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DATOS
Este mundo es un chasco. Se cuenta con más riqueza que la que se puede gastar,
con más información que la que se puede recibir, con más tecnología que la que se
puede aplicar, con más belleza que la que se puede gustar, con más libros que los que
se pueden leer, con más amistades que las que se pueden querer, con más certezas que
las que se pueden asegurar; con más que lo se puede desear, es decir, con demasiado
de todo: con más promesas que las que se pueden cumplir, porque, de tanto, el único
resultado es mayor miseria, ignorancia, fealdad, tontería, soledad y duda. Las piezas del
mundo embonan y funcionan con precisión, pero el aparato de la vida sigue
descompuesto. Todo está correcto pero nada es verdad. En el basurero llamado planeta
Tierra, la especie humana hace gala de poblaciones muriéndose de hambre, de
racismos, neonazismos y exclusionismos, incuba alcohólicos, suicidas, neuróticos,
violadores y asesinos esperando en las esquinas, procrea niños morfinómanos, instituye
relaciones interpersonales huecas y familias unidas por la indiferencia, parejas rotas, e
individuos solitarios que se aburren y se deprimen mientras compran, produce ilusiones,
proyectos y utopías de pésima calidad. La gente está desencantada.
Error non corregitur per errorem. La clave de esta ridiculez radica en que las
soluciones están hechas con la misma lógica, con el mismo conocimiento que los
problemas que resuelve; problema y solución son el haz y el envés de la misma realidad
que nos defrauda.
I
REALIDADES: CONOCIMIENTOS: EPISTEMOLOGÍAS
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La epistemología distante de la racionalidad
Esta forma de relación ha logrado mucha aceptación entre los usuarios del
conocimiento, sean científicos o civiles. Las ideas de neutralidad, objetividad y
racionalidad cientificista pertenecen a esta epistemología: es neutral, objetivo, racional y
galardonado aquel que sabe sacarle ganancias a todas las situaciones, que logra todo lo
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que quiere y que nunca se entera que se lo quitó a alguien, ni le importa: para eso es
triunfador.
Sin embargo, al parecer, el mundo no estaba, después de todo, tan inerme: los
objetos no resultaron ser tan pasivos y controlables y predecibles como creyó el gélido
sujeto epistémico distante, porque, a últimas fechas, da la impresión de que la realidad
se vuelve contra sus conocedores, de que el poder que se ejerció sobre los objetos
ahora se revierte contra los sujetos, como si todo el poder que se aplicara a algo, ese
algo lo conservara usándolo más tarde en sentido contrario. Y las cosas se levantan
contra sus dueños: el planeta se convulsiona y se sacude a la raza humana que ya le
estorba, las minorías étnicas se revuelven contra sus colonizadores, los aparatos
burocráticos se tornan inmanejables, las guerras estallan por razones propias que nadie
conoce, todo triunfador descubre su fracaso, las amistades socavan a los amigos, y los
mismos sentimientos, las propias emociones, golpean por la espalda a sus portadores,
uno mismo es víctima de sí mismo.
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controla. El sujeto está rendido. Estos dos casos son dignos, provechosos, y forman
parte del arrebatador drama de la vida. Pero hay casos más excepcionales, en donde no
es el mundo el que llega y toma por asalto, sino donde es la conciencia, el sujeto, uno
mismo, quien deliberadamente se hastía de sí mismo, y decide entregarse al vórtice de
vértigos de las sensaciones sin pensamiento, como son las borracheras, las
drogadicciones, la sexualidad meramente termodinámica, y otros cantos de sirena
igualmente vertiginosos como la caída libre desde el séptimo piso. En ellos, el sujeto
decide ya no ser sujeto, y se borra para volverse automáticamente objeto, de manera
que su vida pasa a formar parte del mundo de las cosas, que se mueven con una lógica
oscura, opaca, hermética, desconocida e incognoscible: ni una piedra ni un borracho
pueden saber lo que está pasando en plena petrificación o borrachera. La gente deposita
su razón en mano de otra cosa que no puede controlar y que se mueve según sus
razones.
Pero además de casos dignos y casos de excepción a los que siquiera ilumina el
aura del drama, la tragedia y la traición, hay otras entregas menos elegantes, sin estilos
y más ordinarias que dan cuenta de esta relación fusionada, que son las que constituyen
más propiamente la reacción histórica a la epistemología de la distancia. En efecto, como
respuesta a una conciencia distanciada, se puede documentar un retorno masivo a las
sectas religiosas, a los horóscopos y demás influencias astrales, a las esoterías de poca
monta, a cofradías de extraños estatutos, y a otros sistemas de la sinrazón a la venta en
cualquier supermercado que no tiene nada que ver con la sobrenaturalidad genuina, con
la magia auténtica, con el pudor del hermetismo inteligente ni con ninguna otra otra
creencia de magnitud superior. Hay en la realidad objetos intensos y dignos, pero hoy en
día los objetos de fusión suelen ser más bien baratos, se segunda mano, pura bisutería,
y los peores suelen ser los más frecuentes; en efecto, la gente le entrega su raciocinio
también a la ciencia, al dinero, a la burocracia, la salud, a la publicidad o la ciencia
diaria; se trata de una fusión muy endeble y desapasionada, algo así como dejarse
arrastrar por un arrebato de aburrimiento, entregarle la vida al tedio, pero, después de
todo, este es el tipo de objetos que produjo la epistemología de la distancia.
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caso, prefiere usar el cenicero bonito que el feo, le habla a sus muertos o cree que su
país es suyo. En estos ejemplos hay una relación nueva entre sujeto y objeto, de
simpatía o antipatía: el sujeto no se aleja del sujeto ni tampoco se pierde en él. La gente
se admira de los rasgos de una cara, de una canción o de una pintura, y siente que la
pintura le dice algo, por lo que pregunta “¿qué quiere decir?”, con lo cual está
asumiendo que los objetos puedan decir algo: si los objetos no pudieran hablar, uno no
preguntaría “cómo se llama”, cosa que se hace a menudo. La gente trata a sus hijos, a
sus geranios, a sus gatitos, al abrigo viejo, a las pinzas y a las sillas como sus
semejantes, como uno de sus iguales, esto es, como sujetos capaces de pensar y de
sentir, de entender, de tener una opinión, intención y voluntad, y por eso dice que el
motor no quiere caminar, que la tapa de la mermelada no se deja abrir, que el puente se
comporta bien en un sismo o que el perrito está triste porque extraña a su dueño.
Ciertamente, las cosas no “quieren decir” nada si no hay quien les pregunte “cómo
se llaman”. Lo que en efecto está sucediendo en esta epistemología es que el sujeto, el
conocedor, dota al objeto de conocimiento, esto es, le imprime, le otorga sus propios
pensamientos y sentimientos, su propio lenguaje y sus propias intenciones, y luego le
permite al objeto que con esos recursos pueda él mismo elaborar su conocimiento en
términos propios, de manera que si el objeto es una piedra, piense y sienta como piedra,
y entonces que se endurezca, que resista y que se rompa cuando ya no aguante, y que
si es persona, piense y sienta como lo hacen las personas, aunque sea un bebé recién
nacido que todavía no abre los ojos pero que ya es tierno, igualito a sus tíos y
encantador. Una vez que se le considera al objeto como capaz de sus propias
cualidades, y que se le permite que se comporte según su parecer, entonces se puede
interactuar con él, como las mamás que le preguntan a sus bebés recién nacidos qué
quieren ser de grandes: la mamá/sujeto asume que el bebé/objeto puede responder, y
éste, sin sorpresa para nadie, responde, a su manera, a saber, llenando a la mamá de su
ternura, de su suavidad espiritual de talco. En efecto, el objeto le responde al sujeto: el
escultor siente la dureza de la piedra. Y si el objeto no es el bebé, sino una pintura,
sucede lo mismo: el pintor, para pintar, tiene que pensar y sentir como pintura, para que
la pintura piense y sienta como pintor; sujeto y objeto constituyen una unidad; el
ingeniero tiene que pensar como puente para que el puente piense como ingeniero, y
sepa comportarse ante un sismo. Esto es magia, y cada vez que intuimos sensiblemente
el peso de una manzana, la textura de una tela, la afabilidad de una persona, significa
que ya hemos sido capaces de introducirnos al interior de los objetos, y que las
cualidades de los objetos se han introducido al interior de nuestro conocimiento, por lo
que estamos realizando dicho acto de magia. Bastante distinto del científico que no sabe
si puede cargar una maleta hasta que no la ponga en la báscula, que no sabe si su
esposa está contenta hasta que le aplique el test de Rorschach.
Mediante esta relación, el sujeto ha dado vida al objeto, lo ha levantado del estado
inánime, y mientras más actúe así con su contexto, con su ambiente, más estará
habitando un mundo animado, donde las cosas, al poseer pensamientos y sentimientos,
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son sujeto de derechos y deberes tanto como uno. Lo que ha hecho el sujeto es
encantar al objeto: ha realizado un encantamiento por virtud del cual las personas y
animales y cosas alrededor se convierten en entidades vitales. Es así como los bosques
de la Edad Media estaban encantados, o sea, tenían sus lógicas propias mediante las
cuales fabricaban unicornios, brujas, hadas, dragones y princesas cautivas; quien se
internara en el bosque debía descifrar la clave de sus pensamientos y sentimientos para
llegar a algún acuerdo con él y que le devolviera a la princesa. Esta es la epistemología
del encantamiento. A un bosque encantado no se le cortan árboles impunemente ni se le
cazan animales sin preguntar, sino sólo bajo su consentimiento y exponiéndole buenas
razones, lo cual es bastante diferente de los bosques modernos y desencantados que
pueden ser arrasados con el mero uso del poder. La epistemología del encantamiento,
de fuente medieval, todavía es utilizada a diario por las gentes, para el regocijo fariseo
de los científicos de la conducta que dan gracias al método experimental por no ser
como ellas. Encantar significa etimológicamente incorporar a algo en el canto, meter
algo dentro del propio ritmo, armonizarlo con uno; esta definición se deriva de los cantos
y recitaciones que se utilizaban en el medioevo para hechizar; todavía los cantantes
modernos hechizan a su público con los mismos medios, y de cualquier manera, alguien
es encantador cuando nos sentimos habitados por sus pensamientos y sus sentimientos,
por sus encantos.
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en el mismo grado en que el objeto forma parte del sujeto, es el sujeto mismo. Nosotros
somos la realidad porque la realidad es nosotros, o dicho más esotéricamente, cada uno
es el cosmos porque el cosmos es cada uno, y entonces la vida se cumple, tiene sentido,
vale la pena, por el solo hecho de saber que uno pertenece a ella, que contribuye a ella,
que uno es ella, lo cual evita de suyo la tentación de estar angustiado o ser un
triunfador.
La coexistencia forzosa
Como puede advertirse a través de los ejemplos, las tres epistemologías coexisten
actualmente y se suceden en forma natural; no obstante, por razones que no viene al
caso mencionar pero que se pueden agrupar bajo el título de modernidad, es la
epistemología de la distancia la que se ha acatado históricamente como la única forma
de conocimiento, de manera que los otros dos conocimientos, el fusionado y el
encantado, apenas aparecen son automáticamente inadvertidos por el pensamiento
colectivo, y automáticamente considerados desde un punto de vista distante. El
pensamiento colectivo moderno se había programado para no percatarse de los otros
conocimientos, para pedir perdón cada vez que nos pasara por el cuerpo alguna emoción
o algún encanto. Sin embargo, las otras dos formas de conocimiento están siendo
reivindicadas actualmente: hay movimientos culturales cuyo planteamiento de fondo es
de esta índole; es una especie de revuelta epistemológica (Cfr. Berman, 1981; Dennet,
1987; LeShan y Margenau, 1982; Peat, 1987; Roszak, 1977). Quienes más impugnan
esta revuelta son los académicos cientificistas, que todavía creen que respetan el
método experimental, sin darse cuenta de lo apasionadamente que lo defienden cuando
alguien pone en tela de juicio sus encantos.
II
PSICOLOGÍA COLECTIVA
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predecir y controlar objetos, principalmente personas, con el fin de ganar dinero y
prestigio, que son las auténticas utilidades que buscan. Sin embargo, hay una clase de
psicología, a no dudar entre otras, a saber, la psicología colectiva, cuya visión de la
realidad descansa sobre postulados encantados, es decir, que ve al mundo como una
entidad psíquica completa capaz de voluntad y afecto, en cuyo interior se mueven las
gentes, las ideas, las cosas, las emociones, esto es, que para la psicología colectiva, su
objeto es un sujeto dotado de razón, por lo que esta forma de la psicología no puede
explicar ni predecir ni controlar, sino que aspira a interpretar y comprender, a entablar
un diálogo con la realidad psico-colectiva. La tesis central de esta psicología es que la
realidad es una construcción colectiva del conocimiento, en virtud de lo cual se aparece
bien a bien como una psicología general. Esta tesis se puede encontrar, si se lee con
atención, en la psicología de Wundt (1912), de Tarde (1901, 1904; ed. 1969), de Simmel
(1910, ed. 1974), de Durkheim (1898), muy notoriamente en la de Mead (1932), en la
de Blondel (1928), en la de Halbwachs (1950), muy sorprendentemente en la de Lewin
(1947), en la de Sherif (1936), en la de Asch (1952), y a últimas fechas en la de
Moscovici (1961), Gergen (1982) o Billig (1987): todos ellos saben que ver el mundo es
animarlo, y asumen que la gente lo hace todos los días.
III
EL MOMENTO DEL ENCANTO Y EL LÍMITE DE LA REALIDAD
Hay, pues, tres epistemologías, tres tipos de conocimiento, de relación entre sujeto
y objeto. Sin embargo, la cultura contemporánea parece recordar sólo dos: la distancia y
la fusión, e importarle sólo una: la distancia. Ciertamente, el pensamiento gélido del
sujeto distante y la incandescente pasión del objeto fusionado son realidades fácilmente
admirables porque tienen como punto de vista a sujeto y objeto, esto es, a instancias
empíricas, de índole espacio-temporal, y en tanto tales, verificables. Todos hemos visto
un objeto, por ejemplo en el espejo, y todos hemos visto un objeto, tal vez una silla.
Pero de las dos reconocibles, la distancia resulta la única respetable por el mero hecho
de que nosotros somos sujetos, y nos gusta el respeto, y además sabemos hablar
mientras que los objetos no, y entonces podemos hacer declaraciones públicas, y ya se
sabe que quien tiene la palabra siempre la usa a su favor, diciendo que la racionalidad es
la única forma del conocimiento, o sea, que el punto de vista propio es el único que vale,
por lo que puede permitirse hasta hablar por los que no hablan, poniéndole a la fusión,
por ejemplo, el nombre de irracionalidad, locura, autismo, etc., mientras que la
irracionalidad no llama por ningún nombre a la distancia, porque los objetos no saben
hablar, sólo sentir. La tercera epistemología, el encantamiento, es culturalmente
inexistente, porque no radica ni en el sujeto ni en el objeto, es decir, no es
empíricamente verificable, de donde se presume que por lo tanto no es real. El
encantamiento, al carecer de sustrato espacio-temporal, al no tener sujeto ni objeto, no
queda dentro de la realidad empírica, por lo que no se le puede describir ni imaginar, no
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se le puede comprobar su existencia; carece de coartada, es inexistente. Ni siquiera es
un tema.
Pero la realidad empírica, por ejemplo el color rojo o la lealtad, que se crean con
conocimiento, proviene forzosamente de un lugar que no es la empírica ni la realidad, de
modo que no puede ser creada ni por la epistemología de la distancia ni la de la fusión,
ya que éstas están limitadas por lo que es empíricamente verificable, están encerradas
en un sujeto y en un objeto completamente delimitado: de un mundo empírico sólo
pueden surgir acontecimientos empíricos: lo único que puede salir de la tabla de colores
es más colores; hágase lo que se haga con todos los números, siempre el resultado será
nada más números, jamás una nube o una cucaracha. Lo que está encerrado en el
espacio y en el tiempo siempre será espacio-temporal. Pero conocimiento nuevo,
realidad nueva, proveniente de fuera de la realidad empírica espacio-temporal, sólo es
posible por el concurso del encantamiento, porque se trata del tipo de conocimiento que
puede llegar a los límites de la realidad aunque no pueda necesariamente salir de ella, y
tocar lo ilimitado, vislumbrar el infinito. Valga la definición de algo indefinible: el infinito
es el lugar de donde viene lo nuevo y a donde va lo que se pierde; el infinito no existe,
pero de ahí saca el conocimiento lo nuevo.
Encantar la realidad implica provocar al infinito para que responda. Los artistas, los
místicos, los poetas y los niños lo hacen por profesión; los enamorados, los
desesperados y los adolescentes lo hacen por urgencia; el resto de los ciudadanos más
ocupados en sus quehaceres también lo hacen, pero lo hacen por momentos. Las
epistemologías de la distancia y de la fusión tienen en efecto aptitudes para tal
provocación, la razón de esta aptitud radica en que las tres epistemologías coexisten,
interactúan y se complementan intermitente e incesantemente formando una especie de
circuito de conocimiento, que sería el conocimiento en su nivel más alto, una especie de
epistemología a la segunda potencia, una especie de conocimiento a la tercera potencia,
una especie de realidad a la cuarta potencia, a la que se le ha denominado “espíritu”,
mundo, reivindicado y tematizado principalmente por la psicología colectiva entre otras,
aunque esto es otra historia (Cfr. Blanco, 1988; Ibáñez, 1990). El espíritu es el juego de
transformaciones entre una epistemología y otra, merced a lo cual se construye la
realidad tal cual la tenemos. En todo caso, el conocimiento encantado ocurre cuando
cualquiera de los otros dos se rompe, cuando son llevados hasta el extremo o hasta el
error o hasta cualquier otro callejón sin salida, cuando dan de sí y muestran que no eran
tan autónomos y autosuficientes como se creía. Cuando el científico se desespera y el
angustiado racionaliza, cuando el poderoso se apoca y el amante toma una decisión, la
lógica de su conocimiento presenta una figura y tiende a cambiar de epistemología, de
relación.
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La demasía de la lógica
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violentar su propia lógica es cualquier cosa menos un acto perezoso y mediocre: los
mediocres sólo piensan a medias y en horas de oficina, sólo sienten a medias y en sus
ratos libres: para ellos pensar es un trabajo y sentir es un descanso, y cuando el
pensamiento y el sentimiento se tornan inseguros, ven el reloj mientras toman su abrigo
y se disculpan para volver a la tranquilidad de pensar pero no mucho, de sentir pero no
tanto. Ciertamente, para salir del marco de una forma de conocimiento es necesario un
acto de disciplina y de voluntad, de proseguir el pensamiento y sentimiento hasta donde
lleguen sin importar adónde vayan y cuánto cueste. Si para reflexionar se requiere
disciplina, también para sufrir se necesita dedicación. Esto es diferente al académico que
cruza sus datos en la computadora esperando la hora de salida, o de la secretaria que se
compunge por el lapso de una telenovela.
La aparición de la verdad
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ser reconocibles. Puesto que no forma parte del sujeto, no puede ser descriptible ni
verificable con los métodos de la distancia, y puesto que no forma parte del objeto, no
puede ser experimentable ni imaginable por los métodos de la fusión. Forma parte del
límite. Se localiza en esa parte de la realidad donde las cosas ya no son mencionables ni
sensibles, ahí donde la realidad está a punto de terminar, en sus bordes, en el límite más
allá del cual todo conocimiento termina, y la realidad desaparece, y empieza lo ilimitado,
lo desconocido, el infinito, que es lo último al respecto que se puede decir y alucinar, y
ya es difícil. Por eso es la última verdad. Entonces, la epistemología del encantamiento
no piensa con sujetos ni con objetos, sino con el límite de la realidad. Por eso, si hay
alguien que pasa por tal encantamiento, no es uno, sino el mundo mismo, la realidad
misma, donde los individuos, las gentes, los conocedores son meramente parte continua,
fluida, homogénea, unida, indiscernible de ese mundo que se piensa a sí mismo, de esa
realidad que se construye.
El crecimiento de la realidad
A esto se refería Baudelaire cuando dijo que había que “llegar al fondo de lo
desconocido para encontrar lo nuevo”, quien de paso lo hizo. Al rozar los bordes de la
realidad, al arañar el infinito, el conocimiento encantado ensancha siempre un poco más
la realidad conocida a expensas de lo desconocido; le arrebata, por así decirlo, territorio
a lo ilimitado, y es por eso que vuelve siempre con algo nuevo, con un conocimiento
antes inexistente y por ende con una realidad crecida: el conocimiento encantado estira
la dimensión espacio-temporal un poco más; al terreno de lo posible le ha brotado un
metro cuadrado. Toda la gente pasa por esos momentos encantados más a menudo de
lo que cree, de lo que la cultura le permite reconocer: cuando alguien está absorto ante
la belleza de una idea o la amabilidad de una cara, en primer lugar se halla desprendido
de sí mismo, y en segundo lugar, no está, en ese momento, contemplando la idea o la
cara, sino otra cosa, a saber, presenciando un orden en el mundo del cual él es una
partícula más, está presenciando la armonía general que en última instancia constituye
la verdad. En efecto, en ese momento, los sentimientos, uno mismo, las cualidades
morales, el clima, la hora del día, la gente alrededor y todo lo demás que está presente,
aparece como formando las relaciones de un solo orden, como la razón de ser clara y
tangible de la vida; el absoluto de carne y hueso. Esto es, aproximadamente, a lo que
Leibniz denominaba una mónada: una mónada es un mundo perfectamente ordenado.
Michel Tournier (1977, p. 29) las describe así:
De todas las pequeñas células cerradas y sin contacto material confabulando juntas
un orden jerarquizado y armonioso, de todo el sistema leibniziano emana una luz fina
y apacible que no es otra cosa que la soberanía de la inteligencia, sin otra fuerza que
la persuasión. La monadología describe una sociedad ideal donde las leyes de la
naturaleza se llamarían tacto, cortesía, afabilidad. Todavía no conozco una filosofía
de encanto más convincente.
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Es un mundo donde el poder no puede operar. En fin, puede advertirse que
quienes están en este trance abren la boca, extravían la mirada, relajan las facciones, y
a veces escurren saliva, o sea, ponen cara de tontos, porque, ciertamente, están fuera
de sí, lo que quiere decir que el sujeto se salió de ese cuerpo y dejó el cerebro
deshabitado. Los sueños son un buen ejemplo de realidad encantada: allí no hay sujeto,
éste está dormido y escurre saliva; no hay objeto tampoco, no hay tiempo ni espacio, no
hay diferencias, sino una realidad por derecho propio en pleno despliegue, donde sujeto
y objeto se han desvanecido en una realidad límite. De los sueños uno regresa más
sabio.
Cuando el que pone cara de tonto se excede, hay que darle una palmadita en la
espalda para que vuelva de su fascinación porque corre el riesgo de quedarse así;
cuando el sueño se excede en sus excesos de por sí, el soñador despierta porque corre
el peligro de quedarse perdido en el sueño: las pesadillas poseen este dispositivo de
seguridad gracias al cual uno despierta justo en el momento en que empezaba lo peor,
por ejemplo, la caída en el vacío, el abismamiento en el absoluto. En efecto, cuando se
toca el límite de la realidad, el conocimiento da un paso atrás, porque sabe que un solo
paso adelante implica trasponer el punto de fuga por donde se escapa todo
conocimiento, el punto donde un milímetro después desaparece toda realidad, ahí donde
comienza el infinito de donde no se regresa: los clásicos genios locos son el prototipo de
quien dio un pasito más. En un dibujo de perspectiva lineal, el punto de fuga es aquel
donde convergen todas las líneas y donde termina todo lo representable, y uno puede
llegar con el lápiz hasta el punto de fuga, pero si se intenta ir tantito más allá, corre el
inminente riesgo de traspasar la hoja y encontrarse de pronto con que ya está fuera del
dibujo, por el otro lado del papel. La realidad y el conocimiento son análogamente este
dibujo. En efecto, hay que regresar del encantamiento porque si no, uno se queda
fugado; ido. Pirado.
El momento del encantamiento puede ser muy frecuente, pero no puede durar
mucho más que un par de instantes, porque, por una parte, carece de anclajes empíricos
con qué asirse, mantenerse, ya que no se puede describir ni imaginar, y por otra parte,
para darse cuenta que en verdad hubo tal, hay que tomar distancia de él y verlo desde
lejos, como recuerdo, y entonces sí describirlo e imaginarlo, saber que fue correcto, de
la misma manera que se hace con los sueños, que sabemos que existen sólo porque
despertamos. Para que un sueño exista, hay que despertar y recordarlo. En conclusión,
la epistemología del encantamiento, para ser verdaderamente conocimiento, requiere de
la epistemología de la distancia, pero ésta, de manera análoga, para asegurarse de que
su conocimiento es conocimiento de algo, de que cuando habla, habla de algo, tiene que
sentir la existencia del objeto, tiene que haberlo experimentado en carne viva, haberse
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pegado y confundido con él, por lo que requiere la epistemología de la fusión; la
motivación para distanciarse sólo puede brotar de la fusión. Cada una de las tres
epistemologías comporta un quién-sabe-qué de las otras dos, a saber, el hecho de haber
sido alguna vez la otra, sin lo cual no puede desarrollarse ella misma. Pero es en estas
alternancias donde el encantamiento se cumple, donde se convierte en realidad de todos
los días.
Un último ejemplo, y más largo, a saber, la relación de uno con su vocación y con
su oficio. Aunque hay gente que se pasa toda la vida sin vocación y sin oficio: son los
que nada más tienen trabajo. La vocación, que etimológicamente significa “llamado”, se
configura mediante una secuela de ideas y experiencias que van creciendo a través de
reiterados discernimientos que se convierten en reiteradas dudas, y como la duda es el
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puente que va de la racionalidad a la emoción, se convierten en reiteradas confusiones,
unas idílicas y otras patéticas, en suma, se va construyendo por la reiterada alternancia
de distanciamientos y fusiones, de ir desarrollando habilidades y discriminaciones,
apegos y prendaciones hacia un objeto, que puede ser el dinero, el prójimo, la sabiduría,
la estética, la técnica, la administración, el poder, etc., hasta que un día, a cuento de
quién sabe qué composición de las circunstancias, todas las aproximaciones previas
aparecen encarnadas en ese objeto concreto y magnífico, y uno decide, en un instante,
qué es lo que va a hacer por el resto de sus días: ser rico o poderoso, o ser astrónomo,
o escritor, o psicólogo, o padre abnegado o esposo amantísimo, o aventurero, o
administrador de una empresa o de la casa o de las vidas ajenas, o la difícil profesión de
estar en todas las fiestas, reuniones, estrenos, cenas, comidillas, cotilleos y escándalos
de las páginas de sociales de los periódicos. Hay profesionales para todo, y en todo
caso, “profesional” es el que profesa, como quien profesa una fe, es decir, el que se
confiesa: el acto de la profesión es un momento encantado. Lo que se decide se cumple,
pero para cumplirlo, tiene que enfriarse, calcular, distanciarse del propio hallazgo de la
verdad, y al mismo tiempo entregarse, ofrendarse, comprometerse, abandonarse, ceder
la persona a ello, cosa que por lo común lo hace a uno ser un desobligado para todo lo
demás; por eso el buen herrero no tiene tiempo de hacer un azadón para su casa. Uno
es dueño verdaderamente de una vocación cuando deposita en ella una cantidad
discreta de trabajos, vigilias, malos ratos, desengaños, tropiezos, pésimos humores,
cansancios, rencores, sin pedir nada a cambio y sin obtener otra cosa que el hecho de
hacerlo; una vocación no tiene otro objetivo que cumplirse, aunque sea para nada. La
vocación de madre es un ejemplo claro y frecuente, aunque hay muchos otros menos
acaramelados, como el de militante político, científico o futbolista, mejores candidatas al
fracaso social y la indiferencia, porque todas las madres son buenas, pero no todos los
futbolistas. Como quiera, a la postre, uno se convierte en su propia vocación, como lo
muestra el hecho de que a uno lo llamen por su oficio en vez de por su nombre
–“arquitecto”-, y uno se transforma exactamente en lo que su oficio produce: hay
identidad entre el sujeto y el objeto, y si uno se siente mal el oficio se indispone, y si el
oficio está bien, uno también. Ciertamente la vocación es un objeto construido por el
sujeto, y por ello está dotado exactamente de las características de uno, de manera que
la paciencia, tiempo y devoción puestas en el oficio, éste las devuelve en orgullos y
satisfacciones. Pero si se descuida al oficio, si se confía en que va bien sin esfuerzo, si se
hace de cualquier manera nada más para que salga bien y por cumplir, los demás
podrán no darse cuenta, pero el propio oficio se tornará hostil, disgustante, ríspido, y se
convertirá en un trabajo aburrido y obligatorio, de ésos que nada más se hacen por la
paga: uno se volverá mercenario de su propia vida. Y es que, en efecto, la relación entre
uno y su vocación es una relación encantada y, por lo tanto, el propio oficio es
exactamente tan fiel, tan leal, tan solícito, tan cuidadoso, tan atento como uno se
comporte con él; como decían los Beatles, “al final, el amor que tienes es igual al amor
que construyes”: la vocación es un amante simétrico. Mucho del hastío lleno de
diversiones, de la hosquedad cuajada de riquezas, del aburrimiento repleto de
quehaceres, de la acidia en pleno ángelus, del vacío colmado de éxito que se observa en
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este fin de siglo, se debe al desdén cultural por la vocación a favor de los triunfos del
status y la movilidad social. Para que haya comunicación, para que no haya soledad,
para que haya compañía, se requiere de otro, pero el otro es por lo común otro, y por
eso a veces se marcha, excepto cuando el otro es uno, es decir, cuando uno lo ha
construido y entonces sólo puede alejarse en la medida en que uno lo abandone: ese
otro que es uno es el propio oficio. Como decía Josiah Royce, la mejor fidelidad no es a
ninguna cosa, sino la fidelidad a la fidelidad, que implica que en última instancia el
sujeto tiene vocación de sujeto, y ese es su objeto y su oficio. Así pues, entre tanta
multitud buscando en qué entretenerse para matar el tiempo, se pueden encontrar
gentes solas acompañadas de su oficio: éste era el caso de los ermitaños medievales,
pero ahora cualquier laboratorio, taller, escritorio o rincón de café funciona como ermita,
donde se los puede encontrar entregados a la persecución de su llamado. El caso de la
vocación no es el más ejemplar, pero fue deliberado, porque ahora la psicología se ha
convertido en un paquete de libros y conferencias y técnicas con los cuales entretenerse
para matar el tiempo o con los cuales ganar dinero, de ser posible mucho, para entonces
poder entretenerse con otra cosa. Por eso lo que menos importa es el conocimiento.
IV
PSICOLOGÍA COLECTIVA
REFERENCIAS
17
Berman, M. (1981): El Reencantamiento del Mundo. Santiago de Chile: Cuatro
Vientos, 1987.
Lewin, K. (1947): La Teoría del Campo en la Ciencia Social. Buenos Aires: Paidós,
1978.
Peat, D. (1987): Sincronicidad. Puente entre Mente y Materia. Barcelona: Kairós, 1988.
Sherif, M. (1936): The Psychology of Social Norms. New York: Harper & Row, 1966.
18
Tarde, G. (Ed. 1969): On Communication and Social Influence . Chicago: The
University of Chicago Press.
19