Sei sulla pagina 1di 11

ALGUNAS APROXIMACIONES SOBRE EL CONCEPTO Y LAS PRÁCTICAS

ASOCIADAS A LA SOLIDARIDAD.

Cuando nos preguntamos por la solidaridad, aparecen en nuestra cabeza,


muchas manifestaciones de ayuda y apoyo a los demás e incluso hacemos
asociaciones directas con la caridad, el apoyo mutuo, el asistencialismo y la
colaboración, a su vez, la tradición cristiana ha fortalecido siempre la
solidaridad como valor moral.

Todas estas acepciones tienen que ver con el tema, pero si lo abordamos
desde la antropología podemos encontrar perspectivas de interés para la
comprensión de los seres humanos. Expongo aquí algunas de esas miradas,
tomadas de diferentes documentos, con el fin de partir de referentes
teóricos que nos ayuden a ubicar el análisis necesario para nuestro
trabajo colaborativo.

1. La solidaridad es una realidad antropológica

Es algo anclado a nuestra propia naturaleza, que se hace presente ante


nuestra conciencia en la forma de emociones, ideas, sentimientos que se
manifiestan en acciones. La solidaridad se despliega ante el otro, en el
reconocimiento del otro y en la universalidad para el otro, es la energía vital y el
paradigma a partir del cual nuestra sociedad puede tomar conciencia de si
misma, en ese sentido es una categoría ética. Antonio Elizalde Hevia. Chile
2008

2. Las Metamorfosis de las Representaciones de la Solidaridad. Del


Desarrollo al Humanitarismo

La observación participante aparece como una ficción necesaria para poner en


práctica la mirada antropológica. En efecto, ésta última supone distancia y
proximidad, es decir un compromiso controlado. En el análisis de las ideologías
del desarrollo, de la solidaridad y de la acción humanitaria que motivan a los
actores sociales de las empresas que son las ONG, tanto el distanciamiento
académico como la adhesión se presentan como posturas no siempre propicias
para la formulación de un verdadero conocimiento, es decir de un saber justo y
relativamente nuevo. La siguiente contribución se originó en antiguas
actividades de investigación sobre la ideología del desarrollo.3

Con todas sus ambigüedades, la observación participante resulta así


particularmente adecuada para describir prácticas que se nutren de a nálisis,
pero también de apuestas. Estas experiencias se transforman, en gran medida,
en un material de campo cuyo estudio constituye una contribución de utilidad
para la reflexión sobre las ONG y sobre el desarrollo. En efecto, las ONG son el
vector privilegiado de representaciones ideológicas que se construyen como
dominantes, a partir del instrumento fundamental de las imágenes mediáticas
que estas organizaciones –o las más conocidas de ellas– utilizan para formar
opinión o para generar consensos.
Teniendo en cuenta que las ONG, y su gran desarrollo, constituyen uno de los
campos donde mejor puede medirse y analizarse la evolución de las
concepciones de la solidaridad, intentaremos justificar la hipótesis según la cual
las ONG constituyen la principal herramienta de gestión de formas colectivas
para pensar la solidaridad en la actualidad. A medida que el concepto de
desarrollo pierde progresiva e irremediablemente su pertinencia ideológica e
histórica, las ONG aparecen como un crisol ideológico de envergadura en
donde se observa, lenta pero explícitamente, una transformación que tiende
hacia una homogeneización humanitaria que contribuye, de manera esencial, a
la administración del mundo. Las ONG se presentan así como una herramienta
capital de la globalización, aún cuando ellas mismas propongan un discurso
sobre las especificidades locales, que termina constituyendo una de las
contradicciones que las mismas deben afrontar.

2.1 Representaciones de la Solidaridad en Tiempos del Tercermundismo

La solidaridad además de ser, o pretender ser, una práctica está fundada sobre
una moral colectiva y un sentimiento que combina ética y afectos. En Europa,
la historia de las ONG es inseparable de los movimientos asociativos
nacionales. En Francia, la aventura colonial significó un poderoso generador de
representaciones sobre el Sur e impulsó el desarrollo asociativo, principalmente
cristiano. En nombre del "deber de civilización", accesorio obligado y en
definitiva más duradero que las colonizaciones militares y políticas, millares de
misioneros partieron desde la Francia rural hacia ultramar; eran bretones o
alsacianos, llevaban la palabra caritativa, la palabra de Cristo, pero también la
de Francia. Esto les permitió difundir sobre las poblaciones con las que
compartieron la vida, ya que no la misma fe, un imaginario perdurable. Tras las
guerras coloniales y con el advenimiento del neocolonialismo del cual somos el
emergente, la fraternidad cristiana aparece confrontada con la solidaridad laica
e internacionalista de los movimientos tercermundistas de tipo marxista.

El carácter mesiánico de las ideologías de los tercermundistas cristianos y


marxistas permitió la articulación de sendas organizaciones. Al mesianismo
cristiano, que erige a los pobres en elegidos de Dios, corresponde el
mesianismo marxista revolucionario, de clases elegidas. El título de la obra de
Fanon Les damnés de la terre ( Los condenados de la tierra ) es explícito en tal
sentido. La revuelta de estos condenados es lo que constituye el fermento del
porvenir. La fraternidad entre los hombres y la solidaridad con los oprimidos
son dos concepciones que conjugan sus efectos constituyendo el núcleo
central de la ideología tercermundista.

Esta conjunción ideológica construida en torno a la posibilidad de una


liberación mesiánica no está exenta de diversas zonas de especificidad. Los
cristianos, distantes frente al rol del Estado, prefieren las "comunidades de
base", concepto típico de la ideología cristiana de desarrollo comunitario,
representado por G. Belloncle. El desarrollo "comunitario", luego "auto-
administrado" y más tarde "participativo" –vocablos que aparecen como un
credo un tanto démodé aunque aun se usen– tiende a pensar el desarrollo
como una aventura colectiva, que tiene lugar en un contexto pastoral y bíblico,
bajo la mano benévola de Dios que, justamente, reconoce a los suyos.
Precisamente nada tenía de benévolo el Estado socialista respecto del cual los
tercermundistas temían la autoridad totalitaria y los excesos, aunque por otro
lado se hallaban fascinados con las conquistas logradas en China, a través de
un Estado fuerte y eficaz. La dialéctica estado/sociedad civil de los años 60 se
encontraba para entonces cancelada por una visión Occidental atravesada por
debates ideológicos radicales. Con excepción de Secours Populaire Français –
Socorro Popular Francés– la mayor parte de las ONG que se desarrollaron a la
sombra del tercermundismo eran cristianas: Hermanos de los Hombres, Tierra
de los hombres, son las más conocidas junto con Cimade (protestante).

"La vaca del rico se come el trigo del pobre" afirmaba Hermanos de los
Hombres. En esta época numerosas obras hacían referencia al "saqueo del
tercer mundo" y al "intercambio desigual", sin olvidar los efectos perversos de
las culturas de exportación, de la deuda y de la extorsión en cuanto a las
materias primas. Estos fenómenos, cuya realidad hoy apenas se discute, se
analizan dentro de un esquema binario que opone el Norte al Sur, los países
desarrollados a los países subdesarrollados, como dos mundos distintos con
intereses, si no contradictorios, al menos radicalmente disociados.

El tercermundismo ideológico se construye, en principio, a través de esta


cesura entre ricos y pobres la cual aparece como un obstáculo casi ontológico
que es necesario destruir en nombre del principio de los vasos comunicantes.
Los más ricos del Norte deben ayudar a los pobres del Sur. Esta ideología,
fundada en un sólido movimiento asociativo constituye el cuadro en el que,
entre las décadas de 1960 y 1980, las asociaciones comienzan a transformarse
en operadores del desarrollo, es decir en ONG que implementan y financian,
primero, micro-proyectos y luego proyectos de desarrollo (tales proyectos
pueden ser alternativos o complementarios de proyectos estatales). 4

En Francia, el tercermundismo se encuentra bien anclado en la izquierda. El


dinamismo ideológico de esta posición se funda en una conjunción que toma,
por un lado, del anti-imperialismo colonial y neocolonial de los marxistas que
afirma el principio de la solidaridad internacionalista y, por el otro, del
progresismo cristiano que habla en nombre de la fraternidad entre los hombres.
Al concepto de solidaridad entre los pueblos, propio de los marxistas,
corresponde el humanismo fraternal de los cristianos. La toma de conciencia
por parte de los primeros es colectiva; en los segundos es individual y
grupuscular (cf. la "concientización"). La figura marxista del oprimido armoniza
con la figura emblemática del pobre de los cristianos.

El tercermundismo constituye así un poderoso catalizador de la estructuración


y coagulación política. Así, en las décadas de 1960 y 1970 el desarrollo
constituye la principal forma de liberación de las naciones y de los hombres del
hemisferio Sur, según se ponga el acento en las naciones y los pueblos
(marxistas) o en el protagonismo de los hombres (cristianos). En ambos casos,
tanto las naciones como los hombres del Sur eran vistos como los actores de la
historia y de su propia liberación. El movimiento asociativo francés apareció
situado, mayoritariamente, dentro de la corriente cristiana en la medida en que
la importancia política del partido comunista en la sociedad francesa dejó poco
lugar a las asociaciones marxistas autónomas. Los matices en las
concepciones de la solidaridad respecto al tercer mundo pueden observarse en
el rol desempeñado por el Estado en el citado proceso de liberación y
emancipación.

A pesar de las representaciones diferenciadas de solidaridad y de sus


diferentes actores, el tercermundismo se presenta como una ideología
totalmente homogénea, ampliamente influenciada por una visión mesiánica del
Sur –por sus hombres y sus pueblos– fundada en una concepción solidaria y
participativa del desarrollo, del compartir y de la colaboración entendidos en un
sentido cristiano próximo al concepto de comunión. Las categorías "pobres",
"dominados" y "desposeídos" aparecen en primer plano, como si se tratara de
la esencia misma del desarrollo, el cual es considerado por las ONG
tercermundistas como una distribución "comunitaria". Esta concepción
determina el perfil del voluntario de las ONG: altruista, fraternal, participativo.
Tales calificativos hacen del desarrollo una aventura moral y humana pues la
solidaridad es esencialmente concebida como una pulsión moral. Se trata de
"compartir el pan" y "hacer florecer los campos". El desarrollo se presenta así
como una pedagogía fraternal, cuya fuerza moral es la solidaridad.

Los voluntarios inspirados en estos valores parecen dispuestos a escuchar a


poblaciones cuya cultura es valorizada, aunque no siempre comprendida, y
parecen también abiertos a la improvisación. Esta apariencia de amateurismo
de la primera generación de voluntarios de las ONG, quienes orientaban sus
acciones más por sus buenos sentimientos que por su competencia
profesional, ha evolucionado rápidamente. En la década de 1970, la difusión
del término ONG se da en una atmósfera anti-estatal neo-izquierdista, libertaria
y espontánea. El contexto neocolonial de entonces y el tipo de desarrollo
(grandes proyectos) dan paso a una visión alternativa constituida por iniciativas
asociativas que buscan desprenderse del Estado neocolonial y de los Estados
locales dependientes, dirigiéndose directamente a las poblaciones a través de
sus incipientes sociedades civiles, que pasan a ser el objetivo elegido para la
solidaridad activa de las ONG.

Puesto que las que colaboran con las ONG son sociedades civiles perennes, la
noción de desarrollo a largo plazo y de colaboración duradera va de suyo. El
desarrollo es visto como un proceso pedagógico de larga duración, una
valorización de los hombres desde sus principios y no como una simple
optimización técnica de recursos económicos (cf. la revista Économie et
humanisme y los escritos del padre Lebret). "Aquí y allá", según el concepto en
boga en esa época, pequeños grupos militantes (o comunidades) operan
relaciones interpersonales, cuyas cualidades –en esta concepción– condiciona
los resultados. Estas relaciones vinculan a las minorías provenientes de
sociedades civiles del Norte con minorías provenientes de sociedades civiles
del Sur (o de aquello considerado como tal) para lograr mayorías de progreso.

Esta concepción tercermundista del desarrollo y de las relaciones Norte-Sur,


fundadas en representaciones particulares de la solidaridad, no puede ocultar
sus aspectos paternalistas y hasta misioneros, propios de toda pedagogía. La
situación de las "sociedades civiles" locales difiere de un continente a otro y de
un país a otro. Por esta razón, el estudio de las ONG del Sur resulta una
necesidad para poder aprehender cuáles son sus propias prácticas y
representaciones de la solidaridad en general, de la solidaridad de los otros y
de nuestra solidaridad.

FUENTE: http://www.scielo.org.ar/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1850-
275X2006000100008

3. ANTROPOLOGÍA DE LA SOLIDARIDAD. José María Barrio Maestre.


Profesor Titular. Universidad Complutense de Madrid

El planteamiento de una antropología de la solidaridad puede suscitar


extrañeza, dado que la solidaridad se entiende primeramente como un valor
moral, algo que "debe ser", mientras que la vocación fundamental de la teoría
antropológica es una indagación sobre el "ser" humano. Bien es verdad que
toda ética realista ha de fundarse en una teoría antropológica consistente, y
que lo primero que hay que decir de los valores en general –y de los valores
morales en particular– es que verdaderamente lo son, de suerte que la ética
realista –pese a su intención esencialmente práctica– no puede ignorar su
radical dependencia de la realidad humana.

Pero es que, además de lo dicho, resulta que podemos hallar en el seno


mismo de la realidad humana que la Antropología filosófica ilustra una vocación
solidaria inscrita en las entretelas más originarias de su textura ontológica. La
apertura al otro no es ni mucho menos una dimensión marginal de lo que
somos. Y ello por varias razones.

En primer término, porque tenemos raíces. Nuestro ser está radicado en


algo que lo trasciende, aunque sólo sea por el hecho primigenio de que no nos
lo hemos dado nosotros. Hemos sido llamados al ser por Otro.

En segundo término, porque no podemos lograr ser lo que somos –


personas humanas– sin la ayuda de otros. También, y en sentido opuesto,
porque los demás no pueden lograrse sin nuestra cooperación, al menos en la
medida adecuada.

Nuestro pasado es compartido. El hombre tiene historia, de manera que


hemos llegado donde hemos llegado –en lo bueno y en lo malo– en buena
parte merced a quienes nos han precedido, al tiempo que los que nos sucedan
habrán de partir de lo que les hayamos transmitido. Por la misma razón,
también nuestro futuro es compartido. Compartimos un destino común y ello
constituye la base psicológica del "sentimiento" de la solidaridad. (En nuestros
días, esta idea de que el futuro es compartido se ha visto fortalecida desde la
sensibilidad ecológica. El llamado Informe Brundtland, presentado a la
Asamblea de la ONU en 1985, define el concepto de "desarrollo sostenible" en
términos de promover un progreso económico e industrial que no comprometa
el medio ambiente y la supervivencia de las generaciones futuras. También en
el ámbito de la sociología, y en el concreto contexto del análisis de la futura
viabilidad del Estado del Bienestar, se ha acuñado el concepto de "justicia
intergeneracional").
Hay quien piensa que el "sentimiento" solidario es algo culturalmente
suscitado en la escena sociohistórica de una economía globalizada, algo
parecido a lo que sucedió, ya hace años, con el "sentimiento" ecológico. En
todo caso, y sin entrar más en esta cuestión, entiendo que constituye una
inclinación natural humana –y de ello se ocupa la antropología antes que la
ética– el pensar que la suerte ajena también es la mía y que, al igual que
comparto un pasado común con otros congéneres, nuestro futuro es
interdependiente.

Aunque en un sentido algo distinto, también Robert Spaemann aduce una


paradójica fundamentación hedónica del sentimiento de la filantropía, que
podría conectarse incluso con la regula aurea de la moral evangélica: "Tratad a
los demás como queréis que ellos os traten" (Mt. 7, 12). Igualmente Pieper
señala la distinción pero mutua convergencia entre el deseo egoísta (eros) y el
amor altruista (ágape). El hecho es que el fenómeno contemporáneo del
voluntariado ha puesto de relieve el carácter extraordinario de una experiencia
ordinaria: uno se gana cuando se "pierde", cuando se "expropia" de sí por la
entrega al otro. La acción altruista obra en beneficio, sobre todo, de quien la
lleva a efecto, mucho más que del teórico beneficiario. Experiencia ésta que, en
un nivel distinto, corroboran varios recientes premios nobel de economía –entre
ellos Amartya Sen– al afirmar que generalmente ponemos más interés y
empeño en aquellas tareas que realizamos "desinteresadamente", sin ninguna
contraprestación ni beneficio económico. Esta observación es digna de ser
profundizada, y la verdad en ella latente es capaz de catalizar un
replanteamiento general de muchos dogmas de la economía liberal.

En fin, la crisis de ciertos supuestos de un liberalismo que canonizaba el


egoísmo individual como único camino para perseguir el bien común, nos
enfrenta con la necesidad de explorar nuevas hipótesis y paradigmas que
sirvan para explicar mejor la compleja realidad socioeconómica. Se abre paso
para muchos la percepción de que no se es más cuanto más se tiene.
Hablando del consumismo, señala Juan Pablo II que "no es malo el deseo de
vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida que se presume como mejor,
cuando está orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para ser
más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en
sí mismo" (Enc. Centesimus annus, n. 36).

Pasemos ya al núcleo del asunto. Personalidad significa


interpersonalidad. Característica de la persona es la autoposesión de sí misma
en la forma peculiar de la identidad subjetiva. La persona es alguien capaz de
decir con sentido –decir y entender lo que dice cuando lo dice– la palabra "yo",
siendo así que ese yo significa sujeto capaz de autoconciencia y de
autodeterminación, digamos, de entender y de querer libremente. Así, la
persona, en tanto que sujeto o "yo", mantiene una especial relación consigo
misma: eso que conocemos como "intimidad", "vida subjetiva" o, en general,
como "vida interior".

Ahora bien, ningún yo puede entrar en contacto consigo mismo, en la


forma de poseerse según la autoconciencia, si no es en relación a su vez con
un no-yo (alter) pero que también es un yo (ego). Dicho de otra forma, sólo me
hago cargo de mí mismo como "yo" en relación, llamémosle dialéctica, con un
"tú".

Por su parte, ambos elementos –el "yo" y el "tú"– conforman el "nosotros".


Y el nosotros, como explica Millán-Puelles, no es más que el plural del yo.

Desde el punto de vista antropológico, la solidaridad, antes que un valor


de tipo moral, es una condición inherente al yo, en concreto, aquella que hace
posible y necesario que la persona se viva a sí misma instada por la existencia
del alter ego, de una "identidad semejante".

A título de identidad, el semejante es un yo discontinuo al yo en el que yo


consisto, completamente irreductible al mío; en sentido estricto, irrepetible e
irreemplazable (tal es, según Kant, uno de los aspectos más significativos de la
dignidad de la persona). Irrepetible implica una absoluta novedad, como han
puesto de manifiesto las agudas observaciones de Hannah Arendt acerca de la
"natalidad". Todo yo es un individuo, irreductible a otro; e individuo, como
decían los escolásticos, es una entidad intrínsecamente indivisa y
extrínsecamente separada (indivisum in se et divisum a quolibet alio).

Pero, en calidad de "semejante", el alter ego enlaza con el ego en razón


de que comparten una cualidad común, vale decir, la naturaleza personal.

En otras palabras, y por utilizar una terminología más vulgar, las personas
se definen por tener cada una su propia personalidad. Ésta resulta de la
mixtura de elementos hereditarios, ambientales y, podría decirse, "personales",
es decir, ingredientes que vienen dados, bien desde dentro, bien desde fuera –
temperamento–, sumados a otros que, fruto no tanto de lo que se nos da como
de lo que hacemos nosotros con ello, integran lo que conocemos como
"carácter", huella o impronta personal en la respectiva biografía. Ahora bien, si
todas las personas coinciden en tener personalidad, no precisamente coinciden
en la personalidad tenida por cada una: cada quien tiene la suya propia,
propiísima. Como decía un amigo, cada uno es cada uno con su "cadaunada".
Cada persona ejerce su ser-persona a su modo y manera, pero a su vez todos
y cada uno de esos modos y maneras lo son en definitiva de lo mismo, a saber,
de ejercer la misma índole de persona humana, la animalidad-racionalidad.
(Algo parecido le ocurre a lo que los metafísicos llaman el "ser en cuanto ser".
El concepto de ens commune, de cuño clásico entre los cultivadores de la
ontología de tradición aristotélica, no se refiere a un ser que fuese común a
todos los entes; más bien resalta que cada uno ejerce su propio acto de ser o
existencia a su modo y manera, según su esencia específica e individual.
Ejerciendo cada ente su propio acto de ser, todos ellos coinciden, justamente,
en ser, en ejercer su propia existencia según el modo específico e individual de
ser de cada uno.)

Llegamos así a la evidencia de una solidaridad radical en el hecho de que


cada persona posee una individualidad irresoluble, un originario en-sí, pero que
desde-sí, converge con otros.

"Nosotros" no expresa una abstracción del yo. La abstracción del yo es


irreal, como se deja ver en la matriz colectivista del idealismo, tanto del
idealismo trascendental kantiano, que hipostasía un yo impersonal, como del
idealismo absoluto del romanticismo alemán, que deprime la individualidad. La
derivación que Hegel hace del espíritu subjetivo (yo en sí) al espíritu objetivo
(yo fuera de sí, o naturaleza), y de éste al espíritu absoluto (yo para sí, o
autoconciencia: Dios como síntesis absoluta de todo), pone de relieve un
esquema lógico que sólo puede darse en el pensamiento, no fuera de él. La
realidad posee su propia gramática, y este planteamiento, traducido en
categorías sociopolíticas en la forma del colectivismo, deviene totalitario y
violento. La historia reciente ilustra las consecuencias letales de ciertos modos
dialécticos de enfrentar una realidad que no se deja tratar de cualquier manera.
La realidad es más rica y compleja que todas las abstracciones simplificatorias
que la mente humana puede ingeniar para reducirla y manejarla.

La categoría "nosotros" es real no como una abstracción del yo. El


"nosotros" anónimo, aquel al que se le ha extraído el yo, es una peligrosa
ficción, como bien sabe la sociología y la psicología de masas, puesto que al
abstraer el yo –aunque sólo sea según el modo de la "epoché" fenomenológica,
vale decir, poniéndolo entre paréntesis, haciendo una abstracción puramente
metodológica– con él se desconsidera la libertad, y la responsabilidad.

El "nosotros" real no es una abstracción sino una expansión del yo, una
de sus versiones o facetas, al tiempo que una amplificación de él.

Sólo cabe la apertura a los demás desde una previa autoposesión de sí.
Sólo es posible comunicar vitalmente lo que se lleva dentro. Se comunica
cuando se tiene algo que comunicar, algo que se ha metabolizado, que se ha
convertido en vida propia y se ha represado en soledad. Lo que Alejandro
Llano llama la "sociedad del espectáculo" para nada facilita esto, pues nos
insta a una dispersión tal que puede llegar a hacernos incapaces de mirar
dentro de nosotros mismos. Sólo quien preserva buenas dosis de vida interior
puede relacionarse creativamente con los demás, apreciar lo valioso que hay
en ellos; en fin, crecer él, y ayudar a que crezcan los otros.

Pero cuando se pierde el sentido del pudor, cuando el omnipresente ojo


del "Gran Hermano" no permite que haya intimidad, cuando quedamos ciegos
para apreciar el misterioso secreto que nos invita a acercarnos con respeto al
otro, entonces no puede haber una relación interpersonal verdaderamente
interesante y enriquecedora. Los interlocutores de una relación
despersonalizada quedan reducidos a la condición de actores del espectáculo,
o a la más penosa de anodinos "extras" en una función en la que carecen de
todo protagonismo, pues ya está diseñada por otros, y quizá no por quienes
tienen algo interesante que decir sino por quienes tienen un buen negocio por
delante. Hay quienes viven –y nada mal, por cierto– de generar "identidades
alienadas". Y, en correspondencia, hay quienes piensan que tienen un estilo de
vida "muy personal", y en el fondo sólo viven, visten, se divierten y piensan –o
creen que piensan– como otros han previsto que viva, vista, se divierta y
piense media humanidad, porque eso les reportará grandes audiencias y,
luego, grandes ventas.
Un yo solitario implota, pero el yo difuso en la masa, explota. Hay, así, dos
formas en las que el yo puede periclitar, autoanularse: el repliegue sobre sí
hasta la completa desconexión con los demás (individualismo) o la apertura
excesiva que disuelve el sí mismo (alienación). Análogamente, el yo tiene dos
formas de crecer: mantener una relación intensa consigo mismo, en soledad, y
potenciar la relación creativa con los demás. De acuerdo con esto, la relación
del yo consigo mismo puede revestir, a su vez, dos formas: una destruc tiva y
otra constructiva. Ambas posibilidades quedan bien atendidas,
respectivamente, con las expresiones "yo solitario" y "yo solidario".

El yo solitario se encierra en sí mismo y busca la soledad como fin, se


encapsula y autoclausura. El yo solidario busca el enriquecimiento de sí propio
mediante una soledad que es estación, plataforma y palanca para la apertura al
otro.

Hagamos finalmente algunas observaciones acerca de la índole ética de


la solidaridad y, más en concreto, de su perfil ético-político como ingrediente
básico de la justicia social. Los planteamientos de la llamada "ética dialógica" o
"ética democrática" han contribuido a que se expanda la idea de que los
imperativos de la justicia social sólo pueden hacerse efectivos merced al buen
funcionamiento de las instituciones del "Estado social y democrático de
Derecho". En una peculiar versión de la vieja idea liberal de la "mano invisible"
del mercado, que produce mágicamente la justicia social, la regla de las
"mayorías" tornaría éticamente correcto todo lo que proceda del consenso
mayoritario expresado en un parlamento democráticamente legitimado. Las
instituciones del sistema político democrático poseerían una especie de
eticidad inmanente –Sittlichkeit la llamaba Hegel– dotada de una eficacia casi
telúrica, por virtud de la cual lo que la mayoría decide es lo éticamente debido.

Aceptar dicho planteamiento exige una fe, podríamos decir, pragmática –


también muy del gusto hegeliano– en la necesaria bondad de lo fáctico. El
consenso de hecho resultante de un libre acuerdo llevado a cabo en el seno de
un diálogo en el que se han dejado al margen las relaciones de poder –
Herrschaftsfreidialog, lo llama J. Habermas– pasaría a ser la única referencia
moral relevante en un contexto social pluralista, en el que no existe unidad de
criterios sobre lo moralmente debido. Hegel diría que lo que ocurre es lo único
que puede ocurrir –todo deviene según leyes necesarias y determinantes– y,
por tanto, lo mejor que puede ocurrir. El viejo realismo que consideraba la
política como el arte de lo posible se torna en beatífico idealismo que ve en lo
que hay lo único que puede haber. El filósofo suabo hablaba, en este sentido,
de la radical inocencia del ser (Unschuldigkeit des Seins).

Eso que hoy algunos llaman "progresismo liberal" o "liberal-progresismo"


y que pugna por presentarse como la única ideología hoy posible y razonable –
en sentido estricto, el atenerse a lo que hay– conecta en paradójico maridaje
una teórica defensa de la libertad con un fatalismo que amenaza c ualquier
iniciativa para mejorar lo presente con el riesgo de "quedarse fuera" del espacio
público, "quedarse atrás" en la carrera del progreso o, como suele decirse, "no
salir en la foto". Lo que A. Llano denomina el "tecnosistema" –mixtura de
Estado, mercado y medios de comunicación– cuenta con medios suficientes
para silenciar o marginar las opiniones divergentes, por muy autorizadas que
sean. Además de la privilegiada posición que eventualmente le otorgue el estar
legitimado por la "mayoría", el poder s uele servirse de la gran plasticidad
topológica de los emblemas políticos en la forma de buscarse sede en un
cómodo "centro". Por el sencillo procedimiento de "posicionarla" –con perdón–
en los extremos más variados, un gobierno puede eliminar cualquier
discrepancia del pensamiento único a base de tacharla sistemáticamente de
marginal o fundamentalista, de manera que si alguien tiene algo relevante que
decir acerca del asunto que sea, se le da voz si conviene o, en caso contrario,
se le calla "democráticamente".

Probablemente tienen razón quienes atribuyen el acierto político a la


imposibilidad de hacer otra cosa, pero la absoluta suplantación de una
concepción metafísica del bien por la mera corrección política lo que supone,
sencillamente, es la pérdida de toda referencia ética para la gestión de la cosa
pública, la consagración de la doble moral y la corrupción pretotalitaria, por
mucho que se hable de democracia y de tolerancia.

Pero volvamos al nervio de la cuestión. Además de una condición


ontológica de la persona, la solidaridad es un valor moral que, como tal, no
pueden realizar más que las personas individuales. Es cierto que las
instituciones del llamado Estado Social o Estado del Bienestar pueden ayudar
más o menos a que las personas traigan a la realidad los valores de la justicia
social y de la amistad política, pero sólo en la medida en que dichas
instituciones están regentadas y gestionadas por quienes en su vida personal
desarrollan actitudes y aptitudes solidarias.

En la Enc. Sollicitudo rei socialis, Juan Pablo II pone de manifiesto la


urgencia de cumplir la ley moral, también por motivos sociales: hay una
relación directa entre el tenor de ciertos estilos de vida y la miseria de tantos. El
desafío de una economía global es una oportunidad también para percibir la
interdependencia no sólo en los aspectos macroeconómicos, sino en la forma
de conducirse en la vida personal y en las relaciones con los demás. El Beato
Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, decía que cada uno de nosotros no
es un "verso suelto", que quizá se cita por separado, pero que no puede
expresar toda su belleza más que unido a aquellos otros con los que integra el
poema. Esta realidad es ignorada por quienes sostienen el planteamiento
individualista de reducir la moral al nil nocere, a abstenerse de causar daño a
otros. En apariencia no hace daño a nadie quien se emborracha solo, pero
probablemente desconsidera la pena que está causando a las personas que le
quieren.

La ética –que Aristóteles pensaba inseparable de la política– no consiste


sólo en no dañar al otro (alterum non laedere) sino, y sobre todo, en hacer el
bien, cuanto más mejor, y esto en el sentido del viejo lema que usaban los
juristas latinos para describir la justicia: suum quique tribuere, honeste vivere.
"Si llevas cuenta de los delitos, ¿quién podrá resistir?" (Ps. 129), canta un
Salmo. Para quienes vemos en Jesucristo no el severo rostro de una Justicia
que da a cada uno lo suyo, sino el de la misericordia y la acogida de Aquél que
–por buscar la proximidad, incluso la intimidad– ha llegado a hacerse uno de
nosotros, la solidaridad no es meramente un valor abstracto que se anhela, una
actitud que se admira o, mucho menos, un ademán burocrático de corrección
política. Para los cristianos la solidaridad tiene un rostro humano, y divino.
Cristo se ha hecho solidario con la miseria humana hasta el extremo del
anonadamiento total, hasta poder sentirse, en la Cruz, abandonado por un
Padre que le es consustancial. Y los cristianos sabemos que eso no es sólo un
símbolo, un gesto de condescendencia o de cortesía. La "compasión" de Cristo
no es una broma o un juego. Y lo ha demostrado bien a las claras. De ahí que
para quienes pretendemos imitarle, la solidaridad –que es otro nombre de la
caridad– no es sólo un deber de justicia a secas, sino una gustosa obligación
que nos pone en conexión directa con el misterio y el rostro de Jesús.

Bien sea con una motivación explícitamente cristiana, o con cualquiera


otra, sí que resulta necesario aunar esfuerzos para llevar adela nte iniciativas en
pro de los más desfavorecidos. Además de que constituyen éstas un ejercicio
paradigmático de la libertad civil –que ante todo está para eso– suponen
aportaciones efectivas, por modestas que sean, al enriquecimiento material y
moral de la comunidad humana. Resolver un problema concreto de alguien
concreto, con un rostro concreto, es la mayor satisfacción que puede darse al
anhelo de justicia social. Y es la experiencia de quienes voluntariamente, hoy
como ayer, han sabido encontrar la forma más plena de ser libres. Con las
variantes que en cada caso determine el contexto socio-histórico, el
voluntariado –que siempre ha existido, aunque quizá no con las características
sociológicas que hoy detectamos– es uno de los signos más relevantes de la
capacidad, siempre renovable, que la civilización humana tiene de regenerarse
y crecer.

Potrebbero piacerti anche