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Experiencias cercanas a la muerte

Es un relato común que cuando las personas están al borde de la muerte se encuentran con un
escenario brillante, un mundo de tranquilidad en el que parecen hallar la paz que nunca han tenido
en su vida terrena. Estas experiencias son consideradas por quienes las han estudiado
extensamente como la prueba definitiva de que existe algo más allá de nuestra realidad, y que hay un
lugar al que vamos a parar cuando morimos.
Pero en ocasiones el escenario que visitan está lejos de ser este mundo idílico. Por el contrario, se
trata de un lugar oscuro y cruento, uno lleno de desesperación y en el que la desolación parece ser
un compañero constante.
Esto, claro, refuerza las nociones que tenemos sobre la existencia de un cielo y un infierno: el
primero un lugar donde se premia la bondad, el segundo, uno en el que se castigan la maldad y el
egoísmo. Al primero van a parar únicamente quienes son dignos de ello.
Angie Fenimore fue una mujer que intentó suicidarse en 1991. Afortunadamente para ella, el asunto
salió mal y no pudo terminar con su vida de manera exitosa, sin embargo, pudo echarle un vistazo a
lo que habría sido su futuro de haberlo hecho.
Inferno
El suicidio de Fenimore ocurrió el 8 de enero de 1991, tras años de una relación bastante
problemática y nunca haber podido superar sus traumas de abuso infantil. La mujer consideró que
no existía otra salida y decidió terminar con su vida.
De acuerdo con su relato, la clásica visión de un escenario lleno de fuego y lava no tiene nada que
ver con la realidad. Ella se encontró, primero, con una especie de reproducción completa de su vida en
la que pudo ver (y evaluar) cada una de sus decisiones pasadas y, sobre todo, cómo estas
decisiones la habían llevado a aquel momento específico. Pudo ver, casi tocar, el momento preciso de
su muerte, la culminación de su suicidio. Y entonces, todo cambió.
.
Cuando terminó su vida, llegó la oscuridad. Sus ojos pronto se adaptaron a ella, y pudo distinguir en la
penumbra un número importante de personas que se encontraban cerca de ella. Todas andaban
lento, como pensativas. Todas parecían adolescentes.
Cuando pudo detallarlas se dio cuenta de que tenían rostros sin expresión alguna, observando
absortos el suelo delante de ellos. Antes de que pudiese aprender mucho de ellos, fue “succionada”
por alguna entidad o poder inexplicable y llegó a otro lugar de aquel mundo tenebroso.

De nuevo, había multitud de personas, pero ningún niño. Fenimore sentía que podía comunicarse
con todos, que tenía la capacidad de conocer cualquier historia solo con desearlo. Pronto se dio
cuenta que podría conocer todo sobre estas personas.
Pero que al mismo tiempo no podía esconderse de ellas. No tenía nadie con quien conversarlo. No
tenía ninguna razón para saberlo.
Y entonces llegó la soledad.
De acuerdo con la mujer, nada puede compararse con el desespero que sintió en aquel momento.
El hecho de saberse sola, abandonada y eternamente condenada a permanecer en aquel lugar le
generó un vacío que ninguna persona podría jamás comprender. Todos quienes se encontraban allí
parecían llevarlo dentro: sus rostros no mostraban expresión alguna, sus movimientos no parecían
tener ningún objetivo.
Y entonces apareció Dios:
Dios
La conversación que la mujer narra con Dios consiste, básicamente, en un breve diálogo seguido de
una especie de “iluminación”, de su comprensión final de que hacía parte de un todo mayor y se había
desviado de su misión divina al cometer suicidio.
Al final, queda claro para ella que creer en la posibilidad de ser salvada (y ser salvada
específicamente por Jesús) hizo toda la diferencia. Tras la experiencia (que pudo durar un día o un
año) despertó en el mismo lugar donde había intentado suicidarse, convencida de que debía darle a la
vida una nueva oportunidad.

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