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Decantaciones kantianas
UNIVERSIDAD DE VENEZUELA
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COORDINADOR ADMINISTRATIVO
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COORDINADORA DE EXTENSIÓN
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© Comisión de Estudios de Postgrado, 1999.
Ia edición: 1999
ISBN: 980-00-1602-3
Universidad Central de Venezuela. Caracas-Venezuela. Telf.: 662 4768. Fax: 662 47 51.
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Printed in Venezuela
Ezra Heymann
Decantaciones kantianas
PREFACIO Y SÍNTESIS 9
PARTE I
La crítica de la metafísica 37
PARTE II
PARTE III
PARTE IV
Ellos fueron realizados en la convicción de que sólo el cuestionamiento y atento examen de los
argumentos del autor pueden hacernos conocer el sentido y el alcance de sus tesis. Este
examen no puede limitarse a verificar la correcta derivación de las conclusiones a partir de las
premisas del autor, ya que muy rara vez éstas se exponen explícitamente. El intérprete tratará,
por consiguiente y en lo posible, de averiguar las razones que apoyan el discurso del autor, en
parte en sus mismos textos, en el resto tratando de establecer qué premisas, que no
contradicen los textos del autor, pueden justificar sus tesis. Pero en ambos casos es en última
instancia el intérprete quien juzga bajo su responsabilidad y en los horizontes que le son
accesibles, la aceptabilidad de las propuestas del autor, exponiendo sus razones a sus oyentes
y lectores, así como el autor comentado ofrecía su texto al examen de sus lectores. Toda
lectura filosófica es, de esta manera, un diálogo en el cual el lector formula condiciones bajo
las cuales puede aceptar las líneas leídas. La continuación de la lectura mostrará si el autor
acepta estas condiciones, la forma en que va matizando y especificando sus tesis, de modo que
éstas tendrán que ser renegociadas.
Mencionaría en particular algunas de las tesis interpretativas aquí presentadas, que tratan de
condiciones que podrían permitir una recepción provechosa de las partes analizadas de la obra
kantiana.
En la filosofía del conocimiento kantiano se trata en primer lugar de dar cuenta de dos
enfoques que están presentes en la Crítica de la razón pura. El primero se asienta en la
presencia de una representación en la conciencia como punto de partida de una rendición de
cuentas de lo que pueda ser considerado como conocimiento. Este enfoque, de acuerdo con el
cual la conciencia se encuentra primariamente con sus propios datos internos, puede llamarse
el cartesiano, aún cuando el pensamiento de Descartes no se agota en él. El segundo enfoque
parte en cambio de la noción de experiencia y analiza sus condiciones de posibilidad. La
originalidad de este segundo enfoque se hace manifiesta por cuanto en él adquiere prioridad
el enlace causal entre los objetos de la experiencia, un nexo en el cual se inscribe la misma
consciencia conocedora. Ésta tiene de esta manera una presencia corporal, ubicada espacio-
temporalmente y conocedora a través de sus interacciones con el mundo.
Lo que se conoce de esta manera se cualifica como fenómeno. La correlación de este concepto
con el de noúmeno es la segunda tarea central de la presente interpretación. Ella defiende la
tesis de acuerdo con la cual no se trata de entidades distintas, sino de formas diversas de
relacionarnos con la realidad. Lo real que nos condiciona, se vuelve fenómeno en la medida en
la cual lo determinamos a través de la manera en la que nos afecta en nuestras interacciones.
Lo consideramos en cambio como noúmeno al querer dejar abierta la posibilidad de pensarlo,
fuera del orden cognoscitivo, por deter-minaciones internas de acuerdo con la idea de
libertad. Este planteamiento se inscribe dentro de la concepción más amplia de que una
ontología es posible solamente en referencia a las condiciones de un posible conocimiento, ya
que toda determinación del ente implica delimitaciones y enlaces que obtienen su sentido
solamente en la dinámica de un conocimiento, que involucra la inserción de un ente, tanto del
conocido como del conocedor, en nexos de alteridad plural.
En tercer lugar he querido ilustrar en la filosofía del conocimiento kantiano, no menos que en
la filosofía práctica y en la estética, la diversidad fenomenológica de la cual se alimenta y a la
cual atiende el pensamiento kantiano. En la primera Crítica lo ilustra en particular la noción de
síntesis, que pasa del enlace aristotélico de sujeto y predicado a la síntesis geométrica
continua, cuyo modelo es el trazado, a la síntesis aritmética discreta, que permite medir sobre
la base de una unidad, y a la síntesis que enlaza fenómenos físicos heterogéneos, enlace que
constituye la experiencia, a diferencia del objeto de una intuición. Son, sin contar la síntesis
predicativa (que por su parte resulta tener más de una forma), tres formas de síntesis
complementarias e irreductibles las unas a las otras, de modo que contrarrestando el hábito
corriente de hablar de «síntesis» en general, podemos esperar una aproximación más
prometedora a la visión kantiana.
***
Kant:
TyPr. «Sobre el dicho: Esto puede ser cierto en la teoría pero no sirve para la práctica».
Berlinische Monatsschrift, septiembre 1793.
Las letras A y B, seguidas de un número, indican las páginas de las ediciones originales de los
textos kantianos; los Prolegómenos se citan en referencia a la edición de la Academia, con la
indicación Akad. IV; y cuando no se señala de otro modo, las traducciones de las citas son del
autor.
PARTE I
Kant: las necesarias mediaciones entre el mundo sensible y el mundo intelegible. Una revisión
de conjunto
METAFÍSICA
En el diálogo El sofista, Platón nos habla de la gigantomaquia (la mítica lucha entre dioses y
gigantes) acerca del ser. para los unos el ser es idea, lo que se capta en el pensamiento como
inmutable y siempre idéntico a sí mismo; para los otros, en cambio, es real aquello que actúa y
padece, es decir, que causa y sufre cambios (246A-249D).
Ninguna de estas posiciones es plenamente satisfactoria para Platón. Los «hijos de la tierra»
no pueden identificar en el flujo de los acontecimientos nada estable y reconocible; los
«amigos de las ideas», a su vez, al inmovilizar el ser, se ven empujados a la consecuencia fatal
de que el ser es ajeno a toda vida.
Visto más de cerca se trata aquí de la reunión de dos alternativas históricamente distintas. Una
vez, le surge a la filosofía jónica de la physis como opositor el mundo de las formas
matemáticas; la segunda vez el Ser único de Parménides opuesto al mundo aparente del
devenir. Una vez la racionalidad recién descubierta de las estructuras matemáticas, la segunda
vez una herencia más antigua que opone al mundo que experimentamos diariamente un
mundo o principio cuya permanencia e invulnerabilidad lo hace más merecedor de ser
considerado como lo verdadero: un mundo del arrebato religioso al cual Parménides intenta
dar una forma racional.
De la tradición matemática pitagórica sabemos muy poco fuera de lo que de ella se mantiene
en el pensamiento de Platón. Aquí las formas matemáticas reivindican no solamente una
prioridad ontológica por su inmutabilidad, sino también una prioridad epistemológica, ya que
con ellas se presentan ante el entendimiento las estructuras prototípicas de la realidad
percibida. El mundo inteligible representa de esta manera lo que hay de esencial en el mundo
sensible.
Cualesquiera que fueran las raíces psicológicas de las creencias religiosas, sus motivaciones en
el pensamiento humano se hacían valer filosóficamente en, por lo menos, tres órdenes de
consideraciones, una vez que quedó descartado Dios como origen del movimiento en el
universo, un papel que le asignaban todavía Descartes y Newton.
1. La idea de que toda limitación puede entenderse sólo como recorte, a partir de una realidad
ilimitada, infinita y no menesterosa de nada. Esta
El argumento ontológico, que no ha tenido en ninguna época una fuerza de convicción amplia,
parte de nuestra idea de lo infinito y perfecto y sostiene que es imposible negar la existencia al
objeto de esta idea sin caer en una contradicción. El argumento cosmológico (o argumento «a
partir de la contingencia del mundo») parte de la comprobación de la existencia contingente
de los objetos que constituyen nuestro mundo, y sostiene que sí algo existe
contingentemente, es decir condicionado por otras cosas, la realidad total y sin carencia
alguna no puede poseer sino una existencia necesaria.
2. Mucho más fuerza motivadora en apoyo de una visión religiosa ha tenido la evidencia de
que nuestra vida es posibilitada por su pertenencia a un mundo, que si bien no la garantiza y
no le quita su contingencia, se caracteriza por una adecuación de sus partes entre sí y con
nuestro propio organismo, así como es fuente de permanente admiración la organización
teleológica de las partes de nuestro propio cuerpo. Las leyes físicas describen y analizan el
comportamiento de los cuerpos en su estado inerte, lo que hace pensar (entre otros, a Kant)
que es imposible que puedan dar cuenta de la diferencia entre el cuerpo inerte y el
organizado, caracterizado por un crecimiento en el cual se conserva una estructura dada (el
reino vegetal), y menos aún de lo que distingue el cuerpo inerte del animado, caracterizado
por la capacidad de moverse de acuerdo con una representación del medio ambiente.
Estas adecuaciones no pueden dejar de ser vistas, desde el punto de vista de los beneficiarios
de este orden, como sabias, sea en el sentido de que denotan una inteligencia suprema artífice
del orden percibido, sea como un orden inmanente a la naturaleza, de tal manera que la
sabiduría humana no consiste sino en homologar esta sabiduría inmanente, en «la vida en
correspondencia con la naturaleza» [homologoumenon zen kataphysin] en la formu-
XXXXXXX
lación estoica, así como la transmite Diógenes Laercio . En todo caso la percepción de un orden
natural parece revelar una estructura de la realidad que no queda abarcada por las leyes que
establece la física de la época moderna, que son leyes que valen, indistintamente se manifieste
o no en la realidad un orden teleológico que permita la autoconservación de un ser vivo.
3. Nuestra adhesión a principios morales ha estado asociada desde la más lejana antigüedad a
formulaciones religiosas. En documentos tan antiguos como lo son los libros de los «Profetas»
de la Biblia o Los trabajos y los días de Hesíodo, la exigencia de justicia no se ajusta a las
prácticas existentes sino que se opone a ellas. Lejos de ser la oposición entre el ser y el deber
ser de fecha más reciente que las oposiciones ser/devenir y ser/aparecer, como lo sostiene
Heidegger , los documentos mencionados muestran que es mucho más antigua que la misma
metafísica.
A pesar de que de este modo se opone a lo que hay, algo que no es sino que debería ser, no
obstante, este deber ser aparece como teniendo por lo menos un anclaje en lo real,
precisamente en nuestra conciencia, que de esta manera parece pertenecer simultáneamente
a dos mundos: al de la realidad en la cual estamos insertados cotidianamente y que suscita
nuestra oposición, y el de un orden autónomo de requerimientos morales que se manifiesta en
nuestras aspiraciones y en nuestro juicio.
Este orden de la validez moral puede ser visto como formando parte del universo de las
verdades inteligibles, al igual que las verdades matemáticas, así como ocurre de manera
ejemplar en la concepción platónica. En ambos casos se trata de la construcción de patrones,
posibilidades ideales, normas en relación con las cuales se percibe y se aprecia la realidad.
Esto podría entenderse en el sentido de un marco de referencia subjetivo, necesario para
nuestra orientación perceptiva o evaluativa. Sin embargo, se evidencia en la historia del
pensamiento que es mucho más persistente la sugerencia de que el orden moral indica
nuestra pertenencia a un orden de realidad diferente del orden del mundo físico. A diferencia
de las verdades matemáticas se vincula con la validez moral un sentimiento de obligación, la
idea de que el ámbito moral nos dirige justificados reclamos. Así podrá afirmar Leibniz ,
anticipándose significativamente con ello a la doctrina kantiana, que el ser humano pertenece
al mismo tiempo al reino físico del universo y al reino moral «de la gracia», al cual se puede
pertenecer sólo de manera libre y consciente. Todos los seres creados pertenecen al orden
natural que es, en la concepción de Leibniz, al mismo tiempo un orden de las causas eficientes
y un orden de las relaciones de medio a fin. Pero los seres que poseen comprensión son no
sólo creados por Dios, al igual que todos los demás entes, sino que son además libres
participantes en su reino, entendiéndose por «libre» precisamente el ser movido por su
comprensión propia, y no meramente con base en una propulsión implantada por el creador,
como ocurre en el resto del reino natural.
Aproximadamente en los mismos años en los cuales Leibniz esboza sus ideas con respecto a los
dos reinos a los que pertenece el ser humano, cuya reformulación será una tarea para Kant,
Shafitesbury5 desarrolla más amplia-mente ideas análogas que han tenido amplia repercusión
en el ambiente prerromántico alemán y que serán el punto de partida de la escuela de los
moralistas británicos que, a su vez, influirán en Kant.
En esta visión, todos los seres pertenecen, antes de que pudieran saberlo, a un orden natural y
tienen su ser solamente dentro de este sistema. En un segundo nivel ellos interiorizan esta
pertenencia al sistema natural bajo la forma de un sentimiento de simpatía, o afecto favorable
para con los copertenecientes a este orden vital. En un tercer nivel, en cambio, los seres ya no
son determinados por la contingencia de sus sentimientos, sino por la comprensión reflexiva
del principio que une el bien de cada uno a los procesos participativos y comunicativos que
posibilitan no solamente su vida misma, sino también sus concepciones, su comprensión
propia. Kant recogerá de las corrientes de la ilustración, provenientes tanto de Leibniz como
de Shaftesbury, la distinción moral entre un nivel impulsivo basado en tendencias naturales
dadas, y un nivel comprensivo en el cual los seres humanos forman una comunidad idealmente
concebida que puede orientar su práctica. Pero, mientras que para Leibniz y para Shaftesbury
la moral se basa en el profundo entrelazamiento físico y metafísico del bien propio y del bien
común, Kant verá como moralmente más significativas aquellas situaciones extremas en las
cuales el respeto por la ley moral se mantiene vigente, separado de toda consideración
prudencial que reflexiona acerca de las condiciones del bien propio.
5 Shaftesbury, A.: «An inquiry concerning virtue and merit» contenido en Characteristics.
Indiana- polis, Bubbs-Merrill, 1964.
La amplitud del pensamiento kantiano se documenta también por el hecho de que, desde su
juventud hasta su muerte, Kant ha participado con pasión pareja en el movimiento de ideas
metafísico-morales y de las ideas científicas de su época, habiendo intervenido de muy joven
en el debate acerca de si la constante física fundamental es la de la cantidad de movimiento
(m . v) o la de la cantidad de energía (m . v2/2), como sostenía Leibniz, y ha desarrollado una
hipótesis acerca de la formación del sistema planetario, conocida como la teoría Kant-Laplace.
Para darnos cuenta de la posición peculiar que ocupa Kant en el espectro del pensamiento
científico y epistemológico, debemos tener presente que en la ciencia de la época moderna se
entrelazan dos tradiciones distintas, que se suelen designar como la tradición baconiana y la
galileana. La primera es netamente empirista, y propone un conocimiento de la naturaleza
basado estrictamente en la comparación y en el análisis de las observaciones en sus
correlaciones. La segunda tradición científica en cambio parte de la necesidad de elaborar una
concepción previa de las posibilidades que podrían darse en condiciones físicas ideales, a las
cuales nos podremos aproximar a través de arreglos experimentales diseñadospar a este fin.
Así, Galileo elabora primero una concepción matemática acerca de lo que sería un movimiento
uniformemente acelerado y procede luego a idear experimentos en los cuales se reducen la
fricción y la resistencia del aire hasta que lleguen a ser insignificantes. La caída de los cuerpos
en esas condiciones se define como caída libre. Luego, el experimento decidirá si la medición
de los espacios recorridos en tiempos dados y en las condiciones señaladas corresponde o no a
la concepción matemática del movimiento uniformemente acelerado. Kant ha festejado este
método, que en el lenguaje actual puede ser llamado «hipotético-deductivo», en un pasaje
famoso del prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, en el cual destaca:
La razón debe abordar la naturaleza llevando en una mano los principios según los cuales sólo
pueden considerarse como leyes los fenómenos concordantes, y en la otra el experimento que
ella haya proyectado a la luz de tales principios. Aunque debe hacerlo para ser instruida por la
naturaleza, no lo hará en calidad de discípulo que escucha todo lo que el maestro quiere, sino
como juez designado que obliga a los testigos a responder a las preguntas que él les formula
(BXIII).
En estas líneas Kant menciona tres elementos que serán, en su concep-ción, característicos del
pensamiento científico.
(&)
Kant recoge de la tradición empirista de la ciencia el concepto enfático de experiencia, esto es,
la idea de que sólo en contacto con el mundo podemos aprender todo lo que atañe a la
existencia de las cosas. Este pathos empirista está elocuentemente expresado en las siguientes
palabras del apéndice a los Prolegómenos:
Todo conocimiento de cosas a partir del mero entendimiento puro o de la razón pura no es
nada más que un espejismo, y sólo en la experiencia hay verdad (Akad. IV, 374).
Que esta reunión de formas racionales —que establecen posibilidades ideales— con las
observaciones empíricas no va de suyo en la epistemología moderna, lo muestra la
comprensión de la física que tiene John Locke. Una física general es imposible —afirma este
filósofo tan cercano al movimiento científico de 1700— porque nuestro conocimiento de los
cuerpos representa un muestreo insignificante de los que existen en el universo: una
conclusión que es inevitable a partir de una concepción meramente inductivista de la ciencia.
Kant, en cambio, ve en la ciencia galileana y newtoniana la estipulación de las condiciones
ideales matematizables —ejemplificadas por las tres leyes básicas de Newton (la ley de la
inercia, la ley que determina la magnitud de una fuerza por las aceleraciones de una masa y la
ley de la
igualdad de acción y reacción)—, que permiten determinar aun la medida en que un caso real
difiere del caso idealmente definido.
Ahora bien, en lo que atañe a la cuestión acerca de cómo es posible aplicar estructuras
matemáticas formadas a priori a una realidad empírica, es decir, a una realidad de la cual se
admite que es conocida a posteriori, a través de nuestra sensibilidad, la respuesta a esta
pregunta le es facilitada a Kant por una audaz innovación en la concepción de la matemática.
SINTÉTICOS
Desde Platón los objetos matemáticos han sido ejemplos predilectos de formas inteligibles,
cuyo conocimiento racional y a priori contrasta con el conocimiento contingente de lo sensible.
La división del conocimiento en a priori y a posteriori ha sido considerada como coincidente
con su división en conocimiento inteligible o intelectual y conocimiento sensible. Kant en
cambio defenderá la tesis según la cual la matemática, siendo demostrada a priori, no consiste
sin embargo en un análisis de conceptos dados, sino que obtiene sus conocimientos, más bien,
por construcciones en la «intuición sensible pura».
Las proposiciones aritméticas elementales llegan a ser para Kant ejem-plos de juicios sintéticos
a priori, una noción que por sí constituye una innovación filosófica y que Kant puede defender,
apoyándose precisamente en su concepción de una intuición sensible pura. Todo
conocimiento empírico se expresa en juicios sintéticos, que dan acerca del objeto designado
por el sujeto gramatical una información que es aportada por la experiencia y que no está ya
contenida en el concepto del sujeto. Se llaman, en cambio, analíticos los juicios que no
informan de ninguna experiencia nueva, sino que se limitan a explicar el concepto expresado
por el sujeto gramatical. De esta manera, cabría pensar que todos los juicios sintéticos son
juicios basados en la experiencia, y que sólo los juicios analíticos pudieran ser a priori. Pero
Kant muestra que los enunciados aritméticos, sin aportar datos provenientes de la experiencia,
es decir siendo a priori, no son sin embargo analíticos. Si he de establecer a cuanto monta la
suma de 7 + 5, tengo que realizar un conteo de cinco unidades a partir de 7, y no puedo
conocer el resultado sin haber efectuado la operación con los dedos, o conjuntos de puntos, o
con símbolos. Todas las maneras de demostrar que 7+5=12 son equivalentes a un conteo de
unidades cualesquieras sensorial-mente distinguibles. El resultado 12 no queda ya pensado al
pensar en el concepto de ‘la suma de 7 y 5’, por lo tanto no es analítico. Se trata del resultado
de una operación regulada, y no de un análisis conceptual, que es una reflexión acerca de una
comprensión implícita previa. En el caso de operaciones con números mayores, se hace aún
más evidente que es imposible prever el resultado de la operación. Por esto debemos concluir
que se trata de un enunciado sintético a priori, es decir de un enunciado que amplía
los conocimientos contenidos en el concepto del sujeto mediante una operación regulada de
antemano.
Por otra parte no debe sorprender que Kant observe en la «Doctrina del método» de la CRP
que los juicios analíticos, que se limitan a aclarar el contenido implícito de los conceptos, por
más que son a priori no son, a diferencia de los juicios matemáticos, ni exactos ni indiscutibles,
ya que representan una reflexión sobre conceptos cuyo uso antecede a toda regla-mentación
explícita (A 727/B 755-A 730/ B 758).
En este sentido son juicios analíticos los que tienen por cometido poner en claro [erlautern] lo
que queda pensado al ser usado cierto concepto. Con este sentido de «analítico» se aviene
plenamente la explicación dada en la «Deducción transcendental» B, de acuerdo con la cual
todo análisis presupone una síntesis previa, ya que podemos descomponer sólo lo que
nosotros mismos hemos unido previamente, aunque de manera no explícita. En este sentido
es, pues, producto de una síntesis todo concepto, o por lo menos todo concepto que puede ser
analizado (dejando abierta la cuestión si existen o no conceptos no analizables).
Una segunda explicación de lo que es un juicio analítico la da Kant al afirmar que el principio
de (no-)contradicción es el principio de todo juicio analítico. En ese sentido, se considera como
analítico todo juicio de cuya negación se deriva una contradicción. Esta explicación de
«analítico» no coincide inmediatamente con la explicación previamente dada, y si no se
precisa mejor su alcance pudiera entenderse como reñida con la tesis kantiana, según la cual
los enunciados aritméticos no son analíticos, puesto que de la negación de 7 + 5 = 12 se deriva,
de acuerdo con las reglas de la aritmética, una contradicción. Parecería entonces que esta
proposición debería considerarse, de acuerdo con la segunda formulación del criterio, como
una proposición analítica.
Hemos visto hasta ahora con Kant que los enunciados aritméticos no son analíticos, por cuanto
se establecen y se verifican por medio de operaciones realizadas con objetos sensibles que
representan, independientemente de su cualidad sensible peculiar, objetos cualesquieras
suficientemente individualizados6. Ellos constituirán un ejemplo prototipico.de juicio sintético.
Ahora bien, estrechamente vinculada con la índole sintética de los juicios aritméticos está la
formación sintética (construcción) de los objetos aritméticos, en primer lugar la formación de
la serie numérica, de acuerdo con la regla de asignarle a cada número un sucesor. Igual
importancia como prototipo de síntesis tienen para Kant los objetos geométricos y los juicios
acerca de ellos. El papel fundamental que estos desempeñan deriva de dos series de
consideraciones: están evidentemente en la base de la física, pero ya antes de proceder al
conocimiento científico de la naturaleza, en la mera percepción, captamos las formas que se
nos presentan a través de esbozos imaginativos, que al llegar a ser ordenados y sistematizados
darán lugar a construcciones geométricas de acuerdo con reglas enunciables y a la ciencia de
las relaciones entre estas construcciones. Si bien son construcciones concebidas por nosotros,
ellas tienen aplicación inmediata a los objetos de la experiencia por ser homogéneas con las
formas que delimitan el espacio en el cual ubicamos los objetos de la experiencia. El trazado
de una recta, o la formación de un cono mediante la rotación de un triángulo rectángulo
alrededor de uno de sus catetos son de este modo algunos de los ejemplos más antiguos en la
obra de Kant, mediante los cuales ejemplifica su idea de actividad sintética.
6 Los conceptos de identidad y de diferencia aquí implicados los trata Kant en el capítulo
«La Anfibología de los Conceptos de Reflexión» de la CRP, en el cual se señala la
irreductibilidad de la individuación sensible a las distinciones intelectuales.
(E>
percibidos en una interacción real con objetos dados o si son imaginados. En cambio el tercer
paradigma de síntesis, el causal, atañe a la experiencia, a partir de la cual se establece la
diferencia entre lo que existe efectivamente y lo meramente imaginado, definiéndose lo
realmente existente como aquello que está dentro del nexo (causal) de toda nuestra
experiencia.
El principio causal por el cual se reclama, para todo fenómeno dado, un antecedente con el
cual se vincula de acuerdo con alguna regla, es otro prototipo de juicio sintético apriori. A
diferencia de las síntesis matemáticas que son síntesis de la composición de lo homogéneo, la
síntesis dinámica
En un sentido más amplio, sin embargo, se pueden llamar invariantes también las leyes
causales que confieren a los objetos un comportamiento predecible («Segunda analogía» A
189/B 232-A 212/B 236).
CE)
conecta acaecimientos heterogéneos. Kant ratifica la tesis de Hume que señala que la relación
causal no es una relación de implicación lógica, ya que los dos fenómenos que quedan
vinculados al aplicárseles el esquema de causa-efecto pueden ser pensados uno con
independencia del otro sin que se incurra en ninguna contradicción. Pero, a diferencia de
Hume, considera que la validez del principio de causalidad es la condición misma que nos
permite ordenar temporalmente los sucesos de manera objetiva, ya que sin la inserción en
nexos causales no podríamos distinguir entre una aparición sensorial subjetiva y un hecho
objetivo. El nexo de la experiencia no está formado por hechos comprobados cada uno con
total independencia, sino inversamente, es la pertenencia de una aparición a un nexo de la
experiencia, al cual pertenecemos nosotros mismos como seres sensibles, lo que permite decir
que se trata de algo real-efectivo. Este nexo no se da nunca de manera concluida, de modo
que no pueden haber enunciados empíricos infalibles. Pero en la medida en que diversas
experiencias relacionadas se muestran coherentes entre sí, podemos decir que conocemos un
objeto.
En un sentido más perfilado, podemos hablar de objetos matemáticos que, si bien son
construidos por nosotros, oponen al arbitrio su necesidad propia que, de acuerdo con la
concepción kantiana, no se reduce a la mera necesidad lógica. Pero aun estos objetos
carecerían de realidad objetiva si su conocimiento no fuese relevante para el mundo de la
experiencia.
En el sentido más completo, el objeto es por lo tanto objeto de la experiencia, que es siempre
una experiencia de algo que viene a nuestro
encuentro, que nos resiste y del cual dependemos en nuestro conocimiento y en nuestra
misma existencia (B72). El objeto es de esta manera referido a las formas que dan a su
conocimiento su necesaria cohesión, como a su vez el conocimiento es constantemente
referido a lo que se presenta para ser conocido y manifiesta su modo peculiar de ser.
Comprendemos de este modo que los objetos para poder llegar a ser objetos de un posible
conocimiento, tienen que satisfacer las condiciones: a) de poder darse a nuestra sensibilidad
(lo que significa para Kant que debe ser objeto de una intuición sensible) y b) de poder ser
pensados, esto es, poder llegar a ser objeto de un juicio que responda a nuestros interrogantes
y que procede a determinarlo mediante los recursos conceptuales de los cuales disponemos.
Olvidar uno de los dos aspectos, sea el de la experiencia obtenida en contacto directo o
indirecto con el objeto, sea el de los recursos conceptuales de determinación del objeto, es
decir de la relación con un campo de posibilidades concebidas, desfigura el conocimiento a
punto de hacerlo irreconocible. Así ocurre cuando se saca de su contexto la frase «los objetos
tienen que regirse según nuestro conocimiento» (BXVI), o
Si la intuición habría que regirse de acuerdo con las características del objeto, no veo cómo
podría saberse algo a priori acerca de ella; pero si el objeto (como objeto de los sentidos) se
rige según la constitución de nuestra facultad de intuición, entonces me puedo representar
bastante bien esta posibilidad
(EXVID.
Si queda inadvertido que Kant no habla aquí de todo conocimiento, sino sólo del conocimiento
a priori, que por definición es anterior a la experiencia que nos proporcionan las cosas,
entonces obtenemos un absurdo que sólo podría merecer un lugar en un museo de las
aberraciones humanas. Kant insiste más bien que los conceptos y los conocimientos a priori no
tienen otro uso y significado que el destinado al conocimiento empírico (B303), es decir que
sólo sirven para procesar la información que proviene del encuentro con objetos de la
sensibilidad. «La analítica transcendental tiene por lo tanto este resultado importante: que el
entendimiento a priori jamás puede lograr otra cosa que anticipar la forma de una posible
experiencia en general» {ibid.). Los fenómenos particulares los podemos conocer sólo
aprendiendo de la experiencia.
Las leyes empíricas por cierto, no pueden de ningún modo derivar su procedencia del
entendimiento puro, así como la inmensa multiplicidad de las apariciones no pueden ser
comprendidos de manera suficiente a partir de la forma pura de la intuición (Al 27).
Ahora bien, Kant trata de transmitir su convicción de que las formas de síntesis espacio-
temporales se combinan a efectos cognoscitivos con determinadas formas de síntesis
judicativas. Para lograr esta correspondencia Kant introduce en la tabla de los juicios una
división tricotómica en lugar de la dicotómica: junto con el juicio universal y el particular
distinguirá el juicio singular; al lado del juicio afirmativo y del negativo pondrá el juicio infinito
(A es un No-B); al lado del juicio categórico y del hipotético, el juicio disyuntivo (A es B o C) y al
lado del juicio asertórico y del problemático el juicio apodíctico (A es necesariamente B).
A partir de la tabla de juicio así obtenida, Kant establece su tabla de las categorías, que desde
esta perspectiva no son otra cosa que las diferentes
CE)
Las categorías de relación son las que llevan el mayor peso en la filosofía kantiana. El juicio
categórico, formulado por la simple adscripción de un predicado a un sujeto, expresa
tradicionalmente la inherencia de una determinación (accidente) en una sustancia. Le
corresponde por lo tanto el par de conceptos sustancia-accidente, contado por Kant como una
categoría (designada también por el par inherencia-subsistencia). Al juicio hipotético, que hace
depender una aseveración de una condición dada, le corresponde la categoría de la causalidad,
que en este contexto no significa todavía una secuencia temporal sino solamente la relación
lógica de condicionante a condicionado9. Al juicio disyuntivo hace Kant corresponder la
categoría de comunidad o determinación recíproca, ya que el juicio disyuntivo realiza la
división lógica de una esfera dada en partes que se delimitan mutuamente.
Entre las categorías de la modalidad corresponde al juicio asertórico la existencia, al juicio
problemático la posibilidad y al juicio apodíctico el
De esta manera, partiendo de la forma aristotélica del juicio S es P, Kant termina por dar
prioridad al juicio como determinación galileana de magnitudes que puede ser efectuada con
independencia de las distinciones de especies y géneros. Por cierto, las categorías de relación
(sustancialidad, causalidad y comunidad) son categorías que conectan lo heterogéneo, ya que
causa y efecto, sustancia y accidente, no pertenecen a la misma especie. Pero Kant no
examina, en ningún momento, las clasificaciones subyacentes a la determinación de los
accidentes cambiantes, sin la cual no puede establecerse ninguna regularidad causal.
9 A este respecto conviene estar atento a los dos sentidos diferentes en los cuales
solemos hablar de hipótesis y de enunciados hipotéticos. En el uso más corriente se habla de
una hipótesis como un enunciado aceptado sólo tentativamente y sujeto a ulteriores
exámenes. Éste es el sentido modal de hipótesis que corresponde, en Kant, al juicio
problemático. En el segundo sentido, que es el relevante para la filosofía kantiana, se llama
juicio hipotético todo juicio de la forma si... enton- ces independientemente de su modalidad
asertórica, problemática o apodíctica.
Las categorías del pensamiento aparecen de este modo en dos contextos y desde dos puntos
de vista diferentes: una vez como principios de síntesis espacio-temporales, y en este orden
son principios de unidad con- ceptualizados a partir de la síntesis que realiza la imaginación
tanto en el orden compositivo (aritmético y geométrico) como en el orden conectivo dinámico
(permanencia y cambios de la materia); la segunda vez como conceptos formales
(todos/algunos, si/no, S es P/Si p entonces q) involucrados en los enunciados. Ahora bien Kant
sostiene que:
11 Las categorías enriquecidas con un esquema temporal se suelen llamar en los estudios
interpretativos de la filosofía kantiana, a diferencia de las categorías puras, categorías
esquematizadas.
de un dato otro dato pasado, copresente o futuro. Pero por sí solo la categoría pura de la
forma condicional lleva en sí sólo una necesidad de pensamiento sin ninguna información
acerca de la existencia de un devenir.
En cambio, como principio sintético a priori, la regla causal es la que permite distinguir un
antes y un después, por cuanto podemos producir un fenómeno B poniendo en obra
previamente el fenómeno A, pero no al revés. Con los ejemplos que da Kant, podemos calentar
un cuarto haciendo fuego en la estufa, pero no hacemos fuego calentando el cuarto;
producimos una pequeña hendidura en una almohada poniendo sobre ella una bolita metálica,
pero no hacemos aparecer la bolita metálica formando una hendidura en la almohada. Esto no
quiere decir de ninguna manera que toda sucesión temporal es una relación causal, que de
todo posthoc pudiéramos inferir un propter hoc. Pero es sólo contra el fondo de procesos
causales irreversibles que podemos distinguir un antes y un después objetivos. La marcha
inexorable del tiempo o «flujo del tiempo» no debe ser entendida por lo tanto, en la
concepción de Kant, como una forma pura de nuestra sensibilidad, sino como proceso físico: la
marcha de los procesos terrestres no menos que el movimiento del sol y de los astros.
Notamos de esta manera dos sentidos distintos en los cuales se habla del tiempo en la filosofía
kantiana, una diferencia de significados que no se hace patente en la Crítica de la razón pura
hasta llegar a la discusión del principio causal en el capítulo «Segunda Analogía de la
Experiencia».
Ahora bien, podemos preguntarnos: ¿por qué considera Kant el tiempo como forma de la
sensibilidad, si la secuencia que lo constituye está determinada por alguna regla, siendo el
entendimiento y no la sensibilidad la facultad de las reglas? Entre las varias razones que Kant
da para considerar el tiempo como forma de la sensibilidad, la más relevante para nuestra
pregunta es la siguiente: que el espacio y el tiempo sean formas puras de la sensibilidad
significa que son formas a priori destinadas a acoger una
afección, es decir un dato a posteriori que se da en un aquí y en un ahora. Esto quiere decir
que hay una relación interna entre los sistemas de orden que son el espacio y el tiempo y los
encuentros empíricos que se dan a través de nuestra sensibilidad: toda representación del
espacio y del tiempo tiene referencia a un posible aquí y ahora, todo posible aquí y ahora está
insertado en un marco espacio-temporal. Este marco es considerado por Kant como siendo a
su vez una intuición sensible pura, esto es, una proyección imaginativa ilimitada. Esto
constituye una razón adicional para considerar el espacio y el tiempo como intuición y no
como un concepto:
Un concepto general del espacio (que es común a un pie y a una vara) no puede determinar
nada con respecto a la magnitud. Si no fuera por la ilimitación en el progreso de la intuición,
ningún concepto de relaciones no acarrearía un principio de infinitud (A 25).
Lo que se señala en este texto con respecto al espacio vale igualmente con respecto al tiempo,
tanto más por cuanto de acuerdo con A 99 y A 429/B 457 el progreso de la intuición espacial es
un progreso temporal.
Pero la noción del tiempo como serie dada por un orden de consideración de posibles datos
(aquí y ahora posibles), un orden establecido por una regla fijada a nuestro arbitrio, como lo
ilustra el ejemplo de la casa que puede ser recorrida con la vista en un orden o en otro, no nos
da todavía la noción de un tiempo objetivo, y que es un orden de sucesos o acontecimientos
que tiene lugar en un orden temporal caracterizado por su irreversibilidad, es decir por la
asimetría entre pasado y futuro, mientras que en un mero orden de la consideración intuitiva
(perceptiva o imaginativa) el «pasado» (lo ya recorrido en nuestra consideración) y el «futuro»
(lo que queda por recorrer) son simétricos y reversibles. En el tiempo objetivo la regla de la
consideración ya no es arbitraria, sino que está dada por la regla que caracteriza el orden
causal del acontecer. El orden temporal de la intuición (o imaginación) pura, el tiempo
subjetivo, es, en cambio, un orden previo a toda relación causal.
El tiempo objetivo no puede ser considerado, por lo tanto, como «siendo sólo una forma del
sentido interno, esto es, de la intuición de nosotros mismos y de nuestro estado interno» (A
331/B 49). Esta caracterización de la «Estética transcendental» vale sólo para el tiempo
subjetivo. El tiempo objetivo, en cambio, nos habla de nuestro encuentro con acontecimientos
cuyo orden no depende de nuestro arbitrio, sino que nos condicionan, constituyendo
precisamente lo que llamamos con Kant la experiencia. De ellos (del «objeto»), señala Kant,
dependemos tanto en nuestro conocimiento como en nuestra existencia misma (B 72).
Estas líneas nos obligan a entender de otra manera la intuición interior del tiempo de la cual
habla la «Estética transcendental»: el tiempo a priori y su esbozo de una sucesión cualquiera
tiene de antemano relación con el tiempo del encuentro con lo que no somos nosotros
mismos y que puede darse sólo aposteriori. El tiempo subjetivo, esbozo puramente interior,
tiene de por sí relación con el tiempo objetivo, el tiempo del encuentro con las cosas y con el
orden de su sucesión: «el cambio en las relaciones exteriores (el movimiento) en relación con
lo permanente en el espacio (p. ej.: el movimiento del sol con respecto a los objetos de la
tierra)» (B 277).
Ahora bien, si debemos distinguir una noción de tiempo subjetivo del tiempo objetivo,
físicamente configurado, ¿no habrá que trazar una distinción análoga con respecto al espacio?
Efectivamente, es algo muy diferente el espacio matemático, trazado imaginativamente y a
priori, y el espacio físico, p. ej.: la distancia objetiva entre dos objetos físicos debidamente
delimitados. Los dos son condiciones de nuestra sensibilidad, pero en órdenes distintos. El
espacio matemático representa el trazado con el que revestimos (de manera más o menos
ceñida) la realidad física, gracias al cual esta se vuelve calculable, y con ello científicamente
accesible. Más allá (o más acá) del trazado matemático, el espacio de la imaginación es el
espacio en el cual el sujeto conocedor se abre y va al encuentro de la posible realidad física
con la que puede interactuar. Pero esto quiere decir que el espacio, que es un ens imaginarium
(A 291/B 347), tiene de por sí relación con el espacio físico, que es una determinación de la
realidad empírica, en el mismo sentido en el cual Kant pudo afirmar, en el texto arriba citado,
que la conciencia del tiempo está necesariamente vinculada con la existencia de cosas fuera de
mí. Es, pues, el espacio imaginativo, y a priori capaz de determinación matemática, aquel del
cual Kant puede decir que es sólo una condición subjetiva de la sensibilidad.
En cambio el espacio del cual Kant afirma que tiene realidad empírica (A 28/B 44) es el espacio
físico, en el cual las formas espaciales a priori adquieren realidad objetiva. Este espacio
objetivo no pertenece en rigor al orden de la intuición (que tiene que ver sólo con
configuraciones independientes de su existencia o inexistencia) sino, igual que el tiempo
objetivo, al orden de la experiencia, en el cual nos vemos condicionados por la existencia de
los objetos.
Ahora bien, la causalidad como regla de sucesión de cambios no es sin embargo una
comprobación empírica, ni un hábito de expectativa creado por la experiencia, como pensaba
Hume. Por cierto, no podríamos saber a priori que el calor del sol ablanda la cera y, en cambio,
endurece la arcilla. Pero el principio causal lleva consigo una idea de necesidad de la cual no da
cuenta la experiencia contingente. Sólo al subsumir la experiencia a la forma del pensamiento
condicional si... entonces . recibe ésta la estructura teórica que permite que consideremos las
leyes causales como necesarias a través del enlazamiento sistemático entre ellas. No
hablaríamos de una ley natural si no tuviéramos por lo menos la presunción de que la
regularidad observada no es casual, sino necesaria a través de su pertenencia al conjunto
sistemático de la ciencia, aunque no seamos capaces de demostrar en cada caso
efectivamente esta sistematicidad y de transformar la ciencia en un sistema deductivo a partir
de algunas pocas leyes fundamentales. Esta sistematicidad es sólo una idea de la razón, una
meta que nos impulsa a buscar una unidad cada vez mayor entre nuestros conocimientos. De
esta manera se combinan el esquema temporal imaginativo —que vincula un antes con un
después— y la forma judicativa del pensamiento que juzga, por ciertas razones, que algo debe
darse necesariamente si se cumplen ciertas condiciones.
Estos dos sentidos de síntesis, síntesis imaginativa y síntesis judicativa, que Kant no obstante
correlaciona, se hacen muy visibles en la diferencia entre la «Deducción transcendental» de la
primera y de la segunda edición de la CRP. La primera edición introduce la noción de síntesis
en el plano de la intuición misma. En toda intuición se distingue una multiplicidad de partes,
una distinción inseparable de su índole espacio-temporal. Ahora bien, en tanto que dada en un
solo instante, sostiene Kant, una representación no puede ser otra cosa que una unidad
absoluta. Para distinguir la multiplicidad en una unidad, y captar la unidad en la multiplicidad
debo recorrerla y recogerla, reunirla sucesivamente en una síntesis de la aprehen-
sión. Después de postular esto, ya le es fácil a Kant hacer ver que una síntesis de la
aprehensión no sería posible si cada parte recorrida se extinguiera inmediatamente, al llegar el
recorrido a la parte siguiente. Hace falta entonces que lo ya recorrido se reproduzca, que en
cierto sentido de la palabra se mantenga copresente. Pero esto a su vez es sólo posible si la
parte reproducida, que sigue siendo copresente, es reconocida como la misma que la que fue
originalmente percibida o imaginada. La síntesis de la aprehensión presupone, de este modo,
junto con la síntesis de la reproducción, una síntesis del reconocimiento. Kant califica a esta
última como «síntesis del reconocimiento en el concepto», por cuanto entiende por concepto
la regla de acuerdo con la cual se realiza la construcción espacial o temporal (de una figura, de
una constelación de unidades, o de un ritmo).
La aseveración de Kant de que una representación, en tanto que dada en un sólo instante no
puede ser sino una unidad absoluta, no dejará de sorprender, ya que podemos perfectamente
distinguir de una sola mirada, en objetos apropiados de percepción, su lado derecho del
izquierdo, la parte de arriba de la de abajo. Pero estas distinciones son precisamente las
distinciones propias de series ordenadas. En un ordenamiento vertical, por ejemplo, puedo
considerar como la primera la parte de arriba o la parte de abajo. Esto lo podemos elegir
arbitrariamente, ya que no se trata de una secuencia temporal objetiva, como es el caso en la
secuencia causal. Esto quiere decir que se trata de una secuencia imaginable y no
necesariamente real. De este modo, en la concepción kantiana, el conocimiento se caracteriza
por la concepción de potencialidades en la relación con las cuales ubicamos y determinamos
las realidades empíricas. Estas potencialidades son, para empezar, trazados imaginativos
realizados de acuerdo con una regla implícita, un principio de unidad que el entendimiento
humano es capaz de desentrañar y de volver explícito, posibilitando de esta manera una
conciencia de sí en lo que estamos haciendo y pensando. Así como el concepto de objeto
expresa la concordancia ideal de los conocimientos obtenidos y de los conocimientos posibles
en la continuación de la actividad cognoscitiva, así también la unidad transcendental de la
apercepción designa la idea de una conciencia de sí unificada en sus actividades de síntesis.
Pero esto no debe entenderse en el sentido de que la actividad sintética imaginativa operaría
desde un centro perfectamente unificado; más bien cabe decir que está realizando un trabajo
de unificación, de concordancia consigo mismo, nunca acabado. Tanto la idea de objeto como
la de unidad transcendental de la apercepción pueden considerarse como focos imaginarios
hacia los cuales se proyectan nuestras actividades intelectuales. El entendimiento queda
definido en este contexto como la unidad de la apercepción
La argumentación lleva ahora más directamente a la conclusión desea-da: que las categorías
como expresiones de las formas del juicio tienen aplicación a la experiencia y son necesarias a
efectos de ella, porque sólo a través de la síntesis predicativa se realiza la unidad de la
conciencia, a la cual le corresponde la unidad de la experiencia que se va elaborando. Las
razones por las cuales Kant considera que la unidad de la conciencia se realiza sólo a través de
la actividad judicativa no se hacen explícitas. Las podemos solamente conjeturar: solamente
gracias a los juicios, que consisten en la aplicación de conceptos a objetos dados, reciben
nuestras intuiciones el potencial implicativo necesario para que se nos dé una experiencia
unificada. En este enfoque se hace evidente que por «síntesis», «enlaces» y «unidad de la
experiencia», Kant entiende preponderantemente un nexo consistente en implicaciones
lógicas dentro de un sistema que trata de ser lo más abarcador posible. A la unidad local que
tiene su modelo en el contorno de una intuición espacio-temporal, se sustituye ahora el
proyecto de una unidad total, con respecto a la cual Kant recalca, sin embargo, que sólo puede
darse como proyecto, como una idea de la razón con función directriz.
LA CRÍTICA DE LA METAFÍSICA
Una de las tesis principales que Kant defiende en la Analítica Trans-cendental es la de que las
categorías, que son las formas del pensamiento humano, tienen un uso cognoscitivo
solamente cuando se aplican a objetos de la experiencia. En la «Dialéctica transcendental»
emprende mostrar complementariamente que es vana toda pretensión de conocer realidades
que no se inscriban en la red de nexos que constituyen la experiencia. Un alma que como
sustancia simple sería indestructible, el mundo en tanto que objeto totalizado que abarca
todos los fenómenos espacio-temporales, y Dios como ente supremo y como hipóstasis de
todo lo real, no son objetos cognoscitivos. Los objetos son conocidos en tanto que están
relacionados los unos con los otros en interacción, y no sabríamos decir qué significaría
conocer un objeto sin relación con nada fuera de sí mismo. Por esta razón, nos es tan
inaccesible un sujeto que no se manifestara en relaciones empíricas con el mundo exterior,
como nos es inaccesible un objeto exterior a nosotros concebido como cosa en sí misma, es
decir, como un ente que se caracterizaría sólo por determinaciones internas, no relacionadas
con nada exterior a él (A 265/B 321). Igualmente, conocemos objetos en nexos de interacción
que se extienden indefinidamente; conocemos así objetos en el mundo. El mundo mismo no
es a su vez un objeto de conocimiento, ya que para serlo debería ser puesto en relación —
contradictoriamente— con algo fuera de él, y que, sin embargo, fuese un objeto de una
experiencia posible. El mundo es solamente el horizonte último del conocimiento que se
extiende o, en lenguaje kantiano, una idea de completitud espacial, temporal y causal, de
manera análoga como con la noción del alma pensamos la idea de una unificación completa de
la vida anímica, una sustancia que absorbería en sí misma todos sus accidentes.
Así como la idea psicológica —el alma— representa el afán de totali-zación en el orden de las
relaciones sustancia-accidentes y la idea cosmológica —el mundo— la totalización en el orden
de las relaciones causa-efecto, así la idea teológica —Dios— representa, en la concepción de
Kant, la idea de una totalidad absoluta de lo real. Es la idea de lo que contiene en sí todo lo
real, omnitudo realitatis, distinguiéndose de los demás seres sólo por cuanto le son ajenas las
privaciones que caracterizan a los seres finitos.
Tan pronto como intentamos hablar del alma como objeto simple, independiente del devenir
temporal, nos encontramos desasistidos de toda intuición interior. Tan pronto que intentamos
pensar el mundo mismo como objeto espacio-temporal, nos enredamos en contradicciones:
considerado como finito nos queda demasiado pequeño dada la índole progresiva e ilimitada
de nuestra imaginación, ya que podemos siempre preguntar: ¿qué hay más allá de sus
fronteras? Si, en cambio, tratamos de pensarlo como infinito, nos queda demasiado grande, ya
que todo objeto requiere una síntesis, y una síntesis infinita es una que por definición jamás
puede ser completada.
Igualmente, está destinada al fracaso la tentativa de concebir un ente supremo que contiene
en sí toda la realidad, de modo que cualquier otro ente se concibiera sólo como una restricción
a partir de esta plenitud del ser. Si bien esta hipóstasis, unificación de toda realidad en un solo
ente no es por
<S>
sí misma contradictoria, no sabemos, sin embargo, cómo atribuir a esta idea realidad objetiva
al no poder dar cuenta de una síntesis efectiva que susten-taría tal objeto. Ahora bien,
mientras nos falta todo criterio para adjudicarle realidad objetiva, debemos considerar la
entificación de la idea de una totalidad de la realidad como una «subrepción» que ocurre por
hipóstasis, al transformarse «la unidad distributiva del uso experiencial del entendimiento» en
una unidad colectiva de un todo de la experiencia (A 582/B 611).
Kant considera que la argumentación más natural y menos rebuscada es la que se ofrece como
prueba físico-teológica, basada en la existencia de un orden teleológico que posibilita toda
vida y que aparece como inexplicable sin el recurso a una inteligencia formadora que supera
inmensamente a la inteligencia humana. Kant señala, a este respecto, que la analogía con la
inteligencia humana no nos permite concebir un Dios creador en el sentido radical del término,
sino sólo un artífice que trabaja con el material existente y que depende por lo tanto en su
cualidad de artífice de esta existencia independiente. Si se lo quisiera concebir como creador
que no presupone ninguna existencia previa ajena a él, es decir, como no dependiente de
nada, sino como teniendo tanto su esencia como su existencia sólo por sí mismo, entonces nos
apoyamos en un conjunto de ideas que pertenecen a las propuestas por la prueba cosmológica
y por la prueba ontológica.
de ninguna existencia dada, sino que pretende hallar la existencia como consecuencia lógica a
partir del concepto mismo de un ser de realidad ilimitada [ens realissimum].
Pero la prueba ontológica que resulta ser presupuesta por las otras pruebas carece de la fuerza
de convicción espontánea y natural que acom-pañan a las otras pruebas, y, en particular, a la
físico-teológica. Ella consiste en afirmar que la noción de un ente que contiene en sí toda la
realidad, contiene también su propia existencia y que por lo tanto no se puede negar la
existencia del ser supremo sin caer en una contradicción. A este respecto, Kant señala que aun
si se admitiera que la existencia está contenida como un predicado en la noción del ser
supremo, no se puede concluir de ahí que a este concepto le corresponde necesariamente la
existencia. En el concepto de triángulo está, por cierto, contenido el predicado de «tiene tres
ángulos». No puedo, por lo tanto, afirmar la realidad objetiva del triángulo sin afirmar también
que a la noción de un conjunto de tres ángulos le corresponde igualmente realidad objetiva.
Pero no caigo en ninguna contradicción si niego la realidad objetiva del triángulo y con ello
también del conjunto de los tres ángulos. Caería en una contradicción solamente si afirmara lo
primero y negara lo segundo. En forma parecida caería en una contradicción si afirmara la
realidad objetiva de un ente necesariamente existente y negara la realidad objetiva de su
existencia, pero no se cae en ninguna contradicción si se niega con el predicado también al
sujeto, es decir, con la realidad objetiva de su existencia también la realidad objetiva de un
ente de existencia necesaria.
tautología de que un ente existente existe, y que un ente necesariamente existente (cualquier
cosa que esto pueda significar) existe necesariamente, es decir, la existencia que se quiere
demostrar estaría ya presupuesta en el sujeto del enunciado. Si en cambio se piensa que el
enunciado: «el ente sin defecto existe», no es un juicio analítico, sino sintético, entonces se
admite que puede ser negado sin incurrir en una contradicción.
En nuestra experiencia toda necesidad es condicional: podemos decir, de acuerdo con las leyes
causales, que algo es necesario si se dan ciertas condiciones. De esta manera, podemos
remontar de una condición a otra superior sin poder jamás hallar una existencia incondicional.
Por más que la razón anhela completar su comprensión, mediante la concepción de una
realidad que se explique por sí misma, nuestro entendimiento discursivo no logra dotar de
sentido a este concepto. Podemos entender que se trata de un malentendido, que consiste en
pensar una idea de la razón (que asigna a nuestro entendimiento la tarea infinita de progresar
en la comprensión de la naturaleza, y a nuestra razón práctica la tarea igualmente infinita de
progreso moral) como un objeto realizado. Pero por más que comprendamos esta ilusión
transcendental, Kant piensa que la tendencia de totalización en nuestra razón es tan fuerte,
que esta ilusión debe ser considerada como inerradicable.
Kant piensa tanto más el anhelo teológico de la razón como inerradi-cable, por cuanto éste se
vincula con auténticos e irrenunciables intereses morales:
1. La exigencia moral está dirigida a nosotros como seres libres, que podemos tomar
decisiones con base en lo que entienden como justo y legítimo, y que no tienen que resignarse
a estar ya determinados por causas que están en el pasado y fuera de su alcance. De este
modo, debemos concebirnos al mismo tiempo como integrantes del mundo de la causalidad
natural, y como ciudadanos de un mundo inteligible, en el cual participamos por cuanto
podemos entender exigencias de la razón que nos atañen a todos, por más que la historia
contingente de cada uno sea única.
2. La acción moral se propone realizar algo en el mundo. Justamente por ser considerada
como autónoma tiene que causar asombro la posibilidad de que las metas de la voluntad
moral se realicen en el mundo, posibilidad que es, sin embargo, inseparable de una voluntad
moral. De esta manera podemos decir que ella incluye una fe, la fe de que el mundo en que
vivimos y nuestra voluntad moral no son totalmente heterogéneos, sino que esta última
encuentra, sin desmedro para su autonomía, un asidero en el mundo, que permite la
realización de sus fines y que tanto nuestra voluntad como el mundo tengan un fundamento
suprasensible común. Ya que esta posibi-
lidad no se explica a partir de la naturaleza concebida como sistema de leyes físicas, Kant
considera que nos remite a un fundamento suprasensible común a nuestra voluntad y al
mundo, fundamento que permanece incognoscible12. La misma cognoscibilidad del mundo es
capaz de despertar este asombro, y con éste la fe en un fundamento incognoscible de la
concordancia entre el sujeto cognoscente y la naturaleza que conocemos en sus
manifestaciones sensibles.
Visto más de cerca, la justificación del principio moral, en estas dos obras del canon kantiano,
se realiza en ensayos diversos cuya virtud es más bien la de plantear los problemas y destacar
los puntos de vista que tienen que ser tomados en cuenta en una teoría ética, mas que ofrecer
respuestas finales.
Se trata de captar esta exigencia en su pureza, sin confundirla con las recomendaciones de la
prudencia. Esta separación de la preocupación moral de toda preocupación por nuestro
bienestar es lo que más distingue la ética kantiana de la tradición clásica, para la cual la ética
trataba de abarcar en uno la pregunta por la vida buena y por las exigencias justificadas que se
nos dirigen.
Así aparece en las éticas aristotélicas junto con la noción de lo bueno [agathon],
estrechamente vinculada con la de lo sympheron [lo útil, aporta-dor], la noción del kalon, lo
bello (que los romanos traducían como honestum, lo honorable, indicando con ello la
dimensión social y pública de la aprobación moral). De los escritos éticos de Cicerón se
desprende con claridad la conciencia de que si bien la agathología y la deontología son
discursos conectados entre sí, la guía de la temática ética puede ser ya la pregunta acerca de
las formas de la vida buena, ya la pregunta acerca de compromisos fundantes de nuestra vida,
en general, y de nuestra vida caracterizada por ratio y oratio, en particular.
Duns Escoto puede ser considerado como el primero que ha sostenido la independencia de la
preocupación por lo justo [affectio iustitiae] de la preocupación por el bienestar o lo
conveniente a nuestro ser [affectio commodí\. Este pensador medieval no está menos
convencido que las filo-sofías de la escuela tomista y que Platón, que ser justo es lo
conveniente a nuestro propio ser. Pero rechaza hacer depender nuestra adhesión a lo justo de
nuestra convicción de que esto es lo que física o metafísicamente nos conviene.
La época moderna, y en particular los siglos XVII y XVIII, acentúa la preocupación por mantener
bien distinguida la preocupación social (o intersubjetiva) de nuestra preocupación por nuestro
propio bien. En Francia obtiene amplia resonancia la «querella del amor puro», un
enfrentamiento entre dos formas de religiosidad, que tiene como exponentes a Fénelon, quien
defiende el amar completamente desinteresado a Dios y a nuestros semejantes, y a Bossuet,
quien de acuerdo con la tradición tomista, centra la preocupación tanto religiosa como moral
en el anhelo de beatitud.
En las islas británicas, en el seno de la escuela del sentimiento moral, inaugurada por
Shaftesbury, Hutcheson llega a limitar el ámbito moral al de los afectos benevolentes o
amistosos [kind affections].
Kant le dará forma canónica a la eliminación de la preocupación por la propia felicidad (por
otra parte legítima) del ámbito moral, para asignarla al arte pragmático de la conducción de la
vida propia.
Pero además, Kant piensa poder prescindir a los efectos de una fundamentación de la moral,
de todo afecto intersubjetivo (o interóntico, como la affectio iustitiae de Duns Escoto y la
natural affection de Shaftesbury) y de toda suposición de un vínculo simpatético entre los
seres humanos. No se trata para Kant de negar su existencia, pero como hechos son tan
contingentes y poco confiables como los no menos reales sentimientos desfavorables u
hostiles. Frente a los variados sentimientos con los cuales nos relacionamos con los demás,
necesitamos un juicio independiente que sabe hacer abstracción tanto de nuestras
inclinaciones particulares como de la preocupación por nuestra felicidad en general. «No
podemos renunciar a nuestro deseo de felicidad, pero sí podemos hacer abstracción de él»
(TyPr I, A 209).
De este modo, Kant piensa derivar directamente de la forma universal de toda máxima y de
toda regla que adoptamos como fundamento de nuestros juicios prácticos, su carácter
intersubjetivamente vinculante. Nuestro deber es primariamente frente a nuestra propia
condición racional, y sólo secundariamente frente a quien nos dirige reclamos justificados . Sin
embargo, esta condición racional no es interpretada por Kant como una facultad de acceso a
una verdad superior, cósmica o metafísica, de la cual se derivarían verdades morales, sino
como caracterizada por su forma, que es a la vez la de la coherencia y la de la ampliación
intersubjetiva. Ella puede entenderse a partir de las tres reglas formuladas en un excurso de la
Crítica del juicio (§ 41):
3. Pensar coherentemente.
En la principal formulación del imperativo categórico: «Obra de tal manera que puedas querer
la máxima de tu acción al mismo tiempo como ley universal» (FMC...), estas tres inyunciones
están contenidas sólo implí-citamente. Lo que Kant destaca es más bien la forma de la
universalidad. Pero aún así y considerada por sí misma, no debe perderse de vista la
complejidad interna de esta célebre fórmula.
Se parte de la existencia de máximas del actuar, que se definen como principios subjetivos que
los sujetos se forman para su uso. Estas reglas personales de conducta pueden entenderse
como reglas explícitas que nos formamos en el trance de dar, en un proceso de revisión, más
consistencia a nuestro actuar espontáneo. Pero también pueden entenderse como reglas que
se forman espontáneamente a partir de nuestras inclinaciones dadas, en un aprendizaje hecho
en situaciones típicas. Entendida en esta segunda manera la máxima correspondería al
concepto de hábito entendido como manera general y (relativamente) permanente de actuar.
Así como en la ética aristotélica son los hábitos los que se juzgan como virtudes o vicios, así
tam-bién, en la ética kantiana, son las máximas las que han de ser examinadas en cuanto a su
admisibilidad, inadmisibilidad u obligatoriedad (cuando su negación resulta inadmisible). Pero
de todos modos, el concepto de máxima se distingue del concepto de hábito aristotélico, por
cuanto las máximas son concebidas como reglas que expresan maneras de pensar, si se quiere,
polí-ticas de la acción, que en tanto que tales son aptas para ser discutidas.
Podemos entonces distinguir en la concepción kantiana tres niveles del ámbito práctico,
análogos al ámbito teorético: las inclinaciones propias a nuestra sensibilidad, las máximas que
son reglas intelectuales (o intelectua- lizadas) y principios racionales formales, a la luz de los
cuales se juzgan las máximas.
El principio moral se presenta entonces para seres a la vez sensibles y racionales, que actúan a
partir de un conjunto de inclinaciones y reglas subjetivas de acción, como un principio que
restringiendo la gama de las reglas subjetivas admisibles, nos permite encararnos a nosotros
mismos como seres cuya condición sensible no lesiona su pertenencia a un mundo inteligible,
esto es, un mundo acorde con las necesarias exigencias del ser pensante.
Para poder sostener la validez incondicional del imperativo categórico hace falta una
argumentación adicional, que no la haga depender de una suposición cuestionable. A este fin,
introduce Kant en la FMC una idea nueva: la noción de un fin en sí mismo. Este concepto se
define primero en oposición con un fin que es sólo un medio para otro fin. Pero en segundo
lugar, adquiere en el contexto kantiano su significado específico, en oposición con un fin que
es tal sólo por el hecho contingente de que alguien se propuso este fin.
En otra formulación el texto referido nos dice que el ser racional es el fin en sí mismo existente
(AB 64). Nótese la cercanía a una paradoja: normalmente un fin no es algo existente, sino algo
a ser realizado, la propuesta de algo que ha de ser creado. Pero de esta manera, al depender
del arbitrio de una voluntad, no es precisamente un fin en sí mismo. Este último no es, por lo
tanto, algo a ser creado, sino algo ya existente que debe ser cuidado. Esto quiere decir: a ser
respetado («deberes perfectos») y a ser fomentado, cultivado y auxiliado («deberes
imperfectos» cuya extensión no puede ser especificada rigurosamente). Obtenemos de esta
manera un imperativo categórico en una segunda formulación: Obra de tal manera que
consideres la personalidad en tu propia persona, como en la de los demás, como un fin tn sí
mismo y nunca meramente como un medio.
Al introducir Kant la noción de fin de sí mismo, basado en la reflexión de que cada uno se
considera forzosamente así en su vida práctica, no puede todavía inferir de aquí que, por ello
mismo, cada uno sea también conside-rado por todos los otros como un fin en sí mismo. Se
trata más bien de una
exigencia racional del siguiente tipo: al pasar del mero hecho de que cada uno se considera a sí
mismo como un fin en sí mismo (por más que esta facticidad sea necesaria), al reclamo de ser
reconocido como tal por los demás, la persona no puede negar el mismo reconocimiento de
los otros, porque la misma razón sostiene también el reclamo de ellos. De esta manera, puede
decir Kant, en aparente discrepancia con la primera introducción de esta noción, que sólo su
cualidad de personalidad moral cualifica al ser humano como fin en sí mismo (AB84). El paso
del fin en sí mismo subjetivo, al fin en sí mismo objetivo, se realiza solamente por cuanto su
cualidad racional obliga al ser humano simultáneamente a reclamar el respeto de su cualidad
de ser fin en sí mismo subjetivo, y de respetar esta misma cualidad en los demás. Pero esto
quiere decir que pasa a ser fin en sí mismo objetivo, únicamente al constituirse como
personalidad moral, esto es, concibiéndose como miembro de un reino de fines de sí mismos.
Reuniendo la primera y la segunda formulación del imperativo categórico, obtiene Kant una
tercera que expresa la norma de obrar como legisladores y súbditos a la vez de un reino
constituido por el nexo sistemático de los fines en sí mismos.
Esta tercera fórmula hace explícito el principio de la autonomía: la obligación moral se origina
en la propia condición racional de los actuantes.
La noción de personalidad moral requiere todavía una aclaración. La persona moral es aquella
que tiene una conciencia clara u oscura de la ley moral, lo que no implica que la esté siempre
cumpliendo. Ni siquiera es forzoso que la persona moral tenga efectivamente como máxima
suprema la subordinación de todas sus metas particulares a la ley moral. La maldad moral
(Kant la llama «el mal radical») que consiste en dar, inversamente, prioridad a las inclinaciones
propias, no es incompatible con la conciencia del imperativo categórico. El mal radical es sólo,
en la concepción kantiana, la tendencia profundamente arraigada en nosotros de
exceptuarnos de la exigencia moral, por más que la reconozcamos, en general. Kant concibe,
de esta manera, una pugna entre los intereses particulares y la ley moral. Una voluntad de
contravenir la ley moral por principio, que sería una voluntad diabólica, es considerada por
Kant como inverosímil.
obligación. Este sentido, la capacidad de sentir la pertinencia de la ley moral, debe ser
presupuesto. No puede haber «una obligación de tener un sentido de la obligación», ya que la
exigencia moral no puede dirigirse a alguien o alguna instancia en nosotros, que no estuviese
ya sensible con respecto a ella.
De este modo, reconoce Kant que la separación conceptual de la razón y la sensibilidad, que es
considerada como metódicamente necesaria, no puede ser extremada hasta el punto de
significar la existencia separada de dos entidades ajenas la una a la otra. Un dualismo extremo
haría imposible toda moral, toda existencia de una razón práctica, es decir, de una razón que
se realiza a través de una sensibilidad en el mundo sensible.
Una moral presupone, por lo tanto, un fondo común de la razón y de la sensibilidad. Kant
considera que este fondo no puede ser concebido como regido por leyes naturales, si ha de
mantenerse la autonomía de la razón. En consecuencia lo designa como «fondo
suprasensible», sustraído a todo posible conocimiento. Es algo pensado, y necesariamente
pensado en la conciencia moral.
Debemos, por lo tanto, pensar en uno la autonomía de la ley moral (su validez no derivada de
concatenaciones causales dadas) y su capacidad de poder insertarse en un mundo que, en otro
orden, es explicable a través de sus nexos causales. La posibilidad de una ley moral efectiva en
el mundo fenoménico, en el cual se despliega la práctica, nos lleva de esta manera a
plantearnos la cuestión general acerca de la relación que podemos establecer entre la
realización de fines (la determinación de los cambios en la naturaleza por un concepto previo)
y la naturaleza considerada como nexo causal entre fenómenos.
En otro enfoque se define al organismo en su estructura teleológica como aquel ser en el cual
cada parte es a la vez medio y fin; sirve a las demás partes y es servida por todas las otras. En
este segundo enfoque se trata de una relación objetiva, empíricamente comprobable. Kant
está, sin embargo, inclinado a pensar que este segundo enfoque está subordinado al primero,
ya que en él el término de «fin» reaparece en el definiens, y seguramente consideraría que su
reemplazo por el término «función» no cambiaría mucho. Que se diga «tiene como fin...»,
«sirve a...» o «tiene la función de...», con estas expresiones estamos señalando siempre, en la
concepción de Kant, si no una acción hecha con base en una intención previa, por lo menos
una analogía con un plan preconcebido. De este modo, el juicio teleológico aplicado al
organismo es objetivo (se puede comprobar efectivamente la función que cumple la parte para
el mantenimiento del conjunto) y, sin embargo, no explicativo, si no nos queremos
comprometer con la tesis de la creación (u ordenación) del mundo por una inteligencia
suprema, una tesis que no podemos asumir responsablemente y que afirma un tipo de acción
que es incomprensible para nosotros. Un recurso de este tipo, que explica la teleología que
encontramos en la experiencia de un solo plumazo, con la postulación de una inteligencia
suprema que la crea de acuerdo con su deci-sión inescrutable, lo llama Kant ignava ratio, razón
perezosa (CRPB717 ss.), porque renuncia con base en una tesis metafísica a toda investigación
de las condiciones físicas de la unidad, que tanto el organismo como el ser pensante exhiben
en la experiencia.
14 Critica de la facultad de juzgar. Monte Ávila, 1992, p. 100. Esta edición indica al margen las
paginaciones originales A y B.
esquemas imaginativos que Kant presenta primero como temporales, pero luego también
como espaciales. Ahora bien, en la medida en la cual la intuición como aprehensión de una
figura espacio-temporal queda adscripta a la imaginación, así como lo recalca la CdJ, el paso
que lleva de la aprehensión al entendimiento ya está esbozado: la síntesis unificante es obra
de la imaginación de acuerdo con la CRP A 78/B 103, y la tarea del entendimiento es
conceptualizar esta unidad ya realizada imaginativamente. Con la conceptualización, continúa
Kant, se da «el conocimiento propiamente dicho». Esto lo podemos entender por cuanto sólo
al disponer de conceptos podemos formar juicios controlables, y ante todo, establecer
relaciones entre los puntos de vista unificantes que operaron en la síntesis imaginativa16. Por
reflexión acerca de la base sobre la cual vinculamos varias representaciones, obtenemos
conceptos. Ahora bien, una vez fijado el concepto como conjunto de características, puede ser
aplicado a una percepción y esta última puede ser utilizada como su ilustración. En este caso
tenemos, de acuerdo con la terminología nueva introducida en la CdJ, un juicio determinante.
Si en cambio, partiendo de una percepción, buscamos formarnos un concepto nuevo
apropiado para pensarlo, entonces estamos formando un juicio reflexionante. En un orden
cognoscitivo, éste ha de culminar a su vez en un juicio determinante, pero en el juicio
reflexionante estético no se trata de identificar una forma como ejemplificación o caso de un
concepto; se trata más bien de explorar en el pensamiento, de manera nunca acabada, las
ideas representadas por las formas sensibles.
Esta última tesis kantiana contiene dos pensamientos: una configura-ción sensible puede
apuntar a una idea más allá de lo que puede ser formulado conceptualmente; y no obstante, el
discurso conceptual es una parte necesaria en la apreciación de lo bello. Ambos pensamientos
son a la vez sugerentes y problemáticos.
En cuanto al primero, éste constituye una gran novedad dentro del pensamiento kantiano. Las
ideas de la razón no tienen de acuerdo con la CRP relación con el mundo sensible, sino a través
del entendimiento, al cual solicitan un conocimiento lo más unificante y abarcador posible. Por
el carácter inacabable de este afán, se puede hablar también en este orden (en
el cognoscitivo) de una inconmesurabilidad entre las ideas (mundo, alma, Dios) y los conceptos
del entendimiento. Pero de ninguna manera pueden, en este orden, las formas sensibles
apuntar a las ideas más allá de la siempre parcial unificación conceptual en el campo de las
leyes naturales.
Que la CRPr registre como tipo o símbolo del juicio puro práctico solamente la ley natural, se
corresponde con el hecho de que en esta obra el principio moral se formula exclusivamente en
términos de la universalización de la máxima, lo que se expresa, en forma tipificada, como su
aptitud para ser pensada como ley natural. En la Metafísica de las costumbres [MC\ aparecen,
sin embargo, otras simbolizaciones morales. El derecho es un sistema de constricciones
mutuas, inevitables por la misma existencia plural de las personas, y queda por consiguiente
representado por la igualdad de la acción y reacción física. En el ámbito propiamente ético es
la complemen- tariedad entre las fuerzas físicas de atracción y repulsión la que aparece como
símbolo de las relaciones entre las personas (MC, «Doctrina de la virtud», § 24). A las fuerzas
de atracción les corresponde el amor mutuo, a las de repulsión el respeto, que implica la
necesidad de un mantenimiento de distancias. Todo el universo ético, señala Kant, se
mantiene sólo por cuanto se mantienen estas dos fuerzas opuestas y complementarias.
Este último simbolismo de equilibrio nos acerca a la doctrina del § 59 de la CdJ, en la cual Kant
declara que lo bello es el símbolo de lo moralmente bueno. En la apreciación de lo bello se
manifiesta nuestra libertad de manera análoga a la libertad moral, y la concordancia de la
imaginación en su libertad con la legalidad del entendimiento se nos presenta a su vez como
una imagen de la concordancia moral, concordancia que Kant explica como «concordancia de
la voluntad consigo misma según leyes universales de la razón».
Así en la MC, se enuncia como el primero de los deberes jurídicos el «de afirmar en relación
con los otros su propio valor como hombre, cual deber se expresa en la proposición: ‘No te
hagas mero medio para otros, sino sé para ellos al mismo tiempo fin’». De este modo,
presenta Kant en forma unlversalizada un principio de la particularidad como la materia sin la
cual no hay derecho. En forma parecida, en el ámbito ético el ser humano queda considerado
en su individualidad por la exigencia de un balance entre el acercamiento, requerido por el
amor mutuo, y el mantenimiento de distancias necesitado por el respeto {MC, «Doctrina de la
virtud», § 24, A 118- 119).
Kant se pregunta aquí si puede haber un canon o por lo menos una propedéutica a las bellas
artes y a la formación del gusto, que es parte necesaria de la dotación del artista. La respuesta
es difícil. El gusto es la capacidad de enjuiciar formas sensibles de tal manera que la
complacencia que acompaña esta apreciación pueda ser compartida, es decir, que pueda
reclamar para sí una universalidad subjetiva. Aquí se plantea en seguida la cuestión acerca de
la manera de comprobar la justificación de esta pretensión vinculada con el juicio del gusto.
Kant sostendrá que en rigor no puede ser comprobada. Sobre el gusto se puede discutir, pero
no se puede disputar, es decir, no se puede ganar o perder la discusión según reglas
determinadas (§ 55, B233). Tampoco es completamente concluyente el consenso fáctico que
se establece en un momento dado. Asimismo no es plenamente confiable la convicción
personal de que una cierta apreciación estética es independiente de todo placer derivado de la
peculiaridad de nuestros sentidos, y que por ende, estuviera autorizado a reclamar el
asentimiento de todos. Pero
existe la posibilidad de una formación gradual del gusto: el cultivo de aquellas facultades
anímicas que capacitan para «comunicarse íntima y universal-mente» y para «el sentimiento
de participación (o simpatía) universal» (B262). Esta capacitación es favorecida por el estudio
de las humanidades (que se llaman así, señala Kant, probablemente porque esas dos
capacidades juntas constituyen lo que significamos con la palabra ‘humanidad’)- El artista, por
su parte, se forma aprendiendo de modelos, que sin embargo no han de ser confundidos por él
con la idea estética a la cual dan expresión. Una mera imitación de los modelos «llevaría al
ahogo del genio, pero con él también de la libertad de la imaginación misma en su legalidad,
sin la cual no es posible ningún arte bello y ni siquiera un acertado gusto propio que lo juzgue»
(B262)17.
Por otra parte las bellas artes son esencialmente artes del genio, lo que Kant argumenta de la
manera siguiente: la obra de arte no puede consistir en la aplicación de una regla dada, ni
tampoco en la aplicación de una regla que el artista concibiera previamente en su
pensamiento.
Ahora bien, puesto que sin una regla precedente un producto jamás podría llamarse arte, es la
naturaleza en el sujeto (a través del temple de las facultades del mismo) la que da al arte la
regla, es decir, el arte bello es posible sólo como producto del genio (B182).
Aún la mera apreciación artística no es posible sin alguna genialidad, como capacidad de
entrever en las expresiones artísticas una idea estética.
PARTE II
Una ocasión de relectura se dio con la publicación del curso titulado «Interpretaciones
fenomenológicas de la Critica de la razón pura» que Heidegger dictó en 1927/28, es decir, sólo
un año antes de la publicación de su Kant y el problema de la metafísica. Quizás por haber sido
destinado a ser expuesto personalmente ante los alumnos del curso y de cara con su mirada
interrogante, el curso desarrolla en un ducto más cauto y matizado y de manera menos
imperiosa las ideas que conocimos en el libro antes publicado. Esta relectura nos facilitó una
nueva comprensión de la ya lejana satisfacción juvenil con la cual habíamos acogido la
enérgica remodelación a la cual Heidegger sometió la filosofía kantiana, aún cuando
discrepamos con muchas tesis específicas.
En el intervalo entre las dos publicaciones se dio a conocer La pregunta por la cosa y el
pequeño escrito La tesis kantiana sobre el ser que pertenecen a una etapa muy diferente del
pensamiento de Heidegger y marcan una diferencia de postura filosófica que se revela con
particular nitidez a propósito de Kant. Los textos de finales de los años 20 y los de los
comienzos de los 60 despliegan hermenéuticas radicalmente opuestas. En los primeros
Heidegger retoma los asuntos planteados por Kant como asuntos de su propio pensamiento,
así como en realidad todo autor filosófico propone las ideas que pone de relieve no como
peculiaridades suyas, sino como un asunto del cual espera que sus lectores reconozcan en él
su propio problema o queden motivados a acogerlo como su propio asunto. De acuerdo con
esta postura, el lector filosófico e intérprete que es Heidegger trata de entender el
pensamiento de Kant como una lucha con problemas, tal que comprenderla y ubicarse en esta
lucha no puede significar otra cosa que continuarla, proponiendo, desde luego, respuestas
nuevas, ya que ante una lectura examinadora todo enunciado filosófico es precario, incoativo y
menesteroso de desambiguación.
18 Heidegger, M.: Die Frage nach dem Ding Niemeyer, Tubingen, 1962, p. 95.
Pudo causar extrañeza el referirse al objeto fenomenal kantiano como «el ente», el
caracterizar el sujeto conocedor como expuesto en el mundo en medio de los entes y hablar
del entendimiento como espontaneidad receptiva. Por una parte, este enfoque parece ignorar
la distinción kantiana entre una conciencia empírica y una transcendental; por otra parte, pasa
por alto el hecho que Kant afirma repetidas veces, principalmente en la primera edición de la
CRP, que en el conocimiento tenemos que ver meramente con representaciones nuestras.
Efectivamente, una de las posturas adoptadas por Kant parece ser la de un inmanentismo
metodológico, para el cual la objetividad no es más que un cierto orden entre nuestras
representaciones. Ante todo, en la primera versión del capítulo «Los paralogismos de la razón
pura», se dice que «la percepción exterior es [...] lo real mismo» (A375) y «en el espacio no hay
nada más que lo que se representa en él» (A373 nota). Ya que de estas representaciones
nuestras no podemos inferir nada acerca de una realidad subyacente que apareciera a través
de ellas, parece legitimarse plenamente la frase de Federico Riu de que los fenómenos son
sólo la apariencia de un aparecer, o el aparecer de una apariencia19, y en esta medida se
justifica también la caracterización de la doctrina de la CRP como un idealismo subjetivo, en el
sentido en que lo es el de Berkerley, así como lo presentó la primera reseña, escrita por Garve,
que mereciera la CRP.
Visto a partir de ahí, debe aparecer como un parche incongruente el agregado de la segunda
edición titulado «Refutación del idealismo», en el cual se señala:
2. Que esto, lo permanente, no puede ser una intuición en mí, es decir una
representación, porque mis representaciones necesitan la referencia a lo persistente distinto
de ellas, para poder ser determinadas en el tiempo. Se concluye luego:
3. Que la percepción de eso, lo perdurable, es posible sólo por una cosa fuera de mí, y no
por la mera representación de una cosa fuera de mí. Evitando un posible mal entendido con
respecto a «cosas fuera de mí», Kant agrega en la línea siguiente: «la existencia de cosas
efectivamente reales que percibo fuera de mí» (B 275).
Sin embargo, se puede mostrar que este agregado no vuelve la concep-ción kantiana
incongruente, sino que con él se afianzó y ganó en consistencia una de las vetas de la obra ya
presente en la primera edición. Junto con
19 Riu, F.: «El mundo del espejo. Crítica y metafísica en Kant» enEpistemtNS, n° 2,
Caracas, 1982, pp. 85-117.
La primera edición de la Crítica parece no querer excluir de antemano una visión de la realidad
de este tipo, que puede llamarse fenomenalista, y que puede balancear en diversas maneras la
actividad y la pasividad del sujeto conocedor frente a lo que aparece. Característico de esta
concepción es no admitir ninguna distancia, ninguna dualidad entre nuestra representación y
la cosa representada. La «Refutación del idealismo», en cambio, reivindica abiertamente esta
no-coincidencia como reclamada por la naturaleza misma de la conciencia, que puede ser
descrita por esta razón como trascendencia: la conciencia, en tanto que conciencia temporal
de sí, requiere que podamos distinguir de nuestras propias representaciones las cosas que
percibimos fuera de nosotros, como aquellas que se oponen a una ordenación temporal
arbitraria. Igualmente, se dice en el agregado a la «Estética trascendental» (B72) que nuestra
intuición se llama sensible porque depende de la existencia del objeto que afecta nuestra
facultad representativa.
Será muy difícil encontrar en el texto de la primera edición una afirmación igualmente unívoca
de que el objeto al cual referimos nuestras representaciones sea el mismo que nos afecta. Si
bien el término «afección» lleva de suyo un significado causal, este no se vuelve expreso bajo
la forma de una presentación de dos términos distintos, así como lo requiere la relación causal.
Es de este modo que la primera edición puede mantenerse abierta tanto para una lectura de
acuerdo con la cual el conocimiento se produce en cuanto el sujeto interpreta sus
transacciones causales con los entes en el mundo, como para una lectura berkeleyana, de
acuerdo con la cual tenemos que ver sólo con apariciones puestas en ciertos órdenes, y acerca
de cuya causa podemos hablar sólo en términos de la fe religiosa. En
esta última lectura Kant se distinguiría de Berkeley sólo por cuanto agrega que el orden de las
apariciones no es una aparición o un dato más, sino elaborado de acuerdo con nuestras
facultades de síntesis, por la cual sólo se constituye algo como objeto de conocimiento.
Heidegger ubica la trascendencia del sujeto en su condición de requerir una intuición dada, y
de referirse su pensamiento de antemano a la intuición. Pero el concepto de intuición no es
suficiente, sin más, para justificar una interpretación mundaneizada de Kant, ya que una
lectura berkeleyana acepta perfectamente la intuición dada, sea que minimice el elemento
intelectual como Berkeley mismo, o que lo realce, así como lo había hecho Malebranche. Es la
peculiar doctrina kantiana la que da cuenta de la diferencia de nivel entre el plano de la
intuición y el de la experiencia (en particular las correspondencias que existen entre la
«Refutación del idealismo» y la segunda de las «Analogías de la experiencia», presentes ya en
la primera edición), lo que justifica la lectura de la Crítica en términos de un sujeto que puede
realizar una actividad constitutiva de la determinación objetiva de lo real, sólo en la medida en
que está expuesto a éste.
La «Refutación del idealismo» señala, primero, la necesaria referencia a algo perdurable fuera
de mí para poder determinar nuestra existencia en el tiempo, y por ende para poder tener
«conciencia en el tiempo», y luego en la «Observación 2» (B 277-278) se señala que toda
determinación temporal se realiza a través de los cambios en las relaciones exteriores. El
primer señalamiento coincide con la «Primera analogía», el segundo con la «Segunda
analogía», en la cual se señala que la asimetría que caracteriza la relación con un antes y
después objetivos no hace más que reflejar la asimetría de la relación causal. Nos damos
cuenta ahora que el orden temporal del cual hablaba Kant a propósito de la intuición
(advirtiendo que sólo podemos concebir una recta trazándola sucesivamente en el
pensamiento, o captar un contorno dado recorriéndolo), ha sido un tiempo subjetivo que
constituye un orden arbitrario en el cual lo que se recorre en una dirección y sentido puede ser
también recorrido o trazado en el sentido opuesto. Se trata sólo de un tiempo pensado o
imaginado, para el cual es irrelevante la cuestión acerca de cuánto demoramos nuestro
trazado o recorrido, ya que esta última cuestión se refiere a un tiempo objetivo, igual a aquél
al cual nos referimos cuando decimos: «me tomó algún tiempo hacerme claro esto». Sólo el
tiempo objetivo representa la coordinación entre un proceso nuestro y un
Ahora bien, esos procesos objetivos pueden ser conocidos por cuanto desde un aquí y ahora
despliego imaginativamente un tiempo prospectivo y retrospectivo. Cuando san Agustín habla
de la presencia del pasado, la presencia del presente y la presencia del futuro, estas presencias
no son lo mismo que el ahora también presente, el cual no puede determinarse y distinguirse
de otros ahoras sino por sus concomitancias, por los encuentros particulares que tienen lugar
en él. Necesitamos entonces a los efectos de la experiencia dos órdenes temporales:
1. El de los procesos reales de los entes en el mundo y de nosotros mismos como entes
en el mundo, procesos que se interceptan y se cruzan de tal manera que se nos da la
oportunidad de intervenir y de quedar afectados en esos encuentros. Estos procesos
constituyen el orden temporal objetivo.
2. Una capacidad nuestra de reunir en una visión, en una conciencia, las etapas distintas
de estas líneas del devenir, para que una sucesión de posiciones, estados e impresiones
puedan ser concebidas de tal manera que formen una determinada trayectoria espacial o
configuración temporal. Entendemos la formación de una experiencia y de un cono-cimiento si
podemos dar cuenta de la formación temporal subjetiva de una intuición, esto es, de la
configuración espacio-temporal presente ante nosotros, que Kant estudia en la «Deducción
trascendental» de la primera edición: se trata del célebre tema de la triple síntesis.
Toda intuición contiene en sí un múltiple, que sin embargo, no podría ser representado como
tal, si el ánimo no distinguiese el tiempo en la secuencia de las impresiones, ya que en tanto
que contenida en un instante, una representación no puede contener nunca otra cosa que una
unidad absoluta.
(B99).
Este punto de partida no se verifica sin una reflexión a partir de la cual se precisa su sentido.
Una primera pregunta: ¿no puedo acaso percibir de una vez un acorde de dos sonidos? La
percepción instantánea de un acorde no es una intuición, ya que por intuición se entiende de
antemano una
configuración espacio-temporal, pero la pregunta está igualmente justificada por la explicación
agregada por Kant: «ya que en tanto contenida en un instante una representación no puede
contener nunca otra cosa que una unidad absoluta». Ahora bien, un acorde de dos tonos es
simplemente un fenómeno sonoro único, cualitativamente distinto de los tonos que lo
componen, y podemos percibirlo como compuesto sólo cuando conocemos ya los dos tonos
aisladamente. Lo mismo pasa con un sabor único, en el cual sólo el experto, por su experiencia
previa, sabrá distinguir los ingredientes.
Más peso tiene una segunda pregunta: ¿no percibimos acaso de golpe y de una vez un
pequeño cuadrado que de suyo contiene una multiplicidad (puntas superiores e inferiores,
derechas e izquierdas)? Lo mismo podemos decir del follaje de un árbol percibido a una
distancia apropiada. Creo que la respuesta a la primera pregunta nos ayuda a responder a la
segunda. La percepción de un cuadrado sería simplemente algo cualitativo e irreductible-
mente distinto de la percepción de un triángulo o de un círculo igual que en el caso de los
sonidos y sabores, y no se distinguirían sus partes, si no tuviéramos la capacidad, aún en la
percepción que se da de una vez, de concebir el sentido de un movimiento hacia arriba o hacia
abajo, hacia la derecha o hacia la izquierda. Roberto Torretti, quien ha hecho algunas
observaciones iluminadoras sobre la triple síntesis, responde a esta pregunta afirmando que la
percepción del follaje no es instantánea, sino que requiere algún tiempo, pero me parece que
con esta respuesta se desliza del tiempo presencial a una cuestión de tiempo objetivo que no
es relevante aquí. Lo que importa no es si el golpe de vista por el cual percibo un pequeño
cuadrado toma una quinta parte o un décimo de segundo —y ¿qué sería un instante
perceptivo?— sino la conciencia de la posibilidad de recorrer la figura en una dirección y
sentido o en el otro, de concebir una secuencia producida por un recorrido . Sólo así podemos
entender la frase «distinguir el tiempo en la secuencia de las impresiones». Que se compruebe
de hecho una secuencia de impresiones, presupone a alguien que los cronometre, reloj en la
mano, o usando, falto de uno mejor, al propio cuerpo como reloj. Esto significaría ubicarlos en
un tiempo objetivo. Pero esto presupone, de acuerdo con la «Segunda analogía», un proceso
al cual se aplica el principio causal representado precisamente por el reloj, lo que no viene al
caso cuando sólo imagino una posible secuencia. Puedo imaginar una secuencia lenta o rápida,
así como una para la cual la velocidad es irrelevante; pero esta es una
cuestión muy distinta de la cuestión si soy lento o rápido para imaginar algo, lo que interesa
sólo cuando se estudian mis características particulares en el marco de un laboratorio de
psicología, donde mis autopercepciones pueden ser ‘mapeadas’ contra el movimiento
estandarizado que llamamos ‘reloj’.
Una vez que Kant ha hecho el señalamiento de que una intuición, que por definición incluye
distinciones internas, puede darse sólo a través de un despliegue temporal, que por las
razones aducidas propongo interpretar como imaginativo, es decir como potencial, Kant señala
que con ello está postulada una síntesis de la aprehensión, al quedar la multiplicidad espacial
y/o temporal recorrida y recogida. Que este recorrido puede ser meramente imaginario, lo
muestra el punto y aparte siguiente, en el cual se señala que esta síntesis debe poder
realizarse también a priori, sin dato empírico. Es el ejemplo del trazado de una recta en el
pensamiento, como lo describe Kant. Pero cuando se trata de la aprehensión de una
configuración empíricamente dada, que tenemos que percibir en una secuencia real de lo dado
en el tiempo, se plantea de manera manifiesta un problema, que de manera menos manifiesta
podría darse en todos los casos: para que lo recorrido pueda ser recogido en una unidad, hace
falta que las partes ya recorridas sigan siendo copresentes, por lo que Kant hablará de una
síntesis de la reproducción presupuesta por la misma síntesis de la aprehensión.
En el primero de los ensayos que constituyen el libro Siete ensayos sobre Kant21,
«Apercepción y síntesis en Kant», Alberto Rosales analiza minucio-samente los problemas de
esta síntesis. Como ejemplo considera una secuencia de sonidos, en cual caso la secuencia
subjetiva es también objetiva, de modo que para aprehender la configuración sonora estamos
obligados a atender cada sonido al paso que se produce, independientemente de nuestra
voluntad.
Evidentemente, no podría aprehender jamás una melodía, y ni siquiera darme cuenta de una
cantidad de golpes sucesivos, si los sonidos pasados no estuvieran en alguna forma
copresentes en su conjunto. Kant habla aquí de reproducción, de acuerdo con la distinción
entre una imaginación reproductiva y una productiva. Ahora bien, advierte Kant, que se
reproduzca de hecho en mí el sonido pasado, no serviría de nada si no fuera acompañado de
una conciencia de que se trata precisamente del sonido que acabo de oír. De esta manera, la
síntesis de la reproducción implica, a su vez, una síntesis del reconocimiento, en la cual el
sonido reproducido queda identificado con aquel que he oído hace poco. Pero ahora, señala
Alberto Rosales, para poder
comparar un sonido reproducido con uno antes oído y poder reconocerlo como el mismo, el
sonido pasado debe seguir siéndome accesible, debo retenerlo todavía. Pero si retengo el
sonido pasado y de esta forma me sigue siendo presente, ¿debo postular entonces además
una reproducción del sonido, tal como ocurre cuando canto de nuevo una tonada ya oída? ¿O
será que cuando Kant habla de reproducción a propósito de la formación de una configuración
temporal en mi audición, él llama «reproducción» simplemente a la retención del sonido oído,
sin necesidad de su duplicación? Pero entonces, ¿por qué postular en este contexto, una
síntesis de reconocimiento así como lo hace Kant? Ahora bien, esta dificultad podría
despejarse si advertimos una dificultad más, asociada con la idea del reconocimiento de lo
reproducido. Kant habla de un reconocimiento en el concepto, lo que Alberto Rosales precisa,
con buenas razones, como un reconocimiento en el concepto o en el esquema de una
construcción en la intuición. Ahora bien, evidentemente, un perfume no lo reconocemos por
un concepto o un esquema. Lo mismo cabe para el reconocimiento de un do no relacionado
con ningún otro sonido, en el caso de aquellos que, dotados de oído absoluto, son capaces de
reconocerlo. De un reconocimiento, según un esquema, puede hablarse solamente con
respecto a una configuración, o una parte suya que tenga a su vez el carácter de una
configuración, o de un elemento en tanto que este tiene un papel determinado dentro de una
configuración percibida. Entonces podemos proponer la siguiente lectura: no identifico el do
que me es copresente con el do pasado aislado, sino que reconozco su posición en la
configuración sonora, como ocurre con los que no tenemos oído absoluto, de acuerdo con la
regla o el esquema de la secuencia que capté y que me permite reproducir la secuencia entera,
lo que coincide con la observación de Kant en A 101, de que «sin una cierta regla a la cual las
apariciones están sometidas de suyo no podría tener lugar una síntesis empírica de la
reproducción». Que Kant señala luego, en A 102, que la síntesis de la reproducción al igual que
la de la aprehensión sea necesaria también en la intuición pura, confirma que se trata de la
capacidad que nos da la captación de una regla que regula la ejecución o evocación de las
partes. Así, cuando construyo de acuerdo con cierto esquema, digamos, un círculo, es la
persistencia, la retención de una cierta regla de construcción, la que impide que, literalmente,
me salga por la tangente.
Rosales señala:
empíricas, esa actividad es autoconciencia y ya desde esa retención esa actividad es una
progresiva unificación de la conciencia misma (p. 60).
Por ello, la unidad de esa conciencia no es algo que existiera siempre ya, flotando por encima
de la multiplicidad, sino algo que tiene que llevarse a existencia, a partir de esa multiplicidad
de conciencias empíricas en tanto éstas se identifican entre sí como un ‘Yo pienso’.
Y luego: «Si el Yo pienso es fijo y permanente (A 123) lo es como meta posible de esa necesaria
unificación».
Rosales llama la atención sobre el hecho de que Kant habla de la conciencia empírica
preferentemente como conciencias plurales, centrada cada una en una intuición o un tema o
asunto, conciencias que son las que necesitan ser conectadas y unificadas, más que
operadoras de la síntesis. Sólo a regañadientes, anankazomen, acepto esta observación,
plenamente respaldada por los textos. Pero esto no quiere decir que no haya para Kant
prefiguraciones existentes de la unidad trascendental pensada. Al haber Rosales señalado el
papel de la retención en la formación de una conciencia unitaria, abre el camino para una
consideración de lo que Kant llama el sentido interno, visto como la urdimbre retentiva y
protensiva de la unidad de la conciencia fáctica. Esta unidad esbozada se revela igualmente en
el plano del juicio, ya que un juicio no se formula simplemente para ser establecido y
archivado, sino que, así como se fundamenta en experiencias y consideraciones anteriores, no
se formula sino en vista de conclusiones futuras. Rosales señala: lo que se da, es el yo pienso
unitario como facultad. Heidegger introduce aquí un término medio que me parece feliz: el yo
pienso debe ser entendido como un yo puedo (yo puedo vincular), que es una facultad
encarnada en un sentimiento real.
con respecto a una situación mundana cada vez nueva, al descartar una unidad trascendental
que opera como Deus ex Machina, fortalece, a mi entender, la comprensión del sujeto
conocedor como un ente que se desempeña en el medio de los entes, una concepción de un
sujeto mundaneizado que merece ser llevada más allá de Heidegger.
La filosofía del conocimiento kantiana
Existe una versión muy difundida, de acuerdo con la cual la filosofía moderna se caracterizaría
por partir de una certeza del sujeto acerca de sus contenidos propios, de tal manera que su
problema consistiría en evaluar las posibilidades de pasar de esta certeza al conocimiento del
mundo exterior. Kant atribuye esta posición al cartesianismo, que él caracteriza como
«idealismo problemático»22, y pretende mostrar que se trata de un planteamiento
equivocado. Sin embargo, la tenaz opinión historiográfica a que aludo llega a incluir a Kant
mismo en el cartesianismo así concebido.
Ahora bien, para mostrar que esta versión es equivocada con respecto a Kant, sería suficiente
citar su «Refutación del idealismo» de la segunda edición de la Crítica, a la cual pertenece la
mención de Descartes señalada, y en la cual Kant sostiene que «la determinación de mi
existencia en el tiempo es posible sólo por la existencia de cosas real efectivas, que percibo
fuera de mí» y «la conciencia de mi propia existencia es al mismo tiempo una conciencia
inmediata de la existencia de otras cosas fuera de mí» (B 275/ 276). En este estudio, quisiera
sin embargo, ver a Kant en el contexto de la filosofía moderna, destacando los reparos que
merece, en general, la concepción historiográfica de un inmanentismo subjetivista que
caracterizaría a esta filosofía.
22 Crítica de la razón pura, Madrid, Alfaguara 1978, B274. La traducción de los textos
citados fue revisada de acuerdo con el original y se citan los textos de la Crítica según la
paginación original (primera edición*A, segunda edición=B). Las citas de los Prolegómenos y
del Opus postumum se indican según la paginación de la edición de la Academia.
acerca de la naturaleza. No hay tal paso posible de las ideas claras y distintas que son, por
cierto, concebidas como puramente interiores al espíritu, al conocimiento de la realidad física.
Como lo ha señalado Gueroult, en el segundo tomo de su Descartes selon l’ordre des raisons
—que está dedicado a comentar la sexta meditación—, las ideas claras y distintas nos enseñan
solamente las posibilidades que pueden darse en la realidad física, y sólo la experiencia,
posibilitada por la unión sustancial de alma y cuerpo, puede enseñarnos cuáles de las
posibilidades concebidas se dan efectivamente en la realidad23. Estamos pues desde un
principio en contacto con el mundo exterior gracias a la unión sustancial, y la vuelta de la
conciencia hacia sí misma en la meditación metafísica tiene el cometido de despejar la duda
que puede surgir acerca de la veracidad de este contacto, por el cual nuestras concepciones
metódicamente ordenadas son capaces de ser cotejadas con la realidad. El recurso metafísico
no está destinado a librar un fundamento deductivo de la ciencia, sino a ratificar la poderosa
inclinación natural a admitir que tenemos un cuerpo que está rodeado de otros que buscamos
o rehuimos, y, en instancia decisiva, está destinado a hacer posible que la separación entre
nuestra fe animal y nuestro asentimiento raciona!, la separación característica del pirronismo,
se transforme en un recurso metódico, que lejos de desplazar la fe animal, trabaja a partir de
ella, haciendo que por su intermedio las certezas racionales se vuelvan fecundas para el
conocimiento del mundo.
Al haber opuesto los eleatas el ser que captamos, en el pensamiento y el mundo de las
apariencias, que nos da nuestra experiencia sensorial, ellos han producido un arma de doble
filo. Si se niega el movimiento, porque da lugar a contradicciones en el pensamiento racional,
entonces queda fuertemente sugerida también la posibilidad opuesta: la de admitir el devenir,
manteniendo nuestra lealtad a la experiencia vital, y de desconfiar de la competencia del
discurso racional que la niega. El escepticismo antiguo partía básicamente de esta situación:
Estamos embarcados en la vida que nos presenta cosas con mayor o menor urgencia, y no
podemos ni queremos sustraernos a su llamado. El pensamiento, por otra parte, no puede
afirmar ni negar en forma concluyente la verdad de estas presentaciones. De esta manera se
hace posible una nueva actitud: seguir los dictados de la naturaleza, pero sin acompañarla ni
afirmativa ni negativamente con nuestro juicio24.
23 Gueroult, M.: Descartes selon l’ordre des raisons. París, Aubier,1953, vol. II: L’ame et le
corps, pp. 96 y ss.
Se abre ahora una gama de posibilidades del pensamiento que va desde la racionalidad
abstencionista del escepticismo (que pretende dejar que la naturaleza haga su obra, gozando
nosotros al mismo tiempo de una reserva mental que suaviza el ánimo), pasando por el
probabilismo de la Academia, hasta el estoicismo, que considera la razón en plena continuidad
con taprota kata physin, las actividades elementales y básicas según la naturaleza, de modo
que son estas mismas las que nos recomiendan a la razón, que por otra parte no pretende otra
cosa que el homologoumenon zen kata physin, la vida en correspondencia con la naturaleza
Se trata ahora de ver si no podríamos interpretar con provecho la filosofía moderna dentro de
la temática de esta tensión entre la vida humana vista como un proceso natural cuyos inicios y
fines son inabarcables, y la misma vista como capaz de ser fundada en un juicio autónomo.
Así dio hace 40 años Norman Kemp Smith una interpretación de la filosofía de Hume,
proponiendo que se lo considere fundamentalmente como perteneciente a la escuela de
Shafesburry y de Hutcheson, para los cuales la moral se basa no en un raciocinio sino en los
sentimientos propios a nuestra condición sociable, a la cual está subordinada nuestra razón. En
la visión de Kemp Smith, Hume traslada este esquema de la filosofía moral a la filosofía del
conocimiento. El conocimiento es fundamentalmente conocimiento de las relaciones causales
entre los acontecimientos, pero el principio de generalización inductiva que está a la base del
juicio causal no puede ser justificado racionalmente. Por lo tanto, conocemos gracias a nuestro
instinto natural, que induce en nosotros las expectativas causales. Sólo por un autoengaño se
considera al raciocinio como autónomo, mientras está realizando funciones anciliares al
servicio de nuestras propensiones naturales.
II
Kant parece asentarse en el polo opuesto, en la defensa del origen de los principios de la moral
en la razón pura, y de los principios del conocimiento en el entendimiento puro. Así lo
proclama a veces él mismo, pero la obra realizada, considerada con la debida atención, no
corresponde al afiche publicitado. De acuerdo con la Metafísica de las costumbres, sección XII
de la introducción a la segunda parte, puede haber una obligación moral solamente si se da
una predisposición natural del ánimo [natürliche Ge- mütsanlagerí\ a ser afectado por
conceptos de deber. Kant caracteriza estas
predisposiciones como «preconceptos estéticos de la receptividad del ánimo para conceptos
de deber en general» (ibid).
Las formas apriori del conocimiento se destinan al encuentro sensorial con la realidad,
haciendo posible que el encuentro se consolide en una experiencia. Kant define la sensibilidad
como la capacidad de recibir repre-sentaciones por la manera como somos afectados por
objetos (A19/B33) y similarmente define la sensación como el efecto de un objeto sobre
nuestra capacidad de representación (A19/B34). En su ponencia leída en el Congreso
Internacional celebrado en Córdoba el año 1987, M. de Costa ha señalado que Hume explica el
juicio causal en términos causales. Una situación similar encontramos aquí.
Kant usa expresiones netamente causales (afección y efecto) para caracterizar el dato sensible,
y la formulación del principio causal usa el término experencial de «modificación» y el término
de «percepción», que pertenece, como el emparentado de «sensación», a un contexto
específicamente causal. ¿Se trata de un círculo vicioso, en el cual se explica la causalidad en
términos que la presuponen? Habría círculo vicioso si se tratara de explicar la causalidad por
las actividades o por las formas de un sujeto acausal y fuera del espacio y del tiempo. Pero
justamente no se trata de esto. La analítica kantiana interpreta lo implicado en la experiencia
como tal, y no intenta reducirla a entidades no involucradas en interacciones. Nuestra forma
de intuición, dice Kant, «parece ser la propia de un ser que es dependiente tanto en su
existencia como en su intuición (que determina su existencia en relación con objetos dados)»
(B72). Se dice aquí «parece» y, un poco antes, «por lo que nosotros podemos entender». Kant
no enuncia aquí una tesis, sino que señala el marco sobreentendido de su doctrina.
Pero, ¿si el sujeto kantiano es, de este modo, un sujeto en interacción, es decir un sujeto
empírico, dónde queda la conciencia transcendental? A este respecto, una breve indicación.
Por una función transcendental se entiende una función de la conciencia constitutiva de
determinaciones del objeto, y constitutiva del objeto mismo, si por objeto entendemos la cosa
en tanto que tema coherente. Kant llama «conciencia transcendental» (en Al 17 nota), «la
conciencia de mí mismo como apercepción originaria», y esta última es caracterizada, en Al23,
como la unidad objetiva de la conciencia empírica. Pero no es suficiente notar que la
conciencia empírica y la transcendental son una y la misma, ais dasselbe Subjekt einerlei como
lo muestra en otro aspecto B155. No se trata simplemente de dos papeles o dos relaciones de
una y misma realidad, que podrían ser lógicamente independientes entre sí, como ser
carpintero y ser tío. El punto crucial es que la conciencia cumple su función transcendental,
sólo siendo empírica. Cuando Kant señala: «Todas las representaciones tienen una relación
necesaria con una conciencia empírica posible» (Al 17 nota), la cualificación «necesaria» indica
que la conciencia empírica no es pensada como realización en un plano inferior de una
estructura pura concebida en un plano llamado «transcendental», sino que la conciencia
empírica, precisamente en tanto que empírica es parte decisiva de la justificación de los
conceptos apriori que Kant llama «deducción transcendental». En particular, vincula Kant con
el concepto de conciencia empírica las síntesis de aprehensión y de reproducción, en B160 y en
A121.
Kant señala, muy destacadamente, que todos los conceptos del enten-dimiento tienen
relación, o referencia, a una posible experiencia. Esta frase kantiana no debe perder su fuerza
por haberse vuelto ritual. Ella no indica sólo un límite, sino también y ante todo la destinación
del entendimiento: su objeto. El entendimiento caracterizado en la segunda edición de la
Crítica como facultad de síntesis no se reduce a una facultad de los conceptos, sino que
articula esquemas espacio-temporales, al punto de que en B153, la acción del entendimiento
queda identificada como «síntesis transcendental de la imaginación». En esta cualidad esboza
configuraciones espaciales y secuencias temporales (la «síntesis figurativa») que a su vez son
representadas por posibles percepciones. No sólo afirma Kant que el espacio y el tiempo
quedarían «sin validez objetiva, sin sentido y significado, si no se mostrara su uso necesario en
los objetos de la experiencia», sino que aún su misma representación «es un mero esquema
que se refiere a la imaginación reproductiva, que evoca los objetos de la experiencia, sin las
cuales no tendría significado; y así con todos los conceptos sin distinción» (Al 56/B195)25.
La representación a priori de una figura espacial o temporal se puede dar sólo «trazándola en
el pensamiento» (B 154, A162/B203). ¿Cómo debemos entender esta tesis fundamental en la
argumentación kantiana? R. Enskat plantea esta cuestión en su obra La teoría kantiana de los
objetos geométricos16’. ¿Debemos entender la gramática de la frase: «trazo una línea en el
pensamiento», igual que la de las frases «trazo una línea en la arena» o «trazo una línea en la
pizarra»? Evidentemente, el pensamiento no es un medio más en el cual hacemos trazados,
como lo hacemos en la arena, sobre el papel, o en el aire. Trazar algo en el pensamiento es
concebir (Enskat dice: conocer) como lo trazamos en un medio cualquiera: es imaginar el
trazado efectivo. Enskat rechaza, por cierto, la expresión de Kaulbach27 de la «mano
transcendental» que efectúa trazados a priori, porque sugiere una duplicación gratuita de la
mano real. Pero, precisamente, efectuar un movimiento en la imaginación no es ni hacerlo en
un medio particular muy tenue, ni realizarlo mediante un órgano diferente de nuestros
órganos corporales. Se trata, más bien, de la concepción de un posible movimiento corporal.
26 Enskat, R.: Kants Theorie der geometrischen Gegenstande. Berlín, de Gruyter, 1979, p.
252.
Así como hemos señalado que la causalidad esquematizada no es una categoría inherente a un
entendimiento acausal, así debemos destacar ahora que el espacio no es una forma
perteneciente a un sujeto inespacial. En el primer argumento a favor de la tesis de que el
espacio es una forma a priori, que ofrece la estética transcendental, se señala que se debe
presuponer ya la representación del espacio «si he de poder referir ciertas sensaciones a algo
fuera de mí (a algo que está en otro lugar que aquel en que me encuentro yo)» (A23/B38). El
sujeto que esboza un espacio debe pues ocupar, él mismo, un lugar, es decir, ser un sujeto
corporal, así como toda concepción a priori de un trazado es la concepción de un movimiento
de un objeto de experiencia posible, es decir, de un objeto físico.
En un pasaje sorprendente de la Crítica de la razón pura (A626 / B654) señala Kant que es la
naturaleza que actúa libremente la que hace posible todo arte, y quizás también a la razón
misma. Pero con ello, la Crítica está a sólo un paso del Opuspostumum en el cual se señala,
ahora expresamente, que son las fuerzas motrices del sujeto las que determinan una
representación a priori, que posibilita la experiencia en la cual se comprueban las fuerzas
motrices del objeto.
Federico Riu publicó, en 1982, un estudio sobre la Crítica de la razón puraM que constituye un
verdadero reto no sólo para las líneas de interpre-tación más establecidas, sino para todo
empeño que trate de asimilar la lección kantiana, de pensar sus cuestiones abiertas, y que no
se refugie en un historicismo embalsamador que pretenda encerrar todo pensamiento en su
momento histórico, y anule dentro de nosotros el diálogo crítico con las expresiones del
pasado. Este estudio se propone mostrar cómo el irreverente cuan atento estudio de Riu
puede ser fecundo para la comprensión de la Crítica kantiana. En particular, dado que el
estudio de Riu está basado exclusivamente en la primera edición de la Crítica, el marcado perfil
que proyecta de esta versión permitirá ponderar una innovación que aporta la segunda,
especialmente en su capítulo «Refutación del idealismo».
A este respecto, señala Riu que no tenemos primero una diversidad sensible, luego su
ordenamiento espacio temporal, luego el fenómeno, luego la aplicación de las categorías...
(pp. 89 ss.) No hay aquí nada parecido a un diagrama de flujo. Esta consideración es un
requisito de toda interpretación competente de la Crítica, pero Riu la incluye en su visión muy
personal: «sólo son y pueden ser fenómenos en tanto están representados por dichos
25 «El mundo del espejo. Crítica y metafísica en Kant» en Epistcme NS 2, 1982, Universidad
Central de Venezuela, pp. 85-117.
conceptos. La idea de referencia como producción incluye esta precisión fundamental» (p. 89).
Referencia como producción ¿en qué sentido? ¿Pro-ducción de la referencia o del objeto al
cual nos referimos?
Riu no manifiesta debilidad ninguna para con la visión que se abre de este modo: la de un
mundo mental, producido no se sabe cómo, ni por qué, por dos X desconocidos, la cosa en sí
objeto y la cosa en sí sujeto, y la cualifica consecuentemente sin ningún miramiento. Kant ha
salido a construir una teoría acerca de lo necesario en nuestro conocimiento, una metafísica
gnoseológica, y ha caído en una metafísica óntica que escinde completamente la conciencia de
ser. «Kant se ve obligado a introducir la noción de cosa en sí, que no sólo es un recurso
metafísico de la peor especie, sino además un recurso que vuelve ininteligible el mundo de la
experiencia» (p. 98). Ininteligible porque se quita toda vinculación comprensible con lo que lo
produce.
Riu reconoce que lo que se admite generalmente como concepción kantiana representa
también una visión que se desprende de la Crítica, y admite con respecto a su propia
interpretación que
lejos de tomar a la cosa en sí en el sentido negativo y limitado prescrito por Kant, la hemos
tomado nada menos que como el fundamento indispensable para establecer el carácter
aparente o fenoménico del mundo de la experiencia. Esto constituye un primer error. El
segundo es que, al seguir esta vía, hemos llegado a ciertas conclusiones negativas sobre la
Crítica enormemente discutibles (p. 99).
En la segunda lectura que Riu destaca, el mundo de los fenómenos no es un mundo aparente,
sino real. Su realidad es atestiguada por la percepción; su carácter de dado, dado a nuestra
sensibilidad, funda su carácter de dato preteorético a salvo de cualquier posición filosófica. Se
abre ahora en esta visión el fecundo problema de la constitución de la objetividad, esto es, la
subjetividad se transforma de una instancia que enturbia, en una que posibilita la constitución
de un mundo objetivo y, finalmente, señala Riu,
al mostrar igualmente que las categorías tienen un uso empírico y no transcendental,
encuentra un fundamento clave para realizar una crítica de la metafísica especial que se
convierte en un modelo determinante de la epistemología y su influencia poderosa llega hasta
nuestros días (p. 103).
Pero, ¿presenta Kant una doctrina coherente para articular y fundamentar esta visión tan
prometedora?
A Riu no le cabe duda que Kant quiso sostener esta última concepción, pero juzga que su
propio aparato conceptual, y ante todo la consideración del fenómeno como una
representación, frustra su intento. A este respecto cita un texto, siempre de la primera edición
de la Critica:
Las representaciones de objetos exteriores (los fenómenos) no pueden ser causas exteriores
de la representación de nuestro psiquismo [...] a nadie se le ocurre tener por causas exteriores
lo que antes ha reconocido como simple representación (A 390).
Habrá que volver entonces a molestar las cosas en sí para dar cuenta del surgimiento del
fenómeno, y las relaciones entre los dos órdenes se caracte-rizan de manera contradictoria.
Unas veces dirá Kant que los fenómenos no representan cosas en sí mismas, otras veces que
son representaciones de cosas que nos son desconocidas. Pero, lo peor es que cualquiera de
las dos proposiciones contradictorias transforma el fenómeno en una apariencia. Aquí puede
traer Riu la cita más desconcertante, de nuevo un pasaje que aparece sólo en la primera
edición; «estas representaciones externas conllevan el carácter engañoso siguiente: dado que
representan objetos en el espacio, se separan, para así decirlo, del alma y parecen flotar fuera
de ella» (A 385).
Con esto el fenómeno en el espacio no sólo es radicalmente infiel a la cosa en sí, sino además a
la representación que está en mí. Y, entonces, concluye Riu con su gesto característico: «Si
según esto el fenómeno no es una apariencia, entonces cualquier otro argumento tiene que
resultar inútil» (p. 112).
Que la conciencia depende de una realidad exterior no sólo en esto o aquello, sino en su
misma constitución como conciencia de sí, va a ser lo que trata de demostrar el nuevo capítulo
titulado «Refutación del idealismo». La tesis será: «La mera conciencia de mi propia existencia,
que es empíricamen-te determinada, demuestra la existencia de objetos en el espacio fuera de
mí» (B 275). Estos objetos no pueden ser una intuición en mí, porque «las representaciones
precisan algo permanente, distinguido de ellas, en relación con lo cual puede ser determinado
el cambio de ellas, esto es mi existencia en el tiempo en el cual ellas cambian» (B XXXIX).
Debemos admitir, pues, una contradicción literal en la segunda edición, ya que este texto se
opone frontalmente a los textos de la l1 edición mantenidos en la segunda que, como el de B
59 citado, afirman que los objetos espacio-temporales son representaciones.
Ahora bien, antes de tratar de interpretar la letra del texto de tal manera que la contradicción
desaparezca, conviene hacerse presente que la situación que hemos puesto de relieve no
puede ser entendida así como la entendió Schopenhauer: que Kant hubiera echado a perder
tanto la audacia como la coherencia de la primera edición con las enmiendas de la segunda.
No lo podemos considerar así porque la distinción entre el plano de la intuición en el cual el
objeto es una representación, y el plano de la experiencia, en el cual es crucial la oposición
entre el orden subjetivo de la representación y el orden objetivo de la existencia de los
fenómenos, pertenece ya a la primera edición de la Critica y constituye el meollo de la
«Segunda analogía de la experiencia», que introduce el principio causal. No se piense que la
distinción entre una secuencia subjetiva y una objetiva se reduce a la distinción que desarrolla
la «Deducción trascendental» con respecto a la intuición: la distinción entre asociaciones
casuales y los requerimientos a priori de una síntesis coherente que nos pueda dar un objeto
de intuición. Así como el concepto de objeto es otro cuando se trata del objeto de la intuición
y del objeto de experiencia, así difieren también los conceptos de objetividad.
A través del estudio de Riu, y acusando el reto de su peculiar acentua-ción de las doctrinas de
la crítica, nos damos así cuenta de que la deducción transcendental, al considerar las
categorías solamente como funciones que permiten una conciencia unificada de lo múltiple,
no llega a mostrar la constitución de la experiencia, sino solamente la de un objeto dado y
ordenado por medio de cualquier conjunto coherente de reglas que permiten construir una
figura espacio-temporal. La referencia a un objeto no expresa entonces otra cosa que la unidad
propia de la conciencia.
Por cierto, asoma también en la «Deducción transcendental» la idea del objeto como aquello
que se opone al arbitrio subjetivo: «El objeto es considerado como aquello que se opone a que
nuestros conocimientos sean determinados a la ventura o arbitrariamente, sino que sean
determinados a priori de cierta manera» (A 104). Notamos que las constricciones provienen
aquí sólo de principios a priori y no se anticipa la consideración propia de la «segunda
analogía» de que el concepto de objeto de experiencia requiere a priori que la determinación
de la relación irreversible de causa y efecto se dé aposteriori, es decir, que se imponga en la
experiencia. Sólo al llegar a este punto encontramos al objectum como lo que se nos enfrenta
y así nos determina. Sin embargo, la «Deducción» apunta a ello indirectamente al señalar en
sus dos versiones la esencial referencia de las categorías a una conciencia empírica, lo que
implica el reconocimiento de que la autocon- ciencia posible es posible sólo gracias a que
puede contrastar sus expectativas con instancias exteriores.
Al tratar de contestarla, cabe señalar que la caracterización del espacio como imaginario está
destinada precisamente a marcar la diferencia entre el espacio y los objetos en el espacio: el
espacio como tal no es un inmenso continente-objeto en el cual están contenidos otros
objetos. Lo imaginario se define aquí en oposición con el objeto de experiencia y pierde su
sentido al mitigarse el contraste. Bien, ¿pero acaso no destaca la deducción trascen-dental (no
sólo en la 1* ed.) que la imaginación, aunque no sea exactamente en el mismo sentido, tiene
parte decisiva en la percepción de un objeto? Podemos expresar esto diciendo que toda
percepción inscribe su objeto en un espacio imaginativo preesbozado.
Todo depende de este otro sentido de «imaginación» que va a ser el que está en la base del
anterior. El espacio a priori, imaginativamente esbozado, lo es en vista \zum Behuf\ de
posibles movimientos empíricos. Se ha señalado (R. Enskat: Kants Theorie der geometrischen
Gegenstande) que la expresión kantiana de «trazar una recta en el pensamiento» no puede ser
entendida como un trazado en un medio especial, así como trazamos una recta en la arena o
en la pizarra. Trazarla en el pensamiento es más bien ponerse imaginativamente en la
situación en la cual trazaríamos una recta en la arena, en la pizarra o en el aire y hacerse
presente el procedimiento que seguiríamos. Trazamos una recta en la imaginación y la índole
de esta «acción interior» tiene implicaciones geométricas a priori, pero esto quiere decir sólo
que concebimos qué sería un movimiento real si cumpliese con las condiciones de una recta
euclídea. En otras palabras, si en un orden el espacio geométrico es condición de posibilidad
de los fenómenos, en el sentido de que quedan ubicados y determinados en relación con los
trazados que esbozamos a priori, en otro orden de ideas es prioritaria la posible realidad
empírica física, en el sentido de que es a ella que se refiere de antemano la imaginación del
espacio puro.
se puede hablar de una relación de aparición o manifestación entre dos órdenes y negar al
mismo tiempo cualquier comunidad y correlación entre los dos. Toda afirmación de que el
fenómeno es la aparición de una cosa en sí es totalmente vacía desde el momento en que se
niega que el fenómeno nos hace conocer algo de una cosa en sí, y en particular, cuando a la
última se le niega toda ubicación espacio-temporal y todo criterio de identidad numérica.
Lo que queda representado en la representación no puede ser una cosa en sí. Pero, entonces,
¿qué es? A esta pregunta no podemos contestar sino diciendo que es absurdo querer
caracterizar un objeto, decir qué es, por una vía que no sea aquella por la cual nos es dable
conocerlo. Kant piensa que, con todo, no debemos excluir de antemano la posibilidad de que
el objeto pueda ser conocido de otro modo —por un puro pensamiento—, que lo conocería sin
ser afectado por él, por lo tanto, de manera intrínseca y no extrínseca como lo conocemos
nosotros —aunque agrega que no sabemos ni siquiera si tal conocimiento es posible.
Fichte considerará, en cambio, que no cabe hablar de otra clase de conocimiento que aquel en
el cual nos topamos con una resistencia, y que por lo tanto, el concepto de una cosa en sí, de
una cosa que no se diera a conocer por su repercusión en el conocedor, es una quimera
intrínsecamente contradictoria. Pero debe quedar totalmente claro que al negar de este modo
la cosa en sí, una concepción como la fichteana no disminuye ni en un ápice la realidad del
fenómeno; más bien se diría lo contrario; la consolida como realidad que se nos enfrenta y con
la cual tenemos que contar.
Pero, la conclusión de Riu es otra. Si la representación no representa una cosa en sí, entonces
no hay aparición ninguna de la realidad verdadera, sino sólo la apariencia de una aparición, o
la aparición de una apariencia. Aquí se da por completamente obvia una cierta opción
ontológica: que «la cosa en sí» es el nombre de lo que en verdad hay, de lo que es
propiamente. Si se admite esta premisa, entonces la conclusión de Riu se vuelve inevitable. No
negamos que se encuentran, en Kant, añoranzas ontológicas así acentuadas, como tampoco
quedó desterrado su interés por modos solipsísticos de pensar. Pero, justamente la reseña de
Garve lo movió a la afirmación categóricamente opuesta:
La proposición de todos los idealistas genuinos, desde la escuela eleática hasta el obispo
Berkeley, está contenida en esta fórmula: «Todo conocimiento por los sentidos y por
experiencia no es más que mera apariencia, y sólo en las ideas del puro entendimiento y de la
razón hay verdad».
El principio que rige mi idealismo y lo determina es, en cambio: «Todo conocimiento de cosas
por el mero entendimiento puro o por la razón pura no es más que mera apariencia, y sólo en
la experiencia hay verdad» (Prolegómenos, Apéndice, Akad. IV, 374).
El trabajo de Riu está emparentado en su frescura con la reseña de Garve, sin haber sufrido las
desventuras redaccionales de ésta, y ofrece además argumentaciones muy sólidas que apoyan
su percepción de la obra kantiana. Me parece que está destinado a tener un efecto benéfico
sobre las interpretaciones de Kant, así como la reseña de Garve, el primer feed-back verdadero
que Kant recibió, se constituyó en un estímulo decisivo para la aclaración de su propio
pensamiento. No diré que lo despertó de otro sueño dogmático, pero sí que le ayudó a
sacudirse algunas somnolencias. Que haya expulsado de sí toda somnolencia es pedir
demasiado. Un estado de vigilia absoluta es quizás un sueño dogmático más. Ya es mucho, si
no caemos todos en estado de estupor ante los mismos señuelos.
■
El campo semántico del pensamiento.
Descartes y Kant
Cuando los textos filosóficos hablan del pensamiento, están recurriendo a una palabra que ha
recibido sus capas de significado en nuestro lenguaje corriente. Su etimología en las diversas
lenguas muestra que en sus orígenes predominaron asociaciones diversas. En el caso del
romance pensar el origen de la palabra apunta al sopesar, ponderar, hacer una evaluación. En
el caso del cogitare = coagitare, la sugerencia es la de un movimiento por el cual surgen
propuestas inesperadas. Pero tenemos la impresión de que independientemente de las
diferentes asociaciones favorecidas, el «pensa-miento» y las palabras correspondientes en
otras lenguas designan la misma cosa una e idéntica, y efectivamente, la facilidad con la cual
los niños aprenden a utilizar de manera suficientemente concordante el verbo «pensar» es
asombrosa, si tenemos en cuenta el hecho de que nadie les ha enseñado este uso y que
tampoco fue aprendido por exhibiciones espontáneas, así como se aprende el significado de
«cuchara» o de «sentarse». Esto no vale sólo en lo que atañe a una palabra tan usual y tan
arraigada en nuestro lenguaje como lo es «pensar», sino también para la palabra «conciencia»,
que es de uso mucho más reciente y más limitado. Tan fuerte es la impresión de que lo que
quiere decir «conciencia» es perfectamente claro que inclusive un Sigmund Freud pudo creer
que a diferencia del inconsciente, lo que es la conciencia es inmediatamente sabido.
Sin embargo, es fácil darse cuenta que es sólo el contexto, verbal y no verbal, junto con las
explicaciones suplementarias dadas en cada caso, lo que permite que el oyente o lector sepa
cuál de los sentidos posibles es apropiado a la aparición de estas palabras en cada ocasión. Se
trata de sentidos posibles que lejos de ser claros y distintos son, desde su comienzo, un
aguijón de la reflexión filosófica.
En la segunda meditación leemos: «¿Qué es una cosa que piensa? Esto es una cosa que duda,
que concibe, que afirma y que niega, que quiere, que no quiere, que también imagina y que
siente». Dado que otros textos consideran el pensamiento como una certidumbre inmediata,
en el sentido de que el que piensa sabe, por ello mismo, que piensa, parecería que la razón por
la cual Descartes considera aún al sentir como un pensamiento, sería la reivindicación de todo
episodio mental como una infalible presencia ante sí mismo.
Por el nombre de pensamiento entiendo todo aquello que está de tal manera en nosotros, que
lo apercibimos inmediatamente por nosotros mismos [quod sic in nobis est, ut ejus immediate
conscii simas.] (Respuestas a las objeciones segundas)30.
Sin duda la reflexividad, por lo menos potencial, es uno de los rasgos que distingue todo lo que
es un pensamiento. En la tercera meditación se extiende este autoconocimiento
explícitamente a los sentimientos y a las imaginaciones:
aunque las cosas que yo siento y que imagino no sean posiblemente nada fuera de mí y en
ellas mismas, tengo, sin embargo, la seguridad que estas maneras de pensar que llamo
sentimientos e imaginaciones, en tanto que son maneras de pensar, residen y se encuentran
certeramente en mí.
Con todo, la explicación de la inclusión del sentir entre los modos de pensamiento,
simplemente por la autoconciencia que lo acompaña, no toma en cuenta que Descartes habla
del sentir como una manera de pensar algo,
50 Es de notar que en el texto latino aparece la palabra «consciente», mientras que en el texto
francés se evita esta expresión. Un texto casi literalmente coincidentc se encuentra en el § 9
de los Principios de la filosofía.
Por fin, yo soy el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las cosas como por los
órganos de los sentidos, ya que en efecto veo la luz, oigo el ruido, siento el calor. Pero me
dirán que esas apariencias son falsas y que estoy durmiendo. Aunque así sea; no obstante, es
por lo menos muy cierto que me parece que yo veo, que oigo y que me acaloro; y es esto lo
que en mí se llama propiamente sentir, y esto, precisamente, no es otra cosa que pensar
(Segunda meditación).
Se objetará que llegamos forzosamente a este resultado al guiarnos en nuestro análisis por el
modo de pensamiento que es el sentir, pero no cuando damos prioridad al pensamiento puro:
al pensamiento de sí mismo como ser pensante, el pensamiento de Dios —pensado como
pensamiento no encar-nado— o al pensamiento de la extensión pura.
Pero Descartes no podría hablar del pensamiento de sí mismo como cosa pensante si no fuera
capaz de dar (o de encontrar) un sentido de la palabra «pensamiento» que está ya
presupuesto en la autorreferencia del pensamiento. Solamente, en tanto que heterorreferente
podemos entender al pensamiento como siendo al mismo tiempo autorreferente. Por cierto,
Descartes no establece como tesis lo que será la tesis de Spinoza: que la idea es idea ideae sólo
siendo idea corporis. Descartes, por cierto, no dice eso, pero si perdemos de vista el encuadre
del pensamiento cartesiano, que se trata de un pensamiento que es al mismo tiempo reflexivo
y pensamiento de un mundo en que vivimos, entonces nos privamos de todo medio para dotar
sus palabras con sentido.
Tampoco puede figurar como contrapeso del pensamiento como pensamiento del mundo, el
pensamiento de Dios. Dios es pensado como un pensamiento infinito, pero entonces ocurre
una de las dos posibilidades: o
Queda entonces la cuestión del pensamiento puro de la extensión. Es aquí que se separan los
caminos de la interpretación de la filosofía cartesiana. Que el pensamiento de la extensión es
para Descartes un pensamiento puro, en el sentido de que las verdades geométricas no
derivan su evidencia de la experiencia, esto está fuera de toda duda para Descartes, no menos
que para Platón y para Kant. Esta afirmación es, además, plenamente inteligible y verificable.
Pero, ¿se puede concluir de ahí que se trata de un conocimiento que la res cogitans encuentra
en sí misma independientemente de su unión sustancial con el cuerpo? Es bien sabido que es
originalidad de Kant el haber concebido la forma de la sensibilidad a priori como fuente de la
geometría y aún de la aritmética. ¿Puede Descartes prescindir tranquilamente de esta idea
que, por otra parte, le parece monstruosa a más de uno?
Entre los intérpretes del pensamiento cartesiano es Jean Laporte el que planteó esta cuestión:
¿qué similitud o correspondencia puede haber entre la sustancia extensa y una idea de la
sustancia pensante, mientras ésta es concebida como ajena a la extensión? Esta pregunta
sugiere como respuesta una concepción emparentada con la que fue adoptada explícitamente
por el cartesiano Sylvain Régis: la idea de extensión es esencial para el alma, es decir el
espíritu, en tanto que está unida al cuerpo (Systéme de Philosophie, 1690, t. I, 157-159).
Laporte trata de mostrar que ésta es también la concepción implícita de Descartes.
Entre los textos que Laporte cita en defensa de su tesis nos interesa, ante todo, el de una carta
a Morus: «Illud solum quod est imaginabile ut habens partes extra partes, quae sunt
determinatae magnitudinis etfigurae, dico esse extensum». Se sabe que la imaginación es para
Descartes un pensamiento ligado al cuerpo; pero sabemos también que Descartes distingue de
la imaginación geométrica la idea clara y distinta correspondiente que nos formamos: toda
imaginación de un kiliógono es extremadamente confusa, mientras que nuestra concepción
intelectual de esta figura puede ser perfec-tamente clara y distinta. Sin embargo, la carta
mencionada nos dice que la extensión no es nada si no es la relación de exterioridad
imaginable entre las partes de un todo. Aquí nos encontramos de repente en un territorio en
el cual se instalará ulteriormente Kant: el concepto geométrico no es otra cosa que la regla
para la construcción de una figura imaginable, esto es, construi- ble en la intuición pura.
Otro puente que une el campo del pensamiento cartesiano con el de Kant surge cuando
encaramos la cuestión muy discutida acerca del carácter activo o pasivo del conocimiento en la
filosofía cartesiana. A diferencia de la tesis kantiana que asigna la matemática al dominio de la
sensibilidad pura, la tesis kantiana acerca del elemento activo, presente en el conocimiento, ha
sido muy destacada por los intérpretes, y a partir de ésta surge la interrogación acerca de la
posición cartesiana a este respecto. Los que defienden la tesis de la pasividad del
conocimiento en la concepción cartesiana se apoyan en textos muy nítidos que oponen el
carácter activo de la voluntad al pasivo del conocimiento. En esta manera de ver, el
conocimiento es, no menos que en la concepción aristotélica, la recepción de una forma, lo
que no excluye que esta recepción sea antecedida por un pensamiento activo, sea para aislar
las naturalezas simples de las cuales hablan las Regulae, sea para ordenarlas. El conocimiento
es una recepción final, pero el pensamiento que culmina en él es una actividad. Esta actividad,
que Kant considera como un aspecto integrante del conocimiento, es vista por Descartes más
bien como preparatoria. Pero no olvidemos que, no obstante, el concepto abarcador es el de
pensamiento, y no el de conocimiento, lo que significa que para Descartes el conocimiento es
siempre el asunto de un ser pensante. Pero es Kant quien destacará expresamente lo que en el
conocimiento hay de pensamiento y articulará su concepción en términos de los dos
componentes que él opone: la intuición y el pensamiento.
El conocimiento presupone en primer lugar algo dado; el momento receptivo no puede faltar
para Kant en ningún conocimiento del cual tengamos noción. Aún en la matemática, que es
libre de toda información proveniente de la experiencia, nuestras construcciones se
constituyen con-tinuamente en algo dado, ya que la construcción como operación sucesiva
presupone la representación reproductiva o copresente de las etapas ya construidas. Ella es
para Kant una construcción en la intuición, es decir, recogida en una presencia.
que el conocimiento aposteriori es por definición aquel que se nutre de las representaciones
particulares que recibimos por afección sensible, y dado que el objeto al cual se refieren
nuestras representaciones es distinguido de toda representación particular que tuviéramos de
él, se sigue que la noción de objeto, diferente de sus representaciones, es una noción apriori.
¿Cómo podemos hablar de un objeto diferente de los conocimientos determinados que
tengamos de él, si todo lo que tenemos son precisamente los conocimientos determinados?
Esta es la cuestión que se plantea Kant en la Crítica A 104/105. La respuesta es que pensamos
el objeto como aquello que se opone a que nuestros conocimientos sean arbitrarios o
aleatorios, y que los obliga a ponerse de acuerdo entre sí. Lo propio del pensamiento es crear
un espacio más allá de cada una de las representaciones, que permite que varias de ellas se
refieran a un mismo objeto, un espacio que mantiene abierta la posibilidad de otros
conocimientos futuros, y aun los requiere.
En un segundo sentido, que es más importante para Kant, la unidad del objeto se constituye
por las categorías o conceptos puros, que no son precisamente otra cosa que las formas
fundamentales de conexión. Con la noción de objeto es solidaria la idea de que el pensamiento
es esencialmente conexión, en términos generales, síntesis, y con esta la tesis que sostiene
que un dato simple empírico o no, no constituye por sí mismo un conocimiento.
Los comentarios a las Regulae de Descartes observan que el concepto de naturaleza simple (y
aún, sorprendentemente, de absoluto, regla VI) es un concepto relativo, lo que es señalado
por Descartes mismo en lo que concierne a la cualificación de «más absoluto» (lo universal es
más absoluto en cierto respecto, lo particular en otro respecto). Las naturalezas simples se
llaman así por cuanto son las más simples, es decir, no podemos encontrar otras más simples.
Kant se establecerá en esta evidencia, la de que en el orden cognoscitivo toda unidad es
sintética. Lo simple cartesiano es una intuición que posee siempre una multiplicidad interior
unificada por un concepto. Por otra parte, la expresión «concepto» expresa precisamente la
síntesis que Kant tiene en vista. Pero Kant se da cuenta que si partimos del otro elemento
analítico del conocimiento, la intuición por la cual un objeto es dado, encontramos también en
obra la actividad sintética de la mente en sus condiciones espaciales y temporales.
Pueden haber impresiones en las cuales no se puede discernir, en el momento en que se dan,
ninguna multiplicidad interior. Más aún, Kant piensa que toda la representación o dato que no
se despliega en el tiempo, se reduce a una simple unidad (A99). Pero sin una multiplicidad
interna, en la cual establecemos un orden, no hay intuición.
Pero, ¿no habrá también un orden lógico que no es temporal, logo y no krono\ Por cierto, pero
el concepto kantiano de intuición está asociado al de un dato que precisamente está destinado
a marcar el elemento no lógico del conocimiento, un elemento que Kant encuentra no sólo en
la experiencia, sino también en la matemática. Lo que se llama tradicionalmente identidad y,
correlativamente, diferencia numérica, no se reduce a una identidad o diferencia genérica, y
solidariamente con ello, la exterioridad en el sentido espacial y temporal no se reduce a una
diferencia conceptual. Esto vale tanto para la geometría: por ejemplo, para los diferentes
puntos de una recta; como para la aritmética, con respecto a la cual Kant hace notar que toda
demostración de una fórmula numérica recurre a una intuición espacial o temporal, siendo
equivalente a la operación de contar dedos, puntos o símbolos. En el lenguaje de la
matemática de nuestro siglo se dirá que la operación matemática fundamental es la del
emparejamiento, es decir, hacer corresponder un elemento de un conjunto (que puede ser el
de la serie de los números naturales) a un elemento de otro conjunto. Esta operación no es
una operación lógica, ya que distingue individuos aún cuando son genéricamente idénticos, lo
que es posible sólo como distinción espacial o temporal, como lo hace ver Kant en «La
anfibología de los conceptos de reflexión» de la CRP.
La síntesis fundamental relevante aquí es la del trazado de una línea. No podemos pensar
ninguna línea, nos dice la «Deducción transcendental» B, sin trazarla en el pensamiento;
ningún círculo, sin describirlo. Es en este sentido que la síntesis queda calificada como obra de
la imaginación. Ella es posible por cuanto nociones lógicas como unidad y diversidad reciben
un sentido nuevo de identidad y variedad espacio-temporal.
Solidariamente con sus aspectos objetuales, la síntesis trabaja también al lado del sujeto. A la
unidad del objeto como punto ideal de la posible convergencia de representaciones múltiples,
le corresponde una unidad igualmente ideal de la conciencia.
CED
a paso. Ella esboza una unidad ideal, la conciencia transcendental, y constituye, expuesta al
mundo, una conciencia empírica.
Pero el problema más difícil, y, diríamos, el más interesante, se plantea a propósito del
pensamiento en la ética kantiana. Lo trataré aquí brevemente.
Por lo que pudimos ver hasta ahora, el pensamiento es una actividad que busca conocer. A
veces a sus propias construcciones, como en el caso de la matemática, pero en última instancia
a la realidad dada. ¿Es posible entonces concebir un pensamiento que vale
independientemente de su contribución al conocimiento? ¿Existe un pensamiento que busca
otra cosa que conocer?
En esta línea, cabe pensar que el pensamiento moral es esencialmente constructivo, es decir
que consiste en la elaboración de un proyecto de una forma de la práctica que pueda recibir la
adhesión de una voluntad general (en el plano intersubjetivo) o que pueda unificar mi
voluntad individual (la forma que dará Fichte a su transformación de la ética kantiana). Pero
estas interpretaciones constructivistas encuentran sus apoyos, más bien, en la filosofía política
y jurídica kantiana, y, muy difícilmente, en sus escritos propiamente morales. Prestemos
atención a las líneas bien conocidas de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres:
El fundamento de este principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así se
representa necesariamente el hombre su propia existencia; por lo tanto es un principio
subjetivo de las acciones humanas. Pero así se representa también todo otro ser racional su
existencia, según el mismo fundamento racional que vale para mí mismo; en consecuencia es
al mismo tiempo un principio objetivo, del cual se deben poder deducir, como de un
fundamento práctico supremo, todas las leyes de la voluntad (B66).
Aquí se habla muy poco de lo que hay que hacer, en cambio mucho de la persona que ha de
ser respetada.
Podemos dialogar con el otro sólo suponiendo que no podemos anticipar sus propuestas, y
considerándolo libre para examinar las razones que surjan; similarmente, no podemos
deliberar sin suponer que somos libres para deliberar acerca de las mejores opciones. A este
respecto, la Fundamentación de la metafísica de las costumbres enuncia la tesis según la cual
un ser que no puede obrar sino bajo la idea de la libertad es, por ello mismo, desde el punto de
vista práctico, efectivamente libre.
Es un pensamiento que está lejos de ser transparente, pero plantea por lo menos la cuestión
acerca de si el pensamiento ético no aporta más libertad que la pretensión de conocer las
leyes psicológicas que nos gobiernan. Pero, de todos modos, la concepción kantiana de
acuerdo con la cual lo propio del pensamiento es crear una distancia entre el objeto y las
representaciones que tenemos de él, adquiere una aplicación inesperada en la práctica, en la
cual el objeto es un sujeto.
Aunque sea difícil decidir cuál de los conceptos de un filósofo es el más alejado de su versión
folklórica, el concepto de «cosa en sí» kantiano es un buen candidato para este puesto. Pero
también debe admitirse que en su caso (que tampoco es infrecuente) el filósofo mismo ha
usado ampliamente las ambigüedades del término, introducido por él mismo de manera
polivalente.
Pero, ¿podemos con toda seguridad descartar este último sentido de «cosa en sí»? Estamos
apoyados para ello en la muy nítida aclaración kantiana contenida en A 257-258/B 313-314,
pero más fundamentalmente por la tesis kantiana de base, de que todo lo que averigüe y
construya la ciencia pertenece al mundo fenomenal, ya que pertenece al contexto espacio-
temporal y físico-causal de la experiencia. Hasta aquí no hay desavenencia en la interpretación,
y aun las explicaciones más convencionales suelen adherirse, por lo menos, a la letra de esta
tesis. No obstante, aun comentaristas en muchos aspectos excelentes, suelen darle al
concepto de «cosa en sí» un papel que inicialmente se le ha negado: se pasa de la
autosuficiencia explicativa del mundo fenomenal a la tesis opuesta según la cual sólo la
Este presupuesto de muchos intérpretes, entre los cuales se destacan Adickes y Patón, es
comprensible. Si se quiere respetar la componente pasiva, las constricciones que impone la
realidad y que se expresan en la palabra «experiencia», entonces parece evidente que se debe
postular por lo menos como una de las fuentes del conocimiento, un objeto independiente de
él. Este objeto independiente se llamaría «la cosa en sí». Dado que Kant marca claramente la
componente pasiva de nuestro conocimiento bajo el título de «sensibilidad», definida como
capacidad de ser afectado, parece plenamente justificada la conclusión de que por «cosa en sí
misma» entiende Kant el objeto independiente causante de las afecciones que recibimos y que
constituyen uno de los puntos de partida del proceso cognoscitivo. Además, al distinguir
nuestros conocimientos del objeto que los alimenta, parece justificarse la aseveración de que
la cosa independiente de nuestra manera de conocerla —la cosa en sí— sea incognoscible. La
incognoscibilidad, así entendida, no viene a decir otra cosa que la tautología de que no se
puede conocer sino conociendo y en las maneras en que podemos conocer. Pero el carácter
tautológico de la supuesta tesis kantiana queda encubierto por la tesis interpretativa adicional,
de acuerdo con la cual nuestra manera de conocer deformaría el objeto original, lectura de
Kant que adopta y difunde aun un Hegel, pero sólo para señalar la inutilidad de una teoría del
conocimiento así concebida: si se trata de conocer el aporte de nuestro conocimiento para
descontarlo del resultado final por representar una deformación, entonces el descontarlo nos
llevaría meramente de vuelta al punto en que estábamos antes de iniciar el viaje
cognoscitivo31.
Ahora bien, cabe señalar que jamás ha concebido Kant tamaño proyec-to. Pero ante todo cabe
poner en duda la imagen que guía la interpretación: la imagen de una masa que queda
prensada en un molde, de tal manera que quedaría deformado lo poco o lo mucho que el
objeto original tenía de es-tructura propia (que el objeto que nos afecta no comunica al sujeto
ninguna estructura, que aportara sólo un material sensible informe, es una hipótesis
totalmente autofrustrante, ya que la afección que referimos al objeto —y que lo atestigua—
estaba encargada precisamente de dar cuenta de las 31 Hegel, G. F. W.: Fenomenología del
espíritu. México, FCE, 1966, pp. 51-52.
II
«No tengo nada que fuese absolutamente, sino sólo comparativamente interior y que consiste
a su vez de relaciones exteriores» (A 277/ B 333). Kant nos recuerda que no tenemos ningún
concepto de una determinación puramente interior de un objeto de experiencia. Por lo tanto
estaba mal planteada la pregunta acerca de si la realidad que conocemos acude al encuentro
que constituye la experiencia con una estructura propia. Una estructura caracteriza a un
objeto no en forma puramente intrínseca, sino en relación con otros objetos, tal que un sujeto
cognoscitivo la puede reconstruir. Conocer es por una parte exponerse a la acción de las cosas,
ser parte de la comunidad de entes interactuantes y, por otra parte, darle a las interacciones
una organización significativa desde el punto de vista de las inquisiciones específicamente
humanas, que atañen la estructuración temporal de su propia vida en relación con el mundo
ambiente: prevención, capacidad de aislar factores y de intervención consecuente. No se trata
de negar que el objeto de experiencia tenga su ser particular. Pero sí se trata de darse cuenta
del hecho tan obvio como olvidado, que preguntarse acerca de un objeto: «¿qué es?», es
preguntar acerca de su posible caracterización mediante las gamas de posibilidades
concebidas por nosotros. La confusión que se trata de superar consiste en suponer que el ser
particular, la característica de una cosa es algo que ésta tuviera en sí sin relación con ninguna
otra cosa.
Todo lo que conocemos de la materia consiste de meras relaciones (lo que llamamos sus
determinaciones internas son solamente comparativamente internas), pero las hay entre éstas
que son independientes y estables, por las cuales nos es dado un objeto determinado (A 285 /
B 341).
La segunda tesis menos obvia, y más específicamente kantiana, consiste en señalar que la
gama de posibilidades de que disponemos para caracterizar los objetos presupone una
construcción espacio-temporal y conceptual por parte del sujeto. La construcción espacio-
temporal da cuenta del orden en las determinaciones, la conceptual de su estabilidad, lo que
permite hablar de un objeto y del hecho que podemos referirnos a una determinación
reconocible. De este modo, podemos decir: lo peculiar del objeto es averiguado: 1) mediante
una interacción física a medida de la sensibilidad del sujeto cognoscente; 2) por un sistema de
construcciones matemáticas y físicas y 3) mediante la capacidad de juicio, que consiste en
poder aplicar el segundo al caso particular de la primera. La tesis acerca de la construcción
subjetiva (y a la vez objetivante) de las determinaciones del objeto no implica, por lo tanto, de
ningún modo una tesis acerca de un material caótico que nos suministrara la realidad a
conocer. Algo presenta orden o desorden, es formado o informe sólo para una subjetividad
que lo trata. Lo que sí implica la tesis kantiana son las consecuencias: a) que no podemos decir
nada del objeto fuera de sus determinaciones que involucran directa o indirectamente nuestra
sensibilidad y nuestra capacidad de interacción con el objeto, y b) que podemos decir que nos
relacionamos con objetos sólo por cuanto nuestros conocimientos se correlacionan y se
estabilizan mediante una actividad subjetiva.
Cosas en sí, objetos que se definieran sin ninguna clase de relaciones externas, no pertenecen
al ámbito de nuestra experiencia, y dado que no tenemos ninguna noción de un objeto que se
manifestara de otro modo que en el marco de la experiencia sensible, debemos decir que nada
sabemos de cosas en sí, ni qué serían, ni tampoco si son del todo posibles tales objetos.
Ciertamente, no hemos podido probar que la intuición sensible sea la única intuición posible
en general, sino sólo que lo es para nosotros; tampoco hemos podido probar que sea posible
otra especie de intuición y aun cuando nuestro pensar pueda hacer abstracción de aquella
sensibilidad, sigue en pie la cuestión de si en ese caso no era una mera forma de un concepto y
de si tras esa separación, queda del todo algún objeto (A 253) .
Kant no vacila, en ningún momento, al considerar que un objeto se determina sólo para un
sujeto. Se determina fenoménicamente al interactuar con un sujeto dotado de sensibilidad, y
se determinaría noumenalmen- te si hubiera un intelecto que pudiera conocer sin ser afectado
por objetos,
que tuviera por lo tanto una intuición no sensible sino intelectual de ellos. Sin embargo, de
acuerdo con el texto citado, no tenemos ninguna razón para afirmar que un intelecto intuitivo
fuera siquiera posible. Por lo tanto, tampoco tenemos razón para afirmar la existencia y ni
siquiera la posibilidad de cosas en sí mismas en algún sentido positivo. Recordemos una vez
más que la posibilidad de que no existiesen cosas que puedan ser caracterizadas «en sí
mismas» no quita realidad al fenómeno. De acuerdo con B 72, es precisamente el
conocimiento fenomenal el que depende de la existencia del objeto, de tal manera que el
mismo ser congnoscente depende de éste .
Existen, por cierto, muchos pasajes de la Crítica en la cual Kant habla del fenómeno como una
mera representación. Sin embargo, los pasajes citados, que son agregados de la segunda
edición, no dejan nada que desear en cuanto a nitidez y claridad. ¿Puede atribuirse de manera
más categórica realidad al mundo fenoménico que diciendo que se trata de un todo
coherente, que llamamos naturaleza y que nosotros dependemos del objeto fenomenal en
nuestro conocimiento y en nuestra existencia?
El tipo de dependencia del objeto, del cual se trata en la Crítica de la razón pura, queda
especificado en otro texto agregado a la segunda edición y que lleva por título «Refutación del
idealismo». En éste, discute Kant la tesis del «idealismo problemático» de acuerdo con el cual
tenemos solamente la certeza de nuestra propia existencia, mientras que la de los objetos en
el espacio sería problemática. Kant lo refuta con la siguiente argumentación:
Ahora bien, la «Refutación del idealismo» sostiene que la determinación en el tiempo, que es
la propia de la vida subjetiva, es posible sólo por referencia a algo exterior.
III
Por consiguiente, todos los conceptos matemáticos no son por sí conocimientos [...] Por lo
tanto los conceptos puros del entendimiento, aun si se aplican a intuiciones a priori (como en
la matemática), producen conocimientos sólo en cuanto las intuiciones a priori y mediante
ellas también los conceptos de la razón, se aplican a intuiciones empíricas (B 147).
Hay un muy significativo paralelismo entre el vínculo que establece la Crítica de la razón pura
entre la conciencia transcendental y empírica y la que establece la Crítica de la razón práctica.
Así como la primera Crítica habla de una afección del sentido interno por el entendimiento, así
para la segunda, la razón práctica se constituye en fundamento de determinación subjetiva por
su influencia en la sensibilidad (ed. orig. 135) en la cual suscita un sentimiento de respeto. La
ley moral es independiente en su validez de esta capacidad de influir en la sensibilidad; pero se
constituye en una directiva de la acción sólo por cuanto la sensibilidad es capaz de ser afectada
por ella. Si de acuerdo con Kant el debe presupone un puede, entonces hay que decir que si
bien la forma específica del principio moral no se deriva de la sensibilidad, su misma aparición
como principio moral presupone una sensibilidad sensible a este principio.
El punto central que interesa a Kant está formulado ya en el prefacio de la primera edición:
conocer algo equivale, para nosotros, a conocer lo que lo condiciona; por lo tanto, algo
incondicionado repugna al concepto de conocimiento que tenemos.
Pero, es igualmente claro que la relación intersubjetiva se basa tanto en conocimientos que
tenemos del otro como en la postulación de un no- conocimiento. No puedo al mismo tiempo
conocerlo como un objeto y considerarlo como una instancia de iniciativas subjetivas, cuyo
valor objetivo es independiente de las contingencias causales por las cuales estas iniciativas
han surgido en él. En especial la propuesta de argumentos y contraargumentos, en la relación
intersubjetiva, presupone el reconocimiento del otro como instancia de examen
independiente, que no puedo o no quiero manipular. La diferencia que hay entre la búsqueda
de entendimiento y la búsqueda de obtención de efectos predeterminados por mí puede
iluminar esta idea. Si lo que busco es un efecto predeterminado, uso el conocimiento
fenomenal que poseo del otro, pero con ello me privo del aporte de su juicio propio. En
cambio, considero al otro como noúmeno tan pronto que lo considero como un ser que se
determina por razones que son valederas también para mí, en el sentido de que son objeto de
un acuerdo, de un examen crítico o de una contraargumentación. Es imposible dialogar y
pretender al mismo tiempo saber de antemano lo que el otro nos va a decir. Parecería
entonces que podemos concluir que así como el conocimiento fenomenal es el ámbito de la
acción instrumental, el pensamiento (no conocimiento) de sí mismo y del otro como noúmeno,
que es su consideración como interlocutor válido, cualquiera que sea su funcionamiento
causal, es el ámbito de la acción comunicativa.
Esta conclusión es cierta, pero toma el concepto de «acción comuni-cativa» en un sentido tan
amplio, que no permite vincular con él ninguna
connotación específicamente moral, ya que caracteriza por igual las relaciones interpersonales
como las relaciones con una computadora. Al jugar ajedrez con una máquina ocurre
exactamente lo que señalamos en la conclusión que acabamos de esbozar: no nos interesa su
funcionamiento causal, sus alambres o sus circuitos impresos ni los impulsos eléctricos que
circulan por ellos; simplemente la tomamos en serio como jugador y nos preguntamos qué
situación en el tablero podría aprovechar y qué razones tiene la máquina para la jugada que
realizó. Lo mismo ocurre con una computadora con la cual me asesoro y el mismo punto de
vista puede adoptar un espectador que comenta un partido entre dos máquinas
La teoría contemporánea de la dualidad de los puntos de vista, de acuerdo con la cual puedo
preguntarme por las causas y puedo preguntarme por las razones de una acción, pero no
puedo adoptar los dos puntos de vista al mismo tiempo, es doctrina kantiana. Pero resulta que
si bien la tesis de la dualidad de los puntos de vista abre la posibilidad de un lenguaje moral al
lado del causal, por sí solo el lenguaje en términos de razones no da cuenta ni siquiera de la
más elemental apelación moral. Dentro del ámbito de la filosofía kantiana como fuera de ella
hacen falta consideraciones adicionales para articular teóricamente el tipo de involucración
que caracteriza al campo ético.
PARTE III
¿Cuál es la fundamentación kantiana de los derechos humanos?
Kant distingue dentro de la esfera de lo moral: 1. El derecho, ámbito de deberes perfectos que
involucran a otras personas, y 2. El ámbito de lo ético, que atañe a los deberes imperfectos,
que no pueden determinarse estrictamente y que no pueden ser exigidos efectivamente por
otro. El principio del derecho, que consiste en una limitación mutua de la libertad de obrar de
tal modo que se haga compatible con la libertad de los demás (y sólo a este fin), aparece de
esta manera como un principio moral, esto es como un principio que se justifica ante la razón
autónoma y que al mismo tiempo autoriza y exige una legislación coactiva que ampare las
libertades composibles. Podemos decir, entonces, que la función del principio del derecho
consiste en formular las condiciones en las cuales el Estado y su legislación se justifican ante
una conciencia crítica. Ahora bien, ¿debemos concebir esta conciencia crítica sólo como una
conciencia moral pura? Muchos textos parecen hablar en favor de una respuesta afirmativa.
Kant caracteriza al principio del derecho como un imperativo categórico, y es decisivo su
rechazo de toda consideración utilitarista, es decir, concerniente al bienestar de los hombres
involucrados, cuando se trata de la justificación y orientación de los principios de la legislación.
No hay nada que defina tan nítidamente la fisonomía de su moral y de su filosofía del derecho
como esto: que el respeto del hombre como fin en sí mismo (y esto quiere decir aquí como ser
que se propone fines) tiene estricta prioridad ante cualquier fin particular que nos
propongamos. No cabe, pues, una justificación del principio del derecho basada en razones de
conveniencia, ni siquiera en la forma de la consideración de que la libertad viable y compatible
con la de los demás es el bien más importante que, además, maximiza nuestro chance de
realización de otros bienes.
Sin embargo, no podemos ignorar que con este planteamiento coexiste en Kant otro diferente.
La paz, que es posible solamente en una sociedad que administra el derecho, no es vista sólo
como una cuestión moral, sino también como una necesidad vital para cuya satisfacción tiene
que movilizarse *1 ingenio humano. La moralidad sola, señala Kant, no podría crear la
sociedad justa: cabe esperar su realización progresiva sólo por la conjunción de la experiencia
de la guerra interna, de la ingeniosidad humana y de la disposición moral del hombre. Ella
puede ser, por lo tanto, solamente la obra conjunta de la moralidad y de la naturaleza, o, si
hemos de tomar en cuenta que «disposición moral» indica no ya un acto de la libertad moral,
sino sólo la dotación para ella, que no es nuestra obra propia, entonces podemos decir que es
básicamente una obra de la naturaleza, y considerada en el orden del pensamiento, ella
procede de la conciencia de un principio universal sólo en combinación con nuestra
preocupación por nuestro ser particular.
¿Cómo hemos de entender estas dos versiones simultáneas? Una respuesta consiste en
señalar la distinción entre moralidad y legalidad. Sólo la moralidad ha de ser autónoma,
mientras que el orden legal puede ser heterónomo en el doble sentido de que puede
comportar sanciones coercitivas y de que puede responder a consideraciones prudenciales.
Pero esta respuesta soslaya totalmente el problema que nos plantea el hecho de que el
principio del derecho se caracteriza (en los escritos de filosofía de la historia) como un interés
prudencial y simultáneamente (en la doctrina del derecho) como principio moral, como la
primera y más estricta exigencia de la moralidad34. La conducta legal (es decir la acorde con el
principio de la composibilidad de las actuaciones libres) puede darse sin ser motivada por
consideraciones y resortes impulsivos específicamente morales. Pero es un gran error pensar
que lo que la moralidad exige, en la concepción de Kant, es en primer lugar moralidad. La
moralidad exige en primer lugar cumplimiento efectivo del respeto a las personas, y este
cumplimiento es lo que Kant llama legalidad. Esta es lo moralmente debido-, si la acción es
además motivada por la misma ley moral, entonces es meritoria, pues «el hombre hace
entonces del derecho de la humanidad, o de los hombres, su fin»35. En qué medida es esta
nuestra verdadera motivación, en qué medida, en cambio, obramos sólo conforme a la ley
moral, es decir legalmente, pero por motivos extraños a ésta, acerca de esto no podemos
saber nada de seguro. Por esto, es la exigencia de progreso moral un deber imperfecto, algo
hacia
lo cual nos podemos orientar sólo como a una idea36. Están en nuestro control nuestras
acciones, y no la totalidad de nuestros móviles.
Si se quiere dar cuenta de la relación estrecha entre la moralidad y el derecho, que consiste en
que el principio del derecho es la formulación de la exigencia moral principal, entonces se nos
ofrece otra tentativa de respuesta. Se dirá: la teoría moral expone la estructura racional de la
moralidad y del derecho; la teoría que considera las soluciones que el ingenio empírico aporta
al problema de la convivencia pacífica, propone, en cambio, una conjetura acerca del posible
devenir histórico de una conciencia del derecho, y de los sentimientos sociales concomitantes,
que a su vez prepararían la irrupción de una conciencia moral pura. Esta respuesta, que está
bien apoyada en textos kantianos, tiene sin embargo el gran inconveniente de presentar como
una mera coincidencia el hecho de que el principio moral sirve como solución a la
preocupación de los hombres por una convivencia pacífica, que es también preocupación por
su bienestar. La idea kantiana de una preparación empírica de la razón práctica pura, plantea
la necesidad de comprender la afinidad aquí presupuesta, y no es por sí sola ya una respuesta.
Algunos autores han expresado asombro por el hecho de que ninguna meta humana, ni
siquiera la más general, la de conservar su propio ser, figura en la doctrina del derecho de
Kant37. Se olvidan en este contexto, sin embargo, que si bien es esencial para Kant dar
prioridad al «derecho de los hombres» frente a los «fines de los hombres», el derecho de los
hombres consiste empero en la libertad de tener fines propios. No se trata entonces de
negarle al hombre sus fines propios, o de despreciarlos, sino sólo de negarle al estado y a sus
instancias judicativas la competencia de determinar cuáles han de ser estos fines. El tener los
hombres metas propias es, pues, la razón de ser del derecho en dos sentidos: es la materia que
puede dar lugar a conflictos y que plantea, por lo tanto, una cuestión de derechos, y es una
condición necesaria para considerar al hombre como sujeto de derechos. Esta condición
necesaria tiene varios aspectos que hemos de considerar a continuación.
A la primera de las fórmulas con las cuales Ulpiano define la justicia, al honeste vive, le da Kant
la siguiente interpretación sorprendente:
La honestidad jurídica [honestas jurídica] consiste en esto: en afirmar en relación con los otros
su valor como el de un hombre, cual deber se expresa por la proposición: «No te hagas mero
medio para otros, sino sé para ellos
37 Así R. Brande en Eigentumstheorien von Grotius bis Kant. Frommann, Scuttgart, 1974, pp.
180 ss.
también al mismo tiempo fin». Este deber se explicará en lo que sigue como obligación a partir
del derecho de la humanidad en nuestra propia persona [iustt\n.
El orden jurídico que ha de tener justificación moral no es, pues, meramente un orden
imparcial en el cual todos tienen por igual ciertos derechos, sino que presupone, a la vez que
exige, que cada uno se afirme a sí mismo como fin. ¿Cómo es posible transformar un hecho en
una exigencia? Es claro que no se puede contestar que queda pensado como exigencia para el
caso contrafáctico de que no fuese una realidad naturalmente dada, porque precisamente,
sólo un ser que de hecho se propone fines puede ser sujeto de derechos y pertenecer a una
comunidad en la cual se plantee la limitación mutua de la libertad de acción. Pero las
consideraciones de Kant a propósito de la primera de las fórmulas de Ulpiano aluden a una
autoafir- mación existente que sin embargo, en tanto que naturalmente dada, está amenazada
de ser abandonada.
La vida humana es inseparable del deseo y, por ende, del plantearse fines. Por esta razón,
piensa Kant (equivocándose posiblemente en ello) que la búsqueda humana de felicidad,
naturalmente dada, no requiere ningún imperativo de salvaguardia. Pero no así nuestra
autoafirmación, frente a los otros, como seres que tienen fines propios. La alienabilidad de
facto, consistente en que no sólo se hace abandono de esta o aquella libertad de acción, sino
de todo reconocimiento de un derecho, es el trasfondo frente al cual se afirma la
inalienabilidad de iure de la condición de ser persona jurídica- moral. Considerarse como tal es
la primera condición de la pertenencia a un estado de derecho, pero de nuevo, no como una
condición fáctica: no es pertinente aquí ningún tipo de comprobación empírica acerca de cómo
alguien se considera a sí mismo; pero la pertenencia a una comunidad jurídica-moral es
inseparable no sólo del supuesto de que cada uno se considera como persona portadora de
derechos, sino también del supuesto de que no tiene la competencia para renunciar a este
título.
El imperativo de afirmarse frente a los demás como persona no es, evidentemente, una ley
jurídica, ya que no puede dar lugar a una demanda y a la coacción subsiguiente. Pero es un
imperativo presupuesto en todo orden jurídico entendido como orden de libertades
composibles.
La razón por la cual este presupuesto toma la forma de un imperativo, derivado del derecho de
la humanidad en nosotros, se comprenderá mejor si recordamos la ingeniosa salida que
encontró Locke en el segundo tratado
del gobierno para asegurar el carácter inalienable del derecho a la vida y a la libertad, esto es,
para prevenir el argumento de que un hombre podría ceder libremente su vida y su libertad a
otro: no podemos disponer libremente de éstas, afirma Locke, porque no son obra nuestra,
sino de Dios. Los derechos humanos quedan, de este modo, anclados en la obligación de no
enajenar la vida y la libertad que nos fueron confiadas. Kant reduce esta argumentación a su
estructura más escueta: puede señalar la trascendencia de nuestra vida y de nuestra libertad
con respecto a cualquier decisión particular sin recurrir a la asunción de su origen en una
trascendencia divina. Tenemos obligaciones para con nosotros mismos precisamente porque
en ningún momento coincidimos plenamente con nosotros mismos. Por esta razón, el
autorrespeto no expresa solamente el aprecio de sí mismo, sino también la distancia de
nosotros mismos. El giro kantiano de «considerarse a sí mismo en dos respectos diferentes» y
su alusión a los giros corrientes en los cuales decimos «esto me lo debo a mí mismo», o «tengo
que saldar esta deuda conmigo mismo»39, están bien respaldados por la estructura temporal
de nuestra vida: no hay vida estrictamente momentánea, sino sólo como retoma de un pasado
y comprometiendo un futuro; pero el compromiso con el futuro no excluye, sino incluye el
juicio nuevo e imprevisible que ejerceré en el futuro. El compromiso que constituye la
continuidad de la vida es de índole esencialmente inacabada, «imperfecta» como caracteriza
Kant toda obligación consigo mismo40. Pero la fundamentación del imperativo de la
autoafirmación individual en el «derecho de la humanidad en nuestra propia persona»
requiere una aclaración adicional. Esta expresión no alude sólo al hecho de que, en general, no
somos y no podemos pretender en ningún momento dado ser dueños de nuestra vida integral.
Alude en particular a una instancia genérica en nosotros, a un punto de vista que asume la
representación del ser humano individual, en general.
Este apoyo mutuo que se dan nuestra condición natural y nuestra condición moral puede
comprenderse también a partir de la consideración del principio moral. Poder querer que la
máxima de acuerdo con la cual procedo pueda llegar a ser ley universal implica, para
comenzar, tener máximas propias, principios subjetivos del querer que han de ser examinados
en cuanto a su viabilidad universal; implica también tener una materia de la voluntad: deseos e
inclinaciones que si bien no han de ser determinantes de suyo, son los que hacen que existan
del todo propósitos y una voluntad. Bernard Williams ha observado muy acertadamente que
sin deseos y amores particulares «no habrá suficiente sustancia o convicción en la vida de un
hombre como para producir su lealtad a la vida misma. La vida tiene que tener sustancia si
algo ha de tener sentido, incluso la adhesión a un sistema imparcial»41. Williams piensa tener
que decirlo contra Kant. De acuerdo con lo que he tratado de mostrar, sin embargo, la filosofía
moral- jurídica de Kant parte precisamente de este presupuesto, siendo el otro presupuesto el
distanciamiento de sí para unirse a un punto de vista adoptable en común, que le da a la
existencia particular un nuevo respaldo: al mismo tiempo que la limita, reafirma y reaviva su
querer cuando está a punto de desfallecer.
En la primera mitad del siglo XVIII el obispo Butler, cuyo pensamiento pertenece a la tradición
del apetitus societatis, no vaciló, sin embargo, en justificar también la «hora friolenta», en la
cual nos preguntamos si en la adhesión a la humanidad común no desatendemos nuestro
propio bien. Tal hora friolenta puede parecer bochornosa a un kantiano tradicional, el
palmario signo de un derrumbe moral, pues condicionar el cumplimiento del deber
autónomamente reconocido a mi conveniencia es, de acuerdo con los escritos éticos de Kant
considerados como canónicos, la inmoralidad misma.
Pero, de acuerdo con nuestro análisis de la doctrina kantiana del derecho, Kant podría aceptar
perfectamente lo que en nuestros días ha señalado Kurt Baier: que si bien un código moral
está concebido precisa-
mente para primar sobre las consideraciones de conveniencia cuando coli- dan con ellos, el
código se justifica como código moral sólo si cada uno de los que lo aceptan pueden considerar
que al aceptarlo en su doble condición de ser racional y ser necesitado no reniega de sí mismo.
Con Kant se dirá: no se trata del sopesamiento cuantitativo si me reporta más beneficios que
sacrificios, sino de que me permite «afirmar mi valor como hombre ante los demás» y ante mí
mismo, lo que tiene como corolario que con ello no defiende sólo mi reconocimiento como ser
libre que tiene fines acordes con su propio sentir y entender, sino que posibilita también la
efectividad de la acción libre en los límites de su compatibilidad con la de los demás.
Podemos decir, de este modo, que la doctrina kantiana fundamenta los derechos humanos en
los conceptos de capacidad de elección [Willkür] y de voluntad moral [Wille] conjuntamente.
Considero, sin embargo equivocada la concepción de que la doctrina kantiana del derecho se
basa en una tesis previa de que los hombres poseen estas dos cualidades. El derecho de los
hombres no puede basarse ni en un hecho empírico ni en un supuesto conocimiento a priori.
Se basa, más bien, en el pensamiento de los requisitos necesarios para que una legislación
pueda sostenerse ante el examen crítico de los ciudadanos.
He tratado de mostrar que este examen crítico se lleva a cabo con base en consideraciones
morales que se distinguen de las consideraciones pruden-ciales, al mismo tiempo que las
presuponen y las asumen, reconociéndolas como inseparables del concepto de una persona,
es decir, como presupuesto de todo planteamiento acerca de lo justo e injusto, de lo debido y
de lo indebido. Para que podamos hablar de una persona en un sentido moral, debemos
reconocerla primero, en tanto que cumple condiciones pragmáticas: es primero
subjetivamente fin en sí mismo, al plantearse fines cualesquiera; y sólo al reconocer que «por
el mismo fundamento de razón que vale para mí, cualquier otro ser racional se representa de
la misma manera su existencia»42, el principio: «la naturaleza racional existe como fin en sí
mismo», se transforma en un principio objetivo moral. Estas consideraciones (y los
ordenamientos jurídicos que satisfacen sus requisitos) no pretenden comprobar primero la
capacidad de elección, y menos aún la voluntad moral de los ciudadanos, sino que los
presuponen metódicamente: constituyen la propuesta de una unión de los hombres tal que en
esta unión cada uno pueda considerarse a sí mismo como fin y pueda verse respetado por los
demás en esta su concepción de sí.
Hace falta decir todavía algo acerca del concepto de coerción que Kant vincula con el de un
derecho. Un derecho de alguien implica una obligación de abstención o de prestación por
parte de otro, una obligación que no es meramente moral: que una comunidad les reconozca a
sus integrantes ciertos derechos significa que se dispone a defenderlos, esto es, que no queda
librado al arbitrio de uno si ha de respetar o no un derecho del otro. Muchas veces se
considera como obvio que la necesidad de la coacción no puede derivarse sino del supuesto de
la maldad o por lo menos imperfección de los hombres. Esto es, sin embargo, malentender
radicalmente la idea de un derecho. Ejercer un derecho es imponer a otro una limitación, y
estar dispuesto a defenderla es, por lo tanto, una coerción limitada independientemente de la
cuestión de si los otros son ángeles o malvados. Más exactamente la coerción no es creada por
la institución jurídica, sino controlada por ella y vuelta recíproca cuando se trata de una
institución destinada a preservar la libertad de todos los involucrados. Desear que uno no
ejerza sobre el otro una coerción limitada, sino que todos se muevan en la más completa
armonía es negar a los hombres el guiarse por su sentir y entender, que tienen que diferir de
los del otro. Los derechos de los hombres son sus derechos a experimentar conflictos múltiples
y complejos, y a no tener que anularse ante ellos.
La fuerza del principium diiudicationis así defendida, deja todavía abierta la cuestión acerca de
si una doctrina moral puede pregonar una similar asepsia del principium executionis, es decir,
la cuestión acerca de si cabe una igual separación entre las fuerzas motivadoras de una
determinada acción. Por mucho tiempo, así como nos muestran elocuentemente sus
reflexiones manuscritas, Kant pensaba lo contrario: El principium executionis se volvería
quimérico si se redujera al principium diiudicationis, es decir a la mera conciencia de lo justo y
debido. El sentimiento de honor, la tendencia a la sociabilidad y la búsqueda de independencia
son motiva auxiliaría que no deben faltar si el juicio, la conciencia de lo debido, ha de tener
fuerza y hacerse efectivo.
En las obras publicadas en el llamado período crítico, esta distinción entre el criterio moral y su
fuerza motivadora desaparece, y en su lugar aparece la doctrina del sentimiento de respeto
provocado en el ánimo por la mera conciencia de la ley moral. El ejercicio de una práctica
inspirada en la conciencia del deber no ha de apoyarse en ninguna tendencia previamente
dada. La distinción analítica entre razón y sensibilidad se transforma ahora en una distinción
real, un proceso similar al cambio ocurrido en la segunda edición de la «Deducción
transcendental»: mientras que la primera edición mostraba la presencia de principios
unificadores (conceptos) en la misma intuición sensible, la segunda edición habla de una
«influencia sintética del entendimiento» sobre el sentido interno empírico (§ 24) y, con ello,
trata a la sensibilidad y al entendimiento como dos entidades originalmente ajenas una a la
otra.
Para sostener esta posición es decisivo para Kant la convicción de que al ser vinculada con
cuestiones que atañen al bienestar, en algún grado siempre dudoso, la apelación moral, en
lugar de ganar, pierde fuerza. Esta apelación es capaz de entusiasmar cuando el motivo moral
es presentado en su pureza, y queda transformada en una tibia, y muchas veces ociosa
consideración de eventualidades, cuando se mezcla con cuestiones que atañen al bienestar del
actuante.
Kant le concede a su adversario que nunca podemos estar seguros de que hayamos obrado de
manera completamente desinteresada, ni si alguna vez hubo tal acción, ni si la habrá alguna
vez; pero que podemos dar ejemplos de casos, que no son pocos en realidad, en los cuales
pueden desestimarse los eventuales beneficios que el actuante pudiera asociar con su acción,
en vista de la magnitud de la abnegación que exige. Kant tiene pues que dejar de lado las
situaciones más corrientes en las cuales una persona cumple con sus deberes en un ámbito
social que suele ser en algún grado retributivo, de modo tal que, precisamente, el actuante no
necesita considerar en cada acto particular su beneficio propio, ámbitos como la familia, las
amistades o el oficio. No es que Kant ignorara este hecho, pero el caso
significativo y moralmente aleccionador, es para él aquel que requiere mucho
desprendimiento y renuncia, hasta el extremo de lo que puede aparecer como una
autoinmolación. Con este espíritu heroico de sacrificio y arrojo cuenta, pues, Kant para la vida
moral, y seguramente no se equivoca del todo cuando en algunos textos aprecia altamente su
eficacia.
Estamos siguiendo su discurso en su escrito: Sobre el dicho: esto podría ser cierto en la teoría,
pero no sirve para la práctica, en su polémica con Garve. En las páginas introductorias, Kant
señala que si una teoría no sirve para la práctica, esto puede ser sólo porque se trata de una
teoría insuficiente, es decir, porque no disponemos de suficiente teoría, descontando como
obvio que toda aplicación de una teoría requiere una capacidad de juicio, la capacidad de
poder juzgar si una situación que se presenta es el caso de una regla, o cuál es la regla
relevante en un caso dado. Así ocurre en la medicina o en la agricultura, pero mucho más aun
se equivoca el dicho comentado en moral, donde «el valor de la praxis consiste enteramente
en su adecuación a la teoría subyacente» (A 206).
Son palabras muy audaces, que proclaman el valor de una visión global de la práctica humana,
capaz de justificarse ante el pensamiento de una persona cualquiera, como propuesta de un
orden universalmente afirmable. Pero, ¿tiene esta visión, basada en una sola idea (así como la
presenta aquí Kant), tiene esta visión suficiente determinación para establecer qué es y qué no
es un caso de la regla? En la introducción, Kant también da el ejemplo del jurista, quien
necesita tener una capacidad de juicio para saber aplicar las reglas en las circunstancias
apropiadas, y conste que para Kant el derecho es materia de deber moral en el sentido más
estricto.
El caso imaginado por Kant es similar al famoso caso Heinz del test de Kohlberg para apreciar
niveles de desarrollo moral, en el cual Kohlberg, con base en un kantismo reformado, espera
en los niveles morales más altos la respuesta contraria a la de Kant. No se trata de discutir aquí
los méritos o
desméritos de cada respuesta. Lo alarmante es que Kant piensa poder aplicar su principio sin
ningún sopesamiento de razones múltiples y de múltiples responsabilidades, mediante la
enorme simplificación de la presentación del caso como un caso de conflicto entre el deber y
el deseo de felicidad; Kant ignora aquí totalmente, no menos que los sofistas de la
postmodernidad, la complejidad moral de este caso y de la mayoría de las situaciones en que
actuamos.
Vagamente le reconocemos a la solución preferida por Kant cierta inteligibilidad narrativa,
precisamente en lo que ella tiene de quijotesco, así como el español dispone de la palabra
«bizarría» para expresar la admiración por una heroicidad casi gratuita. En este límite es
comprensible, y cantada por Heine y por Schumann (aunque no sin un matiz irónico), la
bizarría de aquel que deja mujer e hijos para seguir al emperador a la lejana Rusia en una
empresa de la cual no entiende nada, como es comprensible la conducta cotidiana de los
motociclistas que se lanzan a cuerpo desamparado entre las filas de carros, aún en los casos en
que no lo hacen para ganarse el sustento de la vida. También es comprensible y puede además
ser admirada la bizarría de aquel que opta por vivir desde ya como si nos encontráramos en el
reino del nexo sistemático de los fines en sí mismos, desdeñando soberanamente a tomar sus
precauciones y a atender las circunstancias por las cuales nuestro mundo difiere de este reino.
Pero la comprensibilidad narrativa de esta última actitud no está respaldada por una teoría
articulada en la versión sumaria que Kant da de su pensamiento.
Toda interpretación de la ética kantiana tiene como tarea mínima la de mostrar en qué se
distingue el imperativo categórico de estos dos extremos; la Scilla de una voz que habla con
una autoridad cuyo origen es inescrutable, y la Caribdis señalada por Gérard Lebrun —en su
prólogo al libro de Valerio Rohde, Interesse da razao e libertade—: el imperativo categórico
como una versión puritana de Lafcadio, el personaje de André Gide, quien, para demostrar la
posibilidad de un acto gratuito, lanza a un pasajero por la ventana de un tren.
Kant no se delimita con claridad de estos extremos, de modo que ante la pieza fundamental de
su argumentación, la de que la presentación del deber puro (sin consideración alguna que
atañe al bienestar) tiene una fuerza mucho mayor que una argumentación que combina
razones morales con razones prudenciales, Garve podría muy bien contestar con el
retruécano: esto sirve quizás para la práctica, para cierta práctica del entusiasmo ciego, pero
no ayuda a la teoría. Kant debe haber presentido una objeción de este tipo cuando afirma que
su contrincante, un hombre hecho y derecho, encontraba por cierto la posibilidad de un
imperativo categórico en su
($)
Pero lo que pide una teoría moral no es la explicación causal de la acción vegetal, animal o
racional, sino una comprensibilidad muy diferente: precisamente una interpretación de la
moralidad como querer propio, la explicación de por qué la autonomía de una cierta instancia
llamada razón es también autonomía nuestra, en otras palabras, la comprensión de por qué al
responder a una exigencia racional impersonal no nos estamos sometiendo a una fuerza
extraña, o en otra eventualidad, no estamos privilegiando, en forma ciega, a una voz en
nosotros frente a otras voces.
Nos damos cuenta, de este modo, que la autonomía de la acción moral puede sostenerse
solamente si se concibe una unidad del ser humano, sensible y racional a la vez, defendiendo
la distinción entre el homo phaeno- menon y el homo noumenon en tanto se trata de una
distinción entre dos puntos de vista, y rechazando la tesis de que son dos entidades distintas.
La comprensibilidad que Garve reclama, con toda razón, consiste en poder comprender el
nexo que une la motivación moral con el conjunto de motivaciones que consideramos como
irrenunciables en la vida humana.
No es en la idea de una ética racional que reside el aporte de Kant en la historia de la ética. El
tema de la determinación de la voluntad por una instancia que supuestamente sabe, es lo
propio de la doctrina inaugurada por Platón, a pesar de que en muchos de sus diálogos
aparecen claramente las aporías de este planteamiento: la de la verificación de este
pretendido saber, y más profundamente, las necesarias limitaciones que se derivan de la
división de las competencias de decisión en los asuntos humanos. Es éste último enfoque el
que prevalecerá en la ética aristotélica: no podemos obrar con acierto sin contar con la
experiencia difusa que la comunidad ha hecho. Tampoco podemos discurrir acerca del bien y
del mal sin contar con una precomprensión ya existente en la polis.
El descubrimiento de esta estructura hermenéutica del pensamiento ético es un
descubrimiento fundamental; pero ante las grandes oposiciones en la apreciación de lo justo e
injusto, de lo piadoso y de lo impío, que Platón nos ha mostrado que existen en la polis, es un
muy pobre recurso decir, como el cortesano Antonio en el Tasso de Goethe: «Si quieres saber
cómo corresponde obrar, pregunta a mujeres nobles». En Aristóteles, por supuesto, se trata
del aner spoudaion, el varón serio y aquilatado.
La ética kantiana, que no aparece abruptamente, sino muy preparada por todo el pensamiento
moderno, y en parte aun por algunas de las tradiciones medievales, quiere delimitar
conceptualmente los ámbitos del agathon y del kalon, el del bienestar y el de lo moral en un
sentido que sólo comienza a precisarse: el de las relaciones Ínter e intrasubjetivas, marcadas
por la limitación de nuestras competencias debida a la pluralidad de las cabezas que piensan
(con cuyo reconocimiento del derecho a pensar se inicia el problema moral), y debida también
al hecho de que nos encontramos soportados por una naturaleza nuestra que no está a
nuestra disposición.
El campo del derecho es generado por la necesaria oposición de los fines humanos, necesaria
desde el momento en que las cabezas no se reducen a una. El campo de la virtud moral en
cambio está estructurado, no como se podría esperar, por una oposición extrínseca de
inclinación y ley moral, sino por el antagonismo intrínseco del amor y del respeto, entendidos
aquí como tendencias de acercamiento y de mantenimiento de distancias, respec-tivamente.
«Si desapareciera una de estas grandes fuerzas éticas, entonces la nada se tragaría todo el
reino de los seres morales» (24 A 118).
De este modo, la sociabilidad insociable de la cual Kant nos habla en sus escritos de filosofía de
la historia no desaparece en la Metafísica de las costumbres. La sociabilidad insociable no es
un defecto, sino una característica inseparable de la aspiración humana de mantener la
independencia necesaria para poder vivir de acuerdo con un criterio autónomo, y de buscar
una interacción social igualmente esencial para el desarrollo y el ejercicio de
Pero Kant no olvida la lección rousseauniana de que la sociabilidad desarrolla con sus virtudes
también sus vicios. El «piensa por ti mismo» implica el recurso a fuentes interiores no
abarcadas ni por las virtudes, ni por los vicios sociales, recurso sin el cual la comunicación
intersubjetiva quedaría encerrada en un círculo vicioso.
Considero que es el § 60 de la CdJ el que presenta la recapitulación más rica del pensamiento
kantiano. Kant nos habla en él de la cultura de las fuerzas anímicas que se llama «humaniora»,
probablemente porque por humanidad se entiende, por una parte, el sentimiento de
participación general y, por otra, la capacidad de comunicarse íntima y generalmente. Nos
habla a continuación de la gran dificultad que presenta el formar un ente común duradero,
dificultad que consiste en unir la libertad con la coerción presente en toda convivencia, y
finalmente de la necesidad de la comunicación mutua entre las ideas de la cultura
desarrollada, y la simplicidad y originalidad de la naturaleza que se limita a sí misma
[genugsame Natur\. Kant nos dice de esta comunicación que ella constituye «también» la
medida del gusto, la considera por lo tanto, en primer lugar, como la medida moral política.
grandes filósofos encontramos declaraciones que no podemos juzgar sino como radicalmente
inaceptables. Es un hecho que debe dar qué pensar a la hora en la cual vuelve el anhelo de
poder guiarse por la voz del genio.
En particular, la contradicción interna que aparece en la Crítica de la razón práctica, y que
deberá ser despejada en una reconsideración fecunda, es la que se manifiesta cuando Kant
caracteriza el factum de la razón pura como un «sic volo, sic jubeo» [así quiero, así ordeno] (A
56). Kant para a tiempo, porque el verso de Juvenal citado continúa: sitpro ratione voluntas
[valga en lugar de toda razón, la voluntad], O más exactamente, Kant para demasiado tarde,
porque decir sic volo, sicjubeo, equivale ya a negarse a dar razón de lo que se manda; y si es la
razón la que así habla, Ja contradicción es violenta.
La pluralidad interna de los motivos morales I
Desde el supuesto tácito del relativismo cultural, que fácilmente se transforma en la exigencia
de una cultura caracterizada por su homogeneidad, se levantan desde Nietzsche hasta
Maclntyre lamentos acerca del carácter heteróclito de la mentalidad moderna.
Todas las metas están destruidas: las valoraciones se vuelven las unas contra las otras.
Se llama bueno a aquel que sigue a su corazón, pero también a aquel que sólo responde a su
deber;
se llama bueno a aquel que no ejerce coerción contra sí mismo, pero también al héroe de la
autosuperación;
se llama bueno al bondadoso que evita la lucha, pero también al ansioso de lucha y de victoria;
se llama bueno a aquel que quiere siempre ser el primero, pero también a aquel que no quiere
aventajar a nadie en nada43.
otro. De este recelo y del afán de contrarrestar la potencial amenaza por parte del otro, se
derivan los tres grandes vicios, los afanes insaciables de haber, poder y valer, pero por sí sola la
sociabilidad opositiva y recelosa no es un vicio. Ella no puede ser entendida como una pugna
entre la voluntad moral y una sensibilidad ajena a ella, sino como una tensión de la cual la
moralidad misma no puede escapar. Kant, quien tantas veces ha proclamado un principio
moral único, llega a reconocerla en la «Doctrina de la virtud» de la Metafísica de las
costumbres, § 24.
Aquí se dice: «por el principio del amor mutuo están atenidos a acercarse los unos a los otros
constantemente, por el del respeto que se deben los unos a los otros, a mantenerse a
distancia». Y Kant concluye que todo el reino de la moralidad quedaría destruido si
desapareciera una de estas dos fuerzas fundamentales.
Tenemos de esta manera una dualidad interna a la relación bipersonal. Otra dualidad de
pensamientos morales se nos abre cuando comparamos el enfoque moral bipersonal con uno
basado en la consideración de las condi-ciones de convivencia en una generalidad humana.
Este último enfoque lleva, naturalmente, a la exigencia de admitir sólo tales máximas para la
conducta propia, que resulten aceptables y viables como reglas generales, es decir, como
reglas humanas. Este principio moral, que corresponde a la primera formulación del
imperativo categórico kantiano, exige imparcialidad en el juicio que informa la conducta
propia: no eximirse a sí mismo de la regla que se quiere para la comunidad. Pero la
imparcialidad reclamada no pone todavía limitaciones a las formas de vida que se proponen
para todos, y por sí sola es compatible con toda clase de fanatismos que desconocen
imparcialmente todo respeto a la persona, por ejemplo, bajo la forma de «nosotros no somos
nada, la nación, o la institución, o aún el género humano es todo».
Contrariamente a lo que afirma Kant y a lo que tiende a entender el lector de Kant que
interpreta el requerimiento de la aptitud de la máxima
Obsérvese cómo bajo el mismo nombre de «ley» se cruzan dos pensa-mientos distintos. Si
existe una buena voluntad cuya bondad no se determina por sus efectos, entonces la voluntad
tiene una norma de excelencia propia que, si se quiere, puede llamarse «ley». Esta ley es
universal o general en el sentido trivial en que lo es toda ley y toda norma, por aplicarse a un
número indeterminado de casos. Si se considera la ley o norma como única, la universalidad
adquiere un sentido más fuerte por aplicarse a la totalidad de los casos de acción posible. Pero
los conceptos de «ley» y de «universalidad» cambian radicalmente cuando su papel es el de
regular y hacer posibles en común una multiplicidad de existencias independientes.
En realidad, fue este último sentido, el social, el que motivó el discurso inicial acerca de la
buena voluntad. Pero este sentido se pierde cuando esta bondad queda interpretada como
ajuste a su propia norma interna; en este caso, en rigor, «buena voluntad» debería leerse de la
misma manera en que se lee «buen asesino», del cual se puede, si se quiere, igualmente decir
que su arte no es, para el conocedor, menos admirable aún cuando un destino adverso frustra
su obra.
Con todo, podemos hacer un intento para encontrar una base común a estas dos nociones de
«ley» en la ética kantiana, al enriquecerla, como lo hace Kant, con la noción de «razón». Si nos
preguntamos cuál es la norma propia de voluntad, entonces no es inapropiado encontrarla en
la racionalidad, por cuanto ésta parece ser la diferencia específica que distingue la voluntad
entre los deseos. Ahora bien, no me parece que tenga fundamento la afirmación de que es una
exigencia racional que cada cual atienda primariamente su bien. Sólo se puede decir, dejando
por un momento de lado a Kant, que la razón práctica tiene como presupuesto un sistema de
aspiraciones que la racionalidad compatibiliza entre sí y con el mundo en el cual han de
realizarse. El carácter egoísta y altruista no dependería de la racionalidad, sino del sistema de
aspiraciones que ésta administra, con la complicación de que si se trata de seres como
nosotros, que combinan egoísmo con altruismo, estará en cuestión en la racionalidad práctica
la administración conjunta de las aspiraciones del uno y el otro.
Pero si se adopta la hipótesis de que la razón misma es fruto de una socialización, de que sólo
por la capacidad de adoptar el punto de vista del otro obtenemos la capacidad de diálogo
interior que es el pensamiento, entonces esta necesidad de combinación de los puntos de vista
de varios y de considerar en el mismo plano sus aspiraciones y las nuestras (una consideración
en la que consiste nuestra capacidad social), se vuelve consustancial con la razón.
Kant manifiesta la adopción de esta hipótesis en varias oportunidades y sólo por este rodeo
parece comprensible el pasaje de la ley propia de la voluntad a una ley de la coexistencia.
Pero veamos todavía más de cerca en qué medida no se trata de una «falacia genética». Aún
aceptando que la racionalidad implica la adopción del punto de vista del otro, no se infiere de
ahí que el cazador contraría su razón cuando, para mejor cazar su presa, considera qué es lo
que haría él si estuviera en el lugar de ésta. Evidentemente, una cosa es ponerse
imaginativamente en el lugar del otro para conocer su punto de vista (y eventualmente
explotarlo), otra cosa es adaptarlo en un sentido fuerte: no necesariamente para identificarse
con él, pero sí para darle todo su peso en un debate exterior o interior. Se pensará quizás que
todavía puede no haber cambiado nada decisivo: el abogado puede dar todo su peso racional a
la argumentación real o imaginada del adversario, pero sólo para vencerlo mejor. Sin embargo,
diría que aquí sí ha cambiado algo: Estamos suponiendo que nuestro abogado es capaz de
darse cuenta cómo sería considerado el asunto en un juicio imparcial, aún cuando sólo usa
este conocimiento para sus fines
particulares. En el caso del cazador, él esta juzgando cómo sería apropiado actuar en la
posición de la presa. En el caso del abogado, en cambio, la racionalidad adquiere el nuevo
significado de poder sopesar reclamos en conflicto. Se trata de la capacidad de estimación de
lo razonable, en la propuesta terminológica de Rawls.
Ahora bien, si Kant se desliza sin aviso de una noción de «ley» en el sentido de regla
inmanente a la voluntad, a una noción de ley como regulación de la coexistencia de múltiples
voluntades, este deslizamiento no puede explicarse sino por cuanto se asume que Kant
entiende por «voluntad» [Wille a diferencia de Willkür] una facultad de desear ya socializada:
una facultad de desear condicionada por un juicio acerca de la razonabilidad de las
pretensiones de aceptabilidad intersubjetiva de nuestros comportamientos. Se trata de un
concepto de razón práctica cuya primera característica es la posición equidistante frente a los
deseos propios (sean egoístas o altruistas) y, la segunda, la posición equidistante en la
confrontación de las aspiraciones de muchos.
Pero aún cuando nos hacemos de este modo comprensibles la tentativa de Kant de reunir en
un concepto abarcador estos dos conceptos, esto no quita en nada que tenemos que ver con
una oscilación del enfoque moral. Una vez se invoca la razón para reclamar que nuestra
voluntad esté a la altura de cierta concepción de ella; en otro pensamiento moral se invoca la
razón para reclamar una subordinación a un posible orden común. No puedo dar ahora una
prueba de que esta oscilación es inevitable, pero me parece difícil desconocer que tanto la
autoestima (una posición autocentrada) como el espíritu societal y participativo
heterocentrado tienen alternadamente prioridad en nuestras vidas y ninguno de estos puntos
de vista parece prescindible.
Pero recapacitemos por un momento para ver a donde hemos llegado, en particular para
examinar si con nuestra última observación no nos hemos deslizado por nuestra parte, de una
consideración de la actuación moralmente apropiada, a la cuestión acerca de cómo entender
la motivación para actuar de esta manera.
Esto no quita el valor explicativo que tiene el recurso a la autoestima o al goce de la dedicación
a una actividad coordinada, cuando se trata de explicar la capacidad de un pensamiento moral
de hacerse efectivo en un comportamiento. Pero en Kant se trata de otra cosa. En los años
anteriores a sus obras canónicas de filosofía moral —pero también en los años posteriores a
éstas— Kant instaba a no confundir las consideraciones que atañen al principium diiudicationis
y los que atañen al principium executionis, que es el motivacional. Pero en la Fundamentación
y en la Crítica de la razón práctica descarta la problemática motivacional, declarando que la
efectividad de algo puramente intelectual, como lo es la razón práctica y su imperativo
categórico, es por principio inexplicable. No puede tratarse entonces, en nuestro análisis de las
razones en las cuales Kant apoya la primera formulación del imperativo categórico, de la
autoestima como principio explicativo de la conducta moral, pero tampoco de la autoestima
en general como un principio directivo de la conducta. Sólo la estima específica de un ser que
está bajo una norma de sí mismo, que es a la vez norma interna suya y la demanda de una
generalidad humana, tiene este valor directivo.
Si tomamos en cuenta esta doble consideración que lleva a la primera formulación del
imperativo categórico —de una ley inmanente a la voluntad racional y de una ley de la
convivencia— entonces es posible llegar a la segunda formulación en términos del respeto a la
persona. Este tránsito lo podemos construir tomando en cuenta la existencia de otras que a su
vez se caracterizan por poseer una ley inmanente a su voluntad. Entonces ya no puede ser
aceptable cualquier regla que sirve como ley general de convivencia, sino sólo tales reglas que
atienden a uno mismo y los otros como seres
que han de cumplir con una exigencia interna. Pero la mera formulación del imperativo, de la
universalizabilidad de la máxima no contiene nada de esto, ya que son universalizables reglas
que no contienen ninguna noción de una dignidad personal.
Normalmente un fin es algo a ser producido. Pero, el ser humano es un fin en sí mismo
existente. Todo lo que ha de ser producido remite de este modo, como fin en sí mismo, a algo
ya existente y se justifica sólo en relación a esto. Ahora sigue argumentando Kant: en tanto
que se trata de una manera necesaria de considerarse a sí mismo, se trata de un principio
subjetivo. Pero en un segundo paso me doy cuenta que me represento mi existencia de esta
manera meramente con base en mi condición de ser racional (y agregamos, por ende
autorreferente). Por lo tanto, cualquier otro ser racional debe considerar de la misma manera
su propia existencia. Kant concluye ahora que se trata entonces también de «un principio
objetivo del cual deben poder deducirse, como de un fundamento práctico supremo, todas las
leyes de la voluntad» (429). Examinemos esta argumentación. Efectivamente, al decir: yo soy
para mí mismo un fin en sí mismo (es decir, no sólo medio, y no sólo propuesto
arbitrariamente), debo admitir también que lo mismo pasa con otro, que es para sí, fin en sí
mismo. Esto es irrebatible, pero todavía no se ve cómo se derivaría de aquí alguna
consecuencia moral, y en particular que el otro sea un fin en sí mismo para mí. Este
razonamiento
podría igualmente llevarnos a decir: cada uno para sí y, eventualmente, Dios para todos. Pero
si quiero ser reconocido y tomado en cuenta en esta cualidad, debo comenzar por brindar este
reconocimiento y adoptar una actitud correspondiente. Se trata entonces de una propuesta de
una comunidad, un nexo sistemático de seres que se consideran cada uno como fin en sí
mismo y que se dan cuenta que ser comprendidos en este pacto social depende de la
generalidad del reconocimiento brindado.
El término moralis lo introdujo Cicerón como traducción del griego ethike a pesar de que
moralis, que viene de mos [costumbre] responde más bien a £00^ y no a T¡0O(; que significa
carácter, mentalidad y la posición propia de alguien. Así desde el comienzo, la ethica sive
pbilosophia moralis, como era la expresión estandarizada en la edad media, encerraba en sí
misma una oposición: apuntaba, a la vez, a lo común en lo que participamos y que nos
apropiamos en nuestros aprendizajes sociales, y a lo más individual e insustituible en nosotros.
Esta reunión de opuestos no representa, sin embargo, una confusión. Cuando Aristóteles pone
expresamente en relación rj0o<; y eOoq, entonces juega conscientemente en un doble
registro: la formación del carácter requiere un acostumbramiento por el ejercicio que realiza
cada uno en su vida; la virtud misma, tanto las virtudes morales, como las cognoscitivas, son
hábitos. Al mismo tiempo, alude a la necesaria formación del individuo a través de la
educación y de la convivencia en la polis. Sólo así se forma el individuo como animal político
que está destinado a ser por su misma naturaleza.
Aristóteles conoce una andreia politike, que podríamos estar tentados a traducir con valentía
cívica. Pero aquella no es lo que esta traducción le sugiere al hombre moderno. Se caracteriza
como andreia politike el hábito de aquel que en la batalla aguanta en la fila, y resiste a la
tentación de huir, por vergüenza ante sus conciudadanos. Esta andreia politike no es todavía la
verdadera valentía, que procede del logos bo ortos, la recta ratio, que indica la medida justa en
la conducción de la vida individual, y que a diferencia de la política y de la económica, es el
objeto de la ética.
Dentro de ésta aparece la dualidad de los puntos de vista del agathon y del kalon. Por to
agathon, lo bueno, cabe entender aquello que la acción acertada está destinada a producir. Es
lo bien hecho, y también la cualidad de aquel que deja algo bien hecho. To kalon, que
traducimos normalmente con «lo bello» tiene sólo apariciones fugaces en las éticas
aristotélicas, y contadas además, pero de repente se nos dice categóricamente que la virtud es
por el kalon [to kalon telos tes aretes (Eth. Nic. 1115 b 12)]. Qué es lo que significa esta palabra
en el ámbito de la filosofía aristotélica nos puede mostrar el libro VIII de la Ética eudemia
(1248b 38-1249a 2). Allí se señala que los espartanos son agathoi-, los atenienses les tenían un
enorme respeto, pero también sus reservas. Son tronco de agathoi, pero no son kaloi kai
agathoi, porque no aprecian la virtud por sí misma, sino sólo por su utilidad. Se distingue pues
en la virtud un aspecto transitivo, orientado hacia las consecuencias de la acción, y un aspecto
intransitivo, que consiste en lo que ella tiene de apreciable en sí misma como estilo de vida, y
denota, para comenzar, una forma de vida que, sin tener que ser narcisista, sabe apreciarse a
sí misma individual y ante todo socialmente.
En la tensión entre la, a fin de cuenta, inevitable orientación conse- cuencialista de toda ética,
y la conciencia de los límites e insuficiencias de esta orientación, se da una repentina
proximidad con la discusión contemporánea, una proximidad quizás más significativa que la
discusión entre los comunitaristas y universalistas, en la cual Aristóteles es usado solamente
como mascarón de proa.
En el 4o libro de De Finibus examina Cicerón la paradoja de los estoicos más antiguos, de que
la virtud es el único bien. Si esto fuera cierto,
u Habermas, J.: «Vom pragmatischen, cthischcn und moralischen Gebrauch del praktischen
Ver- nunft» contenido en Erlduterungen zur Diskursethik. Frankfurt, Suhrkamp, pp. 100-118.
señala Cicerón, entonces no habría tampoco virtud, pues si no hay nada para defender,
tampoco hay valentía: ella carecería de objeto. Sin bienes en pugna, no podríamos hablar de
justicia. Los valores morales se nos muestran de esta manera como bienes de segundo orden
lógico, remitiéndonos a una capa de bienes ya presupuestos por toda moral. Aun en Kant,
quien no tiene estas relaciones tan analizadas como Cicerón, se dirá que nuestra razón tiene el
mandato irrecusable de administrar el bienestar, aunque está lejos de agotarse en ello.
Otro eje de las tensiones internas constitutivas de la moral aparece a través de la cita que hace
Cicerón de Platón, en la que señala que nos pertenecemos sólo en parte a nosotros mismos;
en parte a nuestros familiares, a nuestros amigos y a nuestra patria. Ya se adivina que por más
que lo intentemos, no sabemos deslindar muy bien estas partes, pero no es este el problema.
Lo significativo es que queremos y no queremos ser los únicos señores de nuestra vida, que no
queremos y sí queremos que otros se metan en la nuestra, que interfieran con ella y nos
reclamen.
La polifacética noción de autonomía, ligada desde el comienzo con la ética, muestra de esta
manera su tensión interna también en este oí Jen, así como en otro orden se muestran las
dificultades de articular nuestra noción de libertad. Ella implica un control de la conducta
propia, y sin embargo, actuar en forma preprogramada (aunque preprogramado por sí mismo),
ser títere y titiritero en una y la misma persona, es una imagen muy poco edificante de la
libertad, tan poco como el otro extremo, el de ser un generador de secuencias aleatorias.
Mucho más prometedora es la imagen de un jugador en un juego de pelota en el cual lo
pensado y el saber espontáneo de la mano coordinada con el ojo se compenetran de una
manera que es tan difícil de entender.
Pero volvamos a la dualidad de la auto y alterocentración que aparece en toda moral. Kant ha
excluido del ámbito de la teoría moral el tema de la vida buena. Uno de los motivos de ello es
que el arte de vivir no puede ser tratado científicamente. Pero, más peso tiene otra
preocupación que se anuncia ya claramente en Duns Escoto.
Duns distingue como fundamentales preocupaciones de todo ser la ajfectio commodi, que es
la preocupación por lo conveniente y apropiado para uno mismo, y la ajfectio iustitiae, la
preocupación por atender a cada ente según sus propios méritos, de hacer parte a cada uno
de lo suyo. Escoto está convencido, como quien más, que sólo lo justo es conveniente y
apropiado para uno mismo, pero se niega terminantemente a hacer depender la preocupación
por lo justo de esta convicción. Es menester guardar la independencia de las consideraciones
de justicia de nuestra concepción de la eudemonía. Mientras que en Dios la ajfectio commodi y
la ajfectio iustitiae es una y la misma, en el ser humano deben diferenciarse45.
Sin embargo, no nos damos cuenta de la complejidad del pensamiento kantiano si lo anclamos
sin más en esta preocupación por el derecho del otro. Dado que no es por la razón pura
práctica que nos enteramos de la existencia del otro, su status teórico queda incierto, para lo
que es un consuelo que, de acuerdo con la Crítica de la razón pura, no es una verdad apriori ni
siquiera el que tengamos un Begehrungsvermógen, una facultad de desear, por lo que la teoría
moral misma queda fuera de la filosofía transcendental.
Pero, una vez instalado efectivamente en el ámbito de una multiplicidad de personas, este
principio vuelve a ser un requerimiento de imparcialidad: de no exceptuarse de lo que se
quiere como norma universal, de no arrogarse un derecho que no se quiera otorgar a todos en
las mismas condiciones. Ahora bien, esta formulación del imperativo categórico la introduce
Kant hipotéticamente: si la razón práctica es suficiente para deter-
45 Véase el muy instructivo estudio de Hoeres, W.: Der Wille ais reine Vollkommenheit nach
Duns Scotus. Salzburg, Pustet, 1962.
minar la acción, entonces será éste su principio. Para poder pasar del enunciado hipotético a
uno categórico, Kant necesita en el planteamiento de la Fundamentación un comienzo nuevo.
Parte ahora de la necesaria autorrefe- rencia de un ser que desea y quiere algo: al ponerse
algún fin, el agente se considera forzosamente como fin en sí mismo. Este concepto se define
por una doble oposición. Fin en sí mismo es 1) lo que no es mero medio para otra cosa, y 2) lo
que no es fin sólo porque alguien se lo propuso contingentemente. Hasta aquí se trata de un
principio subjetivo. Pero me doy cuenta de que la misma razón que yo tengo para
considerarme como fin en sí mismo, la tiene cualquiera. Así continúa Kant, el principio
subjetivo se vuelve un principio objetivo.
Ahora bien, si se entiende este principio, así como efectivamente lo entiende Kant, en el
sentido de que el reconocimiento de mi parte de que también el otro se considera a sí mismo
necesariamente como un fin en sí mismo, me compromete a respetarlo y limita por lo tanto mi
arbitrio, entonces notamos que falta todavía un anillo en la cadena de razonamientos. Hasta
ahora sólo hemos llegado a la conclusión de que, igual que uno mismo, cada uno ha de
preocuparse por sí mismo y, si acaso, Dios por iodos. La premisa adicional, que parece
tácitamente asumida en el texto kantiano, es la de que es racional formar una comunidad en la
cual cada uno es por lo menos respetado en su condición de ser, para sí mismo, fin en sí
mismo.
Para darnos cuenta que esta segunda formulación del imperativo categórico, como exigencia
de considerar la persona no sólo como medio, sino al mismo tiempo como fin en sí mismo, no
coincide con la primera (así como lo sostiene Kant); podemos considerar un caso que cumple
con la exigencia formulada en la primera formulación y que, sin embargo, no cumple con la
segunda. Considérese el caso de un militar que no se exceptúa a sí mismo en absoluto de las
rigurosas exigencias a las cuales somete a los otros, pero que no respeta en nada la dignidad
personal de sus subalternos, quizás porque está convencido que este respeto es incompatible
con la eficiencia militar, aceptando de todos modos y plenamente las humillaciones cuando, de
acuerdo con las mismas reglas, éstas le tocan a él. Es importante notar que la moralidad del
oficial de nuestro ejemplo puede llegar, en una dimensión, a grados heroicos. Así, cuando en
los ejercicios militares cubre con su cuerpo una granada que está por explotar, como ocurrió
en nuestro país hace no mucho. Sin embargo, no hay ninguna garantía de que este mismo
oficial no practique las drásticas humillaciones frecuentes en los cuarteles de todos los países.
Las dos formulaciones fundamentales del imperativo categórico no son, pues, equivalentes,
sino complementarios, y debemos admitir que alguien puede ser un héroe en una
dimensión moral y un monstruo en otra. Ahora, esta critica a la tesis de Kant de que las dos
formulaciones son equivalentes es en última instancia una defensa, pues mostrar que Kant no
es monotemático es simplemente mostrar que no es idiota.
Volviendo a Kant mismo, nuestro filósofo se ha hecho en los años 90 muy sensible a la
pluralidad interna y a las exigencias difíciles de conciliar que son constituyentes de la
moralidad. Recordemos el señalamiento del § 24 de la Metafísica de las costumbres, de
acuerdo con el cual la vida moral no menos que la física están regidas por dos fuerzas
antagónicas, de acercamiento (el amor) y de distanciamiento (el respeto).
Es obvio que no hay un principio supremo capaz de regular un equilibrio ideal entre las dos
fuerzas, sino que este es asunto de tanteo. Se trata del mismo Kant que dice en Elfin de todas
las cosas, que si alguien hace algo sólo por deber lo hace tan escasa y tan tardíamente, que ni
siquiera vale la pena hablar de ello. Evidentemente, Kant, y ante todo el Kant tardío, sabía
liberarse oportunamente de la preocupación por ser un kantiano ortodoxo.
PARTE IV
Tomadas las palabras con esta delimitación, afirma Habermas que la filosofía moral puede
establecer racionalmente los principios de las normas justas, pero que no puede proveer la
motivación para preocuparse por y para atenerse a ellas. Esta motivación, sostiene Habermas,
la puede proveer sólo la cultura, esto es, la forma de vida históricamente cultivada. Cabría, por
lo tanto, sólo la pregunta acerca de cómo se determinan racionalmente normas morales, y no
la pregunta: ¿por qué hemos de atender consideraciones morales?
La observación que comentamos aquí parecería indicar que el cogni- tivismo habermasiano se
extiende sólo a la cuestión: ¿qué es lo justo?, y no a la comprensión del papel que tienen las
consideraciones de justicia y solidaridad en la vida individual y colectiva, una conclusión
inverosímil teniendo en cuenta el conjunto de la obra de Habermas.
Esta afirmación de Habermas no deja de sorprender. La filosofía moral ha discutido desde sus
inicios las razones con base en las cuales se puede mostrar que la moral es parte de la vida
buena, y Habermas no nos parece ser el hombre que quisiera negar de un plumazo la
relevancia de estas
discusiones. En segundo lugar, nos preguntamos si la cultura es sólo formación de hábitos y el
embrujo de la vida en común, y no también el cultivo de las capacidades cognitivas que
orientan a la praxis humana y que incluyen una comprensión, articulada o articulable, acerca
del significado de las consideraciones morales en el contexto de la vida individual.
Veamos, pues, más de cerca la ubicación de este problema. La pregunta por las razones para
ser moral, obviamente, no comporta como respuesta un argumento moral, pues este sería
circular. Por esta razón, se puede decir que el interés y la sensibilidad moral deben anteceder
como un factum, así como Aristóteles pudo señalar, en general con respecto a la ética, que el
hoti, el hecho de la formación ética, debe preceder a las preguntas acerca del dioti acerca del
por qué. Pero sería un error pensar que con este factum queda plenamente instalada la
conciencia moral. No nos podemos sustraer a la evidencia de que la misma cultura que
propicia la sensibilidad moral, propicia también, desde la antigüedad hasta nuestros días, la
duda a su respecto. Encontrar en sí mismo una conciencia moral no excluye la posibilidad y la
realidad de un deseo de liberarnos de ella, o por lo menos, de volverla inocua. Es, pues,
imprescindible una comprensión del papel de la moral dentro de nuestra preocupación por
una vida humana satisfactoria y disfrutable, es decir, en la terminología aceptada, la ubicación
de la moral dentro de la problemática ética más amplia. La pregunta: ¿porqué la moral?, no
puede plantearse dentro de la esfera estrictamente moral, pero es una pregunta de máximo
interés moral porque sólo a través de la comprensión que busca lograr esta pregunta llega la
disposición moral a ser asumida como propia y a ser apreciada. Es conocida la distinción
carnapiana de cuestiones internas y cuestiones externas. Ahora bien, limitarse a las cuestiones
internas, que se trate de la matemática o que se trate de la moralidad, equivale a quitarle su
aliento vital.
La cultura ética que la propicia debe ofrecer ambas cosas: al despertar el entusiasmo moral,
debe al mismo tiempo posibilitar que el individuo, en su reflexión crítica, se dé cuenta que
honrando este entusiasmo no se destruye a sí mismo, que haciendo caso al reclamo de los
otros no traiciona su propio ser. Es así como las éticas aristotélicas (la eudemia en forma más
explícita que la nicomaquea) proclaman el punto de vista dual del kalon, lo bello y honroso,
disfrutable por sí mismo, y del agathon, lo bueno o próspero. Aristóteles señala el
condicionamiento del agathon por el kalon. Los espartanos, dice en la Ética eudemia, son
agathoi, pero no son kaloi kai agathoi porque no aprecian la virtud por sí misma. El
condicionamiento recíproco lo expresa, en el siglo XVIII, el obispo Butler, en sus Quince
sermones. La moralidad, señala él, es fundamentalmente pasión, la pasión
generalizada por el otro. Pero es inevitable que a la expansión generosa le siga la contracción,
la hora friolenta en la cual, como la morena Sulamit del Cantar de los cantares, nos
preguntemos si al haber cuidado tantos jardines no hemos descuidado el nuestro propio. La
moralidad es entonces aquella pasión que resiste el examen aun de aquella razón que impera
en la hora friolenta: in the cool hour.
Quisiera, pues, indagar un poco más en las involucraciones mutuas de lo bueno y lo bello.
Esta aprobación es común a la exclamación ¡bello!, y a la cualificación de algo como bueno, así
como nuestra palabra castellana proviene de un diminutivo del latín bonum. Pero a diferencia
de «bueno», que apunta a consecuencias deseables y a un favorecimiento por el objeto
evaluado, con bello se expresa una admiración por un objeto, una conducta o un escenario, en
su misma presencia y por esta misma, en la forma y articulación que manifiesta. En este
sentido se dice, de una manera innecesariamente contro-versia!, que se trata de una
complacencia desinteresada.
Alguien ha dicho que lo bello es una promesa de felicidad. Sin embargo, no es una oferta, sino
que atrae como algo inasible. En rigor no promete felicidad, sino que exhibe una feliz
posibilidad de existir, feliz no tanto en el sentido de un sentimiento de satisfacción, sino en el
sentido objetivo que tiene la palabra, así como la usamos cuando decimos «hiciste una
observación feliz», es decir, lograda, acertada, y encajada en las circunstancias y en el
momento oportuno.
En el notable carteo entre G. Kórner y F. Schiller sobre lo bello, se evidencian maneras distintas
de entender esta teleología. Kórner la concibe como la presencia de una fuerza dominadora
que, victoriosa, subordina lo múltiple heterogéneo del cual está constituido un todo. Cuando
esta victoria, y consiguiente subordinación, se realiza en vista de un fin determinado, entonces
hablamos de perfección. Hablamos de grandeza cuando se trata de una decidida victoria en
vista del fin general de todo ser vivo, de ampliar sus límites, mientras que sentimos algo como
bello cuando, al intuir vida en un objeto externo, simpatizamos con la victoria de la fuerza
dominante que es sentida esencialmente como precaria.
Schiller responde que, sin embargo, no se puede negar razón a la observación de Kant, quien
señala que para apreciar a un objeto como bello no hace falta subordinarlo a un concepto
determinado, ni por ende, identificar en él una cierta fuerza como la dominante. Hace falta
sólo distinguir una multiplicidad y la forma en que se relacionan sus elementos, de tal manera
que estos representen en nuestra visión algo como un sí mismo, como una personalidad
propia, y que podamos percibir un comportamiento como autónomo. La belleza es
interpretada entonces como la libertad en la manifestación, con lo cual se piensan juntos el
rasgo de la espontaneidad no premeditada, esto, el no ser el cuerpo mero instrumento de un
pensamiento heterogéneo a él, y el no sufrir una violencia proveniente del exterior. El
concepto kantiano de libertad, vinculado a la actividad racional, se extiende ahora a la
naturaleza, a las cosas que se despliegan de acuerdo con su propia ley, una extensión que Kant
mismo inició en su teoría estética. La belleza se comprende entonces como aquella relación
entre los objetos o entre sus partes, en la cual cada una comportándose libremente, se
contiene por su propia fuerza a sí misma para preservar el espacio de libertad de los otros. El
trato bello es aquí el paradigma de la belleza y consiste en la satisfacción simultánea de dos
requerimientos: preserva la libertad alrededor tuyo, y muestra tú mismo libertad.
De esta manera, la belleza, sin dejar de ser algo esencialmente percibido, algo que se
manifiesta sensorialmente, es ubicada en el orden de los comportamientos y, con ello, en un
plano ético, al cual le confiere un perfil propio su relación con el otro concepto fundamental de
la estética del siglo XVIII, el de lo sublime. La estética de lo bello es la que celebra la red de
acuerdos y concordancias en la cual tenemos nuestro ser: la inseparabilidad entre el ser sí
mismo y el vivir en relación, la reciprocidad y con ello la comunidad de los entes. No por
último, y en particular como ética de lo bello, ella destaca la compenetración de razón y
sensibilidad, así como entre
Pero frente a ello, bajo la bandera de lo sublime, se hace valer un aspecto opuesto de la vida e
igualmente esencial: nuestra relación conflictiva con las cosas, con nuestros congéneres y con
nosotros mismos. El concepto de naturaleza, entendida como unidad orgánica con base en un
plan vital propio y concordante en un ambiente apropiado, favorece tanto la estética como
una ética de la belleza. Pero la naturaleza en grande no puede dejar de aparecer como
destructora de la individualidad orgánica y como indiferente ante los anhelos humanos, y esta
destructividad, no pocas veces espectacular, es opacado por la destructividad mayor de la
historia, el escenario de la agresividad interhumana, que desata fuerzas que no controla
ninguno de los bandos en pugna.
Estas fuerzas destructoras han sido reconocidas siempre como eminen-tes temas estéticos. Ya
en el antiguo tratado Sobre lo sublime se señala que el fuego del hogar no es sublime, pero el
del Etna sí (y, aún mucho antes, para Homero los dioses animan la terrible guerra para que los
hombres tengan qué cantar).
Con ello Schiller ha reconocido que lo sublime, tanto en su forma del poder ciego y avasallante
de la naturaleza y de la historia, como en su forma de la exaltación de la espiritualidad pura, es
un emblema de la muerte. Él pertenece, de este modo, a la serie de los pensadores quienes
como Hegel, Feuerbach y Freud señalaron, después de siglos de espiritualidad cristiana, que
una conciencia más lúcida de la muerte tiene una potencia liberadora.
Pero es justamente en este horizonte que la ética, cuyo imperativo categórico es mantenerse
fiel al trato bello, adquiere un nuevo significado: el de una resistencia activa al vértigo en el
cual tendemos no sólo a oír el aullar de los lobos, sino a aullar con ellos, a entregarnos de
cuerpo entero a lo que cada vez, y bajo espejismos diversos, aparece como la fuerza histórica
avasalladora. Somos capaces de resistir a la vorágine cuando hemos aprendido a apreciar el
detalle, el gesto y la configuración articulada frente al todo indiferenciado, a acoger la felicidad
que a cuentagotas nos depara el trajín cotidiano, a acordarnos de aquel dios del profeta
bíblico, que no está ni en el fuego ni en la tempestad, sino en la brisa suave que se levanta.
La ética de la belleza se asocia, de este modo, con una estética que se resiste a la fascinación
de la grandeza, manteniendo frente a ella su lucidez y frialdad, pero que no se resiste a la
sonrisa que nos extrae el hechizo de lo bello, el hechizo sin el cual no nacemos, que nos
sustenta en la vida y que, cada vez, nos sorprende de nuevo.
Una de las dificultades más comúnmente admitidas en la interpretación de la Crítica del juicio
está dada por el empeño de Kant de introducir la apreciación estética por medio de la noción
del juicio reflexivo presentado en un orden cognoscitivo, más exactamente en el orden
específicamente científico. Incluso el concepto de placer, que en los casos más comunes es
dependiente de la conformación particular y variable de nuestra sensibilidad, es introducido
primero en este contexto. Como la experiencia requiere por sí sola solamente la comprobación
de reglas del acontecer en un nivel mínimo de generalidad, como, por ejemplo, que el sol
calienta la piedra y ablanda la cera, toda unificación de tales reglas en leyes de generalidad
mayor es sentida por el científico como una adecuación de la naturaleza a sus propósitos (que
nutren necesariamente como ser racional), una adecuación que no puede considerarse como
algo que se da de suyo y de todos modos, y es por lo tanto, como una circunstancia favorable,
sentida con placer. Se trata de un placer diferente de la complacencia moral, pero que
comparte con ésta una característica formal: es un placer que es consecuencia de un requisito
intelectual en el sentido amplio. Pero mientras que en la satisfacción que da una acción
realizada de acuerdo con la exigencia moral se trata de una complacencia por un hecho
autoactuado, producida por nuestra misma condición racional (o por lo menos parece ser así
de acuerdo con la posición más asumida por Kant), la complacencia científica no es presentada
por éste como una autofelicitación, sino como el felicitarse por la colaboración por parte de
una instancia independiente de nosotros. Más bien puede esta complacencia compararse con
aquella que sucede cuando el curso de los acontecimientos apoya o retribuye, desde el punto
de vista kantiano contingentemente, una acción moralmente meritoria. Pero, obvia-
mente, en ninguno de los dos casos puede hablarse de un juicio estético, una expresión que,
por cierto no tiene por qué significar un juicio que meramente comprueba un sentimiento de
placer suscitado de hecho, pero que sí significa 1) un juicio apreciativo, esto es, un juicio
destinado a culminar en una complacencia (o su contrario); y 2) un enjuiciamiento que tiene
desde su comienzo la forma de un profieren, esto es, de un trato ensayado con el objeto por
medio de nuestros sentidos, cuyo resultado no puede ser anticipado conceptualmente, un
enjuiciamiento que implica un trámite de interacción que Kant sitúa a la vez en el nivel
perceptivo como «aprehensión de una forma» y en el nivel del pensamiento suscitado como
«reflexión».
El juicio estético reflexivo se distingue así por un lado del enjuiciamiento que comprueba
meramente la conveniencia de un objeto para nuestros sentidos, y por el otro del juicio
cognoscitivo (o «lógico», en el lenguaje de Kant), por cuanto éste, si bien puede utilizar datos
perceptivos, y puede además ser placentero, no tiene ninguna relación interna ni con la índole
de las actividades perceptivas (da lo mismo si éstos constituyen un contacto directo con la
realidad estudiada, o si los datos relevantes fueron recogidos por medio de instrumentos de
medición interpuestos), ni con el placer involucrado, tanto en el trámite mismo de la
investigación, como en el éxito logrado. Las actividades perceptivas, la Anschauung que Kant
menciona varias veces en paréntesis al lado del término clave «imaginación», plantean
inmediatamente la cuestión del sentido de la tan mentada fórmula de la «libre concordancia
entre la imaginación y el entendimiento».
Esta fórmula, por más que se repite en la obra misma y en los doscientos años de su vigencia,
no deja de ser oscura, y su dilucidación no es posible si no advertimos su complejidad interna.
En primer lugar, la polisemia cubierta por el término «imaginación». Su significado se extiende
desde la actividad perceptiva misma, en la medida en la cual ésta lleva a una captación o
concepción [Auffassung] de una forma espacial o temporal, hasta la ficción de un mundo
diferente, aunque, como señala Kant, formado con los materiales del mundo en que vivimos.
Entre estos extremos, más cercano al primero, se da el caso de la contemplación de un paisaje
en el cual no se distinguen los detalles, de modo que no se presenta una forma determinada, y
nos entregamos más bien a una especie de ensoñación, quedando sin embargo adheridos
perceptivamente al panorama que se despliega ante nosotros; más cerca del otro extremo, la
imaginación de posibilidades, idealizaciones y abstracciones que se despegan de la plenitud de
lo percibido sólo para realzar mejor una línea relevante, o para concebir un espacio de
posibilidades que enmarcan y ubican lo percibido, esbozando dimensiones
en las cuales se vuelve interesante. Lo que tienen en común estas actividades son dos
características: la de plasmar configuraciones espacio-temporales y la de proceder
originalmente antes de toda premeditación y control consciente.
Cuando Kant habla de «la imaginación en su libertad», la distingue del esbozo imaginativo
gobernado por un concepto o una norma determinada, como son las formas geométricas y en
general, las construcciones matemáticas (que, no obstante, presuponen también, de acuerdo
con CRP A/78, B/104, la actividad «ciega» de la imaginación, anterior al concepto que la
controlará). En la percepción, a su vez, la imaginación (esto es, la aprehensión de una imagen),
se rige por el objeto empíricamente presente. La actividad perceptiva, que es de este modo
adherente [haftend], es decir, ceñida al objeto presente, puede ser sentida sin embargo,
señala Kant, como coincidente con lo que hubiera podido ser imaginado libremente. Esta
posibilidad, evocada en la percepción estética reflexiva, nos muestra que la presencia del
objeto en la percepción no impide que se pueda hablar de la imaginación en su libertad, pero
no nos aclara todavía cómo debemos entender la noción de libertad aplicada a la imaginación,
y ante todo no nos explica en qué orden puede la imaginación libre concordar con «el
entendimiento en su legalidad» (§ 35), a diferencia de aquella concordancia que seda cuando
el papel de la imaginación se limita a la esquematización de conceptos determinados, sean
puros o empíricos. Tampoco nos es claro cuáles son las razones que apoyan el reclamo de la
participación del entendimiento, facultad de los conceptos, en la apreciación estética, una vez
que se admite que ella no se guía por ningún concepto. Una complacencia sin concepto es,
como todo placer, el sentimiento del desempeño favorecido de una parte o del conjunto de
nuestras funciones vitales, y la complacencia dada en la apreciación reflexiva estética se
distingue de otros placeres por ser, en la concepción de Kant, específicamente el sentimiento
de la vivificación mutua de la imaginación y del entendimiento. Ahora, están en cuestión las
razones por las cuales es esta vivificación, y lo bello natural y artístico vinculados con ésta, la
que tiene un carácter ejemplar, tal que, a diferencia de otros disfrutes, estamos justificados en
desear compartirlo con todos. Que pudiésemos esperar que efectivamente esté compartido
por todos, esto está excluido, dado el carácter empírico de los objetos de la apreciación
estética y la contingencia del encuentro con ellos y, ante todo, por la indeterminación de la
manera en la cual su forma puede despertar un proceso de reflexión, al no ser regida ésta por
ningún concepto determinado. Sólo por una inadvertencia pudo un estudioso tan competente
como Paul Guyer sostener que Kant se propone
demostrar que podemos esperar que objetos particulares produzcan siempre la misma
respuesta estética en todos los sujetos quienes se encaren con ellos en circunstancias
apropiadas. La exégesis del correspondiente texto kantiano realizada por Rogerson despeja de
manera suficiente este malentendido46.
De paso debemos notar que la CdJ adelanta dos caracterizaciones distintas del placer, que
corresponden a dos estructuras conceptuales diferentes. Al lado de la concepción del placer
mencionada, como un sentimiento de vida acrecentada, o en una variación de esta fórmula,
como un sentimiento acrecentado de vida, Kant apunta también que todo logro de un
propósito da placer, y señala al respectó que la dependencia de un placer con respecto a un
propósito no lo subordina necesariamente a la facultad de desear, ya que existen propósitos
dados por la misma facultad cognoscitiva («Introducción», VI). Pero, evidentemente, se trata
aquí de una extensión del uso de la palabra «propósito» a la cual Kant recurre solamente en
ciertos contextos teleológicos, y que no impide que caracterice la concordancia libre de
imaginación y entendimiento como produciéndose sin que mediara un propósito
[unabsichtlich] («Introducción», VII).
46 Cf. Rogerson, Kenneth F.: «The meaning of universal validity in Kant’s Aesthetics»,
(1982), recompilado en: R. F. Chadwicky C. Cazeau (eds.): Immanuel Kant. Crítical Assessments,
vol. IV, London, Routledge, 1992, pp. 309-319. Rogerson distingue la concepción de la
expectativa de un efectivo acuerdo universal, de la concepción de un reclamo de acuerdo, y
documenta minuciosamente la segunda versión en la CdJ.
47 El aspecto subjetivo del pensamiento y del juicio en general fue destacado por David
Bell en «The art of judgment» contenido en R. F. Chadwick y C. Cazeau (eds.): op. cit., pp. 13-
38.
marcar la superioridad absoluta de la razón, por lo menos como razón práctica. Aún aplicado a
la Willkür, la capacidad de elección, significa el poder ser libre de determinación sensible y
determinable por la exigencia racional. Ahora, en cambio, al hablarse de la libertad del
despliegue imaginativo, se señala y enfatiza el ser libre de la determinación por parte de una
facultad que no deja de ser considerada como superior. Sólo una vez encontramos en las
Críticas anteriores este uso de la palabra «libre»: en la crítica del argumento físico-teológico de
la CRP, en la cual Kant usa la expresión freiwirkende Natur, la naturaleza que obra libremente.
Mientras que en el orden moral restringido la libertad es para Kant libertad frente a la propia
naturaleza dada, aquí en cambio se habla de la libertad de los procesos naturales mismos. Esta
última idea queda ilustrada ampliamente en el § 58 de la CdJ mediante la noción de
«formaciones libres de la naturaleza», ejemplificada por la cristalización y extendida luego a la
belleza de flores, del plumaje y de las conchas marinas. A esta extensión del concepto no se le
puede asignar ningún límite determinado, teniendo en cuenta que ya en el paso del cristal a la
flor se pasa de una forma fija, idéntica para la misma especie de mineral, a una forma que ya
permite un margen de variación. La imaginación en su libertad es también un don natural,
pero «libre» en este contexto tiene claramente una connotación nueva: la de movilidad y
variación no detenida. Aunque también en ello la imaginación prolonga la libre movilidad
animal (ella es en definitiva la concepción de un posible movimiento, el «trazado en el
pensamiento»), la imaginación transciende el repertorio de los movimientos propios de una
especie animal. Pero con más razón se plantea entonces la cuestión ¿qué significa esta libertad
positivamente, cuál es el cometido, el logro propio de esta actividad?
Por lo menos desde el artículo de Gotshalk «Form and Expression in Kant’s Aesthetics»48 ha
adquirido notoriedad el contexto diferente en el cual ubica Kant la imaginación y el juicio
estético en la primera y en la segunda parte de la «Crítica del juicio estético», que trata del
arte, y con ello los recursos conceptuales diferentes en su análisis. Gotshalk ve ahí la oposición
entre una estética formalista y una expresionista, otros, con más acierto, entre una estética del
gusto y una estética del genio49. Indiscutible es, de todos modos, el nexo diferente de ideas.
En la primera parte se trata de la proporción de las capacidades cognoscitivas desplegadas en
presencia del objeto visto como bello, una proporción que facultaría para el conocimiento en
general, y este parentesco entre el temple de ánimo obtenido en la apreciación de lo bello y el
requerido para el conocimiento en general justificaría el reclamo de consenso general en la
apreciación estética. En cambio en la parte ulterior el objeto bello, tanto el artístico como el
natural (§ 51), es considerado como expresión de ideas que despiertan y animan la reflexión
estética, y la vuelven participable. No es, pues, una actividad conceptual cualquiera la que es
despertada y que, a su vez, estimula la imaginación, tanto a la que adhiere a la percepción
misma como la que se le asocia. Se trata de conceptos destinados a articular ideas que pueden
ser sensificadas imaginativamente, pero que no pueden ser expuestas concep-tualmente de
manera acabada. Kant especifica que se trata de ideas morales, y que es en este orden que el
interés estético [permítase esta expresión para la actitud desinteresada] puede ser solicitado
de todos.
Muchos se han visto tentados a descartar este final, considerándolo tácitamente como una
concesión inorgánica con la cual Kant se rindió a sus inclinaciones demasiado arraigadas. Pero,
por suerte, la marea ha cambiado.
Lejos de tratarse de un tic habitual, se debe notar de qué manera poco ortodoxamente
kantiana usa Kant en este contexto la palabra «moral». La Fundamentación y la CRPr habían
eliminado del ámbito de la filosofía moral tanto las consideraciones prudenciales como las
virtudes conducentes a una vida buena, ubicándolas en la pragmática del arte de vivir. Ahora,
en cambio, Kant considera que una campiña risueña se ve así a la luz de una idea moral;
igualmente cuentan como ideas morales, que se expresan en
48 Cf Gotshalk, D. W.: «Form and expression in Kant’s Aesthetics» (1968), ibid., pp. 147-
157.
49 Cf. Parra, L.: «La obra de arte en la teoría estética de Kant» en: Sobrevilla, D.(comp.):
Filosofía, política y estética en la Crítica del juicio de Kant. Lima, Goethe-Institut, 1991, pp. 235-
253.
formas sensibles, la audacia, la franqueza, la ternura. Cabe decir entonces que «moral» abarca
ahora todo lo que en un comportamiento es objeto de una apreciación, y la concepción
kantiana puede ser considerada entonces a la luz de la frase de Adorno de que sólo como
comportamiento tiene la obra de arte su razón de ser.
En segundo lugar, debe notarse el gran cambio que se inicia con la CdJ aun en lo que atañe a la
teoría moral en el sentido restringido. Hasta ahora había para Kant un único principio moral,
expresado plenamente en una formulación, y las otras formulaciones tenían sólo una función
didáctica, así como la filosofía moral toda, igual que la teología patrística, tenía sólo el
cometido de rechazar a los herejes. Ahora, en cambio, las ideas no sólo care-cen de
ejemplificación adecuada en una intuición sensible, sino que tampoco pueden ser
conceptualizadas de manera completa, de manera que es la sensificación, la comunicación
conjunta por medio de palabras, gestos y posturas, y el juego de tensión y distensión, lo que da
que pensar más allá de todo concepto determinado, en una conceptualización nunca acabada.
A ello le corresponde en la ulterior Metafísica de Las costumbres el señalamiento de la
irreductible complejidad interna de la exigencia moral. Amor práctico y respeto ya no son
simplemente coincidentes, sino complementarios, como lo son en el ámbito físico las fuerzas
de atracción y de repulsión. Así como el mundo físico colapsaría o se esfumaría en la ausencia
de una de estas dos fuerzas antagónicas, así quedaría aniquilado también el mundo moral en
ausencia de esta tensión interna suya («Doctrina de la virtud», § 24). El símil físico resulta
ahora imprescindible para la representación de la condición moral. Pero ya en la CdJ, en el §
59, señala Kant (por primera vez) como aun nuestros conceptos más propiamente
intelectuales, como fundamento, sustancia, derivar, depender, se formulan mediante una
hipotiposis imagi-nativa. Sin embargo, merece mucha atención el señalamiento de que el
entendimiento, la actividad conceptual, es parte integrante de la apreciación estética. Si bien
el pensamiento, estimulado por ideas, no se aquieta con ningún concepto determinado, no
hay reflexión sin conceptos. Es inútil discutir si una mera secuencia de imágenes mentales no
podría también llamarse pensamiento, desde luego fuera del contexto kantiano; pero la
reflexión implica de todos modos poder volver sobre lo vivido, poder designarlo y
diferenciarlo, y esto es delimitar un concepto, aunque sea sólo implícita e incoativamente. La
actividad conceptual es pues necesaria tanto en el proceso de entenderse consigo mismo,
como con los demás. Sólo junto con el contrapeso del entendimiento es la libertad de la
imaginación nuestra libertad, así como son complementarias la indeterminación de las ideas
de la razón, y la determinación, que es lo propio de la facultad de los conceptos.
<s>
Nuestra pregunta inicial acerca de la manera en la cual podemos entender una concordancia
libre entre la actividad imaginativa y la concep-tual, a diferencia de la científica, regida por los
conceptos, encuentra tres clases de respuestas. De acuerdo con la primera, lo propio de la
imaginación es aprehender una forma como una unidad, de tal manera que queda abierta la
manera como ésta habrá de ser conceptualizada. Esto no debe ser entendido en el sentido de
las imágenes ambiguas ante las cuales nos preguntamos ¿qué es, esto o aquello?, ya que esta
pregunta expresa una duda acerca del juicio determinante acertado, y no un juicio
reflexionante abierto. Se trata más bien, al tratarse de la belleza libre, no subsumida bajo
ningún concepto, de la búsqueda, o mejor, del surgimiento imprevisto de órdenes de concep-
tualización relevantes, tales que puedan mantener lo que Kant llama una percepción reflexiva.
Esta respuesta está cubierta por la doctrina de la CRP de acuerdo con la cual es la imaginación
la que realiza originalmente la síntesis, aunque, es, por sí sola, «ciega», como se expresa Kant.
Es lo propio del entendimiento despejar la unidad implícita en la síntesis, y con ello hacerla
capaz de ser relacionada con otros conceptos y otros puntos de vista, es decir otros órdenes de
unificación.
Pero, en rigor, esta última idea es un agregado nuestro. En la CRP luce por su ausencia, así
como le es ajena a la primera Crítica la noción de juicio reflexionante. Su inclusión en la CdJ
puede permitirnos un comienzo de acercamiento a la tesis según la cual el juego de
imaginación y entendimiento, que se despliega en la reflexión suscitada en la percepción del
objeto bello, es el mismo que el requerido para el conocimiento en general. Pero nuestra
incredulidad al respecto sigue siendo grande, así como no nos convence que toda estimulación
mutua de las fuerzas cognoscitivas justifique hablar, sea de un objeto bello, sea de una
representación bella de un objeto. A este último respecto nos pueden ayudar algunas
observaciones acerca de la calificación de algo como bello que practica Kant.
en lo que concierne a su capacidad de suscitar el sentimiento de que dan mucho para pensar,
en ello sí caben grados. Necesitamos por lo tanto puntos de vista adicionales que den cuenta
de esta mayor o menor propiedad del uso de la palabra bello. Un segundo tipo de respuesta
nos propone Eva Scha- per50. A la pregunta acerca de qué clase de conceptos están
involucrados en la apreciación reflexiva estética, su respuesta es: conceptos de cualquier clase.
No habría conceptos que se distingan como conceptos estéticos, sino un uso estético de
conceptos, que es el uso metafórico. Podemos entender esta noción aplicada no solamente a
palabras, sino a toda clase de objetos, así como estos quedan comentados en la apreciación
estética. De este modo, a través del uso metafórico de conceptos, cualquier configuración
puede volverse significativa gracias a ciertas analogías con otras situaciones que se hacen sólo
indirectamente presentes. La autora señala el papel destacado del como si en toda la CdJ. La
naturaleza aparece como si fuera arte, siendo igualmente esencial el saber que no lo es; el arte
debe aparecer como si fuera naturaleza, sabiéndose que esto no es el caso (aunque,
agreguemos, en un sentido importante sí lo es). Por nuestra parte debemos notar que los
como si kantianos denotan parentescos reales, pudiendo éstos apuntar a un teísmo, a una
inteligencia suprema hacedora, pero con igual fuerza también en la dirección opuesta, a un
naturalismo, hasta el extremo del relojero ciego de Dawkins, una metáfora casi kantiana, en un
equilibrio diplomático muy cuidado por Kant.
Con el señalamiento del uso metafórico de conceptos se abre una perspectiva prometedora
para la comprensión del juego conjunto kantiano de imaginación y entendimiento, que
necesita sin embargo ser complementada en varias direcciones. Primero, la que acabamos de
señalar. La metáfora se vuelve interesante cuando suscita el sentimiento de un parentesco
real, esto es, cuando se vislumbra una estructura común a lo que se vuelve sensiblemente
presente y a lo así aludido. Con ello volvemos, en segundo lugar, a dar importancia a la
imaginación como plasmación espacio-tempo-ral. Finalmente, debemos dar cuenta de la
dramática perenne evocada, sin la cual aun el juego de la metáfora sólo entretiene, y
solamente hasta cierto punto.
Con esto llegamos al tercer enfoque interpretativo, que se centra en el aspecto moral-
comportamental del arte y de lo bello natural, señalado por Kant.
50 Cf. Shapcr, E.: Studies in Kant's Aesthetics. Edinburgh, Edinburgh University Press,
1979.
Ahora bien, debe tenerse presente que esta bifurcación no representa un dualismo óntico de
materia y espíritu. La comprensión de lo estable y lo precario, de lo fluido y lo abrupto, de lo
maciso y de lo grácil, de la oposición y la reunión, pero también de la amenaza, de la cautela, o
de un gesto de ternura no es posible sin una física mundovital precientífica, que abarca en un
continuo la forma de actuar de personas, animales y cosas, y que constituye también el
terreno del cual surge eventualmente la física científica. No encuentro otra manera de
entender, a fin de cuentas, la tesis kantiana según la cual las fuerzas cognoscitivas desplegadas
en la percepción reflexiva estética son las mismas que las que facultan para el conocimiento
empírico en general.
Aquí queda, sin embargo, abierta la cuestión que plantea la diferencia kantiana entre un
objeto bello y una bella representación de un objeto, en la cual hay lugar también para lo feo.
A este respecto las reflexiones aquí
presentadas sólo pueden insinuar que ambos, aunque de manera diferente, se caracterizan
por el establecimiento de una relación entre el sujeto y sus objetos en cuyo despliegue juega la
tensión y la complementariedad entre independencia y dependencia fáctica, entre autonomía
y contingencia, tal que ninguno de estos extremos queda destruido por el otro.
Autonomía judicativa y espontaneidad natural
La Crítica deljuicio no está concebida, por cierto, como una filosofía del arte, pero si bien es
evidente que el tema de lo bello en la naturaleza es prioritario en el planteamiento inicial de la
obra, no es claro el alcance de esta prioridad en la teoría del juicio estético. En el capítulo que
trata del interés intelectual que se vincula con lo bello en la naturaleza (§ 42), este interés, que
tiene un significado moral, es distinguido del mero gusto en la apreciación de la forma bella,
que parecería darse con independencia de la distinción entre naturaleza y arte. Efectivamente,
el fenómeno sobre el cual Kant llama la atención aquí: el que nos maraville el hecho de que la
naturaleza, ajena a toda conciencia e intención, ofrezca en sus formaciones libres
configuraciones que nos permiten el libre despliegue de nuestra imaginación,
espontáneamente acorde con las necesidades propias del entendimiento, este fenómeno
parece requerir necesariamente aquella distinción. Si lo que nos interesa es el hecho de que la
naturaleza viene espontáneamente al encuentro de las necesidades autónomas de nuestra
facultad de juicio, entonces parecería que el agrado puramente estético que produce la
aprehensión de la forma dada, debería poder distinguirse de la consideración del origen de la
forma que se presenta y de la cuestión si esta forma se produjo natural o artificialmente. De
acuerdo con este razonamiento, si la imitación del canto del ruiseñor, sabida como tal, carece
de atractivo, esto indicaría que la forma musical de este canto no tiene suficientes virtudes
para despertar y entretener un interés estético puro, y que nuestra admiración del fenómeno
natural respondía más a un interés intelectual que a la aprehensión estética como tal.
Sin embargo, este razonamiento no puede ser correcto. Desde luego, la activación de nuestras
facultades cognoscitivas debe poder caracterizarse
antes y con independencia de la cuestión acerca de la proveniencia del objeto que las
estimula, pero esto no quiere decir que la apreciación de un objeto como bello sea igualmente
independiente de la clase de objetos que producen esta activación. Al ser estimulados por una
taza de café de manera que el libre juego de nuestra imaginación satisfaga los requerimientos
de la inteligencia, no apreciaremos el café como bello, y una conversación estimulante será
juzgada por nosotros como muy buena, pero difícilmente como bella. El objeto debe ofrecerse
como objeto de una contemplación y es en la aprehensión de la configuración que presenta
que hemos de poder desplegar nuestras capacidades imaginativas y reflexivas.
Encontramos aquí caracterizaciones diferentes del agrado estético que tendrá que aparecer
como un cambio de las condiciones estipuladas, si no las ordenamos en una serie de
progresiva especificación.
En un primer nivel, se caracteriza este placer como el de una vivificación de ciertas actividades
que nos son propias, de acuerdo con la caracterización general del placer como sentimiento de
favorecimiento de las actividades vitales. A ésta se agrega la caracterización del placer como
un estado en el que se tiende a permanecer. En un segundo nivel, se especifica que el placer
estético consiste en una vivificación conjunta de imaginación y entendimiento que parte de la
aprehensión de la figura de un objeto. Pero también esta precisión resultará todavía
insuficiente. En el § 62 acerca de la finalidad meramente formal, Kant señala que el
matemático tiende a apreciar las configuraciones geométricas, o aun aritméticas, como bellas,
cuando de su consideración fluyen abundantes desarrollos cognoscitivos. Pero este
sentimiento, señalará Kant, se basa en una ilusión. Tendemos a considerar la intuición espacial,
que es construida de acuerdo con un concepto, como si fuera hallada y se nos diera como un
objeto cuasi empírico. Por esto la filosofía trascendental, al tomar conciencia de que el objeto
matemático no es dado sino construido, contrarresta forzosamente su admiración estética,
aunque no disminuye la admiración por el hecho general de que la forma de la intuición
sensible se acuerda con la facultad de los conceptos.
Para apreciar un objeto como bello hace falta que sea dado y que su producción no esté
asegurada por la estructura misma de nuestra inteligencia. Ubicamos, de esta manera, el
tercer nivel en el cual se especifica el placer estético. Éste se caracteriza ahora como la
experiencia de que la naturaleza, en sus formas y leyes empíricas, se presta a nuestras
facultades cognoscitivas de aprehensión en la imaginación y, a la complementaria, de
exposición o exhibición intuitiva de conceptos. Si nuestras capacidades cognoscitivas pueden
ejercerse y aplicarse, esto es posible sólo gracias al hecho que la naturaleza se muestra
apropiada a este fin en las relaciones regulares entre
sus formas (el término kantiano de Zweckmassigkeit lo traduciré en lo que sigue con
«teleomorfismo»).
Si la naturaleza no nos mostrara nada más que este teleomorfismo lógico, ya tendríamos
ciertamente razón para admirarla por ello, pues no sabríamos indicar ningún fundamento de
ello según las leyes generales del entendimiento;
pero difícilmente será capaz de esta admiración alguien más que un eventual filósofo
trascendental, y aún éste no podrá nombrar ningún caso determinado en el que este
teleomorfismo se mostraría (o demostraría) in concreto, sino que tendrá que pensarlo sólo en
general (Primera introducción, H 21).
De este modo, aun este tercer nivel de determinación del placer estético no lo especifica
todavía de manera suficiente, y no asegura que es de lo bello que estamos hablando.
Algunos autores, preocupados por no aceptar gato por liebre, han expresado dudas acerca de
la pertinencia del encuadre de la teoría del juicio estético en una consideración general acerca
de las condiciones de la cognos-cibilidad efectiva de la naturaleza, tal como la tratan de
realizar las introduc-ciones a la Crítica del juicio, y en particular la primera. Este encuadre
aparece entonces como una concesión hecha por Kant a sus afanes sistemáticos, en
detrimento de la especificidad del fenómeno estudiado. Sin embargo, más allá (o más acá) de
la preocupación sistemática, es precisamente este enfoque el que abre la posibilidad
interesantísima de considerar la experiencia estética como el realce de ciertas cualidades de la
experiencia en general, que se extiende entre lo familiar, que puede ser determinado por
conceptos disponibles, y aquello que requiere una actividad de la aprehensión imaginativa y de
la reflexión conceptual que se estimulan mutuamente sin poder esperar una adecuación final
que despacharía el tema que se presenta a nuestra sensibilidad. A esta inadecuación
estimulante pertenece la experiencia de lo sublime (que no trataré aquí) pero también la de lo
bello. Por más que es caracterizado en términos de concordancia de nuestras facultades entre
sí y con la naturaleza, y por más que su contemplación, a diferencia de la de lo sublime, es
tranquila, lo bello estimula el pensamiento sin terminar en ningún concepto particular.
Con ello se determina más de cerca el juego de las facultades cognos-citivas en el cual Kant
basaba repetidamente el juicio del gusto. La actividad en la cual la imaginación contribuye
espontáneamente a una creación
conceptual es, sin duda, sentida como un placer, pero si culmina en un concepto y un
conocimiento determinado entonces este placer no es específicamente un placer estético.
Resulta así que sólo como figuración de ideas a las cuales no puede ser adecuado ningún
conocimiento, puede la imaginación darnos el placer puro estético, y ahora, cuando Kant entra
en la consideración del arte, conocemos a la imaginación en un papel nuevo que no se
sospechaba, un papel que es, sin embargo, imprescindible para dar cuenta aun de lo bello
natural.
Hemos conocido en la obra kantiana la imaginación en papeles tan diversos como la capacidad
de construcción de figuras espacio-temporales conceptualizadas en la matemática, la
conocimos como capacidad de apre-hensión empírica, y como capacidad de asociación, de
libre juego de representaciones. La analítica de lo sublime no se aleja fundamentalmente del
ámbito de la imaginación como facultad de intuiciones apriori espacio- temporales al ponerla
en relación con ideas de grandeza y fuerza superlativas, y lo moral no aparece aquí en la
aprehensión imaginativa, sino en nuestra reacción ante la percepción o evocación del poderío
inmenso de la naturaleza. En cambio, del gusto puede decir Kant que «es en el fondo una
capacidad de juzgar (o apreciar) la sensificación de ideas morales» (B 263).
Ahora digo: lo bello es el símbolo de lo moralmente bueno; y sólo en este respecto (una
relación que le es natural a cualquiera y que espera de cualquier otro como un deber) gusta
con la pretensión del asentimiento de cualquier otro.
y luego:
Esto es lo inteligible hacia lo cual mira el gusto, así como lo indico en el parágrafo anterior (B
258).
En el pasaje citado, lo inteligible (este lucus a non lucendo) o lo suprasensible, que se convierte
fácilmente en un cajón de sastre, adquieren un significado más familiar, el del ámbito moral,
que se asomaba ya en la «Deducción de los juicios puros estéticos». El juego imaginativo por el
cual apreciamos la belleza natural no consiste más en trazados de líneas, así como hemos
conocido la imaginación en la Crítica de la razón pura, sino en una aprehensión del juego de
luces y sonidos que afina el ánimo para ideas que se describen en términos morales: la de lo
sublime, de la audacia, franqueza, de lo amigable o de ternura.
Con respecto a la belleza artística, es Kant más categórico: sólo cuando las bellas artes están
conectadas cercana o lejanamente con ideas morales, de las cuales el texto dice que son las
únicas que llevan consigo una «complacencia independiente», sólo entonces se evita el efecto
contrariante del tedio y del hastío (B 214). En la aprehensión estética de la naturaleza, como
en la plasmación de formas artísticas, las configuraciones son captadas en analogía con las
posibilidades del comportamiento humano, es decir, en su valor expresivo. Por esto Kant
puede tomar como guía de la división de las bellas artes los tres componentes de la expresión
en la comunicación humana: la palabra, la postura y el gesto [die Gebardun¿[, y el tono como
juego de tensión y distensión.
idad de la razón práctica ha sido siempre sólo la mitad del cuento, y aún menos que esto. Se
trata de una razón práctica, es decir, de una razón esencialmente interesada en
comportamientos efectivos en nuestro mundo. En la Introducción incorporada en la obra, B
LV, se dice:
La época, así como los pueblos en los cuales el impulso vivaz hacia la sociabilidad nómica, por
la cual un pueblo forma un ente común duradero, luchaba con las grandes dificultades que
rodean la ardua tarea de reunir la libertad (y por lo tanto también la igualdad) con una
constricción (más del respeto y de la sumisión por deber que por miedo): una época y un
pueblo así tenía que inventar el arte de la comunicación mutua entre las ideas de la parte más
cultivada y la más ruda, la afinación de la ampliación y del refinamiento de la primera con la
sencillez natural y originalidad de la segunda, y hallar (o inventar) aquel medio entre la cultura
superior y la naturaleza autosuficiente, que constituye también para el gusto la medida que no
puede ser indicada por ninguna regla general, como sentido humano común (o general) (B
262-263).
Kant señala que la comunicación mutua entre la naturaleza, que tiende por sí sola a limitarse y
la sociabilidad culta constituye también, para el gusto, la medida. Esta visión idealizada de la
antigüedad clásica representa una idea (postrrousseauniana) de la vida cívica y una de las
formas en las cuales Kant articula su pensamiento moral. En el párrafo que sigue habla Kant de
la «fuerza y justeza (o corrección) de la naturaleza libre que siente su propio valor». Esto no es
el lenguaje de la Crítica de la razón práctica, pero ahora Kant introduce la interacción entre los
dos polos de la vida moral, como paradigma de «ideas morales» y de la «cultura del
sentimiento moral» (B 264).
Más tarde, en la Metafísica de las costumbres, Kant hará uso de dos maneras distintas de este
esquema polar. En la «Doctrina del derecho», el principio legal de la limitación mutua «bajo el
principio de la libertad general».
libre de los cuerpos bajo la ley de la igualdad de la acción y reacción (AB 37).
Este principio requiere como primer deber la afirmación del propio valor como el de un ser
humano que se expresa en la proposición: «no te hagas un mero medio para otros, sino sé
para ellos al mismo tiempo fin» (ABB 43), la interpretación kantiana de la primera regla de
Ulpiano.
En la «Doctrina del derecho» la coexistencia de los seres libres es entendida a partir de la
reivindicación por parte de cada uno de su libertad, y su posibilidad en conjunto es simbolizada
por la simetría de acción y reacción.
Kant puede usar la analogía del libre movimiento de los cuerpos porque el concepto de
libertad moral [Freiheitsbegrifí], que expresa la capacidad de la conciencia del deber de
hacerse efectiva, presupone como su materia el concepto más elemental de la libertad natural
de poder vivir de acuerdo con el propio sentir y entender [nach seinem Sinn leben], la cual es
representada aquí por el concepto de libertad de elección [ Willkür].
Estas analogías ilustran el pensamiento de que las formas de la natu-raleza pueden simbolizar
ideas morales, y que, en esta capacidad, las encon-tramos bellas. Pero, espero que este
estudio haya sugerido que no se trata de una relación externa sino de una interna; la vida
moral misma se refiere a la espontaneidad natural preexistente, la cuida y la transmuta en una
figura de la autonomía, preservando al mismo tiempo su independencia como fuente vital.
mutuamente implicados
Pero este planteamiento muestra una oscuridad básica con respecto al concepto mismo <le
razón práctica y a su relación con nuestra condición
sensible y necesitada. ¿Es nuestra condición necesitada sólo la ocasión para el desempeño de
la razón práctica, el material, en sí mismo moralmente indiferente, que permite su ejercicio?
Hay razones de peso por las cuales esta posición se vuelve inaceptable. Schiller las hará valer
en dos órdenes:
2. La misma capacidad de decisión libre debe ser entendida como efecto de un equilibrio
entre el impulso dirigido hacia la forma y el dirigido hacia contenidos reales. Un equilibrio
inicial de este tipo es lo que posibilita la acción racional y no puede ser su producto; es, más
bien, un don de la naturaleza. De este modo, Schiller se hace cargo del señalamiento de Kant
en la CRP (B 654), de acuerdo con el cual podría ser que la naturaleza que actúa libremente sea
la que hace posible toda razón51.
Sólo en la época de la elaboración de sus obras principales pasó Kant a articular sus
convicciones morales en términos de una oposición irrecon-
51 En su vejez Kant se ha identificado tan íntimamente con este planteamiento de Schiller que
en el primero de los legajos que constituyen su obra póstuma (Akad. XXI, 75-76) ha transcrito
literalmente c incorporado a su texto el siguiente pasaje de la Carta XIX de La educación
estética del hombre, como si fueran sus propias palabras:
«Debemos recordar aquí que tenemos ante nosotros al espíritu finito, no aJ infinito. El espíritu
finito es aquel que no es activo sino a través de la pasividad [Leiden], y que llega a lo absoluto
solamente mediante límites [Schranken]; sólo en cuanto recibe una estofa actúa y configura.
Un tal espíritu combina pues, el impulso hacia la forma o hacia lo absoluto con un impulso
hacia la estofa o hacia los límites, en cuanto condiciones sin las cuales no tendría, ni podría
bastarle, el impulso primero. En qué medida puedan convivir en el mismo ser dos tendencias
tan opuestas es un problema que puede, ciertamente, poner en apuros al metafísico, pero no
al filósofo transcendental. Éste no se precia, en modo alguno, de explicar la posibilidad de las
cosas, sino que se conforma con establecer sólidamente los conocimientos [Kenntnisse] a
partir de los cuales llegue a ser concebida la posibilidad de la posibilidad de la experiencia. Y,
dado que la experiencia sería imposible tanto sin aquella oposición como sin su unidad
absoluta, establece con pleno derecho estos dos conceptos como condiciones igualmente
necesarias de la experiencia, sin preocuparse más de su compatibilidad».
La transcripción efectuada por Kant es exacta con excepción del subrayado peculiar y de la
reiteración «de posibilidad» en la expresión «posibilidad de la posibilidad de la experiencia»,
fórmula frecuente en la obra póstuma de Kant. Le debemos a Félix Duque la llamada de
atención a esta significativa adopción por parte de Kant del pasaje schilleriano. Véase su
edición anotada de la obra póstuma de Kant con el título Transición de los principios
metaflsicos de la ciencia natural a la física. Editora Nacional, Madrid, 1983, pp. 664 y 724. He
respetado la traducción de Stoff como ‘estofa’, aunque hubiera preferido con mucho ‘materia’,
en su lugar.
En sus reflexiones previas, que todavía encuentran expresión en la Crítica de la razón pura, y
luego de nuevo en sus escritos tardíos, ante todo en El fin de todas las cosas, Kant adoptó una
postura más diferenciada. La formación de un juicio moral presupone la adopción de un punto
de vista general e imparcial y debe por lo tanto prescindir de todas las inclinaciones y afectos
vinculados con mi persona; pero la reflexión acerca de lo que me motiva para adoptar un
punto de vista tal, y a obrar conforme a él, corresponde a una pregunta muy diferente. Kant ha
estado por largo tiempo convencido de que una moral que omita la consideración de lo que
ayuda a adoptar un punto de vista imparcial, tiene que permanecer quimérica. Tales motiva
auxiliaría, que expresan el arraigo del punto de vista moral en el nexo y el conjunto de
nuestros impulsos, son el sentido del honor, el apetitus societatis, y el impulso a la
independencia, la cual implica razonablemente una autolimitación. De manera más
fundamental trataba Kant de entender la motivación moral en los años setenta viendo en la
libertad, conquistada a través de la moralidad, el grado más alto de la vivacidad, en tanto que
ésta se libera de toda inercia que deriva de una inclinación previamente dada, siendo que lo
que aumenta nuestra vivacidad complace y tiene fuerza motivadora. En estas reflexiones, Kant
anticipa de manera sorprendente el pensamiento de Fichte acerca de un impulso original
tendiente a una agilidad pura. Aquí no se ha producido todavía la separación por principio
entre naturaleza y razón. La oposición que se establece es más bien entre una naturaleza en
movilidad y formatividad original y la naturaleza como conjunto de productos regidos por la
ley de la inercia. A este respecto no debemos perder de vista que Kant no ha negado nunca la
posibilidad de fundamentos naturales de la razón. En ocasión del análisis de la prueba físico-
teológica (A 626/B 654), Kant habla de nuestra tendencia a considerar los productos naturales
según la analogía con lo que produce el arte humano, y en contraste con ello habla de la
naturaleza que actúa libremente y «que hace posible todo arte y quizás aún a la razón misma».
Lo que Kant niega es la comprensibilidad de este origen y, por otra parte, su relevancia moral.
Desaparece aun la distinción entre la cuestión por el fundamento del juicio moral y la cuestión
acerca de la motivación moral, ya que esta última pasa a ser considerada como imposible de
conocer por principio, por principio porque toda posible explicación la ve Kant como
una reducción de la actitud moral interior a motivos no morales, por lo que la explicación sería
equivalente a la negación de un motivo específicamente moral. Kant admite plenamente que
la conciencia de la ley moral es una conciencia práctica solamente en cuanto el hombre
sensible es movido por ella a realizar acciones y, que por lo tanto, debe presuponerse una
disposición afectiva natural a ser movido de esta manera (apartado 12 de la Introducción a la
doctrina de la virtud). Pero, agrega en seguida que esta disposición natural es incognoscible.
Sin embargo, cuando la disposición natural de ser movido por la conciencia de la ley moral es
considerada como inexplicable, entonces el desasosiego no proviene meramente del hecho de
que nuestro interés teórico queda sin ser satisfecho. Por este veredicto de la inexplicabilidad,
la conciencia moral y su efecto sobre nuestra constitución natural quedan presentados como
algo extraño, y se vuelve inevitable que surjan dudas acerca de la legitimidad del dominio de la
razón tan pronto como el dominio sobre la naturaleza en nosotros aparece como un dominio
extraño. Fichte intentó entonces mostrar cómo el imperativo de la razón puede ser al mismo
tiempo opuesto a cada inclinación particular y, al mismo tiempo, no obstante contener su
verdad. La conciencia de sí es siempre al mismo tiempo conciencia de un límite, conciencia de
una heterodeterminación y con ello de una contrariedad que sufre nuestra tendencia a la
autodeterminación, que se constituye, sin embargo, precisamente al oponerse a la
heterodeterminación. Pero esta capacidad la tiene solamente en cuanto este impulso puro se
articula como sistema de impulsos determinados. Ahora bien, en tanto que la tendencia pura a
la autodeterminación es inseparable de un sistema de impulsos especializados y estables, en
esta medida, ella encuentra la limitación con la cual se confronta también dentro de sí misma.
La tendencia a la autodeterminación, a la agilidad pura, se diferencia a ella misma, de este
modo, de todo impulso particular, y la reflexión moral ha de preguntarse en cada caso en qué
medida la acción insinuada por el impulso particular contribuye a la unidad de la conciencia y a
su agilidad general, y en qué medida, por el contrario, la daña.
De esta manera puede Fichte elaborar una parte importante de los motivos éticos kantianos
de forma tal que se vuelve posible quitarle a la razón práctica el manto de la extrañeza. Pero la
estrategia conceptual de partir del único pensamiento de la autodeterminación y, por
consiguiente, de concebir la oposición con el no-yo sólo como impulso a la superación de una
barrera que debe ceder progresivamente, forzosamente lleva a la contradicción señalada por
Hegel: al concebir Fichte la pura autodeterminación, como superación de toda determinación
por un no-yo —un fin infinitamente lejano de los esfuerzos humanos— se da la contradicción
de declarar como fin de la voluntad aquello que racionalmente no puede ser querido en
absoluto, porque de acuerdo con su propio pensamiento equivale a su autodestrucción. El
consuelo de que este fin se ubica en el infinito y que no puede, por lo tanto, nunca ser
alcanzado, no puede impedir que surja la evidencia de que la autodeterminación sola es una
caracterización insuficiente de la actividad humana, aun cuando incluimos en el pensamiento
de la actividad autodeterminada la relación con algo diferente de nosotros. Precisamente esta
relación queda pensada de manera sumamente insatisfactoria si se la concibe de forma
activista solamente como superación de un obstáculo.
El dilema entre una meta concebida de manera contradictoria (como una a la que nos
queremos acercar lo más posible y, sin embargo, no queremos nunca alcanzar) y la repetición
vacía de un triunfo sísifico queda sin embargo solucionado al proponer Federico Schiller una
visión que concibe la actividad propia humana no como pura y unitaria sino como limitación
mutua de un impulso formal y un impulso material, esto es, como interrelación entre la
conciencia de sí y la vida que transcurre en interacciones cada vez diferentes. Que los dos son
copertenecientes, que la unidad y la conciencia de sí que abarca el tiempo no puede darse sin
la vida temporalmente dispersa, que, recíprocamente, la vida temporal es una palabra vacía
sin un sí mismo presente por lo menos en germen, esta evidencia no permite, sin embargo,
reducir a los dos a ser medios de un tercero total y abarcador, así como no nos permite
establecer un orden de prioridades unidireccional entre el hacer y el dejar lo otro en su
otredad, entre el determinar y el ser determinado. Tampoco quedan salvados y resguardados
en una unidad metafísica invulnerable; su equilibrio bello y logrado está más bien expuesto al
logro y malogro en una capacidad de aprendizaje que no es infinita, aun cuando no tiene
límites asignables de antemano.
Schiller puede anudar aquí con el pensamiento de Kant y hacer valer para la acción lo que Kant
hizo ver para el conocimiento, al concebir Schiller ambos campos, desde el punto de vista de la
oposición entre el impulso material y el formal. En el campo del conocimiento es fácil hacer
evidente que no sólo puede ser insuficiente la fuerza del impulso formal en el cual se afirma la
unidad de la autoconciencia; el conocimiento queda igualmente perjudicado al anticiparse la
actividad formativa a la receptiva y al quitarle de este modo su espacio; ¿no valdrá lo mismo
para la acción? Kant pudo evitar esta conclusión solamente eliminando todas las cuestiones
prudenciales del ámbito de la filosofía moral. No obstante, él mismo se ve forzado a
abandonar el esquema de un principio moral, uno y único, que se trataría de aplicar siempre
de nuevo y de la misma manera, porque así lo exigió el análisis más afinado que se volvió
inevitable en la Metafísica de las costumbres.
El ejercicio de la moralidad no consiste más, en esta nueva visión, en la aplicación de una regla
simple. El amor práctico es un mandato moral, igual y prioritariamente lo es el respeto, pero el
hallazgo de la medida justa en su interacción difícilmente puede describirse como la ejecución
de una ley. Más bien estamos aquí en la cercanía de la belleza schilleriana, que tiene su
modelo en el trato interpersonal bello. Schiller presenta al estado moral
acompañado por el estado dinámico de las fuerzas físicas y por el estado estético del trato
bello. Esto corresponde a la división kantiana de la filosofía moral (en el sentido amplio) en
doctrina del derecho y doctrina de la virtud. La doctrina del derecho está referida
esencialmente a la relación entre fuerzas físicas libres; la doctrina de la virtud, por su parte,
lleva consecuentemente a la reflexión acerca de la belleza como un estado de libertad que
surge a partir del equilibrio de aquellas fuerzas interiores, de vinculación y de búsqueda de
independencia, cuya oposición constituye lo propiamente humano. Se tratará ahora de
considerar, una vez más, las relaciones entre la razón y la sensibilidad en el pensamiento
kantiano.
A los efectos del único conocimiento que nos es accesible, la sensibilidad y el entendimiento se
requieren mutuamente. Menos explícita es la consideración de que no se trata de
instrumentos tales que tuvieran cada uno un ser independiente y que realizaran partes
delimitables de una obra común, y que la distinción entre las dos facultades es una distinción
meramente analítica. En tanto que en la sensibilidad se forman intuiciones, y no se reciben
meramente impresiones, en esta medida se da en ella una síntesis en obra, que a continuación
va a ser adjudicada a la imaginación. La obra del entendimiento será entonces hacer
conscientes los puntos de vista unitarios inmanentes en la síntesis de la imaginación, las reglas
de acuerdo con las cuales la síntesis opera inconscientemente en la intuición. De esta manera,
el entendimiento y la imaginación son recíprocamente reducibles con relación a un tercero.
«Es una y la misma espontaneidad que introduce el enlace en lo múltiple de la intuición, allá
bajo el nombre de imaginación, aquí bajo el de entendimiento» (B162 nota). Que esta
espontaneidad posibilita esencialmente una determinación mediante la experiencia, es decir
receptividad, queda expresamente dicho solamente en aquellos pasajes en los cuales se trata
de ponderar y realzar el papel de la experiencia. En este contexto, Kant señalará, por ejemplo,
que ningún pensamiento puede derivar por sí solo las leyes particulares de la naturaleza a
partir de su legalidad general.
Pero cualquiera que sea la postura que el intérprete adopta en lo que atañe a estas
acentuaciones opuestas, una cosa permanece fuera de duda: en el conocimiento humano, la
sensibilidad y la razón se necesitan mutuamente. Sin embargo, parece que de manera
igualmente unívoca, en el terreno de la filosofía práctica no es así. Ya en el § 1 de la Critica de
la razón práctica, se dice que puede haber leyes prácticas solamente si la razón práctica
contiene en sí misma un fundamento de determinación suficiente para la determinación de la
voluntad. De esta manera, la razón pura podría efectuar lo que no puede en el campo del
conocimiento. Pero el encuadre de la acción, así como la articulación más precisa del campo
de la filosofía práctica contradicen nítidamente a este trompetazo y obligan al intérprete a dar
a aquella incondicionalidad («fundamento suficiente») un sentido muy condicional. Ni en el
campo de la «Doctrina del derecho», ni en el de la «Doctrina de la virtud», se debe a la razón
pura el saber que hay algo para hacer y qué es lo que hay que hacer, ya que es solamente por
limitaciones empíricas como surge tal necesidad. Sólo en relación con estas se dan exigencias
de la razón, y la «Introducción» a la Crítica del juicio recuerda que el concepto de naturaleza y
el de la libertad tienen, por cierto, campos o jurisdicciones distintas, «pero el terreno en el cual
establecen su jurisdicción y en el cual se ejercen sus facultades legislativas será siempre
solamente el conjunto de los objetos de toda posible experiencia» (AB XVII).
Tanto para el derecho como para la ética el punto de partida es una máxima dada —o regla
subjetiva en cuanto al quehacer— que ha de ser examinada con respecto a su capacidad de ser
generalizada y, de este modo, el fin de la razón es un fin de segundo orden que presupone
siempre fines particulares, o en lenguaje kantiano, una materia de la voluntad. El reino
kantiano de los fines (de los fines en sí mismos) es el reino de los seres que se proponen fines
que no son fines en sí mismos, sino fines para ellos. «La naturaleza racional», se dice en la
Fundamentación, «existe como fin en sí mismo». La punta de este pensamiento es que aquí
tenemos que ver con un fin que no representa algo que está todavía por ser realizado, sino
uno que ya existe y que representa, de esta manera, un límite para todo lo que podemos
realizar, para los fines propiamente dichos, que son fines a ser realizados. El reino de los fines
en sí mismos y el reino de los fines relativos a una voluntad son correlativos.
En la terminología de Schiller se dirá entonces que el impulso real debe ser limitado por el
impulso formal. Pero, ¿podemos en el marco kantiano decir con Schiller que hace falta
igualmente una limitación o aun una atenuación del impulso formal?
En efecto, Kant no consideraba apropiado realizar una crítica de la razón pura práctica, así
como lo hizo en el campo teorético, en el cual se trataba de llevar la razón natural (podríamos
hablar ahora del impulso racional) a la comprensión de sí misma y ayudarla a respetar sus
límites. En el campo práctico, sin embargo, Kant consideraba como necesario realizar
solamente una crítica de la razón mixta para conservar la pura en su independencia.
Schiller emprende ahora la tarea de iluminar el condicionamiento mutuo del impulso real y del
formal no solamente como condición del encuadre de la acción, sino también como tarea, al
plantear esta cuestión en un terreno a la vez teórico y práctico. Así puede mostrar
convincentemente, que también el impulso formal debe cuidarse de no adelantarse a la
multiplicidad real que se ofrece empíricamente, y de no dañar la facultad receptiva en su
vivacidad propia. Kant podía evitar la pregunta acerca del papel que le corresponde a la
sensibilidad y a la imaginación en lo moral solamente, por cuanto ubicó todas las cuestiones de
prudencia práctica y de factibilidad fuera del campo de la filosofía moral, así como cortaba las
preguntas acerca de «las disposiciones naturales de ánimo de ser afectado por conceptos de
deber» que se mencionan en la sección XII de la introducción a la «Doctrina de la virtud», al
reducirlas a la inexplicable pero no menos real receptividad a ser movido por la razón pura
práctica. Pero el reconocimiento tardío de una pluralidad de exigencias genuinamente morales
—el reconocimiento de que la moralidad consiste en la atención a la complejidad de la vida
humana— ya no podrá ser pasado por alto.
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