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LIBRO I
(...)
Ag: —Antes bien, presta atención y entra por los caminos de la razón
confiado en el auxilio de Dios. En efecto, no hay nada tan arduo y difícil
que con su ayuda no se haga totalmente llano y fácil. Así que,
pendientes siempre de él e implorando su auxilio, investiguemos lo que
nos hemos propuesto. Y antes de nada, dime si esta ley que se
promulga por escrito es útil a todos los que viven la vida temporal.
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Ev: —Sería muy justa.
Ag: —Pero siendo, al parecer, estar dos leyes tan contrarias entre sí,
que una de ellas otorga al pueblo el poder de elegir magistrados, y la
otra se lo quita, y habiendo sido dada la segunda en condiciones tales
que no pueden existir ambas en un mismo pueblo, ¿podemos decir que
una de las dos es injusta y que no debía haberse dado?
Ag: —También te darás cuenta, creo, de que nada hay justo y legítimo
que no lo hayan deducido los hombres de esta ley eterna; porque si el
pueblo al que aludimos en un tiempo gozó justamente del derecho de
elegir a sus magistrados, y en otro distinto se vio justamente privado de
este derecho, la justicia de esta vicisitud temporal arranca de la ley
eterna, según la cual siempre es justo que el pueblo juicioso elija a sus
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magistrados y que se vea privado de esta facultad el que no lo es, ¿no
te parece?
Ev: —Conforme.
Ev: —La ama y sigue con todo empeño, y por eso vive así.
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Ag: —¿No aman ninguna otra cosa?
Ag: —Supongo que te refieres a las riquezas, los honores, los placeres,
la hermosura del cuerpo y a todas las demás cosas, que pueden no
conseguirse, aun queriéndolas y perderse aun no queriéndolo.
Ag: —¿Te parece que serán eternas estas cosas, viendo, como ves, que
están sujetas a la volubilidad del tiempo?
Ag: —Es evidente que unos hombres aman las cosas eternas y otros las
temporales; y que, según antes hemos visto, existen dos leyes, una
eterna y temporal otra. Dime, pues, si tienes idea de la justicia,
¿quiénes de éstos piensas tú que han de ser sujetos de la ley eterna y
quiénes de la ley temporal?
Ag: —Dices bien, a condición, sin embargo, de que tengas por inconcuso
lo que la razón nos ha demostrado ya evidentemente: que los que viven
según la ley temporal no pueden, sin embargo, quedar libres de la ley
eterna, de la cual, como dijimos, procede todo lo que es justo y todo lo
que justamente se modifica. En cuanto a los que por su buena voluntad
viven sumisos a la ley eterna, me parece ves con suficiente claridad que
no necesitan de ley temporal.
Ag: —¿Y qué piensas que manda la ley temporal, sino que, cuando los
hombres desean poseer estas cosas —que temporalmente podemos
llamar nuestras—, de tal modo las posean, que conserven la paz y
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convivencia humana en el grado que admiten las cosas temporales?
Estas son, en primer lugar, el cuerpo y los que se llaman bienes del
cuerpo, como es una salud perfecta, la agudeza de los sentidos, la
fuerza, la hermosura y otras cualidades, de las que unas son necesarias
para las artes liberales y, por tanto, más apreciables, y otras que tienen
un fin menos noble. En segundo término, la libertad, si bien no hay más
libertad verdadera que la de los bienaventurados y la de los que siguen
la ley eterna; aunque ahora me refiero a la libertad por la que llamamos
libres a los que no sirven a otros hombres y la que apetecen los siervos,
que desean ser manumitidos por sus señores.
En tercer lugar, los padres, los hermanos, los hijos, los deudos, los
afines, los familiares y todos los que están unidos a nosotros por algún
parentesco. Después nuestra misma patria, a la que solemos considerar
como a una verdadera madre; los honores y las alabanzas y todo lo que
llamamos gloria popular. Y, finalmente, las riquezas, nombre que damos
a todas aquellas cosas de las cuales somos dueños legítimos, y de cuya
venta o donación parece tenemos facultad.
Cierto que sería difícil y largo de explicar cómo distribuye la ley humana
a cada uno lo que le pertenece; aunque tampoco es necesario para
nuestro propósito.. Bástenos saber que la potestad vindicativa de esta
ley no se extiende más que a poder privar de todos o de parte de estos
bienes a aquel a quien castiga. Su fuerza, pues, está en el miedo, y por
el miedo inclina y doblega los ánimos para los que fue promulgada a
hacer lo que les ordena o prohíbe. Así, temiendo perder estos bienes,
usan de ellos según ciertas normas, que son necesarias para mantener
la sociedad que es posible constituir con semejantes hombres.
33. Ag: —¿Ves, pues, también que no existiría la pena que a los
hombres se les causa, ora cuando injustamente se les priva de sus
bienes, ora cuando se les aplica como justo castigo, si no amasen estas
cosas que pueden serles arrebatadas en contra de su voluntad?
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Ag: —Ahora bien, es claro que de las mismas cosas unos hacen buen
uso y otros malo; como también lo es que quien hace mal uso, de tal
modo las ama y se compromete con ellas, que queda sometido a las
cosas que precisamente debían estarle a él sometidas; mira ya como un
bien para sí las cosas a cuya ordenación y buen uso él debiera
contribuir. En cambio, el que usa bien de ellas, demuestra que son
buenas ciertamente, pero no para él, ya que no le hacen a él bueno ni
mejor, sino las hace él a ellas, y que, en consecuencia, no se adhiere a
ellas por amor, ni las considera como parte de su alma, consecuencia
esta de tenerles amor. Y así, cuando comiencen a faltarle o
desvanecerse, no le causará pena su pérdida ni le manchará su
corrupción, sino que estará muy por encima de ellas y dispuesto a
poseerlas y administrarlas cuando fuere necesario, y más dispuesto a
perderlas y no tenerlas.
Siendo todo esto así, como digo, ¿piensas tú que se debe condenar la
plata y el oro por causa de los avaros, los manjares por causa de los
glotones; el vino por causa de los beodos; la hermosura de las mujeres
por causa de los libertinos y adúlteros; y así todas las demás cosas,
sobre todo viendo, como vemos, por ejemplo, que el médico hace buen
uso del fuego y un envenenador abusa criminalmente del pan?
Ev: —Es muchísima verdad que no son las cosas mismas las
condenables, sino los hombres que abusan de ellas.