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I.

UNA V IS IÓ N PA N O R Á M IC A

Es cosa adm itida en el m undo académ ico que no se puede en­


tender la econom ía sin conocimiento de su historia. Y sin em bar­
go, por razones n ad a difíciles de averiguar, la historia de las ideas
económicas nunca ha sido un cam po popular de estudio ni en todo
caso ventajoso. Existen al respecto m uchos libros de no poco mé­
rito académico y todos los econom istas tienen contraída una consi­
derable deuda con sus autores. Pero h a sta los mejores, en su es­
fuerzo por alcanzar la excelencia académ ica o a fin de protegerse
de la crítica profesional, h an prodigado su atención no sólo a los
tem as im portantes, sino tam bién a los secundarios. No h an queri­
do correr el riesgo de que se les im p u tara haber pasado por alto
tal o cual observación form ulada p o r Adam Sm ith, David Ricardo
o K arl Marx, y a raíz de ello, las ideas realm ente decisivas, acer­
ta d as o erróneas, con frecuencia se h an perdido en el montón; de
ese modo, ha llegado a quedar oscurecido lo que hoy continúa sien­
do de interés o de im portancia.
Y hay todavía otro problem a aún m ás serio: gran parte de estas
obras, quizá la m ayoría, h an supuesto que las ideas económicas
están dotadas de una vida y de un desarrollo propios. Los progre­
sos en la disciplina se dan en u n ám bito abstracto: m ientras un
estudioso revela un talento indiscutible p ara la innovación, otros
se dedican a corregir y prolongar sus trabajos, sin que ninguno
haga referencia directa al m arco general y concreto de la eco­
nomía.
De hecho, las ideas económ icas siem pre son producto de su
época y lugar; no se las puede ver al m argen del m undo que inter­
pretan. Y ese m undo evoluciona, hallándose por cierto en conti­
nuo proceso de transformación, lo cual exige que dichas ideas, para
conservar su pertinencia, se m odifiquen consiguientem ente. En los
últim os cien años, la vida económ ica se ha visto radicalm ente al­
terada, y hasta revolucionada, por todo un gran conjunto de facto­
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res, a saber, el surgim iento de las grandes sociedades anónim as,


el sindicalism o, la depresión y la guerra, el increm ento y difusión
de la pro sp erid ad , la n atu raleza cam biante del dinero, el papel
nuevo y poderoso del banco central, la pérdida de protagonism o
de la agricu ltu ra p aralela a la urbanización y el increm ento de la
pobreza en las ciudades, la aparición del estado de bienestar, las
nuevas resp o n sab ilid ad es de los gobiernos en lo referente al fun­
cionam iento general de la economía, y finalm ente, la im plantación
de los estad o s so cialistas. Así como h a ido tran sfo rm án d o se el
m undo económico, debe tam bién ir cam biando necesariam ente la
econom ía en ta n to que m ateria de estudio.
Pero en el m ejor de los casos las transform aciones de la eco­
nom ía h an sido de difícil gestación y sólo se han aceptado con
renuencia. Q uienes se benefician del status quo se oponen al cam ­
bio, y tam b ién aquellos econom istas que tienen intereses creados
en algo que siem pre h an enseñado y creído. A estas cuestiones me
referiré luego nuevam ente.
Debe reconocerse adem ás que m ucho de cuanto se h a escrito
sobre historia de las ideas económ icas es soberanam ente ab u rri­
do. Un núm ero considerable de estudiosos, sin distinción de sexos,
opinan que cualquier esfuerzo afortunado por hacer las ideas an i­
m adas, inteligibles e interesantes es síntom a de deficiente p rep ara­
ción. Y éste es un baluarte en el que norm alm ente se refugian quie­
nes sólo m antienen un m ínim o de coherencia.

De los p árrafo s precedentes se desprende mi propósito al em pren­


der esta historia. Procuro concebir la econom ía como un reflejo
del m undo en el que se h an desarrollado ideas económ icas especí­
ficas: las de A dam Sm ith en el contexto del prim er trau m a de la
Revolución in d u strial, las de David Ricardo en las etapas poste­
riores y m ás m ad u ras de la m ism a, las de Karl M arx en la era del
poderío c a p ita lista d esenfrenado, las de Jo h n M aynard Keynes
como resp u esta al im placable desastre de la G ran Depresión. Con
respecto a aquellas épocas o sectores en los cuales hay poco de
interés a la vista y m enos aún susceptible de ser descubierto en la
vida económ ica, como en los tiem pos anteriores al surgim iento del
capitalism o o en las econom ías de subsistencia actuales, me he
resignado a esa circunstancia. En efecto, las ideas económ icas no
son m uy im p o rtan tes allí donde no hay economía.
H I S T O R I A DE LA E C O N O M I A 13

No soy contrario, ocasionalm ente, a ab o rd ar detalles periféri­


cos en el desarrollo del pensam iento económico si éstos añaden
algo de interés a la historia. Pero mi principal preocupación es
aislar y destacar la idea o ideas centrales de cada autor, escuela o
época, y fijar la atención, sobre todo, en aquellas que tienen con­
secuencias duraderas y vigencia actual. En cam bio, trato escrupu­
losamente de ignorar todo lo transitorio, al igual que cualquier cuer­
po de conocim ientos integrante de la corriente principal que no
altere ni desvíe significativam ente el curso de la m ism a.
Dado que ésta es una historia de la econom ía, y no m eram ente
de los econom istas y de su pensam iento, voy m ás allá de los eru­
ditos y de su erudición p ara referirm e a los acontecim ientos que
conform aron la m ateria. Y en caso necesario, aludo a sucesos que
plasm aron la historia de la econom ía cuando no había econom is­
tas. El siglo pasado, como verem os, fue en E stados Unidos una
época de intenso debate económico sobre la banca, la política ban-
caria, el dinero y la política m onetaria, el comercio internacional y
la política arancelaria. Pero sólo de m an era muy tardía, en las úl­
tim as décadas, apareció un núm ero apreciable de econom istas ca­
paces de dirigir el debate o por lo m enos de particip ar en él. Si en
esta historia me lim itara a la expresión form al del pensam iento
económico, ignoraría con ello u n a corriente rau d a y caudalosa en
el flujo de las ideas económicas.
Ya he dicho que las obras, o m uchas de ellas, han sido ab u rri­
das y a veces ostensiblem ente oscuras. No creo que esto sea ne­
cesario. T anto las ideas cen trales com o su m arco de referencia
rebosan de interés; han retenido el mío d u ran te m ás de medio si­
glo, desde mi prim er contacto en la U niversidad de California en
Berkeley, allá en 1931, bajo la orientación de dos persuasivos pro­
fesores, Leo Rogin y el im ponente Cari C. Plenh.^ Me inclino a
p ensar que pueden resu ltar del m ism o grado de interés p ara otras

1. P o r ejem p lo , n o m e o c u p o co n d e ta lle d e J o h n S tu a r t M ili, fig u ra d e in d is c u tib le


im p o rta n c ia , p e ro c o m p le ta m e n te d e n tr o d e la c o r rie n te p rin c ip a l. Y p a s o p o r a lto , sin
m á s , a lo s g r a n d e s a u to r e s a le m a n e s q u e se o c u p a r o n d e la h is to r ia e c o n ó m ic a d u r a n te el
sig lo p a s a d o s in lle g a r a in flu ir g r a n c o s a e n s u d e s a rro llo , s i b ie n d e b o c o n fe s a r m i fa lta
d e in te ré s e n s u o b ra .
2. Mi e n tu s ia s m o se vio lu eg o in c r e m e n ta d o p o r la s e n s e ñ a n z a s re c ib id a s de c u a tro
v iejo s c a te d r á tic o s d e H a rv a rd , a s a b e r, C. J. B ullock, h o m b r e d e p o d e r o s a s co n v iccio n es
p re c á m b ric a s, A. E. M o n roe, O v erto n T a y lo r y, sin lu g a r a d u d a s , J o s e p h A. S c h u m p e te r.
T al vez se m e p e rm ita a ñ a d ir algo m á s . L a v id a s is te m á tic a d e la cien cia eco n ó m ica tiene,
a p a r t i r d e A d a m S m ith , n o m á s d e d o s c ie n to s a ñ o s . C on c ie r ta s o r p r e s a c o n s ta to q u e he
te n id o u n a p re s e n c ia p ro fe s io n a l y h e co n o c id o a la m a y o ría de lo s a u to r e s d u r a n te la
c u a r ta p a r te d e to d o e s e p erío d o .
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personas. Y no se tra ta de asuntos que pongan a p rueba la com­


prensión del lector. Como ya he sostenido en ocasiones anteriores,
no hay en m ateria de econom ía proposiciones útiles que no puedan
form ularse con exactitud en el lenguaje corriente, sin fiorituras y
sin necesidad de artificios.

Debo ah o ra referirm e brevem ente a la utilidad práctica de la h is­


toria, y concretam ente, de u n a historia como ésta. Mi tesis al res­
pecto debe form ularse con cuidado.
Todos estará n de acuerdo en que la econom ía, tal como hoy se
la teoriza, alienta u n a obsesiva preocupación por el futuro. E n E s­
tad o s Unidos, cada mes, su p u estas autoridades en teoría económ i­
ca se desplazan por la nación p ara exponer sus opiniones acerca
de la perspectiva económ ica, y tam bién sobre las previsiones so­
ciales y políticas. Miles de personas los escuchan. Los ejecutivos
o su s em p resas pagan elevadas sum as por el placer de oírlos, lo
cual no im pide que, si la prudencia los asiste, interpreten los co­
nocim ientos así adquiridos con un inteligente escepticismo. En efec­
to, la característica m ás com ún del futurólogo económico no es la
de saber, sino la de no sab er que no sabe. Su m áxim a ventaja es
que to d as las predicciones, acertadas o inexactas, se olvidan con
rapidez. Hay d em asiadas, y si p asa un lapso de tiem po razonable
no sólo se h ab rá perdido la m em oria de lo dicho, sino que h ab rá
desaparecido tam b ién un apreciable núm ero de quienes las form u­
laron o escucharon. Como dijo Keynes, «a largo plazo todos esta­
rem os m uertos».
Si el conocim iento económico fuera im pecable, el sistem a eco­
nóm ico vigente en el m undo no socialista no podría sobrevivir. Si
alguien pud iera saber con precisión y certeza qué h ab ía de suce­
der con los salarios, los tipos de interés, los precios de los bienes,
el desem peño de diferentes em presas e in d u strias y los precios de
valores y títulos, se tra ta ría de u n a persona privilegiada que no
ten d ría ningún interés en tran sm itir o vender su inform ación al
prójimo, sino que la utilizaría en su propio beneficio. En un m undo
de incertidum bre, su monopolio de la certeza sería suprem am ente
rentable. P ronto estaría en posesión de todos los bienes intercam ­
biables, m ien tras que cuantos se vieran enfrentados a sem ejante
conocimiento tendrían que sucum bir. Dios nos aguarde que alguien
ta n bien dotado fuera socialista. En realidad, el sistem a económ i­
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co m oderno sobrevive, no a causa de la excelencia de la labor de


quienes pronostican su futuro, sino gracias a su inquebrantable
tendencia al error.
Sin em bargo, hay u n a posibilidad de redención: vale la pena
tra ta r de entender el presente, pues el futuro inevitablem ente con­
servará elem entos im portantes de lo que hoy existe. Y el presente,
a su vez, es un producto directo del pasado. Como se verá en las
páginas siguientes, lo que actualm ente creem os en m ateria econó­
m ica tiene raíces profundas en la historia. Sólo en la m edida en
que dichas raíces son objeto de la com prensión, sólo si se dirige
la vista al pasado en m ateria de precios y producción, empleo y
desempleo, distribución de la ren ta y de la riqueza, ahorro, banca
e inversión, y la naturaleza y prom esas del capitalism o y el socia­
lismo, sólo entonces podrá entenderse el presente, y por tanto, con
m uchas lim itaciones, se atisb ará con algún tino el futuro. Tal es
la com prensión a la que se dedican estas páginas.
Pero no de form a exclusiva. No todo h a de m edirse con una
vara rígida y utilitarista. H ay en estas cuestiones, o por lo menos
debería haber, m argen p ara u n deleite p uram ente desinteresado.
La historia a la cual me refiero aq u í es, según quisiera creer, inte­
resante por sí m ism a. Ofrece m últiples aspectos, tan to en los he­
chos intrínsecos como en el carácter ab su rd o que éstos a veces
presentan, aptos para incitar y deleitar a una mente curiosa. Mucho
sentiría, por cierto, que estas páginas no llegaran a provocar reac­
ciones de esa índole.
Ahora, ha llegado el m om ento de ab o rd ar brevem ente la n atu ­
raleza y el contenido de la econom ía propiam ente dicha.

«La economía política —dijo Alfred M arshall, el gran m aestro de


la U niversidad de Cam bridge cuyo libro de texto fue el faro orien­
tador y a veces la desesperación de m uchas generaciones de estu­
diantes universitarios a principipios de este siglo— estudia la hu­
m anidad en las actividades ordinarias de la vida.»^ Éste es un ám ­
bito de estudio sum am ente am plio, pues no hay m ucho en el com­
portam iento hum ano que pueda excluirse como irrelevante. Pero a
los fines prácticos, la investigación y el interés debe lim itarse sólo

3. A lfred M a rs h a ll, P rin c ip ie s o f E c o n o m ic s , o c ta v a e d ic ió n (L o n d r e s , M a c m illa n ,


1920), vol. I. p ág . 1.
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a aquellos interrogantes m ás com unes. Y debem os tener en cuen­


ta que estos interrogantes adquieren mayor o menor urgencia según
varían las circunstancias predom inantes y a m edida que van p a ­
sando los años.
En todo análisis económico y en toda enseñanza de la disci­
plina es crucial p reg u n tarse qué es lo que determ ina los precios
de los bienes y servicios. Y cómo se distribuyen los beneficios de
esta actividad económ ica. Y qué es lo que determ ina la p articip a­
ción de los salarios, los intereses, los beneficios, y asim ism o, au n ­
que de m an era m enos precisa, la ren ta de la tierra y de otros m e­
dios fijos e inm utables utilizados en la producción.
A lo largo de la vida m oderna de la economía, estos dos tem as,
la teoría del valor y la teoría de la distribución, h an polarizado el
m áxim o interés. Todavía hoy se considera que la econom ía llegó a
su m adurez cuando estas dos cuestiones fueron tratad as sistem á­
ticam ente a fines del siglo XVlll, principalm ente por Adam Sm ith.
Pero aquí, en el meollo m ism o del asunto, se han producido cam ­
bios form idables en u n contexto tam bién cam biante. En tiem pos
rem otos, como verem os después, ni los factores determ inantes de
los precios ni los que fijaban los niveles salariales, los tipos de
in terés u otros factores d istrib u tiv o s ten ían m ayor im portancia.
D ado que la producción y el consum o tenían por centro la u nidad
fam iliar, no h ab ía necesidad de una teoría de los precios, y con
esclavos, no era indispensable u n a teoría de los salarios.
En épocas m uy recientes, aunque el cam bio de cuestión no ha
sido reconocido por los econom istas m ás escrupulosam ente con­
vencionales, ha vuelto a declinar la im portancia de la determ ina­
ción de los precios y de los factores que condicionan la d istrib u ­
ción del producto. Los precios, en u n a sociedad pobre o de esca­
sos recursos, corresponden a los artículos de prim era necesidad, y
el precio del p an determ ina en gran m edida el nivel de alim enta­
ción popular. En cam bio, tratán d o se de u n m undo generalm ente
próspero, si el precio del p an es elevado, se renuncia a algún otro
bien de poca im portancia p ara poder com prarlo, o bien se consu­
me otro alim ento en su sustitución. En la actualidad, m uchas com­
p ras, y el consum o correspondiente, son de escasa significación
en com paración con el pasado. Lo m ism o ocurre con los precios.
Una vez m ás puede advertirse la necesidad de colocar cada cues­
tión en su m arco de referencia.
Ju n to con lo que determ ina los precios y la distribución están
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los dem ás tem as capitales. El prim ero de ellos es cómo se difunde


o concentra el ingreso nacional d istrib u id o bajo la form a de
salarios, intereses, beneficios y rentas, o sea, en qué m edida es o
no equitativa la distribución de la renta. Las explicaciones y ra­
cionalizaciones acerca de la desigualdad resu ltan te h an sido du­
ran te siglos la tarea de algunos de los talentos económicos m ás
grandes e ingeniosos. En casi to d a la histo ria de la economía,
la m ayoría de la gente ha sido pobre, m ientras que unos pocos
han sido m uy ricos. En consencuencia, se ha planteado la im pe­
riosa necesidad de explicar por qué sucede esto, y, frecuentem en­
te, por qué debe ser así. En tiem pos m odernos, con el increm ento
y la generalización de la prosperidad, los térm inos de la cuestión
se h an m odificado considerablem ente. Y sin em bargo, la distrib u ­
ción de la renta sigue siendo la cuestión m ás delicada que tratan
los econom istas.
En segundo térm ino, la econom ía se ocupa de los factores que
conducen a un mejor o peor funcionam iento económico del con­
junto social. En u n principio se tra ta b a de investigar qué factores
perjudicaban o m ejoraban el estado de los negocios, como entonces
se decía. Ahora, en cam bio, se hace referencia a los elem entos que
restringen o estim ulan el crecim iento económico. Y a los que cau­
san fluctuaciones, ya sean rítm icas o de otra índole, en la produc­
ción de bienes y servicios. Tam bién aparece hoy el problem a u r­
gente, aunque relativam ente nuevo, de por qué es im posible en la
econom ía m oderna encontrar em pleo útil p ara m ucha gente dis­
puesta a trabajar. En el siglo XIX, apenas se hablaba de paro; sólo
en nuestro siglo la dificultad de aseg u rar un sum inistro adecuado
de bienes se ha visto desplazada p o r la dificultad m ucho m ayor, y
m ucho m ás discutida, de hallar em pleo apropiado p a ra el m ayor
núm ero posible de personas en la producción de bienes.
Paralelam ente a todas estas cuestiones, hay que considerar las
instituciones implicadas en la actividad económica, o sea, en la pro­
ducción y fijación de precios de bienes y servicios, y en la distri­
bución de los resultados de las transacciones. Se tra ta del papel
de la em presa comercial, grande y pequeña, y de la banca, el banco
central, el dinero en sus diversas form as y funciones, y los proble­
m as especiales del comercio internacional. Sin olvidar a los gobier­
nos y a las políticas que éstos aplican, pues las m ism as influyen,
en m ayor o m enor m edida, sobre todos los procesos e institucio­
nes m encionados.
18 J O H N K E N N E T H GALBRA.ITH

F inalm ente, y de m an era m enos específica, debe considerarse


el m arco de referencia político y social más am plio en el cual se
desenvuelve to d a la vida económ ica. Aquí cabe aludir a la n a tu ra ­
leza y eficacia respectivas del capitalismo, de la libre em presa, del
estad o de bienestar, del socialism o y del com unism o. Con respec­
to a estas cuestiones, según puede observarse, la economía experi­
m en ta u n a m odificación radical. Deja de constituir un tem a desa­
pasionado, supu estam en te científico, para convertirse en el teatro
de agrias polémicas. El investigador m ás imparcial, el directivo m ás
rabiosam ente pragm ático, o el político menos propenso a cualquier
proceso intelectual elitista, todos reaccionan con u n a pasión visi­
ble e incluso violenta. E ste tipo de reacción es el que p rocurará
ev itar esta obra.
Todos estos problem as, las soluciones p ropuestas y los cursos
de atención pública o privada que se preconizan, constituyen el
tem a de la historia del pensam iento económico. Obvio es decir que
el punto de p artid a obligado p ara cualquier estudio de dicha h is­
to ria se en cu en tra en el m undo clásico.
II. D E S P U É S D E ADÁN

Puede ocurrir en cualquier período determ inado una ausencia


de respuestas a los interrogantes del capítulo anterior porque el
pensam iento económico no ha alcanzado el grado de sutileza reque­
rido. Tam bién puede suceder que la ausencia de respuestas obedez­
ca a que los interrogantes aún no se h an form ulado. Con ilustres
excepciones, la m ayoría de los historiadores de la teoría económ i­
ca han atribuido la falta de resp u estas a la prim era de esas defi­
ciencias. Corresponde atribuirle un papel m ás im portante a la se­
gunda.
En tiem pos de las polis griegas y del im perio ateniense y luego
en la época rom ana, muchos, si no la inm ensa m ayoría de los pro­
blem as m encionados, no existían siquiera. La actividad económica
básica era tanto en Grecia como en Roma la agricultura, la uni­
d ad de producción era el hogar, y la fuerza de trab ajo era los es­
clavos. La vida intelectual, política y cultural, y en buena m edida
la vida residencial, se concentraban en las ciudades, y por eso la
historia de aquel período es la historia de los centros urbanos: Es­
p arta, Corinto, A tenas y, sobre todo, Roma. Pero las ciudades de
la antigüedad, grandes o, como solían serlo, b astan tes pequeñas,
con excepción de Roma y de u n as pocas urbes italianas, no eran
centros económicos en su significado actual. Había m ercados y ar­
tesanos, en su m ayoría esclavos, pero poca actividad industrial en
el sentido que hoy se atribuye al término.^
El uso o consum o de bienes —viviendas elem entales, alim en­
tos básicos, tal vez ciertas bebidas elaboradas, algunos tejidos y
poco m á s— era infinitesim al, salvo p ara u n a reducida m inoría go­
bernante. Y para esta minoría, el principal consum o consistía en

1. D av id H u m e n o p o d ía « re c o rd a r u n solo p a sa je , en n in g ú n a u to r a n tig u o , e n d o n d e
se a tr ib u y e r a el c re c im ie n to de u n a c iu d a d a l e s ta b le c im ie n to d e u n a m a n u f a c tu ra » . C ita ­
d o en M. I. F in ley , T h e A n c ie n t E c o n o m y (B erk eley y L os A n g eles, U n iv e rsity of C a lifo r­
n ia P re ss , 1973), p á g . 22.
20 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

servicios —u n a vez m ás, provistos por los esclavos—. Las econo­


m ías de G recia y de Roma en la antigüedad, indiscutiblem ente, no
eran en m odo alguno econom ías de bienes de consumo.
No se tiene noción exacta de la form a en que los hab itan tes de
las ciudades griegas e italianas, incluida Roma, pagaban las pro­
visiones alim enticias y el vino que obtenían del m undo rural. La
gran m ayoría de los bienes m ateriales se com praban probablem en­
te con las ren tas o las exacciones de las cuales se beneficiaban los
terratenientes ab sen tistas que vivían en las ciudades, cuyo produc­
to se utilizaba a su vez p a ra pagar los productos agrícolas. Puede
suponerse tam bién que en algunos casos los pagos a los residen­
tes de las ciudades se efectuaban sim plem ente en especie. O quizá,
que percibían sus ingresos en form a de im puestos, susceptibles
de ser utilizados a su vez p ara pagar los productos. Y las m inas
de p lata proporcionaban ingresos a Atenas, así como el tributo mi­
litar se los facilitaba a Roma. Es cierto que los cereales y otros
productos llegaban en grandes cantidades a los puertos de El Pirco
y de O stia, pero se desconoce qué p ro d u cto s se ex p o rtab an a
cam bio.^

El exam en de las cuestiones económ icas de esta época figura p rin ­


cipalm ente en los escritos de Aristóteles (384-322 a.C.) y por cier­
to que no proporciona m uchos elem entos de juicio. N adie puede
leer sus obras sin sospechar secretam ente algún grado de elocuen­
te incoherencia en m ateria económica. «Secretamente», porque sien­
do A ristóteles el autor, nadie se arriesgaría a sugerir algo sem e­
jante. T am bién es verdad que muy pocas de las cuestiones que
luego se co n stitu y ero n en m ateria económ ica podían h ab er sido
aplicables a la sociedad de la que h ab lab a Aristóteles. Los proble­
m as que ocuparon su atención —p ara él, inexplicables—, tenían
u n notable acento ético. Como dijo Alexander Gray, distinguido es­
tudioso de la h isto ria de las ideas económ icas, (da econom ía [en
la G recia an tig u a] no fue sim plem ente colaboradora y criada de la
ética [como quizá debería serlo siem pre], sino que fue ap lastad a y
dem olida por su h erm an a m ás p róspera y m im ada, y los excava­
dores posteriores, en busca de los orígenes de la teoría económica.

2. V é a s e a l r e s p e c to F in le y , T h e A n c ie n t E c o n o m y , p á g s . 123-149. El p ro fe s o r F in ley ,
a u to r t a n c a u to c o m o p e r s u a s iv o e n e s ta s c u e s tio n e s, fu e c a te d r á tic o de h is to r ia a n tig u a
en la U n iv e r s id a d d e C a m b rid g e d e 1970 a 1979.
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 21

sólo han podido recuperar fragm entos inconexos y restos m utila­


dos».^
Dejando de lado el carácter elem ental de la vida económica, la
razón m ás im portante de que en el m undo antiguo se atendiera a
las cuestiones éticas, desechando las económ icas, es la existencia
de la esclavitud. «En todas las épocas, y en todos los lugares, el
m undo griego se basó en alguna form a [o form as] de trabajo de­
pendiente para satisfacer sus necesidades, tan to públicas como pri­
vadas... Por trabajo dependiente entiendo la labor ejecutada bajo
com pulsiones distintas de las vinculadas con el parentesco o con
las obligaciones comunales.»"^ Como el trabajo no era rem unerado,
es obvio que no h abía necesidad alguna de u n criterio p ara deter­
m inar el m onto de los salarios. Esto ocurría no sólo en Atenas,
sino en todas las ciudades helénicas. Dado que el trabajo era hecho
por esclavos, se le asignaba u n a categoría su b altern a que contri­
buía a excluirlo del cam po de los estudios. En cam bio, llegó a re­
su ltar de interés la justificación ética de la esclavitud, al igual que
las características del tratam iento que se daba a los esclavos, como
puede observarse en la defensa aristotélica de la institución: «Los
de m ás baja índole son esclavos por naturaleza, y ello redunda en
su beneficio, pues como a todos los inferiores, les conviene estar
bajo el dominio de un am o... En verdad, no hay gran diferencia
entre la utilización de los esclavos y la de los anim ales dom esti­
cados.»^

El problem a era sim ilar con respecto al interés en ausencia de ca­


pital. La gente tom a dinero prestad o y paga intereses por dos ra-

3. A le x a n d e r C ra y , T he D e v e lo p m e n t o f E c o n o m ic D o ctrin e (L o n d re s , L o n g m a n s,
G reen , 1948), p á g . 14. C ra y fu e d u r a n te m u c h o s a ñ o s p r o fe s o r de e c o n o m ía p o lític a e n la
U n iv e rs id a d d e E d im b u rg o .
L os p e n s a m ie n to s de A ristó te le s e n m a te r ia e c o n ó m ic a e s tá n o r d e n a d a m e n te e x p u e s ­
to s en E a rly E c o n o m ic T h o u g h t, a n to lo g ía c o o rd in a d a p o r A. E. M o n ro e (C am b rid g e, H a r­
v a r d U n iv e rsity P re s s , 1924), de la c u a l n o se e n c u e n tr a n fá c ilm e n te e je m p la re s e n la
a c tu a lid a d .
4. M. I. F in ley , E c o n o m y a n d S o c ie ty in A n c ie n t G reece, e d ic ió n d e B re n t D. S h a w y
R ic h a rd P. S a lle r (N u e v a Y ork, V iking P re s s , 1982), p á g . 97.
5. A ristó teles, Política, L ibro I, en E arly E co n o m ic T hought, pág. 10. A ristóteles añ ad e:
« E s p u e s e v id e n te q u e a lg u n o s h o m b r e s s o n p o r n a tu r a le z a lib re s, y o tro s e sc la v o s, y q u e
p a r a e s to s ú ltim o s la e s c la v itu d e s a la vez c o n v e n ie n te y ju s ta .» P u e d e o b s e rv a r s e q u e
a b r ig a b a la m is m a c e rte z a c o n r e s p e c to a la s m u je re s : « U n a vez m á s , el v a ró n es p o r
n a tu r a le z a su p e rio r, y la h e m b ra , in fe rio r; y m ie n tr a s q u e u n o d o m in a , la o tr a e s d o m in a ­
d a ; e s te p rin c ip io , n e c e s a ria m e n te , se e x tie n d e a to d a la h u m a n id a d .» I b id . Si A ristó te le s
r e to r n a r a p a r a d ic ta r c á te d r a o p a r a re c ib ir u n g r a d o h o n o r a rio e n a lg u n a u n iv e rs id a d
m o d e rn a , d ifíc ilm e n te se le o to rg a ría u n a b ie n v e n id a u n á n im e .
22 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

zones. O bien desea poseer bienes de capital o capital circulante


con el cual obtener un rendim iento, es decir, contar con m áquinas
y equipos que contribuyan a la afluencia de ingresos o con m er­
cancías en proceso de fabricación y venta que h an de proporcio­
narles beneficios. O, en otro caso, esa gente paga intereses porque
alguien que tiene m enos dinero lo tom a prestado de alguien que
tiene m ás, p ara satisfacer distin tas necesidades personales urgen­
tes, p a ra perm itirse lujos o p ara pag ar las deudas contraídas por
ese m otivo. Si los bienes de capital y el circulante son de poca
im portancia visible en la economía, como sucedió en el sistem a de
econom ía dom éstica de la Grecia aristotélica, ocurre que la m ayor
p arte de los p réstam o s se otorgan y se contraen p ara satisfacer
fines de la segunda categoría, o sea, p ara necesidades personales.^
E n tales circunstancias, el interés no se considera como u n coste
de la producción, sino m ás bien como un gavam en que los m ás
favorecidos im ponen a los m enos afortunados o m enos prudentes.
De m odo que u n a vez m ás, como en el caso de la esclavitud, se
p lan tea u n problem a de ética, a saber, qué es lo correcto, ju sto y
decente en m ateria de relaciones entre los que poseen am plios re­
cursos financieros y los débiles o necesitados.
No es de e x tra ñ ar que A ristóteles condene enérgicam ente el
cobro de interés: «La form a m ás odiada [de lucro] y con toda
razón, es la u su ra... Pues la m oneda se ha hecho p ara el inter­
cam bio, pero no p ara la acum ulación m ediante el interés.»^ Por
esa m ism a razón —es decir, porque el interés rep resen tab a una
indigna extorsión de los m enos afortunados b asad a en la posesión
de dinero por los m ás p udientes— siguió siendo condenado de m a­
nera inequívoca d u ran te la Edad Media. Hay aquí un m atiz que
luego ad q u iriría u n a m ayor im portancia: el interés sólo llega a ad ­
q uirir respetabilidad cuando se lo define en otros térm inos, o sea,
como pago por u n capital productivo; cuando resulta del todo evi­
dente que quien tom a el préstam o lo utiliza p ara gan ar dinero, y
que por ello es m uy ju sto que dé alguna participación de sus be­
neficios al p restam ista original. A p a rtir de ese m om ento ya no
resultó excepcional que el precepto religioso y la ética dom inante
se aju sta ra n a esta circunstancia. En cam bio, el cobro de intere­
ses por préstam os destinados a satisfacer necesidades personales.

6. « E s in d u d a b le q u e lo s p r é s ta m o s e n G re c ia se o to r g a b a n co n fin e s n o p r o d u c ti­
v o s.» F in le y , T he A n c ie n t E c o n o m y , p á g . 141.
7. A ristó te le s , P olítica, L ib ro I, e n E a rly E c o n o m ic T h o u g h t, p ág . 20.
H IS T O R IA DE LA E C O N O M I A 23

O al uso individual, continuó siendo objeto de u n a reputaeión lige­


ram ente m alsana, y h asta sospechosa. En esto, el pasado remoto
tiene todavía un eco en la aetualidad, pues el interés cobrado por
préstam os personales no está exento de cierto oprobio, eonside-
rándose que debe ser reglam entado. El usurero es repudiado, y se
supone, por lo general no sin motivo, que alienta u n a reprensible
tendencia a la asociación delictiva.
Dado que en el m undo antiguo no existían salarios ni intere­
ses, tam poco podía haber u n a teoría de los precios tal como hoy
se la eoncibe. Los precios derivan, de una u otra forma, de los cos­
tes de producción, y éstos carecían de funeión visible p ara los pro­
pietarios de esclavos. En consecuencia, lo único que pudo pregun­
tarse Aristóteles fue si los preeios eran ju sto s o equitativos, preo­
cupación que sería el meollo del pensam iento económico en los dos
siguientes m ilenios y que rep resen ta el nudo gordiano del interro­
gante aún vigente en nuestros días: ¿es ése realm ente un preeio
justo! N ada ha ocupado tan to la atención de la doctrina económi­
ca durante siglos como la necesidad de p ersu ad ir a la gente de
que el preeio de m ercado tiene u n a justificaeión superior a cual­
quier preocupación ética. A esta euestión volveré a referirm e m ás
adelante.
Aristóteles tam bién prestó atención a otro problem a de proyec­
ción ética que continuaría luego preocupando a los econom istas:
¿Por qué algunas de las cosas m ás útiles son las que tienen los
precios m ás bajos en el m ercado, m ientras que algunas de las
m enos útiles se cotizan a precios m uy elevados? Ya muy entrado
el siglo XIX, los autores económieos h ab rían de continuar todavía
lidiando con el motivo de la diferencia entre el valor de uso y el
valor de eam bio: por ejemplo, eon el hecho de que el pan y el
agua potable sean útiles y relativam ente b aratos, m ientras que las
sedas y los d iam an tes son m ucho m enos ú tiles y desde luego
mucho m ás caros. Con seguridad que en este aspecto hay, o había,
algo éticam ente perverso.
Se consideraría un gran progreso de la teoría económ ica el mo­
m ento en que finalm ente encontrara solución este problem a.
En lo que se refiere al desarrollo comereial, Aristóteles, pre­
cursor distante de la preocupaeión por el erecim iento económico,
se limitó, como los rom anos que le sucedieron, a form ular suge­
rencias sobre m ejoras en m ateria de oganización y prácticas agrí­
colas. Y al igual que los romanos, atribuyó gran superioridad moral
24 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

a la economía agraria, opinión que hallaría fuerte eco en los eco­


nomistas franceses del siglo XVlll y que sigue vigente aún hoy entre
los agricultores.
E n cuanto a la m oneda en sus form as y usos m ás elem entales,
no es m ucho lo que puede decirse. Se tra ta de u n a m ercancía que
por su divisibilidad, durabilidad, disponibilidad adecuada pero no
ilim itada, y, en consecuencia, por su aceptabilidad, ocupa un papel
interm ediario en el intercam bio. Este papel ha sido desem peñado
por el oro, la p lata, el cobre, el hierro, algunas conchas m arinas,
el tabaco,® el ganado y el w hisky, así como el papel m oneda y los
depósitos bancarios. C uando u n a m ercancía se utiliza como dine­
ro adquiere cierta personalidad, carácter m ístico y escasez, y su
precio —es decir, las can tid ad es o volúm enes de otras m ercancías
que deben cederse p ara o b ten erla— se convierte en un problem a
especial. C uando la m ercancía es su stitu id a por elementos p u ra ­
m ente representativos, como el papel m oneda o los depósitos b an ­
carios, adquiere cierto aire de m isteriosa gravedad aquello que de­
term in a el valor del dinero, o sea, en lenguaje ordinario, el nivel
general de precios determ inado por el valor del dinero. En la época
de A ristóteles, cuando corría el siglo IV a.C., ya hacía m ucho tiem ­
po que se acu ñ ab a m oneda en Grecia, y ya u n siglo antes Herodo-
to (c. 484-425 a.C.) h ab ía pronunciado su soberbio non sequitur
sobre esta cuestión: «Los lidios se gobiernan por u nas leyes m uy
p arecidas a las de los griegos, a excepción de la costum bre que
hem os referido hablando de sus hijas [la prostitución consuetu­
d in a ria ]. Ellos fueron, al m enos que sepam os, los prim eros que
acuñaron p ara el uso público la m oneda de oro y plata.»^ A ristóte­
les describe los orígenes del dinero con adm irable claridad y con­
cisión, observando que:

8. E n la e c o n o m ía d e E s ta d o s U n id o s h a s id o el ta b a c o , e n tr e to d a s e s ta s m e r c a n ­
c ía s , la q u e h a s t a a h o r a d e s e m p e ñ ó el p a p e l m á s g e n e ra liz a d o . Se u tiliz ó e n la s c o lo n ia s
d e l S u r d u r a n t e c e rc a d e sig lo y m e d io , s u p e ra n d o a s í h o lg a d a m e n te lo s p e río d o s d e p re e ­
m in e n c ia d e l o ro , d e la p la ta , del p a p e l m o n e d a y d e lo s d e p ó s ito s b a n c a r io s e n tie m p o s
m o d e r n o s . V é a s e m i o b r a M o n e y : W h e n c e it Carne, W h ere it W e n t (B o sto n , H o u g h to n
M ifflin , 197 5 ), p á g s . 48-50. E n lo q u e re s p e c ta al d in e ro , h a s u b s is tid o u n f u e rte in s tin to
a r c a ic o q u e a rg u y e s ie m p r e e n fa v o r d e u n re to rn o a u s o s a n te rio re s , p a r tic u la rm e n te , en
é p o c a s p a s a d a s , a l u s o d e la p la ta y en tie m p o s re c ie n te s al d e l oro. T al vez u n d ía,
a c a u d illa d a p o r u n s e n a d o r v ig o ro s a m e n te re g re siv o d e C a ro lin a d e l N o rte, se s u s c ite u n a
d e m a n d a e n f a v o r d e u n r e to r n o a l p a tr ó n ta b a c o .
9. H e ro d o to , L o s n u e v e lib ro s de la h isto ria , tr a d u c c ió n d e B a rto lo m é P o u (M a d rid ,
P e rla d o , 190 5 ), T o m o I, L ib ro I, p á g . 73. E s m á s q u e p r o b a b le q u e la m o n e d a a c u ñ a d a
h a y a e s ta d o y a e n u s o e n la lla n u r a d e l In d o , y e n to d o lo q u e se re fie re a l d in e ro , in c lu i­
d o el p a p e l m o n e d a , p u e d e s u p o n e r s e to d a v ía co n m a y o r f u n d a m e n to q u e la p r io rid a d
c o r re s p o n d e a lo s c h in o s.
I H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 25

las distintas transacciones de la vida no se llevan a cabo con faci­


lidad, motivo por el cual los hombres han convenido en emplear
para sus tratos recíprocos algún elemento intrínsecamente útil y
de fácil aplicación a los fines referidos, como, por ejemplo, el hie­
rro, la plata o alguna substancia similar. El valor de estos elemen­
tos se medía inicialmente por el tamaño y el peso, pero con el tiem­
po se llegó a ponerles un sello, para evitarse la molestia de pesar­
los y de marcar su valor.

H abiendo identificado la natu raleza de la m oneda y de la acu­


ñación, Aristóteles p asa a considerar el lucro, que en su forma pura
le parece aborrecible: «Hay hom bres que convierten cualquier cua­
lidad o cualquier arte en un m edio de hacer dinero; lo tom an por
un fin en sí, y creen que todo debe contribuir a alcanzarlo.»^^ Lo
m ism o que en el caso de la definición de la usura, esta observa­
ción de A ristóteles ha conservado su exactitud a lo largo de los si­
glos. Un gran ejemplo m oderno de su tesis lo constituye, induda­
blem ente, el joven operador financiero que dedica todos sus es­
fuerzos personales y toda su conciencia al lucro pecuniario y que
m ide por los resultados su logro personal. Quizá convendría que
en W all Street aún se leyera a Aristóteles.
Em pero, cuando prosigue con perceptible esfuerzo su análisis
del asunto y se propone distinguir entre las form as legítim as e ile­
gítim as de lucro, no es m ucho lo que puede enseñarnos. Al llegar
a este punto debem os arriesgarnos a en carar la im perdonable ver­
dad de que su contribución no tiene m ucho sentido.

Los estudiosos que no h an quedado satisfechos con la aportación


de A ristóteles al tem a de la econom ía ateniense han optado por
Jenofonte (c. 440-355 a.C.), discípulo de Sócrates y hom bre de in­
clinaciones prácticas, quien, largo tiem po después de su cam paña
al servicio de Ciro el Joven y tra s h aberla relatado de m anera in­
m ortal en la Anabasis, se dedicó d u ran te un breve período a la

10. A ristó te le s , P olítica, L ib ro I, en E a rly E c o n o m ic T h o u g h t, p ág . 17. A ristó te le s


m e n c io n a la p la ta , p e ro n o el o ro . D u ra n te to d a la la rg a h is to r ia del d in e ro , la p la ta ha
sid o d e lejo s el m á s im p o rta n te d e lo s d o s m e ta le s . C o n p la ta s e p a g ó la e n tr e g a d e Je s ú s
a la s a u to r id a d e s lo cales; la p la ta , y n o el o ro , fu e el g r a n te s o ro del N u ev o M u n d o ; el
o ro fu e a d o p ta d o p o r la c o m u n id a d m e rc a n til e u r o p e a c o m o m e d io in te r n a c io n a l só lo en
el d ec e n io d e 1870. L a p la ta d ejó de se r a c u ñ a d a lib re m e n te e n E s ta d o s U n id o s e n 1873,
o c a s io n a n d o u n a p o lé m ic a q u e d o m in ó la p o lític a n o r te a m e ric a n a (y la o r a to ria d e W il-
lia m J e n n in g s B ry a n ) d u r a n te to d o el c u a r to de sig lo sig u ie n te .
11. A ristó te le s . P olítica, L ib ro I. en E a rly E c o n o m ic T h o u g h t, p ág . 19.
26 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

econom ía. En su Ciropedia, anticipándose a Adam Smith, expone


la ventaja que poseen las ciudades grandes sobre las pequeñas en
cuanto a las o p ortunidades p ara especializarse en las actividades
m ercan tiles m ed ian te la división del trab ajo . Y en o tra de sus
obras, el Tratado sobre las rentas: Orientaciones para la organiza­
ción de la hacienda pública en Atenas}^ considera las fuentes de
la relativa p ro sp erid ad de la ciudad y las form as de aum entarla.
A tribuye dicha p ro sp erid ad a la excelencia del entorno agrícola
(algo que le co staría creer al visitante actual) y sostiene que la
m ism a podría increm entarse otorgando hospitalidad y privilegios
a los m ercaderes y m arinos extranjeros, sin excluir a los esp arta­
nos (su m ujer lo era); p restan d o la debida atención a las obras
públicas; enviando el m ayor núm ero posible de trabajadores a las
m inas de plata, que a su criterio eran uno de los principales com­
ponentes de lo que hoy llam aríam os la balanza de pagos de Ate­
nas, y, por encim a de todo, conservando la paz. P ara Jenofonte,
en los térm inos m ás paladinos, la guerra representa toda la dife­
rencia entre la prosperidad y la catástrofe: «Pues sin duda los m ás
prósperos son aquellos estados que perm anecen en paz desde hace
m ás tiem po, y de todos, A tenas es el mejor dotado por la n a tu ra ­
leza p a ra florecer d u ran te la paz.»*^ Es, por cierto, motivo de preo­
cupación que sólo rara vez, en los dos mil quinientos años siguien­
tes, se h ay an ocupado los econom istas de los costes económicos
de la guerra y de los beneficios de la paz ni adoptado al respecto
u n a actitud enérgica en tan to que profesionales. Aún no es dem a­
siado tarde.
Una cuestión final, su scitad a por los griegos, de im presionante
pertinencia p ara nuestro tiem po, es la relativa a la principal fuer­
za organizadora y m otivadora de la econom ía; a saber, en térm i­
nos quizá dem asiado bruscos, si se tra ta del interés propio o bien
del com unism o.
El origen de este dilem a reside en la presum ida o sospechada
adhesión al com unism o del gran filósofo griego Platón (c. 428-348
a.C.). É ste concibió u n E stado que surgía esencialm ente bajo la
form a de u n a entidad económica, a saber, un conjunto de las di­
versas ocupaciones y profesiones necesarias p ara u n a vida civili­
zada. Pero al frente del gobierno, como guías y protectores del Es-

12. E n E a rly E c o n o m ic T h o u g h t, p á g s . 33-49.


13. J e n o fo n te , T ra ta d o s o b r e la s re n ta s : O rie n ta c io n e s p a ra la o rg a n iza c ió n d e la h a ­
c ie n d a p ú b lic a en A te n a s , e n E a rly E c o n o m ic T h o u g h t, p á g s . 46-47.
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 27

tado, figuran los custodios, quienes llevan una vida de renuncia


ascética y no tienen derecho a poseer m ás bienes que los indis­
pensables, hallándose sus ingresos lim itados a lo rigurosam ente
necesario. «Pero en el m om ento que ellos tengan tierras, casas y
caudales propios, en vez de defensores se convertirán en m ayor­
dom os y labradores; y en vez de auxiliares del Estado, en enem i­
gos y tiranos de sus compatriotas.»^'* Puede hab er libre em presa
en la base, pero el poder debe estar en m anos de los de arriba,
que profesan u na p u ra ética com unista.
La inclinación de Platón hacia el com unism o, por parcial que
fuera, h a causado no poca preocupación a los historiadores m ás
susceptibles entre quienes se ocuparon del asunto. Es penoso re­
cordar que una figura de proporciones ta n universales, si hubiera
sobrevivido, habría podido ser objeto de vigilancia por parte del
FBI y de denuncia por p arte del m alogrado senador Joseph R.
McCarthy. El profesor Alexander Cray, conservador acérrimo,*^ se
desvive por explicar que el E stado de Platón es el com unism o de
un grupo limitado, el comunismo del cam pam ento militar; que está
lejísim os de tender (como otros h an m anifestado) a la revuelta o
a los conceptos de la igualdad social, económica y política. Al con­
trario, establece una tajante división entre gobernantes y gober­
nados, entre elegidos y condenados; en fin, n ad a de verdaderas
tendencias com unistas. Pero ya b astab a p ara tranquilizarse con la
actitud asum ida anteriorm ente por el m ás fam oso discípulo de Pla­
tón, Aristóteles, quien se había declarado inequívocam ente favora­
ble a la propiedad y al interés personal. «¡Cuán inconm ensurable­
m ente m ayor es el placer, cuando el hom bre siente que algo le
pertenece, porque el am or propio es un sentim iento inculcado por
la naturaleza, y no en vano... Si todo se poseyera en com ún, nadie
podría ya dar ejemplo de generosidad ni desplegar liberalidad al­
guna, pues la liberalidad consiste en el uso que se hace de la pro­
piedad.»*^

Según se ha observado suficientem ente, fue el juicio ético, y no la


árida exposición de los tem as económicos, lo que motivó a Aristó-

14. P la tó n , L a R e p ú b lic a , tr a d u c c ió n de J o s é T o m á s y G a rc ía (M a d rid , L u is N a v a ­


rro , ed ito r, 1886), T o m o I, p á g . 195. C ita d o e n C ra y , p á g . 19.
15. V éase la n o ta 3 e n e s te c a p ítu lo .
16. A ristó te le s, P olítica, L ib ro II. en E a rly E c o n o m ic T h o u g h t, p á g . 25.
28 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

teles y a los dem ás grandes m entores de los griegos. Pero ya ad ­


vertim os u n a tendencia que se reiterará a lo largo de to d a la h is­
toria de la disciplina, y que es de principal im portancia p ara su
com prensión: tocante a la esclavitud, a la condición de la m ujer y
al interés público frente al interés personal, los juicios éticos m ues­
tra n u n a fuerte tendencia a adecuarse a lo que a los ciudadanos
influyentes les resu lta agradable creer, reflejando de ese m odo lo
que en o tra obra he denom inado la V irtud Social Conveniente.^^
D u ran te los dos m ilenios y m edio tran scu rrid o s desde aquella
época, verem os a los econom istas articulando la Virtud Social Con­
veniente an te el aplauso general. Pero tam bién darem os con algu­
nos que, im pulsados por u n a fuerte dialéctica m ental, expresan lo
contrario y desafían aquello que a los privilegiados, acom odados e
influyentes les parece cómodo creer. Sólo así puede entenderse ple­
nam ente el debate económico.
Q uienes h an escrito sobre la histo ria de las ideas económ icas
coinciden en que la contribución rom ana fue m ínim a y h asta in ­
significante. Continuaron cantando loores a la agricultura p ara aca­
b a r entonando un him no triunfal. A ello sum aron m últiples suge­
rencias sobre métodos y adm inistración agrícola, pero siempre, bien
entendido, refiriéndose a la unidad de explotación autosuficiente y
no a u n a em presa com ercial. Se p lantearon algunas d u d as sobre
la eficacia de la esclavitud; por ejemplo, Plinio (c. 23-79 d.C.) ob­
servó que «el peor sistem a de todos es hacer lab rar la tierra por
esclavos recién salidos del correccional, como sucede con todo tra ­
bajo confiado a hom bres que viven sin esperanzas».^* En el bajo
im perio, cuando las fincas hab ían llegado a adquirir enorm e ex­
tensión, a la gente le preocupó la desaparición del pequeño cam ­
pesino y la aparición de los grandes latifundios. E sta es o tra de
las preocupaciones que h an sobrevivido: «Pase lo que pase, debe­
m os salv ag u ard ar la finca fam iliar.»
Y sin em bargo, hubo u n a im portante contribución rom ana que
por trascen d er los lím ites tradicionales de la doctrina económica
h a escapado a los debates m ás convencionales en la m ateria. Se
tra ta del Derecho rom ano y su papel en la propiedad privada.
La institu ció n de la propiedad privada se rem onta a la p reh is­
toria; en las m ás prim itivas com unidades tribales, los varones pro-

17. E n E c o n o m ic s a n d th e P u b lic P u rp o se (B o sto n , H o u g h to n M ifflin, 1973).


18. P lin io , H isto ria N a tu r a l, c ita d o en C ra y , p á g . 37.
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 29

clam aban como cosa propia arm as, herram ientas y m ujeres. La
propiedad personal está aceptada en todas las sociedades, inclui­
do el m undo socialista; las posesiones son en todas p artes un a s­
pecto de la m ism a personalidad. Pero fue el Derecho rom ano el
que otorgó a la propiedad su identidad form al y a su poseedor el
dominium, es decir, los derechos que hoy se dan por supuestos.
Estos derechos eran sum am ente am plios: abarcaban no sólo el uso
y el disfrute, sino tam bién el m al uso y el abuso. A p artir de en­
tonces, toda introm isión ajena, incluida la del Estado, no podría
legitim arse sin alegar alguna justificación.
N inguna institución del m undo no socialista ha podido rivali­
zar con la propiedad privada en cuanto a im portancia, utilización
y afán de llegar a ella; a la vez, ninguna o tra institución ha sido
ta n fértil como generadora de discordia social, económ ica o políti­
ca. Los conservadores, en la economía no socialista, proclam an con
irreflexiva elocuencia «los derechos de la propiedad privada», mien­
tra s que los de la izquierda social (liberales, en la jerga norteam e­
ricana) alegan en form a contenciosa pero a la vez cauta los intere­
ses superiores del Estado o de la colectividad. Y la cuestión de la
propiedad pública o privada de los m edios de producción m arca
la gran diferencia entre los m undos cap italista y socialista. De
m odo que aunque la aportación teórica rom ana haya sido escasa,
no por ello dejó el genio rom ano de identificar y d ar form a a la
institución que, m ás que cualquier otra, constituiría el punto de
m ira de las aspiraciones personales, del desarrollo económico y del
conflicto político en los siglos siguientes.
III. E L P E R D U R A B L E IN T E R M E D IO

A unque no reconocido como p arte de la tradición histórica del


pensam iento económico, el com prom iso de los rom anos con la ins­
titución de la propiedad privada, como la llam aríam os hoy, ha
constituido un legado de trem enda im portancia p ara la vida eco­
nóm ica y social. Sería el origen de innum erables revueltas cam pe­
sinas contra el dominio de los terratenientes y los aristócratas, y
finalm ente, de la m ayor revolución de los tiem pos m odernos: la
revuelta socialista contra el poder y la capacidad de im poner la
sum isión que acom paña, o acom pañó, la posesión de la propiedad
tan to industrial como rural.
A hora bien, la era rom ana, si no la m ism a Roma, dejó tam ­
bién otro legado quizá todavía m ás im portante que fue la Cris­
tiandad. B asada en la tradición, la ley y las enseñanzas judías a
las que a su vez am plió grandem ente, la C ristiandad tuvo tres efec­
tos duraderos. Uno se logró m ediante el ejemplo que sentó; otro,
a través de las creencias y actitudes sociales que inculcó, y un
tercero, por medio de las leyes económ icas específicas que hubo
de apoyar o de necesitar.
El ejemplo fue el de Jesús, hijo de un artesano, que dem ostró
la inexistencia de un derecho divino de los privilegiados; el poder
podía tenerlo gente que trabajaba con las manos. Acompañado por
discípulos que en su m ayor p arte tenían orígenes igualm ente hu­
mildes, Jesús desafió a los poderes constituidos de la m onarquía
de Herodes, y por consiguiente, al poder m ucho m ás m ajestuoso
del im perio romano.* El hecho m ism o de que u n a sola persona, o
1. C on re sp e c to a e s ta ú ltim a c u e s tió n m e g u ío p o r m i a m ig o y co leg a K ris te r S te n d ­
h al. ex d e c a n o d e la F a c u lta d de T eología d e H a r v a r d [ a c tu a lm e n te o b is p o de E stocol-
in o ). V éase su lib ro M e a n in g s: The B ib le a s D o c u m e n t a n d a s a G u id e (F ila d e lfia , For-
ir e s s P re ss , 1984), p á g s . 205 y s s . E n la p á g . 210 d e s ta c a « la s c re c ie n te s p r u e b a s d e q u e
rl p a p e l d e P ila to s fue, e n la ejecu ció n d e J e s ú s , b a s ta n te m a y o r d e lo q u e la tr a d ic ió n y
a u n el E v a n g e lio n o s in d u c e n a cre e r... L a c ru c ifix ió n , m é to d o r o m a n o d e ejecu ció n , es de
p o r sí e lo c u e n te , d a n d o a e n te n d e r q u e J e s ú s d e b e h a b e r sid o c o n s id e ra d o lo su ficien te-
íiicn tc m esiá n ic o , y n o só lo en u n se n tid o p u r a m e n te e s p iritu a l, c o m o p a r a c o n s titu ir u n a
a m e n a z a al o rd e n p o lítico d e s d e el p u n to de v is ta de la s n o r m a s r o m a n a s » .
32 J O H N K E N N E T H GA LB R A ITH

u n pequeño grupo de tal linaje, pudiera adquirir sem ejante influen­


cia, distinción y autoridad, se convirtió en un ejemplo a citar y en
u n a influencia a sentir durante los dos milenios siguientes. A quie­
nes en adelante se alzaron p ara p ro testar contra el orden econó­
mico establecido se los vituperó como agitadores de la plebe, y a
la vez, pudo alegarse en su defensa que Jesús, al atacar a los due­
ños de la propiedad y del poder en Jerusalén (en térm inos deni­
grantes, los cam bistas y usureros del tem plo), era en definitiva su
modelo. Mucho m ás allá de lo que están dispuestos a adm itir ta n ­
tos cristianos conservadores, Jesucristo legitimó la revuelta contra
el poder perverso o económ icam ente opresor. Los sacerdotes de
América Central que actualm ente se solidarizan con el pueblo p ara
oponerse a autoridades rapaces o corruptas creen estar actuando
según su ejemplo, y de esa m anera disgustan gravem ente a los
círculos m ás selectos.
La principal de las actitudes sociales p erpetuadas por el cris­
tianism o sienta el principio de la igualdad de todos los seres h u ­
m anos. Siendo todos hijos de Dios, com parten por igual la frater­
n idad hum ana. Conforme a esta enseñanza, resultó inevitablem en­
te sospechosa la riqueza en cuanto elemento diferenciador entre
herm anos y como fuente de poder, prestigio y goces desiguales.
Yendo un poco m ás allá en la aplicación de este principio, llegó a
creerse tam bién en las superiores virtudes de los pobres. Como
puede im aginarse, se suscitaron a raíz de ellos persistentes y per­
tu rb ad o res problem as relativos a la institución de la esclavitud,
am én de otros anejos a la posesión y la prosecución de riquezas,
h a s ta ta l punto que desde entonces adquirió especial distinción
aquel cristiano que form ulara un voto de pobreza.
D urante los dos m ilenios siguientes, y h asta los tiem pos mo­
dernos, el gran propietario de esclavos cristiano y el rico devoto
se vieron en la necesidad de procurar una justificación teológica
especial a su buena fortuna, que por lo general obtenían a un coste
razonable. Por cierto que en tiem pos de los Papas del Renacimien­
to la propia Iglesia h ab ía llegado a reconciliarse con la acum ula­
ción de riquezas por p arte de sus sacerdotes: las indulgencias se
vendían tranquilam ente, los cargos eclesiásticos se cedían al m enor
postor, y los ricos, cuyo acceso al reino de los cielos se h abía con­
siderado difícil, podían obtenerlo en seguida, con tal que sus sol­
ventes herederos les com praran un pasaje p ara atrav esar sin m ás
d em o ra el purgatorio, m étodo éste que debe de h ab er origina-
m S r O K I A DI' I.A I . C O N O M I A 33

lio una seria aglomeración de pobres honrados en ese inhóspito


paraje.
Pero en definitiva las actitudes cristianas hacia la riqueza, no
menos que la igualdad de todos los hom bres ante el Señor, sobre­
vivieron a tales aberraciones. Con la Reforma fueron corroboradas
en las tesis de M artín Lutero, y en las norm as adoptadas luego
por la Iglesia rom ana. De este modo, paralelam ente a u n a notable
adaptación a las necesidades, preferencias y placeres terrenales,
persistieron las doctrinas cristianas originales que preconizan el
repudio de las aficiones m u ndanas, en el sentido pecuniario.
La relación m ás específica del cristianism o con la economía se
desarrolló en el terreno de las leyes relativas al préstam o con inte­
rés. Se consideraba que el trabajo, como factor de producción, era
en sí algo bueno; Jesús y los apóstoles se refirieron a él en forma
encom iástica; se estim aba que el trab ajad o r era digno de su sala­
rio. Y no se criticaba con severidad la ren ta del terrateniente.
Pero la doctrina cristian a p rim itiva condenaba seriam ente el
cobro de intereses; al igual que entre los griegos, se la considera­
ba como u na extorsión que los m ás afortunados infligían a los in-
fortunados, necios o empobrecidos, urgidos por necesidades y obli­
gaciones superiores a sus m edios. La concepción del p réstam o
como medio que el deudor pudiera utilizar a su vez p ara obtener
ganancias no tenía curso en la antigua Roma y no justificaba el
cobro de intereses. En verdad, la búsqueda de tal justificación preo­
cu p aría a algunas de las m entes m ás innovadoras d u ran te mil
ochocientos o m ás años; a lo largo de todo ese período el p resta­
m ista asum ió un papel dudoso, h a sta reprensible, y si se tratab a
de un judío (y por tanto, afectado en form a m ás am bigua por la
prohibición de cobrar intereses) se convertía en un blanco obvio
del antisem itism o. En épocas recientes llegó a form ularse u n a teo­
ría n ad a razonable^ según la cual las restricciones que la religión
cristiana im ponía al préstam o por interés otorgó a los judíos un
papel principal en el desarrollo inicial del capitalism o. E sta tesis
minim iza lam entablem ente la capacidad de la doctrina cristiana
de acom odarse a las necesidades económ icas, y la señalada im-

2. Su p rin c ip a l e x p o n e n te fu e W e rn e r S o m b a r t (1863 -1 9 4 1 ), h isto ria d o r-e c o n o m is ta


a le m á n , in v e s tig a d o r d ilig e n te p ero n o d el to d o fid e d ig n o . D a d o s u c a r á c te r in tu itiv o y
s u s in c lin a c io n e s q u e p o d r ía n c o n s id e ra r s e a b ie r ta m e n e a n tis e m ita s , p ro c u ró en s u s ú lti­
m os a ñ o s p ro p o rc io n a r c ie rta b a s e te ó ric a a l n a c io n a ls o c ia lis m o . V éase, a e s te re sp e c to ,
Ben B. S e lig m a n , M a in C u rrren ts in M o d e rn E c o n o m ic s (N u e v a Y ork, T h e F ree P re ss of
G len co e, 1962), p á g s . 18-21.
34 J O H N K E N N E T H G A L B R A ITH

p o rta n c ia de p re sta m ista s cristian o s, como los Fugger,* los Im-


hof y los W elser entre los grandes precursores europeos de ese
gremio.
Las d u d as cristian as acerca de la licitud del préstam o con in­
terés n u n ca fueron disipadas por completo. Como se ha observado
en el capítulo anterior, el usurero vulgar se encuentra, h asta el
día de hoy, al m argen de la respetabilidad convencional, y sólo en
épocas relativam ente próxim as a nuestros días los propios b a n ­
queros h an llegado a sentirse cóm odos dentro de sus lím ites. John
P ierpont M organ, el m ás preem inente de los m agnates bancarios
de E stados Unidos, se constituyó en todo un pilar sustentador muy
visible de la Iglesia Protestante Episcopal, p ara lo cual, entre otros
m edios, prodigó la hospitalidad de su vagón ferroviario privado a
obispos y teólogos que se traslad ab an de un lugar a otro con mo­
tivo de reuniones eclesiásticas. H ubo quienes interpretaron esta ac­
titud como una argucia destinada a contrarrestar su consabida im a­
gen p red ato ria como m áxim o p restam ista de su tiem po.

Los historiadores han escrutado muy atentam ente y con poco éxito
el pensam iento erudito y sacerdotal de los mil años que siguieron
a la disolución del Im perio rom ano en busca de alguna expresión
form al de ideas económ icas: como en el caso de los griegos y de
los rom anos, el resultado ha sido exiguo. Y una vez m ás, el m oti­
vo no es difícil de averiguar. En efecto, la vida económ ica básica
de la E dad M edia se parecía muy poco a la actual, y por tan to no
h ab ía necesidad de exam inar tem as como los que hoy considera­
m os im portantes en el aspecto económico.
E n especial, el m ercado, si bien fue adquiriendo im portancia
con el correr de los siglos, sólo constituía un elem ento secundario
de la existencia. La inm ensa m ayoría de los cam pesinos vivía de
lo que ellos m ism os cultivaban, criaban, cazaban o pescaban, se
vestían con lo que hilaban y tejían, y entregaban p arte de esos
productos a sus am os o señores en pago de su derecho a proceder
así, y de la protección que les p restab an m ientras lo hacían. Como
trab ajad o res en cam pos y granjas, (dos cam pesinos podían ser es­
clavos, siervos, p ro p ietario s, ap arcero s o arren d atario s; podían
tener p o r señores a la Iglesia, el rey, aristócratas, nobles, hidalgos

O F ú c a re s , lo s fa m o s o s b a n q u e r o s del e m p e r a d o r C a rlo s V. (N. d e t.)


H I S T O R I A DE LA E C O N O M IA 35

y caballeros de m ayor o m enor rango, o ricos agricultores arren ­


datarios»,^ pero sea cual fuere la relación entre patrono y trab aja­
dor, ya se tra ta ra de un estatu to tradicional, de una obligación o
de u na com pulsión, el hecho es que los productos se entregaban,
pero no se vendían. Siendo ésta la situación social de la inm ensa
mayoría del pueblo, sería asom broso que hubieran llegado a con­
cebirse sistem as desarrollados de ideas económ icas según se las
entiende actualm ente. Lo im portante, u n a vez m ás, fue la introm i­
sión de la ética en la econom ía, a saber, la noción de equidad o
de justicia en las relaciones entre am o y esclavo, señor y siervo,
terrateniente y aparcero. E ntre los factores que determ inaban la
renta desem peñaban un papel fundam ental los conflictos o alian­
zas m ediante los cuales un señor feudal am pliaba su territorio, y
por consiguiente sus ingresos, a expensas de otros señores. Es en­
tonces lógico que la historia hab itu al se ocupe de tales conflictos,
y no de los vínculos económicos. Podría añadirse que esta rela­
ción de la propiedad territorial con la ren ta ha tenido un efecto
duradero sobre el pensam iento político y m ilitar. H asta la fecha,
el estratega m ilitar intelectualm ente rezagado contem pla las fron­
teras en el m apa bajo la im presión de que algún señor feudal está
al acecho p ara atravesarlas y apropiarse de tierras y otros bienes
en algún país vecino. La m entalidad m ilitar convencional no ha
llegado todavía a com prender plenam ente que apoderarse de una
economía industrial m oderna y adm inistrarla con éxito es tarea más
difícil que anexionarse territorios extranjeros.

Pero es preciso no llevar dem asiado lejos, como circunstancia pre­


dom inante, la ausencia de operaciones com erciales o de m ercados
en la Edad Media. H abía entonces ciudades, aunque fueran mi­
núsculas en com paración con las de épocas m ás recientes, y los
señores feudales m ás prósperos tenían diversas necesidades o as­
piraciones que eran satisfechas por m ercaderes locales y extranje­
ros, o bien, m ediante com pra, por los artesanos de las corporacio­
nes en el ám bito regional. Se tratab a, en este caso, de un merca-

3. F e rn a n d B raudel, C ivilization a n d C apitalism , 15th -1 8 th C entury, vol. 2, The W heels


<}f C o m m erce, tra d u c c ió n a l in g lés de S ian R e y n o ld s (N u e v a Y ork, H a r p e r a n d R ow , 1982),
l>á|' 256.
De m a n e ra p ro g re s iv a , a m e d id a q u e lo s e s c la v o s f u e ro n e s c a s e a n d o e n la e ra ro m a n a
\ con p o s te rio rid a d , la e s c la v itu d fue r e e m p la z a d a p o r a lg u n a fo rm a d e a p a rc e ría , com o
■-uicdió d e s p u é s d e la g u e rra civil e n E s ta d o s U n id o s.
36 J O H N K E N N E T H GALBRAITH

do, pero como no dab a la p au ta de las relaciones cotidianas no


era objeto de atención ni de reflexión especial. La economía, en
todas su s m anifestaciones m odernas, tiene el mercado como cen­
tro, y a la inversa, en un m undo en el cual no correspondía a éste
sino u n papel subsidiario, y h a sta esotérico, la teoría económica,
tal como hoy la concebimos, no existía todavía.
Y sin em bargo, o tra vez, hubo excepciones. Las actividades de
com pra y venta, en la m edida en que las hubo, atrajeron la refle­
xión y m ovieron la plum a del m áxim o filósofo religioso de su m i­
lenio, el m arav illo sam en te prolífico santo Tom ás de A quino
(1225-1274), nacido en Italia, ciudadano francés, y en verdad, euro­
peo. Fue el prim ero del grupo de filósofos religiosos conocidos en
la histo ria como los escolásticos. Y el dinero, es decir, el tem a que
m ayor sugestión m ágica reviste en la economía, atrajo la atención
de otro teólogo de ra ra coherencia intelectual, Nicolás de Oresme,
obispo de Lisieux (c. 1320-1382).
Así como los m ercados sólo ab arcaban en la Edad M edia una
pequeña p arte de la vida cotidiana, no dejaban de p resen tar ca­
racterísticas especiales: m uchas de las ventas, como por ejemplo
las de ganado, ocurrían entre individuos particulares, o bien te­
nían lugar entre m ercaderes aislados o agrupados, pudiendo tam ­
bién aju starse a las reglas de los vendedores organizados en cor­
poraciones. E stas últim as, representativas de los grem ios, consti­
tu ía n u n a cara cterística m uy relevante de la vida económ ica
medieval. Su objeto era m últiple: garantizar la calidad de la m ano
de obra, organizar fiestas sum am ente divertidas y o tras celebra­
ciones en fechas señaladas, ejercer influencia política y en espe­
cial, au n q u e no siem pre con éxito, regular los precios y los jo rn a­
les de los trab ajad o res. En el m arco de referencia del m undo m e­
dieval, la fijación im personal o com petitiva de precios p a ra las
transacciones era b astan te excepcional. Salvo en rarísim os casos,
saltab a a la vista la presencia de un poder de negociación supe­
rior frente a otro inferior, de u n m ayor o menor grado de poder
de m onopolio. Y en tales circunstancias se planteó la cuestión de
la equidad o ju sticia del precio, lo m ism o que h abía sucedido en
tiem pos de Aristóteles, o como ocurre en la actualidad, cuando hay
u na situación de monopolio. Santo Tom ás de Aquino se refirió pre­
cisam ente al tem a de la equidad de los precios: «Respondo que es
totalm ente pecam inoso incurrir en fraude con el expreso propósito
de vender un objeto por un im porte superior a su ju sto precio...
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 37

V ender algo m ás caro, o co m p rarlo m á s b a ra to de lo que en reali­


d ad vale, es in trín se c a m e n te u n acto in ju sto e ilícito.»"^ De este
m odo, el Justo precio q u e d a b a co n sag rad o com o obligación religio­
sa, y q uien lo infring iera se v ería som etido no sólo a la co n d en a­
ción m oral de la co m u n id ad , sino ta m b ién a la san ció n religiosa
q ue co rresp o n d iera, si no en este m u n d o , en el m á s allá.
El concepto del ju sto precio sobrevive, com o ya he indicado,
en las h ab itu a le s referen cias a lo q u e h ay de ju sto , razo n ab le o
decente en el valor convenido m ediante negociaciones entre las p a r­
tes o tácitam en te, cu an d o se re p u d ia al esp ecu lad o r, al h o m b re de
presa, al explotador o al v en d ed o r o c o m p ra d o r excesivam ente co­
dicioso. Pero lo que n u n c a definió san to T om ás, p o r lo m enos en
térm inos seculares útiles, es la fo rm a de d e te rm in a r el ju sto p re ­
cio. Se tra ta p o r cierto de o tra cu estió n en la cu al tien d en a diver­
gir inevitablem ente las respectivas opiniones de com pradores y ven-
tledores, por h o n rad o s que sean. Y no p u ed e su p o n erse que se tr a ­
ta ra de u n pro b lem a p a rtic u la rm e n te g rato p a ra Dios, a q uien se
refirieron en últim a in stan cia san to T om ás y los d em ás escolásticos.
E n este aspecto reside, p u es, la m á s im p o rta n te cu estió n d ia­
léctica de la vida económ ica, o sea, la relación en tre la m o ralid ad
V el m ercado. De estos dos térm in o s, el segundo h a sido evocado
d u ran te siglos, desde la época de san to Tom ás, con u n énfasis teo­
lógico aú n m ay o r que el prim ero:
«El m ercado se en carg ará.»
«Sólo cobro lo q u e el m ercad o adm ite.»
Y con ta l reiteració n el m ercad o h a salido airoso; el ju sto p re ­
ñ o de sa n to T om ás de A quino se h a co n v ertid o en u n a curio sid ad
teológica, que ni siq u iera u n devoto teólogo to m a ría en serio. Y
i l m ercado, p o r su p arte, h a ad q u irid o u n a p o d ero sa m oralidad
p iopia:
«No hay que in terferir en el m ercado.»
«'l odos tenem os derecho a u n ju s to precio de mercado.')^
Y sin em bargo, au n q u e sólo sea exiguam ente, ta m b ién h a so­
lí irv ivido la noción de u n o rd en de ju stic ia su p erio r a la del mer-
i .ido. La legislación de salario s m ín im o s, p o r ejem plo, puede in-
li i p re ta rse com o m a n ife s ta c ió n n e c e sa ria de d ic h a ju s tic ia . Lo
m ism o ocurre con los precios m ín im o s de los p ro d u cto s agrícolas.

-1 S jin io T o m á s d e A q u in o , S u m m a T h e o lo g ic a , C u e s tió n 7 7, « S o b re el f r a u d e c o m e ­
t í ' ' - r n la c o m p r a v e n ta » , e n E a r ly E c o n o m ic T h o u g h t, a n to lo g ía c o o r d in a d a p o r A. E.
tjioi* (( anil->ridgc, H a r v a r d U n iv e r s ity P r e s s , 1 9 2 4 ), p á g s . 54-55.
38 JO H N K E N N E T H G A LB R A ITH

a sa b e r, «un precio ju s to p a ra el productor)). Y lo m ism o q u e los


alq u ile re s reg u la d o s en N ueva Y ork y en o tra s g ran d es ciu d ad es.
Se tr a t a en to d o s eso s caso s de situ acio n es que, seg ú n u n a bien
e s ta b le c id a idea de n u e stro s d ías, m en o scab a en g rad o su m o la
eficacia del m ercad o . P ese a lo cual su b sisten , com o u n eco, q u izá
m u y d is ta n te , d e la s e n se ñ a n z a s esco lásticas.
C om o se h a dicho, el ju sto precio de san to T om ás era su m a ­
m e n te su b jetiv o . P ero en cam b io se d istin g u ía p o r su o b jetiv id ad
en o tra s m a te ria s. P o r ejem plo, al ex am in ar la cu estió n de si u n
v e n d e d o r p u e d e o d e b e ría v en d er u n p ro d u cto defectuoso, a firm a
q u e no d eb e h ace rlo a sab ien d a s, y si llega a vender alguno p o r
inadverten cia, d eb e ind em n izar a l co m p rad o r al descubrirse la falta.
E n c u a n to a la cu estió n de si el ven d ed o r debe ad m itir la ex isten ­
cia de u n a im perfecció n en u n artícu lo p o r o tro s conceptos ac e p ta ­
ble, d e s d e luego q u e deb e hacerlo, a m enos que «el defecto sea
obvio, com o en el caso de u n cab allo q u e sólo tiene u n ojo)).^ De
e ste m odo , sa n to T o m ás bien p u ed e serv ir de guía p a ra e n c a ra r la
recien te ag itació n o rig in ad a en E sta d o s U nidos acerca de si los re ­
v en d ed o re s de coches u sa d o s d eb erían verse obligados a exhibir
u n a lis ta de los defectos conocidos en los vehículos q u e tien en a
la v e n ta . Según la s n o rm a s de sa n to T om ás, no h a b ría p o r q u é
in c lu ir e n la lista los g u a rd a b a rro s abollados, pero en cam bio te n ­
d ría n q u e fig u ra r en ella los c a rb u ra d o re s defectuosos o la s cajas
de c a m b io s av eriad as.
S a n to T o m ás n o sólo aceptó, sin o q u e so stu v o enérgicam ente,
la p ro sc rip c ió n del cobro de in tereses, a la vez que exam inó la li­
c itu d d e l com ercio e n g eneral. P ero n o con d en ó to ta lm e n te la s ac­
tiv id a d e s com erciales:

Hay dos clases de intercambios. Una de ellas puede denomi­


narse natural y necesaria, y por su intermedio se cambia una cosa
por otra, o cosas por dinero, para satisfacer las necesidades de la
vida... La otra clase de intercambios es la de dinero por dinero o
de cosas por dinero, no para satisfacer las necesidades de la vida,
sino para obtener un beneficio... La primera clase de intercambios
es loable, por servir a las necesidades naturales, m ientras que la
segunda es justam ente condenada.*

5. S a n t o T o m á s d e A q u in o , Sum m a T h e o lo g ic a , A rtíc u lo 3. e n E a r ly E c o n o m ic
T h o u g h t, p á g . 61.
6. S a n t o T o m á s d e A q u in o , Sum m a T h e o lo g ic a . A rtíc u lo 4. e n E a r ly E c o n o m ic
T h o u g h t, p á g . 63.
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 39

Con arreglo a e s ta definición, los co m ercian tes p ro fesio n ales


—agentes de bolsa, p ira ta s fin an ciero s, esp ecu lad o res, in term ed ia­
rio s — q u ed aro n su m id o s en el op ro b io m o ral ju n to con los p re s ta ­
m istas. T am bién en su caso ib a a ser necesario u n largo proceso
de rehabilitación . En F ran cia, d u ra n te el siglo XVIII, los fisiócra­
ta s, a quienes se h a rá referen cia en el cap ítu lo V, estim aro n que
el com ercio era u n a activ id ad esen cialm en te estéril, ajen a a la p ro ­
ducción de to d a riq u eza real. Y h a s ta en n u e stro s días, cu an d o
evocam os la creación de riqueza, ten d em o s a relacio n arla con la
p ro d u cció n de m e rc an cía s co n c re ta s v en d ib les, m ie n tra s que la
co m p rav en ta y la p restació n de servicios no gozan de u n p red ica­
m ento sim ilar. A raíz de ello el m ercad er, h a s ta h ace poco tiem po,
e sta b a m arcad o con u n a especie de estig m a social, condición que
p ad eciero n en G ran B retañ a q u ie n es a c tu a b a n aen el comercio))
h a sta bien entrad o el siglo actual. S om erset M augham , criado como
h u érfan o en la fam ilia de u n clérigo, relató con elocuencia la gene­
ro sid a d de su tío, en su c ará cter de p a s to r p ro te sta n te ru ral, al
a d m itir en su feligresía a ten d ero s y o tro s co m ercian tes.

Es forzoso im ag in ar que d u ra n te los cien añ o s tra n s c u rrid o s entre


la época de san to T om ás y la de N icolás de O resm e d eb en de h a ­
berse producido cam bios de actitudes m uy considerables. Así como
el com ercio (o sea, el cap italism o m e rc an til) era sospechoso a los
ojos del prim ero, resu ltó en cam b io de p rim o rd ial im p o rtan cia en
opinión del segundo. Lo que d eb ían h acer los p rín cip es era fom en­
ta r el com ercio y c re a r p a ra ello las condiciones favorables.
P a ra O resm e, la p rin cip al de ta les condiciones e ra la correcta
ad m in istrac ió n financiera. No se in c u rre en fa n ta sía s si se lo con­
sidera com o el prim ero de los m o n etaristas. R esum iendo brevem en­
te la h isto ria del dinero,^ refiere la fo rm a en q u e la acu ñ ació n de
m o n e d as de oro, p la ta y cobre —con p eso s fijos y de ley— hizo
su p erfin a la te d io sa lab o r de p e sa r las piezas de m etal. A p a rtir
de ese m o m en to la re s p o n s a b ilid a d de la a c u ñ a c ió n q u ed ó en
m an o s del príncipe, es decir, del gobierno. Y O resm e, tr a s ad ju d i­
car al g o b ern an te esa función, dedica m u c h as p ág in as de su ob ra
a en u m erarle en el lenguaje m á s ap re m ia n te su s re sta n te s debe-

7. E n s u T ra ic tie d e la P r e m ié r e I n v e n t i o n d e s M o n n a ie s . E s t a o b r a f ig u r a t a m b ié n
e n la a n to lo g ía d e l in a p r e c ia b le M o n ro e , p á g s . 81 -1 0 2 .
40 JO H N K E N N U T H GA EBRA ITH

res. P or en cim a de todo, dice O resm e, el p ríncipe no debe re b a ja r


(en su s p a la b ra s, alterar) el contenido m etálico de la m oneda, a d ­
v erte n cia q u e el filósofo rep ite v aria s veces: «¿Pues q uién confia­
ría en u n p rín cip e q u e d ism in u y era el p eso o reb ajara la p u reza
del m etal de la m o n e d a a c u ñ a d a con su p ro p ia marca?»® E n otro
p asaje: «Son en m i opin ió n tre s las m a n e ra s en que p u ed en o b te ­
n e rse beneficios del dinero, a p a rte de su uso n atu ra l. La p rim era
de ellas es el a rte del cam bio, la c u sto d ia y el tráfico de la m o n e­
d a; la se g u n d a es la u s u ra , y la tercera, la alteració n de la m o ­
neda. La p rim era es ra stre ra , la seg u n d a es m ala, y la tercera, aú n
peor.»^ Y en u n te rc e r lu g ar: «Es p rerro g ativ a del so b eran o co n d e­
n a r y c astig ar a los falsificadores y a cu an to s p ractiq u en cu alq u ier
clase de fra u d e s con el dinero. E sto dicho, ¡cuán avergonzado de­
b e ría se n tirse al re s u lta r cu lp ab le de u n crim en que h a b ría de c a s ­
tig a r en o tra s p e rso n a s con u n a m u erte deshonrosa!»^® O resm e se
ex p resa en té rm in o s p a rtic u la rm e n te severos co n tra el p rín cip e de
u n rein o ad y ac en te q u e h a b ía in tro d u cid o de m odo fu rtivo m one­
d a s a d u lte ra d a s en la circulación m o n etaria de u n país vecino, con­
vencido de que los m ercad eres ex tranjeros se a b sten d rían de hacer
negocios d en tro de u n E stad o cuya m oneda no era de fiar. E n efec­
to, la m o n e d a b u e n a y fiable favorece el com ercio.
H ab ien d o llegado a ex istir en su tiem p o u n a g ran c a n tid a d de
m o n ed a de cobre, O resm e e ra p artid ario de acu ñ ar piezas de oro y
de p la ta (b im etalism o ). P a ra los fines de las tran sac cio n es coti­
d ia n a s d eb ía d eb ía fijarse u n a p ro p o rció n en tre am b o s m etales; a
ese efecto dio com o ejem plo pro p o rcio n es en peso de 20 p a rte s de
p la ta p o r 1 de oro, o de 25 de p la ta p o r 3 de oro, siendo esta
ú ltim a b a s ta n te m á s fav o rab le a la p la ta q u e la ta s a de 16 a 1
q u e conm ovió al O este de E sta d o s U nidos a finales del siglo p a s a ­
do. N u estro filósofo reconoció q u e la evolución del su m in istro
de p la ta y de oro exigiría m odificaciones en las ta sa s fijad as, pero
alegó q u e é s ta s sólo d eb ían a lte ra rse si los au m en to s o red u ccio ­
n es de la o ferta e ra n de cierta im po rtan cia.
Si bien no existen m u ch as leyes económ icas inm utables, es cier­
to q ue h ay alg u n as cuyo g rad o de certid u m b re es e q u ip arab le al
de la m á x im a de Calvin Coolidge, p o sib lem en te apócrifa, seg ú n la

8. O resm e, p á g . 92.
9. O resm e, p á g . 9.*^.
10. O resm e, p á g . 97.
11. V éase el c a p ítu lo X I I .
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 41

cual si se d esp id e a m u ch a gente, sobreviene el p aro. De sim ilar


categoría es la ley de G resham , según la cual la m o n ed a m ala de­
saloja a la b u en a, o sea, que las p e rso n a s y las e m p re sa s de to d a
clase, h allán d o se en p o sesión de dinero, p a rte del cual es sólido y
acred itad o , m ien tras que el re sto e stá envilecido o es sospechoso
p o r cu alq u ier m otivo, tra s p a s a rá n a o tro s e s ta ú ltim a m o n ed a y
se g u a rd a rá n la p rim era. E n e sta form a, la m a la m o n ed a d esp laza
a la b u en a de la circulación. E sta ley es a trib u id a a sir T hom as
G resh am , el g ran m ercad er, fin an ciero y d ip lo m ático de la época
isah elin a, y uno de los fu n d ad o res de la B olsa de L ondres. Y sin
em bargo, se tr a ta de u n a de las atrib u cio n e s m ás erró n eas de la
h isto ria. O resm e advirtió esa ten d en cia dos siglos an tes, y es por
o tra p a rte p ro b iab e que ni siq u ie ra él fuese el p rim ero , p u es se
tr a ta de la clase de d escu b rim ien to s económ icos que está n al al­
cance de todos. S uponiendo q u e en este m ism o m o m en to hay a al­
g u n a p e rso n a q ue ten g a en su p o d er peso s m ex ican o s ju n to con
d ó la re s e s ta d o u n id e n se s o fra n c o s su izo s, no h ay q u e p en sarlo
m u cho p a ra sa b e r en qué form a, tra tá n d o s e de alguien en su sano
juicio, d isp o n d ría de esas d iv isas resp ectiv am en te p a ra satisfacer
s u s n ecesid ad es actu ales y p a ra c o n stitu ir s u s reserv as. Y al o b ­
se rv a r que todo el m u n d o h ace lo m ism o, es seguro que alguien
fo rm u laría esta com pro b ació n b ajo la fo rm a de u n a ley. Los g ra n ­
d es lu g ares com unes de la econom ía n u n c a tien en d escu b rid o res
originales: son ta n evidentes que cu a lq u ie ra p u ed e ad v ertirlo s.

D u ran te todo este largo período no sólo escrib iero n sobre el tem a
sa n to T om ás y N icolás de O resm e, pero de to d o s m o d o s no fue
m u cho lo que se escribió. Y la razó n de ello es evidente: la eco­
nom ía, repetim os, no existe se p a ra d a m e n te de la v id a económ ica.
La rígida e s tru c tu ra je rá rq u ica de la so cied ad feu d al en carg ab a y
d istrib u ía bienes y servicios, no con el incentivo de su s resp ecti­
vos precios, sino en re sp u e sta al im p erio de la ley, la co stu m b re y
el tem o r a u n castigo condigno y n o to riam en te doloroso. El m er­
cad o c o n stitu ía u n a excepción eso térica, y n ad ie p u ed e a so m b ra r­
se de q ue los estu d io so s no se o c u p a ra n de él. O resm e, que en
cam bio lo hizo, reaccionó an te u n m u n d o nuevo y en ex p ansión,
en el cu al s u rg ía n con fu erza los m e rc a d o s y el d in ero . A ese
m u ndo, y a las id eas económ icas q u e originó, d ed icarem o s ah o ra
n u e s tra atención.
IV. LOS MERCADERES Y EL ESTADO

E stram o s ah o ra en uno de los p erío d o s m á s acalo rad am en te


d iscu tid o s que se exam in an en e s ta h isto ria, a sab er, la era de los
m ercaderes, época de lo q u e se d esig n a b ajo el n o m b re de ca p ita ­
lism o m ercan til o m ercantilism o. Se co n sid era q u e d u ró un o s tre s ­
cientos años, desde fechas b a sta n te s in ciertas del siglo XV h a sta
m ed iad o s del siglo x v ill, viniendo a coincidir su final con los co­
m ienzos de la Revolución in d u strial, la R evolución n o rteam erica­
na, y la publicación de La riqueza de las naciones, de A dam Smith.
E sta g ran o b ra apareció en 1776, añ o de la D eclaración de In d e­
pendencia de E sta d o s Unidos. A m bos acon tecim ien to s g u ard aro n
cierta relación, p u es uno y otro fueron enérgicas reacciones co n tra
las políticas y p rácticas económ icas de la era m ercan tilista.
D urante esos tre s siglos, la d o ctrin a económ ica no tu v o n ingún
p o rtav o z ren o cid o co m p a ra b le con A ristó te les en G recia, san to
T om ás de A quino en la E d ad M edia y b ajo la ética feu d al reg u la­
d a p o r la Iglesia, o Sm ith, M arx y K eynes en añ o s p osteriores.
«El m ercantilism o era cualquier cosa m enos u n “sistem a” ; fue fu n ­
d am en talm en te el p ro d u cto m e n tal de los e sta d is ta s , los fu n cio n a­
rios públicos y los líderes financieros y com erciales de la época.))*
Al igual que acontecería en E sta d o s U nidos d u ra n te el siglo XIX,
las cuestiones y las teo rías económ icas h a lla ro n su expresión en
u n a am plia corrien te de m ed id as de política económ ica, no en el
p ensam iento de determ inados econom istas o filósofos. Luego ab o r­
d arem o s brevem en te la lab o r de q u ien es e s tru c tu ra ro n las ideas
del m ercantilism o; p o r el m om ento, hem os de e n ten d er la econo­
m ía de e sta era sólo b ajo el asp ecto de las condiciones económ i­
cas que entonces prevalecían y de su efecto p ráctico reflejado en
la acción pública y privada.

1. A le x a n d e r C r a y , T h e D e v e lo p m e n t o f E c o n o m i c D o c tr in e ( L o n d r e s , L o n g m a n s ,
O re e n , 1 9 4 8 ), p á g . 74.
44 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

Desde la E dad M edia h abía tenido lugar u n a expansión irregular


pero continua del com ercio dentro de los países europeos, entre
ellos y en tre E u ro p a y el M editerráneo oriental. En la época de los
m ercaderes se produjo u n gran increm ento del comercio tanto local
como de larga distancia. Florecieron m ercados muy diversos en
los cuales se vendían tejidos, hilados, vinos, artículos de piel, za­
patos, cereales (principalm ente trigo) y m uchos otros productos;
estas actividades se desarrollaban en ferias, en grandes cobertizos
o salas públicas y en terrenos circundantes.^ Los barcos tran sp o r­
ta b a n productos de tierras cada vez m ás lejanas. A parecieron los
bancos, prim ero en Italia y después en E uropa del norte. Los pues­
tos de los cam bistas, en los cuales se p esaba y trocaban m onedas
de diferentes países, llegaron a convertirse en una característica
h ab itu al de la vida com ercial. El m ercader surgió de las som bras
feudales p ara convertirse en un personaje bien definido, y cuando
p ro sp erab a y o peraba en vasta escala, era aceptado en sociedad y
se cu b ría de prestigio. E n todo el continente europeo la m áxim a
jerarqu ía social continuó perteneciendo a los terratenientes, los des­
cendientes de los barones feudales, entre quienes h ab ía m uchos
que conservaban su especial tendencia instintiva al conflicto arm a­
do y a la autodestrucción correspondiente. Pero ya en el siglo XV
las ciudades m ercantiles, como Venecia, Florencia y Brujas, suce­
didas luego por A m beres, A m sterdam , Londres y las de la Liga
H anseática, co n tab an con distinguidas com unidades m ercantiles.
Como en ellas el comercio era la ocupación general, desaparecía el
estigm a en u n tiem po asignado a los m ercaderes. Cabe añ ad ir que
se tra ta b a de com unidades cuyo nivel artístico y cultural era por
lo general m ás elevado que el de las viejas clases de propietarios
rurales. En n u estro s días, la arq u itectu ra u rb an a residencial y co­
m ercial m ás ad m irad a es la de los m ercaderes.
E n las ciudades com erciales, los grandes m ercaderes no sólo
influían en el gobierno, sino que ellos m ism os eran el gobierno. Y
en toda E uropa, desde el siglo XV h asta el siglo XVIII, fueron ad ­
quiriendo u n a creciente influencia en los nuevos E stados naciona­
les. Sus ideas llegaron a determ inar la opinión pública, y a través
de ella, la acción oficial. Cabe recordar tam bién que su influencia

2. E n la o b r a y a c ita d a d e F e r n a n d B ra u d e l, C iviliza tio n a n d C a p ita lism , 1 5 th -1 8 th


C e n tu ry , tr a d u c c ió n d e S ia n R e y n o ld s (N u e v a Y ork, H a r p e r a n d R ow , 1982), to m o II,
T h e W h e e ls o f C o m m e rc e . f ig u ra u n a lú c id a e x p o sic ió n d e l d e s a rro llo d e lo s m e rc a d o s
d u ra n te eso s añ o s.
H IS T O R IA D E LA E C O N O M IA 45

provino en gran parte del hecho de que p ara poder sobrevivir, los
m ercaderes debían superar en inteligencia a los m iem bros heredi­
tarios de las viejas clases terratenientes, inteligencia que por otra
parte llegó a incluir ideas muy claras acerca de la form a en que el
E stado podía servir a sus intereses.

C onjuntam ente con la proliferación de los m ercados y el ascenso


de la clase m ercantil tuvieron lugar otros tres acontecim ientos que
h ab rían de influir en las actitudes y las políticas económ icas de la
época. El prim ero de ellos lo constituyeron los viajes de descubri­
m iento a América y el Lejano Oriente. En 1492 Colón, m arino for­
m ado por los portugueses, llegaba a A m érica. Cinco años m ás
tarde, el navegante lusitano Vasco da G am a llegaría a la India, y
en las décadas posteriores continuaron las expediciones, en un prin­
cipio desde E spaña y Portugal, y posteriorm ente desde Inglaterra,
F rancia y H olanda. Ello ocasionó u n flujo de nuevos y exóticos
productos que se im portaban a E uropa desde el Oriente, y lo que
es todavía m ás im portante, u n a serie continua de cargam entos de
oro y plata de las m inas del Nuevo Mundo. Según uno de los mitos
históricos m ás persistentes, se tra ta b a del oro acum ulado en los te­
soros de los incas y de los dem ás pueblos am ericanos que sólo era
cuestión de recoger. Pero en realidad, como se ha dicho, el metal
im portado en mayor cantidad era la plata, que no se encontraba en
form a de lingotes ni de adornos, sino que era arrancada del subsue­
lo por el penoso trabajo de decenas y centenares de miles de in­
dios, cuya vida laboral era ta n breve como difícil en las m inas de
San Luis Potosí y de G uanajuato en México, y en las de otros p a­
rajes de la Nueva España. Entre 1531 y 1570, cuando esta corriente
se acercaba a su culm inación, la plata representó entre el 85 y el
97 por ciento del peso total de los tesoros transportados a Europa.^
Las m inas del Nuevo M undo y los galeones que, expuestos a
los caprichos de los vientos, a las inclem encias del tiem po y a la
ocasional intrusión de los p iratas, tran sp o rta b an los m etales pre-

3. E s ta s c ifra s fig u ra n en E a rl J. H a m ilto n , A m e r ic a n T rea su re a n d the Price R evo-


lu tio n in S p a in , 1501-1650 (C a m b rid g e , H a r v a r d U n iv e rsity P re ss , 1934), p ág . 40. El p ro ­
fe so r H a m ilto n , d e la U n iv e rsid a d D uke y d e la de C hicago, es la p rin c ip a l a u to r id a d so b re
el flu jo d e m e ta le s p re c io so s a E u ro p a y la c o n s ig u ie n te rev o lu ció n d e lo s p re c io s, com o él
o p tó p o r d e s ig n a rla .
4. El p a p e l d e lo s p ir a ta s , co m o h a o b s e rv a d o H a m ilto n , h a sid o ta m b ié n m u y ex ag e­
ra d o . L a m a y o ría d e los b u q u e s de la flo ta del te s o ro lle g a b a n in ta c to s a los p u e rto s e s p a ­
ñ o les: el n ú m e ro d e p é rd id a s q u e se la m e n ta r o n y c e le b ra ro n fu e re la tiv a m e n te p eq u e ñ o .
46 JO H N K E N N E T H G A LBRA ITH

ciosos a la p en ín su la ibérica fueron los factores que precip itaro n


el segu n d o g ran acontecim iento de aquellos años, a saber, el n o ta­
ble ascenso de los precios. El tesoro afluía a E sp añ a, en donde,
conform e a la ley, d eb ía ser acuñado, y luego seguía viaje a otros
p aíses europeos, p a ra p ag ar las com pulsivas operaciones m ilitares
esp añ o la s y p a g a r la s m ercancías que se im p o rtab an . Debe te n er­
se en cu en ta que d u ra n te aq u ella época la gu erra co n stitu ía u n a
ocupación de cap ital im portancia que se llevaba el grueso del gasto
público. M ax W eber (1864-1920), el g ran sociólogo alem án, calcu­
ló q ue ap ro x im ad am en te el 70 por ciento de los ingresos públicos
de E sp a ñ a y alred ed o r de las dos terceras p arte s de los ingresos
de o tras naciones eu ro p eas se g a sta b a n de esa forma.^
El efecto de la g ran afluencia de m etales preciosos fue el incre­
m en to general de los precios, m an ifestació n inicial de la teoría
cu a n tita tiv a del dinero, según la cual, d ad o cierto volum en de in­
tercam b io , los precios v arían en proporción d irecta con la oferta
de dinero. El in crem ento de los precios se inició en E sp añ a y se
extendió luego al resto de Europa, siguiendo el itinerario de la plata
y del oro. E n tre 1500 y 1600 los precios prob ab lem en te se q u in ­
tu p licaro n en A ndalucía. E n In g laterra, si se to m a com o b ase 100
el nivel de los precios d u ran te la seg u n d a m itad del siglo XV, o
sea, poco an tes de Colón, el au m en to h a b ía llegado a 250 a fines
del sig lo XVI y a p ro x im a d a m e n te a 350 d u ra n te el decenio de
1673-1682.^ En n u estro s tiem pos, p a ra naciones como México, B ra­
sil o Israel, u n a evolución sim ilar sería co n sid erad a com o u n pe­
ríodo de estab ilid ad m onetaria. Pero en aq u ella época estos m ovi­
m ientos de precios m o straro n que la existencia de u n a m oneda m e­
tá lic a fu e rte —el p a tró n oro y p la ta — e ra co m p atib le con la
inflación. La relación en tre éstos y la oferta de dinero —asu n to
que en épocas p o sterio res llegaría a ocupar, de m a n era casi exclu-
yente, la aten ció n del p en sam ien to económ ico— em pezó a ser un
te m a de los co m en tario s sobre econom ía de la época. Jean Bodin
(1530-1596), al escrib ir en 1576 acerca de esta cuestión, cu an d o la
im p o rtació n de m etales preciosos e sta b a en pleno auge, dijo lo si-

5. C ita d o p o r E a r l J. H a m ilto n e n « A m e ric a n T r e a s u r e a n d t h e R is e o f C a p ita lis m


(1 5 0 0 -1 7 0 0 )» , en E c o n ó m ic a , vol. 9, n ú m . 27 ( n o v ie m b re d e 1929), p á g . 340.
6. V é a s e A b b o t P a y s o n U s h e r, c ita d o p o r G e o rg W ie b e e n « P ric e s o f W h e a t a n d C om -
m o d ity I n d e x e s f o r E n g la n d , 1259-1930», e n T h e R e v íe w o f E c o n o m ic S ta tis tic s , v o l. 13,
n ú m . 3 ( a g o s to d e 1 931), p á g s . 103 y ss . E l p r o fe s o r U s h e r s u b r a y a e x p r e s a m e n te q u e el
in c r e m e n to d e lo s p r e c io s c o m e n z ó p o c o a n t e s d e in ic ia r s e la g r a n a f lu e n c ia d e m e ta le s
p r e c io s o s d e s d e el N u e v o M u n d o .
H I S T O R I A DE LA E C O N O M I A 47

guíente: «Creo que los altos precios que rigen en la actu alid ad son
ocasionados por cu atro o cinco cau sas d istin tas. La principal, y
p o d ría decirse la única [a la que nadie se ha referido h a sta ah o ra]
es la ab u n d an cia de oro y plata.»^ Y a continuación señaló que el
m onopolio era la segunda de esas cau sas.
O tro efecto de la g ran afluencia de p la ta y oro fue el ejercido
sobre el volum en del intercam bio, o sea, sobre la m ag n itu d de la
propia actividad m ercantil. H ubo quienes creían, com o algunos si­
guen opinando ahora, que el papel del dinero es fu ndam entalm en­
te neutral: según ellos, se tra ta únicam ente de u n instrum ento p ara
la com pra y venta de m ercancías, u n expediente p a ra su b sa n a r el
lapso de tiem po que tran c u rre entre la v en ta y la co m p ra de bie­
nes, u n a form a conveniente de ateso rar. Por o tra parte, la situ a­
ción del m ercado, es decir, el volum en de m ercancías y de servi­
cios producidos y disponibles p a ra la v enta y la com pra, depende,
en el m arco de esta hipótesis, de factores m ás fu n d am en tales y
m ás refinados. En realidad, puede aseg u rarse que la revolución de
los precios, o sea, la inflación, o cu rrid a d u ra n te los siglo XVI y
XVII, constituyó una fuerza m uy estim ulante, pues en esa situación,
al revés de lo que su ced ería en u n p erío d o de d ism in u ció n de
los precios o de deflación, al co n tar con algún activo duradero,
o al c o n tra ta r alguna com pra p a ra rev en ta fu tu ra, podía preverse
u n beneficio en térm inos m onetarios corrientes debido al esperado
aum ento de precios. Sería m uy difícil p o n er en d u d a la trem enda
influencia favorable que representó p ara el comercio la persistencia
de tal estado de cosas, m ientras con tin u aro n afluyendo los m etales
preciosos desde A m érica. T am bién p u ed e su p o n erse que era cada
vez m ayor el núm ero de p erso n as con acceso a la adquisición de
dinero, pro p en sas p o r lo m ism o a co n sid erarlo s com o u n fin en sí.
E sta inclinación fue probablem ente en u n ciad a en la form a m ás elo­
cuente por el propio C ristóbal Colón. «El oro —d ijo — es excelentí­
sim o: del oro se hace tesoro, y con él, q uien lo tiene, hace cuanto
quiere en el m undo y llega a que echa las án im as al paraíso.»®

7. J e a n B o d in , S u p p l e m e n t a L e s S ix L iv r e s d e la R é p u b liq u e , e n E a rly E c o n o m ic
T h o u g h t, a n to lo g ía c o o r d in a d a p o r A. E . M o n ro e ( C a m b r id g e , H a r v a r d U n iv e rs ity P re s s ,
192 4 ), p á g . 127.
8. C ita d o e n E ric R oll, A H is to r y o f E c o n o m ic T h o u g h t ( N u e v a Y ork, P re n tic e H all,
194 2 ), p á g . 61. La c ita p ro v ie n e d e u n a c a r t a r e m itid a d e s d e J a m a ic a e n 1503, c ita d a
ta m b ié n p o r M a rx e n s u C rítica de la E c o n o m ía P o lític a . U n a v e r s ió n a lg o d ife re n te fig u ­
r a e n R. H . T a w n e y , R e lig ió n a n d th e R is e o f C a p ita lim s (N u e v a Y ork, H a r c o u r t a n d
B ra c e , 1926), p á g . 89. [ F u e n te e n c a s te lla n o : R e la c io n e s y c a r ta s d e C r istó b a l C olón ( M a ­
d r id , B ib lio te c a C lá s ic a , 1892, p á g . 3 7 7 )].
48 JO H N K E N N E T H GA LB R A ITH

T am b ién es cierto q u e el gran flujo de p la ta y oro co ntribuyó a


fijar la aten ció n de m ercad eres y gobiernos sobre estos m etales y
sobre las p o líticas m á s eficaces p a ra in crem en tar su can tid ad , ya
fu era en su p ro p ied ad o bajo su control. E sto últim o, en p a rtic u ­
lar, fue u n elem ento decisivo p a ra la concepción y la política del
m ercan tilism o .
El tercero y m ás im p o rtan te de los acontecim ientos de esos lar­
gos añ o s fue la ap arició n y consolidación de la a u to rid ad del E s­
ta d o m od ern o , proceso q u e no llegaría a cu lm in ar h a s ta la un ifi­
cación de Italia en 1861 y de A lem ania, en Ver salles, diez años
d esp u és. Los siglos an terio res h ab ían visto la decadencia de los
señores feudales com pu lsiv am en te belicosos, y el su rg im ien to del
p o d er de los p rín cip es y de las au to rid ad es u rb an as. La creación
de los E sta d o s n acio n ales fue sólo el últim o eslabón de u n a larg a
cad e n a de aco n tecim ien to s históricos.
Con la ap arició n del E stad o nacional sobrevino u n a vinculación
to d a v ía m á s ín tim a en tre la au to rid ad p ú b lica y los intereses m er­
cantiles. D urante m ucho tiem po se h a discutido qué sucedió prim e­
ro. ¿F ue el E sta d o q u ien se atrajo a los m ercaderes p ara hacerlos
p ropicios a su su p erio r a u to rid ad ? ¿O bien fue un E stad o fu erte el
in stru m en to necesario p a ra el poder de los com erciantes? La teoría
económ ica, com o ta n ta s o tras, p adece el p ro b lem a de la p rio rid ad
entre el huevo y la gallina. G ustav Schm oller (1838-1917), h isto ria­
dor y econom ista alem án, y Eli Filip H eckscher (1879-1952), el gran
h isto riad o r económ ico sueco, uno de los m aestro s de su profesión,^
so stuviero n que el servicio y sum isión a los intereses de los m erca­
d eres fue la ten d en cia n a tu ra l de los E sta d o s nacionales; los m er­
caderes, p o r su parte, facilitab an al gobierno los recursos económ i­
cos que necesitaba p ara el sostenim iento de su poder tanto en el ám ­
bito interio r com o en la esfera internacional. Ya fuera lu ch an d o en­
tre sí, o a la inversa, en relaciones de cooperación, los com erciantes
ayudaron a crear y consolidar el poder del Estado. «Las oscilaciones
de la política oficial d u ra n te el largo período en el que el m ercan ti­
lism o tuvo la hegem onía no pueden entenderse sin com prender hasta
qué p u n to el E stad o era criatu ra de intereses com erciales variables,
cuyo único objetivo com ún era contar con un Estado fuerte, siem pre
q u e p u d ie ra n m an ip u larlo exclusivam ente en beneficio propio.

9. Q u ie n s e o c u p ó e x t e n s a m e n t e d e e s ta s c u e s tio n e s e n lo s d o s v o lú m e n e s d e M er-
c a n t i l i s m , o b r a t r a d u c i d a p o r M e n d e l S h a p ir o ( L o n d r e s . G e o rg e A lien a n d U n w in , 1935).
10. RoII, p á g . 59.
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 49

A la inversa, según la concepción o p u esta, la co n strucción de


la s naciones obedeció a u n a d in ám ica p ro p ia del poder, con re s­
pecto a la cual la influencia y la riq u eza de los com erciantes sólo
fueron factores con trib u y en tes.
E sta diferencia de opiniones no puede conciliarse, pero nadie
discute seriam en te la influencia de los m ercad eres en los nuevos
E sta d o s nacionales. T anto el o rd en in tern o com o la protección ex­
terio r servían fuertem en te a su s intereses, y éstos, a su vez, eran
co n tra p u esto s a las viejas riv alid ad es y conflictos feudales. Y se
beneficiaban tam b ién de políticas m ás especiales, favorables al bie­
n estar de los m ercaderes. De estas necesidades y aspiraciones pro­
vienen las ideas y los actos in sp ira d o s p o r el m ercantilism o, que
exam inarem os a continuación.

Obvio es m encio n ar que el m ercan tilism o rep resen tó u n a señ alad a


ru p tu ra con las actitu d es éticas y con las prescrip cio n es de A ristó­
teles y de san to Tom ás de A quino, com o con las p ro p ias del Me­
dievo en general. D ado que los m ercad eres b u sc a b a n ab iertam en ­
te la riqueza en u n a sociedad en la eual ejercían influencia, por
m om entos dom inante, tal actividad p erd ió su s connotaciones p er­
v ersas o negativas. Los m ercad eres eran acom odaticios en a su n ­
to s de conciencia. Es posible que el p ro te sta n tism o o en p articu lar
el puritanism o^^ h ay an coadyuvado a este proceso, pero en defini­
tiv a la fe religiosa, com o siem pre, se ad a p tó a las circu n stan cias y
necesidades de la econom ía.
A m edida que la riq u eza y las activ id ad es d estin a d a s a lograr­
la fueron haciéndose resp etab les, ta m b ién ad q u irió resp etab ilid ad ,
en a u sen cia de excesos, el p ré sta m o con in terés. É sta fue o tra
fo rm a de ad ap tació n a la realid ad im p eran te. H acia fines de la
E d ad M edia, com o hem os podido verificar ab u n d an tem e n te, h ab ía
surg ido ya la distinción en tre las diferen tes clases de interés. Por
ejem plo, podían co n d en arse con ind ig n ació n los in tereses que re­
p resen tab an una exacción im puesta a los m enesterosos por los afor­
tu n a d o s. O bien los que se co b rab a n a algún noble o p ríncipe p ró ­
digo, que gracias a su im p o rtan cia y a su b u e n a o rato ria podía

1 1. (íEl e s p ír itu c a p i t a l i s t a e s t a n a n tig u o c o m o la h is to r ia » , o b s e rv ó R. H . T a w n e y ,


(«y n o fu e, c o m o s e h a d ic h o a v e c e s, e n g e n d r a d o p o r el p u r ita n is m o . P e ro e n c o n tr ó en
a lg u n o s a s p e c to s d e l p u r i ta n is m o t a r d í o u n tó n ic o q u e p u s o e n a c c ió n s u s e n e r g ía s y for-
tilic ó s u t e m p e r a m e n to y a v ig o ro so » . T a w n e y , p á g . 226.
50 JO H N K E N N E T H G A LB R A ITH

h acerse escu ch ar cu an d o p ro testab a co n tra los pagos abusivos que


se le exigían. Pero no su ced ía lo m ism o cu an d o el p re sta ta rio o b ­
te n ía beneficios de la u tilización del p réstam o . E n ese caso, sobre
la b ase de u n a elem ental eq u id ad podía sostenerse que debía com ­
p a rtir s u s beneficios con el p re s ta m is ta q u e los h ab ía hecho p o si­
bles, in d em n izán d o lo al m ism o tiem po p o r el riesgo de p érd id a.
T an to la d o ctrin a de la Iglesia católica com o la de las p ro te s ta n ­
tes, a u n q u e sólo g rad u alm en te, y de m ala gana, fueron haciendo
las concesiones n ecesarias a las circu n stan cias de la econom ía. Así
llegó a re s u lta r legítim a la financiación de las operaciones m er­
can tile s con d in ero p re sta d o , y ya no se negó a los com erciantes
el acceso al p araíso .
El concepto del ju sto precio tam b ién fue perdiendo terren o an te
el avance del m ercan tilism o , p u es la su p rem a p reocupación de los
m e rc ad eres no e ra so sten er precios d em asiad o elevados, sino im ­
p e d ir q ue la co m p eten cia los red u jera en exceso, tem a q u e p ro n to
e x a m in a re m o s.
Los sa la rio s tu v iero n u n p ap el escaso o nulo en la teo ría y en
la p rá c tic a del m ercan tilism o . E n esto fue d eterm in an te el p apel
del com ercio exterior, com o d iríam o s actu alm en te. Los tra b a ja d o ­
res d is ta n te s , y a fu e ra n esclavos, siervos u h o m b res libres, que
p ro d u c ía n telas, esp ecias, azú c ar o ta b aco en tie rra s rem o tas de
O rien te u O ccidente, no e ra n to m ad o s en cu en ta p a ra n ad a. Pero
lo m ism o su ced ía con los tra b a ja d o re s de regiones m ás cercan as.
Las m a n u fa ctu ras dom ésticas im plicaban que m arido, m ujer e hijos
tra b a ja ra n en el h ogar, tra n sfo rm a n d o en telas la m a teria p rim a
s u m in is tra d a p o r el m ercader. T am poco en este caso se p ag ab a
u n salario p ro p iam en te dicho, pues el em presario m ercantil p ag ab a
sim p lem en te p o r el tra b a jo la su m a n ecesaria p a ra q u e éste fu era
ejecutado. Como so b re e s ta b ase no po d ía edificarse u n a teo ría de
salario s, no h u b o n in g u n a q u e v aliera la p en a d en tro del p e n s a ­
m iento m e rc an tilista .
La in d u s tria dom éstica exige u n a atención p articu lar. E n siglos
posteriores, el sistem a fabril, con su s m iríad as de trab a jad o res en­
c u a d ra d o s y reg im en ta d o s, evocaría u n a vivida im agen de ex p lo ta­
ción. E n cam bio, la s in d u s tria s d o m ésticas o a ld ean as p arecerían
s u sc ita r, p o r co n tra ste, u n a im p resió n de in d ep en d en cia fam iliar y
de b enévola a u to rid a d y re sp o n sab ilid ad p atern a, es decir, u n a es­
cena tra q u ila d esd e el p u n to de v ista social. Las p erso n as p ro p en ­
sa s a la te rn u ra im ag in an to d av ía hoy la p o sib ilid ad de d ed icarse
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 51

a a rte s y oficios ejercidos en el hogar, p a ra h u ir de las disciplinas


m ás rig u ro sas del m undo económ ico. E n la In d ia se exige a todos
los gobiernos, y a casi todos los políticos, seg ú n la m ejor tra d i­
ción gan d h ian a, que fom enten la recuperación de las in d u strias do­
m ésticas, incluidas las de hilados y tejidos que atrajero n a los m er­
cad eres y a las g ran d es co m p añ ías m ercan tiles a M ad rás, C alcuta
y Bengala en la era del cap italism o com ercial. Son al p arecer m u ­
chos los que h a n olvidado la terrib le explotación infligida a ho m ­
b res y m ujeres b ajo la am en aza de m o rir de h am b re , y de igual
m odo a los hijos p o r su s p ad res. P o r o tra p arte, la gerencia d e - '
sem p eñ a d a por u n cabeza de fam ilia no ray a siem p re a g ran altu ­
ra en cu an to a eficacia e inteligencia. S ería b u en o que m uchos de
los que h a n descrito o celebrado el idilio h o g areñ o de las in d u s­
tria s dom ésticas a lo largo de los siglos h u b ie ra n experim en tad o
p e rso n a lm e n te s u s rigores c u a n d o c o n s titu ía la ú n ic a fu en te de
ingresos.

V olviendo al m ercan tilism o y a su s d e c a n ta d a s creencias o erro­


res, com o se las d en o m in aría p o ste rio rm e n te — ^^ debem os referir­
nos en p rim er lu g ar a la ac titu d n egativa de los m ercad eres con
respecto a la com petencia. T anto la d e te sta b a n , q u e ap ro b aro n la
adopción del m onopolio, o de la regulación m o n o p o lista de p re­
cios y p roducto s. A sim ism o, d a d a la influencia q u e los m ercad e­
res ejercían sob re el E stad o , prevaleció u n a h o n d a creencia en la
b en ig n id ad del m ism o y en las v en tajas de su in tervención en la
econom ía. Y po r últim o, com o c u a d ra b a a u n m edio en donde p re­
d o m in ab a la m e n talid ad de los co m ercian tes, se convino con éstos
en que la acum ulación de oro y p lata —riq u eza p e c u n ia ria — debía
co n stitu ir el p rim er objetivo de la política p erso n al y pública, a la
cual d eb ían dirigirse in v ariab lem en te los esfuerzos individuales y
la regulación pública; «Siem pre es m ejor v en d er m ercan cías a los
d em ás que co m p rárselas, p ues lo p rim ero oto rg a ciertas v en tajas,
m ie n tra s que lo segundo a ca rre a in ev itab les perjuicios.

12. « E l m e r c a n tilis m o , c o m o e l le c to r p u e d e y a h a b e r o b s e rv a d o , n o e s tá n i s iq u ie r a
h o y c o m p le ta m e n te m u e r to , p e ro s u s e r r o r e s f u e r o n d e n u n c i a d o s h a c e y a m u c h o tie m p o .»
A lly n Y o u n g , p r o fe s o r d e e c o n o m ía m u y in f lu y e n te , d e la U n iv e r s id a d d e H a r v a r d , q u e
fa lle c ió e n t e m p r a n a e d a d , e n u n c ió e s ta c o m p r o b a c ió n e n u n c e le b r a d o a r tíc u lo p a r a la
e d ic ió n d e 1932 d e la E n c y c lo p a e d ia B r ita n n ic a , r e p r o d u c id o lu e g o e n e d ic io n e s p o s te r io ­
re s , v o l. 7, p á g . 926.
13, J o h a n n J o a c h im B e c h e r, r e p r e s e n t a n t e a le m á n d e l p e n s a m ie n to m e r c a n tilis ta , c i­
ta d o e n R o ll, p á g . 62.
52 JO H N K E N N E T H G A LB R A ITH

Con el tran scu rso de los añ o s y con el ocaso de la era m ercan ­


til, el m ercad o com petitivo p asó a co n v ertirse en un tótem religio­
so, y el m onopolio en el único defecto dep lo rab le en el seno de un
siste m a p o r o tro s conceptos óptim o. P o sterio rm en te se hizo evi­
d en te q ue la noción de la riq u eza nacio n al no dep en d ía de la ofer­
ta de dinero, sino de la pro d u cció n to tal de bienes y servicios. Así
re s u lta fácil com prender p o r qué se ad o p tó u n a actitu d d esd eñ o sa
fren te a la política m erc an tilista , y por q u é en u n m om ento dado
p u d o c o n sid era rse que la peor falta en u n econom ista o en u n le­
g isla d o r o a se so r en m a teria económ ica era su ad h esió n a las ten ­
d e n c ia s del m ercan tilism o . E n e s ta fo rm a lleg aro n a im p o n erse
concepciones m á s acertad as, pero es p reciso reconocer que el m er­
can tilism o constituyó en su m om ento u n a expresión relev an te y
p red ecib le de los intereses del p ríncipe y el com erciante.
Com o aca b a de o b serv arse, a los m ercad eres de la era m e rc an ­
tilista no les a g ra d a b a la co m pentencia en m ateria de precios, de­
sa g ra d o éste q u e m uchos com erciantes co m p arten to d av ía en la
ac tu a lid a d . En cam bio, les convenían los m étodos o p uestos, como
p o r ejem plo los convenios o acu erd o s en tre los vendedores resp ec­
to de los precios, el otorgam iento de concesiones o p aten tes de m o­
nopolio p o r p a rte de la C orona en relación con d eterm in ad o s p ro ­
d u cto s, el m onopolio del com ercio con alg u n a región del plan eta,
y la p ro h ib ició n de to d a p roducción q u e p u d iera p re se n ta r com pe­
tencia, así com o la v en ta de los p ro d u cto s respectivos en las colo­
nias del N uevo M undo. La ten d en cia a identificar los intereses de
d e te rm in a d o g ru p o con el in terés n acio n al no es u n facto r q u e
p u e d a s o rp re n d e r a los o b serv ad o res m odernos.
E n form a sim ilar, las existencias de m etales preciosos en m anos
de u n co m ercian te era en aquellos tiem pos el índice sim ple y fide­
digno de su eficacia financiera. No hay ten d en cia m ás trilla d a que
a q u ella según la c u a l lo que es hueno p a ra el individuo es bueno
p a ra el E stado, o p in ió n que h a sido denom inada ((falacia de la com­
posición)). Según é s ta , en su fo rm a m o d ern a h ab itu al, lo que es
conveniente p a ra l a econom ía p riv ad a en m ateria de ingresos, g as­
to s y d eu d as, es co n v en ien te pari pa ssu p a ra el gobierno. H ace
ya m u ch o tiem p o q u e se co n sid era q u e la in sisten cia m ercan tilista
en la acu m u la c ió n de oro y p la ta com o objetivo de la política p ú ­
blica co n stitu y e u n a falacia de com posición. No está claro q u e lo
fuera. Com o y a s e h a o b servado, aquéllos eran años de p e rsiste n ­
tes conflicto s b é lic o s, y con los m etales preciosos p o d ían com ­
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 53

p ra rse los b u q u es y los su m in istro s in d isp e n sa b les p a ra m an ten er


las tro p a s y so sten er las c am p añ as m ilitares. Las referencias al
oro y la p la ta com o «el nervio de la guerra» fig u ran con frecuencia
en las exposiciones de la política m ercan tilista. De ello se deduce
que los g o b e rn a n te s e s ta b a n en lo cierto cu a n d o v in c u la b a n el
po d er m ilitar y las fu erzas n acionales con políticas que les p erm i­
tía n o parecían p erm itirles la acu m u lación de dichos m etales. El
m ercantilism o ten ía fuertes raíces en la d efen sa n acional y en las
g u erras de agresión.
Sus m anifestaciones p rácticas, los decretos y leyes m ercantilis-
ta s, incluían la im posición de aran celes ad u an ero s y de d istin tas
clases de prohibiciones a la im p o rtació n . T am bién im p licab an la
concesión de p aten tes de m onopolio, la cu al era p ráctica h ab itu al
en la In g laterra isab elin a y se llevaba a cabo incluso en artículos
ta n secundarios com o las b arajas de cartas. E sta s concesiones fue­
ron u n a m erced oficial que co n tinuó h a s ta que fu ero n derogadas
por el P arlam en to d u ra n te el rein ad o de Jacobo I m ed ian te el E s­
ta tu to de los Monopolios, adoptado en 1623-1624. T am bién se prac­
ticaba el registro oficial de las grandes com pañías m ercantiles, tem a
al cual nos referirem os m ás adelan te. Por últim o, tu v iero n lugar
p ersisten tes esfuerzos oficiales p a ra lim itar la ex p o rtació n de oro
y p lata. É stos, según podem os su p o n er, fueron en g ra n p a rte in­
fructuosos. Al igual que en el co n tro l de cam bios actu al, del que
constituyó u n precoz antecedente, la proh ib ició n se b u rla b a con
facilidad, y la evasión, a diferencia del h u rto o el asesin ato , no
p e rtu rb a b a significativam ente el sen tid o m o ral de la com unidad,
ni el de quienes la p erp etrab an .
H acen legión los estudiosos q u e o b serv aro n la circu n stan cia de
que la lucha de los E stad o s m e rc an tilista s p o r o b te n er u n a b a la n ­
za com ercial favorable ~ o sea, q u e el valor de las exportaciones
sea m ayor que el de las im p o rtacio n es— no era u n juego en el
que todos p u d ie ra n salir g an ad o res. P ocas v erd ad es son m ás evi­
dentes en el terren o de la econom ía. Pero esto no indujo a ningún
E sta d o a d e s is tir del esfuerzo, com o ta m p o co lo in d u c e ah o ra.
H a sta el día de hoy, to d a nación h a m irad o a su b alan za com er­
cial y se h a p reg u n tad o si no p o d ría mejorarse.*"*

14. C o n la n o ta b le e x c e p c ió n , e n el m o m e n to d e r e d a c t a r e s t a s lín e a s , d e l J a p ó n a
m e d ia d o s d e l d e c e n io d e 1980.
54 JO H N K E N N E T H G A LB R A ITH

L a era del c ap italism o m e rc a n tilista que aq u í an alizam o s fue rica


en p rece d en tes de p o líticas q u e luego a su m iría n im p o rtan cia y d a ­
ría n lu g a r a polém icas, com o p o r ejem plo la intervención del E s ta ­
do en fav o r de la in d u stria , la p rotección aran c elaria y u n a p o líti­
ca de la b a la n z a com ercial. Pero m ay o r trasce n d en cia q u e todos
ellos rev istió la ap arició n de u n elem ento q u e se convertiría, d u ­
ra n te la época co n tem p o rán ea, en la in stitu ció n económ ica p red o ­
m in an te, a sab er, la g ran em p re sa m o derna.
Al p rin cip io se tr a ta b a de u n a n u ev a asociación provisional de
in d iv id u o s q u e a u n a b a n su s esfuerzos y su s capitales p a ra u n a
ta re a co m ú n o p a ra alg u n a expedición m ercan til, y p a ra a se g u ra r
precios no com petitivos en la co m p ra y v enta de los p roductos re s­
pectivos. Los orígenes de e sta s asociaciones, o de o tras sim ilares,
p u ed en ra s tre a rs e y a en los grem ios m edievales. E n el siglo XV
los «M ercaderes A ventureros», m ercad eres q u e v en d ían te las in ­
g lesas en el co n tin en te, se a g ru p a ro n en u n a federación b a s ta n te
lax a q u e con el tiem p o fue a d o p tan d o u n a fo rm a m ás cohesiva.
P or aq u el ento n ces, ta n to en la C om pañía de M oscovia, fu n d a d a
en 1555, com o en la C o m p añ ía N eerlan d esa de las In d ias O rien ta­
les, c re a d a en 1602, el ca p ita l ya no e s ta b a com prom etido ex clu si­
v am en te a u n viaje o u n a aetiv id ad p a rticu la r, sino que c o n stitu ía
la b a s e p e rm a n e n te de to d a s las operaciones. D u ran te ese m ism o
perío d o se co n stitu y ó la C o m p añ ía B ritán ica de las In d ias O rien ­
ta les, in stitu c ió n q u e re su lta ría m u y d u ra d e ra (1600 a 1874),^^ y
en 1670 la corporación elegantem ente denom inada ((Caballeros Aven­
tu re ro s M ercaderes de la B ah ía de H udson», q u e existe to d av ía, si
bien su c a sa m a triz se h a tra s la d a d o de G ran B retañ a al C anadá.
P o r su p a rte , la C o m p añ ía F ran cesa de las In d ia s O rientales o b tu ­
vo su p a te n te en 1664. C ada u n a de esas co m p añ ías gozó de un
m onopolio concedido p a ra ex p lo tar las regiones que se les h ab ía n
asig n a d o o q u e h a b ía n escogido. T odas ellas se veían asim ism o en
la necesidad de resistir, m ediante el uso o la am enaza de las arm as,
la p en e tra c ió n de los re sta n te s m onopolios nacionales a quienes
se h a b ía n o to rg ad o privilegios sim ilares. De e sta form a, las em ­
p re s a s hiciero n su ap arieió n no sólo com o in stru m e n to s com ercia­
les, sin o ta m b ié n bélicos.
A fines del siglo XVII y principios del siglo XVIII prosiguió el
registro de compañías por acciones, como llegaron a titularse, con

15. E n r e a l i d a d , tu v o fin lu e g o d e la R e b e lió n d e lo s C ip a y o s . e n 1857.


H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 55

u n a creciente v aried ad de objetivos. M ed ian te este proceso, ta n to


el com ercio con las colonias am erican a s com o el gobierno de las
m ism as q u ed aro n en m an o s de co m p añ ías re g istra d a s.
E n los decenios p o sterio res a 1700 surg ió u n nuevo y m á s e s­
p ectacu lar an teced en te de las co rp o racio nes m o d ern as, co ncretado
en las alzas ta n ex u b eran tes com o in s e n s a ta s de las b o lsas de v a­
lores de P arís y L ondres. E n la p rim era de e sta s dos ciudades,
bajo los auspicios (y d esde cierto p u n to de v ista, g racias al genio)
de Jo h n Law , se d esató u n a a so m b ro sa inflación de las acciones
em itidas por la C om pañía del M ississippi (C om pagnie d ’O ccident),
q ue h a b ía sido crea d a p a ra exp lo tar u n a s m in as de oro s u p u e s ta ­
m ente ricas, pero p o r d esgracia im ag in arias, en el territo rio de Lui-
sian a. E n L ondres, a su vez, se crearo n la C om pañía de los M ares
del S u r y o tra s por el estilo, en tre ellas u n a d e stin a d a a la explo­
tación de u n a fuente de energía h a s ta ah o ra in su ficien tem en te u ti­
lizada, a saber, la ru e d a del m ovim iento continuo, y otra, m uy ce­
le b ra d a en la h isto ria de la especulación p o r su m isterio, d e stin a ­
da a «ejecutar u n proyecto m uy ren ta b le que n ad ie sab e en qué
consiste».

Si bien la d o ctrin a m ercan tilista p u ed e se r e n ten d id a p rim o rd ial­


m ente sobre la base de sus orientaciones práticas y de su promoción
em pírica, hubo en todos los nuevos E stad o s nacionales au tores que
se d ed icaro n con cierta coherencia a e s tru c tu ra r su s prin cip io s ge­
nerales. Cabe d e sta c a r a A ntoine de M o n tch rétien (1576-1621) en
F ran cia , A ntonio S erra (d a to s b io g ráfico s im p re c iso s) en Italia,
P hilipp W. von H ornick (1638-1712) en A ustria, Jo h a n n Joachim
Becher (1635-1682) en Alem ania, y Thom as M un (1571-1641) en In ­
glaterra. Los estu d io so s de e s ta m a teria h a n co m p ro b ad o que las

16. C h a rle s M a c k a y , M e m o ir s o f E x tr a o r d in a r y P o p u la r D e lu s io n s a n d th e M a d n e s s
o f C r o w d s ( L o n d r e s , R ic h a r d B e n tle y , 1841; B o s to n , L, C. P a g e , 1 9 3 2 ), p á g . 55. E n e s ta
o b r a s e p r o p o r c io n a n o tr o s d e ta lle s d e i n te r é s . T a n to e n F r a n c i a c o m o e n I n g l a t e r r a e s to s
e p is o d io s d e j a r í a n u n d u r a d e r o r e s id u o d e d e s c o n f ia n z a . E n F r a n c ia , h a c ia lo s b a n c o s ,
p o r q u e e n e s te p a ís la B a n q u e R o y a le d e J o h n L a w f u e p r o t a g o n i s t a d e lo o c u r r id o . E n
I n g la te r r a , h a c ia la s e m p r e s a s e n g e n e r a l, d a n d o lu g a r a la a d o p c ió n d e r e g la m e n to s m á s
e s tr ic to s , c o n f o rm e a la s l l a m a d a s B u b b le A c t s (L e y e s d e la B u r b u j a ) [ d e a S o u th S ea
B u b b le » , la « B u r b u ja d e lo s m a r e s d e l S u r» , n o m b r e q u e s e d io a la o p e r a c ió n f r a u d u l e n ­
ta d e R o b e rt H a rle y . (N. d e í . j ] A d a m S m ith , a l a t a c a r d u r a m e n t e la s p o lític a s d e la
é p o c a d e l m e r c a n tilis m o , n o e x c lu y e d e s u s c r í t ic a s a l a s s o c ie d a d e s p o r a c c io n e s . L o s
d ir ig e n te s d e s o c ie d a d e s a n ó n i m a s y s u s p o r ta v o c e s q u e c i t a n h o y a S m ith c o m o f u e n te
d e t o d a ju s tif ic a c ió n y d e to d a v e r d a d s in h a b e r s e to m a d o la m o le s tia d e le e rlo , q u e d a r ía n
p a s m a d o s y d e p r im id o s s i s e e n t e r a s e n d e q u e s i p o r é l h u b i e r a s id o , n o h a b r í a p e r m itid o
la e x is te n c ia d e s u s r e s p e c tiv a s c o m p a ñ ía s .
56 J O H N K E N N E T H G A LB R A ITH

o b ra s de todos ellos en general sólo b rin d an elem entos de juicio res­


trin g id o s, p u es se lim ita n a exponer con m ayor o m en o r b rev ed ad
los m ism o s conceptos, y p resen tan m ás afirm aciones que argum en­
to s. Se in tu y e q u e su s opiniones, sin excepción, no son p ro p ias,
sino m á s b ien de los m ercad eres de q u ien es fu ero n portavoces.
T h o m as M un fue, en m u ch o s asp ecto s, el m ás d istin g u id o de
to d o s, y d esd e luego el m ás conocido en el m undo de h a b la ingle­
sa; su o b ra m á s n o tab le, E ngland’s Treasure by Forraign Trade
or The Balance o f our Forraign Trade is the Rule o f our Treasure,
fue p u b licad a p ó stu m a m en te en 1664. Lo m ism o que Jam es y Jo h n
S tu a rt Mili en ép o cas p o sterio res, estuvo em pleado al servicio de
la g ra n C o m p añ ía de las In d ias O rien tales. D u ran te ese período,
la co m p añ ía e s ta b a au to riz a d a a ex p o rta r p a ra su s fines 30.000
lib ra s este rlin a s en oro o p la ta en ocasión de cad a viaje, siem p re
q u e volviera a im p o rta r la m ism a su m a en u n plazo de seis m eses.
É ste e ra un recu rso m e rc a n tilista preciso y práctico p a ra co n ser­
v a r los fo n d o s, q u e M un preconizó e n tu siástica m en te en su s p ri­
m ero s escrito s. M ás ta rd e , cu an d o y a no estuvo obligado a defen­
d e r e s ta clase de arg u m e n to s, rectificó y se p ro n u n ció te rm in a n te ­
m e n te en c o n tra de u n a política ta n disp en d io sa.
El ú n ico elem ento q u e alivia el ted io de los escrito s m ercanti-
lista s es su ap elació n ex p resa, a veces em otiva, y h a s ta lacrim o sa,
a los p ro p io s in tereses, o en fav o r de éstos. M ontchrétien, en u n
p a s a je con d elicad as reso n an cias m o d ern as, describ e a los lecto­
res (dos tie rn o s su sp iro s de las m u jeres y los lam en tab les llan to s
d e los n iñ o s de q u ien es h a n p ad ecid o en su tra b a jo los efectos de
la com petencia e x t r a n j e r a » .M u n , en Fngland’s Treasure, p resen ­
ta u n a d o cen a de reg las p a ra m ax im izar la riq u eza y el b ie n e sta r
de In g laterra, inclu id a la ab sten ció n del ((elevado consum o de m er­
c a n c ía s ex tra n je ra s en n u e s tra d ieta y atavío... [si el co n su m o h a
de se r p ró d ig o ] q u e se a u tilizan d o n u e stro s p ro p io s m a teria les y
m a n u fa c tu ra s ... p a ra q u e así los excesos de los ricos p u e d a n d a r
em pleo a los pobres». P o sterio rm en te (y aq u í la cita va p a ra fra ­
se a d a ) aco n sejó q u e se v en d iera siem p re caro a los ex tra n jero s lo
q ue ésto s no te n ían , y b a ra to lo que p u ed en ob ten er de otro m odo;
u tiliz a r los b u q u e s p ro p io s p a ra las ex portaciones (id ea m e rc a n ti­
lista q u e sobrevive p o d ero sam e n te en la legislación estad o u n id en -

17. A n to in e d e M o n tc h r é tie n , T ra ic té d e l'O e c o n o m ie P o litiq u e , c i t a d o en C r a y , p á ­


g in a 83.
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 57

se actu al); com petir m ás eficazm ente con los ho lan d eses en m ate­
ria de pesca; co m p ra r b arato , en lo p o sib le en p aíses lejanos, y no
a m ercaderes de ciu d ad es co m erciales vecinas; y no d a r o p o rtu n i­
d ad es com erciales a co m petidores cercanos.^®
Sin em bargo, u n a vez m ás, al ex am in ar el m ercantilism o, es
preciso referirse a sus políticas y a su s p rácticas, y no a quienes
se conoce im p recisam en te bajo el n o m b re de filósofos.

A dam S m ith, al lan zar el m ás decisivo de to d o s los ataq u es que


en el curso de la h isto ria se h a n lib rad o m ed ian te ideas co n tra
orientaciones p rácticas estab lecid as, p u so fin a la era m ercantilis-
ta en 1776. Si bien s u b sistiría u n sólido resid u o de sus actitu d es,
al igual que u n im p o rtan te legado de su s in stitu cio n es, to d a refe­
ren cia al m ercantilism o im p licaría en lo sucesivo u n a connotación
de erro r o de reproche. Pero ya h a b rá podido ap reciarse q u e si tal
reproche es justificad o , no d eb ería dirig irse a quienes expresaron
su s ideas, sino m ás bien a las circ u n stan cias de la época y a los
in tereses que sirvieron.
Nos ocuparem o s de A dam S m ith en el cap ítu lo VI. Pero an tes
es necesario ex am in ar las id eas q u e su rg iero n en F ran cia al final
de la era m ercan tilista, y que celeb raro n , no ya a los m ercaderes
ni a los m an u factu rero s, sino a los agricu lto res, cu y as explotacio­
nes se d istin g u ían en F ran cia p o r la v arie d ad de su producción.

18. L a s c ita s , lo m is m o q u e e l m a te r ia l p a r a f r a s e a d o , s e e n c u e n t r a n ig u a lm e n te e n
Fiarly E c o n o m ic T h o u g h t, p á g s . 172-174. E n C r a y , p á g s . 86 y s s ., f ig u r a u n r e s u m e n de
la s r e g la s o r i e n t a d o r a s d e M u n , e n el c u a l se t r a s l u c e c ie r ta in d ig n a c ió n .
V. EL PROYECTO FRANCÉS

tv
A m edida que fue tran scu rrien d o el período que acaba de exíSj
m in arse tuvo lu g ar en F ran cia u n a co m binación de facto res eco
nóm icos, políticos e in telectu ales que colocó a e s ta nació n p o pulo­
sa, rica y siem pre fascinante, en u n nivel ideológico ap arte del que
prevalecía en el resto de E uropa. P a ra ese entonces ya h ab ían a p a ­
recido en aq u el p aís el cap italism o m e rc an til y el a rte sa n a d o que
lo su rtía con su s productos, y p o sterio rm en te u n a varied ad de m a­
n u fa c tu ra s como las que estab a n su rgiendo en to d a la E u ro p a sep­
te n trio n al y en In g laterra. P arís se h a b ía co n v ertid o en u n a ciu­
d ad de com erciantes y su s proveedores y de trab ajad o res, lo m ism o
q ue Lyon, B urdeos y o tra s g ran d es ciu d ad es fran cesas. Pero en
m ayor m edida q u e cualquier o tro p aís europeo, F ran cia h ab ía con­
serv ad o u n fu erte in terés en la ag ric u ltu ra , activ id ad a la que se
eontinuó rindiendo u n verdadero culto. E n aquellos tiem pos, como
siem p re, la a g ric u ltu ra en F ra n c ia e ra m á s q u e u n a ocupación:
venía a c o n stitu ir lo que con la so lem n id ad del caso llam aríam o s
hoy u n a form a de vida. Y tam b ién , en co n sid erab le proporción,
u n a form a de arte. Los q u eso s y la s fru ta s de F ran cia, y claro
está, su s vinos, p o seían u n a p e rso n alid ad reconocida.
E s cierto, em pero, que el gobierno fran cés se h a b ía som etido
m enos que los de o tro s p aíses a los in tereses y políticas del m er­
cantilism o. Luix XIV, ap o y án d o se desd e luego en d istin ta s fuer­
zas de la nación, h a b ía red u cid o co n sid era b lem en te y en m uchos
asp ecto s h a b ía d estru id o el p o d er in d e p en d ien te de la clase feu­
dal. Su ap rem ian te y p e rsiste n te n ecesid ad de recu rso s bélicos y
su s in m en so s g asto s en tiem p o s de paz, ad em ás de su exigencia
de que los a ris tó c ra ta s fu e ra n a re s id ir con g ra n p o m p a en la
m ism a corte, donde él p u d ie ra vigilarlos d irectam en te, h ab ía em ­
pobrecido a la nobleza. P ara em pezar, este sistem a, u n id o a las
d em an d as de los recau d ad o res de im p u esto s de la C orona y a los
trab a jo s forzosos de la corvée (n o m b re de los servicios obligato-
60 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

ríos p restad o s al señor feudal y al E stado) había ido traslad an d o


los requerim ientos pecuniarios de los aristócratas al sector social
integrado por quienes en épocas posteriores llegarían a llam arse
sus aparceros, o bien, en la m edida en que subsistían en algunas
partes de Francia, a sus siervos, cuyo núm ero era menor. Los agri­
cultores independientes, por su parte, soportaban diferentes for­
m as de exigentes exacciones reales. Y sin em bargo, pese a tantos
atropellos, la agricultura retuvo su poderío, y los intereses agríco­
las siguieron gobernando a Francia. Fue en efecto la aristocracia
terraten ien te la que rodeó a los sucesores de Luis XIV en Versa-
lles, d isfru tan d o del m ayor rango y precedencia, y haciendo m u­
chas m enos concesiones a los designios e intereses de los m erca­
deres que sus hom ólogos ingleses, holandeses o italianos. En rea­
lid ad , cabe p re g u n ta rse si, en frascad o s como estab a n en sus
propios placeres y en sus relaciones y rivalidades personales, lle­
garon alguna vez a advertir plenam ente el papel nacional que iba
asum iendo en form a progresiva la clase mercantil.^
Y sin em bargo, los intereses de la clase terrateniente en F ran ­
cia represen tab an u n caso especial en un aspecto im portante. Rara
vez en la h isto ria este sector de la sociedad ha llegado a exponer
u n a justificación filosófica convincente de sus propios privilegios
en vez de esgrim irlos, según h a solido ocurrir, como un derecho
divino o sim plem ente irrecusable. Pero sucedió que la aristocracia
fran cesa en V ersalles se caracterizaba por su distinción artística e
intelectual, siendo inevitable que algunos de sus m iem bros refle­
xio n aran acerca del origen de su hegem onía, y, d u ran te los rein a­
dos de Luis XIV y Luis XVI, sobre los medios p ara asegurarles
u n a supervivencia cada vez m ás im probable. De esta m anera se
produjo en V ersalles u n a introm isión sin precedentes del p en sa­
m iento en el ám bito de u n a clase terrateniente b asad a en la riq u e­
za y en la tradición.
De esta introm isión provino, u n a vez m ás de acuerdo con el
m arco de referencia contem poráneo, u n a aportación francesa su-

1. C u e s tió n q u e s e p la n te a , p o r ejem p lo , c u a n d o s e leen la s m e m o ria s del d u q u e de


S a in t-S im o n (1 6 7 5 -1 7 5 5 ). V é a se S a in í-S im o n a t V ersa illes, en T he M e m o irs o f M . le D uc
d e S a in t-S im o n , se lecció n y tra d u c c ió n d e L ucy N o rto n (L o n d re s, H a m is h H a m ilto n , 1958).
Al c o m e n ta r el ú ltim o v o lu m e n d e la g r a n trilo g ía d e F e r n a n d B ra u d e l, C iviliza tio n
a n d C a p ita lism , 1 5 th -1 8 th C e n tu ry , vol. 3, T he P e rs p e c tiv e o f th e W orld, tr a d u c id a p o r
S ia n R e y n o ld s (N u e v a Y ork, H a r p e r a n d R ow , 1984), C h ris to p h e r H ill h a e x p u e s to h a c e
p o co , d e m a n e r a s u c in ta , la d ife re n c ia e n tr e lo s p a ís e s : « L a a r is to c r a c ia in g le s a se a d a p tó
a la so c ie d a d m e r c a n til d e u n m o d o q u e n u n c a llegó a h a c e rlo la a r is to c r a c ia f ra n c e s a .»
{ N e w S ta te s m a n , 20 d e ju lio d e 1984, p á g . 2 3 .)
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 61

m ám ente innovadora al p en sam ien to económ ico en la segunda


m itad del siglo XVIII. E sta se produjo conform e al espíritu de la
Ilustración, y del ánim o exploratorio y de los escritos de Voltairé,
Diderot, Condorcet y, sobre todo, de Rousseau. En efecto, a la vez
que com partía su visión del cam bio, la esperanza y la reforma,
respondía inequívocam ente y con todo vigor a las grandes preocu­
paciones de la época. Su tem a central era el papel de la agricultu­
ra como fuente de toda riqueza. M ientras que se acordaba a los
mercaderes un estatuto subsidiario apropiado, se confirm aba la an­
tigua em inencia del m undo rural, y éste surgía dom inante y triu n ­
fador. Pero al m ism o tiem po se reconocían las graves debilidades
públicas de la estructura económ ica y política contem poránea, in­
dicando que tales deficiencias debían superarse. En esta forma, se
com binó la afirm ación de los valores históricos de la tierra y de
su correspondiente poder político y precedencia social con la pro­
clam ada necesidad de su reform a, considerándose esta últim a in­
dispensable para la supervivencia del sistem a tradicional.
Siempre h a sido objeto de controversia la denom inación que
debería aplicarse a los m iem bros de esta escuela del pensam iento
económico. Ellos mism os se dieron el nom bre de «economistas»,
notable por su m odernidad, pues no llegaría a utilizarse este tér­
m ino p ara designar a los profesionales de la m ateria h asta des­
pués de Alfred M arshall, a fines del siglo XIX. A dam Smith, que
visitó Versalles y conversó con los principales progenitores de la
escuela en 1765, asignó al conjunto de sus ideas el título de «siste­
m a agrícola».^ Pero los historiadores del pensam iento económico
han adoptado hace ya m ucho tiem po la m enos apropiada de las
designaciones, a saber, la de «fisiócratas», o sea, aproxim adam en­
te, la de quienes sostienen el papel p reponderante de la n a tu ra ­
leza.

2. E n u n a d e s u s s im p á tic a s c o m b in a c io n e s d e elogio y m e n o s p re c io , S m ith ,dice, en


L a riq u e za de la s n a cio n es:

E se s is te m a , q u e d e s c rib e la p ro d u c c ió n d e la tie r r a co m o la ú n ic a fu e n te de re n ­
ta s y d e r iq u e z a e n c u a lq u ie r p a ís , n u n c a , q u e yo se p a , h a lleg ad o a a d o p ta r s e en
n in g u n a n a c ió n , y en la a c tu a lid a d só lo e x is te e n la s e s p e c u la c io n e s de a lg u n o s
h o m b re s d e g r a n s a b e r e in g en io , en F ra n c ia . S e g u r a m e n te n o v a ld r ía la p e n a p o ­
n e r s e a e x a m in a r e x te n s a m e n te los e r ro r e s d e u n s is te m a q u e n u n c a h a c a u s a d o
n in g ú n d a ñ o , y p o s ib le m e n te n u n c a lle g u e a c a u s a r lo , e n n in g u n a p a r te del m u n d o
(L ib ro 4, ca p . 9 ).

S o n ta n t a s la s e d ic io n e s de e s ta o b r a q u e p a r e c e r ía s u p e rf lu o c ita r lo s n ú m e ro s de p á ­
g in a s d e a lg u n a s d e e lla s e n p a r tic u la r. U n a e d ic ió n m u y s a tis f a c to ria es la p u b lic a d a en
1976 p o r la U niv ersity o f C hicago P re ss, b a s a d a en la a n te rio r, y en m u c h o s a sp e c to s defini­
tiv a . d e E d w in C a n n a n , p u b lic a d a p o r la U n iv e rs id a d de L o n d re s.
62 J O H N K E N N E T H G A L B R A ITH

Los fisiócratas, o econom istas, constituían u n grupo muy co­


herente, y m uchas de su s ideas no se atribuyen a determ inados
autores, sino al conjunto. No obstante, destacan tres de sus m iem ­
bros. El prim ero, m ás interesante e im portante de ellos, fue Fran-
gois Q uesnay (1694-1774), quien, dem ostrando con su ejemplo que
u n a vida no debe d arse por concluida prem aturam ente, se inició
en la econom ía política a la edad de sesenta y dos años. H asta
entonces h ab ía ejercido como el m ás fam oso médico de su época,
y bajo todos los aspectos como el facultativo que d isfru tab a de la
m ás elevada posición. H abía publicado trabajos relativos a la prác­
tica de la sangría, a la índole y tratam iento de la gangrena y de
las fiebres, y a una tem prana edad había llegado a ocupar el cargo
de secretario de la A cadem ia de Cirugía, en París. Luego dio un
paso de indiscutible im portancia p ara su reputación y posición po­
lítica y social al convertirse en médico personal de M adam e de
Pom padour, a cuyo efecto quedó alojado perm anentem ente en Ver-
salles, y después, en 1755, del propio Luis XV. N unca ha habido
otro econom ista que haya trab ajad o en situación tan favorable.
El segundo del grupo, que superó a Q uesnay como funcionario
público, ya que no en el favor real, fue Anne Robert Jacques Tur-
got (1727-1781), hijo de un próspero com erciante, que no dejó de
g u a rd a r cierta fidelidad a sus orígenes m ercantiles. G racias a su
concepción plausiblem ente m ás am plia de los intereses com ercia­
les, llegó a ser considerado en Francia como el defensor de los m is­
m os. Se hizo conocer en un principio como intendant (ad m in istra­
dor provincial) de Limoges, que era entonces una de las zonas más
pobres de Francia. D urante ese período patrocinó u n conjunto de
reform as destinado a fom entar la agricultura, prom over el com er­
cio local, m ejorar el tran sp o rte por carretera y lim itar los abusos
fiscales. E n 1774 fue traslad ad o a París por Luis XVI, quien lo
nom bró síndico general de cuentas y m inistro de H acienda, doble
cargo en el cual sufrió la suerte de tantos reform adores. Percibien­
do la grave am enaza de u n a g ran revolución, trató de prevenirla
m ediante o tra de m enores proporciones, pero sus enem igos, como
ta n ta s veces h a ocurrido a lo largo de la historia, prefirieron co­
rre r el m ayor de am bos peligros. Al preconizar rígidas m edidas
restrictivas en los gastos de la Corte y en otros sectores públicos,
ju n to con la reform a trib u taria, el libre comercio de los cereales
en el interior del Reino, la abolición de las sinecuras y m onopolios
públicos, la tolerancia hacia los pro testan tes y la pro p u esta abolí-
H IS T O R IA DE LA E C O N O M IA 63

ción de la corvée, unió contra él a una im presionante variedad de


intereses creados, que iban desde los terratenientes y aristócratas
hasta los ostentadores de cargos públicos, los especuladores del
com ercio de cereales, el clero y la m ism ísim a M aría Antonieta.
Afectado tam bién por las consecuencias de u n a m ala cosecha, fue
destituido en mayo de 1776 y reem plazado por Jacques Necker;
posteriorm ente, reanudó la elaboración del sistem a de ideas gra­
cias al cual se recuerda en nuestros días tan to a él como a sus
correligionarios.
El tercero en im portancia entre los fisiócratas quizás haya ejer­
cido una influencia práctica p erdurable sobre la República esta­
dounidense en mayor grado que cualquier otro francés de su época,
sin excluir al propio m arqués de Lafayette. Se tra ta de Fierre Sa­
muel du Pont de Nemours (1738-1817), quien, luego de haber edi­
tado u n periódico sobre cuestiones agrícolas y de h ab er escrito
sobre tem as políticos, compiló y publicó algunas de las obras de
Q uesnay bajo el título de La Physiocratie, del cual, evidentem en­
te, proviene el nom bre bajo el cual llegarían a ser conocidos tanto
él como los dem ás integrantes de su escuela.
D urante la Revolución francesa, Du Pont pasó un tiem po es­
condido, bajo la sospecha de albergar tendencias contrarrevolucio­
narias, y en 1800 emigró a los Estados Unidos junto con sus hijos,
Éleuthére Irénée y Victor. En 1802 el prim ero de éstos inició la
construcción de un molino de pólvora (ram a del conocimiento en
la cual había sido iniciado por el propio Lavoisier). Éstos fueron
los principios de u n a de las m ás grandes em presas industriales
norteam ericanas, y, de lejos, la m ás d u rad era de las dinastías in­
dustriales. La familia Du Pont ha seguido desde entonces en plena
posesión y adm inistración de su vasta com pañía a lo largo de siglo
y medio.
Los fisiócratas eran hom bres singulares, como en m uchos as­
pectos lo fue su sistem a, el cual constituía el prim er conjunto de
ideas económ icas digno de ese nom bre.
Una vez m ás, cabe recordar que su fin prim ordial era conser­
var, m ediante reform as, una antigua sociedad en la que los pro­
pietarios rurales gozaban de superioridad social y privilegios, a la
cual todos ellos eran adictos, y rechazar las pretensiones e intro­
m isiones del capital m ercantil y las rebeldes, crudas y vulgares
fuerzas industriales (según el concepto que de ellas se tenía) por
él engendradas.
64 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

El principio básico de los fisiócratas era el concepto de dere­


cho n a tu ra l {le droit naturel), pues consideraban que era éste el
que en últim a in stan cia regía el com portam iento económico y so­
cial. El derecho de los reyes y de los legisladores sólo resu lta tole­
rable en la m edida que es com patible con el derecho n atural, o
bien en cuanto se lo tiene por u n a extensión lim itada de éste. La
existencia y protección de la propiedad concuerdan con el derecho
n atu ral, lo m ism o que la libertad de com prar y vender —libertad
de com ercio— y las disposiciones necesarias p ara aseg u rar la de­
fensa del Reino. Lo m ás sabio es dejar que las cosas funcionen
por su cuenta, conform e a los m otivos y restricción naturales. La
norm a orientadora en m ateria de legislación y, en general, de go­
bierno, debería ser laissez faire, laissez passer.
E stas cuatro palab ras, que encarnan el máximo legado de los
fisiócratas, tienen diferentes significados. En épocas posteriores, el
laissez faire llegó a ser entendido por los econom istas como algo
idéntico a las realizaciones del m ercado com petitivo —resultado
óptimo, aunque no siem pre agradable, que debe aceptarse con pre­
ferencia a cualquier intervención del E stad o —. En este sentido, po­
d ría hab larse de u n laissez faire lim itado o técnico. Pero laissez
faire llegaría tam bién a ser la consigna de rigor contra toda form a
de intervención del E stado en m ateria social. Según esto, en cual­
quier cuestión concebible, m enos en m ateria de defensa nacional,
si se deja la situación librada a sí m ism a, la solución vendrá por
sí sola. A esto podría dársele el nom bre de laisser faire teológico,
dado que un poder superior garantiza el mejor resultado posible.
El laisser faire teológico representa una fuerza notable aún en nues­
tro s días, sin om itir a la ciudad de W ashington en el decenio de
1980. Sus consecuencias prácticas se advierten con todo relieve en
la form a en que ta n to s hom bres de negocios actuales conciben el
E stado, por lo m enos h asta que la am enaza de bancarrota, una
exagerada com petencia extranjera o alguna otra am enazadora des­
gracia exige u n retorno a la acción secular del Estado.
Sobre la b ase del droit naturel se edificó el alegato contra el
mercantilism o. Era obvio que los reglamentos favorables a los mer­
caderes —como por ejemplo, las concesiones m onopolísticas, las
ab u n d an tes restricciones proteccionistas sobre el comercio interior
y los grem ios m ercantiles supervivientes— estaban en conflicto con
el derecho natu ral. Al denunciar esta situación, los p resu n to s sal­
vadores del Antiguo Régimen se alzaron contra los m ás flagrantes
H IS T O R IA D E LA E C O N O M I A 65

privilegios del capitalism o comercial. De esta form a, como casi se­


guram ente lo creyó Turgot, los m ercaderes podrían quizá superar
u na incom prensión miope de sus propios intereses de largo plazo.
No obstante, se había form ulado ya otra doctrina que resulta­
ba todavía m ás claram ente opuesta al prestigio y a la consiguien­
te influencia de los m ercaderes. Se tra ta b a de la noción del pro-
duit net. Ésta, en su form a escueta, afirm aba sencillam ente que
toda riqueza se origina en la agricultura, y ninguna en otras acti­
vidades económ icas, oficios u ocupaciones. Según ella, los m erca­
deres, en particular, com praban y vendían el m ism o producto, sin
agregarle nada en este proceso. Y lo m ism o sucedía, aunque de
m anera algo am bigua, en la in dustria, es decir, en la m anufactu­
ra. É sta sólo añadía un contenido de m ano de obra a los produc­
tos de la tierra, pero no creaba nad a nuevo. Además, estab a limi­
ta d a en su extensión por sus orígenes y su m in istro s agrícolas:
((Para que pueda aum entar el núm ero de zapateros, debe aum en­
tar la cantidad de cueros vacunos.»^
La estructura de clases de los fisiócratas g u ard ab a una estre­
cha relación con el concepto del produit net. H abía, en prim er
lugar, los terratenientes o propietarios, que orientaban, vigilaban o,
en cualquier otra forma, presidían la producción agrícola, de modo
que en definitiva se adjudicaban el produit net y sobre ellos re­
caían las responsabilidades sociales y políticas de la com unidad y
del Estado. A continuación venía la clase de los productores, cuyos
miembros practicaban la ganadería y lab raban la tierra; y sólo una
vez que se les h abía pagado su rem uneración el produit net p asa­
ba a m anos de los propietarios. Finalm ente, en u n a categoría so­
cial m uy inferior, figuraban los m ercaderes, m anufactureros y ar­
tesanos, a saber, la clase im productiva.
Del concepto del produit net y de esta noción de la estructura
de clases em ergerían la m ás inequívoca defensa contra la introm i­
sión de los m ercaderes y la m ás enérgica apología de la agricultu­
ra y, a la vez, del poder de los terratenientes y aristócratas: de la
agricultura provenía todo increm ento de la riqueza; de los dem ás
sectores no provenía nada: ((La agricultura es la fuente de toda la
riqueza del E stado y de la riqueza de todos los ciudadanos.w"' En

.3. A le x a n d e r C ra y , T h e D e v e lo p m e n t o f E c o n o m ic D o c tr in e ( L o n d r e s , L o n g m a n s,
( ir r e n , 1948). L a a c titu d g e n e ra l f re n te a la m a n u f a c tu r a fig u ra e n la o b r a d e F ra n 90is
(Jiiesriay . S u r les T ra v a u x d e s A r tisa n s .
4 l’ra n ^ o is Q u e s n a y , M á x im e s G enérales, c ita d o en C ra y , op. cit., p ág . 102.
66 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

consecuencia, el fom ento y la prom oción de la ag ric u ltu ra eran


no ya la mejor, sino la única form a de conseguir un m ayor bienes­
ta r nacional.
De ello se deducía que los im puestos aplicados al sector ru ral
debían ser m oderados; las actividades de los recaudadores no de­
bían ser explotadoras ni erráticas. De tal m oderación dependían la
integridad del produit net y la prosperidad de la agricultura y del
país. Pero en m ateria de gravám enes fiscales estas consideraciones
iban aco m p añ ad as de u n a preocupación paralela b astan te ingrata,
pues si quienes desem peñaban ocupaciones d istintas de la agri­
c u ltu ra no p ro d u cían riq u eza alguna, de ello se desp ren d ía, al
m enos aparentem ente, que no debían pag ar ninguna contribución.
E n tal caso, no existiendo ningún excedente con el cual pudiera
pagárseles, los trib u to s que se les co b raran vendrían a repercutir
sim plem ente bajo la form a de precios inferiores o de costos m ás
elevados de los productos necesarios p ara el m undo ru ral que el
agricultor debía p ag ar restándolos de su produit net; es decir, que
todos los im puestos term in arían siendo financiados por la fuente
única de to d a riqueza. En vista de ello, lo m ejor sería desde un
principio aplicar las contribuciones directam ente a los hacendados
o a los agricultores propietarios de sus parcelas.
Lo m ism o que el laissez faire, se tra ta b a de una noción que no
llegaría a olvidarse nunca. La hipótesis de que la producción, de
u n a u o tra form a, crea (y oculta) u n a ren ta su p lem en taria —a
m odo de u n a gracia p a rticu la r— en beneficio de ciertas clases, re­
surgió bajo u n aspecto diferente al cabo de un siglo. P ara ese en­
tonces llegó a considerarse que eran los capitalistas, y no los te­
rratenien tes, quienes se apropiaban de la «plusvalía», u n a varie­
d a d d is tin ta del produit net. P ara M arx, éste sería objeto de
especial atención y agitación revolucionarias.
El concepto de producto neto experimentó un resurgim iento m ás
específico en los E stados Unidos durante los últim os años del siglo
pasado. Ello tuvo lugar en las obras de H eniy George (1839-1897),
el destacado y lúcido prom otor del Im puesto Unico,^ a quien vol­
veré a referirm e en el capítulo X III. En un principio, a George le
llam ó la atención el fantástico increm ento del valor de las tierras
en el O este norteam ericano (y la consiguiente especulación) a raíz

5. E s p e c ia lm e n te e n s u t r a t a d o m á s leído, P ro g re ss a n d P o v e rty , q u e m u c h a s veces


r e e d ita d o y re im p re s o h a sid o tira d o en m illa re s de e je m p la re s y q u e c u e n ta to d a v ía co n un
g r u p o p e q u e ñ o p e ro fe rv ie n te d e p a r tid a rio s .
H IS T O R IA DE LA E C O N O M IA 67

del crecim iento demográfico, la construcción de los ferrocarriles y


el desarrollo económico en general. De todos estos beneficios era
poco o nada lo que podía atrib u irse a algún esfuerzo de los pro­
pietarios. Y como eran los factores sociales los que habían aca­
rreado el increm ento, la sociedad tenía derecho al m ism o. De aquí
la propuesta de un im puesto único sobre la tierra, que absorbía
todo ese beneficio injustificado. Si bien la idea era convincente, no
entusiasm ó para nad a a los propietarios de bienes raíces, quienes
constituían u na fuerza política de apreciables dim ensiones. Y por
o tra parte tenían de su lado el concepto de derecho de propiedad
originado en la antigua Roma.
Si bien George se inspiró inicialm ente en sus propias observa­
ciones sobre la situación en California y en el Oeste de los E sta­
dos Unidos, en sus escritos posteriores se apoyó en las obras de
los fisiócratas. De esta forma, como factor de largo alcance, aque­
lla corriente de ideas' se proyectó desde P arís d u ran te los últim os
decenios del siglo XVIII a San Francisco cien años después.
Una repercusión m oderna m ás general del pensam iento de los
fisiócratas se puede constatar en las frecuentes afirm aciones sobre
la im portancia de la agricultura como fuente originaria de la ri­
queza y del bienestar. H asta la fecha, cuando los agricultores se
reúnen p ara recibir los efectos calm antes y reparadores de la ora­
toria, se les dice, como les h ab ría dicho F ran 90is Q uesnay, que
son ellos quienes con sus faenas rurales sientan las bases de todo
progreso económico, de toda riqueza, virtud y excelencia en el ám ­
bito nacional.
Los fisiócratas tam bién analizaron, aunque m arginalm ente, el
problem a de la fijación de precios: según ellos, la m anufactura no
añadía ningún valor al producto y, por tanto, los precios debían
responder a los costes de producción, idea poco útil si no se sabía
cómo evaluar lo que determ inaba dichos costes. Y los fisiócratas
se refirieron por otra parte, aunque sólo fuera de paso, a la fija­
ción de los salarios según el m ínim o necesario p ara la subsisten­
cia del trabajador. Estas cuestiones serían objeto de un am plio de­
bate jr de ulterior desarrollo en Escocia e Inglaterra d u ran te los
años subsiguientes.

Pero hubo adem ás otra contribución de los fisiócratas que d u ran ­


te m ucho tiem po fue tenida por una novedad intrascendente, y que
68 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

sin em bargo h a ad q u irid o ta m b ié n g ran resonancia en n u e stra


época. Se tra ta del Tablean Économ ique, ingenioso m odelo ta m ­
bién ideado por Frangois Q uesnay con el propósito de indicar cómo
los productos circulaban del p ro d u c to r a los terratenientes o pro­
pietarios y de éstos a los m ercad eres, fabricantes u o tras clases
estériles, y cóm o el dinero, p o r d iv e rsas vías, reto rn ab a al produc­
tor. Así podía apreciarse cóm o c a d a p arte de la econom ía —cada
una de las principales ram a s de actividades, o de in tereses— ser­
vía a las dem ás y era a su vez com pensada. En esta form a, el
sistem a de com pra y v enta se reveló como un sistem a com pleto
de interconexiones.
E n su época, el Tablean fue acogido como una invención m a­
ravillosa —com parable a u n a revelación divina—. Victor Riquetti
M irabeau (1715-1789) —M irab eau el Viejo, uno de los principales
fisiócratas— fue, posiblemente, quien le prodigó los elogios m ás exa­
gerados. En su opinión, el invento de Q uesnay, junto con la escri­
tu ra y el dinero, era u n a de las tre s grandes proezas de la m ente
h u m an a. O tros, a p a rtir de A dam Sm ith, no lo juzgaron ta n favo­
rablem ente, y a veces lo tra ta ro n con desdén, h asta que term inó
por ser desechado. A lexander C ray, por ejemplo, dice lo siguiente;
«(Fue) en su m om ento la m áxim a realización de Q uesnay y de la
escuela fisiocrática, que en la actu alid ad tal vez sólo deba ser ob­
jeto de u n a n o ta de com prom iso a pie de página. Y no está claro
que p u ed a llegar a ser algo m á s que u n a gran mistificación.»®
E n el decenio de 1930, u n joven econom ista de H arvard, Was-
sily Leontief (nacido en 1906),^ in ten tó elaborar am plios cuadros
en los que consta lo que cad a in d u stria recibe de, y su m in istra a,
las dem ás in d u strias. De este m odo se representan los flujos de
recursos a través del sistem a y su s efectos en unos cuadros a los
que se denom inó, a veces en form a levem ente irónica, «el Tablean
Économique de Leontief». É ste se vio en grandes dificultades p ara
obtener los fondos necesarios p a ra financiar la ingente com pila­
ción de estad ísticas necesarias. Pero en 1973, cuando su o b ra fue
recom pensada con el Prem io Nobel de Econom ía, hubo un cam bio
de actitud y fue tratad o con m ás respeto. Bajo el nom bre de tablas
input-output o, m ás elegantem ente, tab las intersectoriales, este mé­
todo se ha convertido en la piedra fundam ental de m odelos mo-

6. C ra y , op. cit., p á g . 106.


7. Q u ie n v o lv e rá a a p a r e c e r e n e s ta h is to r ia , e n el c a p ítu lo X IX .
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 69

dem os, populares y a la vez provechosos utilizados p ara prever, y


frecuentem ente para pronosticar de form a errónea, las perspecti­
vas de la econom ía y el efecto de los cam bios ocurridos en m ate­
ria de precios, salarios, tipo de interés, im puestos y dem anda, tal
y como se reflejan en las diferentes ram as de la actividad econó­
mica. Una vez m ás, pudo apreciarse el largo alcance de las teorías
de Frangois Quesnay, de F rancia y de Versalles.

Los fisiócratas procuraron reform ar el viejo sistem a y, al mism o


tiem po, defenderlo. C onsiderándolo superior al m undo invasor del
m ercantilism o y del capitalism o in d u strial naciente, necesitaba,
como lo creía en especial Turgot, liberarse de la corrupción, el de­
rroche, las sinecuras, la extorsión y otros excesos de los privilegia­
dos. A este respecto se p lan tea un interrogante que ha sido for­
mulado, por cierto, miles de veces: Si se hubieran introducido estas
reform as y otras com plem entarias, ¿habría podido prevenirse o im­
pedirse la Revolución francesa? E sta pregunta es ociosa, pues los
ricos y privilegiados, cuando son a la vez corruptos e incom peten­
tes, no aceptan las reform as que podrían salvarlos. En este aspec­
to, la falta de inteligencia es un obstáculo evidente, lo mism o que
el orgullo, la indignación de la vanidad ofendida y el am or propio
m enoscabado. ¿Cómo podía llegar alguien a creer que las rique­
zas no estaban precisam ente en las m anos de quienes eran m ás
dignos de poseerlas? Tam bién habrían influido al respecto los facto­
res de preferencia tem poral y de renuencia psicológica. ¿Por qué
razón había que renunciar a las alegrías, com odidades y placeres
a corto plazo en previsión de los horrores y d esastres que habría
de acarrear un plazo un poco m ás extenso? Las reform as de Ques­
nay, Turgot y sus confreres no eran m ás que u n tenue resoplido
enfrentado a un huracán en ciernes.
Hay en este m undo revoluciones y revoluciones. Algunas, como
la norteam ericana, dejan in tacta la estru ctu ra social y económica
preexistente. O tras, como la ru sa y la china, b arren el pasado. La
Revolución francesa arrasó el m undo que los fisiócratas habían tra ­
tado de defender y de salvar. No obstante, subsistió, como legado
para las generaciones fu tu ras, la noción de un sistem a económico
en térm inos de una estructura interconectada e interdependiente, y
una gam a diversa y lum inosa de conceptos, como los de un dere­
cho natural que regula el com portam iento económico, la preem inen­
70 JO H N K K N N E T H GA LB R A ITH

cia intrínseca de la agricultura, el laissez faire, el produit net, el


Tablean Economique. Podríam os hacer n uestra la afirm ación sor­
prendentem ente generosa p ara la época de Adam Smith: «Este sis­
tem a... con to d as sus im perfecciones, es, quizá, la m ejor aproxi­
m ación a la verdad que haya sido publicada h asta la fecha sobre
el tem a de la econom ía política.»®

8. Y lu e g o , e n u n c o m e n ta rio b a s ta n te c a ra c te rís tic o , d e fu rtiv a e le g a n c ia , c o n tin ú a


d ic ie n d o : « s u s s e c u a c e s s o n m u y n u m e ro s o s , y co m o a lo s h o m b re s le s g u s ta n la s p a r a ­
d o ja s , y q u ie r e n a p a r e n t a r q u e e n tie n d e n lo q u e s u p e r a la c o m p re n s ió n d e l v u lg o , la s q u e
s o s tie n e co n re sp e c to a la n a tu r a le z a im p ro d u c tiv a d el tr a b a jo m a n u f a c tu re ro q u iz á h a y a n
c o n tr ib u id o e n b u e n a m e d id a a a u m e n ta r el n ú m e ro d e s u s a d m ira d o re s » . S m ith , op. cit.,
lib ro 4, c a p . 9.
VI. EL NUEVO MUNDO DE ADAM SMITH

La Revolución industrial, que tuvo lugar en Inglaterra y en el


sur de Escocia durante el últim o tercio del siglo XVIII, desplazó
hacia las fábricas y las ciudades industriales a los trabajadores
que h asta entonces habían producido m ercancías en sus cabañas
o alim entos y lana en sus granjas. Y tam bién traslad ó a otros que
habían producido m uy poca cosa, o nada. Los capitales que en un
tiem po eran invertidos por los m ercaderes en m aterias prim as que
se enviaban a las aldeas p ara ser convertidas en tejidos, o que
habían servido para adquirir la producción de artesanos indepen­
dientes, comenzaron en esa época a invertirse en m agnitudes mucho
m ayores en fábricas y m aquinaria, o en los jornales nad a genero­
sos m ediante los cuales su b sistían los trabajadores, aunque sólo
fuera por poco tiem po. La figura dom inante en esta tran sfo rm a­
ción, y por tanto cada vez m ás en la com unidad y en el Estado,
ya no fue el m ercader, cuya vocadión era la com pra y venta de
m ercancías, sino el industrial, orientado hacia la producción de las
m ism as.

Los historiadores han debatido el tem a de qué fue lo que inició


el proceso. ¿Se originó acaso en fortuitos episodios de innova­
ción, como el invento de la m áquina de vapor de W att p ara pro­
p u lsar el resto de la m aquinaria, y el de la m aquinaria mism a,
creada, p rincipalm en te p a ra las m a n u fa ctu ras textiles, de Ark-
w right, Kay y H argreaves, así como de otros m enos favorecidos
por la fama? (Dicho sea de paso, el producto textil, junto con el ali­
m ento y la vivienda, fue uno de los tres factores que en conjunto
determ inaban el nivel de vida de la gran m ayoría de la población
en aquellos tiem pos.) ¿O acaso h ab rá sido la Revolución indus­
trial resultado de un lúcido espíritu de em presa? ¿Se tratab a quizá
de u n avance prelim inar en un largo proceso m ediante el cual las
72 J O H N K E N N E T H G A L B R A ITH

invenciones, m uy lejos de constituir una fuerza independiente e in­


novadora, venían a ser el logro previsible de quienes, gracias a su
ingenio e inspiración, habían descubierto las posibilidades del
cam bio?
Pero no nos detengam os en este dilema. Sea cual fuere la fuen­
te de la Revolución industrial, ésta modeló profundam ente el desa­
rrollo económico. U na vez m ás, lo que aquí interesa es el contex­
to. Y de él surgen las dos figuras m ás célebres en la historia de
esta disciplina, a saber, Adam Sm ith y, tres cuartos de siglo m ás
tard e, K arl Marx. El prim ero fue el profeta de sus realizaciones y
el au to r de su s reglas orientadoras; el segundo fue el crítico del
poder que ese proceso otorgó a los dueños de lo que h ab ría de
denom inarse «medios de producción», y al m ism o tiem po, el críti­
co de la pobreza y la opresión que el proceso conllevó a los tr a ­
bajadores.
La figura de Sm ith p resenta un problem a de ubicación en el
tiem po. Su gran tratado, An Inquiry into the Nature and Causes
o f the Wealth o f Nations, se publicó, según queda dicho, en 1776.
P ara esas fechas los talleres y las m inas de la era in d u strial eran
ya u n a realidad en los cam pos de Inglaterra y en las Low lands de
Escocia. Según el g ran h isto riad o r francés de la econom ía, Paul
M antoux (1877-1956): «Si nos lim itam os a Inglaterra, es verdad
que desde el reinado de Enrique VII en adelante varios ricos m er­
caderes de paños del Norte y del Oeste desem peñaron entonces,
au n q u e en m enor escala, el m ism o papel que nuestros grandes in­
d u striales ejercen en la actualidad... En vez de lim itarse a actu ar
como m ercaderes, com prando telas de los tejedores y vendiéndo­
las en m ercados y ferias, procedieron a in stalar talleres que ellos
m ism os supervisaban. E ran fabricantes en el sentido m oderno de
la palabra.»^
Y sin em bargo, Sm ith no llegó a ver gran cosa de lo que en
el futu ro h ab ría de llam arse Revolución industrial; en efecto, no
conoció las fábricas realm ente grandes, ni las ciudades in d u stria­
les, ni los regim ientos de trabajadores dirigiéndose a los talleres
y retorn an d o de ellos, ni el surgim iento político y social de los

1. P a u l M a n to u x , T h e I n d u s tr ia l R e v o lu tio n in th e E ig h te e n C e n tu ry , tra d u c c ió n a l
in g lé s d e M a rjo rie V e rn o n (N u e v a Y ork, H a r c o u r t, B race, 1940), p á g . 33. E s ta o b r a , e x p o ­
s ic ió n c lá s ic a d e lo s o ríg e n e s y p rim e ro s tie m p o s d e la R ev o lu c ió n i n d u s tr ia l e n In g la te ­
r r a , fu e p u b lic a d a p o r p r im e ra vez e n P a rís e n 1905. U n a n u e v a e d ic ió n ( p ro lo g a d a p o r
m í) h a sid o p u b lic a d a p o r U n iv e rsity o f C h icag o P re s s e n 1983.
H I S T O R I A DE LA E C O N O M IA 73

em presarios. En realidad, la m ayor p arte del proceso tuvo lugar


tlespués de la publicación de su obra. Sm ith describe el trabajo en
una fábrica de alfileres, pero ju stam en te de u n a índole m uy dis­
tinta de lo que llegarían a ser las p lan tas industríales de los dece­
nios posteriores. Probablemente, fue la fábrica m ás fam osa en toda
la historia de la em presa económica. Alcanzó p ara él, como p ara
casi todos los que han escrito sobre este autor, una im portancia ca­
si m ística. Lo que captó su atención no fue la m aquinaria caracte­
rística de la Revolución industrial, sino la form a en que el trabajo
estab a dividido de modo que cad a trab a jad o r era un experto en
una m inúscula parte de todo el proceso. cdJn hom bre tira del alam ­
bre, otro lo endereza, un tercero lo corta, un cuarto lo afila, un
quinto aguza el otro extremo p ara insertarle la cabeza; la fabrica­
ción de esta últim a exige dos o tres operaciones distintas; colocar­
la es tarea especial, y blan q u ear los alfileres, otra; h asta colocar­
los en sus fundas de papel es todo un oficio.»^ De esta especiali-
zación, la división del trab ajo , provino la g ran eficiencia de la
em presa contem poránea; com binada con la n atu ral propensión hu­
m ana a «trocar, perm u tar y cam biar u n a cosa por otra»,^ sentó
las bases de todo el comercio. Pero ésta no fue la realidad de la
Revolución industrial. Si Smith hubiera podido ver las fábricas hu­
m eantes, la m aquinaria, las m asas de trab ajad o res que hicieron
su aparición a fines del siglo XVIII, eso es lo que le habría sorpren­
dido, y no la fabricación de los alfileres ni la división del trabajo.
Em pero, aunque Sm ith no haya visto ni previsto por completo
la Revolución industrial en su m anifestación cap italista acabada,
la verdad es que advirtió con gran claridad las contradicciones, la
obsolescencia y, por encim a de todo, el carácter socialm ente res­
trictivo de las motivaciones individuales del viejo orden. Y si bien
fue profeta del nuevo, m ás todavía era enemigo del antiguo. Nadie
puede leer La riqueza de las naciones sin darse cuenta del deleite
de su autor cuando aflige a los cómodos y preocupa a quienes pro­
fesaban las ideas y orientaciones convenientes y tradicionales de
su época. La obra de Sm ith es rica en elem entos razonables en
favor del nuevo m undo que entonces alboreaba; su m ayor contri­
bución fue la destinada a d estru ir el viejo m undo, y de esa forma,
ab rir paso al porvenir.

2. A d a m S m ith , L a riq u e za de la s n a c io n e s, lib ro I, cap . i.


3. I b id , lib ro I, c a p . 2.
74 J O H N K E N N E T H G A L B R A ITH

A dam Srnith nació en 1723 en u n a pequeña y poco brillante ciu­


dad, K irkcaldy, puerto poco im portante situado frente a E dim bur­
go, en la m argen opuesta del F irth of Forth, que años m ás tarde
se h a ría célebre por sus fábricas de linóleo y su p enetrante olor.
Su p a d re era el agente de ad u an as, representante local de la polí­
tica pro teccio n ista y de la fe m ercantilista que su hijo atacaría tan
te n azm e n te y llegaría a destru ir con ta n ta eficacia. D espués de la
escuela m unicipal, A dam Sm ith asistió a la U niversidad de Glas­
gow y luego al Balliol College, en Oxford, experiencia que celebra
en La naciones con u n a enérgica censura a los pro­
fesores públicos, como entonces se los llam aba, es decir, aquellos
cuyos sa la rio s eran independientes del tam año de sus clases o del
e n tu sia sm o que provocaran en el alum nado. Así, desprovistos de
todo incentivo, estos docentes, según afirm a Smith, se esforzaban
y tra b a ja b a n poco. A él le hab ría parecido m ucho m ejor que h u ­
bieran sid o rem unerados, como él lo sería posteriorm ente en G las­
gow, se g ú n el núm ero de estudiantes atraídos por sus clases. Las
opiniones de Sm ith en este aspecto no serían bien recibidas en una
u n iv e rsid a d norteam ericana m oderna.
D esd e Oxford, Sm ith retornó a la U niversidad de Glasgow,
en la c u a l fue profesor, prim ero, de lógica, y luego de filosofía
m oral. A llí, en 1759, publicó The Theory of Moral Sentiments, obra
a c tu a lm e n te casi olvidada y en gran parte precursora de su in­
teres en jg econom ía política. E n 1763 renunció a la universidad
p a ra co n v ertirse en tu to r del joven duque de Buccleuch y acom ­
p añ arlo e n sus viajes por el continente. Si bien la historia no re­
g istra lo s beneficios que el duque recibió de esta gira, en cam ­
bio re s u ltó ser u n a experiencia de sum a im portancia p ara Smith.
En S u iza visitó a Voltaire en el herm oso palacete que todavía
se le v a n to en las afueras de G inebra, en lo que es hoy Ferney-
V oltaire, y gg P arís y Versalles conoció, entre otros, a Q uesnay y
a T u rg o t. Un rasgo notable de La riqueza de las naciones es su
tono co sm o p o lita; las ideas, observaciones e inform aciones de su
au to r p ro v e n ía n de parajes muy distan tes de las fronteras de In ­
g la terra o de Escocia. Ello se debe indudablem ente a sus años de
viaje.
S m ith com enzó a escribir La riqueza de las naciones en F ran ­
cia, y c o n tin u ó trab ajan d o en ella durante diez años después de su
regreso a Inglaterra en 1766. Cuando finalmente la publicó, su éxito
fue in m e d ia to : la prim era edición, en dos volúm enes, se vendió
H I S T O R I A DE LA E C O N O M IA 75

totalm ente casi en seguida."* E d w ard G ibbon, am igo del autor,


escribió a A dam Ferguson en térm inos de aprobación extática:
«¡Con qué excelente obra ha enriquecido al público nuestro común
amigo el señor Adam Smith!», agregando que ésta ofrecía «las m ás
profundas ideas expresadas en el lenguaje m ás lúcido».® Pero esta
loa resulta tibia si se la com para con la de W illiam Pitt, quince
años m ás tarde, quien, hablando ante la C ám ara de los Comunes,
dijo de dicha obra que, en ella, ccel extenso conocimiento de detalle
y la profundidad de investigación filosófica [de Sm ith] han de su­
m inistrar, según creo, la mejor solución de todas las cuestiones
relacionadas con la historia del comercio y con el sistem a de la
economía política».® Como tuve ocasión de observar anteriorm ente,
«Nunca, desde entonces, por lo m enos en el m undo no socialista,
ha habido político alguno que apostara tan valerosam ente en favor
de u n economista».^
D espués de la publicación de esta fam osa obra, Sm ith fue de­
signado inspector de ad u an as en Edim burgo, sinecura de abolen­
go m ercantilista que ya había desem peñado su padre, y que él,
conform e a la reconocida tradición de su estirpe, era dem asiado
práctico para rehusar. M urió en Edim burgo en 1790; su casa y su
tum ba están allí, en Canongate, y deberían ser visitadas por cuan­
tos profesan aunque sólo sea un interés pasajero por la economía
política.

La riqueza de las naciones es un extenso tratad o que se caracteri­


za por su desorden, por sus divertidos p asajes y por su adm ira­
ble prosa, y junto con La Biblia y con El capital de Karl Marx,
uno de los tres libros que los eruditos de pacotilla creen tener de­
recho a citar sin hab er leído. E specialm ente en el caso de Smith,

4. Su p re c io e ra d e 1 lib ra y 16 c h e lin e s , y e q u iv a lía , d e s c o n ta n d o la in fla c ió n y la


ta s a d e c a m b io v a r ia b le d e la lib ra e s te rlin a , a u n o s 50 o 60 d ó la re s a c tu a le s ; q u iz á m ás.
No se s a b e c u á n to s e je m p la re s se im p rim ie ro n .
E n 1973, p a r a c e le b ra r el CCL a n iv e r s a r io del n a c im ie n to de A d a m S m ith , u n g ru p o
ili* e c o n o m is ta s b ritá n ic o s y de o tro s p a ís e s se re u n ió e n la c iu d a d de K ircald y . P a rte del
I o n te n id o d e e s te c a p ítu lo lo h e to m a d o d e la c o n fe re n c ia q u e p r o n u n c ié e n e s a o casió n ,
p o s te rio rm e n te p u b lic a d a e n m i lib ro A n n a ls o f a n A b id in g L ib e ra l (B o sto n , H o u g h to n
M iiflin, 1979), p á g s . 86-102.
5. C itad o en J o h n R ae, L ife o f A d a m S m ith (L o n d re s , M a c m illa n , 1895), p ág . 287.
I ii b io g ra fía d e R ae e s la o b r a c lá s ic a y q u iz á la ú n ic a d e d ic a d a e s p e c ia lm e n te a la v id a
lie S m ith .
6 W illiam P itt, d is c u rs o de p r e s e n ta c ió n d e l p r e s u p u e s to , 17 d e fe b re ro de 1792, ci-
i.u lo en Rae, p á g s . 290-291.
7 A n n a ls o f a n A b id in g L iberal, op. cit., p á g . 88.
76 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

ta n to peor p a ra ellos. Como dijera Gibbon, la redacción m ism a es


encantadora, los «hechos curiosos», tan alabados por David Hume,
son todav ía motivo de placer o de sorpresa. Quizá convenga incu­
rrir en u n a breve digresión, p ara d ar u nas cuantas m uestras.
P a ra los norteam ericanos, allí está su observación de que «la
reciente resolución de los cuáqueros en Pensilvania de poner en
lib ertad a todos sus esclavos negros, debe b astarn o s p ara saber
que no ten d rían muchos».* Y, anticipado a Thorstein Veblen, de­
clara que «para la m ayoría de los ricos, el principal goce de las
riquezas consiste en exhibirlas».^ Con respecto a los accionistas y
su función o inanidad, nadie sería m ás exacto en los dos siglos
siguientes; «Rara vez pretenden com prender cosa alguna de los ne­
gocios de la com pañía, y cuando no prevalece entre ellos el espíri­
tu de facción, no se m olestan en averiguar nada, sino que se con­
te n ta n con percibir sus dividendos sem estrales o anuales, en la
can tid ad que a los directivos les parece apropiado distribuirles.»^®
La observación m ás útil de Smith, que siem pre debería tenerse
en cuen ta cuando la alarm a nacional sustituye al pensam iento, no
se encuentra en La riqueza de las naciones, sino que fue p ro n u n ­
ciada en resp u esta a u n a declaración de sir John Sinclair en un
juicio oral sobre la rendición del general Burgoyne en S aratoga en
octubre de 1777. Sinclair había expresado el tem or de que la n a­
ción británica se viera en la ruina, a lo que respondió Smith: «Hay
g ran can tid ad de ruina en una nación.»^^
Tam bién sabem os p o j Sm ith que los gastos del gobierno civil
de la Colonia de la Bahía de M assachusetts «antes del comienzo
de los actuales d e s ó rd e n e s » ,re firié n d o s e a la Revolución, ascen­
dían m ás o m enos a 18.000 libras esterlinas por año, sum a b astan ­
te elevada si se la com para con las de Nueva York y de Pensilva­
nia, 4.500 libras en casa caso, y de Nueva Jersey, de 1.200.*^ Y nos
enteram os de que en ocasión de u n a gran torm enta, o «inunda­
ción», los ciudadanos del cantón suizo de U nterw ald hab ían cele­
brad o un a asam blea, en la cual cada uno de ellos hizo declaración
de bienes ante la m ultitud, p ara ser luego objeto de u n a contribu-

8. S m ith , op. cit., lib ro 3, ca p . 2.


9. Ib id ., lib ro I, c a p . 11, 2.® p a r te .
10. Ib id ., lib ro 5, c a p . 1, 3.® p a rte , a rtíc u lo I.
11. C ita d o e n R ae, op. cit., p ág . 343.
12. S m ith , op. cit., lib ro 4, ca p . 7, 2.® p a r te .
13. E s to s y o tr o s m u c h o s p o rm e n o re s re la tiv o s a la s c o lo n ia s re v e la n u n in te r é s q u e
s e g ú n R ae m u y p r o b a b le m e n te h a y a s id o e s tim u la d o p o r B e n ja m ín F ra n k lin , a q u ie n co­
n o c ió e n L o n d re s , h a b ie n d o sid o ta l vez a m ig o su y o .
H IS T O R IA DE LA E C O N O M IA 77

ción proporcional destinada a rep arar los daños, dando así uno de
los prim eros ejemplos de im puesto sobre el patrimonio.^'* Y por
último, verificam os que Isócrates, según los cálculos extrem ada­
m ente precisos efectuados por Sm ith, percibió la sum a de 3.333
libras, 6 chelines y 8 peniques (o sea, m ás de 100.000 dólares ac­
tuales), en pago de <do que hoy llam aríam os u n curso lectivo, im­
porte que no parecerá extraordinario como rem uneración de tan
im portante ciudad a tan fam oso profesor, quien adem ás enseñaba
la ciencia entonces m ás de m oda, la retórica».*^ Y añade que Plu­
tarco ganaba lo mism o. Quizá haya logrado destacar debidam ente
la diversidad de intereses de Adam Smith.

Son m uchos los aspectos de la ob ra de Sm ith que seducen al lec­


tor y lo alejan del núcleo principal de su contribución a la historia
de la economía, y m uchos los lectores que a lo largo de los años
h an cedido a esa seducción. Pero hay tres tem as fundam entales,
ya señalados en el capítulo I, en los cuales debe fijarse la aten­
ción. El prim ero de ellos, la noción de las v astas fuerzas que mo­
tivan la vida y el esfuerzo económicos, o sea, como se diría ordi­
nariam ente, la naturaleza del sistem a económico. El segundo, la
form a en que se fijan los precios, y cómo se distribuyen consi­
guientem ente los ingresos en salarios, beneficios y rentas. Final­
m ente, las políticas que el E stado aplica p ara fom entar y prom o­
ver el progreso económico y la prosperidad. Como m uestran los
ejem plos reseñados, debe su b ray arse u n a vez m ás que en La ri­
queza de las naciones nada es sistem ático; deben ped irse disculpas
a su autor por sugerir un orden que a é l le hab ría parecido sor­
prendente.
P ara Sm ith, el incentivo fundam ental de la actividad económi­
ca es el interés individual. Su consecución privada y com petitiva
es la fuente del máximo bien público. «No hem os de esperar que
n u estra com ida provenga —dice en su m ás célebre p asaje— de la
benevolencia del carnicero, ni del cervecero, ni del panadero, sino
de su propio interés. No apelam os a su hum anitarism o, sino a su
am or propio.»*^ Añade luego que el individuo «en este caso, como
en tanto otros, es guiado por u n a m ano invisible p ara la consecu-

14. S m ith , op. cit., lib ro 5, c a p . 2, 2.^ p a rte , a rtíc u lo 2.


15. Ib id ., lib ro I, cap . 10, 2.® p a rte .
16. Ib id ., lib ro I, cap . 2.
78 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

ción de u n fin que no en trab a en sus intenciones... Jam ás he sabi­


do que h ag an m ucho bien aquellos que sim ulan el propósito de
com erciar por el bien común. Por cierto que no se tra ta de una
pretensión m uy com ún entre los m ercaderes, y no hace falta em­
plear m uchas p alab ras p ara disuadirlos de ella».*^
La referencia a u n a m ano invisible tiene p ara m uchos cierta
resonan cia m ística; he aquí u n a fuerza espiritual que sostiene la
b u sca del interés propio y que guía a los hom bres en el m ercado
hacia el m ás benigno de los fines. E sa creencia inflige a Sm ith
u n a grave injusticia; en efecto, la m ano invisible, la m ás fam osa
m etáfora de la econom ía, sólo fue eso: una m etáfora. Como hom ­
bre de la Ilustración, nuestro au to r no trató de procurar p ara su
argum ento ningún apoyo sobrenatural. En los últim os capítulos se
re la ta rá cómo, en n u estra época, el m ercado llegó a ad q u irir real­
m ente u n aire de beneficencia teológica que Sm ith no h ab ría apro­
bado.
Y sin em bargo, como asunto puram ente secular, el paso que
dio Sm ith fue realm ente enorm e. H asta aquel entonces, la persona
dedicada a enriquecerse había sido objeto de duda, sospecha y des­
confianza, sentim ientos que d atab an no sólo de la E dad Media,
sino de tiem pos bíblicos y de las Sagradas E scrituras m ism as. En
cam bio, ahora, al cultivar su propio interés, se convertía en bene-
factora pública. ¡Qué redención, qué transform ación extraordina­
ria! N unca en la historia se h abía prestad o sem ejante servicio a la
inclinación personal. Y este favor sigue vigente en la actualidad.
Así com o la voz de los fisiócratas se deja oír todavía en las reu­
niones de los agricultores, el egoísmo benéfico del carnicero, el cer­
vecero o el pan ad ero y la orientación benévola de la m ano invisi­
ble reviven cada vez que los m iem bros de la C ám ara de Comercio
de los E stados Unidos, la Mesa R edonda de los Negocios, o bien,
com o en el m om ento de escribir estas líneas, el gabinete del presi­
dente Reagan, se reúnen p ara prom over el reforzam iento m utuo,
el rejuvenecim iento retórico y oratorio, y el exam en de la ^ p o líti-
cas y de la acción p ú b l i c a s ^

El valor y la distribución —es decir, los precios y la adjudicación


del p ro d u cto — constituyen el segundo de los tem as básicos de la

17. I b id ., libro 4, cap. 2.


H IS T O R IA D E LA E C O N O M IA 79

economía que encaró Sm ith, tem as que sobreviven en los libros


de texto de microeconom ía de n u estro s días. Al precisarlos y defi­
nirlos, Smith reveló su propia capacidad p ara interpretar su época.
Cuando los trabajadores com enzaron a ag ru p arse en las fábricas,
adquirió gran relevancia la form a de determ inar los salarios. Y a
m edida que el capitalista asum ía el dom inio de la producción, fue
planteándose la cuestión de su beneficio, de la form a en que éste
debía determ inarse y justificarse. C uando el agricultor arren d ata­
rio reem plazó al aparcero o al siervo, la ren ta de la tierra se con­
virtió en asunto de im portancia. Y se vio que los precios g uarda­
b an u na evidente relación con todos esos elem entos constitutivos.
Adam Smith dio a la economía política su estructura moderna. Pero
esta estructura le fue revelada, a su vez, por las etapas iniciales de
la Revolución industrial.
Si bien fue él quien precisó las cuestiones de los precios y de
la distribución del producto como tem a central p ara entender la
economía, debe reconocerse tam bién que sus respuestas no se con­
sideraran satisfactorias d u ran te m ucho tiem po. Con respecto a los
precios, le intrigó la circunstancia ta n in teresante como p ertu rb a­
dora, ya m encionada anteriorm ente, de que m uchos de los elemen­
tos mejores o casi indispensables p ara la vida son gratuitos o poco
menos. Así, el agua, por m ás variable que fuese en aquel entonces
su calidad, era muy b arata o gratuita, m ientras que los diam an­
tes, (da m ayor de todas las superfluidades», eran, como hoy, su­
m am ente caros. De aquí provenía la inquietante diferencia entre
el valor de uso y el valor de cam bio. Como en el caso del agua
potable, el valor de uso podía ser m uy elevado, y el valor de cam ­
bio muy bajo. A la inversa, las p iedras preciosas, con tan poco
valor de uso, tenían un gran valor de cam bio. El enigm a de la
diferencia entre valor de uso y valor de cam bio ta rd a ría en resol­
verse otro siglo o m ás, h asta que, en uno de los triunfos secunda­
rios de la teoría económica, se descubrió el concepto de utilidad
m a r g i n a l.S e g ú n éste, el factor determ inante es la necesidad o
uso m enos urgente, o m arginal. La utilidad m arginal del agua es
pequeña debido a su abundancia, m ientras que la del diam ante se
m antiene elevada debido a su escasez. En un desierto, podría lie-

18. H u b e r t P h illip s ex p licó u n a v ez el d ile m a d e S m ith e n v e rso : « E l a s tu to p á ja r o /


n u n c a h a b ía o íd o / n a d a d e la u tilid a d m a rg in a l.» C ita d o e n A le x a n d e r C ra y , T he D eve-
lo p m e n t o f E c o n o m ic D o ctrin e (L o n d re s , L o n g m a n s, C re e n , 1948), o p. c it., p ág . 128.
S o b re e s te c o n c e p to se d ir á a lg o m á s e n el c a p ítu lo IX .
80 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

garse a cam biar la gem a m ás grande y resplandeciente por un trago


de agua, pues la escasez obra prodigios h asta en lo relativo a la
u tilidad m arginal del agua.
Sm ith resolvió el problem a en su época lim itándose a dejar de
lado el valor de uso y preconizando u n valor de cam bio que era
u na versión de lo que llegaría a conocerse como la «teoría del valor
trabajo». Según ésta, el valor de cualquier posesión se mide, en
definitiva, por la can tid ad de trab ajo por la cual puede ser cam ­
biada. «El valor de cualquier bien... p ara la persona que lo posee...
equivale a la can tid ad de trab ajo que con él puede com prar o en­
cargar. En consecuencia, el trab ajo es la m edida real del valor de
cam bio de todos los bienes.»*®
Pero esto no es todo. En otro de sus pasajes característicos,
resu lta que el valor de cam bio depende, aparentem ente, de todos
los costes de producción de los bienes, solución que exige, como
siem pre, u n a b u en a explicación de qué es lo que determ ina los
costes; de lo contrario, el problem a de la determ inación del precio
se tra sla d a sim plem ente de uno a otro conjunto de incógnitas.
La am bigüedad en la cual Sm ith dejó finalm ente la cuestión
de la determ inación del precio ha sido debatida interm inablem en­
te por los estudiosos. Pero éste es un entretenim iento que no debe
preocuparnos. El hecho es sim plem ente que el propio Sm ith nff
llegó a decidirse.
Refiriéndonos a lo que determ ina la participación en los ingre­
sos procedentes de la venta del producto, que debe adjudicarse res­
p ectivam en te a trab a jad o res, te rraten ien tes y cap italistas, Sm ith
volvió a especificar la pregunta que debía form ularse, y volvió a
ser am biguo en la respuesta. Según él, el salario era, en general,
el coste de atra er al trab a jad o r a su trabajo y de m antenerlo p ara
que siguiera desem peñándolo. Sobre esta base, David Ricardo íor-
m ularía la ley de bronce de los salarios, según la cual la c l a ^
trab ajad o ra percibe la rem uneración m ínim a indispensable p ara su^
supervivencia. \
La rem uneración del c a p ita l^ del capitalista —pues no d istin ­
guía claram ente entre interés y beneficio— es un asunto que Smith
sólo llegó a deducir, con cierta dificultad, de la teoría del valor
trabajo. La can tid ad de trabajo y el coste consiguiente p ara su s­
ten tarlo determ inan el precio. Por lo tanto, la rem uneración del

19. Smit, o p . c it., libro I, cap. 5.


H IS T O R IA D E LA E C O N O M IA 81

capital debe co n stitu ir u n a exacción, por p a rte del cap italista,


sobre la legítima porción perteneciente al trabajador, cuya labor
establece el precio, y a quien corresponde, presumiblemente, el pro­
vecho obtenido de la venta del producto. De modo que se trata de
la apropiación de un valor excedente, diferencia entre el valor crea­
do por el trabajado r y su paga, que, u n a vez m ás, tiene aparente­
m ente derecho a reclam ar. Y aquí dejó Sm ith la cuestión, en la
m edida en que su posición es clara. E sta noción inocentem ente
subversiva sería tam bién elaborada y refinada por Ricardo en el
siglo siguiente. Y se convertiría en u n a fuente principal de indig­
nación y agitación revolucionarias en K arl Marx.
Y por último, la renta de la tierra. La atención dedicada a este
asunto en los escritos de Smith, y posteriorm ente en los de Ricar­
do y otros autores, presenta hoy un aspecto ligeram ente arcaico.
¿Por qué se ocuparon tan to de esta cuestión p articu lar del coste y
de los ingresos? Debemos recordar la im portancia que tenía la renta
de la tierra en épocas en que la agricultura revestía u n a significa­
ción económ ica fundam ental y el pago de los arren d atario s por el
uso de la tierra co n stituía u n a de las principales (y opresivas)
transferencias de renta.
Con respecto a la renta de la tierra, una vez m ás, Sm ith emitió
explicaciones diferentes y contradictorias. Luego de h ab er hecho
de ella un determ inante del precio, ju n to con los salarios y el be­
neficio, la convierte en un residuo de los ingresos por ventas una
vez pagados los salarios y los beneficios. «La ren ta de la tierra...
en tra en la com posición del precio de las m ercancías de diferente
m anera que los salarios y el beneficio. Los salarios y los benefi­
cios altos o bajos son la causa de los precios altos o bajos, mien­
tras que la renta, baja o elevada, es su efecto.»^*’ Luego relaciona
el nivel de este residuo con la calidad de la tierra; «La ren ta de la
tierra se eleva en proporción con la calidad de los pastos.
Aquí se desliza tam bién un m atiz fisiocrático; efectivamente,
en m ateria de agricultura, sostiene Sm ith, la n atu raleza trab a ja
junto con el hom bre, poniendo algo de su p arte —u n a vez m ás un
produit n et—. Es particu larm en te p ertu rb a d o ra la contradicción
entre la noción de precios propuesta por Smith, según la cual éstos

20. Ib id ., lib ro I, cap . 11. E n E ric Roll, A H isto r y o f E c o n o m ic T h o u g h t (N u ev a York.


I’ir n tic e H all. 1942), op. cit., p á g s . 173 y s s ., fig u ra u n a e x p o s ic ió n m á s d e ta lla d a y su-
imi m e n te id ó n ea d e la s id e a s de S m ith s o b re la re n ta .
.’ I S m ith , op. cit., lib ro I, c a p . 11, 1.^ p a rte .
82 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

responden al coste del trabajo incorporado al producto, y su con­


cepto de la función de la tierra, que ccen casi cualquier situación,
produce u n a can tid ad de alim entos m ayor de la n ecesaria p ara
m antener a to d a la m ano de obra que se requiere p ara llevarla al
m e rc a d o ) ) .L a solución a este problem a es volver a poner a Smith
en m anos de quienes se ganan eruditam ente el sustento ocupán­
dose de su s contradicciones.

Y en tercer lugar, por últim o, veam os lo que dice Sm ith sobre lo


que llam aríam os actualm ente la política pública referente a los fac­
tores que estim ulan el crecim iento económico. No todas sus ideas
al respecto son originales, pues tiene una deuda en su ataq u e al
pensam iento m ercantilista con predecesores tan notables como el
m uy inteligente sir W illiam Petty (1623-1687). Tam bién se funda
en los en say o s de su g ran am igo de E dim burgo, D avid H um e
(1711-1776). Pero m uchas de sus teorías son producto de sus pro­
pias observaciones, de su sentido común, y del ya m encionado pla­
cer que experim entaba al desm antelar las creencias establecidas.
Su recom endación m ás urgente en m ateria de política pública
es la libertad de comercio interior e internacional. G ran p arte de
su razonam iento, quizá u n a p arte excesiva, proviene de la fasci­
nación que sentía por la división del trabajo —la fam osa fábrica
de alfileres —. Sólo con la libertad de trueque y de comercio pue­
den algunos trab ajad o res especializarse en la fabricación de alfile­
res, otros en actividades diferentes, y entre todos establecer el in­
tercam bio que satisface las d istin tas necesidades del consum idor.
Si no existe libertad de comercio, cada trabajador debe concentrar­
se de m odo in co m p eten te en la fabricación de su s pro p io s alfi­
leres, y d esaparecen las econom ías de la especialización. De elfo
Sm ith concluye que cuanto m ayor ^ el área de intercam bio, mía-
yor re su lta la o p o rtu n id ad de especialización, es decir, de divi­
sión del trabajo, y parí passu, m ayor la eficiencia, o como d iría­
m os ahora, la productividad del trabajo. La división del trabajo se
ve lim itada, en o tra de las fam osas conclusiones de Sm ith, por el
tam añ o del m ercado. Esto arguye en favor de u n área de libre co­
mercio lo m ás vasta posible, que proporcionaría, consiguientem en­
te, la m áxim a eficiencia posible del trabajo.

22. Ibid.
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 83

Es sum am ente probable que la aplicación de la energía y de la


m aquinaria a la producción, aun en tiem pos de Smith, haya podi­
do representar una fuente de eficiencia m ucho m ayor que la apli­
cación de los trabajadores a tareas especializadas. Y, sin duda,
así ha ocurrido desde entonces. Pero ello no im pide que en la ac­
tualidad la división del trabajo preconizada por Sm ith constituya
todo un tótem de la eficiencia, un estereotipo en todo debate sobre
políticas de comercio internacional.
La defensa del libre cam bio por p arte de Sm ith se convierte en
un ataque directo contra la concepción m ercantilista del oro y la
plata como fundam ento de la riqueza nacional, y contra la creen­
cia de que las restricciones al intercam bio pueden aum entar las
existencias de m etales preciosos. Ya en las prim eras líneas de La
riqueza de las naciones Sm ith proclam a que ni el oro ni la plata
constituyen la riqueza de un país. Es ael trabajo anual de cada
nación la fuente original que le pro p o rcio n a la satisfacción de
las necesidades y las com odidades de la vida».^^ La riqueza está
en función de «la preparación, la d estreza y el juicio que se des­
pliegan en la aplicación general del trab ajo [de la nación], y en
segundo lugar, de la proporción entre el núm ero de las personas
em pleadas en un trabajo útil, y el de las que no lo están».
Tales son, pues, las cuestiones que deben encarar las políticas
públicas, y, si lo hacen con acierto, los precios serán bajos y el
sum inistro de m ercancías ab u ndante. El oro y la plata vendrán
del extranjero p ara adquirir los productos del país, y la acum ula­
ción de m etales preciosos te n d rá lu g ar esp o n tán eam en te. Los
dem ás países, en efecto, no pueden im pedir que sus habitantes
envíen su oro y su plata al exterior. Form ulando un descubrim ien­
to en m ateria de regulación de cam bios qqe se repetiría una y otra
vez en lo sucesivo, observa que «todas las sanguinarias leyes de
líspafia y Portugal son im potentes p a rá conservar en esos países
el oro y la plata». Y con una reflexión muy suya, recuerda a quie­
nes tem en que llegue a escasear el dinero que ninguna queja «es
más com ún que la de la escasez de dinero. Éste, como el vino,
siem pre resultará escaso p ara quienes carecen de los medios de
comprarlo o del crédito para que se lo fíen.»^^ En u n a observación

23. S m ith , In tr o d u c tio n .


24. Ib id .
25. S m ith , op. cit., lib ro 4, c a p . 1.
26. Ib id .
84 J O H N K1 N N I I I I ( . A l M R A I T H

congruente con la teoría m onetaria clásica, recuerda que «Europa


no se ha enriquecido m ediante la iiiiporlación de oro y plata a raíz
del descubrim iento de América. Dada la abundancia de las m inas
am ericanas, esos m etales se han abaratado.»
Pero Sm ith no es rígidam ente dogm ático en m ateria de com er­
cio libre; adm ite la conveniencia de aranceles en in d u strias esen­
ciales p a ra la defensa y, dado el caso, con carácter de represalia
por la aplicación de o tras abusivas en el extranjero, aconsejando a
la vez que vaya retirándose gradualm ente el apoyo a las em presas
protegidas y a sus trabajadores. Pero no m ucho m ás. «Es m áxim a
de todo cabeza de fam ilia prudente no intentar nunca fabricar en
su casa lo que le salga m ás barato com prar... Y lo que es prudente
en la econom ía dom éstica, difícilm ente podría resu ltar insensato
en la de un gran reino.»^®
Así como Sm ith era contrario a las restricciones en el inter­
cam bio internacional, tam bién se oponía a las del com ercio nacio­
nal y con las colonias. En una época en la que eran com unes los
tra to s de favor, los privilegios y la cesión de monopolios oficiales,
se oponía a todos ellos. Tam bién se m anifestó contrario a las aso­
ciaciones que fo rm aban entre sí los productores y los trab ajad o ­
res, si bien, en un com entario m arginal característico, observó que
existían m ás leyes contra prácticas sim ilares de los m ercaderes y
m anufactu rero s que los em pleaban. Pero no era del todo optim is­
ta en cuanto a la posibilidad de hacer frente a las alianzas priva­
das. En efecto, el im pulso favorable a esta clase de asociaciones
era m uy fuerte. En otro pasaje inm ortal observa que «las perso­
n as de un m ism o ram o rara vez llegan a reunirse, au nque sólo
sea con fines de jolgorio y divei;^sión, sin que la conversación ter­
m ine en u n a conspiración contra el público, o en alguna m aquina­
ción p ara elevar los precios. Es imposible... —sigue diciendo— im- i
pedir tales reuniones m ediante cualquier ^ley aplicable, o com pati- /
ble con la libertad y la justicia. Pero si biqh la ley no puede im pedir
que las gentes de u n m ism o oficio o profesión se congreguen oca­
sionalm ente, no debe hacer n ad a que facilite esas asam bleas y,
m ucho m enos, que las vuelva necesarias.»^^
í

27. Ih id .
28. O p. cit., lib ro 4, c a p . 2. U n a vez m á s , el m o d e rn o e s tu d io s o p u e d e d e s c u b r ir a q u í
la fa la c ia d e c o m p o s ic ió n . U n a s a b ia p o lític a p ú b lic a , co n to d a su d iv e rs id a d d e n e c e s id a ­
d e s y c o n to d a s u c o m p le jid a d , n o tie n e p o r q u é c o in c id ir co n la s re g la s q u e rig e n a u n a
fa m ilia , p o r m á s i l u s tr a d a y p r u d e n te q u e é s ta se a.
29. Ib id ., lib ro I, c a p . 10, 2.® p a rte .
H I S T O R I A D E LA E C O N O M IA 85

Un siglo después, en Estados Unidos se intentó, en cierto modo,


poner en práctica lo que a Sm ith le parecía im posible, y se trata
de un esfuerzo que persistiría durante otros cien años. La ley Sher-
m an, y otras posteriores, p ro h ib irían que los integrantes de un
mism o ram o, aun habiéndose reunido con fines de juerga y diver­
sión, se pusieran a hablar, y m ucho m enos ponerse de acuerdo,
sobre precios. E sta prohibición tropezó con no pocas de las difi­
cultades previstas por Smith.
De Sm ith proviene la adhesión a la com petencia como princi­
pio de todas las sociedades capitalistas, suponiéndose que puede
garantizar el mejor funcionam iento posible de la economía. Pero
en cam bio tuvo m ucho m enos influencia la advertencia del mismo
autor en cuanto a la institución que, conjuntam ente con el propio
Estado, podría destru ir la com petencia. Se tra ta b a de la com pañía
p aten tad a por el Estado, o sea, en térm inos m odernos, la socie­
dad anónim a. Su crítica de estas sociedades se dirigió especial­
mente contra las que disfrutaban de privilegios monopolistas, como
ocurría en la era colonial. Pero por otra parte, tam poco tenía un
concepto elevado de su eficacia. R efiriéndonos nuevam ente al
m undo actual, Smith quedaría aterrado ante u n medio en el cual,
como en E stados Unidos, un m illar de sociedades anónim as domi­
n an el panoram a industrial, com ercial y financiero, y son dirigi­
das por adm inistradores asalariados, algo que p ara Sm ith debía
deplorarse especialm ente. «Siendo gestores del dinero ajeno, y no
del propio, difícilmente puede esperarse que lo cuiden con la misma
viva diligencia que suelen desplegar los m iem bros de una socie­
dad privada p ara vigilar sus fondos... En consecuencia, es eviden­
te que la negligencia y la prodigalidad prevalecerán siem pre, de
uno u otro modo, en la adm inistración de los asu n to s de tal com-
pañía.))^*^

Los consejos y recom endaciones de Sm ith se extienden tam bién a


otros aspectos de la economía. Como cu ad ra a la reputación de
sus antepasados étnicos, exhorta a la parsim onia en los gastos per­
sonales y hace extensivo este consejo, en térm inos enérgicos, al
Estado. Lim ita rigurosam ente la actividad del gobierno a la ges­
tión de la defensa común, la adm inistración de la justicia y la cons­

30. O p . c it., libro 5. 3.® parte, artículo 1.


86 J O H N K R N N E T H G A L B R A ITH

trucción de las obras públicas necesarias. Sus norm as en m ateria


trib u taria , ju stam en te célebres, prescriben que los im puestos sean
de percepción segura, convenientes, y económicos en su evalua­
ción y recaudación. Es partidario de que se aplique, como m íni­
mo, un im puesto sobre la renta de carácter proporcional: «Los súb­
ditos de todo E stado deberían contribuir al sostén del gobierno, lo
m ás ajustad am en te posible, en proporción a sus respectivas posi­
bilidades; es decir, en función de los ingresos que respectivam en­
te perciben bajo la protección com ún del Estado.
Pero no todas las ideas de Smith pueden com entarse aquí. Para
intentarlo sería preciso escribir otro libro tan volum inoso como el
suyo, y hacer m enos claro, como él lo hace con su am or al detalle,
el meollo central y vital de su pensam iento, o sea, precisam ente el
que hem os procurado describir en estas páginas.

31. I b i d ., libro 5, cap. 2, 2.® parte.


V II. R E F IN A M IE N T O , A FIR M A C IÓ N
Y LAS S E M IL L A S D E LA R EV U ELTA

Con Adam Sm ith la historia del pensam iento económico regis­


tró el m ayor de sus progresos. Como dice Eric Roll, «el apóstol
del liberalism o económico habló en térm inos lúcidos y persuasi­
vos». Se dirigía a «una audiencia dispuesta a recibir su mensaje...
[y con] la voz de los industriales que estab an ansiosos por b arrer
con todas las restricciones del m ercado y de la oferta de mano
de obra; rem anentes del anticuado régim en del capital m ercantil y
de los intereses de los terratenientes».^ D urante los cien años si­
guientes, y aún m ás, los econom istas de la escuela tradicional se
dedicaron a enm endar y refinar sus conclusiones, a luchar para
resolver sus am bigüedades y a b u scar la form a de com pletar su
sistem a en otros aspectos.
La obligación im puesta al historiador funcional, al escritor que
no sólo se interesa por la historia sino tam bién por su relevancia
m oderna, adquiere especial com plejidad cuando exam ina la cien­
cia económ ica después de Adam Sm ith. A p artir de entonces, en
m ayor grado que anteriorm ente, se le planteaba el problem a, antes
inadvertido, de seleccionar entre una gran cantidad de m aterial las
ideas de im portancia principal y p erdurable. G ran p arte de las
obras publicadas después de Sm ith revisten un interés puram ente
transitorio. Se presentaban ideas, se form ulaban teorías, se hacían
observaciones sobre las continuas y a veces am argas polémicas de
la época, que no llegaron a sobrevivir. Hubo tam bién elocuentes re­
presentantes de la tradición establecida —como, por ejemplo, John
S tuart M ili— que fueron los grandes docentes de su época, pero
que no m odificaron en form a sustancial la ancha corriente del pen­
sam iento económico. G ran parte de esta producción, especialm en­
te en lo que se refiere a las polém icas, debe p asarse por alto para

1. E ric Roll, A H isto r y o f E c o n o m ic T h o u g h t, op. cit. (N u e v a Y ork, P re n tic e H all,


1942), p ág . 156. (V e rs ió n c a s te lla n a , F C E .)
88 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

que los tem as esenciales no se pierdan en la m asa de referencias.


Una vez m ás, la piedra de toque debe ser, no un exam en general
de to d as las aportaciones —ya son dem asiados los que h an inten­
tado h acerlo —, sino la seguridad de no hab er om itido n ad a de im ­
portancia perm anente.
E n los años subsiguientes a la m uerte de Smith, surgieron tres
gran d es fig u ras que refin aro n y am p liaro n su obra; se tra ta b a
de tre s au to res casi ex actam ente contem poráneos, a sab er, un
francés, Jean -B ap tiste Say (1767-1832) y dos ingleses, Thom as
Robert M althus (1766-1834) y David Ricardo (1772-1823). Los tres,
pero M althus y Ricardo en particular, presenciaron el vigoroso flo­
recimiento de la Revolución industrial, y, perfeccionando la obra de
Smith, trataro n de que la ciencia económica se desarrollara en con­
sonancia con este enorm e cambio. Con ellos llegó la teoría econó­
m ica correspondiente al orden industrial.
Jean-B aptiste Say era u n hom bre de negocios que desde tem ­
p ran a edad actuó como precursor en m ateria de seguros de vida.
Luego se convirtió en profesor y finalizó su carrera en el Collége
de France. Por ser francés, y no pertenecer, por tanto, a la enton­
ces (y después) hegem ónica tradición del idiom a inglés —resu l­
tante y exponente de la preeminencia industrial de Gran B retaña—,
los historiadores no se han ocupado tanto de él como de M althus
y de Ricardo. Hay quienes sim plem ente lo h an dejado de lado con­
siderándolo u n au to r que no aportó n ad a nuevo y que únicam ente
tran sm itió el m ensaje de Adam Sm ith al público francés que lo
necesitaba.
En realidad, hizo m ucho m ás que eso. La transform ación del
conjunto desordenado de ideas e inform ación de La riqueza de las
naciones en u n a presentación m ás ordenada, tan propia del pen­
sam iento francés, fue sólo u n a p arte de su tarea. En cuanto a la
susodicha necesidad, no le cabía d u d a alguna: com binando con
tacto excepcional la crítica y el encopiio, declaró que «la ob ra de
Sm ith es sólo u n a confusa aglom eración de los principios m ás só­
lidos de la econom ía política, con apoyo de lum inosos ejem plos y
de las m ás curiosas nociones de estadística, m ezcladas con refle­
xiones instructivas».^ Su p ropia obra principal. Traite d ’Économie
Politique, es un trab ajo m ucho m ás conciso, que tuvo u n a gran

2. J e a n B a p tis te S ay , T ra ite d ’É c o n o m ie P o litiq u e , c ita d o e n A le x a n d e r C ra y , T he


D e v e lo p m e n t o f E c o n o m ic D o c trin e (L o n d re s, L o n g m a n s, G reen , 1948), op. cit., p á g . 267.
H IS T O R IA D E LA E C O N O M IA 89

circulación, tanto en francés como traducido. La m enor estim a en


que se lo ha tenido, en com paración con las obras de otros auto­
res de su tiem po, ha sido atrib u id a a su m ayor legibilidad y popu­
laridad. Esto es siem pre u n peligro.
Sus antecedentes como hom bre de negocios llevaron a Say a
resaltar el bien definido e incluso decisivo papel del em presario,
el individuo que concibe la em presa o se hace cargo de ella, des­
cubre y explota la oportunidad, y encarna la fuerza m otriz de las
transform aciones y las m ejoras de la economía. Al exponer estas
ideas anticipó, entre otras, las de Joseph Alois Schum peter. Pero
la principal contribución de Say al pensam iento económico, que
desde hace 130 años constituye u n a aportación perdurable y de
sum a influencia, fue su ley de los m ercados. Los libros de texto
actuales se siguen refiriendo a ella con el nom bre de la ley de Say.^
La ley de Say sostiene que la producción de bienes genera una
dem anda agregada efectiva (es decir, realm ente gastad a) suficien­
te p ara com prar todos los bienes ofrecidos. Ni m ás, ni menos. Por
lo tanto, nunca puede originarse en el sistem a económico una su­
perproducción generalizada. En térm inos algo m ás m odernos, esta
ley viene a expresar que el precio de cada unidad de producto ven­
dido genera unos ingresos bajo la form a de salarios, intereses, be­
neficios o rentas de la tierra, suficientes p ara com prar dicho pro­
ducto. Alguien, en alguna parte, percibe todo ese valor. Y una vez
percibido, lo desem bolsa, h a sta igualar el precio de lo producido.
En consecuencia, nunca puede ocurrir una insuficiencia de la de­
m anda, que es la otra cara de la m oneda de la superproducción.
Es posible, eso sí, que algunas personas ahorren p arte de los in­
gresos resultantes de la venta. Pero u n a vez realizado ese ahorro,
h ab rán de invertirlo, asegurando así la continuidad del gasto. In­
cluso en el caso de que atesoren p arte de dichos ingresos no se
m odificará la situación, pues entonces los precios bajarán, p ara
adaptarse al m enor flujo de ingresos. Una vez m ás, no h ab rá ex­
ceso general de bienes ni insuficiencia generalizada de capacidad
adquisitiva.
No todos aceptaron la ley de Say. Como pronto veremos, Tho-
m as Robert M althus tenía sus d udas, y con razón. Y en el decenio
siguiente hubo períodos repetidos y cada vez m ás penosos de cri-

3. V éase, p o r ejem p lo , P a u l A. S a m u e ls o n y W illiam D. N o rd h a u s , E c o n o m ic s, 12.^


e d ic ió n (N u e v a Y ork, M c G ra w H ill, 1985). p á g s . 366-367.
90 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

sis y depresión, d u ran te los cuales las m ercancías no podían ven­


d erse y, en consecuencia, la fuerza de trabajo se qu ed ab a sin
em pleo. Todo parecía indicar que, con toda seguridad, había algún
facto r en alguna p arte de la econom ía que provocaba u n a insufi­
ciencia del poder adquisitivo. Los econom istas opusieron a esta
id e a el concepto de un ciclo económico recurrente que ocasionaba
d esaju stes tem porales, pero que no alterab a las condiciones fun­
d am entales. Y de este modo sobrevivió la ley de Say.
Y no sólo sobrevivió, sino que su aceptación llegó a convertirse
en el índice de un adecuado nivel de refinam iento en m ateria de
econom ía. Se tra ta b a de la p rueba de fuego m ediante la cual se
diferenciaba a los genuinos estudiosos de los farsan tes y los m a­
niáticos, o sea, de quienes por debilidad intelectual no podían o
no querían ver cuán obviam ente la oferta creaba su propia dem an­
d a. E ra ta m b ién u n a in d isp en sab le y ag u errid a defensa co n tra
aquellos que, m ediante la m onetarización de la plata, la im presión
y p u esta en circulación de papel m oneda, y el endeudam iento y
g asto gubernam ental, se proponían aum entar el poder adquisitivo
p a ra su p erar lo que era falsam ente percibido como u n a insuficien­
cia de la dem anda. Se tra ta b a de u n a receta contra un m al que no
p odía existir.
La ley de Say prevaleció triu n fan te h asta la G ran Depresión.
Sólo en esas circunstancias pudo ser refutada por John M aynard
K eynes, quien sostuvo y argum entó influyentem ente, que podía
h a b e r (y que entonces había en efecto) u n a insuficiencia de la de­
m an d a. Podía en verdad darse u n a preferencia por la retención y
atesoram ien to de dinero, es decir, u n a preferencia por la liquidez;
y que los precios no se ajustaran a un flujo de dem anda menor. En
este caso, las m ercancías, en general, dejarían de venderse, y quie­
nes las fab ricab an q uedarían sin empleo. El Estado, por su parte,
podía y debía rem ediar la situación, endeudándose y gastando para
com plem entar el flujo de dem anda. Esto puso fin al extraodinario
reinado de Jean-B aptiste Say.
T am bién acabó en esta form a u n a de las principales restriccio­
nes a la enseñanza de la ciencia ecoúómica y al pensam iento e
im aginación de académ icos, que había; afectado a cuantos habían
hecho estudios en esta m ateria. M ientras se creyó que estab a ase­
g u rad a u n a dem anda suficiente de m ercancías, el nivel de activi­
d ad del m ercado era, en térm inos reales, óptimo; no hacía falta
m edida alguna del E stado ni del banco central p ara aum entarlo o
H I S T O R I A D E LA E C O N O M IA 91

dism inuirlo. Pero al perder vigencia la ley de Say, el control de la


dem anda agregada —o sea, lo que los gobiernos, directam ente o
por interm edio de los bancos centrales, deberían hacer p ara au­
m entar o dism inuir la renta y el poder adquisitivo— se convirtió
en una preocupación obvia. El valor y la distribución, los precios,
los salarios y otros conceptos perdieron m uchos puestos en la je­
rarquía del pensam iento económico, como lo indica la actual de­
signación de su estudio bajo el nom bre de mzcroeconomía. En cam­
bio, la gestión de la dem anda se convirtió en el nuevo sector al
que se dedica m ayor atención y se reconoce m ayor prestigio, bajo
el nom bre augusto de macroeconomía. La m acroeconom ía nació al
liberarse la disciplina del largo reinado de Jean-B aptiste Say.

Thom as Robert M althus, clérigo británico de instinto aristocráti­


co, fue el prim ero de un trío de figuras im portantes en la historia
del pensam iento económico cuyos recursos financieros personales
provinieron, no de la universidad ni de honorarios por servicios
de preceptor privado, como en el caso de Smith, ni del m undo de
los negocios, como sucedió con Say y con Ricardo, sino del bené­
volo empleo que le ofreció la C om pañía B ritánica de las Indias
O rientales. Los otros dos integrantes de ese trío fueron Jam es y
John S tuart Mili. Todos ellos sirvieron a la John Company —como
entonces se la denom inaba— sin h ab er visitado jam ás la India.
M althus, en particular, desem peñó la docencia en el Haileybury
College, de H ertfordshire, institución que form aba a los jóvenes
para trab a jar en la Compañía.
Los dos libros de M althus, An Essay on the Principie o f Popu-
lation y Principies o f Political Economy, ab arcan gran variedad de
m aterias, pero sólo aportaron a la ciencia económ ica dos proposi­
ciones, una de las cuales, rivalizando con la de Say, ha prevalecido
poderosam ente h asta la actualidad. La otra, perdida durante un
siglo, fue revivida por Keynes, reconociendo a su au to r originario
un m érito tan considerable, como lam entablem ente postergado.
La suprem a contribución de M althus —que h a incorporado la
palabra maltusianismo a todos los idiom as m odernos— fue la ley
cjue a su criterio regía el crecim iento demográfico, influyendo ade­
más en la determ inación de los salarios. Para ello se remitió a una
im presionante variedad de fuentes, desde los griegos y los cdnfeli-
cT-s habitantes de la Tierra del Fuego (quienes), según el consenso
92 J O H N K E N N E T H GA LBRA JT H

general de los viajeros, han sido colocados en el escalón m ás bajo


entre los seres humanos»'* h a sta los h ab itantes en m ejor situación
de Inglaterra. Pocos autores han acum ulado m ás inform aciones en
u n a sola oración o, como en este caso, en tres:

No se conocen muchos detalles acerca de la población de Irlan­


da. Por lo tanto, me limitaré a observar aquí que el cultivo cre­
ciente de la patata ha dado lugar a su rápida multiplicación du­
rante el siglo pasado. Pero la baratura de esta raíz nutritiva y la
pequeñez de la parcela que para esta clase de cultivo basta para
producir en años ordinarios el alimento de una familia, sumada a
la ignorancia y depauperación de los habitantes que les han indu­
cido a seguir sus inclinaciones sin otra perspectiva que la mera
subsistencia inmediata, han fomentado hasta tal punto el matri­
monio, que la población va aumentando mucho más allá de lo que
permiten la industria y recursos presentes del país.^

A p a rtir de sus observaciones y de alguna especulación m ás


ab stracta llegó M althus a sus conclusiones básicas, la prim era, bas­
ta n te obvia, según la cual los m edios de subsistencia lim itan la
población; la segunda, que la población aum enta cuando dichos
m edios lo perm iten, y lo hace en form a geométrica, m ientras que
la oferta de alim entos, en el mejor de los casos, sólo podría incre­
m en tarse aritm éticam ente; y la tercera, que esta asim etría p ersis­
tirá, lo que significa que el increm ento dem ográfico será lim itado
por la o ferta de alim entos, a m enos que aparezcan antes o tras li­
m itaciones.
Las posibles lim itaciones previas son las restricciones m orales,
el vicio y la m iseria. No puede esperarse m ucho de las restriccio­
nes m orales, y v irtu alm en te n a d a d esp u és del m atrim onio. El vi­
cio, cuyo papel no está dem asiado claro, no le parece a M althus
u n a form a recom endable de control de la natalidad. Sólo subsiste
el ham bre, a m enos que se anticipen otros controles destructivos
tales como la guerra, la peste u o tras enferm edades. M althus pre­
senta a la h u m an id ad u n a perspectiva m uy-^óco halagüeña.
La situación no se puede m ejorar, ^ n efecto, cada vez que el

4. T h o m a s R o b e rt M a lth u s , A n E ssa y on th e P rincipie o f P opulation, 6.^ ed ició n (L o n ­


d r e s , W a r d , L ock, 1890). M a lth u s a p o y a e s ta c o n c lu s ió n b a s ta n te g e n e ra liz a d o ra re m i­
tié n d o s e a lo s in f o rm e s d e l c a p itá n Cook s o b re s u p r im e r viaje.
5. M a lth u s , p á g . 259. D eb e te n e r s e e n c u e n ta q u e e s te p á r ra fo fu e e s c rito v a rio s d e ­
c e n io s a n t e s d e la g r a n h a m b r u n a e n Irla n d a .
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 93

listado, u otro benefactor om nipotente, se proponga m ejorar la si­


tuación de las m asas, la procreación desenfrenada de éstas las de­
volverá rápidam ente a su estado anterior. Con tal hipótesis Mal-
thus proporcionó un poderoso argum ento contra la caridad, públi­
ca o privada, y rindió un señalado servicio a quienes encuentran
públicamente apropiado o personalm ente económico om itir la ayuda
a los infortunados. No fue, al parecer, u n hom bre despiadado y
meditó acerca de las m edidas que p odrían ad o p tarse p ara m ejorar
la situación, dentro de los límites im puestos por su ley. Consideró,
por ejemplo, que la cuestión podría solucionarse en p arte poster­
gando la edad del m atrim onio. Propuso, asim ism o, que en el ser­
vicio religioso de las bodas se in sertara u n a advertencia dirigida a
las parejas jóvenes, recordándoles que ellas m ism as deberían su­
fragar los gastos y sufrir las consecuencias de su pasión.^ Pero
nadie consiguió de una form a ta n com pleta como M althus cargar
sobre las espaldas de los pobres el peso de su pobreza o de librar
del m ism o las de los ricos.
M althus ha sobrevivido como profeta de lo que se ha denom i­
nado la explosión dem ográfica, o bien, h asta p ara quienes tienen
un m ínim o de capacidad m etafórica, la bom ba de la población. Y
por cierto que su tenia constituye u n a am arga verdad en nuestro
tiempo para los países agrícolas m ás pobres de Asia y África, mien­
tras que el rico m undo industrial, ayudado por los contraceptivos
y por el aborto, h a evitado esa am enaza.
La segunda proposición por la que M althus sigue siendo fam o­
so en la actualidad es, cabe repetirlo, su actitud de duda ante la
ley de Say. Como acaba de observarse, según aquel autor, los tra ­
bajadores, los capitalistas y los terratenientes debían recibir, del
producto de la venta de las m ercancías, los m edios p ara com prar,
pari passu, todo lo que pudieran producir m ediante sus esfuerzos
sum ados, y era inevitable que así lo hicieran. Pero M althus, que
en años posteriores se pasó de la dem ografía a la econom ía políti­
ca,^ sostuvo que, en realidad, no sucedería así. Como consecuen­
cia de la pobreza de los trab ajad o res —reducidos por efecto de su

6. Con el c o rre r d el tie m p o , q u iz á n o h a y a sid o é s ta la v a r ie d a d h is tó r ic a m e n o s pro-


m e te d o ra d e l c o n tro l d e la n a ta lid a d . E n el d e c e n io de 1980, d u r a n te s u p r im e r m a n d a to
p re sid e n c ia l, R o n a ld R e a g a n e x p re só s u c re e n c ia d e q u e la lim ita c ió n d e m o g rá fic a d e b ía
d e ja rs e al ju e g o d e l m e rc a d o . P ero h u b o q u ie n s u g irió lu eg o q u e la m a n ife s ta c ió n p rá c tic a
«le tal a c titu d se c o n c r e ta r ía e n q u e la s p a r e ja s a p a s io n a d a s , en vez d e ir a a c o s ta rs e , se
«lirigirían al c e n tro c o m e rc ia l m á s p ró x im o .
7. E n P rin cip ies o f P o litica l E c o n o m y (L o n d re s , J o h n M u rra y , 1820).
94 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

propia fecundidad a niveles mínimos de salarios u otros ingresos—


h ab ría u n a tendencia a la producción de m ás m ercancías de las
que p u d ieran ser com pradas y consum idas ya fuera por estos in­
fortun ad o s o por las clases m ás opulentas. Y esto ocurriría con
ta n ta m ás razón cuanto que los capitalistas o in d u striales concen­
trasen obsesivam ente su atención en los negocios absteniéndose,
por lo m enos en cierta m edida, de los placeres del consum o que
bien podrían perm itirse. En consecuencia, sobrevendría u n a super­
producción de m ercancías. M althus consideró que tal situación po­
d ría aten u arse h a sta cierto punto gracias a la existencia de una
clase de consum idores no productivos; sirvientes, políticos, solda­
dos, jueces, abogados, médicos, cirujanos y clérigos. Todos ellos,
a su entender, se afan ab an sin llegar a producir nada, pero con­
sum ían.
La idea de que los abogados, los médicos o los sirvientes p u ­
dieran ser gente útil, cuyos servicios fueran pagados de buena gana
por o tras p ersonas, no le en trab a a M althus en la cabeza. Pero si
bien su distinción entre ocupaciones productivas e im productivas
no tiene cabida en la econom ía m oderna, sobrevive sin em bargo el
instin to de creer que la creación de bienes visiblem ente m ateriales
reviste un carácter peculiarm ente productivo. Todavía se opina que
la fabricación de zapatos y de aparatos electrónicos es m ás útil,
m ás beneficiosa desde el punto de vista económico, que los servi­
cios del cantante, el artista o el investigador. C uando las au to rid a­
des nacionales o m unicipales o las cám aras de com ercio deliberan
sobre el desarrollo económico, siguen pensando hoy en térm inos
de fábricas que producen m ercancías.
M althus no sólo sobrevive por esta idea, sino tam bién por la
m ás im p o rtan te y am plia idea de que es posible que no se gasten
la to talid ad de los ingresos, de que la dem anda de m ercancías sea
insuficiente, y de que, en consecuencia, es posible u n a superpro-
ducgión general, con estancam iento de la actividad económ ica y el
consiguiente desastre. «Por prim era vez, al m enos en la teoría eco­
nóm ica inglesa, se adm itió la posibilidad de crisis originadas por
causas inherentes al sistem a capitalista.»^ Se admitió, sí, pero, ¡ay!,
h ab ría n de tra n sc u rrir varias generaciones antes de que se acepta­
ra plenam ente.
Ricardo y M althus escribieron sobre estas cuestiones durante

8. Roll, o p. cit., p. 224.


H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 95

los m ism os años. Ricardo defendió la ley de Say del ataque m al­
tusiano; para él, los ingresos procedentes de la producción de m er­
cancías creaban en efecto su propia dem anda. D urante poco m ás
de un siglo a partir de entonces, prevaleció la tesis de Say, sosteni­
da por Ricardo. Como dijera M aynard Keynes en u n a de sus m ás
difundidas observaciones, Ricardo se im puso sobre esto en Gran
Bretaña como la S anta Inquisición se había im puesto en España.
Por último, M althus dejó otro legado, aunque involuntario, cuya
responsabilidad com parte con Ricardo. En lo sucesivo, la ciencia
económica habría de caracterizarse por un m atiz persistente de pe­
sim ism o y m elancolía, y a los econom istas (p o r interm edio de
Carlyle) se les adjudicaría el nom bre y la reputación que padecen
hasta la fecha, de «respetables profesores de la ciencia lúgubre».^

David Ricardo es la figura m ás enigm ática y en algunos aspectos


la m ás polém ica en la historia de su disciplina; enigm ática, por­
que la naturaleza y la profundidad de su influencia sobre el tem a
están lejos de resu ltar claras, y polémica, porque dicha influencia
prestó m aravillosos servicios a quienes, en opinión de muchos,, jio
lo merecían, especialmente a Marx y los m arxistas. El aspecto enig­
mático puede en parte obedecer al hum or y estilo de su prosa. A
diferencia de la de Smith, do tad a de cierta exuberancia y claridad
festivas, la de Ricardo es difícil y som bría. Tras el enorm e esfuer­
zo de com prensión que su lectura exige, es posible que el lector se
sienta legitim ado p ara escoger librem ente lo que encuentra digno
de ser creído.
En com paración con Sm ith, o con M althus, Ricardo representó
un cam bio de método lógico m uy convincente. Sm ith era empírico
y didáctico, y a p artir de su s propias observaciones, tan diversas
como copiosas, iba extrayendo sus conclusiones. En cambio, Ri­
cardo era teórico e inductivo; a p artir de u n a proposición evidente
o tenida por tal, continuaba razonando en form a ab stracta fiasta
llegar a una conclusión plausible, o quizá inevitable. E ra un M é ­
todo que en lo sucesivo seduciría a los econom istas, por no exigir
muchos datos y porque en caso necesario puede divorciarse de una
lealidad desagradable o inconveniente. A Ricardo le vino muy bien.'

T h o m a s C arlyle. L a tter-D a y P a m p h le ts , n ú m . 1 (L o n d re s , C h a p m a n a n d H all,


p ág . 44.
96 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

Utilizando su método y sus conclusiones, tanto los posteriores cam­


peones del capitalism o como su s m ás resueltos adversarios, con
M arx a la cabeza, llegaron a conclusiones igualm ente firm es.
David R icardo era hijo de un agente de bolsa, judío y anterior
residente en H olanda. Se convirtió al cristianism o cuando contrajo
m atrim onio, hecho que le alejó de su fam ilia original. Continuó su
profesión b u rsátil por su propia cuenta y, en cosa de cinco años,
am asó una fortuna suficiente como para retirarse y adquirir la finca
de G atcom be Park, residencia de cam po que hacia 1970 h ab ría de
ser co m prada a su vez por la reina Isabel II, quien la destinó a
esos m ism os fines en beneficio de la princesa Ana y su m arido.
E n G atcom be se dedicó a leer, y según puede suponerse, a escri­
b ir con grandes padecim ientos sobre economía. Fue íntim o amigo
de M althus, y am bos m atuvieron u n a copiosa correspondencia ca­
racterizada por su m utuo desacuerdo y recíproca admiración.^® In­
gresó en el P arlam ento, donde hizo uso de la p a la b ra y ejerció
com o m iem bro de com isión m uy activo en cuestiones económ icas,
incluidas las m onetarias. G ran p arte de sus m ejores trab ajo s ver­
saro n sobre asu n to s de interés e im portancia en su época, tras la
conclusión de las g uerras napoleónicas, y no correponde resu m ir­
los aquí. E n cam bio, sus ideas m ás perdurables y significativas,
que bien provienen de Sm ith o ap u n tan a enm endarlo,'^ pueden,
con algún riesgo, ser dilucidadas razonablem ente y expuestas con
tolerable am plitud.
Ricardo, siguiendo a Smith, definió los principales tem as de la
ciencia económ ica, pero con cierta vehem encia al d enunciar los
errores. E n tre los factores que determ inan el valor o precio de un

10. C o m o m i c o le g a R o b e rt D o rfm a n m e h a re c o rd a d o en o c a s ió n d e le e r e s ta s p á ­
g in a s .
11. A sí lo re c o n o c e R ic a rd o m u y s in c e ra m e n te . «E l a u to r , a l c o m b a tir la s o p in io n e s
a c e p ta d a s , h a e n c o n tr a d o n e c e s a rio re fe rir s e m á s p a r tic u la rm e n te a a q u e llo s p a s a je s de
lo s e s c rito s d e A d a m S m ith c o n lo s c u a le s , a s u c rite rio , tie n e m o tiv o s p a r a d iv e rg e r; n o
o b s ta n te , e s p e r a q u e n o p o r ello se so s p e c h e d e él q u e n o ... p a r tic ip a e n la a d m ir a c ió n
q u e la p r o f u n d a o b r a d e e s te c e le b ra d o a u to r s u s c ita co n ta n j u s t a ra z ó n .» R ic a rd o a ñ a d e
lu e g o q u e « ig u a l o b s e rv a c ió n p u e d e a p lic a r s e a la s e x c e le n te s o b r a s d e l S r. S ay», d e q u ie n
d ic e q u e « to d o s lo s d e m á s e s c rito re s del C o n tin e n te ju n to s » n o h a n c o n tr ib u id o ta n to a
« p r e c o n iz a r f a v o ra b le m e n te lo s p rin c ip io s de ese ilu s tr a d o y b e n é fic o s is te m a » , e s decir,
el e n u n c ia d o o r ig in a ria m e n te p o r S m ith . (C ita d e s u lib ro O n th e P rin c ip ie s o f P o litica l
E c o n o m y a n d T a x a tio n , e d ita d o c o m o p a r te d e T h e W o rk s a n d C o r re sp o n d e n c e o f D a v id
R ic a rd o p o r F ie ro S ra ffa , C a m b rid g e , I n g la te rr a , C a m b rid g e U n iv e rsity P re s s , 1951, vol.
I, p á g . 6 .) L o s lib ro s , fo lle to s y c a r t a s d e R ic a rd o f u e ro n c o m p ila d o s y e d ita d o s p o r S ra f­
fa a lo la rg o d e u n p e río d o d e m u c h o s a ñ o s , e je c u ta n d o a s í u n a d e la s m á s d is tin g u id a s
ta r e a s q u e s e h a y a n c u m p lid o e n m a te r ia d e e ru d ic ió n e in v e s tig a c ió n e n la e c o n o m ía
m o d e r n a . S ra ff a fu e m i a m ig o d e s d e q u e n o s c o n o c im o s e n la U n iv e rsid a d de C a m b rid g e
e n a ñ o s a n te r io r e s a la s e g u n d a g u e r ra m u n d ia l, y a él d e b o en g r a n p a r te m i e s tim a p o r
R ic a rd o .
H I S T O R I A DE LA E C O N O M I A 97

producto, cree que el prim ero es la utilidad. ccSi u n a m ercancía no


fuera útil en absoluto, es decir, si no pudiera contribuir a nuestra
satisfacción, carecería tam bién de valor de c a m b i o . C o n este jui­
cio, aunque había precedentes, surge en prim era aproxim ación el
otro lado de la teoría m oderna de la determ inación de los precios,
o sea, la interacción de la oferta y la dem anda.
Una vez establecida la necesidad de los productos «intercam ­
biables», advierte luego que su valor proviene ya sea de su esca­
sez o de «la cantidad de trabajo necesaria p ara obtenerlos». Esto
se aplica a todo lo reproducible; con excepción de las «estatuas y
pinturas raras, libros y m onedas escasos, vinos de calidad peculiar
que sólo pueden elaborarse con uvas cultivadas en determ inado
s u e l o » . L a s m ercancías y los artefactos no reproducibles consti­
tuyen un caso m uy especial; los bienes reproducibles, cuyo valor
de cam bio está regido por el trab ajo incorporado a los mism os,
constituyen el caso general. Y en relación con esto cita a Smith
para apoyar su teoría; «Es n atu ral que lo que usualm ente se pro­
duce en dos días, o en dos horas de trabajo, valga el doble de lo
que por lo general es producido respectivam ente en u n día o en
una hora de trabajo.»*'*
Como los otros han observado ya, Ricardo llegó a m atizar en
sus últim os escritos ciertas actitudes originariam ente muy severas,
y esto h a ayudado considerablem ente a quienes procuraron encon­
trar en él lo que deseaban creer. No obstante, su adhesión a una
teoría del valor trabajo plenam ente fu n d ad a es el elemento princi­
pal de la influencia que llegaría a ejercer en años posteriores.
Obedeciendo, según parece evidente, a su posición como pro­
pietario de tierras, Ricardo se ocupó luego de los ingresos del te­
rrateniente en concepto de renta, que definió, en otro de los p asa­
jes inm utables de la economía, como «la porción del producto de
la tierra que se paga al terrateniente por el uso de los poderes
originales e indestructibles del suelo». Concibió esta categoría de
ingresos dentro del contexto m altusiano de la presión dem ográfica

12. R ic a rd o , op. cit., p á g . 11.


13. A m b a s c ita s d e op. cit., p ág . 12.
14. A d a m S m ith , L a riq u e za d e la s n a cio n es, c ita d a e n R ic a rd o , op. cit., pág. 13.
R ica rd o a g re g a d e s p u é s : « E l h e ch o d e q u e é s te se a r e a lm e n te el f u n d a m e n to d e l v a lo r de
‘ .n n b io d e to d a s la s c o s a s , co n ex ce p c ió n de la s q u e n o p u e d e n in c r e m e n ta rs e m e d ia n te
• 1 ir a b a jo h u m a n o , es u n a n o ció n de m á x im a im p o rta n c ia e n la e c o n o m ía p o lític a , p u e s
l.iK v a g a s id e a s q u e se a d ju d ic a n al té r m in o “ v a lo r ” c o n s titu y e n la p r in c ip a l f u e n te de
>lilc re n c ia s d e o p in io n e s y de id e a s v a g a s en la m a te ria .» Ib id .
l.S. R ica rd o , op. cit., p á g . 67.
98 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

sobre los m edios de subsistencia; según él, su efecto era im pulsar


el cultivo de tierras cada vez m ás pobres. E sta presión h ab ría de
co n tin u ar h a sta que el suelo, cada vez m ás em pobrecido, sólo rin ­
diera el m ínim o necesario p ara su sten tar las vidas de quienes lo
trab a jab an , y ese m ím ino, a su vez, determ inaría en form a gene­
ral las rem uneraciones de todos los trab ajad o res y, en particular,
las de todos los cam pesinos.
De la posesión de las mejores tierras —superiores a las de peor
calidad o m arg in ales— provendría un excedente por encim a del
coste. É ste sería tan to m ayor cuanto mejor fuera la calidad de los
suelos y cuanto m ayor fuese la presión general de la población
sobre la oferta total de tierras. En esta forma, el propietario de
las tierras m ás fértiles se beneficiaría no sólo de su b u en a fo rtu ­
na, sino tam b ién de la creciente pobreza o m ala fo rtu n a de todos
los dem ás. En el sistem a ricardiano era muy bueno ser te rra te­
niente, y a Ricardo no le im portunaba la noción del ingreso inm e­
recido o del decoro social. La ren ta de la tierra no au m en tab a los
precios, sino que consistía en un residuo que se acum ulaba p asi­
vam ente gracias al increm ento de la población y al progreso gene­
ral de la sociedad. «El aum ento de la renta es siem pre efecto de la
creciente riqueza del país y de la dificultad de proveer alim entos
p ara su m ayor población.
Volviendo a los salarios, Ricardo, en otro de sus pasajes muy
citados, afirm a que son «el precio necesario p ara p erm itir a los
trab a jad o res su b sistir y perpetuar su raza, sin aum ento ni dism i­
nución».^^ E sta idea, como la Ley de Hierro de los Salarios, en tra­
ría en la histo ria yendo m ucho m ás allá de la teoría económica
propiam ente dicha; según ella, quienes trab ajab an ten ían la po­
breza por destino y no debían ser redim idos por la com pasión del
E stado ni de los em pleadores, ni tam poco por la organización sin ­
dical, ni por su propia iniciativa. Autores y oradores se dedicaron
luego a do tar a la Ley de Hierro de un carácter m ás necesario y
restrictivo del que p resen tab a en el lenguaje m enos osado de Ri­
cardo. La Ley de Hierro era el precio n atu ral del trabajo, o como
se diría ahora, el precio de equilibrio de la m ano de obra, es decir,
el nivel al que, perm aneciendo igual todo lo dem ás, tenderían los
salarios. Pero en Ricardo incluía no sólo las necesidades del tra-

16. R ic a rd o , o p. cit., p á g . 77. La c u rs iv a es d el p r e s e n te a u to r.


17. R ic a rd o , op. cit., p á g . 93.
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 99

bajador, sino tam bién (das conveniencias que h an llegado a resul­


tarle indispensables por costumbre».^® En su conjunto, se tra ta ­
ría de lo que hoy llam am os un nivel de vida convencional o acos­
tum brado. Y el precio de m ercado de la m ano de obra en una
sociedad ccen proceso de mejoramiento», como, por ejemplo, la que
fuera dotada progresivamente de mayores capitales y adelantos téc­
nicos, podría superar la ta sa de m ercado d u ran te m ucho tiempo,
«pues en cuanto se respondiera al im pulso, originado por un in­
crem ento de capital, en favor de u n a m ayor dem anda de trabajo,
otro aum ento de capital vendría a producir el m ism o efecto». Las
consecuencias de esta evolución serían sum am ente benéficas, pues
((cuando el precio de m ercado de la m ano de obra excede su pre­
cio natural, la situación del trab ajad o r es floreciente y feliz, te­
niendo a su alcance los medios de adquirir u n a m ayor proporción
de necesidades y disfrute de la vida, y consiguientem ente, de criar
una fam ilia saludable y numerosa».^®
A unque todo esto era alentador, tam bién sobrevendría, desgra­
ciadam ente, la otra tendencia m ás profunda: «Pero cuando, me­
diante el estím ulo que los salarios m ás elevados otorgan al au ­
mento de la población, el núm ero de trab ajad o res aum enta, los
salarios vuelven a descender a su precio n atural, e incluso llegan
a caer por debajo de éste, en un efecto de reacción.»^^
Debe reconocerse que quien aspire a defender la reputación de
Ricardo del rigor de sus propias conclusiones —de la im placable
Ley de H ierro— podrá apoyarse en cierto instinto de salvación. El
creía que la aportación de capitales y nuevas tónicas podría conti­
nuar indefinidamente, con el correlativo efecto ascendente en el pre­
cio de m ercado de la m ano de obra. Y por cierto, esto ha resu lta­
do plenam ente plausible en el curso de los acontecim ientos. Pero
a Ricardo se lo recordaría y conocería por su ley dom inante, y no
por las excepciones a la m ism a. Y de esa ley dom inante proven­
dría su convicción de la pobreza inevitable de quienes viven bajo
el capitalism o, y de la futilidad y error de cualquier acción correc­
tiva, que no titubeó en condenar expresam ente: ((Como todos los
dem ás contratos, los salarios deben q uedar librados a la ju sta y
Idire com petencia del m ercado, y nunca deberían som eterse a la

18. Ih id .
19. R ica rd o , op. cit., p á g . 95.
H) R ica rd o , op. cit., p ág . 94.
!I !h u i
100 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

interferencia de la legislatura.»^^ La pobreza es inevitable; la ley


económ ica que la exige no p u ed e violarse. Así es el capitalism o, y
eso es lo que Ricardo hizo por la reputación del sistem a. Que nadie
dude que sim p atizan tes y am igos pueden p restar u n flaco servicio
a u n a causa.

D esde los tiem pos de R icardo los econom istas vienen tratan d o de
a clarar su concepción de los beneficios. Tropiezan ahí con un pro­
blem a en la m edida en que s u s explicaciones son m aravillosam en­
te confusas, y ta m b ién debido a la circunstancia de que le costó
m uchísim o h allar en s u sistem a u n resquicio p ara alojar dicha no­
ción. E n efecto; si el valor d e u n producto se determ ina por el
coste del trab ajo que con él p u ed e encargarse en el punto m argi­
nal en el que no h ay ren ta de la tierra y el excedente previo al
m argen es ren ta de la tierra, entonces no queda n ad a como bene­
ficio del capital. Ingresos p a ra el terrateniente los h ab rá, desde
luego, pero no p ara el cap italista. Em pero, es obvio que en reali­
d ad existen dichos ingresos, y Ricardo, sin extrem ar la claridad
de su lenguaje, se los ad ju d ica tam bién a la m ano de obra. Hubo
quienes trab a jaro n an tañ o p a ra edificar la fábrica y construir la
m a q u in aria que in teg ran la inversión de capital fijo, y p ara ad q u i­
rir las m ercancías en proceso de elaboración que constituyen el
capital circulante o variable. E l beneficio (incluido, todavía, el in­
terés) es, según Ricardo, el pago diferido de todo este trab ajo an ­
terior.
E sta explicación p resen ta graves problem as, no todos ellos di­
sim ulados por la en rev esad a exposición de Ricardo. Pero u n a vez
m ás, su b siste el asp ecto cen tral de la cuestión, que ha ejercido
u n a influencia p rep o n d eran te. Si los beneficios responden a los in­
gresos de la m ano de obra em p lead a en el p asado p ara constituir
el capital, se deduce que to d a ganancia del cap italista representa
u n a form a de robo sin disim ulo. La v erd ad es que no le asiste
ningún derecho, p u es se está apro p ian d o de lo que en ju sticia per­
tenece al trab ajad o r. O por lo m enos, esto es lo que fácilm ente
puede hacerse creer. Y así lo hizo creer, con efecto histórico, Karl
M arx. Llegarían, pues, a d esen cad en arse revoluciones b asad as en
la tesis de Ricardo, con el apoyo de la Ley de H ierro y de la teoría

22. R ic a rd o , op. c it., p á g . 105


H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 101

del valor trabajo, según la cual el capitalista, p ara obtener sus in­
gresos, m enoscaba los legítimos haberes del trabajador. La ju sti­
cia económ ica, según la definió David Ricardo, autor conservador,
ex agente de bolsa, luego m iem bro del Parlam ento y terrateniente,
exigía que se pusiera térm ino a esta situación.
Algunos estudiosos, entre los cuales se destacó muy especial­
mente Joseph Schumpeter, han sostenido que se exagera la influen­
cia de Ricardo en la historia de la ciencia económica. Tanto la ri­
gurosa teoría del valor trabajo como su concepción paralela, la Ley
de Hierro, fueron digresiones elucubradas a p artir de una trayec­
toria m ás razonable, m enos intransigente en el desarrollo del pen­
sam iento económ ico. La cuestión puede discu tirse. Pero nadie
puede negarle a Ricardo su papel como chispa y yesca del asalto
venidero contra el sistem a que trató de describir. (cSi Marx y Lenin
merecen b u sto s [en la galería de los héroes revolucionarios] , en
algún lugar adyacente debería colocarse tam bién u n a efigie de Ri­
cardo.
Obvio es decir que ni M althus ni Ricardo fueron conscientes
de que estab a n poniendo las bases de los textos de la disidencia y
la revolución. Las clases gobernantes, los privilegiados, siem pre
dirigen la vista, con talante aprobador, hacia su propio medio, y
no hacia el exterior p ara preocuparse de aquellas gentes cuya ira
y furor pueden estar suscitando o podrían su scitar en lo venidero.
Y así sucedió tam bién en este caso. M althus y Ricardo eran porta­
voces de la nueva clase dirigente en un nuevo orden económico.
Lomo h ab rían de hacerlo generaciones de econom istas futuros, h a­
blaban por boca de su público, y a él se dirigían. No hablaban
liara quienes, en aquel entonces o posteriorm ente, pudieran sen­
tirse incitados a la rebelión.
Pero debe reconocerse tam bién que el nuevo m undo industrial
del cual y al cual hablaban, au nque fuera, según los críticos ac­
tuales, cruel y opresivo, rep resen tab a un gran adelanto en com pa­
ración con todos los precedentes. D urante m ilenios, como Keynes
observaría m á s tard e y como h ab rá ocasión de volver a destacar,
los seres hum anos no hab ían experim entado ningún cam bio bási-
K) y perm anente en su nivel de vida: las cosas iban a veces un
(loco mejor, a veces peor, pero no se definía ninguna tendencia
Imidamental y duradera. En cambio, con la industrialización, había

í i r a y , o p . cit., pág. 170.


102 J O H N KI ' NNI ' T H GA I.H RA ITH

u n a m ejora del bienestar; por mala que fuera la servidum bre fa­
bril, era casi con seg u rid ad m ejor p ara todos —salvo p a ra los
a b so rto s en el rom anticism o, por ejemplo, Oliver G o ld sm ith —,
m ejor que la existencia anterior en las aldeas, trabajando interm i­
nablem ente en los telares dom ésticos o en las faenas solitarias y
m al rem u n erad as de la agricultura. En gran m edida, sin que to d a­
vía h ay a llegado a reconocerse plenam ente, fue ese m undo an ti­
guo el que im pulsó a la revolución, y todavía sigue haciéndolo. En
Francia, en gran m edida en la R usia im perial, en México, China,
Cuba, y ah o ra en C entroam érica, había o hab ría posteriorm ente
m ucho m ás odio m ilitante contra los aristó cratas feudales y con­
tra los terraten ien tes que contra los industriales. Es un enigm a, y
h a s ta u n a parad o ja, que precisam ente las opiniones de Ricardo
sobre la in d u stria y el capitalism o term inasen por d ar pábulo a la
revuelta proletaria; en realidad, como au to r del m ás insigne tra ta ­
do sobre las ganancias inm erecidas de los terratenientes, debería
h ab er sido el progenitor de las revueltas agrarias, m ucho m ás h a ­
bituales.
Sea como fuere, desde entonces se creó u n a división cada vez
m ás hostil entre los portavoces del sistem a y los de las m asas,
consideradas como víctim as del m ism o. De M althus, y especial­
m ente de Ricardo, se tom arían ideas al servicio de am bos bandos.
V III. LA GRAN T R A D IC IÓ N CLÁSICA [1]

POR LOS ALREDEDORES

D urante los seten ta y cinco añ o s siguientes a la m uerte de


David Ricardo, la economía experimentó una transformación de par­
ticular im portancia. Dejó de ser un tem a de contem plación y dis­
cusión por parte de personas que tenían otras ocupaciones y se
convirtió en una profesión. Hubo hom bres (y virtualm ente ninguna
m ujer) que llegaron a ganarse la vida como econom istas, y que se
dieron a sí mism os durante m ucho tiem po la denom inación de eco­
nom istas políticos. Las innovaciones en la disciplina se com pleta­
ron con actividades de divulgación, instrucción y asesoram iento pú­
blico. Así pudo contarse con distinguidos econom istas políticos que
decían muy poco de nuevo, pero que decían m ejor que antes lo
que ya se sabía. O bien lo dijeron con gran coherencia interna, o
con unción m ás persuasiva. Tam bién hubo algunos que debieron
su distinción a su capacidad p ara exponer de form a m ás elocuen­
te o repetitiva lo que individuos influyentes se alegraban de oír.
Dado que G ran B retaña fue la potencia económ ica dom inante
en el m undo duran te el siglo XIX, la econom ía fue ab ru m ad o ra­
mente u na disciplina británica. Una vez m ás es p atente la vincu­
lación que ya hem os observado entre el pensam iento económico y
la vida económica. Y a pesar de la profesionalización de la econo­
mía y de la vasta am pliación del debate, hubo en su contenido
más elem entos de perm anencia que de cam bio. En sus aspectos
más esenciales y profundos, no se desafiaron seriam ente las ideas
(o el sistem a, como podríam os decir hoy con m ayor precisión) de
.Smith, Ricardo y M althus.
É sta fue la atradición clásica de la economía», título que al p a­
recer le fue inicialmente adjudicado por Marx.^ En su form a poste-

l. J o h n M a y n a rd K eynes, en The G eneral T h eo ry o f E m p lo y m e n t In te r e s t a n d M o n ey


(N u e v a Y ork. H a rc o u rt, B race, 1936), p á g . 4, a d ju d ic ó a la s id e a s co n la s c u a le s h a b r ía
•If lid ia r el n o m b re de « P o s tu la d o s de la e c o n o m ía clá sic a » . E s te e s el títu lo del se g u n d o
t iip ítu lo de d ic h a o b ra .
104 J O H N K E N N E T H G A L B R A ITH

rior, m ás refinada y pulida, se la denom inaría «el sistem a neoclá­


sico», designación que ha sobrevivido p ara describir gran p a rte de
la ciencia económica actual y que, sin embargo, no refleja u n cam ­
bio básico en su contenido sustancial.

El exam en de los años posteriores a Ricardo puede dividirse en


tres am plias categorías. En prim er lugar hubo críticas al sistem a,
en gran m edida por p arte de estudiosos alem anes, franceses y es­
tadounidenses. En sus respectivos países, la situación económ ica,
las tendencias filosóficas y las observaciones personales neg ab an
o parecían negar las grandes verdades que em anaban del escena­
rio económico británico. En segundo térm ino, especialm ente en
G ran B retaña, tuvo lugar d u ran te esos años un esfuerzo p erm a­
nente, a veces im aginativo, tendente a buscar u n a justificación so­
cial y m oral al sistem a clásico y a las extraordinarias diferencias
de ingresos y de gratificaciones que éste proporcionaba a su s p a r­
ticipantes. Y finalm ente, en tercer lugar, se introdujeron m odifica­
ciones y refinam ientos en la teoría de los precios y de la d istrib u ­
ción, es decir, en la determ inación de los precios, los salarios, los
intereses, las ren tas de la tierra y los beneficios. En esta form a
quedaron m oldeadas en u n conjunto firme, intelectualm ente com ­
pleto e internam ente coherente, las ideas inferidas y a veces am b i­
guas de los fundadores; conjunto al cual, como quedó ta m b ién de­
m ostrado durante esos años, podía dársele expresión m atem ática.
Junto con estas tres corrientes de ideas y paralelam ente a las
m ism as, a m ediados del siglo pasado se desató la rebelión —en
particular, la desidencia fuerte y penetrante de Karl Marx—. Como
se ha dicho en el capítulo anterior, ésta tam bién tuvo sus orígenes
en la tradición clásica, a saber, en la teoría del valor tra b a jo de
Ricardo; en la noción de u n a plusvalía falsam ente apro p iad a por
el capitalista, y en el argum ento arrasad o r según el cual to d o el
rendim iento de los bienes producidos pertenecía legítim am ente a
los trabajadores. Aquellos que todas las noches al aco starse d an
gracias a los fundadores de la tradición clásica por explicar y ju s ­
tificar su buena fortuna, rinden homenaje involuntario en u n m ism o
pasaje de sus plegarias a los autores de las ideas en cam inadas a
su expropiación.
Vamos a exam inar ahora las influyentes críticas a los p ad res
fundadores d e l^ istem a clásico form uladas por distintos econom is-
H IS T O R IA D E LA E C O N O M IA 105

liis alem anes, franceses y estadounidenses, y su creencia, implíci­


ta cuando no explícita, de que el sistem a en cuestión puede haber
sido excesivam ente conveniente a los intereses británicos. En el
próximo capítulo se exam inará la tradición clásica d u ran te el apo-
p,eo del gran capitalism o. Luego se com entarán las ideas elabora­
das específicam ente para su refinam iento y su defensa, y después,
la im petuosa introm isión disidente de Karl Marx.

A principios del siglo XIX, Alem ania era todavía u n a m ezcla poli-Qp
ticamente desordenada y económicamente atra sa d a de principados,
cada uno de los cuales im ponía tarifas ad u an eras a los productos
de los dem ás, actuaba celosam ente en función de sus propios in­
tereses incondicionalm ente entendidos, y respondía en m ayor o
menor grado a la personalidad y con b astan te frecuencia a la ex­
centricidad de su respectivo príncipe. En este suelo árido germinó
una resp u esta notablem ente ab ru p ta a Adam Sm ith, y por exten­
sión, a Ricardo y a M althus. Si bien habían existido precedentes
que se rem ontaban a los antiguos griegos, se iniciaba por enton­
ces un debate que prosigue im petuosam ente en nuestros tiempos
y cuya retórica es parte integrante de la o ratoria electoral en los
Estados Unidos y en G ran Bretaña.
P ara las doctrinas de Sm ith y de Ricardo era preciso e indis­
pensable que el Estado existiera p ara el individuo. ¿Y p ara qué
otra cosa?, preguntarían sorprendidos la m ayor p arte de nuestros
contem poráneos. Pues bien, la respuesta que d ab an los alemanes,
a principios del siglo pasado, era que el individuo existía p ara el
Estado. Es este último el que le b rinda protección y la posibilidad
de u na existencia civilizada ininterrum pida. A lo largo del lapso
breve, inseguro y a m enudo incoherente de la vida h u m an a indivi­
dual, el E stado es el puente sólido que va del p asad o al futuro.
No es com pletam ente obvio, d ad a la índole y los m ínim os benefi­
cios que reportaban a la población los principados germ ánicos de
aquella época, el motivo por el cual se debía otorgar al E stado este
papel superior. Puede darse por seguro que el pensam iento y la
orientación de la filosofía alem ana ejercieron su influencia al res­
pecto. Pero en esta coyuntura, como siem pre, las ideas económi­
cas se adaptaron a lo que existía y resu ltab a evidente. El Estado
era un factor omnímodo en Alem ania; los príncipes no toleraban
la oposición a sus políticas, y los estudiosos se m antenían sumisos.
1 06 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

Los dos principales autores que form ularon la resp u esta ale­
m a n a a los econom istas clásicos británicos fueron Adam Müller
(1779-1829) y, con u n a estatu ra m uy superior, Georg Friedrich List
(1789-1846). Müller, que le llevaba a List diez años de edad, tom ó
p arte, a diferencia de éste, en lo que después se llam aría el movi­
m iento rom ántico alem án. Padeció un siglo de oscuridad (que al­
gunos consideran m erecida) h asta que fue sacado a la luz en los
decenios de 1920 y 1930, atribuyéndosele, al m enos en parte, el
carácter de precoz profeta del nacionalsocialism o. M üller era un
conservador que defendía los intereses de terratenientes y señores
feudales, y su principal argum ento, solem nem ente reiterado, era
que el E stado «no es m eram ente u n a necesidad h u m an a fu n d a­
m ental, sino la necesidad hum ana suprema».^ En 1945, cuando los
ejércitos rusos av an zab an inconteniblem ente, atravesando el Oder
y dirigiéndose a Berlín, Adolf H itler fue notificado de las aterra­
doras p érd id as de jóvenes soldados alem anes m uertos en un fútil
intento de detener la invasión. Su respuesta, eco distante de Adam
M üller, fue: «¿Y p ara qué otra cosa sirve la juventud?»
Sin em bargo, hay que ser im parcial, cueste lo que cueste. Du­
ran te todo el siglo XIX los p artid ario s de la econom ía política de
Sm ith y de su s discípulos se encontraron, cada vez que visitaron
A lem ania, con u n profundo respeto y u n a gran confianza en el Es­
tado. Ello se debía al elevado prestigio de que disfrutaban los fun­
cionarios públicos de todas las jerarquías, y muy posiblem ente,
tam b ién a su m ayor com petencia. Una p arte del poder económico
de A lem ania en aquellos tiem pos, que todavía p erd u ra en la ac­
tu a lid ad , se debió a que en este país se esquivó el tedioso, diviso­
rio y retrógrado debate sobre los papeles apropiados e in apropia­
dos del gobierno. En Alem ania, lo m ism o que en el Japón, quedó
así expedito el cam ino a debates y acciones oportunas e inteligen­
tem ente pragm áticas. E sto se debe, en parte, al legado de Müller.
El resto de su o b ra no h a sobrevivido.
El segundo au to r alem án que disintió con el m undo de Adam
Sm ith fue Friedrich List, quien ejerció una influencia mucho mayor
ta n to en su propia época como posteriorm ente. Su tem p ran a p ré­
dica en favor de políticas liberales de intercam bio entre los E sta­
dos alem anes dio lugar al establecim iento de u n a zona de comer-

2. A d a m M ü ller, E le m e n te d e r S ta a ts k u n s t, c ita d o e n A le x a n d e r C ra y , T h e D eve lo p -


m e n t o f E c o n o m ic D o ctrin e (L o n d re s , L o n g m a n s, G reen , 1948), op. cit., p á g . 219.
H IS T O R IA D E LA E C O N O M IA 107

CÍO libre en toda Alemania, que eventualm ente se convirtió en la


Zollverein. Suscitó tam bién la extrem a hostilidad de la que tan a
menudo suelen ser víctimas quienes se adelantan a su tiempo, aun­
que sólo sea en cuestión de sentido com ún. Por esta herejía fue
encarcelado, castigo que desde entonces m uchos quisieran ver apli­
cado a quienes se oponen a los ta n deseados aranceles proteccio­
nistas. Una vez liberado, List se vio en la obligación de buscar
refugio en Suiza, Francia, Inglaterra, y finalmente, Estados Unidos.
Allí se convirtió en editor de u n periódico en Reading, Pensilva-
nia, y en ferviente p artidario del auge de la construcción de cana­
les que entonces tenía lugar, a la vez que sim patizó con las opi­
niones de Alexander H am ilton sobre la necesidad y los m edios de
fomentar el desarrollo económico nacional, con las de Henry Clay
respecto del Sistem a Americano, y con las de H enry Carey, el crí­
tico estadounidense de Ricardo, a quien se h ará referencia m ás
adelante. Asimismo, obtuvo la nacionalidad norteam ericana. Luego,
en 1831, regresó a Alemania con las ideas que se h abía ido for­
m ando en Norteam érica. Fue el prim er caso de influencia nortea­
m ericana en el pensam iento económico europeo.
De vuelta a su país natal, List, habiendo alcanzado u n a em i­
nente respetabilidad, se convirtió en partid ario de establecer a ra n ­
celes para la Zollverein en su conjunto, defendiendo así p ara aque­
lla v asta zona la protección a la que se h abía opuesto en el caso
de sus pequeños E stados constituyentes. En su o b ra Das nationa-
le System der politischen Oekonomie,^ inaugurando lo que iba a
ser toda una im portante tradición del pensam iento económico ale­
m án, describió la vida económica no como u n a situación estática,
sino como u n proceso continuo que atraviesa etap as sucesivas de
desarrollo —prim itiva o salvaje, pastoral, agrícola y fam iliar, con
u na com binación, al alcanzar la m adurez, de actividades agríco­
las, m anufactureras y com erciales—. El Estado, a su entender, de­
sem peñó un papel indispensable al facilitar el trán sito desde las
etapas prim itivas h asta las m ás recientes, en las cuales se alcanzó
el equilibrio entre la agricultura, la in d u stria y el comercio, finali­
dad que en su opinión Adam Sm ith no había identificado adecua­
dam ente ni com partido.
En esta interpretación se perfilaba, de modo elem ental, el co-

3. T he N a tio n a l S y s te m o f P o litica l E c o n o m y , tra d u c c ió n a l in g lé s d e S a m p s o n S.


L loyd (L o n d re s. L o n g m a n s, G reen , 1922).
108 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

m ienzo de otro debate de m áxim a relevancia en los tiem pos mo­


dernos, respecto al carácter de la econom ía: ¿Se tra ta de un tem a
estático? ¿B uscan y encuentran, en consecuencia, los econom istas
verdades eternas como lo hacen, por ejemplo, los quím icos y los
físicos? ¿O acaso las instituciones de que se ocupan los econom is­
tas se en cuentran en u n perm anente proceso de transform ación al
cual deben ad ap tarse en u n a evolución constante el tem a de su
estudio y, m ás particularm ente, las políticas que preconiza? Frie-
drich List fue u n profeta precursor de la segunda de estas con­
cepciones, y no ha dejado de influir en el presente volum en.
A criterio de List, el arancel proteccionista es un instrum ento
prim ario en la adaptación al cam bio. Su papel difiere notablem en­
te según la etap a específica de desarrollo. No es útil p a ra u n país
que atrav iesa u n a etap a inicial o prim itiva, ni es tam poco necesa­
rio p a ra el que se encuentra en la etap a final. En cam bio, es in­
dispensable p ara aquella nación que, contando con los recursos
naturales y hum anos necesarios, se encam ina hacia la culm inación
de su desarrollo, particularm ente si algún otro país, o algunos otros
países, la h an alcanzado prim ero. El libre cam bio era p a ra el re­
cién llegado, m ientras que p ara G ran B retaña constituía, p o r cier­
to, u n atractivo recurso p ara confinar a quienes venían detrás, den­
tro de sus etap as iniciales de desarrollo.
E ste es el m ás fuerte, el m ás du rad ero y, en definitiva, el m ás
próxim o a la irrefutabilidad de los argum entos contra A dam Smith
y su s seguidores, y contra su tesis librecam bista: éstos no afirm a­
b an en rigor u n a verdad universal; sim plem ente sostenían lo que
obviam ente era m ás ventajoso p a ra el caso especial de G ran Bre­
taña.
La p o stu ra ad o p tad a por List ten d ría un eco m uy resonante,
au n q u e en g ran m edida independiente, en los E stados Unidos de
esa época y d u ran te m uchos años a p artir de entonces; el libre
cam bio defendía principalm ente la ventaja original y todavía única
de la in d u stria b ritán ica establecida. La argum entación de List en
favor del proteccionism o fue ad o p tad a, y se convirtió, en el len­
guaje norteam ericano, en el argum ento de las in d u strias nacien­
tes: el principio del libre cam bio era correcto, pero cabía u n a ex­
cepción válida en el caso del arancel que protegía y n u tría el desa­
rrollo de las in d u strias jóvenes y vulnerables. N ingún debate en el
ám bito de la econom ía llegaría a ser m ás duradero que el en tab la­
do entre quienes, viendo el libre cam bio como una ram a de la teo-
H IS T O R IA D E LA E C O N O M IA 109

logia, no consentían ningún pecado, y aquellos que, atendiendo al


tlifícil trance de las jóvenes em presas que se oponían a las viejas,
liedían u na ab so lu ció n 4 irtó ad a. Finalm ente, dicha excepción tuvo
lugar en todos los países en proceso de industrialización: se im-
plantó el arancel a fin de proteger a las in d u strias nacientes, ado­
lescentes o, en todo caso, nuevas. Las doctrinas de Adam Smith
siguieron siendo am pliam ente celebradas como depositarlas de la
verdad, pero todas las naciones, a m edida que iban incorporándo­
se a la industria, fueron ad ap tán d o se a circunstancias aparente­
mente especiales.
Si Friedrich List volviera hoy a los E stados Unidos, observaría
allí con interés la versión m oderna de su argum ento favorable al
proteccionism o. El proceso evolutivo que describió no term ina,
como él sostuvo, con un equilibrio de la in d u stria desarrollada y
de la agricultura, p ara las cuales la protección es irrelevante. Lo
que sucede es que en ese punto se inicia un proceso de envejeci­
m iento en los países m ás m aduros que genera u n a presión favora­
ble a la protección contra nuevos y m ás vigorosos elem entos re­
cién llegados al escenario industrial. De ahí la gran dem anda ac­
tual en los E stad o s U nidos, G ran B retaña y d istin ta s naciones
europeas, en favor de la protección de las industrias del acero, tex­
til, autom oción, electrónica y otras, frente a la superior com peten­
cia de Japón, Corea, Taiw an y el resto del nuevo m undo indus­
trial. La antigua excepción p ara las industrias nacientes se ha con­
vertido en la actual excepción p ara las in d u strias m aduras y las
seniles. Y en la diplom ática term inología m oderna no se le llam a
((proteccionismo», sino ((política industrial».

La respuesta alem ana a Sm ith y sus p artidarios implicó la defen­


sa del Estado, ya sea rom ánticam ente o bien, como en el caso de
List, con una clara noción de su papel funcional. En Francia, con
el m al recuerdo que se tenía del E stado tan to bajo el Antiguo Ré­
gimen como después de la Revolución, esto no podía tentar a nadie.
Según hem os visto, el m ás influyente de los estudiosos franceses,
Jean-B aptiste Say, adoptó y organizó las concepciones de Sm ith y
se convirtió, adem ás de m uchas o tras cosas, en su portavoz fran­
cés. La tendencia de los críticos de Sm ith en Francia, que no era
en absoluto extraña a la historia intelectual de este país, consistía
en atenerse al sistem a económico delineado y preconizado en La
lio J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

riqueza de las naciones. Pero a principios del siglo XIX el sistem a


estab a proclam ando su realidad, incluidos sus efectos sociales su ­
m am ente visibles, y por tan to aqu ilatab an tam bién el valor y el
objeto de todo ello. ¿Era eso, en realidad, lo que los seres h u m a­
nos deseaban, o debían desear? Los franceses siem pre h an tenido
el orgullo y el m érito de saborear en lo posible la calidad de la
vida, sin confundirla dem asiado fácilmente con la cantidad, inclui­
da la cantidad de m ercancías. Por ello no es sorprendente que las
prim eras du d as acerca de la deseabilidad del logro industrial se
form ularan en dicha nación.
El m ás in teresan te de los críticos que escribieron en francés
fue Jean-C harles Léonard de Sism ondi (1773-1842), que nació en
G inebra tres años antes de publicarse La riqueza de las naciones.
E ntre las circu n stan cias que le distinguieron en su m om ento hubo
u na larga relación con M adam e de Staél, que se inició en 1803 en
la cercana localidad de Coppet. La labor de quienes frecuentaban
ese círculo, ya se ocu p aran de econom ía o de o tras m aterias, no
solía p asar in advertida a la atención del público. En sus escritos
de entonces, siendo todavía un hom bre relativam ente joven, Sis­
m ondi se p resen tab a como u n fervoroso discípulo de Adam Smith,
pero dieciséis años después, cuando volvió a ocuparse del tem a,
expresó serias reservas sobre sus anteriores opiniones.
H acia fines del siglo x v ill, como ya se ha indicado, se habían
puesto en evidencia los profundos efectos sociales de la Revolu­
ción industrial. G randes m asas de trab ajad o res —hom bres, m uje­
res y n iñ o s— se concentraban en las fábricas de las M idlands, en
el centro de Inglaterra, y hacia el Norte, en Escocia. Lfna vez en la
fábrica, o m ás exactam ente, u n a vez en u n a ciudad industrial, que­
d ab an a disposición de los patronos —es decir, de los dueños de
los establecim ientos, de los c ap italistas— y bajo su poder. No es­
ta b a n en condiciones de p ro testar contra los salarios, las jornadas
de trabajo, los ruidos y la contam inación de fábricas y viviendas,
las fatigas y la brevedad de su existencia. N ada puede sim bolizar
m ejor esa realidad que un intento de reform as que atrajo las
visitas y la observación de casi todos los viajeros europeos. Se trata
de New L anark, centro in d u strial y residencial fundado por David
Dale (1739-1806), cap italista y filántropo escocés, que se dirigió a
los orfanatos de G lasgow y de Edim burgo, retiró de allí a todos
los internos y los traslad ó a pabellones con dorm itorios en su ciu­
dad industrial modelo. En ésta, los niños sólo debían trabajar trece
H IS T O R IA DE LA E C O N O M I A II

horas diarias, y años después, gracias a u n a asom brosa reform a


introducida por su yerno, el"tito p ;^ a Robert Owen (1771-1858),
nada m ás que once. En sus horas libres niños y niñas p articip a­
ban en actividades educativas y recreativas. Así era la reform a en
aquellos tiempos."^
Sism ondi reaccionó enérgicam ente contra las aterrad o ras cir­
cunstancias sociales del nuevo capitalism o, que d u ran te las p ri­
meras décadas del siglo XIX hicieron su aparición tam bién en Fran­
cia. Algunas de sus objeciones recuerdan a List: «Todo el sufri­
m iento ha recaído sobre los productores continentales, y todas las
ventajas las han conservado los ingleses.»® Lo m ism o que Mal-
thus, opinaba que la in dustria m oderna se entregaba desenfrena­
dam ente a la superproducción. Cada em presario individual deci­
día lo que debía producir, y las m asas am ontonadas en las fábri­
cas no podían opinar sobre lo que necesitaban. Sismondi creía que,
en general, las invenciones tenían consecuencias perjudiciales. Pero
lo que m ás le preocupó fue la situación de los trabajadores.
La m áxim a contribución de Sism ondi se cifra en el reconoci­
miento y caracterización de las clases sociales. Fue «uno de los
prim eros econom istas que se refirieron a la existencia de dos cla­
ses sociales, a saber, los ricos y los pobres, o bien los capitalistas
y los obreros, cuyos respectivos intereses, a su criterio, estaban...
en perm anente conflicto entre sí».^
En ese m om ento se inició un debate que, una vez asum ido e
intensificado por M arx y por Lenin, sería m ás fértil en invectivas
que cualquier otro de la historia. Sm ith, Ricardo y M althus h a­
bían observado que el em presario, y desde luego el terrateniente,
se encontraban en mejor situación que el trab ajad o r; m ás exacta­
mente, lo habían considerado como algo n atu ra l e inevitable. Pero
i) i mism o tiempo, no creían que el patrono, ya se tra ta ra de un
capitalista o de un terrateniente, fuera el arquitecto de las desdi­
chas del pobre. Los trabajadores, con su incontenible afán de pro­
creación, forjaban su propia desgracia, su im placable declinación

4. F in a lm e n te , p o d r ía a g re g a rse , el in s tin to re fo r m is ta d e O w en y la c o n s id e ra c ió n
d r l<>s c o s te s m o tiv a ro n o b je c io n e s d e s u s so c io s, ra z ó n p o r la c u a l e m ig ró a I n d ia n a ,
«dntulc fu n d ó u n a c o m u n id a d p le n a m e n te so c ia lis ta , q u e d e n o m in ó « N u ev a A rm onía». E s ta
• i i .i j o a a lg u n o s d e lo s m á s re d o m a d o s v iv id o re s d e lo s E s ta d o s U n id o s, y r e s u ltó u n fra-
,CMHO
S J e a n C h a rle s L é o n a rd de S ism o n d i, N o u v e a u x P rin c ip e s d 'É c o n o m ie P o litiq u e, ci-
lü d ii f n C ra y , op. cit., p á g . 211.
h E ric Roll, A H isto ry o f E c o n o m ic T h o u g h t (N u e v a Y ork, P re n tic e -H a ll, 1942), op.
W*/ p ág s. 254-255.
12 lOIIN K H N N H TIl GAl.líRAITH

hacia la m era subsistencia. En cambio, p ara Sism ondi los ricos


eran los enem igos de los pobres, y los capitalistas, de los trab a ja­
dores. Por eso, era función del E stado proteger a los débiles con­
tra los fuertes «para evitar que los hom bres sean sacrificados en
aras de u n a riqueza de la que no obtienen ningún provecho».^
De este modo, Sism ondi infligió u n fuerte golpe a los esfuerzos
por responsabilizar a los pobres de su propia pobreza y por tra n ­
quilizar la conciencia de los ricos (asu n to del que volveré a ocu­
p arm e m ás adelante). Los pobres, cabe repetir, no deben ser cul­
pados del hecho de serlo; los ricos son quienes los m antienen en
esa situación. Una clase oprim e a la otra. D urante los 150 años
siguientes, los afortunados deploraron y condenaron estas ideas.
En época ta n reciente como 1984, d u ran te unas elecciones nortea­
m ericanas, el candidato republicano a la vicepresidencia, George
Bush, hom bre de sintaxis bastante flexible, reprochó a W alter Món­
dale, candidato del Partido D em ócrata a la presidencia, «haber in­
citado al pueblo norteam ericano a dividirse en clases: en ricos y
pobres». Pero la culpa no la tenía Móndale, sino Jean-Charles Léo-
n ard de Sism ondi.
P ara las p ersonas sen satas, la solución de Sism ondi tenía sen­
tido; en ella, u n a vez m ás, aparecen los fuertes m atices que carac­
terizan a F rancia y al pensam iento económico francés. Debía vol­
verse del capitalism o in d u strial a la agricultura y al trabajo inde­
pendiente del artesano, quien conocía, al contrario del obrero de
fábrica, los productos que elaboraba. Y de esa forma, no sólo se
lib rarían los trab ajad o res de la explotación, sino que se evitaría
asim ism o la superproducción, que Sism ondi consideraba endém i­
ca en el sistem a industrial.

A ntes de p a rtir de F ran cia en este viaje por los alrededores, debe­
m os tom ar n o ta de la fuente de otra disensión todavía m ás vigo­
rosa. Se tra ta de Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), casi contem ­
poráneo de M arx, pero cuyo desdén suscitó en num erosos aspec­
tos.® Si bien acep tab a el carácter inevitable de la propiedad, Prou­
dhon sostenía la inquietante aserción de que todos los ingresos
originados por ella —rentas, beneficios, y especialmente intereses—

7. S ism o n d i, c ita d o e n C ra y , op. cit., p á g . 209.


8. E l títu lo d e la p r in c ip a l o b r a d e P ro u d h o n , C o n tra d ic tio n s é c o n o m iq u e s , o P hilo-
s o p h ie d e la M isére, fu e p a r o d ia d o p o r M a rx e n s u M iseria de la F ilosofía.
H IS T O R IA DE LA E C O N O M IA 113

sólo eran form as de hurto. De ahí proviene la m ás fam osa de sus


iilirm aciones: «La propriété, c ’est le vol», o sea, «la propiedad es
11n robo». Su solución, en los térm inos m ás escuetos, consistía en
abolir el interés (y dem ás ingresos procedentes del capital) y de­
positar la propiedad en cooperativas obreras o en asociaciones vo­
luntarias de trabajadores. É stas serían financiadas m ediante un
banco especial, que em itiría billetes que se utilizarían p ara ava­
lar la producción y la adquisición de m ercancías. En la sociedad
proudhoniana, el E stado dejaría de existir.
Los estudiosos han atribuido ordinariam ente a Proudhon un
lugar de im portancia en la historia del socialismo, del sindicalis­
mo y del anarquism o, pero no en la del pensam iento económico.
Esta distinción carece de fundam ento. En efecto, en el residuo mo­
derno de las teorías de Proudhon sobreviven dos ideas influyen­
tes. Una de ellas es la creencia, quizá el instinto, de que existe
cierta superioridad m oral en la institución cooperativa. O bien en
la fábrica de propiedad de los trab ajad o res. Cada vez que los agri­
cultores se agrupan para proveerse de fertilizantes, petróleo u otros
productos necesarios en el cam po, y siem pre que los consum ido­
res se asocian para com prar alim entos al por m ayor, se realiza un
hom enaje a las ideas de Proudhon. Lo m ism o ocurre cuando los
trabajadores siderúrgicos se organizan p a ra hacerse cargo y hacer
funcionar una fábrica obsoleta, como se ha visto recientem ente en
W eirton, Virginia Occidental. Y Proudhon es sólo uno de los m u­
chos progenitores de la fe perdurable en la m agia m onetaria; es
decir, de la creencia de que pueden introducirse grandes reform as
m ediante la adopción de proyectos todavía no descubiertos en m a­
teria de innovaciones o m anipulaciones financieras o m onetarias.
El banco de Proudhon era sólo una imitación dudosa del que había
creado John Law p ara sorprender, deleitar y luego saquear a F ran­
cia un siglo antes.^
Hay ciertas lecciones económicas que nunca term inan de apren­
derse. Una de ellas es la necesidad de m irar con la m ás profunda
suspicacia toda innovación en m ateria m onetaria, y m ás general­
mente, en el ám bito de las finanzas. Se sigue creyendo que sin
duda debe haber una form a todavía inédita de resolver sin dolor
los grandes problem as sociales, pero lo cierto es que tal cosa no

9. M e re fie ro a J o h n L aw e n lo s c a p ítu lo s IV y X II d e e s ta h is to ria , y h e esc rito


s o b re él m á s d e ta lla d a m e n te e n M o n e y : W h e n c e it Carne, W h ere it W e n t (B o sto n , H ough-
to n M ifflin, 1975), op. cit., p á g s . 21 y ss.
114 JO H N K E N N E T H G A L B R A ITH

existe. Sin excepción conocida, los ingeniosos instrum entos m one­


tario s y financieros o son inocuos o constituyen fraudes al público
y, frecuentem ente, a sus propios im pulsores. Proudhon no fue el
prim ero en depositar su fe en la m agia m onetaria, pero no deja de
ser uno de los prim eros apologistas de u n a du rad era tradición.

El rasgo m ás prom inente del discurso económico norteam ericano


en los años posteriores a Ricardo y a M althus —de hecho, d u ran ­
te casi medio siglo— fue su ausencia en cualquier sentido form al.
En efecto, como se explicará m ás adelante, predom inó la creencia
de que la econom ía era u n a m ateria en la cual nadie necesitaba
orientación superior, algo sobre lo que todos tenían un derecho
n atu ra l a la libertad de expresión. Se tratab a, y así ha ocurrido
siem pre, de un producto de las circunstancias, pues p ara que tenga
lugar un debate académ ico sobre cuestiones económ icas, es preci­
so que exista un problem a económico, y m ás en p articular, una
pen u ria o escasez recurrente.
H asta la G uerra de Secesión, e incluso después de ella, lo que
distinguió a la realidad norteam ericana fue una espaciosa ab u n ­
dancia, u n a perspectiva de ingresos y oportunidades p ara agricul­
tores y obreros, no m enos que p ara com erciantes y capitalistas,
inconcebibles en Inglaterra o en el continente europeo. Como el
trab a jad o r podía en cualquier m om ento expresar su insatisfacción
con sólo m arch arse a la frontera, no había m ayor base p ara una
teoría de salarios. Pudiendo los agricultores poseer sus propias tie­
rra s y lab rarlas, no había necesidad de una teoría de la ren ta de
la tierra. Y sin determ inar esos costes, no era posible elaborar una
teoría de los precios. Prevalecía la m ism a situación excepcional
—con respecto al problem a económico básico del valor y de la dis­
trib u ció n — que la esclavitud h ab ía brindado a los griegos. Es po­
sible que la econom ía política no haya sido por entero u n a ciencia
lúgubre, tal como se afirm aba el siglo pasado, pero desde luego
no puede florecer en medio de oportunidades de expansión y opti­
m ism o generalizado.
Pero no hay que exagerar al respecto, pues h asta las oportuni­
dades y el optim ism o en el ám bito económico se p restan en algu­
na m edida a la creación literaria. A esto se dedicó a principios y
m ediados del siglo XIX H enry Charles Carey (1793-1879), de Fila-
delfia, editor de profesión, hijo de u n inm igrante irlandés católi­
H I S T O R I A D E LA E C O N O M IA 115

co. Una de sus desdichas fue haberse convertido en un escritor


excesivamente prolífico. En econom ía es m ucho m ás fácil ganarse
una buena reputación con un solo gran libro, como, por ejemplo.
La riqueza de las naciones, de Sm ith o los Principios, de Ricardo,
es decir, u n único volum en que los estudiosos lean de verdad.
En su obra tem prana. Carey m uestra la fuerte influencia que
sobre él ejercían Ricardo y el pensam iento clásico británico. Pero
cuando trató de aplicar esa doctrina al ám bito am ericano, llegó a
concebir ciertas dudas, y com prensiblem ente, a proclam arlas. Ri­
cardo había visto cómo el increm ento de la población y la lim ita­
ción de las tierras cultivables iban forzando a los trabajadores a
un rendim iento m arginal cada vez m enor, que luego se convertía
en el salario universal. Carey, en cam bio, veía que ese m ism o pro­
ceso porporcionaba a los trab ajad o res rem uneraciones cada vez
m ás elevadas, a m edida que se traslad ab an a em pleos m ás pro­
ductivos. En el Nuevo M undo, algo que Ricardo ignoraba, la colo­
nización se había iniciado en las tierras altas de las colinas, en
las cuales los bosques eran m enos densos y persistentes, y a las
cuales los colonos, habiendo observado la tendencia a in stalar allí
la residencia feudal en Europa, pueden hab er atribuido el máximo
de valor, protección y prestigio. Luego, los pioneros se instalaron
progresivam ente en los valles m ás fértiles y productivos, con lo
cual fueron obteniendo, en lugar de un m enor rendim iento, resul­
tados cada vez m ás favorables. En esta form a, se desplazaron de
las tierras m ás pobres a las m ás fértiles y por últim o a las de
óptim a calidad. Lo m ism o sucedió cuando la atención de los agri­
cultores se proyectó hacia la frontera, con su s grandes recursos
inexplotados. Así como esta tendencia refutó las tesis de Ricardo,
destruyó tam bién las de M althus. En efecto, se tra ta b a de u n a po­
blación creciente que se rep artía u n a provisión de alim entos, no
inm utable, sino en rápido aum ento. H enry Carey no desechaba la
(losibilidad de que en un futuro distan te pudiera llegar a haber
dem asiada población, y h asta llegó a utilizar la frase de «sitio en
el que sólo se cabía de pie». Pero no le faltab a razón p ara creer
t)ue ese m al no se presentaría por el m om ento. Dios había dicho:
<'Oeced y m ultiplicaos.» Y valía m ás quedarse con las p alabras
de Dios que con las de M althus: «No crezcáis y no os multipli-
' • 10

10 M enry C h a rle s C arey, c ita d o e n C ra y , op. cit., p á g . 254.


116 J O H N K E N N E T H G A L B R A ITH

Carey, según se h a observado, incurrió, como su com patriota


Friedrich List, en u n a nueva concesión a las circunstancias. Luego
de h ab er em pezado por proclam ar las virtudes del libre cambio,
m udó de opinión y se puso a preconizar las del proteccionism o. Y
en u n a segunda etapa, coincidiendo con List, defendió un equili­
brio entre la in d u stria y la agricultura. Tam bién le im presionó es­
pecialm ente el ahorro de costes que representaba la cercanía de
los centros in d u striales a los de consum o, evitando los gastos de
tran sp o rte desde G ran Bretaña.
El problem a del proteccionism o es cómo arm onizar su resp eta­
bilidad intelectual con el argum ento poderosam ente lógico y ap a­
sionantem ente teológico del libre cam bio. En este esfuerzo, que se
prolongaría largam ente en los E stados Unidos, H enry Carey fue
u n precu rso r indiscutido.
Con el tran scu rso del siglo XIX la frontera fue desapareciendo,
y cuando los agricultores norteam ericanos, en particular, em peza­
ron a sen tir las adversidades im plícitas en el sistem a, los debates
económ icos fueron creciendo y extendiéndose en los E stados Uni­
dos. Reviviendo a Ricardo, H enry George, ya m encionado en esta
obra, observó la presión sobre la oferta de tierras por p arte de las
poblaciones rurales y u rb an as y el alza consiguiente del valor de
la tierra. Vio en ello un incremento inmerecido que, como se expli­
cará, representaba u n trem endo mal social, un enriquecim iento for­
tuito del terraten ien te que se atraviesa en el cam ino del progreso
y u n elem ento que en tra en grave conflicto con la ju sticia d istrib u ­
tiva. Pero esto no q u ita validez a la v asta generalización consabi­
da, que sigue todavía en pie: d u ran te el siglo XIX no hubo un am ­
biente propicio p ara el exam en sistem ático de las cuestiones econó­
m icas en los E stados Unidos, sobre todo en las prim eras décadas.
Como luego verem os, se d ebatirían m uy intensam ente la banca, la
m oneda (en especial, los billetes de banco y la acuñación de la
p la ta) y los aranceles, pero esos debates tuvieron lugar entre los
políticos y el público en general, pero no entre los solem nes espe­
cialistas en la m ateria. Cabe repetir que el debate económico re­
quiere que haya un serio problem a económico.
IX. LA GRAN TRADICIÓN CLÁSICA [2]

LA CORRIENTE PRINCIPAL

El centro de atención de la ciencia económ ica d u ran te el siglo


pasado, virtualm ente en todo el m undo, fue lo que se consideraba
—y h a sta cierto punto se sigue considerando to d av ía— como el
principal conjunto de problem as de la disciplina, a saber, la dete^j
m inación de los precios, salarios, intereses y beneficios. Tam bién
se prestó m ucha atención a la n atu raleza en aquellos tiem pos del
dinero y al papel de la banca. El prim ero dejó de ser sim plem ente
una m ercancía —bajo la form a de oro, plata y co b re—, cuyas ca­
racterísticas la hacían particularm ente ap ta p ara desem peñar una
función interm ediaria en el intercam bio de bienes. En efecto, al
estar depositado en bancos, y em itirse billetes que certificaban de­
pósitos, tales billetes y depósitos em pezaron a transferirse como
medios de pago y el dinero pasó a ad q u irir una señalada persona­
lidad propia. Además, como se explicará en el capítulo siguiente, se
lúe desarrollando la defensa social y m oral del sistem a capitalista.

La explicación de los precios, o del valor, y de los ingresos corres­


pondientes, siguió u n a tendencia única y dom inante en aquel pe­
ríodo. E sa tendencia p asab a de un énfasis prioritario en el vende­
dor, a un énfasis prioritario en el com prador; de un énfasis priori­
tario en el coste, a un énfasis prioritario en la utilidad del con­
sum idor; de una atención principal puesta en la oferta, a una
atención principal dirigida a la dem anda. Y después, al finalizar
el siglo XIX, hay un reflujo del énfasis, que vuelve a encarar pre­
ferentem ente la oferta, sobre todo en la obra del gran econom ista
y sintetizador de ideas previas, profesor de la Universidad de Cam­
bridge, Alfred M arshall (1842-1924).
Con M arshall, el exam en del valor y la distribución, del precio
118 J O H N K E N N E T H GA LB R A ITH

y de qu ién recibe los beneficios, tra sp a sa los um brales de n u estra


época. M i generación, cuando estu d iab a economía, leyó los Princi­
pios de M arshall, un abultado libro de texto que tuvo ocho edicio­
nes. C uando p asam os por Cam bridge, íbam os a visitar con grave
deferencia a M ary M arshall, la excelente colaboradora y luego lon­
geva v iu d a del profesor.
Pero ah o ra debo reto rn ar a tiem pos anteriores. Según se recor­
dará, R icardo h ab ía anclado firm em ente en el coste el valor o pre­
cio de cu alq u ier bien reproducible;^ el coste, a su vez, era el del
tra b a jo incorporado al producto bajo las circunstancias m enos sa­
tisfacto rias posibles de producción. Y el precio del trab ajo era el
coste de m anutención del trabajador. Los salarios de la m ano de
obra, d ad o el im pulso procreador desenfrenado de las m asas, h a­
llab an su equilibrio en el nivel suficiente p ara conservar la vida;
el excedente se acum ulaba como ren ta del terrateniente, o bien, en
form a considerablem ente m enos específica, como beneficio p ara el
p ro d u cto r o cap italista. Y por últim o, no existía ninguna altern ati­
va aceptable. Puede repetirse la enérgica sentencia pronunciada por
Ricardo: «Como todos los dem ás contratos, los salarios deben de­
ja rse a la libre y equitativa com petencia del m ercado, y nunca de­
berían ser objeto de intervenciones legislativas.»^ Éste fue el punto
de p a rtid a p a ra el ulterior desarrollo de las ideas relativas al pre­
cio y a la d istribución de los ingresos.
La p rim era etapa en este proceso fue un esfuerzo destinado a
perfeccionar y refinar los elem entos del coste. El hecho de que los
ingresos del terraten ien te bajo la form a de ren ta fuesen un resi­
duo procedente del precio, devengado en proporción a la calidad
de la tierra, y en tiem pos m odernos, sobre todo, a la ubicación de
la propiedad, no preocupó a nadie. En grado muy considerable, esta
concepción de la ren ta de la tierra sobrevive en nuestros días como
u n a explicación del valor de los bienes inm uebles y del rendim ien­
to de los m ism os.
E ra m ucho m ás serio el problem a que im plicaba la rem unera­
ción del cap ital y del trabajo. En u n a economía de Robinsones, es
decir, no de u n solo Crusoe, sino de varios, que vivieran cerca de

1. E x is tía , s e g ú n s e h a o b se rv a d o , u n a excepción ric a rd ia n a en el c aso d e c u a lq u ie r a r­


tíc u lo ú n ic o y « n o re p ro d u c ib le » , com o, p o r ejem p lo , u n c u a d ro d e L e o n a rd o o d e R e m b ra n d t,
o u n a g e m a q u e n o p u d ie r a s e r s u p e r a d a p o r n in g ú n h a lla z g o p o s te rio r d e la m in e ría .
2. D av id R ic a rd o , On the P rincipies o f P olitical E c o n o m y a n d T axation, e n The W orks
a n d C o r r e s p o n d e n c e o f D a v id R icardo, e d ic ió n a c a rg o d e F iero S ra ffa (C a m b rid g e , I n g la ­
te r ra , C a m b r id g e U n iv e rsity P re s s , 1951), op. cit., vol. I, p ág . 105.
H IS T O R IA D E LA E C O N O M IA 119

la playa, una teoría del valor b asad a en el trab ajo estaría lejos de
ser irrelevante. Los pí^oductos se intercam biarían, aproxim adam en­
te, en función del tiem po y esfuerzo invertidos en su cultivo o m a­
nufactura, o en su recuperación del m ar, por m ás que aun en este
aspecto la cuestión se com plicara a cau sa de la diversidad de h a­
bilidades, excepcionales o corrientes, de cada individuo. A m edida
que se inventaran y utilizaran m áq u in as y otros instrum entos, no
cabría prácticam ente d u d a alguna de que debería rem unerarse a
quienes sum inistran esos m edios de m ayor productividad. Tal vez
podría argum entarse —como en efecto lo hizo R icardo— que el
pago de las m áquinas y de las fábricas en que aquéllas se instala­
ban era m eram ente la rem uneración ap lazad a del trabajo inverti­
do en su construcción, es decir, del trabajo incorporado. Pero hasta
en econom ía política hay lím ites al alcance im aginativo del p ensa­
miento subjetivo. Saltaba a la vista, en efecto, que el propietario
de los bienes de capital tam bién era rem unerado, y no sólo eso,
sino que los ingresos correspondientes, en concepto de intereses y
beneficios, eran frecuentem ente m uy superiores a sus anteriores
inversiones en salarios; en este aspecto, saltab a a la vista que el
exceso en cuestión tenía algo que ver con las exigencias, la contri­
bución o el poder del dueño del capital.
La prim era solución del problem a fue proporcionada por uno
de los prim eros profesores de econom ía política, N assau William
Sénior (1790-1864), y a pesar de su extrem ada im probabilidad, se
m antuvo intacta d u ran te medio siglo. Según este autor, adem ás
del coste del trabajo incorporado al bien de capital, debía com pu­
tarse tam bién el precio que debía pagarse en concepto de intere­
ses o beneficios p ara p ersu ad ir a los agentes económicos, incluido
el capitalista, de que se abstuvieran del consum o corriente. En efec­
to, es esa abstinencia la que genera el poder adquisitivo necesario
para com prar fábricas, m aquinaria, equipos, o las m ercancías en
elaboración o alm acenadas p a ra la venta en cualquier operación
im portante de m anufactura o intercam bio. No era cosa trivial la
que merecía tal com pensación. «Abstenernos del goce que tenemos
a nuestro alcance, proponernos resultados d istantes en vez de in­
m ediatos, son actitudes que se cuentan entre los esfuerzos m ás
penosos que puede ejecutar la voluntad humana.»^

3. N a s s a u W illiam S én io r, P o litica l E c o n o m y , o b r a c ita d a e n A le x a n d e r C ra y , The


D e v e lo p m e n t o f E c o n o m ic D o ctrin e (L o n d re s , L o n g m a n s, G re e n , 1948), op. cit., p á g . 276.
120 JO H N K E N N E T H G A L B R A IT H

Así se form uló la teoría del interés o, en general, del rendi­


m iento del capital b asad a en la abstinencia. El coste de in d u cir la
abstinen cia del consum o, sum ado al coste de la m ano de obra,
totalizab a el coste de producción de un bien. De modo que este
coste de producción venía a ser el nivel de equilibrio al que nor­
m alm ente tenderían los precios. Si los precios subían, el incremen­
to de la producción los reduciría h a sta el nivel del coste determ i­
nado de esa form a. O curriría lo contrario si los precios estuvieran
por debajo del coste.
Evidentem ente, esta explicación de los precios y del rendim ien­
to del capital es m uy poco probable. Es indudable que hay quie­
nes ah o rran —es decir, se abstienen de consum ir— p ara obtener
intereses. Pero la abstinencia no era precisam ente u n a de las ca­
racterísticas observables en el nivel de vida ni en los hábitos ad­
quisitivos de los grandes capitalistas, que su m in istrab an el capi­
tal y obtenían los beneficios de estas operaciones, como tam poco
en los estilos de consum o de sus banqueros y financieros. Espe­
cialm ente en los E stad o s Unidos. Cornelius V anderbilt, Jay Gould,
Jim Fiske —h a sta el p rim er Rockefeller, aunque m ás so b rio —, no
fueron en m odo alguno personajes parcos en el consum o. Y a m e­
dida que el siglo iba acercándose a su fin, la abstinencia no carac­
terizaba en absoluto el estilo de vida en Newport, Rhode Island.
Por o tra parte, tam poco prevalecía en la Inglaterra de los nuevos
ricos de la in d u stria; tam bién allí predom inaban excesos de prodi­
galidad a m enudo ostentosos. En vista de la realidad, fue cayendo
en desuso el em pleo de la palabra abstinencia p ara explicar los
ingresos del capitalista,"^ y la teoría se desplom ó bajo el peso de
su extrem a im probabilidad.
La verdad es que a lo largo de todo el siglo XIX no llegó a
presentarse ninguna justificación aceptable del rendim iento del ca­
pital, y en esa form a se le abrió obviam ente el paso a Karl Marx.
H ubo que esp erar a n u estro siglo p a ra u n a explicación satisfacto­
ria. El beneficio, diferenciado ahora del interés, vino a ser consi­
derado, no sin alguna razón, como recom pensa por la innovación
y por el riesgo asumido.^ Y el interés vino a convertirse en el pago
de equilibrio de quienes poseían recursos m ayores de lo que nece-
4. C om o su c e d ió p o s te rio r m e n te con el su c e d á n e o s e m á n tic o d e A lfred M a rs h a ll. E ste
a u to r c o n v irtió el in te r é s e n el p r e m io de la esp era , n e c e s a r ia p a r a tr o c a r u n g oce actu al
m e n o r p o r u n o m a y o r e n el f u tu ro .
5. V é a s e F ra n k H . K n ig h t, R is k , U ncertainty a n d P ro fit (B o sto n , H o u g h to n M ilflin
1921).
HISTORIA DE LA ECONOMÍA 121

sitaban o que podían utilizar en forma productiva a aquellos que


tomaban dinero prestado porque tenían menos del que necesita­
ban o podían emplear productivamente. La ausencia de una teoría
persuasiva del rendimiento del capital y de los capitalistas fue du­
rante todo el siglo pasado un flanco vulnerable en la gran tradi­
ción clásica.

Sin embargo, a medida que fue transcurriendo el siglo XIX llegó a


subsanarse otro defecto más antiguo. La atención se desplazó del
coste y la oferta como determinantes del precio, al deseo y la de­
manda como determinantes, no sólo del precio, sino también de lo
que ahora se denomina factores de producción. Esta evolución pro­
vino de los esfuerzos por resolver el viejo y al parecer insoluble
problema de averigar por qué los objetos más útiles, como el agua,
son tan baratos o incluso gratuitos. La respuesta más antigua a
esta cuesión, como se recordará, fue la distinción entre valor de
uso y valor de cambio. Esta distinción era arbitraria y superficial,
e ignoraba de manera harto obvia la infinidad de matices que
caben entre ambas categorías. La vestimenta, por lo menos en cli­
mas fríos, tiene un evidente valor de uso. Pero en ciertas ocasio­
nes su función protectora no es tan importante como la decora­
tiva, como en el caso de las joyas. El alimento es necesario y
nutritivo, pero también puede ser raro y exótico; una casa es
indispensable como refugio, pero por su situación, arquitectura e
historia puede ser única, y en tal caso, de lujo. Consiguientemen­
te, la manera de eludir la cuestión no resuelta, planteada por
Smith, del valor del uso y el valor de cambio, llegó a representar
una de las principales preocupaciones de los economistas durante
la segunda mitad del siglo pasado.
En 1831, Auguste Walras (1801-1866), padre de otra figura no­
table de la historia del pensamiento económico, Léon Walras, había
intentado resolver el problema.^ Al coste, que era elemento acep­
tado como fuente de valor, le agregó la utilidad o provecho. Pero
en su opinión, todo producto, para ser valioso, necesitaba también
ser escaso, poseer la propiedad que llamó rareté, resumiendo a la
vez utilidad y escasez. La rareté era una cualidad que evidente­
mente no solía poseer el agua.

6. En De la Nature de la Richesse et de ¡'Origine de la Valeur (París, Fume, 1831).


122 JO H N K E N N E T H G A LBRA ITH

O tros autores lidiaron con la cuestión de modo parecido, pero


sin grandes progresos, h asta que en 1871 tuvo lugar la gran reve­
lación. Ese año, W illiam Stanley Jevons (1835-1882) en Inglaterra
y K arl M engel (1840-1921) en A ustria, seguidos pocos años des­
pués por John Bates Clark (1847-1938) en los Estados Unidos, pro­
fesores, respectivam ente, de las universidades de M anchester y
Londres, Viena y Columbia (iba entonces alboreando la era del pro­
fesor), reconocieron lo que los libros de texto de econom ía todavía
siguen celebrando, a saber, el papel de la utilidad m arginal, en
vez de la general (aunque no todos utilizaran esa denom inación).
No debe en m odo alguno suponerse que la utilidad m arginal
sea u n concepto difícil. Lo que le da valor a un producto (o servi­
cio) no es la satisfacción total proporcionada por su posesión y
uso, sino la satisfacción y el goce —la u tilid ad — procedente de la
últim a y m enos deseada adición al consumo de un individuo dado.
E n efecto, el últim o bocado disponible de alim ento en u n a fam ilia
tiene un valor muy grande y puede adquirir un precio considera­
ble, m ien tras que en u n a situación de abundancia no vale n ad a y
se tira a la b asu ra. En circunstancias ordinarias, el agua, al revés
que los diam antes, es m uy abundante, y la últim a taza o el últim o
litro tiene m uy poca o ninguna utilidad; y su falta total de valor
de cam bio determ ina el valor de todo el resto. En cam bio, en alta
m ar, a las órdenes del viejo m arinero o del capitán Blight, dad a la
indudable escasez de agua potable, sería difícil im aginar el valor
de cam bio que h ab ría alcanzado un taza de agua suplem entaria,
por lo m enos h a sta la próxim a lluvia. Y de ahí se deduce la pro­
posición que m illones de estudiantes han aprendido desde enton­
ces: en idénticas circunstancias, la utilidad de cualquier bien o ser­
vicio dism inuye en proporción directa con su disponibilidad, y es
la utilid ad de la porción final y menos deseada —o sea, la utili­
d ad de la u n id ad m arg in al— la que determ ina el valor de las u n i­
dades restantes.

H abía algo m aravillosam ente claro y lógico en el concepto de utili­


dad m arginal; d u ran te un tiem po pareció que iba a resolver ínte­
gram ente el problem a del valor o precio. El precio era aquello que
el consum idor pag aría por el últim o o menos deseado increm ento.
Los precios se establecerían a ese nivel. Cuando nadie quisiera m ás
agua, en época de lluvias, su precio se fijaría efectivamente en cero.
H IS T O R IA DE LA E C O N O M IA 123

IV t o no sucedería lo m ism o en el desierto. Y en tales circunstan-


l ias, ¿quién podría afirm ar que el coste de la producción tenía real­
mente algo que ver con el asunto?
En rigor, el carácter m arginal de la utilidad sólo representó el
prim er paso hacia ur^a form ulación final y m ás elaborada. Los in­
crementos marginales no sólo influían en la utilidad y en la dem an­
da, sino tam bién en la oferta. Las m ercancías se producen a dife­
rentes niveles de costos, cosa que ya Ricardo había señalado acer­
ca de la producción agrícola. A m ed id a que ésta crece, va
abarcando tierras m ás pobres, y a raíz de ello va aum entando el
contenido de m ano de obra o costo unitario de producción. Pero
ocurre que en la m anufactura se p resenta u n a situación análoga.
Diferentes em presas, de distin tas situaciones, o dotadas de efica­
cias desiguales, elaboran un m ism o producto a diferentes costes.
Del m ism o modo, u n a em presa d ad a incurre en m ayores costes a
medida que trata de aum entar la producción obtenida con sus equi­
pam ientos y su personal. Por lo tanto, lo m ism o en la industria
que en la agricultura rige una ley om nipotente y om nipresente de
rendim ientos decrecientes, o sea, de costes crecientes. Y así como
el papel decisivo lo desem peña la utilidad m arginal, lo mism o su­
cede con los costes m arginales.
Específicam ente, del decrecim iento de la utilidad m arginal de
los com pradores proviene la reducción de la disposición a pagar.
Así se originó la inflexible curva descendente de dem anda, pues
son necesarios precios cada vez m enores p ara vaciar m ercados con
sum inistros cada vez mayores. Y de la elevación de los costes m ar­
ginales de los productores, así como de los m ás elevados costes
de los productores m enos eficientes, provienen los costes cada vez
mayores de los sum inistros adicionales. C uanto m ás se exige, m ás
debe pagarse. Esto origina a su vez la curva creciente de la oferta,
es decir, los precios cada vez m ás elevados requeridos p ara com­
pensar los costes m arginales incurridos al atraer al m ercado mayor
cantidad de productos. Y en el punto de intersección de am bas
curvas se encuentra el logro suprem o, a saber, el precio. Se trata
del precio necesario p ara inducir la oferta, y está en equilibrio con
el precio determ inado por la necesidad de m ínim a urgencia.
A renglón seguido hizo su aparición el m ás celebrado de los
lugares com unes de la economía, que aún hoy ra ra vez está au ­
sente durante m ás de u n a sem ana entera de las conversaciones
cotidianas, pues su invocación perm ite eludir m uchas responsabi­
124 JO H N K E N N E T H G A L B R A IT H

lidades; «D espués de todo, es la ley de la oferta y la dem anda.»


Los precios, al traslad ar su base del coste de producción al de la
oferta y la dem anda, qu ed an en un equilibrio en perpetuo movi­
m iento entre las dos. Fue este equilibrio el que establecieron a fines
del siglo XIX las enseñanzas de M arshall y el que sigue inculcán­
dose en la instrucción escolar convencional h asta la fecha.

Obvio es decir que en el prístino m undo clásico ningún trab ajad o r


tenía el poder de fijar su propio salario. Tam poco h ab ía sindica­
tos que se encargaran de ello. Y dejando a un lado el caso recono­
cidam ente excepcional del monopolio, ningún em presario capita­
lista fijaba sus propios precios ni el rendim iento de sus inversio­
nes. Unos y otros provenían tam bién autónom am ente del mercado.
He aq u í la m agia de la m arginalidad. Suponiendo la homoge­
neidad de la fuerza del trabajo y om itiendo las diferencias de ha­
bilidad y diligencia, como ocurría entre las m asas incultas de las
fábricas, el salario era fijado por el valor de la contribución del
últim o trab ajad o r disponible a la producción y los rendim ientos.
Si algún otro trab ajad o r reclam aba m ás, q u edaba en el acto sin
empleo. De este modo, nadie podía pedir una rem uneración supe­
rior a su contribución m arginal a la em presa. Y tom ados indivi­
dualm ente, uno a uno, todos los trabajadores podían intercam biar­
se con el trab a jad o r m arginal. Los excesos en m ateria de procrea­
ción podían increm entar la oferta de trabajadores y dism inuir el
rendim iento m arginal, que de este modo era susceptible de caer a
niveles de subsistencia. Pero la rem uneración fijada por el equili­
brio podía ser m ás generosa: si la m ano de obra no era m uy abun­
dan te, las curvas de la oferta y la dem anda de trabajo tendrían su
intersección en u n nivel superior al de subsistencia.
A su vez, el interés del cap italista se explicaba en form a simi­
lar: q u ed ab a establecido por la últim a y m enos rentable unidad
de inversión. D ada su indiscutida movilidad, el capital iría a redu­
cir todo rendim iento a este nivel, condicionado siem pre a u n a to ­
lerancia im p o rtan te y generalm ente incalculable d estin ad a a com­
p en sar las diferencias de riesgos. Tendría lugar un equilibrio entre
el rendim iento m arginal del capital y el incentivo necesario para
a tra e r al ahorrador individual. Una vez m ás, la oferta y la dem an­
da. (Y al m ism o tiem po, se sep arab a del interés el beneficio, que
com pensaba el riesgo y prem iaba al em presario arriesgado, vahen-
H IS T O R IA DE LA E C O N O M I A 125

te e innovador.) Así como la m agia de la m arginalidad había re­


suelto el problem a de los precios y salarios, ah o ra rescataba el
tipo de interés de sus precedentes previam ente im probables.

Pero la aportacióp fue m ayor, m ucho m ayor, en m ateria de refina­


m iento técnico. Y tam bién apareció entonces, y fue explícitam ente
reconocida, u na excepción im portante en el sistem a, a saber, el
monopolio. El m onopolista au m en tab a la producción, no h asta el
punto en que un precio de m ercado determ inado im personalm ente
cubría el coste m arginal, sino h asta un nivel en el cual, gracias a
la reducción de sus precios en general, su ingreso m arginal en ace­
lerado descenso cubría apenas el coste m arginal.^ En ese punto
era donde se m axim izaba el beneficio. Nadie podía afirm ar que en
esta form a se fijaran de m odo socialm ente óptim o la producción y
el precio. El nivel de producción era teóricam ente inferior al de
equilibrio. El precio era m ás elevado. Por ello, au n q u e todo el
m undo estaba de acuerdo en que el sistem a, en general, era be­
nigno, el monopolio desde luego no lo era. Así fue cómo el mono­
polio se constituyó en la única falla dentro de un sistem a que por
lo dem ás parecía adm irable y h a sta perfecto.

En nuestros propios tiem pos, como se d estacará m ás adelante, la


principal preocupación de toda política oficial no es la producción
de bienes, sino la provisión de em pleos p ara todos aquellos que
desean producirlos. Pero si bien no 4^^1tan productos, en cam bio
los puestos de trabajo escasean lam entablem ente. P ara Ricardo y
p ara sus sucesores inm ediatos, el desem pleo no constituía un pro­
blema; en efecto, los trabajadores siem pre reducirían sus propios
salarios, en la proporción suficiente como p ara hacer rentable su
empleo. Pero no ocurrió así, necesariam ente, cuando p asaro n los
años y cam bió la situación. A fines del siglo XIX, en G ran B retaña
los sindicatos eran ya un elem ento perm anente del escenario in­
dustrial. M ediante su acción, el coste m arginal de la m ano de obra
se elevó y, de este modo, se redujo el núm ero de quienes eran em-

7. E n u n a fo rm u la c ió n p o s te rio r y m á s té c n ic a , c a d a v e n ta a d ic io n a l viene a re d u c ir
rl p recio , y c o n s ig u ié n te m e n te , el in g re s o p r o c e d e n te de to d a s la s v e n ta s . A ra íz de ello,
la c u rv a d e in g re so m a rg in a l del m o n o p o lis ta s ie m p re e s tá p o r d e b a jo d e la c u rv a de la
d r in a m la
126 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

picados O podían serlo a un rendim iento que cubriera su salario.


Los sindicatos podían ser así causa del desem pleo de sus propios
afiliados. Y desde entonces, en form a ocasional, hubo desempleo.
En e sta situación se originó otra idea que habría de perdurar,
y que no h a m uerto aún. Los sindicatos llegarían finalm ente a ser
aceptados dentro del sistem a clásico, pero su relación con éste sería
incóm oda. Desde luego, los sindicatos poseen un poder de m ono­
polio que su strae a los salarios de la libre e inteligente operación
del m ercado. Y es tam bién u n a causa de desempleo, pues prem ia
a los que ocu p an em pleos, a expensas de quienes se encuentran
m ás allá del m argen. D urante las décadas siguientes hubo espe­
cialistas en econom ía laboral que p restaro n su sim patía y apoyo a
los sindicatos, pero que fueron objeto de cierta sospecha por parte
de sus colegas clásicos, p ara quienes los sindicatos, como cual­
quier o tra institución pública o privada fijadora de precios, eran
un ejemplo m ás del fallo que representaba el monopolio en el seno
de un sistem a por lo dem ás perfecto, o en todo caso perfectible.

D urante las p rim era décadas del siglo XX, si bien subsistieron la­
gunas, especialm ente en la teoría de los beneficios, quedaron sen­
tados los elem entos esenciales del sistem a clásico —o si se prefie­
re neoclásico— de Alfred M arshall. Si bien ya antes había recibi­
do ese nom bre, ahora lo merecía verdaderam ente. Durante los años
siguientes ten d rían lugar, ju n to con los refinam ientos técnicos alu­
didos, algunas m odificaciones significativas, especialm ente en lo
que se refiere al m onopolio y la com petencia. Pero en lo que llegó
a llam arse la microeconomía, disciplina que descendía directam en­
te del sistem a clásico, era m ucho m ás lo que seguiría que lo m o­
dificado.
X. LA G RA N TR A D IC IÓ N CLASICA [3]

LA DEFENSA LA FE

Toda historia de la tradición clásica de la economía, u n a vez


(ixaminadas las ideas fundam entales, debe explicar la forma en que
' éstas fueron defendidas. Es cierto que en la exposición del siste­
ma en sí ya va im plícita una defensa, pues la teoría económica
com bina la interpretación con la justificación. Pero hay tam bién
una defensa explícita, y en este capítulo hem os de referirnos tanto
b las m anifestaciones del prim er tipo como a las del segundo.
En las obras académ icas sobre la historia del pensam iento eco­
nómico no existe u na tradición literaria dedicada por separado a
la defensa del sistem a. No obstante, ella ha revestido trem enda
im portancia, habiendo sido a la vez refugio y ocupación de cabe­
zas de alto nivel intelectual, como todavía ocurre en la actualidad.
Y entre los factores que lo estim ularon no fue el m enor la aproba­
ción —y retribución— que les otorgaban y siguen otorgando quie­
nes se beneficiaron, y aún se benefician, de lo defendido. Alfred
M arshall observó que un econom ista nad a debe tem er m ás que el
aplauso, pero éste es un tem or que a través de los tiem pos m u­
chos académ icos y econom istas han llegado a su p erar con singu­
lar facilidad.

En un im portante aspecto, como se ha observado suficientem ente,


la tradición clásica no ha querido protección. Los bienes eran pro­
ducidos con tal virtuosidad en el sistem a por ella descrito y preco­
nizado, que el éxito productivo se consideraba, h asta cierto punto,
como u n lugar com ún de la economía. Tradicionalm ente, la econo­
mía se hallaba siem pre en equilibrio con toda la m ano de obra
em pleada, salvo la única y persistente excepción que introducían
los sindicatos, al reclam ar salarios superiores al valor del produc­
128 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

to m arginal. Y a la vez, tan to el capital como los ahorros que pro­


porcio n ab an capital fueron utilizados y retribuidos en form a sim i­
lar. H abía por tan to u n a tendencia hacia el uso óptim o del trabajo
y del capital, dentro de las condiciones perm itidas por el estado
del arte industrial. Luego, m ediante el beneficio del em presario se
introdujo u n a recom pensa apropiada, y h asta generosa, p ara pro­
m over el perfeccionam iento de dicho arte. Quizá precisam ente por
parecer un claro lugar com ún, los críticos del sistem a capitalista
h an solido m enospreciar con pertinacia el apoyo que el sistem a
h a recibido de sus propias realizaciones productivas.^ No o b stan ­
te, hab ía aspectos sum am ente vulnerables y fallas que exigían una
defensa específica, necesidad cada vez m ás evidente a m edida que
fue tran scu rrien d o el siglo XIX.

E ntre los problem as visibles sobresalía, en prim er lugar, la aterra­


dora diferencia entre los salarios y el consiguiente nivel de vida
de los trab ajad o res por una parte, y los ingresos y la form a de
vivir de los patronos o capitalistas por otra. Ya hemos visto que en
los prim eros años de la Revolución in d u strial los hom bres y m uje­
res que acudían a las ciudades industriales y a las fábricas de In­
g laterra y del su r de Escocia tenían virtualm ente la certeza de que
su existencia m ejoraría. Las aldeas y las in d u strias caseras que
h ab ían abandonado poseían lasA /entajas del encanto vecinal, los
p aisajes rurales, la vegetación intacta y el aire fresco por todas
p artes, es decir, un co njunta de circunstancias que casi con segu­
rid ad resu ltaro n m ás atractivas p ara los com entadores futuros
que p a ra los particip an tes de la época. (Así ha ocurrido, por otra
p arte, con frecuencia. En general, no se com padece m ucho a quie­
nes sufren grandes privaciones m ientras desarrollan sus tareas al
aire libre, en cam po abierto, como ha sucedido h asta hace poco
tiem po con los pobres y en p articu lar con los negros en el su r de
los E stad o s Lfnidos.) Pero andando el tiem po, el co n traste entre
su an terio r estilo de vida y la existencia m ás favorable que había
im pulsad o hacia las fábricas a las generaciones precedentes fue
atenuán d o se en el recuerdo y, sim ultáneam ente, fueron dism inu­
yendo sus efectos. A raíz de ello, se empezó a p restar m ayor aten-

1. N o a s í M a rx , q u ie n , p o r el c o n tra rio , lo a firm ó , co m o s e r e la ta r á e n el p ró x im o


c a p ítu lo .
H IS T O R IA D E LA E C O N O M IA 1 29

>lón a la enorme diferencia en m ateria de bienestar entre quienes


.iportaban su trabajo y quienes su m in istrab an el capital industrial
\ ejercían la autoridad. Ahora la com paración relevante no se es-
i.iblecía con lo que los trabajadores ten ían antaño, sino con lo que
i'i) el presente estab an recibiendo los demásT^-^
A renglón seguido venía la desigual distribución\^e poder propió
ilel sistem a. El trabajador, ya fuera adulto o niño, estab a some-
iido a la disciplina que im ponía la dependencia del empleo, con­
dición indispensable, si no p ara la próxim a comida, desde luego
para las necesidades básicas de la supervivencia d u ran te el mes
siguiente. Los medios p ara satisfacer esas necesidades podía ne­
garlos el patrono-capitalista cuando le pareciera bien, y llegado el
t aso así lo hacía. De modo que la consecuente referencia a la es­
clavitud —«los esclavos del salario»— no era u n a hipérbole.
L a tradición clásica no fue com pletam ente m u d a respecto de
esta som bría realidad. Adam Sm ith, según se recordará, observó
que, m ientras que no existían leyes contra las asociaciones de mer­
caderes o patronos p ara ejercer su fuerza colectiva, en cam bio no
había tal tolerancia p ara las organizaciones de los trabajadores.
Jolin S tuart Mili, por su parte, form uló una enérgica advertencia
«cerca de la relativa im potencia de los trab ajad o res, cuestión que
pronto saldría a relucir. Pero en general, la tradición clásica fue
reticente en lo referente al poder, es decir, la capacidad de algu­
nos agentes del sistem a económico p ara dom inar o p ara conseguir
de o tro modo la obediencia de los dem ás, y el placer, prestigio y
lucro que ello implica. E sta reticencia persiste todavía. La búsque­
da del poder y de sus gratificaciones, tan to pecuniarias como psí-
íjnicas, sigue constituyendo el gran agujero negro en la línea de
Investigación principal de la economía.
Finalm ente, a m edida que iba tran scu rrien d o el siglo XIX, y
tnn m ayor frecuencia durante las p rim eras décadas del siglo XX
<rn 1907, 1921 y, obvio es decirlo, en 1930-1940—, hizo su apari-
fióii en escena el fenómeno denom inado, según el caso, pánico,
n isis, depresión o recesión, con su secuela de desem pleo y de de-
Kcsperación generalizada, fenómeno horrible y teóricam ente incom-
piilible con el sistem a clásico.
Se presentaba aquí un grave conflicto con la teoría de la deter-

l C o n el tie m p o , tu v o lu g a r u n c a m b io de a c titu d s im ila r e n tr e lo s tr a b a ja d o r e s q u e


'in v o ro n del V iejo M u n d o a la s m in a s y a la s c iu d a d e s d e la in d u s tr ia s id e rú rg ic a en
i K tad o s U n id o s, ig u a l q u e e n tre s u s d e s c e n d ie n te s .
130 l O I l N K I . N N I I II ( ¡AI. MRAIl 'I I

m inación de los precios y salarios, y con la teoría central del valor


y de la distribución, teorías que colocan los precios y las rem une­
raciones en el m argen, lo cual viene a significar que todos los pro­
ductos se venden y que todos los trabajadores están em pleados,
h a sta el m argen. Y tam bién aquí se suscitaba un conflicto con la
ley de Say. Las m ercancías por vender se iban apilando; no unos
pocos artículos, sino u n vasto exceso de oferta, una superproduc­
ción generalizada. Y p ara esta oferta existía una palpable escasez
de dem anda, u n a obvia e ineludible deficiencia de capacidad ad­
quisitiva. Em pero, la ley de Say era todo un pilar de la doctrina.
La desigual distribución de la ren ta y del poder, y la incapaci­
d ad de la teoría clásica de asim ilar las crisis o las depresiones,
eran los defectos para los cuales se necesitaba una defensa, y ésta
llegó a resu ltar de urgente necesidad, pues tales defectos provoca­
ron los dos ataq u es m ás im portantes que sufriría el sistem a clási­
co. La desigual distribución de la renta (con la noción im plícita de
que el cap italista d isfru tab a de u n a plusvalía que en realidad per­
tenecía al trabajador) y la desigual distribución del poder, incluido
el que el cap italista poseía en el Estado, serían la fuente y la su s­
tancia de la Revolución m arxista. La adhesión a la ley de Say, y la
consiguiente incapacidad del sistem a clásico de lidiar con la Gran
D epresión, serían las circunstancias conducentes a lo que, con cier­
ta exageración, se denom inaría la Revolución keynesiana. Pero no
anticipem os la historia. Primero es necesario exam inar cómo la pro­
pia tradició n clásica encaró la desigualdad y el poder opresivo.

Ya hem os observado la defensa inicial p ostulada p ara el bajo sa­


lario del trab a jad o r en com paración con los ingresos del capitalis­
ta y el terrateniente: la culpa era del exceso procreador, del ab an ­
dono con el que los trabajadores, las clases inferiores, como en­
tonces se las llam aba, continuaban reproduciéndose h asta ponerse
al m argen de la subsistencia. Este razonam iento, considerado ac­
tu alm en te como u n a curiosidad histórica, por lo m enos en los paí­
ses desarrollados, sobrevivía a m ediados del siglo XIX, y aun m ás
tarde. En su ob ra Principies o f Political Economy, publicada por
p rim era vez en 1848, Jo h n S tu art Mili atrib u ía con toda seriedad
la pobreza del trab ajad o r, por u n a parte, a una inm utable ley de
rendim ientos decrecientes p ara la m ano de obra, a m edida que iban
incorporándose m ás operarios al ap arato productivo, y por otra.
132 JO H N K E N N E T H G A LBRA ITH

La d efen sa fo rm u lad a por los b en th am itas y los u tilitaristas


identificaba la felicidad o utilidad con «aquella propiedad de cual­
quier objeto p o r la cual tiende a p ro d u cir beneficio, ventajas, pla­
cer, bien o felicidad» o, q u e; en form a sim ilar, «evita el daño, el
dolor, el m al o la infelicidad».^ De ello se deducía que la maximi-
zación del p lacer o de la felicidad po d ía conseguirse, y en realidad
se conseguía, con la m axim ización de la producción de bienes, que
era, com o ya se h a visto, la proeza irrefu tab le del nuevo in d u stria ­
lism o. Se deducía, asim ism o, que to d a acción económ ica o políti­
ca, co n ju n tam en te o p o r sep arad o , debía evaluarse rigurosam ente
atendiendo al efecto agregado sobre dicha producción. Aquello que
fom entaba la producción era útil o beneficioso, independientem en­
te de que re d u n d a ra o no en sufrirhientos incidentales p a ra las
m inorías; la regla b ásica, que se reiteraría interm inablem ente, era
la provisión de «la m áx im a felicidad p a ra el m áxim o núm ero». De
m odo que la" in felicid ad de las m in o rías, p o r ag u d a que fuera,
debía, en consecuencia, ser acep tad a. Y com o asu n to de política
práctica, los u tilita rista s, y los b en th am itas en general, n u n ca d u ­
daron, en p rim er lugar, de que el principal objetivo de la h u m a n i­
d a d era la b ú sq u e d a de la felicidad p o r p a rte del individuo y de
los bienes que co n d u cían a ese fin, y en segundo lugar, que dicha
b ú sq u ed a ten ía ta n to m ayor éxito cu an to m enos fuese esto rb ad a
por orientaciones, intervenciones, restricciones o regulaciones, ya
fueran del gobierno o de otros agentes. Lo que h ab ía que hacer era
ponerse u n a coraza p a ra no ser afectado por la com pasión hacia
los pocos —o p o r cu alq u ier acción en su fav o r— con el fin de no
m en o scab ar el m áxim o b ien estar de los m uchos. El utilitarism o
no se reducía a esto, pero con lo dicho se resum e el núcleo excep­
cionalm ente d u ro de su defensa del sistem a clásico y de su s p e n a ­
lidades.

La filosofía u tilita rista tuvo su expresión m ás d esp iad ad am en te ri­


g u ro sa en las o b ra s de Jam es Mili (1773-1836). De su hijo m ayor,
u n hom bre ta n p o d ero sa y prodigiosam ente in stru id o com o John
S tu a rt Mili (1806-1873), provino su exposición escrita m ás m ara-

5. Jc re m y B e n th a m , A n I n tr o d u c tio n to th e P rin cip ies o f M o rá is a n d L eg isla tio n (N u e v a


Y o rk , H a f n e r P u b lis h in g , 1948), p á g . 2. E s ta o b r a , p u b lic a d a p o r p r im e r a v e z e n 1789, y
q u e e je rc ió s u m á x im a in f lu e n c ia d u r a n t e e l sig lo s ig u ie n te , d e s a rr o lló p le n a m e n te el s is ­
te m a b e n th a m ita .
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 13 3

vinosam ente articulada. Y tam bién de John S tu art Mili, debe agre­
garse, proviene u na de las m ás convincentes expresiones de d u d a
en cuanto al incuestionable m érito del sistem a clásico.
T anto p ad re corrio^hijo, según se ha dicho ya, estuvieron em-
[ileados d u ran te gran p arte de sus vidas al servicio de la C om pa­
ñía B ritánica de las In d ias O rientales. La C om pañía, con su s fu n ­
ciones acu m u lad a s en los asp ecto s g u b ern ativ o , m ilitar y —con
los m ayores privilegios— en la esfera com ercial, venía a co n sti­
tuir poco m enos que la m ás perfecta negación im aginable de la
adhesión u tilitarista al individuo, al interés p rivado y al laissez
faire. E sto no parece h aberles ocasionado m ayor preocupación al
padre ni al hijo, quizás en p arte p o rq u e ninguno de los dos llegó
nunca a ver personalm en te las actividades de la C om pañía en la
India. Jam es Mili, au to r de u n a o b ra clásica com o La historia
de la India británica, atacó enérgicam ente las tendencias no u ti­
litarias del sistem a de clases, la e stru c tu ra social y la religión
hindúes.^
Como íntim o am igo de B entham , Jam es Mili sostuvo in sisten ­
tem ente que cada individuo es responsable de su propia salvación.
Y si cada persona se esfuerza por conseguirla, se lo g rará la salva­
ción de todos. N adie podría afirm ar que e sta concepción es p er­
fecta, pero según dicho au to r se acercab a a ello ta n to com o era
posible en u n m undo im perfecto. Una vez m ás —repitiendo una
observación ta n fam iliar que llega a re su lta r te d io s a — cabe refe­
rirse al eco m oderno de esa tesis; «El sistem a de la libre em presa
tiene su s penalidades, pero éstas son el precio que pagam os por
el progreso y por el bien general.» Como p u ed e apreciarse, la de­
fensa del sistem a económ ico ni siq u iera en n u estro s d ías llega a
su sc ita r argum entos novedosos.

Una de las principales contribuciones de Jo h n S tu art Mili a la his­


toria de la disciplina que cultivó fue la que ap o rtó como au to r de
lo que podría consid erarse razo n ab lem en te com o el p rim er libro
de texto de econom ía política, verdadero jaló n p recu rso r en lo que

6. D el m is m o m o d o q u e c o n d e n ó la c a lid a d l ite r a r ia d e l M a h a b h a r a ta ; a c titu d b a s ­


t a n t e a u d a z , p u e s n o p o d ía le e rlo e n el o rig in a l, y to d a v ía n o h a b í a s id o t r a d u c id o al
in g lé s. ( P a r a e x c u s a r su f a lta d e c o n o c im ie n to p e r s o n a l d e l p a ís , d e s u s c o s tu m b r e s y
l ite r a tu r a , a le g ó q u e e n e s a f o rm a p o d ía ju z g a r lo c o n m a y o r a m p litu d d e m ir a s .) V é a se
m i ( d n tr o d u c tio n tq th e H is to r y o f B ritis h In d ia » , e n A V ie w f r o m th e S ta n d s (B o sto n ,
H o u g h to n M ifflin , 1986), p á g s . 189-197.
134 J O H N K H N N H T H GALI3KAITH

se convertiría en u n a v asta, m uy influyente y a veces rem unerado-


ra trad ició n literaria. Su obra Principies o f Political Economy fue
efectivam ente u tilizad a con ese fin, y su sobresaliente calidad lite­
ra ria no h a tenido rival h a sta ahora.
Mili el Joven volvió a form ular el sistem a clásico en u n a ver­
sión m á s reflexiva y exacta que la de Sm ith y Ricardo, y se ad h i­
rió a la defensa del u tilitarism o que h ab ían asum ido su p ad re y
Jerem y B entham . Pero se tra ta b a de u n hom bre sensible y ab ier­
to a d istin ta s influencias h u m a n itarias, algo no visto con buenos
ojos por algunos de su s contem poráneos. E ntre ellos, se puede m en­
cionar al p en sam ien to socialista de su época y a las opiniones de
H arriet Taylor, née H arriet H ardy, quien se casó con él en 1851 y
lo convenció, co sa ex trao rd in aria en su época, de que las m ujeres
debían gozar del derecho de voto.
E n el p en sam ien to de Jo h n S tu art Mili desem peña un papel
p rin cip al la in d u d ab le cap acid ad del sistem a económ ico p a ra pro­
d u cir bienes, conju n tam en te con la pertinencia aparen tem en te in­
cu estio n ad a de la defensa u tilitarista de dicha proeza. Desde luego,
h a b ía quienes su frían , a saber, quienes contribuían a la o b ra re­
su lta n te sin verse recom pensados con honores ni con rem u n era­
ciones, y a este respecto Mili se refugió en la suposición de que
las co sas a n d a ría n m ejor en el porvenir. A su entender, no podía
e sp erarse q u e la división de la raza h u m a n a en dos clases heredi­
ta ria s, p atro n e s y em pleados, h u b iera de m antenerse p erm an en te­
m ente. Y en el p asaje pro b ab lem en te m ás citado de todos su s es­
critos, afirm a lo siguiente:

De m odo que si hay que elegir entre el com unism o, con todas
sus oportunidades, y el estado presente de la sociedad, con to­
dos sus padecim ientos e injusticias; si la institución de la pro­
piedad privada acarrea necesariamente la consecuencia de que
el producto del trabajo deba ser distribuido como vemos que se
hace en la actualidad, casi en proporción inversa a la cantidad
de trabajo, o sea, las partes mayores a quienes nunca han tra­
bajado, las siguientes a aquellos cuyo tabajo es casi nom inal, y
así, en escala descendente, con las remuneraciones dism inuyen­
do a m edida que el trabajo va resultando más duro y más de­
sagradable, hasta que el trabajo corporal más fatigoso y agota­
dor no b rin d a siquiera la necesidad de poder hacer frente a las
más elementales necesidades de la vida, entonces, si hay que ele­
gir entre esto y el com unism o, todas las dificultades, grandes o
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 135

pequeñas, del comunismo, no serían más que polvo en la ba­


lanza.^

Sin e m b arg p ,^ /lill no era u n revolucionario, y las bibliotecas


no corrían ningún peligro al ten er los Principios en su s estan te­
rías. Creía, en efecto, que el sistem a clásico era b ru talm en te in ju s­
to, pero que, como ya se h a observado, h ab ría de m ejorar. H asta
los cap italistas se volverían m ás bondadosos. Mili hizo suya u n a
restrictiva teoría de los salarios, u n a curio sid ad h istórica llam ada
la teoría del fondo de salarios que so sten ía que el capital p ro p o r­
cionaba un total fijo de ingresos p ara la rem uneración de todos
los trab ajad o res y que se producía u n a inevitable dism inución de
la cuota de cada uno al au m en tar el núm ero de quienes p articip a­
ban en la división, pero la ab andonó en su s últim os años. Su con­
clusión final fue que se establecería un equilibrio m ás benévolo
f—el estado estacionario de M ili— en el cual todos sobrevivirían
con cierto b ienestar y satisfacción.
En esta form a, p a ra resum ir, Jo h n S tu art Mili anunció d ram á­
ticam ente las penalidades que los u tilitaristas acep tab an como con­
dición necesaria p a ra el progreso. Y a la vez, como lo h arían luego
m uchos de sus sucesores, form uló un llam am iento a la paciencia
y la esperanza p a ra m ejor sobrellevarlas. Es de suponer que este
rem edio, com o el conocim iento de ser sacrificad o p o r un bien
m ayor, nunca fue plenam ente satisfactorio p ara los afectados.

Y sin em bargo, m ás ad elante llegaría a fo rm u larse o tra defensa


todavía m enos atractiva, esta vez fuera de la corriente principal
del p ensam iento económ ico. Se tr a ta de la co n trib u ció n de u n a
nueva disciplina, la sociología, cuyos orígenes se encuentran en un
autor tan im presionante por su erudición y ta n prolífico como Her-
bert Spencer (1820-1903). D urante el m edio siglo que duró su in­
fluencia, aproxim adam ente a p a rtir de 1850, resolvió m aravillosa­
m ente el problem a que p lan teab an los im potentes y los pobres,
especialm ente aquellos que no podían sobrevivir en las condiciones
del em pleo industrial y de las privaciones que lo acom pañaban.
Los pobres y los que no sobrevivían, en la concepción spence-
riana, eran los m ás débiles, y su eu tan asia era la form a utilizada

7. M ili, op. c it., lib ro 2, c a p . I, se c c ió n 3. p á g . 208.


136 JO H N K E N N E T H G A LBRA ITH

p o r la n atu ra leza p a ra m ejorar la especie. <(Me lim ito a llevar ade­


lan te las opiniones del señor D arw in en su s aplicaciones a la raza
h u m a n a ... Sólo aquellos que progresan bajo Qa presión im puesta
p o r el sistem a] ... llegan finalm ente a sobrevivir... [É sto s] deben
ser los seleccionados de su generación.»®
Fue H erb ert Spencer, no D arw in, quien legó al m undo la in ­
m o rtal expresión «superviviencia de los m ás aptos». T am bién pres­
tó el servicio de h a b e r in sistido p ara que n ad a detuviera ni esto r­
b a ra este benigno proceso. «En p arte ex tirpando a los de m ínim o
desarrollo, y en p arte som etiendo a quienes su b sisten a la inexora­
ble disciplina de la experiencia, la n atu raleza asegura el crecim ien­
to de u n a raza que es capaz a la vez de en ten d er las condiciones
de la existencia y de a c tu a r sobre ellas. Es im posible su p rim ir en
grad o alguno esta disciplina.»^
Que el E stad o no d ebería in tervenir p ara enm endar el proceso
de selección n a tu ra l era, desde luego, cosa elem ental e in d iscu ti­
da; urt poco m ás difícil era decidir si debía serlo tam b ién la cari­
d a d p riv ad a. É sta tam b ién n u tría a los ineptos y co n trib u ía a su
supervivencia antisocial, pero, finalm ente, Spencer la adm itió. Su
efecto sobre el progreso social era innegablem ente adverso, pero
p ro h ib irla h a b ría significado u n a restricción inaceptable a la liber­
ta d del ev en tu al d o n an te.
No se p u ed e dejar de ad m irar la am p litu d con que Spencer y
el d arw in ism o social co n tribuyeron a la defensa del sistem a. La
d esig u ald ad y las privaciones se volvieron socialm ente benéficas;
la m itigación de los sufrim ientos respectivos se convirtieron en un
facto r nocivo en la sociedad; los afo rtu n ad o s y opulentos no po­
d ía n ten er m ala conciencia en absoluto, pues eran los beneficia­
rios n a tu ra le s de su p ro p ia excelencia, y la n atu raleza los h ab ía
escogido com o p a rte de un progreso inevitable hacia un m undo
m ejor.
Las d o ctrin as de Spencer constituyeron u n a fuerza de prim er
o rd en en su época, especialm ente en E stad o s Unidos. En aquella
rep ú b lica to d av ía joven era ta n fácil com o conveniente creer que
quien no p u d ie ra salir ad elan te era un ser peculiarm ente indigno,
u n b ald ó n p a ra la raza, que podía con ju sticia ser sacrificado. Los

8. H e r b e r t S p e n c e r, T h e S t u d y o f S o c io lo g y (N u e v a Y ork, D. A p p le to n , 1882), p á ­
g in a 4 1 8 . S p e n c e r o b s e r v a e n e s t a o b ra ' q u e s u s o p in io n e s e n la m a te r ia p r e c e d ie r o n h a s t a
c ie r to p u n t o la s d e D a rw in .
9. H e r b e r t S p e n c e r, S o c ia l S ta tic s (N u e v a Y ork, D. A p p le to n , 1878), p á g . 413.
H I S T O R I A DE LA E C O N O M I A 137

lih ros de Spencer se vendían en cen ten ares de m iles de ejem pla­
res; su visita a Nueva York en 1882 asum ió algunos aspectos com­
parables con el advenim iento de san Pablo, o en n u estro s días, de
una estrella del rock. Toda u n a generación de estudiosos n o rtea­
m ericanos se hizo eco de sus ideas. Uno de los m ás ardientes llegó
a proclam ar que «los m illonarios son u n producto de la selección
p^atural... los agentes n atu ra lm e n te seleccionados de la sociedad
para determ inado trabajo. Reciben elevadas renum eraciones y viven
en el lujo, pero a la sociedad le conviene este t r a t o » . E s t e juicio
proviene de W illiam G raham S um ner (1840-1910), profesor de la
U niversidad de Yale y el m ás em inente de los d arw in istas sociales
norteam ericanos. Como he dicho en otro trab ajo , resu ltab a sa tis­
factorio que los hijos de los ricos p u d ieran ser favorecidos con
la les enseñanzas.'^
D urante los prim eros decenios del siglo actual, el darw inism o
social entró en decadencia. E ra d em asiad o conveniente p a ra los
afortunados, y llegó a ser considerado com o u n a excusa p ara la
indiferencia m ás que como u n artículo de fe. Sin em bargo, no de­
sapareció del todo, y todavía su b sisten su s resabios. La noción de
que la ayuda a los pobres p erp etú a su pobreza, y que sería mejor,
desde el punto de vista social, abandonarlos al destino que les asig­
nó la naturaleza, co ntinúa em boscada en rincones de la opinión
pública y del pensam iento privado. Es ésta la excusa tá cita (coin­
cidente con la econom ía p erso n al) p ara p a sa r de largo delante del
m endigo que extiende su m ano. La carid ad es en cierto m odo p er­
judicial.
La voz de H erbert Spencer puede tam bién oírse todavía cu an ­
do se opone poderosa resisten cia al papel p ro tecto r m ás general
del E stado. En su m om ento, reaccionando co n tra la intervención
oficial en cuestiones tan d iversas com o las p aten tes p a ra la venta
de licores, los reglam entos sanitarios, la instrucción pública y otras,
Spencer form uló la siguiente advertencia: «La función del lib era­
lism o en el pasad o era la de poner u n lím ite a los poderes de los
reyes. La función del verdadero liberalism o en el fu tu ro será la de
poner u n lím ite a los poderes de los parlam en to s.» '^ H echa la sal-

10. W illia m G r a h a m S u m n e r, T he C h a lle n g e o f F a e ts a n d O th e r E s s a y s , e d ic ió n a


c a rg o d e A lb e rt G a llo w a y K eller (N e w H a v e n , Y ale U n iv e rs ity P re s s , 1814), p á g . 90.
11. M e h e r e fe rid o a e s ta c u e s tió n , y a la in flu e n c ia d e S u m m e r en g e n e ra l, e n T he
A g e o f U n c e rta in ty ( B o s to n , H o u g h to n M ifflin, 1977), p á g s . 44 y s s .
12. H e r b e r t S p e n c e r, T h e M a n V e rs u s th e S ta te (C a ld w e ll, I d a h o , C a x to n P rin te r s ,
1940), p á g . 209. E s te lib ro se p u b lic ó p o r p r im e r a v ez e n I n g la te r r a , e n 1884.
138 J O H N K E N N E T H GA LU RAITH

vedad del cam bio de significado de la p alab ra ((liberalismo» en los


E stados Unidos, el profesor M ilton Friedm an volvió a form ular esa
m ism a reflexión cien años después.

T uvieron lugar ad em ás otros dos alegatos de defensa de la fe clá­


sica, uno de ellos desvanecido actualm ente casi por completo, mien­
tra s que el otro todavía ejerce cierta influencia. Vilfredo Pareto
(1848-1923) provenía de u n a fam ilia italiana con notorios antece­
dentes políticos y revolucionarios. Sucedió a Léon W alras, célebre
exponente de la teo ría clásica del equilibrio, como profesor de eco­
nom ía política en la U niversidad de L a u sm a ; conjuntam ente con
otros, am bos dieron a dicha institución la fam a de h ab er origina­
do y albergado lo que llegaría a llam árse (da Escuela de Lausa-
na». P areto se interesó por u n a gran variedad de tem as, en m ate­
ria de econom ía, sociología y política, y entre o tras cosas procedió
a corregir, sin m ayor trascendencia, el análisis de la utilidad y del
equilibrio d entro de la corriente principal del pensam iento econó­
mico. Pero p ara defender el sistem a clásico, lo que se proponía
era preservar, d entro de éste, el concepto de la distribución de la
ren ta. R em itiéndose a datos estadísticos elem entales, incluidos los
que figuraban en las prim eras recaudaciones del im puesto sobre
la renta, sacó la conclusión de que en todos los países, en todo
m om ento, los ingresos se distribuían de m anera parecida. La curva
que indicaba las respectivas participaciones de los ricos y de los
pobres perm anecía básicam ente inalterada. Si bien esta d istrib u ­
ción no tenía n a d a de equitativa, respondía sin em bargo, en su
opinión, a la distribución de la capacidad y del talento den tro del
orden social. Q uienes m erecían la riqueza eran pocos, com parados
con la m u ltitud m erecedora de la pobreza, y por cierto que quie­
nes m erecían grandes fortunas eran poquísim os. É sta es la ley de
P areto sobre la distribución de la renta. Al igual que el darw inis-
m o social, era quizá dem asiado conveniente o flagrante; su au to ri­
d ad como defensa del sistem a clásico ha perdido prácticam ente
to d a su fuerza. E ntre o tras cosas, es evidente que la distribución
de la ren ta puede m odificarse p ara obtener u n a m ayor equidad.
Pero, u n a vez m ás, se oyen todavía ecos del pensam iento original:
en efecto, su b siste la noción de que hay en el sistem a u n a desi­
gu ald ad norm al que está justificada por la iniciativa y el talento.
La últim a defensa de la fe es en nuestros días m ás influyente
H I S T O R I A DU I.A l ' C O N O M I A 139

que la ley de Pareto. No se refiere a las ideas de los econom istas,


smo suprim e en ellas todo sentido de obligación social o moral.
I.as cosas pueden an d ar m enos que bien, m enos que equitativa­
mente, h asta m enos que tolerablem ente, pero ésta no es cuestión
tpie interese al econom ista como tal. Si, tal como pretenden los
econom istas, la econom ía ha de ser considerada como u n a cien­
cia, hay que olvidarse de la ju sticia o la injusticia, del dolor y de
las penalidades del sistem a. La m isión del econom ista es hacerse
a un lado, analizar, describir, y en lo posible reducir a fórm ulas
m atem áticas los hechos que estudia, pero no pronunciar juicios
morales ni com prom eterse en ningún otro aspecto.
Ya d u ran te la prim era m itad del siglo p asad o esta cuestión
había sido enérgicam ente plan tead a p o r N assau Sénior. Así como
la navegación es una técnica sep arad a de la astronom ía, y el as­
trónomo no proporciona orientación p ara pilotar una nave, así tam ­
bién, a su criterio, la ciencia de la econom ía política no tiene nada
que ver con cuestiones prácticas ni m orales, y consecuentem ente
los econom istas no necesitan ni deben aseso rar o pronunciarse
sobre estos tem as.
En décadas posteriores se afirm ó con fuerza este rechazo de
las cuestiones y de los juicios prácticos. A ello contribuyó en gran
m edida W illiam Stanley Jevons, quien, en su obra The Theory of
Political Economy, llegó a declarar lo siguiente: «La economía, si
ha de ser en absoluto u n a ciencia, deberá ser u n a ciencia m atem á­
tica.»*^ O bviam ente, los valores m orales deben excluirse de una
ciencia m atem ática.
La neutralidad y la adhesión legitim adora a la validez científi­
ca por contraposición a las preocupaciones sociales ejercen espe­
cial influencia en nuestros días. Al desem peñar su papel profesio­
nal, el econom ista no se ocupa de la ju sticia ni de la benignidad
de la econom ía clásica o neoclásica; hacerlo, sería negar la m oti­
vación científica. D enunciar la injusticia o el fracaso del sistema,
form ular juicios cualitativos sobre la actividad económ ica o pres­
cribir con dem asiada ligereza m edidas p a ra su m ejoram iento, es
u na conducta que queda fuera de la esfera científica.
En la práctica, es posible que esté bien que no todos los eco­
nom istas se interesen por cuestiones m orales y sociales, o se ocu-

13. W illiam S tan ley Jev o n s, T he T heory o f P olitical E c o n o m y , 5.^ ed ició n (N ueva York,
A. M. K elley, 1965), p á g . 3.
140 JOHN K E N N H TH GAI.URAITH

pen de tem as aplicados. El resu ltad o sería pro b ab lem en te u n cla­


m or ensordecedor. Pero no debe negarse la h istoria: la pretensión
de la econom ía de ser u n a ciencia está firm em ente arraig ad a en la
necesidad de eludir to d a resp o n sab ilid ad p o r las insuficiencias y
por las in ju sticias del sistem a del que se o cu p ab a la g ran tra d i­
ción clásica. Y to d av ía en n u estro s tiem pos co n tin ú a sirviendo de
defensa p a ra u n a vida profesional tra n q u ila y libre de co n tro ­
versias.
XI. LA OFENSIVA GENERAL

La corriente principal de las ideas económ icas, seg ú n fue d e sa ­


rrollándose a p a rtir de R icardo y de M althus, ju n to con la a rg u ­
m entación defensiva por ella engendrada, llegó a rev estir u n poder
muy considerable. Ya fu era obedeciendo a u n a e n señ an z a específi­
ca, o en v irtu d del estad o general de los conocim ientos en aq u ella
(¡poca, constituyó la noción acep tad a de la v id a económ ica y de la
acción pública, y las asp iracio n es p riv ad a s se a d a p ta ro n a ella.
Desde luego, en todos los p aíses in d u striales se o rig in ab an críti­
cas al sistem a industrial, exam inado por gente observadora, y hubo
quien disintió con las ideas m ed ian te las cu ales se in te rp re ta b a
y defendía. E ntre los d isid en tes se en co n trab an aq uellos a quienes
se acabó designando con el n o m b re de socialistas, q u ien es cu es­
tionaban el poder, las m otivaciones h u m a n a s y el co m p o rtam ien to
iisociados con la posesión de la p ro p ied ad p riv ad a y con la p ro se ­
cución de la riqueza. En F ran cia especialm ente se d esen cad en ó
una ofensiva de esa índole a c a u d illad a p o r C laude H en ri Saint-
Simon (1760-1825), C harles F o u rie r (1772-1837), L o u is B lanc
(1811-1882) y Fierre P roudhon. Poco d esp u és, en A lem ania, Ferdi-
iiand L assalle (1825-1864) y Ludw ig F eu erb ach (1804-1872) fo r­
m ularon críticas sim ilares. Pero el d estino de to d o s esos h o m b res,
iilgunos de ellos dignos de co n siderable in terés y d o ta d o s de no
poca elocuencia, fue el de q u e d a r relegados a las s o m b ra s p o r u n a
personalidad avasallad o ra, la de K arl M arx (1818-1883).
O tros au to res —A dam S m ith, D avid R icardo, T h o m as R obert
M alth u s— dieron form a a la h isto ria de la econom ía y a la noción
del ord en económ ico y social, pero K arl M arx dio fo rm a a la h is­
toria del m undo. Los econom istas clásicos escrib iero n , p reco n iza­
ron y exhortaron, m ien tras que M arx fu n d o y encabezó u n m ovi­
m iento político que todavía hoy co n stitu y e la p rin cip al fu en te de
tensión política dentro de los p aíses y en tre ellos. No su ele h a b la r­
se de sm íth ian o s o ricard ian o s, y el adjetivo «keynesiano» es sólo
1 42 J O H N K E N N E T H G A L B R A IT H

u n sosegado térm ino descriptivo. En los países industriales de Oc­


cidente, y de m odo especial en Estados Unidos, ser m arxista puede
significar, incluso a finales del siglo XX, verse excluido de los
círculos de prestigio.
Al estu d iar a M arx como p arte integrante de la historia de la
econom ía, y lo m ism o que sucederá luego con Keynes, es preciso
ser rigurosa y h a sta bru talm en te selectivo. M arx pasó gran parte,
quizá la m ayor de su vida adulta, entregado a estudios económ i­
cos, políticos y sociales, y a escribir sobre estos tem as; la Biblio­
teca del M useo Británico fue d u ran te m uchos años su refugio y su
lugar de trabajo. T am bién fue periodista, y a lo largo de los años
financieram ente difíciles que pasó en Londres subsistió con sus
ingresos como colaborador del diario The New York Tribune, an ­
tecesor el The New York Herald Tribune, distinguido cam peón del
republicanism o, como h arían bien en recordar todos los m iem bros
m oderadam ente ardientes del actual Partido Republicano. A la vez,
fue u n activo y versátil revolucionario. Pero en la p resente obra
sólo debem os ocuparnos de la doctrina económ ica o de la econo­
m ía política de K arl M arx, con exclusión de todo el resto. Como
ya se h a dicho, las ideas dom inantes y perdurables deben extraer­
se de la m asa del conocimiento. No obstante, debem os em pezar
por referirnos brevem ente a las fuentes del pensam iento de Marx
y a las experiencias que lo m odelaron.

K arl M arx no se convirtió en disidente y revolucionario como reac­


ción a privaciones y sufrim ientos experim entados en su juventud.
Sus discípulos m odernos que van en peregrinación a Tréveris, su
ciudad natal, situ a d a en la cabecera del valle del Mosela, en Ale­
m ania, adyacente a las zonas rurales m ás herm osas de Europa,
en cuentran allí u n a residencia agradable y excepcionalm ente espa­
ciosa que, salvo en m uy raros casos, es m ás elegante que las casas
donde viven. El p ad re de M arx, principal abogado de Tréveris y
funcionario del T ribunal Suprem o, era m iem bro de u n a antigua
familia judía. Cuando nació su hijo, hacía poco tiempo que se había
convertido al protestantism o, pero se presum e que su conversión
no fue m otivada por creencias religiosas, sino que, atendiendo a
su cargo oficial en Prusia, no le resultaba fácil seguir siendo judío.
Las perso n as con quienes se relacionaba Karl Marx eii su juven
tud pertenecían a la élite de la sociedad; su ullerior i:asamictilo
H I S T O R I A D E LA E C O N O M I A 143

con Jenny von W estphalen, hija del b arón Ludwig von W estpha-
len, prim er ciudadano de Tréveris, estuvo acorde con su posición
social, siendo por otra p arte una fam ilia con la cual h ab ía estable­
cido u n a estrecha y afectuosa relación. Los prim eros años de la
vida de M arx no presentan indicio alguno de que con el tiem po se
convertiría en un disidente revolucionario ta n im petuoso.
E ste ánim o disidente comenzó a perfilarse d u ran te sus años
de universidad, cuando, luego de h ab er pasado unos años rom án­
ticam ente indecisos en Bonn, se trasladó a Berlín, donde cayó bajo
la influencia de Georg W ilhelm Friedrich Hegel (1770-1831). De
Hegel, o p ara ser m ás preciso, del form idable y a m enudo aterra­
dor agregado del pensam iento hegeliano, surgió u n a idea de su ­
prem a im portancia, que ya habíam os encontrado en form a muy
elem ental en la obra de Friedrich List. Se tra ta de la creencia de
que la vida económica, social y política se desarrolla en u n proce­
so de constante transform ación. Tan pronto como una estructura o
institución social asum e autoridad o em inencia, surge otra para
desafiarla. Y del desafío y del conflicto se originan u n a nueva sín­
tesis y u n nuevo poder, que son luego desafiados a su vez. El ejem­
plo de carne y hueso m ás obvio de esta soberbia abstracción era
la form a en que los capitalistas —los nuevos in d u striales— esta­
ban desafiando a las antiguas clases dom inantes terratenientes. Y
con sólo un pequeño esfuerzo de im aginación podía advertirse que
la nueva burguesía, habiendo reducido apropiadam ente el poder
de la vieja aristocracia y habiendo alcanzado u n a nueva síntesis,
se vería, a su vez, desafiada por los trab ajad o res que h ab ía con­
gregado p ara su servicio.
La tradición clásica, según hem os visto, h ab ía p ostulado un
equilibrio, que llegaría a llam arse el «equilibrio económico». Según
esta tesis, las relaciones básicas en tre p atro n o s y trab ajad o res,
entre la tierra, el capital y el trabajo, nunca se m odificaban. Po­
dían producirse cam bios en la oferta de m ano de obra y de capi­
tal; pero sólo para determ inar a su vez un nuevo equilibrio análo­
go. La identificación y el estudio de ese equilibrio final eran la
sustancia de la ciencia económica. M arx, tom ando a Fíegel como
punto de partida, se sintió com pelido a rechazar lo m ás fu n d a­
mental de los supuestos en que se b asab a la econom ía clásica. El
tquilibrio no era para él el fin, sino sólo un incidente en u n proce­
so de cam bio m ucho mayor, que alterab a por entero la relación
cutre capital y trabajo.
I luir, I I I I II f . \l MH Al I M

Aquí está la b ase de la m ás im p d it.m le di loilas las dilereii


d a s en las a c titu d e s eco n ó m icas m o d e in as. I’ara los eco n o m istas
de inclinación clásica o n eo clásica su b siste todavía una n o rm a fija,
in m u tab le, a la cu al tie n d e a volver la v id a económ ica, sean c u a ­
les fu e re n las p e rtu rb a c io n e s o in te rfe re n c ia s m o m e n tá n e a s. La
ciencia económ ica refin a y p erfeccio n a el co nocim iento de la s in s ­
titu cio n es y relacio n es b ásicas, q u e so n c o n sta n te s. A e s ta co n cep ­
ción se opone la creen cia en u n cam b io co n tinuo, al cu al deben
a d a p ta rs e los eco n o m istas y las ideas económ icas, que es el legado
de H egel y de M arx. T o d as las in stitu cio n es-eco n ó m icas —s in d i­
catos, corporaciones, m anifestaciones económ icas y políticas del E s­
ta d o o conflictos de c la s e s — e s tá n en m o v im ien to o so n u n a fu en ­
te de m ovim iento. C reer en u n eq u ilib rio —o concebir el estu d io
de la econom ía com o u n a b ú s q u e d a del co nocim iento p ro g resiv o
de u n te m a fijo y final, a la m a n e ra de ciencias com o la física o la
q u ím ic a — es d irig irse irrem ed ia b lem e n te a la o bsolescencia.
E n E sta d o s U nidos, com o luego se verá, el p e n sam ien to econó­
m ico p re se n ta en la a c tu a lid a d u n a división en tre los c lasicista s
—la m a y o ría a p la s ta n te — y los in s titu c io n a lista s ; e n tre q u ien es
sostienen la ex isten cia de u n eq u ilib rio inev itab le y c o n sta n te , y
aqu ellos que, con u n a p re te n sió n m u ch o m en o r de p recisió n cien­
tífica, ac e p ta n u n m u n d o de evolución y de cam b io p e rm a n e n te .'
U na fu en te de las id e as in stitu c io n a lista s es A lem ania, com o á m ­
bito de las id eas de H egel y d e M arx.

Hegel colocó a M arx en o p o sició n a la te sis m ás fu n d a m e n ta l de


la econom ía clásica al h acerle a c e p ta r la idea del cam bio, in cluido
el cam bio revolu cio n ario , p ero la experiencia p rá c tic a de la vida
ta m b ié n co n trib u y ó a h a c e r de M arx u n revolucionario.
Los aco n tecim ien to s q u e d e te rm in a ro n y d o m in aro n su p e n s a ­
m iento son los o cu rrid o s tr a s su p a rtid a de B erlín en 1841. De allí
fue a Colonia, d o n d e tu v o g ra n éxito com o d irecto r de la Rheini-
sche Zeitung, ó rg an o de p re n s a bien fin an ciad o p o r los n u evos in ­
d u stria le s del R u h r y q u e no e ra p recisa m en te u n p o rtav o z de la
sedición. Pero M arx lo convirtió p recisam en te en eso, p o r lo m enos
en función de las p a u ta s n o ta b lem e n te su sc ep tib les de la P ru sia

1. L o s ú ltim o s e s t á n r e p r e s e n t a d o s p o r la A s o c ia c ió n d e E c o n o m ía E v o lu c io n a ria , q u e
p u b lic a u n a r e v i s t a d i s i d e n t e : T h e J o u r n a l o f E c o n o m ic I s s u e s .
III '. MI KI A ni 1A I ( ONOMIA 14S

(li l siglo XIX. Así lúe com o d elen d ió el d erech o p o p u la r de reco-


li ( la r leña seca en los b o sq u es, an tig u o privilegio q u e en a q u ello s
días, con el in crem en to del v alo r de la leña, se in te rp re ta b a com o
una violación de la p ro p ied a d p riv ad a . T am b ién criticó al z a r de
Klisia, p ese a q ue en P ru sia e s ta b a en to n ces p ro h ib id o e x p re s a rs e
o Ultra los m o n a rc as de cu a lq u ie r categ o ría y de c u a lq u ie r p a ís, y
c.xhortó a d e b a tir lib rem en te los p ro b le m a s de los v itic u lto re s del
valle del M osela, q u ien es p a d e c ía n los efecto s de la c o m p eten c ia
com o re su lta d o de la Z ollverein —el m e rc ad o c o m ú n q u e los E s ­
tados a lem an e s a c a b a b a n de c o n s titu ir—, Y p ro p u s o a d e m á s u n a
a c titu d m á s flexible a n te el p ro b le m a del d iv o rcio . A c a u s a de
esas h erejías fue d ep o rta d o p e re n to ria m e n te , y el p erió d ico , c la u ­
surado.
Sobrevinieron después, n u ev as fru stracio n es. F ue a P arís, y tra tó
de p u b lic a r allí u n nuevo p erió d ico p a ra su d is trib u c ió n en A lem a­
nia, bajo el no m b re de Deutsche-Franzosische Jahrbücher, p ero los
censores in terv in iero n y co n fisca ro n la ú n ic a ed ició n q u e llegó a
im prim irse. E n v is ta de ello se en treg ó a su s le c tu ra s, y e m p re n ­
dió d e sp u é s u n a n u ev a p u b licació n , el Vorwarts, q u e se d e s tin a b a
a la im p o rta n te colectividad de alem an es refu g iad o s en P arís. E sto
m otivó u n a queja de la p o licía p ru s ia n a a la s a u to rid a d e s fra n c e ­
sas: d a r asilo a M arx era co n sid era d o com o u n acto poco a m is to ­
so. A raíz de ello tuv o q u e tra s la d a rs e a B élgica. E n 1848 ta m b ié n
los belgas em p ezaro n a h a lla r in có m o d a su p resen cia, p ero en ese
año de au g e revolucio n ario —y de lib e rta d — se le p erm itió re to r­
n ar a F ran cia , y de allí, volver p o r u n b rev e p erío d o a A lem ania.
Pero luego sobrevino la co n tra rrev o lu ció n y volvió a ser e x p u lsa ­
do, d irig ién d o se e s ta vez a G ra n B retañ a. A lentó el p ro p ó sito de
em ig rar a los E sta d o s U nidos, p ero no te n ía d in e ro p a ra el p a sa je ;
es p o sib le que u n a g ran co rrie n te de la h isto ria h a y a sid o a lte ra d a
de fo rm a h a rto in te re sa n te p o r la fa lta de u n o s p o co s d ó la re s o
libras. Es p reciso a trib u ir a la c o n sta n te a ten ció n p o licial el fo ­
m ento de la a c titu d cad a d ía m á s rev o lu c io n aria de M arx; en efec­
to, u n a p e rso n a a q u ie n se co n sid e ra ta n p elig ro sa tien e q u e s e n ­
tirse fo rzo sam en te o b lig ad a a c o m p o rta rse a la a ltu ra de su re p u ­
tación.
M arx to d a v ía era su ficien tem en te joven com o p a ra e x p erim en ­
ta r esa in flu en cia cu an d o p o r ú ltim o halló refu g io en L o n d res; en
efecto, sólo te n ía tre in ta y u n añ o s de ed ad . P ero p a ra en to n ces
ya h a b ía p u b licad o , en co lab o ració n con F rie d ric h E n g els (1820-
146 JOHN K I NNl m ( . Al I I KAI i II

1895), el m ás celebrado y m ás enérgicam ente denunciado panfleto


político de todos los tiem pos, a saber, el Manifiesto comunista, en
el cual se plasm ó el descontento general expresado en los m ovi­
m ientos revolucionarios de 1848.
La relación con E ngels com enzó en u n a reunión celebrada en
P arís unos años antes, y p e rd u ra ría h a sta la m uerte de M arx. E n ­
gels, tam bién alem án, v ástag o de u n a fam ilia de fab rican tes texti­
les del Ruhr, estab a a cargo de la em p resa de su s p arien tes en
M anchester, Inglaterra. M arx obtuvo de él asesoram iento intelec­
tual, colaboración editorial, y, especialm ente d u ran te los prim eros
tiem pos de indigencia en el centro de la ciudad de Londres, ayuda
financiera. (Los añ o s q u e M arx p asó en u n a ag rab le c a sa en
H am pstead estuvieron lejos de ser incóm odos.) Engels p rep aró la
edición del prim er volum en de El capitaE de M arx, y después de
la m uerte de éste, u tilizando n o ta s y fragm entos del m anuscrito,
term inó y publicó los otros dos volúm enes.
Como anteriorm en te en Colonia, la deuda perso n al e intelec­
tual de M arx no fue con los trab a jad o res cuya cau sa prom ovía,
sino con los p atro n o s b u rg u eses cuya acción explotadora condena­
ba. Tam poco carece de im p o rtan cia el hecho de h ab er sido G ran
B retaña, país de av an zad a en el desarrollo capitalista, el que le
diera asilo y le o to rg ara lib ertad de expresión. Las ideas liberales
que perm itieron al cap ital florecer independientem ente del E stado
fueron tam b ién las que protegieron al m ás eficaz crítico y an tag o ­
n ista del capitalism o.

Refiriéndose a M arx como econom ista y como investigador, Joseph


Schum peter, quien desde luego no era discípulo suyo, escribió que
era «ante todo u n hom bre su m am en te docto», agregando que «el
frío m etal de la teoría económ ica se sum erge en las páginas de
M arx en sem ejante acopio de hirvientes frases que term in an por
adquirir una tem peratu ra de la cual carece naturalmente».^ En esas
frases hirvientes sus lectores h a n encontrado infinitas o p o rtu n id a­
des p ara la controversia respecto de lo que M arx quiso decir, y al

2. U n a e d ic ió n r e c ie n te e s C a p ita l: A C r itiq u e o f P oU tical E c o n o m y (N u e v a Y ork, I n ­


te r n a tio n a l P u b lis h e r s , 1967), vol. I . [ E d ic ió n e n c a s te lla n o : E l c a p ita l, to m o I, tr a d u c c ió n
d e W e n c e s la o R o ces ( M a d r id . E d ito r ia l C é n it, 1 9 3 5 ).]
3. J o s e p h A. S c h u m p e te r , C a p ita lism , S o c ia lis m , a n d D e m o c r a c y (N u e v a Y o rk , H ar-
p e r a n d B r o th e r s , 194 2 ), p á g . 21.
m S r O K l A DI- l.A I-.CONOMIA 147

mismo tiem po, una gran posibilidad de h allar en ellas lo que que-
tian creer. Como sucedería después con Keynes, los consiguientes
debates acerca de lo que M arx realm ente quiso decir le atrajero n
p artidarios y agigantaron su influencia. Pero de esa m asa en eb u ­
llición surgen, sin em bargo, cu atro argum entos críticos m uy sóli­
dos co n tra el sistem a clásico, que con gran precisión atacan al ca­
pitalism o de la época de M arx, y a las ideas m ediante las que era
interpretado y defendido.

Marx nunca puso en tela de juicio las realizaciones p ro ductivas


del sistem a; de éstas, como ya se h a dicho, form uló el m ayor de
los elogios; «D urante su hegem onía de ap en as cien años, h a crea­
do fuerzas de producción m ás sólidas y m ás colosales que las de
todas las generaciones anteriores juntas.w"* Como proeza su b sid ia ­
ria, «ha creado enorm es ciudades, h a in crem entado gran d em en te
la población u rb an a con respecto a la ru ral, y así h a rescatad o a
una parte considerable de la población de la idiotez de la vida cam ­
pesina... Los bajos precios de sus productos son la artillería p esa­
da con la cual derrib a to d a las m u rallas de C h i n a . L o s tra b a ja ­
dores debían recordar tam bién que el prim er objetivo de su a te n ­
ción revolucionaria no debían ser los grandes capitalistas, que eran
la fuente de esa capacidad pro d u ctiv a, sino «los resid u o s de la
m onarquía absoluta, los terraten ien tes, el burgués no in d u strial,
la pequeña burguesía»,^ que son los enem igos del p oder y de las
realizaciones del capitalism o. F ue ex presión del genio de M arx
haber desplegado sus arm as, en p rim era in stan cia, no co n tra los
fuertes, sino contra los débiles.
En su opinión, el prim ero de los puntos vulnerables del siste ­
ma cap italista y de la interpretación de éste era la d istrib u ció n del
poder, que había sido ignorada efectiva y casi universalm ente por
los econom istas clásicos.
En segundo lugar, venía la distribución su m am en te desigual
de la renta, que la tradición clásica explicaba, pero no conseguía
justificar convincentem ente.

4. K a rl M a rx y F rie d ric h E n g els, T h e C o m m u n is t M a n ife s tó (N u e v a Y ork, M o d e rn


R e ad er P a p e r b a c k s , 1964), p á g . 10. [E d ic ió n e n c a s te lla n o : M a n ifie s to d e l P a rtid o C o m u ­
n ista , B a rc e lo n a , E d ic io n e s E u ro p a - A m é r ic a , s .f. ( S e rie p o p u l a r d e c lá s ic o s d e l s o c ia ­
lism o ).]
5. I b id . p á g . 9.
6. Ib id . p á g . 17,
, I I N KI N N l I M * i A l . l M t T H

En tercer lugar, la susceptibiliclail d d s is in n a económ ico a la


crisis y al desem pleo —en térm in o s m otlcinos, a la depresión ,
un factor que, si bien h a b ía sido reconocido por los econom istas
clásicos, no e sta b a de m odo alguno in teg rad o en su teoría. La te n ­
dencia de la econom ía, según se en ten d ía en el sistem a clásico,
como ya se ha observado, era el pleno em pleo de los recu rso s p ro ­
ductivos, in clu id a la o ferta de tra b a ja d o re s capaces y d isp u esto s a
tra b a ja r, el últim o de los cu ales d eterm in ab a la m ag n itu d del sa ­
lario.
F inalm ente, el m onopolio, defecto ta m b ién reconocido p o r la
tradición clásica. Pero p a ra M arx no se tra ta b a de un fenóm eno
aislado, sino de u n a ten d en cia b ásica, que influ iría de m odo deci­
sivo en el destino final del capitalism o.

P ara M arx, el po d er era u n facto r ineludible de la vida económ i­


ca; su origen resid ía en la posesión de bienes, y p o r ello era a tri­
buto n a tu ra l del cap italista. El cap italista «va al frente... y el que
posee la fuerza de trab ajo le sigue como su peón. El prim ero asum e
aire de im p o rtan cia, so n ríe con suficiencia, va directo al g rano,
m ien tras que el otro a n d a, tím id o y retraíd o , com o q uien lleva su
propia piel al m ercado y lo único que puede esp e ra r es u n a b u en a
z u r r a . M e n o s m etafóricam ente, el tra b a ja d o r, incluido el niño en
repetidas referencias de M arx, va a la fábrica sin o tra cosa que
vender que su esfuerzo físico, y sin m ás altern ativ a que p re se n ta r­
se allí. Tal es el poder y la au to rid a d del cap italista, ta l la im po­
tencia del tra b a ja d o r. Pero e s ta d istrib u ció n desigual del poder no
es original del capitalism o . Como ya se h a indicado, M arx d estacó
la an terio r apropiació n del p o d er p o r las clases feudales, a ris to ­
cráticas y terra ten ien tes. T am poco creía que las in d u stria s artesa-
nales que precedieron al cap italism o h u b ieran sido u n a p an acea
de la econom ía. «La explotación es m ás d esvergonzada en la in­
d u stria dom éstica que en las m a n u fa c tu ra s p o rq u e el p oder de re­
sistencia de los o p erario s va d ism inuyendo con su disp ersió n , y
porque toda u na serie de p arásito s expoliadores se introducen entre
el patrono y el trabajad o r.» ^ Si bien aludió al posible p ap el correc­
to r de los sin d icato s o asociaciones de tra b a ja d o re s, M arx señaló

7. M a rx , op. c it., p á g . 176.


8. Ib id , p á g . 462.
IIISIO KIA DI- l . A 1 ( O N O M I A 149

l;i su b sisten cia del hecho fu n d am en tal: en el cap italism o , el p o d er


leside en el capitalista; en efecto, es el a trib u to n a tu ra l de la p ro ­
piedad productiva que le pertenece. Los pagos que em a n a n de ella
im ponen obediencia y su m isió n a quienes carecen de p ro p ied ad y,
por lo tan to , de ingresos alternativos.
Y por o tra p arte, el p o d er del c a p ita lista no se lim ita so lam en ­
te a la em presa, sino que se extiende a la so cied ad y al E stad o .
((El poder ejecutivo del E stad o m oderno es ta n sólo u n com ité a d ­
m inistrativo de los asu n to s com unes de la b u rg u esía en su co n ­
junto.»^ Y en u n a reflexión p a rtic u la rm e n te m ordaz, ex tien d e este
m ism o carácter a los econom istas y a los teóricos de la política
que in terp reta n el sistem a, y a la pro p ia trad ició n clásica de la
econom ía. «Las ideas d o m in an tes de cad a época d a d a h a n sido
siem pre las ideas de su clase dom inantej),^° es decir, en tiem p o s
de M arx, las de los c ap italistas y de quienes ex p o n ían su sistem a.
En esta form a, la econom ía política y los eco n o m istas q u e d a b a n
som etidos a la a u to rid ad del p o d er d om inante.
En el m undo in d u strial de O ccidente y especialm en te en E s ta ­
dos U nidos, la etiqueta de ((m arxista» es hoy, repetim os, to d a u n a
m arca de oprobio. Y sin em bargo, dos de la s p ro p o sicio n es de
M arx en lo que se refiere al p oder sobreviven en este clim a hostil,
a saber, com o se repite a diario en las conversaciones p olíticas,
que los E stad o s m odernos sirven a los in tereses del p o d er de la s
em p resas y el m und o de los negocios, y que el p en sam ien to eco­
nómico ortodoxo o aceptado va de acuerdo con los in tereses econó­
m icos dom inantes. En e sta s cu estio n es son m u ch ísim as la s p e r­
sonas que, sin im aginárselo por u n m om ento, h ab la n con la s m is ­
m as p a la b ra s de Karl M arx.

P aralelam ente a la ex trao rd in aria d esig u ald ad en la d istrib u ció n


del po d er tiene lugar u n a d istrib u ció n su m am en te desig u al de la
ren ta, el segundo de los arg u m en to s críticos de M arx. E sta tesis
la tom ó de Ricardo, pero añ ad ién d o le refin am ien to s, m u ch o s a la r­
des técnicos y no poca subjetividad, gracias a lo cual h a venido
in trig an d o y extasian d o a su s p a rtid a rio s d u ra n te u n siglo. El tr a ­
b ajad o r m arginal recibe u n pago com o salario q u e es igual a su

M a rx y E n g e is , o p . c it., p á g .
Ib id . p á g . 17.
150 l O l I N K I . N N I I II ( í A I . H U A I T H

contrib ución adicional al ingreso total de la em p resa. E sta c o n tri­


bución, p o r la acción in ex o rab le de la ley de los ren d im ien to s de­
crecientes, dism in u y e a m e d id a q u e a u m en ta el nú m ero de tr a b a ­
jadores. Y el salario m a rg in al d e term in a el salario de todos. Pero
los que e s tá n alejados del m arg en a p o rta n a los ingresos de la
em p resa u n a co n trib u ció n m ayor, q u izá m ucho m ayor, que la re ­
m u n eració n p o r ellos p ercib id a. É sto s se en cu e n tran en las eta p a s
in tram arg in ales, m ás fru ctíferas, del ren d im ien to decreciente. Así
crean u n a p lu sv alía, q u e se ad ju d ica, ¡ay!, no a q u ien es la p ro d u ­
cen, sino al ca p ita lista . E n ju s tic ia p ertenece a los tra b a ja d o re s,
pero el c a p ita lista in terv ien e y se a p ro p ia de ella. M arx o b serv a
que, m ien tras que ex isten leyes de la p roducción d ic tad as p o r la
n atu raleza, com o la de los ren d im ien to s decrecientes, en cam bio
las leyes de la d istrib u ció n las d ic ta el ho m b re, y no hay n in g u n a
razón su p erio r en v irtu d de la cu al los tra b a ja d o re s deben a c a ta r
esos procedim ientos in s ta u ra d o s p o r o tro s h o m b re s ." La noción
de q ue los tra b a ja d o re s ap o rta n m á s de lo que co b ran —y que
está a su alcan ce co rreg ir e sta situ ació n ta m b ién llegaría a ejer­
cer g ran influencia en el fu tu ro , au n q u e sería exagerado atrib u irla
por entero a M arx. E ra u n a id ea q u e llevaba en sí m ism a la capa-
ciedad de p e n e tra r con gran vigor en las m entes de los tra b a ja d o ­
res y de los dirig en tes sindicales.

El tercer arg u m e n to del a ta q u e de M arx se refería a las crisis del


capitalism o. É sta s, rep etim o s, no h acían acto de p resen cia en la
trad ició n clásica; M arx, p o r su p arte , hizo de ellas u n a c a ra c te rís­
tica in h eren te del cap italism o .
Su explicación al resp ecto es actu alm en te u n a cu rio sid ad h is ­
tórica: la cap a cid ad p ro d u ctiv a del cap italism o , q u e M arx ta n to
resp eta b a, volcaría in c an sa b lem en te bienes en el m ercado, y a m e­
d id a q ue la o ferta de m an o de o b ra se fu era ag o tan d o , los salario s
a u m e n ta ría n inevitab lem en te. A raíz de ello se p ro d u ciría u n a d is ­
m inución de la ta s a de beneficios, con p é rd id a s y retracció n p o r
p a rte de las e m p re sa s p ro d u c to ra s, y u n deseq u ilib rio del proceso
productivo. E n la p ráctica, el eq u ilib rio sólo p o d ría restab lecerse
cuando la d ism in u ció n de la producción, con el co n siguiente de-

11. Q u iz á v a lg a la p e n a r e p e t i r q u e é s t a e s u n a r e s e ñ a s u m a m e n te d ifíc il, y s u c in ta ,


d e u n a c u e s tió n q u e M a rx t r a t a in e x t e n s o , y u n a v ez m á s , p a r a v o lv e r a re p e tirlo , c o n
á n im o n o m u y e q u ita tiv o y c o n b a s t a n t e o f u s c a c ió n .
IIISIOKIA 1)1 I.A i ; c ( ) N ( ) M I A 151

scm pleo y caída de las ta s a s de salario s, v olvieran a h a c e r ren ta-


lile la producción. P a ra M arx era im p o rta n te d e s ta c a r q u e el s iste ­
ma sólo e ra estab le cu an d o la existencia de u n a reserv a de tr a b a ­
jadores p arad o s —lo que él llam ab a el ejército in d u strial de reserva
de los d e sem p lead o s— m a n ten ía los salario s a niveles bajo s. El
pleno em pleo era u n a situ ació n posible, pero in estab le.
Si bien ya no se d a crédito a la explicación de M arx, ni siq u ie­
ra por p a rte de los propios m a rx ista s, lo cierto es q u e identificó lo
que llegaría a ser reconocido com o el p u n to m ás v u ln e ra b le del
cap italism o, cu an d o vio en la crisis u n a c a ra c te rístic a in h e re n te
del sistem a. De m odo q u e ni la d esigual d istrib u ció n del p o d er, ni
la desigual distribución de la renta, serían la m áxim a am en aza p a ra
la supervivencia del cap italism o , sino su p ro p en sió n a las d e p re ­
siones y al desem pleo. Y p o sterio rm en en te, en el p róxim o de los
largos p a so s q ue se alejab an del sistem a clásico, fue ta m b ié n é sta
la falla q ue K eynes h a b ría de percibir, com o M arx a n te s q u e él,
co n sid erá n d o la com o p a rte in h eren te del sistem a.

En la trad ició n clásica, según h em o s visto, el m onopolio era u n


defecto q u e quedó especialm en te g rab ad o en la m e n ta lid a d y p s i­
cología n o rteam erican as. Pero in cluso p a ra los eco n o m istas clási­
cos se tra ta b a sim plem ente de u n a excepción a la reg la de la com ­
petencia, que no co n stitu ía u n a am en aza p a ra el sistem a en su
conjunto. E n cam bio, p a ra M arx era m u eh o m ás q u e u n a falla: en
efecto, a su criterio, la creciente co n cen tració n de la activ id a d eco­
nóm ica en m an o s de un n ú m e ro cad a vez m en o r de c a p ita lista s
constituía u n a tendencia orgánica del capitalism o que av an zab a con
ím p etu irresistib le. E sta co ncentración, ju n to con el ca rá c te r cad a
vez m á s clarividente y socializado de los tra b a ja d o re s, a m ed id a
que ésto s ib a n co m p ren d ien d o m ejor el siste m a c a p ita lis ta y el
p ap el que d esem p e ñ ab an en el m ism o, h a b ría n de c o n trib u ir en
fo rm a inevitable al d erru m b e del sistem a. Y es in te re sa n te o b s e r­
var, en su s propias palab ras, cómo M arx previó el desenlace. (A un­
que era u n escrito r frecu en tem en te m onótono, tu v o su s g ra n d e s
m o m entos, y pocos p asajes de la h isto ria de la econom ía p o lítica
h a n sido m ás citad o s que éste.)

Un capitalista siempre m ata a muchos otros... Paralelam ente a


la constante disminución del número de magnates del capital, que
IS.> lOIIN Kl \ M III I . A I I I H A I I II

usurpan y monopoli/.aii tocias las veníalas ele c;stc proceso de trans­


formación, aumenta el cúmulo de miseria, opresión, esclavitud, de­
gradación, explotación; pero al mismo tiempo crece también la re­
vuelta de la clase trabajadora, una clase cuyo número va siempre
en aumento, y que es disciplinada, unida, organizada, por el pro­
pio mecanismo del proceso de la producción capitalista. El mono­
polio del capitalismo se convierte en una traba para el modo de
producción que ha surgido y florecido con él, y bajo él. La centra­
lización de los medios de producción y la socialización del trabajo
llegan finalmente a un estado en el cual se vuelven incompatibles
con su envoltura capitalista. Esta envoltura estalla. Tocan a muer­
to por la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son ex­
propiados.*^

E n esta form a, según M arx, llegaría a su fin el sistem a econó­


mico celebrado por la trad ició n clásica, y sería un fin acarread o
por características de las cuales las m ás im p o rtan tes ya h ab ían
sido identificidas por R icardo y los propios econom istas clásicos.

Pero a su vez, el sistem a de M arx tenía tam b ién su s aspectos vul­


nerables obvios, que resultaron serios y decisivos. En prim er lugar,
existía la am enaza de la reform a, o sea, la posibilidad de que las
penalidades del capitalism o llegaran a m itigarse tan to que ya no
d espertaran la furia revolucionaria de los trabajadores. M arx tenía
conciencia de este peligro, pero sin em bargo no podía co n d en ar o
resistir fácilm ente aquellas reform as específicas que sirvieran a los
intereses de los obreros. Efectivam ente, no hay tal oposición en el
Manifiesto comunista-, en él se preconizan, entre o tras m uchas m e­
didas, un im puesto progresivo sobre la renta, la propiedad p ú b li­
ca de los ferrocarriles y de las com unicaciones, la en señ an za g ra ­
tu ita, la abolición del tra b a jo de los niños y em pleo p a ra todos.
Los dem ócratas liberales de los E stados Unidos en el siglo XX coin­
ciden en m uchos aspecto s con el M anifiesto comunista.
Tam bién existía la p o sibilidad de que las organizaciones sin d i­
cales se d esarro llaran y fortalecieran, recibieran protección oficial,
y aliviaran o an u lasen el progresivo em pobrecim iento de los tr a ­
b ajadores, que el sistem a m arx ista preveía como consecuencia del
increm ento dem ográfico y de la co n tin u a dism inución del rendi-

12. Marx, o p . c it., pág. 763.


III M O K I A DI- I A I ( O N O M I A 153

iiiiciito m arginal de la m ano de obra. Todo lo cual ha sucedido.


Por o tra p arte , sería su m am er\te p erju d icia l p a ra el siste m a
nuirxista cualquier factor que am in o rase el im p acto de las crisis
lid capitalism o.
En u n a resp u esta a M arx ex trao rd in ariam en te lógica, el ulte-
I lor establecim iento del estad o de b ien estar, el fom ento de la edu-
I ación popular, la abolición del trab ajo de los niños y el enérgico
iratam iento keynesiano de la crisis cap italista fueron a s u b s a n a r
lodos los p u n to s vulnerables del sistem a que M arx h ab ía id en tifi­
cado. Y no está de m ás reco rd ar que en su m om ento, la to ta lid a d
de esas m edidas adversas a M arx fueron en cierta m ed id a co n d e­
nadas por m arxistas.
H abía, asim ism o, otros dos factores p o tencialm ente co n trario s
a M arx. J u n to con las refo rm a s c o n tra rre v o lu c io n a ria s q u e él
mismo se h ab ía visto obligado a pro p iciar ya en su tiem po, en tre
las que se contaban las p restaciones de b ie n estar social (o sea, in ­
gresos externos al sistem a productivo) p a ra ancianos, d esem p lea­
dos, m inusválidos y m enores de edad, h ab ría n de ejercer luego sus
lifectos las enorm es fuerzas p ro d u ctiv as del capitalism o, que M arx
había d estacad o con ta n ta frecuencia. E sas fu erzas, en v erd ad ,
podían m ultiplicar la disponibilidad de bienes, que p o d rían q u ed ar
al alcance de la población tra b a ja d o ra y ac tu a r com o u n a cobertu-
la de la pobreza y de las reivindicaciones.
Y adem ás, finalm ente, existía o tra posibilidad que M arx no pre-
vió, o que por lo m enos, con seguridad, no enunció ja m ás: q u izá
el capitalism o, en sí, p u d iera tran sfo rm a rse; quizá p u d ie ra ten er
lugar u n capitalism o que se d esarro llara con un ru m b o diferente;
quizás el capitalista d espiadadam ente agresivo pu d iera ser su p lan ­
tado por u n a organización m ás m ad u ra, m ás in c lin ad a a las nego­
ciaciones, como lo sería la burocracia propia de las sociedades anó­
nim as. En ese caso, los reso rtes del poder no esta ría n en m anos
del cap italista, sino del tecn ó crata y del ahom bre de la o rg an iza­
ción».
Todo esto ha llegado a o currir; en efecto, el d esarrollo de la
sociedad económ ica no ha sido clem ente con M arx. Los p aíses in ­
d u striales ad elan tad o s h an resu ltad o en g ran m ed id a in m u n es a
su revolución. Las reform as, los sistem as de bienestar, las políticas
m acroeconóm icas de los gobiernos, el auge de las b u ro cracias de
las sociedades anónim as y el «hom bre de la organización» son fac­
tores que h an atem perado e incluso d estru id o el ím p etu revolucio­
154 J O H N K E N N E T H ( l A I I I K A I III

nario del m arxism o. Allí donde las ideas de M arx h an tenido éxito,
en cam bio, no triu n fa ro n sobre el capitalism o, sino co n tra los re­
m anentes feudales en R usia y en China, d entro de un m arco de
guerras y an arq u ía. Allí, com o tam b ién en C uba y luego en Cen-
troam érica, son los te rraten ien tes y su s agentes gubernativos, no
los in d u striales ni los cap italistas, quienes h an su scitad o el fervor
revolucionario de los expoliados. E n este sentido h an sido m uchísi­
mo m ás influyentes que los cap italistas.
La crítica de M arx fue tam b ién errónea en otro aspecto. Según
él, u n a vez que el p ro letariad o to m ara el poder, el E stad o iría de­
sapareciendo grad u alm en te. Pero a la inversa, el E stad o m oderno,
en su encarnación p ráctica ap lastante, ha conservado el poder bajo
el socialism o, y ello h a conducido a los p ro b lem as b urocráticos
con los que se en fren tan los m arx istas m odernos en p u esto s de
m ando. Y lu ch an a la vez con las dificultades consiguientes que
abrum an al ap arato socialista en m ateria de producción. M arx creía
que las fuerzas productivas del capitalism o avanzado serían tra n s ­
feridas, m ás o m enos autom áticam ente, al socialism o, pero la cosa
no resultó ta n fácil.
Sin em bargo, hay que form ular u n a advertencia. El relato de
los erro res de M arx es m ás que un m ero esfuerzo literario : es,
desde hace m ucho tiem po, u n a pequeña in d u stria al servicio de
aquellos p a ra q u ien es el m arx ism o co n tin ú a re p resen tan d o u n a
grave am enaza. In cu rriríam o s en u n g ran erro r si m en o sp reciára­
m os su potencialidad h istórica, ignorando que en ta n to s aspectos
del p ensam ien to y de la expresión en el m undo no socialista sigue
constituyendo h a sta hoy u n a de las principales influencias y u n a
gran fuerza.
XII. LA PECULIAR PERSONALIDAD DEL DINERO

Es necesario ah o ra retroceder un poco p a ra ex am in ar las fu en ­


tes de lo que, según algunos, vendría a ser la cu estió n p rin cip al
de los análisis y de las políticas m o d ern as en m a teria de econo­
mía, a saber, el papel y la gestión del dinero, los orígenes de lo
que hoy se conoce com o m onetarism o. M ás que en n in g ú n otro
aspecto de la histo ria económ ica son aq u í im p o rtan tes las in s titu ­
ciones y la experiencia relativas al dinero, no las ideas fo rm alm en ­
te ex p resad as al respecto, y a ese asu n to dirigirem os d esd e ah o ra
n u estra atención.
Nos hem os referido an tes a los rem otos orígenes de la m one­
da, ya se tra ta ra de su invención en China, o de las p rim e ra s acu ­
ñaciones de los lidios. Tam bién hem os m encionado la ley de Gres-
ham y la teoría cu an tita tiv a del dinero que se d e sarro llaro n a p a r­
tir del flujo a E u ro p a del oro y la p la ta del N uevo M undo. Al
principio, recordem os, el dinero era u n a m ercancía com o cu alq u ier
otra, con la p articu la rid ad de que su s cara cterísticas físicas p er­
m itían dividirla en p a rte s de peso diverso pero especificado, a p a r­
te de poseer b a sta n te valor en pequeño volum en, lo cu al p erm itía
tra n sp o rta rla fácilm ente. G racias a ello p u d o u tiliz arse com o in ­
term ediario en el intercam bio, elim inando las inconveniencias p ro ­
pias del trueque, o sea, la necesidad de d ar con alguien que tuviera
en su poder el prod u cto b u scad o y n ece sitara el p ro d u cto ofreci­
do. Por o tra p arte, era u n a form a conveniente de a te so ra r riq u eza,
un depósito de valor.
Pero h a s ta en los tiem p o s m ás rem otos, cu an d o m etales com o
la p la ta o el oro se em p leab an com o dinero, lo que se u s a b a d e sa ­
rro llab a u n a m odesta p erso n alid ad propia. A sí llegó a ad v ertirse
pronto, por ejem plo, que las m onedas p o d ían ser lig eram en te en ­
vilecidas, o que en su aleación po d ía in tro d u cirse u n m etal de
inferior calidad. Al hacerlo, se e sp erab a que la m o n ed a d e b aja
ley siguiera teniendo el m ism o curso q u e la legítim a, d ed ican d o
156 l OIIN KI. NNI 1II ( . A l I I KAI I II

a otros usos el m etal econom izado. Cabe añ ad ir que ninguna otra


práctica económica fue jam ás condenada tan universalm ente como
ésta. La frase «envilecimiento de la m oneda» llegó a ser sinóni­
m a de corrupción fiscal, y su práctica en los últim os siglos del
Im perio rom ano llegó a considerarse como el elem ento típico de
la degradación m oral que condujo a la declinación y caída im pe­
riales.
Pero en un grado m ás im portante, la identidad peculiar de la
m oneda, su personalidad, se descubrió con la creación de los b an ­
cos; por interm edio de ellos podía ir aum entándose la oferta de
dinero, o llegado el caso, dism inuirla bruscam ente, y esto, virtu al­
m ente a discreción. Los recursos así proporcionados podían u tili­
zarse p a ra inversiones, p a ra necesidades o superfluidades del con­
sumo, o para los requerim ientos del Estado.
Las raíces del descubrim iento, o en todo caso su prim era m ani -1
festación m oderna, d atan de los siglos XIII y XIV, y se encuentran
en Italia: prim ero en Venecia, y poco después, en las ciudades del
valle del Po.* H asta tal p u nto se identificaron con Italia las activi­
dades bancarias y la profesión de prestam ista, que en Londres, con
el tiem po, la calle donde se d esarro llab an recibió el nom bre de
Lom bard Street.
No obstante, los historiadores acuerdan u n papel precursor y
destacado al Banco de A m sterdam , que, a p artir de 1609, al reci­
b ir sum as de m oneda de diversos cuños y concienzudam ente ad u l­
terada, procedía a pesarla, verificaba la ley y su auténtico valor, y
entregaba al depositante un recibo por el m ism o. Pronto fueron
estableciéndose otros bancos custodios en diferentes ciudades, tam ­
bién en los Países Bajos —R otterdam , Delft, M iddelburg—, y con
el correr del tiem po se fu n d aro n en el extranjero establecim ientos
sim ilares.
En un principio el Banco de A m sterdam era sim plem ente un
lugar de depósito, donde q u ed ab a alm acenado u n peso exacto de
m etal genuino, a nom bre del depositante. C uando éste pedía que
su depósito fuera tran sferid o a un acreedor —o sea, que se u tili­
zara como medio de pago—, dicha m oneda era traslad ad a al depó­
sito del acreedor en cuestión. En esta form a, el total del dinero

1. V é a se C h a rle s F . D u n b a r, « T h e B a n k o f V enice», en T h e Q u a rte rly J o u r n a l o f E co-


n o m ics, vol. 6, n ú m . 3 ( a b ril d e 1892), p á g s . 308-335, y F re d e ric C. L a ñ e . « V e n e tia n B an -
k ers, 1496-1533: A S tu d y in th e E a rly S ta g e s o f D e p o sit B an k in g » , e n T he J o u r n a l o f P oli-
tica l E c o n o m y , v o l. 45, n ú m . 2 ( a b ril d e 1937), p á g s . 187-206.
I I I S I O K I A DI - I.A l í C O N O M I A 157

disponible para transferencias y pagos no podía exceder de la can ­


tidad original depositada.
Pero esto no duró m ucho tiem po. En breve hubo quienes se
dirigieron al banco no sólo p ara d ep o sitar dinero, sino tam b ién
para tom arlo prestado. Una vez que lo h ab ían hecho, d ep o sitab an
el dinero así obtenido y ab rían su p ropia cuenta. É sta no ten ía un
respaldo m onetario específico como antes, sino general, y podía
utilizarse para hacer pagos y costear gastos. En adelante, lo m ism o
podían utilizarse fondos constituidos de esta m an era que los de­
pósitos originales. Y así se creaba m oneda, exactam ente como si
hubiera sido acuñada con m ineral extraído m ediante u n a b ru ta l
faena en el Cerro de Potosí. Pero como beneficio suplem entario de
este notable acto de creación, el banco o b ten ía u n ingreso en con­
cepto de intereses. La creación de dinero, lejos de ser un acto de­
sinteresado, d ab a resultados m uy lucrativos.
El préstam o, y la consiguiente creación de dinero, asu m iero n
tam bién otra form a. En vez de m ovilizar un depósito, tra n sfirié n ­
dolo m ediante u na orden de pago —es decir, em itiendo instru ccio ­
nes por escrito, o un ch eq u e—, el p restatario podía to m ar su p ré s­
tam o en billetes de banco. É stos atestig u ab an que el m etal co rres­
pondiente se hallaba depositado, y que quien los recibía po d ía a
su vez dirigirse al banco y retirarlo. O bien, m ás probablem ente,
podía tra s p a s a r los billetes a otro proveedor o acreedor. E n tre ta n ­
to, el m etal original q u ed ab a en las cajas fuertes del banco y ta m ­
bién podía prestarse. Lo m ism o que h abía ocurrido con los depó­
sitos venía a suceder con los billetes: había vuelto a crearse d i­
nero.
Sum ados, los depósitos y los billetes rep resen tab an u n valor
m ayor que el del m etal sobre el cual se b asab an . Pero este m éto­
do era com pletam ente seguro y aceptable con tal que todos los
interesados —depositantes originarios, prestatarios y poseedores de
billetes— no acudieran sim ultáneam ente a reclam ar m oneda m e­
tálica. M ientras no se s u sc ita ra n in g ú n tem or, pán ico o ru m o r
que pusiera en tela de juicio la com petencia y la solidez del banco
—posibilidad de ningún modo despreciable—, ello no tenía por qué
ocurrir.
D ados los beneficios que podían obtenerse de esta fabricación
de dinero —o sea, los intereses provenientes del fácil y cómodo acto
de p re s ta r—, es obvio que podía su scitarse la tentación de a b u sa r
de este m aravilloso procedimiento. A causa de tal tentación se crea­
158 J O H N K H N N i ; I II O A I I I KAi I II

ron los bancos centrales y g ran p arte de la e stru c tu ra reguladora


b an caria m oderna. D otados de d istin to s privilegios, entre ellos, en
épocas posteriores, el derecho exclusivo a em itir papel m oneda, fue­
ron estableciéndose los b ancos centrales, siendo el Banco de In ­
glaterra el ejem plo m ás significativo en 1694. Tales in stituciones
procedieron luego a reg u lar los p réstam o s y la creación de dinero
por p arte de los dem ás bancos, p a ra lo cual aplicaron m edidas
d isciplinarias ta n m olestas com o la devolución a éstos de su papel
m oneda p a ra que lo co n v irtieran en m etálico o la im posición de
saldos de reservas m ínim os como g aran tía de los depósitos: a esta
cuestión nos referirem os m ás adelante.

El útim o g ran p aso p a ra darle al dinero su p erso n alid ad au tó n o ­


m a y característica se dio cu an d o los m onarcas, príncipes y p a rla ­
m entos advirtieron que la creación de dinero po d ía su stitu ir a la
recaudación de im pu esto s, o serv ir com o altern ativ a p a ra la ob­
tención de préstam o s concedidos p o r financieros dem asiado sober­
bios o reticentes. E ste d escubrim iento ya se h ab ía prefigurado d u ­
ran te el Im perio rom ano, cu an d o se rebajó el contenido m etálico
de la m oneda p a ra p oder efectuar u n m ayor volum en de pagos
con u n a can tid ad determ in ad a de m etal, evitando así la im posi­
ción de nuevos trib u to s p a ra satisfacer las necesidades de los em ­
p eradores y del E stado. Pero en térm in o s m odernos el d escu b ri­
m iento tuvo lu g ar con el em pleo generalizado del papel m oneda.
A p a rtir de entonces, ap licando el m ism o m étodo que se h a d es­
crito en el caso de los ban co s, el E stad o se dedicó a acu m u lar
m oneda m etálica, alm acen án d o la en la tesorería oficial y em itien­
do billetes que d ab an derecho a re tira r la can tid ad co rresp o n d ien ­
te de dicho dep ó sito . T am b ién p o d ía a c tu a r a sí u n b an co que
rep resen tara al gobierno. Una vez im plantado este sistem a ap aren ­
tem ente inocuo, venía a re su lta r p rácticam en te inevitable, asim is­
mo, que el valor de los billetes p u esto s en circulación su p erase el
del m etal que los g aran tizab a. E n tiem pos norm ales podía su p o ­
nerse que, m ien tras la em isión de p apel m oneda fu era objeto de
u n a razonable restricción, no to d o los dep o sitan tes irían sim u ltá­
neam ente a reclam ar el dinero m etálico al que ten ían derecho. Pero
su b sistía siem pre la ten tació n de p ag ar en papel los gastos h ab i­
tuales o urgentes del E stad o , en vez de recu rrir a la altern ativ a
in g rata y frecuentem ente im p racticab le de au m en tar los im p u es­
i n s r o R i A DI': i .a ix ü n o m ia 159

tos. La necesidad, y no la prudencia, resultó ser el factor d eterm i­


nante.
A veces, com o ya se ha indicado, los billetes era em itidos por
un banco central o patrocinado por el gobierno. En G ran B retañ a
estas em isiones, a cargo del Banco de Inglaterra, co n tribuyeron a
financiar las guerras co n tra Luis XIV d u ran te los últim o s dece­
nios del siglo XVII. Algo parecido ocurrió en F rancia, de 1716 a
1720, cuando John Law, quizá el m ás inventivo estafad o r de todos
los tiem pos, rescató al incom petente regente, Philippe, d u q u e de
O rleans, ab ru m ad o por los problem as fiscales m ed ian te los bille­
tes em itidos por la B anque Royale. Pero no era in d isp en sab le con­
tar con un banco central; en efecto, ta n to el p ap el m oneda de las
colonias b ritánicas en N orteam érica antes de la Revolución com o
los assignats que ayudaron a fin an ciar la Revolución fran cesa, los
billetes continentales con que se pagó a los ejércitos de W ash in g ­
ton y los greenbacks de la guerra civil estadounidense, fueron todos
em itidos directam ente por los gobiernos. Y cu an d o el E stad o no
pudo ya resp ald a r m ediante reservas m etálicas el p ap el m oneda
em itido, procedió u n a y o tra vez a su sp e n d er la conversión de
los billetes en m onedas. Una nueva frase vino así a in co rp o rarse
al léxico económ ico: «Flan aban d o n ad o el p atró n oro.»

Una vez reconocidas las diversas m anifestaciones de la p erso n ali­


dad propia asu m id a por el dinero cosa que ra ra vez se h a c e -
resulta posible entender fácilm ente las opiniones y polém icas que
el dinero h a suscitado en el m arco del pensam iento económico. Por
ejemplo, to d a s las revoluciones m odernas —la n o rteam erican a, la
francesa, la r u s a — h an sido financiadas m ediante em isiones de
papel m oneda. A p esar de que las revoluciones m ism as, en p a rti­
cular la de F rancia y la de los E stad o s Unidos, son m uy celeb ra­
das y ad m irad as, los h istoriadores no cesan de d ep lo rar los bille­
tes con los que se financiaron.^

2. E n f o rm a s im ila r s e h a d e p lo r a d o , c o m o y a d ijim o s, el p a p e l d e lo s b a n c o s e n la
c re a c ió n d e d in e ro , p o r lo m e n o s e n lo s c a s o s m á s e x tr a v a g a n te s . E n 1720, el p r ín c ip e de
C onti, h a b ie n d o p e r d id o la c o n fia n z a e n lo s b ille te s d e la B a n q u e R o y a le d e L a w , le e n v ió
u n fa jo d e é s to s p a r a s u c o n v e rs ió n . S e g ú n u n a le y e n d a s u m a m e n te d is c u tib le , le tr a j e r o n
e n tr e s c a r r e t a s el o ro y la p la ta c o r re s p o n d ie n te s . Y a r e n g ló n s e g u id o el r e g e n te o r d e n ó
al p r ín c ip e q u e d e v o lv ie ra el m e tá lic o a l b a n c o . Al c a b o d e u n tie m p o , ta n t o él c o m o o tr o s
p o se e d o re s d e d ic h o s b ille te s p e r d e r ía n s u m a s im p re s io n a n te s . A ra íz d e ello, d u r a n t e to d o
el sig lo s ig u ie n te la o p in ió n p ú b lic a m iró a lo s b a n c o s d e F ra n c ia d e m a n e r a m á s q u e
su s p ic a z .
160 K ) l t N K I . N N I I II ( . Al I I KAI I II

La polém ica sobre la utilización del papel m oneda com o s u s ti­


tu to de los im puestos com enzó en E stados Unidos an tes de la Re­
volución. Casi to d as las colonias recu rrían en m ayor o m enor m e­
dida a esa práctica. Las de la región central (P ensilvania, Nueva
York, N ueva Jersey, D elaw are y M aryland) em itían papel m oneda
p a ra p ag ar sus g asto s, en general pru d en tem en te y sin ex tralim i­
tarse. E n cam bio, Rhode Islan d , Carolina del S ur y M assach u setts
actu aro n con m u ch a m enor discreción: el prim ero de esos tres e s­
tados, en rigor, observó al respecto u n a conducta sencillam ente de­
senfadada, y su s billetes eran objeto de m enosprecio, y quizá de
alarm a, h a s ta en M assach u setts.
Ep las colonias de la región central, como h an llegado por cier­
to a adm itirlo algunos estu d io so s de épocas recientes,^ la m o d era­
da em isión de p apel m oneda sirvió de form a su b sid iaria p a ra es­
tabilizar los precios y estim u lar la actividad económica. Sobre este
particu lar se suscitó ya p o r entonces u n a polém ica que d om inaría
la política estad o u n id en se d u ran te los 150 años siguientes. Se tr a ­
tab a de dilucidar si debía utilizarse deliberadam ente el dinero p ara
influir —de m odo fav o rab le— sobre los precios, satisfacien d o a la
vez las necesidades de capitales. E sta p ráctica era pro-movida es­
pecialm ente en las zonas fronterizas y en el sector agrícola. M e­
diante el dinero creado por los bancos p odían ad q u irirse tierras,
ganado y m a q u in aria agrícola; el papel m oneda o la p lata lib re­
m ente acu ñ ad a p o d ían m ejo rar los precios y facilitar el reem bolso
de las ^ e u d a s . E n cam bio, los centros bien establecidos del co­
m ercio y \la in d u stria, que co n tab an en definitiva con el enérgico
apoyo de los m ejores p u b licistas económ icos, resistían en co n ad a­
m ente esa acción. El dinero debía ser n eu tral en su s efectos sobre
la econom ía. En p a rticu la r, d ebía m an ten erse escaso y valioso,
com o n atu ra lm e n te d eseab an quienes ya lo poseían. En la h isto ria
de la econom ía política es la opinión conservadora la que h a goza­
do siem pre de apro b aeió n casi universal.
El concepto que se te n ía en las regiones fronterizas del dinero
como fuerza estim u lan te no prevaleció en las colonias; es m ás, ni
siquiera llegó a im ponerse cuando recibió la aprobación de u n p er­
sonaje ta n im p o rtan te com o B enjam in F ranklin. En 1751 el P a rla ­
m ento de Londres, expresando la opinión adm itida, prohibió la emi-

3. E n p a r tic u la r , R ic h a rd A. L e s te r, e n M o n e ta r y E x p e r i m e n t s : E a rly A m e r ic a n a n d
R e c e n t S c a n d in a v ia n ( P r in c e to n , P rin c e to ri U n iv e rsity P re s s . 1939).
HIMOKIA 1)1 I A 1( ONOMIA IM

Moii de m ás papel m oneda en Nueva Inglaterra, y ap ro x im ad am en ­


te diez añ o s d esp u és ex ten d ió e sta p ro h ib ició n a las d em ás
eolonias. H asta tiem pos m uy recientes, e sta m ed id a fue co n sid e ra ­
da por los econom istas com o u n acto de sab ia y n ecesaria restric-
i lón. En 1900, Charles J. Bullock, u n a de las au to rid ad es m á s res-
pi’tadas en m ateria de hacienda pública colonial (y tam bién contem-
jKiránea), se refirió a los experim entos m onetarios coloniales com o
«un carnaval de frau d e y corrupción» y «un cu ad ro oscuro y la ­
m entable». La m edida restrictiv a del P arlam en to le p arecía « salu ­
dable».'^ Davis Rich Dewey, otro experto m o n etario m uy resp eta d o
de la m ism a generación, observó que «una p arte considerable de la
población, particularm en te en las principales ciu d ad es del E ste [de
los E stados U nidos], se abstuvo de intervenir en la revuelta co n tra
Inglaterra, no ta n to por oponerse a ella como p o r tem or a q u e la
independencia acarreara em isiones excesivas de p ap el m oneda, con
lodos los tra sto rn o s consiguientes p ara los asu n to s com erciales».^
Una cosa era la independencia, y o tra d a r gusto a q u ien es veían
en el dinero un in stru m en to utilizable p a ra su provecho p erso n al.
Los billetes llam ados continentales, q u e fin an ciaro n la R evolu­
ción norteam ericana, hab ien d o servido com o sirvieron de s u s titu ­
to de im puestos, o quizá p o d ría decirse de u n sistem a im positivo,
.suscitaron expresiones de rep u d io sim ilares; g racias a ello se p e r­
petuó en el vocabulario n o rteam erican o u n a expresión de a b ru p ta
y total condena; «no vale u n continental». Algo parecid o sucedió
con los greenbacks, que el secretario de H acienda Salm ón P. C hase
utilizó de m odo b asta n te atin ad o p a ra c o n trib u ir a la fin an ciació n
de la guerra civil.^ La p alab ra «greenback» continúa h a sta la fecha
denotando algo p ro fu n d am en te despreciable. Y son pocos los a u ­
tores que h an precisado las altern ativ as an te las que se en co n ­
trab a Chase.^ En definitiva, los resu ltad o s no fu ero n ta n dev asta-

4. C h a rle s J. B u llo ck , E s s a y s o n th e M o n e ta r y H is to r y o f th e U n ited S ta t e s ( N u e v a


Y ork, M a c m illa n , 1900; G re e n w o o d P re s s , 1969); págS ; 43 y ss .
5. D a v id R ich D ew ey , F in a n c ia l H is to r y o f th e U n ite d S ta te s , 10.® e d ic ió n (N u e v a
Y ork, L o n g m a n s , G re e n , 1928), p á g . 43.
6. A c titu d q u e d i s t a b a m u c h o d e s e r c o r re c ta d e s d e el p u n to d e v is ta c o n s titu c io n a l.
E n e fecto , la C o n s titu c ió n , h a c ié n d o s e eco d e la r e a c c ió n c o n tr a e l e x c e s o c o lo n ia l y la
n e c e s id a d r e v o lu c io n a ria , p r o h ib ía la e m is ió n d e p a p e l m o n e d a p o r lo s E s ta d o s , y t a m ­
b ié n , ¡ay !, p o r el G o b ie rn o F e d e ra l.
7. M e re c e u n a e x c e p c ió n el d is tin g u id o h is t o r i a d o r d e la e c o n o m ía C h e s te r W h itn e y
W rig h t, d e q u ie n , s in e m b a r g o , s e ría d ifíc il a f i r m a r q u e ju s tif ic ó la e m is ió n d e lo s g r e e n ­
b a c k s. E n s u o p in ió n , (dos p r in c ip a le s e r r o r e s en la f in a n c ia c ió n de la g u e r r a f u e r o n la
o m is ió n d e a p lic a r im p u e s to s e n f o r m a r á p i d a y v ig o r o s a , y la u tiliz a c ió n d e p a p e l m o n e ­
d a , c o n to d o s lo s m a le s c o n s ig u ie n te s » . E c o n o m ic H is to r y o f th e U n ite d S ta te s , 2.® e d i­
c ió n ( N u e v a Y o rk , M c G ra w -H ill, 1949), p á g . 443.
162 J O H N KI N N l ' l ll ( , A I H K A I l l l

dores, pues, en u n p aís despedazado por cuatro años de aterradoi'


conflicto, u n a m era duplicación de los precios fue, por lo m enos
desde el punto de vista actual, poco m enos que un m ilagro.
La adopción del papel m oneda por p arte de la Confederación,
obvio es decirlo, fue todavía m ás vigorosam entte condenada. El
m ás em inente h isto riad o r norteam ericano de su época observó sin
aire de sorprenderse que (dos autores nordistas que tienen en cuen­
ta el aspecto económ ico h an solido atrib u ir el d esastre de la Con­
federación a su papel m oneda, sus excesivas em isiones de bonos
y sus expropiaciones)).* A ún en nuestros días se oye u n a y otra
vez la advertencia de que el déficit público no debe financiarse m e­
diante (da em isión de papel moneda». Todo esto revela h a sta qué
punto las actitu d es y expresiones contem poráneas están arraig a­
das profundam en te en la historia.

A m edida que la civilización fue extendiéndose hacia el Sur y hacia


el Oeste en E stados Unidos, d u ran te las prim eras décadas de la
independencia, los colonos de las regiones que llegarían a conver­
tirse en los estad o s de la frontera y del Medio O este se dedicaron
con entusiasm o, como ya se ha dicho, a la creación de bancos, y
por interm edio de éstos, a la creación de dinero. Los préstam os
que en ese proceso se otorgaron, y el dinero así creado, posib ilita­
ron la im plantación de la agricu ltu ra y del comercio. Se tra ta b a
de entidades que los estados autorizaban oficialm ente y que la am ­
plia iniciativa ab astecía de recursos. En resp u esta a esta dem an ­
da, se considerab a que to d a localidad lo suficientem ente grande
como p a ra con tar con u n a iglesia, u n a ta b e rn a o u n a h errería reu ­
nía las condiciones p ara la instalación de un banco.^ ((Otras em ­
p resas y m ás de un com erciante o artesano, se pusieron a em itir
“m oneda”. H asta los b arb ero s y los taberneros com petían con los
bancos a este respecto... Casi todos los ciudadanos se creían asis­
tidos por el derecho constitucional de em itir dinero.))*^ E stas acti­
tudes en exceso tolerantes, entraron, como podía esperarse, en vio-

8. E d w a rd C h a n n in g , A H is to r y o f th e U n ited S ta te s (N u e v a Y ork, M a c m illa n , 1925),


vol. 6, p á g . 411. M e he re fe rid o m á s e x te n s a m e n te a e s ta s a c titu d e s e n « T h e M o v in g Fin-
g e r S tick s» , T he L ib e r a l H o u r ( B o s to n , H o u g h to n M ifflin, 1960), p á g s . 79-92.
9. N o rm a n A ngelí, T he S to ry o f M o n e y (N u e v a Y ork, F re d e ric k A. S to k es, 1929), p á ­
g in a 279.
10. A. B a rto n H e p b u r n , A H is to r y o f C u rren c y in th e U n ited S ta te s (N u e v a Y ork.
M a c m illa n , 191 5 ), p á g . 102.
mSlOKIA 1) 1-, I.A l ' C O N O M I A 163

lenta colisión con las opiniones e intereses conservadores. E ra evi-


ticnte que el dinero tenia doble p erso n alid ad , y que las dos p arte s
se oponían radicalm ente entre sí.
La lucha consiguiente tuvo pronto su foco sucesivo en dos in s ­
tituciones, llam adas am b as «el Banco de los E stad o s Unidos», la
prim era de ellas fu n d ad a en 1791 y extinguida en 1811, y la se­
gunda, que duró de 1816 a 1836. Se tra tó en uno y o tro caso de
entidades privilegiadas que h acían la com petencia a los b an co s de
los estados, creados sin m ayores form alidades; eran tam b ién agen­
tes financieros exclusivos del G obierno F ederal, y afo rtu n a d o s de­
positarios de sus fondos. Pero, lo que es m ás im p o rtan te, en su
carácter de agentes del estrato social d o m in an te y co n serv ad o r de
la región del Este, actu ab an com o m uy in g rato s celadores de los
bancos habilitados por los estados. Sólo ace p tab an los billetes de
los bancos m enores que g aran tizab an su conversión en m etálico.
Al recibir esos billetes, el Banco de los E stad o s U nidos se los de­
volvía tran q u ilam en te p a ra que los convirtiera, p rocedim iento éste
que los creadores del papel m oneda se p ro p o n ían y esp e ra b a n evi­
tar, al m enos parcialm ente. En consecuencia, com o es de su p o n er,
la existencia del banco federal se convirtió, d u ran te los dos p erío­
dos citados, en el principal problem a político del m om ento. Y la
oposición q ue p rovo cab a fue a u m en tan d o a m ed id a q u e la p o ­
blación y el peso del poder político se d esp lazab a hacia el O este.
Su suerte quedó sellada con la elección, en 1828, de A ndrew Jack-
son, presidente de p ro b ad a fidelidad a los intereses de la región
occidental. D urante un tiem po siguió librándose u n a g uerra lim ita­
da entre el presidente y N icholas Biddle, jefe ejecutivo del seg u n ­
do banco, pero finalm ente resu ltó decisiva la oposición p o lítica a
esta entidad, reforzada por las objeciones de algunos b an q u ero s
del Este, p artid ario s de la tolerancia, a quienes tam b ién les p a re ­
cía inconveniente la disciplina. Y la suspicacia hacia esas entidades
hubo de persistir. P asaro n m ás de ochenta años an tes de que la
opinión política estad o u n id en se ad m itiera un tercer in ten to de es­
tablecer u na fuerza disciplinaria, que en este caso fue el Sistem a
de la Reserva Federal.
Como h a podido observarse, la era de la b an ca libre y el p erío ­
do que la sucedió, relativam ente plácido, favorecieron plen am en te
el desarrollo económico. Los agricultores y los p eq u eñ o s com er­
ciantes de la frontera obtuvieron p réstam o s y así p u d iero n com ­
p rar ganado, m aquin aria y otros bienes de capital, lo q u e les h a ­
1 6 4 J O H N KT. NNI I II ( , A I I I KAl I I I

bría resultad o im posible si el em préstito y la creación de dinero


hubieran estado som etidos a lim itaciones m ás severas. Pero el pen­
sam iento clásico resp etab le no adm ite esa realid ad ni siq u iera ac­
tualm ente. La b an ca libre es tenida por u n capítulo n efasto de la
h isto ria económ ica estadounidense, y a A ndrew Jackson, con sal­
vedad de sus re sta n te s cualidades, se le considera como u n a ab e­
rración desde el p u n to de vista financiero. Precisam ente de ese pe­
ríodo de b an ca libre provienen las m odernas actitu d es en m ateria
de norm ativa bancaria. M ientras que se juzga innecesariam ente gra­
vosa la influencia ejercida por el E stad o sobre las dem ás ram as
de la actividad económ ica, nadie d u d a de que la b an ca rep resen ta
un caso especial, objeto justificado de m edidas m ás enérgicas.

O tros dos factores que contribuyeron decisivam ente a p la sm a r las


actitudes de la población estad o u n id en se con respecto al dinero,
d u ran te el siglo p asad o , fueron los greenbacks y la p lata. Si bien
la guerra civil h ab ía dado origen a esos billetes y al ám bito de
irresponsab ilid ad financiera que los rodeaba, dio lugar tam b ién a
que a b a n d o n a ra n W ash in g to n los e s ta d is ta s del S ur y del valle
m eridional del M ississippi, p artid ario s de la liberalidad financie­
ra. A consecuencia de ello, d u ran te la guerra, y posteriorm ente,
quedó in terru m p id a la corriente em isionista de p ap el m oneda. En
el caso de los bancos de los estados, los billetes fueron som etidos
a u n a im posición punitiva; la em isión de papel m oneda se reservó
únicam ente a los nuevos bancos nacionales, bajo la g aran tía de
bonos del gobierno depositados en firm e en el Tesoro. E n 1866 se
adoptaron disposiciones encam inadas a ir retiran d o los greenbacks
ordenadam ente, a sab er, diez millones de ellos d u ran te los p rim e­
ros seis m eses, y luego, a razón de cu atro m illones p o r,m es. Fi­
nalm ente, en 1873, al ad o p tarse u n a nueva m edida q u e pareció
entonces inocua, el país retornó al p atró n oro. Y se ab an d o n ó a si­
m ism o la acuñación de p lata, con la p eq u eñ a excepción de la m o­
neda d estin ad a al com ercio con Oriente.
La p la ta siem pre h ab ía escaseado en relación con el oro. Por
23,22 gram os de oro resultaba posible com prar un dólar en la Casa
de la M oneda, m ien tras que con los 371,25 gram os de p la ta que
co stab a esa m ism a operación era posible ob ten er m ás de u n dólar
vendiendo el m etal a un p articular. La ta sa aceptada, au n q u e no
antigua, de 16 p artes de p la ta por u n a de oro h ab ía sido adversa a
I I I S I D K I A !))■: I.A i : C ( ) N ( ) M l A 165

la p lata, pero en u n m om ento dado, con la ab u n d a n c ia de este


m etal originada por las nuevas m inas del O este estad o u n id en se,
venía a resultar excesivam ente favorable. Por consiguiente, se elimi­
nó la p la ta del sistem a m onetario. E ra d em asiad o a b u n d a n te . En
1879, como m edida final p ara volver a proporcionar u n a b ase sólida
a la m oneda n orteam erican a, se decretó la p len a co n v ertib ilid ad
en oro de los greenbacks que to d av ía circu lab an .
E ntretanto, d u ran te esos años fueron dism inuyendo los precios
al consum o, y en p a rticu la r los de los p ro d u cto s ag ríco las, desde
un índice m edio de 162 en 1864 (en co m p aració n con 100 d u ra n te
el período de 1910-1914) a 128 en 1869 y a la escuálida cifra de 72
en 1879.^' Ello originó u n nuevo y m uy acalo rad o d eb ate acerca
de la p ersonalidad a p ro p ia d a del dinero. Ya no se tr a ta b a de su
em pleo como su stitu to de los im puestos o de su creación p o r p arte
de los bancos p a ra beneficio del com ercio y de la ag ric u ltu ra en la
frontera; la controversia atañ ía a su papel en el aum ento o la réduc-
ción del nivel de precios. (P arte de la polém ica fue originada, como
llegaría a reconocerse m ás tarde, por la com petitividad excepcional­
m ente vulnerable de los precios agrícolas.) E sta últim a d isp u ta h a ­
bría de ser en m uchos asp ecto s la m ás en ca rn izad a de to d as.
La caída de los precios fue a trib u id a al retiro de los greenbacks
y su convertibilidad en oro; se alegó al resp ecto que si se em itie­
ran m ás de esos billetes, los precios volverían a su b ir. La teoría
cu an titativ a del dinero h ab ía llegado a la p ra d e ra y a las llan u ras
de los E stados U nidos, no según la p reco n izab an los eco n o m istas,
no com o se en señ ab a en las escuelas, sino com o resu lta d o de u n
instinto práctico. E n 1878, el P artid o de los G reenbacks, q u e se
oponía al retiro to tal de los billetes y pedía, p o r el co n trario , que
se im prim ieran m ás, obtuvo m ás de u n m illón de votos en dieci­
séis E stados, y con ellos, catorce p arlam en tario s. E ra la p rim era
vez en la h isto ria que la política m o n etaria su sc ita b a sem ejan te
fuerza política. El P artido de los G reenbacks no consiguió q u e se
am p liara la circulación de los billetes, pero se in terru m p ió su re s ­
cate y así qued aro n en circulación h a s ta d esp u és de la seg u n d a
guerra m undial «greenbacks» por u n valor aproxim ado de trescien ­
tos trein ta m illones de dólares.
Pero esto sólo fue u n comienzo. El m onetarism o, que había crea-

11. O fic in a d e l C e n so d e E s ta d o s U n id o s, H is to r ia l S ta tis tic s o f th e U n ite d S ta te s , C o­


lo n ia l T im e s to 1970, B ic e n te n n ia l E d itio n ( W a s h in g to n , D .C ., 197 5 ), 2.® p a r t e , p á g . 201.
166 f O l l N K I N N I I I I ( . \ I lili \| I II

do un p artid o político, procedió luego a cap liiiar otro; el m ism ísi­


mo P artido D em ócrata, por interm edio de William Jennings Bryaii.
Como la p lata h ab ía llegado a resu ltar b arata y ab u n d an te, su
libre acuñación —p a ra u s a r el lem a entonces em p lead o — en riq u e­
cería, según se opinaba, la oferta de dinero. Con m ás dinero en
circulación, au m en tarían los precios en general, y los de la pro­
ducción ag raria en p articu lar. A la vez, las d eu d as y los tipos de
interés seguirían in alterables, y en com paración con los precios de
los productos agrícolas, el coste de los dem ás artículos au m en ta­
ría en m enor grado. De m odo que a las pretensiones de los m ine­
ras de la p la ta se su m aro n las reclam aciones, m ucho m ás p o ten ­
tes, de los agricultores.
De unos y otros fue portavoz —¡la lengua de plata, n a tu ra l­
m en te!— W illiam Jen n in g s B ryan. Tres siglos después de que ese
m etal provocara la revolución de los precios del capitalism o m er­
cantil, se esp erab a que volviera a o b rar la m ism a m aravilla. No se
sabe con certeza si B ryan y los dem ás p artid ario s de la libre acu­
ñación de la patata, y del «Rescate nacional», que h ab ía llegado a
denom inarse «la cruz del oro», tuvieron plena conciencia de la po­
sición central que h ab ían asum ido dentro de la gran corriente de
la historia m onetaria.
Se llegaron a efectuar adquisiciones de plata como concesión a
los agricultores y a los m ineros de la p lata, pero B ryan y su p a rti­
do fueron derro tad o s tres veces en las elecciones nacionales. Una
vez m ás, h ab ía triu n fad o la com binación de los intereses creados
de la econom ía con lo que se co n sid erab a u n a sólida política eco­
nóm ica. Y todav ía sigue victoriosa en los textos de h isto ria relati­
vos a aquella época, en los cuales W illiam Jennings B ryan sobre­
vive, lo m ism o que Jackson, como figura irresponsable e in acep ta­
ble desde el p u n to de v ista de la econom ía, com o u n portavoz
errante de m asas ignorantes. Y sin em bargo, p o d ría alegarse que
ningún político llegó ja m á s a rep resen tar m ejor los intereses eco­
nóm icos de sus electores.

Como h a b rá podido observarse, las g u erras m onetarias del siglo


pasado en E stad o s Unidos se lib raro n sin g ran participación de
los econom istas y sin m ayores disquisiciones académ icas. Es m ás:
las grandes b atallas que acab an de describirse ni siq u iera hoy se
m encionan en las h isto rias del pensam iento económico.
1 1 1 I <»K' I A I >1 I A I ( ■) \ ( ) \ 1 l A 1()7

fúnpcro, hac ia liiics de siglo, a m edida que los econom istas


pi'oiesionales fueron abriéndose p aso en las u n iv ersid ad es n o rte a ­
m ericanas, pudieron llegar a hacerse oír acerca de los te m as aquí
exam inados. Al d ar su opinión, no se p u siero n de p a rte de B ryan.
Para ellos, la estricta aplicación del p atró n oro era la expresión
m ism a de la buena ad m in istració n económ ica. No se concebía en
aquel entonces que quien h ab lase en favor de los billetes de banco
\ de la libre acuñación de la p la ta p u d iera e sta r cualificado p ara
im partir enseñanza a la ju v en tu d . E n aquellos años. C harles Eliot,
presidente de la U niversidad de H arv ard , aceptó en donación u n a
sum a de dinero de p arte de D avid A. W ells, au to r de o b ras im p o r­
tantes sobre tem as económ icos relativos al régim en fiscal y cu es­
tiones sim ilares en la seg u n d a m itad del siglo XIX, p a ra recom -
pensar periódicam ente al au to r de u n ensayo sobre econom ía polí­
tica y co stea r la publicación del m ism o. El Prem io W ells sigue
constituyendo h a sta la fecha u n señalado honor, au n q u e la ca n ti­
dad en efectivo sea hoy insignificante, p a ra los au to res de tesis
doctorales sobre econom ía en H arvard. P ues bien, cu an d o se in s­
tauró, se form ularon instrucciones precisas p ara que no fuese otor­
gado a ninguna obra favorable a la depreciación de la m oneda. Y
en aquella época nadie opuso objeciones a lo que se co n sid erab a
un req u isito razonable.
Pero en aquellas m ism as décadas se p ro d u jo u n a a p e rtu ra que
con el tiem po llegaría a rep resen tar u n a b rech a co n sid erab le en la
ortodoxia clásica, a saber, la tesis de que el dinero, o q u izá c u a l­
quier o tra m ercancía, es u n elem ento pasivo y no m an ip u lab le en
su papel de facilitar el intercam bio. Un p aso decisivo al respecto
fue el nom bram iento en 1898 de Irving F ish er (1864-1947), q uien
tenía entonces trein ta y u n años de edad, com o p ro feso r de econo­
m ía política en Yale. A dem ás de econom ista, F ish er fue m a te m á ti­
co, inventor del núm ero índice y de u n sistem a de ficheros que
vendió por u n a buena su m a a R em ington R and; uno de los p rim e­
ros económ etras, o sea, u n p recu rso r de la m edición de los fenó­
m enos económ icos; fue d efensor de la eugenesia; ard ien te p a rtid a ­
rio de la Prohibición, en la que veía u n a poderosa h erram ien ta p ara
el increm ento de la p ro d u ctiv id ad del trab ajo ; y p o r últim o, sin
ser lo m enos im portante, u n especulador d esastro so p a ra sí m ism o
en la actividad b u rsátil. (E n el otoño de 1929 llegó a la conclusión
de que la bolsa había alcanzado u n nuevo lím ite su p erio r de coti­
zaciones, y actuando sobre la b ase de tal presunción perdió, según
168 l O l l N K l . N N l . 1 II ( j A I I t K A I I II

se dice, entre 8 y 10 m illones de dólares n e t o s . A h o r a bien, es


indiscutible que, ju n to con T horstein Veblen, quien le precedió
pocos años como estudiante en Yale, Irving Fisher fue uno de los
dos econom istas m ás in teresan tes y originales de E stados Unidos.
En 1911, en su o b ra The Purchasing Power o f Money,^^ Fisher
dio a conocer su inm ortal contribución al pensam iento económico,
o sea, su ecuación de cam bio. Según él, los precios varían según
el volum en de dinero en circulación, habida cuenta de su veloci­
dad o ritm o de circulación y del núm ero de transacciones en que
se utiliza. En la siguiente ecuación, que no puede asu star a nadie,
p ^ MV + M 'V
T

P representa los precios; M, la cantidad de dinero en circulación;


V, su velocidad o ritm o de circulación; M', los depósitos banca-
rios en cuenta corriente (utilizables como dinero por los bancos);
V, la velocidad de circulación de tales depósitos, y T, el número de
transacciones, o sea, aproxim adam ente, el nivel de la actividad eco­
nómica. En ella está im plícito el concepto de que la ta sa de gasto
del dinero es m ás o m enos constante, y que el volum en de tra n ­
sacciones es relativam ente estable a corto plazo. De modo que un
aum ento o una dism inución de M o de M', m agnitudes p resu n ta­
m ente expuestas a la acción y a la fiscalización del Estado, afec­
tan directam ente el nivel de los precios.
N inguna otra fórm ula m atem ática en economía, y quizá ningu­
na otra en la historia, con excepción de la de Albert Einstein, ha
llegado a adquirir m ayor fam a, y continúa disfrutándola sin m en­
gua h asta la fecha. Con ella, el mism o Fisher originó la noción
seriam ente sediciosa de que m odificando la oferta de dinero en la
ecuación de cam bio sin alterar los dem ás térm inos, en especial la
velocidad y el volum en de las transacciones, es posible su b ir o
bajar el nivel de los precios. Los m ovim ientos ascendentes podían
detenerse reduciendo la oferta de dinero, y, lo que era m ás u rgen­
te en aquellos días, los precios podían elevarse m edíante el incre­
m ento de dicha oferta. Con la ecuación de cam bio nació el a p a ra ­
to teórico del m onetarism o, que sería objeto del m ás intenso deba­
te económico d u ran te los decenios de 1970 y 1980.
12. I rv in g N o rto n F is h e r, M y F a th e r I r v in g F is h e r (N u ev a Y ork, C o m et P re ss , 1956),
p ág . 264.
13. N u e v a Y ork, M a c m illa n .
I I I M O K I A Dl i LA L X O N O M I A 169

Éste fue un paso de fundam ental im portancia y de im presio­


nante alcance en la historia de la econom ía. A nteriorm ente, la co­
m unidad sabía por instinto que los experim entos m onetarios colo­
niales, la em isión del papel m oneda bancario en tiem pos de Jack-
son, los greenbacks y la libre acuñación de la plata habían ejercido
un efecto sobre los precios. Y ahora venía Fisher a oto rg ar resp e­
tabilidad a ese instinto, au n q u e sin adjudicarle todavía un carác­
ter com pletam ente oficial; a la vez, sen tab a con ello la noción de
que el E stado, o alguna au toridad por él delegada, tenía el deber
de asum ir, de form a deliberada y directa, la adm inistración de la
oferta m onetaria, regulando el nivel de los precios. P osteriorm en­
te, d u ran te los prim eros años de la G ran D epresión, F ish er y su s
discípulos p asarían a ocupar el centro de la atención en m ateria
de política económica: ellos preconizaron, y en cierta m edida lle­
garon a establecer, un plan destinado a co n tra rrestar la d esastro ­
sa deflación de los precios que por entonces se experim entaba.
Con Fisher, la larga h isto ria del dinero entró en la era m oder­
na. La ecuación de cam bio constituye el m arco en el que se en­
cuadra la influyente prédica del profesor M ilton Friedm an, a quien
nos referirem os posteriorm ente. R egulando con firm eza la oferta
de dinero, y perm itiéndole que aum ente sólo en la m edida en que
se increm enta el volum en de las transacciones, los precios alcan­
zarán la estabilidad, aunque ello dem ore algunos m eses. E n los
años siguientes se plantearía el problem a de determ inar qué es real­
mente el dinero en el m undo de la b an ca m oderna, pues los aho­
rros de libre disposición, el respaldo de las tarjetas de crédito, las
líneas de crédito por utilizar, serían otros tan to s factores que h a ­
brían de desem peñar la función de la m oneda, p aralelam ente con
el dinero en efectivo disponible y con los depósitos en cu en ta co­
rriente. A dem ás, se suscitaría asim ism o o tra cuestión m ás seria,
respecto de cómo, en térm inos prácticos, podría regularse el papel
desem peñado por el dinero. Y por últim o, se despertaría u n a preo­
cupación en cuanto a la posibilidad de que el intento de reducir o
regular la oferta m onetaria llegara a producir, al contrario, un efec­
to poderosam ente negativo sobre T, con secuelas particu larm en te
dolorosas p ara la producción in d u strial y el empleo. Pero todos
estos refinam ientos tendrían lugar m ás tarde; con Irving F isher y
con su ecuación de cam bio se proyectó de cuerpo entero en el p re­
sente la tradicional preocupación por el dinero, particularm ente sen­
sible en E stados Unidos.
XIII. FOCOS DE INTERÉS EN ESTADOS UNIDOS

EL COMERCIO Y LOS MONOPOLIOS;


LOS ENRIQUECIDOS Y LOS RICOS

D urante el siglo pasado, Estados Unidos, como se h a dicho fre­


cuentem ente, eran un m undo de tierras cada vez m ás productivas,
de vida cada día m ás p róspera y de creciente bienestar. La civili­
zación y el incremento demográfico iban im pulsando las áreas cul­
tivadas no hacia los peores suelos, sino hacia los m ejores. Los va­
lles boscosos de Nueva Inglaterra eran m ás fértiles que las colinas
en las cuales se habían instalado al principio los colonos, y ta m ­
bién eran m ás feraces las extensiones cubiertas con espesa tierra
negra en Ohio, en In d ian a y m ás allá. Ello d eterm inaba u n a eco­
nomía, no de em pobrecim iento progresivo, sino al revés, de m an i­
fiesta m ejoría, y a este m undo m ás optim ista no se le aplicaba la
dinám ica económ ica del Viejo M undo.
H abría cabido, por tanto, suponer que en u n m arco de referen­
cia ta n distinto se podría h ab er originado u n a nueva ciencia eco­
nómica, m ás orientada hacia la esperanza, y sin em bargo, según
hemos visto, la m ayor aproxim ación a la verdad es que d u ran te
casi todo este período no se publicaron en E stad o s Unidos estu ­
dios serios sobre tem as económicos. Algunos investigadores ap ro ­
piadam ente inspirados h an puesto em peño en tra ta r de d escu b rir
un sistem a peculiar y exclusivamente norteam ericano, pero con es­
casos resultados coherentes. Una vez m ás se com prueba que el es­
tudio de la econom ía es fom entado por la presencia visible del in ­
fortunio y la desesperación, m ientras que el éxito, la propia esti­
ma y la satisfacción no llegan a in sp irar de form a com parable.
Pero se han dado tam bién otros m otivos que explican la a u ­
sencia de lo que podría considerarse como un pensam iento econó­
mico verdaderam ente norteamericano. Estados Unidos era, en aque­
llos tiem pos, un país de granjas fam iliares explotadas por sus pro-
172 l OI I N KI: NN1 I I I ( . AI IIHAI I II

pietarios. Las superficies de las parcelas respectivas eran p ara ese


efecto m uy adecuadas; los 160 acres [aprox. 65 ha.] que habían
sido acordados a cada jefe de familia por las Homestead Acts [leyes
de asentam iento ru ral fam iliar] de 1862, conforme a la evaluación
general de la superficie que se consideraba ap ta p ara el m anteni­
miento de u na fam ilia, constituían un vasto lote según la noción
europea, y en realidad, según cualquier noción que se aplicara. Y
ningún designio económico ha sido jam ás recibido con u n a apro­
bación tan cercana a la universalidad, a la vez por los particip an ­
tes y por los observadores exteriores, como la venerada granja fa­
miliar. E sta aprobación social redujo aún m ás la necesidad de pro­
ceder a estudios y debates en m ateria económica.
Y lo m ism o sucedió, h asta la guerra civil, con el sistem a de
plantaciones y de esclavism o en los estados del Sur. Las rem une­
raciones y los g asto s en concepto de salario s esta b a n fu era de
cuestión, como en tiem pos de Aristóteles, a consecuencia de la es­
clavitud, y lo m ism o que en la antigua Grecia, el tem a del escla­
vismo dirigió el foco de atención m ás hacia las cuestiones éticas y
m orales que hacia las económ icas.

Pero si bien en E stad o s Unidos no se prestó m ayor atención a los


tem as centrales de la econom ía clásica ni a los ataques que le di­
rigieron los m arxistas y otros sectores, no dejó por ello de librarse
una apasionada discusión sobre toda una gam a de asu n to s econó­
micos em inentem ente prácticos. E ntre ellos se contaron los a ra n ­
celes, los monopolios, el com portam iento social y la defensa de
los m uy ricos, y, en térm inos m ás urgentes, como se ha referido
en el capítulo anterior, las diversas cuestiones relativas al dinero.
H acia fines de siglo las universidades crearon cátedras de eco­
nom ía política, que pronto p asarían a denom inarse de «economía»
a secas, pero sus titu lares se lim itaron, en form a generalizada, a,
exponer por su cuenta la ortodoxia británica corriente. H abía li­
bros de texto norteam ericanos, pero los m ism os se b asab an desde
luego en sus respectivos modelos ingleses, y no eran enteram ente
aceptados. La Am erican Economic Association, fundada en 1885,
constituyó inicialm ente u n a m anifestación de p ro testa contra el
apoyo, de índole sum am ente conservadora, otorgado al capitalis­
mo industrial por la teoría clásica adm itida y por su paralela a d ­
hesión al laissez faire. Y sin em bargo, durante todo el siglo, como
III M O K I A 1)1 I.A 1( O N O M I A 17.Í

lo lia observado el proicsor Robert Dorfman, cada norteam ericano


i lie su propio econom ista. La econom ía se mezcló de m an era in-
tliscrim inada con la política, con la filosofía y h a sta con la teolo­
gía: «No hincarás la corona de espinas en la frente del trab ajad o r.
No crucificarás a la hum anidad en u n a cruz de oro.»^ Sólo al fina­
lizar el siglo surgieron dos figuras característicam ente n orteam e­
ricanas en el escenario de la econom ía: H enry George y T horstein
Veblen. De estos dos autores nos ocuparem os luego; antes debe­
mos referirnos a las preocupaciones que les precedieron.

A continuación de los bancos y del dinero, y de su adecuado ca­


rácter y apropiada regulación, el tem a que motivó los debates m ás
acalorados en m ateria económica d u ran te todo el siglo XIX fue el
de los aranceles. Éste comenzó a discutirse a p a rtir del Report on
Manufactures de Alexander H am ilton, «quizá la m ás idónea p re­
sentación que se haya escrito en defensa del proteccionism o».^ Si
bien Hamilton tenía en muchos aspectos u n a deuda p ara con Adam
Smith, se apartó de él radicalm ente en cuanto a las v irtudes del
libre cam bio, terreno en el cual se ju g ab an los intereses de u n a
joven nación en com petencia con la in d u stria de un país m ás an ti­
guo, como G ran Bretaña. En la generación siguiente, este alegato
fue reforzado por H enry Clay con la apología del «Sistem a Am eri­
cano», eufem ism o utilizado p ara designar el desarrollo in d u strial
bajo protección arancelaria. Lo m ism o hizo H enry Carey, quien,
como ya se ha mencionado, instó a la prom oción de la in d u stria en
equilibrio con la agricultura, y a la protección de las « industrias
nacientes» de Estados Unidos, utilizando así una denom inación que
resultaría muy perdurable.
E stas actitudes prevalecieron en los estados del Norte, pero el
Sur, en cam bio, era contrario a las políticas proteccionistas, en el
deseo de poder exportar librem ente sus productos a E uropa e im ­
p o rtar a su vez artículos b arato s. Posiblem ente haya influido ta m ­
bién en esta actitud una prem onición instintiva entre los p la n ta ­
dores de que si se in stalab an fábricas en los estados esclavistas.

1. W illia m J e n n in g s B ry a n , d is c u rs o a n te la C o n v e n c ió n N a c io n a l D e m ó c ra ta e n C h i­
cago, 8 d e ju lio d e 1896, e n S p e e c h e s o f W illia m J e n n in g s B ry a n (N u e v a Y ork, F u n k &
W a g n a lls, 1909), vol. I, p á g . 249.
2. E rn e s t L u d lo w B o g a rt, E c o n o m ic H is to r y o f th e A m e r ic a n P eo p le (N u e v a Y ork,
L o n g m a n , C re e n , 1930), p á g . 388.
174 JOHN Kl.NNlVm (iAl.H KAm i

la esclavitud no sobreviviría m ucho tiempo, ya que se tratab a de


una institución agrícola.
El otro problem a de la protección arancelaria —que exige una
ard u a reflexión todavía en la actu alid ad — lo constituía la tenden­
cia de los aranceles, que entonces eran todavía la principal fuente
de ingresos p ara el erario público, a producir u n molesto su p erá­
vit en el Tesoro federal. En todo el cuarto de siglo siguiente a la
guerra de 1812 dicho excedente fue endémico; d u ran te dieciocho
de los veintiún años transcurridos entre 1815 y 1836, el presupues­
to presentó superávit, y hacia el últim o año la deuda federal se
había saldado por com pleto. El excedente de los aranceles llegó a
considerarse como u n urgente problem a, y el dilem a era o bien
devolver esos recursos a los estados, o gastarlos en obras o acti­
vidades de fom ento dentro de la nación, m edida que m uchos ju z­
gaban desacertada o anticonstitucional.^ Este problem a encontró
alivio a corto plazo, aunque no sin dolor, gracias a la depresión o
recesión (como ahora se la llam aría) de 1837, la cual, lo m ism o
que otra recesión sobrevenida veinte años después, redujo m uy no­
tablem ente los ingresos aduaneros. Em pero, el problem a del exce­
dente del Tesoro constituyó un im portante argum ento p ara quie­
nes se oponían en aquellos años a los aranceles en cuestión, como
sucedería o tra vez, en m enor grado, cuando en el decenio de 1880
volvió a producirse un superávit im previsto.
No obstante, a m ediados de siglo la G uerra de Secesión puso
fin a las dos principales tendencias opuestas al proteccionism o.
Los senadores y representantes del Sur ya no se encontraban en­
tonces en W ashington y no podían seguir oponiendo resistencia, y
en vez de existir un superávit la em ergencia bélica motivó urgen­
tes necesidades de fondos. De ese modo, durante los setenta años
siguientes las fuerzas favorables a las tarifas protectoras cam paron
por sus respetos. El increm ento de las m anufacturas y de la pro­
ducción nacional de m inerales y otras m aterias prim as contribuyó
a aum entar su poder, y la culm inación de sus esfuerzos se p ro d u ­
jo con la adopción de la ley Smooth-Hawley sobre aranceles de
1930, la cual estableció aranceles com prendidos entre el 40 y el 50
por ciento del valor de la im portación.
' Esta política encontró apoyo en elocuentes racionalizaciones eco-

3. V éase C a th e rin e R uggles G e rris h , « P u b lic F in a n c e a n d F isc a l Policy, 1789-1865)), en


The G r o w th o f th e A m e r ic a n E c o n o m y , 2.^ ed ició n , b a jo la d ire c c ió n de H a ro ld F. W il-
lia m s o n (N u e v a Y ork, P re n tic e -H a ll, 1951), p á g s . 296-310.
I I I M O K I A 1)1 I.A l ' C O N O M I A 175

nómicas. El argum ento de las in d u strias nacientes, o incipientes,


fue cayendo en desuso de m anera muy gradual, lo m ism o que la
propuesta de Henry Carey de econom izar gastos de tran sp o rte m e­
diante fabricaciones locales. Se argum entó, en cam bio, que debía
protegerse el nivel de vida norteam ericano, y tam bién, con sentido
de urgencia, que las im portaciones b aratas ponían en peligro los
salarios de los trabajadores estadounidenses, si bien a este re s­
pecto era sugestivo el silencio de los portavoces de tal p reo cu p a­
ción cuando se fijaban o negociaban los salarios laborales. A hora
se hablaba de aranceles «científicos)), que exigían u n a cu id ad o sa
equivalencia de los costes de producción nacionales y extranjeros.
En realidad, como llegó a reconocerse intuitivam ente, el proteccio­
nismo era una m anifestación de influencia por p arte de los in d u s­
triales, im pulsados por u n a codicia b astan te descarada.
Cuando a fines de siglo llegó por últim o la h o ra de exam inar
formalmente las cuestiones económicas, no fue extraño que los eco­
nom istas norteam ericanos se ocuparan del proteccionism o m ás que
de cualquier otro tem a, h a sta el punto de que éste llegó a consti­
tuirse en una grave preocupación. Pero m ientras que los intereses
económicos predom inantes auspiciaban tarifas aduaneras elevadas,
los econom istas, excepcionalmente, se declararon en contra. La or­
todoxia clásica británica, y su defensa de la política com ercial li­
beral, atravesaron el Atlántico con todo su prístino vigor, h a s ta el
punto de que en el principal libro de texto norteam ericano de la
época se sostenía que, con el libre cam bio, «se im p o rtan m ercan ­
cías que anteriorm ente eran fabricadas por in d u strias protegidas...
El resultado final, dice el p artidario del libre cam bio, es que un
m ayor núm ero de trabajadores irán a em plearse en las in d u strias
m ás ventajosas, y se exportarán m ás m ercancías a cam bio de m a­
yores im portaciones; y los salarios se elevarán... gracias a la apli­
cación m ás productiva de la m ano de obra. En todo este razo n a­
miento, el partidario del libre cam bio está acertado».^
A m edida que fue p asando el tiem po, la ortodoxia económ ica
llegó tam bién a prevalecer en la form ulación de las políticas ofi­
ciales. En 1930, a iniciativa de Clair Wilcox, profesor de econom ía

4. F ra n k W . T au sin g , P rincipies o f E co n o m ic s (N u e v a Y ork, M a cm illan , 1911), vol. I,


p ág . 515. E l p ro fe s o r T a u ss in g , d e la U n iv e rs id a d d e H a r v a r d , fu e d e le jo s el m á s in f lu ­
y e n te m a e s tro d e e c o n o m ía p o lític a d u r a n te lo s p rim e ro s a ñ o s d e l sig lo a c tu a l, y d e s d e
1917 h a s t a 1919 p re sid ió la e n to n c e s fla m a n te C o m isió n d e A ra n c e le s d e E s ta d o s U n id o s,
la c u a l, sin e m b a rg o , n o tu v o efecto p e r d u r a b le s o b r e la p o lític a d e c o m e rc io e x te rio r.
176 l Ol l N Kl . NNt l l l ( l A l H K A i r i l

del Sw arthm ore College, que gozaba de la mejor reputación, y que


fue ardiente defensor de u n a reglam entación liberal del intercam ­
bio y luego uno de los principales arquitectos del Acuerdo General
sobre Tarifas A duaneras y Comercio (GATT), 1.028 econom istas
dirigieron conjuntam ente, sin éxito, una petición al presidente Hoo-
ver p a ra que v etara el proyecto de ley aran celaria de Sm ooth-
Hawley. En años posteriores el gabinete de Roosevelt, anim ado en
esta cuestión por el secretario de Estado Cordell Hull, puso freno
a la tendencia en pro de aranceles m ás elevados, m ediante el pro­
gram a de acuerdos com erciales recíprocos. A p artir de entonces,
E stados Unidos se com prom etió a ceder ventajas en la m ism a m e­
dida en que otros lo hicieran. Así se puso en m archa un proceso,
que d u raría m ás de trein ta y cinco años, favorable a la aplica­
ción de m enores aranceles con el apoyo casi unánim e de los eco­
nom istas norteam ericanos.
Este proceso puso de relieve asim ism o la aparición de u n a so­
lidaridad renovada del pensam iento económico estadounidense con
los intereses económicos dom inantes. D urante aquellos años —a
saber, en el período com prendido por los decenios de 1930 a 1960—
la industria y la agricultura norteam ericanas, con algunas excep­
ciones, com petían eficazmente en los m ercados m undiales. Las em ­
presas transnacionales o m ultinacionales de E stados Unidos, ocu­
padas del traslad o de m aterias prim as, com ponentes y productos
term inados entre diferentes fábricas y m ercados en distintos paí­
ses, en busca de los costes m ás bajos de producción, habían llega­
do a dom inar el escenario, y consideraban que los aranceles eran
en su m ayor p arte un obstáculo molesto.
Y sin em bargo, ya se sabía que en m ateria económica n in ­
guna realidad es eterna. D urante las décadas de 1970 y 1980, la
creciente com petencia de las in d u strias japonesa, coreana y for-
m oseña han debilitado considerablem ente la adhesión estadouni­
dense al libre cam bio o al com ercio libre. Se h an renovado las
peticiones en favor de la protección —ahora, de las in d u strias en­
vejecidas y m altrechas de E stados U nidos— contra las jóvenes in­
d u strias de u ltram ar. Y con ello ha tenido lugar u n a previsible
adaptación parcial del pensam iento económico. E specialistas p res­
tigiosos de esta disciplina sostienen ahora la necesidad de u n a po­
lítica industrial, eufem ism o, como ya se ha visto, utilizado p ara
designar un proteccionism o, ya sea m ediante aranceles o cuotas
de im portación, o concediendo alguna form a de subsidio a la in ­
HISIOKIA 1) 1. I A i:( ( ) N U M I A 177

dustria nacional. A este asunto nos referirem os en un capítulo pos­


terior.

Si bien a fines del siglo p asad o la ortodoxia clásica logró atrav e­


sar el A tlántico, la resp u esta m arxista a la m ism a no tuvo ocasión
de hacerlo. Ello no obstante, en Estados Unidos se produjeron otras
tres categorías de resp u estas específicas, a saber, u n a acción re­
suelta contra el monopolio, la ya exam inada adaptación al uso nor­
team ericano del darw inism o social, y u n ataq u e muy directo de
Henry George y de T horstein Veblen contra aquellos a quienes el
sistem a había enriquecido en sum o grado.
La m ás fuerté de estas reacciones fue dirigida co n tra el m ono­
polio, o, en la term inología am ericana, contra los trusts. E n los
años siguientes a la guerra de Secesión, h ab ía habido un esp ecta­
cular despliegue de m aniobras d estin ad as a controlar la com pe­
tencia, algo que en principio tuvo un apoyo en tu siasta, pero que
luego a m enudo fue deplorado en la práctica. E ntre los m onopo­
lios se contaban coaliciones m ás o m enos espontáneas; conjuntos
de em presas en los cuales distintos fabricantes confiaban a u n a
dirección com ún el rum bo de los negocios, p ara luego com partir
los beneficios; trusts a los cuales los accionistas o los propietarios
de com pañías h asta entonces en com petencia recíproca cedían sus
acciones y el control de sus actividades; y com pañías participati-
vas (holdings), de creación m ás reciente, en las que grupos de em ­
presas h asta entonces en m u tu a com petencia se su b o rd in ab an a
la autoridad com ún de una com pañía superior, poseedora de la
m ayoría de las acciones o de u n a proporción suficiente p a ra ejer­
cer el control del conjunto.
E stas cortapisas a la com petencia no podían conciliarse de nin­
gún modo en térm inos plausibles con la teoría clásica, según la
cual, como ya se ha visto, el monopolio constituye u n a grave ano­
m alía, si bien con el atenuante de ser considerado excepcional. En
una situación de monopolio los consum idores no ten ían que p ag ar
el precio óptim o al cual se cubrían m eram ente los costes m arg in a­
les, sino que debían abonar un precio m ás elevado por la p ro d u c­
ción, m enor que la óptim a, que m axim izaba los beneficios del m o­
nopolio. Tan grande era en los decenios de 1870 y 1880 la aten ­
ción dedicada al «movimiento de las com binaciones», como llegó a
llam arse, que el monopolio, y no la com petencia, parecía ser la
178 JOHN k i :n n i :n i cíai iikai i ii

norm a. El caso m ás espectacular fue el de la S tandard Oil. Esta


em presa no sólo procedió en 1879 a la unificación generalizada de
sus anteriores com petidoras, luego de haberlas adquirido, sino que
no vaciló en rebajar los precios del petróleo y en aceptar pérdidas
en algunas zonas del país p ara elim inar a las firm as independien­
tes. Hecho esto, aum entaba los precios p ara resarcirse del lucro
cesante. Y a la vez negociaba p ara obtener tarifas de fletes excep­
cionalmente favorables, obteniendo rebajas no sólo en función de su
propio volum en de cargas, sino tam bién del de sus com petidores.
E stas agresiones contra los intereses del público y de los even­
tuales com petidores m otivaron la adopción en 1887 de la Ley de
Comercio Interestatal, destin ad a a prohibir las m ás dolorosas m a­
nifestaciones de «combinación» y la consiguiente m anipulación de
los precios por parte de los ferrocarriles, y tres años m ás tarde,
de la inm ortal Sherman Act, que llevó al plano legislativo el rep u ­
dio de la opinión pública contra el monopolio, estipulando que «en
virtud de la presente hoy se declara ilegal todo contrato, com bina­
ción bajo la form a de monopolio o de otro modo, o cualquier cons­
piración, tendente a restringir el intercam bio o el comercio entre
diversos Estados, o con naciones extranjeras». Posteriorm ente se
adoptaron norm ativas m ás específicas para los ferrocarriles, y, bajo
W oodrow Wilson, un reforzam iento adicional y m ás m inucioso de
la legislación antim onopolista, m ediante las leyes Clayton Antitrust
Act y Federal Trade Commission Act.
La Sherman Act, y las leyes que la com plem entaron, captaron
el interés y excitaron la im aginación de los econom istas norteam e­
ricanos con u na intensidad sin precedentes, fenómeno que habría
de prolongarse d u ran te todo un siglo. La razón de ello es in d u d a­
ble: gracias a esta legislación, el apoyo al sistem a clásico se había
com binado con u n a adhesión aparentem ente fervorosa al interés
público. Y se plan teab a consiguientem ente una reform a cuya p er­
tinencia no podía negar ningún amigo del sistem a clásico, y contra
cuya necesidad no podían pro testar fácilm ente los conservadores.
La legislación antim onopolista tam bién logró el apoyo de los
consum idores, y m ás aún de los pequeños com erciantes y agricul­
tores, es decir, de aquellos que utilizaban los ferrocarriles y p ad e­
cían las agresiones de los grandes monopolios.^ El prom otor de la

5. V éase Jo e S. B ain, « In d u s tria l C o n c e n tra tio n a n d A n ti-tru s t Policy», en The G ro w th


o f th e A m e r ic a n E c o n o m y , op. cit., p á g s . 616-630.
H I S T O R I A O E I.A E C O N O M I A 1 79

ley contra los monopolios fue considerado un protector, no sólo


del interés público, sino tam bién de im portantes intereses com er­
ciales. Pero, por encim a de todo, podía tenerse por u n defensor de
la ortodoxia clásica. En efecto, esta legislación se d estin ab a a co­
rregir el único fallo reconocido en un sistem a por otros conceptos
irreprochable. Los am igos y p artidarios de las em presas m onopo­
listas h ab rían preferido el silencio, pero d ad as sus creencias, no
podían quejarse. Rara vez el activism o económ ico h a contado con
una base ta n segura y respetable.
En los años siguientes a la adopción de la Sherman Act, los
principales casos judiciales que confirm aron, regularon o lim ita­
ron su aplicación —o sea, el de Trenton Potteries (1927), la frag­
mentación del monopolio de la Standard Oil y de C onsolidated To­
bacco (1911), las querellas fracasad as contra United Shoe M achi-
iiery Company (1918) y contra U.S. Steel (1920)— se convirtieron
en parte integrante de la enseñanza económ ica en E stados Uni­
dos. Las leyes an titru st tam bién se constituyeron en u n a im por­
tante fuente de ingresos p ara los abogados, a la vez que p ro p o r­
cionaron m odestos beneficios a los econom istas cada vez que se
solicitó su presunto asesoram iento de experto acerca de la existen­
cia o inexistencia de prácticas m onopolistas.^ La aplicación de las
leyes an titru st adquirió en esta época el estatuto de u n a terap éu ti­
ca general en el pensam iento económico norteam ericano. C ualquier
ejercicio aparentem ente nocivo de poder económico —aplicación de
precios dem asiado elevados, pago de precios dem asiado bajos, li­
m itación de la producción y del em pleo— d ab a lugar a u n recurso
a las leyes an titru st. H abiendo recom endado esta opción, los eco­
nom istas se sentían dispensados de to d a resp o n sab ilid ad ulterior.
La fe de la eficacia de las leyes an titru st consiguió sobrevivir
a pesar del hecho, cada vez m ás visible, de que no parecían ejer­
cer m ayor efecto sobre la concentración de las actividades econó­
micas. Pero aparte de algún pálido reflejo en G ran B retaña y en
Canadá, y de algunas leyes que se ad optaron en A lem ania y en
el Japón, inspiradas por econom istas y abogados norteam ericanos
enemigos de los trusts después de la segunda gu erra m undial,^ la
6. E n la u n iv e r s id a d d e P rin c e to n , a p rin c ip io s d e l p r e s e n te sig lo , F r a n k A. F e tte r,
un o d e lo s m á s d is tin g u id o s e c o n o m is ta s d e s u ép o ca, s e n tó la re g la s e g ú n la c u a l n in g ú n
e c o n o m is ta q u e h u b ie r a p r e s ta d o te s tim o n io a fa v o r d e u n a firm a p r iv a d a e n u n p ro c e s o
a n titr u s t d e b e r ía s e r p ro m o v id o n i c o n firm a d o en su c á te d r a .
7. A lg u n o s d e ello s a tr ib u y e ro n la p r o p e n s ió n y h a s t a el e s tím u lo al c o m p o r ta m ie n to
a g re siv o y a la g u e r ra p o r p a r te de los a le m a n e s y ja p o n e s e s a la in flu e n c ia d e lo s tr u s ts
en A le m a n ia y d e lo s zciibatsu e n el J a p ó n .
180 J O H N K H N N H T H CMI HR AI I H

devoción estadounidense hacia la política antim onopolista no llegó


a ser em ulada, sino que conservó su carácter excepcional. Y sin
em bargo, pese a tal devoción, no hay motivo p ara creer que el de­
sarrollo económico en E stados Unidos haya sido diferente del que
tuvo lugar en otras p artes del m undo. Aquí, como en el extranje­
ro, la dinám ica superior de la concentración industrial h a seguido
intacta. Lo que puede hab er ocurrido, como resultado de dicha ten­
dencia, es que se h ay an establecido m enos com binaciones en sen­
tido horizontal, en un m ism o ram o de negocios, y que en cam bio
se haya recurrido m ás a entidades conglom eradas. Pero en térm i­
nos generales, el grado de concentración en E stados Unidos —con
dos tercios de la producción industrial m onopolizada por las mil y
ta n tas em presas m ás grandes del p a ís— ha sido el m ism o que en
los dem ás países industriales. Es cierto que todavía quedan algu­
nos econom istas norteam ericanos, m ás rom ánticos de la cuenta,
según quienes, m ediante una enérgica aplicación de las leyes an ti­
tru s t, ta l concentración p o d ría h ab er sido evitada, pero en este
criterio debe verse una expresión irrefutable de obstinada fe.
C onjuntam ente con las m anifestaciones ulteriores de la teoría
clásica, la noción del monopolio llegó a generalizarse a lo largo de
los años; tan to la hegem onía de un pequeño núm ero de firm as en
el m ercado, u oligopolio, como las características especiales de un
producto o servicio que se distinguían por su originalidad o que
triunfaban a fuerza de publicidad y técnicas de ventas, llegaron a
considerarse como form as del monopolio. Esta generalización, junto
con la concentración de las actividades productivas, hicieron del
monopolio no ya la excepción, sino quizá en cierto grado la regla.
En tales circunstancias, al atacarlo podía entenderse que se esta­
ba atacando al sistem a, y no m uchos alentaban la esperanza de
que tal ataque tuviera éxito, suponiendo —cosa b astan te im proba­
b le— que así lo d esearan . La legislación a n titru s t co n tin ú a en
vigor, y los estudiantes siguen leyendo textos en que se describen
los m ales del monopolio, pero el viejo entusiasm o ha ido ap ag án ­
dose. A esto volveremos a referirnos luego.

A m edida que las ideas clásicas llegaban a E stados Unidos, lo h a ­


cían acom pañadas por u n a gran teoría destinada a defenderlas.
Se tra ta del y a m encionado darw inism o social de H erbert Spen-
cer. E sta doctrina llegó, fue aceptada y preconizada como u n a es-
I I I S I O K I A DI' L A E C O N O M I A 181

pede de revelación bíblica, pues ésa era la form a que revestía su


prédica. Debemos ahora referirnos m ás exactam ente a la form a que
asum ió su peculiar m anifestación norteam ericana, y a los factores
que giraban en torno a su exégesis en este país.
Al poner de relieve que los ricos eran producto de la selección
natural dentro del proceso darw iniano, H erbert Spencer, com o se
recordará, había eximido al elem ento pudiente de todo sentim ien­
to de culpa, haciéndole com prender, por el contrario, que su s p ri­
vilegios eran la encarnación de su propia excelencia biológica. A
la vez, con esto se había elim inado todo sentim iento de obligación
o de preocupación con respecto a los pobres. Por cruel que fuera
su eutanasia, contribuía al objetivo superior del perfeccionam iento
general de la hum anidad. Entre los portavoces norteam ericanos in­
fluyentes de este m ensaje se contó H enry W ard Beecher (18f3-
1887), m iem bro de u na de las fam ilias m ás talen to sas de E stad o s
Unidos durante el siglo XIX y p asto r en Brooklyn de u n a de las
feligresías m ás adineradas de to d a la República. Beecher, con u n a
aleación de economía política, sociología y teología que podría con­
siderarse típica de este país, tendió un puente por encim a del ab is­
mo aparentem ente insalvable que separaba, de u n lado, a D arw in,
Spencer y la evolución, y del otro, a la ortodoxia bíblica en lo refe­
rente al origen del hom bre. Con ese propósito form uló u n a d istin ­
ción entre la teología y la religión, definiendo a la prim era como
evolucionaria por naturaleza, y a la segunda, como im m utable, por
tratarse de la palabra de Dios en el Génesis. A p esar de que en lo
sucesivo no hubo quien presum iera de entender sem ejante d istin ­
ción, lo cierto es que, gracias a ella, D arw in, y con él Spencer,
penetraron en las naves de los tem plos norteam ericanos. Eso sí,
en un aspecto vital, por lo m enos, Beecher se h ab ía despachado
con toda claridad: según él, Spencer se h ab ía lim itado ta n sólo a
expresar de una form a dada la voluntad divina. «Era intención del
Señor que los grandes fueran grandes, y los pequeños, pequeños.»
Ya se ha hecho alusión en este libro al m ás fam oso discípulo
norteam ericano de Spencer, W illiam G raham Sum ner, profesor de
ciencias políticas y sociales en Yale. Sum ner h ab ía estu d iad o en
Oxford, y como otros de su generación, tam bién en Alemania.® Aun-

8. E n d o n d e se in s c rib ie ro n c o m o a lu m n o s d e lo s g r a n d e s h is to r ia d o r e s e r u d ito s a le ­
m a n e s , a s a b e r, W ilh elm R o sc h e r (1 8 1 7 -1 8 9 4 ), B ru n o H ild e b r a n d (1 8 1 2 -1 8 7 8 ), e l y a m e n ­
c io n a d o G u s ta v S ch m o ller, K arl K n ies (1821-1896) y H e r m á n S c h u m a c h e r, p a d r e d e l a ú n
m á s d is tin g u id o E. F. S c h u m a c h e r, a u to r d e la f ra s e «lo p e q u e ñ o e s h e rm o so » .
182 loiiN k i :n n i m (. ai iikai i ii

que conocía perfectam ente el sistem a clásico británico en sentido


amplio, llegó a ad q u irir notoriedad por su adhesión al darw inis-
mo social. Al advertir las influencias políticas y el sentim iento de
com pasión que h ab rían de conducir en el futuro al estado de bie­
nestar, se opuso tenazm ente a tales tendencias. Según él, lo que
debía hacerse era fom entar y retribuir las tendencias, típicas de la
clase m edia, del ahorro, el trabajo diligente y la honesta vida de
familia. Quienes obran de esta m anera y recogen los frutos de sus
afanes no tienen ninguna obligación m oral de ayudar a las perso­
nas in ad ap tad as en el plano racial o m ental, a las cuales la socie­
dad tra ta de inhibir y excluir.
Sum ner no creía que cuanto el Estado hiciera en favor o p ara
la prom oción del bienestar social fuese objetable, sino que era en­
tu sia sta partidario de la instrucción pública y de las bibliotecas
como instrum entos de educación popular. Pero en cam bio se opo­
nía a que los recursos necesarios p ara esos fines se su strajeran de
las rentas de los ricos, y era reacio a cuanto sirviera p ara proteger
y elevar a los pobres. Por ello, Richard T. Ely, fundador de la Ame­
rican Econom ic A ssociation, se refirió a S um ner como ejem plo
de la clase de econom istas que no serían bien recibidos en la aso­
ciación.
En E uropa, la división entre el privilegio y la pobreza tenía
lugar por clases sociales, pero en Estados Unidos se p resentaba
entre individuos, es decir, por una parte los ricos y suficientes, y
por otra, los m arginados andrajosos. Ahora bien: una selección dar-
w iniana de individuos, u n a eutanasia d arw iniana de los m argina­
dos, parecían m ás concebibles que las de to d a u n a clase, razón
adicional p ara explicar la peculiar atracción que Spencer ejercía
sobre los norteam ericanos.
Pero con el tiem po el entusiasm o que su scitab an sus ideas fue
dism inuyendo, y ya avanzado el siglo XX, cualquier referencia al
darw inism o social llegó a im plicar, como ya he sugerido, un cierto
m al gusto. A pesar de lo cual subsiste aú n vigorosam ente el arg u ­
m ento de Sum ner contra el E stado del bienestar como ente in­
com patible con las virtudes fam iliares de ahorro, autosuficiencia
y voluntad de éxito, e inclusive como d estructor de las m ism as. Y
así es cómo la necesidad m ás general de encontrar fórm ulas p ara
que los pobres no pesen sobre la conciencia in d ividual y colec­
tiva sigue representando u n a constante en la historia social y eco­
nómica.
M ISIIIM IA III I A I ( (IN IIM IA

Spcnccr y sus pmli-liis m arcaron el punto culm inante en la defen­


sa de los sectores sociales m ás ricos de E stados Unidos d u ran te
los años siguientes a la G uerra de Secesión. A su vez, com o críti­
ca y ataque contra tales opiniones se llegaron a difundir libros con
ideas originales tan influyentes como Looking Backward, 2000-1887,
de E dw ard Bellamy, publicado en 1888, y Wealth Against Com-
nionwealth (título m aravilloso por cierto), de H enry D em arest
Idoyd, que apareció en 1894. En térm inos generales, el interés por
esas dos grandes obras no ha sobrevivido. En cam bio, p ersiste la
influencia de otros dos libros de aquella época. Uno de ellos, b i­
blia de un pequeño pero coherente grupo de verdaderos fieles, es
Progress and Poverty, de H enry George, publicado en 1879 y ya
mencionado en estas páginas, y el otro, que por m uy poco no llegó
a publicarse en el siglo XX, The Theory o f the Leisure Class, de
Thorstein Veblen, aparecido en 1899, y que h a s ta hoy co n tin ú a
siendo uno de los textos de ideas innovadoras en m ateria econó­
mica y social m ás leídos por el público norteam ericano.
Con respecto a H enry George, se tra ta del au to r no rteam erica­
no sobre tem as de econom ía m ás leído en su propia época e inclu­
sive h asta las décadas de 1920 y 1930, tan to en E stad o s Unidos
como en Europa. Es m ás: ha sido uno de los m ás leídos entre
todos los autores estadounidenses.
Si bien era oriundo de Filadelfia, sus años m ás productivos
transcurrieron en San Francisco, ciudad en la que desarrolló una
carrera periodística financieram ente accidentada y u n a carrera po­
lítica uniform em ente desafortunada. (M ás tarde, en Nueva York,
estuvo a punto de ser elegido alcalde.) T am bién constituyó u n a
prueba viviente, precoz pero du rad era, de que ningún periodista
puede jam ás ser tom ado muy en serio como econom ista. Su obra
Progress and Poverty, pese a su perd u rab le influencia social, sólo
se m enciona al p asar o no se cita en absoluto en las o b ras co­
rrientes sobre historia del pensam iento económico.
La idea principal de H enry George, a la cual nos hem os referi­
do anteriorm ente, gira en torno al enriquecim iento fortuito e in­
justo que proviene de la propiedad de la tierra, y de lo que esa
circunstancia im plica p ara la financiación del E stado m oderno. A
p artir de sus observaciones personales y de la lectura de Ricardo,
George había llegado a verificar que el increm ento dem ográfico im ­
p ulsaba a la roturación de tierras cada vez m ás d istantes, au n q u e
no necesariam ente m ás pobres, provocando u n a ristra de privacio­
184 lOlIN KI.NNI I II ( . A l I I K Al I II

nes. Pero desde su punto de m ira en San I''rancisco, en medio del


pujante increm ento dem ográfico y del auge económico que habían
sucedido a la fiebre del oro de 1849, pudo advertir con claridad
m ucho m ayor otro aspecto del desarrollo en térm inos ricardinos.
Se tra ta b a del increíble y desm esurado enriquecim iento de los te­
rratenientes a m edida que avanzaba la frontera, au m en tab a la po­
blación y tenía lugar, como se diría actualm ente, el desarrollo eco­
nómico. A George le pareció intolerable el contraste resultante entre
riqueza y m iseria, y con él, la negación de cuanto podía llam arse
progreso. «M ientras la totalidad de la riqueza que ap o rta el pro­
greso m oderno vaya a engrosar grandes fortunas, a au m en tar el
lujo y a agudizar el contraste entre la opulencia y la necesidad, el
progreso no será real y no p odrá resu ltar permanente.»^
A p artir de esta com probación propuso el rem edio que lo hizo
famoso: había que aplicar un im puesto a los beneficios obtenidos
sin ningún trab ajo de la propiedad del suelo, es decir, que no pro­
cedieran de los esfuerzos ni de la inteligencia del propietario, sino
que se originaran, pasivam ente, del increm ento general de la po­
blación y de la industria. A criterio de George, con los recursos
obtenidos en esta form a podrían costearse holgadam ente los gas­
tos del E stado y todos los dem ás im puestos resu ltaríán superfluos
e innecesarios. De aquí el nom bre de su gran reform a, el Im p u es­
to Unico, en torno al cual sus fervientes p artidarios desplegaron
su prédica y su agitación en el ám bito político.
Pero esta fórm ula involucraba unos cuantos problem as, lo cual
puede tal vez explicar en parte el desdén que le profesan los eco­
nom istas profesionales. El aum ento del valor de la tierra estaba
lejos de constituir la única form a fortuita de enriquecim iento. M u­
chas otras personas, adem ás de los terratenientes, y sin excluir a
los inversores pasivos en toda clase de em presas industriales, de
transportes, de com unicaciones y de la banca, se enriquecían ta m ­
bién sin ningún esfuerzo de su parte. ¿Por qué h ab ría de darse
toda la culpa a los propietarios de la tierra? E ra innegable, y así
sé alegó, que H enry George se había dejado arreb atar por el gran
aum ento del valor de la tierra en California.
Tam poco era cosa de confiscar el beneficio proveniente del au ­
mento del valor de la tierra. Si Estados Unidos, o mejor aú n las

9. H e n ry G eorge, P ro g re ss a n d P o v e rty (N u e v a Y ork, R o b e rt S c h a lk e n b a c h F o u n d a ­


tio n , 1955), p á g . 10. (H a y e d ic io n e s e n c a s te lla n o ; v é a s e B ib lio g ra fía .)
H Ism uiA DI I A I ( ONO M IA

1rc'Cf Colonias, se liuhifran valido desdo un principio de la inven-(v


liva de Henry George, quizá habría sido posible aplicar un
puesto creciente con respecto al aum ento de las ren tas y del ingttó^
so, m anteniendo así constante el valor de la tierra a m edida qigpí
se extendía la colonización y tenía lugar el desarrollo. Pero Ileg al^
más tarde y ponerse a reducir, y h a sta a confiscar, m ediante un
impuesto, los valores de la propiedad de quienes h ab ían co m p ra­
do las tierras, en vez de proceder así con quienes h ab ían invertido
en ferrocarriles, fundiciones de acero u o tras p ro p ied ad es cuyo
valor tam bién crecía, hab ría sido indudablem ente u n a m edida d is­
crim inatoria. Tam bién se ha deliberado con to d a solem nidad y se
han hecho algunos cálculos p ara verificar si el im puesto preconi­
zado por Henry George podría realm ente h ab er financiado todos
los gastos de un E stado m oderno.
Se planteaba por últim o otra dificultad, la m ayor de todas, que
por lo general no llegó siquiera a m encionarse, a saber, que h ab ía
m uchísim os terraten ien tes, ricos y no ta n ricos, que h u b ie ra n
opuesto una resistencia fu n d ad a en serias razones y con u n peso
político decisivo.
En torno a la ciudad de Estocolm o hay u n a fran ja de tierras
públicas en las que los particulares no pueden especular con los
beneficios pasivam ente acum ulados de la expansión m etropolita­
na. Lo m ism o sucede con el G reenbelt de Londres, au n q u e esas
tierras sean propiedad privada. En 1901 Thom as L. Jo h n so n fue
elegido alcalde de Cleveland con u n a plataform a electoral que p re­
conizaba el im puesto único, y en 1933 la ciudad de P ittsb u rg h hizo
lo propio con W illiam McNair, tam bién p ara que aplicara esa ini­
ciativa. Sin em bargo, ninguno de los dos pudo co n tar con el m an- .
dato necesario para im p lan tar dicho im puesto. Una pequeña ag ru ­
pación de fieles, en Nueva York y en o tras localidades, continúa
prom oviendo las ideas y recetas de H enry George, a la vez que
reim prim iendo sus obras. Pero como en el caso de Spencer, sus
creencias aparecen m enos en la conciencia pública form al que en -
los trasfondos del subconsciente colectivo. Así ocurre, por ejemplo,
que el agente de la propiedad inm obiliaria, beneficiario prom otor
del increm ento del valor de la tierra, es posiblem ente el peor m ira­
do de los todos los em presarios en Estados Unidos. Se considera, en
efecto, que el especulador en bienes inm uebles es intrínsecam ente
menos honrado que quien com pra y vende acciones, títulos, m er­
cancías u opciones financieras. Y si bien no se profesa ningún cari­
lOMN M NM III ( . A l MWAI I II

ño al im puesto sobre la propiedad inm obiliaria, se lo considera


socialm ente superior al im puesto sobre las ventas y posiblem ente
hasta al im puesto sobre la renta. En todas estas actitudes del públi­
co estadounidense perdura la distante influencia de Henry George.
Y persiste tam bién otro legado m ás específico. E stados Unidos
com parte con Canadá y la Unión Soviética una profunda proclivi­
dad a la propiedad pública de la tierra, o sea, al dominio públito.

Este dom inio público... (dijo H enry George) ha venido siendo el


gran factor que, desde los días en que comenzaron a instalarse las
prim eras colonias en la costa del Atlántico, fue modelando nuestro
carácter nacional y coloreando nuestro pensamiento... La inteligen­
cia general, el bienestar general, la fértil invención, el poder de
adaptación y de asimilación, el espíritu libre e independiente, la
energía y la esperanza que han caracterizado a nuestro pueblo, no
son causas, sino resultados, pues son todos elementos surgidos de
una tierra exenta de cercas.

Sin duda es una exageración, pero tanto en espíritu como en


su efecto político práctico ha m antenido alerta al pueblo nortea­
m ericano en lo referente al dominio todavía vasto de las tierras
públicas y a su protección. El socialism o no goza de fuerte p red i­
camento en los Estados Unidos, pero gracias a Henry George nadie
pone en tela de juicio sus virtudes cuando se tra ta de parques o
bosques nacionales, o de otras categorías de tierras públicas.

Al sur de M inneapolis y St. Paul, en M innesota, el paisaje suave­


m ente ondulado n utre algunas de las explotaciones rurales m ejor
dotadas del continente am ericano, y aun del m undo entero. Allí
puede experim entarse la sensación de navegar en u n a anchurosa
y rica corriente que fluye hacia el horizonte, o m ás precisam en­
te, hacia los lindes de low a. En aquella región, sobre las adya­
cencias m eridionales de la pequeña ciudad de Northfield, se en­
cuentran las 107 hectáreas de tierra sum am ente fértil a la cual
llegó un día Thom as Veblen, y en las que edificó, con sus propias
m anos, una casa que h asta hoy sigue en pie.*^ Allí tran scu rrió la

10. G eo rg e, op. cit., p á g s . 389-390.


11. A lg u n o s d o c e n te s b ie n in s p ira d o s del C a rleto n College, en N o rth field , d o n d e e s tu ­
dió T h o rs te in V eb len , h a n to m a d o e n e s to s ú ltim o s a ñ o s , ju n to c o n o tro s n a tiv o s d e M in ­
n e s o ta , la in ic ia tiv a d e r e s t a u r a r y c o n s e rv a r la v iv ie n d a r u r a l de la fa m ilia V eb len .
tttS H M 'l \ m I A I <O N O M I A \H7

miaiicia cic su lii|(> I liorslcin Veblen (1857-1929), que había n a ­


cido en otra granja más antigua de su fam ilia en el condado de
Manitowoc, estado de W isconsin, y que fue luego a estu d iar en
el Carleton College de la U niversidad de Jo h n s H opkins, y en
Yale, donde uno de sus principales m entores fue W illiam G raham
Sumner.
Reina en torno a la figura de Thorstein Veblen u n m ito según
el cual había sido en sus orígenes u n pobre m uchacho cam pesino,
que desde su adolescencia desentonó, tan to en el aspecto emotivo
como en el intelectual, con la opulencia del m undo al que se vio
luego expuesto. Pero en térm inos m ás prosaicos, si bien los Ve­
blen eran gente sobria, tenían u n buen p asar, como algunos de
sus parientes llegaron a especificar m ás ta rd e de form a airad a, y
por cierto que Thom as Veblen no d u d ab a en absoluto de su buena
fortuna cuando se com paraba con las gentes a quienes h ab ía deja­
do atrá s en Noruega. Los estudios de sus hijos fueron costeados
con los recursos producidos por la granja fam iliar, si bien Tho­
mas, en un gesto característico, edificó una casa en las afu eras
de N orthfield para albergar a su prole m ientras ésta concurría a
clase en Carleton, form a sen sata de reducir su coste de vida. Lo
más probable es que en las o b ras de Veblen haya influido pode­
rosam ente la situación de su grupo étnico en la sociedad de M in­
nesota.
Los granjeros noruegos eran u n a colectividad responsable, dili­
gente, económicamente eficaz, pero socialmente inferior al estam en­
to anglosajón de las ciudades. La inferioridad social puede ser oca­
sionalm ente aceptada, pero cuando no se reconoce la superioridad
intelectual, como no se les reconocía a los Veblen, ello puede su s­
citar un resentim iento m ás agudo. Parecía probable que de esta
circunstancia proviniese el ataq u e vitalicio de Veblen co n tra quie­
nes presum ían de excelencia social.
D espués de Yaie, en donde escribió su tesis doctoral sobre
Em m anuel K ant para el D epartam ento de Filosofía, y tra s algu­
nos años de desempleo y de lecturas o tra vez en N orthfield, fue
a estudiar economía en Cornell y luego enseñó en las u niversi­
dades de Chicago, Stanford y .M issouri, p a ra finalizar su carrera
en la New School for Social Research de Nueva York. La genera­
ción de escritores y críticos que nos h a precedido atribuyó gran
im portancia a las opiniones h arto liberales de Veblen respecto
de la vida m atrim onial y de los asu n to s sexuales p ara explicar
188 lOIlN KI.NNI I li ( . A l I I K A I I II

algunas de sus actitudes.'^ En la actualidad a nadie se le o cu rri­


ría form ular ni siquiera una observación m arginal sobre el tema.
Thorstein Veblen aportó m uchas contribuciones de influencia
perdurable en la historia de la economía, y una o dos de ellas re­
visten gran im portancia.
P ara em pezar, se erigió en crítico del sistem a clásico, m edian­
te una serie de ensayos breves publicados hacia fines del siglo XIX
y principios del a c t u a l . E n ellos sostenía que las ideas centrales
del sistem a clásico no reflejaban una bú sq u ed a de la verdad y de
la realidad, sino que hab ían constituido y seguían constituyendo
una celebración de las creencias adm itidas. Cada sociedad cuenta
con un sistem a de pensam iento fundado no en la situación real,
sino en aquello que agrada y conviene a los intereses dom inantes.
El hom bre económico cuidadosam ente calculador, dedicado a la
obtención del máximo placer, descrito por la economía política clá­
sica, no p asa de ser u n a creación artificial; en realidad, la m otiva­
ción hu m an a es m ucho m ás diversa. La teoría económ ica es un
ejercicio de ((adecuación ceremonial)), intem poral, de tendencia es­
tática y universal y continuam ente válida, como la religión; pero
en cam bio la vida económica, como se advierte con frecuencia, es
evolutiva. Así como se transform an las instituciones económ icas,
va tam bién cam biando, o debería cambiar, el tem a de que se ocupa
la econom ía política; sólo puede haber com prensión en la m edida
en que el estudioso tom e nota de los cam bios.
De las consideraciones precedentes fue originándose un nuevo
escepticism o, persistente y aun obligatorio, con respecto al siste­
m a clásico. El que seguía apegado a éste en exceso perdía de vista
la verdad, o m ás bien, según la form ulación de Veblen, aceptaba
una tendencia antropológica a la celebración litúrgica. Así q u ed a­
ba definida la teoría clásica. Este criterio irrespetuoso, casi agnós­
tico, llegó a caracterizar a todo un sector, que no es en absoluto
insignificante, del pensam iento económico norteam ericano. En vir-
12. S eg ú n u n a le y e n d a c u ltiv a d a e n H a rv a rd , V eblen fue in v ita d o e n u n a o c a s ió n a la
u n iv e r s id a d p o r el p r e s id e n te d e la m ism a , A. L a w re n c e L ow ell, q u ie n d e s e a b a c o n s id e ­
r a r su c a n d id a tu r a p a r a u n n o m b r a m ie n to de p ro fe s o r e n el D e p a r ta m e n to d e E c o n o m ía
P o lítica. C o n cu rrió, p u es, y luego d e se r a g a s a ja d o p o r v a rio s colegas, cen ó la ú ltim a no ch e
co n L ow ell, q u ie n a p ro v e c h ó la o c asió n p a r a m e n c io n a rle , e n fo rm a a p r o p ia d a m e n te c a u ta ,
su m á s n o to rio in c o n v e n ie n te c o m o c a n d id a to en el á m b ito u n iv e rs ita rio , q u e e ra e n to n ­
ces o b je to d e m u c h a s m u r m u r a c io n e s . «U sted c o m p re n d e , d o c to r V eb len , q u e si u s te d
v ien e a q u í, a lg u n o s d e n u e s tro s p ro fe s o re s se s e n tir á n alg o in q u ie to s p o r s u s e s p o s a s .» A
lo c u a l, s e g ú n se dice, V eb len resp 'o n d ió : «N o tie n e n p o r q u é p re o c u p a rs e ; y a la s h e visto.»
Se m e o c u rre q u e e s ta a n é c d o ta es a p ó c rifa .
13. R e c o p ila d o y v u e lto a p u b lic a r e n T he P lace o f S cie n c e in M o d e rn C iviliza tio n
(N u e v a Y ork, B. W . H u e b s c h , 1919).
H I M < I KI A 1)1 I A I < <) N( ) M I A 18' )

lud dcl mismo his idisis adm itidas pasaron a ser objeto de sospe-
i lias; los motivos debían cuestionarse; la acción oficial, aunque
aparentem ente estuviera movida por las mejores intenciones, debía
contem plarse con escepticism o. Thorstein Veblen era u n personaje
irancam ente destructivo, que casi nunca se rebajó a form ular re­
com endaciones prácticas. De él proviene en gran m edida la acti­
tud prem editadam ente crítica que se traslu ce en las observaciones
de algunos econom istas norteam ericanos actuales.

O tra aportación de Veblen, p resen tad a con sum a eficacia en The


Theory o f Business Enterprise (1904), es la revelación de u n enco­
nado conflicto, dentro de la organización com ercial m oderna, entre
dos bandos, constituido uno de ellos por ingenieros y h om bres de
ciencia —es decir, profesionales de elevadas calificaciones y gran
potencial productivo— y el otro por hom bres de negocios en busca
de beneficios. Estos últim os, p ara bien o p ara m al, ejercen u n do­
minio sobre los talentos y tendencias de hom bres de ciencia e in­
genieros, y en caso necesario proceden a reprim irlos p a ra m an te­
ner los precios y m axim izar las ganancias. De esta concepción de
la em presa comercial se desprende, a su vez, una conclusión obvia:
si pudiera liberarse a los m ás eficaces, por su capacidad técnica y
por su imaginación, de las lim itaciones im puestas por el sistem a
de los negocios, la actividad económ ica alcanzaría u n a productivi­
dad y u na riqueza sin precedentes.
Podría suponerse, p ara elaborar uno de los títulos de Veblen,
la existencia de un conflicto entre los ingenieros y el sistem a de
precios. Podrían inventarse cosas im posibles de vender con ben e­
ficio. Pero en ese caso su b sistiría la necesidad de d eterm in ar en
qué m edida habría que d ar estím ulo a tal actividad, y h a s ta qué
punto debería ser restringida. Para ello, los ingenieros tendrían que
optar, ya sea por atenerse a la resp u esta del m ercado, o bien por
subordinarse a alguna autoridad superior, que po d ría ser tal vez
un sistem a de planificación dom inado por colegas suyos. E n el p ri­
mero de esos dos casos no ocurriría n ad a nuevo, pero en el segun­
do sería precisa una revolución. Veblen, por su parte, no escogió
ninguna de las dos soluciones. Como ya se ha observado, tenía
por norm a esquivar esas cuestiones prácticas.
D urante un tiem po, en el decenio de 1930, floreció u n m ovi­
m iento político vebleniano, fundado en tales opiniones, bajo la di­
190 lOIIN KI:NNI i II ( . A l l l l . ' AI I II

rección de H ow ard Scott. Se tratab a de la tecnocracia, un proyec­


to económico y político que hab ría dado rienda suelta a las ener­
gías productivas de los ingenieros y de otros técnicos, reduciendo
a la vez la im portancia de los intereses com erciales. Su existencia
fue efímera.*"^
Tam bién cabe m encionar las tesis de Veblen sobre o tras dos
cuestiones, posiblem ente de m enor im portancia. Una de ellas se
materializó en la especial atención que p restaba al interés con tra s ­
fondo artístico del trab ajad o r ordinario o del artesano por la cali­
dad de su desem peño: «Estoy orgulloso de mi trabajo.» E sta con­
cepción la desarrolló en The Instinct o f Workmanship (1914), y por
cierto se tra ta de u n factor que, una vez identificado, puede verifi­
carse alegrem ente en la vida cotidiana. La otra es su exam en m a­
ravillosam ente ácido del m undo universitario en The Higher Learn-
ing in America (1918), obra en la que influyó no poco su propia
experiencia peripatética, la cual, a su vez, fue fom entada en parte
por el evidente deseo de los adm inistradores universitarios de que
se fuera a enseñar a otro lado. En aquella época, los colegios uni­
versitarios y las universidades estadounidenses dependían muy es­
trecham ente de los intereses com erciales que las regían m ediante
sus patronatos. Se procedía a exam inar con gran atención las opi­
niones de los docentes, a fin de prevenir toda herejía, o sea, cual­
quier punto de vista opuesto a lo que se estim aba conveniente para
el m undo de los negocios. Veblen atacó esta situación con tan ta
energía como eficacia.
Ahora bien, aunque las cosas hayan cam biado m ucho desde
entonces, puede percibirse aú n hoy un eco de aquellas actitudes
dom inantes en la creencia perdurable de que la orientación defi­
nitiva del sistem a universitario debe ser responsabilidad de hom ­
bres de negocios (actualm ente, de dirigentes de sociedades anó­
nim as) con la debida experiencia en la práctica adm inistrativa. Se
reconoce que los profesores pueden actu ar con éxito en asuntos
de interés público, pero en cam bio no hay que conferirles respon­
sabilidades en m ateria de finanzas o en otros aspectos adm inis­
trativos de la universidad.

14. S i b ie n C o n tin e n ta l H e a d q u a rte r s , T e c h n o c ra c y , In c., e n S a v a n n a h , O h io , c o n ti­


n ú a e d ita n d o p u b lic a c io n e s s o b re el te m a .
I I I ■. I i 11(1A III 1A I ( ( IN( i Ml A 191

la n ío The Instituí of Workmanship com o Higher Learning son


obras que aún hoy intorm an y divierten. Y sobre todo, en u n a cues-
lic'in definitiva y de vital im portancia, Thorstein Veblen sigue h a ­
ciéndose oír todavía con voz resonante, casi un siglo después de
haber publicado su principal libro. Se tra ta de su soberbio an áli­
sis de las m aneras y de los m otivos de los ricos en su o b ra The
Theory o f the Leisure class, que puede ser y es en efecto leída hasta
hoy con placer y con provecho y deleite intelectuales. Una vez que
lo haya hecho, ningún lector despejado volverá a ver con los m is­
mos ojos el m undo de la economía.
El tem a del libro es la colectividad de los norteam ericanos, quie­
nes, du ran te los decenios de 1880 y 1890, co n stitu ían el fenóm eno
más ostentoso en el escenario social estadounidense, y cada vez
más, tam bién del europeo. Los norteam ericanos eran entonces en
París o en la Riviera lo que serían m ás tarde, sucesivam ente, los
m agnates griegos, los iraníes y los árabes en St. Moritz, G staad y
Marbella.
Como ya hem os visto, au n antes de Veblen, los ricos de la E ra
Dorada, que fueron quienes dieron a ésta ese nom bre, no se h a ­
bían visto libres de ataques. E ran en efecto vulnerables, dado su
potencial como m onopolistas, si bien ocupaban su lugar dentro del
sistem a clásico. Pero esa crítica les resu ltab a soportable, pues po­
dían seguir creyendo que su buena fo rtu n a era la recom pensa de
una iniciativa excepcional, o bien u n a m anifestación de la exce­
lencia biológica que les otorgaba Spencer. E ra n atu ra l que se les
tuviera envidia. T am bién eran de esp e ra r las aren g as políticas
dirigidas en form a com pulsiva e irreflexiva a las m asas p o p u la­
res, incluida la de Theodore Roosevelt, cuando en Provincetow n,
M assachusetts, se refirió en 1907 a los «m alhechores de la gran
riqueza». Pero en cam bio, lo que no podía to lerarse era el rid ícu ­
lo, muy especialm ente cuando éste perm itía a intelectuales m enes­
terosos sentirse socialm ente superiores al hom bre de m edios.
Este ridículo lo puso de m anifiesto Veblen m agistralm ente en
The Theory o f the Leisure class, pues la denom inación «clase ocio­
sa», en la form a en que la utiliza, es sinónim o de «los ricos». El
tono del libro es rigurosam ente científico, b astan te m ás que su m é­
todo. Los ricos constituyen un fenómeno antropológico; no son dis­
tintos de las tribus prim itivas que Veblen describe, y que ocasio­
nalm ente adapta a los fines de su tesis. La institución de u n a clase
ociosa encuentra su m ejor expresión en las etapas m ás elevadas
192 JOHN K I . N N I . I II ( , A I M K A I I II

de la cultura bárbara»,'^ y los ritos tribales de ésta tienen su ré­


plica en las cenas, bailes y otras diversiones de las grandes casas
de Nueva -York y N ew port. Tanto en P apúa como en la Quinta
Avenida lo que tiene lugar es un fenómeno de com petición exhibi­
cionista. «Los entretenim ientos costosos, como el potlatch o las ve­
ladas danzantes, se p restan en especial a ese fin.»*^ El dirigente
tribal, tanto en P ap ú a como en Nueva York, atribuye gran im por­
tancia al adorno de sus m ujeres. M ientras que en el prim er caso
se infligen dolorosos tatuajes y m utilaciones a pechos y cuerpos,
en el segundo las m ujeres se ven som etidas a la constricción m ás
o menos similar, por lo penosa, de los corsés. Empero, la m oderna
clase ociosa se ha alejado un poco de sus form as p uram ente b á r­
b aras: «Como últim o resultado de esta evolución de una in stitu ­
ción arcaica, la esposa, que era en. un principio la acém ila y la
esclava del hom bre, tanto en la práctica como en la teoría —como
productora de bienes p ara que él los consum iera—, h a llegado a
convertirse en la consum idora cerem onial de los bienes por él pro­
ducidos.»^^ N inguna de estas situaciones arranca a Veblen u n a pa­
labra de crítica o de lamentación; su único interés es la descripción
objetiva de lo evidente, y h asta de lo obvio.
Como ejemplo superior del método de Veblen puede citarse su
análisis de la relación entre perro y amo. Vale la pena hacerlo con
cierta extensión.

E l perro tiene sus ventajas tanto por su inutilidad como por sus
dotes temperamentales particulares. Suele hablarse de él, eminen­
temente, como el amigo del hombre, y se encomian su inteligencia y
su fidelidad. Esto quiere decir que el perro es el sirviente del hom ­
bre, y que posee el don del servilismo incuestionado y la rapidez
del esclavo en captar el hum or del amo. Junto con estos rasgos,
que lo hacen adecuado para la relación de s t a t u s — y que a los
fines presentes se han considerado como características útiles — , el
perro posee otros que le confieren un valor estético más, equívoco..
Es el más inm undo de los animales domésticos en cuanto a su hi-

15. T h o rs te in V eb len , T he T h eo ry o f the L eisu re C lass (N u e v a Y ork, T h e M o d e rn Li-


b ra ry , 1934), p á g . 1. (H a y e d ic ió n en c a s te lla n o : Teoría d e la cla se o cio sa .)
16. V eb len , op. cit., p á g . 75. P ero la s c e le b ra c io n e s n o e r a n la ú n ic a fu e n te d e g r a n
p re stig io . «L a e b r ie d a d y o tr a s c o n s e c u e n c ia s p a to ló g ic a s del lib re c o n s u m o de e s tim u la n ­
te s tie n d e n , p o r lo ta n to , a c o n v e rtirs e a s u vez en u n f a c to r h o n o rífic o , p o r c o n s titu ir en
se g u n d o g r a d o u n in d ic io d el s ta tu s s u p e rio r de q u ie n e s p u e d e n c o s te a rs e ese lujo.» V e­
b len , ib id ., p á g . 70.
17. V eb len , ib id ., p á g . 83.
III . l O K I A DI I A I I ONOM IA 143

giene corpoiiil, y i'l más perverso en sus costumbres. Esto lo com ­


pensa adoptando una actitud servil y aduladora frente a su amo,
unida a la disposición de hacer daño y causar molestias a todos
los demás. De este modo, el perro nos cae simpático al darnos coba
en nuestra propensión a ser mandones, y como es tam bién u n ar­
tículo costoso, y por lo general no rinde ningún beneficio en mate­
rial laboral, se tiene bien ganado su lugar en la consideración del
hombre como objeto de prestigio. A l m ism o tiempo, está asociado
en nuestra imaginación con la caza, que es a la vez un empleo me­
ritorio y una expresión del honorable im pulso de rapiña.'*

Sin em bargo, la argum entación de Veblen no obtuvo su s m a­


yores efectos sólo m ediante esta clase de alegatos y de ejem plos
m aravillosam ente concebidos, sino tam bién, en grado ex trao rd in a­
rio, con su utilización del lenguaje, y en p articu lar de las dos fra ­
ses «ocio ostentoso» y «consum o ostentoso». P ara los ricos, según
los concebía Veblen, la exención del trab ajo y el gasto prem ed ita­
dam ente ostentoso era m uestra de superioridad frecuentem ente ex­
hibidas: «La única form a practicable de im presionar con n u estra
capacidad pecuniaria... es dem o strar constantem ente n u estra ca­
pacidad de pagar.»'^ Las dos frases aludidas, especialm ente «con­
sumo ostentoso», h an llegado a fo rm ar p arte in teg ran te del len­
guaje y de la cultura en E stad o s Unidos. H an influido en las acti­
tudes y en el com portam iento económicos y sociales de incontables
millones de personas que nunca oyeron h ab lar de T horstein Ve­
blen. A raíz de ello, en las esferas pudientes de E stad o s Unidos el
ocio ha llegado, desde luego entre los varones, pero tam b ién entre
las m ujeres, a «perder reputación». Todo el m undo está expuesto
a la consabida pregunta: «¿Qué estás haciendo?» Y, m ás específi­
cam ente, ninguna diversión, ninguna casa, en cuanto asu m e cier­
tas proporciones o costes, puede lib rarse de esa descripción deni­
grante: «consumo ostentoso». El consum o h ab ía rep resen tad o el
fin suprem o de la vida económ ica clásica, la fuente m ás excelsa
de la «felicidad» para Bentham , la justificación final de todo es­
fuerzo y de todo trabajo. E n cam bio, con Veblen, en su últim a
etapa, llegó a convertirse en algo vacuo, en u n servicio p restad o a
un pueril engrandecim iento personal. ¿Es éste realm ente el signifi­
cado final del sistem a económico?

18. V eb len , ib id ., p á g . 141.


19. V eb len , ib id ., p á g . 87.
194 .loiiN k i :n n i .h i (. ai hkai i ii

Una consecuencia práctica de Veblen ha sido la modificaci(')ii


de las actitudes contem poráneas respecto a la arq u itectu ra y a l;i
utilización de la riqueza personal. Los ingresos netos exceden ac­
tualm ente cuanto se conoció en tiem pos de Veblen, pero con ellos
ya no se construyen palacetes en la Q uinta Avenida ni en New-
port. La ostentación que proporcionan en Beverly Mills es apro­
piada, pero de ningún modo com parable con la de la E dad Dora­
da. El avión de reacción al servicio de los dirigentes de em presa y
los opulentos festivales que se celebran en ocasión de las conven­
ciones de negocios deben ahora subordinarse al escudo protector
de los servicios o necesidades de la sociedad anónim a. Ya en nin­
guna parte puede pretender la riqueza el papel justificador de las
cerem onias y celebraciones no funcionales de otrora.
Claro que actú an hoy o tras influencias rep reso ras del alegre
gasto m onetario; en efecto, no se considera políticam ente acertado
que se haga ostentación de riqueza personal, y tam poco ab undan
los sirvientes y otros subordinados dispuestos a colaborar en el
tem a. Pero todo esto no pone en tela de juicio el legado de Ve­
blen, con su sonrisa de hom bre divertido ante la cultura b árb ara
y el consum o ostentoso.
Su influencia se pone tam bién de relieve en el contraste entre
las actitudes sociales de E stados Unidos y las de E uropa. Tanto
la Riviera como París y Suiza se han sustraído a la influencia de
Veblen. Allí el consum o en su m áxim a expresión sigue siendo pres­
tigioso; allí los norteam ericanos ricos pueden ir todavía p ara pro­
ceder al goce irrestricto de la riqueza y al despliegue de la m ism a
que se les niega en su país a causa de la diestra ridiculización
perpetrada por Veblen.
XIV. CULMINACIÓN Y CRÍTICA

En todo el m undo industrializado, d u ran te las prim eras d éca­


das del siglo XX, las ideas clásicas no podían gozar de mejor salud.
Marx había desaparecido del escenario tiem po atrá s, y su elocuen­
te heredero, m ás afortunado en m ateria política, Vladimir Ilich Ulia-
noff, conocido como Lenin (1870-1924), era al principio u n a figura
distante, prim ero en Rusia y posteriorm ente en Cracovia, ciudad
que form aba entonces p arte del im perio austríaco.
De Lenin em anarían ideas p ertu rb ad o ras. Una de ellas fue que
las grandes potencias in d u striales de E uropa debían su éxito eco­
nómico y su bienestar a los dom inios im periales que h ab ían con­
quistado o som etido en África, Asia y la región del Pacífico. T anto
las clases dom inantes de dichas potencias como sus trab ajad o res
vivían a costa de las m asas expoliadas de los p aíses colonizados.
Sin em bargo, la econom ía del im perialism o no h ab ía ocupado u n
lugar central en el pensam iento clásico; ni siquiera h ab ía m ereci­
do la atención de autores como los Mili, p ad re e hijo, quienes, sin
em bargo, vivían de los beneficios proporcionados por el com ercio
en la India a través de la Com pañía de las In d ias O rientales. Y
antes de Lenin, tam poco había sido u n tem a que in teresara gran
cosa a los socialistas. M arx h ab ía llegado h a sta el p u nto de afir­
m ar que los británicos constituían en la In d ia u n a fuerza progre­
sista. Pero con el tiem po esta cuestión fue abriéndose paso en las
concepciones de los dirigentes políticos en las colonias, y en tre
ellos, no por casualidad, persiste de la m an era m ás intensa. An­
dando los años, llegó a convertirse en p arte de la conciencia polí­
tica de la izquierda liberal en los países industriales, contribuyen­
do, junto con el declive del interés económico, a m otivar el im p u l­
so incontenible de la descolonización. Pero entonces aú n no se
había llegado a esa etapa.
Tam bién de Lenin, como antes de M arx, provino la noción de
que la clase trab ajad o ra de los países in d u striales carecía de p a ­
196 J O H N K I - N N I I II O A I I I KAI I II

tria. El E stado era el instrum ento —el com ité ejecutivo— de la


clase capitalista. Los trabajadores no le debían ninguna lealtad,
de modo que no tenían razones p ara servir de carne de cañón a
sus opresores en nuevas guerras. Y a m edida que fue cerniéndose
en el horizonte el n u b arró n de la am enaza bélica, esta opinión no
dejó de causar preocupaciones, al menos en alguna gente. Pero ello
no im pidió que se disipara rápidam ente al estallar la prim era gue­
rra m undial en 1914. Los socialistas de Alem ania, que constituían
el sector político m ás calificado, disciplinado e influyente desde
el punto de vista político en toda Europa, votaron los créditos de
guerra en el Reichstag y al igual que los proletarios de los dem ás
países industriales m archaron entusiásticam ente a su propia heca­
tom be. De esta form a, la adhesión al principio del internacionalis­
mo proletario resultó ser un mito superficial.
En cuanto a la tradición clásica, las enseñanzas im partidas per­
sonalm ente por Alfred M arshall en la U niversidad de Cam bridge y
la gran difusión de sus Principies o f Economics gozaban de un
prestigio intachable en Inglaterra. Y su influencia, directam ente o
por medio de discípulos como Frank W. Taussig (1859-1940), de
la U niversidad de H arvard, alcanzó una im portancia parecida en
E stados Unidos. Los precios se aju stab an a los costes m arginales;
éstos, incluido el de m ano de obra, se aju stab an a su vez bajando
lo necesario p a ra aseg u rar el empleo de toda la capacidad dispo­
nible de instalaciones, equipos, m aterias prim as y, sobre todo, tra ­
bajadores. Im peraba la Ley de Say. La dem anda era resp ald ad a
adecuadam ente por los desem bolsos en concepto de salarios, in te­
reses y beneficios, y los precios se m odificaban acom odándose a
cualquier interrupción en el flujo de la capacidad adquisitiva.
El dinero seguía considerándose en aquel período como u n in­
term ediario predom inantem ente neutral que facilitaba el proceso
del intercam bio. E stab a constituido en gran p arte por papel, y en
m ayor grado por depósitos en cuenta corriente, pero estos últim os
eran convertibles en oro. Y los bancos centrales, cuyo ejemplo m ás
elegante era el Banco de Inglaterra, velaban p ara poner freno a
cualquier tendencia excesivam ente liberal en m ateria de créditos o
de creación de depósitos que pudiera poner en peligro la capaci­
dad de cada banco, o de la banca en general, de convertir su s de­
pósitos en oro. En caso de que la concesión de préstam os parecie­
ra asum ir proporciones dem asiado liberales, podía procederse a la
venta de bonos de la cartera del banco central. En esta form a el
n I-. I <)H I A DI'. I.A I ( I )NI ) M IA 197

dinero en electivo de los bancos subordinados utilizado p ara la


com pra sería transferido al banco central. A raíz de ello los b a n ­
cos m ás pequeños se verían forzados a restrin g ir la concesión de
créditos, y a pedir préstam os al banco central a unos tip o s de in-
icrés que en la actualidad resu ltarían sólo levem ente punitivos. Y
en caso de que la oferta de dinero pareciera insuficiente y los tipos
tic interés dem asiado elevados, podía ap licarse a la in v e rsa el
mismo procedim iento.

I’ero el sistem a m onetario y bancario que acaba de d escribirse ya


no era privativo de G ran B retaña. En 1913, al cabo de casi ochen­
ta años, se había podido su p erar la suspicacia p o p u lar en E stad o s
Unidos y establecer un banco central, si bien no h ab ía aú n form a
de ignorar el espíritu de A ndrew Jackson. En vez de fu n d ar u n
banco se crearon doce, que se d istribuyeron g enerosam ente p o r
todo el país, y, tal como se había concebido originalmente, en W ash­
ington se im plantó tan sólo u n a com isión coordinadora reducida.
Se había establecido un banco central cuidadosam ente d escen tra­
lizado. En los estados del O este persistieron las suspicacias que
suscitaban los estam entos financieros del Este.
Casi inm ediatam ente después de im plantado, el Sistem a de la
Reserva Federal y sus principales auto rid ad es se vieron rodeados
de prestigios y m isterio en el m undo de la econom ía. N ada realza
tanto u na reputación de perspicacia económ ica como la relación,
por teórica que sea, con grandes sum as de dinero. La designación
para un cargo en la Ju n ta de Reserva Federal, denom inada poste­
riorm ente Ju n ta de G obernadores del Sistem a de la Reserva Fede­
ral, llegó a obrar m ilagros de prom oción personal en beneficio de
algunos de los participantes intelectualm ente m ás rezagados del
escenario político estadounidense. A éstos se les atribuyeron en se­
guida grandes dotes de refinam iento e intuición en m ateria de fi­
nanzas, gracias a lo cual sus observaciones exquisitam ente con­
vencionales fueron acogidas con u n respeto lindante con la ad m i­
ración. Y la economía política h ab ría de ocuparse desde entonces
del Sistem a de la Reserva Federal y de su s operaciones con u n a
m inuciosidad no m enos respetuosa. El dinero y la b an ca co n stitu ­
yeron por derecho propio u n a m ateria de estudio, dedicada en gran
parte a los m isterios sum am ente sintéticos de la política de la Re­
serva Federal.
198 •IDIIN Kl-,NNl'.l 1! ( . M U H A l I H

Si bien Alfred M arshall era la principal autoridad en aquellos tiem ­


pos, su sistem a hubo de experim entar dos enm iendas de im por­
tancia, una poco antes de la prim era guerra m undial, y la otra
unos veinte años después. La prim era fue obra del ya m encionado
Joseph A. Schum peter (1883-1950), m inistro de H acienda de Aus­
tria durante los ingratos años de la prim era posguerra, época en
la que le tocó presidir la gran inflación; sucesivam ente profesor
en Czernovitz, Graz, Bonn y H arvard, y por un am plio m argen la
figura m ás rom ántica y teatral de la econom ía política en su tiem ­
po. En su libro The Theory o f Economic Development, ^ publicado
originariam ente en 1911, añadió una im portante dim ensión al equi­
librio preconizado por M arshall. Se tra ta b a del protagonista del
sistem a de Schumpeter, el em presario —factor al que ya nos hemos
referido—, quien, ayudado por el crédito bancario, desafía al equi­
librio establecido m ediante el lanzam iento de un nuevo producto,
un nuevo proceso o un nuevo modelo de organización productiva.
De esta form a se determ ina una tendencia hacia un nuevo equili­
brio, una estabilidad en lo que Schum peter concebía como un flujo
circular, en el cual la producción se desplaza en u n sentido y el
dinero en otro. Este nuevo equilibrio sería inevitablem ente p ertu r­
bado y destruido por el próxim o innovador, o por la m odificación
siguiente en el proceso productivo. Y en esta form a la vida econó­
m ica continuaría e iría am pliándose, siendo ésa la naturaleza del
desarrollo económico.
El em presario siem pre ha aportado u n a valiosa contribución a
la economía, y sigue aportándola en la actualidad. Su figura res­
plandece en medio de su oscuro acom pañam iento de trabajadores
m anuales, oficinistas, ejecutivos solem nes y de diversos b u ró cra­
tas. A diferencia del capitalista, el em presario no carga con las
culpas denunciadas por Marx. Su distinción, que continúa b rillan­
do sin m ayor m engua h asta nuestros días, constituye el principal
legado de Schum peter.
Fue tam bién Schum peter quien, aunque con m enores resu lta­
dos, intentó reducir h asta cierto punto la m aldición pronunciada

1. T ra d u c c ió n a l inglés de R edvers O pie (C am b rid g e, H a rv a rd U niversity P re ss , 1934).


S c h u m p e te r fu e ta m b ié n a u to r d e o tr a s d o s im p o rta n te s o b r a s : B u s in e s s C ycles (N u e v a
Y ork, M c G ra w -H ill, 1939) e H isto r y o f E c o n o m ic A n a ly s is (N u e v a Y ork, O x fo rd U niver-
sity P re ss , 1954). E s te ú ltim o lib ro fu e p u b lic a d o p ó s tu m a m e n te , e n e d ic ió n p r e p a r a d a
p o r su v iu d a , E liz a b e th B o o d y S c h u m p e te r, si b ie n h a b ía q u e d a d o p a r c ia lm e n te in c o m ­
p leto . C u a n d o a p a re c ió e s c rib í s o b re él u n c o m e n ta rio b ib lio g rá fic o , y d ejo c o n s ta n c ia de
m i a g ra d e c im ie n to p o r h a b e r m e b e n e fic ia d o de s u in flu e n c ia en té r m in o s g e n e ra le s .
iii'.minA m i a i ( o n o m i a 199

roiitra el monopolio, entendiendo que éste se redim ía al ap o rta r


innovaciones. La innovación, aportación del em presario, se podía
linanciar, alentar y recom pensar adecuadam ente cuando el inno­
vador estaba libre de la am enaza de la im itación y de la compe-
lencia, y la m áxim a posibilidad al respecto se d ab a en condicio­
nes de monopolio. El m undo de la com petencia, en cam bio, era,
por contraste, relativam ente estéril en cuanto a creaciones. Este
argumento, por m ás plausible que fuera, no llegó a ejercer gran
influencia. El sistem a clásico estab a p ro fundam ente arraigado. El
monopolio era perverso y no tenía redención posible. Los libros
de texto m encionan el alegato de S chum peter en favor del m ono­
polio, pero no lo tom an en serio.
O tra concepción del m onopolio, que am pliaba su alcance y lo
convertía potencialm ente en u n a p arte im p o rtan te del sistem a clá­
sico, h a llegado en cam bio a ser aceptada. Se tra ta de la segunda
enm ienda al sistem a de M arshall. A unque su gestación fue muy
lenta, las ideas relevantes cristalizaron finalm ente por com pleto en
1953, en la obra de dos econom istas que trab ajaro n , independien­
tem ente el uno del otro, en las dos universidades situ ad as respec­
tivam ente en la ciudad de C am bridge del Reino Unido y en la del
mismo nom bre en E stados Unidos. Se tra ta de E d w ard H. Cham-
berlin (1899-1967), de H arvard, y de Jo an R obinson (1903-1983),
de la U niversidad de C am bridge en Inglaterra.^ El prim ero, figura
hasta cierto punto trágica, se lim itó d u ran te el resto de su s días a
contem plar su adm irable contribución, m ientras que Jo an Robin­
son, por el contrario, pasó otros cincuenta años criticando vigoro­
sam ente la ortodoxia clásica y siendo u n a figura d om inante —y
form idable— en el m undo académ ico anglosajón. E sta au to ra rara
vez encaraba u na proposición com únm ente acep tad a en econom ía
política sin oponerle reparos de inm ediato.
Tanto Cham berlin como R obinson llegaron a la conclusión de
que entre el caso general de la com petencia en el sistem a clásico,
en el cual ningún productor d eterm inaba su propio precio ni in­
fluía sobre el mismo, y el caso excepcional del m onopolio, en el
que un solo vendedor podía fijar los precios p a ra elevar al m áxi­
mo sus beneficios, se escalonaban to d a u n a variedad de posibili­
d ades interm edias. Por ejem plo, el v en d ed o r p o d ía p o seer u n a

2. V éa se E d w a rd H . C h a m b e rlin , T h e T h eo ry o f M o n o p o lis tic C o m p e titio n ( C a m b r id ­


ge, H a r v a r d U n iv e rsity P re s s , 1933), y J o a n R o b in s o n , The E c o n o m ic s o f I m p e r fe c t C o m ­
p e titio n (L o n d re s, M a c m illa n , 1933).
200 . Ki l l N Kl l i l i ( . A l l'.K \ l I II

m arca registrada de un producto para el cual no hubiese ningún


sustituto perfecto disponible. Esto le otorgaba una capacidad limi
tada pero no necesariam ente insignificante p ara determ inar su pre
c í o . Podía realzar esta libertad m ediante la publicidad, fom entan­

do así la lealtad hacía la m arca. Asimismo, la ubicación de sii.s


locales com erciales, y h asta su propia personalidad, diferenciaban
su producto o su servicio y le conferían un grado proporcional de
poder, m ás o m enos am plio, sobre el precio que podía cobrar. A
este proceso se le dio el nom bre de com petencia m onopolista o
im perfecta.
Pero el m ás im portante caso interm edio entre la com petencia
pura y el monopolio era el de un núm ero pequeño de particip an ­
tes en u na m ism a industria. Se tratab a del oligopolio, térm ino que
se incorporó rápidam ente al léxico de la econom ía política. Casos
evidentes de esta situación eran la in d u stria autom ovilística en
E stados Unidos, con tres principales participantes, y las del pe­
tróleo, el acero, los productos quím icos, los neum áticos, las m á­
quinas-herram ienta y la m aquinaria agrícola, en cada u n a de las
cuales sobresalían unos pocos gigantes. Se consideraba que el oli-
gopolista inteligente —hipótesis que ciertam ente había que supo­
n e r—, al fijar sus precios, otorgaba aten ta consideración a lo que
resultaría m ás ventajoso p ara todos, suponiéndose asim ism o que
las dem ás em presas de su in dustria actu arían en form a análoga.
De modo que, con algunos ajustes de m enor cuantía, el precio y el
beneficio así determ inados no serían muy diferentes de los esta­
blecidos en condiciones de monopolio. O tra alternativa era confiar
la iniciativa a un líder reconocido, quien se encargaría de calcular
el precio m ás provechoso p ara la industria en su conjunto. Cabe
repetir que el oligopolio requeriría no sólo inteligencia, sino ta m ­
bién moderación. En cambio, no sería indispensable proceder a las
com unicaciones directas tan tajantem ente prohibidas por la legis­
lación estadounidense contra los trusts.
Siguiendo a C ham berlin y Robinson, ahora se suponía que en
un vasto sector de la econom ía m oderna, cada vez m ás concentra­
da, en vez de com petencia perfecta había un m onopolio o algo si­
milar. De esta m anera, ya no podía suponerse la vigencia de un
precio y u na producción socialm ente óptim os correspondientes a
un m ercado competitivo.
El concepto de oligopolio, y con menores efectos el de la compe­
tencia monopolista, se incorporaron al pensam iento clásico, o como
HISTORIA DH LA Í.CONOMIA 201

había empezado a ser designado, neoclásico, con una rapidez muy


grande, casi asombrosa. Se convirtieron en elementos integrantes
de la enseñanza y de los escritos económicos, y siguen siéndolo
hasta hoy. Sólo les han opuesto resistencia los más resueltos de­
fensores de la ortodoxia clásica, en la que durante un tiempo mili­
taron los economistas estadounidenses afines a lo que llegó enton­
ces a denominarse la Escuela de Chicago.
Algunos investigadores consideraron que el oligopolio seguiría
la aplicación mucho más enérgica de la legislación contra los trusts.
En los años de la depresión se originó también una importante
corriente de pensamiento que sostenía que el oligopolio y la res­
tricción que éste ejercía sobre los precios y sobre el nivel de pro­
ducción eran los responsables del ritmo a todas luces subóptimo
de la actividad económica. Pero una condena total del oligopolio
acarreaba problemas en la práctica. El más importante sector em­
presarial moderno del sistema económico se caracterizaba por una
situación de oligopolio y, con monopolio o sin él. no se le podía
declarar ilegal. A la vez, aunque el oligopolio fuera en principio
socialmente inicuo, su papel real en el suministro de automóviles,
neumáticos, gasolina, cigarrillos, pasta dentífrica y aspirinas no
despertaba mucho resentimiento entre los consumidores. Por más
que fuera repudiable en principio, era aceptable en la práctica. A
raíz de ello los economistas lo contemplaron con cierta preocupa­
ción teórica, pero se abstuvieron de recomendar medidas prácti­
cas para enfrentarlo. Y así. mientras que el monopolio siguió sien­
do deplorado, vino a aceptarse el oligopolio. Esta fórmula conti­
núa figurando como solución en los libros de texto actuales.^ Y
para los fines de ejercicios técnicos y matemáticos puede todavía
suponerse el caso de la concurrencia pura, de modo que el merca­
do competitivo sigue siendo el tema central de la enseñanza. De
este modo se ha superado lo que para algunos constituía una grave
amenaza a la tradición clásica: la tendencia general al monopolio
o al criptomonopolio.
i. Véase Paul A, Samuelson y William D. Nordhaus. Economics, 12.® edición (Nueva
York, McGraw-Hill, 1985), págs. 541-542. y Campbell R. McConnell, Economics. 9.® edi­
ción (Nueva York. MacGraw-Hill. 1984). págs. 532-5d4. Estos dos libros de texto, los más
importantes de la actualidad en economía política, encaran ambos la cuestión del oligopo-
iio con reservas, considerándolo como un obstáculo al rendimiento máximo, pero no lle­
gan a preconizar ninguna política para opc>nérsele seriamente. Uno y otro se ap>oyan hasta
cierto punto en las opiniones de Joseph Schumpetcr citadas anteriormente, y en algunos
de mis propios argumentos relativos al progreso técnico en situación de oligopolio y a la
tendencia de todo foco de poder económico a generar, como reacción, un desarrollo neu-
tralizador de poder compensador.
202 lOlIN K I . N N I - . I II ( i A I H K A I l II

Tam bién influyó en esos años sobre la historia de la economía hi


enorm e y trau m ática convulsión producida en Rusia: la Revolii
ción de O ctubre de 1917. Como ya se ha dicho, no era ésta la clase
de revuelta que los socialistas habían previsto, dirigida por los tra
bajadores contra el poder y la explotación capitalista.^ Como suce
dería luego con levantam ientos sim ilares en el Lejano O riente y en
América Central, el de Rusia tuvo lugar contra un sistem a agrícola
arcaico y represivo, y contra un gobierno que h abía servido los
intereses del m ism o de form a despótica y corrupta. De m odo que
las causas precipitantes de la revolución en este siglo no fueron la
industria y los capitalistas, sino la agricultura y los terratenientes.
Y en Rusia, como luego en China y Vietnam, la revolución tuvo
éxito en gran p arte gracias a la desorganización, la desorientación
y las penalidades ocasionadas por la guerra. Si se hubiera conser­
vado la paz, h asta los zares y su régim en hab rían subsistido, au n ­
que sólo fuera por algún tiem po m ás. Todos los conservadores de­
berían tom ar en cuenta que la guerra es u n a de las circunstancias
a las que m ás difícilmente puede sobrevivir un sistem a económ i­
co. Y debe ser tam bién motivo de reflexión el que quienes con m ás
empeño se presentan como defensores conservadores del status quo
son precisam ente los m ás dispuestos a aceptar los riesgos de un
conflicto bélico.
A p artir de 1917, el nuevo hecho fundam ental en econom ía fue
la existencia de una alternativa, pues, p ara entonces, frente al sis­
tem a clásico había hecho su aparición el socialismo. En 1919, Lin­
coln Steffens, prolífico com entador de los abusos contem poráneos
del poder económico y de aspectos afines de la política y la corrup­
ción en el medio urbano, al volver de una visita a R usia fue a
saludar a B ernard Baruch, y en una efusión de espontaneidad cui­
dadosam ente ensayada le dijo: «He estado en el futuro, y he visto
que funciona.»
En las dolorosas circunstancias de la posguerra y la revolu­
ción en Rusia, la observación de Steffens era sin duda sum am ente
exagerada. Y sin em bargo, ¿quién podía negar_ la posibilidad dp
cjue en efecto el sistem a funcionara? Lo cual representaba, en con­
secuencia, un cambio verdaderam ente m onum ental^ Eh Rusia había
dejado de existir la propiedad privada de los medios de produc-

4. Si b ie n , co m o h e m o s v isto , M a rx c o n s id e ró q u e la e lim in a c ió n de lo s r e s id u o s del


viejo f e u d a lis m o e ra la p r im e ra ta r e a d e la rev o lu ció n .
II lOIIIA 1)1 I A I ( ONOM IA 203

»lón (y tam bión gran p arte de la pro p ied ad p erso n al); de este
modo se había cortado una cadena que venía desde Roma, ju n to
ion el Derecho rom ano. Ya no era el m ercado el que decidiría lo
que había de producirse, sino que u n a auto rid ad p resu n tam en te
sabia y diligente se encargaría de evaluar en form a racional las
necesidades de la población y procedería a satisfacerlas. Y los seres
hum anos ya no trab a jarían m otivados por la perspectiva indigna
de uná~fetríbuciÓn pecuniaria, o por la b an al esp eran za en su p ro ­
pio enriquecim iento, sino que se en tregarían a la tarea por el bien
com ún. Para ello se evocaría y se pondría en p ráctica u n a m ani-
lestación superior del espíritu hum ano.
E sta visión tenía sus enorm es dificultades intrínsecas. Con el
tiempo, se com probaría que tal m anifestación superior del esp íri­
tu hum ano podría estar ausente. Tam bién, como pudo o bservar
Lem n en su breve período de gobierno, la estru ctu ra b u ro crática
necesaria para ad m in istrar el proceso era p esad a y podía resu ltar
inerte ~y depresora, problem a que su b siste en la Unión Soviética
hasta hoy. Desde el punto de vista intelectual y adm inistrativo,
défáhdo de lado los problem as especiales que la agricu ltu ra p lan ­
tea para el socialismo, plaiiifiqar y. o rien tar la producción en u n a
economía en la cual el alimento, la indum entaria y la vivienda fue­
ran las necesidades prim arias y casi únicas de la población, po­
dría resu ltar factible. Pero se co m probaría que ta l planificacióii
sería m ucho m ás difícil en u n a sociedad con un nivel de vida cre­
ciente y con dem andas cada vez m ás diversas. Y entonces le llega­
ría su turno a lósiv V issariónovich Dzhugashvili, llam ado tam bién
Stalin, ^ y o ejercicio del p oder c o n tam in a ría en el m u n d o en te­
ro la m ism a p alab ra socialismo —o com unism o — y que acab a­
ría repudiado por el pueblo y el sistem a que h ab ía gobernado y
oprim ido.
Pero todo esto era aún cosa del futuro. En la época de la Re­
volución rusa, y después, especialm ente, con la G ran D epresión
que se. produjo en América y en E uropa trece años m ás tard e, la
nueva altern ativ a soviética pareció plausible, y h a sta se la conci­
bió como un faro de esp eran za; en p a rtic u la r p a ra los econo­
m istas.
En Inglaterra, en la U niversidad de Cam bridge, M aurice Dobb
(1900-1976), del Trinity College, cuya formación había sido, en gran
parte, rigurosam ente in sp ira d a por las en señ an zas de M arshall,
m antuvo h asta el fin de su s días u n a estrecha adhesión al P artido
204 I I I N Kl NN I t II ( . A l U K A I I II

Com unista británico. Y John Strachey (1901-1963), figura influyen­


te ajena a la com unidad académ ica, pronosticó y preconizó la in­
m inente revolución en u n a serie de obras muy leídas, en especial
The Corning Struggle for Power.^ En E stados Unidos ningún estu ­
dioso de alto vuelo dentro de la disciplina económ ica abrazó la
causa, pero sí lo hicieron otros m ás jóvenes, sobre todo durante
los años de 1930. El ejemplo soviético era la alternativa obvia y
disponible a las m iserias de la G ran D epresión —con el fracaso
palpable del sistem a capitalista—. Los econom istas tenían que ren­
dirse a la evidencia. Además, durante algún tiem po esta actitud
les reportaba respetabilidad social e intelectual en el ám bito uni­
versitario contem poráneo, ya fuera en Nueva York o en otros cen­
tros culturales. Pero a algunos de ellos esto iba a acarrearles gra­
ves inconvenientes en el decenio de 1950, cuando tuvo lugar la gran
«caza de rojos».

La Revolución ru sa tuvo adem ás otro efecto sobre las actitudes y


las orientaciones en m ateria económica. La caída de la R usia im­
perial anunciaba que la revolución era posible. A raíz de ello so­
brevino en los círculos económicos predom inantes u n a división ra ­
dical, a veces muy antipática y violenta. H abía quienes considera­
ban que la modificación y reforma del sistem a clásico, la corrección
de sus defectos m ás obvios, la atenuación de sus crueldades m ás
flagrantes eran m edidas p ara alejar la revolución. Lo m ejor era
im plantar pensiones de vejez y subsidios de desem pleo, fom entar
la organización sindical, establecer salario s m ínim os y m uchas
otras m edidas por el estilo. A ello se oponían quienes veían en
esas reform as una aproximación a la realidad soviética, un gran
paso hacia u n a servidum bre supuestam ente sim ilar. Este conflic­
to, que se prolongaría d u ran te nad a m enos que setenta años, per­
siste aún en nuestros días.

D urante las dos décadas siguientes a los trascendentales aconteci­


m ientos de 1917-1918, tuvo lugar otra im portante influencia de la
E uropa central y oriental sobre la historia de la econom ía m oder­
na, esta vez procedente de Polonia, H ungría, A ustria y Rum ania.

N u ev a Y ork, C ovici F rie d e , 1933.


111 . I ( n-M \ DI 'Od

'•< concTctó m cduiitc la (Mtiigración désele esos paíseís, en p arte a


t lian Bretaña y en parte a E stados Unidos, de un grupo de econo­
m istas que en años posteriores particip arían en form a considera­
ble, y a veces dom inante, en los debates económ icos del m undo
(le habla inglesa. En todos los casos sus respectivas actitu d es ve­
nían m otivadas, al m enos parcialm ente, por la situación que im ­
peraba en los países de donde h ab ían partido. Q uienes h ab ía n pa-
d(.:cido una represión conservadora, como los polacos y los h ú n g a­
ros, criticab an enérgicam ente la o rtodoxia clásica. E n cam bio,
tmienes tenían experiencia del socialism o, como los au stríaco s de
los períodos de entre guerras, se dedicaban por el contrario a de­
fender el sistem a clásico.
De Polonia llegaron a E stad o s Unidos y a Ing laterra dos de los
principales prohom bres socialistas de la época, quienes volverían
a sus países de origen después de la segunda guerra m undial, p ara
servir en ellos a la revolución, y en cierta m edida p a ra padecerla.
Oskar Lange (1904-1965), un estudioso tranquilo, cortés, pero firme
en sus convicciones, fue a in stalarse en la U niversidad de M ichi­
gan y después en la de Chicago, centro de la ortodoxia del m erca­
do, pero que, como puede com probarse, ofrecía u n am biente no
del todo inhóspito a otras ideas. La noción central del p en sam ien ­
to de Lange era que el socialism o, en su m ejor expresión, podía
replicar el funcionam iento teóricam ente perfecto en lo referente a
la libre elección del consum idor y a la eficiencia pro d u ctiv a de un
sistem a perfectam ente com petitivo, pero libre de los defectos de
éste, a saber, el m onopolio, la explotación, el desem pleo recu rren ­
te, y otros por el estilo. Dos de sus distinguidos colegas de la Uni­
versidad de Chicago, F rank H. K night (1885-1972) y H enry C. Si­
mona (1889-1946), fueron, a su vez, los m ás notorios exponentes
norteam ericanos de la ortodoxia clásica de la época; Simona, en
particular, se dedicó a proponer en aquel entonces las rig u ro sas
políticas oficiales, incluida la estricta aplicación de las leyes con­
tra los trusts, que asegurarían el m ejor funcionam iento posible del
m ercado libre, exento de to d a regulación.^ La noción de que el so­
cialism o podía tom ar el m ercado com o m odelo era h a s ta cierto
punto una idea aceptable en la U niversidad de Chicago.
M ichal Kalecki (1899-1970), que a diferencia de Lange se dis-

6. E n A P o sitiv e P ro g ra m fo r L a is s e z P aire, P u b lic P o licy P a m p h le t N o. 15, e d ita d o


p o r H a rry D. G id e o n se (C h icag o , T h e U n iv e rsity o f C h ica g o P re s s , 1934).
206 J O H N KI N N I ’. I H ( i A I I I KAI I M

tinguía por su carácter perpetuam ente tenso y m alhum orado, era


hom bre de u n a m entalidad notablem ente fértil e inventiva, que
constituía p ara m uchos de sus colegas y am igos de la U niversidad
de Chicago, como posteriorm ente de Nueva York, una fuente de
ideas que no siem pre fue explícitam ente reconocida.^
Tanto Lange como Kalecki volvieron, según se h a dicho, a im ­
portantes puestos en Polonia después de la segunda guerra m un­
dial. Kalecki estuvo d u ran te un tiem po encargado de la planifica­
ción a largo plazo, m ientras que Lange llegó a presidir el Consejo
Económico Nacional de Polonia. Tanto Lange, d u ran te el período
stalinista de Boleslaw Bierut, como Kalecki en años posteriores, se
vieron ocasionalmente en situaciones difíciles como parte de la vida
cotidiana. H acia el final de sus días, Lange le refirió a Paul M.
Sweezy, el m ás conocido estudioso m arxista norteam ericano, que
durante aquellos tiem pos cada noche se iba a dorm ir pensando en
la posibilidad de que vinieran a arrestarlo antes del am anecer.
Por su parte, otros tres investigadores, los m ás enérgicos p a r­
tidarios de que se refo rm ara el sistem a c a p italista como alte r­
nativa a su autodestrucción, llegaron a Inglaterra procedentes de
N ow osielitza, localidad cercan a a Czernovitz, en A u stria (p o ste­
riorm ente incorporada a Rum ania). Se tratab a de Nicholas Kaldor,
posteriorm ente lord Kaldor (1908-1986); Thomas Balogh, luego lord
Balogh (1905-1985), y, como representante algo m enos intransigen­
te, Eric Roll (1907), hoy lord Roll de Ipsden. K aldor y Balogh,
am bos oriundos de Hungría, unieron a sus incesantes ataques con­
tra la ortodoxia clásica en su país de adopción u n a activa partici­
pación en los esfuerzos tendentes a reform ar el sistem a. Kaldor,
inicialmente profesor en la London School of Economics y después,
durante m uchos años, en la U niversidad de Cam bridge, fue uno
de los principales autores del Inform e Veveridge, gran proyecto de
posguerra p ara la im plantación del estado de b ien estar en G ran
Bretaña. Fue tam bién, entre otras m uchas cosas, tenaz propulsor
de una política progresiva en m ateria de im puestos, proponiendo,
por ejemplo, que no se aplicaran tributos a las rentas personales,
sino a los gastos de los particulares, o sea, un im puesto sobre el

7. N in g ú n a s p e c to d e s u o b r a in flu y ó de m a n e ra d e cisiv a e n la s p rin c ip a le s c o rrie n te s


d e l p e n s a m ie n to e c o n ó m ic o , p e ro m u c h a s d e s u s id e a s , in c lu id a la n o c ió n del rie sg o c re ­
cie n te c o m o e le m e n to re s tric tiv o d e l ta m a ñ o d e la e m p re s a , lle g a ro n a c o n s titu ir m o d ific a ­
cio n es r e v e la d o ra s d e l n ú c le o c e n tra l, ta n to d el p e n s a m ie n to o rto d o x o co m o del s o c ia lis ta .
V éase su T h eo ry o f E c o tio m ic D y n a m ic s (N u e v a Y ork, R in e h a rt, 1954).
IMS 1O K I A 1)1 I A I ( I ) M )M lA 207

j;asto, libcraiuio de ese modo de imposición tanto a los ahorros


como a las inversiones. Instó con especial vehem encia a que im ­
plantaran este sistem a a los países que se en co n trab an en las p ri­
m eras etapas de industrialización, d ad as sus necesidades especia­
les en m ateria de ahorro y form ación de capital.
Thom as Balogh, profesor del Balliol College, en Oxford, y ase­
sor influyente (vituperado por los conservadores) de los gobiernos
laboristas, fue un crítico im placable de la ortodoxia clásica, y al
igual que Kaldor, de la consiguiente fascinación p o r el m onetaris-
mo, tem a al que volveremos a referirnos m ás adelante. Fue ta m ­
bién un vigoroso difusor de la política de ren tas y precios, en vez
de recurrir a la capacidad in d u strial ociosa y al desem pleo como
remedio para la inflación. Definió el sistem a clásico con un juicio
muy explícito: «La historia m oderna de la teoría económ ica es un
relato de evasiones de la realidad.»®
El tercero de estos autores, Eric Roll, h a dedicado la m ayor
parte de su vida al servicio del Estado, especializándose en cu es­
tiones de política económ ica internacional. D esem peñó u n papel
muy im portante, quizá el principal, en las negociaciones que con­
dujeron al Plan M arshall, a la constitución de la OTAN y al ingre­
so de G ran B retaña en la C om unidad Europea. T am bién h a sido
un influyente colaborador de confianza de los gobiernos lab o ristas
para tra ta r de adoptar u n a política económica progresivam ente ale­
jada del rigor clásico.^

Como ya se ha observado, los econom istas polacos y h ú n g aro s se


habían sustraído al dom inio de los regím enes derechistas y cripto-
fascistas im perantes en sus respectivos países de origen d u ran te
el período que medió entre am b as gu erras m undiales, y con preci­
sión dialéctica asum ieron u n a tendencia de izquierda, ya fuese re­
volucionaria o reform ista. D urante esos m ism os años, en cam bio,
se m archaron de A ustria, alejándose de la orientación socialista y
favorable a la clase trab ajad o ra que allí predom inaba, los m ás acé­
rrim os exponentes, d entro de la profesión, de la ortodoxia clá-

8. T h o m a s B alo g h , T he Irre le v a n c e o f C o n v e n tio n a l E c o n o m ic s (L o n d r e s , W e id e n fe ld


a n d N ico lso n , 1982), p á g . 32.
9. Y e s c rib ió , e n tr e o tr o s lib ro s , in c lu id a s s u s m e m o r ia s , A H is to r y o f E c o n o m ic
T h o u g h t (N u e v a Y ork, P re n tic e -H a ll, 1942). Al c ita r lo fre c u e n te m e n te e n e s ta s p á g in a s
reco n o zco m i d e u d a p a r a co n e s ta o b r a in d is p e n s a b le .
208 l O l I N K l . N N I l II ( , A 1 H K M I II

sica en su form a m ás p u ra. Se tra ta b a de Ludw ig von Mises


(1880-1973), Friedrich A. von Hayeck (1899), Fritz M achlup, autor
m enos intransigente (1902-1983) y G ottfried H aberler (1900), figu­
ra de influencia algo m enor. Todos ellos term inaron por in sta­
larse en E stados Unidos, luego de hacer escala, por ejemplo, en
G inebra o en Londres, tal como lo había hecho su com patriota Jo-
seph Schum peter después de haber residido d u ran te un tiem po en
Bonn. Pero todos ellos, especialm ente Von M ises y Von Hayek,
coincidían en el dogm a según el cual toda desviación de la ortodo­
xia clásica constituía un paso irreversible hacia el socialismo. Para
ellos, si se considera la variedad de las necesidades hu m an as y la
com plejidad de la estru ctu ra de capital y trabajo requerida p ara
satisfacerlas, el socialism o es una im posibilidad teórica (y p rácti­
ca) que, por o tra parte, se halla intrínsecam ente en conflicto con
la libertad. El subsidio de desempleo, las pensiones p ara la vejez
y la asistencia a los pobres conducen a la represión socialista y a
la consiguiente degradación del espíritu hum ano. M ediante esas
reform as no se salvaría al sistem a capitalista, sino que se le des­
truiría. Y en verdad, a criterio de Von M ises y Von Hayeck, ya
estaba en cam ino de ser destruido. La perfección clásica no adm i­
tía transacciones. El monopolio, que tan to preocupaba a los eco­
nom istas norteam ericanos, era un factor en gran m edida irrelevan­
te, que no justificaba el m al m ayor de u n a intervención g uberna­
m ental, si bien podían aplicarse algunas restricciones en lo relati­
vo a los sindicatos. Von Mises, el m ás despiadado de los p u ristas,
llegó a condenar la intervención en el tráfico de drogas como una
interferencia indebida en el juego de las fuerzas del m ercado y en
las libertades paralelas del individuo. Y en ocasión de haberse
reunido con sus colegas de confesión ortodoxa en M ont Pelerin
(Suiza), p a ra conversar y prodigarse m u tu as alab an zas, se dice
—quizá apócrifam ente— que dio lugar a serias objeciones cuando
sugirió que todas las arm ad as nacionales deberían tran sferirse a
la iniciativa privada.
A ustria, con p osterioridad a la segunda g uerra m undial, ha

10. D eb e m e n c io n a rs e ta m b ié n a q u í a u n d is tin g u id o e s tu d io s o h ú n g a ro , W illia m J.


F e lln e r (1 9 0 5 -1 9 8 3 ), d e la U n iv e rsid a d d e Y ale, q u ie n p ro fe s ó ig u a l fe e n el s is te m a c lá s i­
co y q u e fo rm ó p a r te d e l C onsejo de C o n s u lto re s E c o n ó m ic o s b a jo lo s p r e s id e n te s N ixon
y F o rd , d e s d e 1973 h a s ta 1975.
11. V é a s e H u m a n A c tio n : A T re a tis e o n E c o n o m ic s (N e w H a v e n , Y ale U n iv e rs ity
P re ss , 1949), p á g s . 728-729. L a s o p in io n s de F rie d ric h v o n H a y e k h a n sid o e x p u e s ta s en
s u f o rm a m á s c o m p le ta e n s u o b ra , ta n le íd a e n a q u e lla é p o c a , T h e R o a d to S e r fd o m
(C h icag o , T h e U n iv e rsity o f C h icag o P re ss , 1944).
I I I M I IK I A m 1 A 1 ( ( >N< ) M I A 2 0 ‘)

conslituido un modulo de buen funcionamiento de la economía. Du-


lante todo este período los precios han sido allí relativam ente es­
tables; la moneda, fuerte; el empleo, total, y la tran q u ilid ad so-
i'ial, im perturbable. Este resultado se atribuye en gran p arte a que
dicha nación cuenta con un buen sistem a de b ien estar social, con
un equilibrio entre los bancos oficiales y los privados, y en tre las
dem ás em presas, y con u n a política de econom ía social de m erca­
do, la cual, como defensa contra la inflación, aplica restricciones
cuidadosam ente negociadas en m ateria de rem uneraciones y de sa­
larios, en lugar de políticas m onetarias y fiscales rigurosas, y del
consiguiente desempleo. De todo esto, ¡ay!, n ad a h ab ría sido posi­
ble si las grandes figuras de la econom ía política au stríaca d u ra n ­
te las décadas de 1920 y de 1930 h u b ieran podido ejercer u n a in­
fluencia efectiva en su patria.

Desde luego, los em igrantes de la E uropa central y oriental in s ta ­


lados en Occidente no fueron de ningún m odo la única fuente de
las ideas favorables a la revolución, a las reform as d estin ad as a
impedirla, y a la rigurosa resistencia a la reform a por co n stitu ir
un paso hacia la revolución. Pero lo cierto es que estos distin g u i­
dos econom istas h an enunciado opiniones m uy claras y lo h an
hecho con u na fuerza de expresión realm ente notable. Es indiscu­
tible que nadie ha sido m ás severo —o m ás influyente— que Kal-
dor o que Balogh en su crítica de la ortodoxia clásica y en la ne­
cesidad de introducir reform as p ara m ejorar la econom ía. Y nadie
ha argum entado ta n poderosam ente en favor de la in tran sig en cia
ante las reform as como Friedrich von Hayek, quien todavía en la
actualidad sigue haciéndolo de cuando en cuando.
XV. LA FUERZA PRIMORDIAL
DE LA GRAN DEPRESIÓN

Un rasgo tan singular como significativo del sistem a clásico es


la ausencia de un^ teoría sobre las depresiones económ icas. Ello
no resuIta~sorprendente, pues, como ya hem os visto, el sistem a,
por su propia naturaleza, excluye las cau sas relevantes. El equili­
brio al cual se aju sta la econom ía se b asa en el pleno em pleo, re­
sultado al cual conducen inevitablem ente los cam bios en m ateria
de sa la ri^ ~ y de precios. Y luego, tam b ién la ley de Say. Es evi-
tleiíte" q u e ^ n u na época de depresión las m ercancías se acum ulan
por falta de com pradores, y los trab ajad o res perm anecen inacti­
vos, pues habiendo existencias m ás que suficientes y con los al­
macenes repletos, ¿quién necesita m ás producción? Pero la falta
de com pradores equivale a u n a insuficiencia de la dem anda, y sin
em bargo la ley de Say estipula en los térm inos m ás claros que
esto no puede suceder. Sólo los analfabetos y, p alab ra d esag rad a­
ble pero frecuente, los chiflados p ien san de otro modo. Todo eco­
nom ista que se respete sabe que en todo m om ento la producción
g eñ S ^ e l flujo de capacidad ad quisitiva suficiente por su m ism a
naturaleza para com prar todo lo que se produce. De u n a m anera
u otra, ese flujo de recursos se gasta ya sea directam ente en bie­
nes de consum o, o bien, si es objeto de ahorros, en inversiones en
bienes de equipo y capital circulante.
De todo ello se desprende o tra consecuencia obvia: no puede
haber rem edio para la depresión si ésta se halla excluida p o r la
teoría. Ningún médico, por m ás prestigio que tenga, puede tra ta r
una enferm edad inexistente.
Esto no significa que d u ran te los añ o s an terio res a la G ran
Depresión no se hayan dedicado estudios al ciclo com ercial. De
ninguna m anera. Pero lo que p asab a era que el estudio y la en­
señanza en la m ateria no fo rm aban p arte del núcleo cen tral del
p ensainiento económ ico. Se tr a ta b a de u n a ra m a s e p a ra d a de
212 J O H N K } ' N N I ' I II O A l . H K A i r i l

investigación y docencia, llam ada «los ciclos económicos», o sim ­


plem ente «los ciclos». Y no había ningún consenso respecto a las
causas de las fluctuaciones económicas. Se argum entaba, por ejem­
plo, en form a no del todo plausible, que tales ciclos eran origina­
dos por iHanchas sólares, las cuales influían directam ente, au n ­
que de m anera b astan te m ística, sobre la econom ía, o bien in di-
rectam ente, m ediante su efecto en el cliina, y p o r tan to , ^n la
producción agraria. O bien, que eran ocasionados por ciclos me­
teorológicos. O m ás probablem ente, que eran causados por los re­
petidos brotes especulativos del siglo anterior, a saber, períodos
de expansión basados en préstam os fácilm ente otorgados por los
excesivam ente com placientes bancos de la época, con la inevitable
contracción que sobrevenía cuando debían cancelarse los créditos
o cuando se presentaban p ara su conversión los billetes y no Kabís
liquidez con que responder. O si no, que se debían a olas de creci­
miento de duración diferente e inm utable, cuyos orígenes eran con­
siderablemente misteriosos. Finalmente, había quienes atribuían las
depresiones a la restricción de la oferta m onetaria y a la correlati­
va deflación de los precios, como sucedió cuando se adoptó el p a­
trón brocen 1873.
El estudio m ás com petente, y en verdad brillante, del ciclo eco­
nómico fue el efectuado por Wesley C. M itchell (1874-1948) en un
principio, cuando era profesor de la U niversidad de California, y
du ran te un período m ucho m ás extenso de su carrera en la Uni­
versidad de Columbia y en el National Burean of Econom ic Re­
search. En su condición de estudioso em ancipado de los vínculos
restrictivos del sistem a clásico, Mitchell sacó en conclusión que
cada ciclo com ercial constituía una serie única de acontecim ien­
tos, y tenía, a la vez, u n a única explicación, pues, como él decía,
era consecuencia de una serie precedente de acontecim ientos, ta m ­
bién única.^ No podía pretenderse que un econom ista hiciera gran
cosa para rem ediar los efectos de las m anchas solares o del clima.
Ni p ara encarar las crisis financieras que sólo eran reconocidas,
como era tendencia general, ex post facto. Y si en verdad, como
sostenía Mitchell, las depresiones eran causadas por sucesos dife­
rentes y heterogéneos, no podía concebirse ninguna fórm ula gene­
ral aplicable p ara su prevención o cura.

1. V é a se W esley C. M itch e ll, B u s in e s s C ycles (N u e v a Y ork, N a tio n a l B u re a u o f E c o ­


n o m ic R e se a rc h , 1927).
IIIS r O K l A 1)1 I A 1 <O N O M I A 213

l.ii consccucnciii d f todo este cuadro, cuando sobrevino la G ran


Depresión, una vez producido el derrum be de la bolsa en octubre
de 1929, fue que los econom istas de la escuela clásica, o sea casi
lodos, se hicieron a un lado. E ra de esperar. Dos de las p rin cip a­
les figuras de la época, Joseph Schum peter, en ese m om ento pro-
lesor en H arvard, y Lionel Robbins, de la London School of Eco-
iiomics, salieron a la p alestra p ara exhortar concretam ente a que
no se hiciera nada. En efecto, la depresión debía seguir librem ente
■iu curso, única form a en que llegaría a curarse, de m odo esp o n tá­
neo. La causa de la crisis era la acum ulación de venenos en el
sistem a; a su vez, las penalidades resu ltan tes elim inarían la p o n ­
zoña y devolverían la salud a la econom ía. Según lo declaró explí­
citamente Joseph Schumpeter, el restablecim iento del sistem a siem ­
pre tenía lugar espontáneam ente. Y añadió: «Y eso no es todo:
nuestro análisis nos conduce a creer que la recuperación sólo puede
ser efectiva si se produce por sí m ism a.
D urante los años restan tes del período presidencial de H erbert
Hoover, h asta m arzo de 1933, la política económ ica de E stados
Unidos siguió las prescripciones del sistem a clásico. Se esp erab a
la recuperación y se la predecía de m odo aprem iante. T an ap re­
miante, que la bolsa tendía a caer inm ediatam ente d esp u és de los
pronósticos oficiales. Tanto es así que un presidente del Comité
Nacional del Partido R epublicano llegó a cu lp ar al P artido Demó­
crata de conspirar en W all Street. Pero por m ás políticos que fue­
ran sus auspicios, debe repetirse que esa clase de predicciones se
basaban por entero en la teoría clásica; el equilibrio, caracteriza­
do por el pleno empleo, era un rasgo inherente del sistem a, y p o r
lo tanto la recuperación era inevitable. No era preciso to m ar n in ­
guna m edida para prom over lo que de todos m odos iba a ocurrir.
H erbert Hoover, cuya reputación es ta n baja en la h isto ria de la
economía, no hizo en realidad m ás que acatar por com pleto las
ideas económ icas adm itidas en su época.
Con Franklin Roosevelt llegaron finalm ente a producirse im por­
tantes desviaciones de la ortodoxia clásica, por m ás que no h u b ie­
ran sido prom etidas en absoluto d u ran te su cam p añ a electoral de
1932. La depresión revestía tres facetas visibles. La prim era, u n a
incontenible deflación de los precios, con la consiguiente ola de

2. J o s e p h A. S c h u m p e te r, « D e p re ssio n s» , e n T he E c o n o m ic s o f th e R e c o v e ry P ro g ra m
(N u e v a Y ork, W h ittle se y H o u s e , M c G ra w -H ill, 1934), p ág . 20. L io n el R o b b in s fo rm u ló
o b se rv a c io n e s s im ila re s e n T h e G reat D e p r e ss io n (L o n d r e s , M a c m illa n , 1934).
IIISIO KIA m I . A I <O N O M I A 215

Dos de los miembros del equipo de expertos de Roosevelt, Rex-


lord Guy Tugwell (1891-1979) y Adolf A. Berle, Jr. (1895-1971)
i-ran personajes de particular distinción en m ateria económica. Tug­
well, en sus tiem pos de profesor ay u d an te en la U niversidad de
(blum bia, durante el decenio de 1920, había persuadido a un grupo
de jóvenes econom istas conocidos suyos a que eolaborasen en la
edición de una obra colectiva que proyeetaba p ubliear bajo el títu ­
lo de The Trend o f Econom ics^ C onsideraba, y esperaba, que se
trataría de (cuna especie de m anifiesto de la joven generación», ob­
servando que se podría decir, de sus colaboradores, que ((ninguno
ha publicado uno de esos libros tradicionales llam ados Principios
de economía política)).'^ El foeo central de interés en el libro era la
neeesidad de proceder a un exam en de las institueiones económ i­
cas —em presas com ereiales, adm inistraeión pública, grupos de in­
tereses— al igual que de los incentivos pecuniarios y ((no com er­
ciales». Todos esos factores debían ser encarados en su realidad
concreta, en vez de acom odarlos a las necesidades de la eeonom ía
política clásica. Al m ism o tiem po, se in sta b a a la m edición e sta ­
dística de los fenóm enos económicos, m olestia que por lo general
no se tom aban los representantes del sistem a clásico.
Trends, nom bre bajo el cual vino a ser conoeido el libro de
Tugwell, fue un docum ento p recursor dentro de u n a trad ieió n eco­
nómica típicam ente norteam ericana que, originada en la o b ra de
Veblen, exam inaba la econom ía política con u n criterio an tropoló­
gico y, al no verse lim itada por el rigor clásico, estab a ab ierta a
reform as pragm áticas. Con el tiem po, esta eorriente refo rm ista re­
cibiría el nom bre de eeonom ía institucional o institucionalism o, y
a sus adherentes se les denom inaría, en conjunto, ((Escuela in sti­
tucional».
Rex Tugwell, como se le conocía universalm ente, tuvo u n a par-
tieipación de prim era im portancia tan to en el equipo de expertos
anterior a la elección, como posteriorm ente d u ran te el período de

d ém ic o s c o n s e rv a d o re s m á s d is tin g u id o s , o se a, d e lo s r ig u ro s a m e n te c lá s ic o s, d e a q u e lla
ép o ca. H a y u n a a n é c d o ta , p o s ib le m e n te e x a g e ra d a , a c e rc a d e u n o d e e llo s; T h o m a s Ñ ix o n
C arv er, d e H a rv a rd , sin p e r c a ta r s e de q u e s u n o m b r a m ie n to h a r ía q u e la g e n te e s c u c h a r a
s u s p a la b r a s — q u e u s u a lm e n te p a s a b a n d e s a p e r c ib id a s — , p re c o n iz ó p ú b lic a m e n te la co n ­
v e n ie n c ia d e e s te riliz a r a to d o s los p o b re s d e s o le m n id a d e n E s ta d o s U n id o s, p a r a q u e n o
p u d ie r a n r e p ro d u c ir s e y p e r p e tu a r s u lin a je . D efin ió e s ta c a te g o r ía d e m e n e s te ro s o s co m o
la d e q u ie n e s te n ía n u n in g re s o a n u a l in fe rio r a 1.800 d ó la re s , o se a, e n a q u e l e n to n c e s ,
m á s o m e n o s la m ita d d e t o d a s la s f a m ilia s d e l p a ís . D e s p u é s d e e s to , el b ra in t r u s t del
P a r tid o R e p u b lic a n o fu e s ile n c io s a e irre v o c a b le m e n te su p rim id o .
4. N u ev a Y ork, A lfred A. K n o p f, 1924.
5. A m b a s c ita s e s tá n to m a d a s d e la in tro d u c c ió n a T h e T re n d o f E c o n o m ic s , p á g . ix.
216 J O H N K E N N U T l l ( i A I . IIKAI TlI

gobierno de Roosevelt. G racias a sus credenciales universitarias,


estaba en una situación sum am ente favorable para persuadir a Roo­
sevelt de que podía rom per con la ortodoxia clásica, lo cual repre­
sentaba un riesgo nad a pequeño en aquellos tiem pos.
El segundo econom ista del grupo de expertos (aBrain Trust»)
fue Adolf A. Berle, Jr., tam bién de la U niversidad de Columbia.
Aunque era abogado de profesión, y no econom ista, escribió, en
colaboración con G ardiner C. M eans (1896), joven econom ista de
la U niversidad de Columbia, un ataque de sum a im portancia —y
de gran influencia potencial— contra el sistem a clásico. Si esto no
se reconoció inm ediatam ente, quizá pueda explicarse en p arte por
la circunstancia de que Berle, al ser ju rista, no fue tom ado muy
en serio por los econom istas reconocidos, precisam ente por refe­
rirse a u n a cuestión de m áxim a im portancia p a ra la disciplina.
Tam bién puede responder parcialm ente al hecho de que la obra
de Berle y M eans era sencillam ente dem asiado perjudicial p ara el
sistem a clásico, de m odo que m ás convenía ignorarla.
La obra en cuestión, The Modern Corporation and Prívate Pro-
perty,^ se ocupaba de la adm inistración y el control de la gran
em presa m oderna, y en ella se exponía con im presionante apoyo
de estadísticas^ la concentración industrial en E stados Unidos: se
calculaba en efecto que las doscientas sociedades anónim as p rin ­
cipales, con excepción de las bancarias, poseían casi la m itad de
la riqueza del país en poder de sociedades, salvo la correspondien­
te a los bancos, o sea, casi la cuarta parte de la riqueza nacional
total. Y, lo que era igualm ente im portante, en la m itad de esas
firm as, los accionistas habían dejado de ejercer un papel significa­
tivo. El poder, a todos los efectos prácticos, h abía sido transferido
de modo irreversible a los directivos, quienes sólo rendían cuen­
tas, si acaso, a un consejo de adm inistración designado por ellos
mism os.
Ciertam ente, esto era subversivo. Una vez adm itida sem ejante
concentración, la norm a venía a ser el oligopolio y.no-la. Jibre com­
petencia. Dicha tendencia, según la había previsto Marx, había ve­
nido desarrollándose obviam ente en form a acelerada. Pero todavía

6. N u ev a Y ork, M a cM illan , 1932.


7. Si b ie n s u o b ra , e n c o n ju n to , n o fu e o b je to de c rític a in m e d ia ta , tu v ie ro n lu g a r en
efe c to d e c id id a s te n ta tiv a s d e c u e s tio n a r la s e s ta d ís tic a s e n q u e se a p o y a b a . E n e s ta e m ­
p re s a tu v o u n p a p e l d e s ta c a d o u n e s ta d ís tic o d e H a rv a rd , W . L e o n a rd C ru m , q u ie n , c a d a
vez q u e v o lv ía a v e r a lg ú n co leg a su y o a l c a b o de a lg u n o s m e s e s, le c o n ta b a q u e h a b ía
d e s c u b ie rto n u e v o s e rro re s e n lo s c á lc u lo s de B erle y M e an s.
I I I M O K I A m ; I.A l,( O N O M I A 217

laltaba lo peor. (Juieties habían asum ido la casi to talid ad del con­
trol de las em presas no eran los capitalistas a quienes se refería
Marx, sino los directivos profesionales. De m odo que h ab ía llega­
do a existir el poder sin propiedad.* La figura d om inante venía a
ser el burócrata de la gran com pañía, no el ta n celebrado em pre­
sario tradicional. El espíritu em presarial se veía su stitu id o por la
burocracia. Pero en estas condiciones, ¿se dedicarían los directi­
vos a m axim izar los beneficios p ara propietarios a quienes no co­
nocían, o bien optarían por hacerlo en provecho propio? O alter­
nativam ente, ¿se propondrían otros fines d istintos y en conflicto
con los antedichos? ¿Podrían, por ejemplo, prom over el crecim ien­
to de la em presa, por tratarse del objetivo m ás apto p a ra realzar
su propio prestigio y poder, en vez de perseguir la m ultiplicación
de las ganancias de accionistas ignotos? Todas estas altern ativ as
eran de lo m ás inquietante. En el sistem a de com petencia im per­
fecta o m onopolista de Joan R obinson y de E d w ard C ham berlin
seguía m andando el capitalista o em presario, y éste p ersistía en
su esfuerzo por m axim izar los beneficios. Si bien los resu ltad o s
no eran socialm ente óptim os, podían com paginarse con el p e n sa ­
miento clásico. Pero no ocurría lo m ism o con las concepciones de
Berle y de M eans. En consecuencia, la m ejor solución era ig n o rar­
las, cosa que se hizo en m edida muy considerable.^
Una vez que Roosevelt fue elegido p residente, Berle, si bien
pronto llegaría a convertirse en figura influyente en W ashington,
no asum ió en seguida funciones oficiales. Pero en cam bio sí lo hizo
Tugwell, y con él, G ardiner M eans, a quien se h ará referencia m ás
adelante. Estos dos personajes, con otros que en breve les acom ­
pañarían, fueron precursores del papel de los econom istas en la
vida pública estadounidense. Y la opinión pública no los recibió
con gran entusiasm o: los caricatu ristas de los periódicos celebra­
ron su presencia en la capital de la nación tipificando el New Deal
en la figura de un sujeto ridículo revestido con la toga universi­
taria.
No obstante, la intervención de los econom istas d u ran te el año
inicial de la prim era presidencia de F. D. Roosevelt, que fue objeto

8. T ítu lo d e u n lib ro p o s te rio r de A d o lf A. B erk, Jr. (N u e v a Y ork, H a r c o u r t, B race,


1959).
9. H a s ta c ie rto p u n to B erle c o n tin ú a s ie n d o ig n o ra d o . P o r e je m p lo , e n el ín d ic e a lf a ­
bético del te x to d e C am p b ell R. M cC onnell E co n o m ic s, 9.^ ed ició n (N u e v a Y ork, M e G raw -
H ill, 1985), P a u l A. S a m u e lso n y W illia m D. N o r d h a n s re c o n o c e n d e b id a m e n te la in f lu e n ­
cia d el « e s tu d io clásico » d e B erle y M e an s.
218 J O H N K H N N l ' I'll ( i A I MKAI I H

de los m ás ardientes debates, no provino del grupo original de ex­


pertos, sino que sus protagonistas fueron otros, y, conform e a la
m ás antigua tradición norteam ericana, tuvo por eje la cuestión mo­
netaria.
C uando Roosevelt asum ió la presid en cia en m arzo de 1933,
hacía tres años que los precios, tan to los industriales como, en
especial, los agrícolas, hab ían venido experim entando u n a caída
devastadora. Y por todo el país cundían llam am ientos inspirados
en la antigua prédica de Bryan p ara que se procediera a la adop­
ción de m edidas m onetarias destinadas a co n trarrestar dicha ten­
dencia, instando, por ejemplo, al abandono del p atró n oro, a em i­
tir nuevos billetes de banco (greenbacks) (recurso autorizado, pero
no prescrito por la Ley de Ajuste Agrícola de los prim eros días
del nuevo gobierno) y a la rem onetarización de la plata. Estos lla­
m am ientos no provem áh, jpor otra parte, ta n sólo de los agriculto­
res y de los estados del Oeste, fuentes tradicionales de la agita­
ción favorable al dinero fácil, sino que se sum aron a ellos resp eta­
bles hom bres de negocios, incluidos unos cuantos banqueros.
En 1921, Irving Fisher, con el apoyo de Wesley C. Mitchell y
de otros econom istas disonantes, conjuntam ente con el futuro se­
cretario de agricultura y vicepresidente H enry A. Wallace, y con
John G. W innant, posteriorm ente gobernador de New H am pshire
y em bajador ante la corte de St. Jam es, había fundado la Asocia­
ción Pro M oneda Estable. La m ism a tenía por objeto au m en tar o
dism inuir la oferta de dinero, en los térm inos de la ecuación de
Fisher, p a ra obtener un nivel de precios estable, en lugar de la
inestabilidad que suponía el patrón oro, especialm ente por las ten­
dencias ap aren tem en te d eflacionistas del m ism o. Y entonces, a
principios de 1933, se creó un órgano bajo la im presionante deno­
m inación de Comité Nacional p ara la Reconstrucción de los Pre­
cios y de la C apacidad Adquisitiva, que tenía a Fisher entre sus
asesores. Lo presidía Frank A. V anderlip, ex presidente del N atio­
nal City Bank, y entre sus m iem bros se contaban los presidentes
de Sears, Roebuck, Rem ington Rand y de la cadena de periódicos
G annett. De m odo que la tendencia favorable al dinero regulado,
nada m enos que el m onetarism o, había penetrado en las altas es­
feras de las sociedades anónim as, aunque no hubiese llegado de
ninguna m anera a dom inarlas.
D urante los prim eros días del New Deal, Roosevelt suspendió
los pagos en oro dé los bancos y prohibió el atesoram iento, es
III M O K I A 1)1 I.A I - Í O N O M I A 219

decir, la tenencia di- oro por los particulares. De este modo, no


sólo se suspendió el patrón oro, sino que tam bién se puso fin a la
retención de este m etal p ara beneficiarse del aum ento de su p re­
cio en HSrares. Aunque los precios de las m ercancías experim enta­
ron un breve increm ento en el verano de 1933, las m edidas ad o p ­
tadas por el presidente no contribuyeron en absoluto a increm en­
tar la capacidad adquisitiva ni la dem anda. Y la nueva adm inis-
tracíoñT'liconrpañándolas con u n ejercicio ortodoxo paralelo, em ­
prendió u na serie de im portantes reducciones de salarios en la fu n ­
ción pública y de otros gastos oficiales, poniendo de relieve u n a
tendencia conservadora en m ateria fiscal m ás allá de lo m eram en ­
te simbólico. A fines de verano y principios de otoño volvieron a
caer lam entablem ente los precios, especialm ente los de la p roduc­
ción agrícola, y el m onetarism o acudió en socorro de la econom ía.
En la Universidad de Cornell, no en el D epartam ento de Eco­
nomía, que entonces respondía a una tendencia decorosam ente clá­
sica, sino en lo alto de u n a colina, por encim a de herm osos p a r­
ques universitarios, en el Colegio de A gricultura, tra b a ja b a n dos
econom istas agrarios, George F. W arren (1874-1938) y F ran k A.
Pearson (1887-1946), quienes se sentían personalm ente p reo cu p a­
dos por los efectos perjudiciales de la deflación de los precios sobre
los agricultores. H acía ya varias décadas que h ab ían venido calcu­
lando la evolución de las relaciones entre los precios de las m er­
cancías y los del oro. Cada vez que el precio de este m etal subía,
tam bién lo hacía el precio de las m ercancías, lo cual no era del
todo sorprendente. C uando se había procedido a em itir la m oneda
continental y los greenbacks p ara contribuir a la financiación de
la revolución y de la guerra civil, los precios de las m ercancías
tam bién habían subido. Y así como la capacidad ad quisitiva del
dólar había descendido en consecuencia, tam bién h ab ía d ism in u i­
do notablem ente su capacidad p ara com prar oro, o sea, que el pre­
cio de este metal había subido. Sobre la base de estos hechos com ­
probados y de otros menos trascendentales se presentó la pro p o si­
ción de W arren: «aum en tad el precio al que el Tesoro público
com pra el oro, y de esa form a subirán los precios», p articu larm en ­
te los agrícolas, que eran motivo de especial preocupación.
Al form ular su propuesta, W arren con tab a con el apoyo de Ir-
ving Fisher y de uno de sus colegas m ás influyentes en Yale, Jam es
Harvey Rogers, si bien los colegas econom istas de estos dos ú lti­
mos consideraban que su criterio en esta cuestión era algo m ás
220 J O H N K H N N l . n i C ; A 1 H K A H 11

refinado, sin dejar de ser peligrosam ente erróneo. En otoño de


1933, con el beneplácito de los discípulos de Bryan y del Comité
Nacional, el gobierno comenzó a ofrecer precios progresivam ente
m ás elevados por el oro que se llevaba al Tesoro p ara ser cam bia­
do por dólares. Se tra ta b a del m etal recién extraído de las m inas,
pues el de propiedad privada ya había sido entregado.
Y aquí se advirtió el principal defecto del plan. Si se hubiera
em pezado por perm itir a los particulares que g u ard aran su oro,
habrían podido obtener ganancias im previstas en dólares al entre­
garlo. Quizá (nadie puede saberlo) ello habría ocasionado u n a ola
de gastos que hubieran hecho subir los precios. Pero como el oro
había sido secuestrado, tal cosa no podía suceder, y aquellos que
por puro descuido aún no hubiesen entregado el oro que poseían,
se veían en la im posibilidad de confesar tal om isión yendo a con­
vertirlo y gastándose el producto respectivo. En consecuencia, el
valor del dólar cayó en los m ercados de cam bios extranjeros, por
cuanto los dem ás países, que m antenían el p atrón oro y cuyas mo­
nedas seguían siendo convertibles en este m etal, pudieron a p artir
de entonces com prar m ás dólares, ocasionando así la depreciación
de la divisa estadounidense. Al parecer, el ab aratam iento de ésta
dio lugar a algún aum ento de las exportaciones, pero los benefi­
cios correspondientes no pudieron advertirse en un país cuya eco­
nom ía dependía en form a tan preponderante del m ercado interno.
Pero en cam bio fue considerable la reacción de los profesiona­
les de la econom ía política, y la de los círculos financieros m ás
respetables. E sta reacción no se dirigió contra la evidente inefica­
cia de la política, sino contra su aparente tem eridad al m enosca­
bar el principio de u n a m oneda sólidam ente fundada, convertida
en oro, independiente de toda m anipulación del Estado, y por en­
cima de tales riesgos. E ra muy preferible la deflación a ta n im ­
prudente infracción de sólidos principios clásicos.
La m ás fam osa autoridad m onetaria del m om ento era un pro­
fesor excepcionalm ente am able de Princeton, Edw in W. Kemme-
rer (1875-1945). H abía adquirido su experiencia m onetaria como
jefe de m isiones enviadas a países ta n diversos como los de Amé­
rica Central y Polonia p ara poner en orden sus m onedas. Su te ra­
pia había consistido en concertar p ara esos Estados préstam os con
bancos de Nueva York, cuyo m onto en dólares se utilizaría para
devolver al patró n oro la m oneda devaluada del infortunado país
en cuestión. A veces se dab a a esta m oneda un nuevo nom bre.
niMOKiA d i : i .a economía 221

l)or ejemplo, el de algún personaje teóricam ente bienam ado de la


historia nacional. Si bien los éxitos así obtenidos por K em m erer
eran objeto de general aplauso, la verdad es que después de su
retorno a Princeton no era raro, al cabo de algún tiem po, que el
país aludido volviera a desentenderse del p atró n oro.
Pero llegó el m om ento en que el profesor K em m erer p u d o d iri­
gir su atención al patrón oro de su propio país. Bajo su p resid en ­
cia se creó el Comité de Econom istas sobre Política M onetaria. Él
mismo congregó a toda la sólida opinión clásica, en oposición a lo
que había llegado a denom inarse el Plan W arren. El Comité N a­
cional recibió un fuerte apoyo de la p ren sa y de los sectores fin an ­
cieros, y su oposición al Plan W arren fue alen tad a y realzad a por
un acontecim iento al cual se dio gran publicidad, a saber, la p ro ­
testa y dim isión de tres altos funcionarios del Tesoro: D ean Ache-
son, años después secretario de Estado; Jam es P. W arburg, perso­
naje liberal de Wall Street que llegaría con el tiem po a ren eg ar de
su excepcional descenso a la ortodoxia, y O. M. W. Sprague, p ro ­
fesor de H arvard que gozaba de reputación como g ran au to rid ad
en tem as financieros. Tam bién se ha hecho hincapié rep etid am en ­
te en el hecho de que el profesor W arren fuese econom ista agra­
rio. Se tra ta b a de un sector de la profesión económ ica sum am ente
denigrado, en opinión de m uchos con ju sta razón —m ás ad elan te
volveremos a exam inar este a su n to —, y no se estim ab a ap ropiado
que política alguna relacionada con el dinero fuese elab o rad a por
un econom ista agrario o, como solía decirse, cam pesino.
En enero de 1934, en gran m edida como resu ltad o de la resp e­
tada oposición de los profesionales, pero tam bién, lo que es m ás
seguro, a consecuencia de la notoria falta de influencia de la po­
lítica de com pra de oro sobre los precios, se procedió a d ejar
sin efecto el Plan W arren. El precio del oro aum entó de 20,67 dóla­
res por onza, que se había fijado hacía m ucho tiem po, a 35 dó­
lares por onza, precio en el cual quedó estabilizado el m etal am a­
rillo por algo m ás de un tercio de siglo.

El estudiante de nuestros días h ab rá de p reguntarse, casi au to m á­


ticam ente, por qué esta política giraba en torno del precio del oro.
¿No hab ría sido acaso mejor, u n a vez suspendidos los pagos en
oro en las transacciones dentro del país, im p lan tar u n a fuerte po­
lítica liberal bajo la dirección del Sistem a de la Reserva Federal?
In s I ( ) U 1A 1) 1', I.A lU ( ) N ( ) M IA 223

cam bio no estaba a su alcance aseg u rar el aum ento de la dem an ­


da m ediante la reducción de los tipos de interés y la expansión de
los créditos bancarios. A raíz de ello, el increm ento del gasto p ú ­
blico para estim ular la dem anda constituyó la resp u esta a la inefi-
c;acia de la política m onetaria aplicada d u ran te la depresión.

Hntretanto, la depresión y la deflación de los precios h ab ían con­


ducido a otros dos esfuerzos m ás espectaculares p a ra ob ten er la
subida de los precios, uno de ellos recurriendo a u n a acción di­
recta, y el otro, m ediante la lim itación de la oferta.
La acción directa encam inada a la subida de los precios, p rin ­
cipalm ente los de los productos industriales, tuvo lugar p o r in ter­
medio de la Ley de Recuperación Nacional —la NRA, con su Agui­
la Azul, tan sim bólica—. Se reunió a los vendedores p a ra co n su l­
tarles y proceder el establecimiento de precios m ínimos. Como quid
pro quo, se les exigió que perm itieran a los trab ajad o res h acer lo
mismo, o sea, proceder a negociaciones colectivas bajo n o rm as de
equidad. Se tra ta b a de u n a iniciativa cuyo m érito era innegable.
En efecto, como lo hab ían dem ostrado Berle y M eans, se h ab ía
producido una gran concentración in d u strial y, en consecuencia,
había en la m ayor p arte de los sectores in d u striales u n a can tid ad
adecuada de em presas con las cuales podían efectuarse consultas
para establecer acuerdos. El olígopolío, y no la com petencia, había
llegado a convertirse en la norm a industrial. H abiendo llegado a
esa posición, cada firm a podía por sí m ism a influir pod ero sam en ­
te en sus propios precios, y en p articular, rebajando su s salarios,
podía operar provechosam ente o con m enos p érd id a m ediante p re­
cios m ás bajos, obteniendo así por lo m enos u n a ventaja p asajera
sobre las dem ás em presas de la in dustria. É stas, a su vez, h aría n
lo mism o, provocando de ese m odo u n a espiral com petitiva d es­
cendente de salarios y precios, v erdadera réplica, en todo sentido,
de la espiral ascendente que algún día llegaría a ser reconocida,
aunque de m ala gana, cono u n a nueva y poderosa form a de infla­
ción. En aquel entonces, las com pañías, respondiendo a las in s­
tancias de la NRA, se pusieron de acuerdo p a ra detener la espiral
descendente.
Pero esta concepción del problem a no llegó a ser adm itida. Los
econom istas no encontraron ninguna justificación económ ica a la
NRA, sino que vieron en ella el m ás form idable ataq u e ja m ás p er­
224 J O H N K H N N r . T H ( i A l H K A I TH

geñado contra el sistem a clásico. R esultaba que la NRA venía a


proclam ar la nocividad de la com petencia del m ercado con su si'
cuela de reducción de precios, declarando que la m ism a era contra
ria al interés público, al m ism o tiem po que el monopolio, la gran
falla reconocida del sistem a clásico, se consideraba aceptabl^ y se-
prom ovía por interm edio de sus códigos. Y adem ás, m ediante una
iniciativa suplem entaria, que no podía en modo alguno p asarse poi
alto, ignoraba la legislación antitru st, cuya existencia presentaba
el máximo apoyo oficial otorgado al sistem a clásico. Así las cosas,
¿qué subsistía en verdad de dicho sistem a?
A diferencia del caso del program a de com pra de oro, no tuvo
lugar ningún ataque organizado de los econom istas contra la NRA;
como siem pre, la crisis del dinero suscitó u n a reacción litúrgica
m ás im portante. Unos pocos econom istas trab ajaro n p ara la NRA
—en aquella época era muy difícil conseguir em pleo—, siendo pol­
lo m enos perm isible form ar p arte de u n a oficina creada p a ra ser­
vir de portavoz a los intereses del consum idor. P ara la profesión
en su conjunto, la NRA fue un símbolo de egregio error oficial, y
así quedó descrita en los relatos de la época.
El 27 de mayo de 1935 la Corte Suprem a anuló las norm ati­
vas codificado ras de la NRA, p recip itan d o así el experim ento
a un abrupto fin; no cuesta m ucho creer que la actitud adversa
de los econom istas haya contribuido a sen tar las bases de este de­
senlace.
En épocas recientes, la NRA y el ám bito en que ésta se desa­
rrolló h an llegado a producir, como acaba de advertirse, un efecto
de im agen en el espejo. Se ha considerado que la acción recíproca
entre salarios y precios —u n juego en el cual los salarios ocasio­
nan la subida de los precios, y éstos a su vez la de los salario s—
constituyó una causa de inflación. La intervención del Estado para
detener el proceso en espiral —la regulación de salarios y precios—
se ha convertido en asu n to de debate, y la resp u esta clásica que
obró ta n enérgicam ente contra la NRA h a vuelto u n a vez m ás a
convertirse en u n a influyente oposición. Una vez m ás, el pasado
es presagio del presente.

El segundo gran esfuerzo desarrollado p ara el sostenim iento de los


precios tam bién constituyó un ataque contra la fe clásica, y tuvo
lugar no en la industria, sino en la agricultura. En el m undo rural,
m , 11 )K1A DI'. I.A !■:( O N O M lA 225

la com petencia seguía en vigor, encarnando una réplica razo n ab le­


m ente fiel del modelo clásico: m illares, h a sta m illones de p ro d u c­
tores se supeditaban a la vigencia de precios que ninguno de ellos
podía determ inar, y en los que ni siquiera so ñ aban en influir. En
la agricultura no había paro visible, y la rem uneración del trab ajo
se aju stab a razonablem ente a su rendim iento m arginal. El tr a ­
bajador, ya se tratara de un cam pesino independiente, de u n a p a r­
cero o de u n peón agrícola, tenía que acep tar este trato. N ingún
econom ista de la tradición clásica podía contem plar este m odelo
sin darle su aprobación. Pero en cam bio, p ara los p articip an tes,
éste ya había sido en el decenio de 1920 m otivo de grave descon­
tento, y en los prim eros años de la década de 1930 se h ab ía con­
vertido en algo insostenible en los aspectos económico, social y
político.
La adm inistración Hoover se vio obligada a intervenir. M edian­
te la prom oción de las cooperativas m ediante fondos oficiales de
un organism o especial creado a tal fin, a saber, la Ju n ta R ural
Federal, el E stado se propuso otorgar a los agricultores, al m enos
en parte, la influencia sobre sus propios precios que prevalecían
en el sector industrial. E speranza vana: salvo p a ra u n a lim itada
variedad de productos —principalm ente la n aranja, la uva y el me­
locotón—, la organización necesaria d esb o rd ab a las posibilidades.
Hacia 1933 se planteó la necesidad ineludible de ad o p tar alguna
m edida p a ra m itigar la grave situ ació n que p ad ecía este secto r
idílicam ente aceptable del sistem a. En esos m om entos, G ardiner
C. M eans, designado consejero en W ashington, tra ta b a de dem os­
tra r que los precios de la agricultura h ab ían sido m ucho m ás vul­
nerables que los de la in d u stria a la deflación ocasionada por la
crisis.^*
La operación de rescate fue, en ab ru m ad o ra m ayoría, ejecuta­
da por econom istas, pero se tra ta b a de u n a ram a teórica e ideoló­
gicam ente desconectada de la profesión. A p a rtir del siglo p asado,
el Gobierno Federal y los de los estados h ab ían venido subvencio­
nando con donaciones de tierras la investigación y la en señ an za
agrícolas en las escuelas universitarias y en las universidades. Una

10. L a f u e rz a d e tr a b a jo a g ríc o la creció d u r a n te la d e p re s ió n , a m e d id a q u e lo s t r a ­


b a ja d o re s d e s p e d id o s d e la s in d u s tr ia s se d irig ía n a l c a m p o e n b u s c a d e s u s te n to .
11. In d u s tr ia l P rices a n d T h eir R ela tiva In fle x ib ility , D o c u m e n to d e l S e n a d o n ú m . 13,
C o n g reso d e lo s E s ta d o s U n id o s de A m é ric a , 7 4 P p e río d o d e se s io n e s , 1.® s e s ió n ( W a s h ­
in g to n , D .C ., 1935).
226 loiiN k i ;n n i rii <,ai ukai i h

parte de los recursos respectivos se había destinado a investiga


ción y enseñanza en m ateria de economía agraria en general, y de-
adm inistración de establecim ientos agrícolas privados. En el De­
partam ento de A gricultura en W ashington funcionaba u n centio
de grandes proporciones dedicado a estas actividades, intelectual
m ente muy activo, en el m arco de la Oficina de Econom ía Agríco­
la, la cual d isfru tab a del m ayor prestigio.
La actitud asum ida por dicho centro al exam inar las cuestio
nes relativas a la evolución de los precios agrícolas, las fuentes y
la utilización del crédito agrícola, las cooperativas agrícolas, los
m ercados ru rales y la adm inistración de fincas fue sum am ente
pragm ática, pues de lo contrario los legisladores no le hab rían des­
tinado el volum en necesario de recursos financieros. Y los econo­
m istas rurales respectivos m antenían estrecha com unicación con
los dem ás especialistas agrícolas y con su clientela en el campo,
quienes les solicitaban continuam ente soluciones p ara elevar sus
ingresos y m ejorar el funcionam iento de sus explotaciones. A bsor­
bidos por esta m isión, no les quedaba tiem po p ara tom ar en cuen­
ta las exigencias del sistem a clásico, del cual m uchos de ellos sólo
tenían noticias distantes; en cambio, a p artir del decenio de 1920,
su principal preocupación la constituyeron los problem as econó­
micos de los agricultores y, en especial, los bajos precios de la
producción agrícola. Varios estudiosos, como por ejemplo John D.
Black, ex profesor de la Universidad de M innesota, y en ese enton­
ces de H arvard; M. L. Wilson, de la U niversidad de M ontana; Ho-
w ard R. Tolley, director de la Fundación G iannini de Econom ía
Agrícola en la U niversidad de California, y otros, em pezaron a in­
vestigar con em peño los rem edios que podían aplicarse, y los m e­
dios idóneos p ara conseguir la subida de los precios. La altern ati­
va consistía en conseguirlo m ediante u n a regulación de la produc­
ción agrícola, o bien introduciendo una separación entre los precios
de la producción agrícola en el m ercado nacional y los bajos pre­
cios im perantes en el m ercado m undial, o sea, im plantando un sis­
tem a dual de precios. Esto últim o podría llevarse a la práctica me­
diante subsidios a la exportación (dumping) m anteniendo a la vez
m ediante aranceles u n a apropiada protección de los m ercados n a­
cionales. Pero ya fuera que se adoptase ese m étodo o algún otro,
el modelo com petitivo clásico sería desechado, pues el gobierno, y
no el mercado, ejercería una influencia determ inante sobre los pre­
cios de la producción agrícola.
III . l O K l A DI I A l,( ( I N O M I A 227

('on d aclvciiiiiiÍDiilo dcl nuevo gobierno en 1933, llegaron tam -


iiién a W ashington los econom istas agrarios. Bajo su égida, y bajo
ui dirección sim bólica de veteranos p artid ario s de la legislación
iL'rícola, se creó la A dm inistración de A justes de la A gricultura
la «triple A»—. Y con ella nació tam bién, lo cual es m ás notable
'odavía, una nueva política de fijación de precios m ínim os o de
ingresos m ínim os para los productores de los principales renglo­
nes de la agricultura, procediendo, en caso necesario, a lim itar la
nroducción y a su m in istrar silos, aseg u ran d o así la efectividad
[le tales precios. E sta política, que h ab ría de sobrevivir, no tuvo
equivalente en ninguno de los países in dustríales. De este modo,
aquella ram a de la econom ía que m ás se había ad ap tad o al m o­
delo clásico ya no seguiría funcionando según los principios del
mismo.
D urante los años del New Deal, la reacción de los exponentes
de la economía tradicional contra la herejía agrícola fue b a sta n te
menos enérgica de lo que había sido su resp u esta organizada con­
tra el m onetarism o de la com pra de oro, y m enor tam bién que su
objeción m ás generalizada contra la NRA. La ag ricu ltu ra era un
caso especial, y los buenos econom istas profesionales no p reten ­
dían entender sus aberraciones económ icas y políticas. El bando
de los econom istas agrarios tenía su propio culto. T horstein Ve-
blen había introducido u n a distinción entre el conocim iento eso­
térico y el exotérico, de los cuales el prim ero poseía elevada rep u ­
tación, pero no daba mayores resultados prácticos, m ientras que el
segundo, a la inversa, gozaba de escaso prestigio, pero en cam bio
daba grandes resultados en la práctica. D urante m ucho tiem po,
los profesores de economía de las universidades h ab ían co n sid era­
do a sus colegas, los econom istas agrarios, como u n elem ento exó­
tico b astan te sórdido. Y ahora, este m ism o concepto se ap licab a a
las políticas por ellos preconizadas.
La creencia de que la regulación de los precios y de la p ro d u c­
ción en la agricultura es intrínsecam ente perv ersa no se h a d isip a­
do todavía 7 Aun en los prim eros años del decenio de 1980, la a d ­
m inistración Reagan empezó por acordarles lo que pronto llegaría
a reconocerse como una oposición retórica, pero pronto se produjo
una renovada intervención a un coste sin precedentes. Los profe­
sores Sam uelson y N ordhaus, en su obra de texto, se d esp ach an
contra esa política en térm inos despectivam ente lacónicos: «Uno
de los program as oficiales corrientes consiste en su b ir los ingre-
228 JOHN KENNIÍTH G A IU K A ITH

SO S de los agricultores reduciendo la producción agraria... Dado


que ía dem anda de la m ayoría de los productos alim enticios es
inelástíca7Ta“restricción de los cultivos aum enta en efecto sus in­
gresos... Desde luego, los que pagan la exorbitante factura corres­
pondiente son los consum idores.»
Pero esta política no puede desecharse con ta n ta facilidad. H1
hecho de que el sistem a clásico, en su form a m ás p ura, no sea
tolerado por sus participantes constituye un dato m uy significati­
vo de la vida económ ica m oderna. Y la circunstancia de que no se
lo tolere en ninguno de los países industriales representa a su vez
u na term inante confirm ación. Así ocurre por ejemplo en el Japón,
donde los precios agrícolas están fuertemente protegidos; en el Mer­
cado Común Europeo, donde los precios de la producción agraria
se llevan la p arte del león en m ateria de subsidios y atenciones, y
en Suiza, supuestam ente el país de la libre em presa, donde las
vacas viven de la hierba de las m ontañas y sus dueños de las sub­
venciones oficiales. Es preciso volver a destacar el fondo de la cues­
tión: la historia de la econom ía en tiem pos recientes dem uestra
bien a las claras que el sistem a clásico de m ercado ya no se tolera
allí donde se p resenta en su form a m ás pura.

12. S a m u e ls o n y N o rd h a u s , op. cit., p ág . 389. Q uizá co m o c o n s e c u e n c ia de s u s i t u a ­


ció n e n el lla m a d o « c in tu ró n a g ríc o la » (F arm B e lt), C a m p b e ll M cC onnell, p ro fe s o r d e la
u n iv e r s id a d d e N e b ra sk a , e x a m in a e s ta p o lític a en fo rm a b a s t a n t e m á s s e ria y fa v o ra b le .
M cC onnell, op. cit., p á g s . 634-638.
XVI. EL NACIMIENTO DEL ESTADO
DE BIENESTAR

Uno de los fenómenos m ás relevantes que se produjeron en Es­


tados U nidos^om o respuesta a la gran depresión fue el surgim ien­
to ^ d i^lq ^u e con el tiem po, a veces en form a ap ro b ad o ra, y con
Irecuencia en tono condenatorio, llegaría a denom inarse el estado
de bienestar. É sta sería la creación m ás perd u rab le de la revolu­
ción rooseveltiana. Pero los norteam ericanos no pueden ad o p tar la
actitud provinciana de arrogarse esta innovación, por cu an to E s­
tados Unidos no fueron de ningún modo precursores en la m ateria.
En efecto, los”orígenes am bientales y las fuentes intelectuales de
este cam bio trascendental en la vida económ ica h an de ra stre a rse
en E uropa medio siglo antes. El estado de b ien estar nació en la
Alemania del conde Otto von Bism arck (1815-1898).
D urante el decenio de 1880 el desenvolvim iento de la sociedad
alem ana no se vio pertu rb ad o por las restricciones ricard ian as y
clásicas al papel del Estado. Los econom istas alem anes se o cu p a­
ban de la historia, y de sus obras no solían d esp ren d erse graves
advertencias con respecto a las introm isiones del gobierno. Con­
forme a la tradición p ru sian a y alem ana, el E stado era com peten­
te, benéfico y sum am ente prestigioso. Lo que se consideraba como
principal peligro de la época era la activa m ilitancia de la clase
obrera industrial en rápido crecim iento, con su ostensible proclivi­
dad a las ideas revolucionarias, y en p articu lar, a las que prove­
nían de su com patriota recientem ente fallecido, K arl M arx. P ro­
porcionando el m ás claro ejemplo de tem or a la revolución como
incentivo para la reform a, B ism arck urgió a que se m itig aran las
m ás flagrantes crueldades del capitalism o. En 1884 y en 1887, des­
pués de apasionadas polém icas, el Reichstag adoptó u n conjunto
de leyes que otorgaban u n a protección elem ental bajo la form a de
seguros en previsión de accidentes, enferm edades, ancianidad e in­
validez. Aunque fragm entariam ente, se adoptaron luego disposicio­
230 J O H N K H N N i n II r , AI H K A H H

nes similares en Austria, H ungría y en otros países europeos. Quie­


nes en la actualidad condenan el estado de bienestar se insertan
en u na gran tradición histórica, pues el debate acerca de su valor
y legitim idad viene desarrollándose desde hace casi exactam ente
cien años.
Una etapa de m ayor alcance y en cierta m edida m ás influyante
de este proceso sobrevino en G ran B retaña veinticinco años des­
pués de la gran iniciativa de Bismarck. En este caso se tratab a
rnucho m enos del miedo a la revolución que de la agitación con­
cienzuda e inform ada de hom bres, m ujeres y organizaciones preo­
cupados por el destino de la sociedad, como Sidney y Beatrice
W ebb, H. G. Wells, George B ernard Shaw , la Sociedad F abiana y
los sindicatos obreros, que eran en aquel entonces influyentes y
tenían objetivos bien form ulados. Bajo el patrocinio de Lloyd Geor­
ge, m inistro de H acienda de G ran Bretaña, se adoptaron en 1911
leyes m ediante las cuales se im plantaron los seguros oficiales de
enferm edad y de invalidez, y posteriorm ente de desem pleo. Con
anterioridad a esto ya se había prom ulgado una ley que establecía
pensiones de ancianidad sin aportaciones de los particulares, pero
no había previsto las contribuciones necesarias p ara su m anteni­
miento. El subsidio de desem pleo británico vino a su p erar consi­
derablem ente las proporciones de su precursor alem án, que Lloyd
George se había ocupado de estu d iar personalm ente; en realidad,
sólo en 1927 llegó a existir en Alemania un seguro de desem pleo
propiam ente dicho.
Paralelam ente a la im plantación de los im puestos correspon­
dientes —que se incluyeron por prim era vez en el presupuesto de
1910—, la legislación de bienestar social en G ran B retaña desenca­
denó conflictos y perturbaciones sociales sin precedentes. E sta si­
tuación dio lugar a que se celebraran elecciones en 1910, a la vez
que se suscitó u n a m em orable crisis constitucional, durante la cual
la oposición a los im puestos necesarios, en la Cám ara de los Lores,
sólo pudo superarse cuando los liberales am enazaron con crear tan ­
tos nuevos pares como fuesen precisos para que se aprobara dicha
legislación. Si es verdad que tan to en G ran B retaña como en Ale­
m ania las m edidas de prom oción del bienestar venían a proteger
a los afortunados contra fu tu ras agresiones, salta a la vista que
los privilegiados no se d ab an cuenta entonces de sem ejante nece­
sidad.
Literalm ente hablando, el triunfo de Lloyd George en 1910 y
H I -s I ( ) K 1A 1)1 I A I ( ( ) \ l >M 1A 231

l‘M 1 abrió c;l cam ino para el cam bio que sobrevendría en E stados
lu id o s cinco lustros m ás tarde. G ran B retaña era la p a tria de la
iii'todoxia clásica, pero había llegado a aceptar, au n q u e fuera con
icuuencia, una transform ación m uy im p o rtan te del sistem a, o en
lérm inos m ás concretos, u n a atenuación realm ente su stan cial de
sus rigores. Se tra ta b a de un ejemplo que E stad o s Unidos bien
podían em ular.

Durante los años siguientes a la iniciativa de Lloyd George tuvo


lugar en G ran B retaña u n a perceptible suavización de las actitu ­
des clásicas hacia la legislación social. E n 1920, A rthur C. Pigou
(1877-1959), sucesor de Alfred M arshall ta n to en prestigio como
en su cátedra en la U niversidad de C am bridge, publicó su ob ra
básica de economía política, réplica de los Principies de aquel autor
que d atab an de trein ta años atrás. Su título, b astan te significati­
vo, fue The Economics o f Welfare (La economía de bienestar). ^
Pigou no era hom bre propenso a innovaciones rad icales; en
efecto, todavía en 1933 afirm aba lo siguiente; «En condiciones de
com petencia perfectam ente libre —que él d ab a por s u p u e sta en
gran medida, aunque no de m anera to tal— siem pre hab rá u n a fuer­
te tendencia hacia el pleno empleo. El desem pleo existente en cual­
quier m om ento dado proviene por entero de resistencias p o r efec­
to de fricción, que im piden el ajuste instantáneo apropiado de p re­
cios y salarios.»^ Y sin embargo, su pronunciam iento era subversivo
con respecto a la doctrina clásica en un aspecto sutil, pero fu n d a­
mental. En su expresión m ás rigurosa, la teoría tradicional h ab ía
sostenido siem pre —como por cierto siguió haciéndolo d esp u és de
Pigou— que la utilidad m arginal del dinero, p a ra cad a com prador
individual, a diferencia de la utilidad m arginal de cad a m ercancía
tom ada por separado, no podía bajar. Perm anecía constante, y por
tanto, u na m ayor cantidad de dinero no im plicaría nin g u n a d ism i­
nución de la satisfacción por un id ad añadida. Y en térm inos to d a ­
vía m ás perentorios, la teoría ad m itid a afirm ab a tam bién que no
se podían hacer com paraciones interper sonales de utilidad. Al ir

1. L o n d re s , M acM illan , 1920.


2. E s te p a s a je , c ita d o p o r P a u l A. S a m u e ls o n y W illia m D. N o r d h a u s e n E c o n o m ic s ,
12.® e d ic ió n (N u e v a Y ork, M acG raw ~ H ill, 1985), p á g s . 366-367, p ro v ie n e d e P ig o u , T h e
T h eo ry o f U n e m p lo y m e n t, y v a a c o m p a ñ a d o p o r la o b s e rv a c ió n d e d ic h o s a u to r e s d e q u e
el e m p le o e n E s ta d o s U n id o s c u a n d o P ig o u e s c rib ió s u lib ro e ra a p r o x im a d a m e n te el 25
p o r c ie n to d e la fu e rz a d e tr a b a jo .
232 JO HN K E N N E T U GAI.HRAITU

adquiriendo cantidades cada vez m ayores de un producto dado, el


usuario iría obteniendo, de cada incremento, una satisfacción cada
vez m enor. Pero no podía en cam bio sostenerse que quien poseye­
ra m ás recibiera de cada increm ento m enos satisfacción que quien
poseyera menos. Los sentim ientos de diferentes personas no eran
com parables; estab lecer sem ejantes com paraciones equivalía a
negar la profundidad y com plejidad de las emociones hu m an as, y
ello representaba una negación de las m odalidades de razonam ien­
to científicas a las que asp irab a todo econom ista cabal y de buena
reputación.
Por esotérico que todo ello pudiera parecer, los resultados prác­
ticos de este postulado fueron im presionantes. De allí se deducía
que en térm inos económicos estrictos no había ninguna razón para
transferir ren tas (o riqueza acum ulada) de los ricos a los pobres.
La estim a y el goce del dinero por parte del rico no dism inuía con
el increm ento de la cantidad. En consecuencia, no podía afirm arse
que el rico, por el hecho de serlo, sufriese m enos que los pobres
cualquier pérdida de riqueza o ingreso m arginales. Tampoco podía
sostenerse que la satisfacción proveniente del consum o al que re­
nunciaban hubiera sido m enor que la satisfacción —es decir, la
u tilid ad — obtenida por el pobre. En térm inos de teoría económica
estricta se tratab a de una com paración ilegítima. Por tanto, la eco­
nom ía clásica no era p artid aria de la redistribución de la renta. Y
aquí llegamos al aspecto decisivo de la cuestión: de una u otra
forma, las m edidas de bienestar social siem pre im plican u n a re­
distribución, de m odo que la ortodoxia clásica continuó oponién­
dose a ellas. P ara los ricos, ésta volvía a ser u n a m uy adecuada
conclusión.
Pigou propuso u n a alternativa a esta línea del pensam iento clá­
sico. Según él, m ientras la producción total no dism inuyera a con­
secuencia del cam bio introducido, la economía del bienestar, o sea,
la sum a total de satisfacción proporcionada por el sistem a, era real­
zada por la transferencia de recursos disponibles p ara el gasto de
ricos a pobres. Según su criterio, la utilidad m arginal del dinero
dism inuía al aum en tar su cantidad, y en consecuencia, el hom bre
pobre, o la fam ilia m enesterosa, disfru tab an m ás que los ricos de
un increm ento de ingresos o de m ercancías obtenido en esa forma.
Con esto no se asestab a un golpe m ortal a las actitudes orto­
doxas, pues la com paración interpersonal de las utilidades siguió
constituyendo objeto de sospecha. Y h asta cierto punto sigue ocu-
III M O K I A m í I.A l í C O N O M I A 233

Hiendo hasta la fecha. Pero las opiniones de Pigou proporciona­


ron un clam oroso apoyo a la redistribución de la ren ta im plicada
por las m edidas de bienestar. Y tal aprobación h a provenido del
interior m ism o de la corriente hegem ónica contem poránea.

La brecha en la ortodoxia clásica que acab a de describirse rep re­


sentó u n factor favorable en la evolución hacia el estad o de bie­
nestar. Pero en E stados Unidos asum ió m ayor im portancia el su r­
gimiento, entre los propios econom istas profesionales, de u n grupo
influyente que de form a expresa abrazó su s finalidades.
H acia 1935, un núm ero considerable de jóvenes econom istas
habían ido a trab a jar a W ashington. A dem ás de la principal con­
centración de estos profesionales en el D epartam ento de A gricul­
tura —donde no por casualidad Rexford Tugwell h ab ía sido desig­
nado subsecretario—, otros m uchos fueron ocupando cargos en di­
versas oficinas públicas. A causa de ellos, la palabra profesor había
adquirido para m ucha gente u n a connotación política oprobiosa,
algo así como desviado sexual. Así como los econom istas agrarios,
que en el aspecto académ ico se habían visto libres de las restric­
ciones clásicas, se encargaban de la política y la ad m in istració n
en m ateria de agricultura, los institucionalistas, exentos igualm en­
te de tales limitaciones, tom aron a su cargo la prom oción y el di­
seño del estado de bienestar.
Si bien hubo francotiradores en o tras p artes, como Eveline M.
Burns (1900-1985) en la U niversidad de Colum bia, y P aul H. Dou-
glas^ (1892-1976) en la de Chicago, la U niversidad de W isconsin
constituyó la fuente a la vez de las ideas y de la iniciativa p rác­
tica fundam entales en la legislación del estad o de bienestar. John
R. Com m ons (1862-1945), cated rático de d ich a u n iv e rsid ad , es
en E stados Unidos la figura equivalente a B ism arck o a Lloyd
George.
En su edad m adura, Com m ons en carnaba el resu ltad o b rillan ­
te y extraordinariam ente influyente de u n a educación caótica y de
una carrera universitaria inicial desastro sa. É sta le condujo a u n a
sucesión de colegios universitarios y de universidades del Medio
Oeste y del Este de Estados Unidos, a saber, Ohio, Wesleyan, Ober-

3. Q u ie n v e n ía d e s a rro lla n d o a la vez u n a n o ta b le c a r r e r a u n iv e r s ita r ia y u n a d i s t i n ­


g u id a a c tu a c ió n p o lític a co m o s e n a d o r d e los E s ta d o s U n id o s.
234 JOHN K E N N E T H GAI.URAITH

lin, Indiana y Syracuse. Todas estas instituciones, como ya había


ocurrido con Veblen, prefirieron verlo ejercer la docencia en otra
parte. Pero quizá lo m ás notable no es que fuera ta n sistem ática­
m ente despedido, sino que con igual regularidad llegara a ser nue­
vam ente contratado.
Uno de los personajes que m ás contribuyeron a rescatarlo de
su odisea fue Richard T. Ely (1854-1943), quien por su parte había
actuado tam bién como precursor de la disensión en la economía
política estadounidense, y que, según dije antes, había sido antes
uno de los fundadores de la American Econom ic Association. Ely
fue quien finalm ente llevó a Commons a la U niversidad de Wis-
consin, donde este últim o escribió una can tid ad de obras acadé­
m icas en las que de m an era am plia, y a veces incoherente, in­
vestigaba la influencia de la organización sobre el ciudadano, sin
om itir la del Estado. P ara analizarla procedió a enum erar los fun­
dam entos jurídicos de esta relación, y su historia en la teoría y
en la práctica a lo largo de los siglos.
Los libros de Commons, entonces como ahora, no llegaron a
contar con m uchos lectores. Lo m ás que consiguió fue reu n ir en
torno suyo a un brillante y devoto círculo de colegas y estudiantes
que al no estar atados a los principios clásicos ortodoxos se p u ­
sieron en form a sum am ente práctica a enderezar los evidentes en­
tuertos sociales de la época. Sus instrum entos prim ordiales fueron
el gobierno del estado de W isconsin, con sede en M adison, capital
oportunam ente próxim a a la universidad, y su fam ilia gobernante,
a saber, Robert La Follette y sus dos hijos.
El Plan W isconsin, obra conjunta de econom istas y políticos,
estab a integrado por u n a ley de adm inistración pública del E sta­
do de características progresistas; una norm ativa eficaz de las ta ­
rifas de los servicios públicos; u n a lim itación de los intereses cre­
diticios (si bien con u n máximo todavía prohibitivo del 3,5 por
ciento m ensual, o sea, el 42 por ciento an u al); u n a política de
apoyo al m ovim iento sindical de los trabajadores; u n im puesto es­
tatal sobre la renta, y por últim o, en 1932, u n sistem a estatal de
subsidio de desempleo. E sta últim a m edida tuvo un efecto muy
considerable en las actitudes económ icas y políticas estadouniden­
ses, y ningún otro factor contribuyó de forma tan directa a la adop­
ción de la legislación federal en la m ateria tres años después. Y
fueron los econom istas del equipo de Commons y de la Universi­
dad de W isconsin, u n a vez m ás, quienes llevaron adelante la ini-
IIISM IKIA 1) 1. I . A I <O N O M I A 235

i'iativa en el ám bito federal. Edw in E. W itte (1887-1960), profesor


d<! econom ía política en dicha universidad, y arquitecto del Plan
W isconsin, fue director ejecutivo del Comité de Seguridad Econó­
mica del gabinete que redactó la legislación federal. E n estrecha
eooperación con él trab ajó A rth u r J. Altm eyer (1891-1972), quien
tam bién había colaborado en las reform as de W isconsin. De m odo
i|ue quien desee ir en peregrinación a las fuentes del estad o de
bienestar no puede om itir u n a reverente visita a M adison, Wis-
lonsin.

l,a prim era etapa de la legislación federal en la m ateria, cuyo p ro ­


yecto fue redactado en 1935 por Thom as H. Eliot (1907), nieto de
iin presidente de H arvard, que fue abogado en M assach u setts en
su juventud, luego m iem bro del Congreso por dicho estado, y pos­
teriorm ente rector de la W ashington U niversity en St. Louis, p re­
veía un sistem a de subvenciones a los estad os con destino a los
ancianos necesitados y a los hijos a cargo de fam ilias de bajos
recursos, así como a otros aspectos de la previsión social. T am ­
bién estableció un régim en conjunto federal y de los estad o s p a ra
las indem nizaciones de desem pleo, al igual que un sistem a obliga­
torio de pensiones de vejez p a ra los trab ajad o res de los p rin cip a­
les sectores industriales y com erciales de la econom ía.
El plan de pensiones, de proporciones m uy m odestas, se b a sa ­
ba en u na caja cuyos fondos provendrían de u n a ta sa específica
descontada sobre los salarios, con cuyas reservas podrían costear­
se las prestaciones cada vez m ás cu an tio sas que sería necesario
pagar a m edida que un m ayor núm ero de trab ajad o res fuese al­
canzando la edad de la jubilación. En un país que todavía experi­
m entaba los efectos de u n a grave deflación, dicho p lan era ab ier­
tam ente deflacionario, pues el m onto de los recursos retirad o s del
circulante, en detrim ento de la capacidad adquisitiva, era m ayor
que el devuelto por m edio de las prestaciones corrientes. E n cam ­
bio, la alternativa de financiar las prestaciones con recursos del
presupuesto general del E stado h ab ría aum entado el déficit, o h a­
bría requerido un increm ento de las contribuciones m enos especí­
fico, posiblem ente u n a elevación del im puesto sobre la ren ta. El
prim ero de estos dos procedim ientos q u ed ab a excluido por la p er­
durable adhesión de los econom istas al sistem a financiero conser­
vador, y el segundo, por la resistencia política a aplicar u n im ­
236 JOHN KF.NNinil C A l.H K A m i

puesto a los m ás opulentos p ara beneficio de los m ás pobres, de


los niños y de los ancianos. El principio de que los recursos de la
seguridad social, y en p articular los de la pensión de vejez, deben
constituirse m ediante un im puesto percibido de los propios intere­
sados, h a subsistido desde entonces casi sin oposición. Y sin em ­
bargo, sólo por consideraciones de aparente oportunidad política
en el m om ento de su im plantación no llegó a establecerse como
una p artid a m ás de los presupuestos generales del Estado.
El sub sid io de desem pleo costeado m ed ian te los im puestos
sobre los salarios exigió a su vez u n a in trin cad a com binación de
disposiciones federales y de los Estados, con las consiguientes di­
ferencias de prestaciones entre estos últimos. Lam entablem ente, se
alentó en gran m edida a los estados a que se esforzaran m ás bien
m enos que m ás, m ejorando así sus respectivas posiciones en la
com petencia del m ercado al im poner m enores gravám enes a las
industrias en ellos establecidas, o a las que deseaban atraer. Pero
por lo m enos fue un comienzo.

La reacción de los econom istas ortodoxos ante la Ley de Seguri­


dad Social, como en el caso de la legislación agrícola, y en con­
traste con la que habían asum ido ante la NRA y en especial ante
el experim ento de la com pra de oro, fue relativ am en te m o d era­
da. A diferencia de la NRA o de la com pra de oro, la nueva le­
gislación p ro p u esta no im plicaba u n choque fro n tal co n tra las
creencias clásicas. La existencia del desem pleo y de las descalifi­
caciones económ icas de la edad avanzada eran indiscutibles; q u i­
zá debiera procurarse rem ediarlas. El subsidio de desem pleo re­
p resentaba un puente razonable p ara salvar la fase deprim ida del
ciclo comercial. Las pensiones a la vejez se pagaban solas; des­
pués de todo, eran un seguro, y no tenían nad a de radical. Una
figura tan prestigiosa como Pigou les había otorgado u n a cierta
aprobación. Y los profesores de W isconsin, por disonantes que fue­
ran sus opiniones, eran, por lo m enos en térm inos generales, ver­
daderos econom istas, no m iem bros de algún estrato inferior de la
profesión.
Pero el m undo de los negocios, cuyas opiniones exigen aquí
especial audiencia, no fue ta n tolerante. N ingún texto jurídico en
la historia de E stados Unidos fue tan enconadam ente atacado por
los portavoces de ese medio como el proyecto de la Ley de Seguri-
m siO KIA 1)1 I A 1 ( O N O M I A 237

liad Social. H1 (Á)iiscji) de la Conferencia Nacional de la In d u stria


hizo la advertencia de que el «seguro de desem pleo no puede fu n ­
darse sobre una base financiera sólida»; la Asociación N acional
de Fabricantes declaró que dicha ley facilitaría «la dom inación de-
linitiva del socialismo sobre la vida y la industria»; Alfred P. Sloan,
•Ir., entonces jefe soberano de la G eneral M otors, aseguró categóri­
cam ente que «los peligros están a la vista»; Jam es L. Donnelly, de
la Asociación de F abricantes de Illinois, proclam ó que se tra ta b a
de una conspiración destinada a socavar la vida nacional, « d estru ­
yendo la iniciativa, desalentando el ahorro y sofocando la resp o n ­
sabilidad individual»; C harles Denby, Jr., m iem bro de la A socia­
ción A m ericana de Abogados, m anifestó que «en u n m om ento u
otro acarreará el inevitable abandono del capitalism o privado»; y
George P. Chandler, de la C ám ara de Comercio de Ohio, d ictam i­
nó, de form a algo sorprendente, que la caída de Roma h ab ía sido
originada por una m edida de esa índole. En u n a p aráfrasis desti­
nada a abarcar todas esas actitudes, A rth u r M. Schlesinger, Ir.,
escribió lo siguiente: «Con el seguro de desem pleo, nadie tra b a ja ­
ría; con el seguro de vejez y de supervivientes, nadie ah o rraría, y
el resultado final sería la decadencia m oral, la b an carro ta fin an ­
ciera y el derrum be de la República.» El representante John Taber,
del norte del estado de Nueva York, dijo en el Congreso, como
portavoz de la oposición: «Nunca en la historia del m undo se ha
preconizado una m edida tan insidiosam ente d estin ad a a im pedir
la recuperación de los negocios, a esclavizar a los trab ajad o res y a
elim inar toda posibilidad de que la p atro n al cree p u esto s de tr a ­
bajo.» Uno de sus colegas, el rep resen tan te Daniel Reed, fue m ás
escueto: «El látigo del dictador se h a rá sentir.» El P artido R epu­
blicano votó casi unánim em ente el retorno a com isión del proyec­
to, lo cual equivalía a term in ar con él, pero cuando se procedió a
votación nom inal en la C ám ara prevaleció la reflexión y fue ap ro ­
bado por abrum adora m ayoría, a saber, 371 votos a favor y 33 en
contra."^
Pero éstos eran ta n sólo los com ienzos. D espués v endrían el
seguro de salud, la asistencia a las familias con hijos a su cargo, la
vivienda para fam ilias de bajos ingresos, los subsidios de vivien­
da, la form ación profesional y otras prestaciones su p lem en tarias

4. V é a se A rth u r M. S c h le s in g e r, J r ., T he A g e o f R o o se v e lt, vol. 2, T he C orning o f the


N e w D ea l (B o sto n , H o u g h to n M ifflin, 1958), p á g s . 311-312. H e to m a d o del p ro fe s o r S c h le ­
sin g e r el re la to d e la c o n d u c ta a s u m id a p o r la o p o sic ió n .
238 l O I I N Kl \ M 1 II ( . A l H K A I I II

para los necesitados. Y lo m ism o que en E stados Unidos sucedió


en todos los países industriales.
Tam bién sobrevino, paralelam ente, u n a corriente interm inable
de preocupaciones y lam entos de quienes, como los dirigentes em ­
presariales m encionados, veían en las m edidas de previsión el ene­
migo n atu ral de la libre em presa, el agente d estructor de la m oti­
vación que hacía girar sus engranajes. En épocas posteriorés se
sum arían a este coro las voces de gobiernos abiertam ente conser­
vadores en E stados Unidos y en G ran Bretaña. Y no les faltarían
acólitos obsecuentes que salieran a proclam ar, a m enudo con una
autocom placencia de supuestos innovadores, las antiguas verda­
des de Bentham , Spencer y W illiam G raham Sumner.^
Entretanto, a m edida que iban apaciguándose la furia y la alie­
nación de los desposeídos, calm ados precisam ente por el estado
de bienestar, iba tam bién disipándose el tem or bism arekiano a la
revolución. Y el socialismo, acosado por persistentes problem as de
ineficacia, fue perdiendo im portancia como solución alternativa. A
raíz de ello se intensificó la ofensiva verbal contra las m edidas
sociales. Pero con el notable detalle de que, en general, ta n am ­
plia y efusiva retórica no tuvo aplicación práctica en ningún país
industrializado. E nfrentados a la realidad y, entre otros aspectos,
a las form idables consecuencias políticas que podían acarrear los
intentos de desm antelar el estado de bienestar, tan to los legislado­
res como los Ministerios se echaron atrás llegado el caso,® tal como
hizo la C ám ara de R epresentantes de E stados Unidos en aquella
ocasión inicial. El estado de bienestar, m al que pese a to d a retóri­
ca, se h a convertido en u n a sólida parte integrante del capitalism o
m oderno y de la m oderna vida económica. La seguridad social es
objeto al mism o tiem po de am or y de odio, pero el am or es el que
triunfa.

La reacción del m undo em presarial contra la Ley de Seguridad So­


cial señaló el inicio de un cam bio en las relaciones entre ese sec­
tor y el de los econom istas; en lo sucesivo prevaleció cierta ten-

5. V éase G eo rg e G ilder, W ea lth a n d P overty (N u ev a Y ork, B a sic B ooks, 1981), y C h a r­


les M u rray , L o sin g G ro u n d : A m e r ic a ’s S o cia l P olicy, 1950-1980 (N u e v a Y ork, B a sic B ooks,
1984).
6. V éase, a l re sp e c to , D av id S to ck m an , T he T riu m p h o f P olitics (N u e v a Y ork, H a r p e r
a n d R ow , 1986).
HIH 'I o KIA m i LA l . ( O N O M I A 239

si6ii. I.OS econom istas ya dejaron de ser una fuente de bonachona


racionalización de los acontecim ientos económ icos como en épo-
la s anteriores y, por el contrario, algunos de ellos com enzaron a
prom over ideas y actos profundam ente reñidos con las circu n stan ­
cias. Esto ya había podido advertirse inicialm ente en ocasión de
la com pra de oro; pero con el advenim iento del estado de bienes­
tar la transform ación fue evidente. Y m uy pronto, con Jo h n May-
nard Keynes, llegaría a serlo con la m ayor vivacidad.
Cabe preguntarse por qué los intereses em presariales se resis­
tieron a la adopción de m edidas económ icas ta n patentem ente des­
tinadas a proteger el sistem a económico, y esta p reg u n ta se p la n ­
teó, una y otra vez, de m odo enérgico y urgente, a raíz de la ac­
tuación de Keynes. Tradicionalmente, tal resistencia se ha atribuido
a la m iopía —o bien, p ara quienes carecen de tacto, a la falta de
inteligencia social— de los hom bres de negocios, y en p articu lar,
de sus portavoces m ás consecuentes. Pero ésta es u n a opinión de
limitados alcances. Los intereses pecuniarios no llegan a ser tra s ­
cendentales en estas cuestiones, y las convicciones religiosas ta m ­
bién desem peñan aquí su papel. P ara los actores en el escenario
em presarial, el sistem a clásico era —y sigue siendo— algo m ás
que un dispositivo para producir bienes y servicios y p a ra defen­
der los beneficios personales. E ra tam bién un tótem , u n a m anifes­
tación de fe religiosa. Y en ese carácter, se le debía respeto y p ro ­
tección. Los hom bres de negocios, los directivos de em presa, los
capitalistas, se alzaron por encim a de los intereses p a ra defender
la fe. Y m uchos siguen haciéndolo actualm ente.
Pero hubo adem ás o tra razón p a ra que a ctu aran así. Los nego­
cios no sólo tienen por objeto p ro cu rar dinero: tam bién son un
medio para lograr el éxito y, en consecuencia, p ara reforzar el am or
propio. Es un hecho poco grato pero ineludible que al evaluar en
qué m edida se han obtenido estas ventajas, el éxito relativo se a d ­
vierte m ás fácilm ente en las épocas de crisis que en las de p ro sp e­
ridad. En los períodos de general infortunio, los hom bres de nego­
cios afortunados y coherentes pueden verificar en detalle qué es lo
que h an conseguido m ed ian te su s p ro p io s esfuerzos (o los de
algún antepasado próspero) y qué es lo que h an su straíd o a éstos.
Ahora bien, si la generalidad de las perso n as está en b u en a posi­
ción, o tiene al m enos un p asar, este rito de autoestim ación no
com place mucho. Ya no cabe entonces felicitarse con frases por el
estilo de «Yo sí que he llegado», ni com placerse en reflexiones acer­
240 J O H N K E N N E T H GA L BRA I T H

ca de las cualidades superiores que han perm itido ese éxito. De


modo que atrib u ir a m iopía intelectual o a un estrecho interés pe­
cuniario la resistencia del m undo de los negocios a las tendencias
benéficas de la seguridad social (y m ás tarde, a las de lord Key-
nes), es no com prender bien una parte muy im portante de la rpoti-
vación capitalista y com petitiva. Algo, quizá mucho, debe ser atri­
buido tam bién al placer de ganar en un juego en el que m uchos
pierden.
XVII. JOHN MAYNARD KEYNES

A causa de la incesante presión ejercida por los acontecim ien­


tos sobre las ideas económ icas, y sobre todo de la que en general
ocasionaba la G ran Depresión, el decenio de 1930 fue, especial­
mente en E stados Unidos, el m ás fértil en innovaciones. Como ya
se ha observado, se adop taro n m edidas directas p ara a fro n ta r la
caída de los precios industriales y agrícolas; se proveyó auxilio o r­
ganizado a quienes m ás lo necesitaban; se em prendieron obras p ú ­
blicas p ara crear oportunidades de empleo, y en 1935 se im p lan ­
taron el subsidio de desempleo y el sistem a de pensiones a la vejez.
Pero, con todo ello, su b sistía el problem a que im plicaba el grave
fracaso del sistem a en su conjunto. En 1936, cuarto año del New
Deal, después de una leve recuperación (que como luego se com ­
probaría, fue sólo m om entánea), los gastos personales seguían sien­
do bajos, el 17 por ciento de la fuerza de trab ajo estadounidense
continuaba desem pleada, y el Producto N acional B ruto equivalía
a sólo el 95 por ciento de lo que h ab ía sido en el año ya lejano de
1929. E n efecto, no habían tenido lugar los grandes increm entos
anuales prom etidos por todos los políticos. En 1937 volvió a p ro ­
ducirse una abrupta caída de la actividad económica; como ya exis­
tía u na depresión, hubo que b uscarle otro nom bre, y se llam ó a
esto u na recesión, o sea, u n a depresión dentro de u n a depresión.
La ortodoxia económ ica no podía explicar ninguno de estos fe­
nómenos. En ella, debemos repetir, la economía encontraba su equi­
librio con el pleno em pleo y de éste, a su vez, provenía la d em an ­
da que lo sustentaba. Así reza la ley de Say. P ersistía la posibili­
dad de Jos déficits pasajeros, que era algo aceptado, pero desde
luego ninguno que pudiera durar, como éste, hacia 1936, unos seis
años de interm inable lobreguez. Un siglo an tes, T hom as R obert
M althus había sostenido la posibilidad de u n a superproducción ge­
neralizada como contrapartida a una escasez de la dem anda.^ Esta

1. V éa se el c a p ítu lo V IL
242 J O H N K E N N E T H GAI . HRAI TH

hipótesis fue considerada como posiblem ente excéntrica y, desde


luego, errónea. Se h abían m antenido, como verdad aceptada, las
opiniones de Say y de David Ricardo, y con ellas, el rechazo de lo
que era designado casi universalm ente como la falacia del subcon­
sum o y la escasez de la dem anda. Y si no podía en verdad hab>er
tal escasez, era b astan te obvio que no incum bía al E stado ado p tar
m edidas para prom over la dem anda: aparte de ser innecesario, hu­
biera representado u n a violación de los cánones de toda política
fiscal correcta. El gobierno, lo m ism o que los hogares, vivía den­
tro de sus m edios. O, por lo menos, debía hacerlo.
Era plausible, y h a sta evidente, la posibilidad de que los tipos
de interés pudieran reducirse m ediante la intervención de los b an ­
cos centrales, pero a m ediados de la década de 1930 eran ya tan
bajos que no podía aplicarse tal recurso p ara seguir fom entando
los créditos y las inversiones.
De estas circunstancias, y con u n a fuerza que sólo puede eva­
luarse debidam ente si se la ve en ese contexto, surgió, con tre­
mendos efectos, la obra de John M aynard Keynes (1883-1946). Los
elem entos básicos de su alegato estaban destinados, en form a tan
sencilla como directa, a liberar a la política antidepresiva de sus
restricciones clásicas. Según él, la economía m oderna no encuen­
tra necesariam ente su equilibrio en el pleno empleo, sino que puede
hallarlo aunque el desem pleo subsista, o en otros térm inos, es po­
sible un equilibrio con paro. En este caso la ley de Say ya no rige,
y puede haber u n a escasez de la dem anda. Entonces, el gobierno
puede y debe tom ar m edidas para subsanarla. Cuando aparece una
depresión, los preceptos de la hacienda pública correcta deben in­
clinarse ante esta necesidad.
El equilibrio con subem pleo, la abolición de la ley de Say, la
necesidad de prom over la dem anda recurriendo a gastos públicos,
m ás allá del lím ite de los ingresos disponibles, son los elem entos
básicos del sistem a de Keynes, a los cuales volveremos a referir­
nos. Ellos resum en lo que, con una hipérbole inofensiva, se ha dado
en llam ar la Revolución keynesiana.

Uno de los rasgos m ás notables de esta revolución es que m uchos


la habían previsto. En efecto, hubo keynesianos antes de Keynes.
Uno de ellos fue Adolf Hitler, quien, libre de las cadenas de una
teoría económica, em prendió un gran program a de obras públicas
I l l S I O K I A DI- I.A 1C O N O M I A 243

íil tom ar el poder en 1933, entre las cuales el ejem plo m ás visible
i nerón las Autobahnen. En verdad, empezó invirtiendo en obras
de ingeniería civil, antes de em prender los gastos arm am en tistas.
Los nazis tam poco hacían ningún caso a las lim itaciones de los
ingresos públicos, pues recu rrían sin escrúpulos a la financiación
a través del déficit. De esta form a, la econom ía alem ana pudo re­
cuperarse de la caída d ev astad o ra su frid a an terio rm en te. H acia
1936, el desempleo, que h ab ía ejercido u n a influencia ta n conside­
rable en el acceso de Hitler al poder, había sido elim inado en gran
medida.
Pero este proceso no im presionó al m undo económico; en efec­
to, H itler y los nacionalsocialistas no eran u n m odelo a im itar. E n
aquellos años, los econom istas y los p o rtav o ces m ás expresivos
de la sapiencia financiera que v isitab an el Reich, predijeron u n á ­
nim emente un desastre económico. Según ellos, como resu ltad o de
aquellas políticas tem erarias, si no dem enciales, la econom ía ale­
m ana se desm oronaría por com pleto, y el nacionalsocialism o, a su
vez, quedaría desacreditado y desaparecería. H einrich B rüning, el
canciller rígidamente ortodoxo que había presidido la anterior etapa
de desem pleo y privaciones, fue co n tratad o como catedrático en
H arvard, y desde ese puesto declaró públicam ente u n a y o tra vez
que Alem ania padecería las graves consecuencias del ab andono de
sus políticas rigurosam ente au steras que, en su opinión, no ten ían
nada que ver con la situación desesperada que h ab ía conducido al
auge del fascismo.
M ás civilizado y m ucho m ás conform e a un pensam iento eco­
nómico deliberado y solvente fue el caso de Suecia. E n ese país,
durante dos generaciones, un grupo alerta de econom istas h ab ía
venido desarrollando u n exam en crítico de las ideas económ icas
en su relación con los asu n to s públicos. Y m ás allá de esta refle­
xión, recurriendo a la enseñanza y a la publicación de sus escri­
tos, lograron que sus conceptos y orientaciones se convirtieran en
políticas y en m étodos prácticos de la adm inistración pública.
La figura fundadora de la prim era generación fue K nut Wick-
sell (1851-1926), un estudioso de la tradición clásica y u tilitarista,
pero a la vez de m entalidad fuertem ente independiente y original,
dotado de un talento que lo im p u lsab a a lo im previsible y, dado
el caso, a la herejía declarada. E ntre o tras cosas, fue m uy critica­
do por su pionera defensa en favor del control de la natalid ad ; en
1908, habiendo expresado en u n a conferencia ciertas opiniones
244 J O H N KHNNHTH OAI.MKAH H

poco reverentes sobre la Inm aculada Concepción, fue condenado a


dos m eses de cárcel. Algunos creían, por lo visto, que los econo­
m istas debían ser m enos eclécticos en su herejía.
Las opiniones de Wicksell sentaron los precedentes de m uchos
debates posteriores en la m ateria; por ejemplo, an ticipándose a
Cham berlin y a Robinson, sostuvo que el monopolio y la coriipe-
tencia eran los extrem os opuestos de un espectro en el cual se ali­
neaban m uchas form as distintas de organización del mercado. Ésta
y otras actitudes irrespetuosas hacia las doctrinas de la ortodoxia
le m antuvieron d u ran te toda su vida en conflicto con G ustav Cas-
sel (1866-1944), pilar del pensam iento económico conservador en
Suecia y, en cierta m edida, en toda Europa. Cassel fue defensor
acérrim o del sistem a clásico, del patrón oro y de u n a apropiada
limitación, si no un alcance mínimo, de la intervención del gobier­
no en la economía. D ada su vehem ente adhesión a sus propias
creencias, y el en tu siasta apoyo que éstas encontraron entre los
conservadores en toda Europa, Cassel inspiró grandes polémicas.
En realidad, lo que con el tiem po llevaría a la ru p tu ra de Suecia
con la econom ía clásica tuvo m ucho que ver con la disponibilidad
de un contrincante tan tenazm ente ortodoxo.
En las filas de la oposición a Cassel se distinguió to d a una
segunda generación de econom istas notables por su m entalidad in­
dependiente, como G unnar M yrdal (1899), Bertil G. Ohlin (1899-
1979), Erik Lindahl (1891-1960), Erik F. Lundberg (1907) y Dag
H am m arskjóld (1905-1961), luego secretario general de Naciones
Unidas, quien pereció en acto de servicio. Buenos conocedores de
la teoría clásica y conscientes de sus lim itaciones, se enfrentaron
directam ente a los problem as prácticos de la economía, la socie­
dad y la política de Suecia. A m edida que se ahondaba la depre­
sión, com enzaron a dedicar especial interés a las consecuencias de
ésta, como, por ejemplo, la deflación de los precios, la dism inución
de la producción, el desem pleo y el d esastre agrícola. En las di­
mensiones relativam ente pequeñas de la com unidad sueca, los eco­
nom istas se hallab an en estrecha com unicación, inclusive cotidia­
nam ente, con los dirigentes políticos y los funcionarios públicos,
cuando no ejercían ellos m ism os esas funciones. De esta asocia­
ción surgió u n am plio proyecto encam inado a aliviar las penurias
y a m ejorar el funcionam iento general de la economía. En este pro­
yecto estab a com prendido lo que p ara las p au tas de la época era
un sistem a de seguridad social bien desarrollado, y adem ás, pre­
I O R I A 1)1 I.A I ( ( I N O M I A 245

n o s de apoyo para la agricultura. Finalm ente, com o com plem ento


V correctivo del capitalism o y de la em presa com petitiva, se p re­
vio un sistem a muy estructurado de cooperativas agrarias y de con-
■amio.
Pero para nuestro tem a actual lo que m ás in teresa es la u tili­
zación deliberada del presu p u esto del estado p a ra resp ald ar la de­
m anda y el empleo. La depresión condujo a los econom istas de
lístocolmo a abandon ar la esperanza de que el banco central, re­
duciendo los tipos de interés, pudiera inducir un aum ento efectivo
de la inversión, el gasto correspondiente y la dem anda. Una vez
más, habría sido inútil em pujar la cuerda. Por el contrario, afir­
maron que si bien en épocas norm ales el presupuesto estatal debía
mantenerse equilibrado, en tiem pos de depresión, a la inversa, con­
venía desequilibrarlo deliberadam ente, de m odo que el excedente
de los gastos sobre los ingresos contribuyera a sostener la dem an ­
da y el empleo.
Todo esto se decía y se hacía en Estocolm o en la década de
1930, mucho antes de Keynes; p ara utilizar u n a term inología exac­
ta, no debería actualm ente aludirse a la revolución keynesiana, sino
más bien a la revolución sueca.
A m ediados del decenio, las noticias relativas a las novedades
del pensam iento sueco fueron penetrando lentam ente en G ran Bre­
taña y en Estados Unidos. Al cabo de un tiem po, Suecia fue p re­
sentada como la Vía Interm edia^ a un m undo p ertu rb ad o p o r la
idea de que el socialism o y el com unism o eran las únicas a ltern a­
tivas a un capitalism o rigurosam ente ortodoxo; p a ra ello se d esta­
caban su sistem a de bienestar social, ya entonces bien d esarro lla­
do, sus cooperativas agrarias y de consum o, su tolerancia general
de la modificación y enm ienda del rigor clásico, y su utilización
del presupuesto del Estado p ara resp ald ar la dem anda. Pero como
ha destacado Ben B. Seligman,^ la b arrera lingüística h a im pedi­
do durante m ucho tiem po la difusión de este modelo. Y p o r otra
parte, no se concebía que las grandes ideas económ icas se origi­
naran en pequeños países.

2. P a rte d el títu lo del lib ro m u y d ifu n d id o de M a rq u is W . C h ild s, S w e d e n ; T h e M id d -


le W a y (N e w H av en , Y ale U n iv e rsity P re s s , 1936).
3. E n M a in C u rren ts in M o d e rn E c o n o m ic s (N u e v a Y ork, T h e F re e P re s s of G len co e,
1962), p á g s . 539 y s s . E s ta e n o rm e o b ra , co n j u s t o m o tiv o , e x p r e s a u n a g r a n a d m ir a c ió n
p o r lo s e c o n o m is ta s su e c o s.
246 JOHN k i ; n n i :t i i oa i u k a u ii

Tam bién en E stados Unidos tuvo Keynes sus precursores. En rl


decenio de 1920, William Trufant Foster (1879-1950) y W addill Cat
chings (1879-1967), el prim ero de ellos econom ista con reputación
de excéntrico, y el segundo un Wunderkind de las grandes prom o­
ciones (y d esastres) de los trusts de inversiones en los años inm e­
diatam ente anteriores y posteriores a la crisis de 1929, publicaron
u na serie de libros en los cuales se exhortaba enérgicam ente a re­
clam ar la intervención del E stado p ara apoyar y reforzar la de­
m anda. El blanco de sus tiros era la ley de Say y las creencias
económicas en las que ésta se apoyaba: «Estos señores feudales
de la teoría económ ica (los econom istas clásicos) se lim itaron a
suponer, sin in ten tar siquiera probarlo, que la financiación de la
producción, por sí sola, sum inistra a la gente los medios p ara com­
prarla.»'^
Las ideas de Foster y de Catchings no carecían por com pleto
de atractivo p ara la opinión pública; así es cómo en los prim eros
años de la depresión tuvieron una considerable audiencia entre los
profanos, y se les com entó extensam ente. Pero entre los econom is­
tas respetables sirvieron principalm ente como ejemplo de un error
popular y superficial, y fueron citados u n a y o tra vez como expo­
nentes de la tendencia a ese error.^
Finalm ente, vino a servir de precedente a Keynes la aplicación
sum am ente práctica en E stados Unidos de un elem ento que h a­
bría de constituir su prescripción m ás im portante, a saber, que el
Estado debe recurrir a la deuda pública p ara financiar p arte de
su gasto con el fin de sostener la dem anda y el empleo. D urante
la m ayor parte del decenio de 1930 el gobierno federal estadouni­
dense m antuvo en su presupuesto un déficit considerable. A p a r­
tir de 1933, éste fue aum entando a raíz de los gastos en auxilio
social directo, obras públicas y o tras m edidas públicas p ara pro­
mover el empleo, particularm ente por interm edio de la A dm inis­
tración Federal de Auxilio de Urgencia, la A dm inistración de O bras
Públicas y la A dm inistración de O bras en Ejecución. H asta 1936,
habiendo transcu rrid o tres años del New Deal, y en lo que podría
llam arse el año de Keynes, sólo se financiaba con las rentas fede-
4. W iU iam T ru f a n t F o s te r y W a d d ill C a tc h in g s , T he R o a d to P le n ty (B o sto n , H o u g h -
to n M ifflin, 1928), p á g . 128.
5. N o e n to d o s lo s c a s o s. J o h n H . W illia m s (1887-1980), c a te d rá tic o q u e p r e s tó se rv i­
cio s d u r a n te m u c h o s a ñ o s e n la U n iv ersid ad de H a rv a rd , y q u e se especializó e n cu estio n es
d e m o n e d a y d e b a n c a , h a b ie n d o sid o e n o tr a ép o c a f u n c io n a rio d el B a n c o de la R e se rv a
F e d e ra l d e N u e v a Y ork, d e s p e rtó in te ré s e n s u s c u rs o s y a la r m ó a s u s co le g a s al a f ir m a r
q u e F o s te r y C a tc h in g s te n ía n ra z ó n e n a lg u n o s a s p e c to s y q u e n o d e b ía n s e r ig n o ra d o s.
HISTORIA D1-. i,A HCONOMÍA 241

rales el 59 por ciento de los gastos, es decir, p(K‘ 0 más de la mitad.


El déficit equivalía al 4,2 por ciento del Producto Nacional Bruto
de ese año.^ O sea, que las difíciles circunstancias de la época
—esa fuerza inexorable de la economía- habían impuesto ya lo
que Keynes vendría a proponer. Y por ello, en opinión de muchos,
sin excluir al presidente Franklin D. Roosevelt, la economía key>
nesiana no sería considerada, durante largo tiempo, como un acto
inspirado por el saber en materia económica, sino como una ra­
cionalización refinada de lo que había resultado a todas luces po­
líticamente inevitable.

Entre las primeras iniciativas tendentes a promover la política key-


nesiana se contaron enérgicos intentos del propio Keynes para ejer­
cer la persuasión. En una notable «Carta Abierta al Presidente»,
publicada en el New York Times el 31 de diciembre de 1933, du­
rante el primer año del New Deal, hizo saber al nuevo gobierno
que le parecía indispensable dedicar «una atención predominante
en el más alto grado al incremento de la capacidad de compra na­
cional resultante de los gastos públicos, financiados mediante em­
préstitos»,^ y el año siguiente celebró una entrevista con Roose­
velt, sin mucho éxito, para insistir en su recomendación. Pero nin­
guna de estas tentativas iniciales rivalizan en importancia con la
publicación en 1936 de The General Theory of Employment Interest
and Money,^ acontecimiento en la historia de la economía política
comparable en importancia con la aparición de La riqueza de las
naciones en 1776 y con la primera edición de El capital en 1867.
Ella asestó, como Keynes se lo había propuesto, un golpe mortal
a las conclusiones clásicas^ relativas a la demanda, la producción
y el empleo, y a la política fundada en las mismas.

6. A modo de comparación, puede mencionarse que el tan debatido déficit de


representaba aproximadamente el 4,9 por ciento dcl Producto Nacional Rruto,
7. Citado por R. F. Harrod, 7'hc Life of John Mavtuird Keynes (Nueva York. Hat'
court, Brace, 1951), pág. 447.
8. Nueva York, Harcourt, Brace. Keynes omitió las comas en el titulo, posteriormente,
los comentaristas casi siempre las intrcidujeion.
9. Debo observar nuevamente que, como lo hi:»o Keynes. utilizo la palabra vitisüv para
designar toda la gama del pensamiento ortodoxo, ilesde Smilh y Kicaido en adelante. Kn
tiempos de Keynes la referencia habitual ahiilía a la ecouomi.i neoclásica, amuiue ésta
representaba la etapa superior a la cl.ásica. No hubo, sin embarpo. ninguna ntpfuva ter­
minante con la argumentación anterior; el nuevo léi iiiuio solo \ iiu> a toni.o en cuenta kvs
abundantes refinamientos a los cuales se ha lioeho alusión en la presente lóst.ui.i la
designación de «economía clásica» viene en re.'iliilad a designar eon mayoi ex.i. íiíu,! la
corriente del pensamiento tradicional, por lo menos hasta Kevnes
248 J O H N K E N N E T H GALBRAITH

Como se desprende de lo antedicho, La teoría general fue acep­


tada, en gran m edida, a consecuencia de la G ran D epresión y de
la incapacidad de la econom ía clásica p ara lidiar con u n suceso
tan um versalm ente desestabilizador. Pero esa aceptación tam bién
se debió en gran p arte a la seguridad de que Keynes hizo gala en
m ateria de argum entación y análisis económico, y en la confiada
originalidad de su expresión y de su actitud. La confianza es un
rasgo digno de destacarse especialm ente. En efecto, ningún econo­
m ista es tenido en m ás de lo que él m ism o se estim a, si es secun­
dado con m ayor certidum bre que la que él m ism o m anifiesta. Y la
influencia de Keynes tam bién provino en gran parte de su s ante­
cedentes, reputación y prestigio personales. Es m uy posible que si
La teoría general hubiese sido obra de u n autor carente de dichas
calificaciones, se hab ría perdido de vista sin dejar rastro. Veamos
ahora de qué calificaciones se tratab a.

Los orígenes fam iliares y las credenciales académ icas de Keynes


difícilmente podrían haber sido m ás favorables. Su padre, John
Neville Keynes, fue un econom ista de la U niversidad de C am brid­
ge, de excelente reputación. D urante quince años fue el encargado
del registro, o sea, el principal funcionario adm inistrativo de la
universidad. La m adre de M aynard Keynes, Florence Ada Keynes,
ejerció con verdadera abnegación un papel dirigente en la com uni­
dad, y llegaría con el tiem po a convertirse en alcaldesa de Cam­
bridge. Ambos sobrevivieron a su famoso hijo, y asistieron a sus
funerales en la ab ad ía de W estm inster, en abril de 1946.
John M aynard Keynes fue alum no de Eton y luego de la Uni­
versidad de Cambridge, en la que estudió con Lytton Strachey, Leo-
nard Woolf y Clive Bell. Éstos, junto con Virginia Woolf, V anessa
Bell y otros, integrarían posteriorm ente en Londres el G rupo de
Bloomsbury, luego tan celebrado, quizá en exceso. P ara Keynes
esos am igos representaron u n a ventana abierta al m undo y fueron
interlocutores agradablem ente distintos de los austeros portavoces
de la teoría económica, m ientras que él, a su vez, representaría
para ellos un vínculo sum am ente im probable, h asta podría decir­
se desconcertante, con el m undo de la econom ía y de los asuntos
políticos prácticos.
Una vez diplom ado en Cam bridge en 1905, se presentó a los
exám enes del Servicio Civil y fracasó en econom ía política. (cEvi-
I I I S I O K I A DI- I.A 1 , ( O N O M I A 249

(Icntemente, sabía m ás de esta m ateria que m is exam inadores.


Habiendo sobrevivido a esta ignorancia oficial, fue durante un tiem ­
po funcionario de la Oficina de la India, escribió u n a o b ra em i­
nentem ente técnica y m uy celebrada sobre la teoría de la p ro b ab i­
lidad, em pezó a redactar otra sobre la m oneda en la India, y vol­
vió a C am bridge con u n a beca o to rg ad a p erso n alm en te p o r el
profesor A rthur Pigou.
La guerra y la posguerra de 1914-1918 reportarían fam a a Key-
iies, y con ella, la seguridad característica que en ad elante asu m i­
ría su p alabra ante la opinión pública, otorgándole u n a influencia
cada vez m ayor y finalm ente irresistible. D urante esos años fue
luncionario del Tesoro, donde adquirió notable reputación por la
com petencia e ingeniosidad que desplegó p ara la adm inistración
de los ingresos británicos en las operaciones de cam bio de divisas
extranjeras, los procedentes de los em préstitos y los reportados por
los títulos extranjeros adquiridos y vendidos en el exterior. T am ­
bién se distinguió por su habilidad en la o p o rtu n a d istribución de
los ingresos entre las im portaciones y gastos necesarios en u ltra ­
mar, y por la orientación y ayuda que prestó a sus colegas france­
ses y rusos en esas m ism as actividades. Al finalizar la g uerra era
tan conocido por su capacidad en política económ ica y en ad m i­
nistración, que fue escogido p ara integrar la delegación de G ran
Bretaña a la Conferencia de P arís en 1919, en u n cargo de p a rti­
cular interés y distinción.
El com portam iento futuro de este joven especialista (K eynes
sólo tenía entonces trein ta y seis años) que tuvo acceso, d u ran te
la Conferencia de París, a u n a com pañía ta n im presionante como
la de David Lloyd George, Georges Clem enceau y W oodrow Wil-
son, y a la no m enos im presionante ta re a de aseg u rar la paz m u n ­
dial, parecía fácil de predecir. E ra de esp erar que u n hom bre tan
selecto y afortunado d isfru tara de los halagos de su situación y
de la envidia de los m enos favorecidos; que p restara su asesora-
miento con toda la deferencia apropiada, y que acep tara y au n de­
fendiera sus resultados, por m olestos, desacertados o extraños que
parecieran, como lo mejor que podía haberse hecho. En efecto, pro­
ceder de otro modo hab ría equivalido a d esv irtu ar el sabio juicio
y a herir el am or propio de quien lo h ab ía designado. Pero Key­
nes, que no necesitaba estím ulos en m ateria de am or propio, p a r­

ió . K ey n es, c ita d o e n H a r ro d , p á g . 121.


250 JOHN KENNETH GALBRAITH

tió de P arís en ju n io de 1919 a n im a d o de u n p ro fu n d o desprecio


por las actu acio n es de la C o n feren cia. Volvió a In g la terra para es­
cribir The E conom ic C o nseq u en ces o f th e Peace,^^ cosa que hizo
en los dos m eses sig u ien tes. E ste lib ro se p u b licó en InglateiTa
ese m ism o año, se vendieron de él o c h e n ta y c u a tro mil ejemplares
en la edición b ritá n ic a , fue tra d u c id o a m u c h o s idiom as y conti­
n ú a siendo h a s ta la fecha el m á s im p o rta n te d o cu m ento económi­
co sobre la p rim era g u erra m u n d ia l y la p o sg u erra.
E s tam b ién , com o se h a dicho con frecu en cia, u n a de las dia­
trib a s m ás elocuentes q ue ja m á s se h a y a n escrito . Describe el am­
biente de la C onferencia com o vengativo, m iope y profundamente
reñido con la realidad. Y así son tra ta d o s p o r su parte los gran­
des estad istas: W ilson, aqu el «D on Q uijote ciego y sordo»;*’ Cle-
m enceau, que sólo ten ía u n a ilusión, F ran cia, y u n a desilusión, la
hum anidad;*^ Lloyd George, descrito en u n p asaje que fue supri­
m ido en el últim o m om ento com o u n « bardo con p a tas de chivo,
visitante sem ihum ano de n u e stra época, salido de los bosques pla­
gados de b ru jas, m ágicos y en can tad o s de la antigüedad celta».
Pero fueron las cláusulas de rep aracio n es las que suscitaron
particularm ente la condenación profesional de Keynes. Alemania,
a su entender, no podía p ag ar las su m as fijadas con los ingresos
obtenidos de las exportaciones; asim ism o, su s esfuerzos en esta
dirección y la dislocación resu ltan te del com ercio y las finanzas
serían desastrosos no sólo p a ra el enem igo derrotado, sino tam­
bién para toda E uropa. De esta conclusión, m ás bien que de nin­
guna otra fuente, provendría la convicción, prevalenciente en los
decenios de 1920 y 1930, de que las condiciones de la paz habían
sido, en realidad, como las im p u estas a Cartago. En consecuen­
cia, Alemania ya no aparecía ante los ojos del m undo como un
agresor castigado, sino como u na víctim a. Éste fue el legado de
Keynes.
Y hubo consecuencias de largo alcance. Después de la segunda
guerra m undial, la iniciativa de im poner reparaciones a Alemania
y Japón, bajo la form a de transferencias m onetarias, fue unifor­
memente rechazada; el error estigm atizado por Keynes no debería
repetirse. A cam bio de ellas, esta vez, sería m ás sensato exigir re­

tí. N u e v a Y o rk , H a r c o u r t , B r a c e a n d H o w e . 1 9 2 0 .
12. K e y n e s . T he E c o n o m ic C o n seq u en c es o f th e Peace, p á g . 4 1 .
13. K e y n e s , ibid., p á g . 32.
14. K e y n e s . c it a d o e n H a r r o d , p á g . 2 5 6 .
insiD KIA DI- I.A l'C O N O M I A 251

p;iraciones en especie, particularm ente bajo la form a de p lan tas


industriales y bienes de equipo. Lo triste del caso es que éstas,
salvo por la circunstancia de no poder llevarse fácilmente a la prác­
tica, resultaron todavía b astan te m ás p ertu rb a d o ras y crueles que
las otras. Los trabajadores y las com unidades enteras tuvieron que
presenciar el desm antelam iento y el despojo de las fábricas y m á­
quinas que co n stitu ían su m edio de vida. P or el m om ento, al
menos, se había evaporado to d a esperanza en el futuro. E n sín te­
sis, ésta sí que era u n a paz como la im p u esta a Cartago, cuyas
consecuencias sólo fueron lim itadas por los problem as prácticos
que representaba el traslad o y utilización de las p la n tas in d u s­
triales.

Durante el decenio de 1920 y principios del de 1930, Keynes escri-


liió prodigiosam ente, se interesó en las artes, fue presid en te del
New Statesm an and Nation, formó parte del im portante órgano ofi­
cial denom inado Comité de Investigación de las F inanzas y la In ­
dustria, desem peñó la presidencia de u n a em presa de seguros, fue
director de becas y subsidios del King’s College en C am bridge, y
especuló, al principio d esastrosam ente (tuvo que ser sacado a flote
por su padre y por sus am igos en la City) y luego con éxito, por
su propia cuenta, y lo que es aú n m ás singular d ad as las razo n a­
bles restricciones acostum bradas al respecto, por cuenta del King’s
College.
En 1925, al plantearse la cuestión del p atró n oro, y al am en a­
zar lo que llegaría a convertirse, como él pronto lo advirtió, en
una tem porada tem pestuosa, sostuvo u n a b rillante polém ica con
i;l entonces m inistro de hacienda (C hancellor of the E xchequer)
W inston Churchill. Se tra ta b a del retorno de la libra, luego del de­
terioro experim entado d u ran te la guerra, a su antiguo valor en
metal de 123,7 granos de oro fino, y a su anterior p arid ad de 4,87
dólares estadounidenses por u n a libra esterlina. É sta era u n a m e­
dida reclam ada por la solem ne sab id u ría financiera y la tradición
en G ran Bretaña, pero sucedía a la vez que con u n a libra esterlina
cara, los precios de exportación de los productos británicos, y en
particular del carbón, venían a situ arse en un 10 por ciento por
encim a del precio del m ercado m undial. Desde el punto de vista
de sus efectos sobre las exportaciones e im portaciones, se creaba
la situación inversa de la política de com prar oro y reducir el p re­
252 J O H N K E N N E T H GA LBRA I TH

c í o de este m etal ad o p tad a por Roosevelt ocho años después, y

fue la co n trap artid a p ara el alto valor del dólar a m ediados de los
años ochenta.
A fin de poder afrontar la com petencia, debían reducirse los
precios de las m ercancías británicas, y como condición p ara ello,
tam bién los costes y, en especial, los salarios. G radual y penosa­
mente, luego de u n a larga y muy ingrata huelga de los m ineros
del carbón, y de la gran Huelga General de 1926, se bajaron los
salarios. En síntesis, el retorno de G ran B retaña al patró n oro en
1925 todavía se recuerda como una de las decisiones m ás eviden­
tem ente equivocadas en la larga e im presionante historia del error
económico.
Keynes fue im placable en su oposición a Churchill, y p articu ­
larm ente en las críticas que le dirigió; pero el m inistro, por su
parte, como luego se supo, tenía tam bién sus serias dudas en cuan­
to al acierto de esa m edida. Keynes preguntó entonces: «¿Por qué
ha adoptado C hurchill u n a m edida tan tonta?», y se contestó él
mism o en los siguientes térm inos: «porque carece de juicio in stin ­
tivo que le im pida com eter (sem ejantes) errores..., porque está en­
sordecido por el clam or de los financieros convencionales, y... por­
que sus expertos le han aconsejado m uy mal».^^ H abiendo encon­
trado u na vez u n buen título, Keynes no vacilaba en usarlo por
segunda vez. El ensayo en el cual figuraba este ataque se tituló
Consecuencias económicas del señor Churchill.
Finalm ente, en 1930, Keynes publicó su obra en dos tom os
Treatise on Money. La aparición del libro fue salu d ad a como todo
un acontecimiento. En él figuraba una fascinante historia de la mo­
neda, con la notable observación de que el oro debía su distinción
a un atractivo freudiano, y un cálculo según el cual todo el oro
acum ulado en el m undo desde los tiem pos m ás rem otos hasta
el presente podía en aquel entonces (como seguirá ocurriendo
sin duda ahora) tran sp o rtarse a través del Atlántico en un solo
barco.
Tam bién aparecían ideas que presagiaban La teoría general.
«Podría suponerse, y se ha supuesto con frecuencia, que la sum a
total de las inversiones es necesariam ente igual a la sum a total de
los ahorros. Pero si se reflexiona, se com probará que esto no es

15. J o h n M a y n a rd K ey n es, E s s a y s in P ersu a sió n , c ita d o e n R o b e rt L e c k a c h m a n , The


A g e o f K e y n e s (N u e v a Y ork, R a n d o m H o u se , 1966), p ág . 47.
i n s r o K i A m', i a iu o n o m ia 253

cierto.»^® En este enunciado, en térm inos m oderados, figura u n a


tesis que posteriorm ente sería expuesta en to d a su significación:
no puede tenerse la seguridad de que to d a la ren ta haya de refluir
necesariam ente bajo la form a de dem anda de m ercancías y servi­
cios, como lo prescribe la ley de Say. Una p arte de esos recursos
han de perderse bajo la form a de ahorros no utilizados o no inver­
tidos.
En cam bio, con respecto a o tras cuestiones, Keynes llegaba a
conclusiones que luego h ab ría de reb atir en La teoría general. No
se ocupaba de los factores que cau san los cam bios en el nivel de
producción y en el consiguiente volum en de em pleo en la econo­
mía en su conjunto, om isión que por o tra p arte reconoció. E ste
«desarrollo dinám ico (es decir, los cam bios que acaban de m en­
cionarse), a diferencia de la fotografía in sta n tán ea de la realidad
económica, quedó incom pleto y extrem adam ente confuso».
Keynes fue un lúcido m aestro de la p ro sa inglesa, fértil en re­
cursos idiom áticos, lo m ism o que Smith, B entham , M althus, los
dos Mili, M arshall y Veblen. En realidad, con la posible excepción
de Ricardo, estas m ism as cualidades h an distinguido a todos los
autores de gran im portancia en la historia del pensam iento econó­
mico inglés. No obstante, The General Theory o f Em ploym ent In-
terest and Money es una obra compleja, m al estructurada y a veces
oscura, como lo reconoció el mism o Keynes, quien observó asim is­
mo que el público en general, «aunque sea adm itido en el debate,
sólo lo es en calidad de oyente», tratán d o se de este esfuerzo técni­
co necesario para persu ad ir a sus colegas los econom istas. Y son
muy pocas las personas ajenas a la profesión de la econom ía polí­
tica que h an llegado a aceptar alguna vez la invitación de Keynes
a escuchar.
Y sin em bargo, las ideas centrales del libro, como ya se ha
dicho, no presentan, relativam ente, m uchas dificultades. El p ro ­
blema decisivo de la econom ía no es el de d eterm in ar cómo se es­
tablece el precio de las m ercancías. Tam poco la form a de d istri­
buir los ingresos resultantes. La cuestión im p o rtan te es averiguar
cómo se determ inan los niveles de producción y de empleo.^® A me-

16. Jo h n M a y n a rd K eynes, A T reatise on M o n e y (N u e v a Y ork, H a rc o u rt, B race, 1930),


vol. I, p á g . 172.
17. K ey n es, T he G en eral T h eo ry o f E m p lo y m e n t I n te r e s t a n d M o n e y , p á g . 8.
18. Q u e d io lu g a r p o s te rio r m e n te a la d if u n d id a p re o c u p a c ió n p o r la t a s a d e e x p a n ­
sió n lla m a d a cre c im ie n to .
254 JOHN KENNETH GAEBRAITH

nudo, cuando aumentan la producción, el empleo y la renta, va


disminuyendo el consumo obtenido de los aumentos adicionales
del ingreso, es decir —en los términos de la formulación histórica
de Keynes —, decrece la propensión marginal al consumo. 0 sea,
que los ahorros aumentan. No hay ninguna seguridad de que, como
creían los economistas clásicos, con el descenso de los tipos de
interés tales ahorros vayan a ser invertidos, o sea, gastados. Pue­
den en efecto permanecer sin gastar, por una variedad de razones
precautorias que responden a la necesidad o el deseo del indivi­
duo o de la empresa de contar con liquidez, es decir, otra vez en i
la terminología de Keynes, en función de la preferencia por la li- j
quidez. Si los ingresos se ahorran y no se gastan, tendrá lugar
una reducción de la demanda total de bienes y servicios (deman­
da agregada efectiva), y con ello, del producto y del empleo. Y la
reducción continuará hasta que se reduzcan los ahorros al nivel
apropiado. Este descenso se produce porque la reducción de los
ingresos induce, e incluso fuerza, una propensión marginal al con­
sumo cada vez mayor. El menor volumen de ahorro es entonces
absorbido por el gasto en inversión, cuyo descenso es más lento.
Lo mismo que en la concepción clásica del problema, el ahorro
y la inversión deben ser iguales. La diferencia es que ya no se
igualan necesariamente, ni siquiera normalmente, en los niveles co­
rrespondientes al pleno empleo. Para igualar los ahorros a las in­
versiones, y para asegurar que los primeros sean gastados, puede
resultar necesario reducir los ingresos y forzar una reducción del
gasto. De modo que la situación de equilibrio en la economía no
asegura el pleno empleo obligatoriamente, sino que puede asumir
distintos grados de desocupación, inclusive en severas proporcio­
nes. Como ya hemos visto, a este fenómeno se le ha dado el nom­
bre de equilibrio con subempleo. Se trataba de upa situación que
en 1936 el profano podía verificar a simple vista.
Hubo además otra nota discordante en la cuerda keynesiana.
Desde el punto de vista de la economía clásica, una situación de
desempleo, dejando aparte aquellos trabajadores que estaban mo­
mentáneamente desocupados por hallarse cambiando de empleo o
porque sus calificaciones no cuadraban con las necesidades de
los puestos disponibles, se debía a que los salarios eran demasia­
do elevados o demasiado rígidos. En ese caso, era evidente que
los causantes eran los sindicatos con sus exigencias. Los benefi­
cios adicionales de añadir nuevos trabajadores, el ingreso margi-
IIIMOKIA d i : i a 1 (ONOMIA

nal de increm entar la Tuerza de trabajo, no alcanzaban, sencil


mente, para poder pagar los salarios pretendidos. En ese caso, basí*;iq
(aba con reducir los salarios, superando todas las resistencias a tal
medida, y los trabajadores desem pleados volverían a encontrar tra ­
bajo. En opinión de Keynes —y esto tiene u n a im portancia decisi­
va—, tal hipótesis ya no respondía en absoluto a la realidad, pues
li) que podía ocurrir en el caso de u n em p resario p a rtic u la r no
tenía por qué suceder con el conjunto de los patronos. Esto es lo
que los econom istas, y otros autores que aluden a la tendencia de
proceder de lo sim ple a lo complejo, como, por ejem plo, de las fi­
nanzas del hogar a las del Estado, llam an la falacia de com posi­
ción. Si los em presarios en general red u jeran los salarios en u n a
situación de desem pleo, el flujo de la cap acid ad ad q u isitiv a, es
decir, la dem anda efectiva agregada, dism inuiría pari passu con
la reducción de los salarios. Y en ese caso, la contracción de la
dem anda efectiva increm entaría el desem pleo. De m odo que ya no
podría achacarse el desem pleo a las elevadas rem uneraciones ni a
los sindicatos. Herbert Hoover y Franklin D. Roosevelt, el segundo
m ediante la NRA, habían coincidido por lo m enos en este prin ci­
pio de orientación: am bos se hab ían opuesto a la reducción de los
salarios. En cam bio los econom istas, fieles a su fe clásica, h ab ían
criticado a am bos presidentes; fue Keynes quien los reivindicó.
Con el diagnóstico llegó la cura. Ya no podían los gobiernos
esperar el remedio de fuerzas autocorrectivas, pues el equilibrio
con subem pleo podía resu ltar estable y persistente. Ya no h ab ía
que esperar a que el desem pleo redujera los salarios, pues ello,
por el contrario, podía conducir a u n equilibrio con u n nivel infe­
rior de producción y de empleo. No podía contarse con que la re­
ducción de los tipos de interés provocara el aum ento de la inver­
sión y de los gastos de inversión, pues cabía la posibilidad co n tra­
ria de que sólo fueran a reforzar la preferencia por la liquidez. En
verdad, ¿por qué razón h ab ría de renunciarse a las diversas ven­
tajas de poseer dinero en efectivo a cam bio de u n beneficio p u ra ­
mente simbólico? Y a m ayor abundam iento, era tam bién h arto evi­
dente en el escenario económico contem poráneo que h asta las m ás
sorprendentes rebajas de los tipos de interés que entonces se p ro ­
ducían resultaban insuficientes p ara estim ular la inversión, dado
el gran exceso de la capacidad productiva y la ausencia de u n b e­
neficio aceptable.
En definitiva, quedaba u n recurso, y ta n sólo uno, a saber, la
256 J O H N K E N N E T H GALHKAI T H

intervención del E stado p ara elevar el nivel de los gastos de inver­


sión: la em isión de deuda pública y el aum ento del gasto público.
El déficit deliberado. Sólo en esta form a podría d estruirse el equi­
librio con subem pleo, gastando, en form a voluntaria e intencional,
los ahorros no utilizados del sector privado. Venía así a confir­
m arse term inantem ente el acierto de lo que ya venía haciéndose
bajo la presión de las circunstancias.

Tales son los elem entos esenciales de la Revolución keynesiana.


Pero el propio Keynes no llegó a form ularlos en esos térm inos. En
rigor, el debate económico que suscitó la publicación de La teoría
general vino a lidiar interm inablem ente, p ara m ayor placer de los
contrincantes, con las complejidades y oscuridades de la obra. Pre­
valecía al respecto cierta satisfacción profesional en m antener el
asunto cubierto con un velo de m isterio, pues difícilm ente podría
esperarse que entendiera el profano lo que los académ icos se des­
vivían por dom inar.

En particular, hubo u n a característica de la Revolución keynesia­


na que casi no llegó a m encionarse. Al im presionarse tan to con la
m agnitud de los cam bios introducidos, los econom istas no se de­
tuvieron a reflexionar acerca de lo m ucho que perm anecía invaria­
ble. Ello motivó que, en adelante, se confiara al E stado la misión
de dirigir el funcionam iento general de la economía. A unque h u ­
biera desacuerdos acerca de las m edidas que debían aplicarse, no
los hubo en cuanto a la responsabilidad del gobierno o, por lo
menos, del banco central. Se había disipado la creencia en la posi­
bilidad del pleno empleo con el m antenim iento de precios estables,
que sólo persistió en las m entes de algunos excéntricos. Pero la
enseñanza y los debates acerca de cómo p o d rían aseg u rarse el
pleno empleo y la estabilidad de los precios quedaron en lo suce­
sivo integrados en una ram a especial por separado dentro de la
economía, que recibiría el nom bre de «macroeconomía».^^ Algunos

19. L o c u a l lle g a ría d e s p u é s a o b s ta c u liz a r c o n s id e ra b le m e n te la c o m p r e n s ió n d e la


e c o n o m ía . C o m o se o b s e rv a r á m á s a d e la n te , la v id a e c o n ó m ic a c o n s titu y e u n a so la u n i­
d a d , y la s e p a ra c ió n e n tre m icro y m a c ro e c o n o m ía im p id ió u n a e v a lu a c ió n a p r o p ia d a de
la f u e rte in flu e n c ia d e la m a c ro e c o n o m ía so b re lo s a c o n te c im ie n to s m ic ro e c o n ó m ic o s, en
p a r tic u la r d e la s o c ie d a d a n ó n im a y lo s sin d ic a to s m o d e rn o s, y la ac c ió n re c íp ro c a de los
s a la rio s y lo s p re c io s, e n p a r tic u la r.
m siOKIA DI' l.A l ' C O N O M I A 257

economistas, utilizando una contracción de singular m al gusto, h a ­


brían de referirse a su especialidad como «macro». Pero en cam ­
bio, Keynes no llegó a ab o rd ar ni a p e rtu rb a r en absoluto lo que
se llam aría luego amicroeconomía)), es decir, lo que con un voca­
blo de la jerga profesional igualmente deleznable se designa a veces
como amicro». En la m icroeconom ía el m ercado seguía igual así
como la firm a com ercial y el em presario. Y tam b ién el monopolio,
la com petencia, la com petencia im perfecta y la teoría de la d istri­
bución. De modo que, p ara resum ir, en este sector el sistem a clá­
sico quedaba en térm inos generales intacto. E ste sistem a funcio­
naba dentro de un flujo de dem anda regulado, y en ese ám bito, la
mayor parte de la vida económ ica casi no h ab ía cam biado en a b ­
soluto. La distribución del poder entre las corporaciones, los sin­
dicatos, los trab a jad o res a títu lo in d iv id u al y los co n su m id o res
subsistía dentro de su concepción clásica. Con respecto a todas
estas cuestiones, el E stado no tenía por qué intervenir m ás de lo
que había intervenido en épocas anteriores.
Keynes conjuró al íncubo de la depresión y del desem pleo, li­
berando de él al capitalism o, o al m enos eso fue lo que se p ro p u ­
so. Así eliminó el único aspecto que el capitalism o no podía expli­
car y que, según Marx, no podía superar. Pero eso fue todo. La
Revolución keynesiana, desde este p u nto de vista, no sólo fue li­
m itada, sino tam bién intensam ente conservadora.
En 1935, el prim er día del año, en resp u esta a u n a carta de
George Bernard Shaw en la que éste ponía sobre el tap ete u n ju i­
cio form ulado por Marx, Keynes replicó: «Pero p a ra entender mi
estado de ánimo, debe u sted saber que creo estar escribiendo u n
libro sobre teoría económ ica que en g ran p arte revolucionará (no
en seguida, me im agino, sino en los próxim os diez años) el p en sa­
miento m undial acerca de los problem as económicos.»^® E sta p re­
visión no era por entero infundada. Desde luego que sobrevendría
un cambio. Pero en contraste con el que M arx h ab ía preconizado
y previsto, la proeza de Keynes se cifra en h ab er dejado ta n ta s
cosas como antes.
D urante las dos décadas siguientes, sobre todo en E stados Uni­
dos, el nom bre de Keynes llegaría a ad q u irir u n a señ alad a conno­
tación de radicalism o. E n tre los h o m b res de negocios y en el
mundo bancario llegaría a considerarse a los keynesianos ta n ene-

20. K ey n es, c ita d o e n H a r ro d , op. cit., p á g . 462.


25H JOHN KBNNKTM GALBRAITU
1
mí«(m (Irl i»ulc*n establecido corno los m ism os marxistas. e inclusi­
ve como un peligro m ás concreto e inm inente a corto plazo He
mpií otra gran constante de la vida económ ica; cuando se trata (fe
elegir entre el desastre definitivo y las reform as conservadoras que
podrían evitarlo, lo m ás frecuente es que se opte por lo primero
XVIII. LA CONFIRMACIÓN DE MARTE

En otoño de 1936, pocas sem anas antes de las elecciones pre­


sidenciales celebradas ese año, la Universidad de Harvard conme­
moró su tercer centenario.^ Cada uno de los departamentos que la
integraban fue invitado a presentar candidatos para los títulos ho­
norarios que se otorgarían con tal motivo. En un admirable gesto
de liberalismo, las autoridades de la universidad pidieron al efecto
la opinión del personal docente más joven, de menor jerarquía re­
lativa, a saber, profesores titulares y ayudantes. Los del Departa­
mento de Ciencias Políticas, tratando en todo lo posible de provo­
car desconcierto, propusieron el nombre de León Trotsky. Sus coe­
táneos del Departamento de Economía, en el afán de no parecer
más dóciles, sometieron el de John Maynard Keynes. Ambas su­
gerencias fueron sesudamente desechadas.
Y en lugar de Keynes, el doctorado honoris causa se confirió
en esa eventualidad a Dennis (más tarde sir Dennis) Robertson
(1890-1963), del Trinity College, Cambridge, economista tan agra­
dable por su trato como por su reputación. No se trataba de un
ideólogo clásico acérrimo; al contrario, Robertson había coincidi­
do en época temprana con Keynes al rechazar la ley de Say, pues­
to que si el ahorro y la inversión eran actividades ejecutadas por
diferentes personas y por diferentes instituciones, no existía en ver­
dad ningún motivo para suponer que habrían de ser iguales. Pero
a la vez, admitió una relación entre el desempleo y los salarios
exageradamente altos, y compartió otros puntos de vista del sta­
tus quo. Y así fue cómo viajó de la Cambridge inglesa a la Cam-

1. Debo c o n fe sa r a q u í q u e esto y c ita n d o u n in c id e n te ya re la ta d o en M oney: W hence


It Carne. W here It W en t (B o s to n , H o u g h to n M ifflin, 1975), p ág s. 227-228. T a m b ié n die
valgo p ara el p re s e n te c a p ítu lo de o tro e s tu d io a n te rio r. E n 1965, The N ew Y ork T im es
fíook fíeview d e s c u b rió co n p e s a r q u e la e d ició n o rig in a l d e La teoría general, de K eynes,
nunca h ab ía sid o o b je to d e u n a r e s e ñ a e n s u s p á g in a s ; re tro sp e c tiv a m e n te , se h a b ía
tratado de u n a o m isió n m a y ú sc u la . A in v itac ió n d e la rev ista, utilicé g ra n p a rte de su
espacio d isp o n ib le p a ra p u b lic a r u n a re s e ñ a b ib lio g ráfica titu la d a «H ow K eynes Carne
to America» q u e a p a re c ió en el n ú m e ro del 16 de m ayo de ese año.
260 J O H N K E N N E T H GA LH RAI T H

bridge estadounidense, haciendo un alto en su perm anente polémica


con Keynes ocasionada por las opiniones heréticas de este último.
La división que así se había puesto de relieve entre titulares,
la vieja y la nueva generación de profesores en H arvard, era a la
vez simbólica y sustantiva. En todas partes, el pensam iento de Key­
nes atraía a los economistas m ás jóvenes; sus teorías representaban
una grata alternativa al desempleo y a la m iseria que ya no podían
seguir defendiéndose, y tam bién a una posible adhesión a M arx y
a la revolución, que, si bien iba ganando terreno, era indiscutible­
mente poco ventajosa p ara jóvenes estudiosos bien colocados. Pero
la respuesta de los jóvenes econom istas de H arvard fue específica,
pues por su interm edio llegó a E stados Unidos el sistem a keyne-
siano. Así como W isconsin sería el vivero de la seguridad social, y
Yale de las innovaciones m onetaristas, H arvard, en un tiem po cin­
dadela de la respetable ortodoxia, se convertiría en el centro ger­
m inal de la econom ía keynesíana en el escenario estadounidense.
Desde luego, ya existían otros conversos, pero lo cierto es que
en su m ayor p arte los econom istas de sólida reputación no se con­
tab an entre ellos, y m ás de uno se salvó de ser ten tad o abstenién­
dose sim plem ente de leer La teoría general. En cam bio, uno de
los que sí la leyeron fue Joseph Schum peter, quien p ara ese en­
tonces se encontraba en H arvard desde hacía varios años. Este
au to r condenó la o b ra enérgicam ente: en su opinión, en tre los
errores y defectos m ás lam entables de Keynes se contaba su in sis­
tencia en au n ar la teoría económica con la política económica prác­
tica.^ En u n a o p o rtu n id ad Schum peter dijo que Keynes estab a
afiliado a <da secta de la utilidad», veredicto que p a ra quienes
buscaban ansiosam ente una política contra la depresión no venía a
representar desde luego u n a objeción considerable.
M ucho m ás influyente fue Alvin Harvey H ansen (1887-1975),
quien ocupó su cátedra en H arvard en 1937. E ra por aquel enton­
ces un defensor idóneo del m ercado, del libre intercam bio interna­
cional y de los m ecanism os generales autocorrectivos de la econo­
mía clásica. Se tra ta b a de un investigador y de un docente de cri­
terio amplio, con quien sim patizaban por igual sus estudiantes y
colegas, y que tiem po atrá s se había opuesto con b astan te severi­
dad a las opiniones expresadas por Keynes en obras anteriores y

2. J o s e p h A. S c h u m p e te r, r e s e ñ a b ib lio g rá fic a de T he G eneral T h eo ry o f E m p lo y m e n t


In te r e s t a n d M o n ey, en T he J o u r n a l o f th e A m e r ic a n S ta íis tic a l A s s o c ia tio n , vol. 31, n ú m .
190 (d ic ie m b re d e 1936), p á g s . 791-795.
M I M O K I A m-, I A l.l O N O M I A 261

de índole m ás técnica. Cuando le llegó el m om ento de leer La teo­


ría general, expresó su desaprobación en térm inos m esurados: «No
se trata de un hito, en el sentido de que sum in istre las b ases de
lina “nueva econom ía” ...; m ás que u n a piedra fu n d am en tal sobre
la cual pueda edificarse u n a ciencia, es un síntom a de ciertas ten ­
dencias económicas.»^ Luego, en los m eses siguientes a la em isión
de este juicio, m ientras H ansen salía en defensa de sus p ro p ias
críticas y participaba en el debate suscitado por la o b ra de Key-
nes, fue cam biando de opinión, acontecim iento relativam ente raro
entre los profesionales y que llam a m ucho la atención cuando su-
i.:ede. Así es como llegó a convertirse en el m áxim o y m ás eficaz
exponente en Estados Unidos del diagnóstico keynesiano, y en p ar­
ticular del tratam iento propuesto por Keynes, em presa en la cual
lo siguió de cerca, m ás que ningún otro, su colaborador, asisten te
y leal amigo Paul A. Sam uelson (1915), m ucho m ás joven que él,
cuyo libro de texto Economics, an Introductory Analysis h a d ifun­
dido el pensam iento de Keynes entre m illones de estu d ian tes en
todo el m undo, a p a rtir de su publicación en 1948.
Al finalizar el decenio de 1930, y después de la segunda g u erra
m undial, el sem inario sobre política fiscal que dirigía Alvin Han-
sen atraía participantes de lugares ta n rem otos como W ashington,
y los presentes, desbordando el aula, seguían las sesiones desde
un salón contiguo. Sus artículos y sus libros eran muy leídos y se
com entaban ávidam ente, en especial su tratad o Fiscal Policy and
Business Cycle^ (publicado cinco años después de La teoría gene­
ral), trabajo en el cual se presenta una exposición m ás lúcida y con
mayor fundam ento em pírico del núcleo teórico keynesiano que la
contenida en el propio texto clásico de dicho autor. En u n aspecto
im portante Hansen fue m ás allá de Keynes, al sostener que el equi­
librio con subem pleo —según su term inología, la tendencia al es­
tancam iento secular— era norm al y previsible en la econom ía m o­
derna, y que sólo podía co n trarrestarse m ediante u n a resu elta in­
tervención del Estado.^

3. A lvin H. H a n se n , r e s e ñ a b ib lio g rá fic a d e T he G en era l T h eo ry o f E m p lo y m e n t In te -


rest a n d M o n ey, e n T he J o u r n a l o f P o litic a l E c o n o m y , c ita d o e n R o b e rt L e k a c h m a n , T he
A ge o f K e y n e s (N u e v a Y ork, R a n d o m H o u s e , 1966), p á g . 127.
4. N u ev a Y ork, W . W . N o rto n , 1941.
5. A q u ello s lecto res q u e d e s e e n c o n o c e r d e f o rm a m á s c o m p le ta la s o p in io n e s d e H a n -
sen, c o n ju n ta m e n te co n u n a e x p o s ic ió n p ro fe s io n a lm e n te m u y id ó n e a d e K ey n es, d e la
teo ría k e y n e s ia n a y d e su in flu e n c ia , p u e d e n r e m itir s e a la o b r a y a c ita d a d e R o b e rt L e­
k a c h m a n , T he A g e o f K e y n e s. R econozco m u y g u s to s o m i d e u d a co n el a u t o r y e n p a r t i ­
c u la r h a c ia ese lib ro su y o .
262 JO H N K H N N H T H GAI.HKAI IH

H ansen no sólo presidió el debate sobre el sistem a keynesiano


en lo que respecta a E stados Unidos, sino que hizo tam bién las
veces de baluarte defensivo p ara los estudioso m ás jóvenes que
habían asum ido u n a posición sim ilar. En años posteriores, a me­
dida que el conocimiento de la herejía keynesiana iba penetrando
en m entalidades reacias a otras innovaciones, se produjo un cpna-
to de caza de brujas, tendente a exterm inar en las universidades y
en la adm inistración pública los gérm enes de esta hechicería. Una
vez m ás se desataban, como ya lo hem os m encionado respecto de
casos anteriores, una furia pretenciosa y u n a serie de iniciativas
aparentem ente espontáneas dirigidas a salvar el sistem a económ i­
co. Así fue como en los prim eros años siguientes al fin de la se­
gunda guerra m undial, los sucesivos consejos superiores de la Uni­
versidad de H arvard expresaron grave preocupación acerca de esta
desviación albigense. La comisión perm anente del Consejo encar­
gada de supervisar el D epartam ento de Econom ía despertó de su
estado norm al de aquiescencia y sonam bulism o p ara en fren tar se­
m ejante error. Un grupo de diplom ados de H arvard creó la F un­
dación Veritas, destinada a extirpar a Keynes de la enseñanza en
dicha universidad, pues dicho autor era incom patible con la ver­
dad. Una organización adventicia m ucho m ás vasta, de proporcio­
nes nacionales, encaró el problem a, todavía m ás grave, del libro
de texto de Sam uelson, y exigió, si no su supresión lisa y llana,
por lo m enos que se evitara su adopción y su uso en los estudios.
Contra estas corrientes, H ansen se m antuvo firm e como u n a roca.
M ientras siguió en su puesto, tales exigencias siguieron repitién­
dose sin efecto, pues nadie podía prevalecer razonablem ente con­
tra un nativo del Medio Oeste, de edad m ad u ra y de sólida ascen­
dencia escandinava, verdadero epítome de la calm a y de la respe­
tabilidad en el m undo universitario. Ello no significa que H ansen
no fuera criticado, pero su norm a explícita p ara afro n tar la situ a­
ción era no contestar jam ás, bajo ningún pretexto.
En gran parte, la reacción contra Keynes en E stados Unidos,
tanto en el aspecto político como en el universitario, no se p rodu­
jo h asta después de la segunda guerra m undial, porque antes no
había alcanzado aún la distinción de ser reconocido como una am e­
naza. Se decía a m enudo que Marx había sido protegido, a este
lado del Atlántico, por la confusión general de su apellido con el
de los fam osos cómicos cinem atográficos, y con la gran firm a de
fabricantes de ropa H art, Schaffner y M arx. D espués de la según-
I I I S r o K I A m- I.A l'.( ( ) N ( ) M I A 263

lia guerra m undial, d nom bre de John M aynard Keynes llegó a


carecer hasta de una protección como ésa. Pero no nos ad elan te­
mos. Debemos retorn ar a la influencia de Keynes d u ran te los ú lti­
mos tiem pos de la depresión y en los años de la guerra.

Hn los años siguientes a la publicación de La teoría general su


mensaje fue transm itido desde Cam bridge a W ashington p o r eco­
nom istas am ericanos jóvenes, m ientras que los canadienses lo h i­
cieron llegar a O ttaw a. Especial m ención se debe a Robert Bryce,
quien antes de ir a H arvard h ab ía asistido al sem inario de Keynes
en el King’s College. En consecuencia, C anadá fue el prim er país,
con la excepción del caso especial de Suecia, en acep tar e imple-
m entar el enfoque keynesiano p a ra su econom ía.
El principal portavoz keynesiano en el gobierno am ericano fue
Lauchlin Currie (1902), tam bién ex alum no de H arvard, cuyo libro
The Supply and Control o f Money in the United States^ se h ab ía
anticipado a Keynes en algunos aspectos im portantes, u n a circuns­
tancia que en aquellos tiem pos le puede h ab er valido u n a p rom o­
ción en H arvard. En W ashington, al principio, trabajó en la Reser­
va Federal; m ás tarde fue el influyente y p rim er asesor económ i­
co, aunque oficioso, de la C asa Blanca. Hizo uso eficaz de am bos
cargos p ara prom over políticas keynesianas en el gobierno y p a ra
recom endar el nom bram iento de p ersonas afines a su visión eco­
nómica.
En la Reserva Federal, Currie contaba con el apoyo activo de
su director M arriner Eccles (1890-1977), u n b an q u ero de U tah,
miembro de una im portante fam ilia m orm ona, quien an tes de su
nom bram iento oficial había presenciado con pena cómo sus clien­
tes granjeros term inaban en b an carro ta an te las fuerzas deflacio-
narias de la Depresión. Esto le había llevado a cuestionar, dados
los resultados, si estab an ju stificadas la política m o n etarista rígi­
da, la ortodoxia fiscal y la actitu d no intervencionista del gobier­
no. Jam ás un banco central se había m o strad o vulnerable a se­
m ejante herejía, y ciertam ente ningún otro lo ha hecho desde en­
tonces.
En los años posteriores a La teoría general, los keynesianos de
W ashington se reunían periódicam ente p a ra d arse m utuo apoyo y

6. C a m b rid g e , H a r v a r d U n iv e rsity P re s s , 1934.


264 J O H N KENNl ' . TH GA LBRA I TH

para exam inar posibles medios, oportunidades y vías de p ersu a­


sión. Si se hubiera sabido lo frecuentes que eran esos encuentros,
quizá se habría hablado de una conspiración. Sus opiniones se re­
forzaron y sus creencias hubieron de confirm arse cuando tuvo lugar
la depresión de los años 1937 y 1938, que a su vez dio lugar a
una cam paña bien publicitada en favor de una política fiscal m ás
conservadora, a fuerza de increm entos im positivos, reducción de
gastos y nuevas prom esas de presupuestos equilibrados.
Tam bién se desarrolló en esa época un debate en tono m enor
entre los keynesianos y aquellos a quienes puede calificarse de li­
berales clásicos. Estos últimos, buscando alguna causa p ara el con­
tinuo estancamiento, creyeron haberla encontrado dentro del marco
de referencia de su propia ortodoxia. A su entender, debía ser atri­
buida a la declinación de la com petencia, a los avances del m ono­
polio y a las concentraciones de las sociedades anónim as dentro
del mercado. Estos factores, según ellos, habían restringido la pro­
ducción y, en consecuencia, tam bién el empleo. Al parecer, prueba
de ello era la elevada frecuencia del desem pleo en la in d u stria pe­
sada concentrada en u nas pocas em presas, y en su baja difusión
o su inexistencia en la agricultura, sector clásicam ente com petiti­
vo. De modo que si se extirpara el monopolio y se invirtiera la
tendencia a la concentración que caracterizab a a las sociedades
anónim as, la economía hab ría de funcionar de acuerdo con el m o­
delo clásico. En esa form a el empleo se extendería prácticam ente
a todos los trabajadores.
La consecuencia práctica de esta opinión fue un reavivam iento
de la tendencia favorable al refuerzo de la legislación an titru st.
Su cabecilla fue T hurm an Arnold (1891-1969), ex profesor de De­
recho en la U niversidad de Yale sum am ente interesado en la eco­
nomía, quien desem peñaba por entonces el cargo de procurador
general auxiliar, a cargo de la División de Represión del M onopo­
lio.^ Y du ran te 1937 y 1938, los liberales clásicos del poder ejecu­
tivo se unieron con legisladores de iguales opiniones o inclinacio­
nes, en el Parlam ento Federal, p ara crear el Comité Económico Na­
cional Provisional (TNEC), órgano m ixto ejecutivo-legislativo cuya
misión era exam inar en su totalidad la estru ctu ra de la competen-

7. A n te s d e t r a s la d a r s e a W a s h in g to n h a b ía e s c rito T h e F o lk lo re o f C a p ita lism (N ew


H av en , Y ale U n iv e rsity P re ss , 1937), o b ra m u y le íd a q u e a t a c a b a co n s in g u la r e n c o n o la
le g isla c ió n a n titr u s t, a la vez q u e le q u ita b a to d a im p o rta n c ia . E l ex ceso d e c o h e re n c ia
es in v a ria b le m e n te el d u e n d e q u e e s p a n ta a la s m e n ta lid a d e s m e z q u in a s .
m s I I lU I A m-, I . A !•( 0 \ ( »M l A 265

l ia en la economía estadounidense y recom endar las reform as del


aso. Allí, en la m icroeconom ía —como pronto llegaría a llam ar-
.0 —, podrían encontrarse las causas del fracaso m acroeconóm ico.
í’ues no sólo la com petencia desleal, no sólo los beneficios de los
monopolios, sino tam bién el desem pleo y la cap acid ad de produc-
•ión ociosa durante la depresión, tenían su origen en el m onopolio
\ en la com petencia im perfecta.
En esta forma, del corazón m ism o de la teoría clásica surgió
la explicación del desastre contem poráneo. A doptando la b ase ra-
■ional aceptada, y h asta reverenciada, del capitalism o, se la volvió
I ontra sus propios progenitores. P ara alcanzar la salvación b a s ta ­
ba con que los grandes pontífices del capitalism o se atu v ieran a
la doctrina aceptada. E ra cosa com probada que el sistem a com pe­
titivo clásico funcionaba como es debido. En este caso, el refor­
mador se lim itaba a reiterar los principios básicos del sistem a fren­
te a quienes, cediendo ante el m onopolio y la concentración in d u s­
trial, los habían abandonado en la práctica. El reform ador no era
un izq u ierd ista radical, sino que sim plem ente p ro cla m ab a con
mayor energía los principios a los cuales se suponía que debían ad­
herirse los conservadores, los defensores del sistem a.
La guerra term inó casi por com pleto con este resurgim iento
final del clasicism o. El últim o inform e del TNEC, p u b licado en
1941, estuvo lejos de d esp ertar el m ism o interés que las au d ien ­
cias anteriores del comité, y pasó inadvertido en medio de las u r­
gentes preocupaciones originadas por el conflicto bélico. La apli­
cación de las leyes a n titru st fue su sp en d id a d u ran te ese período,
conjuntam ente con los m ercados libres que p resu n tam en te debía
proteger. Con el advenim iento de la paz, revivió h asta cierto punto
el interés en la observancia de dicha legislación, cuando se reco­
mendó, y en parte se obtuvo, que se la im pusiera en Jap ó n y Ale­
mania. Se consideró que en estos países era la réplica a las g ran ­
des sociedades anónim as, coaliciones de em presas y cárteles que
los econom istas clásicos fervientes y los abogados enem igos de los
trusts, tolerando en este caso la com pañía de los m arx istas, te­
nían por responsables, al m enos parcialm ente, del m ilitarism o ja ­
ponés y del nacionalsocialism o de Adolf Hitler. La política a n ti­
m onopolista subsistiría en E stados Unidos como resp u esta al m o­
nopolio ostentoso, a la flagrante fijación a rb itraria de los precios
y a los abusos com etidos en perjuicio de los consum idores, a la
vez que se le daría un tratam iento respetuoso en los libros de texto
266 J O H N K E N N E T H GA L H RAI T H

para la enseñanza. Pero no volvería a surgir como reacción seria


contra la ineficacia general de la econom ía, ni como antídoto del
desempleo.

La segunda guerra m undial acarreó im portantes consecuencias j^ara


el sistem a keynesiano. Como ya se ha observado, gracias a él hubo
economistas que tuvieron acceso a puestos influyentes en W ashing­
ton; en efecto, con el tiem po llegó a no hab er órgano oficial encar­
gado de asunto s bélicos que no estuviese ad m in istrad o u orienta­
do en m ayor o m enor m edida por econom istas en su m ayor parte
m iem bros de la nueva generación keynesiana. En cam bio, los eco­
nom istas tradicionales, de la escuela clásica, o bien no se sintie­
ron atraídos por tales cargos en form a sim ilar, o sencillam ente no
fueron contratados p ara desem peñarlos. Los em presarios, por su
parte, tuvieron que acudir a W ashington en gran núm ero, pero,
con notables excepciones, se tratab a de los responsables de rela­
ciones públicas, o bien de directivos cuya presencia en las ofici­
nas centrales de la em presa no se consideraba im prescindible. Y
otra vez con algunas excepciones, fueron personas carentes de toda
concepción utilizable en las faenas económ icas de alto nivel origi­
nadas por la movilización bélica, y asim ism o, salvo en casos rarí­
simos, sin noción alguna sobre lo que el sistem a económico podía
dar de sí. É ste fue un vacío que los econom istas de las nuevas
prom ociones fueron a colm ar sin hacerse repetir la invitación. Y,
por otra parte, contaban con el respaldo de u n a gran autoridad:
en efecto, para entonces Alvin H ansen había ingresado en la Junta
de la Reserva Federal, m ientras que el propio John M aynard Key-
nes llegó de Inglaterra p ara efectuar gestiones en nom bre del go­
bierno de Su M ajestad. Una vez en W ashington pudo conocer per­
sonalm ente a esta nueva generación de discípulos suyos, y no ocul­
tó su aprobación y su apoyo:

H ay aquí en W ashington todo un abismo entre la perspectiva in­


telectual de la gente m ayor y la de los jóvenes. Pero durante mi
visita me ha impresionado notablemente la calidad de los econo­
mistas y funcionarios públicos incorporados en los últimos tiem­
pos a la Adm inistración... La guerra será el gran cedazo median­
te el cual se seleccionará a los más aptos para ocupar los cargos
importantes. A nosotros, en Londres, no nos faltan unos cuantos
I I I S K I K I A m - I.A E C O N O M I A 267

buenos candidatos, pero no hay punto de comparación con las c a n ­


t i d a d e s que ustedes pueden producir aquí.**

La predicción de Keynes se cum plió, y la guerra dio am plia


oportunidad a los keynesianos p ara ocupar cargos influyentes.
Otro servicio que prestó la g uerra fue h ab er puesto en vivido
relieve u n modelo estadístico de la econom ía que otorgaba am plio
apoyo cuantitativo a las ideas keynesianas. Ello fue obra de Simón
Kuznets (1901-1985). Si bien se tra ta b a de un hom bre tran q u ilo y
reservado, totalm ente ajeno a cuanto pu d iera considerarse como
argum entación pública en favor de sus opiniones, llegó a conver­
tirse, conjuntam ente con Alvin H ansen, en uno de los divulgado­
res m ás influyentes del sistem a keynesiano. Y lo hizo por in term e­
dio de la Contabilidad Nacional. Sobre la b ase de la im p o rtan te
obra precursora de Colin G rant Clark (1905) en Inglaterra, de Wil-
dred I. King (1880-1962) en E stados Unidos, y de otros autores, y
con la ayuda de jóvenes estudiosos plenam ente dedicados a ese
propósito, Kuznets dio su form a y sus valores estad ístico s actu a­
les a lo que hoy son los conceptos corrientes de producto nacional
bruto e ingreso nacional y a sus elem entos constitutivos.
D urante muchos decenios, las estad ísticas fueron las p arien tas
pobres y, en general, pasivas, de la econom ía. Los núm eros índice
de los precios, creación an terio r de Irving Fisher, que ya h ab ían
sido inventados y calculados, indicaban que esos factores v aria­
ban según p au tas que casi todo el m undo conocía de antem ano.
Tam bién había llegado a contarse con cifras relativas a la p roduc­
ción en la agricultura y en la industria. A sim ism o se h ab ían ela­
borado técnicas de m uestren m ediante las cuales resultó posible
efectuar encuestas y proceder a análisis de correlación p a ra aso ­
ciar causas y efectos. Pero n ad a de todo esto h ab ía ejercido g ran
influencia en el desarrollo del pensam iento económico. E n los de­
partam entos de econom ía de las universidades, si bien se conside­
raba que el profesor de estad ística constituía desde luego u n ele­
mento necesario, se lo consideraba por com pleto ajeno a la corrien­
te principal del interés económico. Por ejemplo, en la U niversidad
de H arvard, W. Leonard Crum, luego de hab er tratad o sin éxito

8. C a rta d el 27 d e ju lio de 1941 de J o h n M a y n a rd K e y n e s a W a lte r S. S a la n t, u n o de


los su s o d ic h o s d isc íp u lo s , y d u r a n te m u c h o tie m p o , u n a vez te r m in a d a la g u e r ra , fig u ra
s u m a m e n te r e s p e ta d a d e la B ro o k in g s I n s titu tio n . R e im p re s a e n T h e C o llected W rittn g s
o f J o h n M a y n a r d K e y n e s, vol. 23, A c tiv itie s , 1940-1943, b a jo la d ire c c ió n e d ito r ia l d e Do-
n a ld M o g g rid g e (C a m b rid g e , I n g la te rr a , C a m b rid g e U n iv e rsity P re s s , 1979), p á g . 193.
268 J O H N K E N N E T H GALURAI T H

de refutar las conclusiones de Berle y M eans sobre la concentra­


ción en la in d u stria norteam ericana,^ se h ab ía puesto a corregir
los pronósticos de The Literary Digest —em itidos según proyec­
ciones que había calculado dicha rev ista— de los resultados elec­
torales en 1936. M ientras que, según éstos, Alfred Landon halaría
de ganar por un m argen considerable, Crum, habiendo rectificado
los errores de m aestreo, predijo que el triunfo de Landon sería
aún m ucho mayor. Esto era, en térm inos generales, lo que se es­
peraba de los estadísticos cuando se dedicaban a otra cosa que a
la sim ple tabulación de m agnitudes dem ográficas, de producción
y de precios. H asta en cuestiones urgentes su b sistían serías lagu­
nas estadísticas. Ya b astan te avanzados los años de la depresión
en E stados Unidos, se carecía aún de cifras utilizables sobre el
nivel o la distribución del paro. Claro que h abía en esto cierta ló­
gica clásica: no era cosa de ponerse a g astar dinero com pilando
datos que, según los principios básicos de la teoría económica, no
podían existir.
De esta vulgar tradición com enzaron a surgir entonces las es­
tadísticas que, con su poderoso efecto práctico, hicieron ineludible
la aceptación del pensam iento de Keynes. G racias a ellas pudo co­
nocerse el valor total de la producción de bienes y servicios de
toda índole, públicos y privados. O sea, el producto nacional bruto.
Y paralelam ente, un conjunto de cuadros en los que aparecían los
ingresos respectivos clasificados por categorías y por procedencias.
Es decir, la renta nacional. En adelante, nadie podía ignorar que
la segunda tenía que resu ltar suficiente p ara ad q u irir el prim ero.
Ni tam poco la noción de que los ahorros procedentes de los ingre­
sos que allí aparecían podrían no ser utilizados íntegram ente, es
decir, que podrían no ser absorbidos por los gastos en bienes de
inversión tam bién indicados en los cuadros. Y resu ltab a asim ism o
evidente la valiosa función del aum ento de la renta, debido por
ejemplo al gasto público, p ara com pensar cualquier déficit en los
gastos de inversión o en el endeudam iento de los consum idores, y
para prom over la com pra y la producción de m ercancías.
Una cosa era oponerse a la teoría de Keynes; otra m ucho m ás
difícil, resistirse a las estadísticas de Kuznets.
Pero tuvo lugar, por otra parte, un efecto aún m ás poderoso.
Las cifras de K uznets, a principios del decenio de 1940, habían

9. V éa se el c a p ítu lo XV.
m sroK iA d i ; i .a I'CONo m ia 269

puesto de relieve que a la luz de su desarrollo histórico y con el


incremento norm al de la fuerza de trab ajo , el sistem a económ ico
estaba funcionando m uy por debajo de su capacidad. Y con ello,
dem ostraron tam bién que la econom ía estab a en condiciones de
producir m ucho m ás, tan to p ara el consum o civil como p a ra las
exigencias m ilitares, con sólo utilizar el capital y la fuerza de tr a ­
bajo que se encontraban inactivos.
Por una de esas coincidencias que vienen a redim ir h a sta a
aquellas adm inistraciones públicas m enos m eritorias, uno de los
estudiantes m ás inteligentes y persuasivos de K uznets, Robert Roy
N athan (1908), tuvo u n a activa participación en la Ju n ta de Pro­
ducción de G uerra desde que ésta fue creada en 1942. El año a n ­
terior, durante los últim os meses que precedieron el ataque a Pearl
H arbour, N athan y su equipo de colaboradores h ab ían p rep arad o
un plan de producción de arm am ento —aviones, tan q u es, m u n i­
ciones, b u q u es— denom inado «Program a Victoria». Éste su p erab a
de lejos todo lo que los funcionarios de W ashington, incluidos sus
futuros colegas en la Ju n ta de Producción de G uerra, h ab ían creí­
do posible o, lo que es m ás, dentro de los lím ites de la cordura.
Pero allí estaban los cuadros estadísticos: en ellos podía o b serv ar­
se la gran m agnitud de los recursos sin utilizar que se en co n tra­
ban disponibles.
El Program a Victoria fue adoptado, y se llevó a la p ráctica sin
dem asiada dificultad. Esto hecho, N athan, conjuntam ente con Kuz­
nets, se convirtió en u n hom bre m uy poderoso en todo lo referen­
te a la determ inación de su s com ponentes y al control de las exi­
gencias y propuestas m ás irresponsables de los m ilitares. De esta
form a se ganó la anim adversión de aquellos que eran incapaces
de refutar sus estadísticas. C uando en 1943 fue alistado en el ejér­
cito hubo m uchos que por fin respiraron, au n q u e no dijeran n ad a,
si bien no faltó quien declarara su alivio.*®
En G ran Bretaña, por su parte, cálculos análogos del producto
nacional bruto y de sus com ponentes fueron tam b ién un m arco de
referencia orientador de la movilización, ta re a que se ejecutó en
aquel país con gran com petencia y de m an era m uy com pleta. En
cambio, Alemania carecía de u n a contabilidad nacional útil p ara
esos fines, pues el concepto de producto nacional b ru to (que por
casualidad era en gran m edida de origen judío) no h ab ía arraiga-

10. A g rad ezco a l p ro p io N a th a n h a b e r m e t r a n s m itid o e s ta in fo rm a c ió n .


M I S I O K I A D 1-: I.A I X O N O M I A 271

pleto de guerra los norteam ericanos estab a n viviendo m ejor que


en ninguna época anterior. N adie podía d u d ar seriam ente de que
éste fuera el resultado de u n a creciente presión de la d em an d a p ú ­
blica sobre la economía, pues las com pras de bienes y servicios
por parte del gobierno federal d u ran te esos años au m en taro n de
22.800 millones de dólares en 1939 a 269.700 m illones en 1944.^^
Marte, el dios de la guerra, con su introm isión ta n ineludible como
im previsible, había sum inistrado a Keynes u n a dem ostración m ás
com pleta de lo que nadie hubiera podido (ni debido) exigir.
El E stado no se h ab ía m antenido pasivo en este período, tal
como requerían la doctrina clásica y el laissez faire; al contrario,
h ab ía actuado e intervenido en p roporciones sin p reced en tes y
h asta entonces nunca im aginadas. Y el resu ltad o de esa interven­
ción pública constituyó u n a proeza de la cual se enorgullecieron
todos los norteam ericanos.
Posteriormente, algunas de las form as de intervencionism o apli­
cadas durante la guerra no llegaron a sobrevivir. La regulación ge­
neral de los precios, apoyada en la m edida necesaria por el racio­
nam iento, los m antuvo estables desde que se im plantó plen am en ­
te en 1943, h asta que se suprim ió en otoño de 1946. El m ercado
negro fue de pequeñas dim ensiones, y podría decirse, si se to m an
en cuenta las proporciones de la regulación, que resultó insignifi­
cante. A diferencia de la prim era guerra m undial o de las p o stri­
m erías del decenio de 1970, los tiem pos de la segunda guerra m u n ­
dial no se recuerdan, en la m em oria colectiva, com o época de in­
flación. Pero la regulación de los precios o de los salarios no fue
parte constitutiva del sistem a keynesiano. A unque se restableció
en ocasión de la guerra de Corea, y R ichard Nixon volvió a im ­
p lantarla durante el período 1971-1973, en adelante sólo te n d ría
una existencia fugaz en el pensam iento y en las políticas económ i­
cas de los países de h ab la inglesa. La m ism a p alab ra control ha
llegado a desaparecer: cuando se necesita regular los precios y sa ­
larios no se habla de control de precios y salarios, sino de política
de rentas y precios.
M ayor im portancia tuvo el efecto de la guerra sobre el sistem a

15. E c o n o m ic R e p o rt o f th e P re sid e n t, 1985, op. c it., p ág . 235.


16. M e h e o cu p a d o d e e s ta s c u e stio n e s, en té rm in o s g e n e ra le s, e n A L ife in O u r T im es
(B o sto n , H o u g h to n M ifflin , 1981), p á g s . 124 y ss . V é a s e ta m b ié n el r e c ie n te e s tu d io de
H u g h R ockoff, D ra stic m e a s u re s : A H is to r y o f W age a n d P rice C o n tro ls in th e U n ited
S ta te s (C a m b rid g e , I n g la te rr a , C a m b rid g e U n iv e rsity P re s s , 1984).
272 J O H N KP.NNHTH GAI . DKAI TH

tributario. Según los criterios actuales, los im puestos eran insigni­


ficantes antes de 1941. M ientras que en 1939 los ingresos federa­
les en E stados Unidos su m ab an poco m enos de cinco mil millones
de dólares, hacia 1945 ascendían a m ás de 44.000 millones en m o­
neda corriente. D urante los años posteriores, continuaron a un
nivel aproxim adam ente diez veces superior al de antes de la gue­
rra. M ientras que en 1929 el tipo m arginal m ás alto del im puesto
personal sobre la ren ta era del 24 por ciento, en 1944 había ascen­
dido al 94 por ciento.*®
Con la guerra, y como justificación de esos im puestos, se h a ­
bía difundido cierta noción de igualdad ante el sacrificio: los po­
bres contribuirían con sus vidas, o bien cum pliendo con el servi­
cio m ilitar, o sim plem ente con su trabajo, m ientras que los ricos,
especialm ente quienes no hacían nada de eso, contribuirían m e­
diante el pago de sus im puestos. En 1942 el presidente Roosevelt
propuso que m ientras d u rase la guerra los ingresos personales se
lim itaran a u n m áxim o de 25.000 dólares por año, u n a vez des­
contados los im puestos, pero tropezó con la oposición de quienes
percibían sum as superiores, y la iniciativa no fue adoptada; así y
todo, el principio de un im puesto fuertem ente progresivo, con efec­
tos reales de redistribución de la renta, sobrevivió h asta épocas
recientes.
Como podrá observarse, las proezas realizadas en Estados Uni­
dos y Gran Bretaña durante la guerra fueron objeto de am plia apro­
bación. Y se tra tó de éxitos obtenidos por el gobierno —p o r el
E stad o —. E sta circunstancia no dejó de ser m encionada por los
profesionales ni pasó inadvertida para la opinión pública. Y la con­
clusión era evidente: lo que tan útil h abía sido d u ran te la guerra,
seguram ente que tam bién hab ría de serlo en la paz. Así como la
guerra había sentado el prestigio de Keynes, tam bién había acarrea­
do un gran revés p ara el laissez faire clásico.
Sin em bargo, los portavoces de la gran tradición no perm ane­
cían callados en absoluto. En 1944, cuando culm inaban a la vez el
esfuerzo de g u erra y la intervención del E stad o , F riedrich von
Hayer, entonces profesor de la U niversidad de Chicago, volvió a la
carga afirm ando ta n rigurosa como severam ente las reglas de la
economía clásica: «El sistem a de precios cum plirá su función... sólo

17. E c o n o m ic R e p o rt o f th e P r e s id e n t (W a s h in g to n , D .C ., U.S. G o v e rn m e n t P rin tin g


O ffice, 1964), p á g . 274.
18. L os d a to s s o n de J o s e p h P e c h m a n d e la B ro o k in g s I n s titu tio n .
m srOKIA 1) 1-, I.A l ' . C O N O M I A 273

si prevalece la competencia, es decir, si el productor particular tiene


que adaptarse a los cambios de precios y no puede regularlos
Pero h asta él subrayó, no la ineficacia de la intervención del E sta ­
do, sino la am enaza que ésta rep resen tab a p ara la libertad. A tal
am enaza, al m enoscabo que ella infligía a la libertad de escoger,
irían luego refiriéndose cada vez con m ayor frecuencia él y su ayu­
dante, el profesor Milton Friedman.^*^ No obstante, la guerra había
asestado un golpe devastador a la clásica desaprobación de la in­
tervención pública. D urante el conflicto bélico no fue un tem a con­
vincente, pues millones de personas habían disfrutado entonces de
la libertad de empleo y de dinero p ara g astar —o sea, de lib erta­
des que quienes h ab lab an con la m ayor solem nidad de econom ía
libre estab an muy dispuestos a ig n o rar—. Y en la profesión eco­
nómica la adopción de nuevas nociones acerca del E stado y del
valor de su intervención llegaría a constituir una de las principales
consecuencias económ icas de la guerra.
Una vez m ás fueron los acontecim ientos, y no los econom is­
tas, los que m arcaron el rum bo; acontecimientos silenciosos, m udos
y, por su mism o anonim ato, exentos de oposición.

19. F rie d ric h A. v o n H ay ek , T h e R o a d to S e r fd o m (C h ic a g o , U n iv e rs ity o f C h ic a g o


P re ss , 1944), p á g . 49. (L a c u rs iv a es d e l a u to r .)
20. F rie d m a n , p r in c ip a lm e n te e n s u o b r a t a n le íd a F ree to C h o o se (N u e v a Y ork,
H a rc o u rt B ra c e Jo v a n o v ich , 1980), e s c rita e n c o la b o ra c ió n c o n s u e s p o s a . R o se F rie d m a n .
XIX. PLENO MEDIODÍA

D espués de una guerra, el vencedor sagaz consolida sus con­


quistas. Eso fue lo que hicieron los keynesianos después de la se­
gunda guerra m undial. La contienda había elim inado el paro. Lo
que correspondía, pues, era adoptar las m edidas para asegurar que
lo que había sido consecuencia pasiva de la movilización bélica se
transform ara en un objetivo activo de la política del gobierno. Los
keynesianos estab an todavía en W ashington, gozaban aú n de in­
fluencia, y contaban con aliados en el m undo de los negocios, a
los que nos referirem os pronto. En vista de todo ello, to m aro n la
iniciativa para que los preceptos de Keynes se incorporasen a la
legislación. En adelante ya no se consideraría que el em pleo es
consecuencia autónom a de la econom ía com petitiva. Se adm itió la
posibilidad de equilibrio con subem pleo, y en lo sucesivo el E sta­
do procuraría deliberadam ente d esb aratar dicho equilibrio y ase­
gurar, en cambio, el pleno empleo.
E sta tendencia comenzó a m anifestarse incluso an tes del fin
de las hostilidades. En E stados Unidos, lo m ism o que en G ran
Bretaña, los previsibles alegatos oratorios de la época d estacab an
que quienes arriesgaban sus vidas contra H itler y co n tra el m ilita­
rism o japonés tenían derecho, al regresar, a enco n trarse con algo
mejor que el desem pleo y el m arasm o económ ico de los años de la
depresión. En G ran B retaña, el Inform e Beveridge, en cuya elabo­
ración influyó grandem ente Nicholas Kaldor,^ prom etió u n siste­
m a de seguridad social m uy perfeccionado; en E stad o s Unidos
arreció el debate, por desorientado que fuera, sobre la planifica­
ción de posguerra a fin de que la reconversión económ ica se lo­
g rara eficazmente y de que la vida económ ica floreciera sin de­
m asiados cam bios destructivos. Y se desarrolló adem ás u n a co­
rriente de ideas m ás precisas, que tuvo su eco entre los hom bres

1. V éase el c a p ítu lo X IV .
276 JOHN KHNNH'ni GAI.H HAn H

de negocios. D urante los años de la guerra, un grupo de em pre­


sarios liberales, entre ellos Ralph E. Flanders, fabricante de m á­
quinas-herram ienta en Verm ont y luego senador de ese Estado, y
Beardsley Ruml, ex profesor de economía que se había converti­
do en alto cargo de R. H. Macy, firm a p ropietaria de los fam osos
almacenes neoyorquinos, crearon el Comité p ara el Desarrollo Eco­
nómico. Éste tenía por objeto exam inar los medios que podían apli­
carse para reducir el paro y m ejorar el funcionam iento de la eco­
nom ía cuando llegara la paz. El Comité no declaró públicam ente
su adhesión a las doctrinas de Keynes, pues ello podría haber alar­
m ado a m uchos ejecutivos y em presarios de m entalidad tradicio­
nal. Tampoco aprobó explícitamente la financiación m ediante el dé­
ficit que venía practicando el Gobierno Federal, pues eso era aún
considerado como m uestra de grave irresponsabilidad. En cambio,
haciendo suya u n a fórm ula pergeñada por Ruml, sostuvo que el
presupuesto general debía, desde luego, equilibrarse, pero que este
equilibrio debía definirse en térm inos de u n a situación de pleno
em pleo.2 Un hábil consejero siem pre su b ray a los aspectos posi­
tivos.
En enero de 1945, cuando ya se divisaba el fin de la guerra,
tuvo lugar un avance m ás resuelto y m ucho m ás influyente desde
el punto de vista económico. P ara entonces, los keynesianos en el
gobierno p repararo n un proyecto de ley (S380) destinado a incor­
porar a la legislación, en form a plena y definitiva, la econom ía de
John M aynard Keynes; este proyecto fue a renglón seguido p atro ­
cinado por cuatro senadores, a saber, Robert F. W agner, de Nueva
York, y tres del Oeste liberal: Jam es E. M urray, de M ontana; El-
bert Thomas, de Utah, y Joseph O’Mahoney, de Wyoming.^ En sus
prim eras versiones, estos textos legislativos obligaban al gobierno
a practicar u na política d estinada a garantizar el pleno empleo,
declarando abiertam ente que «en la m edida en que el pleno em ­
pleo no pueda asegurarse de otro modo, el gobierno federal tiene
adem ás la responsabilidad de aum entar las inversiones y los gas­
tos federales en la m edida necesaria p ara aseg u rar la perm anen-

2. V éa se T h e C o m m itte e fo r E c o n o m ic D ev elo p m en t, J o b s a n d M a r k e ts (N u e v a Y ork,


M c G raw -H ill, 1946). C u a n d o e s c rib í u n a r e s e ñ a b ib lio g rá fic a s o b re e s te lib ro p a r a F o rtu ­
ne, T h e o d o re Y n te m a , p r in c ip a l e c o n o m is ta d e l C om ité, m e p id ió q u e p u s ie ra c u id a d o en
no id e n tific a r la s id e a s de d ic h o ó rg a n o co n la s d e K ey n es.
3. L a h is to r ia d e e s ta le g isla c ió n f ig u ra in e x te n s o e n la o b r a de S te p h e n K em p B ai
ley, C o n g ress M a k e s a L a w ; T he S to ry B e h in d th e E m p lo y m e n t A c t o f 1946 (N u e v a York
C o lu m b ia U n iv e rsity P re ss , 1950).
IIISIORIA m I A i:( O N O M I A 277

cia del pleno eiiipk-oo. En el proyecto de ley se requería la p resen ­


tación anual de un presupuesto general del E stad o en el cual se
especificaran, entre otros elem entos, la m agnitud de la fuerza de
trabajo, las perspectivas de empleo de la m ism a, y los g asto s e
inversiones federales requeridos p ara asegurar «un volum en de pro­
ducción que im plique el pleno e m p le o » .S e preveían tam b ién v as­
tas atribuciones a u n a auto rid ad ejecutiva p ara la p rep aració n y
presentación de dicho presupuesto de pleno empleo, ad em ás del
establecim iento paralelo de u n com ité del Congreso a cargo de su
exam en y sanción. Este prim er proyecto de ley señala el m om ento
de m áxim o auge en la m area del sistem a keynesiano, no sólo en
Estados Unidos, sino tam bién en el conjunto de los p aíses in d u s­
triales.
Pero, para continuar con la m etáfora, la m area descendió en
seguida y no volvió a alcanzar jam ás esa elevada cota. P ronto se
reanudó la contienda ya hab itu al entre quienes creían e sta r sal­
vando el capitalism o y los que se esforzaban por protegerlo de sus
salvadores. La Asociación N acional de F abricantes, que era en to n ­
ces la m ás influyente de las organizaciones em presariales, enca­
bezó la lucha contra el proyecto de ley y contra los sindicatos de
trabajadores y la Unión N acional de A gricultores, la m ás liberal
de las organizaciones agrícolas, que eran p artid ario s de la legisla­
ción propuesta. El principal docum ento p resentado por la asocia­
ción (NAM) proclam aba, en los títu lo s sucesivos de su s seccio­
nes, que ese texto jurídico introduciría nuevas regulaciones oficia­
les, destruiría la em presa privada, increm entaría las atribuciones
del poder ejecutivo, legalizaría el gasto federal p ara fo m en tar a r­
tificialm ente la actividad económ ica, conduciría al socialism o, p ro ­
m etería dem asiado y sería, por otra parte, ridículo.^ Como puede
observarse, se tratab a de u n a condena sin atenuantes.
A la vista de sem ejantes consecuencias, resultó im posible que
el proyecto de ley fuera aprobado con su texto original. Pero ante
el espectro de un posible retorno del paro, tam poco era posible
negar la necesidad de que se legislase en la m ateria. En vista de
ello, se rebajó el «pleno empleo» a ccempleo» solam ente; a u n a po­
lítica así orientada nadie podía oponerse con seriedad. E n su texto
definitivo, el proyecto de ley advertía severam ente que estab a des-

4. A m b a s c ita s d e la ley e s tá n to m a d a s de B ailey , op. cit., p á g . 244.


5. V éase R o b e rt L e k a c h m a n , The A g e o f K e y n e s (N u e v a Y ork, R a n d o m H o u se , 1966),
p ág . 168.
278 JO H N K E N N E T H GAI.HRAITII

tinada a las personas «capaces y deseosas de trab ajar, y en busca


de trabajo»; esto tam bién era tranquilizante. A nunciaba, por otra
parte, que las energías de la industria, la agricultura y los recur­
sos hum anos serían coordinadas y utilizadas «en form a calculada
p ara fomentar y promover la libre empresa competitiva y el bie­
nestar general».* Como puede advertirse, el sistem a clásico no que­
daba relegado a las trastien d as de la historia.
Pero la retirad a fue todavía m ás lejos. Se abandonó el p resu ­
puesto dirigido al pleno empleo, y con él, los procedim ientos del
poder ejecutivo y del Congreso destinados a su aplicación. En cam ­
bio se dispuso que en adelante tres personas com petentes en m a­
teria económ ica se ocuparan, actuando como u n consejo de aseso­
res económicos, de d ar su dictam en al presidente sobre las m edi­
das destinadas a prom over el empleo y sobre la política económica
en general. Todos los años, en el m es de enero, dicho consejo p re­
sentaría u na m em oria sobre las perspectivas de la econom ía, ante
un com ité m ixto de la C ám ara de R epresentantes y del Senado, si
bien dicho órgano, con toda intención, no d ispondría de atribucio­
nes en m ateria legislativa. Con el tiempo, llegado el caso, los ad ­
m iradores del arte de la castración legislativa h an tom ado como
modelo el proceso observado en el trám ite de la Ley del Em pleo
de 1946.
El presidente H arry S. T ram an tom ó esta nueva ley con toda
calma, y du ran te varios m eses se abstuvo de designar a sus nue­
vos consejeros. Cuando lo hizo, nom bró, p ara presidir el consejo,
a Edw in G. Nourse (1883-1974), econom ista con m ucho don de
gentes, ortodoxo probado y m aduro en años, quien había prestado
servicios durante mucho tiempo en la Brookings Institution. N our­
se estaba libre de todo m atiz keynesiano, h asta tal pu n to que muy
probablem ente nunca leyó La teoría general ni consideró que va­
liera la pena utilizar su tiem po con ese fin.^
No obstante, pese a la castración perpetrada, la adopción de la
Ley del Empleo de 1946, con la im plantación de un consejo de

6. E s ta c ita d e la L ey de E m p le o d e 1946 e s tá to m a d a d e B ailey, op. cit., p á g . 228.


(L a c u rs iv a es m ía .)
7. F u e p ro n to su c e d id o p o r L eón K eyserling (1908), ex c o la b o ra d o r del s e n a d o r R o b ert
W a g n e r y e n tu s ia s ta y c o h e re n te p a r tid a r io d e lo s fin e s d e la L ey d e l E m p le o y del C o n ­
sejo cre a d o en v irtu d de é sta. L legado el m o m e n to en q u e K ey serlin g tu v o q u e v é rse la s co n
los e c o n o m ista s u n iv e rsita rio s m á s su sc e p tib le s d esd e el p u n to de v ista p ro fesio n al, si b ie n
te n ía u n a fo rm a c ió n c o m p le ta e n e c o n o m ía , tro p e z ó co n el p re ju ic io s u s c ita d o p o r la c ir­
c u n s ta n c ia d e q u e , al ig u a l q u e A dolf B erle, h a b ía e m p e z a d o p o r c u r s a r la c a r r e ra de
D erecho.
I MS K ) K1A DI' I.A i:( ( ) N( I M l A 279

íisesores económicos, representó un progreso de señalada im por­


tancia en la historia de la economía política. En efecto, de ese m odo
los econom istas y el asesoram iento económico quedaron firm em en­
te im plantados en el centro m ism o de la adm inistración pública
m oderna en E stados Unidos. Innovaciones sim ilares, au n q u e con
carácter m enos institucional, se introdujeron luego en los dem ás
países industriales.
Los veinticinco años siguientes a la adopción de esta ley fue­
ron m uy prósperos desde el pu n to de vista económico, y sin lugar
a dudas fueron tam bién los m ejores p ara los econom istas, desde
el punto de vista profesional, en to d a la h isto ria de la disciplina.
En E stados Unidos y en o tras naciones el paro era relativam ente
reducido, en com paración con lo que se h ab ía visto an tes y con lo
que vendría después. Lo m ism o sucedió con los m ovim ientos de
precios, pues tuvo lugar un ligero aum ento de los m ism os. Sólo
en tres años, durante todo ese período, no se produjo u n incre­
m ento del producto nacional b ru to de E stad o s Unidos (d enom ina­
ción que ya había llegado a ser de uso com ún), y en dos de esos
años la reducción fue m ínim a. Toda esta b o nanza se atribuyó a
los economistas, y ellos aceptaron el mérito sin pestañear. En enero
de 1969, cuando la Ley del Em pleo llevaba veintidós años de vi­
gencia, se encom endó al Consejo de A sesores Económ icos u n a re­
seña de sus resultados. Vale la pena reproducir con cierta am pli­
tu d el texto en que se celebró a sí m ism o:

La Nación se encuentra ahora en su nonagésimo quinto mes de


progreso económico sostenido. Ta nto por su fuerza como por su
duración, esta prosperidad no tiene precedentes en nuestra histo­
ria. Nos hemos librado de las recesiones del ciclo económico, que
generación tras generación habían venido apartándonos repetida­
mente del sendero del crecimiento y del progreso...
Y a no concebimos nuestra vida económica como una incesante
marea, con su flujo y su reflujo. Y a no tememos que la autom ati­
zación y el progreso técnico arrebaten sus puestos a los trabajado­
res, en vez de ayudarnos a conseguir una m ayor abundancia. Y a
no consideramos que la pobreza y el subempleo hayan de repre­
sentar elementos permanentes de nuestro sistema económico...
Desde la histórica sanción de la Ley del Em pleo en 1946, las
políticas económicas han respondido a la alarm a de incendio de la
recesión y de la bonanza. Durante el decenio de 1960 hemos adop­
tado una nueva estrategia, destinada a la prevención de incendios.
280 J O H N K H N N H T I l O A I l i KAI l II

sosteniendo la prosperidad y eliminando la recesión, o la inflación


grave, antes de que puedan materializarse...
Durante este período se han edificado cimientos sólidos sobre
los cuales podrá fundarse un crecimiento sostenido en los años ve­
nideros.®

Debe reconocerse que en aquellos años los econom istas estu ­


vieron acertados en un aspecto: eligieron el m om ento apropiado
para practicar su profesión. En ninguna otra ocasión, desde los
tiem pos de Adam Smith, y tam poco en ningún m om ento futuro,
después de esta época de posguerra, habían podido ni volverían a
poder m irar los econom istas con m ayor aprobación su propia ac­
tuación y, lo que es tal vez m ás im portante todavía, contar con
una aprobación tan general. Pero valdría la pena hab er recordado
que (Jú p ite r derriba a los titanes / no cuando se ponen a apilar
m ontañas, / sino cuando están colocando la últim a roca p ara coro­
nar su tarea». Al expirar el decenio de 1960, Jú p iter ag u ard ab a
que los econom istas estuvieran a punto de techar su edificio key-
nesiano.
El revés sobrevendría en parte como consecuencia de u n a in­
terpretación errónea de las condiciones económ icas de los veinti­
cinco años favorables. En esa época una serie de fuerzas expansi­
vas, com pletam ente ajenas a toda orientación recom endada por los
econom istas, hab ían estim ulado la econom ía norteam ericana y la
m undial. E ntre ellas se contaba la inyección en los gastos de con­
sum o de los ab u n d an tes ahorros acum ulados d u ran te la guerra,
que al finalizar ésta ascendían m ás o m enos a 250.000 m illones
de dólares en E stados Unidos.^ El dinero así disponible convirtió
la depresión de posguerra, casi universalm ente profetizada, en una
prosperidad sin precedentes que se m antuvo m ientras los consu­
m idores verificaban que no llegaban la depresión y el paro, am e­
naza de la que m uchos se habían protegido ahorrando en los años
anteriores.
A dem ás, el gasto interior en Estados Unidos venía reforzado
por u na afluencia de capacidad adquisitiva procedente del ex tran ­
jero. En aquellos años, como el país se h abía visto libre de la de­
vastación bélica, contaba con una balanza de pagos sum am ente

8. E c o n o m ic R e p o rt o f th e P re s id e n t (W a sh in g to n , D .C ., U.S. G o v e rn m e n t P rin tin g


O ffice, 1969), p á g s . 4-5.
9. L e k a c h m a n , op. cit., p á g . 164.
m sKIKIA DI'. I A I l O N O M I A 281

lavorablc, lo nial sinnitica que los extranjeros g astab an m ás en


productos y empleo estadounidenses, que lo que los norteam erica­
nos estaban gastando a su vez en el exterior, con el resu ltad o esti­
m ulante correspondiente. Este es un p u nto que no se h a evaluado
como es debido, y que co n trasta agudam ente con las c irc u n stan ­
cias del decenio de 1980, cuando una balanza de pagos fuertem ente
negativa significaba que la población estadounidense g a sta b a en
la com pra de productos im portados y en viajes al exterior m ucho
m ás de lo que los extranjeros g astab an en E stados Unidos. El di­
nero así gastado en u ltram ar dism inuye notablem ente la d em an d a
efectiva dentro del país.
Además, a m edida que p asab a el tiem po, se sum aron los gas­
tos p ara la guerra de Corea, p ara el arm am ento de la gu erra fría,
y m ás tarde para la intervención cada vez m ás generalizada en
Vietnam. En épocas anteriores, Keynes h ab ía propuesto que los
billetes de libras esterlinas se en terraran en m inas de carbón ab an ­
donadas, pues al excavar luego p ara recuperarlos se prom overía
el empleo y aum entaría el poder de com pra. El arm am ento ingen­
tem ente costoso que no podía utilizarse a cau sa de su poder des­
tructivo casi infinito, llegó entonces, de m anera creciente, a servir
los m ism os fines económicos que la m oneda enterrada.
Por últim o, intervino tam bién el m odesto efecto estabilizador
del estado de bienestar. En esos días se descubrió que el subsidio
de desempleo presentaba u n a oportuna tendencia a au m en tar cada
vez que dism inuían la ta sa de actividad económ ica y el empleo,
actuando así como fuerza com pensatoria de la contracción econó­
mica y de la falta de trabajo. O tros gastos en m ateria de b ien estar
servían de am ortiguadores y aseg u rab an la perm anencia del poder
adquisitivo.
En 1948, los gastos e inversiones federales de to d a índole h a ­
bían llegado a su nivel m ás bajo de posguerra, con un total algo
inferior a 30.000 millones de dólares; veinte años después, en 1968,
año que dio origen a la m encionada reflexión sobre el éxito de la
economía, fueron superiores a 183.000 millones, o sea, aproxim a­
dam ente se h ab ían m u ltiplicado p o r seis.^° El gobierno fed eral
había contribuido, en esta form a, a m antener u n flujo de gastos
constante y creciente. Tam bién tuvo su influencia el sistem a de

10. E c o n o m ic R e p o rt o f th e P re s id e n t (W a s h in g to n , D .C ., U .S. G o v e r n m e n t P rin tin g


O ffice, 1985), p ág . 318.
282 luHN k i :n n i .h i ( ía i i i k a i i ii

im puestos, considerablem ente progresivo, que tran sfería recursos


de los ricos a los necesitados, m anteniendo la capacidad ad q u isiti­
va de estos últim os, a la vez que sostenía m oderadam ente la p ro ­
pensión m arginal al consum o tan to de los contribuyentes como de
quienes recibían fondos del gobierno.
N ada de todo esto, es decir, ni los ahorros g astados con m ayor
efectividad, ni el saldo favorable de la balanza comercial, ni el gasto
en arm am ento d u ran te las dos grandes guerras, ni el inesperado
efecto estabilizador de los gastos de seguridad social, podían atri­
buirse a un diseño económico deliberado. La economía, tan a m e­
nudo víctim a de sucesos adversos, y que pronto volvería a serlo,
por u n a vez se beneficiaba de u n a circunstancia sum am ente favo­
rable.
No obstante, en 1964 tuvo lugar un acontecim iento que era en
efecto atribuible a u n a intervención económ ica estudiada. Se tr a ­
tab a de la reducción de im puestos introducida ese año, a iniciati­
va de W alter W. Heller (1915), quien, jun to con León Keyserling,
de un gobierno anterior, fue uno de los dos m iem bros m ás influ­
yentes del Consejo de Asesores Económicos en toda su historia.
El tipo m arginal del im puesto personal sobre la renta, que era en­
tonces teóricam ente del 77 por ciento, se rebajó al 70 por ciento;
hubo tam bién o tras reducciones im positivas, como en el im puesto
de sociedades. E stas m edidas no se debían en ab so lu to a una
m enor necesidad de ingresos p ara el fisco, sino que se procuró
deliberadam ente am pliar la capacidad adquisitiva y el empleo, y
evitar u n excedente presupuestario que, en condiciones de pleno
empleo, podría ocasionar una depresión.
É sta fue probablem ente la m edida trib u taria m ás discutida en
toda la historia norteam ericana h asta la fecha, con la posible ex­
cepción de la que condujo en 1913 a la im plantación con carácter
perm anente del im puesto personal sobre la renta. Desde luego, nin­
guna o tra disposición ejerció m ayor influencia por el ejemplo que
sentó. Diecisiete años después se la citaría u n a y o tra vez como
precedente para las grandes reducciones impositivas adoptadas por
el gobierno de Ronald Reagan.
A pesar de lo antedicho, d u ran te este período de cinco lustros
el alcance y la influencia del asesoram iento p restado por los eco­
nom istas estuvo u n a vez m ás, como tan frecuentem ente en el p a­
sado, subordinado por lo general a la fuerza im periosa de los acon­
tecim ientos.
m - . I O K I A DI I.A 1 ( C I N O M I A 283

Como ha pod id o obsi't varse, las ideas económ icas son tam bién, en
gran m edida, |)roducto de la adversidad. D urante la g u erra y la
depresión, en su intento de racionalizar o, m ás raram ente, de afron­
tar la pobreza y las privaciones, los econom istas se ven obligados
y aun estim ulados a pensar, m ientras que en tiem pos de p ro sp e­
ridad predom ina entre ellos u n a agradable disposición a dejarse
estar, bajo la euforia de su am or propio satisfecho. No habiendo
grandes problem as ni asu n to s de urgencia, no se encara ninguno.
Así fue cómo la econom ía perdió su sentido de la urgencia d u ­
rante aquellos veinticinco años de bienestar. Hubo, en cam bio, una
activa preocupación por el problem a de la reconstrucción de p o s­
guerra en E uropa y en el Japón, si bien ésta, en gran m edida, p re­
cedió a la elaboración de u n a teoría orientadora. T am bién se s u s­
citó, por prim era vez, u n vivo interés en el proceso de desarrollo
de los países recientem ente em ancipados del dom inio colonial. El
desarrollo económico se convirtió en un sector de estudios e inves­
tigaciones por separado, que ha padecido u n a considerable incli­
nación a preconizar políticas y sistem as ad m inistrativos ap ro p ia­
dos p ara las etapas avanzadas del desarrollo in d u strial en países
que se encontraban en etap as previas de su desarrollo agrícola. Y
como sucedió, por ejemplo, en América Central, hubo tam bién u n a
tendencia a ignorar las estru ctu ras políticas feudales que p o r su
propia índole cavernícola eran totalm ente adversas a cualquier clase
de desarrollo. Pero la historia de estas cuestiones deberá esp erar
otro libro y otro autor.
La form ulación m a tem ática de las relaciones económ icas, a
saber, de los costes con respecto a los precios, de los ingresos de
los consum idores con respecto a las características de la función
de dem anda, y m uchas o tras por el estilo, tam bién hubo de flore­
cer durante esos años. Y se debatió adem ás perm anentem ente la
utilidad de la economía m atem ática, llam ad a a m enudo teoría m a­
tem ática. Sobre esto los especialistas en la ciencia de los núm eros
ad o p tab an u na actitud favorable, m ientras que quienes carecían
de esa calificación en carab an lo que no en tendían con u n criterio
cautam ente desfavorable. La habilidad m atem ática en teoría eco­
nóm ica llegó a adquirir cierto valor objetivo como billete de e n tra ­
da en la profesión económica, como un dispositivo p a ra excluir a
quienes sólo poseían un talento p uram ente verbal. Y si bien se
estaba de acuerdo en que tal teoría no co ntribuiría gran cosa a la
orientación de las políticas económ icas, d esem peñaban en cam bio
284 J O H N K l ' N N I V n i ( Í A 1K K A m i

otra función. Las form ulaciones técnicas cada vez m ás com plejas
y el debate sobre su validez y precisión dieron em pleo a m uchos
de los miles y miles de econom istas que de ese modo llegaron a
necesitarse en las universidades y en otros establecim ientos de en­
señanza alrededor del m undo. Si todos ellos hubieran tratad o de
hacer oír sus respectivas voces en cuestiones prácticas, el clam or
resultante habría sido desorientador y posiblem ente insoportable.
Asimismo, la econom ía m atem ática brindó a la econom ía un
lustre profesionalm ente positivo de certidum bre y precisión cientí­
ficas, increm entando de m anera provechosa el prestigio de los eco­
nom istas universitarios en relación con sus colegas de las dem ás
ciencias sociales y de las llam adas ciencias exactas. Pero uno de
los costes de estos diversos servicios fue el ulterior alejam iento de
la disciplina con respecto al m undo real. No todos los ejercicios
m atem áticos, pero sí m uchos de ellos, em pezaban (como todavía
sucede en la actualidad) con la frase «Dando por su p u esta una
com petencia perfecta...». En el m undo real la com petencia perfec­
ta, si no había desaparecido del todo, sólo m antenía u n a existen­
cia cada vez m ás esotérica, y la teoría m atem ática vino a conver­
tirse h a sta cierto punto en el envoltorio sum am ente refinado den­
tro del cual el concepto pudo sobrevivir.
Hubo durante este período otros dos acontecimientos mucho más
im portantes por sus consecuencias y por su utilidad práctica. Uno
de ellos, con antecedentes en la década de 1930, y antes todavía,
como ya hem os dicho, con Fran^ois Quesnay, fue el análisis input-
output de W assily W. Leontief, por el cual se le otorgó el Premio
Nobel en 1973. Como se recordará, las tablas de Leontief indicaban
el valor de lo que cada industria, y, en form a m ás laboriosa y refi­
nada, de lo que cada subsector de cada industria vendía a los demás
y recibía de ellos. El gran complejo así obtenido m ostraba la forma
en que cualquier cam bio ejerce sus efectos a través de todo el sis­
tem a económico; por ejemplo, cuáles serían los requerim ientos que
una am pliación de la industria autom otriz vendría a im poner con
respecto a los diversos productos de la industria siderúrgica, así
como en m ateria de carbón y de aleaciones ferrosas. Y tam bién, lo
cual fue otra im portante contribución de Leontief, qué recursos utili­
zaban las fuerzas arm adas, y qué devolvían a su vez para la venta.

11. V é a n se W a s sily W . L eo n tie f, I n p u t-O u p u t E c o n o m ic s (N u e v a Y ork, O x fo rd Uni-


v e rsity P re ss , 1966) y m i a n te r io r e x p o sic ió n r e la tiv a a la o b r a d e l p ro fe s o r L e o n tie f e n el
c a p ítu lo V.
m slO K IA DI' 1,A l■.(■()N()MIA 285

En los años ele la posguerra esa em presa estad ística su m a ­


mente inform ativa, si bien b astan te costosa, fue asu m id a por el
Estado. Interrum pida por el gobierno de Eisenhow er, se reanudó
bajo el de Kennedy, en 1961. Casi todos los países in d u striales
—G ran Bretaña, Japón, C anadá, Italia, H olanda y o tro s— se p u ­
sieron a exam inar en form a parecida su s propias relaciones in ­
terindustriales. Y lo m ism o hicieron la Unión Soviética y su s sa­
télites.
Nacido en 1906 en San P etersburgo en el seno de u n a fam ilia
de industriales textiles de ideología socialrevolucionaria, es decir,
antibolchevique, Leontief llegó a E stados Unidos luego de h ab er
residido en Berlín y en China, habiéndose exiliado volu n tariam en ­
te unos años después de la Revolución rusa. Las ta b las in terin ­
dustriales que luego ideó y elaboró, si bien son in teresan tes e in­
form ativas para el capitalism o, resu ltaro n tam b ién m uy fu n cio n a­
les p a ra la planificación socialista, p u es é sta exige de m a n era
elem ental e ineludible el conocim iento de los su m in istro s signifi­
cativos que cada in d u stria necesita de las dem ás.
En consecuencia, Leontief ha tenido el singular destino, tra s
haber vivido y trabajado en E stados Unidos, de ser fam oso en la
Unión Soviética y de habérsele dado allí luego la bienvenida como
uno de los que m ás aportaron al éxito del sistem a socialista.

La segunda innovación de aquel período, relacionada con la an te­


dicha, y un poco posterior, resultado a su vez de los g ran d es p ro ­
gresos de la ingeniería en m ateria de técnicas p a ra el alm acena­
m iento y tratam iento de datos, estuvo co nstituida por los m odelos
econom étricos o de sim ulación por ordenador de la actividad eco­
nómica. Si bien el profano les atribuye u n carácter b asta n te m is­
terioso, los elementos básicos de los modelos econom étricos no son
difíciles de entender. Yendo m ás allá de Keynes, K uznets y Leon­
tief tra ta n de reproducir, con ayuda de ordenadores, los efectos
am pliam ente distribuidos de todos los gran d es cam bios del siste­
m a económico, por ejemplo, en m ateria de gasto público, im pues­
tos, tipos de interés, salarios, beneficios, producción in d u strial por
sectores, construcción de viviendas, y m uchos otros aspectos de la
economía, en la m edida en que todos ellos, relacionados en diver­
sa m edida con otros factores, influyen, de m an era real o su p u es­
ta, sobre todas las dem ás m agnitudes económ icas. E videntem en­
286 JO HN KHNNKTIl GAI.HRAITH

te, el juicio hum ano interviene en las ecuaciones que denotan el


efecto de cualquier cam bio dado.
La labor p recursora en estos modelos de la econom ía la efec­
tuó Jan Tinbergen (1903), econom ista holandés internacionalm en­
te famoso y respetado, quien dedicó tam bién sus innovadoras preo­
cupaciones a otras m uchas m aterias, incluida la orientación de la
política económ ica de los Países Bajos y los problem as del desa­
rrollo en las naciones pobres. Los prim eros trab ajo s de Tinbergen
fueron luego proseguidos por John Richard Stone (1913), de la Uni­
versidad de Cam bridge; Lawrence R. Klein (1920), de la Universi­
dad de Pensilvania, y Otto Eckstein (1926-1984), de la de H ar­
vard, conjuntam ente con centenares —en térm inos literales— de
asistentes anónim os pero inform ados y laboriosos. Por estas reali­
zaciones y o tras v in cu lad as con ellas, Tinbergen, Klein y Stone
recibieron cada uno de ellos el Premio Nobel. A esto cabe agregar
que ningún otro esfuerzo en economía fue jam ás tan lucrativo desde
el punto de vista comercial, pues sobre la base de los modelos se
elaboraron pronósticos e informes m ás específicos y relevantes para
las decisiones de las grandes em presas con fines em inentem ente
comerciales. En 1979, D ata Resources, firm a de consultores eco­
nóm icos cread a p o r O tto Eckstein, fue ven d id a a la editorial
M cGraw-Hill por 103 millones de dólares. No ab u n d an los profe­
sores de econom ía que hayan am asado sem ejante capital en todo
el curso de su vida profesional.

Como ya se h a dicho, u n a de las aplicaciones m ás im portantes de


los m odelos fue la form ulación de pronósticos, tan to del nivel de
producción, la renta, el empleo y los precios en el conjunto de la
economía, como de la form a en que todos estos factores podrían
afectar a cad a ram a de la actividad económ ica. E sta aplicación
exige un com entario especial. Los pronósticos sistem áticos, a dife­
rencia de los ocasionales e im provisados, no son en absoluto una
función reciente de los econom istas. Ya en los años 1920, como
producto de la desconsiderada arrogancia económ ica de aquel pe­
ríodo, un grupo de econom istas de la universidad de H arvard h a ­
bía constituido la Sociedad Económ ica de H arvard, con el objeto
de predecir los principales acontecim ientos económicos. P ara ese
fin se recurrió a la econometría elemental. Pero la sociedad no tuvo
m ucho éxito. E ntre junio y septiem bre de 1929 pronosticó u n leve
H I S I O K I A m : I.A l ' . C O N O M I A

em peoram iento de la situación del m ercado, y cuando ésta síe-pro-


dujo efectivamente en octubre, su perspicacia quedó a d m ir a b f ^ e n - ^
te confirm ada. Pero, por desgracia, siguió luego d estacan d o
vedad de la declinación económ ica, y a m edida que ésta ib a agra-
vándose, continuó proclam ando su certeza de que la recuperación
tendría lugar a breve plazo, pues tal era la tendencia b ásica del
ciclo comercial en la teoría clásica. Y así prosiguió em itiendo p ro ­
nósticos alentadores m ientras la situación económ ica ib a de m al
en peor. Finalm ente, esta labor previsora sucum bió a los efectos
de la depresión, y como ta n ta s o tras em presas, fue liquidada.
La elaboración de pronósticos no llegó a convertirse en u n fe­
nóm eno económico del todo respetable h a sta que se construyeron
m odelos econom étricos acabados. G racias a este invento, los fac­
tores que influyen en la evolución de los negocios y en su s resu l­
tados —el ritm o del m ercado, los gastos de los consum idores y
del Estado, sus orígenes y sus com ponentes y la producción p re­
vista, el empleo y los precios agregados y en d etalle— pudieron
ser objeto de predicciones y llegaron a ser m edidos. Hecho esto,
se consideró que era posible prever tam bién los efectos económ i­
cos de m ayor alcance. A ello condujo tam b ién la creencia de que
algunos de los factores determ inantes de los pronósticos, en espe­
cial el gasto público, los im puestos y los tipos de interés de los
bancos centrales, estab a n bajo el dom inio del E stado, lo cual sig­
nificaba que la econom ía, ad m in istrad a o por lo m enos o rien tad a
de esa m anera, era predictible, lo cual resu ltab a inconcebible en
el m undo prekeynesiano.
Pero sucedió que la nueva fe en el pronóstico se extendió m ucho
m ás allá de los m odelos econométricos.^^ R ara era la sem ana, y a
veces el día, en que no se les p reg u n tab a a los econom istas keyne-
sianos cuál era su opinión profesional acerca de las perspectivas
del crecimiento económico, es decir, con respecto a los increm en­
tos esperados del producto nacional b ruto, o bien con referencia a
los futuros cam bios en m ateria de precios, niveles de em pleo y
posible evolución de determ inadas ram as de la actividad económ i­
ca. En aquellos años favorables, se consideraba que los econom is­
tas eran dignos de confianza. M uchos de ellos resp o n d ían a tales
consultas en form a m ás o m enos autom ática, por deform ación pro­
fesional. En efecto, se tra ta b a de d ato s que los econom istas de-

12. E s ta c u e s tió n la h e a b o r d a d o a n te r io rm e n te e n el c a p ítu lo I d e la p r e s e n te o b ra .


288 JO H N KliNNI'.ni g a i .h r a h h

bían conocer. R ara vez en la historia se ha proporcionado tan con­


fiadam ente ta n ta inform ación cuestionable.
En realidad, los pronósticos son intrínsecam ente poco fiables.
Si no lo fueran, sus responsables jam ás los tran sm itirían al públi­
co. Ello representaría un acto de generosidad inconcebible, ya que
si se g u ard aran p ara uso exclusivo de las personas o de las orga­
nizaciones que los elaboran, los beneficios resultantes d arían una
acum ulación de riqueza casi infinita. Como puede advertirse, los
beneficios de las inversiones efectuadas conform e a tales pronósti­
cos serían com pletam ente seguros, y los activos com prables ven­
drían a afluir incesantem ente a las m anos o, m ejor dicho, a las
carteras de personas o de instituciones que jam ás podrían perder.
Una vez alcanzada sem ejante certeza, el capitalism o, el sistem a de
la libre em presa, en cualquiera de sus form as conocidas h asta hoy,
dejaría de existir. En realidad, resu ltaría vulnerable a todo pro­
nóstico de u n a exactitud asegurada superior al 50 por ciento.
Hay dos razones para que los pronósticos fallen. Por una parte,
las ecuaciones que relacionan el cam bio introducido con el resu l­
tado —los tipos de interés con las inversiones, los gastos netos
del Estado con la dem anda de los consum idores, y esta últim a con
los precios— están b asad as, como ya se h a dicho, en juicios h u ­
m anos apoyados en el conocimiento estadístico de tales relaciones
en el pasado. Pero los juicios pueden ser erróneos, y las relacio­
nes pueden cam biar. Por otra parte, m uchas de las fuerzas que ini­
cian el cam bio no pueden ser previstas, pues no entran en el cam po
de conocimiento de los econom istas. Las guerras y las tensiones
internacionales, las m anipulaciones m onetarias de los bancos cen­
trales, el auge y la caída de los cárteles internacionales, las deci­
siones por p arte de los países deudores de efectuar o no los pagos
de sus deudas respectivas, los resultados de las negociaciones en
m ateria de salarios, y m uchos, m uchos otros factores, son, por su
m ism a índole, otras ta n tas incógnitas. Las mejores ecuaciones po­
sibles form uladas p ara relacionar los tipos de interés con los valo­
res de bienes inm uebles no proporcionarán ninguna inform ación
sobre estos últim os a m enos que se conozca el tipo de interés de
aplicación general en cada m om ento dado.
Y sin em bargo, subsiste una razón favorable a esta gran preo­
cupación económica. A diario, en m illares de coyunturas diferen­
tes, tan to jefes de em presa como funcionarios públicos se ven en
la necesidad absoluta de ad o p tar decisiones que exigen cierta pre-
I I I S I O R I A m . I.A l,( O N O M I A 289

visión del l uí uro el cual es por naturaleza desconocido—. La gran


em presa comercial m oderna, a la inversa de su precursora, la pe­
queña em presa, caracterizada por su flexibilidad y su ráp id a ad ap ­
tación, debe forzosam ente p lanificar tam b ién . Y la planificación
siempre implica el futuro. Los pronósticos —es decir, los datos que
los modelos econom étricos ofrecen a u n a in d u stria acerca de sus
precios, de sus costes o de la probable d em an d a de su s p ro d u c­
to s — ayudan a establecer m agnitudes probables y a m an ten er las
decisiones dentro de u n m argen plausible. Pero por o tra p arte, y
esto tiene todavía u n a im portancia m ucho m ayor, los pronósticos
liberan a la persona que debe ad o p tar decisiones sobre lo venide­
ro de u na responsabilidad m uy seria y h a sta peligrosa. D ado que
este individuo no puede sab er cuál será la d em an d a de fertilizan­
tes, de locales para oficinas en el ám bito urbano, de vehículos p ara
el ocío, o de los m edios de tran sp o rte ferroviario, aéreo o autom o­
triz que deben proveerse, el pronóstico le perm ite atrib u ir la res­
ponsabilidad del conocim iento en la m ateria al pronosticador. Si
el juicio resulta erróneo, la culpa no será del interesado, sino del
m ejor profesional del cual podía valerse, y ésta es u n a protección
im portante en un m undo caracterizado por tensos conflictos b u ro ­
cráticos.
El auge de la in d u stria de los pronósticos y el síndrom e de su
utilización, como episodio de principal im portancia en la h isto ria
de la economía en los años posteriores a Keynes, no fueron resu l­
tado de u na m ayor certidum bre en la perspectiva económ ica. Tu­
vieron m ucho que ver, según se h a observado ya anteriorm ente,
con el increm ento de la autoconfianza entre los econom istas, y de
la fe que en ellos depositó el público. Pero un factor m ucho m ás
im portante es la circunstancia de que los pronosticadores salva­
ron a los em presarios y ejecutivos —buró cratas vulnerables a quie­
nes se encom ienda el conocim iento del fu tu ro — de las secuelas de
insuficiencias inevitables en todo sab er b asad o en previsiones del
futuro.

Los veinticinco años de b o nanza tocaron a su fin. Como se h a


dicho, la exuberante confianza que caracterizó a aq u el período
im pidió el ejercicio de la introspección. La separación en tre ma-
croeconomía y m icroeconom ía conservó dentro de esta últim a u n a
vertiente afín a la estru ctu ra com petitiva clásica, pero, com o vere-
290 J O H N K E N N H T H (¡AI H K A U I I

mos, tam bién ella desvió la atención de acontecim ientos totalm en­
te adversos a la m acroeconom ía o la adm inistración según la doc­
trina keynesiana. Y con respecto a la economía keynesiana surgió
otra circunstancia sum am ente inhibitoria, que todavía no h a llega­
do a evaluarse como es debido, a saber, su grave asim etría políti­
ca. En efecto, lo que era políticam ente posible en una lucha con­
tra la deflación y la depresión, no lo es en cam bio, o por lo m enos
no es factible, contra la inflación. Éste es el triste p anoram a que
describirem os en el capítulo siguiente.
XX. CREPÚSCULO Y TOQUE DE ORACIÓN

Aunque cada vez m ás evidente, la declinación del sistem a key-


nesiano pasó inadvertida largo tiem po, y todavía no se la recono­
ce del todo. Como se ha indicado en el capítulo anterior, aquellos
aspectos del funcionam iento del sistem a que parecían sim étricos
desde el punto de vista económico, resu ltaro n ser asim étricos polí­
ticam ente. La deflación y el desempleo exigían un m ayor gasto p ú ­
blico y m enores im puestos, o sea, m edidas políticam ente g ratas.
Pero, en cam bio, la inflación de los precios requería una d ism in u ­
ción del gasto público y una elevación de los im puestos, cuya apli­
cación estaba lejos de ser agradable desde el pu n to de vista políti­
co. Además, como pronto veremos, no eran m edidas m uy efectivas
contra la form a m oderna de la inflación, que llegó a denom inarse
((inflación de precios y salarios». La política keynesiana era u n a
calle de dirección única o, m ás exactam ente, u n a avenida m uy có­
m oda y placentera para ser recorrida cuesta abajo, pero sum am en­
te ab ru p ta y difícil para quienes debían tra n sita rla cuesta arriba.
H ubo dos razones p ara que esta situación no fuera reconocida
en la m ayoría de los debates sobre tem as económ icos. En prim er
lugar. La teoría general de Keynes era em inentem ente un tra ta d o
relativo a la G ran Depresión. En esa coyuntura, se tra ta b a de los
problem as del paro y de la caída de los precios, de m odo que los
prim eros keynesianos tuvieron poco o ningún interés en la infla­
ción, y ninguno en absoluto en los aspectos políticos de las m edi­
das destinadas a com batirla. E sta negligencia prosiguió y fue ag ra­
vada por el creciente divorcio entre la econom ía y la política. La
disciplina que durante el siglo XIX se h ab ía llam ado ((economía
política» fue designada, a p artir de Alfred M arshall, con el nom ­
bre de ((economía»,* y a m edida que los docentes y profesionales

* E n el o rig in a l in g lés, e c o n o m ic s , a d ife re n c ia d e e c o n o m y , q u e es la r e a lid a d ec o ­


n ó m ic a m is m a , y q u e e n c a s te lla n o se d e s ig n a c o n la m is m a p a la b r a . (N. d e t.)
292 J O H N K E N N E T H GAI H R A IT H

se esforzaban cada vez m ás por adjudicarle el prestigio de una


ciencia, lo cierto es que la enseñanza y el asesoram iento sobre po­
lítica económica fueron alejándose en form a acelerada de las duras
realidades políticas.
En E stados Unidos, d u ran te la m ayor p arte de los veinticinco
años de bonanza la inflación nunca había llegado a constituir un
problem a. Dejando de lado un breve período, d u ran te la g uerra de
Corea, en el que tuvieron lugar algunas tendencias al alza de los
precios, el aum ento de éstos fue m uy pequeño, pues h asta 1966
sólo representó el uno o dos por ciento anual en el índice de los
precios al consum o. Los econom istas, como siem pre, no se ocupa­
ban en absoluto de aquello que no presentaba ninguna am enaza
visible.
Pero el ritm o de la inflación comenzó a acelerarse a p artir de
1966 y ascendió a m ás del 6 por ciento entre 1969 y 1970, a casi
el 8 por ciento entre 1972 y 1973, y cerca del 14 por ciento entre
1974 y 1975,^ período que dio origen a la expresión ((inflación de
dos dígitos», con efectos desastrosos p ara la term inología econó­
mica norteam ericana.
En estas nuevas circunstancias la asim etría política resultó por
com pleto evidente. Así com o los asesores económ icos del p resi­
dente habían concurrido en un tiem po a su despacho p ara preco­
nizar los m éritos relativos de la reducción de los im p u esto s o
del aum ento del gasto público, ahora com enzaron a recom endar el
aum ento de la presión fiscal y la reducción del gasto. Y m ientras
que en otras épocas su aparición en las audiencias de la Casa Blan­
ca era acogida con beneplácito, desde entonces llegó a convertirse
en una perspectiva só rd id a y deprim ente que debía p o sterg arse
m ediante cualquier excusa, por poco razonable que resultara.
Otro problem a, todavía m ás grave, en todos los países in d u s­
triales fue la nueva form a asum ida por la inflación. Se tra ta b a de
los increm entos de precios y salarios ocasionados por las m utuas
influencias de las grandes organizaciones dentro de la economía
m oderna. Como resultado de la concentración industrial, las socie­
dades anónim as h ab ían llegado a adquirir un dominio m uy consi­
derable sobre sus precios, poder éste que la econom ía ortodoxa
reconocía en los casos de monopolio y de oligopolio, sin llegar a

1. E co n o m ic R ep o rt o f th e P re sid e n t (W a sh in g to n , D.C., U.S. G o v e rn m e n t P rin tin g Of­


fice, 1985), p á g . 291. B a se d e l ín d ic e d e P re c io s a l C o n su m o : 1967 = 100.
IIIS rO R IA DE LA E C O N O M IA 293

adm itir del todo su existencia en la vida real. Y los sindicatos h a ­


bían conseguido, por su parte, u n a v asta influencia en los salarios
y prestaciones otorgados a sus afiliados. Del interior de dichas en­
tidades había surgido de ese m odo u n a fuerza inflacionaria nueva
y poderosa: la fuerte presión al alza de los convenios salariales
sobre los precios, y recíprocam ente, de los aum entos de precios y
del coste de la vida sobre los salarios. A este fenóm eno de in terac­
ción se le dio el nom bre de espiral de precios y salarios.
P ara enfrentar esta dinám ica de acción recíproca, la Revolu­
ción keynesiana sólo había dejado u n a herencia com pletam ente ne­
gativa. En efecto, la determ inación de precios y salarios era u n
fenómeno microeconómico, y la m icroeconom ía h ab ía sido sep ara­
da por Keynes, quien la h abía aban d o n ad o a la ortodoxia clásica
del m ercado. Pero en la microeconomía ortodoxa, la espiral de p re­
cios y salarios no podía ocurrir: en efecto, los productores de m er­
cancías, y los salarios que éstos pagaban a sus trabajadores, conti­
n u aban som etidos a fuerzas del m ercado que los em presarios no
estaban en condiciones de regular. Y cuando podían hacerlo, como
en los casos de monopolio y de oligopolio, se valían de ello p a ra
au m entar al máximo sus beneficios, no p a ra recu p erar los incre­
m entos en los costes salariales forzados por la acción sindical.
La exclusión de la m icroeconom ía de la esfera de la teoría y la
política económica keynesianas preservó de este m odo u n m odelo
microeconómico en el que la inflación no ten ía cabida. E sta sep a­
ración era muy im portante, pues venía a constituir el núcleo m ism o
del gran pacto de Keynes con la escuela clásica, m ediante el cual
se había conservado el papel del m ercado. Pero si se reconocía el
papel inflacionario de la espiral precios-salarios, q u ed ab a d estru i­
do dicho pacto. Peor todavía: equivalía a proponer políticas, como
las de restricción o regulación de precios y salarios, que som etían
el m ercado, en m ayor o m enor m edida, a la auto rid ad del E stado.
Y había otra objeción m ás. R esultaba evidente que, a través
de su capacidad para influir sobre precios y salarios, p a ra no h a ­
blar de su influencia sobre los consum idores m ediante la publicidad
y las técnicas de ventas, las sociedades anónim as (junto con los
sindicatos) tenían ahora un poder im p o rtan te sobre la asignación
del capital, el trabajo y las m aterias prim as, es decir, de los recu r­
sos económicos. Esto tam poco podía reconocerse, de m odo que,
con no poca solem nidad, se afirm ó que to d a restricción en m ateria
de precios y salarios d isto rsio n aría la asignación de los recursos.
294 . l o i i N Ki : N N i : r i i ( . ai iiKAi ri i

En E uropa —en Alemania, A ustria, Suiza, H olanda, Escandi-


navia— y en Japón, el pacto keynesiano, la separación de la mi-
croeconomía como reserva privilegiada del m ercado, tuvo m enor
influencia que en G ran B retaña y Estados Unidos. En consecuen­
cia, a m edida que la inflación fue convirtiéndose en u n a am enaza
durante el decenio de 1970, aquellos países aceptaron con m ayor
facilidad los efectos inflacionarios de la acción recíproca entre p re­
cios y salarios. Por ello, las m edidas ad optadas p ara lim itar los
aum entos de estos últim os a las posibilidades de la estru ctu ra de
precios existentes se convirtieron en u n a política norm al y acepta­
da. En A ustria, que representó el caso m ás avanzado y de m ayor
éxito, la regulación de los salarios y un sistem a paralelo de con­
trol de los precios fijados por las em presas se im plantaron con
gran form alidad m ediante lo que se llam aría la Econom ía Social
de M ercado. En otros países, los procedim ientos aplicados no re­
vistieron u n carácter tan oficial, y los salarios se negociaron den­
tro del m arco de referencia de los precios existentes, con la previ­
sión general de m antenerlos estables.
En E stados Unidos y G ran Bretaña, al igual que en Canadá,
tuvieron lugar du ran te esos años esfuerzos de persuasión, iniciati­
vas voluntarias y algunas disposiciones jurídicas con el objetivo
de detener la espiral de precios y salarios, y d u ran te el período
1971-1973 el gobierno de Richard Nixon im plantó u n a regulación
oficial de precios y salarios, m edida que, com binada con u n a polí­
tica fiscal y m onetaria relajada, le resultó favorable p ara las elec­
ciones de 1972. Pero ninguna de estas iniciativas fue considerada
seria o legítima. Se pensó que eran m edidas circunstanciales, in­
dependientem ente de su acierto o desacierto, destinadas a gan ar
tiem po h asta que la política macroeconóm ica keynesiana cum plie­
ra de algún m odo la m isión que se le había adjudicado de com ­
b in ar razonablem ente el pleno em pleo con la estab ilid ad de los
precios. Dado que en los países de habla inglesa ni las organi­
zaciones sindicales ni las em p resas se in clin ab an a a ce p tar la
intervención pública en m ateria de salarios y precios, los defenso­
res tradicionales de la integridad del mercado microeconómico con­
ta b an con aliados muy poderosos.
Finalm ente, en las postrim erías de 1973, em pezó a producirse
el gran aum ento de los precios del petróleo, ocasionado por el cár­
tel constituido por la organización de los países exportadores de
petróleo, la OPEP. E ntre 1972 y 1981, el índice de los precios de
I I I S I ( )K1 A 1)1 I A l .C O N O M I A 295

los com bustibles para consumo doméstico en Estados Unidos subió


de 118,5 (1967 = 100) a 675,9, o sea, casi seis veces.^ É ste era
tam bién un fenómeno microeconómico fuera del alcanee de la po­
lítica m acroeconóm ica keynesiana.
En esas circunstancias se reconoció el papel del aum ento de
los precios del petróleo como fuerza inflacionaria. Su carácter
excepcional se puso de relieve en la term inología entonees u tili­
zada, al hablarse del ((choque, o la conmoeión, del petróleo». El
aum ento de dichos precios contribuyó quizá en u n 10 por ciento
a la inflación en la eeonom ía de esos años, pero su efecto p ro ­
clam ado fue m ucho m ayor. Como los precios y los salario s no
servían como factores causales según la ortodoxia predom inante,
q u edaba el recurso sum am ente oportuno de echar la culpa de la
inflaeión a los lejanos árabes y a sus eolegas del m onopolio pe­
trolero.

Y así como la inflación de precios y salarios q u ed ab a fu era del


alcance de la ortodoxia keynesiana, lo m ism o oeurría con los p re­
cios de la OPEE. S altaba a la vista que el sistem a keynesiano era
im potente. En 1975 el presidente Gerald Ford convocó a u n a con­
ferencia a algunos de los econom istas m ás conocidos del p aís a
fin de que prescribieran soluciones p ara la inflación, que h ab ía al­
canzado ese año el 13,5 por ciento, según el cálenlo del índiee de
Precios al Consumo. Los participantes sólo estuvieron plenam ente
de acuerdo en una recom endación: que se debían revisar las regu­
laciones del gobierno p ara elim inar cualquier im pedim ento obvio
a la libre com petencia del m ercado. Desde u n p u nto de vista p rác­
tico, se tra ta b a de una fórm ula tan eficaz como la preconizada por
el m ism o presidente, quien pedía a la población que u s a ra b ro ­
ches con la inscripción W IN, iniciales de Whip Inflation Now
(¡Batid a la inflación ahora!).
Sin em bargo, aún existía un curso de aceión políticam ente m uy
al aleance del gobierno: recu rrir a la política m onetaria, al mone-
tarism o. Se tratab a de un m étodo que a m ediados de la década de
1970 tenía partidarios influyentes y que se expresaban eon elocuen­
cia; asim ism o, era p ara ese entonces —argum ento aú n m ás im ­
p resio n an te— lo único que quedaba por haeer en m ateria de poli-

2. Op. c it., pág. 292.


296 JOHN KENNETH GALBRAITH

tica económica, pues en este terreno ninguna otra solución era po­
líticamente viable.
Desde el final del episodio relativo a la com pra de oro durante
la adm inistración Roosevelt, la política m onetaria en los Estaaos
Unidos, como en los demás países industriales, venía desempeñar-
do un papel pasivo, y h asta exiguo. D urante la segunda guerra
m undial no tuvo ninguna función; los tipos de interés se mante­
nían constantes y a bajo nivel, y las alteraciones de la oferta de
dinero, de cualquier modo que se las m idiera, no llam aban para
nada la atención. E sta situación no se modificó significativamente
durante los veintinco años de prosperidad. No hab ía que preocu­
parse mucho por la gestión de la oferta m onetaria p ara regular
los precios, ya que éstos eran de todas m aneras estables. El lega­
do de Irving Fisher no había sido olvidado, pero cualquier estu­
dioso que dedicara una atención dem asiado persistente a la fun­
ción del dinero en la orientación de la econom ía se arriesgaba a
ser tom ado por un chiflado. La inform ación sobre la oferta mone­
taria —a saber, M, para designar la m oneda en circulación, y M',
para denom inar los depósitos b ancarios— podía seguir siendo ob­
tenida por aquellos econom istas de tendencias esotéricas en aque­
llos años, pero ningún periódico publicaba esos detalles, y si algu­
na vez lo hacían, no suscitaban atención o com entario alguno.

Y sin embargo, allí estaba, esperando su turno, d u ran te la década


de los 60 y los prim eros años de 1970, un econom ista que llegaría
a convertirse en la figura quizá m ás influyente de la segunda mitad
del siglo: Milton Friedm an (1912), profesor de la Universidad de
Chicago, luego al servicio del Institu to Hoover sobre la Guerra, la
Revolución y la Paz, prom otor diligente, y h a s ta infatigable, de
la orientación que vendría a colm ar el vacío dejado por Keynes,
especialm ente en los países de hab la inglesa.
Friedm an es físicam ente hom bre de pequ eñ a estatu ra, de vigo­
rosa expresión, vehem ente en debates y polém icas, libre por com­
pleto de las dudas que de cuando en cuando acosan a estudiosos
intelectualmente m ás vulnerables. Friedm an ha sido durante años
y continúa siendo, el principal exponente norteam ericano del mer
cado competitivo clásico, que a su enten d er sigue existiendo sin
mayores alteraciones, salvo en la m edida q ue ha sufrido los efec­
tos de im procedentes intervenciones del gobierno. En su concep*
r o K l A DI', I.A l-.( I ) N O M l A 297

t ión de la economía, d monopolio, el oligopolio y la com petencia


im perfecta no desem peñan ningún papel im portante. F riedm an ha
sido siem pre un enérgico opositor de la regulación g u b ern am en tal
\ , en general, de toda actividad del Estado. En su opinión, la li­
bertad alcanza su m áxim a expresión cuando se perm ite al indivi­
duo que utilice sus ingresos como m ejor le parezca.
Pero a la vez Friedm an, a diferencia de sus secuaces m enos
refinados, no se ha m ostrado por entero indiferente a la libertad
que se obtiene m ediante la posesión de recursos p ara g astar. E sta
preocupación le ha inducido a elaborar la pro p u esta m ás radical
en m ateria de bienestar que se ha presentado en años posteriores
a la segunda guerra m undial. A su entender, el im puesto sobre la
renta debería, como siem pre, ir reduciéndose h a sta an u larse cu an ­
do se aplica a las categorías de ingresos m ás reducidos. Y a p a rtir
de ese m om ento debería convertirse en u n a renta, progresivam en­
te m ás elevada a m edida que los haberes van dism inuyendo. Esto
es lo que se conoce como im puesto negativo sobre la ren ta, o sea,
un im puesto mínimo asegurado p ara todos. No hay m uchos eco­
nomistas de izquierda que puedan jactarse de hab er propuesto una
innovación tan im presionante.^
Con todo, la principal contribución de Friedm an a la h isto ria
de la econom ía ha sido la im portancia que h a atrib u id o a la in­
fluencia reguladora de las m edidas m onetarias sobre la econom ía
y, en particular, sobre los precios. Según su teoría, al cabo de unos
meses, los precios siem pre reflejan los cam bios en la o ferta m one­
taria. De m odo que si se la controla —lim itando su increm ento a
las exigencias en lenta expansión del intercam bio, o sea, la T de la
histórica ecuación de F ish er—, los precios p erm anecerán estables.
En u na im presionante dem ostración estadística, Friedm an, en co­
laboración con Anna Jacobson Schw artz, tra tó de p ro b ar que esta
relación se ha m antenido, o al m enos h a parecido m antenerse, d u ­
rante un largo período histórico,^ siendo asim ism o presum ible que
siga m anteniéndose en lo venidero.

3. E l im p u e s to n e g a tiv o s o b r e la r e n ta , de f o rm a m o d ific a d a , fu e c o n s id e ra d o f a v o r a ­
b le m e n te p o r el g o b ie rn o N ixon, a in s ta n c ia s de D a n ie l P a tr ic k M o y n ih a n , u n o d e s u s
p rin c ip a le s p ro m o to re s , lu eg o s e n a d o r p o r N u ev a Y ork, y p o r el e n to n c e s s e n a d o r G eo rg e
M cG overn, q u ie n in tro d u jo u n a v a r ia n te d e e s a in ic ia tiv a e n tr e lo s p r in c ip a le s t e m a s de
su p r o g r a m a p a r a s u c a m p a ñ a p re s id e n c ia l e n 1972; s in e m b a rg o , a d ife re n c ia d e la s
p e n s io n e s p a r a la vejez, d el s u b s id io d e d e s e m p le o y d e l s e g u ro d e s a lu d , d ic h a p r o p u e s ­
ta n o lleg ó a o b te n e r u n ap o y o p o lític o efectiv o y d u r a d e r o .
4. V é a se M ilto n F rie d m a n y A n n a J a c o b s o n S c h w a rtz , A M o n e ta r y H is to r y o f th e
U nited S ta te s, 1867-1960 (P rin c e to n , P rin c e to n U n iv e rsity P re s s , 1963).
298 J O H N K l - . N N M II I .Al H K A I M I

F riedm an no se quedó corto en argum entos p ara apoyar su


tesis. Como en la m ayoría de las relaciones estadísticas, en su de­
m ostración se plan teab an d u d as acerca de qué factores eran en
verdad causas, efectos o ta n sólo coincidencias. Podía suponerse,
por ejemplo, que eran las m odificaciones de los precios o del volu­
men del intercam bio las que ocasionaban cam bios en la oferta mo­
netaria. Tam poco estab a siem pre totalm ente claro el nexo econó­
mico entre la oferta m onetaria y los precios. Pero según sostuvo
Friedm an, había tam bién d istin tas relaciones en la naturaleza, y
en las ciencias naturales, que no dejaban de ser verdaderas por
m ás que careciesen de explicación.
Em pero, la receta de F riedm an presentaba u n a dificultad m ás
grave todavía, a la cual ya nos hem os referido, o sea, que en la
economía m oderna nadie sabe con certeza lo que es el dinero. Lo
son, sin duda, el dinero en efectivo y los depósitos a la vista. Pero
¿qué direm os de los depósitos de ahorro perm anentem ente dispo­
nibles p ara retirar fondos, y de los que pueden convertirse fácil­
m ente en cuentas corrientes? ¿Cómo puede definirse la capacidad
adquisitiva que proporcionan las tarjetas de crédito, o las líneas
de crédito que todavía no h an sido utilizadas? Y adem ás, estos
agregados m onetarios, por m ás arb itraria que sea su designación
como dinero, ¿pueden en verdad ser objeto de regulación?
Resultó que no podían serlo. Friedm an term inó por acu sar a
la Reserva Federal de los E stados Unidos y al Banco de Inglate­
rra de b u rd a incom petencia en sus esfuerzos por conseguirlo. A
lo cual podría habérsele contestado que toda política económica
debe necesariam ente encontrarse dentro de las com petencias de
quienes están encargados de su adm inistración, por m odestas que
ellas sean.
D esvirtuando estas objeciones, y proporcionando apoyo a la in­
cansable y eficaz prom oción de las tesis de Friedm an por su pro­
pio autor, vino a im ponerse, u n a vez m ás, el m arco de referencia,
es decir, el m undo poskeynesiano, en el cual las cuestiones micro-
económ icas estaban sep arad as por com pleto de la adm inistración
m acroeconóm ica. Y de esa form a, el m onetarism o vendría a proU -
ger la ortodoxia microeconómica. Según ésta, no tenía por qué pro
ducírse ningún efecto inflacionario; la com petencia y el m ercado
continuaban rigiendo la econom ía, y no podía tener lugar ninguna
intervención directa p a ra regular los salarios o los precios, o para
influir sobre ellos. Así, el m onetarism o ayudaría tam bién a sosia
: ( ) K 1A m - l.A l-( O N O M I A 299

yar la penosa asitiw tría política de la orientación keynesiana. No


se necesitaría ningún increm ento im positivo ni reducción alguna
del gasto público. Tampoco se requeriría am pliar las funciones del
Estado, sino que toda la política m onetaria podía q u ed ar a cargo
del banco central, y, en Estados Unidos, del Sistem a de la Reserva
Federal, con u n núm ero insignificante de colaboradores.
P ara algunos, la política m onetarista tenía (y sigue teniendo)
otro atractivo, aún mayor, que en form a curiosa y h a sta im perdo­
nable h a pasado inadvertido p ara los econom istas: el de no ser
socialm ente neutral. O bra contra la inflación elevando los tipos de
interés, con lo cual, sucesivam ente, inhibe las operaciones de cré­
dito de los bancos y la resu ltan te creación de depósitos, es decir,
de dinero. Los altos tipos de interés son sum am ente gratos p a ra
las personas e instituciones que disponen de dinero p a ra p restar,
las cuales poseen norm alm ente m ás recursos que quienes carecen
de fondos con ese objeto, o bien, salvo m uchas excepciones, que
quienes tom an dinero prestado. Se tra ta de u n a verdad ta n evi­
dente como im propia. Al favorecer de este m odo a los individuos
e instituciones opulentos, u n a política m onetaria restrictiva viene
a ser todo lo contrario de u n a política fiscal restrictiva, la cual,
al fundarse efectivam ente en un increm ento de las contribuciones
de los particulares y de las em presas, afecta negativam ente a los
ricos.
Los conservadores de los países industriales, principalm ente los
de G ran B retaña y E stados Unidos, apoyan vigorosam ente la polí­
tica m onetarista. Su instinto ha sido en todo m om ento m ucho m ás
certero que el de los econom istas, quienes, como el público en ge­
neral, han dado por supuesta su neutralidad en m ateria social. Los
nutridos aplausos que los conservadores ricos trib u ta n al profesor
Friedm an están m uy lejos de ser inm erecidos.
A m edida que tran scu rrió el decenio de 1970, la inflación si­
guió su curso. Los posibles rem edios, a saber, la elevación de los
im puestos, la reducción del gasto público, la intervención directa
sobre salarios y precios, fueron desechados sucesivam ente. Como
se ha observado una y otra vez, sólo subsistió la política m o n eta­
rista. De m odo que al finalizar la década, tan to la ad m in istració n
ostensiblem ente liberal del presidente Jim m y C árter en E stad o s
Unidos, como el gobierno declaradam ente conservador de M arga-
ret Thatcher en Gran Bretaña, estaban aplicando enérgicas m edidas
de esa naturaleza. La Revolución keynesiana había p asado a mejor
300 J O H N K I ' N N i ; i ll O A U I K A I I ll

vida. En la historia de la econom ía, a la era de John May na id


Keynes le sucedió la era de M ilton Friedm an.
Pero p ara ese entonces el sistem a keynesiano había penetratlo
tanto en la m entalidad económica como en los libros de texto. Y a
raíz de ello, la política m onetaria, en general, no fue bien recibitla
por los econom istas. Por otra parte, sus prim eros resultados, a
fines del decenio de 1970 y principios del de 1980, h abían estado
lejos de constituir un éxito. En esos años, la expansión económica
se detuvo, pero la acción recíproca de precios y salarios prosiguió
im perturbablem ente. Y tam bién los efectos del cártel de la O PE l’
Y la inflación.® Así llegó a incorporarse al léxico de los econom is­
tas otro vocablo singularm ente ingrato: estanflación, p ara denom i­
n ar una econom ía estan cad a en la cual prosiguen las tendencias
inflacionistas.
Finalm ente, la inflación fue ap lastad a. El dinero no está vincu­
lado con los precios a través de la m agia m isteriosa de la ecua­
ción de Fisher ni de la fe de Friedm an, sino de los altos tipos tic*
interés, m ediante los cuales se regulan los préstam os y la creación
de depósitos bancarios (y de o tra índole). A principios del decenio
de 1980, los tipos de interés se elevaron a niveles sin precedentes
en E stados Unidos, h asta tal pu n to que a la inflación de dos dígi­
tos se le contrapusieron tipos de interés de esta m ism a m agnitud.
Estos últim os redujeron la dem anda de nuevos edificios, de auto­
móviles y de otras adquisiciones financiadas con créditos. Y d u ­
rante 1982 y 1983 acarrearon tam bién una b ru sca restricción de
los gastos de inversión de las em presas. Esto, a su vez, produjo
un gran increm ento del paro, que ascendió al 10,7 por ciento de la
fuerza de trabajo a fines de 1982. Se llegó tam bién a la m ás eleva­
da cantidad de quiebras de pequeñas em presas desde el decenio
de 1930,^ y a u n serio deterioro de los precios agrícolas. Además,

5. A m e d id a q u e e s ta p o lítica fue a lc a n z a n d o su p le n a ap licació n en E s ta d o s U nidos \


G ra n B r e ta ñ a d u r a n te lo s p rim e ro s a ñ o s d e l d ec e n io d e 1980, c o n tin u a r o n p roduciéndos»
ta m b ié n g r a n d e s a lte ra c io n e s a le a to r ia s e n la o fe rta d e d in e ro , d e fin id a e n f o rm a s divo»
g e n te s y a r b itr a r ia s . E s to in d u jo a F rie d m a n a c o n d e n a r la c o m p e te n c ia de la a c c ió n n
g u ia d o r a d e s a rr o lla d a p o r lo s b a n c o s c e n tr a le s . M a rx , p o r su p a r te , e n s u s ú ltim o s añoi.
h a b ía re p u d ia d o a los e le m e n to s d e la c la s e t r a b a ja d o r a q u e in tro d u je r o n d e s v ia c io n e s c*n
su d o c trin a , e n s u f a m o s a d e c la ra c ió n : «Si e s to es m a rx ism o , yo y a n o so y m a rx is ta .» l-.n
1983, el p ro fe s o r F rie d m a n crey ó o p o r tu n o m a n if e s ta r a s u vez: «Si la p o lític a q u e ap lif.t
la R e se rv a F e d e ra l es m o n e ta r is ta , e n to n c e s y o n o lo soy.» E s to h izo te m e r la ev e n tu a ll
d a d d e q u e s u s a m ig o s c o n s e rv a d o re s se s in tie r a n a la r m a d o s p o r la p o s ib le ín d o le de su--
le c tu ra s .
6. E c o n o m ic R e p o r t o f th e P re sid e n t, op. cit., 1985, p ág . 337. E n 1940, la ta s a dr
q u ie b ra s e m p r e s a r ia le s h a b ía sid o d e 63 p o r c a d a 10.000 e m p r e s a s . E n 1982 a s c e n d ió i
89 p o r 10.000, y e n 1983, a 109,7.
II I . r O K I A m l,A I - Í ' O N O M I A 301

los elevados tipos de interés pro d u jero n u n gran flujo de d ivi­


sas, las cuales reforzaron el valor del dólar, redujeron las ex p o rta­
ciones estadounidenses y favorecieron sobrem anera las im portacio­
nes, especialm ente del Japón. El resultado de todo esto fue el a d ­
venim iento de la peor crisis económ ica desde la G ran Depresión.^
Pero en 1981 y 1982 volvió a declinar notablem ente la ta sa de in ­
flación en E stados Unidos, y ello se repitió en 1983, y a finales
de 1984 el índice de precios al consum o h ab ía llegado a estabili­
zarse. En G ran Bretaña, a su vez, tuvo lugar u n descenso de la
tasa de inflación sim ilar, aunque no ta n abrupto, a raíz de h a b e r­
se aplicado políticas m onetaristas parecidas.
En síntesis, el m onetarism o o, m ás exactam ente, el efecto re s­
trictivo de los altos tipos de interés sobre los gastos de consum o y
sobre las inversiones había dado resultado, como saltaba a la vista,
al producir una severa disminución de la actividad económica, apli­
cando así un remedio no m enos penoso que la enferm edad. El éxito
de esa política en E stados Unidos se debió tam bién a u n a circu n s­
tancia afín, escasam ente p rev ista por la profesión económ ica, a
saber, la excepcional vulnerabilidad de la em presa in d u strial m o­
derna a los efectos com binados de u n a política m onetaria restric­
tiva, de los elevados tipos de interés a través de los que opera y
del consiguiente deterioro de la relación real de intercam bio. Estos
efectos se verían am plificados por la progresiva senilidad de las
em presas, lo cual concedía ventajas adicionales a la com petencia
extranjera.
El hecho de que el paro —inducido por la política m o n etarista
y por los elevados tipos de in terés— red u n d ara en u n a d ism in u ­
ción del poder de negociación de las organizaciones sindicales,
no es en absoluto sorprendente. La econom ía ortodoxa acep tab a
que el desem pleo redujera los salarios; así es cómo desde el p u nto
de vista clásico se llegaba al pleno empleo. La organización sin d i­
cal era sim plem ente un obstáculo que se oponía a ese ajuste, y en

7. L os té r m in o s re cesió n y d e p r e sió n n o tie n e n s ig n ific a d o p re c is o ; a m b o s r e fle ja n el


in s tin to d e p ro p e n s ió n h a c ia el d is fra z s e m á n tic o q u e p r e d o m in a e n e c o n o m ía . D u r a n te el
siglo p a s a d o se h a b la b a , e n c a m b io , d e p á n ic o s y d e crisis. C on el tie m p o e s to s v o c a b lo s
lle g a ro n a p a r e c e r d e m a s ia d o r u d o s , e x c e s iv a m e n te v io le n to s, y p o r ello, a la r m a n te s , d e
m odo q u e a l p r o d u c irs e el d e s c e n so d e la a c tiv id a d e c o n ó m ic a d e s p u é s d e la p r im e ra g u e ­
rra m u n d ia l se u tilizó la p a la b r a m á s tra n q u iliz a d o ra de dep resió n . L uego, d u r a n te el dece­
n io d e 1930, e s ta p a la b r a a s u m ió p o r su p a r te la c o lo ra c ió n o m in o s a d e l d e s a s tr e d e la
ép o ca, y e n 1937, c u a n d o d e c lin ó la re c u p e ra c ió n , se h a b ló , c o m o h e m o s v isto , d e u n a
m o d e s ta recesió n . A h o ra, h a b ie n d o e s ta ú ltim a a d q u ir id o ta m b ié n c o n n o ta c io n e s in c ó m o ­
d a s , la te rm in o lo g ía e m p le a d a es la d e re a ju s te s d e s liz a n te s , re a ju s te s d e c r e c im ie n to o
p e r ío d o s d e p a u s a y esp e ra e n la a c tiv id a d eco n ó m ica .
11 r . I ( U<IA DI- I.A l í C O N O M l A 303

/ación, publicidad, finanzas, personal, relaciones públicas e insti-


lucionales, creación de nuevos productos, estrategias de ad q u isi­
ción, y m uchos otros m ás. Tam bién h a de h ab er u n a división de
liabajo intelectual. Diferentes personas ap o rtan a la firm a diver­
sas cualificaciones en ciencias, ingeniería, diseño, derecho, fin an ­
zas, comercialización y economía. La organización que abarca todas
estas especialidades es la que posee el poder de decisión, poder
tlue ya no es propiedad de los dueños de las em presas. Así es cómo
las conclusiones precursoras de Berle y Means® son hoy u n iv ersal­
mente aceptadas, con la única excepción de los tradicionalistas acé­
rrim os. Y a su vez, las características resu ltan tes de la organiza­
ción tienen u na gran im portancia m icroeconóm ica.
En prim er lugar, se tra ta de la relación entre la au to rid ad den­
tro de la em presa y la m axim ización del beneficio. E videntem ente,
ningún econom ista de la gran tradición clásica p odría lam en tar la
maximización del beneficio ni se opondría a ella. Y nadie podría
atribuir ese afán a otro motivo que un an sia pro fu n d am en te p er­
sonal que cada individuo alienta en beneficio de sí m ism o, y no
gratuitam ente para favorecer a los dem ás. Sin em bargo, se su p o ­
ne que en la sociedad anónim a m oderna los titu lares de la direc­
ción deben procurar que los beneficios sean p a ra otros, es decir,
para los accionistas, que son a la vez anónim os e im potentes. Pero
en la práctica, y en épocas recientes de m anera espectacular, la
maximización del propio beneficio ha sido el objetivo de quienes
poseen el poder de decisión. Son los directivos de la em p resa los
que se adjudican a sí m ism os los sueldos, gratificaciones, p re sta ­
ciones y privilegios, a m anera de paracaíd as dorados en caso de
llegar a ser víctim as de un revés en la lucha por el dom inio de la
firma. El cálculo de esos costes no está som etido a n inguna mini-
mización; por el contrario, viene a increm entarlos la m ás ortodoxa
de las m otivaciones clásicas tendentes a servir los intereses de la
organización.^

8. V éase el c a p ítu lo XV.


9. V éa se « W h y E x e c u tiv e s ’ P ay K eep s R ising», e n F o rtu n e , 1 d e a b r il d e 1985, p á g s .
66-68. E s te a s u n to h a te r m in a d o p o r e n t r a r e n los lib ro s de te x to , a u n q u e c o n e v id e n te
re n u e n c ia p o r p a r te d e s u s a u to r e s . L os p ro fe s o re s S a m u e ls o n y N o r d h a u s , p o r e je m p lo ,
luego d e h a b e r a s e g u ra d o q u e , « e n té r m in o s g e n e ra le s , n o h a b r á n in g ú n c o n flic to e n m a ­
te ria d e o b je tiv o s e n tre la d ire c c ió n de la s e m p r e s a s y lo s a c c io n is ta s » , f o rm u la n la a d v e r ­
te n c ia d e q u e «lo s in ic ia d o s, o se a , lo s m ie m b ro s d e la d ire c c ió n , p u e d e n v o ta r p a r a sí
m ism o s y p a r a s u s a m ig o s o p a r ie n te s , a lto s s a la rio s , g e n e r o s a s c u e n ta s d e g a s to s , g r a t i ­
ficacio n es y s u c u le n ta s ju b ila c io n e s, a c o s ta de los a c c io n ista s» . P a u l A. S a m u e ls o n y W il-
liam D. N o rd h a u s , E c o n o m ic s, 12.^ e d ic ió n (N u e v a Y ork, M c G ra w -H ill, 1985), p á g . 444.
El p ro fe s o r C a m p b e ll M cC onnell, d e s p u é s d e f o rm u la r o b s e rv a c io n e s s im ila r e s s o b r e la
306 J O H N K H N N i n il ( ; A I I I K A U li

eficiencia de las em presas m ás jóvenes, y por tanto m ás flexibles


y adaptables en los aspectos conceptuales y organizativos, de los
nuevos países industriales, como Japón, Corea del Sur, Form osa y
Singapur. Y se h a exam inado tam bién el problem a de la estasis
burocrática en el m undo socialista —en la URSS, China, Polonia,
R um ania y otros p aíses—, así como las diversas form as de afron­
tarla. Pero, una vez m ás, estas cuestiones no han hecho todavía
su aparición en la teoría económ ica convencional de la em presa y
sus motivaciones.

Finalm ente, aunque sea relativam ente m arginal al tem a que nos
ocupa, se plantea la posibilidad de que haya entrado en obsoles­
cencia la relación de m ando, rasgo profundam ente arraigado y ca­
racterística aceptada de la em presa industrial desde la Revolución
industrial y desde el nacim iento de la economía clásica.
E ntre el personal de dirección de la em presa m oderna se d is­
tinguen los jefes y los subordinados, los que m andan y los m an­
dados. Pero ocurre tam bién que, a modo de requisito esencial y
virtud reconocida en el seno de la organización, se recurre a la
negociación como medio de atem perar el autoritarism o. Es entera­
mente normal, por ejemplo, que un técnico, un diseñador o un ven­
dedor resulten m ás im portantes p ara la em presa que la persona
que los supervisa. En estos casos, la autoridad no da instruccio­
nes, sino que debe recurrir al estím ulo y a la persuasión, y no
tiene m ás rem edio que aprender. De esta form a, la relación je rá r­
quica es sustituida por la cooperación. Luego, progresivamente, esta
relación va extendiéndose al taller, donde el trab ajad o r constituye
un factor genuino de verificación de la calidad, de la productivi­
dad y de la regulación de operaciones som etidas a una progresiva
autom atización técnica. Nuevas publicaciones al respecto, algunas
de ellas estudiando en especial la experiencia japonesa, argum en­
tan que la tradición y la autogratificación del gerente o del patrón
preservan u na relación que, de hecho, ha perdido totalm ente su
valor original.*'^
Todo ello viene a asestar un golpe definitivo a la microecono-
m ía ortodoxa. A m edida que la ética y la práctica de la organiza-

14. V éase e n p a r tic u la r S a m u e l B o w le s, D av id M. G o rd o n y T h o m a s E. W e issk o p f,


B e y o n th e W a ste L a n d : A D em o cra tic A lte r n a tiv e to E co n o m ic D ecline ( C a rd e n City, N u ev a
Y ork; A n c h o r P re s s , D o u b le d a y , 1983).
I I I S I O K I A DI-, l.A I X ' O N O M I A 307

ción van abarcando a un núm ero cada vez m ayor de trab ajad o res,
la equivalencia clásica del coste m arginal del salario y del ingreso
m arginal se convierte cada vez m ás en u n a caricatu ra im probable.
E sta equivalencia sólo tenía relevancia inteligible p a ra u n a clase
obrera generalm ente hom ogénea, u n a fuerza de trab ajo que pudie­
ra ser ocupada y despedida a voluntad sin coste p a ra la organiza­
ción. Ahora, el empleo de trab ajad o res y de personal técnico m uy
cualificado en organizaciones y jerarquías com plejas no perm ite en
absoluto un cálculo fácil del coste y del rendim iento m arginales
de los asalariados.

Éste h a sido el destino de la Revolución keynesiana. Como ta n ta s


otras contribuciones a la ciencia económ ica, cum plió su com etido
en su época y luego fue condenada p o r el flujo del tiem po. Los
años h an acarreado la asim etría política y la dinám ica y las m u ta­
ciones microeconómicas de u n m undo sum am ente organizado, que
el keynesiam ism o ya no puede explicar eficazm ente. Todo esto ex­
plica en parte la baja condición a que h a sido reducida la ciencia
económ ica m oderna, por lo m enos a los ojos de la m ayoría. En el
siguiente capítulo nos referirem os a esta situación y a las p ersp ec­
tivas futuras.
XXL EL PRESENTE COMO FUTURO [1]

La historia no term ina con el presente, sino que se proyecta,


en perpetuo cambio, hacia la eternidad. La única diferencia es que
el historiador no la acom paña allí, sino que su viaje, por te n tad o ­
ra que sea la perspectiva, debe finalizar con el presente. A unque
no por entero, pues así como m ucho del p asad o sobrevive en el
presente, tam bién h ab rá m ucho del presente en el futuro, inclui­
dos m uchos elem entos que ahora todavía no hem os llegado a d es­
cubrir y que sólo llegarán a pen etrar plenam ente en la conciencia
general con ayuda del tiem po. Y con respecto a esta circu n stan ­
cia, es decir, qué elem entos del p asado y del presente fo rm arán
parte de la historia futura, el h istoriador económico tiene algo que
decir.
El m ás famoso pronóstico sobre la evolución de la econom ía lo
form uló hace poco m ás de medio siglo John M aynard Keynes, al
observar que «desde los tiem pos m ás prim itivos de los cuales te­
nem os constancia —digam os, desde hace dos mil años an tes de
Jesu cristo — h asta comienzos del siglo XVIII, no tuvo lu g ar nin g u ­
na transform ación verdaderam ente im portante en el nivel de vida
del hom bre com ún, m orador de los centros civilizados de la tierra.
Hubo, desde luego, sus m ás y sus m enos. R achas de peste, h a m ­
bre y guerra, con intervalos de prosperidad. Pero ningún cam bio
radical en el sentido del progreso».^ D espués de alu d ir al g ran
aum ento de la productividad y de los bienes a p a rtir de la Revolu­
ción industrial, y adivinando certeram ente que el progreso técnico
«pronto puede hacer irrupción en la agricultura»,^ Keynes conclu­
ye que «el problem a económico —si lo proyectam os en el fu tu ro —
no es el problema permanente de la raza humana».^ El estudio de
1. J o h n M a y n a rd K eynes, E s s a y s in P ersu a sió n (N u e v a Y ork, H a rc o u rt, B race, 1932),
p á g . 360.
2. K ey n es, op. cit., p á g . 364. A q u í K ey n es tu v o u n m a g n ífic o a c ie rto a l u tiliz a r s u
f a m o s a f ra s e re la tiv a a u n a d e c is ió n d e l p r e s id e n te R o o sev elt.
3. Ib id ., p ág . 366. (L a c u r s iv a es d el p ro p io K e y n e s.)
310 l O I I N K I . N N I I II ( . A l HK AI I II

la economía, en su opinión, se convertiría en un m enester de espe­


cialistas útiles, pero sin m ayor relieve, «como la odontología». Y
añadió: «Si los econom istas consiguieran ganarse la reputación de
gente m odesta y com petente, a la altu ra de los dentistas, sería es­
pléndido.»"*
Al cabo de cincuenta años, la predicción de Keynes está muy
lejos de realizarse. Es cierto que algunas de las influencias econó­
micas anteriorm ente poderosas están dism inuyendo en los países
industriales. Como explicarem os m ás adelante, la producción de
m ercancías es en la actualidad asu n to de m ucha m enor urgencia,
lo mism o que la cuestión de fijar los precios de las m ism as. T am ­
bién, aunque no tanto, h a perdido im portancia la form a en que ha
de distribuirse la ren ta obtenida de u n a producción adecuada y
segura. Pero la economía, como disciplina, tiene un valor de super­
vivencia que no depende de cuán urgentes sean los problem as eco­
nómicos. La influencia de intereses creados en el m undo del cono­
cimiento, y con m ayor am plitud en el de la econom ía m ism a, ha
obrado p ara conservarla en su form a tradicional o clásica, con su
aparente relevancia. Y h an surgido, por otra parte, nuevos proble­
m as, en particular, como ya hem os visto, el de la certidum bre o
incertidum bre con los que se generan el em pleo y los ingresos
correspondientes.
Asimismo, conjuntam ente con las realizaciones de la gran or­
ganización —de la b urocracia— h an ido presentándose sus tenden­
cias social y económ icam ente regresivas. Keynes no llegó a prever
esto. Además, tam poco advirtió, o por lo m enos no destacó, las
aterradoras y crecientes diferencias en m ateria de bienestar entre
los países ricos y pobres. Ni pudo percibir, lo cual es razonable,
las diferencias en eficiencia productiva entre los países industriales
m ás antiguos y las nuevas naciones industrializadas, como Corea
del Sur, Form osa, Hong Kong y, desde luego, Japón; ni h asta qué
punto, como volveremos a com entar luego, estas últim as hicieron
estragos en las in d u strias burocráticas y a veces seniles de sus
anteriores com petidores en el m ercado m undial.
En térm inos m ás generales, Keynes, al prever el futuro de la
economía, no llegó a conjeturar cuán profunda sería la adhesión
de los econom istas tradicionales a los valores y conceptos clási­
cos, ni el grado en que su validez y su im portancia serían defendí-

4. Ib id ., p á g . 373.
insiOKIA m I.A ( . ( O N O M I A 311

das frente a la introm isión de los cam bios sobrevenidos. Su fu er­


za, como hemos observado, proviene del servicio que p restan a los
intereses profesionales y a los intereses creados cuyo poder creía
Keynes inferior al de las ideas. C uando contem plam os el fu tu ro
de la economía, lo prim ero que debem os d estacar es el p ersisten te
triunfo de la teoría clásica.

Lo que m ás ata la econom ía a la tradición clásica o neoclásica es


el com prom iso de los intelectuales con los dogm as establecidos.
Se trata, en verdad, de u n a poderosa restricción. Son pocos los
econom istas que están dispuestos a desechar lo que apren d iero n
d u ran te sus prim eros estudios, y que luego defendieron y elab o ra­
ron en su propia enseñanza, en sus escritos y en su d iscu rso aca­
démico. Todos nos resistim os a ab an d o n ar lo que hem os ap ren d i­
do y enseñado, pues ello equivale a reconocer errores del pasado.
Y tam bién somos reacios a las exigencias m entales que im pone la
adaptación al cambio. Los econom istas están lejos de ser los únicos
que encuentran m olestas y h asta dolorosas las transform aciones.
O tro factor que prom ueve la resistencia a u n a realidad cam ­
biante es, como en épocas p asad as, el an sia de considerar la eco­
nom ía como una ciencia. E n el m undo universitario, en el que se
enseña econom ía, la p au ta de la precisión intelectual la sien tan
las llam adas ((ciencias puras». Los econom istas y otros estudiosos
de las ciencias sociales asp iran , quizá inevitablem ente, a la rep u ­
tación intelectual de los quím icos, físicos, biólogos y m icrobiólo­
gos. Esto exige que la econom ía presente sus proposiciones defini­
tivam ente válidas, como si se tratase de las estru ctu ras de n eu tro ­
nes, protones, átomos y moléculas, que, una vez descubiertas, rigen
p ara siem pre. Tam bién se opina que la m otivación h u m a n a es in ­
m utable en una econom ía de m ercado com petitivo. E stas v erd a­
des fijas y perm anentes perm iten a los econom istas concebir su
disciplina como u na ciencia. La p aradoja de la econom ía es que
es precisam ente el ansia de definirse en estos térm inos la que la
hace envejecer en un m undo cam biante, lo que a la luz de cu al­
quier p au ta científica es deplorable.
O tro factor que contribuye a reten erla en el p asad o y en el
m olde clásico es lo que podríam os llam ar la fuga técnica de la
realidad. El supuesto fundam ental de la econom ía clásica, o sea,
la com petencia pura en el m ercado, que se extiende desde los pre-
312 J O H N K K N N I - I II ( . A l l l RAl l II

cios de los productos h asta la fijación de los costes de los factores


de producción, se p resta adm irablem ente al refinam iento técnico y
m atem ático. Este, a su vez, no es puesto a prueba por su rep re­
sentación del m undo real, sino por su lógica interna y por la com ­
petencia teórica y m atem ática utilizada en el análisis y en la expo­
sición. De este ejercicio intelectual cerrado, que fascina a sus p a r­
ticipantes, están excluidos los intrusos y los críticos, a m enudo
por su propia voluntad, d ad a su falta de calificaciones técnicas. Y
tam bién, lo cual es aú n m ás im portante, queda excluida la reali­
dad de la vida económica, que por desgracia, dado su abigarrado
desorden, no se p resta a la form alización m atem ática.
Otro factor que am arra la econom ía a la ortodoxia clásica, y
que continuará ejerciendo ese papel en el futuro, es, como ya diji­
mos, el gran poder de los intereses económicos. El gran juego dia­
léctico de nuestros tiem pos ya no es, como antaño, y como algu­
nos todavía creen, la pugna entre el capital y el trabajo, sino entre
la em presa económ ica y el Estado. Los trabajadores y sus organi­
zaciones sindicales ya no son los enemigos prim ordiales de la em ­
presa y de quienes dirigen sus operaciones, sino que el verdadero
enemigo —dejando de lado el papel peligrosam ente provechoso de
la producción m ilitar— es el gobierno.
En efecto, es este últim o el que responde a las preocupaciones
de un electorado que desborda en gran m edida el m undo de los
trabajadores, por cuanto agrupa tam bién a ancianos, pobres u rb a ­
nos y rurales, m inorías étnicas, consum idores, agricultores, ecolo­
gistas, partidarios de la intervención en esferas en donde se hacen
sentir las deficiencias de la iniciativa privada, como la vivienda, el
tran sp o rte público y la atención de la salud, y sim patizantes del
fomento oficial de la enseñanza y de los servicios públicos en ge­
neral. A lgunas de las actividades así preconizadas m enoscaban la
autoridad o la autonom ía de la em presa privada, m ientras que
otras la sustituyen m ediante la acción gubernam ental, y todas ellas,
en m ayor o m enor m edida, son a costa de la em presa p riv ad a o
de sus participantes. Así puede definirse el actual conflicto entre
la em presa y el Estado.
P ara la defensa de la em presa privada contra el E stado es de
vital im portancia la preservación del m ercado clásico. Si el m erca­
do, en térm inos generales, funciona óptim am ente, los que tienen
que justificar su actitud son quienes reclam an la intervención o la
regulación del Estado.
m SKIKIA m I.A l'( D N O M I A 313

En la fecha de la en trad a en prensa de este libro hay en el


poder gobiernos declarad am en te con serv ad o res en v ario s de los
principales países industrializados, y ha tenido lugar u n a in ten sa
revitalización de la retórica del m ercado en E stad o s U nidos, con
el presidente Ronald Reagan, y en G ran B retaña, con la p rim era
m inistro M argaret Thatcher. Ello es ta n plausible como predeci­
ble. La retórica de m ercado del conservadurism o actual está a rra i­
gada de m anera firm e y efectiva en los intereses económ icos; la
devoción de estos intereses hacia el m ercado clásico, la in stru c ­
ción que en su nom bre se im parte y su papel am pliam ente d ifu n ­
dido en la opinión pública, sirven perfectam ente a dichos in tere­
ses y revisten una cualidad teológica que se lleva m uy por encim a
de cualquier necesidad de prueba empírica.^
Finalm ente, la economía clásica ha de p erd u rar porque resu el­
ve el problem a del poder en la econom ía y la política. No puede
dudarse de que hoy la gran em presa constituye u n in stru m en to
p ara el ejercicio del poder —desplegado, en m ayor o m enor m e­
dida, sobre sus trabajad o res y sus salarios, sobre los precios apli­
cados a los proveedores y a los consum idores, y por interm edio
de la publicidad, sobre la resp u esta del m ercado de co n su m o —.
Pero m ediante la tradición clásica es factible rodear este ejercicio
del poder con una luz m ás m atizada. El poder se su b o rd in a efi­
cazm ente al m ercado: según se afirm a, es éste el que fija los sala­
rios, los intereses y los precios aplicables a los proveedores y al
consum idor soberano. Al poseer el m ercado esta au to rid ad , ni los
particulares ni la em presa pueden disponer de ella. Y en esa form a,
a las im putaciones de abuso del poder se responde con esta afir­
m ación tan sencilla como de alcance universal: a quien se está
acusando es al m ercado. De nuevo, la p arad o ja del poder en la
tradición clásica consiste en que, aunque todos están de acuerdo
en que de hecho el poder existe, en principio no existe.
Al evaluar el futuro de la economía, nadie p odría sabiam ente
negar los servicios y, por tanto, la durabilidad de la tradición clá­
sica y neoclásica. Sin em bargo, su influencia no es p lenaria ni ha

5. C om o b ie n h a p o d id o a p re c ia rse , lo s in te re se s e co n ó m ico s p ro d u c e n tra d ic io n a lm e n ­


te u n a re a c c ió n eco n ó m ic a c o n s a g ra to r ia , y a s í h a s u c e d id o ta m b ié n e n e s te c a s o . Lo q u e
se lla m a e c o n o m ía b a s a d a en la o f e rta s u rg ió en E s ta d o s U n id o s e s p e c ífic a m e n te p a r a
le g itim a r la re d u c c ió n d e im p u e s to s y la s r e b a ja s e n m a te r ia d e s e g u rid a d s o c ia l q u e d e ­
s e a b a a p lic a r el g o b ie rn o R e ag an . P e ro e s p re c iso d e s ta c a r q u e a p e s a r d e to d o n o h a
c o n s e g u id o p e n e tr a r s ig n ific a tiv a m e n te e n la e n s e ñ a n z a n i e n el p e n s a m ie n to e c o n ó m ic o s
p r e d o m in a n te s . Su p ro p ó s ito r e s u lta b a h a r to e v id e n te : a r b i t r a r u n a a d a p ta c ió n s u p e r f in a ­
m e n te re fin a d a a lo s in te re s e s p e c u n ia rio s .
314 JOHN K H N N IM I (.AIHKAIIII

de serlo en el futuro. La realidad tam bién tiene derecho a ser to­


m ada en cuenta por el pensam iento, y m ediante su presencia per­
sistente y m olesta se hace n o ta r por su relevancia práctica y, en
algunos casos, por su m ism a inconveniencia. Veamos ahora qué
papel desem peña la realidad al hacer irrupción en el conform ism o
neoclásico.

P ara em pezar, u na cuestión poco novedosa: el papel dom inante y


sum am ente visible en la econom ía m oderna de la gran em presa se
m anifiesta por su control, en todos los E stados industriales m ás
avanzados, de u na gran p arte de toda la producción. Como se ha
observado con frecuencia, aproxim adam ente dos tercios de la pro­
ducción industrial de E stad o s Unidos proviene de las mil m ayores
firm as industriales.
La com petencia entre esas firm as y sus pares de u ltram ar es
continua. Pero al fijar su s precios ponen sum o cuidado en prever
la reacción que pueden provocar en sus rivales. El resultado de
esta preocupación, y de m odo sim ilar los precios negociados con
los proveedores y con las organizaciones sindicales de trab ajad o ­
res, no g u ard an ninguna relación teórica con lo que sucede en el
m ercado com petitivo. Esto no lo niega la teoría clásica, sino que
lo acepta como rasgo básico característico del oligopolio. Lo que
se destaca es que la gran firm a dom inante y sus satélites —como
por ejemplo G eneral M otors, G eneral Electric, General Dynamics,
General M ills— rep resen tan casos especiales, y por tan to quedan
al m argen de la corriente principal del debate teórico clásico.^
A m edida que la realidad irru m p a en la ortodoxia neoclásica,
la econom ía se ocupará de form a creciente de la dinám ica externa
y tam bién de la interna de la gran com pañía: externam ente, en
cuanto influencia o regula sus relaciones de precios y de m erca­
dos, a la vez que orienta y m odela las reacciones de sus consum i­
dores, sin excluir las actitudes y m edidas que adopta el Estado;
internam ente, en cuanto organiza la experiencia y la capacidad in­
telectual de sus trabajadores.

6. «A p e s a r d e la s d u d a s q u e ta n to S c h u m p e te r com o G a lb ra ith h a n tr a ta d o d e in tro ­


d u c ir e n la s m e n te s d e s u s c o le g a s , lo s e c o n o m is ta s, p re s c in d ie n d o d e o tro s te m a s e n los
c u a le s p u e d a n d ife rir e n tr e sí, sig u e n in c lin a d o s a c o n s id e ra r la s o c ie d a d a n ó n im a g ig a n te
(m e g a c o r p ) y s u c o r re s p o n d ie n te e s t r u c t u r a de m e rc a d o o lig o p o lista c o m o u n a d e sv ia c ió n
d e l id e a l d e u n a m u ltitu d d e e m p r e s a s c o m p itie n d o e n m e rc a d o s a to m iz a d o s .» A lfred S.
E ic h n e r, T o w a r d a N e w E c o n o m i c s (A rm o n k , N u e v a Y ork, M . E . S h a rp e , 1985), p á g . 23.
insiO K IA DI I A I (O N O M IA ,)1S

La organización es una de las grandes realidades de la vida


contem poránea. De ella provienen las principales proezas de la in­
d u stria m oderna y del Estado, en tareas que su p eran en m ucho
las posibilidades tanto físicas como intelectuales del individuo. Lo
hace com binando cualificaciones intelectuales diversam ente espe­
cializadas, para alcanzar resultados superiores a los que de otro
m odo serían posibles. Y como en cad a decisión influyen m u ch as y
m uy d istin tas consideraciones científicas, técnicas y em píricas, la
organización concentra en su seno el crucial poder de decisión. La
fu tu ra teoría de la em presa, p ara que sea pertinente, deberá cons­
titu ir ante todo una teoría de la estru ctu ra y de la organización
burocráticas. La teoría clásica de la em presa sólo p o d rá sobrevivir
si guarda relación con el sector m enor de la econom ía, el de la
pequeña em presa. El em presario a título individual, el héroe de
los econom istas, seguirá siendo celebrado, pero sólo en la m edida
en que opere en un sector secundario de u n a econom ía que está
dom inada por las grandes sociedades anónim as.

A m edida que el papel de la gran organización está siendo progre­


sivam ente apreciado en la vida económica, va en cam ino de en ten ­
derse la naturaleza de otro curioso fenóm eno m oderno de a d a p ta ­
ción a la realidad. En las universidades y en los colegios univer­
sitarios estadounidenses, y tam bién en los de otros países, la eco­
nom ía en sus diversas especialidades es u n tem a de estudio que
goza de popularidad entre los alum nos. Pero ya no se la considera
im prescindible para hacer carrera en la vida económ ica. P ara eso,
los estudiantes cursan adm inistración de em presas.^ En las facul­
tades de estudios em presariales, ta n to entre los estu d ian tes como
entre los docentes, la em presa se concibe tal como es en la reali­
dad. En ese ám bito, todo se encara bajo el concepto de la organi­
zación, es decir, de la burocracia. En efecto, la en señ an za de la
adm inistración de em presas tiene por objeto la supervivencia, la
promoción y la solución de los problem as. El estudiante ve plasm a­
do su futuro dentro de la estru ctu ra de la organización.

7. O b ie n , c a d a vez e n m a y o r n ú m e ro . D erech o , d is c ip lin a d e la q u e p ro v ie n e el c o n o ­


c im ie n to n e c e s a rio p a r a e n te n d e r la s fu s io n e s , a d q u is ic io n e s y a c tiv id a d e s e n m a te r ia de
a c c ió n e m p r e s a r ia l so b re el p a p e l, m e n c io n a d a s e n el c a p ítu lo X X .
316 JOHN k i :n n i ; i II ( í a i . i i k a i n i

No ha de suponerse que estas cuestiones pasen inadvertidas, pues


ha surgido en n u estro s días u n a joven generación de economistas®
que están poniendo en tela de juicio los dogm as del sistem a neo­
clásico y que están exhortando a que se introduzcan en el mism o
toda una serie de enm iendas y de m odificaciones im portantes: re­
form a de la burocracia y anim ación de los m étodos directivos hoy
estáticos de las em presas; participación de los trabajadores en la
dirección y en la propiedad de las firm as; un papel activo del E s­
tado en m ateria de inversiones, especialm ente en lo que se refiere
a la innovación tecnológica; un program a social m ás concreto; un
m ayor fom ento de la educación y el desarrollo de los recursos h u ­
m anos, y m uchas o tras iniciativas.
N ada de todo esto ha cristalizado todavía en un sistem a, pero
se tra ta de una corriente de pensam iento que, como ciertam ente
uno espera, será p arte m uy considerable del futuro.

Por su parte, los tem as clásicos de los libros de texto su frirán el


im pacto de un golpe m ás b anal d u ran te los próxim os años, que
ya puede pronosticarse, pero que aún no se quiere ver. El golpe
estará dirigido contra la preocupación tradicional de la econom ía
por el valor y la distribución, que es como se determ inan los p re­
cios de bienes y servicios, y por la m anera en que se distribuyen
los beneficios resultantes. Los determ inantes de los precios de los
distintos productos, a diferencia de los movim ientos de precios en
general —es decir, de la inflación, o m ás im probablem ente, de la
deflación—, ya h an dism inuido enorm em ente en interés y en im ­
portancia. En el futuro, el econom ista que se ocupe con dem asiada
exclusividad de lo que se llam aba antiguam ente la teoría de los
precios perderá prestigio a los ojos del público y no ten d rá un es­
tatu to superior al del den tista de Keynes.
El hecho decisivo en este m arco de referencia es, sim plem ente,
que en un país rico los precios individuales no revisten gran im ­
portancia social. En la sociedad pobre de antaño, el coste alim en­
tario, de indum entaria, de com bustible y de la vivienda m edía en

8. E n tr e ello s, p o r ejem p lo , S a m u e l B o w le s y H e rb e rt G in tis, d e la U n iv e rsid a d de


M a s s a c h u s e tts ; B a rry B lu e s to n e y B e n n e tt H a rris o n , del C olegio d e B o sto n y d e l I n s titu to
T ecn o ló g ico d e M a s s a c h u s e tts (M IT ), re s p e c tiv a m e n te , y S te p h e n M a rg lin , de la U n iv e rsi­
d a d d e H a r v a r d . T a m b ié n d e b e m e n c io n a rs e , j u n to co n m u c h o s o tro s , a u n a u to r m a r g i­
n a lm e n te m á s o rto d o x o , p ero d ilig e n te y prolífico, com o L e ste r T h u ro w , ta m b ié n d e l M IT.
m SIOKIA 1) 1. I.A l U O N O M I A 317

térm inos muy elocuentes las penas y los goces de la vida. Un p re ­


cio alto aplicado a cualquier m ercancía necesaria —y h ab ía pocas
que no lo fu eran — im ponía la privación de ese artículo o, si no,
de algún otro no m enos necesitado. A raíz de ello, la econom ía
otorgaba gran atención a la fijación de los precios; en efecto, se
tra ta b a de un tem a que revestía gran significación p a ra el indivi­
duo y para la sociedad. Por ello, debía dedicarse evidentem ente
ráp id a atención a cualquier ineficiencia o incom petencia rem ed ia­
ble en la producción de los bienes, o a cualquier influencia mono-
pólica en la determ inación de los precios.
Los tiem pos h an cam biado. El nivel de vida m oderno en los
países industriales, con la única excepción de los colectivos de in­
gresos m ás bajos, abarca u n a vasta gam a de p roductos y servi­
cios, incluidos artículos de considerable y h a sta de extrem a fri­
volidad e insignificancia. Sólo el precio de la vivienda co n tin ú a
siendo motivo de considerable preocupación y angustia p ara el con­
sum idor, especialm ente en E stados Unidos. La o ferta insuficien­
te de viviendas a u n coste m oderado puede considerarse como el
principal fracaso del capitalism o m oderno.
En gran m edida, las necesidades son ah o ra m odeladas por la
publicidad que efectúan las firm as productoras y las em presas que
sum inistran los bienes y servicios. El m ero hecho de que ello re­
sulte posible revela la escasa im portancia de cad a producto indivi­
dual. En estas condiciones, cuando el precio de un artículo en p a r­
ticular es evidentem ente elevado, pueden p resentarse quejas o su s­
citarse indignación, pero no se corre peligro de padecer p en u rias o
sufrim ientos como en el pasado. En consecuencia, m ien tras que
en los libros de texto el proceso de fijación de los precios sigue
constituyendo un tem a central, ni siquiera el m ás inteligente de­
fensor futuro de la ortodoxia clásica podría revestirlo de la im por­
tancia que en un tiem po tuvo.
O tra consecuencia de esta situación es que la cuestión del m o­
nopolio en sus diversas form as, y de los m étodos destinados a res­
tringirlo, irá perdiendo im portancia ante la opinión pública. En E s­
tados Unidos las leyes an titru st term in arán p o r caer en desuso,
como ya está ocurriendo bajo el régim en del señor Reagan.

Suficiente con los precios. En cuanto a la distribución de los be­


neficios, el tiem po y el creciente b ien estar se en carg arán de ir di­
318 J O H N K I 'N N i n i l r.Al.HKAIIM

sipando tam bién toda preocupación al respecto. Es otro fenómeno


que puede darse por supuesto porque ya está sucediendo. En los
países industriales la m ayoría de la gente, mientras tiene empleo,
no alienta una preocupación prim ordial por su nivel de renta. Es
cierto que procuran aum entarlo, a m enudo con viva diligencia, pero
la insuficiencia de su ren ta no es lo que m ás im porta dentro del
vasto panoram a de la vida laboral. Su principal preocupación es
el peligro de perder su s ingresos, ya sea parcial o totalm ente, es
decir, de quedarse sin trabajo, con la consiguiente pérdida de la
totalidad o poco m enos de sus medios de vida. Éste es el tem or
que aflige a la m ayoría de las personas en casi todos los niveles
sociales, desde las naves industriales h asta las oficinas adm inis­
trativas y los despachos de la dirección. Por tanto, los factores
que afectan a la seguridad del empleo revisten en la actualidad
una im portancia m ucho m ayor que la atribuida a los determ inan­
tes de la rem uneración. Y así como está ocurriendo en el presente,
ocurrirá tam bién en el futuro.
D urante la grave recesión de los prim eros años del decenio de
1980 en E stados Unidos y en otros países industriales, la produc­
ción de bienes y servicios declinó en grandes proporciones. No obs­
tante, no llegó a considerarse que nadie pudiera sufrir a conse­
cuencia de lo que dejaba de producirse, con la posible excepción,
una vez m ás, de la vivienda. E sta clase de privación no fue m en­
cionada en absoluto, sino que todos los padecim ientos fueron iden­
tificados con la interrupción del flujo de los ingresos, es decir, con
el desem pleo o con la pérdida del trabajo. Es algo dem ostrable
que esta preocupación, y no los precios ni la distribución desigual
de los ingresos, constituye el m ayor factor de angustia en la socie­
dad contem poránea. En la economía industrial m oderna la produc­
ción es im portante, no por los bienes que produce, sino por el em ­
pleo y por los ingresos que proporciona.
XXII. EL PRESENTE COMO FUTURO [2]

Es evidente que los países industriales m ás antiguos en señ a­


ron su propia econom ía a los nuevos, sin om itir, y eso tam bién
queda claro, lo que m ás podía convenirles en m ateria de com ercio
internacional. E sta es la clase de lecciones que a lo largo de los
años fue dictando G ran B retaña a A lem ania y a E stados Unidos
en favor del m ercado clásico y del libre comercio, y posterio rm en ­
te la instrucción m enos específica sobre el m étodo histórico que
Alem ania im partió luego a toda u n a generación de estudiosos n o r­
team ericanos, a fin de siglo, al igual que la enseñanza económ ica
vastam ente generalizada en E stados Unidos en épocas recientes.
Pero en la etapa siguiente el Japón, h a sta hace poco consum idor
de las ideas económicas estadounidenses, se convirtió en u n a fuen­
te de sabiduría para otros países aú n m ás nuevos en el escenario
industrial, y este saber, asim ism o, originó pronto un reflujo que
se volcó a su vez sobre E stados Unidos y E uropa.
Y otra vez m ás el futuro puede ya percibirse en el presente. El
m undo industrial —y Estados Unidos en grado no m enor que otros
p aíses— tiene una creciente preocupación por las ideas económ i­
cas, y especialm ente la form a en que Japón las pone en práctica,
haciendo de este país y de su v id a económ ica u n a im p o rtan te
m ateria de estudio.
Las ideas centrales del pensam iento económico jap o n és provie­
nen en gran parte de la tradición estadounidense y b ritánica, pero
con u n com ponente m arxista m ás considerable de lo que se consi­
deraría decoroso en los países de h ab la inglesa. Se h a observado
a m enudo que m uchos japoneses, actualm ente en posiciones di­
rectivas dentro de las em presas y en altos cargos oficiales, fueron
m arxistas en su juventud. Esto no quiere decir que vaya a resu l­
ta r probable una revolución, pero indudablem ente la influencia del
m arxism o tiene un a consecuencia im portante en el sentido de que
el pensam iento económico y político japonés se ve aliviado de la
320 l O l I N Kl N N l I II ( . A l I I KAI I II

noción de dicotom ía social, y h asta de conflicto, entre la economía


del m ercado y el Estado, conflicto teórico que ejerce un peso con­
siderable sobre el pensam iento convencional de los econom istas
norteam ericanos y británicos. En Japón, el E stado es efectivam en­
te, como M arx lo había afirm ado en otro contexto, el com ité ejecu­
tivo de la clase capitalista. Esto se considera allí norm al y n a tu ­
ral. Lo cual da lugar a una cooperación plenam ente aceptada entre
el m undo de los negocios y el gobierno en m ateria, por ejemplo,
de inversiones públicas, planificación y apoyo a las innovaciones
técnicas, cosa inconcebible, cuando no llega a considerarse su b ­
versiva, en la tradición estadounidense y británica.
Se recibirán al respecto o tras lecciones m ás, y ellas seguirán
viniendo del Japón. Las actitudes económ icas japonesas im plican
una visión clara de las inversiones en capital hum ano, es decir, en
la educación entendida en sentido am plio. De ahí proviene la ele­
vada com petencia de la fuerza de trab ajo japonesa, y ello explica
sus vastas disponibilidades de talentos p ara la ingeniería y la a d ­
m inistración.
Tam bién h a contribuido poderosam ente al éxito de Jap ó n la
abstención de invertir, de m anera relativam ente estéril e im pro­
ductiva, en operaciones y en artefactos m ilitares. La utilización de
u na generosa corriente de ahorros de la población p ara la consti­
tución dq capitales civiles, a diferencia de usos militares, y la abun­
dancia de talentos en m ateria de ingeniería, ciencias y ad m in istra­
ción de em presas para la in d u stria civil, explican en gran m edida
del éxito industrial del Japón, como tam bién el de Alem ania des­
pués de la segunda guerra m undial. Como ya hem os visto, el pen­
sam iento, la orientación y el desarrollo económico de E stados Uni­
dos recibieron una decisiva influencia de la guerra, y lo m ism o le
sucedió al Japón. Entre 1941 y 1945 este país descubrió que la
agresión m ilitar no es el cam ino que conduce a la grandeza nacio­
nal, y por eso se dedica ahora, en cam bio, a realizar proezas en el
ám bito industrial.
O tra influencia que ha de ejercer Japón consistirá en una mejor
com prensión de la dinám ica y de las motivaciones de la gran so­
ciedad anónim a m oderna. E stas organizaciones, como es hoy evi­
dente, funcionan allí con m ayor eficacia que en los países in d u s­
triales del m undo occidental. E ntre los elementos de im portancia
p ara el éxito del modelo japonés se cuentan sin duda la ad ap ta­
ción, m ás flexible a las transform aciones, un reconocim iento posi­
II I S ' I ( )1< I A 1)1 I A l <( I N O M I A 321

blem ente m ás perspicaz de los talentos, y desde luego un sentido


de pertenencia a la em presa que com parten h a sta los trab ajad o res
de los talleres: y, sin duda, esta últim a cualidad es la m ás im por­
tan te de todas. Hemos visto que, según la concepción clásica, se
procedía a incorporar en la em presa a un trab a jad o r cuando su
contribución m arginal era superior a su costo. En cam bio, el tr a ­
bajador japonés es incorporado como p arte integrante con carác­
ter vitalicio. No es sorprendente que este m étodo induzca a u n a
lealtad que en la tradición occidental sería poco probable y h a sta
poco posible.
Los econom istas japoneses de la p resente generación, Hirofu-
mi Uzawa, de la U niversidad de Tokio, considerado como el p rin ­
cipal econom ista japonés; Shigeto Tsuru, form ado en H arvard, am ­
pliam ente conocido y adm irado en E stados Unidos (y que en su
juventud fue uno de los principales estudiosos m arx istas); Ryuta-
ro Komiya, tam bién form ado en Estados Unidos, e igualm ente p ro ­
fesor de la Universidad de Tokio, y K azushi O hkaw a, d iseñ ad o r
de la contabilidad de la ren ta y del producto nacional de Japón,
conjuntam ente con otros colegas y sucesores en los años venide­
ros, irán ganándose un reconocim iento cada día m ayor en todo el
m undo. Y a diferencia de sus homólogos norteam ericanos o b ritá ­
nicos, podrán contar con el apoyo de u n a econom ía que funciona
satisfactoriam ente. Como lo reveló la experiencia de E stad o s Uni­
dos d u ran te los decenios de prosperidad que siguieron a la segun­
da guerra m undial, nad a hay que m ás pueda co n tribuir a realzar
la reputación y la propia estim ación de los econom istas.

El surgim iento y el éxito del capitalism o japonés, lo m ism o que el


de las dem ás naciones conocidas bajo el nom bre de «nuevos p aí­
ses industrializados», h ab rán de su scitar u n a m ayor atención re s­
pecto de las circunstancias de la com petencia internacional. Las
organizaciones comerciales m ás antiguas, m ás rígidas y m ás có­
m odam ente instaladas, como las de Estados Unidos y de G ran Bre­
taña, están am enazadas, y seguirán estándolo en lo sucesivo, por
las em presas m ás jóvenes, m ás ad ap tab les y m enos escleróticas
del Japón, como así tam bién de Corea, Singapur, B rasil y, p o ten ­
cialm ente, de la India.
Hay diversos recursos p a ra su straerse a la disciplina del m er­
cado, incluida la que im ponen los com petidores m ás jóvenes, m ás
322 J O H N K I . N N I r i l C A I HUAI I II

flexibles y m ás agresivos. En prim er lugar, el retorno al proteccio­


nism o arancelario. E n fren tad as con la com petencia extranjera, las
grandes sociedades anónim as industriales reclam an la im p lan ta­
ción de aranceles y de cuotas de im portación que las preserven de
la influencia ejercida por la presión del mercado. Después de haber
rendido un hom enaje ritual al m ercado libre, exhortan a in tro d u ­
cir una fundada excepción. H abiendo ya tenido lugar durante estos
años una reanim ación de las tendencias y de la legislación protec­
cionista, sólo puede preverse en el futuro u n a intensificación de
esta corriente. A ntaño, las b arreras aduaneras protegían a las in­
dustrias incipientes; ahora, en cam bio, se levantan p ara am p arar
a las viejas y presu n tam en te seniles.
Un segundo recurso probado p ara afrontar la com petencia es
sencillam ente su adquisición. É ste es el propósito de las m u ltin a­
cionales. D urante m ucho tiem po se ha creído que estas em presas
eran un instrum ento de agresión, y aun de im perialism os, en el
escenario m undial. En realidad, m ucho m ás im portante es su mi­
sión protectora, su profundam ente im portante servicio como vía
de escape de las restricciones del mercado.
La evasión de la disciplina del m ercado se pone gradualm ente
más de relieve en la tercera categoría de recursos aludidos, a saber,
la que consiste, por p arte de las em presas m ás antiguas, b u ro crá­
ticas e intelectualm ente m ás rígidas, en adjudicar a firm as de los
nuevos países industriales las actividades que ya no pueden d esa­
rrollarse com petitivam ente en los países de añeja industrialización.
Así ocurre, por ejemplo, en el caso de los num erosos convenios
concertados en nuestros días entre las com pañías norteam ericanas
de autom óviles, de ordenadores y otros productos electrónicos, y
sus hom ólogas japonesas, m ediante los cuales estas últim as se en­
cargan de efectuar en Japón procesos industriales costosos y com­
plicados, cuya producción se im porta a Estados Unidos a un coste
m enor que el aplicable si la fabricación se realizara en este país.
Por últim o, otro recurso del cual pueden valerse las em presas
privadas envejecidas e ineficaces es reclam ar la intervención di­
recta del Estado. Esto, en la práctica, significa m ucho m ás que
buscar protección co n tra la com petencia extranjera. En E stad o s
Unidos, m ientras se redactan estas líneas, el gobierno Reagan viene
deponiendo u na y o tra vez su retórica de m ercado libre p ara acu­
dir en auxilio de bancos en quiebra y de los exportadores necesi­
tados, y sobre todo, a un coste sin precedentes, p ara proteger a
H I S I O K I A 1)1 I.A I I O N O M I A 323

los agricultores contra el m ercado libre. Una vez m ás, luego de


hab er pronunciado el discurso de práctica en hom enaje a las eter­
nas verdades de la libre em presa, se esgrim en las razones p ara
proceder a una excepción particular. El socialismo en nuestros días
no es un producto de la acción de los socialistas; en realidad, el
socialism o m oderno es el hijo fracasado del capitalism o. Y seguirá
siéndolo en los años venideros.

Hay otros tres elem entos que en la econom ía ejercen su influencia


en el presente y que en el futuro se b atirán contra la tradición
neoclásica para lograr su pleno reconocimiento. La prim era de esas
novedades es la gradual inoperancia y fu tu ra desaparición de la
distinción entre m icroeconom ía y m acroeconom ía. E sta distinción,
que, como se recordará, fue legado de Keynes, depositaba en el
E stado y en el banco central la responsabilidad del funcionam ien­
to general de la econom ía, a la vez que dejaba librado el papel
tradicional del m ercado clásico a los d istintos sectores de la acti­
vidad económica. La inflación y el paro debían ser objeto de la
atención de la m acroeconom ía; u n a vez que ésta los tu v iera regu­
lados, en caso de ser ello posible, el com portam iento microeconó-
mico del m ercado podía confiarse por entero a los epígonos de la
ortodoxia clásica.
En épocas recientes, la distinción entre m icroeconom ía y m a­
croeconom ía ha sido objeto de críticas por m iem bros de u n con­
ju n to de econom istas im pecablem ente situ ad o s dentro de la tra d i­
ción clásica, quienes h an sostenido que cuando se tiene conoci­
miento de las medidas macroeconómicas que pueden adoptarse —a
saber, modificaciones de los tipos im positivos del gasto público,
de la política del banco cen tral— su aplicación será prevista, y en
consecuencia sus efectos serán nulos. E n esta form a, las expecta­
tivas racionales m icroeconóm icas de los cam bios m acroeconóm i-
cos fru stran totalm ente la política m acroeconóm ica. E sta posición
—designada con el nom bre de escuela de las expectativas racio n a­
les— tiene ciertos ribetes de m isticism o, lo cual lim ita su acep ta­
ción inclusive entre quienes m antienen, por otros conceptos, su ad­
hesión a la ortodoxia clásica. No por ello deja de rep resen tar un
in teresante deterioro de la dicotom ía m icro-m acroeconóm ica.
La dinám ica de precios y salarios como facto r d eterm in an te
tan to de la inflación como del paro co ntribuirá a ir d isipando to­
324 JOHN k i :n n i ; i ii <;ai u i M m i

davía m ás la distinción entre micro y macroeconomía. Los precios


y salarios, al ser establecidos por la interacción entre los poderes
de los sindicatos de trab ajad o res y de las sociedades anónim as,
han sido en el pasado u n a fuente de inflación. Pero esto nunca ha
sido aceptado po r la teoría clásica m icroeconóm ica del m ercado,
en virtud de la cual los precios y los salarios se determ inan inde­
pendientem ente del poder de los com pradores y vendedores de tra ­
bajo. Lo que es evidente en la práctica es una vez m ás negado por
lo m enos parcialm ente en principio. En épocas recientes, como ya
se ha dicho, los países de h abla inglesa, m ucho m ás devotos de la
m icroeconom ía clásica que A ustria, Suiza, Alem ania y Japón, han
hecho frente con m ucho m enor eficacia a la inflación de precios y
salarios. Ello se debe a que su persuasión teórica les ha im pedido
intervenir m ediante una regulación de precios y salarios —en otros
térm inos, u na política de ren tas y de precios— contra u n a fuente
de inflación que en la teoría microeconómica aceptada sencillam en­
te no existe. En cam bio, los países europeos continentales y Japón
han aceptado que las negociaciones salariales deben efectuarse den­
tro del m arco de referencia de los precios existentes. En vez del
paro, el exceso de capacidad productiva; esta lim itación directa­
m ente asociada ha representado, desde el punto de vista social,
su mejor respuesta a la dinám ica de precios y salarios y a la in­
flación consiguiente. Tarde o tem prano los países de habla inglesa
se verán en la necesidad de reconocer esta situación, y con tal re­
conocimiento desaparecerá la distinción entre micro y macroeco­
nomía, que es uno de los errores intelectualm ente sofocantes de la
economía m oderna.
El paro ha sido casi universalm ente considerado h asta n u es­
tros días como un problem a macroeconómico, que podía ocasio­
narse o rem ediarse m ediante el diseño general y la gestión de la
política fiscal y m onetaria. Esto tam bién pasará a la historia; cada
vez m ás, se advertirá que el paro proviene de la gestión no ópti­
m a y de los cam bios de com petitividad de determ inadas in d u s­
trias. En E stados Unidos, por ejemplo, es el caso de las em presas
industriales m ás antiguas, como las de la m inería del carbón, si­
derurgia, m etalurgia, autom ovilística y producción de textiles e in­
dum entaria. Si bien las políticas m acroeconóm icas pueden aliviar
o em peorar el paro, no pueden rem ediarlo d adas las característi­
cas propias de estas industrias.
Así como la inflación requiere un estudio detallado de sus fuen­
H I S T O R I A DE LA E C O N O M I A 325

tes, lo m ism o sucede con el paro. La com partim entalización de la


econom ía en micro y m acroeconom ía esconde la cau sa m ás p ersis­
tente del desempleo en las naciones industriales m ad u ras, a saber,
la decadencia de las in d u strias m ás antiguas. Y tam b ién oculta
las soluciones pertinentes. El desem pleo, tal com o existe en térm i­
nos microeconómicos, puede ser corregido h a sta cierto p u n to m e­
diante el readiestram iento p ara nuevos empleos, la creación de em ­
pleos de servicio público, la im plantación de aranceles proteccio­
nistas, y m edidas d estin ad as a m ejorar las relaciones lab o rales
subóptim as y la m ejor capacitación del personal directivo de las
em presas. En cam bio, no puede rem ediarse recurriendo a u n im ­
puesto general, a gastos públicos ni a políticas m o n etaristas.

O tra de las principales preocupaciones del fu tu ro será la relación


entre la política m onetaria y fiscal nacional y la posición in te rn a ­
cional -del país. Esto tam bién resulta ya evidente en E stad o s Uni­
dos. El gobierno Reagan, reflejando las actitu d es liberales de la
Revolución keynesiana en asu n to s p re su p u e sta rio s, y el recu rso
n ad a sorprendente de beneficiar a su propio electorado, n otoria­
m ente opulento, con reducciones de im puestos, ha contraído y p ro ­
longado u n a serie de déficits sin precedentes en las finanzas públi­
cas. En principio, éstos deberían haber ejercido un im portante efec­
to expansivo y estim ulante. Pero los tipos de interés relativam ente
altos, residuo del experim ento m onetarista, conjuntam ente con la
reputación de E stados Unidos como lugar de seguridad financiera,
atrajeron u n gran flujo de fondos extranjeros. D urante u n tiem po,
éstos sostuvieron un elevado valor del dólar en los m ercados de
cam bio. Sum ado esto al envejecimiento in d u strial ya m encionado,
E stados Unidos se convirtió en un país en donde resu ltab a fácil
vender bienes, y a la inversa, difícil com prarlos. El resu ltad o fue
un gran déficit en la balanza com ercial del m ism o orden de m ag­
nitud que el déficit presupuestario.^
El dinero gastado en el extranjero en bienes y servicios y los
viajes de los residentes estadounidenses, al su p erar en m ucho lo
que los extranjeros g astab an en E stados Unidos, tuvo u n efecto
económico precisam ente opuesto al de u n déficit público expan-

1. D u ra n te el ejercicio de 1986, el d éficit p r e s u p u e s ta r io fu e d e 205 m ile s d e m illo n e s


d e d ó la re s . El c o r re s p o n d ie n te d éficit d e la b a la n z a c o m e rc ia l fu e d e 140 m il m illo n e s de
d ó la re s .
326 J O H N K E N N E T H GA L BRA I T H

sionista. El efecto keynesiano del déficit presupuestario fue an u ­


lado a m ediados de los años ochenta por el efecto negativo del
déficit comercial. Desde luego, es un efecto que volverá a cam biar
en función de los cam bios que experim enten en el futuro las m u ­
tuas relaciones entre esas diversas m agnitudes. E sta circu n stan ­
cia, conjuntam ente con las transferencias de ingresos a otros paí­
ses, necesarias p ara satisfacer la deuda pública (y tam bién p ri­
vada), notablem ente aum entada, ha de representar en lo venidero
un tem a constante de estudio y com entario p ara la disciplina eco­
nómica.

Como estas páginas h an dejado lo b astan te claro, la economía no


existe ap arte de la política, y es de esperar que lo m ism o siga su ­
cediendo en el futuro. La asim etría política de la Revolución key-
nesiana —es decir, la asim etría de las m edidas políticas necesa­
rias p ara rem ediar el paro general, en com paración con las desti­
nadas a con trarrestar u n exceso general de la d em an d a— ha sido
objeto de adecuada observación. La falta de reconocim iento de las
consecuencias prácticas de este fenóm eno ha constituido, y sigue
constituyendo, uno de los m ayores errores de la doctrina económ i­
ca. Otro gran error ha sido la creencia de que la política m oneta­
ria es política y socialm ente neutral —o sea, que los ingresos re­
portados por los altos tipos de interés a quienes p restan dinero
representan o tra cosa que u n a m anifestación racional de los inte­
reses creados de quienes disponen de dinero p ara p re s ta r—. Tam ­
bién ha sido erróneo no hab er reconocido el papel político de la
propia disciplina económ ica en la dialéctica entre la em presa co­
mercial y el Estado. La p ersistente supervivencia de la teoría clá­
sica sólo puede entenderse al com probar que las creencias clási­
cas protegen la autonom ía y los ingresos del sector em presarial, a
la vez que sirven p ara ocultar el poder económico que ejerce como
algo n atu ral la em presa m oderna al declarar que todo poder per­
tenece de hecho al m ercado.
La separación entre la econopiía y la política y las m otivacio­
nes políticas es algo estéril. Es Una p antalla que oculta la realidad
del poder y de las m otivaciones económicas. Y es, por otra parte,
una fuente principal de errores y confusiones en la orientación de
la economía. Ningún libro sobre historia de la economía puede con­
cluir sin expresar la esperanza de que la disciplina vuelva a u n ir­
H I S T O R I A 1)1- l,A l ' C O N O M I A 327

se con la política p ara volver a constituir la disciplina m ás am plia


de la econom ía política.

Así llegamos al final del recorrido. Es de esperar que algunas cosas


hayan quedado claras. Hemos visto que el p asad o no es u n a su n ­
to de interés pasivo. No sólo form a activa y poderosam ente el p re­
sente, sino tam bién el futuro. En lo que se refiere a la econom ía,
la historia es sum am ente funcional. No se debe com prender el pre­
sente ignorando el pasado.
Tam bién es de esp erar que sea m uy claro el que la econom ía
no existe fuera de contexto, ap arte de la vida contem poránea eco­
nóm ica y política que le da form a ni de los intereses im plícitos o
explícitos que la conform an según sus necesidades. Tal com o afir­
m aba Keynes, las ideas económicas guían la política. Pero las ideas
tam bién son hijas de la política y de los intereses a que sirven.
El largo alcance de la historia establece o tra verdad. Se tra ta
del m odo en que los cam bios de la vida económ ica y de las in sti­
tuciones se reflejan en el pensam iento económico. La econom ía no
trata, como a m enudo se cree, de lograr un sistem a definitivo e
inm utable. Es u na acom odación constante y a m enudo renuente
al cam bio. No verla así es u n a fórm ula segura p ara la obsolescen­
cia y el error acum ulativo. De esto tam b ién nos ha contado b a s ­
tan te la historia.
Por últim o, uno desea creer que la econom ía y su h isto ria no
necesitan ser un asunto antipático ni abru m ad o ram en te solem ne.
Aquí hem os observado u n a procesión n ad a ab u rrid a de aconteci­
m ientos y un desfile n ad a pedestre de personalidades y talentos.
E scribir esto ha tenido unos m om entos m uy agradables. Uno es­
pera que el placer haya sido com partido en alguna m edida por el
lector.
330 J O H N K E N N E T H G A E B R A I TH

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* R e la ció n p r e p a r a d a p o r R o s a rio G ó m ez ( I n s t i tu t o d e A n á lis is E c o n ó m ic o , C S IC ).


INDICE

A g ra decim ientos ............................................................................... 9

I. Una visión panorám ica .............................................. 11


II. D espués de A d á n ........................................................... 19
III. El perdurable interm edio ............................................. 31
IV. Los m ercaderes y el E s t a d o ........................................ 43
V. El proyecto francés ...................................................... 59
VI. El nuevo m undo de Adam Sm ith ........................... 71
. VIL Refinamiento, afirm ación y las sem illas de la re­
vuelta ................................................................................. 87
VIII. La gran tradición clásica [1]: Por losalrededores . 103
IX. La gran trad ició n clásica [2]: La co rrien te p rin ­
cipal .................................................................................... 117
X. La gran tradición clásica [3]: La defensa de la fe . 127
• XI. La ofensiva general ...................................................... 141
XII. La peculiar personalidad del dinero ...................... 155
X III. Focos de interés en E stados Unidos: El comercio
y los monopolios; los enriquecidos y los ricos . . 171
XIV. Culm inación y c r í t i c a .................................................... 195
XV. La fuerza prim ordial de la G ran D epresión . . . . 211
XVI. El nacim iento del E stado del b ien estar ................. 229
XVII. John M aynard Keynes ................................................. 241
XVIII. La confirm ación de M arte ......................................... 259
XIX. Pleno m ediodía ............................................................. 275
XX. Crepúsculo y toque de oración ................................ 291
XXL El presente como futuro [ I ] ....................................... 309
XXII. El presente como futuro [II] ..................................... 319

Bibliografía ...................................................................................... 329

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