Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
«Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la
acción litúrgica. Con razón, entonces, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de
Jesucristo. En ella, los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la
santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus
miembros, ejerce el culto público integro. En consecuencia, toda celebración Litúrgica, por ser
obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya
eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia»
(SC 7).
Las acciones litúrgicas simbólicas, ya practicadas en la primitiva Iglesia y testificadas en el
Nuevo Testamento, han sido agrupadas, desde mediados del siglo XI, bajo el concepto de
«sacramentos».
2
creadas ninguna relación interna y reciproca ni tampoco les compete, por consiguiente, una
capacidad simbólica natural. No tienen ninguna relación al ser que las engloba y las posibilita y
que ellas representan. No existe una jerarquía gradual de las esencias de las cosas ni
participaciones en el Ser universal que generen diferencias en el mundo (abandono de la analogia
entis).
Con la irrupción, en el siglo XVIII, del pensamiento historicista, se hacía necesario que algunos
conceptos básicos de rica tradición, por ejemplo, la institución de los sacramentos por Jesucristo,
pudieran ser verificables como meros actos jurídicos fundacionales, pues en caso contrario debería
renunciarse a ellos.
Como término, sacramentum es la traducción latina del griego ~vtmJQtOv de los LXX y del
Nuevo Testamento. En la mayoría de los casos, mysterium (en singular) se refiere a la revelación
del proyecto salvífico eterno de Dios en la obra redentora de Cristo (ct. 1 Cor 2,710; Rom 16,25s.;
Col1,26s.; Ef 1,8-10; 3,3-12; cf. Mc 4,U).De aquí se derivó el uso lingüístico de designar como
misterio cada una de las concretas realidades de la fe, por ejemplo, la Trinidad 0 la encarnación.
Atanasio fue el primer teólogo que llamó misterios al bautismo, la eucaristía y el matrimonio (cf.
K. Prilmm, Mysterion und Verwandtes bei Athanasius, ZKTh 63 [1939] 350-359). El origen
objetivo de esta denominación se encuentra claramente en el hecho de que en los actos litúrgicos
de la Iglesia se hace presente el misterio único de la salvación.
Dejando aparte las semejanzas ceremoniales puramente extrínsecas, los misterios cristianos de la
liturgia tienen escasa relación histórica y objetiva con los llamados cultos mistéricos paganos. El
marco de referencia de la liturgia cristiana no es una intelección cósmica de la naturaleza, sino una
relación personal con Dios, mediada en y transmitida por la persona histórica de Jesús de Nazaret
(ct. K. Pri.lmm, Christentum als Neuheitserlebnis, Fr 1939, 412-447).
3
Tertuliano deriva sacramentum de sacer (sacro, sagrado, santo). Es sacro un objeto consagrado
a los dioses 0 por cuyo medio se consagra algo. Se calificaba especialmente de sacramentum el
juramento 0 jura de la bandera de los soldados. El soldado se comprometía -bajo la invocación de
los dioses-a seguir fielmente a los generales. Durante la ceremonia, se les marcaba con un signo
que los vinculaba al imperator. Tertuliano entendía el bautismo a modo de una sigilación con el
estandarte de Cristo. El cristiano es incorporado a la militia Christi (cf. Ef 6,1020). El bautizado
queda marcado con el sello de Cristo y del Espíritu y obligado a vivir en el espíritu (2Cor 1,22;
Ga15,22ss.).
Al igual que Cipriano, también Ambrosio de Milán, en sus grandes escritos (De sacramentis,
De mysteriis; cf. también Gregorio de Nisa, bapt. Christi: PG 46,581) entendía como sacramentos
el bautismo, la confirmación, la eucaristía y el matrimonio. El sacrificio eucarístico es el centro de
toda la liturgia cristiana y, por consiguiente, el sacramento de los sacramentos. La estructura del
sacramento responde a la naturaleza corpóreo-espiritual del hombre. Lo invisible se hace presente
en elementos visibles mediante su referencia a la obra salvífica de Cristo y a la acción del Espiritu.
EI efecto espiritual invisible es causado por Dios en virtud de la ejecución creyente de la acción
litúrgica.
EI mayor de cuantos signos transmiten sensiblemente la presencia salvífica de Dios es, según
Agustín, el sacramentum incarnationis (nat. et grat. 2,2). La naturaleza humana de Cristo es, en
virtud de su subsistencia en el Logos divino, el sacramento de la divinidad del Logos. Ya los
signos de la alianza antigua (circuncisión, celebración de la Pascua, ley ritual, un don de los
sacerdotes y los reyes, culto del Templo y otros) prefiguraban misteriosamente este sacramento de
la alianza nueva. También las señales sensibles de los paganos, los sacramentos naturales en los
que se expresa su índole religiosa, remiten ocultamente a la futura salvación en Cristo y son
expresión de su esperanza salvífica.
Los sacramentos forman una clase especial y propia de signos. EI sacramento es una señal,
compuesta de un elemento sensible y de la palabra, que produce un efecto sobrenatural: es signum
sacrum 0 signum rei sacrae (civ. 10,5).
Pero un signo natural no puede producir por sí mismo un efecto sobrenatural. Para ello necesita
la palabra significante, pronunciada con el poder del Espiritu Santo. Sólo con el poder de Dios
(virtus Dei) causa el signo sacramental (en el elemento y la palabra) el efecto sobrenatural (gratia
Dei).
La eficacia de los sacramentos es causada por Cristo mismo 0 por la potestad que otorga a
quienes los administran. Pero la transmisión de la gracia no está vinculada a la santidad subjetiva
del ministro de los sacramentos, ni es conferida en virtud de esta santidad, tal como Agustín
acentúa claramente contra los donatistas. Los sacramentos actúan ex opere operata.
Dado que hunden sus raíces en el encuentro Dios-hombre en la encarnación, su recepción está
condicionada por la estructura social y comunicativa del ser humano. De donde se desprende que
debe establecerse una conexión esencial entre los sacramentos y la Iglesia.
Según esto, el contenido del sacramento (res sacramenti) no es tan sólo la comunión de cada
uno con «su» Cristo. Al contrario, quien tiene algo que ver con Cristo, tiene que ver también con la
Iglesia, cuya cabeza es Cristo. Es decir, debe entenderse que el contenido del sacramento es el
Cristo único y total: como cabeza y como cuerpo (Christus totus caput et corpus, cf. in Ps. 62,2;
serm. 171,1,1; 285,5). La transmisión sacramental de la gracia tiene una cualificación
esencialmente eclesial.
Hugo de San Víctor ofreció la siguiente definición escolástica del concepto de sacramento;
Sacramentum est corporale vel materia Ie elementum foris sensibiliter propositum ex similitudine
repraesentans et ex institutione significans et ex sanctificatione continens aUquam invisibilem et
spiritaLem gratiam (De sacr. christ. fidei 1,9,2; PL 176,317). En su manual doctrinal, que ejerció,
hasta bien entrado el siglo XVI, una considerable influencia en la Escolástica, Pedro Lombardo
explica: Sacramentum proprie dicitur, quod ita signum est gratiae Dei et invisibilis gratiae forma,
ut ipsius imaginem gerat et causa existat (IV Sent. dist. 1 cap. 4).
5
Tomas de Aquino ofrece una concisa y densa definición de sacramento que circunscribe este
concepto al bautismo, la confirmación, la eucaristía, la penitencia, la unción de los enfermos, el
orden y el matrimonio: «EI sacramento es el signo de una realidad espiritual en cuanto que
santifica a los hombres» (S. tho III q.60 a. 2: Sacramentum est signum rei sacrae inquantum est
santificans homines).
Los sacramentos son signa rememorativa de la pasión histórica de Cristo, signa demonstrativa,
en cuanto que producen en nosotros la gracia procedente de los padecimientos de Cristo, y signa
prognostica, en cuanto que remiten anticipadamente a la gloria futura y son prenda de la vida
eterna. Son acciones santas del culto divino (cultus divinus) y de la santificación del hombre
dotadas de eficacia significante.
Juan Duns Escoto define el sacramento como un signo sensible que significa eficazmente, por
institución divina, la gracia de Dios o un efecto gratuito de Dios y esta ordenado a la salvación del
hombre peregrino (Op. Ox. IV d.l q2 n.9: Sacramentum est signum sensibile gratiam Dei vel
effectum Dei gratuitum ex institutione efficaciter significans, ordinatum aL salutem hominis
viatoris).
1. Sólo Dios trino tiene potestad para causar la gracia en el alma a través de signos sensibles
(potestas auctoritatis Dei).
2. Solo Cristo puede, en virtud de su naturaleza humana y de su libre obediencia, hacer presente la
salvacion en la historia: su naturaleza actúa, por medio de su obediencia, como instrumento de la
voluntad salvífica divina (instrumentum coniunctum). Dado que la salvación se lleva a cabo en la
naturaleza humana de Cristo, dicha salvación se hace ahora presente, por medio de aquella
humanidad, en los sacramentos. De donde se sigue que la estructura humana de la transmisión de
la salvación -tal como acontece en la Iglesia-hunde sus raíces en la humanidad de Jesús. Los
sacramentos son instrumenta separata de la actuación salvífica divina por medio de la humanidad
6
de Jesús. Jesús ejerce su ministerio de sumo sacerdote y de mediador de la nueva alianza en virtud
de su humanidad.
3. Debe distinguirse entre el ministerio y la potestad de Jesús y la potestad de los ministros o
administradores humanos de los sacramentos, que actúan como representantes o vicarios y en la
persona de Cristo, cabeza de la Iglesia. Los hombres no pueden ni ser autores de la gracia ni
instituir sacramentos. Tampoco los apóstoles tuvieron esta potestad fundacional. En consecuencia,
Tomas de Aquino habla de una institución inmediata de todos los sacramentos por Cristo (ct.
también el concilio de Trento: DH 1601; DHR 844). Pero esta afirmación no debe ser entendida en
un sentido histórico positivista, sino histórico -teológico. Tomas rechaza una institución mediata de
los sacramentos (así Hugo de San Víctor, Pedro Lombardo y Buenaventura respecto del bautismo
y de la extrema unción). Es errónea la opinión de que el sacramento de la confirmación fue
instituido por la Iglesia en el sínodo de Meaux (845).
Respecto de la institución inmediata de los sacramentos por Cristo existen
varias interpretaciones:
a) La institutio in individuo, según la cual Cristo no solo habría fijado la materia y la forma,
sino también los ritos concomitantes.
b) La institutio in specie, que entiende que Cristo solo habría determinado la materia y la
forma de los sacramentos.
c) La institutio in genere, para la que el Jesús prepascual habría establecido el contenido de
los sacramentos (res sacramenti) y habría declarado su voluntad de transmitir sensiblemente la
gracia a través de palabras y de acciones simbólicas humanas. Pero la determinación más precisa
del signo sacramental habría surgido de la tradición religiosa de Israel, de la praxis del mismo
Jesús y de la actuación significante del ministerio salvífico de la Iglesia primitiva. Esta última
interpretación es la que mejor responde a la reflexión teológica y a los datos históricos.
1. Base Bíblica.
Después del Concilio de Trento, los teólogos buscaron demostrar, contra los
protestantes, que Cristo había instituido los siete sacramentos a través de una serie de
actos concretos, de los que quedaría testimonio más o menos claro en la Sagrada
Escritura. De este modo se realizó una recogida de textos acerca del fundamento de la
existencia de los sacramentos, del momento de su institución, o por lo menos de
momentos relacionados con ella y de la práctica del sacramento por parte de la primitiva
Iglesia:
Sacramento Fundamento Institución Practica
Bautismo Mc 1,9-12 Mt28, 19 Hch2,38-41 y par.
Mc 16,15-16
Confirmación Hch 2,1-4 Jn 16,7 Hch 8,14-17
Eucaristía. Mc 14,22-25 1Co 11,23-26 Hch 2, 42-46 y par.
Penitencia Mt9,1-8 Jn20,21-23 Mt 18,15-18 St 5,16
Unción Mc6,13 Lc 9,1 St 5,14-15
Orden Sac. Heb 5,1-9 Mt 18,18 2Tm 1,6
Lc 22,19
Matrimonio Jn 2,1-2 Mt 19,3-10 Ef5,21-27
Jn 3,29
Jn 19,33-34
7
b) El signo sacramental
Debe distinguirse entre el contenido del sacramento (res sacramenti) y la forma externa del
signa (signum tantum). El signo externo consiste en las palabras pronunciadas por el ministro en el
acto litúrgico y el elemento material (agua, aceite, pan y vino) 0 las acciones simbólicas (la
imposición de las manos en el orden, la respuesta afirmativa en la celebraci6n del matrimonio).
Debe igualmente distinguirse entre el signo material en cuanto tal (materia remota) y su aplicación
en la acción sacramental (materia proxima). En la realización del signa sacramental puede
aparecer un tercer elemento intermedio entre el contenido y la realización del signo: res et
sacramentum. Se trata aquí del carácter sacramental impreso en el bautismo, la confirmación y el
orden, de la presencia real de Cristo en los dones del pan y el vino transformados y del vínculo
indisoluble del matrimonio que une a los cónyuges de por vida.
Hacia mediados del siglo XIII, y como consecuencia de la aceptación de las ideas de
Aristóteles, se interpretaron a menudo en sentido hilemorfista los antiguos Conceptos de materia y
forma que constituyen el signa sacramental (así, por ejemplo, en el Decreto para los armenios de
1439: DH 1312; DHR 695). Pero las concepciones filosóficas no forman parte del dogma. EI
hilemorfismo no tiene otra función que la de ofrecer una posible explicación. La forma es aquí
algo más que la figura externa visible de la realizaci6n sacramental. La forma es, según
Arist6teles, la actualidad interna de un ente por la que existe en su esencia 0 «quididad» propia.
Por consiguiente, la palabra como forma no tiene un carácter alusivo 0 explicativo, sino una
función constitutiva y consecrativa. La concepci6n de esta causalidad simbó1ica explica que en el
siglo XIII se empleara preferentemente la fórmula indicativa «Yo te bautizo...», mientras pasaba a
segundo término la fórmula deprecativa: «Es bautizado el siervo de Dios...». Pero ambas deben ser
tenidas por igualmente válidas.
e) El carácter sacramental.
8
El bautismo, la confirmación y el orden imprimen una señal espiritual e indeleble (el carácter:
hoc signum spirituale et indelebile) en el alma (DR 1609; ORR 852).
EI sentido de la palabra señal, marca 0 carácter tiene un primer punto de partida para su
correcta intelección en la costumbre paleotestamentaria de la circuncisión: el hombre pasa a ser
propiedad de Dios (Gen 17,11). Y esto rige incluso cuanto este hombre actúa en contra de su
propia vocación. Los elegidos están marcados 0 señalados con el «sello» (sphragis) de Dios (Ap
7,2-8; ct. Is 44,5; Ez 9 3-6). Del mismo modo que Cristo es la «impronta» (kharakter) del Padre
(Reb 1,3), y ha sido acreditado en virtud del «sello» del Padre (In 6,27), así también los bautizados
en Cristo han recibido el Espiritu de Dios como sello de su comunión con Dios Padre y con Cristo
(Rom 4,11; 2Cor 1,23; Ef 1,13; 4,30: In 6,27; ct. también Rom 8,14-17.27-30; Gal 4, 4-6).
A esta apropiación interna del bautizado que lleva a cabo Cristo en el acto del bautismo se le
da, desde el siglo XIII -para diferenciarla de la gracia santificante-la denominación de acuñación
del alma 0 carácter sacramental. (Se atribuye a los escotistas la opinión de que el carácter sólo
presenta una relación real del hombre a Dios, mientras que Tomas de Aquino lo entiende como
«algo» puesto por Dios en el alma -aliquid in anima-que fundamenta la relación a Dios.)
El carácter bautismal distingue a los bautizados de los que no lo están (signum distinctivum).
Obliga a los receptores a llevar un género de vida acorde con el sacramento (signum obligativum).
Dispone para la gracia auxiliar, de modo que pueda desempeñarse un servicio en el reino de Dios,
y para la recuperación de la gracia santificante cuando el hombre la ha perdido a causa de sus
pecados (signum dispositivum). Este carácter significa además la participación en el ejercicio del
sacerdocio de Cristo (signum configurativum).
9
La actuación causal simbólica (Karl Rahner y otros)
EI signo y la gracia no están unidos, en esta concepción, de una manera meramente extrínseca,
en virtud de un decreto divino. EI símbolo forma parte de la referencia al mundo de la gracia: el
símbolo es la gracia misma bajo la modalidad de su realización en el mundo y en la historia. Por
consiguiente, los signos sacramentales no se limitan a remitir a una gracia que es distinta de ellos.
EI signo esta sostenido por la gracia como el espacio de su presencia actual en el tiempo. Se toma,
pues, con estricta seriedad el axioma: significando causant, causando significant (Rahner, Zur
Theologie des Symbols, en Schriften IV, 299s.).
Dado que el pecado original vulnero la naturaleza humana y el hombre oscila entre una
desmundanizacion idealista y una espiritualización de la fe por un lado, y una percepción sensible
y mágica de lo divino por otro, Dios sale a su encuentro justamente en los signos sensibles. Así, el
hombre depende de su naturaleza finita y de la curación y salvación de la misma. Esta naturaleza
finita se convierte en el medio del encuentro personal con Dios.
Solo puede administrar los sacramentos quien la potestad sacramental y los realiza en el sentido
que Cristo y la Iglesia conceden a estas acciones (Prepositino [muerto en 1210]: lntentio faciendi
quod facit ecclesia). Se discute la clase exacta de intención (actual, virtual, directa, indirecta).
j) EI receptor
Es receptor de los sacramentos el hombre peregrino (in statu viatoris). No pueden recibirlos los
que han fallecido (cf. lCor 15,29 y la reprobación, en el III sínodo de Cartago, e1397, de la
costumbre de los bautismos o las comuniones vicarias, es decir, en representación de personas
difuntas).
10
Debe distinguirse entre la recepción valida y la recepción digna de los sacramentos. Una
recepción valida no presupone la plena ortodoxia ni el estado de gracia justificante. Pero quien no
cree, no recibe nada; no recibe, por ejemplo, la gracia bautismal, porque se le opone al sacramento
un obstáculo (obex) insalvable. En el caso del matrimonio se daría un óbice de este tipo si no hay
libertad para contraer el sacramento. Pero cuando el receptor no carece enteramente de disposici6n
(a causa de la incredulidad), sino que se trata solo de una disposición deficiente, se recibe el
sacramento. Además, los sacramentos del bautismo, la confirmación y el orden confieren carácter
sacramental, y el matrimonio crea un vínculo indisoluble, de modo que puede alcanzarse una
reviviscencia de la res sacramenti (reviviscentia sacramentorum).
La explicación antropológica de este número en Tomas de Aquino (S.th. III q.65, a.1), basada
en una cierta analogía entre la vida corporal y la espiritual, fue ampliamente aceptada por el
concilio de Florencia (1438-1445) y por el II concilio Vaticano (LG 11).
La sacramentalidad le adviene a cada una de las siete señales salvíficas de manera analógica, de
modo que existen diferencias entre ellas en lo relativo a su importancia para la vida individual y
eclesial. Y así, hay sacramentos principales 0 capitales (el bautismo y la eucaristía) y los restantes,
a veces llamados, en la Edad Media, sacramenta minora (el. DH 1603; DHR 846; cf. Y. Congar,
Die Idee der sacramenta maiora, Cone. 4 [1968] 9-15).
1) Los sacramentales
Por sacramentales se entienden tanto ciertas ceremonias independientes como algunos ritos
explicativos dentro de la administración de los sacramentos. EI sacramental es una oración de
intercesión de la Iglesia asociada a una señal sensible en favor de los hombres en determinadas
circunstancias de la vida. Son también, y sobre todo, sacramentales, las bendiciones de: objetos de
uso diario, 0 respectivamente de los lugares que desempeñan un papel importante en la vida
humana (Ia vivienda, el lugar de trabajo, etc.) 0 de objetos del culto (bendición del agua, etc.) y de
personas a quienes se les confían tareas eclesiales 0 que abrazan un peculiar genero de vida
(consagración de las vírgenes). Los sacramentales cumplen una importante función en la
concreción antropológica de la fe. Deben, pues, ser respetados, a la vez que protegidos frente a los
abusos 0 las erróneas intelecciones (DH 1255,1613,1746,1775; DHR 665,856, 943, 965).
b) El II concilio Vaticano
El II concilio Vaticano (1962-1965), en la constitución Lumen gentium sobre la Iglesia en el
mundo (1964), hizo una declaración magisterial de fundamental importancia en el campo de la
teología sacramental. Dicho documento expone la vida sacramental desde el bautismo hasta el
matrimonio y la sitúa en el conjunto global de la esencia y de la misión sacramental de actualizar
el servicio sacerdotal de Cristo (LG 11).
La constitución Sacrosanctum Concilium (1963) sobre la sagrada liturgia contempla «la esencia
de la sagrada liturgia y su importancia para la vida de la Iglesia» (SC 5-10,14,47s.).
Karl Barth reducía, en efecto, los sacramentos a una función pedagógico y cognitiva: dar
formas sensibles a la palabra de la predicación (KD I11,61). Según P. Althaus, los sacramentos
sirven para explicar la palabra, una explicación que viene en cierto modo exigida por la
constitución corporal del hombre (Die christliche Wahrheit, Gutersloh 1972,536-547).
12
Empalmando con la afirmación de Lutero de que, hablando en puridad, el único sacramento de
la Iglesia es Cristo (W A 6,86,5ss.), Eberhard JUngel ha acometido la tarea de aprender a entender
de nuevo los sacramentos como un acontecimiento de mediación. Pero el sacramento no media ni
transmite «algo». Más bien, media, transmite y actualiza a Dios mismo en la humanidad y la
historia de Jesús, su Hijo. La auto comunicación de Dios en el ser humano de Jesús incluye
también la palabra proclamada, en la que acontece actualmente para los hombres aquella auto
comunicación. Si Dios se transmite a sí mismo mediante su palabra a los hombres, en la
adjudicación de la gracia se da a la vez el juicio contra los pecados, contra la arrogancia humana y
contra el intento de apoderarse del acontecimiento de la salvación. Al transmitirse la palabra al
creyente, alcanza una forma referida a una situación, a la que se da el nombre de sacramento. EI
sacramento es la autoconcreción de la única palabra salvífica en la situación del creyente en el
mundo.
«En el bautismo y la cena se perfila, por un lado, que la palabra, que forma parte del ser de
Cristo, está referida a una situación y, por otro, que la situación del creyente está referida a la
palabra» (Das Sakrament -was ist das. Versuche einer i Antwort, en E. Juagel-K. Rahner, Was ist
ein Sakrament?, Fr. 1971,16).
A esta nueva valoración de los sacramentos en la teología evangélica responde, por el lado
católico, una nueva valoración de la palabra (G. Sohngen, F. X. Arnold, M. Schmaus, H. Volk, O.
Semmelroth, K. Rahner, E. Schillebeeckx, L. Scheffczyk, W. Kaspar, entre otros): Ahora se
entiende la palabra como acontecimiento salvífico. Es algo más que simple información
catequética. A la predicación en los servicios litúrgicos y a los elementos verbales de los
sacramentos les adviene una significación salvífica porque en ellos se hace Dios presente y se
media en su palabra.
Karl Rahner entiende la revelación como auto comunicación de Dios. Dios se explica a sí
mismo en su Palabra encarnada. De este modo, la palabra de la salvación se sitúa bajo las
condiciones de la forma, diversamente estructurada, de la existencia humana. De acuerdo con esta
forma plural, el sacramento único, que es Cristo, se especifica en las diversas celebraciones
sacramentales básicas de la Iglesia. Deben, pues, entenderse los sacramentos como medios,
sustentados por Dios mismo, de la mediación de su presencia inmediata.
Si se definen los sacramentos como modos de ejercitar la comunicación personal y dialogal con
Dios, pierden su fuerza las objeciones protestantes clásicas contra una intelección «cosificada» 0
«materializada» de la gracia y contra un encuentro de Dios con el hombre al que se le atribuye
escaso contenido personal. La nueva concepción de los sacramentos respeta plenamente la
significación de la naturaleza corpóreo-espiritual humana y conserva incólume, bajo todos sus
aspectos, la realidad de la mediación salvífica de la encarnación.
13
confiado a la Iglesia de proseguir en la historia la misión salvífica de Cristo. La Iglesia es, en su
conjunto, instrumento y medio de la voluntad salvífica escatológica de Dios, convertida en
realidad histórica en Cristo. Los sacramentos son autorrealizaciones concretas de la esencia y de la
misión salvífica de la Iglesia a través de las cuales el mismo Cristo, como su cabeza, actúa en
favor de la salvación de todos y cada uno de los seres humanos (d. K. Rahner, Kirche und
Sakramente, 36).
14
A la luz de una intelección de la revelación contemplada desde la teoría de la comunicación se
ve claramente que Dios se comunica a los hombres como vida. Pero este intercambio vital necesita
acciones y señales significantes en las que se realiza y se muestra. La comunicación acontece en
los actos verbales simbólicos y en las acciones comunicativas. Surgen así, en el campo de tensión
de comprensión de-sí y comprensión-del-mundo, «figuras de la vida» que fundamentan un nuevo
ser-para y ser-con de los hombres. El enfrente entre el locutor y el destinatario se muestra como
asunción de roles 0 funciones específicas en un sistema de comunicación global. Las acciones
comunicativas crean la identidad en el punto de intersección de la interacción social y
concretamente en el medio de la corporeidad y en el espacio del correspondiente mundo material.
EI nivel del signo y de la significación conduce, por tanto, al nivel de lo real como uno de sus
elementos integrantes. Todos estos aspectos pueden trasladarse a la teología sacramental.
Este redescubrimiento del símbolo está confirmado por la ciencia de las religiones comparadas
y por la antropología cultural: ninguna sociedad avanza sin rituales y símbolos. La afirmación es
válida respecto también de las modernas sociedades industriales (M. Elide). La filosofía del
lenguaje describe la conexión entre el contenido conceptual y la expresión simbólica como
presupuesto de la comunicación. El lenguaje como mundo de los símbolos es el contexto en el que
acontece la mediación reciproca del mundo y el espíritu (E. Cassirer, P. Ricoeur).
Más allá de estos diversos y nuevos accesos al símbolo, la teología sacramental necesita una
aclaración filosófico-ontológica del símbolo. Mediante la ayuda de esta reflexión ontológica se
consigue proporcionar al símbolo su más amplia y más honda fundamentación. En ella se apoyan
los restantes aspectos y vías de acceso.
16
El simbolismo óntico del ente afecta al ente «en sí»: es simbólico, en cuanto que se presenta y
se expresa en determinadas cualidades y realizaciones -en un otro: por ejemplo, 10 espiritual en
objetos materiales, el alma en el cuerpo o incluso como cuerpo (ct. infra).
«El sentido originario del símbolo y de lo simbólico, según el cual todo ente es en sí y por sí
simbólico, y lo es, por tanto (y en esa medida), simbólico para un otro, quiere decir lo siguiente:
un ente se da a conocer cuando se realiza en su propia alteridad interna (constitutiva de su
esencia), en la pluralidad intima que conserva (contenida en la autorrealización), como en su
expresión originaria y, por tanto, concordante. Esta experiencia originaria y concordante, que
forma parte de la constitución del ente, es el símbolo que llega desde el ente por conocer al ente
que conoce (sólo adicionalmente, porque está ya más originariamente en la profundidad de los
dos fundamentos constitutivos del ser), el símbolo en el que este ente es conocido y sin el que de
ninguna manera se le puede llegar a conocer. Y es así símbolo en el sentido originario
(trascendental) de la palabra.» (K. Rahner, Zur Theologie des Symbols, Schriften IV,286; cf.
idem, Wort und Eucharistie, ibidem, 313-355)
Otro término para designar esta autoexpresión es cuerpo. El cuerpo es el símbolo real del alma.
El cuerpo no es sino la actualidad del alma en su estar-expresada en la materia prima, es decir, en
la pura posibilidad, por la que se esencializa y se realiza. Así, pues, la corporeidad no se instala
separando dos almas que desean encontrarse, sino que posibilita, sostiene y condiciona el
encuentro personal.
Tampoco la inmediatez personal del hombre con Dios tiene lugar fuera de estas condiciones
concretas de la existencia humana, sino en ellas. (Al hombre le es imposible una inmediatez
personal a Dios en una esfera puramente espiritual que prescinda de su naturaleza creada. La pura
inmediatez a Dios sólo es posible para Dios.) Cuando la Palabra de Dios se hace hombre, pueden
los hombres, en su encuentro personal con el hombre Jesús y en la comunicación con la
comunidad de los discípulos, entrar en una inmediatez personal con Dios que tiene, como
elemento inseparable de la misma, esta estructura de mediación (fundamentada en la teología de la
creación y ratificada por la teología de la encarnación).
Los restantes medios sensibles añadidos por el hombre (pan, vino) sirven de apoyo de la
comunicación corporal (comidas comunitarias). Estos medios, acompañados de la correspondiente
mímica y de los gestos apropiados, pueden convertirse a su vez en señales para los hombres que se
realizan simbólicamente. El pan y el vino que Jesús toma en sus manos en la última cena
simbolizan, junto con el gesto de la entrega a los discípulos de este alimento y esta bebida, su
propia autoentrega sacrificial para la salvación de los hombres. A través de estos dones, los
discípulos tienen participación en la autoentrega de Jesús y forman con él y entre sí una comunión
y una comunidad de vida.
4. El símbolo en el horizonte del tiempo y de la historia
17
Es parte constitutiva de la definición del hombre su referencia al tiempo y al espacio. Se trata
de una referencia que concuerda con la ya antes mencionada autoexpresión material y corpórea de
los seres humanos. La referencia espacio-temporal describe más de cerca la autorrealización
simbólica del hombre en el horizonte de la historia y de la sociedad. Por eso puede el hombre ser
alcanzado y dejarse guiar, en el pasado y en el futuro, por una acción de Dios mediada en la
historia y en la vida social comunitaria y puede participar en este acontecimiento mediante los
correspondientes símbolos. Aquí se da por supuesto que esta acción divina está representada en un
mediador humano. De no ser así, no podría producirse esta comunicación y transmisión universal
de una acción única en forma simbólica.
Por eso puede Jesucristo, mediador del reino de Dios, hacer que los hombres participen a través
de los símbolos en su obra salvífica histórica: a través de los memoriales reales de este hecho en el
pasado y a través de la realización de la señal que representa a y anticipa una promesa futura, a
saber, el pleno cumplimiento escatológico de la salvación llevada a cabo por esta acción.
La concepción del hombre y su nacimiento son, más allá del hecho positivo del acontecimiento
en sí, símbolos del inicio de un espíritu finito en el mundo. Tienen, pues, como propia, una
dimensión natural de signo que remite al comienzo absoluto del hombre en Dios (ef. el bautismo).
Este reino de Dios está también simbólicamente representado en el hecho de que Jesús comiera
con los publicanos y los pecadores. La comida remite de nuevo a la imagen del banquete nupcial,
que es imagen, a su vez, de la próxima venida del reino de Dios (Mc 2,16).
Jesús confiere a sus discípulos poder para anunciar el reino de Dios, para llamar a los hombres
a la conversión, a la fe y al seguimiento, para expulsar a los demonios y para ungir con aceite y
curar a los enfermos (Mc 6,6-13).
En el evangelio de Juan se presentan los hechos poderosos de Jesús en favor de los enfermos y
de los pecadores como señales en las que se revela su gloria divina (In 6,2.14).
Todas estas señales acontecen ante los ojos y los oídos de sus discípulos, para que a través de
esta experiencia sensible lleguen a creer en Jesús como Hijo de Dios y tengan, mediante esta fe, la
vida (In 20,31; 6,54; 17,3). Se trata, pues, de acciones simbólicas, sensiblemente perceptibles, que
llevan a la fe en Dios Padre, Hijo y Espiritu.
Una mirada global a la actividad prepascual de Jesús permite constatar que el reino de Dios está
presente en el mediador Jesús, en la forma de sus acciones salvíficas y en su destino. Él es el
representante del reino de Dios. Transmite de manera sensiblemente perceptible la salvación, una
salvación que abarca también la corporeidad del hombre.
Las más importantes acciones simbólicas de Jesús son su invitación a la fe, a la conversión y al
seguimiento, la llamada a los pecadores para compartir el banquete de comunión, su lucha contra
el mal y la potestad de perdonar los pecados, la curación de enfermos, la elección y eI envío de los
discípulos, a los que capacita para desempeñar su propia misión, especialmente en el caso de los
doce apóstoles, que simbolizan a su vez la agrupación del pueblo de Dios escatológico. Jesús es,
en su propia persona, el símbolo real de la proximidad del reino de Dios. EI es la señal que será
ciertamente combatida, pero que servirá también para que se pongan en pie muchos en Israel (Lc
2,34). En la actividad prepascual de Jesús se hace visible la iniciación en el reino de Dios a través
de la fe, la conversión, el seguimiento, la realización concreta de la comunión de vida con él y la
pertenencia al círculo de los discípulos.
19
«Tomad; esto es mi cuerpo... Esto es mi sangre, la de la alianza, que va a ser derramada por
todos. Os aseguro que ya no beberé más del producto de la vid hasta aquel día en que lo beba
nuevo en el reino de Dios» (Mc 14,22-25; lCor 10,16s.).
Así, pues, tanto la entrega de la vida de Jesús en la cruz como su resurrección de entre los
muertos se convierten en símbolos en los que Dios muestra a los hombres su inclinación salvífica
escatológica, la realiza y la hace de nuevo comunicable en los símbolos de la muerte y la
resurrección de Jesús, y de forma especial en el bautismo y la eucaristía.
B. LA SACRAMENTOLOGIA ESPECIAL
I. LA FUNDAMENTACIÓN DE LA EXISTENCIA CRISTIANA
20
1. El bautismo: sacramento de la fe y de la comunión eclesial
a) Concepto y prehistoria del bautismo cristiano.
La señal externa consiste en el «baño de agua» y en la «palabra» (Ef 5,25; Tit 33,5): se bautiza
«en el nombre del Padre y del Hijo y del Espiritu Santo» (Mt 28,19; Jn3,5).
Así, pues, la circuncisión no es un simple acto externo. Mediante la «circuncisión del corazón»
(Dt 10,16; 30,6; Rom 2,25), el hombre queda sometido a una existencia que le afecta
personalmente. De la participación en la alianza, y en correspondencia con la fidelidad de Dios a
ella y de su amor a su pueblo, se sigue la obligación de la entrega del corazón en amor, obediencia,
21
cumplimiento de la ley y una santificación orientada según la santidad de Dios (1Tes 1,3; 5,23). Y
se sigue también, en fin, el deber de amar a Dios y al prójimo (Mc 12,28-31; Gal 5,13-26).
En el tiempo final mesiánico, Dios mismo congregara a su pueblo de entre todas las naciones y
le salvara. Aflora aquí el motivo del agua:
«Os rociare con agua limpia y quedareis limpios ... Os daré un corazón nuevo ... pondré mi
espíritu en vuestro interior y hare que procedáis según mis leyes» (Ez 36,25-27).
La palabra simbólica del agua incluye en sí las grandes ideas del perdón de los pecados, de la
revivificación refrescante y de la nueva creación del hombre y el restablecimiento definitivo del
pueblo de la alianza. Cada creyente concreto participa, como miembro, del cuerpo de este pueblo
de Dios, de la relación de Israel, como hijo, con Dios Padre, 0 de la relación esponsalicia de la hija
de Sión, de la virgen Israel, con Yahveh, su esposo. (EI Nuevo Testamento reasume estos motivos:
Cristo es cabeza y esposo de su Iglesia, que es su cuerpo y su esposa.)
Los ritos de purificación y las abluciones, que renuevan la pureza cultica (Lev 1-15; Num 19)
tuvieron su prolongación en los baños culticos de purificación de algunos grupos y sectas judíos
(fariseos, esenios, Qumran) y se convirtieron hasta cierto punto en ritos de iniciación a la
comunidad de los puros, separándose así de los restantes grupos. Se confiaba aquí en que una
radical observancia de la ley y el cumplimiento estricto de los baños de purificación rituales con
agua viva (es decir, corriente) liberarían del castigo que habría de irrumpir sobre los pecados y de
la aniquilación a que estaban destinados los pecadores.
En el bautismo de los prosélitos, difundido en la época posterior a Jesús, los paganos que
abrazaban el judaísmo, además de la circuncisión y del sacrificio de expiación, debían practicar, a
causa de su impureza, el rito de purificación de un autobautismo.
En los inicios de su vida pública mesiánica recibió el bautismo de manos de Juan Bautista en el
Jordán (Mc 1,9). El espíritu de Dios le revelo como el Hijo amado del Padre y el mediador de la
salvación que, en virtud de una función vicaria (y como Cordero de Dios), «quita el pecado del
mundo» (In 1,29; Un 3,5; Is 53,7). En la muerte violenta de Jesús se cumple la misión mesiánica
revelada en el bautismo del Jordán. En su pasión y muerte es bautizado con un bautismo y debe
apurar una copa (Mc 10,38) a través de los cuales lleva a cabo la redención de todos los hombres
(Mc 10,45). En virtud del bautismo de su muerte quiere consumar Jesús el reino de Dios.
22
Por consiguiente, sólo es posible acceder a este reino mediante una comunión de destino con
Jesucristo, el Kyrios crucificado y resucitado.
A la luz de la experiencia pascual y del envió del Espiritu pudo la Iglesia primitiva trazar un
cuadro teológicamente coherente sobre la significación de Jesús. Ha sido él, el Cristo ungido por el
Espiritu y el Señor (Act 10,38), quien ha fundamentado el reino de Dios escatológico y ofrecido el
evangelio de la gracia. Jesús «bautizaba» (no ritual, sino realmente) en el Espiritu Santo (Mc 1,8;
Lc 3,16; Act 1,5; 11,16). Culmino sus actividades en el bautismo de su muerte; se ofreció como
víctima sin mancha al Padre por el poder del Espiritu (Heb 9,14), y por este mismo poder fue
resucitado de entre los muertos (Rom 1,4; 8,11; Act 13,33; ITim 3,16). Es el Kyrios resucitado, que
comunica el Espiritu y lo derrama con abundancia, en este tiempo final, sobre todos los hombres
(Joel 3,1-5; Zac 12,10; Ez 39,29).
La efusión del Espiritu lleva a su plenitud al pueblo escatológico de Dios, que tiene su origen
en la actuación, sustentada por el Espiritu, del Jesús terreno. El Espiritu capacita a los discípulos
para conocer la resurrección de Jesús (1Cor 12,3) y testificarla. En esta condición de testigos, se
saben enviados a agrupar al pueblo de Dios escatológico y a ejercer eI servicio salvífico de Cristo
en medio de la Iglesia (Act 1,8).
En su sermón de Pentecostés confirma Pedro que Dios ha actuado poderosamente en Jesús
crucificado al resucitarle de entre los muertos y al derramar ahora sobre todos los hombres el
Espiritu prometido. A la pregunta de qué hacer ante este mensaje, el apóstol responde:
«Convertíos, y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Cristo Jesús, para remisión de
vuestros pecados, y recibiréis el don del Espiritu Santo» (Act 2,38; Lc 3,14; Mc 1,15).
La forma litúrgica del bautismo tiene puntos de contacto con algunos aspectos
paleotestamentarios del rito de la incorporación y de la renovación escatológica del pueblo de Dios
y con el bautismo de Jesús en el Jordán, que reveló que Cristo estaba lleno del Espiritu: el discurso
sobre la efusión del Espiritu al final de los tiempos y la purificación de los pecados (Act 22,16) en
virtud de la obra salvífica de Jesús empuja a expresar en el bautismo este acontecimiento
espiritual.
A pesar de la escasez de noticias llegadas hasta nosotros, no existe la menor duda de que en la
Iglesia primitiva existía un rito bautismal. Felipe bautizó al tesorero etíope con agua (Act 8,36ss.).
Es un «baño de agua en la palabra» (Ef 5,26), un «baño de renacimiento y de renovación en el
Espiritu Santo» (Tit 3,5). Es causa del nuevo nacimiento del creyente y de la nueva comunión con
el Padre y el Hijo y acontece «en el agua y en el Espiritu Santo» (In 3,5). Uno de los elementos
constitutivos de la forma ritual del bautismo en agua en la palabra es la invocación del nombre del
Padre, del Hijo y del Espiritu (Mt 28,19).
23
de la imposición de las manos, mediante la cual los bautizados en el nombre de Jesús reciben el
Espiritu Santo (Act 8,17; 15,8; cf. también Heb 6,2). La fe y el bautismo son las vías de acceso a la
salvación. «El que crea y se bautice, se salvara» (Mc 16,16). El bautismo de agua en el nombre de
Jesús y la imposici6n de las manos para recibir el Espiritu hacen posible la participación en la
enseñanza de los apóstoles y en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones»
(cf. Act 2,42).
La teología bautismal paulina alcanza uno de sus puntos culminantes en la exposición del
bautismo en el contexto de la doctrina de la justificación (Rom 6,1-14; Col 2,11-15). Así como en
Adán todos fueron pecadores y cayeron en la muerte, así ahora todos son justificados en Cristo y
reciben en ella nueva vida en el Espiritu. Quien pertenece a Cristo ha muerto al pecado. Vive para
Cristo y comparte con el su existencia en favor de los demás
24
EI bautizado ha reconocido que Cristo es la piedra viva sobre la que se construye toda la casa
de Dios. En el todos sirven de piedras vivas para edificar una casa espiritual, un sacerdocio santo,
para ofrecer por medio de Jesucristo sacrificios espirituales agradables a Dios (lPe 2,5.9). Se
destaca aquí claramente la conexión interna entre el bautismo y la actuación sacerdotal de la
Iglesia en sus miembros (LG 11).
«Quien no nace de agua y de Espiritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo nacido de la carne,
carne es. Y lo nacido del Espiritu, espíritu es» (In 3,5).
El bautismo fundamenta la filiación divina (11n 3,2). Dan testimonio en favor de Jesús el
Espiritu y el agua (en el bautismo del Jordán) y la sangre (en la cruz; d. 11n 5,6-8). Surge así
espontáneamente la interpretación de los Padres de la Iglesia, que han establecido una relación
entre el flujo de agua y sangre del costado abierto de Cristo en la cruz y el don sacramental de la
salvación en el bautismo y la eucaristía (In 19,34).
Se interpretan asimismo a la luz de la teología bautismal las secciones relativas al agua viva que
Cristo da a beber (In 4,14), así como la curación del paralitico en la piscina de Betesda (In 5,1-15)
y la del ciego de nacimiento en la piscina de Siloé (In 9,1-38).
25
«Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por tal carácter al culto
de la religión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de
los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia» (LG 11).
En virtud del bautismo comparten todos los creyentes la esencia y la vida sacramental de la
comunidad eclesial y la misión salvífica sacerdotal de la Iglesia. Ejercen su sacerdocio en la
recepción de los sacramentos, en la oración, en la acción de gracias, en el testimonio de una vida
santa y en la negación de sí del amor activo al prójimo (LG 10). El bautismo y la confirmación son
las bases sacramentales del apostolado de los laicos, que realizan, a su propia manera, la esencia
apostólica y el encargo dado a la Iglesia:
«En la Iglesia hay variedad de ministerios, pero unidad de misión. A los apóstoles y a sus
sucesores les confió Cristo el encargo de ensenar, de santificar y de regir en su mismo nombre y
autoridad. Los seglares, hechos participes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo,
cumplen su cometido en la misión de todo el pueblo de Dios en la Iglesia y en el mundo» (AA 2).
«Los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con
Cristo, Cabeza. Ya que, insertos por el bautismo en el Cuerpo místico de Cristo, robustecidos por
la confirmación en la fortaleza del Espiritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo
Señor... La caridad, que es como el alma de todo apostolado, se comunica y mantiene con los
sacramentos, sobre todo de la eucaristía. El apostolado se ejercita en la fe, en la esperanza y en
la caridad, que derrama el Espiritu Santo en los corazones de todos los miembros de la Iglesia»
(AA 3; ct. LG 31).
Por tanto, debe entenderse el bautismo como el fundamento sacramental de todos los movimientos
ecuménicos (UR 22).
EI concilio admite, con toda la tradición cristiana, que el verdadero y autentico ministro del
bautismo es Cristo (SC 7). Con un cierto distanciamiento respecto de la tradición se dice que,
además de los obispos y los sacerdotes, también los diáconos pueden administrar el bautismo
solemne (LG 29; ct. el CIC de 1983, canon 861). En el Decreto para los armenios del concilio de
Florencia únicamente se menciona a los primeros como ministros ordinarios. Según este
documento, el diacono sólo podía administrarlo en caso de necesidad y como ministro
extraordinario (DH 1315; DHR 696).
a) Concepto y descripción
La confirmación es un sacramento propio, distinto del bautismo. Es parte constitutiva del
proceso global de la inserción de los cristianos en la Iglesia. La única iniciación tiene dos centros
de gravedad claramente diferenciados.
26
La diferencia entre el bautismo y la confirmación se refiere tanto al rito: imposición de las
manos, unción, sigilación y marca del ya bautizado, como al contenido del sacramento: la
donación del Espiritu, aunque no forma parte de la fundamentación inmediata de la vida
cristiana. Esta fundamentación acontece en el bautismo, que también otorga el Espiritu como
vinculo originario con Dios. La confirmación consolida y sella la vida iniciada en el bautismo. Act
8,18 y 19,6 testifica una imposición de las manos posterior al bautismo llevada a cabo por los
apóstoles, como señal de una especial concesión del Espiritu Santo.
b) EI origen de la confirmación
Jesús es el ungido por el Espiritu Santo, es decir, el Cristo y Mesías, como Hijo de Dios (la
expresión Hijo de Dios se refiere aquí a la humanidad de Jesús y tiene una significación
mesiánica). Es, por el poder del Espiritu, el mediador del reino de Dios (Me 1,1; Lc 4,18.21; Act
4,27; d. Is 61,1). De Jesús como Cristo se deriva la denominación «cristiano» aplicada a los
creyentes (Act 11,26): son los ungidos y sellados por Dios, señalados con una marca espiritual
(2Cor 1,21ss.; cf. Ef 4,30; Un 2,20.27).
Del mismo modo que en el bautismo el contenido espiritual se expresó en el rito del «baño de
agua en la palabra», tal como se encuentra en la práctica de la Iglesia postpascual, también las
palabras simbólicas de la unción (crismación, fortalecimiento, sigilación, marca) pudieron
proporcionar el motivo que se expresa en la forma ritual. Con el bautismo en sentido estricto
estuvieron asociados, en una época muy temprana, ritos postbautismales, que señalaban la eficacia
del Espiritu Santo y podían desarrollarla: entran aquí especialmente la imposición de las manos, la
unción y la sigilación.
En los Hechos de los apóstoles (8,14-17), trae Lucas un texto de fundamental importancia que
testifica que la imposición de las manos de la confirmación es un rito independiente que acarrea
una especial recepción del Espiritu Santo.
«Enterados los apóstoles en Jerusalén de que había recibido Samaria la palabra de Dios, les
enviaron a Pedro y a Juan, los cuales descendieron y oraron sobre ellos para que recibieran el
Espiritu Santo; porque todavía no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que solo habían
sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les iban imponiendo las manos y recibían
el Espiritu Santo.» Cf. también 19,1-7: «E imponiéndoles Pablo las manos, vino sobre ellos el
Espiritu Santo.»
Aunque no puede afirmarse que la praxis aquí descrita de la conexión entre el agua del
bautismo y la imposición de las manos aporte un dato histórico de los primeros años de la
primitiva comunidad jerosolimitana, es indudable que Lucas testifica aquí una caracterización y
una definición específicamente pneumática de la existencia cristiana.
De hecho, tanto en su Evangelio como en los Hechos de los apóstoles presenta una acusada
teología del Espiritu que se propone destacar la presencia salvífica pneumática de Dios en
Jesucristo. Al marear una distancia temporal de cincuenta días entre el acontecimiento de Pascua y
la efusión escatológica del Espiritu en Pentecostés, ha creado el presupuesto para en tender que la
iniciación se compone de dos ritos sacramentales muy relacionados entre sí, pero no
absolutamente idénticos: el baño del agua y la imposición de las manos.
Lucas tiene también interés en destacar la unión entre la comunidad cristiana nacida entre los
samaritanos gracias a la actividad misionera de Felipe y la comunidad de Jerusalén. Por eso
informa del viaje de Pedro y Juan desde esta última ciudad, para sellar, mediante la imposición de
las manos, el bautismo y conferir el Espiritu Santo.
27
En los últimos años del siglo II y primeros del siglo III aparecen ya las primeras descripciones
detalladas del rito en Hipólito (trad. apost. 21) Y Tertuliano (bapt. 6-8).
«Señor y Dios, les has hecho dignos [a los bautizados] del perdón de los pecados; hazlos ahora
dignos de ser colmados por el Santo Espiritu. Envíales tu gracia para que te sirvan según tu
voluntad, porque para ti, el Padre y el Hijo, con el Espiritu Santo, es la gloria en la santa Iglesia,
ahora y por siempre. Amen” (trad. apos. 21).
Tertuliano refiere la siguiente secuencia: baño de agua, unción con el crisma (que corresponde a
la unción de Jesucristo como sumo sacerdote), imposición de las manos (bapt. 6-8; idem, resurr.
8,3; cf. en Cipriano, ep. 70,2).
En algunas Iglesias concretas se daba una secuencia diferente de los elementos rituales. Es
evidente que no siempre confluían los tres elementos. No podemos analizar aquí con mayor detalle
estas diferencias en la historia de la liturgia. Por lo que respecta a la problemática dogmática, es
importante señalar que la tradición habla de un signo visible bajo el que se transmite una gracia
que puede ser distinta de la bautismal.
Cirilo de Jerusalén establece una clara diferencia, tanto en el plano ritual como en el teológico,
entre la confirmación y el bautismo. Del mismo modo que Cristo, después del bautismo en el
Jordán, fue bautizado con el Espiritu Santo, así también los cristianos, después del bautismo de
agua, reciben la unción del Espiritu. Este bautismo y esta unción son antitipos del prototipo del
bautismo y la recepción del Espiritu de Cristo. Una vez que por el bautismo venimos a ser amigos
de Cristo, recibimos, como é1, el óleo espiritual del «gozo del Espiritu Santo» (ITes 1,6), es decir,
la presencia escatológica de la salvación de Dios. El óleo consagrado aquí empleado, aplicado en
la frente y en todos los demás sentidos, es el medio de la gracia de Cristo para la recepción del
Espiritu. Y así como Cristo resistió en el desierto los ataques del demonio, así también el ungido
con el Espiritu está confirmado para luchar contra los enemigos de Dios, equipado con las armas
espirituales (según Ef 6,6-20): la verdad, la justicia, la fe, la salvación, la palabra de Dios (3.
catech. myst.).
28
Agustín conoce, además de algunas unciones inmediatamente vinculadas al bautismo, una
imposición de las manos del obispo y una señal en la frente que confieren los dones del Espiritu
Santo y llevan el bautismo a su plena consumación. En efecto, sólo quien ha recibido la
imposición de las manos tiene en medida plena el Espiritu Santo y, a una con ello, la remisión de
los pecados y de la culpa original. Tiene la vida eterna, el don del amor, la comunión con Cristo y
la participación en el servicio sacerdotal, real y profético de Cristo en su Iglesia (bapt. III, 16,21;
serm. 266,3-6).
En Oriente, Juan Damasceno (hacia 675-749) describe el bautismo como el primero de los
dones del Espiritu para el renacimiento, la protección y la iluminación. La unción con el óleo nos
hace uno con Cristo, el único Ungido, y anuncia la compasión de Dios por medio del Santo
Espiritu (fid. orth. IV, 9).
29
aplazamiento de la confirmación basta la adolescencia provocó una notable alteración en la
secuencia de los sacramentos (actualmente: bautismo, confesión, eucaristía, confirmación).
Sobre el trasfondo de la evolución global del concepto de sacramento, se fue resaltando con
creciente claridad, desde el siglo XII, la sacramentalidad de la confirmación. Tiene su rito propio y
confiere una gracia específica. La confirmación es una acción simbólica nacida de la voluntad
salvífica de Cristo y transferida a su Iglesia en virtud de su actividad salvífica actual como Señor
exaltado.
A partir del principio general de que el obispo es el ministro, Pedro Lombardo reflexiona sobre
el carácter irrepetible y el rito sacramental de la confirmación y sobre el don especifico de la gracia
de este sacramento, en cuanto distinta de la gracia bautismal. En la confirmación se da el Espiritu
Santo como fortalecimiento. Es aquel mismo Espiritu que fue dado en el bautismo para perdón de
los pecados, justificación y nueva creación. Por tanto, no es la confirmación «mayor» que el
bautismo. Podría entendérsela como «mayor» en el sentido de que es administrada por el obispo
que, a diferencia de los simples sacerdotes, posee la plenitud del sacramento del orden. Se la puede
interpretar como un augmentum, un acrecentamiento de la gracia del bautismo. Mediante el
bautismo, el Espiritu Santo habita en nosotros y nos hace su templo. Confiere su don septenario y
otorga su fuerza al ungido. Convierte a los fieles en christiani pleni. Propiamente hablando, la
confirmación no consuma el bautismo, ya que este; en cuanto sacramento pleno, no admite una
consumación mayor. Más bien, el Espiritu Santo recibido en la confirmación sitúa al bautizado en
la senda de la consumación plena, de la vida eterna fundamentada en el bautismo (IV sent. d. 7).
Tomas de Aquino razona el número de los sacramentos mediante una argumentación de carácter
antropológico. La vida humana tiene su fundamento en el nacimiento. Luego el nacido crece
(augmentum) hasta llegar a la madurez (perfecta aetas). De manera análoga al nacimiento y el
crecimiento de la vida humana, se necesita (motus augmenti) un sacramento distinto del bautismo:
la confirmación. Su efecto especial tiende al crecimiento y fortalecimiento de la vida espiritual en
el Espiritu Santo fundamentada en el bautismo (robur ad augmentum vitae spiritualis in Spiritu
Sancto, S.th. III q.72 a.2). Dada la peculiar función del bautismo y de la confirmación, no se puede
invertir su secuencia. La confirmación presupone siempre el bautismo, del mismo modo que el
carácter de la confirmación presupone el bautismal. Este carácter bautismal delega al bautizado
para llevar a cabo acciones santas que sirven para su salvación. EI carácter de la confirmación le
da fuerza para librar el combate contra los enemigos de la fe y le capacita para colaborar en el
servicio de salvación de la Iglesia.
Aunque todos los sacramentos son necesarios para la salvación, se dan diferencias. Cristo ha
instituido sacramentos que son necesarios para que pueda transmitirse la salvación, por ejemplo, el
bautismo. Otros se administran para la plenitud de esta salvación. Entre ellos se encuentra la
confirmación, que confiere la gracia de la justificación y de la santificación bajo el punto de vista
del fortalecimiento espiritual para llegar a la edad plena de Cristo.
30
podía ser dado antes de la resurrección y ascensión de Cristo al cielo. La confirmación es, en cierto
modo, el «Pentecostés» en la vida del cristiano.
Dado que Dios confiere el don único de su auto comunicación bajo una forma plural,
acomodada a la condición humana, es acorde también con el origen y el inicio de la fe cristiana en
el bautismo un crecimiento y desarrollo en el camino de la fe mediante la confirmación.
La doble forma sacramental de la iniciación no viene sugerida únicamente por una analogía
antropológica aplicada a las fases de la vida espiritual. Se desprende también de la diferencia de
las dos procesiones intratrinitarias en Dios y de su manifestación en las misiones externas del Hijo
y del Espiritu Santo. Ambas misiones tienen su origen en la procesión intradivina de las personas.
Baste aquí una concisa aclaración en relación con el Espiritu: Si el Espiritu de Dios, en el que
participamos de la vida divina en el amor del Padre y del Hijo, fuera una fuerza apersonal
procedente de Dios, entonces las criaturas personales podrían ciertamente ser asumidas por Dios,
pero ellas, en cambio, no podría aceptar al mismo Dios en su propia libertad, porque Dios no
podría ser lo más íntimo de su autorrealización personal y de la autotrascendencia a él. Pero al
haber llegado los hombres a ser hijos de Dios en Jesucristo, envía Dios el Espiritu de su Hijo a sus
corazones, el Espiritu que clama: «Abba, Padre» (Gal 4,4-6; Rom 8,3.15).
Ambas misiones están indisolublemente unidas, pero se las debe distinguir. El Padre lleva a
cabo la salvación en la historia mediante la misión del Hijo. Y hace realidad la presencia
permanente del evangelio del reino de Dios y de Cristo en su Iglesia mediante la misión del
Espiritu. En el Espiritu Santo derrama Dios su amor en los corazones de los hombres y causa así
la justificación por la fe y la paz con Dios por Jesucristo (Rom 5,5).
Al conocer la Iglesia, bajo el impulso del Espiritu Santo, su misión sacramental y expresarla
en los ritos sacramentales concretos, ha llegado tambien, a la vez, al conocimiento seguro de la
sacramentalidad propia de la confirmación. Se trata, por supuesto, de una sacramentalidad
estrechamente vinculada al bautismo:
31
«EI día en que apareció la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres no nos salvó
por las obras de justicia que hubiéramos realizado nosotros, sino, según su misericordia, por el
baño regenerador y renovador del Espiritu Santo, que él derramó abundantemente sobre nosotros
por medio de Jesucristo, nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, seamos, como
esperamos, herederos de la vida eterna» (Tit 3,4-7).
1. La fundamentación cristológica. Cristo Jesús, el Hijo del Padre eterno hecho hombre y
mediador del reino de Dios (en la predicación, la cruz y la resurrección), instituyo, en la Ultima
cena, la eucaristía como memorial real (anamnesis/memoria) de toda su actividad salvífica, del
sacrificio de su vida en la cruz y de su resurrección de entre los muertos. El es el sujeto del
sacrificio de la cruz y de la actualización sacramental de este sacrificio bajo la modalidad de las
acciones litúrgicas de la Iglesia presencia actual). Todos los aspectos que caracterizan el sacrificio
de la cruz se dan, pues, y por esta razón, en la eucaristía: la alabanza a Dios, la acción de gracias,
la oración y la expiación como aceptación de la gracia de la acción de la alianza divina en la
obediencia humana.
Solo los «sacerdotes consagrados por el poder de las llaves de la Iglesia» poseen la potestad de
presidir la eucaristía y de celebrar este sacramento (DH 794,802,1771,4541; DHR 424,430,961).
Todos cuantos participan en la celebración eucarística son verdaderos co-celebrantes y co-
sacrificantes (SC 48; DH 3851; DHR 2300). Solo pueden concelebrar y recibir el sacramento los
bautizados que se hallan en comunión plena con la Iglesia. Quedan excluidos quienes han perdido
la gracia santificante a consecuencia de pecados graves.
La comida comunitaria con Jesús como señal del reino de Dios escatológico
La institución de un banquete sacramental como memorial de la última cena de Jesús con sus
discípulos antes de su pasión concuerda con el rasgo esencial de su misión de anunciar el reino de
Dios y de convertirlo en realidad en el destino de su persona. Entre las acciones significantes en
que acontece el reino de Dios se encuentran la curación de enfermos, la expulsión de los poderes
malignos del pecado y de la muerte y las comidas de Jesús con los pobres, los pecadores y los
marginados (cf. Mc 2,16.19). Anticipaba así el banquete nupcial escatológico (Mt 8,11; 22,1-14;
25,1-3; cf. Is 25,6; 65,13; Ap 19,9).
La comida milagrosa de varios miles de personas debe entenderse como paralelismo que supera
la comida del pueblo de Dios en el desierto con el mana que Dios hizo descender del cielo (Mc
6,31-44; 8,1-10; Mt 14,14-21; 15,32-39; Lc 9,1017). Mediante esta acción, Jesús demuestra ser el
nuevo Moisés. Es el mediador de la alianza nueva, «el profeta que vendrá al mundo» (cf. In
6,14.32; Dt 18,15.18).
No puede desligarse esta praxis del reino de Dios del destino de la persona de Jesús. Su suerte
está asociada a la fe 0 la incredulidad, a la aceptación 0 el rechazo mortal de su misión. Con su
entrega obediente hasta la muerte en cruz responde vicariamente por los destinatarios del reino de
Dios. La cruz de Jesús se convierte así en señal poderosa del amor victorioso de Dios a los
pecadores y de la apertura de un nuevo espacio vital para los hombres en el reino por venir. En la
33
última cena, en la que alcanzan su plenitud las restantes celebraciones y señales del reino de Dios,
el mismo Jesús explica la conexión interna entre su singular comunión con el Padre (relación
Abba) y su misión como mediador de este reino.
Aunque no es posible reconstruir el texto literal exacto de las decisivas palabras explicativas de
Jesús acerca del pan y el vino (debe tenerse en cuenta que los relatos de los evangelios llevan ya la
marca de la práctica litúrgica de las comunidades), sí se puede, en cambio, conocer su genuina
intención.
La forma tradicional literaria más antigua, transmitida y testificada por Pablo, insinúa, por el
colorido del lenguaje, un origen palestino, lo que permite rastrear la forma textual de esta tradición
hasta el año 40 d.C. Todas sus fuentes concuerdan en que, antes de entregarse a la muerte, Jesús
celebró una cena de despedida con sus discípulos. Al igual que los patriarcas y los mensajeros de
Dios, según las concepciones del judaísmo tardío (cf. Gen 27: despedida de Isaac), recapitula aquí
Jesús la obra de su vida y se vuelve, bendiciéndolos, a sus discípulos. La bendición es su
testamento y la herencia que les deja. Es un testamento valido para el futuro. La cena de despedida
revela algunos puntos de conexión con la celebración del banquete de Pascua: tiene lugar el día
anterior a la fiesta pascual y toma de ella algunos de sus aspectos básicos. Pero dentro de esta
comida instituye Jesús algo absolutamente nuevo, al dar al rito de apertura y al de conclusión un
nuevo sentido. La fórmula de bendición habitual (=eulogia) del jefe de la casa, con la distribución
(=fracción) del pan, da ocasión para una oración de agradecimiento de Jesús que le revela como el
mediador de la nueva alianza. Toma el pan en sus manos y lo da a sus discípulos como «su
cuerpo», que entrega por ellos y por la salvación de los hombres. Acabada la cena, toma la copa de
la bendición, pronuncia sobre ella la oración de acción de gracias, la entrega a los discípulos como
«su sangre» que será derramada «por los muchos» (los muchos del pueblo respecto al único
mediador, es decir, por todos) y funda una alianza nueva (cf. Ex 24,8), en cuanto que en el pan y el
vino que les da hace presente su entrega en la cruz, su cuerpo entregado y su sangre derramada.
34
En fechas tempranas, la secuencia: palabras eucarísticas sobre el pan -celebración de la cena-,
palabras eucarísticas sobre la copa, fue sustituida por una secuencia nueva: primero una comida
comunitaria (ágape), seguida de la doble acción litúrgica. La celebración en su conjunto todavía
tiene en Pablo la denominación de cena del Señor. Pero también se podían llevar a cabo las
celebraciones eucarísticas estrictas, sin el precedente banquete comunitario. Este banquete estaba
asociado a la doble acción eucarística sobre todo los domingos (lCor 16,2; Act 20,7; cf. Ap 1,10).
En aquella ocasión se anunciaba el evangelio (presentado a partir de las «Memorias» de los
apóstoles) y se oraba en común para fortalecer la comunión (Act 2,42). Ya el relato pascual de los
discípulos de Emaús insinúa la conexión interna entre la explicación de las Escrituras y la fracción
del pan (Lc 24,25-32). Además, se cantaban salmos, himnos y cantos espirituales (Ef 5,19).
Ante los posibles abusos con ocasión de las comidas comunitarias (consumación de vino,
discriminación de los pobres que no podrán aportar nada), se tomó, al fin, la decisión de establecer
una clara separación entre la comida y la eucaristía en sentido estricto (cf. 1Cor 11,20). La
eucaristía se celebraba en las primeras horas del día, porque Cristo resucitó en la mañana de
Pascua (cf. Plinio, Ep. ad Trajanum 10,96).
A mediados del siglo II, Justino Mártir testifica la estructura litúrgica y la comprensión de la fe de
la eucaristía:
«El día llamado domingo, se reúnen todos. Se leen las memorias de los apóstoles o los escritos de
los profetas ... Cuando el lector concluye, el presidente pronuncia un discurso, en el que exhorta e
incita a imitar todos estos bienes ... A continuación nos ponemos en pie y elevamos oraciones
(suplicas). Una vez acabada la oración, nos saludamos los unos a los otros con el saludo de la
paz. Luego se lleva al presidente de los hermanos pan y una copa de vino. Él los toma, dirige
alabanzas y glorificaciones al Padre de todas las cosas por medio del nombre de su Hijo y del
Espiritu Santo y pronuncia una larga acción de gracias (eucaristía) para que seamos dignos de
estos dones. Cuando han finalizado las suplicas y la solemne oración de acción de gracias, todo
el pueblo muestra su asentimiento con el Amen... Tras la acción de gracias del presidente y el
asentimiento de todo el pueblo, los ... diáconos ... dan a cada uno de los presentes el pan, el vino y
el agua bendecidos y lo llevan también a los ausentes. A este alimento lo llamamos eucaristía.
Sólo pueden compartirlo quienes tienen por verdadera nuestra doctrina, han recibido el baño
para la remisión de los pecados y la regeneración y viven según las instrucciones de Cristo.
Porque no tomamos estas cosas como pan ordinario y como acción de gracias usual, sino que del
mismo modo que Jesucristo, nuestro redentor hecho carne por la Palabra de Dios, ha tomado
carne y sangre para nuestra salvación, así también ~tal como se nos ha enseñado-el alimento
-consagrado por una oración de acción de gracias que procede de el mismo con el que es
alimentada nuestra carne y nuestra sangre mediante la conversión, es carne y sangre de este
Jesús encarnado. Porque los apóstoles, en las memorias por ellos escritas que se llaman
evangelios, han transmitido ... que Jesús tomó el pan, dio las gracias y dijo: "Haced esto en mi
memoria, esto es mi cuerpo"; y de igual modo, tomó la copa, dio gracias y dijo: "Esto es mi
sangre"» (1 apol. 65-67).
EI II Concilio Vaticano resume acertadamente: «Las dos partes de que consta la misa, a saber,
La liturgia de la palabra y la eucaristía, están tan íntimamente unidas que constituyen un solo
acto de culto» (SC 56).
La eucaristía se distingue de todos los demás sacramentos en un punto esencial: en que los
signos sacramentales contienen en sí, en virtud de la consagración, la presencia corporal de Cristo
y no solo su presencia en los efectos de la gracia, como ocurre en los otros sacramentos.
Dando un paso más: Como Dios se ha hecho hombre en Jesucristo, el modo del encuentro
humano con él, también después de la resurrección y la ascensión, debe ser posible mediante una
imagen cognitiva mediada por los sentidos. Sería contrario a la composición corpóreo -espiritual
del hombre que se viera forzosamente reducido a comunicarse con los demás hombres y con Dios
36
de una manera puramente espiritual. La naturaleza material corpórea empuja hacia una
comunicación bajo la especie de una corporeidad vinculada al tiempo y eI espacio. Y el cuerpo no
es sino la existencia, el estar-ahí del yo personal por y para los demás. Por eso quiso el Cristo
pascual permanecer también corporalmente, en su humanidad,-junto a sus discípulos. Esta
presencia corporal per modum substantiae es mediada y llevada a cabo a través de las formas
sacramentales.
La eucaristía se refiere asimismo, como los restantes sacramentos, al futuro. Como signum
prognostieum indica la consumación plena y definitiva de nuestra salvación en la fruición de Dios
(fruitio Dei) y en la visión de Dios en su vida eterna (visio beatifiea). La eucaristía es
aprovisionamiento (viaticum) del hombre a lo largo de su camino hacia esta meta. Y es también
eu-charistia, es decir, bona gratia (así lo traduce Tomas de Aquino): don de la vida eterna (S.th. III
q.73 aA).
¿Por que instituyó Jesús, en la última cena, el memorial sacramental de su pasión bajo la
imagen de una comida? Tomas de Aquino aduce las siguientes razones (S.th. III q.73 a.5):
1. para significar la presencia salvífica encarnada de Dios en el mundo;
2. porque sin la fe en los padecimientos de Cristo, sobre los que se fundamenta la salvación,
nadie se puede salvar; del mismo modo que también la celebración de la Pascua es el recuerdo de
la obra histórica redentora de Dios y transmite una participación real en las acciones liberadoras de
Dios en favor de su pueblo;
37
3. porque en el momento de su partida de este mundo, Jesús debía instituir una fiesta
conmemorativa sub sacramentali specie para despertar el afecto de amor de sus discípulos y
marcar más profundamente las relaciones mutuas entre el y los cristianos.
Por lo demás, ya en el Antiguo Testamento existen prefiguraciones de la eucaristía (cf. S.th. III
q.73 a.6). EI sacramentum tan tum tiene su ejemplo en el sumo sacerdote Melquisedec, que
ofreció pan y vino al Altísimo (ct. Gen 14,17-20); los sacrificios de expiación y reconciliación
paleotestamentarios prefiguraban la res y el sacramentum de la eucaristía: Jesús bajo la forma
doliente en expiación por los pecados de los hombres. En este sentido, también la celebración de la
fiesta judía de la Pascua, con la inmolación de un cordero sin mancha en recuerdo de la salvación
ante el ángel de la muerte y de la liberación de la esclavitud de Egipto, prefiguraba a Jesús como
Cordero de Dios que quita los pecados del mundo y libera de la esclavitud del pecado (cf. In 1,29).
Finalmente, el mana, el pan del cielo que contiene en su toda dulcedumbre, esto es, el gozo de los
redimidos en Dios (ct. Sab 16,20), alude a la res sacramenti, a la comunión con el Dios trino.
Tras haber destacado la encíclica Mediator Dei, de Pio XII, la participación activa de los laicos
en el servicio sacerdotal de la Iglesia y haber presentado la eucaristía como recuerdo real y
participación sacramental en la persona y el destino de Jesucristo (DH 3847-3854; DHR
2297s.,2300), pudo el II concilio Vaticano definir la idea rectora de la presencia sacramental del
misterio pascual de Cristo: en la eucaristía, la Iglesia entera celebra, por encargo de Cristo, la
victoria y el triunfo de su muerte y da gracias a la vez, a Dios, en Cristo, por el Espiritu Santo, por
el gran don de la salvación (cf. SC 6).
Antes y después del concilio se registró en la teología un amplio debate que preparó el camino
hacia una mejor comprensión de la presencia real.
Venía siendo problemático, desde largo tiempo atrás, el concepto de substancia, a consecuencia
del cambio de significación registrado en la Baja Edad Media y en la Edad Moderna. En el
personalismo moderno se criticaba, además, la metafísica clásica de la substancia, orientada a la
cosificación del ente. Para esclarecer el misterio de fe de la presencia real en esta nueva
concepción de la realidad se desarrollaron las ideas de la transignificacion y la transfinalizacion
(E. Schillebeeckx, P. Powers, O. Schoonenberg y otros).
Debe, de todos modos, tenerse en cuenta que la modificación de la substancia del ser de los dones
eucarísticos no es física y sensible, sino ontológica. Sólo el conocimiento humano tiene acceso al
ser modificado del pan y el vino, aunque el hombre no puede producir por sí mismo un tal cambio.
Si, pues, se desarrollan los enunciados de la transfinalizacion y la transignificacion en el marco de
una teoría global del símbolo real, pueden hacer comprensible el cambio de ser introducido por
Dios como un cambio de sentido sólo accesible en la fe. Al convertir Dios los signos del pan y el
vino en medios, henchidos de realidad, de la presencia de la corporeidad de Cristo, son símbolos
reales que señalan y realmente transmiten la presencia de Cristo como el Señor exaltado según su
humanidad glorificada y su divinidad. El soporte del ser de las formas significantes es Dios
mismo, que en la transmisión sacramental actualiza y comunica de una manera singular su singular
presencia en la PALABRA eterna hecha hombre.
39
Por presencia de una persona se entiende: 1. su presencia en mi conciencia, cuando la recuerdo
subjetivamente, es decir, cuando activo conscientemente una imagen o una figura cognitiva
sensible que tengo almacenada en la memoria; 2. cuando un cuadro o una foto me suscitan su
recuerdo; 3. cuando alguien penetra, con su corporeidad natural, en el campo de mis percepciones,
de mi experiencia sensible actual. Pero una persona puede también hacérseme presente en su
corporeidad a través de elementos y signos sensibles que ella ha vinculado a esta corporeidad y por
medio de los cuales se me hace de tal modo presente que puedo entablar una comunicación con
ella.
En el caso -sin ninguna analogía con otros eventos-de la presencia real eucarística, se produce
una unión y una diferenciación incomparable de pan y cuerpo de Cristo, de suerte que mediante
este signa sensiblemente perceptible Cristo es conocido en sí mismo y se hace personalmente
comunicable en la fe. Al mismo tiempo, se mantiene también la diferencia entre el signo
sacramental y el contenido, en cuanto que el pan no es un elemento físico constitutivo del cuerpo
natural, histórico y glorificado de Jesús. Nos hallamos aquí ante el caso singular de una presencia
real sacramental anamnética. Constituirla es algo exclusivamente reservado a Dios. Tiene una
racionalidad interna, porque por un lado se inserta en la corriente de la venida histórico salvífica de
Dios al mundo en la encarnación y, por otro, responde a la naturaleza corpore a y social del
hombre, que es el destinatario de la revelación.
Dado que la humanidad de Jesús es símbolo real de La comunicación humano divina, puede
entenderse La eucaristía, en cuanto suprema condensación de este acontecimiento, como el
símbolo real de aquella comunicación: como comunión con el Dios trino, que es vida eterna para
el hombre. Quien recibe ef cuerpo de Cristo es amigo de Dios (In 15,15; 17,3.22-26).
La nueva alianza en la sangre de Cristo (Mc 14,24; Reb 9,12-26) se ilumina a la luz de la
conclusión de la alianza paleotestamentaria (Ex 24,5-8). En aquella ocasión, Moisés derramo sobre
el altar figura de la presencia salvífica de Dios) la sangre del animal inmolado. También sobre el
pueblo se derramó 1a sangre. En esta acción simbólica, Yahveh y el pueblo se unen en la señal de
la sangre. Ahora, Jesús es el verdadero Cordero que quita los pecados del mundo (In 1,29).
«Cristo se ha presentado como sumo sacerdote de los bienes definitivos: por medio de un
tabernáculo más grande y más perfecto, no de hechura humana..., y no por medio de sangre de
machos cabríos ni de becerros, sino de la suya propia, entró en el lugar santísimo de una vez para
siempre, consiguiendo eterna redención... ¡Cuanto más la sangre de Cristo, el cual, en virtud del
40
espíritu eterno, se ofreció a Dios como sacrificio sin mancha, purificara nuestra conciencia de las
obras muertas, para que rindamos culto al Dios vivo! Por eso, él es mediador de una nueva
alianza» (Heb 9,11-15; ct. Jer 31,31; Is 24;42,6; 52,13.15; Is 49,8: «Te formo y te hago alianza
del pueblo ...»).
Cuando el concilio de Trento designo ala eucaristía como sacrificio de súplica y de expiación,
no se refería a ningún tipo de añadido humano al sacrificio expiatorio de Cristo. Como la
eucaristía, en cuanto actualización sacramental, hace presentes todos los aspectos del sacrificio de
la cruz, Cristo da en ella a los fieles la gracia de la reconciliación. Pueden así, en cuanto miembros
del cuerpo de Cristo y del pueblo de la nueva alianza, recibir el don de la reconciliación y dejarse
marcar por una vida de seguimiento de Jesús y de configuración con su pasión y resurrección (Flp
3,20 et passim).
Al comer el cuerpo sacramental, los numerosos creyentes confluyen en la unidad del cuerpo
eclesial de Cristo (ICor 10,16s.). También los ya fallecidos y consumados en Cristo forman parte
de su cuerpo (Rom 10,8s.; ITes 5,9; Heb 12,22-24; Ap 6,9; 8,3).
De esta concepción surgió, en la estela del incipiente culto a los santos y de la solidaridad con
los miembros ya fallecidos de la comunidad todavía necesitados de penitencia para alcanzar la
consumación plena y la configuración interna con Cristo (Iglesia doliente en la purificación del
purgatorio), la idea de que en todas y cada una de las celebraciones eucarísticas es la Iglesia, con
todos sus miembros, en Jesucristo, el sujeto de la memoria sacramental. La práctica de las misas en
honor de los santos y para ayuda de los fieles difuntos sometidos al castigo purificador no surgió
de una iniciativa de la Iglesia que dejara de lado la mediación salvífica de Cristo, sino que
acentuaba la aceptación y la aplicación del valor infinito del sacrificio de la cruz a la subjetividad
individual y colectiva de la comunidad creyente (culto y solidaridad de intercesión).
41
En la cruz y la resurrección de Jesús se ha dado a conocer de manera irrevocable la voluntad
salvífica de Dios. En el proceso de la aceptación individual y social de la salvación en la fe y el
amor incluye Dios a los hombres en la obra salvífica plena y consumada. «Cristo, ofrecido una
sola vez para quitar los pecados de todos los hombres, aparecerá por segunda vez, sin relación ya
con el pecado, para salvar a los que le aguardan» (Heb 9,28).
Respecto al futuro escatológico de la voluntad salvífica del Padre presente en Cristo, puede
afirmar el apóstol: «Cuantas veces coméis de este pan y bebéis de esta copa, estáis anunciando la
muerte del Señor, hasta que venga» (lCor 11,26). En la comunión eucarística de la Iglesia, el
discípulo se sabe referido, en la esperanza, a la comunión eterna de Dios con los hombres y de los
hombres entre sí (LG 1), pues cree en la palabra de Dios: «Dichosos los invitados a las bodas del
Cordero» (Ap 19,9).
Asumiendo los resultados de las investigaciones históricas sobre la penitencia llevadas a cabo
en el siglo xx (B. Xiberta, H. de Lubac, P. Poschmann, M. de la Taille, K. Rahner y otros), el II
concilio Vaticano ha destacado de nuevo la dimensión eclesial de este sacramento. La penitencia es
una realización de la esencia sacramental de la Iglesia, que se ejerce como comunión santa y
sacerdotal en los sacramentos:
«Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios
por la misericordia de este y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia a la que, pecando,
ofendieron, la cual, con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda a su conversión» (LG
11; cf. PO 5).
EI Ordo poenitentiae de 1973, que ya el concilio había solicitado (SC 72), tiene en cuenta la
vertiente eclesial de este sacramento y supera la vision relativamente individualista de la
«confesión» como asunto que solo concierne al sacerdote y al penitente.
Aparte los servicios culticos generales de oración y penitencia de la Iglesia, eficaces ex opere
operantis, existen tres diversas formas litúrgicas de la penitencia sacramental. En todas ellas son
elementos necesarios la absolución sacramental, el arrepentimiento o contrición, el reconocimiento
o confesión de los pecados y los actos penitenciales del pecador, apoyados por la intercesión de la
Iglesia:
1. La celebración de la reconciliación del individuo concreto, con la confesión particularizada de
cada uno de los pecados que ha cometido.
2. La celebración comunitaria de la reconciliación, en la que cada individuo hace confesión de
sus pecados ante el sacerdote presente.
3. La celebración comunitaria de la reconciliación, con una confesión general y absolución
sacramental para todos los presentes. Aquí se da por supuesto el propósito de confesar ante un
sacerdote, en la primera ocasión, los pecados mortales que se han podido cometer, salvo el
caso de imposibilidad física o moral. Esta necesidad se deriva de la integridad del sacramento
y es de iure divino. La celebración de la penitencia seguida de la absolución sacramental
general sólo puede hacerse con permiso del obispo o cuando existe grave necesidad.
Jesús anuncia el reino de Dios (Mc 1,14s.). Hace posible y promueve la penitencia, el
arrepentimiento y el seguimiento para poder aceptar y asumir el reino de Dios ya inminente.
Precisamente por eso se dirige a los pecadores y marginados y los libera de la funesta situación del
pecado.
43
La reconciliación del mundo con Dios en la cruz de Cristo
EI reino de Dios irrumpe definitivamente en la entrega de la vida de Jesús en la cruz, que Dios
acepta como víctima expiatoria vicaria en virtud de la obediencia de su Rijo (Rom 3,24s.). Como
sumo sacerdote y mediador de la nueva alianza, lleva a cabo «una redención eterna» (Reb 9,12)
válida para todos los hombres (2Cor 5,15; 1Tim 2,5). En la cruz y la resurrección de Jesús se le ha
ofrecido al mundo, para siempre, una reconciliación universal y una nueva comunión de vida con
Dios.
Pablo puede describir la obra de Cristo como «liberación de la ley del pecado y de la muerte» y
establecimiento del dominio del «espíritu y la vida» (Rom 8,2). El reino de Dios consiste en el
juicio y el castigo contra el príncipe de este mundo (In 12,31) que ejerce su dominio mediante el
pecado, la desdicha, la maldad y la muerte. El dominio de Dios alcanzara su culminación cuando
Cristo aniquile a todos los poderes y potestades y, como último enemigo, a la muerte, y entregue
su reino al Padre (lCor 15,24).
Con la entrega de su vida, Cristo ha creado a la Iglesia como su cuerpo, que debe presentarse
ante el «sin mancha, ni arruga, ni defecto alguno». «Debe ser santa y sin mancha» (Ef 5,27). La
Iglesia está al servicio de la santificación de los hombres mediante el cumplimiento de su misión y
la garantía de la co-realización de la participación en su comunión y en el desempeño de sus
actividades básicas (bautismo, cena del Señor).
En el caso de culpas graves, como por ejemplo la del incestuoso de 1Cor 5, se le reprende por
su delito y se le declara culpable de haberse alejado de Dios y haberse sometido al poder del mal.
Por consiguiente, el apóstol, «en nombre del Señor>, le excluye de la comunidad santificada y
santificadora, y más concretamente de la participación en el banquete eucarístico. Queda en
suspenso el efecto salutífero del bautismo, aunque no se llega hasta la ruptura total. Tan duras
medidas persiguen el objetivo de que el pecador advierta la gravedad de la acción que le excluye
de la salvación, para que se arrepienta y, por intercesión de la comunidad, alcance de nuevo la
comunión con la Iglesia y reciba sus sacramentos (2Cor 2,6ss.).
Ya en la época neotestamentaria se tenía clara conciencia de que existen pecados que excluyen
del reino de Dios (ct. el catálogo de los vicios de Rom 1,29-32; 1Cor 6,9s.; Gal 15,19-21; Ef5,5) Y
que, a diferencia de otros pecados (veniales), llevan a la condenación y a la muerte eterna (Un
5,16).
44
Plantea una pregunta, que no quedo resuelta en el Nuevo Testamento, el problema de la
posibilidad de alcanzar nuevo perdón de pecados graves cometidos después del bautismo que
implican la muerte eterna. Esta tensión aparece perfectamente expresada en la sentencia de Heb
6,4ss., 10,26, que afirma la imposibilidad de la nueva conversión del bautizado. Pero aquí no se
dice nada acerca de una posible reconciliación por medio de la comunidad. EI pasaje se propone,
evidentemente, poner bajo clara luz el gravísimo alcance del inicio irrepetible de la gracia del
bautismo y del compromiso definitivo inserto en el.
Del conjunto del Nuevo Testamento se desprende claramente la idea básica de la existencia de
un procedimiento penitencial en el seno de la Iglesia: La Iglesia santa se distancia de los miembros
que han pasado a ser pecadores no santificados (los entrega al dominio del pecado, del viejo eón y
de Satanás, al que ellos mismos se han abandonado de hecho) y muestra así que han privado de
eficacia su vinculación santificante con Cristo, con su Espiritu y con la Iglesia. Pero, al mismo
tiempo, esta Iglesia suplica la conversión, el arrepentimiento y la penitencia de los pecadores, para
que pueda recibirlos de nuevo en su comunión plena. Esta recuperación es la señal visible de la
reconciliación con Dios. Al pecador se le promete esta singular reconciliación de tal modo que
puede revivir de nuevo en él y pueda actuar eficazmente el poder santificador del Pneuma. Este
acto de la nueva aceptación acontece mediante la comunión con toda la Iglesia y se ejerce
concretamente en presencia de la asamblea, con la especial participación del apóstol y de los
dirigentes de la comunidad que heredan este ministerio apostólico (2Cor 2,6; 2Tes 3,14; 2Tim 2,2).
Las señales concretas del perdón de los pecados y de la recuperación de la reconciliación son la
imposición de las manos y la invocación del Espiritu (ct. lTim 5,22).
A partir del siglo III se percibe ya, especialmente en los escritos de Cipriano de Cartago, la
forma básica del procedimiento penitencial de la Iglesia. Entre sus elementos figuran la
exhomofogesis (imposición de las pertinentes obras de penitencia, la confesión de los pecados, la
comprobación del cumplimiento de las penitencias impuestas) y la reconciliación mediante la
imposición de las manos del obispo y de los presbíteros (ep. 15, 1; 17,2; 64,1). Se atribuye una
especial capacidad de borrar los pecados a las obras de satisfacción (ep. 30,3; 31,6.7). Pero no se
las debe entender como un mérito o una aportación propia que mueva a Dios a perdonar los
pecados. La penitencia es más bien el resultado de una inclinación, por gracia, del Redentor a los
hombres y de la capacidad de reaccionar frente a la culpa con un amor más profundizado a Cristo
y al prójimo. La unión ahora plenamente alcanzada can el santo Pneuma en el amor fundamenta la
expectativa de reconciliación por media de la Iglesia. La paz con la Iglesia (pax cum ecclesia) es la
señal eficaz de la comunión con la Iglesia colmada del Espiritu Santo. Es función del obispo
comprobar, a modo de «juez», si se dan los presupuestos necesarios para la reconciliación, de
modo que pueda declarar, mediante una sentencia judicial, que se ha recuperado la comunión
eclesial (ep. 57,5; 66,3.5). A la hora de comprobar si se han cumplido las obras de penitencia se
concedía una singular importancia a la intercesión ministerial del obispo, de la comunidad en su
conjunto y, de manera especial, a la de los mártires y confesores (aquí tiene su origen la idea de las
indulgencias, ct. infra).
45
Este procedimiento penitencial, llevado a cabo de ordinario una sola vez en el curso de la vida,
es un proceso salvífico distinto del bautismo, «una especie de fatigoso bautismo» (Gregorio de
Nacianzo, orat. 39,17; Juan Damasceno, fid. orth. IV,9), «segunda tabla de salvación tras el
naufragio y perdida de la gracia» (Tertuliano, paen. 4,2; Jer6nimo, ep. 84,6; 130,9; ct. Pedro
Lombardo, Sent. IV, d. 14, c.ls.).
Cuando, finalmente, en las postrimerías del primer milenio, se permitió cumplir las obras de
penitencia en un tiempo posterior al de la absolución, quedo ya acuñado el sacramento de la
penitencia en su forma individualizada predominante hasta nuestros días, mientras retrocedía su
dimensión eclesial, es decir, la oración de intercesión de la comunidad, la intercesión ministerial
del sacerdote y la reconciliación visible con la readmisión a la eucaristía. La absolución
sacramental asumía el carácter de una especial potestad ministerial (ya casi fuera de su contexto
eclesial). En estas confesiones sacramentales privadas podían incluirse también los pecados
veniales (confesiones piadosas). Ello no obstante, también en la Edad Media se mantuvo viva la
conciencia de que los pecados cotidianos pueden ser perdonados y superados de numerosas
maneras (confesión general de los pecados, buenas obras, ayunos y limosnas).
La Iglesia oriental asumió, entre los siglos VIII y XIII, la práctica de que fueran los monjes, en
su calidad de pneumáticos, quienes administraran todo lo relacionado con la penitencia. Se les
confió el perdón de los pecados y la donación del Espiritu Santo. Pero esta potestad debe ser
interpretada más en el sentido paleoeclesial de la eficacia de la intercesión en apoyo del
arrepentimiento y la penitencia (que son los que realmente borran los pecados) del pecador, no
como absolución sacramental. Esta quedaba reservada a los obispos y sacerdotes.
La costumbre, practicada hasta el siglo XIII, de confesarse con un laico cuando no podía
recurrirse a un sacerdote (pedro Lombardo, Sent IV, 17,4; Tomas de Aquino, suppl.; Pseudo-
Agustin, De vera et falsa poenitentia, siglos XI-XU), no otorgaba a los seglares la potestad de
absolver, sino que respondía a la idea de que la confesión de los pecados es un saludable ejercicio
de humildad del pecador. Cuando, con Juan Duns Escoto, se puso el peso fundamental de la
penitencia en la absolución, desapareció esta confesión con laicos. La teología de la controversia
católica postridentina rechazo aquella práctica, porque parecía prestarse a ser erróneamente
interpretada en el sentido del sacerdocio laico protestante.
46
proclamación debe intentar, por tanto, suscitar una nueva comprensión del pecado en su dimensión
personal y social. Debe también redescubrirse la estructura eclesial de la reconciliación.
No puede reducirse el concepto teológico del pecado al aspecto de una transgresión de las leyes
divinas en algunas concretas acciones materiales. La palabra de Dios y sus preceptos no son
disposiciones distintas del mismo Dios (en definitiva arbitrariamente impuestas) con las que quiere
poner a prueba la obediencia humana. Son, por el contrario, manifestaciones históricas de su
voluntad salvífica y, por tanto, de su amor, que es el mismo. Quien, pues, actúa en contra de los
mandamientos de Dios, no solo se opone a la voluntad del «legislador divino), sino a su mismo ser
y santidad. Dondequiera el hombre rechaza, por su propio impulso, las exigencias de las
estructuras de sentido inscritas en la creación (medio ambiente, entorno personal, su propio ser
personal), lleva a cabo (implícita o explícitamente) una negación de sí mismo ante Dios y su amor.
Pervierte la dinámica de su naturaleza espiritual, orientada a la consumación en el amor de Dios. Y,
en este sentido, el pecado es siempre autodestrucción y muerte, en cuanto distanciamiento de
«Dios, amigo de la vida)) (Sab 11,26).
El pecado se opone a la voluntad salvífica de Dios manifestada en la cruz. Por tanto, pecar
después de la singular conversión en el bautismo significa (crucificar de nuevo al Hijo de Dios y
hacerle objeto de burla publica» (Heb 6,6), pisotear al Hijo de Dios, despreciar la sangre por la que
ha sido santificada la alianza. EI pecado se dirige contra el Dios trino, que ofrece su gracia en la
Iglesia como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espiritu Santo. Por donde se advierte
que es también a la vez una violación de la esencia santa de la Iglesia y de su misión sacerdotal.
Donde se percibe de una manera particularmente clara la estructura básica del sacramento de la
penitencia es en su forma paleoeclesial. La Iglesia denuncia la contradicción entre el pecador y su
esencia santa mediante la acción de distanciarse de 151 (excomunión litúrgica) y de concederle de
nuevo plena comunión con ella a partir de su arrepentimiento y de su voluntad de retorno,
demostrada con los signos comprobados de su voluntad de conversión y de su superación interna
del pecado. La participación plena en la comunión de la Iglesia es la señal eficaz de la plena
comunión con la vida divina. Toda la Iglesia participa del acontecimiento penitencial. Todos los
fieles acompañan, con su intercesión y su oración, al pecador. Le apoyan en su deseo de
conversión. Al sacerdote, en el que actúa Cristo como cabeza de la Iglesia, le compete, en cuanto
representante de la unidad de la Iglesia, el ejercicio autorizado de la reconciliación o de la promesa
de perdón mediante la absolución.
47
Hacia esta forma básica debería orientarse una teología renovada de la penitencia. Pero debe
asimismo tenerse en cuenta y respetarse la diferente configuración práctica y los diversos acentos
teológicos (en el sentido de que en la antigüedad el peso principal recaía en la satisfacción y en la
Edad Media en el arrepentimiento o contrición perfecta y en la absolución).
La larga tradición de las confesiones piadosas obliga a precaverse ante un posible falseamiento de
las perspectivas. El hecho de que en el sacramento de la penitencia se borren también los pecados
leves no debe hacer olvidar que para superar los pecados cotidianos existen otras muchas
posibilidades extrasacramentales que, por otra parte, tampoco convierten en superfluas las
confesiones hechas por devoción.
«La Iglesia entera encomienda al Señor paciente y glorificado a los que sufren, con la sagrada
unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, para que los ali vie y los salve (cf Sant
5,14-16); más aún, los exhorta a que, uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de Cristo
(Rom 8,17; Col 1,24; 2 Tim 2,1112; IPe 4,13) contribuyan al bien del pueblo de Dios» (LG 11; cf.
PO 5).
El Decreto para los armenios del concilio de Florencia (1439) describe este sacramento, al que
llama «extremaunción», con ayuda de las categorías escolásticas (DR 1324-1325; DRR 700):
Su materia es el aceite de oliva bendecido por el obispo. Solo puede ser administrado a
aquellos cuya vida está en peligro. La forma son las palabras: «Por esta santa unción y por su
piadosísima misericordia el Señor te perdone cuanto... » El ministro es el sacerdote. EI efecto es la
salvación del alma y, en la medida en que aproveche al alma, también la salud del cuerpo.
Ya en la Edad Media hubo un tal desplazamiento de los acentos en la práctica que de hecho se
entendía el sacramento como la unción ultima, que preparaba para la recepción inmediata de la
vida eterna después de la muerte (praeparatio ad gloriam). También la teología y la praxis pastoral
posteriores al Tridentina entendieron que se trataba de un sacramento de moribundos y de una
especie de consagración de la muerte (H. Schell, Katholische Dogmatik 11m, Paderborn 1893,
614).
48
misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espiritu Santo, para que te libre de tus pecados, te
conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad». (SegJin el Decreto para los armenios debían
ungirse los cinco órganos en que se concretan los sentidos, además de los pies y de la zona renal:
DR 1324; DRR 700.)
b) Consideraciones antropológicas
La enfermedad no es un fenómeno marginal en la vida humana. Dado que el hombre es un ser
corpóreo-espiritual, la metodología prohíbe entender la enfermedad únicamente bajo el aspecto
-cultivado por las modernas ciencias naturales-de una perturbación de las funciones psicofísicas.
Para respetar la integridad de la naturaleza espiritual y corporal del hombre es forzoso ahondar en
la esencia de la enfermedad también desde el punto de vista antropológico, introduciendo en el
análisis las experiencias personales básicas del ser y estar amenazado, del sentirse entregado al
sufrimiento, de estar dominado por el dolor y de la llegada de un momento que pondrá punto final
a la libre disposición de sí mismo cuando fallan las fuerzas.
No puede establecerse una conexión causal inmediata y directa entre los pecados individuales y
las enfermedades y los golpes del destino personales (cf. In 9,2). También los hombres no
culpables de actos pecaminosos personales están sujetos al dominio del pecado y de la muerte
como consecuencia del carácter universal de la perdida de la gracia original (cf. Rom 5,14).
c) El testimonio bíblico
Los signos salvíficos de Jesús son un poderoso anuncio del reino de Dios que se inicia ya con
su mensaje. Si con el espíritu de Dios vence al dominio del mal y a los poderes malignos
demonios), «entonces es que ha llegado hasta vosotros el reino de Dios» (Mt 12,28; Lc 11,20). Del
49
mismo modo que Yahveh ha presentado su autoapertura histórica bajo la forma de sanación de su
pueblo (<<Yo, el Señor, seré tu médico», Ex 3,14), así también Jesús, mediador del reino de Dios,
se revela ahora, en su misión divina, como «el medico de los enfermos» (Mc 2,17). Curó «a
muchos pacientes de diversas enfermedades» (Mc 1,34).
No se trata aquí de una técnica médica capaz de conseguir, gracias al poder divino, curaciones
espectaculares. En los enfermos sanados por la palabra de Jesús se manifiesta la promesa salvífica
y la autodonación por gracia de Dios a los hombres. Las curaciones de Jesús llevan a los sanados a
la fe, en la que acontece el encuentro personal con Dios. Son curaciones que dan a conocer la
misericordia divina. Y aunque algunas de ellas no tuvieron como objetivo inmediato despertar la
fe, nunca se reducían al mero y aislado restablecimiento de las funciones corporales perturbadas,
sobre todo si se tiene en cuenta que el testimonio bíblico no contempla al hombre con visión
dualista ni establece una clara delimitación entre la salud espiritual, la psíquica y la corporal.
La promesa de salvación de Dios en Jesucristo a los enfermos, los dolientes, o incluso a los
muertos, alcanza su cumplimiento en la pasión y la muerte vicaria de Jesús en la cruz. Del siervo
de Yahveh doliente se dice:
«Efectivamente, yo tengo para mí que los sufrimientos del tiempo presente no merecen
compararse con la gloria venidera que en nosotros será revelada ... También nosotros mismos,
que poseemos las primicias del Espiritu, gemimos igualmente en nuestro propio interior,
aguardando con ansiedad una adopción filial [en Cristo], la redención de nuestro cuerpo. Pues
con esta esperanza fuimos salvados» (Rom 8,18.23.24).
EL SERVICIO DE SALVACIÓN DE LOS ENFERMOS CONFIADO ALA IGLESIA. Cristo
hizo a sus discípulos participes de su misión. En su nombre anunciaron el reino de Dios. Por ella y
para ella «arrojaban a muchos demonios y ungían con aceite a muchos enfermos y hacían
curaciones» (Me 6,13). Los envió para que impusieran las manos sobre los enfermos y los sanaran
(Me 16,18). Tampoco aquí aparece en primer término y aislada esta capacidad de hacer curaciones
milagrosas. Se trata, una vez más, de la transmisión y la experiencia simbólicas de la comunión
salvífica con Dios.
El aceite que los discípulos empleaban en su servicio a los enfermos ha sido desde siempre un
signo de la acción de Dios en favor de los hombres. Así, por ejemplo, se ungía con aceite a los
sacerdotes, los reyes y los profetas. EI Mesías es el Ungido con el Espiritu de Dios. El aceite puede
ser, además, un signo de santificación y de purificación del pecado (cf. Lev 14,10-31).
La Carta de Santiago ofrece una descripción de la primitiva praxis eclesial de ungir a los
enfermos en nombre de Jesús como miembros de la Iglesia y de elevar suplicas a Dios por la salud
del cuerpo y del alma. Este pasaje se ha convertido en el testimonio clásico en favor de esta acción
simbólica de la Iglesia.
“¿Esta alguno enfermo? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndolo
con óleo en el nombre del Señor. La oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le hará
levantarse; y si hubiese cometido pecados, habrá perdón para él» (Sant 5,14s.).
Se descubren aquí los siguientes elementos esenciales:
50
1. Hay una promesa concreta de la actuación salvífica de Cristo en favor de cada uno de los
hombres en una situación vital específica, la de la enfermedad.
2. A esta acción simbólica se Ie otorga una eficacia salvífica, porque se lleva a cabo «en nombre
del Señor», es decir, con su poder y en su presencia eficaz.
3. Esta acción simbólica está asociada a una señal sensible: al aceite (imposición de las manos) y
a la oración de la Iglesia, segura de ser oída.
4. No se trata de un don personal (de un carisma) para curar enfermos (lCor 12,28), sino de la
actuación del presidente de la Iglesia en el ejercicio de su autoridad. El efecto, esperado en la
fe, de estas acciones simbólicas de la oración son la sanación del enfermo, su recuperación y el
perdón de los pecados, si los hubiera cometido.
EI documento más importante sobre esta materia procede de la carta Si instituta ecclesiastica
del papa Inocencio I al obispo Decencio de Gubbio (9.3.416; DH 216; DHR 99). Interpretando el
pasaje de Santiago se dice:
«Lo cual no hay duda que debe tomarse o entenderse de los fieles enfermos, los cuales pueden ser
ungidos con el santo oleo del crisma que, preparado por el obispo, no solo a los sacerdotes, sino a
todos los cristianos es licito usar para ungirse en su propia necesidad o en la de los suyos. Por lo
demás, vemos que se ha añadido un punto superfluo, como es dudar del obispo en cosa que es
lícito a los presbíteros. Porque si se dice a los presbíteros es porque los obispos, impedidos por
otras ocupaciones, no pueden acudir a todos los enfermos. Por lo demás, si el obispo puede o
tiene por conveniente visitar por sí mismo a alguno, sin duda alguna puede bendecir y ungir con
el crisma aquel a quien incumbe preparar el crisma. Con todo, este no puede derramarse sobre
los penitentes, puesto que es un género de sacramento. Y a quienes se niegan los otros
sacramentos, ¿cómo puede pensarse ha de concedérseles uno de ellos?» (DR 216, DHR99).
De esta carta se desprende que existía una unción, realizada por el obispo o el sacerdote, que
era entendida como signo salvífico eficaz. Los fieles contaban además con la posibilidad de
utilizar este aceite para ungirse a sí mismos o a sus familiares en situaciones de necesidad.
En la interpretación de este documento se discute hasta nuestros días si la unción llevada a cabo
por el obispo o el presbítero era distinta de la que realizaba el laico por su propia iniciativa, es
decir, si en este segundo caso se trataba propiamente de un sacramento o si era tan solo un
sacramental. .
Beda el Venerable (muerto en 735) testifica la administración de la unción por los obispos y
sacerdotes, así como el uso privado por los laicos del aceite consagrado por el obispo, de acuerdo
con la práctica descrita en la antes mencionada carta de Inocencio I (PL 92,188; 93,39).
En lugar de solicitar sortilegios de los adivinos, los cristianos deben ungirse con el aceite
consagrado por los sacerdotes (cf. Cesareo de Aries, serm. 13,3; 50,1; 52).
La refonna carolingia marco una importante cesura en la historia de este sacramento. Son
numerosos los sinodos que exhortan a los sacerdotes a la administracion de la uncion de los
51
enfermos. Esta uncion sacerdotal se distingue claramente de la utilización privada del óleo por los
laicos, poniendo así de relieve su sacramentalidad (cf. R. Vorgrimler: HDG IV/3, 220ss.).
En la Alta Edad Media se produjo un tal acercamiento entre la unción de los enfermos y la
penitencia que el sacramento de los moribundos era considerado como una especie de
consagración de la muerte. Pero a partir del siglo XII el concepto de unción de los enfermos se vio
progresivamente desplazado por el de «extremaunción», entendida como sacramento administrado
a quienes estaban en trance de morir. En Pedro Lombardo hay una mención explicita de la extrema
unctio (Sent. IV d.23 c.I-4).
En lo que atañe al efecto de este sacramento, se desplazó el peso hacia la concesión del perdón
de los pecados. La unción de los enfermos habría sido instituida, según esto, para superar las
debilidades humanas derivadas del pecado. Por ella, es el enfermo fortalecido, sanado en el
espíritu y preparado para la recepción de la gloria celeste (Buenaventura, Brevil. VI c.11; Tomas
de Aquino, S.c.g. IV c. 73; S.th. III q.65 a.l.c).
En el capítulo 1 (DR 1695; DHR 908) se define a la unción de los enfermos como «verdadero y
propio sacramento del Nuevo Testamento», instituido por Cristo, insinuado en Marcos (6,13) y
promulgado por Santiago. Por tanto, no se trata de un rito solo externamente recibido de los
Padres, ni de una invención humana. Su materia es el óleo bendecido por el obispo, que representa
de adecuada manera el don del Espiritu con el que es invisiblemente ungida el alma del enfermo.
Su forma son las palabras con que se administra.
EI capítulo 2 (DH 1696; DHR 909) describe el efecto de este sacramento. Consiste en un
((aumento de la gracia de la justificación» (en algunos casos, y cuando hay pecado grave, también
su restitución, DH 1600; DHR 843a). Puede definirse con mayor detalle el contenido (la res
sacramenti) con los siguientes términos: «Esta realidad es la gracia del Espiritu Santo, cuya unción
52
limpia las culpas, si alguna queda aún para expiar, y las reliquias del pecado, y alivia y fortalece el
alma del enfermo, excitando en él una grande confianza en la divina misericordia, por la que,
animado el enfermo, soporta con más facilidad las incomodidades y trabajos de la enfermedad,
resiste mejor a las tentaciones del demonio que acecha a su calcañar (Gen 3,15) y a veces, cuando
conviniere a la salvación del alma, recobra la salud del cuerpo».
En el capítulo 3 (DH 1697-1700; DHR 910) se dice que los ministros ordinarios son el obispo y
el sacerdote. El canon 4 declara: «Si alguno dijere que los presbíteros de la Iglesia que exhorta el
bienaventurado Santiago se lleven para ungir al enfermo no son los sacerdotes ordenados por el
obispo, sino los más viejos por su edad en cada comunidad, y que por ello no es sólo el sacerdote
el ministro propio de la extremaunción, sea anatema» (DH 1719; DHR 929).
EI sacramento debe ser administrado sobre todo a las personas gravemente enfermas que se
acercan al final de su vida. Se insiste en que la Iglesia ha conservado la substancia integra de este
sacramento y que el desprecio del mismo debe ser tenido por pecado gravísimo e injuria al Espiritu
Santo (DH 1699; DHR 910).
Según el II concilio Vaticano, la recepción de esta unción produce en los fieles «enfermos o
ancianos» (SC 73) una especial y profundizada inserción en el misterio de Pascua en el que Cristo,
por su muerte, aniquiló nuestra muerte y por su resurrección creó una vida nueva, para «completar
la obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios)) (SC 5).
«Este encargo (= munus) que el Señor confió a los pastores de su pueblo es un verdadero
servicio y en la Sagrada Escritura se le llama, muy significativamente, "diacona", o sea,
ministerio» (LG 14).
El sacramento del orden, en sí mismo uno, es ejercido, por disposición divina, en diversos
niveles, que desde tiempos antiquísimos reciben los nombres de obispos, presbíteros (=
sacerdotes) y diáconos (LG 28; PO 2).
EI ordenado por el obispo recibe el Espiritu Santo, que confiere a las acciones del titular del
ministerio una eficacia espiritual que el hombre no puede alcanzar con sus solas fuerzas. Al
ordenado se le imprime una señal específica e imborrable (character indelebilis) por la que se
expresa que ha sido asumido personal e irrevocablemente para el servicio de Cristo, sacerdote,
pastor y profeta de Ia Iglesia. Por eso puede actuar en la persona de Cristo, cabeza de la Iglesia (in
persona Christi capitis ecclesiae agere, PO 2).
La terminología
En la época neotestamentaria, a los pastores, presidentes y maestros de la Iglesia no se les
llamaba sacerdotes (sacerdos; hiereus). No obstante, se describía la actuación de los apóstoles
como una función sacerdotal al servicio del evangelio de Dios (Rom 15,16). De igual modo, a la
Iglesia se la designaba como comunidad y, en razón de su misión salvífica universal, como pueblo
de Dios sacerdotal, real y santo (cf. 2Pe 1,5.9s.; Ap 1,6; 20,6; cf. Ex 19,6).
A partir del siglo III se utilizaba ya el concepto de sacerdote también como denominación del
ministerio del presidente de la comunidad. No se llegó a este resultado porque se quisiera elevar
este ministerio al mismo nivel que el de los sacerdotes y mediadores paganos, sino para expresar
que el ministerio de salvación de Cristo estaba representado en los pastores de la comunidad. De la
palabra presbyter se ha derivado la de «presbítero», con que se designa a los sacerdotes de
segundo rango, a continuación del obispo (cf. Inocencio I, ep. 25,3: DR 215; DRR 98; Gelasio I,
ep. 9,6; Juan Diacono, ep. ad Senarium c.7: PL 49,403). El sacerdocio designa la participación
específica del obispo y de los presbíteros en el ministerio sacerdotal de Cristo. En el uso
lingüístico neotestamentario y hasta bien entrado el siglo II se utilizaba el término de presbítero
como concepto superior que englobaba a los titulares de ministerios de la Iglesia, o bien como
equivalente del título del ministerio que en otras regiones (en las comunidades de origen paulino)
era denominado episkopos y contaba con la ayuda y colaboración de los diakonoi (cf. Flp 1,1; Act
20,28; Tit 1,5; 1Pe 5,1).
EN SÍNTESIS
EI sacerdocio ministerial (sacerdocium) está formado por
1. el obispo (summus sacerdos) y
2. el presbítero (sacerdos secundi gradus).
54
1. la participación cualificada del titular del ministerio en el servicio sacerdotal de
santificación de Cristo, cabeza de la Iglesia, en cuanto diferente del ministerio magisterial y del
pastoral;
2. la participación cualificada de toda la Iglesia y de todos y cada uno de sus miembros en la
communio sacerdotal del cuerpo de Cristo.
55
3 El sacramento del orden es uno de los temas clásicos de la controversia entre católicos y
protestantes. Los reformadores cuestionaron la sacramentalidad del orden, su carácter sacramental
y su dimensión sacerdotal (litúrgico-sacerdotal). Se (mal) interpreto la dimensión sacerdotal del
ministerio, junto con la potestad de consagrar y de celebrar el sacrificio de la misa, en el sentido de
que se trataba de una institución de los hombres que pervierte la gracia al reducirla a mera obra
humana, elimina la inmediatez del creyente con la palabra justificadora de la gracia divina y alza
entre Dios y los fieles una falsa intermediación y un sacerdocio sacrificial.
4 En el contexto de la concepción sacramental de la Iglesia desarrollada por el II concilio
Vaticano, se articula bajo una nueva forma la unidad del ministerio en tres niveles, así como la
referencia interna del ministerio sacerdotal, magisterial y pastoral común de toda la Iglesia y de
todos los creyentes y del servicio sacerdotal y pastoral del obispo, los presbíteros y los diáconos.
Se da en la Iglesia la misión única para la ieiturgia, la martyria y la diakonia, en la que participan
todos los miembros de la Iglesia, cada uno según su misión y su autorización específica, y por la
que representan de forma eficaz simbólicamente (sacramentalmente) la eficacia de Cristo como
cabeza o como cuerpo que es la Iglesia (LG 10; 11).
Una de las características esenciales de la actividad de Jesús era la potestad divina (exousia)
con que actuaba. Ejerció su misión salvífica y su poder también a través de los hombres a los que
llama para que le representaran y le actualizaran alii donde el no quiso o no pudo llegar. Por eso, y
en virtud de su potestad divina, eligió a los Doce. Ellos fueron los signos y los representantes de su
pretensión escatológica sobre todo el pueblo de Dios, que debe reagruparse y restablecerse en
ellos. Instituyo, además, a estos Doce, como un sólido circulo unido en la comunión con él. Los
envió como sus apóstoles/mensajeros a predicar y a expulsar demonios: es decir, a poner en
práctica la salvación de la basileia. Y para ello les otorga el poder de actuar en su nombre (Mc
3,138s.).
Así pues, la raíz de la totalidad de la misión salvífica de la Iglesia y de sus presidentes, maestros y
pastores se halla en el poder que Jesús ha conferido a los discípulos que el mismo ha elegido,
llamado y enviado (cf. Mc 6,7).
En el círculo del primitivo apostolado surgieron (tal como se descubre a la luz de una reflexión
sobre los hechos históricos contemplados en perspectiva teológica) los servicios y los ministerios
de los presidentes (1Tes 5,12; Rom 12,8; 1Cor 12,28), los ministerios de los «obispos y los
diáconos» (Flp 1,1; 1Tim 3,2; Tit 1,7), de los dirigentes (Reb 13,7.17.24) 0 de los «presbíteros que
ejercen bien su cargo ... y se afanan en la predicación y la enseñanza» (ITim 5,17).
56
Pastor (Act 20,28; 1Pe 5,4) de pastorear la Iglesia por medio del evangelio (Act 11,30; 15,2; 16,4;
20,17; 21,8; Sant 5,14; 1 Tim, 5,17.19; Tit 1,5; 1 Pe 5,1-4) y de incitar a «volverse al pastor y
obispo de vuestras almas» (1 Pe 2,25). El servicio de reconciliación y de predicación de los
apóstoles se hace «en lugar de Cristo» (2Cor 5,20). A los titulares de la comunidad se les puede
considerar «colaboradores de Dios en el edificio de Dios que es la Iglesia» (1 Cor 3,9). Como
servidores de Cristo Jesús, son «administradores de los misterios de Dios» (1 Cor 4,1).
Según el testimonio bíblico, fueron los propios apóstoles quienes organizaron la transición de la
primera Iglesia a la Iglesia postapostólica (Tit 1,5). La transición se produjo mediante el acto
especifico de la imposición de las manos y la oración de súplica por la venida del Espiritu Santo y
describe con mayor detalle el ministerio desde el poder de este Espiritu. EI rito de la imposición de
las manos esta enraizado en la tradición bíblica total y señala la transmisión del espíritu y del
poder de Dios a los dirigentes y a los ancianos del pueblo de Dios (Num 8,10; 11,16s.24s.;
27,18.23; Dt 34,9).
Al rito de la instalación en el cargo mediante la imposición de las manos y la oración (Act 6,6;
14,23; 15,4; ITim 4,14; 2Tim 1,6), heredado de los apóstoles y los presbíteros (o respectivamente
de los testigos bíblicos y postbiblicos de la tradición conocida como apostólica) le aplicó
Tertuliano la denominación técnica de ordinatio (praescr. 41,6; monog. 12,2). También Cipriano
llamó ordenación a la investidura sacramental en el cargo (ep. 1,1; 38,1s.; 55,8; 66,1; 67,48S.).
Su efecto es un don (carisma) del Espiritu Santo que confiere la potestad espiritual de ejercer
el ministerio (cf. 1Tim 4,14: «No dejes de cuidar el don que hay en ti y que mediante intervención
profética se te confirió por la imposición de las manos» ; 2Tim 1,6: « ... te insisto en que reavives
ese don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos ... »).
Este carisma no confiere, en sentido profano, el poder que ejerce un superior sobre sus súbditos.
No se está hablando aquí del poder que detentan los señores del mundo, sino de un servicio que
debe prestarse en nombre de Cristo (d. Mt 23,9-11).
La potestad conferida en la ordenación presta a las acciones simbólicas realizadas en nombre de
Cristo una eficacia que procede de Dios y tiene consistencia ante él. A los titulares de ministerios
se les transfiere en especial el poder de «atar y desatar» (Mt 16,19; 18,18), es decir, de perdonar
los pecados por el poder recibido del Espiritu Santo (In 20,218.), de predicar en todos los rincones
de la tierra el evangelio y de llamar a los hombres a convertirse, mediante el bautismo, en
discípulo de Jesús (Mt 28,19), dt: celebrar la eucaristía (lCor 11,26; Act 20,11), por la que se
edifica la Iglesia como comunión, y de desempeñar el ministerio de dirección, en el que se
manifiesta el cuidado pastoral de Cristo por su Iglesia (Act 20,28; IPe 5,1-4).
57
Los obispos de las Iglesias locales son ordenados por los obispos de las Iglesias vecinas. La
oración de la consagración se dirige a Dios Padre y a su Hijo, Jesucristo, que ha enviado el
Espiritu del Padre a los santos apóstoles, quienes han fundado la Iglesia en todos los lugares como
su santuario para la glorificación y la alabanza incesante de su nombre. EI candidato es elegido
para el ministerio episcopal de pastorear al pueblo de Dios (Act 20,28; IPe 5,2s.; Ez 34,11-16), de
servir a Dios noche y día como sumo sacerdote y de presentar las ofrendas de la santa Iglesia. EI
candidato a obispo, «sobre el que se ha derramado el poder del Espiritu de dirección», recibe, «a
través del espíritu sacerdotal, la potestad, de acuerdo con la [divina] instrucción, de perdonar
pecados, según el ordenamiento [divino], de adjudicar los ministerios y, en virtud de la potestad
que [Dios] ha concedido a los apóstoles», de «liberar de todas las cadenas...» (trad. apost. 3).
Los sacerdotes ordenados por el obispo (con la participación del presbiterio, en señal de
comunión) reciben, mediante la imposición de las manos y la oración, «el espíritu de la gracia y
del presbiterio» (ibidem 7), de modo que, en comunión con el obispo, pueden desempeñar los
servicios salvíficos esenciales confiados al episcopado (salvo la potestad de la ordenación).
En estas ideas se basaba la opinión teológica de que el Papa podría, en virtud de la potestad
apostólica, conferir a un simple sacerdote (sin necesidad de la ordenación episcopal) el poder de
ordenar que posee ya de forma latente (potestas ligata). En este contexto surgían las preguntas
58
relativas al fundamento propio y a la significación de ciertos privilegios de ordenación otorgados a
personas que no habían alcanzado el orden del episcopado. Así, por ejemplo, el papa Bonifacio IX
el año 1400 (DH 1145s.) y el papa Inocencio VIII en 1489 (DH 1435) concedieron a los abades la
potestad de ordenar diáconos. EI papa Martin V había otorgado en 1427 esta potestad a ciertos
abades para la ordenación de presbíteros (DH 1290). ¿Constituye la concesión de estos privilegios
una prueba de que aunque el obispo es ciertamente el ministro ordinario del sacramento del orden,
el simple presbítero puede ser ministro extraordinario? Si la potestad de ordenación no está
originariamente vinculada al ministerio episcopal, la Iglesia podría, en principio, renunciar al
episcopado y el papa podría dirigir, como obispo único y a través de los sacerdotes, tanto a la
Iglesia universal como a las Iglesias locales. Pero como el episcopado es de derecho divino, y el
papa no puede suprimirlo (DH 3051,3061; DHR 1822, 1828), los mencionados privilegios han de
ser tenidos por casos excepcionales «sumamente discutibles», que deben interpretarse desde la
regla de la tradición eclesiástica, y no a la inversa. No puede cuestionarse la praxis, por otra parte
clara y patente, del convencimiento de la Iglesia de que el obispo es, por derecho divino, el único
ministro de la ordenación de los obispos y presbíteros.
Buenaventura (Sent. IV, d.25 a.1 q.1) y Tomas de Aquino (Sent. IV d.25 q.1 a.1 ad 3) enseñan
que solo al obispo le compete, por autoridad divina, la potestad de ordenar. EI papa no puede
concedérsela a un simple sacerdote mediante un acto extrasacramental
Juan Duns Escoto se opuso, con razón (Ord. 4 d.24 q. un. a.2), a la opinión de Alberto Magno
que establecía una diferencia meramente jurídica entre el presbiterado y el episcopado. Escoto
argumentaba que, de ser así, el Papa podría suprimir el poder episcopal y quedar solo él como
único obispo. Y esto está, como ya se ha dicho, en contradicción con la doctrina de la existencia
del episcopado en la Iglesia por derecho divino.
59
Sólo pueden recibir el sacramento del orden los miembros bautizados de la Iglesia declarados
dignos de ello de acuerdo con las condiciones de admisión. Otra característica vinculada a este
sacramento (en cuanto señal del enfrente de Cristo, como cabeza y esposo de la Iglesia y de la
Iglesia como su cuerpo y su esposa) es que solo pueden recibirlo válidamente los candidatos
masculinos. Las mujeres no pueden ejercer ministerios en la Iglesia que requieran la ordenación
sacerdotal (LG 33).
En la primitiva Iglesia a veces se consideraba al diaconado como parte del clero (Const. apost.
VIII, 19s.; concilio de Calcedonia, canon 15) y otras veces no (concilio de Nicea, canon 19;
Epifanio de Salamina, haer. 79,9). En todo caso, las diaconisas no ejercieron las funciones
litúrgicas de los diáconos. Epifanio de Salamina menciona (haer. 49,2s.) que la secta de los
montanistas admitía a las mujeres en el orden del presbiterado y del episcopado.
«La consagracion episcopal confiere la plenitud del sacramento del orden ... Según la tradición ...
es cosa clara que con la imposición de las manos y las palabras consagratorias se confiere la
gracia del Espiritu Santo y se imprime el sagrado carácter, del tal manera que los obispos en
forma eminente y visible hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y obren en su
nombre» (LG 21).
Los presbíteros, en comunión con el obispo, comparten las funciones fundamentales (salvo el
poder de ordenar), el ministerio pastoral supremo (dirección de la Iglesia local) y la potestad
doctrinal autorizada del magisterio ordinario y extraordinario de la Iglesia. Lo esencial, con todo,
es que, en virtud de su poder espiritual, los sacerdotes actúan en la persona de Cristo, cabeza de la
Iglesia (LG 28; PO 2).
En la ordenación de los diáconos, los ordenados reciben, mediante la imposición de las manos y
la oración del obispo, «gracia sacramental» (LG 29). Queda, pues, fuera de discusión la
sacramentalidad del diaconado.
60
EI Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos (CD) y el Decreto sobre el ministerio y
vida de los presbíteros (PO) desarrollan algunos aspectos concretos de la temática básica de la
Constitución dogmática sobre la Iglesia (LG).
Entre las aclaraciones esenciales, relevantes también para el diálogo ecuménico, pueden
mencionarse las siguientes:
1. La relación entre los laicos y los titulares del ministerio espiritual no se deriva de una
supremacía o de una subordinación socio-política ni ha sido impuesta mediante ley por
motivos de conveniencia o de utilidad. La unión se desprende de la común participación en la
misión salvífica única de la Iglesia. La diferencia es el resultado de la diferente delegación
recibida y, por consiguiente, de los distintos poderes y funciones que ello implica y que, una
vez más, están vinculados a la sacramentalidad de la Iglesia y a la distinción entre «Cristo
como cabeza y como cuerpo de la Iglesia».
2. Ha de insistirse en la unidad del sacramento del orden, que es ejercido en los tres niveles del
episcopado, el presbiterado y el diaconado.
3. La calificación de la Iglesia como comunidad sacerdotal y la denominación de las funciones
específicas de obispos y sacerdotes (junto al ministerio doctrinal y pastoral) no procede de una
asunción de las concepciones paganas sobre los sacrificios y el sacerdocio. Aparece aquí una
dimensión específicamente cristológica y pneumatológica del ministerio apostólico y espiritual
por medio del cual ejerce Cristo su propio servicio salvífico sacerdotal en la liturgia de la
Iglesia, y especialmente en los sacramentos.
«A los sacerdotes... de la nueva alianza se les puede llamar mediadores entre Dios y los hombres
en cuanto que son servidores del verdadero mediador, en cuyo lugar ofrecen a los hombres los
sacramentos que aportan la salvación» (Tomas de Aquino, S.th. III q.26 a.1 ad 1: «Por tanto,
ejercen el servicio de mediador no principaliter, sed ministerialiter et dispositive» (ibidem, ad 2).
61
Para desempeñar este ministerio se necesita, además de la fundamentación del ser cristiano en
el bautismo y la confirmación, una autorización específica, que se obtiene en la ordenación. La
gracia otorgada en el orden no se orienta preferentemente a la santidad personal, sino a la
edificación de la Iglesia mediante el servicio de la palabra y de los sacramentos, es decir, a la
santificación de los hombres. Y como la eucaristía es, ya desde los primeros testimonios de la
cristiandad primitiva (lCor 10,17), la condensación sacramental de la unión de la Iglesia en sus
miembros concretos y con Cristo, su cabeza, le corresponde, justamente al ministerio de la unión,
la presidencia de las celebraciones eucarísticas. Por donde se advierte que la conexión entre el
sacerdocio sacramental y la celebración de la eucaristía no es una constatación simplemente
positivista (con el propósito de legitimar el poder), sino que brota interna y orgánicamente desde la
realización vital-entendida como unidad de sentido-de la Iglesia de Cristo, por quien está
capacitada para llevar a cabo su misión (W. Kasper, Sein und Sendung des Priester, en idem,
Zukunft aus dem Glauben, Maguncia 1978, 85-112).
2. Si la Iglesia, como un todo, es el sacramento de la salvación del mundo, debe ser entendida
como actualización de la palabra de la promesa de Dios que, pronunciada en el curso de la historia,
se va implantando victoriosamente y se ha hecho en Jesucristo realidad corpórea. La posibilidad de
pronunciar esta palabra fundamental de la promesa aparece en las diferentes situaciones de la vida
humana, especialmente en la celebración de la muerte y resurrección de Jesucristo. Y aunque es
indudable que algunas funciones de este servicio de la palabra pueden transferirse a otras personas
fuera del ministerio sacramental (profesores de religión, catequistas), no por eso se elimina la
necesidad de un ministerio que se cui de específicamente de este servicio, sobre todo en el
contexto de la celebración de la eucaristía.
«Los presbíteros, ejerciendo, según su parte de autoridad, el oficio de Cristo, Cabeza y Pastor,
reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios, con una fraternidad alentada unánimemente, y
la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espiritu» (PO 6).
De donde se sigue que la esencia de esta autoridad espiritual tiene poco que ver con lo que en
otros contextos se denomina poder, ministerio, cargo o jurisdicción. Aquí se trata de la exposición
pública de la fuente cristológica de la realidad salvífica total tal como es presentada por la Iglesia,
(1. Ratzinger, Zur Frage nach dem sinn des priesterlichen Dienstes, en «Geist und Leben» 41
[1968],347-376).
62
4. Es de fundamental importancia el punto de vista de que Dios quiere la salvación de todos los
hombres. Lo pone en práctica en su Hijo hecho hombre y lo actualiza en el Espiritu Santo. De
donde se deriva la actualización permanente de la salvación en Cristo y en el Espiritu bajo la
modalidad sacramental: la Iglesia es, como un todo, sacramento de la salvación para el mundo. En
la dimensión sacramental de la Iglesia debe expresarse también, simbólicamente, que sólo Cristo
es la fuente permanente y el origen de toda la vida eclesial, tanto en lo referente a su misión como
a su realización comunitaria. Y esto equivale a decir que este predominio de Cristo como cabeza
de La Iglesia tiene su manifestación en el ministerio apostólico. El apóstol pone bien en claro esta
preeminencia en las comunidades por el fundadas. Él es sólo un representante de Cristo:
«Hacemos de embajadores en nombre de Cristo, siendo Dios el que por medio de nosotros os
exhorta» (2Cor 5,20). Por tanto, se perfila entre el apóstol y la comunidad una relación constitutiva
de la Iglesia que es irreversible y que adquiere en la celebración eucarística una peculiar
intensificación (cf. 1Cor 3,9: «Somos colaboradores con Dios; y vosotros sois labranza de Dios,
edificio de Dios»).
De todo ello se le sigue al ministerio un ejercicio especifico del servicio de salvación de Cristo
en el cumplimiento de las actividades básicas de la martyria, la leiturgia y la diakonia, que se
distingue de las actividades llevadas a cabo por los laicos en virtud de la misión sacerdotal y
profética de la Iglesia (LG 9-12). Pero titulares de ministerios y laicos se encuentran unidos en el
común ejercicio del servicio profético y sacerdotal de Cristo:
«Está presente (Cristo) en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro... sea sobre todo
bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que,
cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra... Está presente, por
último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: "Donde están dos o tres
congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20)... Con razón, entonces, se
considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sensibles
significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico
de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto publico íntegro» (SC 7).
La teología moral da más relieve al estudio del matrimonio bajo el prisma de la antropología de
la sexualidad y de la paternidad responsable. EI derecho canónico lo contempla bajo el punto de
vista de su celebración legítima, de los impedimentos matrimoniales, etc. La teología pastoral
examina los medios para conseguir y fomentar matrimonios que alcanzan sus objetivos y el trato
que debe dispensarse a los divorciados y a quienes contraen nuevas nupcias después del divorcio.
63
El matrimonio es asimismo tema del derecho civil y de las ciencias humanas y sociales.
En el Decreto para los armenios del concilio de Florencia (1439) se describe el sacramento del
matrimonio, con ayuda de las categorías de la teología sacramental patrística y escolástica, como
«signo de la unión de Cristo y la Iglesia» según Ef 5,32 (DH 1327; DHR 702). Dado que, a
diferencia de los otros sacramentos, no es fácil determinar quién es, en el matrimonio, el ministro
humano (los contrayentes o el sacerdote asistente), el concilio se limitó a mencionar la causa
eficiente que produce el signo sacramental. Esta causa se encuentra en el mutuo «sí» (consensus)
que se dan el esposo y la esposa. De acuerdo con la realidad de su gracia interna (res sacramenti),
el matrimonio encierra tres bienes:
«Por fin los cónyuges cristianos... manifiestan y participan del misterio de la unidad y del fecundo
amor entre Cristo y la Iglesia (Ef 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal
y en la procreación y educación de los hijos, y, por tanto, tienen en su condición y estado de vida
su propia gracia en el Pueblo de Dios (1 Cor 7, 7). Pues de esta unión conyugal procede la
familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana, que por la gracia del
Espiritu Santo quedan constituidos por el bautismo en hijos de Dios para perpetuar el pueblo de
Dios en el correr de los tiempos. En esta como Iglesia domestica los padres han de ser para con
sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de
fomentar la vocación propia de cada uno, y con mimo especial la vocación sagrada» (LG 11).
64
5. La encíclica Casti connubii de Pio XI, en 1930 (DH 3700-3724; DHR 2225-2249), que
continua la línea expositiva de la precedente encíclica de León XIII: Todos los cristianos son
libres de contraer matrimonio o de renunciar a el. Pero una vez contraído, ya no está, por su
propia naturaleza, a la arbitraria disposición del hombre. Quien lo contrae, queda sujeto, en el
esquema de su vida personal, a los deberes que impone, tanto en lo que afecta a su
responsabilidad por el cónyuge como por los hijos.
6. EI II concilio Vaticano: Lumen gentium 11 (cf. supra): el matrimonio en el marco de la vida
sacramental de la Iglesia; Gaudium et spes 47-52: el matrimonio y la familia en el mundo
actual.
7. La encíclica Humanae vitae de Pablo VI, en 1968 (DH 4470-4479), que enumera entre las
características del amor conyugal: la totalidad y la personalidad, la fecunda apertura de la
comunión matrimonial hacia los hijos, en virtud de la cual «toda consumación (del matrimonio)
debe orientarse, en sí misma, a la generación de la vida humana», incluidos los días de fertilidad
femenina (DH4475).
8. La carta apostólica Familiaris consortio del papa Juan Pablo II, en 1981 (DH 4700-4716), que
lleva adelante la temática de la Humanae vitae, y la Carta de los derechos de la familia, con
particular insistencia en el matrimonio como fuente de la humanidad y camino hacia la santidad
y la plenitud del hombre en Dios.
En el canto a la creación sacerdotal se dice que el ser humano ha sido creado bajo las
modalidades de varón y mujer a imagen y semejanza de Dios. La referencia intracreada de ambos
en el matrimonio es, por tanto, señal de la referencia de todos los hombres a Dios. Al varón y a la
mujer, en su comunión personal, se les han dado los dones y las tareas de la fecundidad, de la
posesión de la tierra y de la responsabilidad por el mundo. Esta comunión cuenta con la protección
de la bendición y la palabra de la promesa de Dios (Gen 1,27s.).
De los escritos recientes del Antiguo Testamento se desprende que la bendición de Dios al amor
personal entre el varón y la mujer tiene su reflejo en la gratitud del hombre a Dios por el don del
matrimonio y en la vida matrimonial que busca glorificar a Dios (cf. Tob 8,4-9).
65
La pérdida de la originaria comunión con Dios acarreó sobre el matrimonio la maldición y la
penosa carga de la gracia perdida. Así lo expresa claramente la «sentencia de condena»
pronunciada contra el varón y la mujer (Gen 2,25-3,24).
Y así, el autor de la Carta a los efesios ve fundamentada en la relación mutua de la ágape del
varón y la mujer y en la obediencia (que no debe confundirse con sometimiento) de la mujer al
marido la comunión de vida entre ambos y puede calificar esta unión de misterio profundo
(mysterionlsacramentum magnum), que 61 refiere a Cristo y a la Iglesia (Ef 5,32).
Se advierte bien que para Jesús el matrimonio no era en modo alguno una institución neutra,
algo así como un ámbito secundario de acreditación de la moral cristiana. El matrimonio es la
forma originaria del encuentro con Dios y con su voluntad salvífica. Por eso puede convertir la
indisolubilidad del matrimonio y la comunión de vida que implica en señal del incipiente reino de
Dios, hecho ya realidad eficaz. Aquí tiene su fundamento la ética matrimonial.
EI hombre que repudia o despide a su mujer, y la mujer que repudia o despide a su marido,
«comete adulterio» y quebranta la «nueva alianza» (Mc 10,11; Lc 16,18; lCor 7,10). Esta intención
de Jesús no queda eliminada a consecuencia de las secundarias «cláusulas de fornicación» (Mt
5,32; 19,9), según las cuales en caso de adulterio es posible la separación, ni tampoco en virtud del
llamado «privilegio paulino» de lCor 7,15s., por el que se permite la separación del cónyuge que
abraza el cristianismo cuando la otra parte se mantiene infiel y no está dispuesta a llevar una
convivencia pacífica. Hasta qué punto permite aquí Pablo que el creyente contraiga nuevo
matrimonio es una pregunta sujeta a debate.
EI hombre no puede con su sola capacidad moral y su disposición psicológica personal dar
adecuada respuesta a la exigencia de indisolubilidad del matrimonio en cuanto señal de la alianza
nueva y eterna y del reino de Dios ya hecho realidad. Solo escuchando la llamada a la conversión,
a la fe y al seguimiento de Cristo (Mc 1,15) y «viviendo del Espiritu)) (GaI 5,25) puede llegar en
su persona hasta la realidad interna del matrimonio como señal de la comunión de alianza de
66
Cristo y de la Iglesia. La comunión espiritual y corporal del hombre y la mujer debe ser santa y ha
de servir para la santificación por medio del Espiritu Santo de Dios (ITes 4,3-8).
Aunque el matrimonio se sitúa en el contexto del reino de Dios, debe también tenerse presente
que la forma existencial human a forma parte de este eon transitorio y que en el mundo futuro no
según existiendo bajo su forma terrestre (Mc 12,25). Por eso, tras la muerte de uno de los
cónyuges, el superstite puede contraer nuevo matrimonio.
La llamada personal al servicio del reino de Dios a punto de llegar y la invitación del Señor
(ICor 7,7) pueden inducir a que, como en el caso del mismo Jesus, algunas personas no consideren
que el matrimonio sea su perspectiva existencial, sino que, siguiendo la «llamada de Dios» (ICor
7,17; Lc 14,20) y contando con el don de la gracia (el carisma) de la vida en celibato, se
consagren, bajo todos los aspectos, «a los asuntos del Señor> (ICor 7,32).
Todo ser humano y todo cristiano tiene, según Pablo, libertad para optar por la forma
existencial natural y santificadora del matrimonio, y elegir un consorte (1 Cor 7,7.28.38.40; Mt
19,12). Pero una vez ya casados, el apóstol amonesta: «Respecto a los que están casados hay un
precepto, no mío, sino del Señor: que la mujer no se separe del marido y que si se separa, que
quede sin casarse, y que el marido no despida a su mujer» (ICor 7,10s.).
Los matrimonios entre cristianos, los «santificados en Cristo» (ICor 1,2), se celebran y se viven
«en el Senor> (ICor7,39; cf.lCor 11,11). Con esto, también Pablo testifica la dimensión teológica,
de base cristológica, de la gracia del matrimonio.
Frente al menosprecio de los herejes gnósticos, que querían prohibir las uniones matrimoniales
(1Tim 4,3), se destaca que el matrimonio participa de la bondad de todo lo creado. Un matrimonio
vivido en mutua fidelidad responde a la voluntad divina y «todos deben tenerlo en alto aprecio»
(Heb 13,4).
Aunque en las llamadas «tablas domesticas» se detecta una cierta relación de subordinación de
las mujeres casadas respecto a sus maridos (Col 3,18; Ef 5,2233; IPe 3,1-7), no puede deducirse de
aquí que la intención de estas declaraciones sea sancionar desde el punto de vista religioso una
situación sociológica. Aquí se trata de una subordinación mutua en «el común temor de Cristo» (Ef
5,21), que es, en su amor y en su obediencia, el modelo de la comunión de vida de Dios con su
pueblo. Mediante el servicio desinteresado es posible ganar para la palabra del evangelio a maridos
incrédulos, «para que, si algunos se muestran rebeldes a la palabra, sin palabra alguna sean
conquistados por la conducta de las mujeres, observando vuestra honesta y respetuosa conducta»
(IPe 3,1s.; ct. lCor 7,14: «... el marido pagano queda ya santificado por su mujer...»).
67
En contra de los albigenses, los cataros y otras sectas de la Alta Edad Media, el IV concilio de
Letrán de 1215 declaraba que «no sólo los vírgenes y continentes, sino también los casados
merecen llegar a la bienaventuranza eterna, agradando a Dios por medio de su recta fe y buenas
obras» (DH 802; DHR 430). En igual sentido, el papa Juan XXII, en la constitución Gloriosam
Ecclesiam, de 1318, amonestaba frente a los «fraticelli», ala radical del movimiento franciscano,
a los que describe como «hombres presuntuosos que charlatanean contra el venerable sacramento
del matrimonio» (DH 916; DHR 490).
No obstante, algunos Padres entendían que el matrimonio es más bien una concesión a la
fragilidad humana de quienes no pueden vivir en continencia (Tertuliano, Orígenes, Jerónimo), y
que se debe tolerar a causa de la necesidad de la procreación.
Bajo la influencia del espiritualismo platonizante, hubo quienes llegaron a la idea de que la
diferencia sexual de los seres humanos y, con ello, el matrimonio, era consecuencia del pecado,
ya previsto por Dios y que, por consiguiente, Dios los creó varón y mujer y los dispuso para el
matrimonio solo teniendo a la vista la caída en el pecado original. De donde concluían que, sin el
pecado, habría sido posible una multiplicación asexual de los hombres en el curso de las
generaciones (Gregorio de Nisa, hom. opif. 17; Jeronimo, ep. 22,19). Pero por razones extraídas
de la teología de la creación, debe tenerse esta opinión por absolutamente insostenible (cf. Tomas
de Aquino, S.th. I q.98 a.2). La diferencia de sexos es una señal de la bondad de la creación.
También suscito debates la pregunta de si es posible contraer nuevo matrimonio cuando muere
uno de los cónyuges (Tertuliano, monog. 10: un segundo matrimonio será adulterio; Atemigoras,
suppl. 33: este segundo matrimonio será un adulterio asumible). Pero, en conjunto, la tendencia
general se movía en la línea de la licitud de segundas y terceras nupcias (Hermas, mand. 4,4;
Clemente de Alejandría, strom. m,12; Jerónimo, ep. 48,9; Agustín, bono vid. 12; Basilio, ep.
188,4). En el II concilio de Lyon de 1274 el emperador bizantino Miguel Paleólogo reconocía,
con toda la Iglesia occidental, que cuando muere un consorte, los cristianos tienen libertad para
contraer un segundo, tercero y sucesivos matrimonios (DH 860; cf. 795; DHR 466; cf. 424).
Los Padres de la Iglesia consideraban que el matrimonio cristiano es una comunión de vida
instituida por Dios y santificada por Cristo. EI matrimonio es sacramento, de acuerdo con la
sentencia de Pablo de que los matrimonios se celebran «en el Señor» (lCor 7,39). En
concordancia con Ef 5,21s., Ignacio de Antioquia dice:
«Respecto a los que se casan, esposos y esposas, conviene que celebren su enlace con
conocimiento del obispo, a fin de que el casamiento sea conforme al Señor y no por solo deseo.
Que todo se haga para honra de Dios» (Polyc. 5,2; ct. Tertuliano, uxor. 11,9).
También la presencia de Jesús en las bodas de Cana (In 2,1-12) fue interpretada como una
santificación y consagración del matrimonio por Cristo. Seria, pues, Dios mismo quien une a los
consortes y quien otorga al matrimonio fuerza santificante y gracia divina (Agustín, bono coni.
3,3: Juan Damasceno, fide orth. JV,24). Orígenes afirma:
«Es Dios mismo quien ha fundido a los dos en uno, de modo que desde el momento en que el
varón ha desposado a la mujer ya no son dos. Pero como el autor de la unión es Dios, por eso en
quienes fueron unidos por Dios habita la gracia (el carisma). Sabiendo bien esto, declara Pablo
que el matrimonio que responde a la palabra es una gracia, del mismo modo que es también
gracia el celibato en castidad» (comm. in Mt. 14,16).
Agustín abrió una senda nueva hacia la posterior concepción del matrimonio. Según el, la
referencia del matrimonio al sacramento no se deduce sencillamente en virtud de la fonética
68
externa de la palabra (mysterion, sacramentum: Ef 5,32), sino de su proximidad objetiva a los
signos salvíficos indudablemente más importantes de la nueva alianza, y en primer término al
bautismo (nupt. et conc. 1,10,11) y el orden (bono coni. 32). Al igual que estos dos sacramentos,
también el matrimonio produce algo permanente (quiddam coniugale, en concordancia con la
posterior doctrina del vínculo conyugal permanente y con el cuasi-carácter de este vínculo). Según
Agustín, no se trata únicamente de un vínculo conyugal natural, sino del «santo sacramento del
matrimonio» (fid. et op. 7), un sacramento que se identifica con el vínculo matrimonial
indisoluble. Aunque todavía no se menciona una gracia sacramental específica, se describe ya la
dignidad del matrimonio (conf. VI, 12: «Santificación de la vida matrimonial; cumplimiento del
deber de educar a los hijos»). A la objeción de los pelagianos de que con su doctrina sobre el
pecado original y la concupiscencia destruía el bien del matrimonio, replicaba Agustín que aunque
las relaciones sexuales matrimoniales son buenas como don del Creador, fueron pervertidas y están
necesitadas de redención a consecuencia del pecado original y del placer egoísta (concupiscencia)
que, sin la gracia, el hombre no puede dominar (pecc. orig. IT, 33-37). Ya en el sentido de la
posterior doctrina de los tres bienes del matrimonio, formulaba:
«El bien del matrimonio se apoya ... en todos los pueblos y en todos los hombres, en el objetivo de
la procreación y de la preservación de la castidad y, en lo que se refiere al pueblo de Dios, en la
santidad del sacramento. En consecuencia, se produce una violación de la ley divina y natural
cuando una mujer divorciada se casa con otro hombre mientras vive su marido anterior... Todo
esto, descendencia, fidelidad y misterio, son bienes por los cuales también el matrimonio es un
bien» (bono coni. 32).
69
al mismo tiempo, de vinculo del varón y la mujer del que forman parte la comunión de vida
personal y la fidelidad incondicionada.
“Cristo, Señor nuestro, bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente
divina de la caridad, y que esta formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque, así como
Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y fidelidad, así el
Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por
medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos, para que los esposos, con su
mutua entrega, amen con perpetua fidelidad, como El mismo ha amado a la Iglesia y se entregó
por ella. El amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la
virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los
cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la
maternidad. Por ello, los esposos cristianos, para cumplir dignamente su deber de estado, están
fortificados y como consagrados por un sacramento especial, en virtud del cual, cumpliendo su
misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, con el que toda su vida queda
empapada en fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su pleno desarrollo personal y a su
mutua santificación y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios” (GS 48).
70