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El poder en Europa y América:

mitos, tópicos y realidades

Ernesto GARCÍA FERNÁNDEZ


(editor)

eman la zabal zazu

Universidad Euskal Herriko


del País Vasco Unibertsitatea
servicio editorial argitalpen zerbitzua
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Iglesia y Estado en Latinoamérica


durante el siglo XIX
Juan B. AMORES CARREDANO
Universidad del País Vasco

La Iglesia católica, o más exactamente sus representantes oficiales


en los países de la región, va a jugar un papel determinante en el pro-
ceso de formación del Estado y la nación en Latinoamérica a lo largo
del siglo XIX.
Las diferencias ideológicas en el seno de las elites latinoamericanas
van a girar, en realidad, casi exclusivamente en torno al estatus que se
debía asignar ala Iglesia en la sociedad. En síntesis; dos son las postu-
ras que se enfrentan: la calificada de liberal y la calificada de conserva-
dora que, sin embargo, son calificaciones que se refieren no tanto a di-
ferencias ideológicas y políticas más o menos profundas sino casi
exclusivamente a la posición respecto a la Iglesia.
Para entender esas diferencias es necesario explicar previamente
cuál fue el papel que jugaron las estructuras eclesiásticas durante el
proceso de emancipación política del continente hispanoamericano
(1808-1825). No nos remontamos más atrás porque damos por su-
puesto que se tiene una idea, al menos general, de la importancia de la
Iglesia en la formación de la sociedad latinoamericana en la época co-
lonial.

l. La Iglesia y la independencia de la América hispana

Por razones que parecerán obvias, fue muy distinta la posición de


los distintos estamentos eclesiales y, sobre todo, dentro de cada esta-
mento, ante el proceso independentista. Así, por ejemplo, entre los
obispos podemos encontrar tres tipos de actitudes!. Los hubo que de-

I Cf. VARGAS UGARTE, R.: El episcopado en los tiempos de laemancipacián sudameri-


cana, Lima 1962.
236 Juan B. Amores

fendieron a toda costa la lealtad a la corona, como ocurrió con los de


México y Buenos Aires, negándose a reconocer la legitimidad de las
Juntas autonomistas de 1809-10 y, con más razón, cuando éstas deriva-
ron hacia una postura abiertamente independentista. Otros, como Coll y
Prat en Caracas, supieron adaptarse al cambio y colaboraron con los lí-
deres de la independencia. No faltó alguno, como el obispo de Quito,
Cuero y Caicedo, que protagonizó una auténtica rebelión clerical con-
tra las autoridades establecidas y un intento de establecer algo así como
una república teocrática.
Mucho más significativa y decisiva fue la actitud del alto clero,
miembros de los cabildos catedralicios, la mayoría de ellos criollos de
origen patricio y quizás el núcleo más culto de la sociedad colonial; en
sus bibliotecas es fácil encontrar las obras de los enciclopedistas y filó-
sofos modernos, que a menudo conocían por su deber de calificarlas.
Con una ya larga tradición de conflicto con pretendientes de origen pe-
ninsular a los cargos que ostentaban, muchos de ellos se convirtieron
no sólo en actores de primera fila del movimiento independentista sino
que, además, ocuparán luego puestos relevantes en la dirección política
de las nuevas repúblicas, casi siempre como diputados. El deán del ca-
bildo de Buenos Aires, Gregorio Funes, uno de los principales asesores
del presidente liberal rioplatense Bernardino Rivadavia, representa
muy bien a este grup02.
El bajo clero secular, también criollo en su inmensa mayoría, va a
participar muy activamente en el movimiento emancipador, a veces in-
cluso en la acción bélica. Una buena parte de este clero llano repre-
senta, quizá como ningún otro sector de la sociedad, la conciencia de
opresión e injusticia que está latente en los diferentes grupos populares
de la colonia, mestizos y castas en general, debido a su contacto diario
con su propia feligresía.
Un grupo aparte lo forman los miembros de las órdenes religiosas.
Las comunidades masculinas venían siendo uno de los espacios semi-
públicos de la sociedad colonial donde con más virulencia se manifes-
taba la oposición entre peninsulares y criollos, como se podía compro-
bar cada vez que se convocaba el capítulo para la elección de cargos 3 .

2 Gregorio Funes se convirtió en auténtico inspirador de la política rivadaviana, siendo


autor de la ley de reforma del clero, que se refería principalmente a la necesidad de arreglar la
mala situación de las órdenes religiosas. El propio Rivadavia nombró a otro clérigo criollo,
Antonio Sáenz, para establecer la Universidad de Buenos Aires; Sáenz fue uno de los partici-
pantes en el famoso Cabildo abierto del 10 de mayo de 1809 que se manifestó abiertamente
por la emancipación de España. Otros miembros criollos del alto clero estaban en la misma lí-
nea, como Mariano y Diego Estanislao Zavaleta, y Julián Segundo de Agüero, que llegará a
ser diputado y ministro.
3 Cf. PEIRE, Jaime: «La Visita-Reforma a los religiosos de Indias de 1769», tesis doctoral
inédita, Universidad de Navarra, Pamplona (1986).
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Iglesia y Estado en Latinoamérica durante el siglo XIX 237

En los álboresde laindependencia también aquí eran mayoría los crio-


llos, pero no en una proporción tan abrumadora como en el clero secu-
lar, debido a que las órdenes seguían surtiéndose de miembros proce-
dentes de la península. Muchos de esos frailes de origen peninsular
movilizaron a sus fieles en contra del movimiento emancipador, aun-
que en este caso no tanto por fidelidad a la monarquía como por re-
chazo a los supuestos ideológicos révolucionarios -el horror a la revo-
lución francesa-, como también a menudo por la pervivencia del
espíritulascasiano de los frailes contra las elites coloniales.
La Santa Sede se convirtió de pronto en uno de los actores relevan-
tes del proceso. Mientras la plural monarquía hispánica mantuvo la in-
tegridad política, la Santa Sede no tuvo nunca casi nada que decir sobre
el gobierno de la Iglesia en la América española, en virtud del patro-
nato regio. Pero desde el momento en que extensas porciones america-
nas del imperio aspiran a su emancipación política, la sede romana se
encuentra ante un dilema muy difícil de resolver: por un lado, el mo-
narca español y el pontífice romano se necesitan mutuamente en el
contexto de la Europa de la Restauración; por otro, Roma no podía
cerrar los ojos a la realidad que se estaba imponiendo, porque podría
perder en el futuro su capacidad de influencia en aquellas sociedades;
además, reconociendo a las nuevas repúblicas, quizá tendría la oportu-
nidad de recuperar la jurisdicciÓn y capacidad de gobierno de que
nunca dispuso por culpa del patronato. En todo caso, después de un pe-
ríodo de calculada ambigüedad y aparente apoyo a la causa realista, la
Santa Sede reconoció al menos implícitamente a las nuevas repúblicas
desde 1825, y lo pudo hacer de iure desde el fallecimiento de Fernan~
do VII en 1833, cuando además el sistema de la Restauración europea
había saltado ya por los aires 4 .
Se habría así una etapa inédita para la «política exterior» vaticana:
la posibilidad de dirigir y administrar directamente la Iglesia hispanoa-
mericana. Sin embargo, los nuevos gobiernos republicanos van a exi-
gir, desde el momento de su constitución, el derecho a heredar de Es-
paña, junto con la soberanía, el ejercicio del patronato. Obviamente,
desde un punto de vista histórico-jurídico, dicha pretensión no tenía
una justificación clara, habida cuenta de que aquel derecho fue conce-
dido en su día a los reyes de Castilla a título personal; sin embargo, re~
sultaba completamente lógico desde el punto de vista político, ya que
la Iglesia, por su capacidad de influencia social, económica y cultural
se convirtió, de hecho, en .la institución con más peso real en los nue-
vos países al momento de la independencia.

4 Cf. LETURIA, P. de: Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, 1 (Roma-Cara-


cas, 1959-60).
238 Juan B. Amores

2. La Iglesia y los gobiernos de las nuevas repúblicas (1825-1855)

En efecto, como dice John Lynch5 , la Iglesia salió reforzada del


proceso emancipador, y ello por varias razones. En primer lugar, la
gran mayoría del clero había participado activamente a favor del pro-
ceso, algunos incluso en la acción bélica y no pocos contribuyendo a la
elaboración y difusión del discurso patriota y revolucionario. Además,
los propios líderes de la independencia sabían muy bien -aunque al-
gunos, como el propio Simón Bolívar, tardaran en comprenderlo- que
necesitaban de ella para mantener o restaurar el orden social y político,
para compensar su escasa capacidad de imponer una autoridad efectiva
sobre unas «naciones» todavía mal definidas. No podemos olvidar que
la Iglesia fue, en muchos casos y sin pretenderlo directamente, la única
institución estable y organizada que quedó en pie tras la desaparición
del orden político y administrativo colonial, lo que incrementó el pres-
tigio de que ya gozaba en el imaginario colectivo y cotidian0 6 , y ello a
pesar de haber sufrido un fuerte debilitamiento en sus estructuras hu-
manas y económicas con ocasión de las guerras de independencia y las
contiendas civiles posteriores a la misma?
Así las cosas, durante el período de formación de las nuevas repú-
blicas, entre 1825 y 1855 aproximadamente, las relaciones entre una
Iglesia débil materialmente pero que mantiene, reforzada, toda su in-
fluencia en la sociedad, y un Estado política y económicamente tam-
bién débil, se limitaron, por un lado, a las constantes gestiones de los
respectivos gobiernos por conseguir de la Santa Sede el derecho de pa-
tronato y a la persistente negativa por parte de Roma que, sin embargo,
toleró el ejercicio de ese supuesto derecho por parte de los presidentes
republicanos, entre otras razones porque no le quedaba otra alternativa.
Los líderes nacionales parecieron contentarse con el reconocimiento
oficial de sus nuevos países por parte de la Santa Sede, lo que le pro-
porcionaba una legitimidad clara no sólo ante la comunidad interna-

5 Cf. LYNCH, John: «La Iglesia católica en América Latina, 1830-1930», en Leslie
BETHELL (ed.): Historia de América Latina, vol. 8, América Latina: cultura y sociedad, 1830-
1930, Barcelona, Crítica (1991), 65-122.
6 Para una mayoría de la población tanto urbana como, sobre todo, rural, la situación
creada tras la desaparición de la administración colonial se puede comparar a la que se dio en
el imperio romano de occidente tras su caída, a finales del siglo v, cuando, sobre todo en el
mundo urbano, las autoridades de la Iglesia suplieron en gran. medida las funciones de la de-
saparecida administración imperial.
7 El caso más dramático fue el de Centroamérica, donde la situación casi permanente de
conflicto y guerra civil entre 1824 y 1830, la dictadura liberal y anticlerical de Morazán en
los 30, que expulsó a las órdenes religiosas, y de nuevo la guerra civil en la década de los 50.
A la Iglesia en esta región no le quedaron ni siquiera el cobro de los diezmos: vid. por ej., Ed-
gar ZÚÑIGA C.: Historia eclesiástica de Nicaragua, Managua, Hispamer (1996),303-318.
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Iglesia y Estado en Latinoamérica durante el siglo XIX 239

cional sino también al interior de sus propios pueblos. Por otro lado, el
estamento clerical aceptó con naturalidad el ejercicio del patronato re-
publicano -en realidad era el estilo de gobierno, acentuado por el
regalismo borbónico, al que estaban acostumbrados- siempre que el
titular del poder ejecutivo se mostrara respetuoso con la Iglesia. Y esto
fue 10 que hicieron la gran mayoría de los caudillos que, con una orien-
tación abiertamente conservadora, gobernaron de hecho la casi totali-
dad de las nuevas repúblicas durante este períod0 8 ; en algunos países,
como el México de Santa Anna, la Argentina de Rosas o el Chile «por-
taliano», se puede hablar incluso de una alianza tácita entre régimen
caudillesco y alto clero para mantener el orden establecido frente a las
intentonas liberales o radicales, más o menos ligadas a la masonería y,
en todo caso, contrarias a la influencia de la Iglesia en la sociedad. En
esa alianza jugaron un papel relevante los pocos obispos metropolita-
nos que quedaron en el continente, como Vázquez en México, Luna y
Pizarro en Lima, Goyeneche en Arequipa, Vicuña y Larraín en Chile,
Mosquera en Santafé de Bogotá, etc. 9 •
Quizás la prueba más clara de que esta primera etapa fue favorable
para la Iglesia en su relación con los nuevos gobiernos se encuentra en
el hecho de que todas las primeras constituciones republicanas afirma-
ron la religión católica como la del Estado, y sólo en el caso de las
constituciones de Venezuela y de la Confederación Centroamericana de
1824 se permitió la tolerancia de cultos.
Por su parte, la Santa Sede se limitó a poner un mínimo de ordenen
la dirección de la Iglesia latinoamericana, con el establecimiento de al-
gunos delegados apostólicos con amplias facultades sobre extensos
territorios y el nombramiento de algunos obispos - a veces con la cate-
goría de in partibus infidelibus, para evitar el conflicto con el preten-
dido derecho de patronato-; pero no dejó de insistir mediante encícli-
cas y otras manifestaciones oficiales en su derecho y deber de velar por
la atención pastoral de sus fieles en aquellos países, que eran la in-
mensa mayoría de la población.

8 Cf. LYNCH, John: El caudillismo en Hispanoamérica, Madrid, Mapfre (1992).


9 Para México, vid. Historia de la Iglesia en América Latina, V, México, Salamanca
(1984), 199-230, y GUTIÉRREZ CASILLAS, José (S.J.): Historia de la Iglesia en México, Mé-
xico, POITÚa (1973), 239-279. Otros países: ARANA BRAVO, Fidel: Historia de la Iglesia en
Chile, Santiago de Chile (1986); KLAIBER, Jeffrey (S.J.): La Iglesia en el Perú. Su historia so-
cial desde la independencia, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima (1988); RES-
TREPO, J.P.: Iglesia y Estado en Colombia (1881).
240 Juan B. Amores

3. La Iglesia y la generación del liberalismo romántico y radical


(1855-1875)

En el entorno de mediados del siglo, una nueva generación de líde-


res políticos va a sustituir a los viejos caudillos. Se trata en su mayoría
de jóvenes procedentes del todavía estrecho sector de la clase media
urbana, a veces incluso de origen mestizo, fuertemente influenciados
por el ambiente del liberalismo romántico europeo y por el ejemplo de
los Estados Unidos. Es la generación de Benito Juárez y Melchor
Ocampo en México, de Sarmiento y Alberdi en Argentina o de Hilario
López en Colombia. .
Esta generación, que no ha hecho la guerra de independencia, es la
primera que porta una idea explícita de sociedad cívica y «nación polí-
tica», al estilo del republicanismo clásico lO • Para una buena parte de
ellos,. solamente se podía construir el Estado republicano y la nación
política superando «la pesada herencia colonial», que ellos vieron per-
petuada en el régimen de los caudillos. Son los que oponen, como hizo
el argentino Sarmiento, «civilización» a «barbarie», sociedades moder-
nas liberales y progresistas, de estilo europeo y anglosajón, a la pervi-
vencia de estructuras que perpetúan los viejos modelos estamentales y
señoriales del antiguo régimen colonial. Lo que ocurría en algunos paí-
ses de más profunda tradición hispánica era que la Iglesia, al menos
como institución visible, representaba mejor que nadie esa supuesta he-
rencia. En realidad ya no era la Iglesia colonial, y desde luego no tiene,
ni mucho menos, su antiguo poder humano y económico, pero no deja
de ser el símbolo que representa el pasado, y por ello será percibida
como el enemigo emblemático del nuevo Estado republicano y liberal,
la principal causante de la ignorancia en la que permanece el pueblo y
el principal aliado de una oligarquía heredera de las viejas elites crio-
llas coloniales y sustentadora del despreciado régimen caudillesco.
Es así como esta nueva dirigencia va a plantear, desde el gobierno,
una auténtica batalla contra las bases del poder social de la Iglesia. El
fenómeno se dio con mucha más virulencia, hasta el punto de incurrir
en un evidente sectarismo, en el México del período de la Reforma
(1855-75) y en la época de los gobiernos liberales radicales en Colom-
bia (1863-75). En Centroamérica, después de un período de calma du-
rante la década de 1860, en el que incluso llegaron a formalizarse las
relaciones Iglesia-Estado, triunfó de nuevo el liberalismo anticlerical al
final de esa década, en medio de una casi permanente situación de gue-

10 Cf. BRADING, David A.: Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla
(1492-1867), México, FCE (1992).
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Iglesia y Estado en Latinoamérica durante el siglo XIX 241

rra civiFl. En Ecuador y en Bolivia también se va a dar esa alternancia


de un extremo a otro. Así, en el primero, a la revolución liberal de Ur-
bina en la década del 50 le seguirá, en la década siguiente, el régimen
liberal doctrinario y conservador de García Moreno (1861-75), que res-
tableció toda la influencia de la Iglesia en el país 12 • En Bolivia fue al
revés: el concordato de 1851 es la muestra de las buenas relaciones
existentes; se deja a la Iglesia el control de la enseñanza y la censura de
las publicaciones, y el Estado garantiza la dotación económica del
clero, pero a cambio recibe el derecho de patronato; a esta etapa suce-
dió la del presidente liberal Linares, en 1857, de fuerte carácter anticle-
rical, pero su radicalismo naufragó en una sociedad todavía muy con-
servadora y las cosas volvieron a donde estaban sólo tres años más
tarde l3 .
La legislación explícitamente anticlerical se dirigirá, en primer lu-
gar, a socavar el real o supuesto poder económico de la Iglesia, me-
diante la desamortización de los bienes de titularidad eclesiástica, un
proceso muy similar, tanto en su justificación como en los procedi-
mientos' al que se había dado o se estaba dando en la península ibé-
rica l4 . En realidad, el proceso tuvo un resultado más negativo que posi-
tivo desde cualquier punto de vista: por un lado, se pudo comprobar
que los bienes de las instituciones eclesiásticas estaban muy disminui-
dos, como efecto tanto de las disposiciones desamortizadoras del final
de la etapa colonial como de la destrucción material de las guerras de
independencia; por otro, esas disposiciones acabaron en buena medida
con la pequeña y mediana economía agraria, que venía 'recurriendo al
cómodo sistema de financiación de las rentas eclesiásticas, y favoreció
así el incremento del latifundismo; por último, obligó al cierre o desa-
parición de muchas instituciones asistenciales regentadas por la Iglesia,
sin que el Estado tuviera capacidad entonces para sustituirlas eficaz-
mente.
Otro grupo de disposiciones iban dirigidas a poner fin al poder de
influencia de la Iglesia en el tejido social cotidiano; para ello se esta-
blecieron, con carácter obligatorio, los registros de nacimiento y falle-
cimiento y el matrimonio civil, se hicieron los primeros planes para

11 Vid., por ej., Edgar ZÚÑIGA c.: op. cit, 303-393. En este país centroamericano, el go-
bierno del general Tomás Martínez (1862-68) firmó un concordato con la Santa Sede.
12 DEMELAS, M.D. y SAINT-GEOURS, Yves: Jerusalén y Babilonia: religión y política en
Ecuador, 1780-1880, Quito (1988).
13 Cf. V ALDA PALMA, Roberto: Historia de la 19lesia en Bolivia en la República, La Paz
(1995),113-117.
14 Cf. FRIEN, Hans-Jürgen y MARTÍNEZ DE CODES, Rosa María (coord.): «El proceso des-
vinculador y desamortizador de bienes eclesiásticos y comunales en la América española. Si-
glos XVIII y XIX», Cuadernos de Historia Latinoamericana, n. 7, AHILA (1999).
242 Juan B. Amores

crear un sistema de enseñanza laica o estatal y Se declaró una, teórica,


libertad de prensa.
Las legislaciones más sectarias fUeron más lejos y, contradiciendo
el principio declarado de separación entre Iglesia y Estado, se inmiscu-
yeron con distintas eXCusas en la propia organización eclesiástica,
como si les resultara imposible deshacerse de la vieja tradición del pa-
tronato. Se dieron así expulsiones o reducción de órdenes religiosas,
disposiciones sobre edad mínima legal para profesar votos, seculariza-
ción de seminarios, o Se llegó a determinar la planta del clero, las canti-
dades permitidas para obvenciones eclesiásticas y hasta el número de
campanadas que podía dar cada cura en su iglesia.
Por su parte, la Iglesia, en América como en Europa, desde su ca-
Qeza hasta el último de los clérigos, reaccionó con fuerza a este ataque
del liberalismo. La decidida actitud antiliberal de Pío IX (1847-1873)
es bien conocida y, para el caso concreto de Latinoamérica, llegó a
condenar expresamente la legislación anticlerical del período de la Re-
forma en México. En la región, la jerarquía y el clero consiguieron
arrastrar a la mayoría del pueblo en su favor; devolviéndoles el argu-
mento, no fUe muy difícil para ellos presentar a los nUevOS dirigentes
como unos simples herederos de aquella vieja oligarquía criolla que
siempre tuvo al pueblo sometido y en la miseria; además, ahora eran
impíos y enemigos de la Iglesia, robaban las tierras a los pueblos indí-
genas, a las cofradías y a sus santos, les exigían nuevas tasas y papeles
para contraer matrimonio ante unos jueces inexistentes o corruptos, o
cerraban los seminarios y eScasas escuelas donde algunos de los suyos
podían siquiera iniciar una eventual carrera como abogado o sacerdote.
En países como México y Colombia, donde la estructura eclesiástica se
había conservado mejor, prelados y sacerdotes apelaron directamente a
la conciencia de los fieles, por ejemplo para impedirles que acudieran a
las subastas de los bienes desamortizados, o incluso, como sucedió en
Colombia, dejando por temporadas al país en un verdadero entredicho
canónico al ordenar el cierre de las iglesias y la paralización de la ad-
ministración de sacramentos.
El ataque del nuevo Estado liberal y laico tuvo otro efecto no de-
seado: consiguió que jerarquía y clero cerraran filas entre si y en torno
a Roma, a cuya Sede reconocerán ahora ya de forma definitiva como la
única cabeza no sólo religiosa sino también administrativa y de gobier-
no. Se consiguió así, irónicamente, una efectiva separación Iglesia-Es-
tado, que de hecho va a favorecer las relaciones entre ambas instancias
en la etapa siguiente. Pero también dio lugar a la aparición, entre los
grupos burgueses católicos, del ultramontanismo y de la acción política
directa de los católicos, como ocurrió en el centro y norte de México.
La Iglesia sufrió en muchos países un serio debilitamiento como
institución, al desaparecer su base económica, con la disminución del
Iglesia y Estado en Latinoamérica durante el siglo XIX 243

clero o al ver muy reducida su capacidad de influir a través de la ense-


ñanza. Lo que más sorprende, sin embargo, es el grado de pervivencia
de unas profundas convicciones religiosas en la inmensa mayoría de la
población, incluso precisamente allí donde el ataque (quizás por eso
mismo) fue más furibundo. El ejemplo más claro es México, donde
casi lo único verdaderamente importante e inamovible es la Virgen de
Guadalupe, pero también en la intensa devoción a otras «vírgenes» y
santos, con la extensión de la catequesis, la importancia de las cofra-
días, etc.
La revolución liberal se dio mucho más atenuada, por lo que res-
pecta a las relaciones con la Iglesia, en Perú, Chile y Argentina. En el
primer caso, nos encontramos en las décadas del régimen de Castilla y
el auge del guano, cuando se desarrolla la burguesía liberal en Perú; es-
tos liberales eran regalistas que querían poner a la Iglesia al servicio
del Estado, pero no eran anticlericales; uno de los intelectuales y políti-
cos de más peso en la época, el clérigo Bartolomé Herrera, una especie
de Donoso Cortés peruano, que llegó a presidir el Congreso y a repre-
sentar al país en Roma, fue el principal responsable de unas relaciones
tan cordiales que el pontífice romano cedió el derecho de patronato a la
persona del presidente de la república 15.
En Chile, el régimen conservador instaurado por Portales en los ini-
cios de la década del treinta otorgó a la joven República una estabilidad
insólita en el conjunto de la región, como lo muestra el que los distin-
tos gobiernos a lo largo de casi todo el siglo sean conocidos como «de-
cenatos». Aunque a partir de la mitad de los cuarenta empiece a vis-
lumbrarse un grupo liberal más radical, no será hasta la última década
del siglo que se planteen algunos conflictos serios con la Iglesia.
La constitución argentina de 1853 es el símbolo de la nueva repú-
blica liberal y burguesa que ha conseguido superar la etapa de «barba-
rie» y caudillismo del dictador Rosas. Se incluyó en ella la tolerancia
de cultos, casi como una exigencia de la colonia mercantil británica,
dominante en el Río de la Plata, pero que resultó providencial para fa-
cilitar uno de los principales propósitos del nuevo texto constitucional:
alentar la inmigración europea, indispensable para «llenar» un país con
unas posibilidades enormes pero sin población para desarrollarlas.
Aquí las preocupaciones de los gobiernos eran otras, aun perteneciendo
a la masonería; la presencia e influencia de la Iglesia no se dejaba notar
tanto, quizás por la escasa profundidad de la colonización hispana, sólo
intensificada en la región a partir de 1770; y era necesario contar con
todos. Como en Chile, sólo en la última década del siglo se darán algu-
nos roces de importancia entre la Iglesia y el Estado.

15 Cf. KLAIBER, J.: op. cit., 41.


244 Juan B. Amores

4. La etapa de la reconciliación y restauración de la Iglesia


(1875-1910)

Hacia 1875, el liberalismo radical y romántico se había transfor-


mado ya en liberalismo doctrinario, burgués y capitalista, al amparo de
la inserción de Iberoamérica en la economía mundial como efecto del
desarrollo de la revolución industrial en Europa y Norteamérica, que
demandó un fuerte incremento de importaciones de materias primas de
la región, posibilitando la aparición de un poderoso grupo oligárquico
exportador y proporcionando al Estado los medios suficientes para
crear, casi por primera vez desde la etapa colonial, un verdadero apa-
rato administrativo. Este proceso se completa con otros dos fenómenos
típicos de la época: la revolución de las comunicaciones terrestres y
marítimas, y la emigración europea, que afectó principalmente a los
países del cono sur y el Brasil.
Comienza así un intenso proceso de urbanización, aún no conclui-
do, con las conocidas transformaciones que ello trae para las estructu-
ras sociales y económicas, en primer lugar, y después en las mentalida-
des y las formas de hacer política. Este proceso se irá intensificando
velozmente conforme se acerca el final del siglo, dando lugar a nuevas
formas de sociabilidad, la difusión de la prensa y la enseñanza, etc.
De entrada, lo que se impone son regímenes que han sido calificados
como «repúblicas de orden y progreso» o «repúblicas oligárquicas», no
muy diferentes, al menos en sus principios doctrinales o teóricos, de los
regímenes imperantes en Europa, que vienen a ser la expresión política
de las complacientes burguesías enriquecidas con el proceso descrito.
Ante la vieja dicotomía liberal entre la libertad y el orden se impone aho-
ra el segundo, en lo social y político, y se defiende a ultranza la primera
para lo económico, porque esa conjunción es la que permite el progreso,
nueva religión de las elites, que son las únicas que se beneficiarán de él.
Estas nuevas elites van a mostrarse, por lo general, más moderadas
en su relación con la Iglesia, en parte porque ya ha sido «vencida» por
la generación anterior, y en parte porque en la Santa Sede se da tam-
bién un cambio importante hacia la aceptación del pluralismo ideoló-
gico y político, con la llegada del nuevo pontífice León XIII en 1873.
Pero es que, además, a esas elites les conviene ahora contar de nuevo
con la Iglesia para paliar, en lo posible, los tremendos efectos de la ex-
tensión del capitalismo sobre las masas populares, permitiéndole o in-
cluso alentando su iniciativa en el campo de la asistencia social y en la
enseñanza elemental, supliendo a un Estado que todavía está sólo al
servicio directo de la oligarquía o de sí mismo.
Después de la lucha contra el liberalismo, que marcó el pontificado
de Pío IX, el propósito de su sucesor León XIII fue recuperar el papel
rector de la Iglesia en la sociedad, pero en un sentido moral, renunciando
Iglesia y Estado en Latinoamérica durante el siglo XIX 245

a inmiscuirse directamente en las cuestiones políticas. Ello implicaba la


aceptación de la modernidad y el pluralismo, al menos como mal menor
y, aunque en Italia siguió vigente la prohibición a los católicos de cola-
borar con el régimen liberal, principalmente por razón de la famosa
«cuestión romana», la jerarquía animó a los católicos de los demás países
a asociarse e intervenir activamente en las cuestiones sociales y políticas.
Por su parte, la Santa Sede desarrolló una muy activa diplomacia, se ge-
neralizó el envío de nuncios y se busc6la firma de concordatos, que im-
plicaban el reconocimiento público de la Iglesia y facilitaban su actua-
ción en un entorno político y social cada vez más secularizado.
Esta política vaticana, a la vez apaciguadora y de prestigio, llevó a
que las iglesias nacionales latinoamericanas se «romanizaran», en mu-
chos sentidos, durante esta etapa. A ello contribuyó enormemente la
restauración y extensión de la jerarquía, con el nombramiento de obis-
pos y la erección de nuevas diócesis, la reapertura de seminarios y la
llegada a América, ya fuera con el apoyo o con la tolerancia vergon-
zante de los gobiernos, de nuevas órdenes y congregaciones religiosas,
masculinas y femeninas, para dedicarse tanto a restaurar las antiguas
misiones en el mundo rural o indígena como a la enseñanza elemental y
secundaria en las ciudades: pasionistas, salesianos, escolapios, maris-
tas, marianistas, etc., que encontraron en una sociedad en proceso de
urbanización un campo de acción muy extenso. La culminación de este
proceso fue la preparación y reunión en 1899 del Primer Concilio Ple-
nario Latinoamericano, para el que acudieron a Roma, la mayoría por
primera vez en su vida, más del cincuenta por ciento del episcopado de
la región l6 •
Por lo que respecta a las políticas concretas, las cosas se dieron casi
al revés que en la etapa anterior. Así, en aquellos países donde se había
producido un conflicto más grave entre 1855 y 1875, los nuevos regí-
menes a partir de esta fecha no sólo toleraron la acción de la Iglesia fa-
cilitando su restauración, como ocurrió en el México de Porfirio Díaz
(1875-1910)17, sino que llegaron a apoyar y apoyarse decididamente en
su capacidad asistencial, educativa y de influencia social, como fue el
caso de la Colombia de Núñez (un antiguo liberal radical) y Miguel
Antonio Caro, auténtico cerebro del régimen conservador (1885-1900)
que firmó con Roma lo que ésta calificó de «concordato admirable»,
porque restablecía el papel dominante de la Iglesia en el entorno social
y cultural, aunque la constitución reconoció la tolerancia de cultos.

16 Cf. PAZOS, Antón: La Iglesia en la América del IV Centenario, Madrid, Mapfre


(1992).
17 Cf. Historia de la Iglesia en América Latina, op. cit., 264-288, y GUTIÉRREZ CASILLAS,
J.: op. cit., 333-389.
246 Juan B. Amores

El liberalismo decimonónico latinoamericano tuvo siempre una


cierta relación con la masonería y ésta, como es sabido, jugó un papel
importante en el combate del liberalismo contra la influencia de la Igle-
sia en los países de tradición católica. Esta relación se manifestó más
abiertamente en la dirigencia política de las repúblicas latinoamerica-
nas de orden y progreso en la última década del siglo. En Ecuador, tras
el asesinato de García Moreno el país giró abiertamente hacia el anti-
clericalismo, representado por el caudillo liberal guayaquileño Eloy
A1faro. En Argentina y Chile, donde apenas habían existido conflictos
Iglesia-Estado, los gobiernos de esta etapa, con el apoyo de un influ-
yente sector parlamentario, van a responder a una presencia cada vez
más activa de la Ig1esia 18 con la extensión de la enseñanza laica e in-
tentando mantener el control administrativo y económico del clero. En
México, los llamados «científicos», una mezcla de tecnócratas positi-
vistas y masonería, mantenían desde el gobierno una activa propaganda
contra la Iglesia. En Venezuela, donde la Iglesia fue siempre débil, el
régimen dictatorial de Guzmán Blanco (1869-1888), una especie de
bárbaro positivista, puso en práctica una política abiertamente anticleri-
cal, pero sólo como consecuencia de su afán de poder, confrontado con
escasa habilidad por el arzobispo de Caracas, que terminó exiliado.
Esta política fue abiertamente contestada por la actividad intelec-
tual, social y política de grupos católicos de clase media urbana, que se
tomaron en serio la llamada de León XIII en este sentido 19 • Una de las
consecuencias de esta pugna fue la aparición de las primeras universi-
dades católicas modernas, más o menos al mismo tiempo que lo hacían
las Universidades Nacionales, de clara inspiración estatal y 1aica20 • y
lo mismo se podría decir para la prensa, editoriales o el fenómeno aso-
ciativo, tanto cultural como sindical u obrer021 •
La reaparición de la Iglesia en la escena social latinoamericana de
finales de siglo quedó patentizada en las multitudinarias manifestacio-
nes de fe popular con motivo de las ceremonias de coronación canónica
de las Vírgenes patronas -Guadalupe, Luján, Chiquinquirá, etc.-, de

18 Esa presencia se vio notablemente incrementada con clero regular y secular proce-
dente de la Europa del sur, sobre todo, como una manifestación más de la emigración masiva
de europeos a los países del Río de la Plata en las décadas finales del siglo XIX. Un estudio
detallado y extenso sobre este fenómeno en ÁLVAREZ GILA, Óscar: Euskal Herría y el aporte
europeo a la Iglesia en el Río de la Plata, Vitoria-Gasteiz, Universidad del País Vasco
(1999).
19 Cf. MARTfNEZ DE CODES, Rosa María: La Iglesia Católica en la América indepen-
diente. Siglo XIX, Madrid, Mapfre (1992), 287-321.
20 Laprimera Universidad católica se fundó en Santiago de Chile en 1889 (Cf. ARANA,
F.: op. cit., 599-600).
21 Cf. ADAME GODDARD, Jorge: El pensamiento político y social de los católicos mexica-
nos 1867-1914, México (1981).
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Iglesia y Estado en Latinoamérica durante el siglo XIX 247

los Congresos eucarísticos nacionales o de las famosas misiones popu-


lares predicadas por miembros de las órdenes religiosas 22 • Estas mani-
festaciones llegaron a sorprender a los líderes políticos, que a veces,
como ocurrió en Montevideo a finales de siglo, se sumaron precipitada-
mente a los actos, a pesar de su militancia masónica o su conocido in-
diferentismo religioso, en un intento de ganar popularidad.
y es que, a lo largo del siglo, también en este aspecto se había pro-
ducido un divorcio claro entre la sociedad política y la sociedad real,
irónicamente un resultado directo aunque no deseado de la práctica po-
lítica del liberalismo doctrinario, de carácter burgués y fuertemente
censitario. De modo análogo a lo que ocurrió en los países católicos del
sur de Europa, pero de forma mucho más evidente, en Latinoamérica el
pueblo permaneció católico, incluso allí donde durante generaciones
faltaron los curas o los frailes, mientras que las elites se alejaron en
buena medida de la Iglesia, sobre todo las elites políticas, porque en-
tendieron que no podían construir el Estado sin someter a la Iglesia o
por la fascinación que en ellas produjo el modelo político y económico
anglosajón, aparentemente tolerante.
El entorno antillano tuvo su propia peculiaridad, basada en la aporta-
ción africana, el esclavismo y la persistencia de la situación colonial. En
el caso de Cuba, sobre todo, estos dos se convirtieron en factores que
condicionaron fuertemente la acción y la credibilidad de la Iglesia entre
la población autóctona. Resultaba sencillamente imposible ofrecer una
imagen de coherencia cuando las mismas ordenes religiosas disponían de
esclavos en sus haciendas e ingenios azucareros, hasta que fueron expro-
piadas por el proceso desamortizador de 1839-42. Y aún así, en medio de
una sociedad con un alto porcentaje de población de color, esclava o li-
bre, pero en todo caso de origen africano y, por tanto, de tradición no
cristiana, la Iglesia era un ámbito casi reservado a los criollos blancos y
los europeos, que eran o habían sido sus amos. Para colmo, la torpe polí-
tica colonial del gobierno de Madrid, que provocó una profunda y crecien-
te división entre «gallegos» y cubanos, utilizó expresamente a la Iglesia
en su afán por «españolizar» la isla, convirtiéndola en un puro instrumen-
to de la política colonial. No resulta por ello nada extraño que la gran
mayoría de los líderes de la independencia de Cuba procedieran de la
masonería o mostraran un expreso indiferentismo religioso, si bien, y es
importante señalarlo, se mostraron siempre mucho más tolerantes, inclu-
so respetuosos, con la Iglesia que la mayoría de los gobiernos de la re-
gión, tanto durante las guerras de independencia como después de 189823 •

22 Vid., por ej., HERAS, Julián: Los franciscanos y las misiones populares en el Perú, Ma-
drid, editorial Cisneros (1983), 37-123.
23 Cf. AMORES, Juan B.: «La Iglesia en Cuba al final del período colonial», Anuario de
Historia de la Iglesia, VII, Pamplona (1998),67-83.

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