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AVEPSO – Asociación Venezolana de Psicología Social: Conocimiento, Realidad e

Ideología. Maritza Montero, coordinadora. Fascículo 6, Caracas, 1994.

LA LÓGICA EPISTÉMICA DE LA INVENCIÓN DE LA REALIDAD

Pablo Fernández Christlieb


Seminario de Cognición Social e Intersubjetividad.
Facultad de Psicología, Universidad Autónoma de México

DATOS

Este mundo es un chasco. Se cuenta con más riqueza que la que se puede gastar,
con más información que la que se puede recibir, con más tecnología que la que se
puede aplicar, con más belleza que la que se puede gustar, con más libros que los que
se pueden leer, con más amistades que las que se pueden querer, con más certezas que
las que se pueden asegurar; con más que lo se puede desear, es decir, con demasiado
de todo: con más promesas que las que se pueden cumplir, porque, de tanto, el único
resultado es mayor miseria, ignorancia, fealdad, tontería, soledad y duda. Las piezas del
mundo embonan y funcionan con precisión, pero el aparato de la vida sigue
descompuesto. Todo está correcto pero nada es verdad. En el basurero llamado planeta
Tierra, la especie humana hace gala de poblaciones muriéndose de hambre, de
racismos, neonazismos y exclusionismos, incuba alcohólicos, suicidas, neuróticos,
violadores y asesinos esperando en las esquinas, procrea niños morfinómanos, instituye
relaciones interpersonales huecas y familias unidas por la indiferencia, parejas rotas, e
individuos solitarios que se aburren y se deprimen mientras compran, produce ilusiones,
proyectos y utopías de pésima calidad. La gente está desencantada.

En este mundo tan moderno, lo único que rebasa el número de problemas es el


número de soluciones que se proponen. Hay soluciones para todo: comunidades
económicas y tratados de comercio, ayuda internacional para el tercer mundo, campañas
contra la drogadicción, programas mundiales de ecología, organizaciones de alcohólicos
neuróticos y seropositivos anónimos, discursos, carteles y canciones concientizadoras,
libros sobre cómo obtener amigos, teorías de cómo adquirir ilusiones, instrucciones para
ser feliz en diez lecciones, terapias con palabras, con música, con danza, con masajes y
con energía extraterrestre. Esta es una sociedad que insume problemas y consume
soluciones. Todas las soluciones requieren más presupuesto, más progreso, más
tecnología, más información, más cosas, más amigos, más certeza, más técnicas
psicológicas, cuyo único resultado es, a la fecha, más problemas. Los problemas de la
tecnología se resuelven con más tecnología. Más de lo mismo. El exceso es nuestra
exigüidad.

Error non corregitur per errorem. La clave de esta ridiculez radica en que las
soluciones están hechas con la misma lógica, con el mismo conocimiento que los
problemas que resuelve; problema y solución son el haz y el envés de la misma realidad
que nos defrauda.

I
REALIDADES: CONOCIMIENTOS: EPISTEMOLOGÍAS

Efectivamente, la realidad es el producto de lo que pensamos de ella, y la realidad


que hoy tenemos está defectuosa desde antes de empezar, porque lo defectuoso es el
conocimiento con que nos aproximamos a ella. Puede entenderse por realidad aquello
que está contenido en el conocimiento, y así, el error de fondo se ubica en el tipo de
conocimiento, de pensamientos y de sentimientos con los que se constituye la realidad,
que una vez perpetrada, se da por ineludible. Con los ojos cerrados todas las pinturas
son negras, y el problema no es de las pinturas sino de los ojos. La realidad está hecha
de conocimiento, por lo que, si algo está en problemas, es ese conocimento, y como se
ve, no se puede solucionar con el mismo conocimiento, aunque se le aumente la
cantidad. Ya sabemos de qué está hecha la realidad: ahora hay que saber de qué está
hecho el conocimiento, para saber cómo cambiarlo. Pues bien, ese conocimiento está
hecho de relaciones, específicamente, de las relaciones que se establecen entre el
conocedor y lo cognoscible, entre el sujeto y el objeto, entre uno y el mundo. Según
cómo sean estas relaciones, así será la realidad. A estas relaciones se le denominará
epistemologías. Se entiende por epistemologías a los modos de construir el conocimiento
con que se hace la realidad. El problema de fondo es epistemológico, es decir, consiste
en la forma en que uno se relaciona con el mundo para conocerlo. Puede advertirse la
ecuación: epistemología, conocimiento y realidad son una misma entidad: la realidad es
su conocimiento es su epistemología. Y la realidad es errónea porque su conocimiento es
equivocado; para que la realidad se transforme, hay que transformar el conocimiento
que tenemos de ella, y esto es una cuestión epistemológica.

Sujeto y objeto epistémicos

Todo conocimiento implica una relación entre el sujeto y el objeto. El sujeto es el


que piensa, el que habla; es el científico, el investigador, es la gente, somos nosotros,
los que conocemos. El objeto es lo que es conocido, lo que es pensado, el que calla, es
esta mesa, son nuestros pensamientos, son los prójimos, nuestras preocupaciones, el
mundo, la vida, la realidad. Entre uno y otro, se pueden establecer tres tipos de relación.

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La epistemología distante de la racionalidad

El desalentado estado de cosas descrito se debe a que la relación que se ha


establecido entre sujeto y objeto es una relación distante: una epistemología de la
distancia. Según ésta, el sujeto y el objeto son dos instancias separadas, dos cosas
aparte, distintas y ajenas. En esta relación distante, se asume que el sujeto, o sea, el
que conoce, es quien tiene ideas, intereses, intenciones, y voluntad. Mientras tanto, se
asume que el objeto, o sea todas esas cosas que están allá afuera, como las piedras, los
otros, los sentimientos, las pasiones, la sociedad o la naturaleza, son cosas inertes,
inermes, quietas, que ni piensan ni sienten ni mucho menos van a tener voluntad o
intenciones. Uno puede partir una piedra para ver de qué está hecha, o escrutar un
sentimiento para averiguar sus resortes, y no debe sentirse culpable por la pobre piedra
rota, ni tener remordimientos porque el sentimiento haya cesado de sentir en mitad del
escrutinio. Un objeto así sirve, pero no cuenta; se le puede medir, pesar, analizar,
descomponer, llevar, traer, obtener, poseer, romper, aniquilar, quitar, comer, gastar, es
decir, se le puede utilizar pero no tomar en consideración al hacerlo, porque dentro de él
no hay nada considerable toda vez que no siente ni piensa, como, en cambio, sí lo hace
el sujeto, éste sí, digno de toda clase de consideraciones. Tal objeto puede ser cualquier
cosa, un átomo, este trabajo, un bosque, un mineral, un animal, una idea, una persona,
un sentimiento, o uno mismo. La epistemología de la distancia está capacitada para
describir, predecir y controlar los objetos de su conocimiento, y no lo hace tan mal:
describe el universo desde el primer big bang hasta el último quark, predice fuerzas,
vectores, impulsos, cargas y aceleraciones que luego controla para fabricar
micromaravillas electroinformáticas. Los psicólogos de la distancia pueden cambiar
comportamientos, pensamientos y sentimientos en sus pacientes, cuyo cambio se
describe, se contabiliza, se registra y se analiza como a cualquier otra cosa, o sea, se
arreglan pacientes como si fueran coches descompuestos. Es una epistemología fría.
Los publicistas y vendedores escudriñan desde su posición distante los deseos e ilusiones
de sus clientes para venderles mercancías deseables, los triunfadores sonríen a sus
colegas para que les obedezcan; la sonrisa es una palanca para manejar subordinados;
los maridos planifican a sus mujeres y las mujeres programan a los maridos. La gente
controla sus sentimientos, aprende el dominio de sí misma, se alecciona para pensar
positivamente y alcanzar el éxito, y se ejercita en las técnicas de una buena y tranquila
conciencia: se trata a sí misma como un objeto distante. Lo que haya que hacerle al
objeto, sea persona, animal o cosa, sea multiplicarlo, disgregarlo o suprimirlo, no afecta
al sujeto porque no es de su interés ni para su beneficio.

Esta forma de relación ha logrado mucha aceptación entre los usuarios del
conocimiento, sean científicos o civiles. Las ideas de neutralidad, objetividad y
racionalidad cientificista pertenecen a esta epistemología: es neutral, objetivo, racional y
galardonado aquel que sabe sacarle ganancias a todas las situaciones, que logra todo lo

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que quiere y que nunca se entera que se lo quitó a alguien, ni le importa: para eso es
triunfador.

En otras palabras, la epistemología de la distancia enseña a ejercer poder sobre las


cosas. El poder es la capacidad de hacer sin consultar al hecho; de operar sobre el
mundo sin preguntarle su opinión. En efecto, quien tiene el poder no pregunta: ejecuta.
Esta es evidentemente la epistemología de los exitosos, pero también de los fracasados,
que son aquellos que también querían el éxito pero que se les atravesó otro más listo.

La venganza de los objetos

Sin embargo, al parecer, el mundo no estaba, después de todo, tan inerme: los
objetos no resultaron ser tan pasivos y controlables y predecibles como creyó el gélido
sujeto epistémico distante, porque, a últimas fechas, da la impresión de que la realidad
se vuelve contra sus conocedores, de que el poder que se ejerció sobre los objetos
ahora se revierte contra los sujetos, como si todo el poder que se aplicara a algo, ese
algo lo conservara usándolo más tarde en sentido contrario. Y las cosas se levantan
contra sus dueños: el planeta se convulsiona y se sacude a la raza humana que ya le
estorba, las minorías étnicas se revuelven contra sus colonizadores, los aparatos
burocráticos se tornan inmanejables, las guerras estallan por razones propias que nadie
conoce, todo triunfador descubre su fracaso, las amistades socavan a los amigos, y los
mismos sentimientos, las propias emociones, golpean por la espalda a sus portadores,
uno mismo es víctima de sí mismo.

La epistemología fusionada de las pasiones

La relación guardada entre sujeto y objeto se trastoca, y se gesta una


epistemología a la inversa, reactiva, a saber, aquella en la que el objeto domina al
sujeto. En esta otra forma de relación, el sujeto se disuelve en el objeto: es una
epistemología de la fusión, muy de moda, desparpajadamente posmoderna: el sujeto ya
no quiere o ya no puede controlar al mundo, y se abandona a él, se deja llevar por
cualesquiera circunstancias, se funde en el objeto, y ahora es el objeto el que hace su
santa voluntad. Los ejemplos más dignos son el enamoramiento y la angustia, en donde,
el que los siente, los padece, es presa de ellos, es arrastrado por sus sensaciones y sus
sentimientos, sufre el arrebato de sus pasiones, es transportado por ellas; el sujeto
completo se convierte en su pasión: todo él, con su nombre, su biografía, sus saberes,
sus proyectos, se convierte literalmente en un enamoramiento, en una angustia: el es
sus sensaciones; no puede, no sabe, y no quiere sustraerse a ellas; no se le puede hacer
entrar en razón, hablar con él: él ya está ahí: ahí sólo hay un sentimiento de carne y
hueso. El sujeto ha sido arrebatado por su objeto, se ha fundido con él. Uno se vuelve
angustia o amor, y el amor o la angustia es quien manda, quien se mueve, quien

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controla. El sujeto está rendido. Estos dos casos son dignos, provechosos, y forman
parte del arrebatador drama de la vida. Pero hay casos más excepcionales, en donde no
es el mundo el que llega y toma por asalto, sino donde es la conciencia, el sujeto, uno
mismo, quien deliberadamente se hastía de sí mismo, y decide entregarse al vórtice de
vértigos de las sensaciones sin pensamiento, como son las borracheras, las
drogadicciones, la sexualidad meramente termodinámica, y otros cantos de sirena
igualmente vertiginosos como la caída libre desde el séptimo piso. En ellos, el sujeto
decide ya no ser sujeto, y se borra para volverse automáticamente objeto, de manera
que su vida pasa a formar parte del mundo de las cosas, que se mueven con una lógica
oscura, opaca, hermética, desconocida e incognoscible: ni una piedra ni un borracho
pueden saber lo que está pasando en plena petrificación o borrachera. La gente deposita
su razón en mano de otra cosa que no puede controlar y que se mueve según sus
razones.

Pero además de casos dignos y casos de excepción a los que siquiera ilumina el
aura del drama, la tragedia y la traición, hay otras entregas menos elegantes, sin estilos
y más ordinarias que dan cuenta de esta relación fusionada, que son las que constituyen
más propiamente la reacción histórica a la epistemología de la distancia. En efecto, como
respuesta a una conciencia distanciada, se puede documentar un retorno masivo a las
sectas religiosas, a los horóscopos y demás influencias astrales, a las esoterías de poca
monta, a cofradías de extraños estatutos, y a otros sistemas de la sinrazón a la venta en
cualquier supermercado que no tiene nada que ver con la sobrenaturalidad genuina, con
la magia auténtica, con el pudor del hermetismo inteligente ni con ninguna otra otra
creencia de magnitud superior. Hay en la realidad objetos intensos y dignos, pero hoy en
día los objetos de fusión suelen ser más bien baratos, se segunda mano, pura bisutería,
y los peores suelen ser los más frecuentes; en efecto, la gente le entrega su raciocinio
también a la ciencia, al dinero, a la burocracia, la salud, a la publicidad o la ciencia
diaria; se trata de una fusión muy endeble y desapasionada, algo así como dejarse
arrastrar por un arrebato de aburrimiento, entregarle la vida al tedio, pero, después de
todo, este es el tipo de objetos que produjo la epistemología de la distancia.

La epistemología animista del encantamiento

Tanto en la distancia como en la fusión, uno de los elementos prevalece sobre el


otro: lo aniquila en el momento de su autoaniquilación, porque sujeto sin objeto y objeto
sin sujeto no pueden existir, y a pesar de que las dos epistemologías pretendan
exactamente eso, y a pesar de que ése sea el riesgo contemporáneo. Pero el pesimismo
es sobre todo un apresuramiento, porque mientras eso sucede, al mismo tiempo
suceden los siguientes fenómenos: la gente acaricia a su perrito faldero, le pone nombre
a su osito de peluche, patea y maldice a la silla con que se tropezó, educa a sus hijos, se
aferra a su abrigo viejo, cuida sus herramientas de trabajo, riega los geranios, guarda
recuerdos en sus cajones, es agradable o desagradable con el prójimo según sea el

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caso, prefiere usar el cenicero bonito que el feo, le habla a sus muertos o cree que su
país es suyo. En estos ejemplos hay una relación nueva entre sujeto y objeto, de
simpatía o antipatía: el sujeto no se aleja del sujeto ni tampoco se pierde en él. La gente
se admira de los rasgos de una cara, de una canción o de una pintura, y siente que la
pintura le dice algo, por lo que pregunta “¿qué quiere decir?”, con lo cual está
asumiendo que los objetos puedan decir algo: si los objetos no pudieran hablar, uno no
preguntaría “cómo se llama”, cosa que se hace a menudo. La gente trata a sus hijos, a
sus geranios, a sus gatitos, al abrigo viejo, a las pinzas y a las sillas como sus
semejantes, como uno de sus iguales, esto es, como sujetos capaces de pensar y de
sentir, de entender, de tener una opinión, intención y voluntad, y por eso dice que el
motor no quiere caminar, que la tapa de la mermelada no se deja abrir, que el puente se
comporta bien en un sismo o que el perrito está triste porque extraña a su dueño.

Ciertamente, las cosas no “quieren decir” nada si no hay quien les pregunte “cómo
se llaman”. Lo que en efecto está sucediendo en esta epistemología es que el sujeto, el
conocedor, dota al objeto de conocimiento, esto es, le imprime, le otorga sus propios
pensamientos y sentimientos, su propio lenguaje y sus propias intenciones, y luego le
permite al objeto que con esos recursos pueda él mismo elaborar su conocimiento en
términos propios, de manera que si el objeto es una piedra, piense y sienta como piedra,
y entonces que se endurezca, que resista y que se rompa cuando ya no aguante, y que
si es persona, piense y sienta como lo hacen las personas, aunque sea un bebé recién
nacido que todavía no abre los ojos pero que ya es tierno, igualito a sus tíos y
encantador. Una vez que se le considera al objeto como capaz de sus propias
cualidades, y que se le permite que se comporte según su parecer, entonces se puede
interactuar con él, como las mamás que le preguntan a sus bebés recién nacidos qué
quieren ser de grandes: la mamá/sujeto asume que el bebé/objeto puede responder, y
éste, sin sorpresa para nadie, responde, a su manera, a saber, llenando a la mamá de su
ternura, de su suavidad espiritual de talco. En efecto, el objeto le responde al sujeto: el
escultor siente la dureza de la piedra. Y si el objeto no es el bebé, sino una pintura,
sucede lo mismo: el pintor, para pintar, tiene que pensar y sentir como pintura, para que
la pintura piense y sienta como pintor; sujeto y objeto constituyen una unidad; el
ingeniero tiene que pensar como puente para que el puente piense como ingeniero, y
sepa comportarse ante un sismo. Esto es magia, y cada vez que intuimos sensiblemente
el peso de una manzana, la textura de una tela, la afabilidad de una persona, significa
que ya hemos sido capaces de introducirnos al interior de los objetos, y que las
cualidades de los objetos se han introducido al interior de nuestro conocimiento, por lo
que estamos realizando dicho acto de magia. Bastante distinto del científico que no sabe
si puede cargar una maleta hasta que no la ponga en la báscula, que no sabe si su
esposa está contenta hasta que le aplique el test de Rorschach.

Mediante esta relación, el sujeto ha dado vida al objeto, lo ha levantado del estado
inánime, y mientras más actúe así con su contexto, con su ambiente, más estará
habitando un mundo animado, donde las cosas, al poseer pensamientos y sentimientos,

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son sujeto de derechos y deberes tanto como uno. Lo que ha hecho el sujeto es
encantar al objeto: ha realizado un encantamiento por virtud del cual las personas y
animales y cosas alrededor se convierten en entidades vitales. Es así como los bosques
de la Edad Media estaban encantados, o sea, tenían sus lógicas propias mediante las
cuales fabricaban unicornios, brujas, hadas, dragones y princesas cautivas; quien se
internara en el bosque debía descifrar la clave de sus pensamientos y sentimientos para
llegar a algún acuerdo con él y que le devolviera a la princesa. Esta es la epistemología
del encantamiento. A un bosque encantado no se le cortan árboles impunemente ni se le
cazan animales sin preguntar, sino sólo bajo su consentimiento y exponiéndole buenas
razones, lo cual es bastante diferente de los bosques modernos y desencantados que
pueden ser arrasados con el mero uso del poder. La epistemología del encantamiento,
de fuente medieval, todavía es utilizada a diario por las gentes, para el regocijo fariseo
de los científicos de la conducta que dan gracias al método experimental por no ser
como ellas. Encantar significa etimológicamente incorporar a algo en el canto, meter
algo dentro del propio ritmo, armonizarlo con uno; esta definición se deriva de los cantos
y recitaciones que se utilizaban en el medioevo para hechizar; todavía los cantantes
modernos hechizan a su público con los mismos medios, y de cualquier manera, alguien
es encantador cuando nos sentimos habitados por sus pensamientos y sus sentimientos,
por sus encantos.

Mientras que en la fusión el objeto adquiere vida independiente, en el


encantamiento las cosas no están vivas por sí solas, sino que es su relación con alguien
lo que las aviva. Pero, en suma, en la epistemología del encantamiento, sujeto y objeto
establecen un nivel de inteligibilidad mutua que les permite internalizar las características
del otro, comprenderse recíprocamente, compenetrarse, empatizar, y establecer un
diálogo en el que cada uno expone sus necesidades, expectativas, ofrecimientos y
cualidades. En efecto, para cazar un conejo y cortar un árbol, hay que explicarle al
bosque que uno los necesita para asarlo y comerlo, pero el bosque podrá contestar que
prefiere su árbol y su conejo, de modo que habrá que llegar a un acuerdo. Asimismo, lo
abrigos viejos también tienen sus recuerdos; ellos nos convencen de que todavía sirven,
y tampoco se maltrata a los utensilios ni se abandona a los hijos: todo reclama su
sobrevivencia. No es un asunto humanitario que ayuda, ni caridad, ni generosidad, que
son formas trucadas de la distancia y el poder más bien propias de los perdonavidas,
sino que se trata de acuerdos intrínsecamente insoslayables de coexistencia. Lo mismo
que vale para el bosque y el abrigo, vale para el planeta, para el tercer mundo, para las
minorías étnicas, para los marginados sutiles tales como los niños, los viejos, los feos,
los tontos y otros extraños entre nosotros; vale asimismo para las tradiciones, las ideas,
las expresiones artísticas, los monumentos del pasado, la producción material, las
ciudades; y por supuesto también vale para el prójimo semejante que está sentado
junto.

En este tipo de relación no cabe la pretensión de prevalecer, ni de ganar ni de


perder, sino de participar del otro: el sujeto forma parte del objeto, es el objeto mismo

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en el mismo grado en que el objeto forma parte del sujeto, es el sujeto mismo. Nosotros
somos la realidad porque la realidad es nosotros, o dicho más esotéricamente, cada uno
es el cosmos porque el cosmos es cada uno, y entonces la vida se cumple, tiene sentido,
vale la pena, por el solo hecho de saber que uno pertenece a ella, que contribuye a ella,
que uno es ella, lo cual evita de suyo la tentación de estar angustiado o ser un
triunfador.

La coexistencia forzosa

Como puede advertirse a través de los ejemplos, las tres epistemologías coexisten
actualmente y se suceden en forma natural; no obstante, por razones que no viene al
caso mencionar pero que se pueden agrupar bajo el título de modernidad, es la
epistemología de la distancia la que se ha acatado históricamente como la única forma
de conocimiento, de manera que los otros dos conocimientos, el fusionado y el
encantado, apenas aparecen son automáticamente inadvertidos por el pensamiento
colectivo, y automáticamente considerados desde un punto de vista distante. El
pensamiento colectivo moderno se había programado para no percatarse de los otros
conocimientos, para pedir perdón cada vez que nos pasara por el cuerpo alguna emoción
o algún encanto. Sin embargo, las otras dos formas de conocimiento están siendo
reivindicadas actualmente: hay movimientos culturales cuyo planteamiento de fondo es
de esta índole; es una especie de revuelta epistemológica (Cfr. Berman, 1981; Dennet,
1987; LeShan y Margenau, 1982; Peat, 1987; Roszak, 1977). Quienes más impugnan
esta revuelta son los académicos cientificistas, que todavía creen que respetan el
método experimental, sin darse cuenta de lo apasionadamente que lo defienden cuando
alguien pone en tela de juicio sus encantos.

II
PSICOLOGÍA COLECTIVA

Contra algunas suposiciones, el presente es un texto de psicología, por dos


razones: la primera, porque intenta averiguar cómo se constituyen los pensamientos y
los sentimientos con los cuales se fabrica la realidad, los mismos que, aplicándole el
planteamiento que se expone, pueden encarnar en los individuos uno por uno, pero de
la misma manera en parejas y grupos, sociedades y comunidades, y asimismo en
circunstancias, situaciones, momentos o épocas: encantadamente dicho, es el mundo o
la realidad la que piensa o siente, y lo puede hacer con personas, con cosas o con ideas.
La segunda razón es que la psicología cientificista, esto es, el grueso de ella en este
siglo, ha asumido, como el resto de la modernidad, la creencia de que el único modo
válido y verdadero del conocimiento es la epistemología de la distancia, por lo que la
psicología contemporánea no pasa de ser una combinatoria cada vez más rebuscada de
conocimientos ya sabidos que, eso sí, proveen de utilidades, que sirven para explicar,

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predecir y controlar objetos, principalmente personas, con el fin de ganar dinero y
prestigio, que son las auténticas utilidades que buscan. Sin embargo, hay una clase de
psicología, a no dudar entre otras, a saber, la psicología colectiva, cuya visión de la
realidad descansa sobre postulados encantados, es decir, que ve al mundo como una
entidad psíquica completa capaz de voluntad y afecto, en cuyo interior se mueven las
gentes, las ideas, las cosas, las emociones, esto es, que para la psicología colectiva, su
objeto es un sujeto dotado de razón, por lo que esta forma de la psicología no puede
explicar ni predecir ni controlar, sino que aspira a interpretar y comprender, a entablar
un diálogo con la realidad psico-colectiva. La tesis central de esta psicología es que la
realidad es una construcción colectiva del conocimiento, en virtud de lo cual se aparece
bien a bien como una psicología general. Esta tesis se puede encontrar, si se lee con
atención, en la psicología de Wundt (1912), de Tarde (1901, 1904; ed. 1969), de Simmel
(1910, ed. 1974), de Durkheim (1898), muy notoriamente en la de Mead (1932), en la
de Blondel (1928), en la de Halbwachs (1950), muy sorprendentemente en la de Lewin
(1947), en la de Sherif (1936), en la de Asch (1952), y a últimas fechas en la de
Moscovici (1961), Gergen (1982) o Billig (1987): todos ellos saben que ver el mundo es
animarlo, y asumen que la gente lo hace todos los días.

III
EL MOMENTO DEL ENCANTO Y EL LÍMITE DE LA REALIDAD

Hay, pues, tres epistemologías, tres tipos de conocimiento, de relación entre sujeto
y objeto. Sin embargo, la cultura contemporánea parece recordar sólo dos: la distancia y
la fusión, e importarle sólo una: la distancia. Ciertamente, el pensamiento gélido del
sujeto distante y la incandescente pasión del objeto fusionado son realidades fácilmente
admirables porque tienen como punto de vista a sujeto y objeto, esto es, a instancias
empíricas, de índole espacio-temporal, y en tanto tales, verificables. Todos hemos visto
un objeto, por ejemplo en el espejo, y todos hemos visto un objeto, tal vez una silla.
Pero de las dos reconocibles, la distancia resulta la única respetable por el mero hecho
de que nosotros somos sujetos, y nos gusta el respeto, y además sabemos hablar
mientras que los objetos no, y entonces podemos hacer declaraciones públicas, y ya se
sabe que quien tiene la palabra siempre la usa a su favor, diciendo que la racionalidad es
la única forma del conocimiento, o sea, que el punto de vista propio es el único que vale,
por lo que puede permitirse hasta hablar por los que no hablan, poniéndole a la fusión,
por ejemplo, el nombre de irracionalidad, locura, autismo, etc., mientras que la
irracionalidad no llama por ningún nombre a la distancia, porque los objetos no saben
hablar, sólo sentir. La tercera epistemología, el encantamiento, es culturalmente
inexistente, porque no radica ni en el sujeto ni en el objeto, es decir, no es
empíricamente verificable, de donde se presume que por lo tanto no es real. El
encantamiento, al carecer de sustrato espacio-temporal, al no tener sujeto ni objeto, no
queda dentro de la realidad empírica, por lo que no se le puede describir ni imaginar, no

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se le puede comprobar su existencia; carece de coartada, es inexistente. Ni siquiera es
un tema.

Pero la realidad empírica, por ejemplo el color rojo o la lealtad, que se crean con
conocimiento, proviene forzosamente de un lugar que no es la empírica ni la realidad, de
modo que no puede ser creada ni por la epistemología de la distancia ni la de la fusión,
ya que éstas están limitadas por lo que es empíricamente verificable, están encerradas
en un sujeto y en un objeto completamente delimitado: de un mundo empírico sólo
pueden surgir acontecimientos empíricos: lo único que puede salir de la tabla de colores
es más colores; hágase lo que se haga con todos los números, siempre el resultado será
nada más números, jamás una nube o una cucaracha. Lo que está encerrado en el
espacio y en el tiempo siempre será espacio-temporal. Pero conocimiento nuevo,
realidad nueva, proveniente de fuera de la realidad empírica espacio-temporal, sólo es
posible por el concurso del encantamiento, porque se trata del tipo de conocimiento que
puede llegar a los límites de la realidad aunque no pueda necesariamente salir de ella, y
tocar lo ilimitado, vislumbrar el infinito. Valga la definición de algo indefinible: el infinito
es el lugar de donde viene lo nuevo y a donde va lo que se pierde; el infinito no existe,
pero de ahí saca el conocimiento lo nuevo.

La provocación del infinito

Encantar la realidad implica provocar al infinito para que responda. Los artistas, los
místicos, los poetas y los niños lo hacen por profesión; los enamorados, los
desesperados y los adolescentes lo hacen por urgencia; el resto de los ciudadanos más
ocupados en sus quehaceres también lo hacen, pero lo hacen por momentos. Las
epistemologías de la distancia y de la fusión tienen en efecto aptitudes para tal
provocación, la razón de esta aptitud radica en que las tres epistemologías coexisten,
interactúan y se complementan intermitente e incesantemente formando una especie de
circuito de conocimiento, que sería el conocimiento en su nivel más alto, una especie de
epistemología a la segunda potencia, una especie de conocimiento a la tercera potencia,
una especie de realidad a la cuarta potencia, a la que se le ha denominado “espíritu”,
mundo, reivindicado y tematizado principalmente por la psicología colectiva entre otras,
aunque esto es otra historia (Cfr. Blanco, 1988; Ibáñez, 1990). El espíritu es el juego de
transformaciones entre una epistemología y otra, merced a lo cual se construye la
realidad tal cual la tenemos. En todo caso, el conocimiento encantado ocurre cuando
cualquiera de los otros dos se rompe, cuando son llevados hasta el extremo o hasta el
error o hasta cualquier otro callejón sin salida, cuando dan de sí y muestran que no eran
tan autónomos y autosuficientes como se creía. Cuando el científico se desespera y el
angustiado racionaliza, cuando el poderoso se apoca y el amante toma una decisión, la
lógica de su conocimiento presenta una figura y tiende a cambiar de epistemología, de
relación.

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La demasía de la lógica

En efecto, la epistemología de la distancia mide, pesa, clasifica, disgrega, mezcla a


su objeto con la ecuanimidad de un sepulturero, pero si continúa haciendo esto hasta
sus últimas consecuencias, llega un momento en que el objeto se le resiste, en que no
puede avanzar más en su análisis, en que la misma lógica de clasificación y
cuantificación con que venía operando sobre el objeto empieza a contradecirse, a
descomponerse, a encontrarle peras al olmo, a resultar que no era tan cierta como
parecía, como si todo su conocimiento se derrumbara pero el objeto no, sino que el
objeto permanece entero, incólume, real e incognoscible, de donde resulta que, o bien
puede abandonar el objeto e irse a su casa a hacer otra cosa, o abandonar más bien al
sujeto, esto es, a su propio modo de conocimiento, y seguir al objeto por la vía que
vaya. Lo mismo sucede en el caso de la fusión, cuando el sujeto es presa de su objeto,
está poseído por él, sintiéndose a sí mismo como objeto, con la inenarrable lógica de los
afectos, de los sueños y las pesadillas, de las pasiones y los arrebatos de la felicidad o la
melancolía; pues bien, si esta lógica se arrastra hasta sus últimas consecuencias, hasta
el extremo, llega un momento en que la lógica misma se funde con el objeto, se
disuelve, y sus componentes y momentos, o las causas de la angustia o el amor, que
eran ejemplos, se fusionan ellas mismas con el objeto al grado de dejar de ser causa,
componentes o momentos y convertirse en el momento mismo, que se vuelve
totalmente indiscernible de otro objeto, de manera que la angustia o el amor, la
desesperación o el odio, o cualquiera que fuera la pasión, ya no tienen en sí nada
especial que los haga precisamente angustia o amor, ni piedra o aire o cuerpo, nada, de
tan fundidos que están, y entonces desaparecen: el objeto mismo, de tanto ser hasta el
extremo, ya no puede seguir siendo objeto, y puede optar por dar marcha atrás, no
sentir tanto, que en el caso de un angustiado sería algo así como entrar a una terapia
conductual y volver a la normalidad insensible donde se racionalizan vergonzosamente
los afectos, o puede en cambio optar por abandonar la lógica del objeto con tal de
proseguir su sensibilidades por donde ésta vaya (Cfr. Jankelevitch, 1966). Toda lógica es
correcta a condición de que no se siga hasta el final, porque toda lógica se acaba un
minuto antes de terminar, porque el último enunciado de toda lógica es el de su
incumplimiento; a cada ciencia le pasa lo mismo: cuando va a decir la última palabra,
resulta que ya no es esa ciencia. Si ambas epistemologías son seguidas hasta su
extremo imposible, hasta ahí donde las cualidades incompatibles del sujeto y el objeto se
estrellan de frente, cuando despierten del encontronazo estarán en el otro mundo de
una distinta epistemología.

El duro arte de conocer de más

Cada epistemología contiene dentro de sí misma los elementos de su imposibilidad,


pero, de cualquier manera, el acto de llevar una epistemología hasta el extremo de

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violentar su propia lógica es cualquier cosa menos un acto perezoso y mediocre: los
mediocres sólo piensan a medias y en horas de oficina, sólo sienten a medias y en sus
ratos libres: para ellos pensar es un trabajo y sentir es un descanso, y cuando el
pensamiento y el sentimiento se tornan inseguros, ven el reloj mientras toman su abrigo
y se disculpan para volver a la tranquilidad de pensar pero no mucho, de sentir pero no
tanto. Ciertamente, para salir del marco de una forma de conocimiento es necesario un
acto de disciplina y de voluntad, de proseguir el pensamiento y sentimiento hasta donde
lleguen sin importar adónde vayan y cuánto cueste. Si para reflexionar se requiere
disciplina, también para sufrir se necesita dedicación. Esto es diferente al académico que
cruza sus datos en la computadora esperando la hora de salida, o de la secretaria que se
compunge por el lapso de una telenovela.

La aparición de la verdad

En todo caso, cuando los conocimientos de la distancia o de la fusión se rompen


desde dentro, y dejan de ser posibles tanto el sujeto como el objeto pero siguen siendo
posibles el conocimiento, sujeto y objeto, distancia y fusión, pensamiento y sentimiento,
se transforman en otra cosa, en el límite de la realidad, y entonces ocurre el
encantamiento. El encantamiento es aquella fase de la realidad de donde el científico
encuentra de improviso la respuesta a sus dudas, se hace la luz y el angustiado adquiere
lucidez, todo está claro, el poeta redacta el verso que le faltaba para transcribir el
cosmos, todo tiene sentido y el místico saluda de mano a Dios, el ama de casa se
detiene pasmada ante la arcangélica belleza de su cocina, el día es perfecto y el niño
crea otra vez el mundo dentro de su juego, el pintor da con la clave de la vida en un
color recién mezclado, el ciudadano promedio se maravilla ante el esplendoroso orden
del universo sintetizado en un café bien servido por la mesera amable, la sonrisa de
alguien revela la armonía de todo, Einstein curvea el tiempo, Santa Teresa entra al cielo,
Arquímedes grita eureka, a Cervantes se le ocurre el nombre de Don Quijote, la gente
descubre el hilo negro e inventa el agua tibia, y todos juntos se han topado con la
verdad total, completa, ultimada. Efectivamente, es este momento cuando el mundo
muestra su sentido; uno descubre que todo es coherente y tiene razón de ser. Se
produce una certeza sin ambages. Si algo puede llamarse la verdad, ésta se localiza en
este momento del encantamiento.

El último milímetro del mundo

El conocimiento encantado, en tanto proviene de dos epistemologías que no


pudieron contenerlo, rebasa por fuerza la circunscripción de sujeto y objeto: se sale de
ellos, lo cual quiere decir, ni más ni menos, que ya no queda dentro de los criterios
empíricos de admisión de la realidad, que está fuera de las coordenadas físicas del
tiempo y del espacio: se localiza en esa parte de la realidad en donde las cosas dejan de

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ser reconocibles. Puesto que no forma parte del sujeto, no puede ser descriptible ni
verificable con los métodos de la distancia, y puesto que no forma parte del objeto, no
puede ser experimentable ni imaginable por los métodos de la fusión. Forma parte del
límite. Se localiza en esa parte de la realidad donde las cosas ya no son mencionables ni
sensibles, ahí donde la realidad está a punto de terminar, en sus bordes, en el límite más
allá del cual todo conocimiento termina, y la realidad desaparece, y empieza lo ilimitado,
lo desconocido, el infinito, que es lo último al respecto que se puede decir y alucinar, y
ya es difícil. Por eso es la última verdad. Entonces, la epistemología del encantamiento
no piensa con sujetos ni con objetos, sino con el límite de la realidad. Por eso, si hay
alguien que pasa por tal encantamiento, no es uno, sino el mundo mismo, la realidad
misma, donde los individuos, las gentes, los conocedores son meramente parte continua,
fluida, homogénea, unida, indiscernible de ese mundo que se piensa a sí mismo, de esa
realidad que se construye.

El crecimiento de la realidad

A esto se refería Baudelaire cuando dijo que había que “llegar al fondo de lo
desconocido para encontrar lo nuevo”, quien de paso lo hizo. Al rozar los bordes de la
realidad, al arañar el infinito, el conocimiento encantado ensancha siempre un poco más
la realidad conocida a expensas de lo desconocido; le arrebata, por así decirlo, territorio
a lo ilimitado, y es por eso que vuelve siempre con algo nuevo, con un conocimiento
antes inexistente y por ende con una realidad crecida: el conocimiento encantado estira
la dimensión espacio-temporal un poco más; al terreno de lo posible le ha brotado un
metro cuadrado. Toda la gente pasa por esos momentos encantados más a menudo de
lo que cree, de lo que la cultura le permite reconocer: cuando alguien está absorto ante
la belleza de una idea o la amabilidad de una cara, en primer lugar se halla desprendido
de sí mismo, y en segundo lugar, no está, en ese momento, contemplando la idea o la
cara, sino otra cosa, a saber, presenciando un orden en el mundo del cual él es una
partícula más, está presenciando la armonía general que en última instancia constituye
la verdad. En efecto, en ese momento, los sentimientos, uno mismo, las cualidades
morales, el clima, la hora del día, la gente alrededor y todo lo demás que está presente,
aparece como formando las relaciones de un solo orden, como la razón de ser clara y
tangible de la vida; el absoluto de carne y hueso. Esto es, aproximadamente, a lo que
Leibniz denominaba una mónada: una mónada es un mundo perfectamente ordenado.
Michel Tournier (1977, p. 29) las describe así:

De todas las pequeñas células cerradas y sin contacto material confabulando juntas
un orden jerarquizado y armonioso, de todo el sistema leibniziano emana una luz fina
y apacible que no es otra cosa que la soberanía de la inteligencia, sin otra fuerza que
la persuasión. La monadología describe una sociedad ideal donde las leyes de la
naturaleza se llamarían tacto, cortesía, afabilidad. Todavía no conozco una filosofía
de encanto más convincente.

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Es un mundo donde el poder no puede operar. En fin, puede advertirse que
quienes están en este trance abren la boca, extravían la mirada, relajan las facciones, y
a veces escurren saliva, o sea, ponen cara de tontos, porque, ciertamente, están fuera
de sí, lo que quiere decir que el sujeto se salió de ese cuerpo y dejó el cerebro
deshabitado. Los sueños son un buen ejemplo de realidad encantada: allí no hay sujeto,
éste está dormido y escurre saliva; no hay objeto tampoco, no hay tiempo ni espacio, no
hay diferencias, sino una realidad por derecho propio en pleno despliegue, donde sujeto
y objeto se han desvanecido en una realidad límite. De los sueños uno regresa más
sabio.

El regreso del límite

Cuando el que pone cara de tonto se excede, hay que darle una palmadita en la
espalda para que vuelva de su fascinación porque corre el riesgo de quedarse así;
cuando el sueño se excede en sus excesos de por sí, el soñador despierta porque corre
el peligro de quedarse perdido en el sueño: las pesadillas poseen este dispositivo de
seguridad gracias al cual uno despierta justo en el momento en que empezaba lo peor,
por ejemplo, la caída en el vacío, el abismamiento en el absoluto. En efecto, cuando se
toca el límite de la realidad, el conocimiento da un paso atrás, porque sabe que un solo
paso adelante implica trasponer el punto de fuga por donde se escapa todo
conocimiento, el punto donde un milímetro después desaparece toda realidad, ahí donde
comienza el infinito de donde no se regresa: los clásicos genios locos son el prototipo de
quien dio un pasito más. En un dibujo de perspectiva lineal, el punto de fuga es aquel
donde convergen todas las líneas y donde termina todo lo representable, y uno puede
llegar con el lápiz hasta el punto de fuga, pero si se intenta ir tantito más allá, corre el
inminente riesgo de traspasar la hoja y encontrarse de pronto con que ya está fuera del
dibujo, por el otro lado del papel. La realidad y el conocimiento son análogamente este
dibujo. En efecto, hay que regresar del encantamiento porque si no, uno se queda
fugado; ido. Pirado.

El momento del encantamiento puede ser muy frecuente, pero no puede durar
mucho más que un par de instantes, porque, por una parte, carece de anclajes empíricos
con qué asirse, mantenerse, ya que no se puede describir ni imaginar, y por otra parte,
para darse cuenta que en verdad hubo tal, hay que tomar distancia de él y verlo desde
lejos, como recuerdo, y entonces sí describirlo e imaginarlo, saber que fue correcto, de
la misma manera que se hace con los sueños, que sabemos que existen sólo porque
despertamos. Para que un sueño exista, hay que despertar y recordarlo. En conclusión,
la epistemología del encantamiento, para ser verdaderamente conocimiento, requiere de
la epistemología de la distancia, pero ésta, de manera análoga, para asegurarse de que
su conocimiento es conocimiento de algo, de que cuando habla, habla de algo, tiene que
sentir la existencia del objeto, tiene que haberlo experimentado en carne viva, haberse

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pegado y confundido con él, por lo que requiere la epistemología de la fusión; la
motivación para distanciarse sólo puede brotar de la fusión. Cada una de las tres
epistemologías comporta un quién-sabe-qué de las otras dos, a saber, el hecho de haber
sido alguna vez la otra, sin lo cual no puede desarrollarse ella misma. Pero es en estas
alternancias donde el encantamiento se cumple, donde se convierte en realidad de todos
los días.

La pervivencia del instante

Así como las otras epistemologías contienen la capacidad inherente de reventarse,


de romperse, así, la epistemología del encanto puede durar más allá de sus propias
condiciones, y entonces empezar a informar al resto del conocimiento. Así se produjo la
realidad encantada de la Edad Media, que empezó con pasmos de fascinación ante lo
insólito, el cual, poco a poco, merced al trabajo y la pasión, se va aclimatando en la
realidad empírica, hasta que cualquier día de la Europa feudal la gente puede empezar a
ver con toda naturalidad las huellas frescas de un unicornio tresañero. Y ciertamente,
por ejemplo, cuando se escribe un texto sobre el encantamiento, se hace con más
voluntad que gusto, con más disciplina que inspiración, con el desapego de un contado
haciendo auditorías, o sea, que de encantador no tiene nada, sin embargo, calidades
aparte, es posible escribirlo, lo cual significa que las fases encantadas dejan secuela, que
las rupturas de las otras epistemologías dejan su marca, y por lo tanto, el encantamiento
puede perdurar dentro de las otras epistemologías aunque ya no esté presente, y así,
uno ya sabe que con la suficiente tenacidad se podrán romper los marcos del
conocimiento empírico, que con la suficiente paciencia se podrán provocar los
encantamientos y que, por ende, es posible construir una realidad que incluya los datos
provenientes del encantamiento. Es por eso que los literatos se la pasan leyendo e
intentando escritos con tesón y constancia en el entendido de que es así como aparecerá
la realidad encantada; como decía Picasso, “a la inspiración hay que esperarla
trabajando”; los niños se pasan las tardes tentando todo porque saben que con la
suficiente dosis de aburrimiento y terquedad se aparecerá aquel mundo resplandeciente
donde uno es el demiurgo y los padres y los maestros salen sobrando. Se sabe que hay
una realidad encantada aunque por el momento se ande en el más tedioso de los
desencantos.

La relación de uno con su vocación

Un último ejemplo, y más largo, a saber, la relación de uno con su vocación y con
su oficio. Aunque hay gente que se pasa toda la vida sin vocación y sin oficio: son los
que nada más tienen trabajo. La vocación, que etimológicamente significa “llamado”, se
configura mediante una secuela de ideas y experiencias que van creciendo a través de
reiterados discernimientos que se convierten en reiteradas dudas, y como la duda es el

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puente que va de la racionalidad a la emoción, se convierten en reiteradas confusiones,
unas idílicas y otras patéticas, en suma, se va construyendo por la reiterada alternancia
de distanciamientos y fusiones, de ir desarrollando habilidades y discriminaciones,
apegos y prendaciones hacia un objeto, que puede ser el dinero, el prójimo, la sabiduría,
la estética, la técnica, la administración, el poder, etc., hasta que un día, a cuento de
quién sabe qué composición de las circunstancias, todas las aproximaciones previas
aparecen encarnadas en ese objeto concreto y magnífico, y uno decide, en un instante,
qué es lo que va a hacer por el resto de sus días: ser rico o poderoso, o ser astrónomo,
o escritor, o psicólogo, o padre abnegado o esposo amantísimo, o aventurero, o
administrador de una empresa o de la casa o de las vidas ajenas, o la difícil profesión de
estar en todas las fiestas, reuniones, estrenos, cenas, comidillas, cotilleos y escándalos
de las páginas de sociales de los periódicos. Hay profesionales para todo, y en todo
caso, “profesional” es el que profesa, como quien profesa una fe, es decir, el que se
confiesa: el acto de la profesión es un momento encantado. Lo que se decide se cumple,
pero para cumplirlo, tiene que enfriarse, calcular, distanciarse del propio hallazgo de la
verdad, y al mismo tiempo entregarse, ofrendarse, comprometerse, abandonarse, ceder
la persona a ello, cosa que por lo común lo hace a uno ser un desobligado para todo lo
demás; por eso el buen herrero no tiene tiempo de hacer un azadón para su casa. Uno
es dueño verdaderamente de una vocación cuando deposita en ella una cantidad
discreta de trabajos, vigilias, malos ratos, desengaños, tropiezos, pésimos humores,
cansancios, rencores, sin pedir nada a cambio y sin obtener otra cosa que el hecho de
hacerlo; una vocación no tiene otro objetivo que cumplirse, aunque sea para nada. La
vocación de madre es un ejemplo claro y frecuente, aunque hay muchos otros menos
acaramelados, como el de militante político, científico o futbolista, mejores candidatas al
fracaso social y la indiferencia, porque todas las madres son buenas, pero no todos los
futbolistas. Como quiera, a la postre, uno se convierte en su propia vocación, como lo
muestra el hecho de que a uno lo llamen por su oficio en vez de por su nombre
–“arquitecto”-, y uno se transforma exactamente en lo que su oficio produce: hay
identidad entre el sujeto y el objeto, y si uno se siente mal el oficio se indispone, y si el
oficio está bien, uno también. Ciertamente la vocación es un objeto construido por el
sujeto, y por ello está dotado exactamente de las características de uno, de manera que
la paciencia, tiempo y devoción puestas en el oficio, éste las devuelve en orgullos y
satisfacciones. Pero si se descuida al oficio, si se confía en que va bien sin esfuerzo, si se
hace de cualquier manera nada más para que salga bien y por cumplir, los demás
podrán no darse cuenta, pero el propio oficio se tornará hostil, disgustante, ríspido, y se
convertirá en un trabajo aburrido y obligatorio, de ésos que nada más se hacen por la
paga: uno se volverá mercenario de su propia vida. Y es que, en efecto, la relación entre
uno y su vocación es una relación encantada y, por lo tanto, el propio oficio es
exactamente tan fiel, tan leal, tan solícito, tan cuidadoso, tan atento como uno se
comporte con él; como decían los Beatles, “al final, el amor que tienes es igual al amor
que construyes”: la vocación es un amante simétrico. Mucho del hastío lleno de
diversiones, de la hosquedad cuajada de riquezas, del aburrimiento repleto de
quehaceres, de la acidia en pleno ángelus, del vacío colmado de éxito que se observa en

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este fin de siglo, se debe al desdén cultural por la vocación a favor de los triunfos del
status y la movilidad social. Para que haya comunicación, para que no haya soledad,
para que haya compañía, se requiere de otro, pero el otro es por lo común otro, y por
eso a veces se marcha, excepto cuando el otro es uno, es decir, cuando uno lo ha
construido y entonces sólo puede alejarse en la medida en que uno lo abandone: ese
otro que es uno es el propio oficio. Como decía Josiah Royce, la mejor fidelidad no es a
ninguna cosa, sino la fidelidad a la fidelidad, que implica que en última instancia el
sujeto tiene vocación de sujeto, y ese es su objeto y su oficio. Así pues, entre tanta
multitud buscando en qué entretenerse para matar el tiempo, se pueden encontrar
gentes solas acompañadas de su oficio: éste era el caso de los ermitaños medievales,
pero ahora cualquier laboratorio, taller, escritorio o rincón de café funciona como ermita,
donde se los puede encontrar entregados a la persecución de su llamado. El caso de la
vocación no es el más ejemplar, pero fue deliberado, porque ahora la psicología se ha
convertido en un paquete de libros y conferencias y técnicas con los cuales entretenerse
para matar el tiempo o con los cuales ganar dinero, de ser posible mucho, para entonces
poder entretenerse con otra cosa. Por eso lo que menos importa es el conocimiento.

IV
PSICOLOGÍA COLECTIVA

La psicología es la ciencia de la creación del conocimiento. La psicología colectiva


es una ciencia de la creación del conocimiento por la comunicación: ella ve la realidad
como una entidad viva, no viva de células y vísceras, sino igualmente viva de símbolos y
significados ligados de sentido, por lo que se trata de una entidad capaz de
pensamientos y sentimientos, en el entendido de que todas las cosas, la flora y la fauna,
las instituciones, las intimidades, las ciudades y los hechos, piensan y sienten por medio
de símbolos y significados. La psicología colectiva trata con un mundo animado; este
mundo animado, o conciencia colectiva, o mejor, espíritu, está constituido por la
comunicación de las tres distintas epistemologías: el espíritu es la comunicación que
produce una realidad hecha de epistemologías, y a su vez, la epistemología es una
comunicación que produce una realidad hecha de realidad empírica, es decir, de gente,
de signos, de actos, de colores, de sonidos, de pensamientos y sentimientos los cuales
piensan y sienten con conocimientos, los cuales a su vez piensan y sienten con
epistemologías, las cuales a su vez piensan y sienten con el espíritu, que es el objeto de
estudio de la psicología colectiva y dentro del cual ha sido construida ella misma.

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