; 18,18),0 de «perdonar y
retener» (In 20,23) los pecados. Esta expresión de «atar» y «retener» los pecados no se limita en
modo alguno a un simple acto jurídico y disciplinario. Se trata de un proceso que encierra en sí una
significación salvífica. En el acontece el juicio escatológico y, cuando hay lugar a ello, también el
perdón. Este servicio de reconciliación (2Cor 5,20) alcanza también a los bautizados que han
tenido frente al espíritu de Cristo y el espíritu de amor una conducta gravemente defectuosa.
En razón de la unidad interna entre el amor a Dios y el amor al prójimo, la relación del
bautizado con Dios afecta también a la Iglesia que, en cuanto comunidad santificada, debe
reaccionar frente al pecado. Se trata de una reacción escalonada de la comunidad frente a los
pecadores que hay en ella, una reacción que depende evidentemente de la gravedad de la culpa, del
talante y de la disposición a la conversión del pecador (cf. Mt 18,19). Entre el haz de
preocupaciones de la Iglesia por la santidad de sus miembros y por la superación del pecado se
encuentra también la exhortación a la mutua confesión de los pecados (1Jn 1,9; Sant 5,16).

En el caso de culpas graves, como por ejemplo la del incestuoso de 1Cor 5, se le reprende por
su delito y se le declara culpable de haberse alejado de Dios y haberse sometido al poder del mal.
Por consiguiente, el apóstol, «en nombre del Señor>, le excluye de la comunidad santificada y
santificadora, y más concretamente de la participación en el banquete eucarístico. Queda en
suspenso el efecto salutífero del bautismo, aunque no se llega hasta la ruptura total. Tan duras
medidas persiguen el objetivo de que el pecador advierta la gravedad de la acción que le excluye
de la salvación, para que se arrepienta y, por intercesión de la comunidad, alcance de nuevo la
comunión con la Iglesia y reciba sus sacramentos (2Cor 2,6ss.).

Ya en la época neotestamentaria se tenía clara conciencia de que existen pecados que excluyen
del reino de Dios (ct. el catálogo de los vicios de Rom 1,29-32; 1Cor 6,9s.; Gal 15,19-21; Ef5,5) Y
que, a diferencia de otros pecados (veniales), llevan a la condenación y a la muerte eterna (Un
5,16).

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Plantea una pregunta, que no quedo resuelta en el Nuevo Testamento, el problema de la
posibilidad de alcanzar nuevo perdón de pecados graves cometidos después del bautismo que
implican la muerte eterna. Esta tensión aparece perfectamente expresada en la sentencia de Heb
6,4ss., 10,26, que afirma la imposibilidad de la nueva conversión del bautizado. Pero aquí no se
dice nada acerca de una posible reconciliación por medio de la comunidad. EI pasaje se propone,
evidentemente, poner bajo clara luz el gravísimo alcance del inicio irrepetible de la gracia del
bautismo y del compromiso definitivo inserto en el.

Del conjunto del Nuevo Testamento se desprende claramente la idea básica de la existencia de
un procedimiento penitencial en el seno de la Iglesia: La Iglesia santa se distancia de los miembros
que han pasado a ser pecadores no santificados (los entrega al dominio del pecado, del viejo eón y
de Satanás, al que ellos mismos se han abandonado de hecho) y muestra así que han privado de
eficacia su vinculación santificante con Cristo, con su Espiritu y con la Iglesia. Pero, al mismo
tiempo, esta Iglesia suplica la conversión, el arrepentimiento y la penitencia de los pecadores, para
que pueda recibirlos de nuevo en su comunión plena. Esta recuperación es la señal visible de la
reconciliación con Dios. Al pecador se le promete esta singular reconciliación de tal modo que
puede revivir de nuevo en él y pueda actuar eficazmente el poder santificador del Pneuma. Este
acto de la nueva aceptación acontece mediante la comunión con toda la Iglesia y se ejerce
concretamente en presencia de la asamblea, con la especial participación del apóstol y de los
dirigentes de la comunidad que heredan este ministerio apostólico (2Cor 2,6; 2Tes 3,14; 2Tim 2,2).
Las señales concretas del perdón de los pecados y de la recuperación de la reconciliación son la
imposición de las manos y la invocación del Espiritu (ct. lTim 5,22).

c) La historia del sacramento de la penitencia


Las formas básicas de la penitencia en la Iglesia antigua
En la primitiva Iglesia existen claras alusiones al contexto eclesial de la gracia y del pecado.
Todo pecado atenta contra la esencia santa de la Iglesia. Los pecados (incluidos los ocultos)
contra Dios perturban la comunión pneumática con él. La Iglesia aleja a los pecadores, pero les
promete al mismo tiempo el perdón de los pecados mediante la garantía de una nueva comunión
con ella. Forman parte de este proceso, al igual que en el Nuevo Testamento, el arrepentimiento o
contrición, la conversión, la confesión y las obras de penitencia como renovación del amor (IClem
48,1; 51,1; 56,1; 59,4; 60,1-3 et passim; Ignacio, Pbilad. 8,1; Did 15,3; Policarpo de Esmima, ep.
6,ls.; 11,1.4; Justino, 1 apol. 16,8; Ireneo de Lyon, haer. 1,6,3; 13,5; III, 3,4).

A partir del siglo III se percibe ya, especialmente en los escritos de Cipriano de Cartago, la
forma básica del procedimiento penitencial de la Iglesia. Entre sus elementos figuran la
exhomofogesis (imposición de las pertinentes obras de penitencia, la confesión de los pecados, la
comprobación del cumplimiento de las penitencias impuestas) y la reconciliación mediante la
imposición de las manos del obispo y de los presbíteros (ep. 15, 1; 17,2; 64,1). Se atribuye una
especial capacidad de borrar los pecados a las obras de satisfacción (ep. 30,3; 31,6.7). Pero no se
las debe entender como un mérito o una aportación propia que mueva a Dios a perdonar los
pecados. La penitencia es más bien el resultado de una inclinación, por gracia, del Redentor a los
hombres y de la capacidad de reaccionar frente a la culpa con un amor más profundizado a Cristo
y al prójimo. La unión ahora plenamente alcanzada can el santo Pneuma en el amor fundamenta la
expectativa de reconciliación por media de la Iglesia. La paz con la Iglesia (pax cum ecclesia) es la
señal eficaz de la comunión con la Iglesia colmada del Espiritu Santo. Es función del obispo
comprobar, a modo de «juez», si se dan los presupuestos necesarios para la reconciliación, de
modo que pueda declarar, mediante una sentencia judicial, que se ha recuperado la comunión
eclesial (ep. 57,5; 66,3.5). A la hora de comprobar si se han cumplido las obras de penitencia se
concedía una singular importancia a la intercesión ministerial del obispo, de la comunidad en su
conjunto y, de manera especial, a la de los mártires y confesores (aquí tiene su origen la idea de las
indulgencias, ct. infra).

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Este procedimiento penitencial, llevado a cabo de ordinario una sola vez en el curso de la vida,
es un proceso salvífico distinto del bautismo, «una especie de fatigoso bautismo» (Gregorio de
Nacianzo, orat. 39,17; Juan Damasceno, fid. orth. IV,9), «segunda tabla de salvación tras el
naufragio y perdida de la gracia» (Tertuliano, paen. 4,2; Jer6nimo, ep. 84,6; 130,9; ct. Pedro
Lombardo, Sent. IV, d. 14, c.ls.).

EI cambio hacia la penitencia privada (<<confesión»)


La disyunción entre la excomunión eclesial jurídica y la penitencia sacramental, el peligro de
discriminaciones públicas y la dureza de los castigos impuestos indujeron a aplazar la penitencia
pública eclesial basta los últimos días de la vida. Se abandonó, hasta su virtual desaparición, la
práctica de la penitencia de excomunión y reconciliación de la Iglesia antigua. A partir del siglo VI
pudo difundirse fácilmente, también en el continente, la forma penitencial irlandesa y anglosajona.
Su diferencia más decisiva respecto de la penitencia paleoeclesial era la posibilidad tanto de
repetirla como de confesar en secreto (privadamente) los pecados al sacerdote. Tras el
cumplimiento de la obras de penitencia (igualmente privadas) impuestas siguiendo el esquema
establecido en los libros penitenciales (penitencia según tarifa), seguía la absolución personal
impartida por el sacerdote.

Cuando, finalmente, en las postrimerías del primer milenio, se permitió cumplir las obras de
penitencia en un tiempo posterior al de la absolución, quedo ya acuñado el sacramento de la
penitencia en su forma individualizada predominante hasta nuestros días, mientras retrocedía su
dimensión eclesial, es decir, la oración de intercesión de la comunidad, la intercesión ministerial
del sacerdote y la reconciliación visible con la readmisión a la eucaristía. La absolución
sacramental asumía el carácter de una especial potestad ministerial (ya casi fuera de su contexto
eclesial). En estas confesiones sacramentales privadas podían incluirse también los pecados
veniales (confesiones piadosas). Ello no obstante, también en la Edad Media se mantuvo viva la
conciencia de que los pecados cotidianos pueden ser perdonados y superados de numerosas
maneras (confesión general de los pecados, buenas obras, ayunos y limosnas).
La Iglesia oriental asumió, entre los siglos VIII y XIII, la práctica de que fueran los monjes, en
su calidad de pneumáticos, quienes administraran todo lo relacionado con la penitencia. Se les
confió el perdón de los pecados y la donación del Espiritu Santo. Pero esta potestad debe ser
interpretada más en el sentido paleoeclesial de la eficacia de la intercesión en apoyo del
arrepentimiento y la penitencia (que son los que realmente borran los pecados) del pecador, no
como absolución sacramental. Esta quedaba reservada a los obispos y sacerdotes.

Se discute la significación exacta de las escasas noticias sobre reconciliaciones (absolución de


los pecados 0 de la excomunión) impartidas por diáconos (Cipriano, ep. 18,1; canon 32 del sínodo
de Elvira).

La costumbre, practicada hasta el siglo XIII, de confesarse con un laico cuando no podía
recurrirse a un sacerdote (pedro Lombardo, Sent IV, 17,4; Tomas de Aquino, suppl.; Pseudo-
Agustin, De vera et falsa poenitentia, siglos XI-XU), no otorgaba a los seglares la potestad de
absolver, sino que respondía a la idea de que la confesión de los pecados es un saludable ejercicio
de humildad del pecador. Cuando, con Juan Duns Escoto, se puso el peso fundamental de la
penitencia en la absolución, desapareció esta confesión con laicos. La teología de la controversia
católica postridentina rechazo aquella práctica, porque parecía prestarse a ser erróneamente
interpretada en el sentido del sacerdocio laico protestante.

d) Perspectivas de una teología sistemática de la penitencia


La teología del sacramento de la penitencia no puede pasar por alto que, en nuestros días, ha
dejado de practicarse en amplias regiones de la Iglesia la tradicional «confesión individual». La

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proclamación debe intentar, por tanto, suscitar una nueva comprensión del pecado en su dimensión
personal y social. Debe también redescubrirse la estructura eclesial de la reconciliación.

No puede reducirse el concepto teológico del pecado al aspecto de una transgresión de las leyes
divinas en algunas concretas acciones materiales. La palabra de Dios y sus preceptos no son
disposiciones distintas del mismo Dios (en definitiva arbitrariamente impuestas) con las que quiere
poner a prueba la obediencia humana. Son, por el contrario, manifestaciones históricas de su
voluntad salvífica y, por tanto, de su amor, que es el mismo. Quien, pues, actúa en contra de los
mandamientos de Dios, no solo se opone a la voluntad del «legislador divino), sino a su mismo ser
y santidad. Dondequiera el hombre rechaza, por su propio impulso, las exigencias de las
estructuras de sentido inscritas en la creación (medio ambiente, entorno personal, su propio ser
personal), lleva a cabo (implícita o explícitamente) una negación de sí mismo ante Dios y su amor.
Pervierte la dinámica de su naturaleza espiritual, orientada a la consumación en el amor de Dios. Y,
en este sentido, el pecado es siempre autodestrucción y muerte, en cuanto distanciamiento de
«Dios, amigo de la vida)) (Sab 11,26).

A este acto interno de auto negación y autodestrucción, materializado en acciones concretas, se


le da el nombre de pecado mortal. A causa de la unidad interna de la libertad humana en su
estructura trascendental (personalidad) a Dios y en sus manifestaciones concretas, no puede
establecerse una separación estricta entre la oposición del hombre a Dios y la que le enfrenta a su
prójimo y a sí mismo (ct. Sab 11,16: «El castigo se recibe por aquello en que se peca». Tob 12,10:
«Los que pecan, son enemigos de su propia vida»). Negarse al amor frente a Dios se llama
incredulidad y equivale a negarse a la esperanza de que Dios hará honor a su promesa de
salvación. La negativa del amor frente al prójimo tiene su manifestación en las agresiones y los
ataques al cuerpo, a la vida, a la salud, etc. La negativa del amor a sí mismo se exterioriza, entre
otras cosas, en la desesperación o en el rehusamiento a asumir su misión en la vida.

El pecado se opone a la voluntad salvífica de Dios manifestada en la cruz. Por tanto, pecar
después de la singular conversión en el bautismo significa (crucificar de nuevo al Hijo de Dios y
hacerle objeto de burla publica» (Heb 6,6), pisotear al Hijo de Dios, despreciar la sangre por la que
ha sido santificada la alianza. EI pecado se dirige contra el Dios trino, que ofrece su gracia en la
Iglesia como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espiritu Santo. Por donde se advierte
que es también a la vez una violación de la esencia santa de la Iglesia y de su misión sacerdotal.

Y, a la inversa, la reconciliación con la Iglesia significa la garantía de que se ha alcanzado la


reconciliación con Dios. La Iglesia concreta, mediante una acción simbólica propia, el servicio de
salvación que Cristo le ha confiado. Reacciona aquí frente a los pecados que excluyen del reino de
Dios o que llevan a la muerte (Gal 5,21; lJn 5,16), para volver a aceptar de nuevo al pecador en su
comunión, que actualiza y hace presente la vida divina.

Donde se percibe de una manera particularmente clara la estructura básica del sacramento de la
penitencia es en su forma paleoeclesial. La Iglesia denuncia la contradicción entre el pecador y su
esencia santa mediante la acción de distanciarse de 151 (excomunión litúrgica) y de concederle de
nuevo plena comunión con ella a partir de su arrepentimiento y de su voluntad de retorno,
demostrada con los signos comprobados de su voluntad de conversión y de su superación interna
del pecado. La participación plena en la comunión de la Iglesia es la señal eficaz de la plena
comunión con la vida divina. Toda la Iglesia participa del acontecimiento penitencial. Todos los
fieles acompañan, con su intercesión y su oración, al pecador. Le apoyan en su deseo de
conversión. Al sacerdote, en el que actúa Cristo como cabeza de la Iglesia, le compete, en cuanto
representante de la unidad de la Iglesia, el ejercicio autorizado de la reconciliación o de la promesa
de perdón mediante la absolución.

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Hacia esta forma básica debería orientarse una teología renovada de la penitencia. Pero debe
asimismo tenerse en cuenta y respetarse la diferente configuración práctica y los diversos acentos
teológicos (en el sentido de que en la antigüedad el peso principal recaía en la satisfacción y en la
Edad Media en el arrepentimiento o contrición perfecta y en la absolución).

La larga tradición de las confesiones piadosas obliga a precaverse ante un posible falseamiento de
las perspectivas. El hecho de que en el sacramento de la penitencia se borren también los pecados
leves no debe hacer olvidar que para superar los pecados cotidianos existen otras muchas
posibilidades extrasacramentales que, por otra parte, tampoco convierten en superfluas las
confesiones hechas por devoción.

5. El sacramento de la unción de los enfermos


a) La unción de los enfermos en la vida sacramental de la Iglesia
EI ejercicio del servicio de santificación confiado a la Iglesia recibe, cuando se refiere a los
miembros que padecen una grave enfermedad física o espiritual, el nombre de unción de los
enfermos, y figura en quinto lugar en la enumeración de los sacramentos. El II concilio Vaticano la
describe en los siguientes términos:

«La Iglesia entera encomienda al Señor paciente y glorificado a los que sufren, con la sagrada
unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, para que los ali vie y los salve (cf Sant
5,14-16); más aún, los exhorta a que, uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de Cristo
(Rom 8,17; Col 1,24; 2 Tim 2,1112; IPe 4,13) contribuyan al bien del pueblo de Dios» (LG 11; cf.
PO 5).

El Decreto para los armenios del concilio de Florencia (1439) describe este sacramento, al que
llama «extremaunción», con ayuda de las categorías escolásticas (DR 1324-1325; DRR 700):

Su materia es el aceite de oliva bendecido por el obispo. Solo puede ser administrado a
aquellos cuya vida está en peligro. La forma son las palabras: «Por esta santa unción y por su
piadosísima misericordia el Señor te perdone cuanto... » El ministro es el sacerdote. EI efecto es la
salvación del alma y, en la medida en que aproveche al alma, también la salud del cuerpo.

Ya en la Edad Media hubo un tal desplazamiento de los acentos en la práctica que de hecho se
entendía el sacramento como la unción ultima, que preparaba para la recepción inmediata de la
vida eterna después de la muerte (praeparatio ad gloriam). También la teología y la praxis pastoral
posteriores al Tridentina entendieron que se trataba de un sacramento de moribundos y de una
especie de consagración de la muerte (H. Schell, Katholische Dogmatik 11m, Paderborn 1893,
614).

El II concilio Vaticano ha promovido una profunda revisión teológica y litúrgica de este


sacramento, basada en las nuevas aportaciones sobre sus fundamentos bíblicos y sobre las
investigaciones patrísticas (SC 73-75). En el nuevo Ordo para su celebración, publicado por Pablo
VI en 1972, se ha sustituido la denominación de «extremaunción» por la de «unción de los
enfermos». Ahora se entiende que su forma básica es celebración comunitaria y acontecimiento de
comunicación. No es ya solamente la Iglesia la que actua en el enfermo, sino que el enfermo
mismo actúa como miembro de la Iglesia. Y así, el sacramento se convierte en señal de su fe y, con
ello, en ejercicio sacerdotal de toda la Iglesia.

Para la administración de este sacramento a los enfermos concretos, en el círculo restringido de


la unidad familiar (administración del viatico) se ha procedido a una reordenación de la secuencia
de los sacramentos: penitencia (confesión), unción del enfermo y comunión (viaticum). Solo hay
dos unciones. Al aplicarlas, el sacerdote suplica: «Por esta santa unción y por su bondadosa

48
misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espiritu Santo, para que te libre de tus pecados, te
conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad». (SegJin el Decreto para los armenios debían
ungirse los cinco órganos en que se concretan los sentidos, además de los pies y de la zona renal:
DR 1324; DRR 700.)

El sacramento propio y genuino de los moribundos es la santa comunión. No debe, en todo


caso, olvidarse que en sentido teológico toda enfermedad grave es signo de la finitud y de la
sujeción del hombre a la muerte, que en sus angustias corporales y anímicas dirige su mirada a la
autopromesa sanadora y santificadora de Dios. Así se verá con mayor claridad en las siguientes
reflexiones.

b) Consideraciones antropológicas
La enfermedad no es un fenómeno marginal en la vida humana. Dado que el hombre es un ser
corpóreo-espiritual, la metodología prohíbe entender la enfermedad únicamente bajo el aspecto
-cultivado por las modernas ciencias naturales-de una perturbación de las funciones psicofísicas.
Para respetar la integridad de la naturaleza espiritual y corporal del hombre es forzoso ahondar en
la esencia de la enfermedad también desde el punto de vista antropológico, introduciendo en el
análisis las experiencias personales básicas del ser y estar amenazado, del sentirse entregado al
sufrimiento, de estar dominado por el dolor y de la llegada de un momento que pondrá punto final
a la libre disposición de sí mismo cuando fallan las fuerzas.

En la perspectiva bíblica se da una confluencia de las concepciones de las ciencias naturales y


las filosóficas, que son elevadas a una reflexión fundamental sobre la relación personal del hombre
a Dios. Aquí se sitúa el hombre ante Dios en la totalidad de su esperanza trascendental y en la
realidad histórica concreta de su vida. La enfermedad es para el creyente uno de los posibles
medios para llegar al conocimiento de que está amenazado, o ha perdido, o no ha alcanzado
todavía la salvación que Dios le ofrece. Las enfermedades graves son la manifestación de una
desdichada situación del hombre. A causa del pecado (cf. Gen 3,15), es la enfermedad un campo
en el que se alza hasta el primer plano el dominio del pecado y de la muerte.
La enfermedad y la muerte en cuanto castigos por el pecado no son sanciones caprichosas
impuestas por Dios por las que se vengaría, por así decirlo, para satisfacer una ofensa personal. La
angustia que el hombre siente en su enfermedad es, más bien, la experiencia de perdición, de
desesperado trance que se produce como consecuencia de la perdida de la comunión de gracia con
Dios y de la desintegración de los principios constitutivos espirituales y materiales del mundo
creado.

No puede establecerse una conexión causal inmediata y directa entre los pecados individuales y
las enfermedades y los golpes del destino personales (cf. In 9,2). También los hombres no
culpables de actos pecaminosos personales están sujetos al dominio del pecado y de la muerte
como consecuencia del carácter universal de la perdida de la gracia original (cf. Rom 5,14).

En la enfermedad se ve el hombre enfrentado a una alternativa última. O bien, en sus


sufrimientos y su abandono, clama al Dios de la vida (Sal 22,25s.: «Dios mío, Dios mío, ¿Por qué
me has desamparado, ajeno a mis socorros y mis gemidos? ... No desdeña la aflicción de los
humildes ni aparta de ellos su mirada; en clamando hacia él, el los escucha ... ») o se deja hundir
en el insondable abismo de la nada y con escepticismo y sarcasmo, o incluso airado contra su
propio destino, rechaza la inclinación salvífica de Dios.

c) El testimonio bíblico
Los signos salvíficos de Jesús son un poderoso anuncio del reino de Dios que se inicia ya con
su mensaje. Si con el espíritu de Dios vence al dominio del mal y a los poderes malignos
demonios), «entonces es que ha llegado hasta vosotros el reino de Dios» (Mt 12,28; Lc 11,20). Del

49
mismo modo que Yahveh ha presentado su autoapertura histórica bajo la forma de sanación de su
pueblo (<<Yo, el Señor, seré tu médico», Ex 3,14), así también Jesús, mediador del reino de Dios,
se revela ahora, en su misión divina, como «el medico de los enfermos» (Mc 2,17). Curó «a
muchos pacientes de diversas enfermedades» (Mc 1,34).

No se trata aquí de una técnica médica capaz de conseguir, gracias al poder divino, curaciones
espectaculares. En los enfermos sanados por la palabra de Jesús se manifiesta la promesa salvífica
y la autodonación por gracia de Dios a los hombres. Las curaciones de Jesús llevan a los sanados a
la fe, en la que acontece el encuentro personal con Dios. Son curaciones que dan a conocer la
misericordia divina. Y aunque algunas de ellas no tuvieron como objetivo inmediato despertar la
fe, nunca se reducían al mero y aislado restablecimiento de las funciones corporales perturbadas,
sobre todo si se tiene en cuenta que el testimonio bíblico no contempla al hombre con visión
dualista ni establece una clara delimitación entre la salud espiritual, la psíquica y la corporal.

La promesa de salvación de Dios en Jesucristo a los enfermos, los dolientes, o incluso a los
muertos, alcanza su cumplimiento en la pasión y la muerte vicaria de Jesús en la cruz. Del siervo
de Yahveh doliente se dice:

«Despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores, familiarizado con la dolencia... A


decir verdad, nuestras enfermedades llevo él y nuestros dolores él se los cargó» (Is 53,3s.).
La superación de la muerte acontece por medio de la resurrección de Cristo. EI sufrimiento, el
dolor, la enfermedad y la sujeción a la muerte están ahora marcados por la dimensión cristológica
y pneumatológica, que permite abrir la esperanza a una plenitud escatológica.

«Efectivamente, yo tengo para mí que los sufrimientos del tiempo presente no merecen
compararse con la gloria venidera que en nosotros será revelada ... También nosotros mismos,
que poseemos las primicias del Espiritu, gemimos igualmente en nuestro propio interior,
aguardando con ansiedad una adopción filial [en Cristo], la redención de nuestro cuerpo. Pues
con esta esperanza fuimos salvados» (Rom 8,18.23.24).
EL SERVICIO DE SALVACIÓN DE LOS ENFERMOS CONFIADO ALA IGLESIA. Cristo
hizo a sus discípulos participes de su misión. En su nombre anunciaron el reino de Dios. Por ella y
para ella «arrojaban a muchos demonios y ungían con aceite a muchos enfermos y hacían
curaciones» (Me 6,13). Los envió para que impusieran las manos sobre los enfermos y los sanaran
(Me 16,18). Tampoco aquí aparece en primer término y aislada esta capacidad de hacer curaciones
milagrosas. Se trata, una vez más, de la transmisión y la experiencia simbólicas de la comunión
salvífica con Dios.

El aceite que los discípulos empleaban en su servicio a los enfermos ha sido desde siempre un
signo de la acción de Dios en favor de los hombres. Así, por ejemplo, se ungía con aceite a los
sacerdotes, los reyes y los profetas. EI Mesías es el Ungido con el Espiritu de Dios. El aceite puede
ser, además, un signo de santificación y de purificación del pecado (cf. Lev 14,10-31).

La Carta de Santiago ofrece una descripción de la primitiva praxis eclesial de ungir a los
enfermos en nombre de Jesús como miembros de la Iglesia y de elevar suplicas a Dios por la salud
del cuerpo y del alma. Este pasaje se ha convertido en el testimonio clásico en favor de esta acción
simbólica de la Iglesia.

“¿Esta alguno enfermo? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndolo
con óleo en el nombre del Señor. La oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le hará
levantarse; y si hubiese cometido pecados, habrá perdón para él» (Sant 5,14s.).
Se descubren aquí los siguientes elementos esenciales:

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1. Hay una promesa concreta de la actuación salvífica de Cristo en favor de cada uno de los
hombres en una situación vital específica, la de la enfermedad.
2. A esta acción simbólica se Ie otorga una eficacia salvífica, porque se lleva a cabo «en nombre
del Señor», es decir, con su poder y en su presencia eficaz.
3. Esta acción simbólica está asociada a una señal sensible: al aceite (imposición de las manos) y
a la oración de la Iglesia, segura de ser oída.
4. No se trata de un don personal (de un carisma) para curar enfermos (lCor 12,28), sino de la
actuación del presidente de la Iglesia en el ejercicio de su autoridad. El efecto, esperado en la
fe, de estas acciones simbólicas de la oración son la sanación del enfermo, su recuperación y el
perdón de los pecados, si los hubiera cometido.

d) La unción de los enfermos en la historia de la teología


Son escasos los testimonios de la Iglesia antigua llegados hasta nosotros. En el ordenamiento
eclesial transmitido por Hipólito hay una oración que suplica la santificación del aceite «para que
de fortaleza a quienes la gustan y salud a quienes la utilizan» (trad. apost. 5; en parecidos términos
Serapion de Thmuis, Euchologion). Orígenes habla, en el contexto de Sant 5,14, del perdón de los
pecados (hom. in Lev. 2,4). Según Juan Crisóstomo, los sacerdotes ungen a los enfermos para el
perdón de los pecados, de acuerdo con el testimonio del apóstol Santiago (sac. 3,6).

EI documento más importante sobre esta materia procede de la carta Si instituta ecclesiastica
del papa Inocencio I al obispo Decencio de Gubbio (9.3.416; DH 216; DHR 99). Interpretando el
pasaje de Santiago se dice:

«Lo cual no hay duda que debe tomarse o entenderse de los fieles enfermos, los cuales pueden ser
ungidos con el santo oleo del crisma que, preparado por el obispo, no solo a los sacerdotes, sino a
todos los cristianos es licito usar para ungirse en su propia necesidad o en la de los suyos. Por lo
demás, vemos que se ha añadido un punto superfluo, como es dudar del obispo en cosa que es
lícito a los presbíteros. Porque si se dice a los presbíteros es porque los obispos, impedidos por
otras ocupaciones, no pueden acudir a todos los enfermos. Por lo demás, si el obispo puede o
tiene por conveniente visitar por sí mismo a alguno, sin duda alguna puede bendecir y ungir con
el crisma aquel a quien incumbe preparar el crisma. Con todo, este no puede derramarse sobre
los penitentes, puesto que es un género de sacramento. Y a quienes se niegan los otros
sacramentos, ¿cómo puede pensarse ha de concedérseles uno de ellos?» (DR 216, DHR99).

De esta carta se desprende que existía una unción, realizada por el obispo o el sacerdote, que
era entendida como signo salvífico eficaz. Los fieles contaban además con la posibilidad de
utilizar este aceite para ungirse a sí mismos o a sus familiares en situaciones de necesidad.

En la interpretación de este documento se discute hasta nuestros días si la unción llevada a cabo
por el obispo o el presbítero era distinta de la que realizaba el laico por su propia iniciativa, es
decir, si en este segundo caso se trataba propiamente de un sacramento o si era tan solo un
sacramental. .

Beda el Venerable (muerto en 735) testifica la administración de la unción por los obispos y
sacerdotes, así como el uso privado por los laicos del aceite consagrado por el obispo, de acuerdo
con la práctica descrita en la antes mencionada carta de Inocencio I (PL 92,188; 93,39).

En lugar de solicitar sortilegios de los adivinos, los cristianos deben ungirse con el aceite
consagrado por los sacerdotes (cf. Cesareo de Aries, serm. 13,3; 50,1; 52).

La refonna carolingia marco una importante cesura en la historia de este sacramento. Son
numerosos los sinodos que exhortan a los sacerdotes a la administracion de la uncion de los

51
enfermos. Esta uncion sacerdotal se distingue claramente de la utilización privada del óleo por los
laicos, poniendo así de relieve su sacramentalidad (cf. R. Vorgrimler: HDG IV/3, 220ss.).

En la Alta Edad Media se produjo un tal acercamiento entre la unción de los enfermos y la
penitencia que el sacramento de los moribundos era considerado como una especie de
consagración de la muerte. Pero a partir del siglo XII el concepto de unción de los enfermos se vio
progresivamente desplazado por el de «extremaunción», entendida como sacramento administrado
a quienes estaban en trance de morir. En Pedro Lombardo hay una mención explicita de la extrema
unctio (Sent. IV d.23 c.I-4).

A partir de la elaboración de un concepto preciso de sacramento a mediados del siglo XII, la


unción de los enfermos fue enumerada, sin titubeos, entre los siete sacramentos. Buenaventura
hablaba de una institución mediata por Cristo (IV Sent. d.23 a.l q.l). Alberto Magno (IV Sent. d.23
a.13) consideraba que los autores de estos sacramentos (es decir, del signo sacramental) fueron los
apóstoles. Como según Tomas de Aquino todos los sacramentos han sido inmediatamente
instituidos por Cristo, pero en el caso de la unción de los enfermos no hay testimonio alguno sobre
palabras fundacionales de Jesús, debe haberse dado una institución por Cristo y una promulgación
por los apóstoles (suppL q.29 a.3); Duns Escoto, Rep. Paris. IV d.23 n.9).

En lo que atañe al efecto de este sacramento, se desplazó el peso hacia la concesión del perdón
de los pecados. La unción de los enfermos habría sido instituida, según esto, para superar las
debilidades humanas derivadas del pecado. Por ella, es el enfermo fortalecido, sanado en el
espíritu y preparado para la recepción de la gloria celeste (Buenaventura, Brevil. VI c.11; Tomas
de Aquino, S.c.g. IV c. 73; S.th. III q.65 a.l.c).

e) La crítica de la Reforma, la doctrina de Trento y las declaraciones del Concilio Vaticano II


En opinión de los reformadores, la unción de los enfermos no es un sacramento instituido por
Cristo (Lutero, De captivitate babylonica, WA 6, 567-571). Calvino la califica de sacramento
aparente (Inst. christ. reI. c.19, n.18-21). Se trataba tan solo de un don de unción de enfermos
otorgado a la primitiva Iglesia y del que no dispone ya la Iglesia de los tiempos posteriores.

La apología de la Confessio Augustana de 1531 enumera la confirmación y la extremaunción


entre las «ceremonias» recibidas de los Padres antiguos pero que la Iglesia no ha considerado
necesarias para la salvación. La Iglesia no tiene aquí, en efecto, ni mandato ni precepto de Dios
(AC 13). Por consiguiente, la unción de los enfermos no es sacramento.

Frente a la negación reformista de la sacramentalidad de la unción, el concilio de Trento, en su


sesión 14, del 25 de noviembre de 1551, expone en tres capítulos doctrinales (DH 1694-17oo;DHR
907-910) y cuatro cánones (DH 1716-1719; DHR 926-929), Y en estrecha conexión con el
sacramento de la penitencia, la concepción católica y confirma la praxis existente.

En el capítulo 1 (DR 1695; DHR 908) se define a la unción de los enfermos como «verdadero y
propio sacramento del Nuevo Testamento», instituido por Cristo, insinuado en Marcos (6,13) y
promulgado por Santiago. Por tanto, no se trata de un rito solo externamente recibido de los
Padres, ni de una invención humana. Su materia es el óleo bendecido por el obispo, que representa
de adecuada manera el don del Espiritu con el que es invisiblemente ungida el alma del enfermo.
Su forma son las palabras con que se administra.

EI capítulo 2 (DH 1696; DHR 909) describe el efecto de este sacramento. Consiste en un
((aumento de la gracia de la justificación» (en algunos casos, y cuando hay pecado grave, también
su restitución, DH 1600; DHR 843a). Puede definirse con mayor detalle el contenido (la res
sacramenti) con los siguientes términos: «Esta realidad es la gracia del Espiritu Santo, cuya unción

52
limpia las culpas, si alguna queda aún para expiar, y las reliquias del pecado, y alivia y fortalece el
alma del enfermo, excitando en él una grande confianza en la divina misericordia, por la que,
animado el enfermo, soporta con más facilidad las incomodidades y trabajos de la enfermedad,
resiste mejor a las tentaciones del demonio que acecha a su calcañar (Gen 3,15) y a veces, cuando
conviniere a la salvación del alma, recobra la salud del cuerpo».

En el capítulo 3 (DH 1697-1700; DHR 910) se dice que los ministros ordinarios son el obispo y
el sacerdote. El canon 4 declara: «Si alguno dijere que los presbíteros de la Iglesia que exhorta el
bienaventurado Santiago se lleven para ungir al enfermo no son los sacerdotes ordenados por el
obispo, sino los más viejos por su edad en cada comunidad, y que por ello no es sólo el sacerdote
el ministro propio de la extremaunción, sea anatema» (DH 1719; DHR 929).

EI sacramento debe ser administrado sobre todo a las personas gravemente enfermas que se
acercan al final de su vida. Se insiste en que la Iglesia ha conservado la substancia integra de este
sacramento y que el desprecio del mismo debe ser tenido por pecado gravísimo e injuria al Espiritu
Santo (DH 1699; DHR 910).

Aunque la recepción de la unción de los enfermos no es necesaria para la salvación, los


cristianos deben aceptarla como una muestra concreta de la gracia divina. El desprecio de este
sacramento es en sí mismo pecado (DH 1695,1718; DHR 908,928).

Según el II concilio Vaticano, la recepción de esta unción produce en los fieles «enfermos o
ancianos» (SC 73) una especial y profundizada inserción en el misterio de Pascua en el que Cristo,
por su muerte, aniquiló nuestra muerte y por su resurrección creó una vida nueva, para «completar
la obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios)) (SC 5).

IV. ESTRUCTURA Y FORMA DE LA IGLESIA.

6.- EI sacramento del orden: la transmisión de la potestad espiritual para


el ejercicio del servicio salvífico de Cristo en su Iglesia.
a) Temas y perspectivas

Principales declaraciones de fe sobre el orden


En la lista de los sacramentos se cita en sexto lugar el del orden (sacramentum ordinis). Como
el ministerio por 61 transmitido forma parte de la estructura jerárquica de la Iglesia, se han
analizado ya en la eclesiología algunos de sus aspectos esenciales (cf. supra, páginas 579 y ss.).
El sacramento del orden es la acción simbólica por la que la Iglesia transmite a un bautizado
(de sexo masculino), por medio del obispo legítimo, potestad espiritual y le capacita, en el nombre
de Cristo y con el poder del Espiritu Santo, «para apacentar la Iglesia con La palabra y con La
gracia» (LG 11).

«Este encargo (= munus) que el Señor confió a los pastores de su pueblo es un verdadero
servicio y en la Sagrada Escritura se le llama, muy significativamente, "diacona", o sea,
ministerio» (LG 14).

El sacramento del orden, en sí mismo uno, es ejercido, por disposición divina, en diversos
niveles, que desde tiempos antiquísimos reciben los nombres de obispos, presbíteros (=
sacerdotes) y diáconos (LG 28; PO 2).

No debe separarse el ministerio sacramental de la misión salvífica de toda la Iglesia, ejercida de


diversas maneras por todos los fieles en la martyria,la leiturgia y la diakonia (LG 1; 10; 11). Pero
para poder ejercer el servicio de salvación sacramental en la persona de Cristo, cabeza de la
53
Iglesia, este ministerio se transmite por medio de un sacramento propio y específico. Esta
transmisión presupone la recepción de los sacramentos cristianos básicos, pero no se deriva de
ellos.

EI ordenado por el obispo recibe el Espiritu Santo, que confiere a las acciones del titular del
ministerio una eficacia espiritual que el hombre no puede alcanzar con sus solas fuerzas. Al
ordenado se le imprime una señal específica e imborrable (character indelebilis) por la que se
expresa que ha sido asumido personal e irrevocablemente para el servicio de Cristo, sacerdote,
pastor y profeta de Ia Iglesia. Por eso puede actuar en la persona de Cristo, cabeza de la Iglesia (in
persona Christi capitis ecclesiae agere, PO 2).

En el Decreto para los armenios, el concilio de Florencia de 1439 describía de la siguiente


manera el sacramento del orden: Es, en sentido estricto, uno de los siete sacramentos (es decir, no
es uno de los otros signos de la Iglesia parecidos a los sacramentos). La materia del signo
sacramental consiste en la entrega (traditio) de los objetos propios de cada nivel (DR 1326; DRR
701). En contra de esta determinación, el papa Pio XII, en la constitución apostólica Sacramentum
ordinis de 1947 (DR 3859; DRR 2301.5), estableció que el signo material esencial del orden no es
ni la unción ni la entrega de los objetos cúlticos, sino, de acuerdo con el ejemplo de la Escritura y
de la primitiva Iglesia, la imposición de las manos. La forma consiste, según el Florentino, en las
palabras (oración de la consagración) que pronuncia el obispo en cada uno de los niveles del
sacramento. «El efecto es el aumento de la gracia (augmentum gratiae) para que sea ministro
idóneo» (DR 1326; DRR 701). Se entiende también como efecto la potestas ordinis conferida y la
gracia del Espiritu Santo (DR 3859; DRR 2301).

La terminología
En la época neotestamentaria, a los pastores, presidentes y maestros de la Iglesia no se les
llamaba sacerdotes (sacerdos; hiereus). No obstante, se describía la actuación de los apóstoles
como una función sacerdotal al servicio del evangelio de Dios (Rom 15,16). De igual modo, a la
Iglesia se la designaba como comunidad y, en razón de su misión salvífica universal, como pueblo
de Dios sacerdotal, real y santo (cf. 2Pe 1,5.9s.; Ap 1,6; 20,6; cf. Ex 19,6).

A partir del siglo III se utilizaba ya el concepto de sacerdote también como denominación del
ministerio del presidente de la comunidad. No se llegó a este resultado porque se quisiera elevar
este ministerio al mismo nivel que el de los sacerdotes y mediadores paganos, sino para expresar
que el ministerio de salvación de Cristo estaba representado en los pastores de la comunidad. De la
palabra presbyter se ha derivado la de «presbítero», con que se designa a los sacerdotes de
segundo rango, a continuación del obispo (cf. Inocencio I, ep. 25,3: DR 215; DRR 98; Gelasio I,
ep. 9,6; Juan Diacono, ep. ad Senarium c.7: PL 49,403). El sacerdocio designa la participación
específica del obispo y de los presbíteros en el ministerio sacerdotal de Cristo. En el uso
lingüístico neotestamentario y hasta bien entrado el siglo II se utilizaba el término de presbítero
como concepto superior que englobaba a los titulares de ministerios de la Iglesia, o bien como
equivalente del título del ministerio que en otras regiones (en las comunidades de origen paulino)
era denominado episkopos y contaba con la ayuda y colaboración de los diakonoi (cf. Flp 1,1; Act
20,28; Tit 1,5; 1Pe 5,1).
EN SÍNTESIS
EI sacerdocio ministerial (sacerdocium) está formado por
1. el obispo (summus sacerdos) y
2. el presbítero (sacerdos secundi gradus).

El adjetivo «sacerdotal» designa

54
1. la participación cualificada del titular del ministerio en el servicio sacerdotal de
santificación de Cristo, cabeza de la Iglesia, en cuanto diferente del ministerio magisterial y del
pastoral;
2. la participación cualificada de toda la Iglesia y de todos y cada uno de sus miembros en la
communio sacerdotal del cuerpo de Cristo.

EI sustantivo «sacerdocio» designa


1. en el mundo cristiano:
a) el titular del ministerio que ejerce el servicio de salvación de Cristo en virtud de una potestad
especial;
b) la actualización del servicio de salvación de Cristo en virtud del bautismo y la confirmación
sacerdocio común de todos los fieles);
2. en el mundo paleotestamentario: la ejecución ritual de los sacrificios del templo por los
sacerdotes como celebración de la comunión de alianza con Yahveh (acción de gracias, suplica,
purificación del pecado, expiación);
3. en las religiones históricas paganas el ejercicio de un ministerio de mediación para aplacar a los
dioses y para mediar entre los hombres concretos y las exigencias de la naturaleza, la sociedad
y los poderes históricos.

Principales documentos doctrinales


1. EI IV concilio de Letrán de 1215 declara: sólo el sacerdote debidamente ordenado tiene potestad
para consagrar la eucaristía (DH 802; DHR 430; cf. también la declaración Mysterium
ecclesiae de 1973: DH 4541).
2. EI Decreto para los armenios del concilio de Florencia de 1439 (DH 1326; DHR 701).
3. La doctrina del concilio de Trento sobre el sacramento del orden de 1563 (DH 1764-1788; DHR
956-968).
4. La constitución apostólica Sacramentum ordinis de 30.11.1947 (DH 3857-3861; DHR 2301; cf.
tambien DH 826; DHR 445).
5. El II concilio Vaticano: constitución dogmática Lumen gentium de 1964 sobre la Iglesia, cap. III
(LG 18-29); el decreto presbyterorum Ordinis .de 1965 sobre el ministerio y vida de los
sacerdotes (PO 1-22).
6. Hay declaraciones sobre el tema de la posibilidad de que las mujeres reciban el sacramento del
orden en: la Congregación para la doctrina de la felnter insigniores de 1976 (DH 45904606); - el
papa Juan Pablo II, en la carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis de 1994.

Los nuevos temas de discusión


1. La raíz del ministerio en la misión de los discípulos del Jesús prepascual; el origen en el
apostolado de los testigos de la resurrección; la transformación del servicio apostólico en los
cargos de la comunidad en la época apostólica tardía y en la postapostólica.
2. EI ministerio sacramental como elemento esencial de la estructura y la misión de la Iglesia:
la forma articulada del ministerio único en los diferentes grados o niveles del obispo, los
presbíteros y los diáconos (ordines maiores; ct. también los órdenes menores, que configuran, en
total, una escala de siete, ocho y hasta nueve niveles). En este campo se plantea la pregunta de si el
episcopado es un orden propio y específico o simplemente la dignidad más alta del ministerio
sacerdotal. La línea de la tradición teológica (aunque no asumida por el magisterio), que se apoya
en el Ambrosiaster y en Jerónimo (cf. infra) y fue ampliamente aceptada por los canonistas
medievales, establece que la diferencia entre el obispo y el presbítero se debe más al derecho
eclesiástico que a consideraciones dogmáticas. Pero esta concepción ha sido radicalmente
rechazada por el II concilio Vaticano, que afirma, con la tradición total de la Iglesia, que con la
consagración episcopal «se confiere la plenitud del orden» (LG 21) y que, por tanto, el ministerio
episcopal constituye en sí un nivel propio y el más elevado.

55
3 El sacramento del orden es uno de los temas clásicos de la controversia entre católicos y
protestantes. Los reformadores cuestionaron la sacramentalidad del orden, su carácter sacramental
y su dimensión sacerdotal (litúrgico-sacerdotal). Se (mal) interpreto la dimensión sacerdotal del
ministerio, junto con la potestad de consagrar y de celebrar el sacrificio de la misa, en el sentido de
que se trataba de una institución de los hombres que pervierte la gracia al reducirla a mera obra
humana, elimina la inmediatez del creyente con la palabra justificadora de la gracia divina y alza
entre Dios y los fieles una falsa intermediación y un sacerdocio sacrificial.
4 En el contexto de la concepción sacramental de la Iglesia desarrollada por el II concilio
Vaticano, se articula bajo una nueva forma la unidad del ministerio en tres niveles, así como la
referencia interna del ministerio sacerdotal, magisterial y pastoral común de toda la Iglesia y de
todos los creyentes y del servicio sacerdotal y pastoral del obispo, los presbíteros y los diáconos.
Se da en la Iglesia la misión única para la ieiturgia, la martyria y la diakonia, en la que participan
todos los miembros de la Iglesia, cada uno según su misión y su autorización específica, y por la
que representan de forma eficaz simbólicamente (sacramentalmente) la eficacia de Cristo como
cabeza o como cuerpo que es la Iglesia (LG 10; 11).

b) El testimonio bíblico sobre el origen y la naturaleza del sacramento del orden


EI punto de referencia específico del ministerio sacramental en la Iglesia pospascual es la
misión de Jesús, el mediador escatológico del reino de Dios. Su actividad y su destino en la cruz y
la resurrección son el origen del pueblo de la alianza neotestamentaria, su fuente y su fundamento
permanente.

Una de las características esenciales de la actividad de Jesús era la potestad divina (exousia)
con que actuaba. Ejerció su misión salvífica y su poder también a través de los hombres a los que
llama para que le representaran y le actualizaran alii donde el no quiso o no pudo llegar. Por eso, y
en virtud de su potestad divina, eligió a los Doce. Ellos fueron los signos y los representantes de su
pretensión escatológica sobre todo el pueblo de Dios, que debe reagruparse y restablecerse en
ellos. Instituyo, además, a estos Doce, como un sólido circulo unido en la comunión con él. Los
envió como sus apóstoles/mensajeros a predicar y a expulsar demonios: es decir, a poner en
práctica la salvación de la basileia. Y para ello les otorga el poder de actuar en su nombre (Mc
3,138s.).
Así pues, la raíz de la totalidad de la misión salvífica de la Iglesia y de sus presidentes, maestros y
pastores se halla en el poder que Jesús ha conferido a los discípulos que el mismo ha elegido,
llamado y enviado (cf. Mc 6,7).

Los acontecimientos de Pascua y Pentecostés no superan el testimonio, la misión y el poder de


los Doce, sino que lo transforman en virtud de su encuentro con el Resucitado.

EI servicio de salvación de los Doce, de los testigos de la resurrección y de los primeros


misioneros (apóstoles) es una actualización de la permanente actividad salvífica de Cristo, el Señor
exaltado, en su Iglesia por medio del Espiritu Santo, y es ejercido en la proclamación del
evangelio, en la celebración del bautismo y de la eucaristía, en el perdón de los pecados, en la
dirección y la edificación de las comunidades.

En el círculo del primitivo apostolado surgieron (tal como se descubre a la luz de una reflexión
sobre los hechos históricos contemplados en perspectiva teológica) los servicios y los ministerios
de los presidentes (1Tes 5,12; Rom 12,8; 1Cor 12,28), los ministerios de los «obispos y los
diáconos» (Flp 1,1; 1Tim 3,2; Tit 1,7), de los dirigentes (Reb 13,7.17.24) 0 de los «presbíteros que
ejercen bien su cargo ... y se afanan en la predicación y la enseñanza» (ITim 5,17).

EI elemento que determina la esencia y la base del ministerio de los presbíteros/episcopos es


su actividad por el poder del Espiritu Santo, en nombre de Cristo, pastor de la Iglesia o Primer

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Pastor (Act 20,28; 1Pe 5,4) de pastorear la Iglesia por medio del evangelio (Act 11,30; 15,2; 16,4;
20,17; 21,8; Sant 5,14; 1 Tim, 5,17.19; Tit 1,5; 1 Pe 5,1-4) y de incitar a «volverse al pastor y
obispo de vuestras almas» (1 Pe 2,25). El servicio de reconciliación y de predicación de los
apóstoles se hace «en lugar de Cristo» (2Cor 5,20). A los titulares de la comunidad se les puede
considerar «colaboradores de Dios en el edificio de Dios que es la Iglesia» (1 Cor 3,9). Como
servidores de Cristo Jesús, son «administradores de los misterios de Dios» (1 Cor 4,1).

Según el testimonio bíblico, fueron los propios apóstoles quienes organizaron la transición de la
primera Iglesia a la Iglesia postapostólica (Tit 1,5). La transición se produjo mediante el acto
especifico de la imposición de las manos y la oración de súplica por la venida del Espiritu Santo y
describe con mayor detalle el ministerio desde el poder de este Espiritu. EI rito de la imposición de
las manos esta enraizado en la tradición bíblica total y señala la transmisión del espíritu y del
poder de Dios a los dirigentes y a los ancianos del pueblo de Dios (Num 8,10; 11,16s.24s.;
27,18.23; Dt 34,9).
Al rito de la instalación en el cargo mediante la imposición de las manos y la oración (Act 6,6;
14,23; 15,4; ITim 4,14; 2Tim 1,6), heredado de los apóstoles y los presbíteros (o respectivamente
de los testigos bíblicos y postbiblicos de la tradición conocida como apostólica) le aplicó
Tertuliano la denominación técnica de ordinatio (praescr. 41,6; monog. 12,2). También Cipriano
llamó ordenación a la investidura sacramental en el cargo (ep. 1,1; 38,1s.; 55,8; 66,1; 67,48S.).

Su efecto es un don (carisma) del Espiritu Santo que confiere la potestad espiritual de ejercer
el ministerio (cf. 1Tim 4,14: «No dejes de cuidar el don que hay en ti y que mediante intervención
profética se te confirió por la imposición de las manos» ; 2Tim 1,6: « ... te insisto en que reavives
ese don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos ... »).

Este carisma no confiere, en sentido profano, el poder que ejerce un superior sobre sus súbditos.
No se está hablando aquí del poder que detentan los señores del mundo, sino de un servicio que
debe prestarse en nombre de Cristo (d. Mt 23,9-11).
La potestad conferida en la ordenación presta a las acciones simbólicas realizadas en nombre de
Cristo una eficacia que procede de Dios y tiene consistencia ante él. A los titulares de ministerios
se les transfiere en especial el poder de «atar y desatar» (Mt 16,19; 18,18), es decir, de perdonar
los pecados por el poder recibido del Espiritu Santo (In 20,218.), de predicar en todos los rincones
de la tierra el evangelio y de llamar a los hombres a convertirse, mediante el bautismo, en
discípulo de Jesús (Mt 28,19), dt: celebrar la eucaristía (lCor 11,26; Act 20,11), por la que se
edifica la Iglesia como comunión, y de desempeñar el ministerio de dirección, en el que se
manifiesta el cuidado pastoral de Cristo por su Iglesia (Act 20,28; IPe 5,1-4).

c) EI sacramento del orden en la historia de la teología y de los dogmas


El sacramento del orden según Hipólito
Hipólito ofrece un primer testimonio global de la liturgia de la ordenación. Su Traditio
apostolica, redactada en los primeros años del siglo III, es el exponente de una tradición que se
remonta hasta muy atrás en el siglo 11 y cuyo rito nuclear puede rastrearse incluso en los escritos
de la última etapa neotestamentaria.

Es el obispo quien instituye a los obispos, presbíteros y diáconos. A él le compete en exclusiva


la administración de la consagración sacramental. Los candidatos a titulares de ministerios,
seleccionados mediante elección y aprobación del pueblo, son presentados al obispo, consagrados
por él mediante la imposición de las manos y la oración de súplica de la venida del Espiritu e
instalados en su cargo (d. Did 15,1: Elección de obispos y diáconos destinados a ejercer el servicio
sacerdotal de los profetas y los mártires; 13,3: sin mencionar un rito de institución).

57
Los obispos de las Iglesias locales son ordenados por los obispos de las Iglesias vecinas. La
oración de la consagración se dirige a Dios Padre y a su Hijo, Jesucristo, que ha enviado el
Espiritu del Padre a los santos apóstoles, quienes han fundado la Iglesia en todos los lugares como
su santuario para la glorificación y la alabanza incesante de su nombre. EI candidato es elegido
para el ministerio episcopal de pastorear al pueblo de Dios (Act 20,28; IPe 5,2s.; Ez 34,11-16), de
servir a Dios noche y día como sumo sacerdote y de presentar las ofrendas de la santa Iglesia. EI
candidato a obispo, «sobre el que se ha derramado el poder del Espiritu de dirección», recibe, «a
través del espíritu sacerdotal, la potestad, de acuerdo con la [divina] instrucción, de perdonar
pecados, según el ordenamiento [divino], de adjudicar los ministerios y, en virtud de la potestad
que [Dios] ha concedido a los apóstoles», de «liberar de todas las cadenas...» (trad. apost. 3).

Los sacerdotes ordenados por el obispo (con la participación del presbiterio, en señal de
comunión) reciben, mediante la imposición de las manos y la oración, «el espíritu de la gracia y
del presbiterio» (ibidem 7), de modo que, en comunión con el obispo, pueden desempeñar los
servicios salvíficos esenciales confiados al episcopado (salvo la potestad de la ordenación).

EI diacono es ordenado por el obispo «para que esté a su servicio» (ibidem 8)


Cuando en los siglos VIII Y IX se introdujo en la liturgia de la ordenación, en el ámbito de las
Iglesias galicanas, y siguiendo el modelo paleotestamentario, la costumbre de la unción, y a partir
del siglo x, la entrega de los objetos litúrgicos, surgió la pregunta de qué elementos pertenecen a la
esencia misma y cuales otros solo a la especial solemnidad del rito de la ordenación. Como ya se
ha indicado antes, Pio XII, en 1947, estableció que el elemento constitutivo material del signo
sacramental es la imposición de las manos.

El obispo como ministro del orden y representante de su unidad


Es indudable, de acuerdo con los testimonios patrísticos, que al obispo le compete el grado o
nivel supremo del orden sacramental. Fue tenida por herética la opinión del arriano Aerio de
Sebaste, en el siglo IV, que negaba la diferencia dogmática y la superioridad del obispo (Epifanio
de Salamina, haer. 74,5; Agustin, haer.53).
Desde otros supuestos, Jerónimo (ep. 146,6; in ep. ad Tit. 1,5; ep. 69,3) afirmaba que en la
época neotestamentaria apenas existen diferencias entre el presbiterado y el episcopado. Las
desigualdades entre ambos se deberían mas a decisiones eclesiásticas que a disposición divina. EI
Ambrosiaster (Quaestiones Veteris et Novi Testamenti q.101) y Juan Crisóstomo (in ep. 1 ad Tim.
hom. 11) hablan también de una gran proximidad entre los dos ministerios, que constituyen el
único sacerdocio: todo obispo es presbítero, aunque no todo presbítero es obispo. En todo caso, se
admitía sin discusión que solo el obispo puede administrar valida y lícitamente el sacramento del
orden: «EI presbítero sólo posee, en efecto, la capacidad de recibir el Espiritu, pero no la potestad
de dispensarlo. Por tanto, no puede ordenar a otros clérigos. Sella (mediante la imposición de las
manos) la ordenación del sacerdote, pero sólo el obispo ordena» (Hipólito, trad. apost. 8).

Tuvo importantes repercusiones históricas la distinción de Beda el Venerable (Exp. in Luc.


10,1: CCL 120,213) entre el obispo y el presbítero. Según él, los obispos están prefigurados en los
12 apóstoles y los presbíteros en los 72 discípulos (Lc 10,1).

La posición teológica y exegética de una diferencia mínima entre el episcopado y el


presbiterado, asumida sobre todo por la tradición canonista de la Escolástica (Decretum Gratiani y
Huguccio), contaba con el apoyo del escrito pseudo-jeronimiano De septem ordinibus (cap. 6) y de
Isidoro de Sevilla (off. e. II 7,2).

En estas ideas se basaba la opinión teológica de que el Papa podría, en virtud de la potestad
apostólica, conferir a un simple sacerdote (sin necesidad de la ordenación episcopal) el poder de
ordenar que posee ya de forma latente (potestas ligata). En este contexto surgían las preguntas

58
relativas al fundamento propio y a la significación de ciertos privilegios de ordenación otorgados a
personas que no habían alcanzado el orden del episcopado. Así, por ejemplo, el papa Bonifacio IX
el año 1400 (DH 1145s.) y el papa Inocencio VIII en 1489 (DH 1435) concedieron a los abades la
potestad de ordenar diáconos. EI papa Martin V había otorgado en 1427 esta potestad a ciertos
abades para la ordenación de presbíteros (DH 1290). ¿Constituye la concesión de estos privilegios
una prueba de que aunque el obispo es ciertamente el ministro ordinario del sacramento del orden,
el simple presbítero puede ser ministro extraordinario? Si la potestad de ordenación no está
originariamente vinculada al ministerio episcopal, la Iglesia podría, en principio, renunciar al
episcopado y el papa podría dirigir, como obispo único y a través de los sacerdotes, tanto a la
Iglesia universal como a las Iglesias locales. Pero como el episcopado es de derecho divino, y el
papa no puede suprimirlo (DH 3051,3061; DHR 1822, 1828), los mencionados privilegios han de
ser tenidos por casos excepcionales «sumamente discutibles», que deben interpretarse desde la
regla de la tradición eclesiástica, y no a la inversa. No puede cuestionarse la praxis, por otra parte
clara y patente, del convencimiento de la Iglesia de que el obispo es, por derecho divino, el único
ministro de la ordenación de los obispos y presbíteros.

Buenaventura (Sent. IV, d.25 a.1 q.1) y Tomas de Aquino (Sent. IV d.25 q.1 a.1 ad 3) enseñan
que solo al obispo le compete, por autoridad divina, la potestad de ordenar. EI papa no puede
concedérsela a un simple sacerdote mediante un acto extrasacramental

La Escolástica hizo suya la posición agustiniana de la eficacia objetiva de los sacramentos.


Según esta opinión, a la cuestión, todavía controvertida en la Iglesia antigua, de si la ordenación
administrada por un obispo hereje o cismático o recibida por un cismático o un hereje es válida, se
le daba la siguiente respuesta: Una ordenación en estas condiciones es ilícita según el derecho
eclesiástico, pero en la dimensión del orden sacramental esta válidamente administrada o recibida.
Para la validez se presupone, por lo demás, la intención de hacer lo que en este signa sacramental
hace la Iglesia (cf. sobre este punto la declaración de León XIII, en 1896, acerca de la invalidez de
las ordenaciones anglicanas: DH 3315-3319; DHR 1963-1966). No deben, pues, recibir de nuevo
la ordenación los obispos, sacerdotes y diáconos válidamente ordenados fuera de la Iglesia, cuando
entran en comunión plena con la Iglesia católica.

La definición escolástica de la esencia del sacerdocio, exclusivamente entendida desde la


potestad de consagrar la eucaristía, provoco un fuerte desplazamiento de acentos. Aquí, en efecto,
es cuestión difícil ver en que se apoya la afirmación de la sacramentalidad específica del
episcopado. La consagración episcopal no confiere más poderes respecto de la eucaristía (corpus
Christi mysticum), aunque sí respecto de la dirección de la Iglesia (corpus Christi verum). De
donde se sigue que la ordenación episcopal otorga al obispo solo nueva dignidad, añadida a la del
sacerdocio (Pedro Lombardo, Sent. IV,24,13; Buenaventura, Sent. IV, d.24 p.2 a.2 q.3). En este
sentido, también Tomas de Aquino (suppl. q.40 a.5) declaraba: «Como en lo que atañe a la
eucaristía, el obispo no tiene ningún poder superior al de un simple sacerdote, el episcopado no es
un grado especifico (ordo) propio. Puede entendérsele como ordo propio en cuanto que capacita
para un ministerio (officium) que supera al sacerdocio en lo referente a la potestad (potestas) para
desempeñar actividades jerárquicas en el ámbito de la Iglesia».

Juan Duns Escoto se opuso, con razón (Ord. 4 d.24 q. un. a.2), a la opinión de Alberto Magno
que establecía una diferencia meramente jurídica entre el presbiterado y el episcopado. Escoto
argumentaba que, de ser así, el Papa podría suprimir el poder episcopal y quedar solo él como
único obispo. Y esto está, como ya se ha dicho, en contradicción con la doctrina de la existencia
del episcopado en la Iglesia por derecho divino.

El receptor del sacramento del orden

59
Sólo pueden recibir el sacramento del orden los miembros bautizados de la Iglesia declarados
dignos de ello de acuerdo con las condiciones de admisión. Otra característica vinculada a este
sacramento (en cuanto señal del enfrente de Cristo, como cabeza y esposo de la Iglesia y de la
Iglesia como su cuerpo y su esposa) es que solo pueden recibirlo válidamente los candidatos
masculinos. Las mujeres no pueden ejercer ministerios en la Iglesia que requieran la ordenación
sacerdotal (LG 33).

En la primitiva Iglesia a veces se consideraba al diaconado como parte del clero (Const. apost.
VIII, 19s.; concilio de Calcedonia, canon 15) y otras veces no (concilio de Nicea, canon 19;
Epifanio de Salamina, haer. 79,9). En todo caso, las diaconisas no ejercieron las funciones
litúrgicas de los diáconos. Epifanio de Salamina menciona (haer. 49,2s.) que la secta de los
montanistas admitía a las mujeres en el orden del presbiterado y del episcopado.

Invocando la voluntad institucional de Cristo y la praxis clara y unánime de la Iglesia, el papa


Juan Pablo II declaraba en la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, de 22.5.1994: «Para que
queden eliminadas todas las dudas respecto a esta importante materia, que afecta a la constitución
divina de la Iglesia, declaro, por el poder de mi ministerio de confirmar a los hermanos (cf. Lc
22,32), que la Iglesia no tiene potestad para conceder la ordenación sacerdotal a las mujeres y que
todos los fieles de la Iglesia están obligados a aceptar esta sentencia como definitiva (sententiam
definitive tenendam)>>.

La doctrina del II concilio Vaticano


EI II concilio Vaticano acertó a desarrollar la doctrina del sacramento del orden en el contexto
de la eclesiología –comunión y sin acentos polémicos contrarreformistas. La Iglesia es en Cristo
el sacramento por el que el Señor exaltado realiza el reino de Dios y por el que ejerce su ministerio
de mediación real, sacerdotal y profética (LG 1). Forma parte de la esencia sacramental de esta
comunión sacerdotal eclesial hacer visible, a través de señales o símbolos, la primacía de Cristo y
su enfrente respecto de la comunidad. Y así, el servicio sacerdotal de la Iglesia es ejercido por esta
misma Iglesia como cuerpo de Cristo, pero no menos por Cristo, en cuanto cabeza y origen
permanente de la misión salvífica eclesial (LG 10). De donde se sigue que el sacerdocio jerárquico
ejercido en la persona de Cristo, la cabeza sacerdotal, se distingue del ejercido por todos los fieles.
EI ministerio sacramental hunde sus raíces en la potestad espiritual y en la misión de los
apóstoles y de sus sucesores, los obispos (LG 20). Mediante la consagración episcopal se transfiere
la plenitud de este sacramento. Por eso el obispo puede ser principio y fundamento de la unidad de
la Iglesia local y de la communio con los restantes obispos de la Iglesia universal.

«La consagracion episcopal confiere la plenitud del sacramento del orden ... Según la tradición ...
es cosa clara que con la imposición de las manos y las palabras consagratorias se confiere la
gracia del Espiritu Santo y se imprime el sagrado carácter, del tal manera que los obispos en
forma eminente y visible hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y obren en su
nombre» (LG 21).
Los presbíteros, en comunión con el obispo, comparten las funciones fundamentales (salvo el
poder de ordenar), el ministerio pastoral supremo (dirección de la Iglesia local) y la potestad
doctrinal autorizada del magisterio ordinario y extraordinario de la Iglesia. Lo esencial, con todo,
es que, en virtud de su poder espiritual, los sacerdotes actúan en la persona de Cristo, cabeza de la
Iglesia (LG 28; PO 2).

En la ordenación de los diáconos, los ordenados reciben, mediante la imposición de las manos y
la oración del obispo, «gracia sacramental» (LG 29). Queda, pues, fuera de discusión la
sacramentalidad del diaconado.

60
EI Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos (CD) y el Decreto sobre el ministerio y
vida de los presbíteros (PO) desarrollan algunos aspectos concretos de la temática básica de la
Constitución dogmática sobre la Iglesia (LG).

Entre las aclaraciones esenciales, relevantes también para el diálogo ecuménico, pueden
mencionarse las siguientes:
1. La relación entre los laicos y los titulares del ministerio espiritual no se deriva de una
supremacía o de una subordinación socio-política ni ha sido impuesta mediante ley por
motivos de conveniencia o de utilidad. La unión se desprende de la común participación en la
misión salvífica única de la Iglesia. La diferencia es el resultado de la diferente delegación
recibida y, por consiguiente, de los distintos poderes y funciones que ello implica y que, una
vez más, están vinculados a la sacramentalidad de la Iglesia y a la distinción entre «Cristo
como cabeza y como cuerpo de la Iglesia».
2. Ha de insistirse en la unidad del sacramento del orden, que es ejercido en los tres niveles del
episcopado, el presbiterado y el diaconado.
3. La calificación de la Iglesia como comunidad sacerdotal y la denominación de las funciones
específicas de obispos y sacerdotes (junto al ministerio doctrinal y pastoral) no procede de una
asunción de las concepciones paganas sobre los sacrificios y el sacerdocio. Aparece aquí una
dimensión específicamente cristológica y pneumatológica del ministerio apostólico y espiritual
por medio del cual ejerce Cristo su propio servicio salvífico sacerdotal en la liturgia de la
Iglesia, y especialmente en los sacramentos.

Ha podido comprobarse, finalmente, que la controversia reformista-católica en torno a la


intelección del sacerdocio como servicio de mediación carecía de sentido. Según la concepción
católica, ningún titular humano es, como sacerdote, mediador en el sentido de causa de la
salvación. Es servidor de Cristo, único que produce la salvación:

«A los sacerdotes... de la nueva alianza se les puede llamar mediadores entre Dios y los hombres
en cuanto que son servidores del verdadero mediador, en cuyo lugar ofrecen a los hombres los
sacramentos que aportan la salvación» (Tomas de Aquino, S.th. III q.26 a.1 ad 1: «Por tanto,
ejercen el servicio de mediador no principaliter, sed ministerialiter et dispositive» (ibidem, ad 2).

d) La pregunta sistemática sobre el punto de arranque dogmático del sacerdocio ministerial en


una «eclesiología - comunión»
No puede construirse arbitrariamente la idea básica del sacramento del orden partiendo, por
ejemplo, de los tres ministerios de Cristo como maestro, sacerdote y pastor/rey, o de la doctrina
medieval sobre la potestas, que definiría al sacerdote exclusivamente desde la potestad de
consagrar, o a base de arrebatarle a una esfera sacra que le separa y aleja del mundo profano y
laico.

1. Es determinante una eclesiología que entienda a la Iglesia como sacramento y communio. En


este contexto puede establecerse una conexión con la eclesiología paulina: con la edificación
interna de la Iglesia mediante los servicios, carismas y operaciones que le confieren Dios Padre,
Hijo y Espiritu Santo (Rom 12; 1Cor 12). EI ministerio se fundamenta en Cristo y esta
internamente determinado par el don del Espiritu. Representa y organiza la unidad de la
comunidad en la multiplicidad de los carismas. EI carisma del ministerio sacramental consiste en
la dirección de la comunidad: promueve y desarrolla las diferentes tare as y servicios. Asi es como
ejerce el sacerdote el servicio de Cristo, Señor y cabeza de su Iglesia. La naturaleza de Cristo
como cabeza de su Iglesia consiste, en efecto, en que es su fuente, su origen y su vínculo de unión.
EI ministerio actúa como representación sacramental de la función de Cristo en cuanto cabeza en
su cuerpo, la Iglesia.

61
Para desempeñar este ministerio se necesita, además de la fundamentación del ser cristiano en
el bautismo y la confirmación, una autorización específica, que se obtiene en la ordenación. La
gracia otorgada en el orden no se orienta preferentemente a la santidad personal, sino a la
edificación de la Iglesia mediante el servicio de la palabra y de los sacramentos, es decir, a la
santificación de los hombres. Y como la eucaristía es, ya desde los primeros testimonios de la
cristiandad primitiva (lCor 10,17), la condensación sacramental de la unión de la Iglesia en sus
miembros concretos y con Cristo, su cabeza, le corresponde, justamente al ministerio de la unión,
la presidencia de las celebraciones eucarísticas. Por donde se advierte que la conexión entre el
sacerdocio sacramental y la celebración de la eucaristía no es una constatación simplemente
positivista (con el propósito de legitimar el poder), sino que brota interna y orgánicamente desde la
realización vital-entendida como unidad de sentido-de la Iglesia de Cristo, por quien está
capacitada para llevar a cabo su misión (W. Kasper, Sein und Sendung des Priester, en idem,
Zukunft aus dem Glauben, Maguncia 1978, 85-112).

Aunque la Iglesia se caracteriza por la unión con Cristo fundamentada en la encarnación, no se


distingue menos por su permanente diferencia respecto a Cristo. También esta diferencia esta
expresada en la referencia mutua del presidente de la comunidad con los fieles.

2. Si la Iglesia, como un todo, es el sacramento de la salvación del mundo, debe ser entendida
como actualización de la palabra de la promesa de Dios que, pronunciada en el curso de la historia,
se va implantando victoriosamente y se ha hecho en Jesucristo realidad corpórea. La posibilidad de
pronunciar esta palabra fundamental de la promesa aparece en las diferentes situaciones de la vida
humana, especialmente en la celebración de la muerte y resurrección de Jesucristo. Y aunque es
indudable que algunas funciones de este servicio de la palabra pueden transferirse a otras personas
fuera del ministerio sacramental (profesores de religión, catequistas), no por eso se elimina la
necesidad de un ministerio que se cui de específicamente de este servicio, sobre todo en el
contexto de la celebración de la eucaristía.

Este servicio de la palabra afecta a la existencia personal del sacerdote. La palabra de la


salvación no puede resultarle una actividad extrínseca: no es un funcionario de la palabra (K.
Rahner, Der theologische Ansatz fur die Bestimmung des Wesens des Amtspriestertums, Schriften
IX, 366-372).
3. La idea del ministerio sacramental puede exponerse también, y con mayor amplitud, bajo el
prisma de la misión apostólica. El punto de partida es aquí la llamada de los discípulos llevada a
cabo por Jesús, cuya existencia total esta ya a su vez determinada por la misión que le ha confiado
el Padre y que el transfiere a los apóstoles. Por consiguiente, la esencia intima del apostolado
consiste en una relación personal con Jesús análoga a la relación de misión que se da entre Jesús,
el Hijo, y el Padre (Jn 20,22s.). Así, pues, el ministerio sacerdotal no se deriva de las necesidades
sociológicas de una institucion 0 de una asociacion religiosa, sino de una relación personal de
misión. Y por eso el presbítero es, en su propia persona, representante de Cristo.

«Los presbíteros, ejerciendo, según su parte de autoridad, el oficio de Cristo, Cabeza y Pastor,
reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios, con una fraternidad alentada unánimemente, y
la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espiritu» (PO 6).

De donde se sigue que la esencia de esta autoridad espiritual tiene poco que ver con lo que en
otros contextos se denomina poder, ministerio, cargo o jurisdicción. Aquí se trata de la exposición
pública de la fuente cristológica de la realidad salvífica total tal como es presentada por la Iglesia,
(1. Ratzinger, Zur Frage nach dem sinn des priesterlichen Dienstes, en «Geist und Leben» 41
[1968],347-376).

62
4. Es de fundamental importancia el punto de vista de que Dios quiere la salvación de todos los
hombres. Lo pone en práctica en su Hijo hecho hombre y lo actualiza en el Espiritu Santo. De
donde se deriva la actualización permanente de la salvación en Cristo y en el Espiritu bajo la
modalidad sacramental: la Iglesia es, como un todo, sacramento de la salvación para el mundo. En
la dimensión sacramental de la Iglesia debe expresarse también, simbólicamente, que sólo Cristo
es la fuente permanente y el origen de toda la vida eclesial, tanto en lo referente a su misión como
a su realización comunitaria. Y esto equivale a decir que este predominio de Cristo como cabeza
de La Iglesia tiene su manifestación en el ministerio apostólico. El apóstol pone bien en claro esta
preeminencia en las comunidades por el fundadas. Él es sólo un representante de Cristo:
«Hacemos de embajadores en nombre de Cristo, siendo Dios el que por medio de nosotros os
exhorta» (2Cor 5,20). Por tanto, se perfila entre el apóstol y la comunidad una relación constitutiva
de la Iglesia que es irreversible y que adquiere en la celebración eucarística una peculiar
intensificación (cf. 1Cor 3,9: «Somos colaboradores con Dios; y vosotros sois labranza de Dios,
edificio de Dios»).

De todo ello se le sigue al ministerio un ejercicio especifico del servicio de salvación de Cristo
en el cumplimiento de las actividades básicas de la martyria, la leiturgia y la diakonia, que se
distingue de las actividades llevadas a cabo por los laicos en virtud de la misión sacerdotal y
profética de la Iglesia (LG 9-12). Pero titulares de ministerios y laicos se encuentran unidos en el
común ejercicio del servicio profético y sacerdotal de Cristo:

«Está presente (Cristo) en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro... sea sobre todo
bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que,
cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra... Está presente, por
último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: "Donde están dos o tres
congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20)... Con razón, entonces, se
considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sensibles
significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico
de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto publico íntegro» (SC 7).

7. EI sacramento del matrimonio: señal de la comunión de alianza de


Cristo con su Iglesia.

a) Temas, perspectivas y declaraciones doctrinales sobre la sacramentalidad del


matrimonio
Entre los «siete sacramentos de la nueva alianza» se enumera el del matrimonio (DH
1800,1891; DHR 970,996). Se entiende por matrimonio cristiano la comunión y comunidad de
vida total, exclusiva y personal libremente asumida de un varón bautizado y una mujer bautizada
en la que se refleja la alianza de Cristo con su Iglesia y por la que el matrimonio se convierte en
señal eficaz de la comunicación de la gracia santificante.

La teología dogmática analiza el matrimonio cristiano bajo el aspecto formal de la


sacramentalidad y de las cualidades esenciales que de aquí se derivan, a saber, la indisolubilidad,
la monogamia y la procreación de los hijos unida a la disposición a educarlos y a ser para ellos los
primeros testigos de la fe.

La teología moral da más relieve al estudio del matrimonio bajo el prisma de la antropología de
la sexualidad y de la paternidad responsable. EI derecho canónico lo contempla bajo el punto de
vista de su celebración legítima, de los impedimentos matrimoniales, etc. La teología pastoral
examina los medios para conseguir y fomentar matrimonios que alcanzan sus objetivos y el trato
que debe dispensarse a los divorciados y a quienes contraen nuevas nupcias después del divorcio.

63
El matrimonio es asimismo tema del derecho civil y de las ciencias humanas y sociales.
En el Decreto para los armenios del concilio de Florencia (1439) se describe el sacramento del
matrimonio, con ayuda de las categorías de la teología sacramental patrística y escolástica, como
«signo de la unión de Cristo y la Iglesia» según Ef 5,32 (DH 1327; DHR 702). Dado que, a
diferencia de los otros sacramentos, no es fácil determinar quién es, en el matrimonio, el ministro
humano (los contrayentes o el sacerdote asistente), el concilio se limitó a mencionar la causa
eficiente que produce el signo sacramental. Esta causa se encuentra en el mutuo «sí» (consensus)
que se dan el esposo y la esposa. De acuerdo con la realidad de su gracia interna (res sacramenti),
el matrimonio encierra tres bienes:

1. el bien de engendrar hijos y educarlos para Dios (bonum prolis);


2. el bien de la fidelidad personal mutua, exclusiva y de por vida (bonum fidei);
3. el bien de la indisolubilidad e indestructibilidad del vínculo matrimonial, que tiene su
fundamento permanente en la unión inseparable de Cristo y de la Iglesia, representada
sacramentalmente en el matrimonio (bonum sacramenti). Aunque es posible una supresión,
limitada o ilimitada, de la comunión corporal y de vida (<<separacion de lecho y mesa» ), «no es
lícito contraer otro matrimonio, como quiera que el vínculo del matrimonio legítimamente
contraído es perpetuo» (DH 1327; DHR 702). Esta vinculación matrimonial de ambos cónyuges,
prolongada por toda la vida, responde en cierto modo al carácter (res et sacramentum) que
imprimen el bautismo, la confirmación y el orden.

La teología reciente incluye al matrimonio en la concepción de la eclesiología. Sobre el


trasfondo de una antropología personal y comunicativa más global, el II concilio Vaticano describe
el matrimonio como una de las realizaciones sacramentales básicas de la Iglesia:

«Por fin los cónyuges cristianos... manifiestan y participan del misterio de la unidad y del fecundo
amor entre Cristo y la Iglesia (Ef 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal
y en la procreación y educación de los hijos, y, por tanto, tienen en su condición y estado de vida
su propia gracia en el Pueblo de Dios (1 Cor 7, 7). Pues de esta unión conyugal procede la
familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana, que por la gracia del
Espiritu Santo quedan constituidos por el bautismo en hijos de Dios para perpetuar el pueblo de
Dios en el correr de los tiempos. En esta como Iglesia domestica los padres han de ser para con
sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de
fomentar la vocación propia de cada uno, y con mimo especial la vocación sagrada» (LG 11).

b) Principales documentos doctrinales


1. EI Decreto para los armenios del concilio de Florencia de 1439 (DH 1327; DHR 702).
2. EI Decreto sobre el sacramento del matrimonio del concilio de Trento de 1563, con un
capitulo doctrinal y doce cánones (DH 1797-1816; DHR 969-982), contra las dudas y disputas
reformistas acerca de su sacramentalidad, y especialmente el decreto Tametsi (DH 1813-1816;
DHR 990-992) en el que se introdujo el deber formal de las «amonestaciones publicas» como
requisito previo para contraer matrimonio.
3. La bula Auctoremfidei de Pio VI en 1796 (DH2658-2660; DHR 1559) contra el sínodo de
Pistoya, que pretendía establecer una plena separación entre el matrimonio como contrato y
como sacramento, someterle enteramente al derecho civil y rechazar la jurisdicción eclesiástica
en esta materia (cf. también el Syllabus de Pio IX de 1864: DH 2965-2974; DHR 1765-1774).
4. La encíclica Arcanum divinae sapientiae de Le6n XIII en 1880 (DH 3142-3146; DHR 1853-
1854), sobre la esencia del matrimonio sacramental, la potestad canónica de la Iglesia y la
indisolubilidad del matrimonio como contrato y como sacramento. EI sacramento se produce
en virtud del contrato (contractus) válidamente contraído, de modo que «todo matrimonio
legítimo entre cristianos es en sí y de por sí sacramento» (DH 3146; DHR 1854).

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5. La encíclica Casti connubii de Pio XI, en 1930 (DH 3700-3724; DHR 2225-2249), que
continua la línea expositiva de la precedente encíclica de León XIII: Todos los cristianos son
libres de contraer matrimonio o de renunciar a el. Pero una vez contraído, ya no está, por su
propia naturaleza, a la arbitraria disposición del hombre. Quien lo contrae, queda sujeto, en el
esquema de su vida personal, a los deberes que impone, tanto en lo que afecta a su
responsabilidad por el cónyuge como por los hijos.
6. EI II concilio Vaticano: Lumen gentium 11 (cf. supra): el matrimonio en el marco de la vida
sacramental de la Iglesia; Gaudium et spes 47-52: el matrimonio y la familia en el mundo
actual.
7. La encíclica Humanae vitae de Pablo VI, en 1968 (DH 4470-4479), que enumera entre las
características del amor conyugal: la totalidad y la personalidad, la fecunda apertura de la
comunión matrimonial hacia los hijos, en virtud de la cual «toda consumación (del matrimonio)
debe orientarse, en sí misma, a la generación de la vida humana», incluidos los días de fertilidad
femenina (DH4475).
8. La carta apostólica Familiaris consortio del papa Juan Pablo II, en 1981 (DH 4700-4716), que
lleva adelante la temática de la Humanae vitae, y la Carta de los derechos de la familia, con
particular insistencia en el matrimonio como fuente de la humanidad y camino hacia la santidad
y la plenitud del hombre en Dios.

c) EI matrimonio en el testimonio biblico


1. En los relatos paleotestamentarios de la creación, los autores (J/P) desbordan la práctica
matrimonial concreta de su tiempo y se remontan hasta la voluntad originaria del Creador y el
orden de la creación todavía no perturbado por el pecado. Estas narraciones ponen en duda o
relativizan la relación hombre-mujer tal como era entendida en el esquema del derecho y de las
costumbres patriarcales, la poligamia, el divorcio, la posibilidad de repudiar al cónyuge y el
establecimiento de impedimentos matrimoniales especiales.

En el canto a la creación yahvista destaca claramente la referencia personal mutua, en igualdad


de condiciones, del varón y la mujer. Sólo la mujer tomada de Adán y creada a partir de él es su
réplica adecuada y sólo ella puede ser su enfrente personal en «ayuda» mutua (Gen 2,18; no se
alude aquí a una sirvienta personal, sino a la referencia intersubjetiva de la persona como principio
de su plena realización). El hombre, que reconoce en la mujer la común naturaleza humana y la
igualdad personal (<<carne de mi carne»), deja a su familia de origen y se une a su mujer, de modo
que ambos son «una carne», es decir, una comunión de vida, de amor y de cuerpo (Gen 2,24).

En el canto a la creación sacerdotal se dice que el ser humano ha sido creado bajo las
modalidades de varón y mujer a imagen y semejanza de Dios. La referencia intracreada de ambos
en el matrimonio es, por tanto, señal de la referencia de todos los hombres a Dios. Al varón y a la
mujer, en su comunión personal, se les han dado los dones y las tareas de la fecundidad, de la
posesión de la tierra y de la responsabilidad por el mundo. Esta comunión cuenta con la protección
de la bendición y la palabra de la promesa de Dios (Gen 1,27s.).

De los escritos recientes del Antiguo Testamento se desprende que la bendición de Dios al amor
personal entre el varón y la mujer tiene su reflejo en la gratitud del hombre a Dios por el don del
matrimonio y en la vida matrimonial que busca glorificar a Dios (cf. Tob 8,4-9).

El matrimonio no se fundamentaba, en su estado originario, en el simple orden natural. Como


ya se ha apuntado antes, fue, como realidad creada, alusión simbólica al origen del hombre en Dios
y, al mismo tiempo, medio en el que Dios bendice a su creación. Como comunión de vida humana,
representaba simbólicamente la comunión de vida humano-divina. EI matrimonio expresaba la
unidad originaria de naturaleza y gracia, de creación y alianza.

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La pérdida de la originaria comunión con Dios acarreó sobre el matrimonio la maldición y la
penosa carga de la gracia perdida. Así lo expresa claramente la «sentencia de condena»
pronunciada contra el varón y la mujer (Gen 2,25-3,24).

2. En el Nuevo Testamento se inserta al matrimonio en el proceso histórico salvífico de la


redención del hombre y del restablecimiento de la unidad originaria de alianza y creación, de
naturaleza y gracia. A la luz del acontecimiento de Cristo se descubre de nuevo la constitución
originaria del matrimonio. Esta internamente marcado por la nueva alianza de Dios con su pueblo-
no tiene nada de casual que ya la alianza paleotestamentaria de Dios con Israel fuera descrita con
la imagen del amor del esposo y la esposa (Mal 2,14; Prov 2,17) 0 que, respectivamente, se
execrara la incredulidad del pueblo y su infidelidad a la alianza como adulterio (Ex 20,14; Os 1,2).
La Iglesia como nuevo pueblo de la alianza tiene su origen en la autoentrega amorosa de Jesús en
la cruz. 13,1 es el esposo. El amor del varón y la mujer, por el que existe el matrimonio, tiene, por
tanto, su origen en aquella autoentrega de Jesús por la Iglesia, lo representa simbólicamente y esta
internamente transido por esta entrega de Cristo (Ef 5,21.33; 2Cor 11,2; Ap 19,7): la Iglesia es la
esposa que se ha preparado para las bodas con el Cordero, Cristo, autor y mediador de la alianza
nueva.

Y así, el autor de la Carta a los efesios ve fundamentada en la relación mutua de la ágape del
varón y la mujer y en la obediencia (que no debe confundirse con sometimiento) de la mujer al
marido la comunión de vida entre ambos y puede calificar esta unión de misterio profundo
(mysterionlsacramentum magnum), que 61 refiere a Cristo y a la Iglesia (Ef 5,32).

El Jesús prepascual sitúa el matrimonio en el contexto de su proclamación del reino de Dios.


Desborda así la casuística matrimonial y las regulaciones programáticas del divorcio remitiéndolas
al orden originario de la creación, en el que se revela la voluntad de Dios. Las regulaciones que
permitían al hombre divorciarse o repudiar a su mujer fueron solo concesiones a causa de la
«dureza de corazón», que Moisés y los legisladores de la antigua alianza simplemente toleraron,
pero no aprobaron. «Al principio de la creación no fue así». El varón y la mujer son
definitivamente uno, no dos: «Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre) (Mc 10,69; Mt 19,1-
9).

Se advierte bien que para Jesús el matrimonio no era en modo alguno una institución neutra,
algo así como un ámbito secundario de acreditación de la moral cristiana. El matrimonio es la
forma originaria del encuentro con Dios y con su voluntad salvífica. Por eso puede convertir la
indisolubilidad del matrimonio y la comunión de vida que implica en señal del incipiente reino de
Dios, hecho ya realidad eficaz. Aquí tiene su fundamento la ética matrimonial.

EI hombre que repudia o despide a su mujer, y la mujer que repudia o despide a su marido,
«comete adulterio» y quebranta la «nueva alianza» (Mc 10,11; Lc 16,18; lCor 7,10). Esta intención
de Jesús no queda eliminada a consecuencia de las secundarias «cláusulas de fornicación» (Mt
5,32; 19,9), según las cuales en caso de adulterio es posible la separación, ni tampoco en virtud del
llamado «privilegio paulino» de lCor 7,15s., por el que se permite la separación del cónyuge que
abraza el cristianismo cuando la otra parte se mantiene infiel y no está dispuesta a llevar una
convivencia pacífica. Hasta qué punto permite aquí Pablo que el creyente contraiga nuevo
matrimonio es una pregunta sujeta a debate.

EI hombre no puede con su sola capacidad moral y su disposición psicológica personal dar
adecuada respuesta a la exigencia de indisolubilidad del matrimonio en cuanto señal de la alianza
nueva y eterna y del reino de Dios ya hecho realidad. Solo escuchando la llamada a la conversión,
a la fe y al seguimiento de Cristo (Mc 1,15) y «viviendo del Espiritu)) (GaI 5,25) puede llegar en
su persona hasta la realidad interna del matrimonio como señal de la comunión de alianza de

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Cristo y de la Iglesia. La comunión espiritual y corporal del hombre y la mujer debe ser santa y ha
de servir para la santificación por medio del Espiritu Santo de Dios (ITes 4,3-8).

Aunque el matrimonio se sitúa en el contexto del reino de Dios, debe también tenerse presente
que la forma existencial human a forma parte de este eon transitorio y que en el mundo futuro no
según existiendo bajo su forma terrestre (Mc 12,25). Por eso, tras la muerte de uno de los
cónyuges, el superstite puede contraer nuevo matrimonio.

La llamada personal al servicio del reino de Dios a punto de llegar y la invitación del Señor
(ICor 7,7) pueden inducir a que, como en el caso del mismo Jesus, algunas personas no consideren
que el matrimonio sea su perspectiva existencial, sino que, siguiendo la «llamada de Dios» (ICor
7,17; Lc 14,20) y contando con el don de la gracia (el carisma) de la vida en celibato, se
consagren, bajo todos los aspectos, «a los asuntos del Señor> (ICor 7,32).

Todo ser humano y todo cristiano tiene, según Pablo, libertad para optar por la forma
existencial natural y santificadora del matrimonio, y elegir un consorte (1 Cor 7,7.28.38.40; Mt
19,12). Pero una vez ya casados, el apóstol amonesta: «Respecto a los que están casados hay un
precepto, no mío, sino del Señor: que la mujer no se separe del marido y que si se separa, que
quede sin casarse, y que el marido no despida a su mujer» (ICor 7,10s.).

Los matrimonios entre cristianos, los «santificados en Cristo» (ICor 1,2), se celebran y se viven
«en el Senor> (ICor7,39; cf.lCor 11,11). Con esto, también Pablo testifica la dimensión teológica,
de base cristológica, de la gracia del matrimonio.

Frente al menosprecio de los herejes gnósticos, que querían prohibir las uniones matrimoniales
(1Tim 4,3), se destaca que el matrimonio participa de la bondad de todo lo creado. Un matrimonio
vivido en mutua fidelidad responde a la voluntad divina y «todos deben tenerlo en alto aprecio»
(Heb 13,4).

Aunque en las llamadas «tablas domesticas» se detecta una cierta relación de subordinación de
las mujeres casadas respecto a sus maridos (Col 3,18; Ef 5,2233; IPe 3,1-7), no puede deducirse de
aquí que la intención de estas declaraciones sea sancionar desde el punto de vista religioso una
situación sociológica. Aquí se trata de una subordinación mutua en «el común temor de Cristo» (Ef
5,21), que es, en su amor y en su obediencia, el modelo de la comunión de vida de Dios con su
pueblo. Mediante el servicio desinteresado es posible ganar para la palabra del evangelio a maridos
incrédulos, «para que, si algunos se muestran rebeldes a la palabra, sin palabra alguna sean
conquistados por la conducta de las mujeres, observando vuestra honesta y respetuosa conducta»
(IPe 3,1s.; ct. lCor 7,14: «... el marido pagano queda ya santificado por su mujer...»).

d) La sacramentalidad del matrimonio como tema histórico -teológico


La Patrística
Frente a los gnósticos, que calificaban de obra del demonio los matrimonios y la procreación
(cf. Ireneo, haer. I, 24,2), el hereje Marcion (ef. Hipolito, ref. VII, 28.30; VIII,16), el movimiento
rigorista ascético de los encratitas (Hipolito, ref. VIII, 20) Y el maniqueismo dualista, que
declaraba que la materia y, por consiguiente, también la sexualidad es el principio del mal
(Agustín, bono coni. 33; haer. 46,13), los Padres de la Iglesia defendieron con voz unánime la
bondad natural del matrimonio y su significación para la salvación y la vida en la gracia. EI I
concilio de Braga (Portugal), de año 561, excluye de la comunión de la Iglesia a quienes
«condenan las uniones matrimoniales humanas y se horrorizan de la procreación de los que nacen,
conforme hablaron Maniqueo y Prisciliano» (DH 461; DHR 241).

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En contra de los albigenses, los cataros y otras sectas de la Alta Edad Media, el IV concilio de
Letrán de 1215 declaraba que «no sólo los vírgenes y continentes, sino también los casados
merecen llegar a la bienaventuranza eterna, agradando a Dios por medio de su recta fe y buenas
obras» (DH 802; DHR 430). En igual sentido, el papa Juan XXII, en la constitución Gloriosam
Ecclesiam, de 1318, amonestaba frente a los «fraticelli», ala radical del movimiento franciscano,
a los que describe como «hombres presuntuosos que charlatanean contra el venerable sacramento
del matrimonio» (DH 916; DHR 490).

No obstante, algunos Padres entendían que el matrimonio es más bien una concesión a la
fragilidad humana de quienes no pueden vivir en continencia (Tertuliano, Orígenes, Jerónimo), y
que se debe tolerar a causa de la necesidad de la procreación.

Bajo la influencia del espiritualismo platonizante, hubo quienes llegaron a la idea de que la
diferencia sexual de los seres humanos y, con ello, el matrimonio, era consecuencia del pecado,
ya previsto por Dios y que, por consiguiente, Dios los creó varón y mujer y los dispuso para el
matrimonio solo teniendo a la vista la caída en el pecado original. De donde concluían que, sin el
pecado, habría sido posible una multiplicación asexual de los hombres en el curso de las
generaciones (Gregorio de Nisa, hom. opif. 17; Jeronimo, ep. 22,19). Pero por razones extraídas
de la teología de la creación, debe tenerse esta opinión por absolutamente insostenible (cf. Tomas
de Aquino, S.th. I q.98 a.2). La diferencia de sexos es una señal de la bondad de la creación.

También suscito debates la pregunta de si es posible contraer nuevo matrimonio cuando muere
uno de los cónyuges (Tertuliano, monog. 10: un segundo matrimonio será adulterio; Atemigoras,
suppl. 33: este segundo matrimonio será un adulterio asumible). Pero, en conjunto, la tendencia
general se movía en la línea de la licitud de segundas y terceras nupcias (Hermas, mand. 4,4;
Clemente de Alejandría, strom. m,12; Jerónimo, ep. 48,9; Agustín, bono vid. 12; Basilio, ep.
188,4). En el II concilio de Lyon de 1274 el emperador bizantino Miguel Paleólogo reconocía,
con toda la Iglesia occidental, que cuando muere un consorte, los cristianos tienen libertad para
contraer un segundo, tercero y sucesivos matrimonios (DH 860; cf. 795; DHR 466; cf. 424).

Los Padres de la Iglesia consideraban que el matrimonio cristiano es una comunión de vida
instituida por Dios y santificada por Cristo. EI matrimonio es sacramento, de acuerdo con la
sentencia de Pablo de que los matrimonios se celebran «en el Señor» (lCor 7,39). En
concordancia con Ef 5,21s., Ignacio de Antioquia dice:

«Respecto a los que se casan, esposos y esposas, conviene que celebren su enlace con
conocimiento del obispo, a fin de que el casamiento sea conforme al Señor y no por solo deseo.
Que todo se haga para honra de Dios» (Polyc. 5,2; ct. Tertuliano, uxor. 11,9).

También la presencia de Jesús en las bodas de Cana (In 2,1-12) fue interpretada como una
santificación y consagración del matrimonio por Cristo. Seria, pues, Dios mismo quien une a los
consortes y quien otorga al matrimonio fuerza santificante y gracia divina (Agustín, bono coni.
3,3: Juan Damasceno, fide orth. JV,24). Orígenes afirma:

«Es Dios mismo quien ha fundido a los dos en uno, de modo que desde el momento en que el
varón ha desposado a la mujer ya no son dos. Pero como el autor de la unión es Dios, por eso en
quienes fueron unidos por Dios habita la gracia (el carisma). Sabiendo bien esto, declara Pablo
que el matrimonio que responde a la palabra es una gracia, del mismo modo que es también
gracia el celibato en castidad» (comm. in Mt. 14,16).

Agustín abrió una senda nueva hacia la posterior concepción del matrimonio. Según el, la
referencia del matrimonio al sacramento no se deduce sencillamente en virtud de la fonética

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externa de la palabra (mysterion, sacramentum: Ef 5,32), sino de su proximidad objetiva a los
signos salvíficos indudablemente más importantes de la nueva alianza, y en primer término al
bautismo (nupt. et conc. 1,10,11) y el orden (bono coni. 32). Al igual que estos dos sacramentos,
también el matrimonio produce algo permanente (quiddam coniugale, en concordancia con la
posterior doctrina del vínculo conyugal permanente y con el cuasi-carácter de este vínculo). Según
Agustín, no se trata únicamente de un vínculo conyugal natural, sino del «santo sacramento del
matrimonio» (fid. et op. 7), un sacramento que se identifica con el vínculo matrimonial
indisoluble. Aunque todavía no se menciona una gracia sacramental específica, se describe ya la
dignidad del matrimonio (conf. VI, 12: «Santificación de la vida matrimonial; cumplimiento del
deber de educar a los hijos»). A la objeción de los pelagianos de que con su doctrina sobre el
pecado original y la concupiscencia destruía el bien del matrimonio, replicaba Agustín que aunque
las relaciones sexuales matrimoniales son buenas como don del Creador, fueron pervertidas y están
necesitadas de redención a consecuencia del pecado original y del placer egoísta (concupiscencia)
que, sin la gracia, el hombre no puede dominar (pecc. orig. IT, 33-37). Ya en el sentido de la
posterior doctrina de los tres bienes del matrimonio, formulaba:

«El bien del matrimonio se apoya ... en todos los pueblos y en todos los hombres, en el objetivo de
la procreación y de la preservación de la castidad y, en lo que se refiere al pueblo de Dios, en la
santidad del sacramento. En consecuencia, se produce una violación de la ley divina y natural
cuando una mujer divorciada se casa con otro hombre mientras vive su marido anterior... Todo
esto, descendencia, fidelidad y misterio, son bienes por los cuales también el matrimonio es un
bien» (bono coni. 32).

e) La teología de la alianza como planteamiento sistemático de una nueva concepción del


sacramento del matrimonio.
Una teología global del matrimonio todavía no supera la fase de desideratum en la dogmática
contemporánea. Recurriendo a la antropología de nuestro tiempo, el II concilio Vaticano ha
promovido una concepción más personal de este sacramento. Aquí se abandona la doctrina de la
«jerarquía de los fines matrimoniales» en su formulación antigua y se ha intentado alcanzar una
coherencia integral entre el amor personal, la disposición a la procreación y la responsabilidad por
los hijos.
El concilio era plenamente consciente de que en la sociedad moderna han empeorado los
presupuestos que garantizan el éxito de la vida conyugal y familiar (disolución de los vínculos,
concepción de la sexualidad como medio de satisfacción de los deseos fuera del marco de las
relaciones durables, etc.; cf. GS 47).

Ante el creciente número de divorcios en los países industriales, se ha hecho patente la


necesidad de una pastoral específicamente dirigida a los divorciados y a las personas divorciadas
que contraen nuevo matrimonio.

Para la perspectiva de la teología dogmática es importante el punto de partida sistemático: el


concilio sitúa el sacramento del matrimonio en el contexto de la teología de la alianza. En primer
lugar, se confirma la doctrina clásica del matrimonio. Cada matrimonio concreto surge de un acto
libre y personal, en el que los consortes se dan y se aceptan mutuamente. Entran así en la forma de
vida de la comunión matrimonial que, por disposición divina, existe como una sólida institución.
Por tanto, el matrimonio no está a merced del capricho de los hombres. «Dios es el autor del
matrimonio, al que ha dotado con bienes y fines varios» (GS 48). El matrimonio reviste una
importancia máxima para la conservación del género humano y para el progreso personal y la
salvación eterna de cada uno de los miembros de la unidad familiar. EI matrimonio y la familia
están al servicio de la humanización del hombre y de la sociedad humana en su conjunto. El amor
conyugal está orientado a la procreación y la educación de los hijos. EI matrimonio es calificado,

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al mismo tiempo, de vinculo del varón y la mujer del que forman parte la comunión de vida
personal y la fidelidad incondicionada.

“Cristo, Señor nuestro, bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente
divina de la caridad, y que esta formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque, así como
Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y fidelidad, así el
Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por
medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos, para que los esposos, con su
mutua entrega, amen con perpetua fidelidad, como El mismo ha amado a la Iglesia y se entregó
por ella. El amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la
virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los
cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la
maternidad. Por ello, los esposos cristianos, para cumplir dignamente su deber de estado, están
fortificados y como consagrados por un sacramento especial, en virtud del cual, cumpliendo su
misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, con el que toda su vida queda
empapada en fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su pleno desarrollo personal y a su
mutua santificación y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios” (GS 48).

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