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IMPROVISACIÓN Y COMPOSICIÓ N COREOGRÁFICA E N EXPRESIÓN COR POR AL

CÁTEDRA GHILOTTI

GHILOTTI, ROMÁN, Un cuerpo ahí ya es demasiado (ponencia presentada en el Primer Congreso de


Artes del Movimiento IUNA, octubre de 2005).
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UN CUERPO AHÍ YA ES DEMASIADO


(DANZA Y DIFERENCIA / HECHOS E INTERPRETACIONES)

El espacio manda, dice un antiguo dicho de las artes de escena. La mano es más rápida que la
vista, dice otro, muy popular, atribuible a la tradición de la magia.

Lo de: el espacio manda, entre las artes de escena, alude a que la expresión de lo escénico
fundamentalmente se ve, se contempla. El espectador percibe la acción en el espacio donde esta
ocurre. El espacio manda, porque allí acontece el discurrir escénico. La expectativa y la atención
de la concurrencia están orientadas a captar los sucesos sobre la escena. Más allá de la poderosa
e innegable influencia que puedan tener las palabras, ver la obra es lo preponderante. De no ser
así, el teatro simplemente se leería o escucharía, y con ello ya sería suficiente. Incluso se llegaría
al absurdo de que una coreografía, sencillamente siendo contada, cumpliría su objetivo. Pero, en
general, esto no es de esta manera.

El espacio manda también se refiere a cómo se dispone la zona de la representación. Lo


escenográfico, lo luminotécnico, todo aquello que hace al dispositivo escénico. Y, por supuesto,
a lo que llamamos la puesta. Entradas, salidas, ubicaciones, recorridos, reuniones, separaciones,
lugares con distintos pesos relativos. Antaño, para el teatro burgués, el lugar de entrada
irrenunciable para quien era cabeza de compañía era la derecha del escenario. El teatro griego
en su época clásica presentaba, claramente determinados, los sitios de las evoluciones del coro,
de las apariciones de dioses y las zonas de trabajo del agonista y el antagonista. El kabuki y el
noh mantienen aún sus jerarquías espaciales. Otro tanto se estructura para las danzarinas
balinesas y el tamerlán, esa orquesta percutiva que las acompaña. Existen muchos ejemplos de
maneras codificadas de calificación del espacio de escena. Rémoras de éstas, que aún continúan,
pueden hallarse en algunos espectáculos de revista o en presentaciones televisivas.

Pero, el espacio manda, es un precepto engañoso, o al menos no lo dice todo.

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De los ejemplos citados se puede inferir lo siguiente: el espacio así jerarquizado u organizado
crea efectos, de los cuales se conocen los resultados Se saben cosas con anterioridad a que
ocurran: por tal lugar entrará el mensajero, el centro será ocupado por el protagonista, la cabeza
de la compañía aparecerá por allí, esa diagonal es la fuerte, aquella la débil, u otros hechos por
el estilo. Quizá admire, maraville o sobrecoja el momento en que algo de esto suceda, pero, de
algún modo, estos efectos donde el espacio manda, son predecibles, y por ello, no tan
sorprendentes.

Agrego un tercer dicho, y es el último. Diseminada entre gente de teatro, se puede oír esta frase:
un director mata por un efecto.

Vimos que a partir de: el espacio manda, se pueden caracterizar efectos bastante previsibles. En
general, no son precisamente esos los efectos por los que un director de escena mataría. Un
director mata por un efecto viene a significar el valor que se da a lo especial y distintivo, a lo que
pone una marca propia y auténtica de un creador, en este caso el director, marca que no estaría
dispuesto a abandonar o ceder. Se trata de uno de los aspectos más salientes que dan identidad
estilística a un artista. El efecto da la nota.

Muchos y muy diversos pueden ser los recursos a que apele un director para construir un efecto.
Desde determinaciones del dispositivo escénico hasta encabalgamientos o maneras de presentar
o definir acciones, personajes, locuciones y movimientos; existe un abanico enorme de
posibilidades a la hora de plantar efectos escénicos. Para una gran porción de ese abanico de, el
factor temporal resulta lo prioritario. Esto sucede cuando súbitamente, sin haberlo esperado,
algo cambia de sopetón. Y aquí, entra a jugar la magia.

La mano es más rápida que la vista. Ante los ojos ocurre algo que no se alcanza a ver. Lo mágico
es que algo desaparece o aparece, algo se transforma sin que se alcance a percibir cómo. Una
actitud corriente frente al acto de magia es la de estar alerta para descubrir el truco, para
desentrañar el mecanismo de la trampa. Pero, como espectador de una pieza de arte escénico,
en general, no se está particularmente atento a los golpes de efecto: simplemente se perciben
en su discurrir, esto es, se reciben las alteraciones del discurso escénico. Alteraciones,
mutaciones, transformaciones, repentinas o no -la repetición y el desarrollo también son
temporales-, son cambios que se dan en el tiempo de la escena. Más precisamente: son el
tiempo escénico.

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Estos cambios en la escena son registrados porque se advierte que algo es distinto entre un
antes y un después. Porque se ve, igual que con el acto de magia, que algo que estaba ya no
está. En el espacio, deja de verse algo, comienza a verse otra cosa. En rigor, es lo que ocurre, eso
que pasa, lo que hace la distinción, marca el transcurrir. A partir de un suceso se separa lo
anterior y lo posterior al hecho.

Entonces, el dicho: el espacio manda, para poder dar cuenta más acabada de lo que se produce
en el arte de escena, tiene que modificarse. Una posibilidad es: el espacio conjuntamente con el
tiempo mandan.

Espacio y tiempo conjuntamente. Espacio, clásicamente, se define como lo que es extensión.


Tiempo, clásicamente, como lo que es cadena de sucesos. Espacio y tiempo, dos nociones que
dan testimonio, unidas, de lo que somos como cuerpo: extensión cambiante en su cadena de
sucesos. Para expresarlo en palabras de Merleau-Ponty: “No hay que decir, pues, que nuestro
cuerpo está en el espacio ni, tampoco, que está en el tiempo. Habita el espacio y el tiempo.”
(Merleau-Ponty, 1984: 156).

Igual que en la vida cotidiana, en el arte de escena el cuerpo habita tiempo y espacio. En la
escena, un cuerpo llega o se va, habita el ámbito y el transcurrir, da testimonio en ese habitar de
su ser sí mismo. Incluso en la representación más ficcional de un personaje, un cuerpo construye
hechos e historicidad porque habita espacio y tiempo.

Los actos y la temporalidad que monta un cuerpo en la escena, en su mismo producirse, son ya
interpretación de quien los realiza. Interpretación como explicación que busca dar sentido en y
por los hechos que efectúa. Es lo que decimos al afirmar que un actor o un bailarín, en definitiva
un cuerpo, interpreta.

Lo que hace es habitar el momento y el lugar. Y con ello crea una posibilidad de sentido. O más
precisamente: posibilita el dar sentidos, pues, aunque su interpretación constituya un sentido,
éste no es unívoco. También es interpretado por quien lo ve, por quien lo recibe. Un cuerpo
atestigua como autenticidad su ser sí mismo, como hecho e interpretación. Es eso que es,
cuerpo habitando espacio y tiempo, y por ese mismo hecho, es interpretable.

Siempre en la danza, comprendida como arte de escena, hay un cuerpo ahí, con materialidad y
sentido posible.

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La materialidad del cuerpo, lo que podemos llamar su encuadre natural en una acepción amplia
del concepto, alude a su posibilidad de movimiento, su carnalidad, su opacidad, su potencial
despliegue de energía, su sexualidad, su extensión, por referir algunas de las consideraciones
concretas más inmediatas y evidentes. Pero también, esa materialidad es aptitud para la
percepción. Un cuerpo no sólo puede ser percibido sino que también puede percibir. Como tal,
la percepción es condición y posibilidad de vínculo con los otros cuerpos, es decir, condición y
posibilidad para la comunicación.

Dentro de esta perspectiva, la percepción, considerada desde la materialidad, abre o habilita una
comunicación anterior a la palabra, pero ya, de suyo, y por ser comunicación, posibilitadora de
sentidos.

Pero, a su vez, aunque la materialidad lleve a la comunicación de sentido, éste, pensado como
significado, escapa de ella, rehuye toda materialidad. Como con la interpretación del bailarín o
del actor analizada, que no es única sino múltiple, por ser interpretable, el sentido es plural,
multívoco, no se cierra a una definición ni apunta en una sola dirección, no se identifica con su
base material sino que se abre a posibilidades.

Para el caso del sentido en el arte, desde la percepción, medio por el que se recibe la obra,
aunque no sólo a partir de ella -pues, por lo general, también se está en posesión y atravesado
por saberes ya estructurados, no ligados a la inmediatez de lo que se percibe-; entonces, desde
la percepción y ese algo más, se construye relacionado con la forma estética que se recepta. Al
experimentar la obra de arte se abren posibilidades de sentidos, sin que ninguno,
necesariamente, haya de prevalecer.

Experimentar la obra de arte, para las artes escénicas, es experimentar cuerpo.

Así las cosas, la sola materialidad de un cuerpo en escena no hace, por sí sola, un sentido,
aunque lo posibilita. E inversamente, cuando se alcanza a constituir un único sentido por los
hechos de la escena, la misma materialidad del cuerpo viene a negarlo -pues, de ella, siempre
otro sentido es posible.

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En la danza hay un cuerpo ahí que, habitante de tiempo y espacio, interpreta en sus actos y es
interpretado en sus hechos. Manifiesta la paradoja, como tensión inestable, entre su
materialidad (su encuadre natural) y su sentido (su perspectiva estética).

Para su trabajo y su práctica, la danza se sirve y usa diversos procedimientos y recursos. Es lo


que en cada estilo o modalidad de danza se da en llamar su técnica.

Una técnica, en términos corrientes, se aplica a algo y lo transforma con miras a un fin. Lo que
hay al comienzo, por trabajo de la técnica, pasa a ser distinto. Para la danza, el cuerpo del
principio, técnica mediante, se cambia a un cuerpo que posee un nuevo dominio.

El objetivo buscado con el trabajo técnico en danza es, por lo general, alcanzar aptitud y
desenvoltura en la utilización del cuerpo. Tácticas y estrategias relativas a la acción del cuerpo,
es decir, pautas de método, reglas de orden y organización, rutinas, operaciones, programas.
Cada técnica comprende series de elaboraciones corporales, con mayor o menor referencia a
modelos, códigos o cánones, esto es, con mayor o menor grado de libertad, pero siempre
tendientes al control, manejo y utilización del cuerpo. Y sin embargo en danza, la técnica
entendida como dominio de lo natural (el cuerpo en su materialidad), llega a resultar ambigua, a
veces hasta contradictoria, referida al sentido y manejo del principal soporte estético de la
misma danza (el cuerpo, como construcción no natural).

Lo expresado en danza, esa tensión entre la materialidad y el sentido del cuerpo, entre lo técnico
y su uso, puede observarse en algunos aspectos o diferencias.

Al respecto, para la danza, en sus hechos y en las interpretaciones de los mismos, pueden
señalarse al menos tres diferencias: la diferencia de la danza, la diferencia en la danza y la danza
de la diferencia.

La primera de ellas, la diferencia de la danza, sugiere dar con un criterio que exponga qué es lo
que hace que algo sea o no sea danza. Pareciera que se pregunta por la esencia. Con una
perspectiva menos ambiciosa, digamos menos metafísica, se puede caracterizar a la danza como
una práctica dentro de las artes de escena. Pero no cualquier práctica encuadrada en lo
escénico.

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El monologuista cómico, cuando hace su número monologando no está haciendo danza. Incluso
gesticulando, el monologuista aún no está bailando.

Desde otro ángulo de las artes de escena: cuando los bailarines no bailan, no están haciendo
danza. Puede darse el caso de que estén en escena quietos, y esa quietud sea parte de una
coreografía. Así como un silencio perteneciente a una composición musical es parte de esa pieza,
porque es ausencia de toda sonoridad constitutiva de la obra, y está dentro de la misma, la
habita, así también la ausencia de movimiento que habita una coreografía es quietud que baila.
Un cuerpo quieto como momento de una construcción coreográfica baila esa quietud.

Pero también puede estar quieto un monologuista, un actor, un mimo.

El monologuista, casi por definición trivial, apela a las palabras, las usa. El actor, en general,
también se apoya en textos, utiliza palabras. Actor y monologuista construyen posibles sentidos
con ellas. Un monologuista mudo parecería un imposible. Pero en la pantomima no son pocas las
oportunidades en que el mimo es ese monologuista del silencio. El bailarín también suele
trabajar callado. O solía hacerlo.

A la danza de escena occidental se le ha prohibido la palabra dicha en muchas ocasiones. La


danza académica pautaba, y aún lo hace, momentos de pantomima e incluso de teatralidad,
pero en silencio. Muchas formas de la danza, y no sólo occidentales, niegan la posibilidad de la
palabra dicha. Lo corriente es no hablar cuando se baila. Pero no es contradictorio con la danza
el proferir palabras mientras se la realiza. Esto es obvio para quien ha bailado en una discoteca,
en una fiesta de casamiento, en una clase de danza, en un ensayo o en escena. Puede tornarse
dificultoso hablar al bailar como consecuencia de la agitación. Pero no es la ausencia de la
palabra dicha lo que pone la diferencia de la danza. Con o sin palabra dicha puede haber danza.
En rigor, siempre en la danza hay palabras. Y esto es trivial desde que se sabe que estamos
atravesados por el lenguaje: siempre hay palabras en nuestras construcciones, dichas o no
dichas, y todo lo nuestro son construcciones.

En la construcción-danza la palabra está, y ha estado, si no dicha, escrita: en carteles, programas


de mano, títulos, críticas, argumentos de ballet, etc. Para el caso límite en que nada de lo
anterior se presente, sin embargo, el cuerpo en movimiento abre posibilidades de sentidos, esto
es, habilita posibles relaciones comunicativas, interpretables, y en toda interpretación hay
sensación, imagen, pensamiento, palabra.

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Que la danza esté imbricada con la palabra no implica ni supone el dominio de la última sobre la
primera. Incluso, las tendencias de nuestra época, en la que las danzas se andan y se desandan,
algunas a tientas e inseguras, otras reaccionarias repitiéndose en moldes rígidos o vaciados, y
otras más construyendo pequeñas certezas que son demolidas para erigir nuevas en el proyecto
siguiente, esas tendencias insisten en la vigencia del crítico deseo de Artaud: “Hay que asesinar
al padre de la ineficacia en el teatro: el poder de la palabra y del texto.” (Artaud, 1982: 207).
Artaud se refería al teatro, pero vale extensivamente para las artes de escena. El asesinato es al
poder de la palabra, a su primacía hipostasiada. Ese asesinato se viene consumando: en la
práctica teórica, la deconstrucción derrideana es el ejemplo más famoso; en la práctica de
danza, los vaivenes de las tendencias actuales aportan lo suyo.

En la palabra no está esa diferencia de la danza. Tal vez en el movimiento. Pero el teatro y la
pantomima también proponen movimiento, y como en la danza, hay cuerpo, hay materialidad
corporal. Las artes de escena son artes de la palabra y del cuerpo, conjuntamente. Aunque calle,
el mimo pone en gestos narraciones. Si se torna más abstracto, se tiende a no pensar que el
mimo mima; se piensa en un lenguaje corporal, quizás en la danza.

Entonces, si las artes de escena todas proponen movimiento, la diferencia de la danza la puede
dar el modo en que se desarrolle el movimiento. Lo cual lleva a la segunda diferenciación: la
diferencia en la danza.

Si se acepta que la diferencia de la danza radica en la manera de utilización del cuerpo en


movimiento, es la técnica, o mejor, son las técnicas las que hacen la diferencia.

Con independencia de cuáles sean las diversas raíces antropológicas de las danzas, y también sin
comprometer un juicio con respecto a si las danzas se originan en lo mimético o en un
espontaneísmo o una adecuación al medio, ontogenética o no, las danzas se estructuran sobre
técnicas. Particularmente, al hacerse referencia a la danza como arte de escena, y recortando
ese universo a occidente y los últimos dos siglos -dejando mucho afuera, pero suficiente adentro
para comentar el efecto de la técnica-, se han construido una notable variedad de lenguajes
danza. Siguiendo la metáfora lingüística, unos lenguajes pueden considerarse como dialectos de
un mismo tronco, mientras que otros se observan como idiomas disyuntivos.

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De la danza académica, las escuelas, como la italiana, la francesa o la rusa, como dialectos de un
ideal estético, y las modalidades neoclásicas, tal vez fuera mejor decir neoacadémicas, como
familia de idiomas con una raíz común. Estos lenguajes con sus diferencias, sin embargo, se
encuentran y coinciden al menos en un par de determinaciones guiadas, sostenidas y
perduradas en sus técnicas: el trabajo sobre el cuerpo se orienta hacia el dominio acabado y el
virtuosismo, persiguiendo la reproducción de ideales modélicos fijados. La racionalización que se
evidencia en este tipo de control físico de la materialidad del cuerpo, en la definición de la forma
corporal como figura pura, plasmada en un canon, en la geometría de sus diseños espaciales,
deja poco margen a la expansión de posibles sentidos.

En la danza moderna, una de las respuestas vanguardia a aquello que ahogaba y que en el siglo
XX buscaba cambiarse, la diferencia se torna idiomática. Como reverso de la danza académica, la
moderna plantea otro lenguaje. La materialidad corporal es entrenada en el manejo de
oposiciones: desde ritmos, tomados de lo orgánico y trasladados a esquemas antagónicos de
tensión-distensión, en sus técnicas se perfilan dualismos de acción. Lo súbito y la quietud, la
contracción y la relajación, lo fuerte y lo suave, la caída y la recuperación, son todos ellos, más
que momentos del baile, elementos constructores de lenguajes y estilos. Un estilo no es otra
cosa que un lenguaje llevado hasta su máxima posibilidad expresiva. En ese punto, el riesgo de
un lenguaje es el de quedar ceñido a preceptivas, y de ahí en más subsistir perseverando en sus
formas canonizadas. Aunque su búsqueda expresiva pueda no dirigirse al virtuosismo como su
finalidad, lo cual es otro de sus riesgos, esa búsqueda tiende a quedar atrapada en la
abstracción: los movimientos se producen por su efectividad motora, por su combinatoria o por
su vistosidad. El margen de interpretación tiende a extinguirse y agotarse sólo en lo agradable.

El quiebre a esta perspectiva introduce la tercera distinción: la danza de la diferencia.

En las últimas cuatro décadas, aproximadamente, los enfoques y encuadres técnicos en la danza
se multiplicaron, y a la vez se volvieron más laxos. Las técnicas antes prevalecientes sufrieron
procesos de mezcla y combinación, dando lugar a otras surgidas del mestizaje. A la vez,
influencias de oriente, de la calle, del deporte, del teatro, de lo terapéutico, del circo, de las
artes marciales, de distintos folclores, de tecnologías y otras formas expresivas incidieron en las
búsquedas creativas. Esto habilita una mayor independencia respecto de las técnicas.

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Con esta independencia, la divergencia de discursos suscitados por creadores, que es aquello
que los define como tales, a modo de afirmación de identidades, es el punto de partida desde el
cual se construye con la materialidad del cuerpo. La técnica es situada después del discurso.

Esto no quiere decir que primero se baila y luego se entrena. Significa que la técnica aborda los
problemas que el discurso plantea para encontrar, modificándose ella misma, las soluciones
fácticas, de control corporal, según sean las demandas de aquél.

Históricamente, es imaginable que no fueron distintos los métodos y las circunstancias en que
construyeron sus soluciones Petipa, Fokine, Graham, Cunningham o Bausch, por citar algunos de
los más famosos. Forsythe, con su fragmentación del lenguaje académico y su tratamiento de
tiempos imposibles en aceleraciones y lentificaciones, es un ejemplo de cruce de técnicas
subordinadas a los requerimientos del discurso.

El diccionario de la Real Academia Española define discurso como una “facultad racional con la
que se infieren unas cosas de otras, sacándolas por consecuencia de sus principios o
conociéndolas por indicios y señales” (DRAE, 2004). Esto último es lo que puede ser aplicado a la
danza: en su discurso, materialidad del cuerpo es reconocida por indicios y señales, y de allí se
hacen consecuencias, se abren sentidos.

Para un creador, su danza es su diferencia puesta en cuerpo. Tiene las marcas de sus efectos,
puestos por él positivamente. Habita tiempo y espacio coreográficos, donde hay un cuerpo ahí. Y
un cuerpo ahí, ya es demasiado. Tiene indicios y señales en su misma materialidad que conducen
a la posibilidad de pensar sentidos, de hacer y dar interpretaciones, de comunicar.

La autenticidad en la danza (que no es otra que la del cuerpo que interpreta), a modo de libertad
positiva (libertad del creador), afirma la posibilidad de comunicación de sentido
(interpretaciones cuerpo) sin abandonar la posibilidad de lo concreto (hechos cuerpo).

BIBLIOGRAFÍA

MERLEAU-PONTY, M., Fenomenología de la percepción, Barcelona, Planeta-Agostini, 1984


ARTAUD, A., “Lettre a J. Paulhan (1932)”, en Ecrits, Paris, Gallimard, 1982
DRAE, 2004, Biblioteca de Consulta Microsoft® Encarta® 2004. © 1993-2003

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