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(Texto disponible en:

www.augustinus.it/spagnolo/libero_arbitrio/index2.htm)

DEL LIBRE ALBEDRÍO

Traductor: P. Evaristo Seijas, OSA

LIBRO I

(...)

La ley eterna, moderadora de la vida humana

VI 14. Ag: -Examinemos ahora cuidadosamente, si te place, hasta qué


punto deba castigar las malas acciones esta ley por la que se gobiernan
los pueblos en la presente vida; y luego qué es lo que queda para ser
castigado inexorable y secretamente por la divina providencia.

Ev: —Es lo que deseo, si al menos es posible llegar a los límites de


cuestión tan importante, ya que yo considero esto ilimitado.

Ag: —Antes bien, presta atención y entra por los caminos de la razón
confiado en el auxilio de Dios. En efecto, no hay nada tan arduo y difícil
que con su ayuda no se haga totalmente llano y fácil. Así que,
pendientes siempre de él e implorando su auxilio, investiguemos lo que
nos hemos propuesto. Y antes de nada, dime si esta ley que se
promulga por escrito es útil a todos los que viven la vida temporal.

Ev: —Es claro que sí; porque de estos hombres precisamente se


componen los pueblos y las naciones.

Ag: —¿Y qué te parece? Estos mismos hombres y pueblos, ¿pertenecen


a aquellas cosas que no pueden ni perecer, ni cambiarse y que son, por
tanto, eternas; o, por el contrario, son mudables y están sujetas al
tiempo?

Ev: —¿Quién puede dudar de que el hombre es evidentemente mudable


y que está sujeto al tiempo?

Ag: —Ahora bien, si se diera pueblo tan morigerado y grave, y custodio


tan fiel del bien común, que cada ciudadano tuviera en más la utilidad
pública que la privada, ¿no sería justa una ley por la que se le
permitiera a este pueblo elegir magistrados que administraran la
hacienda pública del mismo?

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Ev: —Sería muy justa.

Ag: —Pero, si este mismo pueblo llegara poco a poco a depravarse de


manera que prefiriese el bien privado al público y vendiera su voto al
mejor postor, y, sobornado por los que ambicionan el poder, entregara
el gobierno de sí mismo a hombres viciosos y criminales, ¿acaso no
obraría igualmente bien el varón que, conservándose incontaminado en
medio de la general corrupción y gozando a la vez de gran poder,
privase a este pueblo de la facultad de conferir honores, para
depositarla en manos de unos pocos buenos, incluso de uno solo?

Ev: —Sí, obraría igualmente bien.

Ag: —Pero siendo, al parecer, estar dos leyes tan contrarias entre sí,
que una de ellas otorga al pueblo el poder de elegir magistrados, y la
otra se lo quita, y habiendo sido dada la segunda en condiciones tales
que no pueden existir ambas en un mismo pueblo, ¿podemos decir que
una de las dos es injusta y que no debía haberse dado?

Ev: —De ningún modo.

Ag: —Llamemos, pues, si te parece, ley temporal a la que, aun siendo


justa, puede, no obstante, modificarse justamente según lo exijan las
circunstancias de los tiempos.

Ev: —Llamémosla así.

15. Ag: —Y aquella ley de la cual decimos que es la razón suprema de


todo, a la cual se debe obedecer siempre, y que castiga a los malos con
una vida infeliz y miserable, y premia a los buenos con una vida
bienaventurada; y en virtud de la cual justamente se da aquella que
hemos llamado ley temporal, y justamente también se la cambia,
¿dudará de que es inmutable y eterna cualquiera persona inteligente?
¿O puede ser alguna vez injusto el hecho de ser desventurados los
malos y bienaventurados los buenos; o que al pueblo ordenado y
sensato se le faculte para elegir sus magistrados y, por el contrario, se
prive de este derecho al disoluto y malvado?

Ev: —Veo que ésta es la ley eterna e inmutable.

Ag: —También te darás cuenta, creo, de que nada hay justo y legítimo
que no lo hayan deducido los hombres de esta ley eterna; porque si el
pueblo al que aludimos en un tiempo gozó justamente del derecho de
elegir a sus magistrados, y en otro distinto se vio justamente privado de
este derecho, la justicia de esta vicisitud temporal arranca de la ley
eterna, según la cual siempre es justo que el pueblo juicioso elija a sus

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magistrados y que se vea privado de esta facultad el que no lo es, ¿no
te parece?

Ev: —Conforme.

Ag: —Según esto, para dar verbalmente, y en cuanto me es posible,


una noción breve de la ley eterna, que llevamos impresa en nuestra
alma, diré que es aquélla en virtud de la cual es justo que todas las
cosas estén perfectamente ordenadas. Si tu opinión es distinta de ésta,
exponla.

Ev: —No tengo nada que oponerte; es verdad lo que dices.

Ag: —Y siendo ésta la ley única, de la cual se originan, diversificándose,


todas aquellas temporales para el gobierno de los hombres, ¿puede ella
acaso por esto variar de algún modo?

Ev: —Entiendo que en absoluto, ya que ninguna fuerza, ningún


acontecimiento, ningún fallo de cosa alguna llegará nunca a convertir en
injusto el que todas las cosas estén perfectamente ordenadas.

Ley eterna y ley temporal: su extensión y su valor

XV 31. Pero veamos ya cómo estas consideraciones se relacionan con la


cuestión de las dos leyes.

Ag: —Sea; pero dime antes si el que ama el vivir rectamente y se


complace tanto en ello, que constituya para él no sólo el bien verdadero,
sino también el verdadero placer y la verdadera alegría, ama y aprecia
sobre todas las cosas esta ley, en virtud de la cual ve que la vida
bienaventurada se da como premio a la buena voluntad, y la miserable,
a la mala.

Ev: —La ama y sigue con todo empeño, y por eso vive así.

Ag: —Y al amarla de este modo, ¿ama algo que es mudable y temporal


o algo que es estable y sempiterno?

Ev: —Algo que es, indudablemente, eterno e inmutable.

Ag: —Y ¿qué dices de los que, perseverando en su mala voluntad,


desean, no obstante, ser dichosos? ¿Pueden amar esta ley, según la
cual la desdicha es su justa herencia?

Ev: —Creo que de ningún modo.

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Ag: —¿No aman ninguna otra cosa?

Ev: —Al contrario, muchas; todas aquellas en cuya consecución y


retención persiste la mala voluntad.

Ag: —Supongo que te refieres a las riquezas, los honores, los placeres,
la hermosura del cuerpo y a todas las demás cosas, que pueden no
conseguirse, aun queriéndolas y perderse aun no queriéndolo.

Ev: —A éstas precisamente me refiero.

Ag: —¿Te parece que serán eternas estas cosas, viendo, como ves, que
están sujetas a la volubilidad del tiempo?

Ev: —¿Quién, por insensato que sea, puede pensar así?

Ag: —Es evidente que unos hombres aman las cosas eternas y otros las
temporales; y que, según antes hemos visto, existen dos leyes, una
eterna y temporal otra. Dime, pues, si tienes idea de la justicia,
¿quiénes de éstos piensas tú que han de ser sujetos de la ley eterna y
quiénes de la ley temporal?

Ev: —Me parece que no es difícil contestar a lo que preguntas, pues


aquellos a quienes el amor de las cosas eternas hace felices, viven, a mi
modo de ver, según los dictados de la ley eterna; mientras que a los
infelices se les impone el yugo de la ley temporal.

Ag: —Dices bien, a condición, sin embargo, de que tengas por inconcuso
lo que la razón nos ha demostrado ya evidentemente: que los que viven
según la ley temporal no pueden, sin embargo, quedar libres de la ley
eterna, de la cual, como dijimos, procede todo lo que es justo y todo lo
que justamente se modifica. En cuanto a los que por su buena voluntad
viven sumisos a la ley eterna, me parece ves con suficiente claridad que
no necesitan de ley temporal.

Ev: —Entiendo lo que dices.

32. Ag: —¿Prescribe, por consiguiente, la ley eterna que apartemos


nuestro amor de las cosas temporales y lo convirtamos purificado a las
eternas?

Ev: —Lo prescribe, ciertamente.

Ag: —¿Y qué piensas que manda la ley temporal, sino que, cuando los
hombres desean poseer estas cosas —que temporalmente podemos
llamar nuestras—, de tal modo las posean, que conserven la paz y

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convivencia humana en el grado que admiten las cosas temporales?

Estas son, en primer lugar, el cuerpo y los que se llaman bienes del
cuerpo, como es una salud perfecta, la agudeza de los sentidos, la
fuerza, la hermosura y otras cualidades, de las que unas son necesarias
para las artes liberales y, por tanto, más apreciables, y otras que tienen
un fin menos noble. En segundo término, la libertad, si bien no hay más
libertad verdadera que la de los bienaventurados y la de los que siguen
la ley eterna; aunque ahora me refiero a la libertad por la que llamamos
libres a los que no sirven a otros hombres y la que apetecen los siervos,
que desean ser manumitidos por sus señores.

En tercer lugar, los padres, los hermanos, los hijos, los deudos, los
afines, los familiares y todos los que están unidos a nosotros por algún
parentesco. Después nuestra misma patria, a la que solemos considerar
como a una verdadera madre; los honores y las alabanzas y todo lo que
llamamos gloria popular. Y, finalmente, las riquezas, nombre que damos
a todas aquellas cosas de las cuales somos dueños legítimos, y de cuya
venta o donación parece tenemos facultad.

Cierto que sería difícil y largo de explicar cómo distribuye la ley humana
a cada uno lo que le pertenece; aunque tampoco es necesario para
nuestro propósito.. Bástenos saber que la potestad vindicativa de esta
ley no se extiende más que a poder privar de todos o de parte de estos
bienes a aquel a quien castiga. Su fuerza, pues, está en el miedo, y por
el miedo inclina y doblega los ánimos para los que fue promulgada a
hacer lo que les ordena o prohíbe. Así, temiendo perder estos bienes,
usan de ellos según ciertas normas, que son necesarias para mantener
la sociedad que es posible constituir con semejantes hombres.

Pero es de advertir que dicha ley no castiga el pecado que se comete


amando estos bienes temporales, sino el desorden causado al
quitárselos injustamente a los otros. Mira a ver si hemos llegado ya a la
que considerabas cuestión interminable. Nos habíamos propuesto
investigar si la ley por la que se gobiernan los pueblos y naciones de la
tierra, tiene derecho a castigar y hasta qué punto.

Ev: —Sí; veo que ya hemos llegado.

33. Ag: —¿Ves, pues, también que no existiría la pena que a los
hombres se les causa, ora cuando injustamente se les priva de sus
bienes, ora cuando se les aplica como justo castigo, si no amasen estas
cosas que pueden serles arrebatadas en contra de su voluntad?

Ev: —También veo esto.

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Ag: —Ahora bien, es claro que de las mismas cosas unos hacen buen
uso y otros malo; como también lo es que quien hace mal uso, de tal
modo las ama y se compromete con ellas, que queda sometido a las
cosas que precisamente debían estarle a él sometidas; mira ya como un
bien para sí las cosas a cuya ordenación y buen uso él debiera
contribuir. En cambio, el que usa bien de ellas, demuestra que son
buenas ciertamente, pero no para él, ya que no le hacen a él bueno ni
mejor, sino las hace él a ellas, y que, en consecuencia, no se adhiere a
ellas por amor, ni las considera como parte de su alma, consecuencia
esta de tenerles amor. Y así, cuando comiencen a faltarle o
desvanecerse, no le causará pena su pérdida ni le manchará su
corrupción, sino que estará muy por encima de ellas y dispuesto a
poseerlas y administrarlas cuando fuere necesario, y más dispuesto a
perderlas y no tenerlas.

Siendo todo esto así, como digo, ¿piensas tú que se debe condenar la
plata y el oro por causa de los avaros, los manjares por causa de los
glotones; el vino por causa de los beodos; la hermosura de las mujeres
por causa de los libertinos y adúlteros; y así todas las demás cosas,
sobre todo viendo, como vemos, por ejemplo, que el médico hace buen
uso del fuego y un envenenador abusa criminalmente del pan?

Ev: —Es muchísima verdad que no son las cosas mismas las
condenables, sino los hombres que abusan de ellas.

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