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A

los niños les enseñan en la escuela que los números primos sólo pueden
dividirse por sí mismos y por la unidad. Lo que no les enseñan es que los
números primos representan el misterio más fascinante al que nos
enfrentamos en nuestra búsqueda del conocimiento. ¿Cómo predecir cuál va
a ser el siguiente número primo de una serie? ¿Existe alguna fórmula para
generar números primos?
En 1859, el matemático alemán Bernhard Riemann planteó una hipótesis que
apuntaba a la solución del antiguo enigma. Pero no consiguió demostrarla y
el misterio no hizo más que aumentar. En este libro asombroso, Marcus du
Sautoy nos cuenta la historia de los hombres excéntricos y brillantes que han
buscado una solución para revolucionar ámbitos tan distintos como el
comercio digital, la mecánica cuántica y la informática. El relato de Du Sautoy
constituye una evocación maravillosa y emocionante del mundo de las
matemáticas, de su belleza y sus secretos.

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Marcus du Sautoy

La música de los números primos


El enigma de un problema matemático abierto

ePub r1.2
koothrapali 21.04.15

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Título original: The Music of the Primes: Searching to Solve the Greatest Mistery in Mathematics
Marcus du Sautoy, 2003
Traducción: Joan Miralles de Imperial Llobet
Diseño de cubierta: rafcastro

Editor digital: koothrapali


Corrección de erratas: cmolinap
ePub base r1.2

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En memoria de Yonathan du Sautoy
21 de octubre de 2000

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¿QUIÉN QUIERE SER MILLONARIO?

¿Sabemos cuál es la secuencia de números? Bien, vamos a hacerlo mentalmente…


cincuenta y nueve, sesenta y uno, sesenta y siete… setenta y uno… ¿No son todos
estos números primos?». Un murmullo de conmoción recorrió la sala de control. La
expresión de Ellie reveló por un instante el aleteo de una emoción intensa, que sin
embargo fue rápidamente sustituido por la templanza, por el temor de verse
superada, por una inquietud de parecer boba, no científica.
CARL SAGAN
Contacto

Una cálida y húmeda mañana de agosto de 1900 David Hilbert, de la Universidad


de Gotinga, tomó la palabra en el Congreso Internacional de Matemáticos, en una
atestada sala de conferencias en la Sorbona. Hilbert, que ya entonces era reconocido
como uno de los más grandes matemáticos de la época, había preparado un
importante discurso: se proponía hablar no de lo que había sido demostrado, sino de
lo que todavía era desconocido. Esto iba contra todas las reglas, y cuando Hilbert
empezó a exponer su propia visión sobre el futuro de las matemáticas el público pudo
percibir el nerviosismo en su voz: «¿Quién de nosotros no gozaría descorriendo el
velo tras el cual se oculta el porvenir, dejando caer su mirada sobre los futuros
progresos de nuestra ciencia y sobre los secretos de su desarrollo durante los
próximos siglos?». Para anunciar el nuevo siglo, Hilbert proponía como reto a sus
oyentes una lista de veintitrés problemas que, según él, trazarían el camino de los
exploradores matemáticos del siglo XX.
Los siguientes decenios pudieron ver la respuesta a muchos de aquellos
problemas, y los que descubrieron las soluciones forman un ilustre grupo de
matemáticos conocidos como «Los primeros de la clase». El grupo cuenta con
personajes del calibre de Kurt Gödel y de Henri Poincaré, junto con muchos otros
pioneros cuyas ideas han revolucionado radicalmente el paisaje matemático. Pero
había un problema, el octavo de la lista de Hilbert, que parecía destinado a sobrevivir
al siglo sin que apareciera un campeón capaz de vencerlo: la hipótesis de Riemann.
De todos los retos que Hilbert había propuesto, el octavo ocupaba un lugar
especial en su corazón. Existe un mito germánico sobre Federico Barbarroja, un
emperador muy querido por los alemanes. Tras su muerte, acaecida durante la Tercera
Cruzada, se difundió la leyenda de que en realidad Federico continuaba con vida, que
yacía dormido en una cueva del monte Kyffhäuser y despertaría cuando Alemania lo
necesitara. Se dice que alguien preguntó a Hilbert: «Si usted, como Barbarroja,

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despertara dentro de quinientos años, ¿qué sería lo primero que haría?». «Preguntaría
si alguien ha demostrado la hipótesis de Riemann», respondió.
A finales del siglo XX la mayor parte de los matemáticos se había convencido de
que, entre todos los problemas propuestos por Hilbert, aquella piedra preciosa no sólo
tenía grandes posibilidades de sobrevivir al siglo, sino que quizá no estaría resuelta
cuando Hilbert se despertara de su sueño de quinientos años. Con su revolucionario
discurso, cargado de misterio, había provocado el desconcierto en el primer Congreso
Internacional del siglo XX. Sin embargo, a los matemáticos que tenían intención de
participar en el último Congreso del siglo les aguardaba una sorpresa.
El 7 de abril de 1997 una noticia excepcional apareció en las pantallas de los
ordenadores de toda la comunidad matemática mundial. En la página de Internet del
Congreso Internacional que tenía que celebrarse al año siguiente en Berlín se anunció
que habían encontrado el Santo Grial de las matemáticas: alguien había demostrado
la hipótesis de Riemann. Era una noticia destinada a tener efectos muy profundos. La
hipótesis de Riemann es un problema fundamental para las matemáticas en su
conjunto. Al leer su correo electrónico los matemáticos temblaban de emoción ante la
perspectiva de comprender al fin uno de los más grandes misterios de su disciplina.
La noticia se anunciaba en una carta del profesor Enrico Bombieri. No era posible
contar con una fuente más fiable: Bombieri es uno de los albaceas de la hipótesis de
Riemann y forma parte del Institute for Advanced Study de Princeton, de cuyo
equipo formaron parte Einstein y Gödel. Habla muy pausadamente, pero los
matemáticos escuchan con atención todo lo que tenga que decir.
Bombieri creció en Italia, donde los viñedos de su acaudalada familia le hicieron
adquirir el gusto por la belleza de la vida. Los colegas lo llaman afectuosamente «el
aristócrata de las matemáticas». Cuando era joven, su elegancia llamaba siempre la
atención en las reuniones europeas, donde llegaba a menudo a bordo de costosos
automóviles deportivos. Por otra parte, a él le encantaba alimentar los rumores que
contaban que alguna vez había llegado sexto en un rallye de veinticuatro horas
celebrado en Italia. Con el tiempo, sus éxitos en el circuito de las matemáticas fueron
más tangibles, de modo que en los años setenta le valieron una invitación a Princeton,
donde se encuentra todavía. Ha sustituido el entusiasmo por las carreras por la pasión
de pintar, sobre todo retratos.
Pero lo que procura a Bombieri la mayor emoción es el arte creativo de las
matemáticas, y en particular el reto de la hipótesis de Riemann, que lo tiene
obsesionado desde la tierna edad de quince años, cuando oyó hablar de la cuestión
por vez primera. Las propiedades de los números lo fascinaron desde que comenzó a
ojear los libros de matemáticas que su padre, economista, tenía en su inmensa
biblioteca. Descubrió que la hipótesis de Riemann era considerada el problema más
profundo y fundamental de la teoría de los números. Su pasión por el problema se vio
acrecentada cuando su padre le prometió un Ferrari si lo resolvía, en un desesperado
intento de evitar que condujera su Ferrari.

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Volviendo al mensaje electrónico de Bombieri, alguien se le había adelantado
haciéndole perder el premio. «Se han producido fantásticos acontecimientos tras la
conferencia que Alain Connes pronunció el pasado miércoles en el Institute for
Advanced Study», empezaba Bombieri. Muchos años atrás, la noticia de que Connes
fijaba su atención en la hipótesis de Riemann con intención de resolverla había puesto
en tensión al mundo matemático. Connes es uno de los revolucionarios de la
disciplina, un benigno Robespierre de las matemáticas respecto del Luis XVI que
encarnaría Bombieri. Se trata de un personaje dotado de un extraordinario carisma,
cuyo estilo fogoso dista mucho de la imagen tradicional del matemático serio y
circunspecto. Está dotado de la pasión de un fanático profundamente convencido de
su propia visión del mundo, y deja hipnotizados a cuantos asisten a sus clases. Para
sus seguidores es casi una figura de culto; les encantaría unirse a él en las barricadas
matemáticas para defender a su héroe de cualquier contraofensiva que fuera lanzada
desde las posiciones del Antiguo Régimen.
El lugar de trabajo de Connes es la respuesta francesa al Instituto de Princeton: el
Institut des Hautes Études Scientifiques de París. Desde su llegada, en el año 1979,
Connes ha creado un lenguaje totalmente nuevo para la comprensión de la geometría.
La idea de llevar esta disciplina hasta el extremo de la abstracción no le espanta en
absoluto. Incluso entre los matemáticos, que están habituados a las aproximaciones
fuertemente conceptuales de su disciplina con relación a la realidad, en muchos casos
existen dudas sobre la revolución abstracta que propone Connes. Sin embargo, según
ha demostrado a los que dudan de la necesidad de una teoría tan árida, su nuevo
lenguaje geométrico contiene muchos elementos útiles para comprender el mundo
real de la física cuántica. Si resulta que provoca el terror de las masas matemáticas,
paciencia.
La audaz convicción de Connes de que su nueva geometría no sólo podría
descorrer el velo de la física cuántica, sino también explicar la hipótesis de Riemann
—el mayor misterio numérico— produjo sorpresa e incluso turbación. El simple
hecho de osar aventurarse en el corazón de la teoría de los números y enfrentarse
directamente con el más difícil de los problemas irresueltos de las matemáticas
reflejaba su desprecio por los límites convencionales. Desde su aparición en escena, a
finales de los noventa, flotaba en el aire la sensación de que, si alguna vez había
existido alguien con recursos suficientes para enfrentarse a un problema de tamaña
dificultad, ése era Alain Connes.
Pero, según parecía, no había sido Connes quien había hallado la última pieza del
complicado rompecabezas. En su correo, Bombieri narraba que un joven físico que
asistía a la conferencia había percibido «como un relámpago» un modo de utilizar su
extraño mundo de «sistemas supersimétricos fermiónico-bosónicos» para atacar la
hipótesis de Riemann. Pocos eran los matemáticos que conocían el significado de
aquel cóctel de tecnicismos, pero Bombieri explicaba que describían «la física
correspondiente a un conjunto muy próximo al cero absoluto de una mezcla de

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aniones y morones con spins opuestos». La cuestión seguía sonando un tanto oscura,
pero ya que se trataba de la solución del problema más difícil de la historia de las
matemáticas, nadie esperaba que se tratara de una cosa simple. Volviendo a Bombieri,
afirmaba que, después de seis días de trabajo ininterrumpido y, gracias a un nuevo
lenguaje de programación llamado MISPAR, el joven físico había desentrañado por fin
el problema más arduo de las matemáticas.
Bombieri terminaba su correo con las palabras: «¡Guau! Por favor, den la máxima
difusión a esta noticia». Aunque parezca extraordinario que un joven físico hubiera
acabado demostrando la hipótesis de Riemann, después de todo la noticia no era tan
sorprendente: en los últimos decenios había sucedido con frecuencia que las
matemáticas y la física se entretejieran. Por más que se trataba de un problema central
de la teoría de los números, desde hacía algunos años la hipótesis de Riemann
mostraba relaciones inesperadas con algunos problemas de la física de partículas.
Los matemáticos se prepararon para cambiar sus planes de viaje y volar a
Princeton para compartir el momento. Todavía se mantenía fresco el recuerdo de la
emoción de pocos años atrás, cuando Andrew Wiles, matemático inglés, anunció la
demostración del último teorema de Fermat durante una conferencia celebrada en
Cambridge en junio de 1993. Wiles demostró que la afirmación de Fermat, según la
cual la ecuación xn + yn = zn no tiene soluciones para cualquier valor de n mayor que
2, era correcta. Apenas soltó Wiles la tiza al final de la conferencia, saltaron los
tapones de las botellas de champán y empezaron a dispararse los flashes de las
cámaras.
Los matemáticos eran conscientes de que la demostración de la hipótesis de
Riemann tendría una importancia enormemente mayor para el futuro de las
matemáticas de la que tuvo saber que la ecuación de Fermat no admite soluciones.
Tal y como Bombieri había descubierto a la tierna edad de quince años, con la
hipótesis de Riemann se intentaba comprender los objetos más fundamentales de las
matemáticas: los números primos.
Los números primos son los auténticos átomos de la aritmética. Se definen como
primos los números enteros indivisibles, es decir, los que no pueden expresarse como
producto de dos enteros menores. Los números 13 y 17 son primos, mientras que el
número 15 no lo es, ya que puede expresarse como producto de 3 y 5. Los números
primos son joyas engarzadas en la inmensa extensión de los números, el universo
infinito que los matemáticos exploran desde la antigüedad. Los números primos
producen en los matemáticos una sensación maravillosa: 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19,
23…, números sin tiempo que existen en un mundo independiente de nuestra realidad
física. Son un don que la naturaleza ha entregado al matemático.
Su importancia para las matemáticas descansa en el hecho de que tienen la
capacidad de construir todos los demás números. Cualquier otro número entero que
no sea primo puede construirse multiplicando estos números de base primitiva.
Cualquier molécula existente en el mundo físico puede construirse utilizando los

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átomos de la tabla periódica de los elementos químicos. La lista de los números
primos es la tabla periódica del matemático. Los números 2, 3 y 5 son el hidrógeno,
el helio y el litio de su laboratorio. Dominar esos elementos básicos ofrece al
matemático la esperanza de poder descubrir nuevos métodos para trazar un recorrido
a través de la desmesurada complejidad del mundo matemático.
Sin embargo, a pesar de su aparente simplicidad y de su carácter fundamental, los
números primos siguen siendo los objetos más misteriosos que estudian los
matemáticos. En una disciplina que se dedica a investigar patrones y orden, los
números primos suponen el supremo reto. Probemos a examinar una lista de números
primos y descubriremos que es imposible prever cuándo aparecerá el siguiente. La
lista parece caótica, y no nos proporciona ninguna pista sobre cómo determinar el
siguiente elemento. La lista de los números primos es el ritmo cardíaco de las
matemáticas, pero sus pulsaciones parecen estimuladas por un potente cóctel de
cafeína:

Los números primos comprendidos entre 1 y 100: el ritmo cardíaco irregular de las matemáticas.

¿Y si intentamos hallar una fórmula que genere los números primos de esta lista,
una regla mágica que nos diga cuál es el centésimo número primo? Este es un
problema que obsesiona a los matemáticos desde hace muchos siglos. Tras más de
dos mil años de esfuerzos, los números primos se resisten a cualquier intento de
insertarlos en un esquema sencillo y regular. Generaciones enteras han escuchado con
atención el redoble de los primos emitiendo su secuencia de números: dos golpes,
después tres, más adelante cinco, siete, once. A medida que continúa la secuencia,
fácilmente terminaremos por pensar que el redoble de los números primos no es más
que un ruido aleatorio, sin ninguna lógica. En el centro de las matemáticas, de la
búsqueda del orden, los matemáticos sólo consiguen oír el sonido del caos.
Los matemáticos se resisten a admitir la posibilidad de que no exista una
explicación de cómo la naturaleza elige los números primos. Si las matemáticas no
tuvieran una estructura, si no poseyeran una maravillosa simplicidad, no merecerían
ser estudiadas. Escuchar un ruido nunca se ha considerado un pasatiempo agradable.
Como escribió el matemático francés Henri Poincaré: «el científico no estudia la
naturaleza por la utilidad de hacerlo; la estudia porque obtiene placer, y obtiene
placer porque la naturaleza es bella. Si no fuera bella no valdría la pena conocerla, y
si no valiera la pena conocer la naturaleza, la vida no sería digna de ser vivida».
Es de esperar que, tras un inicio nervioso, el latido de los números primos se
regularice. No es así: cuanto más avanzamos en la secuencia, más empeoran las
cosas. Consideremos, por ejemplo, los números primos comprendidos en el intervalo
de los cien números anteriores a 10.000.000 y en el intervalo de los cien números

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posteriores a 10.000.000. Empecemos por los números primos anteriores a
10.000.000:

9.999.901, 9.999.907, 9.999.929,


9.999.931, 9.999.937, 9.999.943,
9.999.971, 9.999.973, 9.999.991

Sin embargo, observemos qué pocos son los números primos comprendidos entre
10.000.000 y 10.000.100:

10.000.019, 10.000.079

Es difícil pensar en una fórmula capaz de generar una secuencia de este tipo. En
efecto, esta serie de números primos recuerda mucho más a una sucesión aleatoria de
números que a una estructura bien ordenada. Así como noventa y nueve lanzamientos
de una moneda son de muy poca utilidad para establecer el resultado del centésimo
lanzamiento, del mismo modo los números primos parecen hacer inútil cualquier
intento de previsión.
Los números primos presentan a los matemáticos una de las contraposiciones más
extrañas que existen en su disciplina. Por un lado, un número o es primo o no lo es.
No es lanzando al aire una moneda como sabremos si un número es divisible por otro
menor. Por otra parte, es imposible negar que la sucesión de los números primos
aparece de manera indudable como una secuencia de números al azar. Es cierto que
los físicos están cada vez más habituados a la idea de que un dado cuántico puede
decidir el futuro del universo y de que cada lanzamiento de ese dado determina el
lugar donde los científicos encontrarán materia. Pero provoca una cierta incomodidad
el hecho de tener que admitir que los números fundamentales, los números sobre los
que se basan las matemáticas, hayan sido elegidos por la naturaleza lanzando una
moneda, decidiendo en cada lanzamiento el destino de un número. Azar y caos son
anatema para un matemático.
Si dejamos de lado su aleatoriedad, los números primos poseen —más que
cualquier otra parte de nuestro acervo matemático— un carácter inmutable, universal.
Los números primos existirían aunque nosotros no hubiéramos evolucionado lo
suficiente como para reconocerlos. Como afirmó el matemático de Cambridge G. H.
Hardy en su famoso libro Apología de un matemático: «317 es un número primo no
porque nosotros pensemos que lo es o porque nuestra mente esté conformada de un
modo o de otro, sino porque es así, porque la realidad matemática está hecha así».
Es probable que algunos filósofos estén en desacuerdo con esta visión platónica
del mundo —la convicción de que se trata de una realidad absoluta y eterna más allá
de la existencia humana— pero, en mi opinión, es precisamente eso lo que los hace
filósofos y no matemáticos. En Materia de reflexión hay un diálogo fascinante entre
Alain Connes, el matemático al que se citaba en el correo electrónico de Bombieri, y

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el neurobiólogo Jean-Pierre Changeux. En el libro se palpa la tensión, con Connes
sosteniendo la existencia de las matemáticas fuera de la mente humana y Changeux
decidido a refutar cualquier idea similar: «¿Por qué no vemos “π = 3,1416” escrito en
el cielo con letras de oro o “6,02 × 1023” apareciendo en los reflejos de una bola de
cristal?». Changeux expresa su frustración ante la insistencia de Connes en sostener
que «existe, con independencia de la mente humana, una realidad matemática pura e
inmutable» y que en el corazón del mundo se halla la secuencia inmutable de los
números primos. Las matemáticas, afirma Connes, «son indiscutiblemente el único
lenguaje universal». Puede concebirse que en otra parte del universo existan una
química o una biología distintas, pero los números primos seguirán siendo números
primos en cualquier galaxia que elijamos.
En la conocida novela de Carl Sagan, Contacto, los extraterrestres usan los
números primos para entrar en contacto con la Tierra. Ellie Arroway, la heroína del
libro, trabaja en el SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence), el programa
internacional para la búsqueda de señales de vida inteligente provenientes del
espacio. De pronto una noche, cuando están dirigidos hacia Vega, los radiotelescopios
captan extraños impulsos que emergen del ruido de fondo. Ellie reconoce al instante
el ritmo de esas señales de radio: dos latidos seguidos por una pausa, luego tres
latidos, cinco, siete, once… y así sucesivamente, reproduciendo la secuencia de los
números primos hasta el 907. Después la secuencia vuelve a empezar.
Aquel redoble cósmico interpretaba una música que los terrícolas no podrían
dejar de reconocer. Ellie está convencida de que sólo una forma de vida inteligente
puede generar tal ritmo: «Es difícil imaginar un plasma irradiante que envíe una serie
regular de señales matemáticas como ésta. Los números primos sirven para atraer
nuestra atención». Si una civilización alienígena hubiera transmitido los números
ganadores de una lotería extraterrestre durante los últimos diez años, Ellie no hubiera
sido capaz de distinguirlos del ruido de fondo; pero a pesar de que la lista de números
primos parece tan aleatoria como la de la lotería, su invariabilidad universal ha
determinado su elección en la trasmisión alienígena. Es en esa estructura que Ellie
reconoce la firma de una vida inteligente.
La comunicación mediante números primos no sólo es ciencia ficción. En el libro
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Oliver Sacks documenta el
caso de John y Michael, dos gemelos autistas de veintiséis años cuya más profunda
forma de comunicación consistía en el intercambio de números primos de seis cifras.
Sacks narra su sorpresa cuando los descubrió por primera vez, en el rincón de una
habitación, intercambiando números primos en secreto: «A primera vista parecían dos
expertos catadores degustando vinos raros de añadas prestigiosas». En un principio,
Sacks no consigue imaginar qué es lo que traman los gemelos; sin embargo, en
cuanto consigue descifrar su código, memoriza algunos números primos de ocho
cifras que, en la siguiente entrevista, deja caer astutamente en medio de la
conversación. La sorpresa de los gemelos es seguida por una intensa concentración

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que se transforma en emoción cuando reconocen que se trata de nuevos números
primos. Ahora, si bien Sacks había recurrido a tablas numéricas para determinar sus
números primos, es un misterio la forma en que los gemelos consiguieron los suyos:
¿podría ser que aquellos sabios autistas estuvieran en posesión de una fórmula secreta
desconocida por generaciones y generaciones de matemáticos?
La historia de los gemelos está entre las preferidas de Bombieri:

Para mí es difícil oír esta historia sin sentirme intimidado y pasmado ante el
funcionamiento del cerebro humano. Sin embargo, me pregunto: mis amigos
no matemáticos ¿tienen la misma reacción que yo? ¿Tienen la menor idea de
hasta qué punto es sorprendente, prodigioso e incluso sobrehumano el talento
singular que poseen los dos gemelos de manera tan natural? ¿Son conscientes
de que desde hace siglos los matemáticos se esfuerzan por encontrar una
forma de hacer lo que John y Michael hacían espontáneamente: generar y
reconocer números primos?

A los treinta y siete años, antes de que alguien pudiera descubrir cómo lo
conseguían, los gemelos fueron separados por los médicos, convencidos de que su
lenguaje numerológico privado estaba obstaculizando su desarrollo. Si esos médicos
hubieran oído las conversaciones habituales de las salas de profesores en los
departamentos universitarios de matemáticas, probablemente también habrían
recomendado su clausura.
Cabe la posibilidad de que los gemelos, para verificar si un número era primo,
utilizaran un truco basado en el llamado teorema menor de Fermat. Este método es
similar al utilizado por los sabios autistas para averiguar rápidamente, por ejemplo,
que el 13 de abril de 1922 cayó en jueves. Los gemelos presentaban habitualmente
este número en los programas televisivos de variedades en que participaban. Ambos
trucos se basan en la aritmética modular o del reloj. Aunque no tuviesen una fórmula
mágica para obtener los números primos, su habilidad sigue siendo asombrosa. Antes
de que los separaran habían llegado a determinar primos de veintidós cifras,
sobrepasando de mucho el límite más alto de las tablas de números primos de que
disponía Sacks.
Igual que la heroína del libro de Sagan, que escucha el latido de los números
primos cósmicos, o como Sacks, que espía el misterioso diálogo numérico de los
gemelos, desde hace siglos los matemáticos se han esforzado por percibir un orden en
este caos. Nada parecía tener sentido: era como escuchar música oriental con oídos
occidentales. Más tarde, a mediados del siglo XIX, se llegó a una encrucijada decisiva:
Bernhard Riemann empezó a observar el problema de una manera completamente
nueva. Con esta nueva perspectiva, Riemann empezó a comprender algunas cosas
sobre la estructura que estaba en el origen del caos de los números primos. Bajo el
ruido aparente se escondía una armonía fina e inesperada. Pero a pesar de aquel gran
paso adelante, muchos de los secretos de la nueva música permanecían todavía fuera

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de su alcance. Riemann, el Wagner del mundo de las matemáticas, no se desanimó.
Hizo una previsión audaz sobre la misteriosa música que había descubierto. Aquella
previsión ha pasado a la historia con el nombre de hipótesis de Riemann. Quien
consiga demostrar que la intuición de Riemann sobre la naturaleza de aquella música
era correcta estará en disposición de explicar por qué los números primos dan una
impresión tan convincente de aleatoriedad.
La intuición de Riemann siguió a su descubrimiento de un espejo matemático que
le permitía escrutar los primos. Cuando Alicia atravesó su espejo, el mundo se
invirtió; en el extraño mundo matemático que se encuentra más allá del espejo de
Riemann, en cambio, el caos de los números primos parece transformarse en una
estructura ordenada más estable de lo que cualquier matemático podría esperar.
Riemann conjeturó que, por más lejos que se mire en el mundo infinito del espejo,
aquel orden se mantendrá. La existencia de una armonía interna en el otro lado del
espejo explicaría por qué externamente los números primos parecen tan caóticos.
Para muchos matemáticos, la metamorfosis que produce el espejo de Riemann, donde
el caos se transmuta en orden, es casi milagrosa. La empresa que Riemann encargó al
mundo matemático fue demostrar que el orden que él creía haber discernido existía
realmente.
El correo electrónico del 7 de abril de 1997 prometía el inicio de una nueva era: la
visión de Riemann no había sido un espejismo. El aristócrata de las matemáticas
había ofrecido a sus colegas la halagüeña posibilidad de la existencia de una
explicación en el aparente caos de los números primos. Los matemáticos esperaban
impacientes el momento de apropiarse de todos los tesoros que, como bien sabían,
habrían sido desenterrados gracias a la resolución del gran problema.
En efecto, la solución de la hipótesis de Riemann tendrá enormes consecuencias
sobre muchos otros problemas matemáticos. Los números primos son tan
fundamentales para la actividad del matemático que cualquier progreso en la
comprensión de su naturaleza tendría un enorme impacto. La hipótesis de Riemann
parece un problema imposible de eludir: cuando uno se mueve en el terreno
matemático tiene la impresión de que todos los caminos conducirán necesariamente a
algún punto desde el cual divisaremos el imponente panorama de la hipótesis de
Riemann.
Muchos han comparado la hipótesis de Riemann con el ascenso al Everest: cuanto
más tiempo la cumbre permanece inalcanzada, mayor es el deseo de conquistarla. Y
el matemático que finalmente consiga escalar el monte Riemann será ciertamente
recordado mucho más que Edmund Hillary. La conquista del Everest produce
admiración no porque su cima sea un lugar particularmente emocionante para vivir,
sino por el reto que supone. Bajo este aspecto la hipótesis de Riemann difiere
significativamente del ascenso a la montaña más alta del mundo. La cima de
Riemann es un lugar donde queremos instalarnos porque conocemos ya los
panoramas que se abrirán ante nuestros ojos cuando consigamos alcanzarla. Aquel

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que demuestre la hipótesis de Riemann habrá hecho posible completar las lagunas de
miles de teoremas que dependen de su veracidad. Para alcanzar sus propias metas,
muchos matemáticos han tenido que suponer que la hipótesis es cierta.
El hecho de que tantos resultados dependan del reto lanzado por Riemann
justifica que los matemáticos lo definan como hipótesis en lugar de hablar de
conjetura. El término hipótesis tiene la connotación mucho más fuerte de una
suposición necesaria que hace un matemático para edificar una teoría. En cambio,
una conjetura representa simplemente una previsión sobre cómo el matemático cree
que se comportará su mundo. Para muchos no hubo otra solución que aceptar su
propia incapacidad para resolver el enigma de Riemann y se han limitado a adoptar
su previsión como hipótesis de trabajo. Si alguien consiguiese transformar la
hipótesis en teorema, todos aquellos resultados no demostrados se confirmarían.
Cuando apelan a la hipótesis de Riemann, los matemáticos están poniendo en
juego su reputación con la esperanza de que algún día alguien demuestre que la
intuición de este matemático era correcta. Hay quien no se limita a adoptarla como
hipótesis de trabajo: para Bombieri, el hecho de que los números primos se
comporten de la manera prevista por la hipótesis de Riemann es un artículo de fe. En
pocas palabras, la hipótesis de Riemann se ha convertido en una piedra angular en la
búsqueda de la verdad matemática. Si resultase falsa, destruiría completamente
nuestra confianza en la capacidad que tenemos de intuir el funcionamiento de las
cosas. Estamos ya tan seguros de que Riemann tenía razón que la alternativa exigiría
una revisión radical de nuestro modo de concebir el mundo matemático. En
particular, todos los resultados que creemos que existen más allá de la cumbre de
Riemann se desvanecerían en el vacío.
Sin embargo, una demostración de la hipótesis de Riemann significaría para los
matemáticos sobre todo la posibilidad de disponer de un procedimiento muy rápido y
absolutamente cierto para determinar, por ejemplo, un número primo de cien cifras o
de cualquier otra cantidad de cifras que elijamos. «¿Y qué?», se preguntará usted, con
toda la razón. A menos que sea matemático, la idea de que este hecho pueda tener
importantes consecuencias en su vida le parecerá harto improbable.
Encontrar números primos de cien cifras parece tan inútil como contar los granos
de arena de una playa. La mayor parte de la gente reconoce que las matemáticas están
en la base de la construcción de un avión o del desarrollo de la tecnología electrónica,
pero pocos esperarían que el esotérico mundo de los números primos tenga un
impacto directo en sus vidas. En realidad, todavía en los años cuarenta del pasado
siglo, G. H. Hardy opinaba igual: «Tanto un Gauss como otros matemáticos menos
importantes pueden alegrarse con razón del hecho de que, de todos modos, hay una
ciencia [la teoría de los números] cuya propia lejanía de las actividades humanas
ordinarias debería mantenerla amable y pura».
Sin embargo, más recientemente, los acontecimientos han tomado un nuevo cariz
que ha permitido a los números primos conquistar el centro del escenario del mundo

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sucio y despiadado del comercio. Los números primos ya no están encerrados en la
ciudadela matemática. En los años setenta tres científicos —Ron Rivest, Adi Shamir
y Leonard Adleman— transformaron la investigación sobre los números primos de
un juego desinteresado que se practicaba en las torres de marfil del mundo académico
en una aplicación comercial seria: explotando un descubrimiento de Pierre de Fermat
en el siglo XVII, los tres idearon un modo de utilizar los números primos para proteger
los números de nuestras tarjetas de crédito mientras viajan por los centros
comerciales electrónicos del mercado global. Cuando se propuso la idea por primera
vez en los años setenta nadie podía ni remotamente imaginar las dimensiones que
alcanzaría el comercio electrónico, pero hoy ese comercio no podría existir sin el
poder de los números primos. Cada vez que usted compra algo en una página de
Internet, su ordenador usa la seguridad que proporciona la existencia de números
primos de cien cifras. El sistema se llama RSA, a partir de las iniciales de sus tres
inventores. Actualmente se han usado ya más de un millón de números primos para
proteger el mundo del comercio electrónico.
Cualquier actividad comercial en Internet depende de los números primos de cien
cifras para mantener la seguridad de la transacción. Finalmente, la expansión del
comercio en Internet llevará a identificar a cada uno de nosotros mediante un número
primo personal. El hecho de saber cómo una demostración de la hipótesis de
Riemann puede contribuir a conocer la distribución de los números primos en el
universo de los números ha adquirido de pronto un interés comercial.
Lo extraordinario es que, si bien la construcción de ese código de seguridad
depende de los descubrimientos sobre números primos que Fermat realizó hace más
de trescientos años, su decodificación depende de un problema que todavía somos
incapaces de resolver. La seguridad de la codificación RSA depende de nuestra
incapacidad de responder a cuestiones fundamentales sobre los números primos.
Somos capaces de comprender la mitad de la ecuación, pero no la otra mitad. Por
tanto, cuanto más penetramos en el misterio de los números primos tanto menos
seguros se vuelven los códigos usados en Internet. Los números primos son la llave
del cerrojo que protege los secretos electrónicos del mundo. Por eso empresas como
AT&T o Hewlett-Packard están invirtiendo ingentes cantidades de dinero para
comprender las sutilezas de los números primos y de la hipótesis de Riemann: lo que
termine por descubrirse podría servir para descifrar códigos. Por esta razón la teoría
de los números y el mundo de los negocios han sellado tan extraña alianza. El mundo
de los negocios y los servicios de seguridad vigilan atentamente a los matemáticos
puros.
En consecuencia, no sólo los matemáticos se agitaron ante el anuncio de
Bombieri: ¿aquella solución de la hipótesis de Riemann iba a provocar el descalabro
del comercio electrónico? Enviaron a Princeton agentes de la NSA, la agencia de
seguridad nacional estadounidense, para averiguarlo. Sin embargo, mientras
matemáticos y agentes del contraespionaje se dirigían a Princeton, algunas personas

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empezaron a notar algo sospechoso en el correo electrónico de Bombieri.
Ciertamente se han asignado nombres extravagantes a algunas partículas elementales
descubiertas: gluones, hiperones csi, mesones encantados, quark —este último
[1]
gentileza del Finnegan’s Wake de James Joyce—. ¿Pero morones? ¡Desde luego que
no! Bombieri tiene la reputación de conocer al dedillo la hipótesis de Riemann, pero
quienes lo tratan personalmente saben que posee además un pérfido sentido del
humor.
Incluso el último teorema de Fermat había sido motivo de una inocentada cuando
se descubrió una laguna en la demostración que Andrew Wiles había propuesto en
Cambridge. Con el correo de Bombieri, la comunidad matemática se había dejado
embaucar otra vez: el ansia de volver a vivir la emoción levantada por la
demostración del último teorema de Fermat había llevado a los matemáticos a
precipitarse sobre el anzuelo que Bombieri había puesto a su alcance. Además, el
placer de reenviar un correo electrónico tan singular hizo que, mientras éste se
difundía rápidamente, la fecha del 1 de abril desapareciera del texto. Todo lo anterior,
en combinación con el hecho de que el correo se difundió en países en los que no se
[2]
celebra el April Fool’s Day provocó que la burla tuviera un éxito mucho mayor de
lo que su autor podía prever. Finalmente, Bombieri tuvo que confesar que su mensaje
era una broma. Mientras se aproximaba el siglo XXI, los números más fundamentales
de las matemáticas se mantenían en la más profunda oscuridad: quien reía el último
eran los números primos.
¿Cómo es posible que los matemáticos fuesen tan ingenuos como para creer a
Bombieri? Desde luego, no se trata de personas dispuestas a conceder trofeos
fácilmente. Antes de declarar que se ha demostrado un resultado, los matemáticos
exigen severísimas verificaciones, mucho más severas que cualquier otra disciplina.
Wiles lo comprendió cuando apareció la laguna en su primera demostración del
último teorema de Fermat: completar el noventa y nueve por ciento del rompecabezas
no es suficiente; la historia sólo recordará a quien coloque la última pieza. Y muy a
menudo la última pieza permanece oculta durante años.
La búsqueda del manantial secreto de donde brotaban los números primos estaba
en marcha desde hacía más de dos milenios; el aroma de aquel elixir había vuelto a
los matemáticos demasiado vulnerables al engaño de Bombieri. Durante años, la
simple idea de enfrentarse de algún modo a aquel problema tan difícil había
aterrorizado a muchos de ellos; sin embargo, con el fin de siglo ocurrió un hecho
singular: cada vez eran más numerosos los matemáticos dispuestos a hablar de la
posibilidad de abordarlo, y la demostración del último teorema de Fermat alimentó
todavía más la esperanza de resolver los grandes problemas.
Los matemáticos habían disfrutado de la atención que la solución de Wiles al
problema de Fermat había atraído sobre su gremio, y no cabe duda de que esa
sensación contribuyó a su deseo de creer a Bombieri. Un buen día, le propusieron a
Andrew Wiles que posase para un anuncio de pantalones. Ser matemático casi te

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hacía sentir sexy. Los matemáticos pasan mucho tiempo en un mundo que los colma
de emoción y de placer y, sin embargo, se trata de un placer que raramente pueden
compartir con el resto del mundo; ahora se presentaba la ocasión de levantar un
trofeo, de mostrar los tesoros que habían descubierto en sus largos y solitarios viajes.
La demostración de la hipótesis de Riemann hubiera sido un digno colofón
matemático al siglo XX, un siglo que se había iniciado con el reto de Hilbert a los
matemáticos de todo el mundo para que resolvieran aquel enigma. De los veintitrés
problemas de la lista de Hilbert, la hipótesis de Riemann era el único que alcanzaba
invicto el siglo XXI.
El 24 de mayo de 2000, con motivo del centenario del reto de Hilbert,
matemáticos y periodistas se reunieron en el Collège de France de París para escuchar
el anuncio de una nueva colección de siete problemas con los que se retaba a la
comunidad matemática ante el tercer milenio. Los proponía un pequeño grupo de
matemáticos de fama mundial formado, entre otros, por Andrew Wiles y Alain
Connes. Se trataba de problemas inéditos en todos los casos excepto uno, que ya
había formado parte de la lista de Hilbert: la hipótesis de Riemann. En homenaje a los
ideales capitalistas que caracterizaron el siglo XX, estos retos aumentaban su interés
con el añadido de un premio de un millón de dólares para cada uno: un incentivo
seguro para el joven físico inventado por Bombieri, en caso de que no se conformara
con la gloria.
La idea de los Problemas del Milenio se le ocurrió a Landon T. Clay, un hombre
de negocios de Boston que hizo fortuna con la compraventa de fondos de inversión
en un momento en que la bolsa iba viento en popa. A pesar de haber abandonado sus
estudios de matemáticas en Harvard, Clay siente una auténtica pasión por esta
disciplina, y quiere compartirla. Sabe que la fuerza que motiva a los matemáticos no
es el dinero: «Lo que espolea a los matemáticos es el deseo de verdad, la sensibilidad
ante la belleza, el poder y la elegancia de las matemáticas». Pero Clay no es ingenuo,
y como hombre de negocios sabe bien que un millón de dólares podrían inducir a un
nuevo Andrew Wiles a incorporarse a la cacería de soluciones de los grandes
problemas irresueltos. Y así ha sido: la página de Internet del Instituto Clay de
Matemáticas, donde se exponen al público los Problemas del Milenio, quedó
bloqueado por la gran cantidad de visitas que recibió.
Los siete Problemas del Milenio tienen un espíritu distinto de los veintitrés
problemas que Hilbert eligió un siglo antes: Hilbert había señalado el camino para los
matemáticos de su siglo; muchos de sus problemas eran inéditos, y alentaban un
cambio de actitud significativo respecto de las matemáticas. A diferencia del último
teorema de Fermat, que obligaba a concentrarse en un detalle, los veintitrés
problemas de Hilbert dirigían a la comunidad matemática hacia un modo de pensar
más conceptual. Hilbert ofrecía a los matemáticos la oportunidad de efectuar un
paseo en globo a gran altura sobre su disciplina, incitándolos a comprender la
configuración global del terreno en lugar de examinar una a una las rocas presentes

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en el paisaje matemático. Este nuevo punto de vista debe mucho a Riemann, quien
cincuenta años antes había iniciado ya la revolucionaria transición de las matemáticas
de una disciplina de fórmulas y ecuaciones a una disciplina de ideas y teorías
abstractas.
La elección de los siete Problemas del Milenio fue más conservadora: son los
Turner de la galería de arte de los problemas matemáticos, mientras que las
cuestiones de Hilbert constituían una colección más revolucionaria, más
vanguardista. El conservadurismo de los nuevos problemas es imputable en parte al
deseo de que las soluciones sean suficientemente definidas como para que quienes las
planteen puedan recibir el premio de un millón de dólares. Los Problemas del
Milenio son cuestiones que los matemáticos conocen desde hace ya décadas y, en el
caso de la hipótesis de Riemann, desde hace más de un siglo: se trata de un
compendio de clásicos.
Los siete millones de dólares que Clay puso sobre la mesa no suponen el primer
caso en que se ofrece dinero para la solución de un problema matemático. Por haber
demostrado el último teorema de Fermat, Wiles ingresó 75.000 marcos alemanes del
premio que ofreció Paul Wolfskehl en 1908. De hecho, fue la historia del premio
Wolfskehl lo que hizo que Wiles se fijara en Fermat a la impresionable edad de diez
años. Clay cree que, si consigue otro tanto con la hipótesis de Riemann, será un
dinero bien gastado. Más recientemente, dos editoriales, Faber & Faber de Gran
Bretaña y Bloomsbury de los Estados Unidos, han ofrecido un millón de dólares a
quien logre demostrar la conjetura de Goldbach, como reclamo publicitario para el
lanzamiento de la novela El tío Petros y la conjetura de Goldbach, de Apostolos
Doxiadis. Para ganar el premio había que explicar por qué todo número par puede
expresarse como suma de dos números primos. Sin embargo, los editores no
concedieron mucho tiempo a los posibles concursantes: la solución debía presentarse
antes de la medianoche del 15 de marzo de 2002 y, cosa absurda, el concurso sólo
estaba abierto a los residentes en Gran Bretaña y los Estados Unidos.
Según Clay, los matemáticos reciben escasas recompensas y poco reconocimiento
a sus desvelos; por ejemplo, no existe un premio Nobel de Matemática al que puedan
aspirar. En cambio, la medalla Fields puede ser considerada como el más importante
reconocimiento en el mundo matemático. A diferencia de los Nobel, que acostumbran
a concederse a científicos que se acercan al término de su carrera por los resultados
que han obtenido mucho antes, las medallas Fields están reservadas a los
matemáticos que todavía no hayan cumplido cuarenta años. Esta elección no está
basada en la opinión muy extendida de que los matemáticos se queman muy jóvenes:
John Fields, que concibió y dotó el premio, quería que los fondos sirvieran para
incentivar a los matemáticos más prometedores para que obtuvieran resultados aún
más importantes. Las medallas se otorgan cada cuatro años con motivo del Congreso
Internacional de Matemáticos, y las primeras se entregaron en Oslo en 1936.
El límite máximo de edad se respeta estrictamente. A pesar de lo extraordinario

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de la labor desarrollada por Andrew Wiles al demostrar el último teorema de Fermat,
el comité del premio no pudo otorgarle una medalla en el Congreso de Berlín de
1998, es decir, en la primera ocasión posible tras la aceptación definitiva de su
demostración, porque Wiles había nacido en 1953. Por supuesto, se acuñó una
medalla especial para conmemorar su empresa, pero no es comparable con el hecho
de ser miembro del ilustre club de los agraciados con una medalla Fields. Entre éstos
hay muchos de los protagonistas principales de nuestra historia: Enrico Bombieri,
Alain Connes, Atle Selberg, Paul Cohen, Alexandre Grothendieck, Alan Barker,
Pierre Deligne. Estos nombres suponen casi la quinta parte de la totalidad de las
medallas concedidas hasta ahora.
Pero los matemáticos no aspiran a la medalla Fields por dinero. En lugar de las
importantes sumas que ingresan los ganadores de un Nobel, la dotación que
acompaña a una medalla Fields es de unos modestos 15.000 dólares canadienses. Sin
embargo, los millones de Clay contribuirán a competir con el poderío económico de
los premios Nobel. Al contrario de lo que ocurre con la medalla Fields o con el
premio que ofrecieron Faber & Faber y Bloomsbury por la solución de la conjetura
de Goldbach, en este caso cualquiera puede aspirar a ganar el premio, con
independencia de su edad o nacionalidad, y sin más límite de tiempo para hallar la
solución que el inexorable tic-tac de la inflación.
De todas maneras, la recompensa económica no es el principal motivo que
empuja a los matemáticos a la caza de uno de los Problemas del Milenio, sino más
bien la embriagadora perspectiva de alcanzar la inmortalidad que las matemáticas
pueden conferir. Ciertamente, resolviendo uno de los problemas de Clay ganaría un
millón de dólares, pero eso no es nada en comparación con el hecho de inscribir el
propio nombre en el mapa intelectual de la civilización. La hipótesis de Riemann, el
último teorema de Fermat, la conjetura de Goldbach, el espacio de Hilbert, la función
tau de Ramanujan, el algoritmo de Euclides, el método del círculo de Hardy-
Littlewood, la serie de Fourier, la numeración de Gödel, un cero de Siegel, la fórmula
de la traza de Selberg, la criba de Eratóstenes, los números primos de Mersenne, el
producto de Euler, los enteros de Gauss: todos ellos son descubrimientos que han
llevado a la inmortalidad a los matemáticos que han desenterrado esos tesoros en el
curso de sus exploraciones sobre los números primos. Sus nombres sobrevivirán
mucho después de que nos hayamos olvidado de Esquilo, de Goethe o de
Shakespeare. Como explicaba G. H. Hardy, «las lenguas mueren, pero las ideas
matemáticas no. Inmortalidad quizá sea una palabra ingenua, pero un matemático
tiene más probabilidades que cualquier otro ser humano de alcanzar lo que aquella
palabra designa».
Los matemáticos que han luchado larga y fatigosamente en esta aventura épica
para comprender que los números primos son algo más que simples nombres inscritos
en el firmamento matemático. El tortuoso camino que ha seguido la historia de los
números primos es el resultado de vidas concretas, de un conjunto rico y variado de

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dramatis personae. Figuras históricas de la Revolución francesa y amigos de
Napoleón dan paso a modernos magos y a empresarios de Internet. Las historias de
un contable indio, de un espía francés que se libró de ser ejecutado y de un judío
húngaro fugitivo de la persecución de la Alemania nazi, tienen como denominador
común la obsesión por los números primos. Cada uno de estos personajes ofrece una
perspectiva única en su intento de añadir el propio nombre al cuadro de honor
matemático. Los números primos han unido a los matemáticos a través de muchas
fronteras nacionales: China, Francia, Grecia, América, Noruega, Australia, Rusia,
India y Alemania son sólo algunos de los países que han aportado miembros
prominentes a la tribu nómada de los matemáticos que cada cuatro años se reúne en
un congreso internacional para narrar las historias de sus viajes.
No sólo es el deseo de dejar una impronta en el pasado lo que motiva a los
matemáticos. Igual que ocurrió cuando Hilbert osó posar su mirada sobre lo
desconocido, la demostración de la hipótesis de Riemann supondría el comienzo de
una nueva aventura. Cuando Wiles tomó la palabra en la conferencia de prensa
convocada para anunciar los premios Clay, insistió en subrayar que los problemas no
son la meta final:

Allá afuera hay todo un mundo de matemáticas esperando a que lo descubran.


Piensen, por favor, en los europeos de 1600. Sabían que al otro lado del
Atlántico había un Nuevo Mundo; ¿qué clase de premio habrían otorgado para
contribuir al descubrimiento y al desarrollo de los Estados Unidos? No un
premio a la invención del aeroplano, no un premio a la invención del
ordenador, no un premio a la fundación de Chicago, no un premio a la
construcción de máquinas capaces de trillar campos de trigo; todas estas cosas
han pasado a formar parte de Estados Unidos, pero en 1600 no podían ni
imaginárselas: no, habrían dado un premio a la solución de problemas como el
de la longitud.

La hipótesis de Riemann es la longitud de las matemáticas. Su solución abre la


perspectiva de dibujar un mapa de las brumosas aguas del inmenso océano de los
números primos. Representa apenas el comienzo de nuestra comprensión de los
números de la naturaleza. Una vez que descubramos el secreto para orientarnos entre
los números primos, quién sabe qué otras cosas podría haber allá afuera esperando a
que las descubramos.

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2
LOS ÁTOMOS DE LA ARITMÉTICA

Cuando las cosas se vuelven demasiado complicadas, a veces tiene sentido parar y
preguntarse: ¿he planteado la pregunta correcta?
ENRICO BOMBIERI
«Prime Territory», en The Sciences

Dos siglos antes de que la inocentada de Bombieri pusiera en evidencia al mundo de


los matemáticos, otro italiano, Giuseppe Piazzi, difundía una noticia igual de
apasionante: desde el observatorio astronómico de Palermo, Piazzi había descubierto
un nuevo planeta que giraba alrededor del Sol en una órbita entre las de Marte y
Júpiter. Ceres, como lo llamaron, era mucho más pequeño que los siete planetas
mayores conocidos hasta entonces, pero su descubrimiento, el 1 de enero de 1801, se
consideró un maravilloso augurio para el futuro de la ciencia en el nuevo siglo.
El entusiasmo se convirtió en decepción pocas semanas después, cuando el
pequeño planeta desapareció de la vista: su órbita estaba conduciéndolo al otro lado
del Sol, donde su débil luz terminó ocultada por el deslumbrador brillo solar. Ceres
desapareció del cielo nocturno, perdido de nuevo entre la plétora de estrellas del
firmamento. Los astrónomos del siglo XIX no disponían de suficientes instrumentos
matemáticos para calcular su órbita completa a partir de la breve trayectoria que
habían seguido durante las primeras semanas del nuevo siglo. Lo habían perdido, y
parecía que no existía ningún modo de prever dónde haría su siguiente aparición.
Sin embargo, casi un año después de desvanecerse el planeta de Pazzi, un alemán
de veinticuatro años, natural de Brunswick, anunció que sabía dónde debían buscar
los astrónomos el objeto perdido. A falta de previsiones alternativas a su disposición,
los astrónomos dirigieron sus telescopios hacia la región del cielo que indicaba el
jovencito. Como por milagro, Ceres se encontraba precisamente allí. Esa previsión
astronómica sin precedentes no procedía, sin embargo, de la misteriosa magia de un
astrólogo: la trayectoria de Ceres había sido calculada por un matemático que había
identificado un orden allí donde los demás habían visto simplemente un minúsculo e
imprevisible planeta. Carl Friederich Gauss había tomado los escasísimos datos que
se habían registrado sobre la trayectoria del planeta y había aplicado un nuevo
método de cálculo desarrollado recientemente por él mismo para determinar dónde se
encontraría Ceres en cualquier fecha futura.
Gracias al descubrimiento de la trayectoria de Ceres, Gauss se convirtió de
inmediato en una estrella de primera magnitud en la comunidad científica. Su gesta

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fue un símbolo del poder de predicción de las matemáticas en un período, la primera
mitad del siglo XIX, en que la ciencia estaba en plena eclosión. Si bien los astrónomos
habían descubierto el planeta por casualidad, un matemático había puesto en juego la
capacidad analítica necesaria para explicar qué ocurriría a continuación.
A pesar de que el nombre de Gauss todavía era desconocido en la comunidad
astronómica, su joven voz ya había dejado una impronta formidable en el mundo
matemático. Gauss había conseguido trazar la trayectoria de Ceres, pero su auténtica
pasión era la de identificar estructuras regulares en el mundo de los números. Para él,
el universo de los números suponía un reto más importante: hallar estructura y orden
donde los demás sólo veían caos. Con excesiva frecuencia se usan epítetos como niño
prodigio y genio de las matemáticas, pero pocos matemáticos tendrían nada que
objetar al hecho de que tales calificativos se atribuyan a Gauss. El simple número de
ideas nuevas y descubrimientos que produjo incluso antes de cumplir los veinticinco
años parece inexplicable.
Gauss nació en una familia de modestos trabajadores de Brunswick (Alemania)
en 1777. A los tres años corregía las cuentas de su padre; a los diecinueve, su
descubrimiento de una magnífica construcción geométrica de una figura de 17 lados
le convenció de que debía dedicar su vida a las matemáticas. Antes que él, los
antiguos griegos habían demostrado que era posible construir un pentágono perfecto
usando sólo regla y compás. Desde entonces nadie había sido capaz de demostrar
cómo utilizar aquellos simples instrumentos para construir otros polígonos perfectos,
llamados polígonos regulares, con un número primo de lados. La excitación de Gauss
cuando descubrió la manera de construir aquella figura perfecta de 17 lados lo
empujó a dar comienzo a un diario matemático que mantuvo durante los siguientes
dieciocho años. Este diario, que quedó en manos de su familia hasta 1898, se
convirtió en uno de los documentos más importantes de la historia de las
matemáticas, entre otras razones porque confirmó que Gauss había probado, sin
publicarlos, muchos resultados que otros matemáticos intentaron demostrar hasta
bien entrado el siglo XIX.
Entre las primeras contribuciones matemáticas de Gauss, una de las principales
fue la invención de la calculadora de reloj. No se trataba de una máquina material,
sino de una idea que abría la posibilidad de hacer matemáticas con números que hasta
aquel momento habían sido considerados inabordables. La calculadora de reloj se
basa en el mismo principio que los relojes convencionales. Si su reloj marca las 9 y le
añade 4 horas, la manecilla se colocará sobre la una. De igual manera, la calculadora
de reloj de Gauss da 1 como resultado de 9 + 4. Si Gauss deseaba realizar un cálculo
más complicado, como por ejemplo 7 × 7, la calculadora de reloj daba como
resultado el resto que se obtiene al dividir 49 (es decir, 7 × 7) entre 12. El resultado es
otra vez 1.
Sin embargo, la potencia y velocidad de la calculadora de reloj comenzaba a
ponerse de manifiesto cuando Gauss quería calcular 7 × 7 × 7. En lugar de multiplicar

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otra vez 49 por 7, Gauss podía limitarse a multiplicar 7 por el último resultado
obtenido, es decir 1, para obtener la respuesta, que es 7. De esta forma, sin tener que
calcular 7 × 7 × 7 —que da 343— podía saber sin gran esfuerzo que aquel resultado,
al dividirlo por 12, daba como resto 7. La calculadora demostró toda su potencia
cuando Gauss empezó a utilizarla con grandes números, que sobrepasaban sus
propias capacidades de cálculo. Incluso sin tener ni idea del valor de 799, su
calculadora de reloj le decía que ese número dividido entre 12 daría 7 como resto.
Gauss se dio cuenta de que en los relojes de 12 horas no había nada de especial.
Por ello introdujo la idea de una aritmética del reloj —o aritmética modular, como se
llama a veces— basada en relojes con cualquier número de horas. Por ejemplo, si
insertamos el número 11 en una calculadora de reloj de 4 horas, obtendremos 3 como
respuesta ya que al dividir 11 entre 4 el resto que se obtiene es 3. Los estudios de
Gauss sobre este nuevo tipo de aritmética revolucionaron las matemáticas de
principios del siglo XIX. Así como el telescopio había permitido a los astrónomos
vislumbrar nuevos mundos, la invención de la calculadora de reloj ayudó a los
matemáticos a descubrir en el universo de los números estructuras que habían estado
ocultas durante generaciones. Todavía hoy la aritmética modular de Gauss es
fundamental para la seguridad en Internet, donde se utilizan relojes con cuadrantes
divididos en más horas que átomos existen en el universo observable.
Gauss, hijo de padres pobres, tuvo la suerte de poder sacar provecho de su talento
matemático. Había nacido en una época en que las matemáticas eran todavía una
actividad privilegiada, financiada por cortesanos y mecenas, o practicada a ratos
libres por aficionados como Pierre de Fermat. El protector de Gauss era Carl Wilhelm
Ferdinand, duque de Brunswick. La familia de Ferdinand siempre había apoyado la
cultura y la economía del ducado. Su padre había sido el fundador del Collegium
Carolinum, una de las universidades técnicas más antiguas de Alemania. Ferdinand,
imbuido del ethos paterno según el cual la instrucción era la base de los éxitos
comerciales de Brunswick, estaba siempre al acecho de talentos dignos de apoyo.
Coincidió por primera vez con Gauss en 1791, y quedó tan impresionado por sus
capacidades que se ofreció a financiar los estudios de aquel joven en el Collegium
Carolinum para que pudiera así desarrollar su indiscutible potencial.
Lleno de gratitud, Gauss dedicó su primer libro al duque en 1801. Aquel libro,
titulado Disquisitiones arithmeticae, recogía muchos de los descubrimientos sobre las
propiedades de los números que Gauss había anotado en sus diarios. Todo el mundo
reconoce que no se trata de un simple compendio de observaciones sobre los
números, sino que supone el anuncio del nacimiento de la teoría de los números como
disciplina independiente. Su publicación hizo de la teoría de los números «la reina de
las matemáticas», como siempre le gustó a Gauss definirla. Y si esa teoría era una
reina, las joyas engarzadas en su corona eran los números primos, los números que
habían fascinado y atormentado a generaciones enteras de matemáticos.
La prueba más antigua del conocimiento de los humanos sobre las propiedades

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especiales de los números primos es un hueso que data del 6500 a. C. El hueso,
llamado de Ishango, se descubrió en 1960 en las montañas de Africa ecuatorial. Tiene
grabadas tres columnas con cuatro series de muescas. En una de las columnas
encontramos 11, 13, 17, 19 muescas, es decir, la lista de los números primos
comprendidos entre 10 y 20. También las otras columnas parecen tener significados
de naturaleza matemática. No está claro si este hueso, que se conserva en el Instituto
Real de las Ciencias Naturales de Bruselas, representa realmente uno de los primeros
intentos que hicieron nuestros antepasados para entender los números primos o si se
trata de una selección de números que resultan ser primos por casualidad. Sin
embargo, no podemos excluir la posibilidad de que se trate de la primera incursión
humana en los números primos.
Algunos sostienen que la civilización china fue la primera en oír el tamtam de los
números primos. Los chinos atribuían características femeninas a los números pares y
masculinas a los impares, pero además de esa nítida separación, consideraban
afeminados los impares que no son primos, como el 15. Hay pruebas de que, antes
del 1000 a. C., los chinos habían ideado un método muy concreto para comprender
qué hace especiales a los números primos entre todos los números. Si tomamos 15
alubias podemos distribuirlas en un rectángulo perfecto compuesto por tres columnas
de cinco alubias. En cambio, si tomamos 17 alubias sólo podremos construir un
rectángulo de una fila de 17 alubias. Para los chinos, los números primos eran
números viriles que resistían cualquier intento de descomponerlos en producto de
números menores.
Si bien a los antiguos griegos también les gustaba atribuir cualidades sexuales a
los números, fueron ellos los que descubrieron, en el siglo IV a. C., la fuerza real de
los números primos como elementos básicos para la construcción de todos los demás.
Comprendieron que todo número puede ser construido multiplicando entre sí
números primos. Aunque se equivocaron al creer que el fuego, el aire, el agua y la
tierra constituían la base de la materia, acertaron al identificar los átomos de la
aritmética. Durante siglos los químicos intentaron en vano identificar los elementos
constitutivos básicos de su disciplina, hasta que la búsqueda iniciada por los antiguos
griegos culminó en la tabla periódica de los elementos de Dimitri Mendeleyev. En
cambio, a pesar de disfrutar de la ventaja de la identificación por los griegos de los
elementos básicos de la aritmética, los matemáticos todavía se debaten en sus intentos
por descubrir su tabla de los números primos.
Hasta donde sabemos fue Eratóstenes, gran bibliotecario del importantísimo
centro cultural de la Grecia antigua que fue Alejandría, el primero en producir tablas
de números primos. Como una especie de antiguo Mendeleyev de las matemáticas, en
el siglo III a. C., Eratóstenes ideó un procedimiento razonablemente sencillo para
determinar qué números eran primos entre los comprendidos, por ejemplo, entre 1 y
1.000. Para empezar, escribía la secuencia entera de números; a continuación tomaba
el menor primo, es decir 2, y a partir de él tachaba de la lista un número de cada dos:

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como son divisibles entre 2, todos los tachados no son primos. Entonces pasaba al
siguiente número no tachado, es decir 3, y a partir de él tachaba de la lista un número
de cada tres: como todos esos números son divisibles entre 3, no son primos.
Continuaba el proceso tomando el siguiente número no tachado y suprimiendo de la
lista todos sus múltiplos. Con este proceso sistemático construyó tablas de números
primos, y este método recibió el nombre de criba de Eratóstenes: cada nuevo número
primo crea una «criba», un cedazo que Eratóstenes utiliza para eliminar una parte de
los números que no son primos. En cada nueva fase del proceso las dimensiones de la
malla cambian y, cuando Eratóstenes llega a 1.000, los únicos números
supervivientes del proceso de selección son los primos.
Cuando Gauss era un jovencito recibió como regalo un libro que contenía una
lista de varios millares de números primos que probablemente se había construido
utilizando los antiguos cedazos numéricos. Para Gauss, aquellos números aparecían
desordenadamente. Predecir la órbita elíptica de Ceres había sido ya suficientemente
difícil, pero el reto de los números primos tenía más en común con la empresa casi
imposible de analizar la rotación de cuerpos celestes del tipo de Hiperión, uno de los
satélites de Saturno, que tiene forma de hamburguesa. A diferencia de nuestra Luna,
Hiperión no es en absoluto estable desde el punto de vista gravitacional, y por esa
razón gira caóticamente sobre sí mismo. De todos modos, por más que la rotación de
Hiperión o las órbitas de algunos asteroides sean caóticas, por lo menos sabemos que
su comportamiento viene determinado por la atracción gravitacional del Sol y de los
planetas; en cuanto los números primos, no tenemos ni la más ligera idea de qué
fuerzas los atraen o los repelen. Cuando escrutaba sus tablas numéricas, Gauss no
conseguía determinar ninguna regla que le indicara cuánto tenía que saltar para hallar
el siguiente número primo. ¿Podría ser que los matemáticos debieran resignarse a
aceptar que esos números han sido elegidos al azar por la naturaleza, que hubieran
sido fijados como estrellas en el cielo nocturno, sin pies ni cabeza? Gauss no podía
aceptar semejante idea: la motivación primaria en la vida de un matemático es
determinar estructuras ordenadas, descubrir y explicar las reglas que están en los
cimientos de la naturaleza, prever qué sucederá a continuación.

LA BÚSQUEDA DE MODELOS

La aventura de la búsqueda de los números primos por parte de los matemáticos


está perfectamente expresada en uno de los problemas que todos hemos resuelto en la
escuela: dada una sucesión de números, determinar el siguiente elemento. Veamos, a
título de ejemplo, tres de estos problemas:

1, 3, 6, 10, 15, …
1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, …

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1, 2, 3, 5, 7, 11, 15, 22, 30, …

Muchas preguntas asaltan la mente matemática ante listas así: ¿cuál es la regla
que está detrás de la creación de cada sucesión? ¿Es posible predecir el siguiente
elemento? ¿Se puede determinar una fórmula que nos permita calcular el centésimo
término de la sucesión sin que sea necesario calcular los 99 anteriores?
La primera de las tres sucesiones anteriores está formada por los llamados
números triangulares. El décimo número de la lista es el número de alubias
necesarias para construir un triángulo de diez filas que comience con una fila de una
única alubia y que termine con una fila de diez alubias. Por esta razón, el enésimo
número triangular se obtiene simplemente sumando los primeros N números: 1 + 2 +
3 + … + N. Si deseamos determinar el centésimo número triangular tenemos ya un
método largo y laborioso: atacar frontalmente el problema sumando los 100 primeros
números de la sucesión.
El maestro de la escuela a la que asistía Gauss tenía por costumbre poner este
problema a sus alumnos, con la seguridad de que tardarían en resolverlo el tiempo
suficiente para que él pudiera echar una cabezadita. A medida que terminaban el
problema, los alumnos se levantaban y ponían su pizarra en una pila ante el maestro.
Mientras los demás alumnos apenas se habían puesto a la tarea, en pocos segundos
Gauss, con diez años, había dejado ya su pizarra sobre el escritorio del maestro.
Furioso, éste creyó que el joven Gauss estaba siendo insolente, pero cuando miró la
pizarra, vio que la respuesta —5.050— estaba allí, sin un solo paso de cálculo. El
maestro pensó que Gauss había hecho trampa de un modo u otro, pero el alumno
explicó que bastaba con insertar N = 100 en la fórmula 1/2 × (N + 1) × N, para
obtener el centésimo término de la sucesión sin tener que calcular ningún otro
término.
Gauss no había atacado el problema directamente, sino que se había aproximado a
él lateralmente. El mejor modo de descubrir cuántas alubias hay en un triángulo de
100 filas, razonó, era tomar otro triángulo igual, darle la vuelta y ponerlo al lado del
primero. Ahora Gauss tenía un rectángulo de 100 filas, de 100 alubias cada una, y
calcular el número total de alubias de este rectángulo formado por dos triángulos era
muy fácil: el total de alubias es 101 × 100 = 10.100. Por tanto, un único triángulo
contenía la mitad de ese número de alubias, es decir, 1/2 × 101 × 100 = 5.050.
Además, el número 100 no tiene nada de especial: si lo sustituimos por N
obtendremos la fórmula 1/2 × (N + 1) × N.
La siguiente figura ilustra el razonamiento en el caso de un triángulo de 10 filas
en lugar de 100.

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Una ilustración del método usado por Gauss para demostrar su fórmula para el cálculo de los
números triangulares.

En lugar de atacar frontalmente el problema que su maestro le proponía, Gauss


había encontrado un punto de vista distinto. El pensamiento lateral, la capacidad de
observar el problema desde todos los ángulos posibles para verlo desde una nueva
perspectiva, es una cuestión de inmensa importancia para el descubrimiento
matemático y supone una de las razones por las que las personas capaces de razonar
como el joven Gauss son buenos matemáticos.
La segunda de las sucesiones que hemos propuesto, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, …, es la
de los llamados números de Fibonacci. Para construirla basta calcular cada número
sumando los dos inmediatamente anteriores. Por ejemplo, 13 = 5 + 8. Leonardo
Fibonacci, matemático pisano del siglo XIII, dio con ella al estudiar los hábitos
reproductores de los conejos. Fibonacci intentó divulgar los descubrimientos de los

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matemáticos árabes en un intento fracasado de sacar las matemáticas europeas de los
oscuros siglos de la Alta Edad Media.
Sin embargo, fueron los conejos los que le confirieron la inmortalidad en el
mundo matemático. Según su modelo de reproducción, cada nueva estación
tendremos un número de parejas de conejos que siguen una pauta regular. Este
esquema está basado en dos reglas: cada pareja madura de conejos producirá una
nueva pareja de conejos por estación, y cada nueva pareja necesitará una estación
para llegar a la madurez sexual.
Pero los números de Fibonacci no sólo gobiernan el mundo de los conejos. Esta
sucesión aparece en la Naturaleza de mil maneras distintas. El número de pétalos de
una flor es siempre un número de Fibonacci, y también el número de espirales de una
piña de abeto. Y el crecimiento de una concha marina a lo largo del tiempo sigue la
progresión de los números de Fibonacci.
¿Existe una fórmula rápida que, como la de Gauss para los números triangulares,
permita determinar el centésimo número de Fibonacci? También en este caso, la
primera impresión es que tendremos que calcular los 99 términos anteriores, ya que
para determinar el centésimo término necesitamos conocer el nonagésimo octavo y el
nonagésimo noveno. ¿Puede ser que exista una fórmula que nos determine este
centésimo término insertando simplemente el número 100? Tal fórmula existe, pero
su determinación es mucho más complicada que la regla que nos permite determinar
esos otros números.
La fórmula para generar los números de Fibonacci se basa en un número especial
llamado número de oro o proporción áurea, un número que empieza por 1,61803…
Igual que π, la proporción áurea es un número cuya expresión decimal no tiene fin,
no manifiesta ninguna regularidad y, sin embargo, encierra las que a lo largo de los
siglos han sido consideradas como las proporciones perfectas. Si examinamos los
lienzos que se exponen en el Louvre o en la Tate Gallery, descubriremos que con
mucha frecuencia el artista ha elegido un rectángulo cuyos lados están en la
proporción de 1 a 1,61803. Además, los experimentos revelan que entre la altura de
una persona y la distancia que separa sus pies del ombligo se conserva esa misma
proporción numérica. La aparición de la proporción áurea en la naturaleza tiene algo
de misterioso. El enésimo número de Fibonacci puede expresarse mediante una
fórmula construida a partir de la enésima potencia de la proporción áurea.
Dejaremos la tercera sucesión numérica —1, 2, 3, 5, 7, 11, 15, 22, 30, …— como
un reto estimulante sobre el cual volveremos más adelante. Sus propiedades
contribuyeron a consolidar la fama de uno de los personajes más fascinantes de las
matemáticas del siglo XX: Srinivasa Ramanujan, que poseía una extraordinaria
habilidad para descubrir nuevas estructuras y fórmulas en zonas de las matemáticas
en las que otros se habían encallado.
En la Naturaleza no sólo se encuentran los números de Fibonacci: el reino animal
también conoce los números primos. Existen dos especies de cigarras llamadas

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Magicicada septendecim y Magicicada tredecim que viven a menudo en el mismo
medio. Tienen ciclos de vida de 17 y 13 años respectivamente. Durante todos esos
años se alimentan de la savia de las raíces de los árboles. Luego, en el último año del
ciclo, se metamorfosean de crisálidas en adultos completamente formados y salen del
suelo en masa. Asistimos a un acontecimiento extraordinario cuando, cada 17 años,
los ejemplares de Magicicada septendecim se apoderan del bosque en una sola noche.
Entonan su potente canto, se aparean, se alimentan, ponen sus huevos, y al cabo de
seis semanas, mueren. El bosque vuelve al silencio durante otros 17 años. Pero ¿por
qué esas dos especies han elegido como duración de su vida un número primo de
años?
Hay diversas explicaciones posibles; como las dos especies han desarrollado
ciclos de vida que duran un número primo de años, es raro que aparezcan el mismo
año. En efecto, ambas especies deberán compartir el bosque solamente una vez cada
13 x 17 = 221 años. Imaginemos lo que sucedería en el caso de elegir ciclos de años
no primos, por ejemplo 18 y 12. En el mismo período de 221 años se habrían
encontrado en sincronía seis veces, exactamente en los años 36, 72, 108, 144, 180 y
216, es decir, en los años compuestos de los números primos que son divisores de 18
y de 12. Los números primos 13 y 17, por tanto, evitaban a las dos especies de cigarra
una competencia excesiva.
La aparición de un hongo que se presentaba simultáneamente con las cigarras nos
ofrece otra posible explicación. Para las cigarras aquel hongo era letal, y por esa
razón desarrollaron un ciclo de vida que les permitiera evitarlo. Al pasar a un ciclo de
17 o 13 años, las cigarras se han asegurado de aparecer en el mismo año que el hongo
con mucha menor frecuencia de la que se daría si sus ciclos de vida durasen un
número no primo de años. Para las cigarras, los números primos no eran una simple
curiosidad abstracta, sino la clave de la supervivencia.
Por más que la evolución hubiere descubierto algunos números primos a las
cigarras, los matemáticos necesitaban un método más sistemático para obtenerlos.
Entre todos los enigmas numéricos, la lista de los números primos era el lugar donde,
más que en ningún otro, los matemáticos buscaban una fórmula secreta. Sin embargo,
debemos ser cautos al pensar que en el mundo matemático hay estructura y orden en
todos los rincones. A lo largo de la historia han sido muchos los que se han perdido
en el vano intento de determinar una estructura escondida en la expresión decimal de
π, uno de los números más importantes de las matemáticas. Precisamente ha sido su
importancia la que ha alimentado intentos desesperados por descubrir mensajes bajo
su caótica expresión decimal. Si una vida alienígena utilizaba los números primos
para atraer la atención de Ellie Arroway al principio de la novela de Carl Sagan
Contacto, el mensaje último del libro está escondido en las profundidades de la
sucesión decimal de π, en la que repentinamente aparece una serie de ceros y de unos
definiendo unas pautas que revelarían «la existencia de una inteligencia anterior al
Universo». En la película π, Darren Aronofsky también juega con este célebre icono

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cultural.
A modo de advertencia para aquellos que se sientan fascinados ante la idea de
descubrir mensajes escondidos en números como π, los matemáticos han conseguido
demostrar que la mayoría de los números decimales esconden, en alguna parte de sus
expresiones decimales infinitas, cualquier secuencia de números que deseemos. Por
ello, existe una elevada probabilidad de que π contenga el programa informático para
escribir el libro del Génesis si lo buscamos con paciencia suficiente. En resumen,
para buscar estructuras escondidas en las matemáticas es preciso determinar el punto
de vista correcto; su importancia se hace evidente cuando se examina desde
perspectivas distintas. Lo mismo ocurría con los números primos. Armado con sus
tablas de números primos y con su talento para el pensamiento lateral, Gauss estaba
preparado para determinar el ángulo y la perspectiva correctos desde donde examinar
los números primos de forma que, tras su fachada caótica, pudiera surgir un orden
antes oculto.

LA DEMOSTRACIÓN, GUÍA DE VIAJE DEL MATEMÁTICO

Si una parte del trabajo de los matemáticos consiste en hallar esquemas y


estructuras en el mundo de las matemáticas, la otra parte consiste en demostrar que
cierta estructura será siempre válida. El concepto de demostración marca quizás el
auténtico principio de las matemáticas como arte de la deducción en lugar de la
simple observación de los números; el punto en el cual la alquimia matemática cede
el puesto a la química matemática. Los antiguos griegos fueron los primeros en
comprender que era posible demostrar que ciertos hechos siguen siendo ciertos por
muy lejos que contemos, por muchos ejemplos que examinemos.
El proceso creativo matemático empieza con una suposición. A menudo ésta
emerge como resultado de la intuición que el matemático ha desarrollado durante
años de exploración del mundo de las matemáticas, cultivando una sensibilidad como
consecuencia de sus idas y venidas. Quizá simples experimentos numéricos revelen
una regla que se suponga válida para siempre: en el siglo XVII, por ejemplo, los
matemáticos descubrieron lo que creyeron un método seguro para verificar la
primalidad de un número N: elevar 2 a la N y dividir el resultado por N. Si el resto es
2, entonces N sería un número primo. En términos de la calculadora de reloj de
Gauss, aquellos matemáticos querían calcular 2N con un reloj de N horas. El reto
consistía en demostrar si tal suposición era cierta o falsa. Estas suposiciones o
predicciones son lo que los matemáticos denominan conjeturas o hipótesis.
Una suposición matemática recibe el nombre de teorema sólo después de haber
sido demostrada; este paso de conjetura o hipótesis a teorema es lo que indica la
madurez matemática de un enunciado. Fermat legó a las matemáticas una montaña de
predicciones: generaciones enteras de matemáticos se han labrado un nombre

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demostrando la verdad o la falsedad de las hipótesis de Fermat. Ciertamente, el
último teorema de Fermat siempre ha recibido el nombre de teorema y no de
conjetura, pero se trata de un caso insólito, que probablemente se debe a que en sus
notas garabateadas en la copia de la Arithmetica de Diofanto, Fermat afirmaba poseer
una maravillosa demostración que desgraciadamente era demasiado larga para caber
en el margen de la página. Fermat nunca transcribió en parte alguna su presunta
demostración, y esos comentarios al margen se convirtieron en la mayor broma
matemática de la historia. Hasta que Andrew Wiles proporcionó una argumentación,
una demostración del porqué de la inexistencia de soluciones interesantes de la
ecuación de Fermat, el último teorema siguió siendo una mera hipótesis, simplemente
un buen deseo.
La anécdota escolar de Gauss resume perfectamente el paso de la suposición al
teorema mediante la demostración. Gauss concibió una fórmula que, según su
previsión, podía producir cualquier número triangular. ¿Cómo podía tener la
seguridad de que la fórmula siempre funcionaría? Evidentemente, puesto que la
sucesión tiene una longitud infinita, no podía verificar la fórmula sobre cada número
de la sucesión para comprobar la corrección del resultado. Por tanto, recurrió a la
potente arma de la demostración matemática. Su método de combinar dos triángulos
para construir un rectángulo aseguraba que la fórmula funcionaría siempre sin
necesidad de hacer un número infinito de cálculos. Por el contrario, el método ideado
en el siglo XVII para verificar la primalidad con base en el cálculo de 2N fue rechazado
por el tribunal de las matemáticas en 1819: el método funciona correctamente hasta
340, pero a continuación determina 341 como número primo. Ahí es donde falla la
verificación, ya que 341 = 11 × 31. Esta excepción no pudo ser descubierta hasta que
fue posible usar una calculadora de reloj de Gauss con 341 horas para simplificar el
análisis de un número como 2341, que en una calculadora convencional tiene más de
100 cifras.
El matemático de Cambridge G. H. Hardy, autor de la Apología de un
matemático, solía comparar el proceso de descubrimiento y demostración
matemáticos con el trabajo de un cartógrafo que estudia paisajes lejanos: «Siempre he
pensado en el matemático en primer lugar como un observador: un hombre que
escruta una remota cadena montañosa y anota sus observaciones». Cuando el
matemático ha observado la montaña a distancia, su siguiente labor consiste en
explicar a los demás cómo alcanzarla.
Se comienza en un lugar donde el paisaje nos es familiar y no hay sorpresas que
temer; en esa región conocida se encuentran los axiomas de las matemáticas, las
verdades numéricas evidentes, junto con las proposiciones que ya han sido
demostradas. Una demostración es como un sendero que, a través del paisaje
matemático, conduce desde ese territorio familiar hasta cumbres remotas. El avance
está ligado al respeto de las reglas de la deducción que, al igual que los movimientos
permitidos a una pieza de ajedrez, prescriben qué pasos está permitido dar en ese

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mundo. A veces se llega a lo que parece un punto muerto, lo que obliga a uno de los
característicos pasos laterales, cambios de dirección o incluso retrocesos para superar
el obstáculo. Quizá para continuar el ascenso es necesario esperar a que se inventen
nuevos instrumentos, como las calculadoras de reloj de Gauss.
En palabras de Hardy, el observador matemático

Ve nítidamente A, mientras que de B sólo consigue breves visiones


momentáneas. Finalmente elige una cresta que parte de A y, siguiéndola hasta
el final, descubre que culmina en B. Si quiere que los demás lo vean lo indica,
o bien directamente o bien a través de la cadena de cumbres que lo han
conducido a él mismo a reconocerlo. Cuando su discípulo también lo ve, la
búsqueda, la argumentación, la demostración ha terminado.

La demostración es la historia del viaje y el mapa que registra sus coordenadas: es


el cuaderno de bitácora del matemático. Los que lean la demostración experimentarán
la misma emergencia de la comprensión que experimentó su autor; no sólo verán
finalmente la ruta que conduce a la cumbre, sino que además comprenderán que
ningún futuro desarrollo podrá comprometer el nuevo recorrido. Muy a menudo una
demostración no pretende poner todos los puntos sobre las íes: se trata de una
reconstrucción del viaje y no necesariamente la reconstrucción de cada uno de sus
pasos. Las argumentaciones que los matemáticos dan como demostraciones
pretenden entusiasmar al lector. Hardy acostumbraba a describir las argumentaciones
que damos los matemáticos como «cháchara, florituras retóricas construidas para
golpear la psicología, figuras en la pizarra durante las clases, instrumentos para
estimular la imaginación de los alumnos».
Los matemáticos están obsesionados con la demostración, y la simple prueba
experimental de una hipótesis no basta para satisfacerlos. A menudo esta actitud
provoca estupor e incluso burlas en otras disciplinas científicas. La conjetura de
Goldbach ha sido verificada para todos los números hasta 400.000.000.000.000, pero
no está aceptada como teorema; en casi cualquier otra disciplina científica estarían
encantados de considerar estos aplastantes datos numéricos como argumento más que
convincente y pasarían a otra cosa: si un día aparecieran nuevos datos que obligaran a
reconsiderar aquel canon matemático, pues adelante. Si para las demás ciencias basta
con eso, ¿por qué no para las matemáticas?
Muchísimos matemáticos se estremecerían sólo con plantearse tal herejía. Dicho
en palabras del matemático francés André Weil: «el rigor es para los matemáticos lo
que la moral es para los humanos». En parte ello se debe a que, en matemáticas, a
menudo los indicios son difíciles de valorar. Más que cualquier otra parte de las
matemáticas, los números primos se resisten a revelar su auténtica naturaleza. Incluso
Gauss se dejó llevar por una corazonada ante la enorme cantidad de datos que había
obtenido sobre los números primos, pero un posterior análisis teórico lo despertó de
su error. Por esta razón es esencial la demostración: las primeras impresiones pueden

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ser engañosas. Mientras que el ethos de cualquier otra ciencia establece que las
pruebas experimentales son lo único realmente fiable, los matemáticos han aprendido
a no fiarse nunca de los datos numéricos sin una demostración.
En cierto sentido, la naturaleza etérea de las matemáticas como disciplina de la
mente hace al matemático más propenso a proporcionar demostraciones para dar una
sensación de realidad a ese mundo. Los químicos pueden estudiar tranquilamente la
molécula real de futboleno, la secuencia del genoma supone un problema concreto
para el genetista, incluso los físicos pueden comprobar la realidad de las minúsculas
partículas subatómicas o de un remoto agujero negro; en cambio, el matemático se
encuentra en la tesitura de tener que comprender objetos que no poseen ninguna
realidad física evidente: formas geométricas en ocho dimensiones o números primos
tan grandes que superan el número de átomos del universo. Ante tan monstruosa lista
de conceptos abstractos la mente puede hacer jugarretas extrañas, y sin una
demostración se correría el riesgo de crear auténticos castillos de naipes. En las
demás disciplinas científicas la observación y el experimento sirven para validar la
realidad de un objeto de estudio, pero si los demás científicos pueden usar los ojos
para ver esa realidad física, los matemáticos tienen que confiar en la demostración
matemática, como si de un sexto sentido se tratara, para gestionar su invisible objeto
de estudio.
Intentar demostrar pautas que ya han sido identificadas es, además, un gran
catalizador para ulteriores descubrimientos matemáticos. Muchos matemáticos
opinan que sería mejor si los problemas de ese tipo no se resolvieran nunca, habida
cuenta de las nuevas maravillas matemáticas que se encuentran por el camino. Tales
problemas le ofrecen al matemático pionero la posibilidad de explorar territorios cuya
existencia jamás habría imaginado cuando empezó su travesía.
Pero quizás el argumento más convincente para justificar por qué la cultura
matemática da tanto valor al hecho de demostrar la verdad de un aserto sería que, a
diferencia del resto de las ciencias, puede permitirse el lujo de hacerlo. ¿En cuántas
disciplinas existe algo comparable a la posibilidad de afirmar que la fórmula de
Gauss para los números triangulares no dejará nunca de dar la respuesta correcta? Es
posible que las matemáticas sean una materia etérea, circunscrita a la mente, pero su
falta de realidad tangible está más que compensada por la certeza que proporcionan
las demostraciones.
A diferencia de lo que sucede en otras ciencias cuyo modelo del mundo puede
desmoronarse en una generación, la demostración en matemáticas nos permite
establecer con certeza absoluta que los hechos relativos a los números primos no
cambiarán a la luz de futuros descubrimientos. Las matemáticas son una pirámide en
la que cada generación edifica sobre lo realizado por la que la precedió sin necesidad
de temer ningún hundimiento. Es esta indestructibilidad lo que hace tan apasionante
el hecho de ser matemático: para ninguna otra ciencia se puede afirmar que lo que
establecieron los antiguos griegos continúa siendo cierto. Hoy en día podemos reírnos

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de su idea de la materia compuesta por fuego, aire, agua y tierra; y quizá las futuras
generaciones contemplarán la lista de 109 átomos de los que consta la tabla periódica
de los elementos de Mendeleyev con el mismo desprecio con que nosotros
consideramos el modelo del mundo químico que elaboraron los griegos. En cambio,
todo matemático empieza su formación aprendiendo lo que los antiguos griegos
demostraron sobre los números primos.
Los miembros de otros departamentos universitarios envidian la certeza que la
demostración da al matemático al menos tanto como se burlan de ella. La estabilidad
que crea la demostración matemática conduce a la auténtica inmortalidad citada por
Hardy; a menudo es ésa la razón por la cual personas que están rodeadas de un
mundo de inseguridades se sienten atraídas por esta disciplina. En muchos casos el
mundo matemático ha ofrecido refugio a jóvenes mentes deseosas de evadirse de un
mundo real que no conseguían afrontar.
Nuestra fe en la indestructibilidad de una demostración se refleja en las reglas que
gobiernan la asignación de los premios para quien resuelva los Problemas del Milenio
de Clay: el premio monetario se ingresa al cabo de dos años de la publicación de la
demostración, y una vez que ésta ha recibido la aceptación general de la comunidad
matemática. Naturalmente, ello no garantiza completamente que la demostración esté
libre de errores, pero reconoce un hecho que todos aceptamos: es posible determinar
la existencia de errores en una demostración sin tener que esperar durante años a que
aparezcan nuevas pruebas. Si hay un error deberá estar ahí, en la página que tenemos
delante.
¿Son arrogantes los matemáticos por opinar que tienen acceso a demostraciones
absolutas? ¿Puede sostenerse que la demostración de que cualquier número puede
expresarse como producto de números primos tiene la misma probabilidad de ser
refutada que la física newtoniana o la teoría de la indivisibilidad del átomo? La
mayoría de los matemáticos creen que las investigaciones futuras nunca supondrán la
destrucción de los axiomas relativos a los números, que se consideran verdades
incontestables. Según ellos, si se aplican correctamente las leyes de la lógica para
edificar sobre aquellas bases, se producirán demostraciones de los asertos sobre
números que nunca serán invalidadas por nuevas intuiciones. Es posible que se trate
de una idea ingenua desde el punto de vista filosófico, pero ciertamente se trata del
principio fundamental de la secta de los matemáticos.
Mencionemos además la excitación emotiva que se adueña del matemático al
trazar nuevos recorridos en el mapa de las matemáticas: hay una increíble sensación
de euforia al descubrir una vía para alcanzar la cima de una montaña lejana que ha
sido atisbada desde hace generaciones. Es como crear una historia maravillosa o una
pieza musical que transporta a la mente desde lo familiar hasta lo desconocido. Es
grandioso ser el primero en entrever la posible existencia de una montaña remota
como el último teorema de Fermat o la hipótesis de Riemann, pero no se puede
comparar con la satisfacción de explorar las tierras que nos conducen a tal fin. Quizá

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los que más adelante recorran la pista trazada por aquel pionero experimentarán en
parte el sentido de elevación espiritual que acompañó el primer momento de epifanía
en el descubrimiento de una nueva demostración. Esa es la razón por la cual los
matemáticos siguen valorando la búsqueda de la demostración aunque estén
absolutamente convencidos de la certeza de cosas como la hipótesis de Riemann: en
matemáticas, el viaje es tan importante como la conquista de la meta.
Las matemáticas ¿son un acto de creación o de descubrimiento? Muchos
matemáticos oscilan entre la sensación de ser creativos y la de descubrir verdades
científicas absolutas. A menudo las ideas matemáticas pueden parecer muy
personales y ligadas a la mente creativa que las concibió; sin embargo, esta impresión
tiene su contrapeso en la convicción de que la naturaleza lógica de la disciplina
implica que todos los matemáticos viven un mismo mundo matemático, un mundo
lleno de verdades inmutables. Esas verdades sólo esperan a ser desenterradas, y no
existe ningún pensamiento creativo que pueda plantearse la discusión sobre su
existencia. Hardy expresa perfectamente esta tensión entre creación y descubrimiento
con la que luchan los matemáticos: «Defiendo que la realidad matemática se sitúa
fuera de nosotros, que nuestra función es descubrirla u observarla y que los teoremas
que demostramos y describimos con grandilocuencia como nuestras “creaciones” no
son más que las notas de nuestras observaciones». Pero en otros momentos opta por
una descripción más artística del proceso de hacer matemáticas: «Las matemáticas no
son una disciplina contemplativa, sino creativa», escribe en Apología de un
matemático, un libro que Graham Greene colocó junto a los diarios de Henry James
como los mejores ejemplos de lo que significa ser un artista creativo.
Por más que los números primos, junto con otros elementos de las matemáticas,
sobrepasen las barreras culturales, mucha matemática es creativa y producto de la
psique humana. Ocurre a menudo que las demostraciones, las historias que cuentan
los matemáticos sobre su disciplina, pueden ser narradas de diversas maneras:
probablemente la demostración de Wiles del último teorema de Fermat resultará a
oídos extraños tan misteriosa como el ciclo del Anillo de Wagner. Las matemáticas
son un arte creativo sujeto a reglas rígidas, como escribir poesía o tocar blues: los
matemáticos están limitados por los pasos lógicos que tienen que seguir para dar
forma a sus demostraciones; pero a pesar de todo, en el interior de esas rígidas reglas
aún existe una gran libertad. De hecho, la belleza de crear obedeciendo a un sistema
de reglas está en que nos vemos empujados hacia nuevas direcciones y hallamos
cosas que nunca esperaríamos descubrir si no nos hubiéramos dejado llevar. Los
números primos son como las notas de una escala musical, y cada cultura ha elegido
tocar esas notas de una determinada manera, revelando más de lo que era de esperar
sobre influencias sociales e históricas. La historia de los números primos es un espejo
social como lo es el descubrimiento de verdades eternas. El floreciente amor por las
máquinas en los siglos XVII y XVIII se reflejó en un enfoque muy práctico,
experimental, del estudio de los números primos; en contraste, la Europa de las

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revoluciones produjo una atmósfera que favoreció la aplicación de ideas abstractas,
nuevas y audaces, en su análisis. La elección sobre cómo narrar el viaje es específica
de cada cultura particular.

LAS FÁBULAS DE EUCLIDES

Los antiguos griegos fueron los primeros en narrar esas historias. Comprendieron
el poder de las demostraciones en la búsqueda de los caminos definitivos que en el
mundo matemático conducen a las montañas. Una vez coronadas, se desvanece para
siempre el miedo de que aquellas montañas sean un remoto espejismo matemático.
Por ejemplo, ¿cómo podemos estar realmente seguros de la inexistencia de ciertos
números anómalos que no puedan construirse multiplicando números primos? Los
antiguos griegos concibieron un razonamiento que no habría de permitir dudas ni en
sus mentes ni en las de generaciones posteriores sobre la posibilidad de que tales
números aparecieran jamás.
A menudo los matemáticos descubren una demostración aplicando a un caso
particular la teoría general que intentan demostrar, e intentando después comprender
por qué la teoría es válida en ese caso: tienen la esperanza de que la argumentación o
la receta que ha funcionado una vez funcione siempre, con independencia del caso
particular que hayan elegido para ser analizado. Por ejemplo, para demostrar que
cualquier número es producto de números primos podríamos empezar por considerar
el caso particular del número 140. Supongamos que hemos comprobado que
cualquier número menor que 140 o bien es primo o bien es producto de números
primos: ¿qué podemos decir del número 140? ¿Es posible que se trate de un número
anómalo, que no sea ni primo ni producto de primos? Empezaremos por comprobar
que no se trata de un número primo. ¿Cómo? Demostrando que puede ser expresado
como producto de dos números menores que él. Por ejemplo, es igual a 4 × 35. Ya
hemos conseguido lo más importante al establecer que 4 y 35, números inferiores a la
presunta anomalía, 140, pueden escribirse como producto de números primos: 4 es
igual a 2 × 2 y 35 es igual a 5 × 7. Uniendo esas informaciones verificamos que
efectivamente 140 es producto de 2 × 2 × 5 × 7. Por tanto, en definitiva, 140 no es un
número anómalo.
Los antiguos griegos hallaron la manera de traducir este ejemplo particular en un
razonamiento que es de aplicación general a todos los números. Lo más curioso es
que su razonamiento empieza por pedirnos que imaginemos que existen números
anómalos, números que ni son primos ni pueden escribirse como producto de primos.
Si esos números anómalos existen, entonces cuando revisemos la secuencia completa
de los números daremos antes o después con el menor de ellos, que llamaremos N.
Dado que este número hipotético N no es un número primo, estaremos en condiciones
de expresarlo como producto de dos números A y B menores que N. Si ello no fuera
posible, N sería un número primo.

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Como A y B son menores que N, nuestra definición de N exige que A y B puedan
expresarse como producto de números primos. Por tanto, si multiplicamos entre sí
todos los primos que componen A por todos los primos que componen B
obtendremos necesariamente el número N y, por tanto, habremos demostrado que N
puede expresarse como producto de números primos, lo cual es contradictorio con la
definición de N. En consecuencia, nuestra hipótesis de partida, la existencia de
números anómalos, no se puede sostener y, en definitiva, cualquier número, o bien es
primo, o bien puede expresarse como producto de números primos.
Cuando he intentado explicar este razonamiento a mis amigos, siempre han tenido
la sensación de que les estaba haciendo trampa. Hay algo vagamente falaz en nuestro
gambito de apertura: se supone que existen cosas que no queremos que existan y se
termina por demostrar que no existen. Esta estrategia de pensar lo impensable se
convirtió en un potente instrumento para la construcción de demostraciones por parte
de los antiguos griegos. Está basada en un principio lógico: una afirmación debe ser
cierta o falsa. Si partimos del supuesto de que la afirmación es falsa y terminamos en
una contradicción, podemos deducir de ello que nuestro supuesto era erróneo y
concluir que la afirmación tenía que ser cierta.
La técnica de demostración que idearon los antiguos griegos se apoya en la pereza
de muchos matemáticos: en lugar de afrontar la tarea imposible de realizar infinitos
cálculos explícitos para demostrar que todos los números pueden ser construidos
utilizando números primos, el razonamiento abstracto captura la esencia de cada uno
de esos cálculos; es como conocer la manera de subirse a lo alto de una escalera
infinita sin tener que llevar a término la empresa físicamente.
Euclides, más que cualquier otro matemático griego, es considerado el padre de la
demostración. Vivió en Alejandría alrededor del 300 a. C., en la época en la que
Ptolomeo I acababa de fundar allí lo que hoy llamaríamos un gran instituto de
investigación. Ahí escribió uno de los manuales más influyentes de toda la historia
conocida: Elementos. En la primera parte del libro, Euclides fijó los axiomas de la
geometría que describen las relaciones entre puntos y líneas. Estos axiomas se
enuncian como verdades evidentes sobre los objetos geométricos, para que luego la
geometría pueda dar una descripción matemática del mundo físico. A continuación
Euclides utilizó las reglas de la deducción para enunciar quinientos teoremas
geométricos.
La parte central de los Elementos de Euclides se refiere a las propiedades de los
números, y ahí hallamos lo que muchos consideran el primer ejemplo realmente
brillante de razonamiento matemático. En la proposición 20, Euclides describe una
verdad simple, pero fundamental, sobre los números primos: que hay infinitos. Parte
del supuesto de que cualquier número puede construirse multiplicando entre sí
números primos. Sobre esto edifica la demostración. Si los números primos son los
elementos básicos de todos los demás números, se pregunta: ¿es posible que sólo
exista un número finito de tales elementos básicos? La tabla periódica de los

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elementos químicos fue obra de Mendeleyev, y en su forma actual clasifica 109
átomos distintos con los que se puede construir toda la materia. ¿No podría suceder lo
mismo con los números primos? ¿Y si un Mendeleyev de las matemáticas hubiera
presentado a Euclides una lista de 109 números primos y lo hubiera retado a
demostrar que faltaba alguno en la lista?
¿Por qué, por ejemplo, no es posible construir todos los números simplemente
multiplicando diversas combinaciones de los números primos 2, 3, 5 y 7? Euclides
reflexionó sobre cómo se podrían buscar números que no fueran producto de esos
cuatro primos. «Bueno, es fácil», podríamos decir. «Basta con tomar el siguiente
primo, que es 11»; ciertamente no se puede obtener 11 utilizando 2, 3, 5 y 7. Pero
antes o después esa estrategia está condenada al fracaso ya que, todavía hoy, no
tenemos una idea nítida sobre cómo establecer con certeza dónde se encontrará el
siguiente número primo. Y precisamente por esa impredecibilidad fue por lo que
Euclides tuvo que intentar un camino distinto en su búsqueda de un método que
funcionase con independencia de lo larga que fuera la lista de los primos.
No tenemos forma de saber si la idea fue realmente de Euclides o si él se limitó a
poner por escrito las ideas que otros habían tenido en Alejandría. En cualquier caso,
Euclides consiguió mostrar cómo podía construirse un número imposible de calcular
utilizando cualquier lista de números primos dada. Tomemos, por ejemplo, los primos
2, 3, 5 y 7; Euclides calculó su producto, con lo que obtuvo 2 × 3 × 5 × 7 = 210 y a
continuación —y aquí está el golpe genial— sumó 1 al producto para obtener 211,
que no era divisible por ninguno de los primos de la lista, es decir, 2, 3, 5 y 7. Al
añadir 1 al producto garantizaba que la división entre un número primo de la lista
daría siempre 1 de resto.
Ahora bien, dado que Euclides sabía que todos los números se construyen
multiplicando números primos entre sí, esto también tenía que ser cierto para 211. Y
como 211 no es divisible por 2, 3, 5 ni 7, tenía que haber forzosamente otros números
primos tales que al multiplicarlos entre sí dieran 211 como resultado. En este ejemplo
en particular, 211 es en sí mismo un número primo. Euclides no afirmaba que el
número así obtenido sería siempre primo, sino que tenía que estar formado por un
producto de números primos que no estaban en la lista proporcionada por nuestro
Mendeleyev de las matemáticas.
Por ejemplo, supongamos que alguien afirme que todos los números se pueden
construir utilizando la lista finita de números primos 2, 3, 5, 7, 11 y 13. En este caso,
el número que se obtiene con el método pensado por Euclides es 2 × 3 × 5 × 7 × 11 ×
13 + 1 = 30.031, que no es primo. Todo lo que Euclides afirmaba es que, dada una
lista finita cualquiera de números primos, él siempre podía construir un número que
fuese el producto de números primos no comprendidos en esa lista. En el caso
particular de 30.031, los números primos necesarios para construirlo son 59 y 509.
Sin embargo, en general Euclides no tenía manera de conocer el valor exacto de esos
nuevos números primos: sólo sabía que tenían que existir.

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Era una argumentación maravillosa: Euclides no sabía cómo producir
explícitamente números primos, pero podía demostrar que los primos no se
terminarían jamás. Un hecho sorprendente es que todavía hoy no sabemos si los
números de Euclides contienen infinitos números primos, pero en cambio son
suficientes para demostrar que tienen que existir infinitos números primos. Con la
demostración de Euclides se desvanecía la posibilidad de construir una tabla
periódica que comprendiera todos los números primos o de descubrir un genoma de
los números primos capaz de codificarlos por millones. Si nos limitamos a
coleccionar ejemplares no llegaremos jamás a comprender estos números. He ahí,
pues, el reto final: el matemático, dotado de armamento limitado, se lanza sobre la
extensión infinita de los números primos. ¿Cómo podremos algún día conseguir
trazar un recorrido a través de este caos infinito de números y determinar una
estructura que nos permita prever su comportamiento?

A LA CAZA DE LOS NÚMEROS PRIMOS

Durante generaciones se ha intentado sin éxito superar a Euclides en la


comprensión de los números primos y se han planteado especulaciones interesantes,
pero, como le gustaba decir a Hardy, profesor de matemáticas de Cambridge,
«cualquier bobo puede plantear preguntas sobre los números primos a las cuales el
más inteligente de los hombres no puede responder». Con la conjetura de los primos
gemelos, por ejemplo, se nos pregunta si existen infinitos números primos p tales que
p + 2 sea también un número primo. Un par de números primos gemelos está
formado por 1.000.037 y 1.000.039 (observemos que esa es la mínima distancia entre
dos números primos, ya que N y N + 1 no pueden ser ambos primos —excepto en el
caso N = 2— ya que al menos uno de ellos es divisible por 2), ¿es posible que los
hermanos gemelos de Sacks, los sabios autistas, poseyeran una especial capacidad
para determinar esos primos gemelos? Euclides demostró hace dos mil años que hay
infinitos números primos, pero nadie sabe si existe un número más allá del cual no
hay más de esas parejas de primos vecinos. Pero si las suposiciones son una cosa, el
objetivo final sigue siendo la demostración.
Con diferentes grados de éxito, los matemáticos buscaron inventar fórmulas que,
aunque no generaran todos los números primos, al menos produjeran una lista de
primos. Fermat creyó haber hallado una: su hipótesis era que elevando 2 a la potencia
2N y sumándole 1, el número resultante sería un número primo; este número recibe el
nombre de enésimo número de Fermat. Por ejemplo, si tomamos N = 2 y lo elevamos
a la potencia 22 = 4, obtenemos 16 y, al añadirle 1, obtenemos 17, que es el segundo
número primo de Fermat. Fermat creía que su fórmula siempre le proporcionaría un
número primo, pero ésta resultó una de las pocas ocasiones en que se equivocó. Los
números de Fermat se hacen enormes muy rápidamente: el quinto número de Fermat

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tiene ya diez cifras, y estaba fuera del alcance de sus cálculos. Se trata además del
menor número de Fermat que no es primo, ya que es divisible entre 641.
Los números de Fermat eran muy estimados por Gauss. El hecho de que 17 sea
uno de los primeros números de Fermat es la clave gracias a la cual Gauss consiguió
construir su figura geométrica perfecta de 17 lados. En su gran tratado Disquisitiones
arithmeticae, Gauss demuestra por qué, si el enésimo número de Fermat es un
número primo, se puede realizar una construcción geométrica de N lados utilizando
sólo la regla y el compás. El cuarto número de Fermat, 65.537, es primo, y ello
significa que con estos instrumentos realmente elementales es posible construir una
figura geométrica perfecta con 65.537 lados.
Hasta la fecha los números de Fermat apenas nos han dado más de cuatro
números primos, pero Fermat tuvo mayor éxito en determinar algunas de las
propiedades muy especiales que poseen. Descubrió un hecho curioso relativo a los
números primos que, como 5, 13, 17 o 29, al dividirlos entre 4 dan 1 de resto: tales
números se pueden escribir como la suma de dos cuadrados, por ejemplo:
29 = 22 + 52. Esta es otra de las bromas de Fermat: aunque afirmó poseer la
demostración, le faltó poner por escrito la mayoría de sus pormenores.
El día de Navidad de 1640 Fermat escribió sobre su descubrimiento —que ciertos
números primos podían expresarse como suma de dos cuadrados— en una carta que
envió a un monje francés llamado Marín Mersenne. Los intereses de Mersenne no se
limitaban a las cuestiones litúrgicas, amaba la música y fue el primero en elaborar
una teoría de los armónicos coherente. También amaba los números. Mersenne y
Fermat mantenían correspondencia regular sobre sus descubrimientos matemáticos:
Mersenne se hizo famoso por su papel de intermediario en la comunidad científica
internacional: los matemáticos de la época difundieron sus ideas a través de él.
Tal como ha sucedido a generaciones enteras de matemáticos, también Mersenne
fue poseído por la obsesión de descubrir un orden en los números primos. Y, a pesar
de no conseguir una fórmula que produjera todos los primos, ideó una que a la larga
se ha demostrado mucho más eficaz para descubrir números primos que la fórmula de
Fermat. También él, como Fermat, empezó por considerar las potencias de 2. Pero en
lugar de sumar 1 al resultado, como había hecho Fermat, Mersenne decidió restar 1,
por ejemplo: 23 − 1 = 8 − 1 = 7, que es un número primo. Es posible que Mersenne se
apoyara en su intuición musical: doblando la frecuencia de una nota se la aumenta
una octava y, por tanto, las potencias de 2 producen notas armónicas; por otra parte,
es natural esperar que un desplazamiento de frecuencias de 1 dé lugar a una nota
disonante, incompatible con todas las frecuencias anteriores, una «nota prima».
Mersenne descubrió enseguida que su fórmula no siempre daba un número primo,
por ejemplo: 24 − 1 = 15. Entendió que si n no era primo, entonces tampoco lo era
2n − 1, pero afirmó con osadía que, para valores de n no superiores a 257, 2n − 1 sería
primo si y sólo si n era uno de los siguientes números: 2, 3, 5, 7, 13, 19, 31, 67, 127,
257. Había descubierto un hecho engorroso: aunque n fuera un número primo, ello no

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garantizaba que lo fuera 2n − 1. Mersenne podía calcular a mano 211 − 1 obteniendo
2.047, que es 23 × 89. Generaciones de matemáticos se han quedado estupefactas
ante la capacidad de Mersenne de afirmar que un número grande como 2257 − 1 era
primo. Se trata de un número de setenta y siete cifras. ¿Podría ser que el monje
hubiera accedido a una fórmula mística aritmética que le dijera por qué aquel
número, absolutamente fuera de las capacidades humanas, era primo?
Los matemáticos opinan que si continuáramos con la lista de Mersenne,
hallaríamos infinitos valores de n tales que sus correspondientes números de
Mersenne 2n − 1 serían primos, pero todavía falta una demostración de la veracidad
de tal suposición. Todavía estamos a la espera de un Euclides de nuestros días que
demuestre que los primos de Mersenne no se terminarán nunca. O quizás esa cumbre
remota es sólo un espejismo.
Muchos matemáticos de la generación de Fermat y Mersenne se recrearon en las
interesantes propiedades numerológicas de los números primos, pero sus métodos no
estaban a la altura del ideal de demostración de los antiguos griegos. Ello explica en
parte por qué Fermat no proporcionó los detalles de muchas demostraciones que
decía haber descubierto: en su época había una manifiesta falta de interés en
proporcionar tales explicaciones lógicas. Los matemáticos quedaban satisfechos
plenamente con una aproximación más empírica a su disciplina, una disciplina en la
que, de manera cada vez más mecánica, los resultados se justificaban a partir de sus
aplicaciones prácticas. Sin embargo, en el siglo XVIII apareció en escena un personaje
que habría de recuperar el sentido de la demostración en matemáticas: el matemático
suizo Leonard Euler, nacido en 1707, encontró explicación a muchas de las
regularidades que Fermat y Mersenne habían descubierto pero no habían conseguido
justificar. Los métodos de Euler habrían de tener más adelante un papel fundamental
en la apertura de nuevas ventanas teóricas a nuestra comprensión de los números
primos.

EULER, EL ÁGUILA MATEMÁTICA

Los años centrales del siglo XVIII fueron un período de mecenazgo cortesano. Se
trata de la Europa prerrevolucionaria, cuando los países estaban regidos por déspotas
ilustrados: Federico el Grande en Berlín, Pedro el Grande y Catalina la Grande en
San Petersburgo, Luis XV y Luis XVI en París. Bajo su mecenazgo se financiaron las
academias que dieron impulso intelectual a la Ilustración. Para aquellos soberanos, el
rodearse de intelectuales en sus cortes era un signo de distinción y eran conscientes
de la potencialidad de las ciencias y de las matemáticas para aumentar las
capacidades militares e industriales de los países que regían.
El padre de Euler era pastor, y esperaba que su hijo lo siguiese en su carrera
eclesiástica; sin embargo, los precoces talentos matemáticos de Euler habían

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reclamado la atención de los poderosos: bien pronto las academias de toda Europa
empezaron a hacerle ofertas. Estuvo tentado de inscribirse en la Academia de París,
que en aquella época se había convertido en el centro mundial de la actividad
matemática, pero eligió aceptar la oferta que recibió en 1726 de la Academia de
Ciencias de San Petersburgo, piedra angular de la campaña que Pedro el Grande
promovió para la mejora de la instrucción en Rusia. Allí, Euler se reencontraría con
distintos amigos de Basilea que habían estimulado su interés por las matemáticas
cuando era niño. Le escribieron desde San Petersburgo pidiéndole que trajera de
Suiza quince libras de café, una libra del mejor té verde, seis botellas de brandy, doce
docenas de pipas de buen tabaco y algunas docenas de paquetes de naipes. Cargado
de regalos, el joven Euler necesitó siete semanas para completar su largo viaje en
barco, a pie y en diligencia; finalmente, llegó a San Petersburgo en mayo de 1727
para continuar sus sueños matemáticos. La producción posterior de Euler fue tan
vasta que, cincuenta años después de su muerte, acaecida en 1783, la Academia de
San Petersburgo estaba todavía publicando los materiales que se guardaban en sus
archivos.
El papel del matemático cortesano queda reflejado a la perfección en una
anécdota que habría tenido lugar mientras Euler se encontraba en San Petersburgo:
Catalina la Grande tenía como huésped al famoso filósofo ateo francés Denis
Diderot; Diderot tuvo siempre una actitud más bien despreciativa hacia las
matemáticas, manteniendo que éstas no añadían nada a la experiencia y que
únicamente servían para interponer un velo entre los hombres y la naturaleza;
Catalina se cansó pronto de su huésped, pero no por sus ideas denigratorias hacia las
matemáticas sino por sus irritantes intentos de hacer tambalear la fe religiosa de los
cortesanos. Euler fue llamado a la corte para que contribuyera a silenciar a aquel ateo
insoportable; por gratitud al mecenazgo de Catalina, Euler aceptó rápidamente y, ante
la corte reunida, se dirigió a Diderot en tono solemne: «Señor, (a + bn)/n = x; por
tanto, Dios existe: responda». Se dice que, ante un asalto matemático tan impetuoso,
Diderot se batió en retirada.
Es probable que esta anécdota, que fue narrada por el famoso matemático inglés
Augustus De Morgan en 1872, haya sido adornada para hacerla más ocurrente, y
refleja sobre todo el hecho de que muchísimos matemáticos gozan humillando a los
filósofos; pero demuestra que las cortes reales europeas no se consideraban completas
sin un ramillete de matemáticos junto a los astrónomos, los artistas y los
compositores.
Catalina la Grande estaba menos interesada en las demostraciones matemáticas de
la existencia de Dios que en la obra de Euler en el campo de la hidráulica, de las
construcciones navales y de la balística. Los intereses del matemático suizo se
dirigían a todos los rincones de las matemáticas de su tiempo: además de dedicarse a
las matemáticas militares, Euler escribió sobre teoría de la música, aunque se da la
paradoja de que su tratado fue considerado demasiado matemático por los músicos y

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demasiado musical por los matemáticos.
Uno de sus triunfos más populares fue la solución del problema de los puentes de
Königsberg. El río Pregel, hoy conocido con el nombre de Pregolya, cruza la ciudad
prusiana de Königsberg (hoy se encuentra en Rusia, y se llama Kaliningrado). Como,
al dividirse, el río crea dos islas en el centro de la ciudad, los habitantes de
Königsberg habían construido siete puentes para cruzarlo (véase figura).

Los puentes de Königsberg.

Para sus ciudadanos se había convertido en un reto saber si era posible pasear por
la ciudad cruzando por cada puente una y sólo una vez y volver al punto de partida.
Finalmente, en 1735, Euler demostró que se trataba de una empresa imposible. A
menudo se cita su demostración como el origen de la topología, en la que las
dimensiones físicas reales son irrelevantes para el problema: lo que contaba para la
solución de Euler era la red de conexiones entre las diversas partes de la ciudad, y no
sus localizaciones reales ni las distancias respectivas. El mapa del metro de Londres
nos muestra un ejemplo de este principio.
Pero lo que cautivaba por encima de todo el corazón de Euler eran los números.
Como escribiría Gauss:

Las particulares bellezas de estos campos han atraído a todos los que se han
dedicado activamente a su cultivo; pero ninguno ha expresado este hecho tan
a menudo como Euler quien, en casi todos sus numerosos escritos dedicados a
la teoría de los números, cita continuamente el placer que obtiene de esas
investigaciones, y el grato cambio que halla respecto a las labores más
directamente ligadas a aplicaciones prácticas.

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La pasión de Euler por la teoría de los números había sido estimulada por su
correspondencia con Christian Goldbach, un matemático aficionado alemán que vivía
en Moscú con el empleo no oficial de secretario de la Academia de Ciencias de San
Petersburgo. Igual que el matemático aficionado Mersenne antes que él, Goldbach
encontraba fascinante jugar con los números y ejecutar experimentos numéricos. Fue
a Euler a quien Goldbach comunicó su propia conjetura: según él, era posible escribir
cualquier número par como producto de dos números primos. Como respuesta, Euler
escribiría a Goldbach para pedirle que verificara muchas de las demostraciones que él
había formulado con el objeto de validar el misterioso catálogo de los
descubrimientos de Fermat. En contraste con la reticencia de Fermat para informar al
mundo de sus presuntas demostraciones, Euler estuvo encantado de mostrar a
Goldbach su demostración del hecho de que ciertos números primos se pueden
expresar como la suma de dos cuadrados, como había afirmado Fermat. Euler
consiguió incluso demostrar un caso particular del último teorema de Fermat.
A pesar de su pasión por las demostraciones, en lo más profundo Euler seguía
siendo, por encima de todo, un matemático experimental: muchas de sus
argumentaciones contenían pasos que no eran totalmente rigurosos; que andaban, a
fin de cuentas, sobre el filo de la navaja. Ello no le preocupaba, a condición de que
condujeran a nuevos descubrimientos interesantes. Como matemático, poseía
excepcionales capacidades de cálculo y era extraordinariamente hábil manipulando
fórmulas hasta conseguir que aparecieran extrañas conexiones. Como hizo notar el
académico francés François Arago: «Euler calculaba sin esfuerzo aparente, como los
hombres respiran o las águilas se sostienen en el viento».
Más que cualquier otra cosa, a Euler le gustaba calcular números primos.
Confeccionó tablas de todos los primos menores de 100.000, y de algunos mayores.
En 1732 fue también el primero en demostrar que la fórmula de Fermat para calcular
N
números primos, 22 , dejaba de ser válida cuando N = 5. Empleando nuevas ideas
teóricas consiguió mostrar que es posible descomponer aquel número de diez cifras
como producto de dos primos menores. Uno de sus descubrimientos más curiosos fue
una fórmula que parecía generar una inexplicable cantidad de números primos. En
1772 calculó todos los resultados que se obtienen cuando se sustituyen todos los
números comprendidos entre 0 y 39 en la fórmula x2 − 1 − x + 41. Obtuvo la lista
siguiente:

41, 43, 47, 53, 61, 71, 83, 97, 113, 131, 151, 173, 197, 223, 251, 281, 313,
347, 383, 421, 461, 503, 547, 593, 641, 691, 743, 797, 853, 911, 971, 1.033,
1.097, 1.163, 1.231, 1.301, 1.373, 1.447, 1.523, 1.601.

A Euler le pareció extraño que fuera posible generar tantos números primos
utilizando aquella fórmula. Comprendió que el proceso estaba destinado a

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interrumpirse en un cierto punto. Es probable que el lector ya haya notado que,
cuando se sustituye x por 41 en la fórmula, obtenemos un resultado que es divisible
entre 41. También cuando x = 40 la fórmula produce un número que no es primo.
De todas formas, Euler se sorprendió de la capacidad de su fórmula para generar
tantos números primos. Empezó a preguntarse con qué números distintos de 41
podría obtener un resultado similar. Descubrió que, además de 41, podía elegir
también q = 2, 3, 5, 11, 17 para que la fórmula x2 + x + q nos diera números primos
para cualquier valor de x comprendido entre 0 y q − 2.
Sin embargo, hallar una fórmula así de simple que generara todos los números
primos era una empresa imposible, incluso para el gran Euler. Como escribió en
1751: «Hay algunos misterios que la mente humana no penetrará jamás. Para
convencernos de ello basta con que echemos un vistazo a las tablas de números
primos. Observaremos que en ellas no reina orden ni ley». Resulta paradójico que los
objetos fundamentales sobre los que construimos el mundo lleno de orden de las
matemáticas se comporten de un modo tan salvaje e impredecible.
Más adelante se descubrió que Euler estaba prácticamente sentado sobre una
ecuación que terminaría por sacar a los números primos del punto muerto. Pero
tendrían que pasar otros cien años, y se necesitaría otra gran mente para hacer
evidente lo que Euler no consiguió mostrar: esa mente era la de Bernhard Riemann.
Sin embargo, fue Gauss quien en uno de sus clásicos movimientos laterales, terminó
por sugerir a Riemann la nueva perspectiva.

LA ESTIMACIÓN DE GAUSS

Si muchos siglos de investigaciones no habían servido para alumbrar una fórmula


mágica que generara la lista de los números primos, quizá había llegado ya el
momento de adoptar una estrategia distinta. Esto es lo que pensaba Gauss a los
quince años, en 1792. El año anterior le habían regalado un libro de logaritmos. Hasta
hace pocas décadas, las tablas de logaritmos les resultaban familiares a todos los
adolescentes que efectuaban cálculos escolares. Después, con la aparición de las
calculadoras de bolsillo, estas tablas han perdido su papel como instrumentos
fundamentales en la vida cotidiana, sin embargo, desde hace centenares de años los
navegantes, banqueros y mercaderes venían utilizándolas para convertir difíciles
multiplicaciones en simples sumas. Al final del nuevo libro de Gauss había también
una tabla de números primos. Para Gauss, el hecho de que los números primos y los
logaritmos aparecieran juntos tenía algo de misterioso. De hecho, tras muchos
cálculos, había llegado a tener la sensación de que había alguna conexión entre estos
dos objetos aparentemente independientes.
La primera tabla de logaritmos se concibió en 1614, en una época en que magia y
ciencia eran compañeras inseparables. Su creador, el barón escocés John Napier, era
considerado por sus vecinos como un brujo que practicaba las ciencias ocultas.

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Vestido de negro, con un gallo negro como el carbón sobre el hombro, rondaba con
aires furtivos por los alrededores de su castillo farfullando lo que predecía su álgebra
apocalíptica: que entre 1688 y 1700 tendría lugar el Juicio Universal. Pero además de
aplicar sus habilidades matemáticas a la práctica del ocultismo, Napier descubrió la
magia de la función logarítmica.
Si introducimos un número en nuestra calculadora, por ejemplo 100, y a
continuación pulsamos la tecla «log», la calculadora nos dará un nuevo número, el
logaritmo de 100. Lo que la calculadora ha hecho es resolver un pequeño enigma: ha
buscado el número x que es solución de la ecuación 10x = 100. En este caso
específico la respuesta que nos da la calculadora es 2. Si introducimos 1.000, un
número diez veces mayor que 100, la respuesta de la calculadora será 3: el logaritmo
ha aumentado en 1 unidad. Esta es la característica fundamental del logaritmo:
transforma la multiplicación en suma. Cada vez que multiplicamos el número original
por diez, obtenemos el nuevo resultado sumando una unidad al resultado anterior.
Para los matemáticos fue un paso importante comprender que era posible
considerar logaritmos de números que no fueran potencias enteras de 10. Por
ejemplo, Gauss podía ir a sus tablas de logaritmos para descubrir que si elevaba 10 a
la potencia 2,10721 obtendría un número muy próximo a 128. Esos eran los cálculos
que Napier había recogido en sus tablas de 1614.
Las tablas logarítmicas contribuyeron a acelerar el desarrollo del mundo del
comercio y de la navegación que florecía en el siglo XVII. Gracias al diálogo que los
logaritmos permiten entre multiplicación y suma, las tablas transformaban el
complejo problema de multiplicar dos números grandes en la tarea más sencilla de
sumar sus logaritmos. Para multiplicar números grandes, el mercader sumaba sus
logaritmos, y a continuación utilizaba las tablas logarítmicas a la inversa para hallar
el resultado de la multiplicación original. El tiempo que un marinero o un vendedor
ahorraba gracias a las tablas podía evitar el naufragio de una nave o el fracaso de un
negocio.
Pero lo que realmente fascinó a Gauss fue la tabla de los números primos que se
adjuntaba al final de su libro de logaritmos. Al contrario de lo que sucedía con los
logaritmos, para los que se interesaban en las aplicaciones prácticas de las
matemática, esas tablas de números primos no eran sino una curiosidad. (¡Las tablas
de números primos confeccionadas en 1776 por Antonio Felkel se consideraron tan
inútiles que terminaron por ser utilizadas como cartuchos en la guerra entre Austria y
Turquía!). Los logaritmos eran muy predecibles; los números primos eran
completamente azarosos: parecía que no hubiera forma de predecir el menor número
primo mayor que 1.000, por ejemplo.
El importante paso que dio Gauss fue plantearse una pregunta distinta. En lugar
de intentar prever la posición precisa de un número primo respecto del anterior,
intentó comprender si era posible averiguar cuántos números primos existirían
inferiores a 100, cuántos inferiores a 1.000, y así sucesivamente. Dado un número N

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cualquiera, ¿había alguna forma de estimar el número de primos comprendidos entre
1 y N? Por ejemplo, los números primos menores que 100 son 25; es decir, si
elegimos un número al azar comprendido entre 1 y 100, tenemos una posibilidad
sobre cuatro de dar con un número primo, ¿cómo cambia esta proporción cuando se
consideran los números comprendidos entre 1 y 1.000, o entre 1 y 10.000? Armado
con sus tablas de números primos, Gauss empezó la búsqueda. Al observar la
fracción de números primos comprendidos entre intervalos cada vez mayores,
descubrió que empezaba a aparecer una estructura. Dejando aparte el azar de aquellos
números, parecía como si una sorprendente regularidad apareciera entre la niebla. Si
observamos la tabla de valores de los números primos comprendidos entre 1 y
diversas potencias de diez que transcribimos a continuación, que está basada en
métodos de cálculo más modernos, esa regularidad resulta evidente.

Número de
primos Distancia
comprendidos media entre
entre 1 y N, que dos números
se suele indicar primos
N como π(N). consecutivos.
10 4 2,5
100 25 4,0
1.000 168 6,0
10.000 1.229 8,1
100.000 9.592 10,4
1.000.000 78.498 12,7
10.000.000 664.579 15,0
100.000.000 5.761.455 17,4
1.000.000.000 50.847.534 19,7
10.000.000.000 455.052.511 22,0

Esta tabla, que contiene mucha más información de la que tenía Gauss a su
disposición, nos muestra claramente la regularidad que descubrió. Esta se manifiesta
sobre todo en la última columna, que representa la proporción de números primos
sobre la totalidad de los números considerados. Por ejemplo, cuando se cuenta hasta
100, uno de cada cuatro números es primo, es decir, en este intervalo deberemos
contar 4, en promedio, para pasar de un número primo al siguiente. Entre los números
menores a 10 millones, 1 de cada 15 es primo. (Es decir, por ejemplo, que hay una
probabilidad sobre 15 de que un número telefónico de siete cifras sea primo). Para N
mayor que 10.000, el incremento de valores de esta última columna es siempre
aproximadamente igual a 2,3.
O sea que, cada vez que Gauss multiplicaba N por 10, tenía que añadir 2,3 a la
relación entre los números primos y N; este nexo entre multiplicación y suma es
precisamente la relación subyacente en un logaritmo. Gauss, con su libro de
logaritmos, debió tropezar con esta conexión que lo miraba directamente a la cara.
La razón por la que las fracciones de números primos aumentaban en 2,3 en lugar
de hacerlo en 1 cada vez que Gauss multiplicaba N por 10 está en el hecho de que los

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números primos prefieren los logaritmos basados en potencias de un número distinto
de 10. Cuando tecleamos el número 100 en nuestra calculadora y pulsamos a
continuación la tecla «log», el resultado que obtenemos es 2, es decir, la solución de
la ecuación. Pero nada nos impide elegir un número distinto de 10 para elevarlo a la
potencia x: lo que hace al número 10 tan atrayente es nuestra obsesión por los diez
dedos. El número que se eleva a la potencia x recibe el nombre de base del logaritmo.
Podemos calcular el logaritmo de un número en una base distinta de 10; si, por
ejemplo, queremos calcular el logaritmo de 128 en base 2 en lugar de la base 10,
tendremos que resolver un problema distinto: hallar un número x tal que 2x = 128. Si
nuestra calculadora tuviera una tecla «log en base 2», la pulsaríamos y obtendríamos
7 como respuesta, ya que tenemos que elevar 2 a la séptima potencia para obtener
128: 27 = 128.
Lo que Gauss descubrió es que para contar los números primos se pueden usar los
logaritmos en base e, un número especial que, hasta la duodécima cifra decimal, vale
2,718 281 828 459… (igual que π, este número tiene una expresión decimal infinita y
no periódica). En matemáticas e resulta ser tan importante como π, y hace su
aparición en cualquier rincón del mundo matemático. Por esta razón, los logaritmos
en base e reciben el nombre de logaritmos «naturales».
La tabla que Gauss había construido a los quince años lo llevó a formular la
siguiente hipótesis: para los números comprendidos entre 1 y N, cada log(N) números
se dará en promedio uno que será primo (donde log(N) indica el logaritmo de N en
base e). En consecuencia, podía estimar que la cantidad de números primos
comprendidos entre 1 y N es aproximadamente N/log(N). Gauss no afirmaba que ello
le diera por arte de magia una fórmula exacta para calcular cuántos números primos
hay entre 1 y N; sólo que parecía proporcionar una óptima estimación aproximada.
Su filosofía era similar a la que había aplicado para calcular el reencuentro con
Ceres: aquel método astronómico proporcionaba una buena previsión para la
observación de una pequeña región del espacio, sobre la base de los datos
disponibles, de modo que Gauss adoptó la misma actitud al analizar los números
primos. Para generaciones de matemáticos, el hecho de intentar prever la posición
exacta de un número primo respecto del anterior e idear fórmulas que generen
números primos se había convertido en una obsesión. Al evitar fijar su atención en el
detalle insignificante de establecer qué números eran o no primos, Gauss había
identificado una especie de orden. Si en lugar de preguntarnos qué números son
primos, damos un paso atrás y nos planteamos la cuestión más amplia de cuántos
números primos hay menores que un millón aparece una notable regularidad.
Gauss había introducido una importante modificación psicológica en la
observación de los números primos. Era como si las generaciones anteriores hubieran
escuchado una nota de la música de los números primos cada vez, sin conseguir oír la
composición completa. Al concentrarse en la cantidad de números primos que se
localizan cada vez que contamos cifras más altas, Gauss descubrió una nueva forma

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de escuchar el tema principal.
Siguiendo el ejemplo de Gauss, se ha convertido en práctica habitual indicar la
cantidad de números primos comprendidos entre 1 y N con el símbolo π(N) (que no
tiene nada que ver con el número π). Fue muy desafortunado que adoptara un
símbolo que recuerda la circunferencia y el número 3,1415… Para evitar malas
interpretaciones, pensémoslo sólo como una nueva tecla de nuestra calculadora,
escribamos el número N y pulsemos la tecla π(N) para que la calculadora nos revele
el número de primos menores o iguales que N. Por ejemplo, π(100) = 25 es el número
de primos no mayores que 100, y π(1.000) = 168.
Observemos que también podemos utilizar esta nueva tecla «cuentaprimos» para
identificar con precisión la posición de un número primo. Si tecleamos 100 y
pulsamos nuestra tecla para contar los números primos entre 1 y 100, obtendremos
25. Si ahora tecleamos el número 101 la respuesta aumentará en una unidad y
obtendremos 26, lo cual significa que 101 es un nuevo número primo. Es decir, cada
vez que hay diferencia entre π(N) y π(N + 1) sabremos que N + 1 ha de ser un nuevo
número primo.
Para ilustrar hasta qué punto es sorprendente la regularidad que descubrió Gauss,
podemos observar un gráfico de la función π(N). Veamos el aspecto de la gráfica de
π(N) para valores de N entre 1 y 100:

La escalinata de los números primos. La gráfica representa las cantidades acumuladas de números
primos que hay contando desde 1 hasta 100.

A esta pequeña escala, el resultado de la gráfica es una escalinata caprichosa, en


la que es difícil prever cuánto habrá que esperar antes de encontrar el siguiente
escalón. Con estas dimensiones todavía conseguimos ver los pequeños detalles de los
números primos, las notas individuales.
Demos ahora un paso atrás y observemos la gráfica de la misma función cuando
N toma valores comprendidos en un intervalo mucho mayor. Contemos, por ejemplo,
los números primos hasta 100.000:

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La escalinata de los números primos en el intervalo que va de 1 a 100.000.

Cada escalón particular se vuelve insignificante y podemos observar la tendencia


general de esta función: un ascenso lento y regular. Este era el gran tema que había
oído Gauss y que era capaz de imitar utilizando la función logarítmica.
La revelación del crecimiento regular de la gráfica, a pesar de la extrema
impredecibilidad de los números primos, es uno de los hechos más milagrosos de las
matemáticas y supone uno de los hitos de la historia de los números primos. En la
última página de su libro de logaritmos, Gauss anotó el descubrimiento de su fórmula
para conocer la cantidad de números primos comprendidos entre 1 y N en términos de
la función logarítmica. Sin embargo, y a pesar de la importancia del descubrimiento,
Gauss no le contó a nadie lo que había encontrado. Lo único que el mundo supo de la
revelación que Gauss había tenido fueron estas enigmáticas palabras: «No os podéis
imaginar cuánta poesía hay en una tabla de logaritmos».
El porqué de la discreción de Gauss sobre un asunto de tanta importancia
permanece envuelto en el misterio. Es cierto que únicamente había identificado los
primeros indicios de una conexión entre números primos y logaritmos. Sabía que no
poseía absolutamente ninguna explicación ni demostración del motivo por el que esas
dos entidades tenían algo en común. No había certeza de que aquel patrón no pudiera
desaparecer de repente al considerar valores de N aún mayores. En cualquier caso la
renuencia de Gauss a anunciar resultados no demostrados supuso un punto de
inflexión en la historia de las matemáticas. Si bien los antiguos griegos habían
introducido la idea de la importancia de la demostración como componente del
proceso matemático, antes de la época de Gauss los matemáticos se interesaban
mucho más por la especulación científica sobre su disciplina. Si las matemáticas
funcionaban, no se preocupaban demasiado de justificar de forma rigurosa por qué lo
hacían. Las matemáticas seguían siendo el instrumento de las demás ciencias.
Al poner el acento sobre el valor de la demostración, Gauss rompió con el pasado.
Para él, el objetivo principal de las matemáticas era ofrecer demostraciones, y tal
regla sigue siendo fundamental hasta hoy. Sin una demostración, para Gauss, el

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descubrimiento de la conexión entre logaritmos y números primos no tenía ningún
valor. La libertad de acción que suponía para él el apoyo financiero del duque de
Brunswick le permitía ser muy selectivo, casi darse el lujo de cierta complacencia. Su
motivación primaria no estaba en la fama ni en el reconocimiento sino en la
comprensión personal de la disciplina que amaba. En su sello llevaba el lema Pauca
sed matura [«poco pero maduro»]. Hasta que hubiera alcanzado la plena madurez, un
resultado no pasaba de ser un mero apunte en su diario o un garabato en la
contraportada de su tabla de logaritmos.
Para Gauss, la matemática era una búsqueda personal: llegó a proteger las notas
de su diario con un lenguaje cifrado. La interpretación de algunas de esas notas es
fácil, por ejemplo, el 10 de julio de 1796 escribió la famosa exclamación de
Arquímedes, «¡Eureka!», seguida por la ecuación núm = ∆ + ∆ + ∆, para representar
su descubrimiento de que todo número puede expresarse como suma de tres números
triangulares —1, 3, 6, 10, 15, 21, 28, …—, es decir, los números cuya fórmula había
ideado Gauss en sus años escolares. Por ejemplo: 50 = 1 + 21 + 28. Sin embargo
otras de sus notas permanecen en un absoluto misterio: nadie ha conseguido entender
lo que se esconde tras el escrito de Gauss del 11 de octubre de 1796: «Vicimus
GEGAN». En opinión de algunos, la falta de difusión de los descubrimientos de Gauss
ha provocado un retraso de medio siglo en el desarrollo de las matemáticas: si Gauss
se hubiera preocupado de explicar la mitad de lo que había descubierto y no hubiera
sido tan críptico en sus explicaciones, quizá las matemáticas habrían avanzado más
rápidamente.
Algunos mantienen que Gauss se reservó sus resultados porque la Academia de
París había rechazado su gran tratado de la teoría de los números: las Disquisitiones
arithmeticae, juzgándolo oscuro y denso. Ofendido por el rechazo, para protegerse de
más humillaciones decidió no considerar siquiera la posibilidad de publicar algo antes
de que todas las piezas del rompecabezas matemático encajaran a la perfección. Una
de las causas de que las Disquisitiones arithmeticae no recibieran el aplauso
inmediato es que Gauss se mantuvo críptico incluso en las obras a las que dio
publicidad. Sostuvo siempre que las matemáticas eran como una obra arquitectónica:
un arquitecto jamás dejará los andamios para que la gente vea cómo se construyó el
edificio. Desde luego, esta filosofía no ayudó a los matemáticos en su comprensión
de la obra de Gauss.
Pero había otras razones por las que París no fuese tan receptiva como podía
esperarse con las ideas de Gauss. A finales del siglo XVIII, en París más que en
cualquier otro sitio, las matemáticas estaban consagradas a satisfacer las demandas de
un Estado cada vez más industrializado. La revolución de 1789 y sus consecuencias
confirmaron a Napoleón la necesidad de una enseñanza centralizada de la ingeniería
militar. Respondió a tal necesidad con la militarización de la École Polytechnique.
«El progreso y el perfeccionamiento de las matemáticas están íntimamente
vinculados con la prosperidad del Estado», declaró Napoleón. De esta forma, las

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matemáticas francesas quedaron, a partir de 1805, consagradas a la resolución de
problemas de balística e hidráulica. Pero a pesar del énfasis que ponía en las
necesidades prácticas del Estado, París ensalzaba aún a algunos de los matemáticos
puros más eminentes de Europa.
Una de las mayores autoridades parisienses era Adrien-Marie Legendre,
veinticinco años mayor que Gauss. Los retratos de Legendre nos muestran el rostro
redondo y regordete de un gentilhombre de aspecto engreído. Al contrario que Gauss,
Legendre procedía de una familia rica, pero había perdido su patrimonio durante la
Revolución y no había tenido más remedio que utilizar sus propias capacidades
matemáticas para ganarse la vida. También estaba interesado en la teoría de los
números, y en 1798, con seis años de retraso sobre los cálculos del jovencísimo
Gauss, anunció el descubrimiento de un nexo experimental entre números primos y
logaritmos.
Aunque más tarde se probó la precedencia de Gauss en el descubrimiento,
Legendre perfeccionó la estimación sobre el número de primos comprendidos entre 1
y N. Gauss había supuesto que los números primos comprendidos entre 1 y N eran
aproximadamente N/log(N). Aunque su fórmula proporcionaba una buena
aproximación, se comprobó que se alejaba progresivamente de los datos reales a
medida que aumentaba el valor de N. Vemos a continuación una comparación entre la
estimación juvenil de Gauss (la curva inferior del diagrama siguiente) y el número
efectivo de números primos (la curva superior):

Comparación entre la estimación de Gauss y el número efectivo de números primos.

Esta gráfica revela que, aunque ciertamente Gauss había descubierto algo, todavía
quedaba espacio para la mejora.
Legendre sustituyó la aproximación dada de N/log(N) por la fórmula

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introduciendo así una pequeña corrección que conseguía elevar la curva de Gauss,
acercándola a la de la distribución real de los números primos. Con los valores de
estas funciones susceptibles de ser calculados en aquella época, era imposible
distinguir la gráfica de π(N) de la correspondiente a la estimación de Legendre. Éste,
centrado en su preocupación principal de hallar aplicaciones prácticas de las
matemáticas, era mucho menos reacio a arriesgarse y a aventurar alguna hipótesis
sobre la relación entre números primos y logaritmos. No era persona que temiera
poner en circulación ideas no demostradas, incluso demostraciones con lagunas. En
1808 publicó su hipótesis sobre los números primos en un libro titulado Théorie des
nombres.
La controversia sobre quién había sido el primero en descubrir la conexión entre
los números primos y los logaritmos provocó una agria disputa entre Legendre y
Gauss. No se limitaba a la cuestión de los números primos: Legendre afirmaba que
también había sido él el primero en descubrir el método de Gauss para determinar el
movimiento de Ceres. Ocurría con gran frecuencia que, si Legendre afirmaba haber
descubierto una nueva verdad matemática, Gauss lo rebatía afirmando que ya había
saqueado tal tesoro. En una carta escrita el 30 de julio de 1806 a una colega
astrónomo llamado Schumacher, Gauss comentaba: «Parece como si yo estuviese
destinado a coincidir con Legendre en casi todos mis trabajos teóricos».
Durante toda su vida, Gauss fue demasiado orgulloso como para meterse en
guerras abiertas sobre la precedencia de sus descubrimientos. Cuando, tras su muerte,
se estudiaron sus notas y su correspondencia, quedó claro que la razón estaba
invariablemente de su parte. Sólo en 1849 el mundo supo que Gauss había ganado a
Legendre en el descubrimiento de la relación entre números primos y logaritmos, un
descubrimiento que él reveló a su colega, el matemático y astrónomo Johann Encke,
en una carta escrita la Nochebuena de aquel año.
Teniendo en cuenta los datos disponibles al principio del siglo XIX, la función de
Legendre proporcionaba, respecto de la fórmula de Gauss, una aproximación mucho
mejor del número de primos menores o iguales que N. Pero la presencia de un
término de corrección tan feo como 1,08366 indujo a los matemáticos a pensar que
tenía que existir un método mejor, más natural, para describir el comportamiento de
los números primos.
Desde luego, números feos como éste seguramente son muy comunes en otras
ciencias, pero es extraordinaria la frecuencia con la cual el mundo matemático opta
por la formulación más elegante posible. Como veremos, la hipótesis de Riemann
puede tomarse como ejemplo de una filosofía muy difundida entre los matemáticos:
ante la alternativa de un mundo feo y otro bello, la naturaleza elige siempre el
segundo. Es motivo de asombro para la mayoría de los matemáticos que las
matemáticas deban ser así, y explica por qué a menudo les entusiasma la belleza de
su disciplina.
Por este motivo, no nos sorprende que, en los últimos años de su vida, Gauss

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perfeccionara su estimación del número de primos, llegando a una fórmula todavía
más precisa, que además era mucho más bella. En la misma carta que escribió a
Encke en Nochebuena, Gauss explica cómo había encontrado una forma de hacerlo
mejor que Legendre: había vuelto a sus primeras investigaciones sobre los números
primos, las que había hecho de joven. Había calculado que la cuarta parte de los
números comprendidos entre 1 y 100 eran primos, pero cuando consideraba los
números comprendidos entre 1 y 1.000, la probabilidad de que uno de ellos fuera
primo descendía a 1 entre 6: Gauss comprendió que a medida que ascendía en la
cuenta disminuía la probabilidad de que un número fuera primo.
De esta forma, Gauss formó en su mente una imagen de cómo la naturaleza podía
haber decidido qué números estaban destinados a ser primos y cuáles no. Ya que su
distribución parecía tan aleatoria, ¿no podría ser que lanzar una moneda al aire fuera
un buen modelo para la elección de números primos? ¿Y si realmente la naturaleza
hubiera lanzado una moneda (cara, número primo, cruz no)? Podríamos ahora, pensó
Gauss, trucar la moneda de forma que el resultado no fuera «cara» en la mitad de los
casos, sino con una probabilidad parecida a 1/log(N). Así, la probabilidad de que el
número 1.000.000 fuera primo debería ser 1/log(1.000.000), que es próximo a 1/15.
Las posibilidades de que un número N sea primo disminuyen al crecer N, ya que
disminuye el valor de 1/log(N), es decir, la probabilidad de que el resultado del
lanzamiento sea «cara».
Se trata de una pura especulación, ya que 1.000.000, igual que cualquier otro
número, o es primo o no lo es, y el lanzamiento de una moneda no podrá nunca
modificar este hecho. Aunque su modelo conceptual no servía para predecir si un
número era primo, Gauss descubrió que era muy eficaz para hacer previsiones sobre
la cuestión mucho menos específica de cuántos números primos se espera encontrar a
medida que los contamos. Lo utilizó pues para estimar la cantidad de números primos
que deberíamos encontrar tras lanzar la moneda de los números primos N veces. Con
una moneda normal, que cae en cara con probabilidad y, el número de caras debería
ser 1/2 N. Pero con la moneda de los números primos la probabilidad disminuye a
cada lanzamiento. El modelo de Gauss prevé que la cantidad de números primos
menores o iguales que N sea

En realidad, Gauss fue un paso más allá para crear una función que llamó
logaritmo integral y que se indica como Li(N). La formulación de esta nueva función
se basaba en una ligera variación de la anterior suma de probabilidades y resultó
increíblemente precisa.
Cuando Gauss, ya con más de setenta años, escribió a Encke, había construido
tablas de números primos hasta 3.000.000: «Con mucha frecuencia yo utilizaba un
cuarto de hora de inactividad para revisar otra chilíada [intervalo de mil números] a la

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búsqueda de números primos». La estimación de los números primos inferiores a
3.000.000 que hizo mediante su logaritmo integral Li(N) se desviaba apenas siete
centésimas del uno por ciento de la realidad. Legendre había logrado manipular su
fea fórmula de forma que igualara a π(N) para valores relativamente pequeños de N;
por esta razón, con los datos disponibles en la época, parecía que su fórmula fuera
superior. Cuando se empezaron a confeccionar tablas más extensas, se descubrió que
la estimación de Legendre resultaba mucho menos precisa para los números primos
mayores que 10.000.000. Un profesor de la Universidad de Praga, Jakub Kulik,
dedicó veinte años de su vida exclusivamente a la confección de tablas de números
primos hasta 100.000.000. Los ocho volúmenes de esta obra faraónica, completada en
1863, nunca se publicaron, pero quedaron custodiados en los archivos de la
Academia de Ciencias de Viena. A pesar de que el segundo volumen se perdió,
aquellas tablas eran ya suficientes para revelar que el método de Gauss, basado en la
función Li(N), se mostraba una vez más superior al de Legendre. Las tablas modernas
muestran hasta qué punto fue mejor la intuición de Gauss. Por ejemplo, su estimación
de los números primos menores que 1016 (es decir, 10.000.000.000.000.000) se aparta
del valor correcto en apenas una diezmillonésima del uno por ciento, mientras que
con la estimación de Legendre está cerca de la décima parte del uno por ciento. El
análisis teórico de Gauss había triunfado sobre los intentos de Legendre de manipular
su fórmula para que coincidiera con los datos disponibles.
Gauss observó una curiosa característica en su propio método. A partir de lo que
sabía sobre los números primos menores que 3.000.000 podía ver que la función
Li(N) parecía sobreestimar la cantidad de números primos. Supuso entonces que
siempre sería así; y, ¿quién pondría en duda la intuición de Gauss ahora que las
modernas comprobaciones numéricas la confirman hasta 1016? Indudablemente,
cualquier experimento que diera el mismo resultado 1016 veces se consideraría muy
convincente en casi todos los laboratorios; pero no en el de un matemático. Una vez
más, una de las hipótesis de Gauss se reveló errónea. Pero a pesar de que hoy los
matemáticos han demostrado que, antes o después, π(N) tomará valores mayores que
Li(N), nadie lo ha visto suceder nunca, ya que todavía no estamos en situación de
poder llegar suficientemente lejos con los cálculos.
La comparación entre las gráficas de π(N) y de Li(N) muestra tal concordancia
que es casi imposible distinguirlas por un largo trecho. Sin embargo, debo subrayar
que si se observa con una lente de aumento una porción cualquiera de esta imagen, la
diferencia entre las funciones se hace evidente. La gráfica de π(N) se parece a una
escalinata, mientras que la de Li(N) es una curva lisa, sin saltos bruscos.
Gauss había mostrado las pruebas de la existencia de la moneda que la naturaleza
había lanzado para elegir los números primos. Se trataba de una moneda hecha de
manera que un número N tenía una probabilidad de 1 entre log(N) de ser primo. Pero
a Gauss todavía le faltaba un método para predecir el resultado preciso de los
lanzamientos. Serían necesarias las capacidades de penetración de una generación

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entera de matemáticos para descubrirlo.
Al cambiar su perspectiva, Gauss había percibido un patrón en los primos: su
hipótesis fue llamada conjetura de los números primos. Para conseguir el trofeo de
Gauss, los matemáticos tenían que demostrar que el porcentaje de error que separa el
logaritmo integral de la verdadera cantidad de números primos se reduce siempre
conforme se va contando. Gauss había visto aquella cumbre remota, pero quedaba
para las futuras generaciones el deber de obtener una demostración, de revelar el
sendero para alcanzarla o, en caso contrario, de desenmascarar el carácter ilusorio del
nexo.
Muchos atribuyen a la aparición de Ceres la responsabilidad de haber distraído a
Gauss del intento de demostrar por su cuenta la Conjetura de los números primos. La
fama inmediata que alcanzó con sólo veinticuatro años lo dirigió hacia la astronomía.
En 1806, cuando su mecenas, el duque Ferdinand, fue asesinado por Napoleón, Gauss
tuvo que buscar otro empleo para alimentar a su familia. A pesar de las propuestas de
la Academia de San Petersburgo, que estaba buscando un sucesor para Euler, decidió
aceptar el puesto de director del Observatorio de Gotinga, una pequeña ciudad
universitaria de la Baja Sajonia. Dedicó su tiempo a seguir el rastro de otros
asteroides en el cielo nocturno y a realizar reconocimientos topográficos para los
gobiernos de Hannover y Dinamarca, pero nunca dejó de pensar en las matemáticas:
mientras trazaba los mapas de las montañas de Hannover, meditaba sobre el axioma
euclidiano de las rectas paralelas, y de vuelta al observatorio continuaba ampliando
su tabla de números primos.
Gauss había oído el primer gran tema de la música de los números primos, pero
sería uno de sus pocos discípulos, Riemann, quien revelaría la verdadera fuerza de los
armónicos que se escondían bajo la cacofonía de los números primos.

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3
EL ESPEJO MATEMÁTICO IMAGINARIO DE RIEMANN

¿No lo oís, no lo veis? Sólo yo oigo esta melodía que tan maravillosa y gentil…
RICHARD WAGNER
Tristán e Isolda (Acto III, escena III)

En 1809, Wilhelm von Humbold se convirtió en ministro de instrucción de Prusia,


en Alemania septentrional. En una carta de 1816 a Goethe, escribió: «Aquí me he
ocupado mucho de ciencia, pero he sentido profundamente el poder que la antigüedad
siempre ha ejercido en mí. Lo nuevo me disgusta…». Humboldt promovió un
movimiento de alejamiento de la ciencia como medio para conseguir objetivos
prácticos y favoreció un retorno a la más clásica tradición de la búsqueda del
conocimiento por el conocimiento mismo. Los programas de estudios anteriores se
habían orientado a producir funcionarios públicos para mayor gloria de Prusia; a
partir de ahora se pondría el énfasis en una instrucción al servicio de las necesidades
del individuo, más que del Estado.
En su papel de pensador y de funcionario, Humbold puso en marcha una
revolución que habría de tener efectos de largo alcance. En toda Prusia y en el estado
colindante de Hannover se crearon nuevas escuelas secundarias, llamadas
Gymnasien. A la larga, los maestros de esas escuelas ya no serían miembros del clero,
como sucedía en el viejo sistema educativo, sino licenciados de las nuevas
universidades y politécnicos que iban surgiendo en aquel período.
La joya de la corona era la Universidad de Berlín, fundada en 1810, durante la
ocupación francesa: Humboldt la definía como «la madre de todas las universidades
modernas». Instalada en lo que antes había sido el palacio del príncipe Enrique de
Prusia, en la gran avenida Unter den Linden, la Universidad promovió por vez
primera la investigación a la vez que la enseñanza: «La enseñanza universitaria no
sólo hace posible una comprensión de la unidad de la ciencia sino también su
avance», declaró Humbold. Pese a su pasión por el mundo antiguo, fue bajo su guía
que la universidad se abrió a nuevas disciplinas junto a las clásicas facultades de
leyes, medicina, filosofía y teología.
El estudio de las matemáticas constituyó por vez primera una parte importante del
currículum de los nuevos Gymnasien y universidades: se animaba a los estudiantes a
estudiar las matemáticas por sí mismas, y no simplemente como una disciplina al
servicio de las demás ciencias. Todo ello contrastaba fuertemente con las reformas
educativas que Napoleón había introducido, consistentes en la explotación de las

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matemáticas para la expansión de los horizontes militares franceses. En 1830, Carl
Jacobi, uno de los profesores de Berlín, escribió a Legendre en París sobre el
matemático francés Joseph Fourier, que había reprochado a la escuela alemana de
pensamiento su ignorancia de los problemas más prácticos:

Ciertamente, Fourier opinaba que el objetivo principal de las matemáticas es


la utilidad pública y la explicación de los fenómenos naturales; pero un
filósofo como él debería haber sabido que el único objetivo de la ciencia es
honrar el espíritu humano, y que desde este punto de vista un problema de
teoría de los números es tan digno como un problema sobre el sistema del
mundo.

Para Napoleón, la educación destruiría finalmente las arcanas reglas del Antiguo
Régimen. Su reconocimiento de la educación como la espina dorsal sobre la que
había que construir la nueva Francia llevó a la creación de algunos de los institutos
parisienses que todavía hoy mantienen su fama. Tales institutos no sólo eran
meritocráticos, es decir, podían seguir sus cursos estudiantes de cualquier clase
social, sino que su filosofía didáctica ponía gran énfasis en una educación y una
ciencia al servicio de la sociedad. En 1794, uno de los representantes regionales del
gobierno revolucionario escribió a un profesor de matemáticas para recomendarle que
impartiera un curso de «aritmética republicana»: «Ciudadano: la revolución no sólo
mejora nuestros principios morales y allana el camino para nuestra felicidad y para la
de las generaciones futuras, sino que desata las cadenas que frenan el progreso
científico».
La actitud de Humboldt respecto de las matemáticas era muy distinta de la
filosofía utilitaria que prevalecía al otro lado de la frontera. El efecto emancipador de
la revolución didáctica en Alemania estaba destinado a tener un gran impacto sobre la
comprensión por parte de los matemáticos de muchos aspectos de su campo. Les
permitiría desarrollar un nuevo lenguaje matemático, más abstracto. En particular,
revolucionaría el estudio de los números primos.
Una ciudad que se benefició de las iniciativas de Humboldt fue Luneburgo, en
Hannover. Luneburgo, que había sido un importante centro comercial, estaba en
decadencia; sus amplias avenidas adoquinadas ya no vibraban con la actividad de la
que habían sido testigos en los siglos anteriores. Pero en 1829 se erigió un nuevo
edificio entre los altos campanarios de las tres iglesias góticas de Luneburgo: el
Gymnasium Johanneum.
Pocos años más tarde, hacia 1840, la nueva escuela había prosperado. Su director,
Schmalfuss, era un defensor entusiasta de los ideales humanísticos propugnados por
Humboldt. Su biblioteca reflejaba sus ideas ilustradas: no sólo albergaba los clásicos
y las obras de los escritores alemanes modernos, sino también volúmenes
provenientes de lugares lejanos. En concreto, Schmalfuss consiguió algunos libros
procedentes de París, motor de la actividad intelectual europea en la primera mitad

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del siglo.
Schmalfuss acababa de admitir un nuevo alumno en el Gymnasium Johanneum:
Bernhard Riemann. Riemann era un joven muy tímido y tenía grandes dificultades
para hacer amigos. Había estudiado en el Gymnasium de la ciudad de Hannover,
donde se alojaba en casa de su abuela, pero al morir ésta había tenido que trasladarse
a Luneburgo, donde estaba a pensión en casa de uno de los profesores. Ingresar en la
escuela cuando todos los demás habían ya establecido sus lazos de amistad no le
facilitó la vida a Riemann: sufría una desesperada añoranza de su casa y los demás
estudiantes le tomaban el pelo. Habría preferido volver a pie a la lejana casa de su
padre en Quickborn antes que quedarse jugando con sus compañeros.
El padre de Riemann, pastor en Quickborn, tenía grandes expectativas sobre su
hijo. Por esto, aunque fuera infeliz en la escuela, Bernhard se empleaba a fondo y
estudiaba concienzudamente para no defraudarlo, pero tenía que luchar contra un
perfeccionismo obsesivo. Frecuentemente, su incapacidad para entregar a tiempo sus
deberes descorazonaba a los profesores. Era incapaz de entregar un trabajo que no
fuera perfecto: no podía soportar la indignidad de obtener una nota inferior a la
máxima. Sus profesores empezaron a dudar de que Riemann llegara a superar los
exámenes finales.
Fue Schmalfuss quien ideó una manera de desarrollar a aquel jovencito y sacar
provecho de su perfeccionismo. Schmalfuss había observado enseguida las
extraordinarias capacidades matemáticas de Riemann y estaba ansioso por estimular
sus habilidades escolares: le dio libre acceso a su biblioteca, con la excelente
colección de libros de matemáticas que contenía; allí, el jovencito podía huir de las
presiones sociales de sus compañeros de clase. La biblioteca abrió a Riemann un
mundo nuevo, un lugar donde se sintió como en su casa, dueño de la situación: de
repente se encontró con un mundo matemático perfecto, idealizado, un nuevo mundo
al que las demostraciones impedían hundirse y en el cual los números se convertían
en sus amigos.
El impulso que Humboldt dio a la enseñanza para apartarse de las ciencias como
instrumento práctico y abrazar una concepción estética del conocimiento impregnó
las aulas escolares de Schmalfuss. Apartó a Riemann de la lectura de textos
matemáticos llenos de fórmulas y reglas cuya finalidad era la de satisfacer las
demandas de un mundo industrial en expansión, y lo dirigió hacia los clásicos de
Euclides, Arquímedes y Apolonio. Con su geometría, los antiguos griegos buscaban
la comprensión de una estructura abstracta hecha con puntos y líneas; no les
obsesionaban las fórmulas que se escondían detrás de los conceptos matemáticos.
Cuando Schmalfuss dio a Riemann un texto más moderno, el tratado de geometría
analítica de Descartes —un libro lleno de ecuaciones y de fórmulas— el maestro se
dio cuenta de que el método que se desarrollaba en el libro no era del agrado de un
Riemann cada vez más interesado en una matemática conceptual: «Ya en aquel
tiempo era un matemático en posesión de medios ante los cuales un maestro se sentía

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pobre», recordó más tarde Schmalfuss en una carta a un amigo.
Uno de los libros que había en las estanterías de la biblioteca de Schmalfuss era
un volumen de matemáticas contemporáneas que el maestro había comprado en
Francia. Publicado en 1808, la Théorie des nombres de Adrien-Marie Legendre era el
primer texto en registrar la observación de un extraño nexo entre la función que
permitía contar los números primos en un intervalo dado y la función logarítmica. Tal
nexo, descubierto por Gauss y Legendre, se basaba únicamente en indicios
experimentales: no estaba en absoluto claro si, suponiendo que continuáramos
contando, la función de Gauss o la de Legendre continuarían aproximándose al
verdadero número de primos.
A pesar del grosor del volumen —859 páginas de gran formato—, Riemann lo
devoró, y apenas seis días más tarde, lo devolvió al profesor diciendo: «Es un libro
maravilloso: me lo sé de memoria». Schmalfuss no lo creyó pero, cuando dos años
más tarde, durante los exámenes finales, preguntó a Riemann sobre el contenido del
libro, el estudiante respondió impecablemente. Aquel episodio supuso el principio de
la carrera de uno de los gigantes de las matemáticas modernas. Gracias a Legendre,
en la mente del joven Riemann se plantó una semilla que años más tarde terminaría
por dar frutos espectaculares.
Una vez superados los exámenes finales, Riemann estaba ansioso por inscribirse
en una de las nuevas universidades que, con gran energía, estaban pilotando la
revolución didáctica en Alemania. Sin embargo, su padre tenía otras ideas: la familia
de Riemann era pobre y su padre esperaba que Bernhard siguiera sus pasos y entrara
a formar parte de la Iglesia. Una vida eclesiástica le habría supuesto unos ingresos
regulares con los que mantener a sus hermanas. La única universidad del reino de
Hannover donde se enseñaba teología no era una de aquellas nuevas instituciones,
sino la Universidad de Gotinga, fundada más de un siglo antes, en 1734. Por esa
razón, para satisfacer los deseos de su padre, Riemann tomó el camino de la húmeda
y fría ciudad de Gotinga.
Gotinga reposa plácidamente entre las suaves colinas de la Baja Sajonia. Su
núcleo central es una ciudadela medieval circundada de antiguas murallas: esa es la
Gotinga que Riemann conoció y que todavía hoy conserva mucho de su carácter
original, las callejuelas serpenteaban entre casas de madera y tejados rojos. Los
hermanos Grimm escribieron muchos de sus cuentos en Gotinga, y no es difícil
imaginarse a Hansel y Gretel corriendo por sus calles. En el centro se levanta el
edificio medieval del Ayuntamiento, sobre cuyos muros campea el lema: «No hay
vida fuera de Gotinga». Para los que estaban en la universidad, ésa era ciertamente la
sensación: la vida académica era autosuficiente. Aunque la teología había dominado
los primeros años de la universidad, los vientos de cambio académico que soplaban
en Alemania habían estimulado los estudios científicos también en Gotinga. Cuando
Gauss fue nombrado profesor de Astronomía y director del observatorio de la ciudad,
en 1807, era más la ciencia que la teología lo que estaba haciendo famosa a Gotinga.

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El fuego matemático que el profesor Schmalfuss había encendido en el joven
Riemann aún ardía vigorosamente. El deseo paterno de que estudiara teología lo
había conducido a Gotinga, pero fue la influencia del gran Gauss y de la tradición
científica lo que lo marcó durante aquel primer año. Fue sólo una cuestión de tiempo
el que las clases de griego y de latín dejaran paso a las tentaciones de los cursos de
física y de matemáticas. Con inquietud, Riemann escribió a su padre dándole a
entender que desearía cambiarse de teología a matemáticas. La aprobación paterna lo
significaba todo para Riemann. Recibió su bendición con alivio, e inmediatamente se
sumergió en la vida científica de la universidad.
Para un joven dotado de su talento, Gotinga pronto empezó a parecer pequeña. En
un año, Riemann había agotado los recursos que tenía a su disposición. Gauss, ya
anciano, se había alejado un tanto de la vida intelectual de la universidad: desde 1828
sólo había pasado una noche lejos del observatorio, donde vivía. En la universidad se
limitaba a impartir clases de astronomía, en concreto sobre el método que lo había
hecho famoso muchos años antes, cuando había reencontrado a Ceres, el planeta
«perdido». Riemann tendría que buscar en otra parte los estímulos que necesitaba
para dar un paso más en su desarrollo: se dio cuenta de que Berlín era el lugar donde
sonaba más fuerte el murmullo de la actividad intelectual.
Los prestigiosos institutos franceses de investigación creados por Napoleón,
como la Ecole Polytechnique, tuvieron una gran influencia sobre la Universidad de
Berlín que, después de todo, se había fundado durante la ocupación francesa. Uno de
los embajadores científicos más importantes fue un brillante matemático llamado
Peter Gustav Lejeune-Dirichlet. Había nacido en Alemania en 1805, pero su familia
era de origen francés. En 1822, el regreso a las raíces lo condujo a París, donde pasó
cinco años impregnándose de la actividad intelectual que florecía en las academias.
Alexander von Humboldt, hermano de Wilhelm y científico aficionado, coincidió con
Dirichlet durante sus viajes y quedó tan impresionado que le buscó un empleo en
Alemania. Dirichlet tenía un espíritu más bien rebelde: quizá la atmósfera de las
calles de París le había desarrollado el gusto por retar a la autoridad. En Berlín,
disfrutó ignorando algunas de las tradiciones anticuadas que habían impuesto las
autoridades universitarias, bastante retrógradas, y a menudo se mofaba de sus
peticiones para demostrar su dominio del latín.
Gotinga y Berlín ofrecían ambientes distintos a los nuevos matemáticos como
Riemann. Gotinga tenía a gala su independencia y aislamiento; raramente se
celebraban seminarios que impartieran personajes procedentes de más allá de las
murallas de la ciudad. La universidad era autosuficiente y producía ciencia a partir de
su combustible interno. En cambio, Berlín prosperaba gracias a los estímulos de más
allá de sus fronteras: las ideas procedentes de Francia se entremezclaban con el
innovador enfoque alemán de la filosofía natural para crear un nuevo y prometedor
cóctel. Los distintos climas de Gotinga y Berlín se adaptan a distintos tipos de
matemáticos. Algunos no hubieran avanzado nunca sin entrar en contacto con las

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nuevas ideas que provenían del extranjero, mientras que el éxito de otros matemáticos
se puede imputar a un aislamiento que los obligaba a encontrar una fuerza interior y,
con ella, nuevos lenguajes y formas de pensar. En lo referente a Riemann, sus
conquistas matemáticas fueron fruto del contacto con la abundancia de nuevas ideas
que flotaban en el aire, y él era consciente de que Berlín era precisamente el lugar
donde tenía que estar.
Riemann se trasladó a Berlín en 1847 y vivió dos años en la ciudad. Durante su
estancia consiguió estudiar los papeles de Gauss que no había podido conseguir
directamente del reservado maestro en Gotinga. Asistió a las clases de Dirichlet,
quien rápidamente adoptó una parte de los sensacionales descubrimientos de
Riemann sobre los números primos. Era opinión general que Dirichlet tenía la
capacidad de insuflar la inspiración a todo aquel que lo escuchaba. Un matemático
que asistió a sus clases lo describía así:

Dirichlet es insuperable en cuanto a riqueza de materiales y capacidad de


penetración. … Se sienta a su alto escritorio de cara a nosotros, se sube las
gafas hasta la frente, toma su cabeza entre las manos y… de entre ellas surge
un cálculo imaginario que nos lee en voz alta, y que nosotros comprendemos
como si también fuésemos capaces de verlo. Me gusta mucho esta forma de
enseñar.

En los seminarios de Dirichlet, Riemann trabó amistad con varios jóvenes


investigadores que, como él, ardían de pasión por las matemáticas.
Pero en Berlín había también otras fuerzas que se agitaban. Desde las calles de
París, la revolución de 1848 que acabó con la monarquía francesa se difundió por
gran parte de Europa, y alcanzó las calles de Berlín cuando Riemann estaba allí
estudiando. Según el relato de sus contemporáneos, aquellos acontecimientos
produjeron un profundo impacto sobre él. En una de las pocas ocasiones de su vida
en las que se unió a los que estaban a su alrededor en algo que fuera más allá del
estricto nivel intelectual, Riemann se unió a los estudiantes que defendían al rey en su
palacio de Berlín. Se cuenta que se mantuvo en su puesto en las barricadas durante
dieciséis horas seguidas.
Sin embargo, la respuesta de Riemann a la revolución matemática que venía de
París no fue la de un reaccionario. Berlín no sólo importaba de París la propaganda
política, sino también muchas de las revistas y publicaciones que salían de las
academias: Riemann recibía los volúmenes más recientes de la influyente revista
francesa Comptes rendus y se encerraba en su habitación para estudiar los artículos
del matemático revolucionario Augustin-Louis Cauchy.
Cauchy, que había nacido pocas semanas después de la toma de la Bastilla, era
hijo de la Revolución. Desnutrido a causa de las carencias alimenticias de aquellos
años, desde joven el frágil Cauchy prefirió ejercitar la mente en lugar del cuerpo.
Siguiendo la moda consagrada por la época, el mundo de las matemáticas fue su

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refugio. Un matemático amigo de su padre, Lagrange, reconoció el talento precoz del
joven. Comentó a un conocido: «¿Veis a aquel jovencito? Bien, ¡como matemático
nos superará a todos!». Tuvo también un buen consejo para el padre de Cauchy:
«Haced que no toque un libro de matemáticas hasta que cumpla diecisiete años». En
su lugar sugirió estimular las capacidades literarias del joven, para que cuando
volviera a las matemáticas estuviera en condiciones de expresarse por escrito con su
propia voz y con la que hubiera adquirido en los libros de la época.
Se demostró que se trataba de un consejo certero: Cauchy desarrolló una voz
nueva que, una vez abiertas las compuertas que lo protegían del mundo exterior, fue
imposible frenar. La producción de Cauchy creció hasta hacerse tan importante que la
revista Comptes rendus tuvo que imponer un límite de páginas para los artículos
publicados, un límite al que todavía hoy se ciñe estrictamente. El nuevo lenguaje
matemático de Cauchy era demasiado difícil para algunos de sus contemporáneos; en
1826 el matemático noruego Niels Henrik Abel escribió: «Cauchy está loco… Lo que
hace es excelente, pero confuso. Al principio no entendía prácticamente nada; ahora
consigo discernir una parte con mayor claridad». Abel continuaba haciendo notar
que, de todos los matemáticos de París, Cauchy era el único que hacía «matemáticas
puras» mientras que los demás «se dedicaban exclusivamente al magnetismo y a
otros temas físicos… Él es el único que sabe cómo se debería hacer matemática».
Cauchy tuvo problemas con las autoridades parisienses por haber alejado a los
estudiantes de las aplicaciones prácticas de las matemáticas. El director de la Ecole
Polytechnique, donde Cauchy enseñaba, le escribió criticando su obsesión por la
matemática abstracta: «Es opinión de muchas personas que se está exagerando
claramente con la enseñanza de las matemáticas puras en la Ecole y que una tan
inmotivada extravagancia es dañina para las demás disciplinas». No hay, por tanto,
motivos para extrañarse de que la obra de Cauchy fuera tan apreciada por el joven
Riemann.
Aquellas nuevas ideas eran tan emocionantes que Riemann se convirtió casi en un
recluso. Durante el tiempo que dedicó a estudiar la producción matemática de Cauchy
desapareció completamente de la vista de sus colegas. Reapareció unas semanas más
tarde declarando: «Esta es una nueva matemática». Lo que había captado la
imaginación de Cauchy y de Riemann era el poder emergente de los números
imaginarios.

LOS NÚMEROS IMAGINARIOS: UN NUEVO PANORAMA


MATEMÁTICO

La raíz cuadrada de −1, el elemento base de los números imaginarios, parece una
contradicción en los términos. Algunos opinan que el hecho de admitir la posibilidad
de que tal número exista es lo que separa a los matemáticos de todos los demás. Es
necesario un salto creativo para ganarse el acceso a esta pequeña porción del mundo

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matemático. A primera vista se tiene la impresión de que no tiene nada que ver con el
mundo físico: éste parece estar construido sobre números cuyo cuadrado es siempre
un número positivo. Sin embargo, los números imaginarios son más que un simple
juego abstracto: son ellos los que guardan la llave que da acceso al mundo de las
partículas subatómicas del siglo XX. En una escala mayor, los aviones no habrían
alzado jamás el vuelo si los ingenieros no hubieran emprendido un viaje al mundo de
los números imaginarios. Este nuevo mundo ofrece una flexibilidad que se niega a los
que permanecen atados a los números ordinarios.
La historia del descubrimiento de esos nuevos números empieza con la necesidad
de resolver simples ecuaciones. Tal como ya sabían los babilonios y los egipcios, si,
por ejemplo, queremos dividir siete pescados entre tres personas, en la ecuación
aparecerán números fraccionarios: 1/2, 1/3, 2/3, 1/4, etcétera. En el siglo VI a. C. los
griegos, al estudiar la geometría del triángulo, descubrieron que a veces estas
fracciones eran incapaces de expresar la longitud de los lados de un triángulo. El
teorema de Pitágoras los obligó a inventar nuevos números que no podían escribirse
como simples fracciones. Por ejemplo, Pitágoras podía tomar un triángulo rectángulo
con ambos catetos de longitud unitaria; su famoso teorema le decía entonces que la
hipotenusa tenía una longitud x, donde x es una solución de la ecuación
x2 = 12 + 12 = 2. Dicho de otra forma: la longitud de la hipotenusa era igual a la raíz
cuadrada de 2.
Las fracciones son los números cuya expresión decimal tiene un patrón que se
repite, por ejemplo 1/7 = 0,142 857 142 857…, o bien 1/4 = 0,250 000 000… En
contraste, los griegos pudieron demostrar que la raíz cuadrada de 2 no es igual a una
fracción: por más que avancemos en el cálculo de la expresión decimal de la raíz
cuadrada de 2, nunca se estabilizará con un patrón repetitivo como los que hemos
visto. La raíz cuadrada de 2 empieza con 1,414 213 562… En los años en los que
Riemann estuvo en Gotinga era frecuente que dedicara sus horas libres a calcular un
número cada vez mayor de estos decimales. Su récord fue de treinta y ocho
decimales, una empresa no precisamente fácil sin un calculador, pero quizá también
un buen indicio de lo aburrida que debía ser la vida nocturna en Gotinga y lo esquivo
de la personalidad de Riemann, que se entregaba a esa extraña distracción. En todo
caso, Riemann sabía que por más que avanzara en sus cálculos nunca podría escribir
el número completo o descubrir un patrón repetitivo.
Para describir la imposibilidad de expresar aquellos números de otra forma que
como la solución de ecuaciones del tipo x2 = 2, los matemáticos los bautizaron como
números irracionales. El nombre reflejaba la incapacidad de los matemáticos de
escribirlos de forma exacta. A pesar de todo, los números irracionales conservaban un
significado real, ya que se podían ver como puntos marcados sobre una regla, o sobre
lo que los matemáticos llaman recta numérica. La raíz cuadrada de 2, por ejemplo, es
un punto que se encuentra en alguna parte entre 1,4 y 1,5. Si se construyese un
triángulo rectángulo pitagórico con sus dos catetos de una unidad de longitud,

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entonces podríamos determinar la posición exacta de este número irracional
apoyando la hipotenusa del triángulo sobre la regla y marcando el punto
correspondiente a su longitud.

Los números reales. Cada número fraccionario, negativo o irracional se representa como un punto
sobre la recta numérica.

Los números negativos se descubrieron de forma similar, al intentar resolver


simples ecuaciones como x + 3 = 1. Los matemáticos indios propusieron estos nuevos
números en el siglo VII d. C. Los números negativos se crearon para responder a las
exigencias de un mundo financiero en expansión, ya que eran útiles para representar
los débitos. Tuvo que pasar otro milenio antes de que los matemáticos europeos se
decidieran a admitir la existencia de tales «números ficticios», como les llamaban.
Los números negativos ocuparon su lugar sobre la recta numérica en el lugar que se
extendía a la izquierda del cero.
Los números irracionales y los números negativos nos permiten resolver diversos
tipos de ecuaciones. La ecuación de Fermat x3 + y3 = z3 tiene soluciones interesantes
si uno no se obstina en pretender, como había hecho Fermat, que x, y y z sean
números enteros. Por ejemplo, podríamos elegir x = 1 e y = 1, colocar z igual a la raíz
cúbica de 2, y la ecuación estaría resuelta. Sin embargo, quedaban otras ecuaciones
que no se podían resolver recurriendo a los números de la recta numérica.
Parecía que ninguno de los números existentes daba una solución de la ecuación
x2 = −1. Al fin y al cabo, si elevamos al cuadrado un número, ya sea positivo o
negativo, el resultado siempre es positivo; por ello, un número que satisfaga una
ecuación así no podrá ser un número ordinario. Pero los griegos habían imaginado un
número como la raíz cuadrada de 2, a pesar de no poder escribirlo en forma de
fracción, y los matemáticos comenzaron a entender que podían hacer un salto análogo
con su imaginación y crear un nuevo número para resolver la ecuación x2 = −1.
Semejante salto creativo supone uno de los retos conceptuales que deben afrontar
todos los que estudian matemáticas. El nuevo número, la raíz cuadrada de menos uno,
se definió como número imaginario y se le asignó el símbolo «i». Por contraste, los
matemáticos empezaron a llamar números reales a los que se encontraban sobre la
recta numérica.
El crear aparentemente de la nada una solución para esta ecuación parece un
engaño: ¿por qué no aceptar que la ecuación no tiene soluciones? Esa es una posible
forma de proceder, pero a los matemáticos nos gusta ser más optimistas: una vez
aceptada la idea de la existencia de un número que efectivamente resuelve la
ecuación, las ventajas del salto creativo efectuado superan con creces cualquier

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incomodidad inicial. Una vez que se le ha asignado un nombre, su existencia parece
inevitable; ya no da la sensación de tratarse de un número creado artificialmente, sino
más bien parece como si siempre hubiera estado ahí y hubiera pasado desapercibido
hasta que nos planteamos la pregunta oportuna. Los matemáticos del siglo XVIII
fueron reacios a aceptar la existencia de números de este tipo, pero los matemáticos
del siglo XIX tuvieron la valentía de creer en nuevas formas de pensar que ponían en
cuestión las ideas comúnmente aceptadas sobre lo que constituía el canon matemático
oficial.
Francamente, la raíz cuadrada de −1 es tan abstracta como la raíz cuadrada de 2.
Ambas se definen como soluciones de ecuaciones. ¿Significa esto que los
matemáticos deberían empezar a crear nuevos números para cada nueva ecuación que
aparezca? ¿Y si quisiéramos las soluciones de una ecuación como x4 = −1?
¿Tendríamos que usar cada vez más letras para intentar dar un nombre a todas esas
nuevas ecuaciones? Hubo un cierto alivio cuando Gauss demostró en 1799 que no
hacían falta más números nuevos: usando el número i, la raíz cuadrada de −1, los
matemáticos podían resolver cualquier ecuación que se les pusiera por delante. Cada
ecuación tenía una solución que consistía en una combinación de los habituales
números reales —es decir, las fracciones y los números irracionales— y de este
nuevo número, i.
La clave de la demostración de Gauss era la extensión de la imagen que ya
teníamos de los números habituales como puntos situados sobre la recta numérica:
una línea recta que va de este a oeste en la que cada uno de sus puntos representa un
número. Estos números eran los números reales, que eran familiares a los
matemáticos desde los tiempos de los antiguos griegos. Pero en la recta no había sitio
para aquel nuevo número imaginario, la raíz cuadrada de −1. Por esta razón, Gauss se
preguntó qué sucedería si se introdujera una nueva dirección, si para representar i se
usara un punto situado por encima de la recta numérica, a una unidad de distancia.
Todos los nuevos números necesarios para resolver ecuaciones eran combinaciones
de i y de números habituales, por ejemplo, 1 + 2i. Gauss comprendió que cada punto
situado sobre este mapa bidimensional correspondía a cualquier número posible. Los
números imaginarios se convertían, simplemente, en coordenadas sobre el mapa. El
número 1 + 2i se representaba por el punto que se alcanzaba recorriendo una unidad
hacia el este y dos unidades hacia el norte.
Gauss interpretaba estos números como coordenadas para moverse en su mapa
del mundo imaginario. Sumar dos números imaginarios: A + Bi y C + Di, significaba
seguir dos pares de coordenadas, uno tras otro. Por ejemplo, si sumamos 6 + 3i y
1 + 2i, eso nos llevará a la posición 7 + 5i (véase la siguiente gráfica).

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Cómo sumar dos números imaginarios: siguiendo sus direcciones.

A pesar de tratarse de una representación muy eficaz, Gauss tuvo que mantener
escondido su mapa del mundo imaginario. Una vez construida la demostración, retiró
los andamios gráficos de manera que no quedara ningún rastro de su visión. Era
consciente de que, en aquella época, en matemáticas se miraban las gráficas con
cierta sospecha. El predominio de la tradición francesa durante la juventud de Gauss
implicaba que el camino preferido para ingresar en el mundo matemático era el
lenguaje de las fórmulas y de las ecuaciones, lenguaje que encajaba a la perfección
con el enfoque utilitario de la disciplina. Había también otras razones para tal
aversión hacia los números imaginarios.
Durante muchos siglos, los matemáticos habían creído que las representaciones
gráficas tenían el poder de provocar errores. Al fin y al cabo, el lenguaje de las
matemáticas había sido introducido para domesticar el mundo físico. En el siglo XVII,
Descartes había intentado reducir el estudio de la geometría a simples aserciones
sobre números y ecuaciones: «Las percepciones sensoriales son engaños de los
sentidos», era su lema. Riemann había aprendido a detestar este menosprecio de la
representación física cuando leía a Descartes en la comodidad de la biblioteca de
Schmalfuss.
En los albores del siglo XIX, los matemáticos estaban escaldados debido a una
demostración gráfica equivocada que describía la relación entre el número de
ángulos, aristas y caras de los sólidos geométricos: Euler había avanzado la hipótesis
de que, si un poliedro tiene V vértices, A aristas y C caras, entonces los números V, A

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y C tienen que satisfacer la relación V − A + C = 2; un cubo, por ejemplo, tiene 8
vértices, 12 aristas y 6 caras. En 1811, el mismo joven Cauchy había elaborado una
«demostración» de la fórmula que se basaba en una intuición visual, pero quedó
desacreditada cuando se mostró un sólido que no obedecía a la fórmula: un cubo con
un agujero en el centro.
La «demostración» había olvidado el hecho de que un sólido puede tener
agujeros. Por esta razón era necesario introducir en la fórmula un elemento añadido
que tuviera en cuenta el número de agujeros presentes en un sólido. Al haber sido
engañado por el poder de las imágenes de esconder perspectivas que al principio no
resultan evidentes, Cauchy se refugió en la seguridad que parecían dar las fórmulas.
Una de las revoluciones que provocó fue la creación de un nuevo lenguaje que
permitió a los matemáticos analizar rigurosamente el concepto de simetría sin tener
que recurrir a figuras.
Gauss sabía que su mapa secreto de los números imaginarios hubiera estado mal
visto por los matemáticos de finales del siglo XVIII, y por ello lo excluyó de su
demostración. Los números eran entidades para ser sumadas y multiplicadas, no para
ser dibujadas. Tuvieron que pasar unos cuarenta años antes de que Gauss se decidiera
a desvelar el andamiaje gráfico que había usado en su tesis doctoral.

UN MUNDO MÁS ALLÁ DEL ESPEJO

Incluso sin el mapa de Gauss, Cauchy y otros matemáticos habían empezado a


explorar lo que sucede si se extiende el concepto de función a ese nuevo mundo de
números imaginarios en lugar de limitarse a los números reales. Para su sorpresa, los
números imaginarios inauguraban nuevas relaciones entre partes del mundo
matemático aparentemente independientes.
Una función es como un programa de ordenador en el cual se introduce un
número, se hacen unos cálculos y el resultado es un nuevo número. La función puede
definirse por medio de una simple ecuación como x2 + 1. Cuando se le inserta un
número, por ejemplo 2, la función calcula 22 + 1, y da 5 como resultado. Otras
funciones son más complicadas: Gauss estaba interesado en las funciones que
contaban la cantidad de números primos. Si introducimos un número x en una
función así, nos dirá cuántos números primos hay que sean menores o iguales a x.
Gauss había decidido darle a esta función el nombre de π(x). Su gráfica es una
escalera ascendente, como vimos en la página 85. Cada vez que el número que
insertamos en la función π(x) es un número primo, el valor numérico que ésta nos da
como resultado sube un peldaño en la escalinata. Por ejemplo, cuando x va de 4,9 a
5,1, el número de primos aumenta pasando de dos a tres para registrar el nuevo
número primo: 5.
Los matemáticos observaron enseguida que en algunas funciones, como la que

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viene dada por la ecuación x2 + 1, se podían insertar números imaginarios lo mismo
que números reales. Por ejemplo, si insertamos x = 2i en la función obtendremos
(2i)2 + 1 = −4 + 1 = −3. En la generación de Euler se empezaron a introducir números
imaginarios en las funciones. Ya en 1748, en una de sus excursiones más allá del
espejo, Euler se había topado con extrañas conexiones entre fragmentos separados de
las matemáticas. Euler sabía que cuando se insertaban números reales x en la función
2x, se obtenía una gráfica que ascendía con rapidez. Pero cuando intentó insertar
números imaginarios en la función, el resultado que obtuvo fue bastante inesperado;
en lugar de una gráfica que crecía exponencialmente vio aparecer ondas del tipo que
asociamos, por poner un ejemplo, a los sonidos. La función que produce tal tipo de
ondas se llama función seno. La imagen de la función seno es una curva familiar que
se repite cíclicamente, de manera que cada 360 grados vemos reaparecer la misma
forma. Actualmente la función seno se utiliza en una gran cantidad de cálculos
prácticos: por ejemplo, puede usarse para calcular la altura de un edificio midiendo
ángulos desde el suelo. Fue la generación de Euler la que descubrió que estas ondas
sinusoidales eran también la clave para reproducir sonidos musicales; una nota pura
como el la que da un diapasón que se usa para afinar un piano se puede representar
mediante una onda sinusoidal.
Euler insertó números imaginarios en la función 2x. Para su sorpresa, lo que
apareció fueron las ondas correspondientes a una determinada nota musical. Euler
demostró que las características de cada nota individual dependían de las coordenadas
del número imaginario correspondiente. Cuanto más al norte se encuentra un número,
tanto más alta es la nota a él asociada. Cuanto más al este se encuentra, tanto mayor
es la intensidad de la nota. El descubrimiento de Euler era el primer indicio del hecho
de que los números imaginarios podían abrir caminos nuevos e insospechados en el
paisaje matemático. Siguiendo a Euler, los matemáticos empezaron a aventurarse en
las tierras recién descubiertas de los números imaginarios. La búsqueda de nuevas
relaciones se revelaría contagiosa.
Riemann volvió a Gotinga en 1849 para completar su tesis doctoral y someterla a
la consideración de Gauss. Era el año en que Gauss escribió a su amigo Encke a
propósito de la relación que había descubierto de joven entre números primos y
logaritmos. Aunque es posible que Gauss discutiera su descubrimiento con miembros
de la facultad de Gotinga, Riemann todavía no se preocupaba por los números
primos: estaba completamente concentrado en la nueva matemática que venía de
París, ansioso por explorar el extraño mundo de funciones alimentadas con números
imaginarios que estaba surgiendo.
Cauchy se había puesto a la labor de transformar en una disciplina rigurosa los
primeros pasos inciertos de Euler en aquel nuevo territorio. Pero si los franceses eran
maestros en ecuaciones y manipulación de fórmulas, Riemann estaba preparado para
capitalizar el retorno de la didáctica alemana a una concepción del mundo más
abstracta. En noviembre de 1851 sus ideas ya habían tomado forma, y presentó su

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tesis en la facultad de Gotinga. Como era de esperar, las ideas de Riemann
impresionaron gratamente a Gauss. Éste recibió aquella tesis doctoral como el signo
evidente «de una mente creativa, activa, genuinamente matemática, y de una
originalidad magníficamente fértil».
Riemann, escribió a su padre, ansioso de explicarle sus progresos: «Creo haber
mejorado mis expectativas con la tesis. Espero también aprender ahora a escribir más
rápido y con mayor fluidez, sobre todo si me inserto en la sociedad». Pero la vida
académica de Gotinga no se podía comparar con la excitante vida de Berlín. La
universidad era muy cerrada, provinciana, y a Riemann le faltaba seguridad en sí
mismo para entrar en conflicto con la vieja jerarquía intelectual. Había menos
estudiantes en Gotinga con quienes pudiera relacionarse; era sospechoso para los
demás y nunca se encontraba realmente a gusto en ese ambiente social. «Ha hecho
aquí las cosas más extrañas sólo porque está convencido de que nadie lo soporta»,
escribió su contemporáneo Richard Dedekind. Riemann era hipocondríaco y una
persona propensa a sufrir crisis depresivas. Escondía su rostro tras la seguridad de
una barba negra cada vez más tupida. Estaba muy preocupado por su situación
económica, ya que su supervivencia dependía de los inciertos honorarios de media
docena de alumnos particulares. La sobrecarga de trabajo que ello suponía, junto a la
presión de la indigencia, le produjo una breve crisis nerviosa en 1854. Pero su humor
se iluminaba cada vez que Dirichlet, el campeón de la tradición matemática, se
presentaba de visita en Gotinga.
Un profesor de esta universidad con quien Riemann consiguió trabar amistad fue
el eminente físico Wilhelm Weber. Weber había colaborado con Gauss en numerosos
proyectos durante el tiempo que pasaron juntos en Gotinga. Se convirtieron en un
Sherlock Holmes y un doctor Watson de la ciencia, con Gauss proporcionando las
bases teóricas y Weber poniéndolas en práctica. Uno de sus inventos más famosos fue
la aplicación del electromagnetismo para la comunicación a distancia. Consiguieron
establecer una línea telegráfica entre el observatorio de Gauss y el laboratorio de
Weber a través de la cual se intercambiaban mensajes.
Mientras que para Gauss aquel invento era una simple curiosidad, Weber se dio
cuenta claramente del alcance de aquel descubrimiento: «Cuando el globo terráqueo
esté cubierto de una red de caminos de hierro y de hilos telegráficos», escribió, «esa
red prestará servicios comparables a los del sistema nervioso en el cuerpo humano, en
parte como medio de transporte, en parte como medio para la propagación de ideas y
sensaciones a la velocidad del rayo». La rápida difusión del telégrafo, además de la
posterior aplicación a la seguridad informática de la calculadora de reloj inventada
por Gauss, hacen de Gauss y Weber los abuelos del comercio electrónico y de
Internet. La ciudad de Gotinga ha inmortalizado su colaboración con una estatua que
los representa juntos.
Un huésped de Weber en Gotinga nos lo representa con la típica imagen del
científico un poco loco: «Un tipo curioso que habla con voz estridente, desagradable

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y vacilante. Tartamudea sin parar; no se puede hacer otra cosa que escucharle. A
veces ríe sin ninguna razón, y uno lamenta no poder unirse a él». Weber era algo más
rebelde que Gauss: había sido uno de los «siete de Gotinga», profesores expulsados
temporalmente de la universidad por haber protestado contra el gobierno arbitrario
del rey de Hannover. Tras haber terminado su tesis, Riemann fue asistente de Weber
durante algún tiempo. Durante este aprendizaje cortejó a la hija de Weber, pero sus
avances no fueron correspondidos.
En 1854 Riemann escribió a su padre: «Gauss está seriamente enfermo y los
médicos temen su muerte inminente». Temía que Gauss muriera antes de que
superara su examen de habilitación, que era indispensable para convertirse en docente
de una universidad alemana. Afortunadamente Gauss vivió lo suficiente como para
escuchar las ideas de Riemann sobre la geometría y sus relaciones con la física que
habían germinado durante la etapa de trabajo con Weber. Riemann estaba convencido
de que se podían contestar todas las preguntas fundamentales de la física usando
únicamente las matemáticas. Muchos consideran la teoría de la geometría de
Riemann como una de sus más significativas contribuciones científicas, y llegaría a
ser uno de los ejes fundamentales de la plataforma sobre la que Einstein lanzó su
revolución científica a principios del siglo XX.
Gauss murió un año más tarde. Pero si el hombre se había marchado, sus ideas
tendrían ocupados a los matemáticos durante las siguientes generaciones. La hipótesis
que dejó tras de sí sobre el nexo entre los números primos y la función logarítmica,
daría mucho que pensar a las generaciones posteriores. Los astrónomos lo
inmortalizaron en el firmamento bautizando un asteroide con el nombre de Gaussia, y
en la colección de anatomía de la Universidad de Gotinga todavía se puede observar
el cerebro de Gauss conservado para la eternidad, del que se afirma que es más rico
en circunvoluciones que cualquier otro cerebro diseccionado con anterioridad.
Dirichlet, a cuyas clases había asistido Riemann en Berlín, fue nombrado titular
de la cátedra que Gauss dejó vacante. Llevó a Gotinga una parte de la vivaz actividad
intelectual que Riemann había añorado tanto desde su estancia berlinesa. Un
matemático inglés describió la impresión que tuvo de Dirichlet al visitarlo en Gotinga
por aquella época: «Es un hombre más bien alto, de aspecto enjuto, con bigote y
barba que empiezan a volverse grises… su voz es algo estridente y está más bien
sordo: todavía era temprano, no se había lavado ni afeitado, llevaba su schlafrock
[bata], las zapatillas, una taza de café y un cigarro». A pesar de esta apariencia
bohemia, en su interior ardía un deseo de rigor y un amor por las demostraciones sin
igual en su época. Carl Jacobi, coetáneo suyo y colega en Berlín, escribió al primer
protector de Dirichlet, Alexander von Humboldt, que «sólo Dirichlet, ni yo ni Cauchy
ni Gauss, sabe qué es una demostración perfectamente rigurosa, mientras que
nosotros sólo lo aprendemos de él. Cuando Gauss dice haber demostrado algo, pienso
que muy probablemente sea cierto; cuando lo dice Cauchy, está al cincuenta por
ciento; cuando lo dice Dirichlet, se trata de una certeza».

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La llegada de Dirichlet a Gotinga sacudió el tejido social de la ciudad. Su mujer
Rebecka era hermana del compositor Félix Mendelssohn. Rebecka detestaba el
soporífero ambiente social de Gotinga y organizó muchas recepciones para intentar
recrear la atmósfera de los salones berlineses que había tenido que abandonar.
La actitud menos formal de Dirichlet hacia la jerarquía académica supuso para
Riemann la posibilidad de discutir abiertamente de matemáticas con el nuevo
profesor. Desde su vuelta a Gotinga desde Berlín, Riemann estaba más bien aislado.
A causa de la personalidad austera del anciano Gauss y de su propia timidez, había
discutido poco con el gran maestro. En cambio, las formas relajadas de Dirichlet
fueron perfectas para Riemann quien, en una atmósfera más favorable a la discusión,
empezó a abrirse. Riemann escribió a su padre sobre su nuevo mentor: «A la mañana
siguiente Dirichlet estuvo conmigo durante dos horas. Leyó toda mi tesis y estuvo
muy amable conmigo, cosa que no me esperaba, dada la gran diferencia de rango
entre nosotros».
Por su parte, Dirichlet apreciaba la modestia de Riemann y reconocía la
originalidad de su trabajo. En alguna ocasión incluso consiguió sacarlo de la
biblioteca y salir con él a pasear por la campiña de los alrededores de Gotinga. Casi
en tono de excusa, Riemann escribió a su padre que aquellas fugas de las matemáticas
le eran más útiles desde el punto de vista científico que si se hubiese quedado en casa
consultando sus libros. Fue durante una de las discusiones mantenidas caminando por
los bosques de la Baja Sajonia cuando Dirichlet inspiró el paso siguiente de Riemann,
que vendría a inaugurar una perspectiva completamente nueva sobre los números
primos.

LA FUNCIÓN ZETA: EL DIÁLOGO ENTRE MÚSICA Y MATEMÁTICA

Durante los años que pasó en París antes de 1830, Dirichlet quedó fascinado con
el gran tratado juvenil de Gauss, las Disquisitiones arithmeticae. Por más que
supusiera el inicio de la teoría de los números como disciplina independiente, se
trataba de un libro difícil y muchos no conseguían penetrar en el estilo conciso que
Gauss prefería. De todas formas, Dirichlet estaba más que feliz de batallar con
aquella sucesión ininterrumpida de párrafos difíciles. Por la noche ponía el libro bajo
la almohada con la esperanza de que a la mañana siguiente lo leído tomara sentido de
repente. El tratado de Gauss había sido descrito como un «libro de siete sellos» pero,
gracias a las fatigas y vigilias de Dirichlet, los sellos se fueron rompiendo y los
tesoros guardados en su interior obtuvieron la amplia difusión que merecían.
Dirichlet tenía un interés especial en el reloj calculador de Gauss. Le intrigaba
particularmente una conjetura formulada por Fermat: si tomamos una calculadora de
reloj con un cuadrante de N horas y le introducimos los números primos, entonces,
había conjeturado Fermat, el reloj señalaría la una un número infinito de veces. Si,
por ejemplo, tomamos un reloj con un cuadrante de cuatro horas, según la conjetura

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de Fermat, hay infinitos números primos que al dividirlos entre 4 dan de resto 1. La
lista empieza con 5, 13, 17, 29 …
En 1838, a los treinta y tres años, Dirichlet había dejado su propia marca en la
teoría de los números al demostrar que la intuición de Fermat era correcta. Lo
consiguió mezclando ideas que provenían de diversas áreas de las matemáticas sin
aparente relación entre sí. En lugar de una argumentación elemental como la que
había permitido a Euclides demostrar que existen infinitos números primos, Dirichlet
utilizó una función sofisticada que había aparecido en el circuito matemático por vez
primera en tiempos de Euler: se llamaba función zeta, y se indicaba con la letra griega
La siguiente ecuación suministró a Dirichlet la regla para calcular el valor de la
función zeta según el valor de x:

Para continuar su cálculo, Dirichlet tenía que efectuar tres pasos matemáticos.
Primero, calcular los valores de las potencias 1x, 2x, 3x, …, nx,… A continuación,
tomar los inversos de todos los números obtenidos en el primer paso (el inverso de 2x
es ). Para terminar, sumar todos los resultados obtenidos en el segundo paso.
Se trata de una receta complicada. El hecho de que cada número 1, 2, 3, …
contribuya a la definición de zeta es un indicio de la utilidad de la función zeta para el
estudioso de la teoría de los números. La cruz de la moneda es que nos las tenemos
que ver con una suma infinita de números. Pocos matemáticos habrían podido prever
hasta qué punto tal función resultaría potente como instrumento para el estudio de los
números primos. El descubrimiento tuvo lugar casi por casualidad.
El origen del interés de los matemáticos por esta suma infinita procedía de la
música, y se remontaba a un descubrimiento realizado por los antiguos griegos. En
realidad, Pitágoras había sido el primero en determinar el nexo fundamental que liga
matemáticas y música. Había llenado de agua un recipiente y lo había percutido con
un pequeño martillo para producir una nota. Al retirar la mitad del agua y percutir de
nuevo el recipiente la nota había subido una octava. Cada vez que retiraba agua de
manera que quedara un tercio, un cuarto, y así sucesivamente, las notas que se
producían sonaban en su oído en armonía con la primera nota que había obtenido.
Cualquier otra nota que se obtuviera retirando del recipiente una cantidad distinta de
agua resultaba disonante con respecto a la nota original. Estas fracciones contenían
una belleza que podía ser escuchada. La armonía que Pitágoras había descubierto en
los números 1, 1/2, 1/3, 1/4, … lo indujo a creer que el universo entero estaba
controlado por la música, y por esta razón acuñó la expresión «la música de las
esferas».
A partir del descubrimiento pitagórico de un nexo aritmético entre matemática y
música, las características estéticas y físicas de las dos disciplinas siempre han estado

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próximas. En 1722, el compositor barroco francés Jean-Philippe Rameau escribió: «A
pesar de toda la experiencia que yo pueda haber adquirido en la música por el hecho
de haberme asociado a ella desde hace mucho tiempo, debo confesar que sólo con la
ayuda de las matemáticas se han clarificado mis ideas». Euler intentó hacer de la
teoría musical «una parte de las matemáticas y de deducir de forma ordenada, a partir
de principios correctos, todo lo que pueda hacer placentera una unión y una mezcla
de tonos». Euler opinaba que tras la belleza de ciertas combinaciones de notas se
escondían los números primos.
Muchos matemáticos sienten una atracción natural por la música: tras una dura
jornada de cálculos, a Euler le gustaba relajarse tocando su clavicémbalo. Los
departamentos de matemáticas nunca tienen grandes problemas en organizar una
orquesta reclutada entre sus propias filas. Existe un nexo numérico obvio entre los
dos campos, ya que ambos se basan en el hecho de contar. Por citar la definición de
Leibniz: «la música es el placer que siente la mente humana cuando cuenta sin ser
consciente de contar». Pero las resonancias entre música y matemática son aún más
profundas.
Las matemáticas son una disciplina estética, en la que continuamente se habla de
demostraciones magníficas y de soluciones elegantes. Sólo quien posee una
sensibilidad estética especial dispone de los medios para llegar a descubrimientos
matemáticos. El relámpago de iluminación que anhelan los matemáticos se parece al
acto de pulsar las teclas de un piano hasta que, de pronto, aparece una combinación
de notas que contiene una armonía interna que la hace diferente.
G. H. Hardy escribió que se interesaba por las matemáticas «sólo como arte
creativo». Incluso para los matemáticos franceses de las academias napoleónicas, la
emoción de hacer matemáticas no procedía de sus aplicaciones prácticas, sino de su
íntima belleza. Las experiencias estéticas que se viven haciendo matemáticas o
escuchando música tienen mucho en común. Igual que podemos escuchar muchas
veces una pieza musical para descubrir nuevas sonoridades que antes nos habían
pasado desapercibidas, a menudo también los matemáticos obtienen placer de la
relectura de una demostración en la que se descubren cada vez más los sutiles matices
que le confieren coherencia lógica. Hardy pensaba que la auténtica verificación de
una buena demostración matemática consistía en que «las ideas deben combinarse de
manera armónica. La belleza es la primera verificación: no hay espacio para las
matemáticas feas». Para Hardy, «una demostración matemática debería parecerse a
una constelación simple y de contornos delimitados, no a una Vía Láctea dispersa».
Tanto las matemáticas como la música utilizan un lenguaje técnico de símbolos
que nos permite expresar con claridad lo que creamos o descubrimos. La música es
mucho más que las notas blancas o las corcheas que bailan por los pentagramas.
Análogamente, los símbolos matemáticos cobran vida sólo cuando la mente los
interpreta matemáticamente.
Como descubrió Pitágoras, matemática y música no sólo se superponen en el

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domino estético. La propia física de la música tiene sus raíces en los fundamentos de
las matemáticas. Si soplamos sobre un cuello de botella, podemos oír una nota. Si
soplamos más fuerte, y con un poco de pericia, empezaremos a oír notas más agudas:
los armónicos superiores. Cuando un músico toca una nota con su instrumento,
produce también una infinidad de armónicos, igual que nosotros cuando soplamos en
el cuello de una botella. Estos armónicos suplementarios contribuyen a dar a cada
instrumento su timbre distintivo. Son las características físicas de cada instrumento
particular las que hacen oír diversas combinaciones de armónicos. Más allá de la nota
fundamental, el clarinete produce sólo los armónicos correspondientes a fracciones
impares: 1/3, 1/5, 1/7, … Por otra parte la cuerda de un violín, al vibrar, crea todos
los armónicos que Pitágoras produjo con su recipiente: los correspondientes a las
fracciones 1/2, 1/3, 1/4, …
Teniendo en cuenta que el sonido de una cuerda de violín que vibra es la suma
infinita de la nota fundamental y de todos los armónicos posibles, los matemáticos
empezaron a interesarse por la analogía matemática. La suma infinita 1 + 1/2 + 1/3 +
1/4 + … recibió el nombre de serie armónica. Esta suma era, además, el resultado
que obtenía Euler cuando insertaba el valor x = 1 en su función zeta. Aunque el valor
de la suma crece muy lentamente a medida que vamos añadiendo nuevos términos,
desde finales del siglo XIV los matemáticos sabían que al final tendería al infinito de
forma inexorable.
Por tanto, la función zeta debe dar un resultado infinito cuando se introduce el
número x = 1. Pero si, en lugar de tomar x = 1, Euler insertaba en la función un
número mayor, la suma ya no tendía al infinito. Por ejemplo, tomando x = 2 habrá
que sumar todos los cuadrados de la serie armónica:

Éste es un número menor, ya que no comprende todas las fracciones posibles que
forman la serie armónica cuando x vale 1. Ahora estamos sumando sólo algunas de
las fracciones, y Euler sabía que en este caso la suma no tendería al infinito sino que
volvería a un número concreto. En aquella época, identificar el valor numérico
preciso al que tendía la serie armónica para x = 2 se había convertido en un reto
formidable. La mejor estimación rondaba 8/5. En 1735 Euler escribió: «Es tanto el
trabajo hecho sobre la serie que parece poco probable que pueda aparecer nada
nuevo… También yo, a pesar de mis repetidos esfuerzos, sólo he conseguido obtener
valores aproximados de sus sumas».
No obstante, Euler, animado por sus descubrimientos anteriores, empezó a
juguetear con esta suma infinita. Haciéndola girar en todas las direcciones posibles
como si se tratara de un cubo de Rubik, de repente se encontró con la serie
transformada. Como los colores del cubo, los números tomaron forma para componer
un motivo completamente distinto del original. Continuaba Euler: «Ahora, sin

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embargo, de forma totalmente inesperada, he hallado una fórmula elegante que
depende de la cuadratura del círculo». Dicho en términos modernos: había
encontrado una fórmula que dependía del número π = 3,1415…
Con un análisis más bien temerario, Euler había descubierto que aquella suma
infinita tendía al cuadrado de π dividido entre 6:

La expresión decimal de , como la de π, es completamente caótica e


impredecible. Todavía hoy el descubrimiento hecho por Euler de este orden
escondido en el interior del número sigue suponiendo uno de los cálculos más
fascinantes de todas las matemáticas; en su época impactó en la comunidad científica
como un huracán. Nadie había previsto la existencia de un nexo entre la inocente
suma 1 + 1/4 + 1/9 + 1/16 + … y el caótico número π.
El éxito obtenido indujo a Euler a indagar, más tarde, sobre los poderes de la
función zeta. Sabía que si insertaba en la función cualquier número mayor que 1, el
resultado siempre sería un número finito. Tras varios años de solitarios estudios
consiguió identificar los valores producidos por la función zeta para todos los
números pares. Sin embargo había algo insatisfactorio en la función zeta. Siempre
que Euler insertaba un número menor que 1, fuera el que fuera, en la fórmula que
define la función, el resultado que obtenía era infinito. Por ejemplo, para x = −1 la
fórmula nos da la suma infinita 1 + 2 + 3 + 4 + … La función sólo se comportaba
bien para los números mayores que 1.
El descubrimiento por parte de Euler de la expresión de en términos de
simples fracciones fue la primera señal de que la función zeta podría desvelar nexos
inesperados entre partes aparentemente desemejantes del canon matemático. El
segundo nexo extraño que Euler descubrió tenía que ver con una sucesión de números
aún más imprevisible.

UNA REESCRITURA DE LA HISTORIA GRIEGA DE LOS NÚMEROS


PRIMOS

Los números primos hicieron su imprevista aparición en la historia de Euler


cuando éste intentaba apoyar su inestable análisis de la expresión de sobre
sólidas bases matemáticas. Mientras jugaba con las sumas infinitas recordó un
descubrimiento de los antiguos griegos: todo número se puede construir
multiplicando números primos entre sí. Entonces comprendió que existía una forma
alternativa de escribir la función zeta: que se podía descomponer cada término de la

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serie armónica utilizando el conocimiento de que cada número está constituido por
los mismos elementos básicos, y de que tales elementos básicos son los números
primos. Así que escribió:

En lugar de expresar la serie armónica como suma infinita de todas las fracciones,
Euler podía tomar sólo las fracciones que contenían números primos, como 1/2, 1/3,
1/5, 1/7, …, y multiplicarlas entre sí. La expresión que obtuvo, actualmente llamada
producto de Euler, ligaba los mundos de la suma y de la multiplicación. En un lado
de la nueva ecuación aparecía la función zeta y en el otro lado aparecían los números
primos:

A primera vista no tenemos la impresión de que el producto de Euler pueda ser de


gran ayuda en nuestro interés por comprender los números primos. Después de todo,
se trata simplemente de una manera de expresar algo que ya era conocido por los
griegos hace más de dos mil años. En efecto, el mismo Euler no comprendió del todo
el alcance de su reescritura de esta propiedad de los primos.
Hicieron falta cien años, además de la capacidad de penetración de Dirichlet y de
Riemann, para reconocer el alcance del producto de Euler. Dando vueltas a aquella
piedra preciosa y observándola desde la perspectiva del siglo XIX, apareció un nuevo
horizonte matemático que los antiguos griegos no habrían podido ni siquiera
imaginar. En Berlín, Dirichlet quedó fascinado por la manera en que Euler usaba la
función zeta para expresar una importante propiedad de los números primos, una
propiedad que los griegos habían demostrado dos mil años atrás. Cuando Euler
insertaba el número 1 en la función zeta, el resultado de 1 + 1/2 + 1/3 + 1/4 + …
tendía al infinito. Entendió que esto sólo podía suceder si existían infinitos números
primos. La clave para llegar a esta conclusión fue el producto de Euler, que
relacionaba la función zeta con los números primos. Aunque los antiguos griegos
habían demostrado muchos siglos antes que existían infinitos números primos, la
inédita demostración de Euler incorporaba conceptos completamente distintos de los
que utilizó Euclides.
Expresar nociones familiares en un nuevo lenguaje puede ser de gran ayuda en
muchas ocasiones: la reformulación de Euler sugirió a Dirichlet el uso de la función
zeta para demostrar la predicción de Fermat sobre la existencia de infinitos números

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primos que darían 1 como resultado en una calculadora de reloj. Las ideas de
Euclides no habían sido de ninguna utilidad para confirmar la intuición de Fermat. La
demostración de Euler, en cambio, proporcionó a Dirichlet la flexibilidad necesaria
para contar sólo los números primos que, divididos por un número entero N, daban de
resto 1. Funcionó: Dirichlet fue el primero en usar las ideas de Euler de forma
expresa para descubrir algo nuevo sobre los números primos. Era un enorme paso
adelante en la comprensión de estos números únicos, pero quedaría un largo camino
para alcanzar el Santo Grial.
Cuando Dirichlet se trasladó a Gotinga, la posibilidad de que su interés por la
función zeta se transmitiera a Riemann fue una cuestión de tiempo. Es probable que
Dirichlet hablara con Riemann sobre el poder de aquellas sumas infinitas, pero la
cabeza de Riemann todavía estaba ocupada por el extraño mundo de los números
imaginarios que había creado Cauchy. Para él, la función zeta representaba sólo otra
función interesante en la que podían insertarse números imaginarios en lugar de los
números reales con los que trabajaban sus contemporáneos.
Un nuevo y extraño punto de vista apareció ante los ojos de Riemann. Cuantos
más folios de cálculos llenaba en su escritorio, mayor era su excitación. Se encontró
absorbido en un túnel espacial que lo conducía desde el mundo abstracto de las
funciones imaginarias al de los números primos. Súbitamente empezaba a vislumbrar
un método que podía explicar por qué la estimación de Gauss sobre la cantidad de
números primos se mantenía tan precisa como Gauss había previsto. Gracias al uso
de la función zeta, parecía que la clave para demostrar la conjetura de Gauss sobre los
números primos estuviera al alcance de Riemann y que transformaría la intuición de
Gauss en la demostración cierta que el propio Gauss había anhelado. Los
matemáticos tendrían finalmente la certeza de que la diferencia porcentual entre el
logaritmo integral y el número efectivo de números primos se reducía a medida que
se iba contando. Pero los descubrimientos de Riemann fueron mucho más allá de esa
simple idea: se encontró observando los números primos desde una perspectiva
totalmente nueva. De repente, la función zeta se había puesto a tocar una música
capaz de desvelar los secretos de los números primos.
El paralizante perfeccionismo que había sufrido Riemann en su época de
aprendizaje casi le impidió poner por escrito uno solo de sus descubrimientos. Estaba
influido por la insistencia de Gauss sobre la necesidad de publicar sólo
demostraciones perfectas, absolutamente libres de lagunas. A pesar de ello, se sintió
obligado a explicar y a interpretar una parte de la nueva música que oía. Acababan de
llamarlo a la Academia de Berlín, donde se acostumbraba pedir a los nuevos
miembros la presentación de una relación escrita de sus descubrimientos recientes, lo
que le obligó a asumir un plazo improrrogable para la elaboración de un ensayo sobre
aquellas ideas nuevas. Sería una manera apropiada de mostrar a la Academia su
gratitud por la influencia y los consejos de Dirichlet y por los dos años que había
pasado en la universidad como estudiante de doctorado. Al fin y al cabo, Berlín era el

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lugar donde por vez primera había tenido conocimiento del poder que tienen los
números imaginarios para abrir nuevos puntos de vista.
En noviembre de 1859 Riemann publicó en las notas mensuales de la Academia
de Berlín un ensayo sobre sus descubrimientos. Aquellas diez páginas de densa
matemática estaban destinadas a ser las únicas que Riemann publicaría sobre la
cuestión de los números primos, y a pesar de ello habrían de tener un efecto
fundamental sobre la forma en que serían percibidos. La función zeta proporcionó a
Riemann un espejo en el cual los números primos aparecían transformados. Como en
Alicia en el país de las maravillas: a través de la madriguera de un conejo, el ensayo
de Riemann absorbió en torbellino a los matemáticos, desde el mundo que les era
familiar hasta un territorio matemático nuevo y lleno de sorpresas inesperadas.
Cuando, en los siguientes decenios, consiguieron hacer balance de lo obtenido con
aquella nueva perspectiva, los matemáticos comprendieron la inevitabilidad y la
genialidad de las ideas de Riemann.
Sin embargo y a pesar de sus cualidades visionarias, aquel ensayo de diez páginas
era profundamente frustrante. Como Gauss, Riemann acostumbraba a borrar sus
rastros al escribir. El texto anuncia muchos resultados tentadores que Riemann afirma
poder demostrar pero que, en su opinión, no están totalmente a punto para ser
publicados. En cierto modo es casi un milagro que escribiera su ensayo sobre los
números primos, dadas las lagunas que contenía. Si hubiera continuado aplazándolo,
probablemente habríamos sido privados de una conjetura en particular, que él admitía
no poder demostrar: sepultado en su documento de diez páginas, casi invisible, está el
enunciado del problema cuya solución vale hoy un millón de dólares: la hipótesis de
Riemann.
A diferencia de lo que ocurre con muchas de las aserciones que plantea en su
ensayo, Riemann es bastante sincero sobre sus propias limitaciones al hablar de la
hipótesis que tomará su nombre: «Naturalmente que me gustaría tener una
demostración rigurosa de ello, pero he dejado de lado la búsqueda de esa
demostración después de algunos intentos infructuosos, ya que no es necesaria para el
objetivo de mi investigación». El objetivo principal de su ensayo berlinés era
confirmar que la función de Gauss proporcionaría una aproximación cada vez mejor
de la cantidad de números primos a medida que avanzáramos en el cómputo. Aunque
había conseguido encontrar los instrumentos que eventualmente permitirían
demostrar la conjetura de Gauss sobre los números primos, la solución permaneció
fuera de su alcance. Sin embargo, si bien Riemann no proporcionó todas las
respuestas, su ensayo introdujo una forma de aproximación completamente nueva al
asunto, una aproximación que fijaría el curso de la teoría de los números hasta
nuestros días.
Dirichlet, que sin duda habría acogido el descubrimiento de Riemann con gran
entusiasmo, murió el 5 de mayo de 1859, pocos meses antes de que el ensayo se
publicara. La recompensa de Riemann por su propio trabajo fue la cátedra

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universitaria que anteriormente había ocupado Gauss y que ahora la muerte de
Dirichlet dejaba vacante.

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4
LA HIPÓTESIS DE RIEMANN: DE LOS NÚMEROS PRIMOS
ALEATORIOS A LOS CEROS ORDENADOS

La hipótesis de Riemann es un enunciado matemático según el cual es posible


descomponer los números primos en música. Afirmar que los números primos tienen
música en sí mismos es una forma poética de describir este teorema matemático. Sin
embargo, se trata de una música claramente postmoderna.
MICHAEL BERRY
Universidad de Bristol

Riemann había encontrado un pasadizo que conducía del mundo familiar de los
números a una matemática que habría parecido absolutamente extraña a los griegos
que habían estudiado los números primos dos mil años antes que él. Había mezclado
inocentemente los números imaginarios con su función zeta descubriendo, como un
alquimista de las matemáticas, el tesoro que emergía de aquella mezcla de elementos,
un tesoro matemático que generaciones enteras habían buscado en vano. Riemann
había planteado sus ideas en un estudio de diez páginas, pero era totalmente
consciente de que aquellas ideas abrirían puntos de vista radicalmente nuevos sobre
los números primos.
La capacidad de Riemann para liberar toda la potencia de la función zeta tiene su
origen en los cruciales descubrimientos que hizo durante sus años de estancia en
Berlín y durante sus estudios de doctorado en Gotinga. Lo que más había
impresionado a Gauss cuando examinaba la tesis de Riemann era la fuerte intuición
geométrica que demostraba poseer el joven matemático cuando insertaba números
imaginarios en las funciones. Al fin y al cabo, el mismo Gauss se había aprovechado
de su propia y particular imagen mental para trazar sus bocetos de los números
imaginarios, antes de construir su andamiaje conceptual. El punto de partida de
Riemann para la elaboración de su teoría de las funciones imaginarias había sido el
trabajo de Cauchy, y para éste una función estaba definida por una ecuación. Ahora
Riemann añadió la idea de que, si bien la ecuación era el punto de partida, lo
verdaderamente importante era la geometría de la gráfica de la ecuación.
El problema está en la imposibilidad de dibujar la gráfica completa de una
función en la que se introduzcan números imaginarios. Para ilustrar su gráfica,
Riemann habría tenido que trabajar en cuatro dimensiones. ¿Qué quieren decir los
matemáticos con cuarta dimensión? Quien haya leído los libros escritos por
cosmólogos como Stephen Hawking podría legítimamente responder: «el tiempo».
La verdad es que los matemáticos utilizamos las dimensiones para cualquier cosa que

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sea de interés. En física hay tres dimensiones para el espacio y una cuarta dimensión
para el tiempo. Los economistas que quieren indagar las relaciones entre tasas de
interés, inflación, desempleo y deuda nacional pueden interpretar la economía como
un espacio de cuatro dimensiones. De esta forma, mientras remontan la cuesta en
dirección a las tasas de interés, pueden explorar lo que sucede con la economía en las
tres direcciones restantes. A pesar de que en realidad no es posible dibujar una
imagen de este modelo tetradimensional de la economía, al menos nos da una visión
de conjunto que nos permite analizar sus cumbres y valles.
Para Riemann, la función zeta se describía en un espacio análogo de cuatro
dimensiones: dos dimensiones servían para trazar las coordenadas de los números
imaginarios que introducimos en la función zeta, mientras que la tercera y la cuarta
dimensiones se utilizaban para indicar las dos coordenadas que describen el número
imaginario resultado de la función.
La dificultad consiste en que vivimos en un espacio de tres dimensiones y ello
nos impide basarnos en el mundo visible para comprender este nuevo «diagrama
imaginario». Los matemáticos utilizan el lenguaje de las matemáticas para adiestrar
su capacidad de visualización mental, de forma que les ayude a «ver» tales
estructuras. Pero, aunque no estemos en posesión de esta «lente» matemática, existen
otras formas de ayudarnos a penetrar en esos mundos de más dimensiones. Uno de
los mejores métodos para comprenderlos es mirar las sombras. La sombra que
proyectamos es una imagen bidimensional de nuestro cuerpo tridimensional. Si la
observamos desde algunas perspectivas, una sombra puede ofrecer poca información,
pero vista de perfil, por ejemplo, la silueta de una persona puede revelar la
información necesaria para reconocer una cara. De forma similar, podemos construir
una sombra tridimensional del espacio de cuatro dimensiones que Riemann creó
utilizando la función zeta, una sombra que conserve información suficiente para
permitirnos captar las ideas de Riemann.
El mapa bidimensional de los números imaginarios que ideó Gauss nos da una
representación gráfica de los números que introducimos en la función zeta. El eje
norte-sur marca el número de pasos a dar en la dirección imaginaria, mientras que el
eje este-oeste representa los números reales. Podemos extender este mapa sobre una
mesa: lo que pretendemos es crear un paisaje físico situado en el espacio que está
sobre este mapa, la sombra de la función zeta se transformará entonces en un objeto
físico cuyas cumbres y valles podremos explorar.
La altura del espacio que hay sobre cada número imaginario del mapa debería
registrar el resultado que se obtiene al introducir aquel número en la función zeta. Por
la misma razón por la que una sombra nos muestra únicamente algunos aspectos de
un objeto tridimensional, algunas informaciones se perderán inevitablemente en la
construcción gráfica del paisaje. Haciendo girar el objeto obtendremos sombras
distintas que nos proporcionarán información distinta. Análogamente, tenemos una
cierta capacidad de elección sobre lo que queremos que registre la altura del espacio

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por encima de cada número imaginario del mapa que hemos extendido sobre la mesa.
Sin embargo, es posible elegir una sombra que recoja suficiente información para
permitirnos comprender el descubrimiento de Riemann. Tal perspectiva fue de gran
ayuda para Riemann en su viaje en aquel mundo más allá del espejo. Entonces, ¿cuál
es esa particular sombra tridimensional de la función zeta?

El espacio zeta. Riemann descubrió cómo continuar el dibujo en un nuevo territorio hacia el oeste.

Cuando Riemann comenzó a explorar este paisaje se topó con algunos aspectos
fundamentales de su geografía. Colocándose dentro del espacio zeta y mirando hacia
el este el paisaje era una llanura uniforme que se elevaba una unidad sobre el nivel
del mar. Si se giraba y miraba hacia el oeste, veía una cresta de alturas onduladas que
iba de norte a sur. Las cimas de estas montañas estaban todas ellas situadas por
encima de la línea que cruzaba el eje este-oeste hasta el número 1. Por encima de este
punto de intersección había un pico en forma de torre que subía al cielo. Era, en
efecto, infinitamente alto: tal y como había descubierto Euler, cuando se inserta el
número 1 en la función zeta se obtiene un resultado que tiende al infinito. Si se dirigía
hacia el norte o hacia el sur de esta cumbre de altura infinita, Riemann encontraba
otros picos; ninguno de ellos, sin embargo, era de altura infinita. El primer pico
aparecía a poco menos de diez pasos hacia el norte, correspondiente al número
imaginario 1 + (9,986…)i, y alcanzaba una altura de apenas 1,4 unidades
aproximadamente.
Si Riemann hubiera hecho girar el espacio y hubiera representado en un diagrama
la sección transversal de las colinas correspondientes a la línea de división norte-sur
que pasa por 1, habría obtenido algo así:

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Sección transversal de la cadena de montañas a lo largo de la línea crítica de la coordenada este-
oeste fijada a una unidad este.

Había un aspecto crucial del paisaje que no dejó de atraer la atención de Riemann.
Parecía que fuera imposible utilizar la fórmula que define la función zeta para
construir el paisaje al oeste más allá de la cadena montañosa. Riemann tenía el mismo
problema que Euler había sufrido al insertar números reales en la función zeta. Cada
vez que insertaba un número situado al oeste de 1, las demás montañas de la cadena
norte-sur parecían transitables.
¿Por qué entonces no continuaban onduladas, con independencia de los resultados
de la función zeta? Con toda seguridad, el paisaje no terminaba allí, en la línea norte-
sur. ¿Es posible que no hubiera nada al oeste de esa frontera? Si tenía que hacer caso
sólo de las ecuaciones, se diría que no se podía construir otro paisaje que el que se
encuentra al este del 1. Las ecuaciones carecían de sentido cuando se insertaban
números situados al oeste del 1. ¿Conseguiría Riemann completar el paisaje? Y, en
caso afirmativo, ¿cómo?
Afortunadamente, Riemann no se dejó desorientar por la apariencia intratable de
la función zeta. Su formación lo había provisto de una perspectiva de la que carecían
los matemáticos franceses. Para él, la ecuación sobre la que se basaba un paisaje
imaginario debía considerarse como un aspecto secundario. La importancia
primordial estaba en la topografía efectiva del paisaje de cuatro dimensiones. Podía
suceder que las ecuaciones no tuvieran sentido, pero la geometría del paisaje sugería
otra cosa. Riemann descubrió una fórmula que podía usar para construir el paisaje
que faltaba al oeste. Aquel nuevo paisaje podía encajarse perfectamente con el paisaje
original. Ahora un explorador del mundo imaginario podría pasar tranquilamente de
la región definida por la fórmula de Euler al paisaje creado por la fórmula de

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Riemann sin tener siquiera conciencia de cruzar una frontera.
Llegado a este punto, Riemann disponía de un paisaje completo que cubría el
mapa completo de los números imaginarios. Ahora estaba ya preparado para el
movimiento siguiente. Durante sus estudios de doctorado había descubierto dos
hechos cruciales e inesperados sobre los espacios imaginarios; en primer lugar había
aprendido que estaban dotados de una geometría extraordinariamente rígida. Había
una única forma de expandirlos: lo que podía existir al oeste estaba completamente
determinado por la geometría del paisaje de Euler al este. Riemann no podía
manipular a su gusto su nuevo paisaje para crear alturas donde le apeteciera hacerlo:
cualquier modificación provocaría un descosido en la costura que separaba los dos
espacios.
La inflexibilidad de tales paisajes imaginarios suponía un importante
descubrimiento. Cuando un cartógrafo de mundos imaginarios traza una pequeña
región cualquiera del paisaje, ello le basta para reconstruirlo completo. Riemann
había descubierto que las alturas y los valles presentes en una región contienen
información sobre la topografía del paisaje completo. Se trata de un hecho realmente
sorprendente; no esperaríamos que un cartógrafo del mundo real, tras dibujar los
alrededores de Oxford, pudiera ya deducir el mapa completo de las Islas Británicas.
Pero Riemann hizo un segundo descubrimiento crucial en relación a ese extraño
nuevo tipo de matemática. Descubrió lo que podríamos considerar como el ADN de
los espacios imaginarios: cualquier cartógrafo matemático capaz de trazar sobre el
mapa imaginario bidimensional los puntos en los que el paisaje coincide con el nivel
del mar será capaz de reconstruir la configuración del paisaje completo. El mapa que
indica tales puntos es el mapa del tesoro de cualquier paisaje imaginario. Se trataba
de un descubrimiento sorprendente. Un cartógrafo que viva en nuestro mundo real no
podría reconstruir los Alpes sabiendo la posición de todos los puntos del mundo que
se hallan al nivel del mar. Sin embargo, en los espacios imaginarios, la posición de
todos los números imaginarios que tienen imagen cero lo describe todo. Estos puntos
reciben el nombre de ceros de la función zeta.
Los astrónomos están muy acostumbrados a deducir la composición química de
astros lejanos sin necesidad de visitarlos. La luz que proviene de un astro puede
analizarse gracias a la espectroscopia y contiene información suficiente para que
conozcamos su química. Estos ceros se comportan de la misma manera que el
espectro de luz emitido por un compuesto químico. Riemann sabía que lo único que
tenía que hacer era marcar todos los puntos del mapa en los cuales la altura del
paisaje zeta fuera igual a cero. Las coordenadas de todos estos puntos situados al
nivel del mar darían información suficiente para reconstruir todas las alturas y valles
sobre el nivel del mar.
Riemann no olvidaba cuál había sido el punto de partida de su exploración: el big
bang que había creado el paisaje zeta era la fórmula con la que Euler había definido
la función zeta, una fórmula que, gracias al producto de Euler, podía construirse

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utilizando sólo números primos. Y si ambas cosas —los números primos y los ceros
de la función zeta— daban lugar al mismo espacio, Riemann sabía que tenía que
existir algún nexo que los ligara: un único objeto construido de dos maneras distintas.
Fue el genio de Riemann el que desveló cómo aquellas dos entidades eran dos caras
de la misma ecuación.

NÚMEROS PRIMOS Y CEROS

La conexión que Riemann consiguió encontrar entre los números primos y los
puntos situados a nivel del mar en el paisaje zeta no podía ser más directa. Gauss
había intentado estimar cuántos números primos había entre 1 y un número N
cualquiera. Pero Riemann, usando las coordenadas de aquellos ceros, pudo crear una
fórmula que diera el número exacto de primos no mayores que N. La fórmula que
Riemann ideó tenía dos ingredientes clave; el primero era una nueva función R(N)
que servía para estimar el número de primos no mayores que N y que básicamente
proporcionaba una estimación mejor que la de Gauss. La nueva función contenía
todavía algunos errores, pero los cálculos de Riemann determinaron que tales errores
eran notablemente menores que los que contenía la fórmula de Gauss. Para poner un
ejemplo, el logaritmo integral de Gauss predecía la existencia de 754 números primos
más de los que realmente hay en el intervalo comprendido entre 1 y cien millones. La
función perfeccionada que Riemann introdujo predecía sólo 97 de más, con un error
aproximado de la milésima parte del uno por ciento.
La siguiente tabla evidencia la precisión de la nueva función de Riemann en la
estimación de la cantidad de primos no mayores que N desde 102 hasta 1016.
Sobreestimación de la Sobreestimación de la
Número de primos p(N) función de Riemann función de Gauss
N comprendidos entre 1 y N R(N) Li(N)

102 25 1 5
103 168 0 10
104 1,229 −2 17
105 9.592 −5 38
106 78.498 29 130
107 664.579 88 339
108 5.761.455 97 754
109 50.84.7534 −79 1.701
1010 455.052.511 −1.828 3.104
1011 4.118.054.813 −2.318 11.588
1012 37.607.912.018 −1.476 38.263
1013 346.065.536.839 −5.773 108.971
1014 3.204.941.750.802 −19.200 314.890
1015 29.844.570.422.669 73.218 1.052.619
1016 279.238.341.033.925 327.052 3.214.632

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Aunque la nueva función de Riemann representaba una mejora en relación a la
función logaritmo de Gauss, seguía produciendo algunos errores. Pero la excursión de
Riemann por el mundo imaginario le dio acceso a algo que Gauss ni siquiera habría
soñado con obtener: un método para eliminar los errores. Riemann comprendió que,
usando los puntos del mapa de los números imaginarios que señalaban los lugares en
los que el espacio zeta estaba al nivel del mar, podía deshacerse de los errores y
obtener una fórmula exacta para contar los números primos. Ese fue el segundo
ingrediente clave de su fórmula.
Euler había hecho un descubrimiento sorprendente: si se insertaba un número
imaginario en la función exponencial se obtenía una onda sinusoidal. La curva en
rápido ascenso que se asocia normalmente a la función exponencial se transformaba,
con la introducción de estos números imaginarios, en una curva de marcha sinuosa de
las que habitualmente se asocian con las ondas sonoras. Su descubrimiento abrió una
vía para la exploración de los extraños nexos que sacaban a la luz los números
imaginarios: Riemann comprendió que era posible extender el descubrimiento de
Euler usando su mapa de puntos correspondientes a los ceros del paisaje imaginario.
En aquel mundo del otro lado del espejo consiguió ver cómo, usando la función zeta,
cada uno de aquellos puntos se podía transformar en una onda específica. Cada onda
tendría el aspecto de una variación en el diagrama de una función seno.
Las características de cada onda venían determinadas por la posición del
correspondiente cero. Cuanto más al norte se situaba un punto al nivel del mar, más
rápidamente oscilaba la onda correspondiente. Si imaginamos esta onda como una
onda sonora, la nota asociada a un cero resulta tanto más aguda cuanto más al norte
se sitúa el correspondiente cero en el paisaje zeta.
¿Por qué tales ondas —estas notas musicales— eran útiles para contar los
números primos? Riemann hizo un descubrimiento espectacular: en las alturas
variables de aquellas ondas estaba codificado el modo de corregir los errores que
aparecían en su estimación de la cantidad de números primos. La función R(N)
proporcionaba una estimación razonablemente buena de la cantidad de primos
menores o iguales que N, pero si a esta estimación le añadía la altura de cada onda
por encima del número N, podía obtener el número exacto de primos: había
eliminado completamente el error. Había conseguido desenterrar el Santo Grial que
Gauss había buscado en vano: una fórmula exacta para calcular el número de primos
menores o iguales que N.
La ecuación que describe este descubrimiento puede resumirse con palabras
simplemente como «números primos = ceros = ondas». Para un matemático, la
fórmula de Riemann que proporciona el número de primos en términos de ceros tiene
un impacto similar al de la ecuación de Einstein E = mc2, que reveló la existencia de
una conexión directa entre masa y energía. Como la ecuación de Einstein, ésta es una
fórmula de conexiones y transformaciones: Riemann fue testigo de la paulatina
metamorfosis de los números primos. Los números primos crean el paisaje zeta, y los

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puntos que en tal paisaje se encuentran al nivel del mar son la clave para desentrañar
sus secretos. A continuación emerge una nueva conexión consistente en que cada uno
de aquellos puntos a nivel del mar produce una onda, una nota musical. Finalmente,
Riemann retornó al punto de partida para mostrar de qué manera estas ondas
permitían contar en cantidad exacta de números primos. Riemann debió de quedarse
asombrado al ver el círculo cerrarse de forma tan espectacular.
Riemann sabía que, dado que existen infinitos números primos, en el paisaje zeta
existen infinitos puntos que se encuentran al nivel del mar. Por tanto, tienen que
existir infinitas ondas que permitan mantener los errores bajo control. Hay una
manera muy gráfica de ver que la adición de cada onda suplementaria mejora la
estimación de la cantidad de números primos que proporciona la fórmula de
Riemann: antes de añadir las ondas que corresponden a los ceros, la gráfica de la
función de Riemann R(N) (ver gráfica adjunta, arriba) no se parece en absoluto a la
escalinata que representa el número efectivo de números primos (abajo). En el primer
caso tenemos una curva uniforme mientras que en el segundo aparece una curva
dentada.

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El reto: pasar de la gráfica uniforme de la función de Riemann (arriba), a la gráfica escalonada que
representa el verdadero número de números primos, (abajo).

Basta con tener en cuenta los errores previstos por las treinta ondas creadas por
los treinta primeros ceros que encontramos cuando miramos al norte en el paisaje
zeta, para que se produzca un efecto más que evidente: la gráfica de Riemann se
transforma respecto a la curva de R(N) y se parece mucho más a la escalinata que
describe el verdadero número de números primos:

Efecto que se obtiene al añadir las treinta primeras ondas a la gráfica uniforme de Riemann.

Cada nueva onda retuerce un poco más la curva perfectamente uniforme de


partida. Riemann comprendió que cuando añadiera las infinitas ondas, una por cada

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punto a nivel del mar, que encontraba a medida que avanzaba hacia el norte en el
paisaje zeta, la curva se superpondría exactamente con la escalinata de los números
primos.
Una generación antes, Gauss había descubierto la que consideró como la moneda
que la naturaleza lanzaba al aire para elegir los números primos. Las ondas que
Riemann descubrió eran los verdaderos resultados de los lanzamientos que la
naturaleza había hecho: las alturas de cada una de aquellas ondas para el número N
predecían para cada lanzamiento si la moneda de los números primos daría cara o
cruz. Si el descubrimiento de la relación entre números primos y logaritmos que
había conseguido Gauss permitió prever el comportamiento medio de los números
primos, Riemann identificó lo que controlaba tal comportamiento hasta los más
mínimos detalles: había hallado la lista completa de los billetes ganadores de la
lotería de los números primos.

LA MÚSICA DE LOS NÚMEROS PRIMOS

Durante siglos los matemáticos escucharon los números primos sin oír nada más
que un ruido desorganizado. Aquellos números eran como notas diseminadas por el
pentagrama de forma totalmente aleatoria, en un caos del que no emergía ninguna
melodía reconocible. Ahora Riemann había descubierto oídos nuevos con los que
escuchar aquellas misteriosas tonadas: las ondas sinusoidales que creó usando los
ceros de su espacio zeta revelaban la existencia de una estructura armónica
escondida.
Al percutir su recipiente, Pitágoras había desvelado la armonía musical que se
ocultaba en una sucesión de fracciones. Mersenne y Euler, dos grandes expertos en
números primos, habían creado la teoría de los armónicos. Pero ninguno de ellos
sospechó siquiera que se pudieran dar relaciones directas entre la música y los
números primos: la de los números primos era una melodía que para ser captada
necesitaba oídos matemáticos del siglo XIX. El mundo imaginario de Riemann generó
simples ondas que, juntas, pudieron reproducir las armonías sutiles de los números
primos.
Un matemático comprendió mejor que todos los demás hasta qué punto la
fórmula de Riemann captaba la música que se escondía tras los números primos:
Joseph Fourier. Huérfano, Fourier se educó en una escuela militar dirigida por monjes
benedictinos. Hasta los trece años, cuando descubrió el encanto de las matemáticas,
fue un chico indisciplinado. Fourier estaba destinado a ser monje, pero los sucesos de
1789 lo liberaron de las perspectivas que para él tenía preparadas el período
prerrevolucionario. Ahora podía ya dedicarse a su pasión por las matemáticas y por la
vida militar.
Fourier fue un entusiasta defensor de la Revolución, y enseguida atrajo la
atención de Napoleón. El futuro emperador estaba instituyendo las academias de las

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que deberían salir los maestros e ingenieros que habrían de dinamizar la revolución
cultural y militar. Cuando comprobó la capacidad excepcional de Fourier no sólo
como matemático sino también como maestro, Napoleón lo nombró profesor de
matemáticas en la Ecole Polytechnique.
Napoleón quedó tan impresionado por los logros de su protegido que lo reclutó
para la legión de científicos y artistas que acompañaron a las tropas que invadieron
Egipto en 1798 con el objetivo de «civilizarlo». Lo que empujaba a Napoleón a
aquella expedición era en realidad el deseo de poner fin a la creciente supremacía
colonial inglesa, pero en su programa también se preveía la oportunidad de estudiar el
mundo antiguo. Su ejército de intelectuales se puso manos a la obra en cuanto
embarcaron en el Orient, el buque insignia de Napoleón, camino de las costas
septentrionales de África. Cada mañana, Napoleón anunciaba el tema con el que sus
embajadores académicos lo entretendrían por la noche: mientras la marinería se
afanaba con jarcias y velamen, bajo cubierta Fourier y sus compañeros se
aventuraban en los temas preferidos por Napoleón, desde la edad de la Tierra hasta la
posibilidad de la existencia de otros mundos habitados.
Al llegar a Egipto no todo sucedió según lo previsto: tras conquistar El Cairo por
la fuerza en la batalla de las Pirámides en julio de 1798, Napoleón sufrió la desilusión
de descubrir que los egipcios no parecían apreciar la alimentación cultural forzosa
que les suministraba gente del calibre de Joseph Fourier. Cuando trescientos de sus
hombres fueron degollados en una escaramuza nocturna, Napoleón decidió minimizar
pérdidas y regresar a ocuparse de los disturbios que se estaban urdiendo en París.
Zarpó sin decir a ninguno de los miembros de su ejército de intelectuales que los
estaba abandonando. Fourier, encallado en El Cairo, no tenía rango suficiente para
poner tierra de por medio sin riesgo de ser fusilado como desertor, y no tuvo más
remedio que quedarse en el desierto. Consiguió volver a Francia en 1801, cuando los
franceses decidieron dejar a los ingleses el trabajo de «civilizar» Egipto.
Durante su estancia en aquel país, Fourier se volvió adicto al calor sofocante del
desierto; en París tenía su vivienda a una temperatura tan alta que sus amigos la
comparaban con los hornos del infierno. Estaba convencido de que el extremo calor
contribuía a mantener el cuerpo sano y que incluso podía curar algunas
enfermedades. Sus amigos lo encontraban cubierto como una momia egipcia,
sudando en una habitación ardiente como el Sahara.
La predilección de Fourier por el calor se extendía a su trabajo académico.
Conquistó su lugar en la historia de las matemáticas por su análisis de la propagación
del calor, una obra que el físico inglés Lord Kelvin definió como «un gran poema
matemático». Fourier redobló sus esfuerzos cuando la Academia de París anunció la
concesión del Grand Prix des Mathématiques de 1812 a quien desvelara los misterios
de la propagación del calor en la materia. Fourier recibió el premio como
reconocimiento a la novedad e importancia de sus ideas, pero tuvo que encajar
algunas críticas procedentes, entre otros, de Legendre. Los jueces del Grand Prix

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constataron que buena parte de su tratado contenía errores y que su tratamiento
matemático no era ni mucho menos riguroso. Fourier se ofendió profundamente por
las críticas de la Academia, pero reconoció que todavía le quedaba mucho trabajo por
hacer.
Al tiempo que corregía los errores de su análisis, Fourier intentaba comprender la
naturaleza de las gráficas que representaban los fenómenos físicos; por ejemplo, la
gráfica que muestra cómo la temperatura varía según transcurre el tiempo, o la
gráfica que representa una onda sonora. Sabía que se puede representar el sonido
mediante un diagrama en cuyo eje horizontal se señala el tiempo mientras que en el
eje vertical se controlan el volumen y el nivel del sonido en cada instante.
Fourier empezó por el diagrama del sonido más sencillo que existe. Si se hace
vibrar un diapasón, al trazar la gráfica de la onda sonora resultante se descubre que se
trata de una onda sinusoidal perfecta, pura. Fourier empezó a estudiar la manera de
construir ondas más complejas combinando estas ondas sinusoidales puras. Si un
violín toca la misma nota que un diapasón, el sonido que produce es muy distinto.
Como hemos visto (pág. 128), la cuerda de un violín no sólo vibra en la frecuencia
fundamental, que viene determinada por su longitud: junto a aquella nota hay otras,
los armónicos, que corresponden a fracciones simples de la longitud de la cuerda. Las
gráficas de cada una de estas notas son también ondas sinusoidales, pero de
frecuencias más altas; se trata de una combinación de todas estas notas puras,
dominada por la nota fundamental, la más baja, que crea el sonido emitido por una
cuerda de violín. La gráfica de este sonido compuesto se parece a los dientes de una
sierra.
¿Por qué un clarinete emite un sonido tan característicamente distinto de un violín
que toca la misma nota? La gráfica de la onda sonora creada por el clarinete no se
parece en nada a la onda erizada del violín: se trata de una función de onda
escuadrada, como un perfil de almenas sobre los muros de un castillo. La causa de la
diferencia está en que el clarinete está abierto por uno de sus extremos, mientras que
la cuerda de un violín está fija por ambos lados. Ello implica que los armónicos
producidos por el clarinete varíen con respecto de los del violín, y por esta razón la
gráfica producida por el sonido del clarinete está formada por ondas sinusoidales que
oscilan frecuencias diferentes.
Fourier comprendió que incluso la complicada gráfica que representa el sonido de
una orquesta completa podía descomponerse en simples curvas sinusoidales de las
notas fundamentales y de los armónicos de cada particular instrumento. Como cada
una de las ondas sonoras puras puede reproducirse con un diapasón, Fourier había
demostrado que tocando un enorme número de diapasones simultáneamente se puede
crear el sonido de una orquesta completa: alguien con los ojos vendados no podría
decir si está escuchando una auténtica orquesta o millares de diapasones. Sobre este
principio se basa el sonido codificado en un CD: éste envía instrucciones a nuestros
altavoces sobre cómo vibrar para crear todas las ondas sinusoidales que componen la

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música. Esta combinación de ondas sinusoidales nos da la sensación milagrosa de
tener una orquesta o un conjunto tocando en vivo en nuestro salón.
Sin embargo, no era sólo el sonido de los instrumentos musicales lo que podía
reproducirse sumando entre sí ondas sinusoidales puras de frecuencias distintas. Por
ejemplo, el ruido blanco que emite una radio no sintonizada o un grifo abierto puede
representarse como una suma infinita de ondas sinusoidales. Al contrario de lo que
ocurre con las distintas frecuencias necesarias para reproducir el sonido de una
orquesta, el ruido aleatorio de una radio se compone de una gama continua de
frecuencias.
Las intuiciones revolucionarias de Fourier no se limitaron a la reproducción de
los sonidos: empezó a comprender que era posible usar las ondas sinusoidales para
trazar gráficas que proporcionaban una representación de otros fenómenos físicos y
matemáticos. Entre los contemporáneos de Fourier eran muchos los que tenían dudas
sobre la posibilidad de que una simple curva como la onda sinusoidal pudiera
utilizarse como elemento de base para construir gráficas complicadas del sonido de
una orquesta o de un grifo abierto. En efecto, muchos matemáticos franceses
autorizados expresaron su vigorosa oposición a las ideas de Fourier. Sin embargo,
alentado por su relación prestigiosa con Napoleón, Fourier no evitó el reto planteado
por tales autoridades. Mostró cómo, con una elección apropiada de ondas
sinusoidales oscilantes a distintas frecuencias, se podía crear una gama completa de
gráficas complejas. Sumando las alturas de las ondas sinusoidales se podían
reproducir las formas de estas gráficas, de la misma forma en que un CD combina las
notas puras que emite el diapasón para recrear sonidos musicales complejos.
Esto es lo que Riemann consiguió hacer en su ensayo de diez páginas. Reprodujo
la gráfica escalonada que indicaba la cantidad de números primos utilizando idéntica
técnica: sumó las alturas de las funciones de onda que había obtenido de los ceros del
espacio zeta. Por esta razón, Fourier reconoció en la fórmula de Riemann para el
cálculo de la cantidad de primos el descubrimiento de las notas básicas que
componen el sonido de los números primos. Este complicado sonido se representa
con la gráfica escalonada. Las ondas que Riemann había creado a partir de los ceros,
de los puntos situados al nivel del mar en el paisaje, eran como sonidos emitidos por
el diapasón, simples notas nítidas, sin armónicos. Al tocarlas simultáneamente estas
notas reproducían el sonido de los números primos. Pero ¿cómo es la música de los
números primos que compuso Riemann? ¿Se trata del sonido de una orquesta o más
bien se parece al ruido blanco de un grifo abierto? Si las frecuencias de las notas de
Riemann cubren una gama continua, entonces los números primos producen ruido
blanco; pero si las frecuencias son notas aisladas, el sonido de los números primos se
parece a la música de una orquesta.
Dado el carácter aleatorio de los números primos, es muy lícito esperar que la
combinación de las notas que tocan los ceros del paisaje de Riemann no sea más que
ruido. La coordenada norte-sur de cada cero determina la altura de la nota

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correspondiente: si el sonido de los números primos fuera efectivamente ruido
blanco, en el espacio zeta debería darse una concentración de ceros. Y Riemann
sabía, a partir de la tesis que había escrito para Gauss, que tal concentración de
puntos a nivel del mar comportaría necesariamente que todo el paisaje estuviera al
nivel del mar. Evidentemente no era así. El sonido de los números primos no era, por
tanto, un ruido blanco: los puntos situados al nivel del mar tenían que ser puntos
aislados y, en consecuencia, debían producir una colección de notas aisladas. La
naturaleza había escondido en los números primos la música de una orquesta
matemática.

LA HIPÓTESIS DE RIEMANN: ORDEN A PARTIR DEL CAOS

Lo que Riemann había hecho era tomar cada uno de los puntos situados al nivel
del mar en el mapa del mundo imaginario. A partir de cada punto había creado una
onda, una nota emitida por cierto instrumento matemático: al combinar todas estas
ondas obtuvo una orquesta que tocaba la música de los números primos. La
coordenada norte-sur de cada punto a nivel del mar controlaba la frecuencia de la
onda, es decir, la altura de la nota correspondiente; en cambio, la coordenada este-
oeste controlaba, tal y como había comprendido Euler, la intensidad a la que sonaría
cada nota. Cuanto mayor fuera la intensidad de la nota, tanto mayores eran las
fluctuaciones de su gráfica ondulada.
Riemann tenía interés en comprender si alguno de los ceros sonaría con una
intensidad significativamente mayor que los demás: un cero así produciría una onda
cuya gráfica oscilaría más que el resto de las ondas y, en consecuencia, tendría un
papel más importante en la cuenta de los números primos; al fin y al cabo son las
alturas de estas ondas las que controlan la diferencia entre la estimación de Gauss y la
verdadera cantidad de números primos. ¿Había algún instrumento de esta orquesta de
números primos que tocara un solo por encima de los demás instrumentos? Cuanto
más al este se situaba un punto al nivel del mar, más intensa era la nota: para
determinar el balance de la orquesta, Riemann tenía que volver atrás y observar las
coordenadas de cada uno de los ceros en su mapa imaginario.
Conviene subrayar que, hasta aquel momento, su análisis había funcionado sin
necesidad de conocer la posición de ninguno de los puntos a nivel del mar: sabía que
algunos de los ceros que se encontraban al oeste eran fáciles de identificar, pero no
aportaban ninguna contribución interesante al sonido de los números primos porque
no tenían tono. Con su típico estilo despectivo, los matemáticos los llamarían
enseguida ceros triviales. Riemann fue a la caza de las posiciones de los demás ceros.
En cuanto empezó a analizar la posición exacta de estos puntos, se sorprendió
muchísimo: en lugar de distribuirse de manera aleatoria por todo el mapa con algunas
notas más intensas que otras, los ceros que calculaba parecían disponerse
milagrosamente sobre una recta que cruzaba el paisaje en dirección norte-sur. Era

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como si cada punto situado al nivel del mar tuviera la misma coordenada este-oeste,
igual a 1/2. Si era cierto, significaba que las ondas correspondientes estaban
perfectamente equilibradas, que ninguna de ellas producía una nota más intensa que
las demás.

El mapa del tesoro de los números primos que descubrió Riemann. Las cruces indican las posiciones
de los puntos que se encuentran al nivel del mar en el espacio zeta.

El primer cero que Riemann calculó tenía coordenadas (1/2, 14,134 725…):
medio paso al este y aproximadamente 14,134 725 pasos al norte. El siguiente cero
tenía coordenadas (1/2, 21,022 040…). (Durante años fue un misterio cómo
consiguió calcular las posiciones de estos ceros). Calculó el tercer cero en la posición
(1/2, 25,010 856…). Estos ceros no parecían distribuirse de forma aleatoria en
absoluto: los cálculos de Riemann indicaban que estaban alineados, como si se
encontraran a lo largo de una recta mágica que cruzaba el espacio. Riemann pensó
que el comportamiento uniforme de los pocos ceros que consiguió calcular no era una

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coincidencia. La idea de que cada punto situado al nivel del mar en el espacio se
encuentra sobre aquella recta tomó el nombre de hipótesis de Riemann.
Riemann miró la imagen de los números primos en el espejo que separaba el
mundo de los números del paisaje matemático zeta. Mientras observaba, vio cómo la
disposición caótica de los números primos en un lado del espejo se transformaba en
el orden absolutamente rígido de los ceros del otro lado del espejo. Por fin, Riemann
había identificado la misteriosa estructura que durante siglos y siglos los matemáticos
habían deseado ardientemente captar cuando observaban los números primos.
El descubrimiento de este patrón fue totalmente inesperado: Riemann tuvo la
suerte de ser la persona adecuada en el lugar y en el momento adecuados; no podía
prever lo que hallaría al otro lado del espejo, pero lo que allí encontró transformó
completamente la empresa de comprender los misterios de los números primos.
Ahora los matemáticos tenían un nuevo espacio para explorar: si conseguían
orientarse en el territorio de la función zeta y construir un diagrama de los lugares
situados al nivel del mar, los números primos podrían revelar sus secretos. Riemann
también descubrió el rastro de la existencia de una recta mágica que cruzaba este
espacio y cuyo alcance conducía directamente al corazón de las matemáticas. La
importancia de la recta mágica de Riemann puede juzgarse por el nombre que hoy día
le dan los matemáticos: la línea crítica. En un instante, el enigma de la distribución
aleatoria de los números primos en el mundo real quedó sustituido por el intento de
comprender la armonía del paisaje imaginario que se encontraba al otro lado del
espejo.
Dado que hay infinitos números primos, los pocos fragmentos que Riemann había
descubierto parecían elementos de prueba más bien precarios como base para la
construcción de una teoría. A pesar de ello, Riemann sabía que la recta mágica tenía
un importante significado. Sabía ya que el eje este-oeste indicaba un eje de simetría
en el paisaje zeta: todo lo que sucedía al norte del eje se reflejaba de forma idéntica
en el sur. Pero Riemann hizo un descubrimiento de mucho mayor alcance: la recta
mágica —la línea norte-sur que pasa por el punto 1/2— también era un importante
eje de simetría. Plausiblemente, este hecho le proporcionó a Riemann una razón para
creer que la naturaleza también había utilizado esta línea de simetría para ordenar los
ceros.
Lo más extraordinario que sucedía en relación con este importantísimo
descubrimiento de Riemann es que sus cálculos de las posiciones de los pocos ceros
iniciales no aparecía por ninguna parte en el ensayo sobre los números primos que
escribió para la Academia de Berlín. De hecho, en la versión del ensayo que se
publicó tenemos dificultades para localizar alguna referencia explícita a este
descubrimiento. Riemann sólo escribe que muchos de los ceros hacen su aparición
sobre aquella recta, y que es «bastante probable» que suceda lo mismo con todos los
demás ceros. Sin embargo, en el ensayo admite no haberse esforzado mucho para
demostrar su hipótesis.

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En realidad Riemann tenía el objetivo mucho más inmediato de demostrar la
conjetura de Gauss sobre los números primos, es decir, explicar por qué la estimación
de los números primos que dio Gauss se hacía cada vez más precisa a medida que se
contaba un número cada vez mayor de primos. Pero también esta demostración se le
escapaba: Riemann comprendió que, si su intuición sobre la recta mágica era
verdadera, entonces de ella se deduciría que Gauss tenía razón. Tal y como Riemann
había descubierto, era posible describir los errores presentes en la fórmula de Gauss
por medio de la posición de cada cero: cuanto más al este se situaba un cero, mayor
era la intensidad de la onda; cuanto mayor era la intensidad de la onda, más grande
era el error. Por esta razón la predicción de Riemann sobre la posición de los ceros
era tan importante para las matemáticas: si tenía razón, es decir, si todos los ceros se
situaban sobre la recta mágica, significaba que la estimación de Gauss sería siempre
increíblemente precisa.
La publicación del ensayo de diez páginas supuso un breve período de felicidad
en la vida de Riemann: tuvo el honor de heredar la cátedra que sus dos mentores,
Gauss y Dirichlet, habían ocupado; sus hermanas se instalaron en Gotinga tras la
muerte del hermano que las mantenía, en 1857: la proximidad de la familia levantó la
moral de Riemann, y se alejaron un poco las depresiones que había sufrido durante
los años anteriores. Gracias al sueldo de profesor, se libró de la indigencia que tuvo
que soportar en su época de estudiante; y por fin pudo permitirse un alojamiento
decoroso e incluso una gobernanta, lo que le permitió dedicar su tiempo a trabajar las
ideas que le rondaban por la cabeza.
Sin embargo, no volvió jamás a ocuparse de los números primos. Continuó detrás
de su intuición geométrica y elaboró una noción de geometría del espacio destinada a
convertirse en una de las piedras angulares de la teoría de la relatividad de Einstein.
Aquella época de buena fortuna culminó con su matrimonio con Elise Koch, una
amiga de su hermana; pero al cabo de apenas un mes, Riemann enfermó de pleuresía:
a partir de aquel momento su mala salud ya no le dio tregua nunca más. En muchas
ocasiones buscó refugio en la campiña italiana. Se sintió especialmente atraído por
Pisa, la ciudad en que nació su único hijo, una niña a la que llamaron Ida. Riemann
disfrutaba con aquellos viajes a Italia no sólo por el buen clima, sino también por la
vivacidad intelectual que encontraba: durante aquella época la comunidad matemática
italiana fue la más abierta a sus ideas revolucionarias.
Su última visita a Italia no fue para huir del clima húmedo de Alemania, sino de
un ejército invasor: en 1866 los ejércitos de Hannover y de Prusia se enfrentaron en
Gotinga. Riemann se quedó aislado en los locales donde se alojaba, en el viejo
observatorio de Gauss, fuera de las murallas de la ciudad. A juzgar por el estado en
que los dejó, Riemann debió de marcharse a Italia a toda prisa. Aquel golpe fue
excesivo para su frágil constitución: siete años después de la publicación de su
ensayo sobre los números primos, Riemann moría a la temprana edad de treinta y
nueve años.

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Ante el desorden que Riemann había dejado, su gobernanta destruyó muchos de
sus apuntes inéditos antes de que algunos miembros de la Facultad de Gotinga
pudieran detenerla. Las cartas que sobrevivieron fueron entregadas a su viuda y
desaparecieron durante años. Es difícil resistir la tentación de especular sobre lo que
se habría encontrado si la gobernanta de Riemann no hubiera estado tan ansiosa de
poner orden en su estudio: una afirmación de Riemann en su ensayo de diez páginas
indica que se creía capaz de demostrar que la mayor parte de los ceros se hallaban
sobre la recta mágica; su perfeccionismo le impidió desarrollar el tema, y se limitó a
escribir que la demostración todavía no estaba preparada para su publicación. Entre
sus cartas inéditas nunca se halló tal demostración, y hasta hoy los matemáticos no
han conseguido reconstruirla. Aquellas páginas desaparecidas de Riemann intrigan
tanto como la anotación en la que Fermat afirmaba poseer una demostración de su
último teorema.
Algunos apuntes inéditos que sobrevivieron al fuego de la gobernanta
reaparecieron al cabo de cincuenta años. Lo más frustrante es que de ellos se deduce
que Riemann realmente había demostrado mucho más de lo que publicó. Pero, por
desgracia, muchas de las cartas en las que se describían con todo detalle los
resultados que Riemann dejaba entender que había comprendido al menos en parte
probablemente se perdieron para siempre en el hornillo de una gobernanta demasiado
ordenada.

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5
LA CARRERA DE RELEVOS MATEMÁTICA: COMIENZA LA
REVOLUCIÓN RIEMANIANA

Un problema de teoría de los números es eterno como una obra de arte.


DAVID HILBERT
Introducción a The Elements of the Theory of Algebraic Numbers, de
LEGHT WILBER REID

Euclides en Alejandría, Euler en San Petersburgo; el trío de Gotinga: —Gauss,


Dirichlet, Riemann—: el problema de los números primos pasaba como un testigo de
generación en generación. Las nuevas perspectivas de cada generación
proporcionaban el impulso para el siguiente relevo: cada oleada de matemáticos iba
dejando su propia marca característica en los números primos, reflejo de la particular
visión cultural de su época sobre las matemáticas. Sin embargo, las contribuciones de
Riemann fueron tan lejos en este campo que hicieron falta más de treinta años para
que alguien pudiera aprovechar aquel impetuoso torrente de nuevas ideas.
Más tarde, en 1885, repentinamente pareció que las apuestas se ponían sobre la
mesa. Aunque no tan rápidamente como habría de suceder más de un siglo más tarde
con la inocentada que Bombieri difundió por correo electrónico, una noticia
sensacional empezó a circular: un personaje poco conocido no sólo había cogido el
testigo de Riemann, sino que había cruzado la línea de meta. Un matemático
holandés, Thomas Stieltjes, decía estar en posesión de una demostración de la
hipótesis de Riemann, una demostración que confirmaba que todos los ceros se
encontraban sobre la recta mágica de Riemann que pasa por 1/2. Stieltjes era un
ganador poco fiable: en su época de estudiante había suspendido tres veces los
exámenes universitarios para desesperación de su padre, que era miembro del
parlamento holandés y eminente ingeniero encargado de la construcción de los
muelles portuarios de Rotterdam. Pero los fracasos de Stieltjes no se debían a la
pereza: lo único que le distraía era el simple placer de leer auténticas matemáticas en
la biblioteca de Delft, en lugar de dedicarse intensamente a los ejercicios técnicos que
debería de haber preparado para sus exámenes.
Uno de sus autores preferidos fue Gauss, a quien pretendía emular. Y como Gauss
había trabajado en el observatorio de Gotinga, Stieltjes se empleó en el observatorio
de Leiden. Aquella plaza apareció como por ensalmo gracias a una sugerencia de su
influyente padre al director del observatorio, aunque Stieltjes nunca fue consciente de
tal ayuda. Cada vez que apuntaba al cielo con su telescopio, su imaginación no estaba

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pendiente de la posibilidad de medir las posiciones de nuevas estrellas, sino de las
matemáticas del movimiento celeste. Cuando germinaron sus ideas, decidió escribir a
uno de los eminentes matemáticos de las famosas academias francesas, Charles
Hermite.
Hermite había nacido en 1822, cuatro años antes que Riemann. Ahora, con más
de sesenta años, era uno de los abanderados de la obra de Cauchy y de Riemann sobre
las funciones de números imaginarios. La influencia de Cauchy no se limitaba a las
matemáticas: en su juventud Hermite había sido agnóstico, pero Cauchy, que era
devoto católico, aprovechó un momento suyo de debilidad durante una grave
enfermedad para convertirlo al catolicismo. El resultado fue una extraña mezcla de
misticismo matemático semejante al culto pitagórico. Hermite creía que la existencia
matemática era una especie de estado sobrenatural al que los matemáticos mortales
sólo fugazmente podían echar algún vistazo.
Quizá fue esta la razón por la cual respondió con tanto entusiasmo a la carta que
le mandaba un oscuro asistente del observatorio de Leiden: se debió convencer de
que, mirando las estrellas, aquel astrónomo había recibido el don de una visión
matemática especialmente intensa. Muy pronto ambos se vieron envueltos en una
impetuosa correspondencia matemática que, en un período de doce años, supuso el
intercambio de 432 cartas. Hermite estaba impresionado por las ideas matemáticas
del joven holandés y, aunque Stieltjes no era licenciado, le dio su apoyo y consiguió
que lo recompensaran con una cátedra en la Universidad de Toulouse. En una carta a
Stieltjes a propósito de su trabajo, Hermite escribió: «Vous avez toujours raison et jai
toujours tort» [Usted siempre tiene razón y yo siempre me equivoco].
Durante el período en que mantenía esta correspondencia, Stieltjes hizo la
extraordinaria afirmación de haber demostrado la hipótesis de Riemann. Dada la
confianza de Hermite en su joven protegido, no se planteó la posibilidad de dudar de
que Stieltjes hubiera efectivamente conseguido concebir una demostración; al fin y al
cabo, había hecho ya aportaciones en otras ramas de las matemáticas.
Puesto que la conjetura de Riemann todavía no había tenido tiempo de adquirir el
carácter de duro reto que tiene en la actualidad, el anuncio de Stieltjes se recibió con
menos entusiasmo del que hoy suscitaría. Riemann no había pregonado su intuición
sobre los ceros, sino más bien la había enterrado cuidadosamente en su ensayo de
diez páginas sin dar apenas indicios que la apoyaran. Haría falta una nueva
generación para que la importancia de la hipótesis de Riemann se comprendiera en
toda su magnitud. En todo caso, el anuncio de Stieltjes era excitante, ya que
demostrar la hipótesis de Riemann significaría demostrar también la conjetura de
Gauss sobre los números primos, que en aquella época era el Santo Grial de la teoría
de los números. Para N = 1.000.000, la estimación de la cantidad de números primos
que da el logaritmo integral Li(N) de Gauss produce un error del 0,17 por ciento.
Cuando se consiguió contar la cantidad de números primos comprendidos entre 1 y
1.000.000.000 se descubrió que el error descendía al 0,003 por ciento. Gauss había

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creído que el error porcentual se reduciría cada vez más a medida que se consideraran
valores de N cada vez mayores. Hacia finales del siglo XIX la conjetura de Gauss
llevaba en circulación tiempo suficiente como para que con su potencial conquistara
grandes honores. Los indicios que apoyaban la intuición de Gauss eran ciertamente
convincentes.
En los tiempos en que Stieltjes escribía a Hermite sobre su demostración, el
mayor progreso en la dirección de una confirmación de la conjetura de Gauss se
había producido alrededor de 1850, en el viejo y amado refugio de Euler: San
Petersburgo. El matemático ruso Pafnuty Chebyshev, a pesar de no poder demostrar
que la diferencia porcentual entre la estimación de Gauss y la verdadera cantidad de
números primos se hace cada vez menor, había demostrado que el error sobre el
número de primos menores o iguales que N nunca sería mayor del once por ciento,
por grande que sea el valor de N. El once por ciento puede parecer muy lejano del
0,003 por ciento que Gauss había obtenido para la cantidad de números primos
comprendidos entre uno y mil millones, pero la importancia del resultado de
Chebyshev radica en el hecho de garantizar con certeza absoluta que, por más que
continuemos contando números primos, el error nunca se volverá enorme. Antes de
los resultados de Chebyshev, la conjetura de Gauss se había basado exclusivamente
en una pequeña cantidad de indicios experimentales. El análisis teórico de Chebyshev
proporcionó la primera base auténtica a la hipótesis de la existencia de una relación
entre logaritmos y números primos. En todo caso, quedaba todavía mucho camino
por recorrer para demostrar que aquella relación se mantendría tan estrecha como
conjeturaba Gauss.
Chebyshev consiguió mantener este control sobre los errores usando métodos
absolutamente elementales. Riemann, que trabajaba en Gotinga con su sofisticado
espacio imaginario, tuvo conocimiento del trabajo de Chebyshev: hay evidencias de
que se disponía a enviarle una carta en la que subrayaba sus propios avances: entre
las páginas de notas de Riemann que sobrevivieron se encuentran borradores en los
que prueba diversas grafías para el nombre de su colega ruso. No sabemos si
finalmente Riemann mandó la carta a Chebyshev pero, enviada o no, Chebyshev no
consiguió mejorar su estimación del error en la cuenta de los números primos.
Por todo ello, el anuncio de Stieltjes suscitó, a pesar de todo, un entusiasmo
notable entre los matemáticos de su época: nadie sospechaba todavía hasta qué punto
resultaría difícil demostrar la hipótesis de Riemann, pero una demostración de la
conjetura de Gauss era un acontecimiento digno de reconocimiento. Hermite estaba
ansioso por conocer los detalles de la demostración de Stieltjes, pero el joven
matemático se mostró reticente: la demostración no estaba a punto. A pesar de las
continuas presiones, en los siguientes cinco años Stieltjes no dio a conocer nada que
apoyara su afirmación. Para superar la frustración cada vez mayor en que vivía ante
la resistencia de Stieltjes a exponerle sus ideas, Hermite ideó lo que creyó que sería
un procedimiento ingenioso para obligarlo a salir a la luz: propuso que la Academia

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de París dedicara el Grand Prix des Sciences Mathématiques de 1890 a la
demostración de la conjetura de Gauss sobre los números primos. Hermite se puso a
esperar tranquilamente, confiado en que el premio iría a parar a su amigo Stieltjes.
El plan de Hermite consistía en lo siguiente: para adjudicarse el premio no era
necesario que Stieltjes proclamara nada tan grandioso como haber demostrado la
hipótesis de Riemann, bastaría con trazar el mapa de una pequeña porción del paisaje
imaginario: la frontera entre el paisaje de Euler y la extensión de Riemann. Bastaba
con demostrar que no había ceros en aquella frontera, es decir, sobre la línea recta
que se extiende de norte a sur pasando por el número 1; entonces podría usarse el
paisaje de Riemann para estimar los errores en la fórmula de Gauss, errores que
venían determinados por la posición al este de cada uno de los ceros en el paisaje de
Riemann. Cuanto más al este cae un cero, mayor será el error correspondiente. Si la
hipótesis de Riemann es correcta, el error será muy pequeño, pero la conjetura de
Gauss continuaría siendo cierta aunque la hipótesis de Riemann resultara falsa
siempre que todos los ceros sin excepción cayeran al oeste de la frontera norte-sur
que pasa por el número 1.
El plazo de inscripción al premio venció sin que Stieltjes hiciera acto de
presencia, pero Hermite no quedaría completamente decepcionado: de manera
inesperada, su alumno Jacques Hadamard presentó un ensayo.
Si bien Hadamard no proporcionó una demostración completa, sus ideas bastaron
para convertirlo en el ganador del premio. Espoleado por aquel éxito, en 1896
Hadamard consiguió colmar las lagunas de su propia argumentación. No fue capaz de
probar que todos los ceros están sobre la recta crítica de Riemann que pasa por 1/2,
pero pudo demostrar que ningún cero se encontraba al este de la frontera que pasa por
1.
Un siglo después de que Gauss descubriera una relación entre números primos y
función logarítmica, finalmente las matemáticas disponía de una demostración de la
conjetura de Gauss sobre los números primos. Puesto que ya no se trataba de una
conjetura, a partir de aquel momento pasó a llamarse teorema de los números primos.
La demostración era el resultado más significativo que se había obtenido sobre los
números primos desde que los antiguos griegos establecieran la existencia de una
infinidad de tales números. Aunque nunca llegaremos a contar hasta los límites
extremos del universo de los números, Hadamard demostró que un intrépido viajero
nunca encontraría sorpresas, por más lejos que fuera. Los primeros indicios
experimentales que Gauss había descubierto no eran un engañoso truco de la
naturaleza.
Hadamard nunca habría podido obtener su resultado sin el trabajo que había
realizado Riemann: sus ideas estaban empapadas por el análisis del paisaje zeta que
éste había realizado, pero estaba todavía muy lejos de demostrar la hipótesis de
Riemann. En el ensayo que contenía la demostración, Hadamard reconocía que su
trabajo no igualaba los resultados de Stieltjes, que continuó afirmando poseer una

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demostración de la hipótesis de Riemann hasta su muerte, ocurrida en 1894. Stieltjes
fue el primero de una larga lista de reputados matemáticos que han anunciado
demostraciones que luego no han sido capaces de mostrar.
Hadamard supo pronto que tendría que compartir la gloria de haber demostrado el
teorema de los números primos: al mismo tiempo que él, un matemático belga,
Charles de la Vallée-Poussin, había hallado una demostración. El gran éxito de
Hadamard y de la Vallée-Poussin supuso el principio de un viaje que continuaría
durante el siglo XX, con matemáticos que ahora estaban impacientes por lanzarse a la
exploración del paisaje de Riemann. Hadamard y de la Vallée-Poussin habían
establecido el campamento base desde el que habría que partir para el ascenso
principal hacia la recta crítica de Riemann. Durante este período el problema empezó
a jugar el papel de monte Everest de la exploración matemática, a pesar de que,
paradójicamente, para su demostración hacía falta pasar por los puntos más bajos del
paisaje zeta. Ahora que la solución de la conjetura de Gauss sobre los números
primos estaba por fin completa, era el momento oportuno para que el gran problema
de Riemann emergiera de las oscuras profundidades del denso ensayo berlinés.
Quien llamó la atención del mundo sobre la extraordinaria intuición de Riemann
fue otro matemático residente en Gotinga: David Hilbert. La carismática figura de
este matemático contribuyó más que ninguna otra cosa a lanzar al siglo XX en
persecución del más importante trofeo: la hipótesis de Riemann.

HILBERT, EL FLAUTISTA DE HAMELIN DE LAS MATEMÁTICAS

La ciudad prusiana de Königsberg había alcanzado una cierta notoriedad


matemática en el siglo XVIII gracias al rompecabezas sobre sus puentes que Euler
había resuelto en 1735. A finales del siglo XIX la ciudad reconquistó un puesto en el
mapa matemático por haber alumbrado a David Hilbert, uno de los gigantes de las
matemáticas del siglo XX.
Aunque apreciaba mucho su ciudad de origen, Hilbert era consciente de que el
fuego matemático más resplandeciente ardía tras las murallas de Gotinga. Gracias a la
herencia que dejaron Gauss, Dirichlet, Dedekind y, sobre todo, Riemann, Gotinga se
había convertido en la meca de las matemáticas. En aquel momento Hilbert fue quien,
quizá más que ningún otro, tomó conciencia del alcance del cambio que Riemann
había introducido en la disciplina: Riemann había llegado a la conclusión de que el
intento de comprender las estructuras y los esquemas que se hallan en la base del
mundo matemático era más provechoso que concentrarse en fórmulas y cálculos
pesados. Los matemáticos empezaban a escuchar la orquesta matemática de un nuevo
modo: ya no obsesionados por las notas individuales, ahora empezaban a oír la
música subyacente que provenía de los objetos que estudiaban. Riemann había sido el
pionero de un renacimiento del pensamiento matemático que se reforzó con la

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generación de Hilbert. Como el mismo Hilbert escribió en 1897, su intención era
implementar «el principio de Riemann según el cual las demostraciones deberían de
guiarse sólo por el razonamiento y no por los cálculos».
Hilbert consiguió prestigio en los círculos académicos alemanes precisamente
llevando a la práctica este principio. Desde niño había aprendido que los antiguos
griegos habían demostrado la existencia de infinitos números primos, es decir, de los
números indispensables para la construcción de cualquier otro número posible. En su
época de estudiante leyó que, si tomábamos en consideración las ecuaciones en lugar
de los números, las cosas parecían ser de otro modo. A finales del siglo XIX se había
convertido en un reto demostrar que, al contrario de lo que ocurre con los números
primos, existía un número finito de ecuaciones que se podían usar para generar
ciertos conjuntos infinitos de ecuaciones: los matemáticos de la época de Hilbert
intentaban demostrar este hecho recurriendo a un laborioso trabajo de construcción de
ecuaciones. Hilbert dejó estupefactos a sus contemporáneos al demostrar la existencia
de tal conjunto finito de elementos básicos, aunque no estaba en condiciones de
construirlo. Igual que el maestro de la escuela de Gauss se había quedado observando
con incredulidad a aquel alumno que calculaba la suma de los números del 1 al 100, a
los superiores de Hilbert les costaba creer que se pudiera explicar la teoría de las
ecuaciones sin un duro trabajo.
Se trataba de un auténtico reto a la ortodoxia matemática de la época: al no poder
ver aquella lista finita se hacía difícil aceptar su existencia, aunque estuviera
confirmada por la demostración. Tener que aceptar que algo no podía ser visto
aunque su existencia fuera irrefutable provocaba desconcierto en unos matemáticos
todavía devotos de la tradición francesa, fundada en las ecuaciones y fórmulas
explícitas. A propósito de la obra de Hilbert, Paul Gordan, uno de los expertos en este
campo, declaró: «Esto no es matemática. Esto es teología». Pero Hilbert, a pesar de
no haber cumplido todavía los treinta años, no rectificó. Finalmente, sus ideas fueron
aceptadas, e incluso Gordan le dio la razón: «Me he convencido de que la teología
tiene su mérito». A partir de entonces Hilbert se dedicó al estudio de los números
enteros, un tema que él describió como «un edificio de rara belleza y armonía».
En 1893 la Sociedad Matemática Alemana le pidió un informe sobre el estado de
la teoría de los números en el fin de siglo. Se trataba de un encargo de gran dificultad
para una persona de poco más de treinta años. Cien años antes, la disciplina no existía
ni siquiera como entidad coherente. Las Disquisitiones arithmeticae de Gauss,
publicadas en 1801, habían iluminado un terreno tan fértil que a finales de siglo la
teoría de los números se había desarrollado hasta tal punto que era ya incontrolable.
Para contribuir a ponerla bajo control, Hilbert se hizo acompañar por un viejo amigo,
Hermann Minkowski. Se conocían de su época de estudiantes en Königsberg.
Minkowski se había labrado una reputación en el campo de la teoría de los números
al ganar el Grand Prix des Sciences Mathématiques a los dieciocho años. Estuvo
encantado de trabajar en un proyecto para traer a la luz lo que él llamaba «las

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insinuantes melodías de esta potente música». Su colaboración reforzó la pasión de
Hilbert por los números primos que, según Minkowski, «menearían el esqueleto»
bajo su reflector.
La «teología» de Hilbert le valió el respeto de un buen número de influyentes
matemáticos europeos. En 1895 recibió una carta de un profesor de Gotinga, Felix
Klein, para ofrecerle un puesto en la venerada universidad: Hilbert no lo dudó, y
aceptó inmediatamente. En el transcurso de la reunión que tuvo lugar para discutir su
candidatura, los miembros de la Facultad pusieron en cuestión el apoyo que Klein
daba a Hilbert, e insinuaron que pretendía otorgar la plaza a un lacayo que nunca se
valdría por sí solo. Klein les aseguró, por el contrario: «He propuesto a la persona
más difícil de todas». Aquel otoño, Hilbert se trasladó a la ciudad donde Riemann, su
fuente de inspiración, había sido profesor, con la esperanza de continuar su
revolución matemática.
Los miembros de la facultad no tardaron en comprender que Hilbert no se
contentaba con retar a la ortodoxia matemática: las esposas de los profesores estaban
horrorizadas con el comportamiento del recién llegado. Como escribió una de ellas:
«Está provocando un trastorno general. He sabido que la otra noche fue visto en
algunos restaurantes jugando al billar con los estudiantes». Con el tiempo, Hilbert
empezó a conquistar los corazones de las señoras de Gotinga y se labró una
reputación de mujeriego. En la fiesta de su quincuagésimo cumpleaños, sus
estudiantes entonaron una canción en la que cada estrofa, una por cada letra del
alfabeto, describía con pelos y señales una de sus conquistas.
El bohemio profesor compró una bicicleta a la que se aficionó profundamente: era
común verlo pedaleando por las calles de Gotinga llevando un ramo de flores que
había recogido en el jardín para uno de sus amores. Impartía sus clases en mangas de
camisa, cosa inaudita para la época. En los restaurantes, para protegerse de las
corrientes de aire, no dudaba en pedir prestadas sus estolas a las mujeres que estaban
cenando. No está claro hasta qué punto Hilbert buscaba deliberadamente el escándalo
o simplemente planteaba la solución más obvia a los posibles problemas; en todo
caso, lo único claro es que su mente estaba más concentrada en las cuestiones
matemáticas que en los detalles de la etiqueta social.
Hilbert instaló una pizarra de tres metros en su propio jardín; allí, entre cuidados a
los macizos de flores y sus acrobacias de ciclista, garabateaba con tiza sus
matemáticas. Le gustaban las fiestas y ponía música siempre a un volumen alto, para
lo cual, elegía siempre la aguja más grande para su gramófono. Cuando finalmente
consiguió oír a Caruso en vivo, quedó algo decepcionado: «Caruso canta con la aguja
pequeña», comentó. Pero la matemática de Hilbert iba mucho más allá de sus
excentricidades. En 1898 apartó su atención de la teoría de los números y la centró en
los retos de la geometría. Se sintió atraído por los nuevos tipos de geometría que
varios matemáticos habían propuesto a lo largo del siglo XIX, teorías que pretendían
poner en duda uno de los axiomas fundamentales de la geometría de los antiguos

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griegos. Como consecuencia de su profunda fe en el poder abstracto de las
matemáticas, Hilbert consideraba irrelevante la realidad física de los objetos, lo que
lo llevó a estudiar las conexiones y las estructuras abstractas que estaban en la base
de estas nuevas geometrías; para él lo importante eran las relaciones entre los objetos:
en una famosa declaración mantuvo que una teoría geométrica tendría sentido aunque
se sustituyeran puntos, líneas y planos por mesas, sillas y jarras de cerveza.
Un siglo antes, Gauss se había planteado el reto que suponían estos nuevos
modelos de geometría, pero no se atrevió a exteriorizar tales pensamientos heréticos.
Con toda seguridad, era imposible que los griegos se hubieran equivocado. A pesar de
todo, Gauss había empezado a poner en duda uno de los axiomas fundamentales de la
geometría euclidiana, el relativo a la existencia de rectas paralelas. La pregunta que
Euclides se había planteado era la siguiente: si se trazan una recta y un punto exterior
a la recta, ¿cuántas rectas hay que pasen por el punto y sean paralelas a la primera
recta? Para Euclides la respuesta obvia era que existía una y sólo una de tales rectas
paralelas.
Desde los dieciséis años, Gauss había empezado a formular hipótesis sobre la
posible existencia de geometrías igualmente coherentes y válidas en las que no
hubiera rectas paralelas. Además de la geometría euclidiana y de estas nuevas
geometrías sin paralelas, podía también existir una tercera clase de geometría en la
que hubiera más de una recta paralela. Así las cosas, podrían existir geometrías en las
que la suma de los ángulos de un triángulo no fuera igual a 180 grados, una
eventualidad que los antiguos griegos habrían considerado inadmisible. Pero, si había
muchas geometrías posibles, se preguntó Gauss, ¿cuál de ellas describía mejor el
mundo real? Sin duda, los griegos estaban convencidos de que su modelo
proporcionaba una descripción matemática de la realidad física, pero Gauss no estaba
muy convencido de que tuvieran razón.
Muchos años más tarde, mientras efectuaba tareas de inspección para el estado de
Hannover, Gauss utilizó algunas de las mediciones que efectuaba en los alrededores
de Gotinga para verificar si un triángulo de haces de luz proyectado desde las cimas
de tres colinas contradecía la geometría euclidiana produciendo una suma de sus
ángulos distinta de 180 grados. Gauss se preguntaba si era posible que la trayectoria
rectilínea de un rayo de luz se curvara en el espacio: quizás el espacio tridimensional
fuera curvado, de la misma manera que el espacio bidimensional del globo. Gauss
pensaba en los llamados círculos máximos, como las líneas de longitud a lo largo de
las cuales se mide el recorrido más corto entre dos puntos sobre la superficie de la
Tierra. En esta geometría bidimensional no existen líneas paralelas de longitud ya que
todas ellas se encuentran en los polos. Nadie había considerado la posibilidad de que
el espacio tridimensional pudiera curvarse.
Hoy sabemos que Gauss operaba en una escala demasiado pequeña para observar
una curvatura significativa del espacio y así contradecir la concepción euclidiana del
mundo. Su intuición se confirmó cuando, durante el eclipse solar de 1919, Arthur

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Eddington consiguió la prueba de que la luz procedente de las estrellas sufría una
desviación. Gauss nunca hizo públicas sus ideas, quizá porque sus nuevas geometrías
parecían entrar en conflicto con el deber de las matemáticas, que consistía en dar una
representación de la realidad física. A los amigos a quienes confió sus dudas les pidió
que guardaran el secreto.
La idea de estas nuevas geometrías fue hecha pública hacia 1830 por el ruso
Nikolai Lobachevsky y por el húngaro Janos Bolyai. El descubrimiento de las
geometrías no euclidianas, como Gauss las bautizó, no removió las aguas del
estanque matemático tanto como él había temido: simplemente se descartó por
demasiado abstracta. La consecuencia fue que las geometrías no euclidianas quedaron
descartadas durante muchos años. En la época de Hilbert, sin embargo, empezaron a
emerger como expresión perfecta de su propia aproximación, más abstracta, al mundo
matemático.
En opinión de algunos matemáticos, toda geometría que no verificara el axioma
de Euclides sobre las rectas paralelas contendría alguna contradicción interna que
provocaría su derrumbe. Cuando Hilbert empezó a explorar esta posibilidad
comprendió que había un fuerte nexo lógico entre geometría no euclidiana y
geometría euclidiana. Descubrió que sólo en un caso las geometrías no euclidianas
podían contener contradicciones: si también las contenía la geometría euclidiana.
Pareció un buen primer paso. En aquella época los matemáticos tenían el
convencimiento de que la geometría de Euclides se fundaba en una lógica sólida: el
descubrimiento de Hilbert significaba que los modelos no euclidianos estaban
basados sobre los mismos fundamentos lógicos, si una geometría se hundía,
arrastraría con ella a todas las demás. Pero entonces Hilbert se dio cuenta de algo
inquietante: en realidad, nadie había demostrado jamás que la geometría euclidiana
estuviera libre de contradicciones ocultas.
Hilbert empezó a pensar cómo se podría demostrar que la geometría euclidiana
carecía de contradicciones. Aunque en los dos mil años posteriores a Euclides nadie
había encontrado ninguna, ello no garantizaba que no pudieran existir. Hilbert decidió
que lo primero que debía de hacerse era reformular la geometría en términos de
fórmulas y ecuaciones. Esta práctica había sido inaugurada por Descartes —de ahí el
nombre de geometría cartesiana— y había sido adoptada por los matemáticos
franceses del siglo XVIII. Se podía reconducir la geometría a la aritmética por medio
de ecuaciones que describían líneas y puntos, en la que cada punto podía
transformarse en números para describir sus coordenadas en el espacio. Los
matemáticos estaban convencidos de que la teoría de los números no contenía
contradicciones y, por tanto, Hilbert esperaba que expresando la geometría euclidiana
con números sería posible establecer si contenía o no contradicciones.
Pero, en lugar de una respuesta al problema, Hilbert halló algo todavía más
inquietante: en realidad nadie había demostrado que la propia teoría de los números
estuviera libre de contradicciones. Hilbert debió de quedarse de piedra. El hecho de

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que durante milenios las matemáticas hubieran funcionado tanto en teoría como en
práctica sin producir contradicciones había infundido en los matemáticos una gran
confianza en lo que hacían. «Allez en avant, et la foi vous viendra» [Avanzad, y os
llegará la fe] era la respuesta dada por el matemático francés Jean-Baptiste Le Rond
d’Alembert a los que ponían en duda los fundamentos de la disciplina. Para los
matemáticos, la existencia de los números que estudiaban era tan real como la de los
organismos que clasificaban los biólogos. Estaban muy satisfechos de desarrollar su
actividad llegando a deducciones a partir de supuestos, que consideraban verdades
evidentes sobre los números: nadie había considerado la eventualidad de que aquellos
supuestos pudieran llevar a contradicciones.
Hilbert había ido retrocediendo cada vez más, hasta poner en duda la base misma
sobre la que se construía las matemáticas; ahora que se había planteado la cuestión, se
hacía imposible ignorar aquellos problemas fundamentales. El mismo Hilbert estaba
convencido de que nunca se descubriría ninguna contradicción y que los matemáticos
disponían de los medios necesarios para disipar cualquier duda al respecto y
demostrar que la disciplina estaba edificada sobre pilares más que sólidos. Su
pregunta anunció la llegada de una nueva era de las matemáticas: el siglo XIX había
contemplado la transición desde un útil auxilio práctico para la ciencia hasta
investigación teórica de verdades fundamentales, más parecida a la filosofía de un
antiguo ciudadano de Königsberg, Emmanuel Kant. Las consideraciones de Hilbert
sobre los fundamentos mismos de la disciplina le proporcionaron la plataforma para
lanzar esta nueva práctica de una matemática abstracta. Su enfoque inédito
caracterizaría las matemáticas del siglo XX.
A finales de 1899, Hilbert se encontró ante una oportunidad ideal para reunir los
extraordinarios cambios que sus nuevas ideas estaban produciendo en los campos de
la geometría, de la teoría de los números y de los fundamentos lógicos de las
matemáticas. Fue invitado a pronunciar uno de los discursos más importantes del
Congreso Internacional de Matemáticos que debía celebrarse en París al año
siguiente. Se trataba de un gran honor para un matemático que aún no había cumplido
los cuarenta años.
El encargo de hablar ante toda la comunidad matemática en los albores del nuevo
siglo intimidaba a Hilbert. Con toda seguridad pensó en preparar un discurso
trascendental, que estuviera a la altura de la ocasión. Hilbert empezó a consultar a sus
amigos sobre la conveniencia de utilizar el discurso para avanzar hipótesis sobre el
futuro de las matemáticas. Se trataba de una propuesta claramente no convencional,
que conculcaba la regla no escrita de que únicamente las ideas completas, plenamente
formadas, debían hacerse públicas. Hacía falta una fuerte dosis de audacia para
renunciar a la seguridad que garantiza el hecho de presentar demostraciones de
teoremas conocidos y, en cambio, especular sobre las incertidumbres del futuro, pero
Hilbert nunca fue una persona proclive a retroceder ante la controversia. Finalmente,
decidió proponer como reto a la comunidad matemática internacional lo que no se

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había demostrado, en lugar de limitarse a disertar sobre lo que ya era cierto.
Aún le quedaban dudas: ¿era razonable usar aquella ocasión para intentar algo tan
innovador? Quizá habría sido mejor seguir las convenciones y hablar de lo que había
conseguido en lugar de hacerlo sobre lo que no podía resolver. Los aplazamientos le
impidieron poner título a su discurso en los plazos establecidos, y no apareció en la
lista de los conferenciantes del congreso. En el verano de 1900 los amigos de Hilbert
temieron que dejara escapar aquella maravillosa oportunidad de presentar sus ideas,
pero un buen día todos ellos hallaron sobre su escritorio el texto del discurso que
Hilbert pensaba leer. Se titulaba simplemente: «Problemas matemáticos».
Hilbert opinaba que los problemas eran la savia vital de las matemáticas, pero
también creía que era necesario elegirlos con cuidado: «Un problema matemático ha
de ser difícil para que nos atraiga —escribió—, pero no completamente inaccesible,
para evitar que nuestros esfuerzos sean inútiles. Para nosotros debería de ser una
señal con la que podamos orientarnos por los caminos laberínticos que conducen a
verdades escondidas, y en definitiva se trata de una manera de recordarnos el placer
que nos da el conseguir una solución». Los veintitrés problemas que había decidido
presentar habían sido seleccionados de manera que se ajustaran perfectamente a este
criterio riguroso. En el calor húmedo del agosto parisiense, Hilbert se puso en pie en
el salón de la Sorbona para leer su discurso y proponer un reto a los exploradores
matemáticos del nuevo siglo.
A fines del siglo XIX muchas áreas de estudio estaban influidas por el movimiento
filosófico del ilustre fisiólogo Emil du Bois-Reymond, que defendía la existencia de
límites para nuestra capacidad de comprender la naturaleza. La frase de moda en los
círculos filosóficos era Ignoramus et ignorabimus: lo ignoramos y seguiremos
ignorándolo. Pero el sueño de Hilbert para el nuevo siglo suponía dejar de lado aquel
pesimismo. Terminó su introducción a los veintitrés problemas con un exaltado grito
de batalla: «Esta convicción de la condición resoluble de cada uno de los problemas
matemáticos es un potente incentivo para los que operamos en este campo. En
nuestro interior sentimos el reclamo incesante: hay un problema. Buscamos la
solución. Puede ser hallada por la pura razón, porque en matemáticas no existe
ignorabimus».
Los problemas que Hilbert planteó a los matemáticos del nuevo siglo recogían el
espíritu revolucionario de Bernhard Riemann. Los dos primeros de la lista de Hilbert
se referían a cuestiones sobre los fundamentos de las matemáticas que habían
empezado a obsesionarlo, pero los demás se repartían por todos los rincones del
paisaje matemático. Algunos de ellos eran más bien proyectos abiertos que cuestiones
sobre las que conviniera obtener respuestas claras. Entre ellos, uno estaba ligado al
sueño de Riemann sobre la posibilidad de responder a las cuestiones fundamentales
de la física usando sólo las matemáticas.
El quinto problema nacía del enfoque de Riemann según el cual los diversos
campos de las matemáticas, como el álgebra, el análisis y la geometría, están

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íntimamente relacionados, de modo que se hace imposible comprenderlos si los
mantenemos aislados. Riemann había demostrado que era posible deducir las
propiedades algebraicas de las ecuaciones a partir de la geometría de los grafos
definidos por estas ecuaciones. Hizo falta bastante coraje para oponerse al dogma que
obligaba al álgebra y al análisis a mantenerse lejos del poder potencialmente
engañoso de la geometría. Por este motivo matemáticos como Euler o Cauchy eran
tan contrarios a la representación gráfica de los números imaginarios: para ellos, los
números imaginarios eran soluciones de ecuaciones como x2 = −1 y no debían
confundirse con imágenes. Pero para Riemann era evidente la relación entre las
disciplinas.
Hilbert mencionó el último teorema de Fermat en los preparativos del anuncio de
sus veintitrés problemas, pero, curiosamente, a pesar de la percepción pública de este
problema como una de las grandes cuestiones irresueltas de las matemáticas ya en
tiempos de Hilbert, nunca pasó a formar parte de su selección: Hilbert opinaba que se
trataba de «un notable ejemplo del efecto inspirador que un problema tan particular y
aparentemente sin importancia puede tener sobre la ciencia». Gauss había expresado
la misma opinión al declarar que se podrían haber elegido muchas otras ecuaciones y
preguntarse si tenían o no soluciones: no había nada de especial en la elección de
Fermat.
Hilbert tomó la crítica de Gauss al último teorema de Fermat como punto de
inspiración para su décimo problema: ¿existe un algoritmo —un procedimiento
matemático que opera de un modo similar a un programa de ordenador— que permita
decidir en un tiempo finito si una ecuación cualquiera tiene soluciones? Hilbert
esperaba que su pregunta distraería la atención de los matemáticos sobre el caso
particular y los haría concentrarse en lo abstracto: él mismo, por ejemplo, siempre
había apreciado la manera en que Gauss y Riemann habían alentado la adopción de
una nueva perspectiva sobre los números primos; Hilbert esperaba que su cuestión
sobre las ecuaciones tuviera un efecto similar.
Aunque un periodista que cubría la conferencia describió la discusión posterior
como «inconsistente», ello tenía más que ver con el opresivo clima de agosto que con
el atractivo del discurso de Hilbert. Como dijo Minkowski, su amigo más íntimo:
«gracias a este discurso, que todos los matemáticos del mundo sin excepción se
asegurarán de leer, tu atractivo sobre los jóvenes matemáticos aumentará». El riesgo
que Hilbert asumió al presentar un discurso tan poco convencional cimentó su
reputación de pionero del nuevo pensamiento matemático del siglo XX. Minkowski
opinaba que aquellos veintitrés problemas tendrían una enorme influencia:
«Verdaderamente, tú has monopolizado las matemáticas para el siglo XX», dijo a
Hilbert. Sus palabras resultaron proféticas.
En medio de su lista de problemas abiertos y generales había uno, el octavo, muy
específico: demostrar la hipótesis de Riemann. En una entrevista, Hilbert dijo que, en
su opinión, la hipótesis de Riemann era el problema más importante «no sólo de las

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matemáticas, sino el más importante en términos absolutos». Durante la misma
entrevista le preguntaron cuál sería la mayor empresa tecnológica: «Capturar una
mosca en la Luna. Porque los problemas complementarios que habría que resolver
para obtener tal resultado requerirían la solución de casi todos los problemas
materiales de la humanidad». Un profundo análisis, si se considera cómo han ido las
cosas en el siglo XX.
Hilbert opinaba que una demostración de la hipótesis de Riemann tendría para las
matemáticas el mismo efecto que la caza lunar de una mosca para la tecnología. Tras
haber propuesto la hipótesis como octavo problema de su lista, continuó explicando a
los delegados del congreso internacional que una comprensión plena de la fórmula de
Riemann sobre los números primos probablemente nos pondría en situación de
entender muchos otros de los misterios de los números primos. Citó la conjetura de
Goldbach y la existencia de números primos gemelos. El interés de demostrar la
hipótesis de Riemann era doble: además de cerrar un capítulo de la historia de las
matemáticas, supondría abrir muchas otras puertas nuevas.
Hilbert no pensaba que la hipótesis de Riemann seguiría tanto tiempo sin
solución. En una conferencia que pronunció en 1919 se declaró optimista sobre la
posibilidad de vivir lo suficiente para ver la demostración, y que la persona más joven
del público viviría lo suficiente como para asistir a la del último teorema de Fermat.
Pero predijo con atrevimiento que nadie de los presentes sería testigo de la conquista
del séptimo problema de su lista: establecer si 2 elevado a la raíz cuadrada de 2 es la
solución de una ecuación. No hay dudas sobre la gran intuición matemática de
Hilbert, pero sus capacidades proféticas no estaban a la misma altura: el séptimo
problema cayó diez años después. Queda una posibilidad remota de que aquel joven
licenciado que asistía a la conferencia de Hilbert de 1919 haya vivido lo suficiente
como para ser testigo de la demostración del último teorema de Fermat por parte de
Andrew Wiles en 1994. Pero, a pesar de los interesantes progresos que se han logrado
en los últimos decenios, es muy posible que la hipótesis de Riemann siga sin resolver
cuando Hilbert, como Barbarroja, se despierte tras una espera de quinientos años.
En una ocasión, Hilbert creyó que no haría falta esperar tanto. Un día recibió el
escrito de un estudiante que afirmaba haber demostrado la hipótesis de Riemann.
Hilbert no tardó mucho en encontrar un error en la presunta demostración, pero el
método utilizado lo impresionó. Desgraciadamente, el estudiante murió un año
después, y pidieron a Hilbert que participara en las honras fúnebres. Alabó las ideas
del joven y expresó la esperanza de que pudieran estimular una demostración de la
gran hipótesis; a continuación —con una actitud totalmente fuera de lugar que ilustra
perfectamente el estereotipo del matemático apartado de la realidad social— dijo:
«Consideremos una función definida en el dominio de los números imaginarios…»,
Hilbert entonces entró en los detalles de la demostración equivocada. Sea o no cierto,
el episodio es verosímil: de vez en cuando los matemáticos tienen visiones muy
limitadas.

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El discurso de Hilbert en el congreso de 1900 puso inmediatamente la hipótesis
de Riemann en el centro de atención: ahora se la consideraba uno de los más grandes
problemas irresueltos de las matemáticas. Aunque la obsesión de Hilbert por la
hipótesis de Riemann no produjo contribuciones directas a su solución, el nuevo
programa que propuso para las matemáticas del siglo XX tuvo efectos profundos: al
final del siglo, incluso las cuestiones que había planteado sobre la física o las de
carácter fundamental sobre los axiomas de las matemáticas habían jugado un papel en
la mejora de nuestra comprensión de los números primos. Mientras tanto, Hilbert
tuvo el mérito de llevar a Gotinga a un matemático que terminaría por recoger el
testigo que había pasado de Gauss a Dirichlet y de éste a Riemann.

LANDAU, EL MÁS DIFÍCIL DE LOS HOMBRES

La Universidad de Gotinga dispuso de una cátedra vacante como consecuencia de


la muerte trágicamente precoz de Minkowski, el mejor amigo de Hilbert: con sólo
cuarenta y cinco años, Minkowski fue víctima de una apendicitis mortal. Hilbert
acababa de conseguir resolver el problema de Waring, relacionado con la expresión
de los números enteros como suma finita de cubos o de potencias superiores. Sabía
que su amigo habría valorado aquel resultado, ya que ampliaba el resultado por el que
Minkowski había recibido de la Academia de Francia, con apenas dieciocho años, el
Grand Prix des Sciences Mathématiques: «Incluso en el lecho del hospital, donde
yacía gravemente enfermo, le preocupaba no estar presente en la siguiente sesión del
seminario, en la que yo expondría mi solución del problema de Waring».
La muerte de Minkowski sacudió a Hilbert profundamente. Un estudiante de
Gotinga relató: «Yo estaba en clase cuando Hilbert nos relató la muerte de
Minkowski, y rompió a llorar. Dado el prestigio de un profesor en aquellos tiempos y
la gran distancia que lo separaba de los estudiantes, para nosotros fue mayor el
trauma de ver llorar a Hilbert que el de saber que Minkowski había muerto». Hilbert
deseaba hallar un sucesor de Minkowski que se apasionara por la teoría de los
números tanto como su llorado amigo.
Según la opinión de todos, la persona que Hilbert eligió, Edmund Landau, no era
un hombre fácil. Parece que hubo una especie de empate para decidir entre él y otro
candidato. Hilbert preguntó a sus colegas: «¿Quién de los dos es el más difícil?».
Cuando le respondieron que, sin duda, era Landau, Hilbert dijo que Gotinga tenía que
tener a Landau. El suyo nunca sería un departamento de gente dócil: Hilbert quería
colegas que retaran las convenciones sociales y matemáticas.
Landau era severo con sus estudiantes y era considerado el individuo más difícil
del departamento. Los estudiantes estaban aterrorizados con la posibilidad de que les
invitara a su casa los fines de semana, donde tendrían que soportar su pasión por los
juegos matemáticos. Uno de ellos, recién casado, partía de luna de miel; el tren estaba
a punto de salir de la estación de Gotinga cuando Landau llegó furioso al andén,

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metió por la ventanilla el borrador de su último libro y ordenó: «¡Lo quiero corregido
a su regreso!».
Muy pronto Landau asumió el papel de continuador de la tradición de Riemann y
Gauss, y se convirtió en la figura más importante de Europa por su desarrollo de la
obra de la Vallée-Poussin y de Hadamard. Su temperamento se adaptaba
perfectamente al objetivo de abandonar el campo base que aquellos habían
establecido y dirigirse con decisión hacia las pendientes del monte Riemann. Para
demostrar la conjetura de Gauss sobre los números primos, Hadamard y la Vallée-
Poussin habían mostrado la inexistencia de ceros sobre la línea de frontera norte-sur
que pasa por el número 1. El reto que ahora se planteaba era demostrar que tampoco
se hallarían ceros antes de alcanzar la línea crítica de Riemann que pasa por 1/2.
El matemático danés Harald Bohr se unió a la expedición de Landau. A pesar de
trabajar en Copenhague, era uno de los muchos peregrinos que atravesaban Europa
regularmente para visitar Gotinga. Su hermano Niels alcanzaría fama mundial como
uno de los creadores de la teoría de la mecánica cuántica. Harald se había labrado un
nombre en el fútbol: había sido uno de los jugadores más importantes del equipo
nacional danés que obtuvo la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de 1908.
Juntos, Landau y Bohr completaron el primer intento exitoso de navegar por los
puntos a nivel del mar en el paisaje de Riemann. Consiguieron demostrar que a la
mayoría de los ceros les gustaba estar pegados a la recta mágica de Riemann.
Consideraron el número de ceros comprendidos entre 0,50 y 0,51 y lo compararon
con el número de ceros que aparecían fuera de esta estrecha banda de tierra; así
pudieron demostrar que los ceros contenidos en la banda representan al menos una
gran proporción del total de ceros. Riemann había previsto que todos los ceros
estarían sobre la recta que pasa por 1/2. Landau y Bohr no consiguieron demostrarlo
con tanta precisión, pero dieron un primer paso en esa dirección.
Para que su argumentación funcionara no era imprescindible que la banda tuviera
una anchura de 0,01. Aunque su anchura fuera de sólo 1/1030, por ejemplo, Landau y
Bohr estaban en condiciones de demostrar que la mayoría de los ceros están dentro de
esta franja vertical de territorio. Pero lo frustrante era que ni Landau ni Bohr estaban
en condiciones de deducir que la mayoría de los ceros tenía que encontrarse
efectivamente sobre la recta de Riemann que pasa por 1/2, una verdad que Riemann
afirmaba haber demostrado pero que nunca publicó. Este hecho puede parecer
absurdo: si todos los ceros se encuentran en una banda cuya anchura puede reducirse
más y más, ¿por qué no podemos concluir que la mayoría de ellos tiene que estar
sobre la recta crítica? Estos son los misterios de las matemáticas. Supongamos, por
ejemplo, que para cada número N haya 10N ceros en la estrecha banda comprendida
entre 1/2 + 1/10N+1 y 1/2 + 10N. Tal resultado hipotético satisfaría el resultado de
Bohr y Landau sin implicar que ni siquiera uno de los ceros esté sobre la recta crítica
que pasa por 1/2.
En aquella época, Gotinga empezaba a estar a la altura del lema que, grabado en

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el blasón de la fachada del ayuntamiento de la ciudad, proclamaba que no había vida
fuera de sus murallas medievales. A principios del siglo XX, la tranquila ciudad
universitaria de Riemann se había transformado, debido a la influencia de Hilbert, en
una potencia de las matemáticas europea. En tiempos de Riemann era Berlín la que
vibraba de energía intelectual, pero algunos decenios más tarde, cuando ofrecieron a
Hilbert una cátedra universitaria en Berlín, la rechazó: ahora era la ciudad medieval
impregnada por la herencia que Gauss había legado la que constituía un ambiente
perfecto para desarrollar la actividad matemática.
Hilbert consiguió llevar a Gotinga a los mejores matemáticos del mundo gracias a
una donación de Paul Wolfskehl, un profesor de matemáticas que había muerto en
1908: en su testamento, había expresado el deseo de legar cien mil marcos como
premio para la primera persona que concibiera una demostración del último teorema
de Fermat. Se trata del premio sobre el cual Andrew Wiles leyó de pequeño, y que
encendió su interés por la búsqueda de una solución al enigma de Fermat. (El
incentivo económico que finalmente recibió Wiles por su demostración sufrió una
fuerte devaluación a causa de la enorme inflación que golpeó Alemania en el período
de entreguerras). El testamento de Wolfskehl establecía que cada año transcurrido sin
que se resolviera el problema, los intereses generados por el capital inicial asignado
como premio se utilizarían como fondo para los matemáticos que visitaran Gotinga.
Landau se encargó de revisar las soluciones que se enviaban a Gotinga.
Finalmente, la carga de trabajo resultó tan pesada que decidió enviar los manuscritos
a sus estudiantes junto con una carta de rechazo preimpresa. El texto de la carta era:
«Le agradecemos su solución del último teorema de Fermat. El primer error tiene
lugar en la página… línea…». Hilbert asumió el encargo mucho más placentero de
invertir los intereses que generaba el premio en metálico. Esos intereses le dieron los
medios para invitar a muchos matemáticos a visitar Gotinga, hasta el punto de hacerle
desear que nunca se resolviera el último teorema de Fermat: «¿Por qué tendríamos
que matar a la gallina de los huevos de oro?», se preguntaba.
Era opinión general que todo joven matemático que quisiera abrirse camino en el
mundo académico antes que nada tenía que pasar por Gotinga: un estudiante comparó
la influencia de Hilbert sobre las matemáticas con la «dulce música del flautista de
Hammelin… que seduce un gran número de ratas induciéndolas a seguirlo en el
profundo río de las matemáticas». No sorprende que muchas de tales ratas
matemáticas procedieran de las academias que florecieron en la Europa continental
durante las revoluciones políticas e intelectuales que habían tenido lugar a lo largo de
todo el siglo XIX.
En cambio, Gran Bretaña sufría su tradicional incapacidad de absorber las buenas
ideas procedentes del continente: igual que las costas de Inglaterra habían supuesto
un baluarte inexpugnable contra los tumultos políticos de la Revolución francesa, los
matemáticos ingleses dejaron escapar la revolución de Riemann. Los números
imaginarios continuaron siendo considerados un peligroso concepto continental. De

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hecho, la Inglaterra matemática no había hecho grandes avances desde los tiempos de
la disputa entre Leibniz y Newton, en el siglo XVII, sobre a cuál de los dos tenía que
atribuirse el mérito del descubrimiento del cálculo infinitesimal. A pesar de que
Newton había sido el primero, durante muchos años el desarrollo matemático de su
país estuvo obstaculizado por el rechazo del reconocimiento de la superioridad de
Leibniz sobre la forma de elaborar la nueva materia. Las cosas, sin embargo, iban a
cambiar.

HARDY, EL ESTETA DE LAS MATEMÁTICAS

En 1914 Landau y Bohr habían completado su obra, demostrando que la mayoría


de los ceros se concentraban alrededor de la recta crítica de Riemann. Sin embargo,
¿hasta qué punto habían conseguido determinar los ceros que caían exactamente
sobre la línea? Del número infinito de puntos a nivel del mar, hasta el momento
habían identificado sólo setenta y uno que se encontraran alineados a lo largo de la
recta crítica de Riemann.
Entonces se produjo un importante avance psicológico: tras dos siglos
transcurridos en el más completo desinterés por las ideas procedentes del continente,
un matemático inglés, G. H. Hardy, tomó el testigo de Riemann y consiguió
demostrar que existen infinitos ceros que se alinean efectivamente sobre la recta
norte-sur que pasa por 1/2. Hilbert quedó altamente impresionado por la contribución
de Hardy, hasta el punto de que, cuando se enteró de que aquél tenía dificultades con
las autoridades del Trinity College de Cambridge en relación con su alojamiento,
escribió una carta al director del College; Hardy, escribió Hilbert, no sólo era el mejor
matemático del Trinity, era el mejor de Inglaterra y, en consecuencia, debía de
asignársele el mejor alojamiento disponible.
La notoriedad de Hardy más allá de los círculos matemáticos se debe en gran
parte a sus incisivas memorias tituladas Apología de un matemático, pero conquistó
su gloria matemática por sus contribuciones a la teoría de los números primos y a la
hipótesis de Riemann. Si Hardy había demostrado que había un número infinito de
ceros sobre la recta crítica, ¿significaba esto que el problema estaba cerrado?
¿Significaba que Hardy había demostrado la hipótesis de Riemann? Al fin y al cabo,
si hay infinitos ceros y Hardy había demostrado que un número infinito de esos ceros
se encuentran sobre la recta de Riemann, ¿no estamos al cabo de la calle?
El infinito, desgraciadamente, tiene carácter escurridizo. Hilbert gustaba de
ilustrar sus misterios usando la imagen de un hotel con un número infinito de
habitaciones: podríamos comprobar que todas las habitaciones con número impar
están ocupadas, pero aunque hubiéramos comprobado un número infinito de ellas aún
nos quedarían por comprobar todas las de número par. En el caso de Hardy, el control
de las habitaciones para ver si están o no ocupadas se sustituye por el de comprobar si
los ceros se encuentran sobre la recta crítica. Desgraciadamente, Hardy ni siquiera

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fue capaz de demostrar que al menos la mitad de los ceros están sobre la recta. Aun
habiendo comprobado un número infinito de habitaciones, éstas representan el cero
por ciento del total de habitaciones que quedan por comprobar. El resultado que
obtuvo Hardy era extraordinario, pero el camino que quedaba por recorrer era aún
muy largo: había hincado el diente al conjunto de los ceros, pero lo que quedaba por
delante seguía siendo tan enorme y oscuro como antes.
Aquel primer ensayo tan excitante tuvo sobre Hardy el efecto de una droga. Si
exceptuamos quizá su pasión por el cricket y una incesante lucha personal con Dios,
nada lo obsesionaba tanto como el deseo de demostrar que todos los ceros se
encontraban sobre la recta de Riemann. Igual que para Hilbert, la hipótesis de
Riemann estaba en la cima de la lista de los deseos de Hardy, lo que aparece con
claridad en los propósitos para el Nuevo Año que escribió en una de las muchas
tarjetas postales que mandaba a sus colegas y amigos:

1) demostrar la hipótesis de Riemann;


2) conseguir una puntuación de 211 [el primer número primo mayor que 200]
[3]
en el cuarto inning del último Campeonato Internacional en el Oval;
3) hallar un argumento sobre la no existencia de Dios que convenza al gran
público;
4) ser el primer hombre que alcance la cima del Everest.
5) ser proclamado primer presidente de la URSS, de Gran Bretaña y de
Alemania;
6) asesinar a Mussolini.

Los números primos habían fascinado a Hardy desde su infancia. De niño, en la


iglesia, se divertía descomponiendo los números de los himnos en producto de
números primos. Le gustaba estudiar minuciosamente libros de curiosidades sobre
estos números fundamentales, libros que, según él, eran «mejores que las crónicas de
partidos de fútbol como lectura ligera para el desayuno». En realidad, Hardy estaba
convencido de que cualquiera que gozara con las crónicas de los partidos de fútbol
apreciaría las joyas de los números primos: «Una peculiaridad de la teoría de los
números es que una buena parte se podría publicar en los diarios, y haría ganar
nuevos lectores al Daily Mail». Opinaba que los números primos guardaban misterio
suficiente para intrigar al lector y que además eran lo bastante sencillos como para
que cualquiera pudiera empezar a explorar su magia. Más que cualquier otro
matemático de su época, Hardy trabajó arduamente para comunicar una parte de esta
pasión por su disciplina, y no creía que su placer secreto debiera reservarse para los
que están en las torres de marfil de los ambientes académicos.
Tal como indica el tercero de sus propósitos para el nuevo año, la iglesia en la que
de pequeño descomponía los números de los himnos en producto de números primos

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tuvo un efecto profundo en él. Muy pronto se convirtió en un despiadado adversario
de la idea de la existencia de Dios y de los signos externos de la religión. Durante
toda su vida mantuvo una batalla permanente con Dios, intentando demostrar la
imposibilidad de su existencia. Su lucha acabó siendo tan personal que,
paradójicamente, terminó por evocar a aquella figura cuya existencia tan
vehementemente deseaba negar. Cuando iba a ver los partidos de cricket llevaba
consigo una batería de armas anti-Dios para conjurar cualquier posibilidad de lluvia.
Aunque no hubiera ni una nube en el cielo, llegaba al estadio con cuatro chaquetas,
un paraguas y un fardo de trabajo pendiente bajo el brazo. Explicaba a sus vecinos de
localidad que estaba intentando inducir a Dios a pensar que él esperaba que lloviera
para tener la posibilidad de avanzar un poco de trabajo. Su idea era que Dios, su
enemigo jurado, haría resplandecer el sol con el único objetivo de destruir cualquier
posibilidad de utilizar aquel tiempo para hacer matemáticas.
Un día de verano, Hardy quedó decepcionado al ver que bruscamente se
interrumpía el partido de cricket que presenciaba porque el bateador se había quejado
de un rayo de luz que lo deslumbraba y que procedía de la tribuna en la que él se
sentaba. Pero su irritación se transformó en alegría cuando pidieron a un voluminoso
sacerdote que se sacara una gigantesca cruz plateada que llevaba colgada del cuello,
ya que reflejaba la luz del sol. Hardy no pudo contenerse y durante toda la pausa
estuvo mandando postales a sus amigos para darles cuenta de la aplastante victoria
del cricket sobre el clero.
En septiembre, una vez terminada la temporada del cricket, Hardy acostumbraba
a visitar a Harald Bohr en Copenhague antes del inicio del curso académico inglés.
Los dos tenían un ritual de trabajo cotidiano; cada mañana ponían sobre la mesa una
hoja de papel en la cual Hardy escribía lo que sería su trabajo del día: demostrar la
hipótesis de Riemann. Hardy cultivaba la esperanza de que las ideas que Bohr había
desarrollado durante sus visitas a Gotinga pudieran proporcionar un recorrido que
condujera a la demostración. El resto de la jornada podían dedicarlo a pasear y a
charlar, o a garabatear notas. Una y otra vez sus esfuerzos no consiguieron el
progreso que Hardy tanto esperaba alcanzar.
En una ocasión, poco después de la marcha de Hardy camino de Inglaterra para el
inicio de un nuevo curso académico, Bohr recibió una tarjeta postal. El corazón no le
cabía en el pecho al leer las palabras de Hardy: «Tengo la demostración de la
hipótesis de Riemann. La postal es demasiado pequeña para la demostración».
Finalmente, Hardy había superado el punto muerto. Aquella postal, sin embargo,
tenía algo extrañamente familiar: en la mente de Bohr flotaban los excitantes
comentarios que Fermat había como escrito al margen. Hardy era demasiado
bromista para que se le hubiera escapado el toque de ironía de la postal. Bohr decidió
aplazar las celebraciones y esperar posteriores detalles de Hardy. Como era de prever,
la postal no supuso el anunciado paso adelante que Bohr había esperado: Hardy
estaba jugando una de sus partidas con Dios.

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Cuando Hardy tenía que empezar su travesía por el mar del Norte en el barco que
debía trasladarlo de Dinamarca a Inglaterra, el mar estaba insólitamente agitado. El
barco no era muy grande y Hardy empezó a temer por su vida. Entonces se procuró
una póliza de seguros muy personal: mandó a Bohr la tarjeta con el anuncio del falso
descubrimiento. Si la principal pasión de la vida de Hardy consistía en demostrar la
hipótesis de Riemann, sin duda la segunda era su guerra con Dios. Sabía que Dios
nunca consentiría que se hundiera el barco dando al mundo la impresión de que
Hardy y su presunta demostración se habían ahogado y perdido para siempre. El plan
de Hardy funcionó y llegó a Inglaterra sano y salvo.
Es probable que la pasión maníaca de Hilbert por la hipótesis de Riemann,
combinada con el carácter pintoresco y carismático del matemático inglés,
contribuyeran a llevarla a la cima de la lista de los problemas más ambicionados de
las matemáticas. El estilo expresivo de la escritura de Hardy, que encuentra una
manifestación ejemplar en la Apología de un matemático, tuvo un papel decisivo en
la promoción de la importancia de la teoría de los números y de lo que consideraba
como problema central en este campo. No deja de sorprender que, con todo el énfasis
que, en la Apología de un matemático, pone Hardy en la belleza y la estética de las
matemáticas, la belleza de sus meritorias demostraciones a menudo queda oscurecida
por la masa de detalles técnicos necesarios para llegar a sus conclusiones. La mayor
parte de las veces el éxito no fue tanto el fruto de una gran idea como el resultado de
un duro y largo trabajo.
El libro que probablemente encendió en Hardy el deseo de convertirse en
matemático no tenía nada que ver con las matemáticas. Era una historia relacionada
con las delicias de la vida en la mesa académica del Trinity College, donde comen los
profesores y otras autoridades. Quedó fascinado con la escena de los profesores que
beben oporto en la sala reservada para ellos, la Sénior Combination Room, en la
novela A Fellow of Trinity. Hardy reconoció haber elegido estudiar matemáticas
porque «es lo único que sé hacer bien… Hasta que llegué a obtener una, para mí las
matemáticas significaban ante todo una plaza de profesor en el Trinity».
Para conseguirla tuvo que superar la extenuante serie de exámenes que exigía el
sistema universitario de Cambridge. Muy pronto, Hardy comprendió que una
consecuencia perversa del sistema de exámenes sobre la resolución de problemas
técnicos y enigmas matemáticos era que pocos, incluso tras terminar su licenciatura
en matemáticas, eran conscientes de su verdadera esencia. En 1904 un profesor de
Gotinga hizo una parodia del tipo de problemas que los estudiantes ingleses tenían
que resolver: «Sobre un puente elástico se encuentra un elefante de masa
despreciable; sobre su trompa se posa un mosquito de masa m. Calcular las
vibraciones del puente cuando el elefante aparta el mosquito haciendo girar su
trompa». Los estudiantes tenían que citar los Principia de Newton como si se tratara
de la Biblia. Los resultados se reconocían más por la página en que se encontraban
que por su auténtico significado. Según Hardy, aquel sistema contribuyó a prolongar

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el período en el que Gran Bretaña se vio reducida a un desierto matemático. Los
matemáticos ingleses aprendían a tocar su música cada vez más deprisa, pero no
tenían la menor noción de la estupenda música matemática que habrían podido oír
una vez dominadas las escalas.
Hardy atribuía su propia iluminación matemática al libro del matemático francés
Camille Jordán: Course d’Analyse, que le abrió los ojos sobre las matemáticas que
estaban floreciendo en el continente: «Nunca olvidaré el asombro con el que leí
aquella obra extraordinaria… y mientras la leía comprendí por primera vez lo que
realmente significaban las matemáticas».
La elección de Hardy como profesor del Trinity en 1900 lo liberó del peso de los
exámenes y le concedió la libertad para explorar el auténtico mundo matemático.

LITTLEWOOD, EL MATON DE LAS MATEMÁTICAS

En 1910 Hardy se encontró en el Trinity College con un matemático ocho años


más joven que él: J. E. Littlewood. Terminarían por pasar los treinta y siete años
siguientes como una especie de Scott y Oates de las matemáticas, una pareja de
intrépidos exploradores del mundo de los números, adentrándose en las nuevas tierras
cuyas puertas se habían abierto en el continente. Su colaboración dio lugar a casi cien
publicaciones. Bohr solía bromear diciendo que en aquella época había tres grandes
matemáticos: Hardy, Littlewood y Hardy-Littlewood.
Cada uno de ellos aportaba al equipo sus cualidades específicas. Littlewood era el
pendenciero que cuando preparaba el asalto a un problema lo hacía sacando brillo a
sus pistolas: para él, el placer consistía en poner de rodillas el problema difícil.
Hardy, por el contrario, valoraba la belleza y la elegancia. Todo ello se trasladaba a
sus publicaciones: Hardy tomaba las notas de Littlewood y les añadía lo que ellos
llamaban la «cháchara» para producir la prosa elegante que nunca dejaba de
acompañar sus demostraciones.
Es curioso cómo los estilos de ambos matemáticos se reflejaban en su apariencia
física. Hardy era un galán, una de esas personas cuyo aspecto conserva la marca de la
juventud aunque la fecha de caducidad haya pasado hace tiempo. Los primeros días
tras su elección como profesor del Trinity College varias veces le llamaron la
atención en la Senior Combination Room al confundirlo con un estudiante que se
hubiera perdido por aquellos pasillos laberínticos del College. Littlewood, por su
parte, era tosco: «un auténtico personaje salido de Dickens», como observó un
matemático. Era fuerte y ágil de cuerpo y mente. Igual que Hardy, era aficionado al
cricket y buen bateador. Su otra pasión era la música, por la que Hardy no sentía la
menor atracción. Ya mayor, aprendió por su cuenta a tocar el piano. Encontraba un
profundo placer con la música de Bach, Beethoven y Mozart. Opinaba que la vida era
demasiado breve para malgastarla con compositores de segundo orden.
También los separaba la sexualidad: se sabe que, muy probablemente, Hardy era

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homosexual. Sin embargo él mantenía una gran discreción al respecto, aunque en
Cambridge la homosexualidad era casi más aceptable que el matrimonio: en aquella
época, los profesores de Oxford y Cambridge tenían que renunciar a su puesto en
caso de casarse. Littlewood afirmó que Hardy era un «homosexual no practicante». A
los ojos de todos, en cambio, Littlewood era un mujeriego. Aunque en este terreno no
llegó al nivel de Hilbert, mantuvo relaciones íntimas con la esposa de un médico del
lugar, con quien pasaba las vacaciones de verano en Cornualles. Años más tarde, al
mirarse en el espejo, uno de los hijos de la mujer comentó su extraordinario parecido
con el tío John: «No hay nada sorprendente», respondió ella. «Es tu padre».
Tal y como corresponde a dos matemáticos, la colaboración de Hardy y
Littlewood se basaba en axiomas muy claros:

Axioma 1. No importaba si lo que se escribían el uno al otro era cierto o falso.


Axioma 2. No había ninguna obligación de contestar una carta del otro. Ni siquiera
había obligación de leerla.
Axioma 3. Tenían que esforzarse para no pensar en las mismas cosas.

Y, finalmente, el axioma más importante de todos:

Axioma 4. Para evitar cualquier discusión, todas sus publicaciones científicas


llevaban la firma de ambos, con independencia de si uno u otro no
hubiera ni siquiera contribuido a su elaboración.

Bohr resumió así su relación: «Nunca hubo una colaboración tan importante y
cordial que se fundara sobre axiomas aparentemente tan negativos». Todavía hoy los
matemáticos hablan de «jugar con las reglas de Hardy-Littlewood» cuando
desarrollan un trabajo conjunto. Bohr comprobó que Hardy respetaba el segundo
axioma cuando colaboraba con él en Copenhague. Recordaba las voluminosas cartas
de temas matemáticos de Littlewood que llegaban a diario, y cómo Hardy,
imperturbable, las tiraba en un rincón de la habitación comentando con desdén:
«Supongo que un día u otro tendré que leerlas». Mientras estaba en Copenhague, sólo
una cosa ocupaba la mente de Hardy: la hipótesis de Riemann. A menos que
Littlewood le enviara una demostración de la hipótesis, sus cartas estaban destinadas
a terminar en un rincón.
Según narra Harold Davenport, un estudiante de Littlewood, faltó poco para que
la hipótesis de Riemann provocara una fractura entre Hardy y Littlewood. Hardy
escribió una novela de misterio en la que un matemático demostraba la hipótesis de
Riemann para ser asesinado por otro matemático que luego se atribuía la paternidad
de la demostración. Littlewood montó en cólera. El problema no era que Hardy
hubiera violado el axioma 4 sobre la obligación de citarlo como coautor de la
historia; Littlewood estaba convencido de que el personaje del asesino se inspiraba en

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él, y exigió que el manuscrito nunca llegara a ver la luz. Hardy cedió y las
matemáticas quedó privada de esta pequeña joya literaria.
Littlewood había ido ascendiendo entre los estudiantes de matemáticas de
Cambridge utilizando todas las estratagemas que el sistema de exámenes requería.
Consiguió alcanzar la cumbre al obtener el ambicionado título de sénior wrangler,
que compartió con otro estudiante llamado Mercer. En Cambridge los sénior
wranglers eran celebridades, hasta el extremo de que al final del curso académico se
ponía en venta su fotografía. Probablemente los compañeros de estudios de
Littlewood ya intuyeron que aquello era el inicio de una extraordinaria carrera.
Cuando un amigo fue a comprar una de sus fotografías le respondieron: «Me temo
que el señor Littlewood está agotado, pero todavía nos quedan bastantes del señor
Mercer».
Littlewood era consciente de que los exámenes universitarios tenían muy poco
que ver con la verdadera esencia de las matemáticas, que eran simples juegos
técnicos que había que superar antes de pasar a la siguiente fase: «Los juegos que
practicábamos me resultaban fáciles, y conseguía una cierta satisfacción poniendo en
práctica estas habilidades». Ansiaba poner en práctica aquel arte que había aprendido
para alcanzar objetivos más creativos. Su entrada a la investigación matemática seria
resultó una especie de bautismo de fuego.
Ya libre de exámenes, Littlewood estaba impaciente por gozar de unas largas
vacaciones estivales para sumergirse en cuerpo y alma en la investigación. Pidió a su
tutor, Ernest Barnes, un problema apropiado para roer. Barnes, que más adelante sería
nombrado obispo de Birmingham, reflexionó por un momento, y entonces recordó
una interesante función que todavía no había sido abordada por nadie: quizá
Littlewood podría determinar los ceros de esa función. Barnes escribió la definición
de la función para que Littlewood pudiera llevársela a veranear: «Se llama función
zeta», dijo Barnes, con aire inocente. Littlewood salió del despacho con el folio en la
mano, inconsciente de que lo que Barnes le había sugerido era que pasara el verano
intentando demostrar la hipótesis de Riemann.
Barnes no había explicado a Littlewood el marco histórico en que se encuadraba
el problema, lo que le habría revelado su dificultad. Es probable que el tutor de
Littlewood no conociera la existencia de un nexo entre los ceros de la función zeta y
los números primos y, simplemente, considerara interesante la pregunta: ¿dónde
produce esta función un valor igual a cero? Peter Sarnak, uno de los autores de
referencia en los intentos modernos de demostración de la hipótesis de Riemann,
explica: «En realidad se trataba de la única función analítica que, ya entrados en el
siglo XX, los matemáticos todavía no comprendían». Tal como observó sir Peter
Swinnerton-Dyer, que había sido uno de sus alumnos, en las exequias de Littlewood,
el hecho de que «Barnes creyera que [la hipótesis de Riemann] era idónea para un
estudiante de investigación, aunque fuera el más brillante, y que Littlewood debiera
de afrontarla sin vacilar» da una idea clara de hasta qué punto era desastroso el estado

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en que languidecía las matemáticas inglesa antes de que Hardy y Littlewood
ejercitaran su influjo positivo.
Littlewood luchó todo el verano, enfrentándose con el problema de aspecto
inocente que Barnes le había propuesto. A pesar de que sus intentos de determinar los
ceros no tuvieron ningún éxito, lo que encontró lo llenó de satisfacción. Como había
descubierto Riemann cincuenta años antes, Littlewood comprendió que aquellos
ceros podían revelar algo sobre los números primos. A pesar de que en el continente
estaba claro desde los tiempos de Riemann, en Inglaterra el nexo entre la función zeta
y los números primos todavía no se comprendía bien. Littlewood se estremeció ante
lo que creía una conexión inédita, y en septiembre de 1907 dio cuenta de ella en la
disertación con la que se postulaba como profesor investigador del Trinity. El hecho
de que Littlewood creyera que su descubrimiento era original es una nueva
confirmación de hasta qué punto estaban aisladas las matemáticas en Inglaterra.
Hardy, que era uno de los pocos que en Inglaterra estaban informados sobre los
recientes progresos de Hadamard y de la Vallée-Poussin, sabía que aquel resultado no
era tan original como Littlewood suponía. Pero reconoció su potencial y, aunque
aquel año Littlewood no consiguió convertirse en profesor del College, se llegó a un
pacto entre caballeros que garantizaba su nombramiento en la primera ocasión
posible. Littlewood se reunió con Hardy en el Trinity College en octubre de 1910.
Cambridge empezaba a florecer ahora que abría sus puertas a las influencias del
otro lado del Canal. Viajar entre el continente e Inglaterra se estaba haciendo más
fácil, y Hardy y otros académicos se esforzaban en visitar muchos de los centros
culturales de Europa. Los nuevos contactos que establecían favorecieron el flujo de
revistas, libros e ideas nuevas del exterior. El Trinity College, en concreto, se
convirtió en una comunidad extraordinariamente dinámica durante los primeros años
del siglo XX. La Senior Combination Room dejó de ser un club de aristócratas para
convertirse en un lugar de investigación. La conversación en la mesa principal ya no
se limitaba al oporto y al clarete, sino que se impregnaba de las más nuevas ideas. En
el Trinity, además de Hardy y Littlewood, trabajaban los dos filósofos en activo más
eminentes de Inglaterra: Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein. Ambos luchaban
con los mismos problemas relacionados con los fundamentos lógicos de las
matemáticas que tanto habían interesado a Hilbert. Y Cambridge vibraba con los
grandes progresos obtenidos en física por J. J. Thomson, que ganó un premio Nobel
por el descubrimiento del electrón, y por Arthur Eddington, que había confirmado la
convicción de Gauss y de Einstein de que el espacio era en realidad curvo y no
euclidiano.
La gran colaboración entre Hardy y Littlewood se alimentó con la oportuna
llegada, procedente de Gotinga, de un libro de Landau sobre los números primos. La
publicación en 1909 de su obra en dos volúmenes: Handbuch der Lehre von der
Verteilung der Primzahlen [Manual de teoría de la distribución de los números
primos] hizo que muchos se sumaran a la maravilla de las relaciones entre los

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números primos y la función zeta. Antes de aparecer el libro de Landau, la historia de
Riemann y los números primos era casi completamente desconocida entre la
comunidad matemática. Como Hardy reconoció en su necrológica sobre Landau
(escrita con Hans Heilbronn): «el libro transformó la materia, hasta entonces terreno
de caza de algunos audaces héroes, en uno de los campos más fértiles de los últimos
treinta años». Fue el libro de Landau el que permitió a Hardy demostrar en 1914 que
existían infinitos ceros sobre la recta crítica de Riemann. Motivado por sus
experiencias estudiantiles sobre la función zeta, también Littlewood se animó a hacer
su primera contribución importante a la materia.
Demostrar un teorema que Gauss consideraba cierto pero que no fue capaz de
demostrar se considera una prueba de la valentía de un matemático. Demostrar la
falsedad de uno de tales teoremas lo colocaba en otra categoría. No es frecuente que
una intuición de Gauss resulte equivocada. Había inventado una función, el logaritmo
integral Li(N), y había predicho que nos proporcionaría la cantidad de números
primos no mayores que N con precisión creciente al aumentar el valor de N.
Hadamard y de la Vallée-Poussin habían grabado sus nombres en la historia de las
matemáticas al demostrar que Gauss tenía razón. Pero Gauss había planteado una
segunda conjetura: que su logaritmo integral siempre sobreestimaría la cantidad de
números primos, es decir, que en ningún caso predeciría la existencia de menos
números primos de los que efectivamente hubiera entre 1 y N. Ello contrastaba con el
perfeccionamiento que introdujo Riemann, según el cual los valores fluctúan entre
subestimaciones y sobreestimaciones de la verdadera cantidad de números primos.
En la época en la que Littlewood empezó a ocuparse del tema, la segunda
conjetura de Gauss se había confirmado para todos los números hasta 10.000.000. En
tiempos de Gauss cualquier científico experimental habría aceptado diez millones de
testimonios como confirmación absolutamente convincente de la hipótesis de Gauss:
las ciencias que no sufren de una adicción tal a la demostración, y muestran un mayor
respeto por los resultados experimentales, habrían estado absolutamente satisfechas
de aceptar la conjetura de Gauss como una piedra fundacional sobre la que podían
empezar a construirse nuevas teorías. En la época de Littlewood, unos cien años más
tarde, era plausible que el edificio matemático se elevara sobre tales fundamentos.
Pero en 1912 Littlewood descubrió que, en contra de todas las previsiones, la
hipótesis de Gauss era un espejismo. La piedra angular se desintegró en polvo bajo su
ojo indagador. Demostró que, cuando seguimos contando, antes o después se llega a
una región numérica en la que el logaritmo integral de Gauss pasa de una
sobreestimación a una subestimación de la verdadera cantidad de números primos.
Littlewood consiguió también demoler otra idea que se estaba convirtiendo en
una referencia: muchos opinaban que el perfeccionamiento que Riemann había
aportado a la estimación de la cantidad de números primos propuesta por Gauss
proporcionaría estimaciones cada vez más precisas; Littlewood demostró que, aunque
el perfeccionamiento de Riemann resultaba más preciso cuando nos movemos en el

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ámbito de los primeros millones de números, cuando nos trasladamos a distancias
mayores en el universo de los números la estimación de Gauss resultaba más precisa.
El descubrimiento de Littlewood era especialmente notable por el hecho de que el
logaritmo integral de Gauss empieza a proporcionar una subestimación de la cantidad
de números primos sólo en regiones numéricas que probablemente nunca
alcanzaremos. Littlewood ni siquiera podía prever hasta dónde deberíamos llegar para
observar alguno de estos fenómenos. De hecho, hasta hoy nadie ha conseguido
avanzar lo suficiente como para llegar a una región numérica en la que el logaritmo
integral de Gauss dé una subestimación de la cantidad de primos. Si estamos en
condiciones de afirmar que en un cierto punto la predicción original de Gauss
resultará falsa, es sólo gracias al análisis teórico de Littlewood y al poder de la
demostración matemática.
Algunos años más tarde, en 1933, un estudiante de Littlewood llamado Stanley
1034
Skewes estimó que sólo cuando se contaran los números primos hasta 1010
hallaríamos una subestimación del número de primos por parte del logaritmo integral
de Gauss. Se trata de un número absurdamente grande: números tan grandes a
menudo producen comparaciones con la cantidad de átomos que existen en el
universo visible, que según las mejores estimaciones está en torno a los 1078; pero el
número que sugirió Skewes hace imposible incluso esta comparación. Se trata de un
número que empieza por 1 y continúa con tantos ceros que, si escribiéramos un cero
sobre cada átomo del universo, no llegaríamos a ninguna parte. Hardy señaló que el
número de Skewes, que así pasó a llamarse, era sin ninguna duda el mayor número
que jamás se había considerado en una demostración matemática.
La demostración de la estimación de Skewes era interesante por otro motivo: se
trata de uno de los millares de demostraciones que comienzan con la frase:
«supongamos que es cierta la hipótesis de Riemann». Skewes podía dar valor a su
demostración sólo presuponiendo que la hipótesis de Riemann es correcta, es decir,
que todos los puntos al nivel del mar en el espacio zeta se encuentran efectivamente
sobre la recta que pasa por 1/2. Sin este supuesto, los matemáticos de los años treinta
del siglo pasado no podían afirmar con certeza hasta dónde había que ir contando
hasta descubrir que el logaritmo integral de Gauss proporcionaba una subestimación
de la cantidad de números primos. Sin embargo, en este caso específico los
matemáticos hallaron por fin un modo de evitar la ascensión al monte Riemann. El
mismo Skewes determinó un número todavía más grande, que sería válido aunque la
hipótesis de Riemann resultara falsa.
Lo más curioso es que, en contraste con su resistencia a aceptar la segunda
conjetura de Gauss, la confianza de los matemáticos en la validez de la hipótesis de
Riemann empezaba a ser lo bastante firme como para atreverse a edificar sobre ella
aunque no estuviera demostrada. La hipótesis de Riemann se estaba convirtiendo ya
en un componente estructural del edificio matemático. También es posible que se
tratara tanto de una cuestión de pragmatismo como de confianza: un número de

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matemáticos cada vez mayor se topaba con la hipótesis de Riemann obstaculizando
sus progresos; sólo tenían posibilidades de avanzar si presuponían su veracidad. Sin
embargo, tal como Littlewood había dejado claro en el caso de la segunda conjetura
de Gauss, los matemáticos tienen que estar preparados para un posible
derrumbamiento de todo lo construido sobre la hipótesis de Riemann si alguien
hallara un simple cero de la función zeta fuera de la recta crítica.
La demostración de Littlewood tuvo un efecto psicológico muy fuerte sobre la
percepción de las matemáticas y en particular sobre la manera de observar los
números primos: aquella demostración supuso una seria advertencia a quien se dejara
impresionar por una gran acumulación de indicios. Dejaba al descubierto que los
números primos eran maestros del camuflaje: estos números esconden su verdadero
carácter en los rincones más recónditos del universo numérico, tan profundamente,
que la posibilidad de ser testigos oculares de su auténtica naturaleza probablemente
supera la capacidad de cálculo de los seres humanos, de manera que se puede
observar su comportamiento real sólo a través de los penetrantes ojos de la
demostración matemática abstracta.
La demostración de Littlewood proporcionó también la munición ideal para los
que defendían que había una diferencia esencial entre las matemáticas y las demás
ciencias. Los matemáticos ya no podían contentarse con el experimentalismo propio
de las matemáticas de los siglos XVII y XVIII, cuando se planteaban teorías tras realizar
unos pocos cálculos. El empirismo dejaba de ser un medio apto para la exploración
del mundo matemático. En las otras ciencias, millones de datos pueden constituir una
prueba suficiente sobre la que basar una teoría, pero Littlewood había mostrado que
en matemáticas esto significaba moverse en terreno minado. A partir de ahora, la
demostración lo sería todo: sin una prueba irrefutable no se podían tener certezas.
A medida que aumentaba el número de matemáticos que se veían obligados a
suponer cierta la hipótesis de Riemann, se hacía más y más imperativo asegurarse de
que en cualquier remota región del espacio de Riemann no hubiera ceros que se
apartaran de la recta crítica. Hasta que no se consiguiera, los matemáticos vivirían
siempre con el temor de que la hipótesis de Riemann pudiera resultar falsa.

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6
RAMANUJAN, EL MÍSTICO MATEMÁTICO

Una ecuación no significa nada para mí a menos que exprese un pensamiento de


Dios.
SRINIVASA RAMANUJAN

Mientras Hardy y Littlewood avanzaban fatigosamente a través del extraño espacio


de Riemann, a cinco mil millas de distancia, en las oficinas de la capitanía del puerto
de Madrás, en la India, un joven empleado llamado Srinivasa Ramanujan había
desarrollado una obsesión por el misterio embriagador del flujo irregular de los
números primos. En lugar de ocuparse del tedioso deber de mantener los registros
contables, para lo que había sido contratado, pasaba su tiempo llenando cuadernos de
observaciones y cálculos en búsqueda de lo que dictaba el ritmo a aquellos extraños
números. Ramanujan contaba los números primos sin tener la menor noción de la
sofisticada perspectiva que se había elaborado en Occidente. Carente de una
instrucción formal, no tenía el respeto reverencial que mostraban Hardy y Littlewood
hacia la teoría de los números y hacia los números primos en particular, que Hardy
definía como «la más difícil de todas las ramas de las matemáticas puras».
Desvinculado de toda tradición matemática, Ramanujan se sumergió en los números
primos con un entusiasmo casi infantil. Su candor, combinado con una extraordinaria
predisposición natural para las matemáticas, se reveló como su gran fuerza.
En Cambridge, Hardy y Littlewood estudiaban ávidamente la maravillosa historia
de los números primos desarrollada en el libro de Landau; en la India, la obsesión de
Ramanujan por los primos se había inspirado en un libro mucho más elemental, pero
con consecuencias igualmente amplias. Hay algunos momentos decisivos en la vida
de un joven científico que a veces pueden identificarse como fundamentales para su
futuro desarrollo, para Riemann se trató del libro de Legendre que le dieron cuando
era estudiante: aquel libro depositó la semilla que habría de germinar en una fase
posterior de su vida. Para Hardy y Littlewood, el libro de Landau tuvo una influencia
muy fuerte. En 1903, a los quince años, Ramanujan descubrió una copia de A
synopsis of Elementary Results in Pure and Applied Mathematics de George Carr.
Excepto por su relación con Ramanujan, el libro de Carr y la vida de su autor tienen
escasa importancia, pero para Ramanujan fue importante la estructura del libro: era
una lista de unos 4.400 resultados clásicos de las matemáticas; sólo resultados, sin
demostraciones. Ramanujan aceptó el reto y dedicó los años siguientes a estudiar a
fondo el libro y a explicar cada una de las afirmaciones que describía. Como tenía

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poca familiaridad con el estilo occidental de demostración, Ramanujan tuvo que crear
sus propias matemáticas. El hecho de no estar atado por la camisa de fuerza de las
formas convencionales de pensamiento le dio la libertad de moverse a placer, y no
pasó mucho tiempo antes de que su libreta se llenara de ideas y resultados que no
aparecían en el libro de Carr.
Euler se había devanado los sesos con muchas de las afirmaciones no
demostradas de Fermat. En las aproximaciones de Ramanujan a los problemas
matemáticos podemos reconocer el mismo espíritu de Euler: poseía una capacidad
fantástica de intuir la manera de dar vueltas y más vueltas a las fórmulas hasta hacer
emerger nuevas perspectivas. Sintió una gran emoción cuando descubrió por su
cuenta la relación que los números imaginarios proporcionan entre la función
exponencial y las ecuaciones que describen las ondas sonoras. Pero su alegría se
transformó en desesperación cuando, pocos días después, el joven empleado indio
descubrió que Euler se le había adelantado unos ciento cincuenta años. Humillado y
desanimado, Ramanujan escondió sus cálculos en el desván de su casa.
La comprensión del significado de la creatividad matemática es, en el mejor de
los casos, difícil, pero la forma de proceder de Ramanujan siempre tuvo algo de
misterioso: afirmaba que la diosa Namagiri, protectora de su familia y consorte de
Narashima, el dios león, cuarta encarnación de Vishnu, le aportaba sus ideas en
sueños. En la aldea de Ramanujan algunos creían que la diosa tenía el poder de
exorcizar los demonios; para Ramanujan, Namagiri era la explicación de los
relámpagos de iluminación que desencadenaban su flujo ininterrumpido de
descubrimientos matemáticos.
Ramanujan no es el único ejemplo de matemático para quien el mundo de los
sueños resulta ser un territorio fértil para la exploración matemática. Dirichlet tenía
las Disquisitiones arithmeticae bajo la almohada, esperando recibir la inspiración
para comprender las afirmaciones a menudo crípticas que contenía el libro. En los
sueños es como si la mente se liberara de las barreras del mundo real y tuviera la
libertad de abrir caminos que se excluyen en estado consciente. Ramanujan parecía
capaz de inducir este estado onírico en sus horas de vigilia: un trance así está muy
cerca del estado mental que la mayoría de los matemáticos intenta conseguir.
Hadamard, que se hizo famoso demostrando el teorema de los números primos,
estaba fascinado por lo que ocurre en la mente de un matemático creativo. Puso sus
ideas por escrito en un libro titulado The Psychology of Invention in the Mathematical
Field, que publicó en 1945, donde avanzaba poderosas tesis sobre el papel del
subconsciente. Actualmente los neurólogos se interesan cada vez más por los
mecanismos de la mente matemática, porque podrían ayudar a conocer el
funcionamiento del cerebro. A menudo es en los períodos de reposo o de sueño donde
se concede a nuestro cerebro la libertad de jugar con ideas que se han implantado en
el cerebro durante una actividad intelectual consciente.
En su libro, Hadamard dividía el acto del descubrimiento matemático en cuatro

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etapas: preparación, incubación, iluminación y verificación. Si Ramanujan tenía un
don natural para la tercera etapa, claramente le faltaba talento para la cuarta. La
simple iluminación le bastaba, pero no consideraba la etapa de verificación. Quizás el
hecho de no estar presionado por la responsabilidad de la demostración le concedía la
libertad de descubrir nuevos caminos en el páramo matemático. Su estilo intuitivo
contrastaba con las tradiciones científicas de Occidente; como escribió Littlewood
más adelante: «de hecho no poseía una idea muy clara de lo que se entiende por
demostración; si del conjunto de la mezcla de indicios y de intuiciones extraía una
certeza, no iba más allá».
Las escuelas indias debían mucho a las ideas que había introducido el Imperio
británico, sin embargo, el sistema didáctico inglés, que tan útil había sido para Hardy
y Littlewood, no fue de ninguna ayuda para el joven Ramanujan en la India: en 1907,
mientras la tesis doctoral de Littlewood recibía una calurosa acogida en Cambridge,
Ramanujan suspendía por tercera y definitiva vez los exámenes de admisión en el
College. Ciertamente, habría superado aquellos exámenes si sólo se hubiera tratado
de matemáticas, pero se le pedían también conocimientos de inglés, de historia, de
sánscrito e incluso de fisiología. Como buen brahmán, Ramanujan era rigurosamente
vegetariano, y para él la disección de ranas y conejos era intolerable. Pero el fracaso,
aunque significó que no podría ingresar en la Universidad de Madrás, no extinguió el
fuego matemático que ardía en su interior.
En 1910, Ramanujan esperaba impacientemente que sus ideas recibieran alguna
forma de reconocimiento; en particular, le interesaba una fórmula que parecía
proporcionar una cuenta extraordinariamente precisa de los números primos. En un
principio había experimentado la frustración que casi todos sufren al intentar
domesticar esta salvaje secuencia de números, pero Ramanujan sabía hasta qué punto
los números primos son fundamentales para las matemáticas, y no abandonó su
convicción de la existencia de una fórmula capaz de explicarlos. Como comentó
Littlewood más adelante: «¿qué gran matemático hubiera sido Ramanujan cien o
ciento cincuenta años antes? ¿Qué habría ocurrido si hubiera entrado en contacto con
Euler en el momento oportuno?… Pero el gran período de las fórmulas parece que ya
ha pasado». Sin embargo, Ramanujan no había estado sometido al cambio de
perspectiva que indujo Riemann: estaba decidido a hallar una fórmula que produjera
los números primos, y estaba ansioso por explicar sus descubrimientos a cualquiera
que pudiese apreciar sus ideas.
La impresión que producían sus cuadernos y la influencia de la red brahmánica le
garantizaron un empleo de contable en la capitanía del puerto de Madrás. Incluso
empezó a publicar sus ideas en el Journal of the Indian Mathematical Society, y su
nombre había llamado la atención de las autoridades británicas. C. L. T. Griffith, que
trabajaba en el Instituto de Ingeniería de Madrás, reconoció que la obra de
Ramanujan era la de un «matemático notable», pero no se sentía capaz de
comprenderla o de criticarla. En consecuencia, decidió pedir la opinión de uno de los

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profesores que le habían enseñado matemáticas cuando estudiaba en Londres.
Al faltarle una preparación formal, Ramanujan había elaborado un muy personal
estilo matemático. Por ello no tiene nada de extraño que, cuando el profesor Hill del
University College de Londres recibió las cartas en las que Ramanujan afirmaba
haber demostrado que 1 + 2 + 3 + 4 + … + ∞ = −1/12, liquidó buena parte de ellas
por tratarse de un sin sentido. Una fórmula así se presenta como ridícula incluso a un
ojo no calificado: ¡sumar todos los números enteros y obtener como resultado una
fracción negativa es claramente la obra de un loco! «El señor Ramanujan ha caído en
las trampas del tema más bien difícil de las series divergentes», escribió el profesor a
Griffith.
A pesar de todo, el juicio de Hill no fue totalmente negativo. Animado por esos
comentarios, Ramanujan decidió tentar a la suerte y escribir directamente a algunos
matemáticos de Cambridge. Dos de los destinatarios no consiguieron penetrar en el
mensaje que se escondía detrás de la extraña matemática de Ramanujan y rechazaron
su petición de ayuda. Pero luego la carta de Ramanujan fue a parar al escritorio de
Hardy.
Las matemáticas parecen tener el poder de atraer a los excéntricos, y quizás una
parte de la responsabilidad ha de atribuirse a Fermat. El modelo de carta de rechazo
de Landau da testimonio de la cantidad de respuestas absurdas que se reciben
procedentes de individuos que reivindican su derecho a recibir el premio Wolfskehl
por haber resuelto el último teorema de Fermat. Los matemáticos están
acostumbrados a recibir cartas no solicitadas llenas de locas teorías numerológicas;
Hardy, por ejemplo, estaba acostumbrado a quedar sumergido en un diluvio de
manuscritos cuyos autores, como recordaba su amigo C. P. Snow, afirmaban haber
resuelto los misterios proféticos de la Gran Pirámide o descifrado los criptogramas
que Francis Bacon había escondido en los dramas de Shakespeare.
Hacía poco que Ramanujan había recibido un ejemplar del libro de Hardy: Orders
of Infinity, de parte de Ganapathy Iyer, un profesor de matemáticas de Madrás con
quien pasaba veladas enteras en la playa discutiendo de matemáticas. Mientras leía a
Hardy, Ramanujan debió de comprender que finalmente había encontrado a alguien
capaz de apreciar sus ideas, pero más tarde reconoció haber temido que sus sumas
infinitas indujeran a Hardy «a hacerme notar que mi destino era el manicomio».
Había una afirmación de Hardy que interesaba particularmente a Ramanujan: «Hasta
hoy no se ha encontrado una expresión definida que proporcione la cantidad de
números primos menores que un número dado cualquiera». Ramanujan había
descubierto una expresión que creía que daba tal número con una precisión casi
absoluta, y ardía en deseos de saber lo que pensaría Hardy de su fórmula.
La primera impresión de Hardy, cuando encontró en el correo de la mañana el
enorme sobre de Ramanujan cubierto de sellos indios, no fue favorable: dentro había
un manuscrito lleno de teoremas extraños, delirantes, sobre la cuenta de los números
primos, junto con resultados muy conocidos que se presentaban como

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descubrimientos originales. En la carta adjunta, Ramanujan declaraba que había
«encontrado una función que da una representación exacta de la cantidad de primos».
Hardy sabía que se trataba de una afirmación estupenda, pero en el manuscrito no
aparecía ninguna fórmula; peor todavía: ¡no se demostraba nada! Para Hardy, la
demostración lo era todo. Una vez, hablando con Bertrand Russell en el comedor del
Trinity College, dijo: «Si yo consiguiera demostrar con la lógica que tú morirás
dentro de cinco minutos, estaría consternado por tu muerte inminente, pero mi dolor
quedaría muy mitigado por el placer de la demostración».
Según C. P. Snow, tras una ojeada al trabajo de Ramanujan, Hardy «no sólo se
había aburrido, sino que también estaba irritado. Daba la impresión de tratarse de un
curioso fraude». Pero antes del atardecer aquellos locos teoremas empezaron a ejercer
su magia y Hardy convocó a Littlewood para discutirlos después de cenar. A
medianoche estaban descifrados. Armados con los conocimientos necesarios para
comprender el lenguaje no convencional de Ramanujan, ahora Hardy y Littlewood se
daban cuenta de que no se trataba de las manifestaciones de un desequilibrado sino de
la obra de un genio, de un matemático falto de preparación formal pero, sin la menor
duda, brillante.
Ambos comprendieron que la suma infinita aparentemente insensata de
Ramanujan no era otra cosa que el redescubrimiento del método para definir la parte
que falta del paisaje zeta de Riemann. La clave para decodificar la fórmula de
Ramanujan consiste en expresar el número 2 como 1/(2−1) (2−1 es otra forma de
escribir 1/2). Aplicando el mismo truco a cada número de la suma infinita, Hardy y
Littlewood reescribieron la fórmula de Ramanujan en la forma siguiente:

Lo que tenían delante era la solución de Riemann para el cálculo de la función


zeta cuando se le introducía el número −1. Sin una instrucción formal, Ramanujan
había recorrido todo el camino solo y había reconstruido el descubrimiento que
Riemann había hecho del paisaje zeta.
La carta de Ramanujan no podía haber llegado en mejor momento: gracias al libro
de Landau, Littlewood y Hardy estaban fascinados por las maravillas de la función
zeta de Riemann y por sus conexiones con los números primos. Y he aquí que
Ramanujan afirmaba tener una fórmula increíblemente precisa para calcular la
cantidad de números primos que se hallan en un intervalo numérico dado. Aquella
misma mañana, Hardy había descartado esta afirmación, convencido de que
Ramanujan era uno de tantos desequilibrados que se dedican a las matemáticas. Pero
su trabajo de la tarde había colocado aquel sobre procedente de la India bajo una luz
completamente distinta.
Hardy y Littlewood debieron de quedar atónitos ante la afirmación de Ramanujan
según la cual su fórmula permitía calcular la cantidad de números primos hasta

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100.000.000, «en general sin ningún error y en algunos casos con un error de 1 o de
2». El problema radicaba en que no daba ninguna fórmula. En efecto, toda la carta era
profundamente frustrante para los dos matemáticos, ya que para ellos era
absolutamente fundamental disponer de una demostración. Las fórmulas y las
afirmaciones que llenaban la carta, en cambio, nunca se justificaban ni se explicaba
de dónde venían.
Hardy respondió a Ramanujan en términos muy positivos, pidiéndole que
mandara las demostraciones y mayores detalles sobre las fórmulas relativas a los
números primos. Littlewood añadió una nota pidiendo que les mandara la fórmula
para los números primos y «todas las demostraciones posibles, rápidamente». Los dos
matemáticos estaban en ascuas ante la respuesta de Ramanujan. Pasaron muchas
cenas intentando descifrar otras partes de su primera carta. Bertrand Russell escribió
a un amigo que había encontrado «durante la cena a Hardy y Littlewood en un estado
de gran agitación, porque creían haber descubierto a un segundo Newton, un
empleado hindú de Madrás con un estipendio de 20 libras al año».
Puntualmente llegó una segunda carta de Ramanujan. Contenía varias fórmulas
para calcular la cantidad de números primos, pero faltaba todavía una demostración.
«Qué exasperante su carta en estas circunstancias» escribió Littlewood, y conjeturó
que quizá Ramanujan temía que Hardy tuviera la intención de robarle sus
descubrimientos. Al estudiar esta segunda carta, Hardy y Littlewood descubrieron
que Ramanujan había concebido otro de los descubrimientos fundamentales de
Riemann: el perfeccionamiento de la fórmula de Gauss para la cuenta de los números
primos que introdujo Riemann era muy preciso, y además Riemann había descubierto
cómo usar los ceros del paisaje zeta para eliminar los errores que todavía daba su
fórmula; literalmente de la nada, Ramanujan había reconstruido una parte de la
fórmula que Riemann había ideado cincuenta años antes. La fórmula de Ramanujan
incluía el perfeccionamiento de Riemann sobre la estimación del número de primos
que Gauss había dado, pero no las correcciones que Riemann obtuvo utilizando los
ceros de su paisaje.
¿Quizá Ramanujan estaba afirmando que los errores que producen los puntos a
nivel del mar se anulaban de alguna manera milagrosa? Fourier había proporcionado
una explicación musical de estos errores: cada cero es como un diapasón, y cuando
vibran todos juntos estos diapasones crean el ruido de los números primos. Quizá las
ondas sonoras pueden combinarse para producir el silencio si se anulan unas a otras.
En un aeroplano se reduce el zumbido de los motores creando ondas sonoras en el
interior de la cabina para compensarlo, ¿podía ser que Ramanujan estuviera
afirmando que las ondas de los ceros de Riemann crearían silencio?
Durante las vacaciones de Pascua, Littlewood marchó a Cornualles con su amante
y la familia de ésta acompañado de una copia de la carta de Ramanujan. «Estimado
Hardy —escribió (nunca se llamaban el uno al otro por el nombre de pila)—, la
cuestión de los números primos está equivocada». Littlewood había conseguido

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demostrar que en ningún caso los errores causados por aquellas ondas podrían
anularse unos a otros para justificar lo que afirmaba Ramanujan, es decir, que su
reconstrucción de la fórmula de Riemann no era tan precisa como él afirmaba.
Siempre habría ruido, por más lejos que llegáramos a contar.
Ocurrió que el análisis de Littlewood, estimulado por la carta de Ramanujan, lo
llevó a una nueva intuición interesante sobre la obra de Riemann. La hipótesis de
Riemann era importante para los matemáticos porque implicaba que la diferencia
entre la estimación de Gauss y la verdadera cantidad de números primos
comprendidos entre 1 y N sería muy pequeña en relación con N; en realidad nunca
habría sido mayor que la raíz cuadrada de N. Pero si se hubiera hallado un simple
cero fuera de la recta mágica de Riemann, entonces el error sería mucho mayor.
Ahora, la carta de Ramanujan parecía sugerir que era posible hacerlo mejor que
Riemann: podía suceder que, al seguir contando números primos, el error resultara
todavía menor que la raíz cuadrada de N. El trabajo de Littlewood en Cornualles
truncó aquella esperanza: Littlewood consiguió demostrar que en un número infinito
de casos el error producido por los ceros sería al menos tan grande como la raíz
cuadrada de N. La hipótesis de Riemann representaba el escenario óptimo:
sencillamente, Ramanujan se había equivocado, pero a pesar de ello Hardy había
quedado impresionado. Como escribió más adelante: «no estoy seguro de que en
cierto modo este fracaso no haya sido más maravilloso que todos sus triunfos».
«Tengo una vaga teoría sobre el origen de sus errores». En su carta a Hardy,
Littlewood conjeturaba que Ramanujan creía erróneamente que en el paisaje zeta no
había puntos a nivel del mar; si realmente hubiera sido así, entonces las fórmulas de
Ramanujan hubieran resultado exactas. No obstante, Littlewood estaba emocionado:
«Puedo creer que se trata al menos de un Jacobi», declaró, comparando a Ramanujan
con una de las celebridades entre los matemáticos de la generación de Riemann.
Hardy escribió a Ramanujan: «Haber demostrado lo que usted afirma habría sido la
empresa matemática más extraordinaria de toda la historia de las matemáticas».
Estaba claro que, a pesar de su enorme talento, Ramanujan tenía una desesperada
necesidad de que lo pusieran al día sobre el estado actual de los conocimientos.
Littlewood escribió a Hardy sobre su intuición: «No sorprende que haya terminado
por equivocarse, ignorante como parece sobre la diabólica malignidad que esconden
los primos». Como observó Hardy: «tenía un handicap imposible de superar, un
hindú pobre y solitario que se medía intelectualmente con la sabiduría acumulada en
Europa».
Decidieron hacer todo lo posible para traer a Ramanujan a Cambridge. Enviaron a
la India a E. H. Neville, un profesor del Trinity College, para que convenciera a
Ramanujan de la conveniencia de unirse a ellos. Al principio Ramanujan era reacio a
dejar la India ya que, al ser un brahmán practicante, creía que cruzando los mares se
convertiría en un paria. Un amigo, Narayana Iyer, se dio cuenta de las vacilaciones de
Ramanujan y trazó un plan. Iyer estaba convencido de que la devoción de Ramanujan

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por las matemáticas y la que sentía por la diosa Namagiri podrían, reunidas, producir
una revelación que lo persuadiera de la conveniencia de ir a Cambridge. Lo
acompañó al templo de Namagiri para buscar la inspiración divina; al cabo de tres
días durmiendo sobre el suelo de piedra del templo, Ramanujan se despertó con
sobresalto y corrió a despertar a su amigo: «He visto en un relámpago de luz
resplandeciente a Namagiri ordenándome que atravesara el mar». Iyer sonrió: su plan
había funcionado.
Ramanujan también temía la oposición de su familia, pero Namagiri, la divinidad
que lo protegía, intervino de nuevo: la madre de Ramanujan soñó que su hijo tomaba
asiento en una gran sala rodeado de europeos y que la diosa Namagiri le ordenaba
que no pusiera dificultades. Por último, le preocupaba la perspectiva de volver a
someterse a exámenes humillantes cuando llegara a Cambridge. Neville consiguió
disipar este último temor: todo estaba ya a punto para que Ramanujan cambiara la
extensión caótica de casas minúsculas de Madrás por los imponentes salones y las
grandes bibliotecas de Cambridge, el escenario soñado por su madre.

CHOQUE CULTURAL EN CAMBRIDGE

En 1914, Ramanujan llegó a Cambridge, y así pudo dar comienzo una de las
grandes colaboraciones de la historia de las matemáticas. Hardy habló siempre con
pasión del período de colaboración con Ramanujan: cada uno gozaba con las ideas
del otro, encantados de haber hallado un espíritu afín con quien compartir su amor
por los números. Más adelante Hardy evocaría aquellos años como unos de los más
felices de su vida y hablaría de su relación con Ramanujan en términos
conmovedores, definiéndola como «la única historia romántica de mi vida».
La asociación de Hardy y Ramanujan recuerda a la clásica pareja de policías que
dirige un interrogatorio, una pareja con un bueno y un malo. El bueno es el eterno
optimista lleno de locas propuestas, el malo es el pesimista, que sospecha de todo y
ve desaparecer la carta en la manga. Ramanujan tenía necesidad de que Hardy el
crítico frenara su entusiasmo mientras ambos interrogaban a su sospechoso
matemático.
De todas formas, no siempre era fácil encontrar un terreno común: con toda
seguridad se producía un choque cultural. Mientras Hardy y Littlewood pretendían
demostraciones rigurosas, al estilo occidental, los teoremas de Ramanujan
simplemente se derramaban, por inspiración de la diosa Namagiri. A veces, Hardy y
Littlewood ni siquiera conseguían entender de dónde salían las ideas de su nuevo
colega. Hardy observó: «Parecía ridículo angustiarlo preguntándole cómo había
descubierto este o aquel teorema ya demostrado, cuando me presentaba media docena
diaria de nuevos teoremas».
Ramanujan no sólo tenía que luchar contra el choque cultural-matemático, estaba
solo en un mundo extraño hecho de birretes y togas negras; no conseguía encontrar

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comida vegetariana y escribía a su casa para que le mandaran paquetes de tamarindo
y aceite de coco. Si no hubiera sido por el mundo familiar de las matemáticas,
probablemente la transición habría sido imposible. Neville, el profesor que había
conquistado su confianza en la India, describió aquellos primeros días: «Sufría las
pequeñas miserias de la vida en una civilización extraña: el gusto desagradable de las
verduras a las que no estaba acostumbrado, los zapatos que le atormentaban los pies
que habían sido libres durante veintiséis años. Pero era un hombre feliz, que
encontraba alegría en la sociedad matemática en que se estaba introduciendo». Se le
podía ver todos los días caminando desgarbado, en zapatillas, por el patio del
College, tras renunciar por desesperación a sus zapatos ingleses. Pero, una vez
instalado en el despacho de Hardy, con sus libretas abiertas, podía refugiarse en sus
fórmulas y ecuaciones mientras Hardy lo observaba, preso en las redes de sus
mágicos teoremas. Ramanujan había pasado del aislamiento matemático de la India a
la soledad cultural de Cambridge, pero había ganado un compañero con quien
explorar su mundo matemático.
Hardy descubrió que dar una educación matemática a Ramanujan era una
auténtica obra de equilibrismo: temía que, si insistía demasiado en obligarlo a
consumir energías en la demostración de sus resultados, podría «destruir su confianza
en sí mismo o romper el sortilegio de su inspiración». Confió a Littlewood el trabajo
de familiarizarlo con el rigor de las matemáticas occidental. Littlewood descubrió que
se trataba de un trabajo virtualmente imposible: ante cualquier cosa que intentara
presentar a Ramanujan, obtenía como respuesta una catarata de ideas originales que
lo dejaban clavado en su silla.
Si bien los intentos de Ramanujan por producir fórmulas exactas para contar los
números primos contribuyeron a llevar su barco hasta Inglaterra, sería en ámbitos
relacionados donde terminaría dejando su marca. La lectura de los comentarios
pesimistas de Hardy y Littlewood sobre la malignidad de los números primos lo
disuadió de atacarlos directamente. Sólo podemos especular sobre lo que Ramanujan
habría podido descubrir si no le hubieran transmitido el miedo de Occidente a los
números primos. Junto a Hardy, sin embargo, Ramanujan continuó su exploración de
las propiedades relacionadas con ellos. Las ideas que él y Hardy elaboraron
contribuirían al primer paso adelante en el camino de una demostración de la
conjetura de Goldbach, que afirma que todo número par se puede escribir como suma
de dos números primos. Tal progreso llegó por vía indirecta, pero el punto de partida
fue la ingenua confianza de Ramanujan en la existencia de fórmulas exactas para
expresar sucesiones numéricas importantes, como la de los números primos. En la
misma carta en que afirmaba haber encontrado una fórmula para los números primos,
decía haber comprendido la manera de generar otra sucesión hasta entonces
indomable: la partición de números.
¿De cuántas maneras distintas se puede dividir cinco piedras en montones
diferentes? El número de montones varía de un máximo de cinco montones

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compuestos por una única piedra a un único montón de cinco piedras, con un cierto
número de posibilidades intermedias:

Las siete maneras de repartir cinco piedras.

Estas distintas posibilidades reciben el nombre de particiones del número 5.


Como muestra el dibujo, hay siete posibles particiones de 5.
He aquí el número de particiones para los números de 1 a 15:

Número 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15
Particiones 1 2 3 5 7 11 15 22 30 42 56 77 101 135 176

Ésta es una de las sucesiones numéricas que habíamos planteado en el capítulo 2.


Son números que aparecen en el mundo físico casi con la misma frecuencia que los
números de Fibonacci; por ejemplo, deducir la densidad de los niveles energéticos en
determinados sistemas cuánticos simples se reduce a comprender el crecimiento del
número de particiones.
La distribución de estos números no parece tan casual como la de los números
primos, pero la generación de Hardy casi había renunciado a encontrar una fórmula
exacta que diera su secuencia. Los matemáticos opinaban que, como máximo, podía
existir una fórmula que diera una estimación que no se apartara excesivamente del
número efectivo de particiones de N, de modo similar al modo en que la fórmula de
Gauss para los números primos proporcionaba una buena aproximación la cantidad
de números primos no mayores que N. Pero a Ramanujan nunca le habían enseñado a
tener miedo de las sucesiones. Estaba decidido a hallar una fórmula que le dijera que
existían exactamente cinco modos de dividir cuatro piedras en montones distintos, o

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que había 3.972.999.029.388 maneras de dividir 200 piedras en montones distintos.
Si bien había fracasado con los números primos, Ramanujan obtuvo un éxito
espectacular con las particiones. La capacidad de Hardy para construir
demostraciones complejas junto con la ciega confianza de Ramanujan en la existencia
de una fórmula exacta se combinaron para conducirlos a su descubrimiento.
Littlewood nunca comprendió «por qué Ramanujan estaba tan seguro de que existía
una fórmula exacta». Y cuando observamos la fórmula —donde aparecen la raíz
cuadrada de 2, π, derivadas, funciones trigonométricas, números imaginarios— no
podemos menos que preguntarnos cómo se concibió:

Más adelante Littlewood observó: «Debemos el teorema a una colaboración


excepcionalmente feliz entre dos hombres dotados de talentos bien distintos, a la que
cada cual dio su mejor contribución, la más característica y afortunada que poseía».
En la cuestión del cálculo de las particiones hay un detalle curioso. La
complicada fórmula de Hardy y Ramanujan no proporciona el número exacto de
particiones: proporciona una respuesta correcta cuando se la aproxima al número
entero más próximo. Así, por ejemplo, cuando insertamos en la fórmula el número
200, obtenemos un valor no entero aproximado a 3.972.999.029.388. Por ello, aunque
la fórmula permite obtener la respuesta exacta, produce una cierta frustración el
hecho de que no recoja la esencia de estos números. (Más adelante se descubrió una
variante de la fórmula que da la respuesta rigurosamente exacta).
A pesar de que Ramanujan no consiguió llevar a buen puerto la misma
estratagema en el caso de los números primos, el trabajo que realizó junto con Hardy
sobre la función de partición tuvo un impacto importante sobre la conjetura de
Goldbach, uno de los grandes problemas irresueltos de la teoría de los números
primos. La mayor parte de los matemáticos había renunciado incluso a plantearse este
problema: no se había propuesto ni siquiera una sola idea de partida para intentar
algún progreso concreto hacia su resolución. Sólo algunos años antes, Landau había
declarado que el problema era simplemente inabordable.
El trabajo de Hardy y Littlewood sobre la función de partición inauguró una
técnica que hoy se llama método del círculo de Hardy-Littlewood. La referencia al
círculo en el nombre del método procede de los pequeños diagramas que
acompañaban a los cálculos de Hardy y Ramanujan y que representaban círculos en
el mapa de los números imaginarios alrededor de los cuales ambos matemáticos
trataban de hacer integraciones. La razón por la que el método se asocia al nombre de
Littlewood y no al de Ramanujan está en la utilización que del mismo hicieron Hardy

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y Littlewood para aportar la primera contribución sustancial a una demostración de la
conjetura de Goldbach. Aun no pudiendo probar que todo número par puede
expresarse como suma de dos números primos, en 1923 Hardy y Littlewood
consiguieron demostrar algo que para los matemáticos era casi igual de importante:
que todos los números impares mayores que un número dado (un número enorme)
podían escribirse como suma de tres números primos. Pero hacía falta imponer una
condición para que su demostración fuera válida: que fuera cierta la hipótesis de
Riemann. Por tanto, éste era un nuevo resultado que se subordinaba a que la hipótesis
de Riemann se convirtiera tarde o temprano en el teorema de Riemann.
Ramanujan contribuyó a desarrollar aquella técnica, pero desgraciadamente no
vivió lo suficiente para ser testigo del inesperado papel que tendría en el desarrollo de
las matemáticas. En 1917 estaba cada vez más deprimido. Gran Bretaña se enfrentaba
a los horrores de la Primera Guerra Mundial. El Trinity College acababa de nombrar
profesor a Ramanujan. La plaza de profesor que ocupaba Russell hacía poco que
había sido revocada a causa de su militancia antibelicista y el College no estaba
dispuesto a tolerar las posiciones pacifistas de Ramanujan. Aunque finalmente había
aprendido a comprimir sus pies dentro de los zapatos occidentales y a llevar toga y
birrete, su corazón seguía estando en la India meridional.
Cambridge se había convertido en una prisión: Ramanujan estaba habituado a la
libertad que ofrecía la vida en la India, cuyo clima cálido permitía que la gente pasara
mucho tiempo al aire libre. En Cambridge tenía que refugiarse tras los gruesos muros
del College para protegerse del viento gélido del mar del Norte. Las divisiones
sociales le impedían tener relaciones más allá de las interacciones formales de la vida
académica. Además, estaba empezando a descubrir que la insistencia de Hardy en el
rigor matemático impedía que su mente pudiera vagar libremente por el espacio
matemático.
Al declive de su estado psicológico se unía el deterioro físico: el Trinity College
no comprendía las rígidas reglas de alimentación que le imponía su religión. En la
India estaba acostumbrado a recibir la comida directamente de manos de su esposa
mientras él llenaba sus libretas; aunque las cocinas del College le ofrecían un servicio
idéntico al que se reservaba para profesores como Hardy y Littlewood, para
Ramanujan lo que se servía en el comedor era absolutamente imposible de digerir.
Simplemente no era capaz de sobrevivir por sí mismo y se sentía terriblemente solo,
ya que había dejado a su esposa y a su familia en la India. Su malnutrición llevó a la
sospecha de que había contraído tuberculosis, lo que lo obligó a pasar por una serie
de clínicas de reposo.
Ramanujan intentó salir adelante concentrándose en las matemáticas, pero sin
mucho éxito. Sus sueños estaban plagados de imágenes matemáticas delirantes. Creía
que sus dolores abdominales estaban causados por el clavo sin fin que se elevaba
sobre el paisaje de Riemann cuando la función zeta tendía al infinito. ¿Se trataba
quizá de un castigo terrible por haber incumplido la ley brahmánica que le prohibía

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atravesar los mares? ¿Había interpretado mal el mensaje de Namagiri? Desde su
llegada a Cambridge su esposa no le había escrito. La presión que tenía que soportar
resultaba demasiado fuerte.
Tras un restablecimiento parcial, aún bajo la depresión, Ramanujan intentó
suicidarse lanzándose ante un convoy del metro londinense. Falló gracias a la
intervención de un guardia que consiguió hacer parar el tren a pocos metros del
cuerpo de Ramanujan. En 1917 el intento de suicidio era un delito, pero gracias a la
intervención de Hardy se retiraron las acusaciones contra Ramanujan, a condición de
que fuera internado en un sanatorio de Marlock, en Derbyshire, donde debería
permanecer doce meses bajo control médico.
Ahora Ramanujan estaba en un callejón sin salida: lejos de todo, sin siquiera el
estímulo de sus encuentros cotidianos con Hardy. «Llevo un mes aquí —escribió a
Hardy—, y no me han permitido encender la calefacción ni un solo día. Me han
prometido calefacción para los días de trabajo matemático serio. Esos días no han
llegado aún, y yo estoy en esta habitación abierta y terriblemente fría».
Por fin Hardy consiguió trasladar a Ramanujan a un sanatorio de Putney, un
barrio de Londres. Por más que él confesara que Ramanujan había sido el único
verdadero amor de su vida, su relación estaba casi totalmente falta de sentimiento, si
excluimos la emoción de hacer matemáticas juntos. Durante una visita a Ramanujan,
que yacía en cama, a falta de tema de conversación Hardy le comentó el número del
taxi que lo había llevado hasta allí, 1.729, como ejemplo de un número sin ningún
atractivo. Incluso en cama, Ramanujan era irrefrenable: «¡No, Hardy!, ¡no, Hardy!; es
un número muy interesante, es el menor número que se puede expresar de dos
maneras distintas como suma de dos cubos». Tenía razón: 1.729 = 13 + 123 =
103 + 93.
La suerte de Ramanujan mejoró ligeramente con su nombramiento como
miembro de la Royal Society, la institución científica más prestigiosa de Gran
Bretaña, y finalmente también con su nombramiento como profesor del Trinity
College. La influencia de Hardy sobre estos nombramientos era la única manera que
conocía de expresar el amor del que hablaba. Pero Ramanujan nunca recobró la
salud: al terminar la Primera Guerra Mundial, Hardy sugirió que quizá debería volver
a la India para completar su convalecencia. El 26 de abril de 1920, Ramanujan murió
en Madrás a la edad de treinta y tres años, a causa de una enfermedad que hoy se cree
que podía ser amebiasis, una infección del intestino grueso que probablemente había
contraído antes de marchar a Inglaterra.
A pesar de que Ramanujan finalmente no consiguió dominar los números primos,
su primera carta a Hardy tuvo un efecto duradero sobre la teoría de estos números.
Los matemáticos están convencidos de que la respuesta a este enigma irresuelto
puede aparecer en cualquier momento y a partir de cualquier fuente. Una nueva
intuición podría proyectar un nombre antes desconocido desde las sombras de una
existencia oscura a las luces de los focos. Como demostró el caso de Ramanujan,

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quizás el conocimiento y las expectativas pueden llegar a frenar los progresos: los
académicos que se han formado en las sedes tradicionales de la cultura no
necesariamente están en la mejor posición para escapar de los esquemas. Siempre
existe la posibilidad de que otro sobre voluminoso acabe en el escritorio de algún
matemático, anunciando la llegada de un genio desconocido preparado para convertir
en realidad el sueño de Ramanujan de descifrar el enigma de los números primos.
Las ideas que Ramanujan dejó tras de sí estaban destinadas a alimentar el trabajo
de generaciones enteras de matemáticos, y continúan haciéndolo. De hecho, podría
afirmarse que sólo en los últimos decenios se ha empezado a apreciar completamente
el valor real de las ideas de Ramanujan. Incluso a la muerte de Hardy, el verdadero
alcance de las fórmulas de Ramanujan no era todavía evidente; el propio Hardy fue
muy crítico con una de las conjeturas de Ramanujan: «Parece que hayamos ido a
parar a uno de los páramos de las matemáticas», observó en uno de sus escritos en
relación con ella. Sin embargo, con la distancia de los años podemos emitir un juicio
bien distinto sobre la importancia de la conjetura tau de Ramanujan, que es como se
la conoce, ya que en 1978 su solución le valió a Pierre Deligne la concesión de una
medalla Fields. Bruce Berndt, uno de los grandes admiradores de Ramanujan, lo ha
comparado con Bach, que tras su muerte cayó en el olvido durante años.
Berndt dedicó buena parte de su propia vida a analizar los cuadernos inéditos de
Ramanujan: se trata del continuador de una tradición de matemáticos que quedaron
fascinados por la masa de fórmulas y de ecuaciones que generó Ramanujan.
Explorando los cuadernos, Berndt descubrió una curiosa tabla que entra en los
detalles de la cantidad de números primos para N menor que 100.000.000; los valores
son correctos totalmente, o casi, además, son más precisos de los que da la fórmula
que Ramanujan envió a Hardy en su primera carta. Sin embargo, no hay ningún
indicio sobre cómo los dedujo.
¿Podría ser que Ramanujan hubiera accedido a una fórmula secreta para calcular
la distribución de los números primos, una fórmula tan precisa como la relativa a la
función de partición? ¿Podría ser que los cuadernos de Ramanujan escondan aún
indicios a la espera de ser descubiertos? En 1976 la comunidad matemática se
estremeció ante la noticia del descubrimiento de un cuaderno de Ramanujan que se
creía perdido, y que resultó estar repleto de matemáticas inéditas; este descubrimiento
está destinado inevitablemente a alimentar hipótesis sobre la posibilidad de que,
escondidos en los archivos del Trinity College o en cualquier cajón de Madrás, haya
tesoros que todavía no han visto la luz y que explicarían la capacidad de Ramanujan
de contar los números primos con tanta precisión.
La muerte de Ramanujan supuso una gran conmoción para Hardy, quien sólo dos
meses antes había recibido de su amigo una carta «más bien alegre y llena de
matemáticas». La pérdida de tan maravilloso compañero de viaje en sus excursiones a
través del territorio matemático le produjo una gran desolación: «Para mí, su
originalidad ha sido fuente constante de inspiración desde que lo conocí, y su muerte

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es uno de los peores golpes que jamás haya recibido».
Cuando envejeció, Hardy cayó víctima de la depresión. Siempre había pensado en
sí mismo como si fuera joven; ahora, la imagen de su cara cruzada de arrugas le
repugnaba tanto que cogió la costumbre de pedir insistentemente que dieran la vuelta
a todos los espejos cuando entraba en una habitación. Odiaba los efectos de la edad
sobre su capacidad de hacer matemáticas. Su Apología de un matemático es la
descripción memorable de un matemático al final de su carrera: para hacer
matemáticas, un matemático «no ha de ser demasiado viejo, las matemáticas son un
ejercicio creativo y no contemplativo, y nadie puede consolarse cuando pierde el
poder o el deseo de crear; y tal cosa es fácil que le ocurra muy pronto a un
matemático».
Como antes había hecho Ramanujan, Hardy intentó quitarse la vida, aunque
escogió tomar pastillas en lugar de saltar ante un tren. Sin embargo vomitó las
pastillas y quedó tuerto. C. P. Snow recuerda una visita que hizo a Hardy tras su
intento de suicidio: «Se burlaba de sí mismo. Se las arreglaba muy mal. ¿Había
existido alguien que se las arreglara peor que él?». El único consuelo para Hardy,
como escribió en la Apología, había sido Ramanujan: «Todavía hoy, en los momentos
de depresión, cuando estoy obligado a escuchar a gente pedante y presuntuosa, me
digo: “bueno, he hecho una cosa que vosotros nunca seréis capaces de hacer: he
colaborado con Littlewood y Ramanujan casi de igual a igual”».

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7
ÉXODO MATEMÁTICO: DE GOTINGA A PRINCETON

Dado que las ciencias matemáticas son tan amplias y variadas, es necesario
circunscribir su cultivo, ya que toda actividad humana está ligada a lugares y a
personas.
DAVID HILBERT,
hablando en una fiesta con motivo de la llegada de Landau a Gotinga
como profesor en 1913.

El padre de Landau, Leopold, descubrió que en la misma calle de Berlín donde vivía
habitaba también un joven portento de las matemáticas. Lleno de curiosidad, lo invitó
a tomar el té en su casa; a pesar de su timidez, Carl Ludwig Siegel aceptó la cita con
el padre del gran matemático de Gotinga. El viejo Landau tomó de su biblioteca los
dos volúmenes del libro sobre los números primos que había escrito su hijo y se los
entregó a Siegel; probablemente aún eran demasiado difíciles para él, explicó, pero
quizá más adelante estaría preparado para leerlos. Siegel debió guardar como un
tesoro el libro de Edmund Landau, que tendría un impacto duradero sobre su
desarrollo matemático.
La mayoría de edad de Siegel coincidió con el estallido de la Primera Guerra
Mundial. Aquel muchacho joven y reservado se asustaba con la idea de prestar
servicio en el ejército: empezó a desarrollar una profunda aversión a todo lo que
tuviera que ver con las fuerzas armadas. A pesar del interés que el padre de Landau
había mostrado por sus progresos matemáticos, inicialmente Siegel había elegido
estudiar astronomía, pensando que se trataba de una disciplina que nunca tendría nada
que ver con la guerra. Pero los cursos de astronomía empezaban tarde y, para matar el
tiempo, Siegel empezó a asistir a cursos de matemáticas. Al cabo de poco tiempo se
entregó a ellas: explorar el universo de los números se convirtió en su pasión. Muy
pronto adquirió la preparación suficiente para comprender el contenido de los
volúmenes sobre los números primos que le había dado el padre de Landau.
En 1917 la guerra invadió de manera inexorable la vida de Siegel y, cuando se
negó a prestar el servicio militar, lo recluyeron en un manicomio. El padre de Landau
intervino para que lo liberaran: «Si no hubiera sido por Landau habría muerto»,
reconoció más tarde Siegel. En 1919, cuando aún estaba recuperándose de aquel
calvario, el joven Siegel conoció a Edmund Landau, su héroe matemático, en
Gotinga, donde florecería su talento matemático.
Siegel también descubrió que tendría que aprender a soportar el carácter
exasperante de Landau. Una vez, cuando ya era licenciado en matemáticas, Siegel

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visitó a Landau en Berlín. El profesor pasó toda la cena explicando meticulosamente
una demostración extremadamente detallada y técnica, obstinándose en ofrecer cada
detalle por mínimo que fuera. Siegel lo escuchó con paciencia, pero cuando Landau
terminó era tan tarde que ya no había autobús para devolverlo a su casa: tuvo que
hacer el trayecto a pie. Durante la larga caminata volvió a pensar en la demostración
de Landau, que trataba de los puntos a nivel del mar en un paisaje similar al que
Riemann había construido: antes de llegar a su casa ya había ideado una
demostración alternativa a la que le había hecho perder el autobús. Al día siguiente,
en un momento de franqueza, Siegel envió a Landau una tarjeta con su
agradecimiento por la cena y los detalles sucintos de su demostración alternativa:
todo ello cabía en la tarjeta postal.
Cuando Siegel llegó a Gotinga, mientras Alemania sufría la opresión de las
reparaciones de guerra, tuvo que alojarse en casa de uno de los profesores del
departamento. Otro profesor le compró una bicicleta para que pudiera pedalear por
las callejas de la ciudad medieval. Al principio, Siegel estaba un poco intimidado por
la cantidad de nombres famosos que daban lustre al Departamento de Matemática de
la universidad, sobre todo del gran Hilbert. Por tanto, trabajaba en silencio y en
soledad, con la decisión de conseguir un descubrimiento fundamental que
impresionaría a todos los matemáticos famosos con los que se cruzaba por los
pasillos del departamento. Asistía a las clases de Hilbert, absorbiendo las ideas de
aquel hombre formidable. Sabía que la respuesta a uno solo de los veintitrés
problemas de Hilbert supondría el pasaporte al éxito.
Al principio, ante gigantes del calibre de Hilbert, era absolutamente incapaz de
expresar sus propias ideas; finalmente consiguió el coraje necesario cuando algunos
de los miembros veteranos de la facultad lo invitaron a nadar en el río Leine: en traje
de baño el aspecto de Hilbert intimidaba mucho menos, y Siegel se sintió lo bastante
audaz como para hacerlo partícipe de su opinión sobre la hipótesis de Riemann. La
reacción de Hilbert fue entusiasta y su apoyo aseguró al tímido colega un empleo en
la Universidad de Francfort en 1922.
Durante su vida, Siegel contribuyó con éxito a la solución de muchos de los
problemas de Hilbert, pero lo que consiguió imprimir su nombre en letras de oro en el
mapa matemático fue su poco convencional contribución al octavo problema: la
hipótesis de Riemann.

REPENSAR A RIEMANN

Cuando decidió dedicarse a la solución del octavo problema de Hilbert, Siegel


estaba empezando a notar que algunos matemáticos estaban cada vez más
desilusionados con la contribución de Riemann a este problema: Landau, el mentor
de Siegel, era probablemente la voz más abiertamente crítica sobre lo que realmente
había conseguido Riemann en su ensayo de diez páginas publicado en 1859. Incluso

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reconociendo que se trataba de un «ensayo extremadamente brillante y útil», Landau
continuaba poniendo sordina a sus alabanzas: «La fórmula de Riemann no es en
realidad lo más importante de la teoría de los números. Riemann sólo ha creado los
instrumentos que, una vez perfeccionados, han permitido más tarde demostrar
muchas otras cosas».
Mientras tanto, en Cambridge, Hardy y Littlewood asumían una actitud
igualmente desdeñosa: hacia finales de los años veinte, la incapacidad de resolver la
hipótesis de Riemann empezaba a resultar frustrante para Hardy; también Littlewood
empezó a preguntarse si el hecho de no conseguir demostrarla podía significar que en
realidad la hipótesis fuera equivocada:

Creo que es falsa. No hay indicios de ningún tipo que la sostengan. Y no


deberíamos creer cosas sobre las que no hay indicios. Debo también dejar
constancia de mi opinión personal: no existe ni una sola razón concebible para
creer que sea verdadera… Por otra parte, la vida sería más agradable si
existieran razones fundadas para creer que la hipótesis es falsa.

En efecto, Riemann se había mostrado más bien evasivo cuando se trataba de


proporcionar pruebas de la presencia de los ceros donde predecía su hipótesis. En su
ensayo de diez páginas no encontramos el cálculo de uno solo de dichos puntos a
nivel del mar. Según Hardy, la intuición de Riemann sobre los ceros presentes en su
paisaje no pasaba de ser una especulación de carácter heurístico.
El hecho de que en su ensayo Riemann diera la impresión de no haber calculado
la posición de los ceros contribuyó a que se le endosara la imagen de matemático
conceptual, un hombre de ideas poco dispuesto a ensuciarse las manos calculando. Al
fin y al cabo, ese era el espíritu de la revolución que Riemann había encabezado. De
forma parecida, Hilbert había dedicado su vida a promover esta nueva concepción de
las matemáticas. Como escribió en uno de sus ensayos científicos: «he intentado
evitar el enorme aparato calculístico de Kummer [Ernst Kummer, sucesor de
Dirichlet en Berlín], de manera que también en este caso debería de satisfacerse el
principio de Riemann de que las demostraciones deben ser estimuladas sólo por el
pensamiento y no por los cálculos». A Félix Klein, colega de Hilbert en Gotinga, le
gustaba decir que Riemann operaba principalmente mediante «grandes ideas
generales» y que «a menudo confiaba en su propia intuición».
A Hardy, sin embargo, no le bastaba con su intuición. Él y Littlewood
consiguieron elaborar un método para calcular con precisión la posición de algunos
de los primeros ceros. Si la hipótesis de Riemann hubiera sido falsa, entonces,
armados con su fórmula, habrían tenido una pequeña posibilidad de determinar un
cero que no estuviera sobre la recta crítica de Riemann. El método que elaboraron
explotaba la simetría que Riemann había descubierto en su paisaje entre la tierra al
este y al oeste, respectivamente, de la línea mágica que pasa por 1/2. Usaron su
método en combinación con un eficiente procedimiento que había sido concebido por

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Euler para proporcionar valores aproximados de sumas infinitas. A finales de los años
veinte, los dos matemáticos de Cambridge habían conseguido localizar 138 ceros. Tal
como Riemann había previsto, todos ellos estaban sobre la recta que pasa por 1/2. De
todos modos, estaba claro que la fórmula de Hardy y Littlewood estaba agotando sus
posibilidades: determinar la posición exacta de cualquier cero al norte de los primeros
138 ceros a través de los cálculos se estaba convirtiendo en un camino impracticable.
Parecía clara la imposibilidad de llevar más allá aquellos cálculos. Mediante el
análisis teórico, Hardy había demostrado que un número infinito de ceros caería sobre
la recta; ahora tenían la sensación cada vez más nítida de que, para poder ver uno
cualquiera de los ceros que eventualmente pudieran caer fuera de la recta, haría falta
ir muy hacia el norte en el espacio de Riemann. Como Littlewood había explicado,
los números primos, más que cualquier otra criatura del zoo matemático, gustaban de
esconder su verdadero carácter en las áreas más remotas del universo de los números.
Por ello, los matemáticos empezaron a abandonar la idea de determinar de forma
explícita la posición de los ceros y empezaron a concentrarse en las características
más teóricas del paisaje que pudieran revelar los misterios del razonamiento de
Riemann.
Todo este panorama cambió como consecuencia de un descubrimiento
absolutamente inesperado. Mientras Siegel se esforzaba en Francfort en ordenar sus
propias ideas sobre la hipótesis de Riemann, recibió una carta del historiador de las
matemáticas Erich Bessel-Hagen, que estaba trabajando con las notas inéditas de
Riemann. Elise, la esposa de Riemann, había recuperado algunas de las cartas de
manos de la celosa gobernanta responsable de haber reducido a cenizas buena parte
de ellas. Más tarde, Elise entregó a Richard Dedekind, coetáneo de su marido, las
notas que quedaron, pero algunos años más tarde, comenzó a arrepentirse de haber
cedido documentos que podrían contener detalles personales, y pidió a Dedekind que
se los devolviera. Incluso en el caso de que alguno de los manuscritos estuviera casi
completamente ocupado por notas matemáticas, si contenía la más mínima traza de
una lista de la compra o el nombre de un amigo de la familia, Elise pretendía que le
fuera restituida.
Finamente Dedekind había depositado las restantes notas científicas en la
biblioteca de Gotinga. Ahora Bessel-Hagen intentaba encontrar un sentido en el
amasijo de cartas que se conservaban en los archivos, con escaso éxito. Como suele
suceder con los apuntes de los matemáticos, las notas de Riemann eran un barullo
caótico de fórmulas e ideas a medio construir. Bessel-Hagen se preguntaba si quizá
Siegel conseguiría relacionar alguna cosa del descifrado de aquellos jeroglíficos.
Siegel escribió al bibliotecario de Gotinga pidiéndole permiso para consultar las
[4]
Nachlass de Riemann, que es como se llama actualmente a sus escritos póstumos.
El bibliotecario dispuso la expedición de los documentos a una biblioteca de
Francfort para que Siegel pudiera consultarlos. Siegel esperaba ansiosamente
dedicarse a aquella labor: sería una agradable distracción ante la frustración que le

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producían sus escasos progresos en la investigación. Los documentos llegaron
puntualmente, y él se precipitó a la biblioteca junto con un colega que estaba de visita
en la Universidad de Francfort. Al abrir el paquete apareció una gran cantidad de
folios repletos de complicados cálculos numéricos. Aquellas páginas desmentían de
una vez por todas la imagen que de Riemann se había dado en los últimos setenta
años: la de un matemático intuitivo y conceptual incapaz de producir pruebas sólidas
para sostener sus propias ideas. Ante aquella masa de cálculos, Siegel exclamó
irónicamente: «¡He aquí los grandes conceptos generales de Riemann!».
Algunos matemáticos de segunda fila habían ojeado anteriormente aquellas
páginas, en busca de indicios de la demostración de la hipótesis de Riemann, pero
ninguno de ellos había logrado dar sentido a aquella masa de ecuaciones
fragmentadas. Lo más desconcertante era la gran cantidad de cálculos numéricos que
Riemann parecía haber efectuado en su tiempo libre: ¿qué significaban todos aquellos
cálculos? Hizo falta un matemático de la talla de Siegel para comprender lo que
Riemann había hecho.
Al estudiar aquellas páginas, Siegel empezó a comprender que Riemann había
seguido el dictado de su maestro: como Gauss había subrayado siempre, un arquitecto
retira los andamios una vez completado el edificio. Los frágiles folios que ahora
Siegel tenía en sus manos estaban llenos de cálculos, incluso en los márgenes.
Riemann había vivido los últimos años de su vida en la pobreza, habiéndose visto
obligado a mantener a su hermana, y sólo podía permitirse papel de mala calidad, del
que exprimía hasta el último rincón de espacio disponible. El Riemann pensador de
Hilbert se convertía ahora en un maestro de los cálculos, y en realidad era sobre esos
cálculos que había construido su visión conceptual del mundo, determinando
esquemas a partir de las pruebas que iba recogiendo. Algunos de los cálculos de
Riemann, como el de la raíz cuadrada de 2 hasta la trigésimo octava cifra, no eran
innovadores, pero otros intrigaron a Siegel, que nunca se las había tenido que ver con
nada parecido. Al ir hurgando en aquellas páginas, el barullo caótico de los cálculos
empezó a mostrar un sentido: Siegel comprendió que Riemann estaba calculando los
ceros del paisaje zeta.
Siegel descubrió que Riemann había usado una fórmula extraordinaria, que le
permitía calcular las alturas en el espacio zeta con extrema precisión. La primera
parte de la fórmula se basaba en un truco posteriormente descubierto por Hardy y
Littlewood: Riemann se les había adelantado unos sesenta años. La segunda parte de
la fórmula era completamente inédita: Riemann había descubierto una forma de
calcular el resto de la suma infinita que era muchísimo más ingeniosa que la que se
utilizaba aún en tiempos de Siegel; al contrario del método de Euler que se había
utilizado para determinar los primeros 138 ceros (es decir, los primeros 138 puntos a
nivel del mar en el paisaje zeta), la fórmula que Riemann había ideado no perdía
eficacia cuando se utilizaba para calcular la posición de los puntos situados mucho
más al norte.

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Sesenta y cinco años después de la muerte de Riemann, el augusto matemático
mantenía aún un amplio margen de ventaja en la competición. Hardy y Landau se
habían equivocado al creer que el ensayo de Riemann era un extraordinario
compendio de intuiciones heurísticas. Al contrario, se basaba en cálculos sólidos e
ideas teóricas que Riemann había decidido no revelar al mundo. Pocos años después
de su descubrimiento por parte de Siegel, la fórmula secreta de Riemann se utilizó en
Cambridge por algunos estudiantes de Hardy para confirmar que los primeros 1.041
ceros estaban sobre la recta de Riemann; sin embargo, la fórmula sólo demostraría
todo su valor con la llegada de la era de la informática.
Resulta muy extraño que los matemáticos necesitaran tanto tiempo para
comprender que los apuntes de Riemann podían contener joyas como ésta: en su
ensayo de diez páginas, y en algunas cartas que escribió en aquella época a otros
matemáticos, hay claros indicios de que Riemann estaba trabajando en algo realmente
importante. En efecto, en su ensayo cita una nueva fórmula, pero añade que no la ha
«simplificado lo suficiente para anunciarla». Los matemáticos de Gotinga estudiaban
desde hacía setenta años aquel documento publicado, ignorando que aquella fórmula
mágica se encontraba a pocas manzanas de distancia. Klein, Hilbert y Landau no se
lo habían pensado dos veces para emitir su sentencia sobre Riemann, aunque ninguno
de ellos había ni siquiera echado un vistazo a sus inéditas Nachlass.
Para ser honestos, basta una ojeada a los apuntes desordenados de Riemann para
darse cuenta del alcance de la labor. Como escribió Siegel: «ninguna parte de los
escritos de Riemann relativos a la función zeta está preparada para ser publicada; a
veces encontramos fórmulas inconexas en una misma página, con frecuencia sólo
tenemos escritas la mitad de las ecuaciones». Era como estudiar los primeros
compases de una sinfonía inacabada. La composición final debe mucho al
virtuosismo con que Siegel extrajo la fórmula de entre el caos de las notas de
Riemann. El nombre con el que hoy se la conoce —fórmula de Riemann-Siegel—
está plenamente justificado.
Gracias a la perseverancia de Siegel se había revelado un aspecto inédito de la
personalidad de Riemann: ciertamente, Riemann había defendido con ardor la
importancia del pensamiento abstracto y de los conceptos generales, pero sabía bien
que también era importante no olvidar el cálculo y la experimentación numérica: no
había olvidado la tradición del siglo XVIII de la que había emergido su matemática.
El Nachlass conservado en la biblioteca de Gotinga representaba sólo una parte
de lo que se recuperó de manos de la gobernanta de Riemann. El primero de mayo de
1875 Elise Riemann escribió a Dedekind para pedirle otra vez una parte del material
personal que deseaba que volviera a posesión de la familia. Entre este material había
«un librito negro que contiene anotaciones sobre la estancia de Riemann en París
durante la primavera de 1860». Apenas unos meses antes de aquel viaje, Riemann
había publicado su fundamental ensayo de diez páginas sobre los números primos,
dándose prisa para mandarlo a la imprenta coincidiendo con su nombramiento en la

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Academia de Berlín. En París, tras la actividad frenética de la publicación, tuvo
tiempo de añadir detalles a sus propias ideas. El clima en París era horrible: la nieve y
el granizo impidieron a Riemann visitar la ciudad. Tuvo que permanecer
tranquilamente en su habitación poniendo sus pensamientos por escrito. No es
irracional pensar que, junto con sus impresiones personales de París, en aquel «librito
negro» Riemann anotara sus propios razonamientos sobre los puntos a nivel del mar
en el paisaje zeta. El libro nunca se ha recuperado, aunque hay muchos indicios sobre
cuál fue su destino.
El 22 de julio de 1892, el yerno de Riemann escribió a Heinrich Weber: «Al
principio mamá no podía aceptar que las cartas de Riemann no estuvieran en manos
privadas; para ella son sagradas y no le gusta la idea de que estén al alcance de
cualquier estudiante, que también podría leer las notas al margen, algunas de las
cuales son puramente personales». A diferencia de lo que ocurrió con Fermat, cuyo
sobrino había estado incluso ansioso por publicar las notas al margen de su tío, la
familia de Riemann era reacia a hacer públicas las notas que Riemann nunca había
previsto publicar. Parece que en aquel momento el librito negro aún estaba en poder
de la familia.
Abundan las hipótesis sobre el destino del cuaderno: hay indicios que hacen creer
que más adelante Bessel-Hagen compró una parte del material inédito que estaba en
manos de la familia. No está claro si compró el material en una subasta o si lo
consiguió a través de algún contacto personal. Una parte de las cartas terminó en los
archivos de la Universidad de Berlín, pero parece ser que Bessel-Hagen decidió
quedarse con el resto. Murió de inanición en invierno de 1946, en el caos que siguió
al final de la Segunda Guerra Mundial. Sus efectos personales no se hallaron nunca.
Según otra versión, el librito negro terminó en manos de Landau. Se dice que, en
medio de las incertidumbres del período de entreguerras, se lo confió a su yerno, el
matemático I. J. Schoenberg, que en 1930 huyó a los Estados Unidos, pero esta pista
también se pierde en la nada. Como actualmente hay un premio de un millón de
dólares, la búsqueda del librito negro se ha convertido en la caza del tesoro.
Sin los apuntes de Riemann y la determinación de Siegel, ¿cuánto tiempo habría
hecho falta para sacar a la luz la fórmula mágica? Se trata de una fórmula tan
sofisticada que con toda probabilidad no la conoceríamos ni siquiera hoy. ¿Qué otros
tesoros hemos perdido por culpa de la desaparición del librito negro? Riemann creía
que podía demostrar que la mayor parte de los ceros se encontraba sobre la recta
crítica, y sin embargo nadie ha dado con una demostración de tal aserto. ¿Qué podría
permanecer oculto en los archivos de las bibliotecas alemanas? ¿Podría ser que el
librito negro terminara en América? ¿O quizá sobrevivió a la hoguera de la
gobernanta para quemarse en el fuego de la Segunda Guerra Mundial?
En 1933, en toda Alemania, a los matemáticos les resultaba cada vez más difícil
concentrarse en el estudio de su disciplina. La esvástica ondeaba sobre la biblioteca
de Gotinga. La facultad estaba repleta de matemáticos judíos o de izquierdas. En las

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manifestaciones callejeras de aquel período se apuntaba específicamente al
Departamento de Matemática como «fortaleza marxista», y a mediados de los años
treinta gran parte de los miembros de la facultad habían perdido su trabajo como
consecuencia de las purgas universitarias ordenadas por Hitler. Muchos buscaron
refugio en el extranjero. A Landau, a pesar de ser hebreo, le permitieron quedarse
porque había sido nombrado profesor antes del estallido de la Primera Guerra
Mundial. La cláusula de exclusión de los no arios en la ley sobre empleo público de
abril de 1933 no se aplicaba a los profesores con una amplia hoja de servicios o a los
que habían combatido en la guerra.
Las cosas empeoraron. En el invierno de 1933 las clases de Landau eran
boicoteadas por los estudiantes nazis, entre los que se encontraba uno de los
matemáticos más brillantes de aquella generación: Oswald Teichmüller. Un profesor
judío de Gotinga describió a Teichmüller como: «un hombre muy joven,
científicamente dotado, pero completamente desorientado y notoriamente loco». Un
día, cuando llegó al aula donde debía dar clases, Landau se encontró con que el joven
fanático nazi le impedía el paso. Teichmüller dijo a Landau que su modo judío de
presentar el cálculo infinitesimal era completamente incompatible con el modo de
pensar ario. Landau no resistió la presión, presentó la dimisión y se retiró a Berlín. El
hecho de que le negaran la posibilidad de enseñar lo hirió profundamente. Hardy lo
invitó a dar algunas clases en Cambridge: «Fue realmente conmovedor ver su alegría
al hallarse de nuevo ante una pizarra y su pena de que aquella oportunidad llegara a
su término», recordó Hardy. Incapaz de plantearse la posibilidad de abandonar su
país, Landau volvió a Alemania, donde murió en 1938.
Aquel año Siegel, que no tenía parientes judíos, se trasladó de Francfort a Gotinga
para intentar recuperar la reputación del departamento de Matemáticas. En 1940 se
exilió voluntariamente en los Estados Unidos como protesta por los horrores de la
guerra. Tras las terribles experiencias que había vivido de joven durante la Primera
Guerra Mundial, había jurado que no permanecería en Alemania si su país entraba de
nuevo en guerra. Pasó los años de la guerra en el Institute for Advanced Study de
Princeton. De los matemáticos que habían forjado la reputación de Gotinga, sólo
Hilbert permaneció en Alemania: para él siempre había sido una obsesión la
supremacía matemática de Gotinga. Ya anciano, no conseguía comprender los
motivos de la devastación que ahora lo rodeaba. Siegel intentó explicarle por qué se
habían ido muchos miembros de la facultad: «Tenía la impresión, me pareció, de que
estábamos intentando hacerle una broma de mal gusto», recordó más adelante Siegel.
En pocas semanas, Hitler destruyó las grandes tradiciones de Gotinga que Gauss,
Riemann, Dirichlet y Hilbert habían creado: «Fue una de las peores tragedias que ha
sufrido la cultura humana desde los tiempos del Renacimiento», escribió un
comentarista. Gotinga (y, podría quizás añadirse, la matemática alemana), nunca se
recuperó del todo de la purga que los nazis perpetraron durante los años treinta del
siglo XX. Hilbert murió el día de San Valentín de 1943, tras una caída sufrida en las

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calles medievales de Gotinga: su muerte marcó el fin de la ciudad como meca de las
matemáticas.
Las matemáticas habían entrado en crisis en toda Europa. Mientras las naciones
se preparaban para la inevitable confrontación, se hacía muy difícil justificar la
investigación de ideas abstractas por sí mismas. Una vez más, la ciencia europea
recibió el encargo de proporcionar la supremacía militar a las naciones. Muchos
matemáticos siguieron el ejemplo de Siegel y emigraron a los Estados Unidos. Para la
mayor parte de ellos, la prosperidad y el apoyo que recibieron del otro lado del
Atlántico resultó el ambiente perfecto para reemprender la investigación pura.
Mientras que los Estados Unidos se benefició de esta inmigración académica, Europa
nunca ha reconquistado su papel de potencia mundial de las matemáticas.
Algunos matemáticos volvieron del exilio: una vez terminada la guerra, Siegel
volvió a Alemania. Durante su exilio en Princeton había permanecido completamente
al margen de los desarrollos matemáticos de Europa y creía que durante su ausencia
no se habían producido grandes cambios. Le esperaba una sorpresa: aunque
muchísimos matemáticos se marcharon o dejaron de ocuparse de su disciplina,
resultó que había novedades. Siegel encontró a su amigo Harald Bohr, el matemático
danés que desde Copenhague había colaborado con Hardy en sus intentos de
demostrar la hipótesis de Riemann: «¿O sea que ha sucedido algo durante mi exilio
en Princeton?», preguntó Siegel a su viejo colega; «¡Selberg!», le respondió Bohr.

SELBERG, EL ESCANDINAVO SOLITARIO

En 1940 Siegel consiguió llegar a Princeton pasando por Noruega. Había sido
invitado a dictar una conferencia en la Universidad de Oslo, y los alemanes habían
autorizado la visita sin saber que para Siegel aquella conferencia era un pretexto. En
realidad, el objetivo principal del viaje era huir de Europa en un barco que partía de
Oslo directamente a los Estados Unidos. Mientras la nave en la que se había
embarcado salía del puerto, Siegel vio una flota de barcos mercantes alemanes que se
disponían a atracar; más tarde supo que aquellos barcos formaban parte de la
vanguardia de las fuerzas invasoras alemanas. Él huyó, pero en el Departamento de
Matemática de Oslo se quedó un joven matemático llamado Atle Selberg. Apenas era
un muchacho, y estaba escondiendo la cabeza en la arena matemática en un esfuerzo
por ignorar el caos que lo rodeaba.
Aún antes de que la guerra engullera a Noruega, Selberg estaba contento de pasar
sus días de trabajo en reclusión voluntaria. A menudo, una existencia aislada empuja
al matemático en una dirección completamente nueva: Selberg ya tenía decidido
trabajar en un campo de las matemáticas con el que nadie más en Escandinavia tenía
una especial familiaridad. El hecho de no recibir ayuda de sus colegas no lo
desanimaba; al contrario, parecía gozar con la soledad. Mientras la guerra se acercaba
y Noruega quedaba cada vez más aislada, sin posibilidades de recibir la prensa

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científica extranjera, Selberg halló inspiración en aquel silencio: «Era como estar en
una especie de prisión. Estabas en el límite. Tenías la seguridad de poder concentrarte
en tus ideas. No te distraía lo que hicieran los demás. En este sentido creía que desde
muchos puntos de vista la situación era decididamente buena para mi trabajo».
Aquella autosuficiencia iba a caracterizar toda la vida matemática de Selberg. La
había cultivado durante los años de su adolescencia, cuando, en la biblioteca personal
de su padre, ojeaba la gran cantidad de libros de matemáticas que poblaban los
estantes sin que nadie lo molestara. Fue en aquellas largas horas de lectura que
Selberg tuvo la oportunidad de sumergirse en un artículo sobre Ramanujan, publicado
en una revista de las Sociedad Matemática Noruega. Selberg recuerda cómo aquellas
«extrañas y bellísimas fórmulas… causaron en mí una impresión muy profunda y
duradera». La obra de Ramanujan se convirtió en una de las principales fuentes de
inspiración de Selberg: «Era como una revelación, un mundo completamente nuevo
para mí, que ejercitaba una atracción mucho mayor sobre la imaginación». Su padre
le regaló los Collected Papers de Ramanujan, que Selberg todavía hoy conserva.
Formado de manera autodidacta gracias a la amplia colección de volúmenes de su
padre, Selberg producía ya trabajos originales cuando se matriculó en la Universidad
de Oslo, en 1935.
Estaba especialmente fascinado por la fórmula para el cálculo de la sucesión del
número de particiones que el matemático indio había descubierto junto con Hardy. A
pesar de que la fórmula de Ramanujan estaba considerada como un resultado
maravilloso, había en ella algo insatisfactorio: la fórmula proporcionaba una
respuesta que no era un número entero; lo que daba el número de particiones era el
número entero más próximo al resultado generado por la fórmula. Tenía que existir
una fórmula capaz de generar exactamente el número de particiones de N objetos.
Selberg se colmó de alegría cuando, en otoño de 1937, consiguió hacerlo mejor que
Ramanujan: halló una fórmula exacta. Poco después del descubrimiento, cuando
estaba leyendo una recensión de lo que era su primer artículo científico, sus ojos
cayeron sobre la recensión siguiente: tuvo una gran decepción al comprobar que
había sido batido en la misma línea de meta por Hans Rademacher en un artículo
publicado el año anterior. Rademacher había huido directamente a los Estados Unidos
desde su Alemania natal en 1934, cuando los nazis lo obligaron a dejar su trabajo en
Breslavia por sus ideas pacifistas: «Entonces fue un golpe para mí, pero luego me he
habituado a este tipo de cosas». El hecho de que Selberg no tuviera información sobre
la contribución de Rademacher ilustra hasta qué punto Noruega estaba aislada en
aquella época de los desarrollos matemáticos que tenían lugar allende sus fronteras.
Según Selberg, había algo sorprendente en el hecho de que Hardy y Ramanujan
no hubieran hallado la fórmula exacta: «Creo firmemente que la responsabilidad
recae en Hardy… Hardy no confió completamente en la intuición de Ramanujan…
Creo que si Hardy hubiera confiado más en Ramanujan, habrían terminado llegando
inevitablemente en las sucesiones de Rademacher. Hay pocas dudas sobre ello». Tal

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vez, sin embargo, fue la ruta que tomaron Ramanujan y Hardy lo que derivó en la
contribución Hardy-Littlewood a la conjetura de Goldbach, algo que, de otro modo,
no habría sucedido.
Selberg empezó a leer todo lo que encontró sobre el trío de Cambridge:
Ramanujan, Hardy y Littlewood. Le interesó sobre todo su trabajo sobre los números
primos en relación con la función zeta. En uno de los artículos de Hardy y Littlewood
había una afirmación que despertó particularmente su curiosidad: sus métodos de
entonces, decían, no parecían ofrecer ninguna esperanza de demostrar que la mayor
parte de los ceros, los puntos a nivel del mar del paisaje de Riemann, se encontraran
sobre la recta mágica de Riemann. Hardy había completado el importantísimo paso
de demostrar que un número infinito de ceros estaba sobre la recta, pero no había
conseguido demostrar que aquel número infinito abarcara siquiera una porción del
número total de ceros.
A pesar de algunos progresos debidos a Littlewood, el número de ceros cuya
presencia sobre la recta habían conseguido demostrar los dos matemáticos quedaba
aplastado por los ceros que no habían sido capaces de determinar. Hardy y Littlewood
afirmaban sin titubeos que era imposible mejorar sus resultados utilizando los
métodos que ellos mismos habían desarrollado.
Pero Selberg no fue tan pesimista. Pensaba que aún era posible obtener algo de
sus ideas: «Estaba mirando la parte del artículo original de Hardy y Littlewood en la
que explican por qué su método no podía dar más de lo que ellos habían conseguido
demostrar. Lo leí y razoné sobre ello. Y después me di cuenta que aquello era
totalmente absurdo». La intuición de Selberg —la sensación de poder ir más allá de
los resultados de Hardy y Littlewood— resultó certera. A pesar de que aún no podía
demostrar que todos los ceros están sobre la recta, consiguió probar que el porcentaje
de ceros capturados con su método no se reducía a cero cuando se utilizaba para
calcular la posición de los ceros colocados más al norte. Selberg no estaba muy
seguro de qué proporción de ceros podría determinar así, pero el suyo fue el primer
intento exitoso de abrir una brecha de una cierta entidad en el problema. Mirado
retrospectivamente, parece que Selberg consiguió demostrar que un cinco o diez por
ciento de los ceros caían sobre la recta, lo que significa que, si continuamos contando
ceros hacia el norte, al menos esta parte responderá a la hipótesis de Riemann.
A pesar de no tratarse de una demostración de la hipótesis de Riemann, la brecha
abierta por Selberg representó un importante avance psicológico, aunque nadie fue
consciente de ello. Él mismo no estaba seguro de que ningún otro lo hubiera
precedido en el descubrimiento. Una vez acabada la guerra, en el verano de 1946,
Selberg fue invitado a hablar en el Congreso Escandinavo de Matemáticas, en
Copenhague. Ya escarmentado por su experiencia anterior con la fórmula exacta para
el cálculo del número de particiones, decidió que lo mejor sería verificar si sus
resultados sobre los ceros de la función de Riemann eran ya conocidos o no. Pero la
Universidad de Oslo todavía no había recibido las revistas de matemáticas que no

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habían llegado durante la guerra. «Había oído que en la biblioteca del Instituto de
Trondheim habían recibido los ejemplares. Por tanto, fui a Trondheim especialmente
para ello. Estuve casi una semana en la biblioteca».
Su preocupación era infundada: descubrió que estaba muy por delante de
cualquier otro en la comprensión de los ceros del paisaje zeta de Riemann. La
conferencia que dictó en Copenhague constituyó la confirmación de lo que afirmaba
Bohr a los que venían de visita desde los Estados Unidos: en Europa las novedades
matemáticas se reducían a un nombre: «¡Selberg!». En la conferencia éste habló de
sus ideas sobre la hipótesis de Riemann. A pesar de su importante contribución al
camino que conducía a su demostración, Selberg subrayó que los elementos de apoyo
a la veracidad de la hipótesis de Riemann todavía eran muy escasos: «Pienso que la
razón por la que en un tiempo estábamos convencidos de la validez de la hipótesis de
Riemann es substancialmente el hecho de que nos da la distribución más bella y
simple que se pueda obtener: la simetría a lo largo de la recta. Además, la hipótesis
conduciría a la distribución más racional de los números primos. Piensen que al
menos habría algo correcto en este universo».
Algunos malinterpretaron sus comentarios, y pensaron que estaba poniendo en
duda la validez de la hipótesis de Riemann, pero Selberg no era tan pesimista como
Littlewood, que creía que la falta de pruebas concretas significaba que la hipótesis de
Riemann era falsa: «Siempre he creído intensamente en la hipótesis de Riemann. No
argumentaría nunca contra ella. Pero en aquella fase afirmaba que en realidad no
disponíamos de resultados ni numéricos ni teóricos que indicaran con fuerza la
veracidad de la hipótesis. Los resultados más bien sugerían que la hipótesis era en
general cierta». En otras palabras, probablemente la mayoría de los ceros estaría
sobre la recta, como Riemann afirmaba haber demostrado casi un siglo antes.
Los progresos de Selberg durante la guerra fueron el canto del cisne de la
supremacía matemática europea. Tras aquel éxito, Selberg terminó en el punto de
mira de Hermann Weyl, un profesor del Institute for Advanced Study de Princeton,
que había huido de Gotinga en 1933, cuando la situación empezó a deteriorarse: el
solitario matemático que había permanecido en Europa y había soportado las
privaciones de la Segunda Guerra Mundial sucumbió al reclamo del otro lado del
Atlántico. Selberg aceptó la invitación a visitar el instituto, ilusionado ante la
perspectiva de obtener nuevas ideas. Llegó al bullicioso puerto de Nueva York, y
desde allí alcanzó la somnolienta ciudad de Princeton, a unas pocas decenas de
kilómetros al sur de Manhattan.
Los Estados Unidos se beneficiarían inmensamente del flujo transoceánico de
matemáticos de talento como Selberg: si antes estaba en la cola de la actividad
matemática, los Estados Unidos se convertían entonces en la gran potencia que
continúa siendo hoy: la patria de las matemáticas, un paraíso que atrae a los
matemáticos de todo el globo. Destrozada por la devastación provocada por Hitler y
por la Segunda Guerra Mundial, la reputación de Gotinga como meca de las

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matemáticas resurgiría como ave fénix en Princeton.
El Institute for Advanced Study había sido fundado en 1932, con la ayuda de una
donación de cinco millones de dólares por parte de Louis Bamberger y de su hermana
Caroline Bamberger Fuld. Su objetivo era atraer a los mejores estudiosos del mundo
ofreciéndoles un refugio tranquilo y un salario generoso: no es por casualidad que el
instituto recibe el sobrenombre de Institute for Advanced Salaries. El lugar se
esforzaba por emular la atmósfera típica de los College de Oxford y Cambridge,
donde estudiosos de todas las disciplinas podían interactuar fructíferamente.
Pero, en contraste con la rancia atmósfera de aquellas antiguas instituciones
europeas, en Princeton se respiraba un aire joven y fresco, desbordante de vida y de
ideas. Si en Oxford o en Cambridge se consideraba de mala educación hablar de
trabajo en la mesa, Princeton ignoraba tales finuras: los miembros del instituto
hablaban abiertamente de su trabajo tantas veces como hiciera falta. Einstein lo
comparó con una pipa aún no ennegrecida por el humo. «Princeton es un lugar
maravilloso, un pueblecito pintoresco y ceremonioso de gráciles semidioses
zancudos. Así, ignorando ciertas convenciones sociales he conseguido crearme una
atmósfera favorable al estudio y libre de distracciones. En esta ciudad universitaria
las voces caóticas del conflicto humano casi no penetran».
A pesar de que se fundó para servir a todas las disciplinas, el instituto nació en el
antiguo edificio de matemáticas de la Universidad de Princeton. Más tarde, el
Departamento de Matemática se trasladó al único rascacielos de Princeton, y tomó su
nombre: Fine Hall. Es probable que la primera sede del instituto contribuyera a hacer
de las matemáticas y de la física sus principales líneas de fuerza. Sobre la chimenea
de la sala de profesores del Fine Hall están escritas algunas palabras que a Einstein le
gustaba repetir: «Raffiniert ist der Herr Gott, aber boshaft ist Er nicht» [Dios es sutil,
pero no es malicioso]. En cambio, los matemáticos eran bastante más escépticos
sobre la veracidad de tal afirmación: como Hardy había explicado a Ramanujan, hay
«una diabólica malignidad inherente a los números primos».
El instituto se trasladó a su nueva sede en 1940. Situado en las afueras de
Princeton y rodeado de bosques, estaba completamente aislado de los horrores que
azotaban al mundo. Einstein lo definió como su exilio paradisíaco: «He deseado este
aislamiento durante toda la vida, y ahora, finalmente, lo he obtenido en Princeton».
En muchos sentidos, el instituto era un reflejo de su precursor: la Universidad de
Gotinga. La gente venía de todas partes y se sumergía en su comunidad
autosuficiente. Algunos opinan que la autosuficiencia de Princeton creció hasta
convertirse en autocomplacencia. No sólo había acogido a los matemáticos de
Gotinga, sino que incluso parecía apropiarse del lema de la ciudad alemana: para los
miembros del instituto, no había vida fuera de Princeton. Escondido entre bosques, el
Institute for Advanced Study suponía el ambiente de trabajo ideal para europeos
exiliados y huidos.

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ERDÖS, EL MAGO DE BUDAPEST

En el instituto había otro prófugo europeo cuya vida se entrelazaría con la de


Selberg. Mientras la historia de Ramanujan inspiraba al joven Selberg en Noruega, su
magia actuaba sobre otra mente joven: el húngaro Paul Erdös estaba destinado a
convertirse en una de las figuras matemáticas más fascinantes de la segunda mitad del
siglo XX. Pero no sería sólo Ramanujan quien relacionaría a ambos jóvenes: también
estaba la controversia.
Mientras que a Selberg le gustaba trabajar en soledad, Erdös floreció en la
colaboración. Su figura cargada de espaldas, en sandalias y traje, resultaba familiar al
profesorado de los departamentos de matemáticas de todo el mundo. Era fácil
encontrarlo doblado sobre un bloc de notas, junto con un nuevo colaborador,
dedicado a su gran pasión: crear y resolver problemas numéricos. Durante su vida
publicó más de mil quinientos artículos científicos, un extraordinario logro. Entre los
matemáticos, sólo Euler escribió más que él. Erdös era un monje de las matemáticas,
que se desembarazaba de todos sus bienes personales por miedo a que lo distrajeran
de su misión. Regalaba todo lo que ganaba a sus estudiantes, o como premio para
quien conseguía responder a una de las tantas preguntas que formulaba. Igual que
anteriormente para Hardy, Dios jugaba un importante aunque poco convencional
papel en su visión del mundo. Llamaba el «Supremo Fascista» al guardián del «Gran
Libro», un libro que contenía todos los detalles de las demostraciones más elegantes
de los problemas matemáticos, resueltos o no. El máximo parabién de Erdös para una
demostración era: «¡Esta llega directamente del Libro!». Creía que en el momento del
nacimiento, todos los niños —o los «épsilon», como él los llamaba en referencia a la
letra griega que se usa en matemáticas para indicar números muy pequeños—
conocían la demostración de la hipótesis de Riemann que se guardaba en el Gran
Libro. El problema era que, al cabo de seis meses, lo olvidaba.
A Erdös le gustaba hacer matemáticas escuchando música, y a menudo se le podía
ver en conciertos tomando apuntes frenéticamente en un cuaderno, incapaz de
contener la excitación que le producía una idea nueva. A pesar de ser un gran
colaborador y de que odiaba estar solo, le repugnaba el contacto físico. Lo mantenía
el placer mental, que alimentaba con una dieta a base de cafés y pastillas de cafeína.
Según una definición suya que hizo fortuna: «un matemático es una máquina que
transforma el café en teoremas».
Como sucede con tantísimos grandes matemáticos, Erdös tuvo la suerte de tener
un padre que le permitió absorber ideas que estimularían su pasión por los números.
En una ocasión, su padre le explicó el método utilizado por Euclides para demostrar
la existencia de infinitos números primos; pero lo que realmente fascinó a Erdös fue
la manera cómo su padre dio la vuelta al razonamiento de Euclides para demostrar
que se pueden hallar sucesiones de números de longitud arbitraria en las que no haya
números primos.

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Si queremos una sucesión de 100 números consecutivos en la que no haya primos
basta con tomar los números enteros entre 1 y 101 y multiplicarlos entre sí. El
resultado es un número llamado el factorial de 101 (o 101 factorial), que se escribe
101!. Por tanto, 101! será divisible por todos los números comprendidos entre 1 y
101. Pero si N es uno cualquiera de estos números, entonces 101! + N será también
divisible entre N ya que 101! y N son ambos divisibles entre N. Por esta razón, los
números

101! + 2, 101! + 3, …, 101! + 101

no son primos. De esta manera hemos obtenido una sucesión de 100 números enteros
consecutivos ninguno de los cuales es primo.
Esta conclusión suscitó el interés de Erdös. ¿Cuánto hay que contar a partir de
101! o de cualquier otro número antes de tener la garantía de obtener un número
primo? Euclides había demostrado que tarde o temprano tendría que haber un número
primo, ¿pero habría que esperar un tiempo arbitrariamente largo antes de encontrarlo?
Al fin y al cabo, si la naturaleza ha elegido los números primos lanzando una moneda
al aire, no hay forma de saber cuántos lanzamientos separan una «cara» de la
siguiente. Naturalmente, obtener «cruz» mil veces seguidas es muy improbable, pero
no imposible. Al proseguir su exploración, Erdös se dio cuenta de que desde este
punto de vista la distribución de los números primos no se podía comparar con los
resultados del lanzamiento de una moneda: aunque es cierto que los primos pueden
parecer una masa caótica de números, su comportamiento no es totalmente aleatorio.
En 1845, el matemático francés Joseph Bertrand había planteado una hipótesis
sobre cuánto habría que contar para tener la certeza de hallar un número primo.
Según Bertrand, si tomamos un número cualquiera, por ejemplo 1.009, y
continuamos contando hasta llegar al doble de este número, tendríamos la certeza de
hallar un número primo en nuestro recorrido. Efectivamente, entre 1.009 y 2.018 hay
algunos números primos, empezando por 1.013. Pero ¿sería igualmente cierto si
hubiéramos elegido cualquier otro número N? A pesar de que Bertrand no consiguió
demostrar que entre un número N cualquiera y su doble 2N siempre hallaremos al
menos un número primo, esta sensacional predicción, que fue hecha cuando contaba
apenas veintitrés años, fue conocida a partir de entonces con el nombre de postulado
de Bertrand.
A diferencia de la hipótesis de Riemann, el postulado de Bertrand no tardó en ser
resuelto: pasados sólo siete años desde su formulación, el matemático ruso Pafnuty
Chebyshev consiguió demostrarlo. Chebyshev utilizó ideas parecidas a las que había
empleado en sus primeras incursiones al interior del teorema de los números primos,
cuando había demostrado que la estimación de Gauss nunca se apartaría más del once
por ciento de la verdadera cantidad de números primos. Sus métodos no eran tan
sofisticados como los elaborados por Riemann, pero eran eficaces. De esta forma,

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Chebyshev consiguió demostrar que, a diferencia de lo que sucede al lanzar una
moneda, donde nunca sabemos cuándo el resultado volverá a ser «cruz», los números
primos contienen siempre un pequeño componente de predictibilidad.
Uno de los primeros resultados que Erdös publicó, en 1931, con sólo dieciocho
años, fue una demostración inédita del postulado de Bertrand; pero se decepcionó
mucho cuando alguien le hizo ver la obra de Ramanujan y descubrió que su
demostración no era tan nueva como había supuesto: uno de los últimos trabajos
matemáticos de Ramanujan era una argumentación que simplificaba mucho la
demostración del postulado de Bertrand que había ideado Chebyshev. A pesar de la
turbación del joven Erdös, la alegría de descubrir a Ramanujan compensó
ampliamente su desilusión.
Erdös decidió intentar si podía hacerlo mejor que Ramanujan y que Chebyshev.
Empezó por observar hasta qué punto podía ser grande la distancia que separa dos
números primos: el problema de la diferencia entre dos números primos consecutivos
continuaría fascinándolo durante toda su vida. Era famoso por ofrecer recompensas
monetarias por la demostración de sus conjeturas; la segunda cantidad más
importante que puso en juego, diez mil dólares, estaba destinada a quien demostrara
su conjetura sobre la distancia que separa dos números primos consecutivos. Todavía
hoy no se ha resuelto el problema y puede reclamarse el premio, aunque Erdös ya
murió y no podría apreciar la demostración; pero, como a él le gustaba decir
bromeando: el trabajo necesario para conquistar uno de sus premios probablemente
violaba la ley del salario mínimo. Una vez, en un momento de precipitación, ofreció
el factorial de diez mil millones de dólares por la demostración de una conjetura que
generalizaba el teorema de los números primos de Gauss (el factorial de diez mil
millones es el producto de todos los números comprendidos entre 1 y diez mil
millones). 100 factorial es ya un número mayor que el número de átomos del
universo, y Erdös dio un gran suspiro de alivio cuando, en los años sesenta, el
matemático que halló una demostración de la conjetura renunció a reclamar el
premio.
Al cabo de poco tiempo de llegar al Institute for Advanced Study, a finales de los
años treinta, Erdös dio pruebas de sus propias dotes. Mark Kac era un exiliado polaco
huido de las tempestades que asolaban Europa. Aunque su área de interés fuera la
teoría de la probabilidad, Kac anunció una conferencia que despertó el interés de
Erdös: hablaría de una función que permitiría calcular cuántos números primos
distintos son divisores de un número entero dado. Por poner un ejemplo, 15 = 3 × 5
es divisible por dos números primos distintos, mientras que 16 = 2 × 2 × 2 × 2 sólo es
divisible por un número primo. Por esta razón, a cada número se le puede asignar una
puntuación en base a la cantidad de números primos por los cuales es divisible.
Erdös recordaba que Hardy y Ramanujan se habían interesado por la manera de
variar de estas puntuaciones, pero hacía falta un estadístico como Kac para
comprender que éstas siguen un comportamiento completamente aleatorio: Kac se

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dio cuenta de que, si ponemos en una gráfica todos los puntos de la sucesión, la
gráfica tendría la forma de campana tan bien conocida por los estadísticos, que
corresponde a la firma inconfundible de una distribución aleatoria. A pesar de
reconocer aquel comportamiento peculiar de la función contando la cantidad de
números primos distintos con los que se podía construir cada número, Kac no
disponía de los instrumentos propios de la teoría de los números necesarios para
demostrar su intuición sobre aquel comportamiento aleatorio: «Enuncié la conjetura
por primera vez durante una conferencia que pronuncié en Princeton en marzo de
1939. Para mi suerte, entre el público estaba Erdös, que inmediatamente se animó.
Antes de terminar la conferencia ya tenía hecha la demostración».
Para Erdös, aquel éxito significó el comienzo de una pasión que lo acompañó
durante toda su vida: combinar la teoría de los números con la teoría de la
probabilidad. A primera vista, ambas disciplinas se parecen tanto como el día y la
noche: «La probabilidad no es un concepto propio de las matemáticas pura, sino de la
filosofía o de la física», declaró alguna vez Hardy con desprecio. Los objetos que
estudian los teóricos de los números están esculpidos en piedra desde el principio de
los tiempos, inmóviles e inmutables. Como decía Hardy: 317 es un número primo
tanto si nos gusta como si no. La teoría de la probabilidad, por su parte, es la más
resbaladiza de las disciplinas: nunca estamos seguros de lo que sucederá luego.

CEROS ORDENADOS SIGNIFICAN PRIMOS ALEATORIOS

Aunque ya Gauss había utilizado la idea del lanzamiento de una moneda para
intentar una estimación de la cantidad de números primos, fue sólo en el siglo XX
cuando los matemáticos empezaron a tomar en consideración la posibilidad de
relacionar disciplinas tan distintas como el cálculo de probabilidades y la teoría de los
números. En los primeros decenios del siglo, los físicos avanzaron la hipótesis de que
esta relación podía formar parte del mundo subatómico: podría suceder que el
comportamiento de un electrón se asimila al de una minúscula bola de billar, pero
nunca se puede estar muy seguro de la posición exacta de esa bola. Aunque en
aquella época resultara difícil de aceptar para muchos físicos, parece que es un dado
cuántico quien decide dónde se halla un electrón. Es posible que las consecuencias
inquietantes de la naciente teoría de la física cuántica y del modelo probabilístico del
mundo que de ella se deducía contribuyeran a poner en duda la opinión general según
la cual el azar no jugaba ningún papel en entidades fuertemente deterministas como
los números primos. Mientras Einstein intentaba negar que Dios jugara a los dados
con la naturaleza, a pocos pasos de él, en el Institute for Advanced Study, Erdös
estaba demostrando que en el corazón de la teoría de los números había un
lanzamiento de dados.
En efecto, durante aquel período los matemáticos empezaron a comprender cómo
la hipótesis de Riemann, que se refería al comportamiento regulado de los ceros del

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espacio zeta, conseguía explicar por qué los números primos nos parecen tan poco
regulares y azarosos. La mejor forma de comprender la tensión entre el orden de los
ceros y el caos de los números primos es dar un vistazo más detenido al modelo
quintaesencial de la aleatoriedad: el lanzamiento de una moneda.
Si lanzamos una moneda un millón de veces deberíamos obtener la mitad de caras
y la mitad de cruces, pero no esperemos una perfecta paridad: con una moneda
«perfecta» —una moneda que se comporta de forma perfectamente aleatoria, sin
desviaciones sistemáticas de la media— no nos tendría que sorprender la constatación
de que los lanzamientos hayan dado «cara» unas 1.000 veces más —o menos— que
«cruz», respecto del valor previsto de 500.000. La teoría de la probabilidad
proporciona una forma de medir la importancia de ese error para experimentos en
cuyo origen haya procesos aleatorios. Si lanzamos la moneda N veces habrá una
cierta desviación —un «error», por exceso o por defecto— respecto del valor teórico
de (1/2)N. En el caso de una moneda perfecta, el análisis de este error lleva a la
conclusión de que su valor será aproximadamente del orden de la raíz cuadrada de N.
Así, por ejemplo, si lanzamos una moneda perfecta un millón de veces, es altamente
probable que se obtenga «cara» un número de veces comprendido entre 499.000 y
501.000 (ya que 1.000 es la raíz cuadrada de 1.000.000). En cambio, si la moneda
estuviera trucada de manera que favoreciera un resultado respecto del otro, entonces
deberíamos esperar un error claramente mayor que la raíz cuadrada de N.
Para su estimación de la cantidad de números primos, Gauss tomó el modelo del
lanzamiento de una moneda especial. La probabilidad de que en el enésimo
lanzamiento esta teórica moneda diera «cara» —es decir, que N fuera un número
primo—, no valía 1/2, sino 1/log(N). Sin embargo, de la misma manera que al lanzar
una moneda convencional no sale exactamente la mitad de caras y la mitad de cruces,
la moneda de los números primos que lanza la naturaleza no da el número exacto de
números primos que Gauss había previsto. Pero ¿cuáles son las características de ese
error? ¿Se mantiene en los límites de la desviación del valor esperando de una
moneda que se comporta de manera aleatoria, o más bien muestra una fuerte
tendencia a producir números primos en unas áreas numéricas en particular dejando
desguarnecidas otras?
La respuesta se halla en la hipótesis de Riemann y su forma de predecir la
ubicación de los ceros: estos puntos a nivel del mar controlan los errores presentes en
la estimación que dio Gauss de la cantidad de números primos. Cada cero con
coordenada este-oeste igual a 1/2 produce un error de N1/2 (que es otra forma de
escribir la raíz cuadrada de N). Por ello, si Riemann tenía razón sobre la posición de
los ceros, entonces la desviación entre la estimación que dio Gauss de la cantidad de
números primos y el verdadero número de ellos resulta como máximo del orden de la
raíz cuadrada de N. Este es el mayor error que prevé la teoría de la probabilidad en el
caso de una moneda perfecta, cuyo comportamiento no está afectado por
desviaciones sistemáticas.

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En cambio, si la hipótesis de Riemann es falsa y existen ceros situados más al este
de la recta crítica, estos ceros producirán un error mucho mayor que la raíz cuadrada
de N: sería como una moneda que en una serie de lanzamientos diera como resultado
«cara» mucho más a menudo del cincuenta por ciento esperado cuando se utiliza una
moneda perfecta. Cuanto más al este se encuentran los ceros, tanto más trucada
resulta la moneda de los números primos.
Una moneda perfecta produce un comportamiento verdaderamente aleatorio,
mientras que una moneda trucada tiene un funcionamiento irreconocible. Por ello, la
hipótesis de Riemann describe perfectamente la razón por la que los números primos
parecen distribuidos de manera tan casual: gracias a su brillante intuición, Riemann
consiguió refutar completamente esta aleatoriedad al descubrir el nexo entre los ceros
de su espacio y los números primos. Para demostrar que la distribución de los
números primos es realmente aleatoria es necesario demostrar que más allá del espejo
de Riemann los ceros están dispuestos ordenadamente a lo largo de la recta crítica.
A Erdös le gustaba esta interpretación probabilística de la hipótesis de Riemann.
En primer lugar, porque recordaba a los matemáticos el motivo originario de su
aventura al otro lado del espejo de Riemann. Erdös deseaba alentar un retorno al
objeto fundamental de estudio de la teoría de los números: los números. Lo
sorprendente era que, desde que el agujero espacio-temporal de Riemann se había
abierto y había engullido a los matemáticos en un mundo nuevo, los teóricos de los
números que hablaban de números eran cada vez más raros. Estaban mucho más
preocupados por la exploración de la geometría del paisaje zeta que por tratar de los
números primos. Erdös dio un giro a esa situación; y enseguida descubrió que no
estaba solo en este viaje de vuelta.

POLÉMICA MATEMÁTICA

A pesar de la fascinación principal de Selberg por el paisaje zeta de Riemann, en


Princeton su interés empezó a alejarse de la función zeta para centrarse más
directamente en los números primos. Su éxodo matemático a los Estados Unidos fue
acompañado por un retorno al lado más concreto del espejo de Riemann.
Tras la demostración del teorema de los números primos por parte de la Vallée-
Poussin y Hadamard, los matemáticos habían intentado inútilmente hallar una forma
más simple de demostrar la validez del nexo que Gauss había establecido entre
logaritmos y números primos. ¿Sólo utilizando instrumentos altamente sofisticados
como la función zeta de Riemann y su espacio imaginario era posible demostrar la
exactitud de la estimación de los números primos dada por Gauss? Ahora los
matemáticos estaban dispuestos a admitir que, con toda probabilidad, aquellos
instrumentos eran necesarios para demostrar que la estimación de Gauss era tan
buena como predecía la hipótesis de Riemann, es decir, que el error nunca sería
mayor que la raíz cuadrada de N. En todo caso, creían que tenía que haber una forma

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más sencilla de obtener la primera estimación aproximada de Gauss. Habían esperado
generalizar la aproximación elemental con la que Chebyshev había conseguido
demostrar que en el peor de los casos la estimación de Gauss no iría más allá del once
por ciento del valor correcto. Pero, a medida que pasaba el tiempo, después de
cincuenta años intentando en vano una demostración más simple, empezaron a
convencerse de que era inevitable recurrir a los instrumentos sofisticados que había
introducido Riemann y que habían sido desarrollados por de la Vallée-Poussin y
Hadamard.
Hardy no creía que existiera una demostración elemental. No es que no la
deseara: los matemáticos buscan la simplicidad con la misma tenacidad con la cual
persiguen las demostraciones; simplemente, Hardy se estaba volviendo pesimista y
escéptico sobre la existencia de una demostración de aquel tipo. Había apreciado la
contribución de Erdös y Selberg que, apenas unos meses después de su muerte en
1947, hallaron una argumentación elemental que probaba el nexo entre números
primos y logaritmos. Pero la polémica que se desencadenó alrededor de la atribución
del mérito de aquella demostración lo hubiera horrorizado. El caso ha sido narrado en
varias ocasiones, y no sólo en las dos últimas biografías de Erdös. Considerando la
gigantesca red de colaboradores y corresponsales que Erdös desarrolló, unida a las
reticencias de Selberg, no sorprende que en la mayoría de estas crónicas prevalezca el
punto de vista de Erdös. Sin embargo, merece la pena dedicar un poco de espacio a la
posición de Selberg sobre la cuestión.
Fue Dirichlet quien explotó primero el sofisticado instrumento de la función zeta
y lo utilizó para confirmar una de las intuiciones de Fermat: Dirichlet demostró que,
si tomamos una calculadora de reloj con un cuadrante de N horas y le introducimos
los números primos, entonces la calculadora indicará la una un número infinito de
veces. En otras palabras, existen infinitos números primos que al dividirlos por N dan
resto 1. La demostración de Dirichlet se basaba en un uso complicado de la función
zeta. Su demostración jugó un papel de catalizador para los grandes descubrimientos
de Riemann.
Pero en 1946, casi ciento diez años más tarde del descubrimiento de Dirichlet,
Selberg concibió una demostración elemental del teorema de Dirichlet, una
demostración más cercana en su espíritu a aquella con la que Euclides había
demostrado la existencia de infinitos números primos. La demostración de Selberg,
evitando la función zeta, supuso una importante inflexión psicológica en una época
en la que muchos creían que era imposible realizar ningún progreso en la teoría de los
números primos sin recurrir a las ideas de Riemann. A pesar de su sutileza, la
demostración no requería ninguno de los sofisticados instrumentos de las
matemáticas del siglo XIX, y es verosímil creer que los propios griegos de la
antigüedad la habrían comprendido.
Paul Turán, un matemático húngaro que estaba invitado a Princeton, trabó
amistad con Selberg durante la época que pasaron juntos. También era un buen amigo

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de Erdös: un artículo suyo escrito en colaboración con Erdös fue el único documento
de identificación que pudo exhibir cuando una patrulla de militares soviéticos lo
detuvo en las calles de la Budapest liberada, en 1945; los miembros de la patrulla
quedaron comprensiblemente impresionados y Turán se ahorró una temporada en el
Gulag. «Fue una aplicación inesperada de la teoría de los números», bromeó más
tarde.
Turán quería saber algo sobre las ideas en que se basaba la demostración de
Selberg del resultado de Dirichlet, pero tuvo que abandonar el instituto tras pasar allí
una primavera. Selberg estuvo encantado de mostrarle algunos de los detalles, e
incluso propuso a Turán que diera una conferencia sobre la demostración mientras
Selberg renovaba su visado aprovechando una breve estancia en Canadá. Pero al
discutirlo con Turán, Selberg mostró sus propias cartas un poco más de lo previsto.
Durante la conferencia, Turán citó una fórmula algo insólita que Selberg había
demostrado, una fórmula que no tenía nada que ver directamente con la demostración
del teorema de Dirichlet. Erdös, que se encontraba entre el público, comprendió que
aquella fórmula era todo lo que necesitaba para perfeccionar el postulado de
Bertrand, según el cual siempre hay un número primo en el intervalo comprendido
entre N y 2N. Lo que Erdös intentaba era verificar si realmente era necesario ir desde
N hasta 2N para estar seguro de hallar un número primo. ¿No sería posible, por
ejemplo, hallar un número primo en el intervalo comprendido entre N y 1,01N? Era
consciente de que ello no podía suceder para cualquier valor de N.
Al fin y al cabo, si tomamos N = 100, no existen números enteros, ni por tanto
primos, comprendidos en el intervalo entre 100 y 101 (que es 100 multiplicado por
1,01). Sin embargo, Erdös pensaba que para valores suficientemente grandes de N, en
el espíritu del postulado de Bertrand, siempre se encontraría un número primo
comprendido entre N y 1,01N. Por otra parte, 1,01 no tiene nada de particular: la idea
de Erdös era que lo mismo sería cierto para cualquier otro valor numérico que
quisiéramos elegir comprendido entre 1 y 2. Al asistir a la conferencia de Turán,
Erdös comprendió que la fórmula de Selberg le proporcionaba el elemento necesario
para completar la demostración del postulado.
«Cuando volví, Erdös me dijo que pretendía usar mi fórmula para una
demostración elemental de esta generalización del teorema de Bertrand, y me
preguntó si tenía algún inconveniente». Se trataba de un resultado sobre el que el
propio Selberg había pensado, pero que no le había llevado a ninguna parte. «Dado
que no estaba ocupándome de aquel problema, le dije que no había inconveniente».
En aquella época Selberg estaba distraído por una multitud de problemas prácticos:
tenía que renovar su visado, encontrar alojamiento en Syracuse, donde había aceptado
un trabajo para el siguiente curso académico, y preparar unas clases que debía
impartir en una escuela de verano para ingenieros. «En cualquier caso, Erdös
trabajaba siempre muy deprisa y consiguió hallar una demostración».
Ahora bien, había algunas cosa que Selberg no había revelado a Turán. En

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concreto, el motivo por el que también él había pensado en aquella generalización del
postulado de Bertrand: había comprendido la manera de introducirla en un
rompecabezas para obtener el cuadro completo de una demostración elemental del
teorema de los números primos. Gracias al resultado de Erdös, ahora Selberg había
entrado en posesión de la última pieza del rompecabezas.
Explicó a Erdös cómo había utilizado su resultado para completar una
demostración elemental del teorema de los números primos. Erdös sugirió que
presentaran juntos el trabajo al reducido grupo de colegas que había asistido a la
conferencia de Turán, pero no consiguió frenar su propio entusiasmo y se puso a
repartir invitaciones a diestro y siniestro para la que prometía ser una conferencia
muy interesante. Selberg no esperaba en absoluto un público tan amplio.

Cuando llegué allí a última hora de la tarde, hacia las cuatro o las cinco, la
sala estaba repleta. Subí a la tribuna y expuse la argumentación, pidiendo
después a Erdös que expusiera su parte. Después volví a tomar la palabra para
exponer el resto, es decir, lo necesario para completar la demostración. Por
tanto, la primera demostración se obtuvo utilizando el resultado intermedio
que él había obtenido.

Erdös le propuso escribir juntos un artículo sobre la demostración. Pero, como


explica Selberg:

Nunca había publicado artículos escritos en colaboración. Hubiera querido


que escribiéramos artículos separados, pero Erdös insistió en que deberíamos
hacer las cosas como las habían hecho Hardy y Littlewood. Yo nunca había
querido trabajar en colaboración. Antes de venir a los Estados Unidos había
desarrollado toda mi actividad matemática en Noruega. La había desarrollado
solo, sin siquiera hablar de ella con nadie… no, nunca había sido un
colaborador en este sentido. Hablo con la gente pero trabajo solo, que es lo
que se ajusta a mi temperamento.

La verdad es que allí se encontraban dos matemáticos con temperamentos


opuestos: uno era un solitario enteramente autosuficiente que en toda su vida había
escrito un sólo artículo con un colega, el indio Saravadam Chowla; el otro llevó la
colaboración hasta tales extremos que hoy los matemáticos hablan de su «número de
Erdös», el número de coautores que le separan de alguien que escribió un texto con
Erdös. Mi número de Erdös es 3, lo que significa que he escrito un artículo con
alguien que ha escrito un artículo con alguien que ha escrito un artículo con Erdös.
Dado que Chowla fue uno de los 507 coautores de Erdös, el único artículo que
Selberg había escrito en colaboración le confería un número de Erdös igual a 2. Los
matemáticos con un número de Erdös igual a dos pasan de cinco mil.
Tras aquel rechazo, como actualmente admite Selberg: «las cosas se me fueron de

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las manos». Durante 1947, Erdös había construido una extensa red de colaboradores
y de corresponsales; los mantenía informados sobre sus propios progresos
matemáticos bombardeándolos de correo. Se dice que Selberg recibió un golpe
mortal cuando, a su llegada a Syracuse, fue saludado por un miembro de la Facultad
con estas palabras: «¿Ha oído la noticia? Erdös y un matemático escandinavo han
ideado una demostración elemental del teorema de los números primos». Mientras
tanto, Selberg había formulado una argumentación alternativa que evitaba la
necesidad de recurrir al paso intermedio que Erdös había proporcionado. Decidió
continuar y publicó los resultados de aquel trabajo individual. Su artículo apareció en
los Annals of Mathematics, la publicación que se redacta en Princeton y que, por
consenso general, está considerada una de las tres revistas matemáticas más
importantes del mundo. Es en los Annals of Mathematics, por ejemplo, donde
Andrew Wiles publicó su demostración del último teorema de Fermat.
Erdös estaba furioso: pidió a Hermann Weyl su arbitraje sobre la cuestión.
Selberg cuenta: «Me satisface el hecho de que finalmente Hermann Weyl se inclinara
sustancialmente de mi parte tras haber escuchado a ambos». Erdös publicó su
demostración reconociendo el papel de Selberg, pero todo el episodio resultó bastante
deplorable. A pesar de la naturaleza abstracta de las matemáticas, los matemáticos
poseen un ego que necesita ser halagado. No hay nada que estimule tanto el proceso
creativo de un matemático como el pensamiento en la inmortalidad que proporciona
el hecho de poner el propio nombre en un teorema: la anécdota de Erdös y Selberg
pone en evidencia la importancia que tienen en matemáticas —y, de hecho, en todas
las ciencias— el reconocimiento de los méritos y la prioridad. Es por ello que Wiles
pasó siete años encerrado en su ático trabajando secretamente sobre el último teorema
de Fermat, por miedo a tener que compartir la gloria de la empresa.
Aunque los matemáticos son como corredores de una carrera de relevos que
pasan el testigo de una generación a otra, anhelan siempre la gloria individual que
recibirán pasando los primeros por la línea de meta: la investigación matemática es
un difícil acto de equilibrio entre la necesidad de colaborar en proyectos que pueden
mantenerse durante siglos y el deseo de inmortalidad.
Al cabo de algún tiempo fue claro que la demostración elemental del teorema de
los números primos que Selberg había obtenido no era aquel extraordinario paso
adelante que se esperaba. Algunos creían que aquella intuición podría abrir un
camino simple para demostrar la hipótesis de Riemann; al fin y al cabo, aquella
intuición podía confirmar que la diferencia entre la estimación de Gauss y la
verdadera cantidad de números primos nunca fallaría la diana de una distancia mayor
que la raíz cuadrada de N. Y se sabía que esto era equivalente a tener todos los ceros
disciplinadamente colocados sobre la recta crítica de Riemann.
A finales de los años cuarenta, Selberg detentaba todavía el récord del mayor
porcentaje de ceros cuya presencia sobre la recta mágica de Riemann se había
demostrado. Este fue uno de los resultados por los que se le concedió la medalla

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Fields en 1950. Hadamard, que entonces tenía ochenta años, deseaba asistir al
Congreso Internacional de Matemáticos que tendría lugar en Cambridge,
Massachusetts, para celebrar la obtención del premio por Selberg. Sobre todo, estaba
impaciente por encontrarse con el explorador que había descubierto un recorrido
elemental para alcanzar el campo base que él y de la Vallée-Poussin habían instalado
hacía cincuenta años. Sin embargo, tanto a él como a Laurent Schwartz, el otro
matemático que debía recibir la medalla Fields, les negaron el visado de entrada en
los Estados Unidos por sus contactos soviéticos: el maccarthismo empezaba a asomar
su horrible cabeza. Hizo falta la intervención del presidente Truman para que se
concediera a los dos matemáticos la autorización para entrar en los Estados Unidos,
pocos días antes del congreso.
Más adelante, otros matemáticos, añadiendo sus propias ingeniosas variaciones,
han extendido las argumentaciones de Selberg para aumentar el porcentaje de ceros
de los cuales se puede demostrar su ubicación efectiva sobre la recta mágica de
Riemann. Algunas demostraciones de teoremas matemáticos se desarrollan de
manera muy natural una vez conseguida una idea general de la dirección que debe
tomarse: lo difícil es encontrar el origen del recorrido. Mejorar la estimación de
Selberg, sin embargo, es muy distinto. Las demostraciones necesitan un análisis muy
delicado. No son el resultado de una única idea grandiosa, pero llevarlas a buen fin
requiere mucha perseverancia. El recorrido está sembrado de trampas. Un
movimiento en falso y el número que se creía mayor que cero puede transformarse de
golpe en negativo. Cada paso debe realizarse con mucho cuidado y es fácil que se
deslicen errores.
En los años setenta, Norman Levinson mejoró la estimación de Selberg y, en un
momento dado, creyó que había conseguido capturar un 98,6 por ciento de los ceros.
Levinson dio una copia del manuscrito con la demostración a Giancarlo Rota, del MIT
(Instituto Tecnológico de Massachusetts), y le comentó bromeando que había
demostrado que todos los ceros se encontraban sobre la recta: el manuscrito se refería
al 98,6 por ciento, mientras que el otro 1,4 por ciento se dejaba para el lector. Rota
creyó que hablaba en serio y empezó a hacer correr la voz de que Levinson había
demostrado la hipótesis de Riemann. Naturalmente, aunque hubiera realmente
llegado al 100 por ciento, no se deducía necesariamente que todos los ceros se
hallaban sobre la recta ya que estamos habiéndonoslas con el infinito. Pero ello no
bastó para acallar los rumores.
Finalmente, se descubrió un error en el manuscrito que redujo la proporción de
los ceros determinados sobre la recta al treinta y cuatro por ciento. Fue un récord que
se mantuvo durante algún tiempo, resultado aún más sorprendente si se tiene en
cuenta que Levinson pasaba ya de los sesenta años cuando lo logró. Como dice
Selberg: «tuvo que tener una gran valentía para seguir adelante con tal cantidad de
cálculos numéricos, teniendo en cuenta que era imposible saber anticipadamente si lo
llevarían a alguna parte». Se afirmaba también que Levinson tenía grandes ideas

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sobre cómo generalizar sus propios métodos, pero murió de un tumor cerebral antes
de poder ponerlas en práctica. Actualmente el récord está en poder de Brian Conrey,
de la Universidad de Oklahoma, que en 1987 demostró que el cuarenta por ciento de
los ceros tiene que estar sobre la recta. Conrey tiene algunas ideas sobre cómo
perfeccionar su propia estimación, pero pocos puntos porcentuales más no parecen
valer la enorme cantidad de trabajo que requerirían: «Valdría la pena si pudiera llevar
la estimación más allá del cincuenta por ciento, porque en tal caso al menos podría
decir que la mayoría de los ceros se encuentra sobre la recta».
La polémica sobre la atribución del mérito por la demostración elemental dejó a
Erdös profundamente dolido, pero continuó siendo prolífico durante toda su vida,
desafiando los mitos sobre el envejecimiento y la capacidad de producción
matemática. Como no consiguió obtener una plaza permanente en el Institute for
Advanced Study, eligió la vida del matemático itinerante. Sin domicilio ni puesto de
trabajo, prefería aparecer de repente en casa de alguno de sus muchos amigos
diseminados por el mundo para permitirse su colaboración, quedándose a menudo
durante varias semanas antes de volver a marcharse de repente. Murió en 1996, en el
centenario de la primera demostración del teorema de los números primos. A los
ochenta y tres años todavía estaba colaborando en publicaciones con sus colegas.
Poco antes de morir dijo: «Pasará al menos otro millón de años antes de que
consigamos comprender los números primos».
Hoy, cuando ya es un anciano de más de noventa años, con el cabello blanco,
Selberg sigue leyendo las últimas novedades sobre la hipótesis de Riemann y dando
conferencias en las que ofrece perlas de sabiduría a los jóvenes asistentes. En 1996 su
discurso en el congreso que tuvo lugar en Seattle para celebrar el centenario de la
demostración del teorema de los números primos se cerró con la ovación de más de
seiscientos matemáticos.
Selberg opina que, a pesar de los importantes progresos que se han alcanzado, aún
no tenemos ninguna idea concreta sobre cómo demostrar la hipótesis de Riemann:

No creo que nadie sepa con certeza si estamos o no cerca de una solución.
Algunos creen que nos estamos acercando. Si hay una solución, es obvio que
con el transcurso del tiempo nos estamos acercando a ella. Pero algunos
opinan que poseemos los elementos esenciales de una solución. Yo discrepo
absolutamente. Es muy probable que la hipótesis sobreviva a su bicentenario,
en 2059, pero naturalmente yo no estaré para verlo. Es imposible predecir
cuánto resistirá el problema. Creo que finalmente se hallará una solución. No
creo que se trate de un resultado indemostrable. También podría suceder que
la demostración fuera tan complicada que el cerebro humano no consiga
nunca alcanzarla.

En la conferencia que pronunció en Copenhague después de la guerra, Selberg


había despertado dudas sobre la existencia de pruebas concretas a favor de la certeza

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de la hipótesis de Riemann. En aquel tiempo, la posibilidad de demostrar la hipótesis
le parecía un buen deseo, pero ahora ha cambiado de opinión: según Selberg, las
pruebas aparecidas durante los cincuenta años transcurridos desde el final de la
guerra son ya aplastantes. Pero en realidad fue la guerra, y particularmente los
descifradores de códigos de Bletchley Park, lo que condujo al desarrollo de la
máquina que generaría estas nuevas pruebas: el ordenador.

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8
MÁQUINAS DE LA MENTE

Propongo considerar la cuestión: «¿Pueden pensar las máquinas?»


ALAN TURING
Computing Machinery and Intelligence

El nombre de Alan Turing estará asociado siempre a la decodificación de Enigma, el


código secreto que usaban los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. En la
tranquilidad de la enorme casa campestre de Bletchley Park, a medio camino entre
Oxford y Cambridge, los descifradores de códigos de Churchill crearon una máquina
que podía descifrar los mensajes que cada día mandaban los servicios secretos
alemanes. La historia de cómo la irrepetible combinación de lógica matemática y
determinación propias de Turing contribuyó a salvar muchas vidas de la amenaza de
los submarinos alemanes ha sido objeto de novelas, obras teatrales y películas. Sin
embargo, la inspiración que llevó a Turing a la creación de sus «bombas», las
máquinas de descifrar, puede remontarse a sus tiempos de estudiante de matemática
en Cambridge, cuando Hardy y Littlewood todavía estaban en activo.
Antes de que la Segunda Guerra Mundial engullera Europa, Turing ya estaba
proyectando máquinas que terminarían por hacer saltar por los aires dos de los
veintitrés problemas de Hilbert. La primera fue una máquina teórica, que sólo existía
en su mente, una máquina que demolería cualquier esperanza de verificar la solidez
de los fundamentos del edificio matemático. La segunda máquina era muy real,
fabricada con ruedas dentadas y goteando aceite, y con esta máquina Turing pretendía
desafiar a la ortodoxia matemática: su sueño era que aquel artilugio mecánico pudiera
tener el poder de demostrar la falta de veracidad del octavo de los problemas de
Hilbert, y preferido de éste: la hipótesis de Riemann.
Después de que sus colegas dedicaran años intentando en vano demostrar la
hipótesis de Riemann, Turing creía que quizá había llegado el momento de indagar la
posibilidad de que Riemann se hubiera equivocado: quizás existe realmente un cero
fuera de la recta crítica de Riemann, y este cero tendría forzosamente que producir
alguna modulación reconocible en la sucesión de los números primos. Turing era
consciente de que las máquinas se convertirían en el instrumento más eficaz para la
búsqueda de ceros que pudieran demostrar la falta de fundamento de la conjetura de
Riemann; gracias a él, los matemáticos podrían gozar de la colaboración de un nuevo
socio mecánico en su análisis de la hipótesis de Riemann. Pero no fueron sólo las
máquinas materiales las que tuvieron un impacto en la exploración matemática de los

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números primos: sus máquinas de la mente, creadas inicialmente para atacar el
segundo problema de Hilbert, traerían al final del siglo XX el más inesperado de los
éxitos: una fórmula para generar todos los números primos.
La fascinación que las máquinas ejercían sobre Turing había sido estimulada por
un libro que le regalaron en 1922, cuando tenía diez años: Natural Wonders Every
Child Should Know [Maravillas naturales que todos los niños deberían conocer], de
Edwin Tenney Brewster, estaba repleto de pequeñas perlas que excitaron la
imaginación del joven Alan. El libro, que se había publicado en 1912, enseñaba que
existían explicaciones de los fenómenos naturales y no se limitaba a nutrir de
observaciones pasivas a sus jóvenes lectores. Si consideramos la pasión por la
inteligencia artificial que más adelante desarrolló Turing, la descripción de los seres
vivos que da Brewster resulta particularmente reveladora:

Resulta evidente que el cuerpo es una máquina. Es una máquina enormemente


compleja, muchas, muchas veces más complicada que cualquier máquina que
se haya construido jamás, pero es una máquina. Ha sido comparado con una
máquina de vapor, pero esto sucedió antes de que consiguiéramos los
conocimientos que hoy tenemos sobre su funcionamiento: en realidad se trata
de un motor a gas; como el motor de un automóvil, de una lancha o de una
máquina voladora.

Ya desde la escuela Turing tenía la obsesión de inventar y construir objetos: una


máquina fotográfica, una pluma estilográfica recargable, incluso una máquina de
escribir. Esta pasión lo acompañaría a Cambridge, a donde llegó en 1931 para
estudiar matemáticas en el King’s College. Dada su timidez y su carácter en cierta
medida asocial, igual que otros muchos antes que él, Turing encontró seguridad en las
certezas que ofrecían las matemáticas. Pero la pasión por construir objetos no lo
abandonó: nunca dejó de buscar la máquina física que pudiera poner en evidencia el
mecanismo de cualquier problema abstracto.
La primera investigación que Turing realizó en la universidad consistió en un
intento de comprender una de aquellas zonas fronterizas en las que las matemáticas
abstractas entran en contacto con las extravagancias de la naturaleza. Su punto de
partida fue el problema práctico de los resultados del lanzamiento de una moneda. El
resultado final fue un sofisticado análisis teórico de los resultados estadísticos de
cualquier experimento aleatorio. Turing quedó muy afligido cuando al presentar su
demostración descubrió que, de la misma forma en que les había sucedido
anteriormente a Erdös y a Selberg, su primera investigación duplicaba un resultado
obtenido unos diez años antes por un matemático finlandés, J. W. Lindeberg: el
teorema central del límite.
Con el tiempo, los teóricos de los números descubrieron que el teorema central
del límite ofrece nuevas perspectivas para la estimación de la cantidad de números
primos. Una vez demostrada, la hipótesis de Riemann confirmaría que la desviación

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entre la verdadera cantidad de números primos y la estimación de Gauss es igual a lo
esperado cuando se lanza una moneda perfecta. Pero el teorema central del límite
reveló que no es posible describir perfectamente la distribución de los números
primos utilizando como modelo el lanzamiento de una moneda: la medición más
refinada de la aleatoriedad que se hizo posible con el teorema central del límite
mostró que los primos no la obedecen. La estadística se ocupa de los diversos ángulos
desde los que se puede valorar un conjunto de datos, gracias al punto de vista que
ofrece el teorema central del límite de Turing y de Lindeberg, los matemáticos
pudieron darse cuenta de que, aun teniendo mucho en común, los números primos y
los lanzamientos de una moneda no eran exactamente lo mismo.
La demostración del teorema central del límite que consiguió Turing, aunque no
original, demostraba de sobra su potencial, hasta el punto de valerle una plaza de
profesor en el King’s College a la temprana edad de veintidós años. En el interior de
la comunidad científica de Cambridge, Turing siguió siendo, en cierta medida, un
solitario: mientras que Hardy y Littlewood se peleaban con los problemas clásicos de
la teoría de los números, Turing prefería trabajar fuera de los cánones matemáticos;
en vez de leer los artículos de sus colegas, prefería llegar a sus propias conclusiones
en solitario. Igual que Selberg, renunció a la distracción de una vida académica
convencional.
Sin embargo, a pesar de su aislamiento voluntario, Turing no dejaba de ser
consciente de la crisis que estaban sufriendo las matemáticas: en Cambridge se
hablaba del trabajo de un joven austríaco que había colocado la incertidumbre en el
centro de la disciplina que a Turing le había ofrecido seguridad.

GÖDEL Y LAS LIMITACIONES DEL MÉTODO MATEMÁTICO

Con su segundo problema, Hilbert había retado a la comunidad de los


matemáticos a demostrar que las matemáticas no contenían contradicciones. Los
antiguos griegos fueron los que iniciaron el desarrollo de las matemáticas como
disciplina basada en los teoremas y las demostraciones; para hacerlo habían partido
de aserciones que parecían verdades evidentes. Estas aserciones, los axiomas de las
matemáticas, son las semillas a partir de las cuales se ha desarrollado todo el jardín
matemático: partiendo de las primeras demostraciones de Euclides sobre los números
primos, los matemáticos han utilizado el instrumento de la deducción para extender
nuestro conocimiento más allá de aquellos axiomas.
Pero los estudios de Hilbert sobre las geometrías no euclidianas habían planteado
una cuestión preocupante: ¿estamos seguros de no poder demostrar jamás que un
enunciado es a la vez cierto y falso? ¿Podemos tener la certeza absoluta de que no
existe una secuencia de deducciones que, a partir de los axiomas de las matemáticas,
demuestre la veracidad de la hipótesis de Riemann mientras que otra secuencia
alternativa demuestre su falsedad? Hilbert no vacilaba: sería posible usar la lógica

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matemática para demostrar que la disciplina no contenía contradicciones de este tipo;
opinaba que la resolución del segundo de sus veintitrés problemas supondría poner
orden en el edificio matemático. La cuestión se hizo aún más urgente cuando
Bertrand Russell, el filósofo amigo de Hardy y Littlewood, planteó lo que parecían
paradojas matemáticas. Aunque en su monumental obra Principia Mathematica
Russell encontró la forma de resolver sus paradojas, aquello hizo comprender a
muchos la seriedad de la cuestión que Hilbert había planteado.
El 7 de septiembre de 1930, Hilbert tuvo el privilegio de ser nombrado hijo
predilecto de Königsberg, su estimada ciudad natal. En aquel mismo año había
abandonado la cátedra de Gotinga. Hilbert terminó su discurso de agradecimiento con
una llamada urgente a todos los matemáticos: «Wir müssen wissen. Wir werden
wissen» [Debemos saber. Sabremos]. Tras su discurso, lo trasladaron rápidamente a
un estudio radiofónico para grabar la última parte, que debía integrarse en un
programa de radio. Entre los ruidos de fondo de la grabación se puede escuchar a
Hilbert riendo tras declarar: «Debemos saber». Pero él no sabía aún que quien se
había reído el último con otra persona, el día anterior, durante una conferencia
pronunciada a muy poca distancia de aquel estudio radiofónico, en la Universidad de
Königsberg:
Kurt Gödel, el lógico austríaco de veinticinco años, había hecho un anuncio que
golpeaba el corazón del mundo de Hilbert.
De niño, Gödel se había ganado el apodo de Herr Warum [señor Por qué] por el
incesante flujo de preguntas que planteaba. Como consecuencia de un ataque de
fiebre reumática durante su infancia, su corazón era débil y sufría de una hipocondría
incurable. En los últimos años de su vida, su hipocondría se transformó en paranoia
manifiesta. Estaba tan convencido de que lo querían envenenar que literalmente se
dejó morir de hambre. Sin embargo, a los veinticinco años fue él quien envenenó el
sueño de Hilbert y desencadenó un ataque de paranoia en toda la comunidad
matemática.
Para su tesis doctoral, Gödel había dirigido su espíritu inquiridor a la cuestión de
Hilbert que se hallaba en el corazón de la actividad matemática: demostró que los
matemáticos nunca podrían demostrar que poseían los fundamentos seguros que
Hilbert ansiaba. Era imposible utilizar los axiomas de las matemáticas para demostrar
que aquellos axiomas no conducirían a contradicciones. Entonces, ¿no se podría
arreglar el problema cambiando los axiomas o añadiendo otros nuevos? No serviría
de nada: Gödel demostró que, cualesquiera que fueran los axiomas elegidos por las
matemáticas, nunca podrían ser usados para demostrar la inexistencia de
contradicciones.
Los matemáticos definen un sistema de axiomas como consistente cuando tales
axiomas no conducen a contradicciones. Puede ser que los axiomas elegidos no
conduzcan nunca a contradicciones, pero ello nunca podrá ser demostrado utilizando
tales axiomas. Podría ser que se consiguiera demostrar la consistencia de un sistema

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de axiomas tomando un sistema alternativo, pero se trataría de una victoria parcial ya
que, en tal caso, la consistencia del nuevo sistema de axiomas sería igualmente
discutible. Es lo mismo que el intento de Hilbert de demostrar que la geometría era
consistente transformándola en una teoría de los números: el único resultado fue
trasladar la cuestión a la consistencia de la aritmética.
La toma de conciencia de Gödel recuerda la descripción del universo que da una
señora anciana y menuda con la que se abre el libro de Stephen Hawking Breve
historia del tiempo. Al terminar una conferencia de divulgación sobre astronomía,
una anciana se levanta y, dirigiéndose al orador, declara: «Todo lo que nos ha contado
son tonterías. En realidad, el mundo es un disco plano que se apoya sobre la espalda
de una inmensa tortuga». La respuesta de la señora a la pregunta del conferenciante
sobre cuál sería entonces el apoyo de la tortuga habría provocado una sonrisa en el
rostro de Gödel: «Usted es muy inteligente, jovencito, verdaderamente muy
inteligente. ¡Pero es evidente que cada tortuga se apoya sobre otra tortuga!».
Gödel había proporcionado a las matemáticas una demostración de que el
universo matemático se apoya en una torre de tortugas: se puede conseguir una teoría
libre de contradicciones pero no se puede demostrar que en el interior de dicha teoría
no hay contradicciones. Todo lo que podemos hacer es demostrar la consistencia
interior de otro sistema cuya consistencia, sin embargo, no podemos demostrar. Había
una cierta ironía en todo esto: las matemáticas podía ser utilizada para demostrar las
limitaciones de las propias demostraciones. El matemático francés André Weil
sintetizó la situación que se producía después de Gödel con una frase memorable:
«Dios existe porque las matemáticas son consistentes, y el demonio existe porque no
podemos demostrar que lo es».
En 1900 Hilbert había declarado que en matemáticas no hay nada que sea
imposible conocer; treinta años más tarde, Gödel demostró que la ignorancia es parte
integrante de las matemáticas. Hilbert se enteró de la noticia bomba de Gödel algunos
meses después de su discurso en Königsberg. Parece que reaccionó «con cierta
irritación». Su declaración «Wir müssen wissen. Wir werden wissen» [Debemos
saber. Sabremos], hecha el día después del anuncio de Gödel, encontró un destino
apropiado: se grabó en la lápida de la tumba de Hilbert; un sueño idealista del cual,
finalmente, las matemáticas se había despertado.
Mientras los físicos empezaban a comprender, a partir del principio de
indeterminación de Heisenberg, que existían limitaciones al conocimiento dentro de
su disciplina, la demostración de Gödel significaba que también los matemáticos
tendrían que resignarse a convivir para siempre con su propia y peculiar
incertidumbre: la posibilidad de descubrir de repente que todo el edificio de las
matemáticas era un espejismo. Está claro que, para gran parte de los matemáticos, el
hecho de que esto no haya sucedido hasta ahora es la mejor confirmación de que
nunca sucederá: tenemos un modelo que funciona, y ello parece suficiente para
justificar la consistencia de las matemáticas. Sin embargo, dado que el modelo es

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infinito, no podemos tener la seguridad de que en un momento determinado no
termine contradiciendo nuestros axiomas. Y, como ya hemos podido comprobar,
cuando se profundiza en las áreas más remotas del universo numérico, incluso
entidades aparentemente inocentes como los números primos pueden esconder
sorpresas, de las que nunca habríamos sido conscientes si hubiéramos procedido sólo
por experimentación y observación.
Gödel no se detuvo ahí. Su tesis doctoral contenía una segunda noticia bomba: si
los axiomas de las matemáticas son consistentes, entonces siempre habrá enunciados
verdaderos sobre los números que no pueden demostrarse formalmente a partir de
aquellos axiomas. Esto conculcaba las bases de lo que las matemáticas habían
significado desde la Grecia Antigua. La demostración siempre había sido considerada
como el camino que conducía a la verdad matemática. Ahora Gödel había hecho
saltar en pedazos esta fe en el poder de la demostración. Algunos esperaban que,
añadiendo nuevos axiomas, sería posible remendar el edificio matemático: ahora
Gödel demostraba que tales esfuerzos serían vanos. Por más que se añadieran nuevos
axiomas a los fundamentos de las matemáticas, siempre quedaría algún enunciado
verdadero imposible de demostrar.
Este resultado tomó el nombre de Teorema de incompletitud de Gödel: cualquier
sistema consistente de axiomas es necesariamente incompleto, en el sentido de que
existirán siempre enunciados verdaderos que no podrán ser deducidos de los axiomas.
Y para acompañarlo en su acto de terrorismo matemático, Gödel se procuró nada
menos que los números primos: los utilizó para asignar a cada enunciado matemático
un código numérico de identificación, el número de Gödel. A través del análisis de
tales números, Gödel pudo demostrar que para cualquier elección de axiomas siempre
existirán enunciados verdaderos que no pueden ser demostrados.
El resultado obtenido por Gödel supuso un duro golpe para los matemáticos de
todo el mundo: había muchísimos enunciados sobre números, y en particular sobre
números primos, que parecían verdaderos pero que no se tenía la menor idea de cómo
demostrar. La conjetura de Goldbach: cada número par es suma de dos números
primos; números primos gemelos: existen infinitas parejas de números primos cuya
diferencia es 2, como 17 y 19. ¿Estaban estas aserciones condenadas a no poder ser
demostradas utilizando los fundamentos axiomáticos existentes?
Es innegable que tal estado de cosas era como para ponerse nervioso: quizá la
hipótesis de Riemann era simplemente indemostrable en el ámbito de la descripción
axiomática corriente de lo que entendemos por aritmética. Muchos matemáticos se
consolaron pensando que todo lo verdaderamente importante tenía que ser
demostrable, y que sólo enunciados tortuosos y faltos de un contenido matemático
apreciable terminarían entre los enunciados indemostrables de Gödel.
Pero Gödel no estaba tan seguro de ello. En 1951 puso en duda que los axiomas
habituales fueran suficientes para resolver muchos de los problemas de la teoría de
los números:

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Nos encontramos ante una serie infinita de axiomas que puede extenderse
cada vez más, sin que sea visible el final… Es cierto que en las matemáticas
de hoy los niveles más elevados de esta jerarquía no se usan prácticamente
nunca… no es realmente inverosímil que esta característica de la matemática
contemporánea pueda tener algo que ver con su incapacidad de demostrar
algunos teoremas fundamentales como, por ejemplo, la hipótesis de Riemann.

En opinión de Gödel, las matemáticas no habían sido capaces de demostrar la


hipótesis de Riemann porque sus axiomas no eran suficientes para hacerlo: podría ser
que fuera necesario ampliar la base del edificio matemático para descubrir unas
matemáticas en las que este problema fuera resoluble. El teorema de incompletitud de
Gödel modificó drásticamente la forma de razonar de la gente: si existen problemas
tan difíciles de resolver, como los de Riemann y de Goldbach, entonces quizá son
simplemente indemostrables con los instrumentos lógicos y con los axiomas que
aplicamos para intentarlo.
Al mismo tiempo, tenemos que procurar no enfatizar demasiado el significado de
los resultados de Gödel: no se trataba de las honras fúnebres de las matemáticas.
Gödel no había cuestionado la verdad de lo que ya había sido demostrado; lo que su
teorema demostraba era la realidad matemática no se reducía a la deducción de
teoremas a partir de axiomas: las matemáticas son algo más que una partida de
ajedrez. Es necesario que a la obra incesante de construcción del edificio matemático
se acompañe una continua evolución de los fundamentos sobre los que se basa el
edificio. A diferencia de la naturaleza formal de las reglas para la construcción del
edificio, la evolución de los fundamentos se tiene que basar en las intuiciones de los
matemáticos sobre la elección de los axiomas que, en su opinión, puedan
proporcionar una mejor descripción del mundo de las matemáticas. Muchos sintieron
satisfacción al interpretar en el teorema de Gödel una confirmación de la superioridad
de la mente sobre el espíritu mecanicista propiciado por la Revolución industrial.

LA MILAGROSA MAQUINA MENTAL DE TURING

La revelación de Gödel abrió una cuestión totalmente nueva que empezó a


fascinar tanto a Hilbert como al joven Turing: ¿existe alguna forma de establecer la
diferencia entre los enunciados verdaderos para los que existen demostraciones y
aquellos enunciados que, como Gödel había descubierto, son verdaderos aunque sean
indemostrables? Turing, con su estilo pragmático, empezó a considerar la posibilidad
de que existiera una máquina capaz de ahorrar a los matemáticos el riesgo de intentar
demostrar un enunciado indemostrable. ¿Podía concebirse una máquina que, al
introducirle cualquier enunciado, fuera capaz de establecer si podía ser deducido de
los axiomas de las matemáticas, aunque sin dar la demostración? En caso de existir
una máquina así, podría utilizarse a modo de oráculo de Delfos para tener la certeza

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de que la búsqueda de una demostración de la conjetura de Goldbach o de la hipótesis
de Riemann no sería tiempo perdido.
La cuestión de la existencia de un oráculo así no se apartaba mucho del décimo
problema que Hilbert había planteado en los albores del siglo XX: en aquel problema,
Hilbert había considerado la posible existencia de un método universal, de un
algoritmo, capaz de decidir si una ecuación cualquiera tiene solución o no. Hilbert
estaba concibiendo la idea de un programa de ordenador antes de que se planteara
siquiera la idea misma de un ordenador: imaginó un procedimiento mecánico que
pudiera aplicarse a las ecuaciones y respondiera «sí» o «no» a la pregunta «¿esta
ecuación tiene soluciones?», sin necesidad de ninguna intervención por parte del
operador.
Todos estos comentarios sobre máquinas eran puramente teóricos: nadie pensaba
todavía en un objeto físico real. Eran máquinas de la mente, métodos o algoritmos
para producir respuestas. Era como si se hubiera concebido la idea del software antes
de que existiera un hardware capaz de hacerlo funcionar: aunque hubiera existido la
máquina de Hilbert no habría sido de ninguna utilidad práctica porque, con toda
probabilidad, el tiempo que habría necesitado para decidir si una ecuación cualquiera
tenía solución hubiera superado la edad del universo. Para Hilbert, la existencia de
esta máquina tenía una importancia filosófica.
La idea de estas máquinas teóricas horrorizaba a muchos matemáticos: habrían
puesto al matemático fuera de juego. Nunca tendríamos necesidad de confiar en la
imaginación, en la intuición genial de la mente humana para producir
argumentaciones inteligentes. El matemático quedaría reemplazado por un autómata
cuya fuerza bruta abriría una brecha hacia la solución de nuevos problemas sin
recurrir en absoluto a nuevas y sutiles formas de razonamiento. Hardy no tenía la
menor duda de que nunca podría existir una máquina así; el simple pensamiento de
que pudiera haber una ponía en peligro su propia existencia:

Naturalmente, no existe un teorema así, y ello es una gran suerte, porque si


existiera tendríamos un conjunto de reglas mecánicas para la resolución de
todos los problemas matemáticos, y se habría terminado nuestra actividad de
matemáticos. Sólo un observador externo muy ingenuo puede imaginarse que
los matemáticos alcancen sus descubrimientos girando la manivela de
cualquier máquina milagrosa.

La fascinación que ejercían sobre Turing las complejidades de la ideas de Gödel


nacía de una serie de conferencias que Max Newman, uno de los docentes de
matemáticas de Cambridge, dictó durante la primavera de 1935. Newman también
había sido seducido por las cuestiones de Hilbert cuando oyó hablar al gran
matemático de Gotinga durante el Congreso Internacional de Matemáticos que tuvo
lugar en Bolonia en 1928. Era la primera vez desde el final de la Primera Guerra
Mundial que una delegación de matemáticos alemanes era invitada a un congreso

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internacional. Muchos de ellos rechazaron participar, aún ofendidos por su exclusión
del congreso anterior de 1924, pero Hilbert pasó por encima de estas divisiones
políticas y presidió una delegación de sesenta y siete matemáticos alemanes. Cuando
hizo su aparición en la sala de conferencias para asistir a la sesión de apertura, el
público se puso en pie para aplaudirlo. Hilbert respondió expresando una opinión,
compartida por muchos matemáticos: «Supone una total incomprensión de nuestra
ciencia crear diferencias basadas en los pueblos o en las razas, y los motivos por los
que tales cosas se han planteado son muy mezquinos. Las matemáticas no conocen
razas… Para las matemáticas, el mundo entero de la cultura es una sola nación».
En 1930, justo después de saber que el programa de Hilbert había sido
completamente demolido por Gödel, Newman sintió un fuerte deseo de explorar
algunos de los aspectos más difíciles de las ideas de este último. Al cabo de cinco
años había adquirido la seguridad necesaria para anunciar una serie de cursos sobre el
teorema de incompletitud de Gödel. Turing asistió, y quedó totalmente paralizado por
la tortuosidad de las demostraciones de Gödel. Newman terminó el ciclo con una
pregunta que serviría para catalizar tanto la imaginación de Hilbert como la de
Turing: ¿sería posible distinguir de alguna manera los enunciados demostrables de los
enunciados indemostrables? Hilbert bautizó la cuestión como «el problema de la
decidibilidad».
Al escuchar las clases de Newman sobre la obra de Gödel, Turing se convenció
de la imposibilidad de construir una máquina milagrosa capaz de conseguir aquella
distinción. Sin embargo, era difícil demostrar que una máquina así no podía existir: al
fin y al cabo, ¿cómo se sabe cuáles serán los límites futuros del ingenio humano? Se
podía probar que una máquina en particular no daría respuestas, pero proyectar esta
prueba a todas las máquinas posibles era negar la imposibilidad del futuro. Y a pesar
de todo, Turing lo hizo.
Fue el primer gran logro de Turing: concibió la idea de máquinas especiales que
pudieran ser efectivamente hechas para comportarse como una persona o una
máquina que hiciera cálculos aritméticos. Más tarde estas máquinas se harían
famosas con el nombre de máquinas de Turing. Hilbert había sido más bien impreciso
sobre lo que entendía por una máquina capaz de establecer si un enunciado es
demostrable o no; ahora, gracias a Turing, la cuestión planteada por Hilbert quedaba
precisada: si una de las máquinas de Turing no podía discriminar lo demostrable de lo
indemostrable, entonces ninguna máquina podría hacerlo. ¿Significaba esto que sus
máquinas eran todo lo potentes que era necesario para afrontar el reto del problema
de la decidibilidad de Hilbert?
Un día, mientras corría junto al río Cam, Turing tuvo su segundo relámpago de
inspiración y comprendió que ninguna de sus máquinas imaginarias podía ser capaz
de distinguir entre los enunciados que tenían demostraciones y los que no las tenían.
Mientras tomaba aliento, yaciendo de espaldas en un prado de los alrededores de
Granchester, Turing comprendió que una idea ya utilizada con éxito para responder a

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una pregunta sobre los números racionales se podría aplicar a la cuestión de la
existencia de una máquina capaz de verificar la demostrabilidad.
La idea de Turing se basaba en un descubrimiento asombroso que había hecho en
1873 Georg Cantor, un matemático alemán de Halle: Cantor había descubierto que
existen diversos tipos de infinito. Aunque parezca una proposición extraña, es
realmente posible comparar dos conjuntos infinitos y decir que uno es mayor que el
otro. Cuando Cantor anunció sus conclusiones, hacia 1870, fueron consideradas casi
como heréticas o, en el mejor de los casos, como las divagaciones de un loco. Para
comprender cómo pueden compararse dos infinitos, imaginemos una tribu cuyo
sistema de contar se reduce a «uno, dos, tres, muchos». Los miembros de la tribu son
capaces de decidir quién es el más rico de ellos aunque no puedan indicar el valor
numérico exacto de sus riquezas. Por ejemplo, si los pollos son el signo de riqueza de
un individuo, basta que dos personas emparejen sus pollos: el que agote antes sus
pollos es obviamente el más pobre de los dos. No hace falta ser capaz de contar los
pollos para saber que un grupo es más numeroso que otro.
Explotando esta idea, Cantor demostró que si emparejamos todos los números
enteros con todas las fracciones (como 1/3, 1/4, 1/101) se puede hacer corresponder a
cada fracción un número entero y sólo uno. Parece paradójico, ya que en apariencia
las fracciones son mucho más numerosas que los números enteros. Y sin embargo
Cantor encontró la forma de establecer una correspondencia exacta entre ambos
conjuntos de manera que ninguna de las fracciones quede falta de compañero. Cantor
formuló también una argumentación ingeniosa para demostrar que, al contrario que
en el caso anterior, no hay forma de emparejar todas las fracciones con todos los
números reales, que comprenden, además de los números enteros y de las fracciones,
también los números irracionales como π, y todos los demás números con una
expresión decimal infinita y no periódica. Cantor demostró que cualquier intento de
emparejar las fracciones con los números reales dejaría fuera de forma inevitable una
parte de los números irracionales: había demostrado la existencia de dos conjuntos
infinitos de dimensiones distintas.
Hilbert comprendió que Cantor estaba creando unas matemáticas auténticamente
nuevas. Declaró que las ideas de Cantor sobre los infinitos eran «el producto más
extraordinario del pensamiento matemático, una de las realizaciones más hermosas de
la actividad humana en el dominio de lo puramente inteligible… Nadie nos expulsará
del paraíso que Cantor ha creado para nosotros». Como reconocimiento a esas ideas
pioneras, Hilbert dedicó a una cuestión planteada por Cantor el primero de su lista de
veintitrés problemas: ¿existe un conjunto infinito de números que sea mayor que el
conjunto de las fracciones pero menor que el conjunto de los números reales?
Fue la demostración de Cantor sobre el hecho de que el conjunto de los números
irracionales es más numeroso que el de las fracciones lo que cruzó como un rayo la
mente de Turing mientras se encontraba tumbado al sol de Cambridge: comprendió
de repente que aquel hecho podía ser utilizado para demostrar que el sueño que

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Hilbert había cultivado sobre una máquina capaz de verificar si un enunciado es
demostrable era pura fantasía.
Turing empezó planteando la hipótesis de que una de sus máquinas fuera capaz de
decidir si un enunciado verdadero cualquiera es demostrable. Mediante un elegante
procedimiento, Cantor había demostrado que, de cualquier manera que se agruparan
las fracciones y los números reales, el emparejamiento siempre excluiría algún
número irracional. Turing adoptó esta técnica y la adaptó para producir un enunciado
verdadero «excluido», es decir, un enunciado para el cual su máquina nunca podría
establecer la existencia de una demostración. La belleza del razonamiento de Cantor
venía dada por el hecho de que, si se intentaba modificar la máquina de manera que
incluyera el enunciado faltante, siempre habría otro enunciado excluido, siempre
habría otro enunciado que escaparía al análisis, de la misma manera que el teorema
de incompletitud de Gödel demostraba que la adición de un nuevo axioma sólo
serviría para producir algún nuevo enunciado indemostrable.
Turing era consciente de lo escurridizo de su argumentación: mientras volvía
corriendo a su apartamento del King’s College, la reexaminó con detalle buscando los
posibles puntos débiles. Había un aspecto que lo preocupaba particularmente: había
demostrado que ninguna de sus máquinas de Turing podía responder al problema de
la decidibilidad de Hilbert. Pero ¿cómo podía tener la certeza de la inexistencia de
otra máquina capaz de dar una respuesta a aquel problema? Ahí realizó su tercer
avance: la idea de una máquina universal. Turing elaboró el proyecto de una máquina
a la que se le proporcionarían las instrucciones necesarias para que operara como
todas las máquinas de Turing o como cualquier otra máquina potencialmente capaz
de responder a la pregunta de Hilbert. Incluso el cerebro es una máquina que quizá
podía discriminar lo demostrable de lo indemostrable, y ello estimuló las siguientes
investigaciones de Turing sobre la posibilidad de que una máquina fuera capaz de
elaborar pensamientos. Por el momento, se concentró en la verificación de cada
detalle de la solución que proponía a la pregunta de Hilbert.
Turing trabajó durante un año hasta tener la certeza de que su argumentación era
inatacable: sabía que cuando la hiciera pública sería sometida a las más severas
verificaciones. Decidió que la persona-idónea para ponerla a prueba era la primera
persona con quien había hablado del problema: Newman. Al principio, Newman
dudó del planteamiento: tenía todas las posibilidades de que uno se engañara
creyendo verdadero lo que no lo era. Pero cuando se puso a dar vueltas a la
argumentación se convenció de que quizá Turing había hecho diana. Al cabo de poco
tiempo descubrirían que no era el único que había acertado.
Turing se enteró de que uno de los matemáticos de Princeton le había ganado en
el último momento: Alonzo Church había llegado a las mismas conclusiones casi al
mismo tiempo que Turing, pero había sido más rápido en la publicación de su
descubrimiento. Como es natural, Turing estaba preocupado por la idea de que su
intento de obtener un reconocimiento en la jungla académica se frustrara por el

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anuncio de Church; pero gracias al apoyo de Newman, su mentor en Cambridge,
también la demostración de Turing se aceptó para ser publicada. Para su desánimo, la
publicación recibió una atención muy escasa; sin embargo, su idea de una máquina
universal era mucho más tangible que el método que proponía Church, y tenía
consecuencias de más largo alcance: la manía de Turing por los inventos materiales
había prevalecido sobre las consideraciones teóricas. Aunque su máquina universal
fuera sólo una máquina de la mente, la descripción que hizo de ella hacía pensar en el
proyecto de una maquinaria real. Un amigo suyo afirmó bromeando que, en caso de
construirla, probablemente habría ocupado la totalidad del Albert Hall.
La máquina universal supuso el comienzo de la era de la informática, que dotaría
a los matemáticos de un nuevo medio con el que explorar el universo de los números.
Incluso durante su vida, Turing comprendió el impacto que podrían tener las
máquinas reales de cálculo sobre el estudio de los números primos; lo que no podía
prever era el papel que jugaría su máquina teórica en el descubrimiento de uno de los
tesoros más inaccesibles de las matemáticas. El análisis extremadamente abstracto
que Turing hizo del problema de la decidibilidad de Hilbert se convirtió, decenios
más tarde, en la clave del descubrimiento fortuito de una ecuación que genera todos
los números primos.

ENGRANAJES, POLEAS Y ACEITE

El paso siguiente de Turing consistió en cruzar el Atlántico para encontrarse con


Church. También tenía la esperanza de conocer a Gödel, que estaba de visita en el
Institute for Advanced Study, aunque durante la travesía su preocupación estaba
centrada en las máquinas teóricas, Turing no había abandonado su pasión por las
máquinas reales: pasó una semana del viaje trazando la ruta con la ayuda de un
sextante.
A su llegada a Princeton descubrió con decepción que Gödel estaba de vuelta en
Austria. Volvería a Princeton dos años más tarde para hacerse cargo de una plaza
permanente en el instituto, tras su persecución en Europa. En Princeton, Turing
consiguió entrar en contacto con Hardy, que también estaba de visita. Turing escribió
a su madre sobre su entrevista con Hardy: «Al principio estaba muy distante o,
probablemente, reservado. Lo encontré en el despacho de Maurice Pryce el día de mi
llegada y ni siquiera me dirigió la palabra. Pero ahora está resultando mucho más
amigable».
Una vez puesta por escrito su demostración del problema de la decidibilidad de
Hilbert para ser publicada, Turing empezó a buscar otro problema de peso susceptible
de ser atacado. Tras la resolución del problema de la decidibilidad, se hacía difícil
otra empresa tan excepcional, pero, si quería elegir un problema de gran importancia,
¿por qué no apuntar hacia el objetivo más ambicionado por todos, la hipótesis de
Riemann? Hizo que le mandaran los artículos más recientes sobre la hipótesis que

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había publicado Albert Ingham, un colega suyo de Cambridge. Empezó también a
hablar con Hardy para conocer su opinión.
En 1937 Hardy se estaba haciendo cada vez más pesimista sobre la validez de la
hipótesis de Riemann: había consumido tanto tiempo intentando demostrarla sin éxito
que empezaba a estar convencido de su falsedad. Turing, influido por la actitud de
Hardy, pensó que podría construir una máquina con la que demostrar que Riemann
estaba equivocado. También había oído hablar del redescubrimiento de Siegel del
fantástico método de Riemann para calcular los ceros de la función zeta: en la
fórmula que Siegel había descubierto se hacía un uso ingenioso de la suma de senos y
cosenos para estimar de manera eficiente las altitudes del paisaje de Riemann. En
Cambridge, el método propuesto por Turing para resolver el problema de la
decidibilidad de Hilbert creando una máquina se consideraba absolutamente
innovador, pero Turing comprendió que sería posible utilizar máquinas también para
analizar la fórmula secreta de Riemann. Era consciente de que había muchas
analogías entre la fórmula de Riemann y las que se utilizaban para prever fenómenos
físicos periódicos, como los movimientos orbitales de los planetas: en 1936 Ted
Titchmarsh, un matemático de Oxford, tomó una máquina pensada para el cálculo de
los movimientos celestes y la adaptó para demostrar que los primeros 1.041 ceros del
paisaje zeta se hallaban efectivamente sobre la recta mágica de Riemann. Pero Turing
conocía una maquinaria todavía más sofisticada que se utilizaba para prever otro
fenómeno periódico natural: las mareas.
Las mareas planteaban un problema matemático complejo porque su estudio
dependía del cálculo del ciclo diario de la rotación terrestre, del ciclo mensual de la
revolución lunar y del ciclo anual de la órbita de la Tierra alrededor del Sol. En
Liverpool, Turing había visto una máquina que efectuaba tales cálculos de forma
automática: la suma de todas las ondas sinusoidales se sustituía por el accionamiento
de un sistema de cuerdas y poleas, y la respuesta venía dada por la longitud de
algunas secciones de una cuerdecilla que sobresalía del artilugio. Turing escribió a
Titchmarsh confesándole que, cuando había visto por vez primera la máquina de
Liverpool, no había sospechado ni remotamente que pudiera ser usada para estudiar
los números primos; pero ahora su mente trabajaba de manera febril: quería construir
una máquina capaz de calcular las latitudes del paisaje de Riemann. De esta forma
conseguiría determinar un punto a nivel del mar que se hallara fuera de la recta crítica
de Riemann, y así demostrar que la hipótesis de Riemann era falsa.
Turing no fue el primero que se planteó el uso de una máquina para acelerar los
cálculos tediosos: Charles Babbage, otro matemático que había estudiado en
Cambridge, ya había concebido en el siglo anterior la idea de construir máquinas
calculadoras. En 1810, cuando era un estudiante del Trinity College, Babbage estaba
tan fascinado como Turing por los ingenios mecánicos: en su autobiografía recuerda
la génesis de su idea de construir una máquina para calcular las tablas matemáticas
que resultaban fundamentales para que Inglaterra capitaneara la navegación marítima:

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Una tarde estaba sentado en los locales de la Analytical Society, en
Cambridge, con la cabeza apoyada sobre la mesa en un estado de
somnolencia, con una tabla de logaritmos ante mí. Otro miembro de la
Sociedad, al entrar en la estancia y verme adormecido, gritó: «Y bien,
Babbage, ¿con qué está soñando?». Yo le respondí, señalando los logaritmos:
«Estoy pensando cómo se calcularían todas estas tablas utilizando una
máquina mecánica».

Hasta 1823 Babbage no pudo empezar a cumplir su sueño de construir su


máquina de diferencias. Pero el proyecto naufragó en 1833 como consecuencia de un
litigio económico entre Babbage y el ingeniero responsable de los trabajos.
Finalmente, se completó una parte de la máquina, pero hubo que esperar hasta 1991,
el bicentenario del nacimiento de Babbage, para que su visión se concretase por
entero. Sucedió cuando, con un coste de 300.000 libras esterlinas, se construyó la
máquina de diferencias en el Museo de la Ciencia de Londres, donde puede visitarse
actualmente.
La idea de Turing de una «máquina zeta» era parecida al proyecto de Babbage
para el cálculo de los logaritmos con su máquina de diferencias. El mecanismo se
adaptaba al problema específico que había que resolver. Ciertamente, no se trataba de
una de las máquinas universales que concibió Turing, con las que se podría simular
cualquier clase de cálculo: las propiedades físicas del artilugio reflejaban las
cuestiones conceptuales del problema, de forma que lo hacían inútil para la
resolución de otros problemas; Turing lo reconoció explícitamente en una solicitud
que presentó a la Royal Society para obtener la financiación necesaria para
emprender la construcción de la máquina zeta: «El aparato mantendría un escaso
valor al cabo del tiempo… No imagino ninguna otra aplicación que no esté
relacionada con la función zeta».
El propio Babbage se dio cuenta de los inconvenientes de una máquina que sólo
sirviera para el cálculo de los logaritmos: hacia 1830 soñaba con una máquina aún
más ambiciosa, capaz de ejecutar diversas tareas. Se había inspirado en los telares
mecánicos inventados por el francés Jacquard, que se usaban en las fábricas de
tejidos de toda Europa: los obreros especializados habían sido sustituidos por tarjetas
perforadas que, una vez puestas en el telar, controlaban su funcionamiento. (Algunos
han definido aquellas tarjetas como el primer software). Babbage quedó tan
impresionado por el invento de Jacquard que compró el retrato del inventor francés
en seda tejida gracias a una de aquellas tarjetas perforadas. «El telar es capaz de tejer
cualquier dibujo que la imaginación humana sea capaz de concebir», afirmó con
admiración. Si aquella máquina podía producir cualquier figura, ¿por qué no podría él
construir una máquina en la que insertar una tarjeta para indicarle cómo efectuar
cualquier cálculo matemático? El proyecto de una «máquina analítica», como
Babbage la bautizó, era el precursor de la máquina universal que concibió Turing.
Fue la hija del poeta lord Byron, Ada Lovelace, quien comprendió el increíble

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potencial de programación que suponía la máquina de Babbage. Mientras traducía al
francés un ejemplar del ensayo en el que Babbage había descrito su máquina
analítica, Ada no resistió la tentación de añadir algunas notas personales para destacar
sus virtudes: «Podemos afirmar de manera totalmente apropiada que la máquina
analítica teje motivos algebraicos, de la misma manera en que el telar de Jacquard
teje flores y hojas». Sus anotaciones indicaban muchos programas que la nueva
máquina de Babbage, aunque fuera totalmente teórica y nunca hubiera sido
construida, habría podido ejecutar. Una vez terminada la traducción, sus anotaciones
resultaron tan copiosas que la versión francesa del ensayo resultó tres veces más
extensa que el original inglés. Hoy, Ada Lovelace está considerada unánimemente
como la primera programadora de ordenadores del mundo. En 1852 murió víctima de
un cáncer, entre atroces sufrimientos, con sólo treinta y seis años.
Mientras Babbage trabajaba intensamente en sus propios proyectos de máquinas
calculadoras, en Alemania Riemann estaba elaborando sus conceptos matemáticos
abstractos. Ochenta años más tarde, Turing acariciaba esperanzas de poder unificar
ambos temas. Había alcanzado ya gran experiencia estudiando la computabilidad
teórica del teorema de incompletitud de Gödel, que había sido la base de su tesis
doctoral. Ahora tenía que empezar la labor mucho más concreta de construir
físicamente las ruedas dentadas de su máquina zeta. Gracias al apoyo de Hardy y de
Titchmarsh, la Royal Society aprobó su petición de financiación de 40 libras
esterlinas como contribución a la fabricación del invento.
Durante el verano de 1939 la habitación de Turing estuvo repleta de «engranajes
diseminados por el suelo como las piezas de un rompecabezas», escribió su biógrafo
Andrew Hodges. Pero el sueño de Turing de construir una máquina zeta, que uniría la
pasión de los ingleses del siglo XIX por las máquinas con la pasión alemana por la
teoría, estaba destinado a ser bruscamente interrumpido: con el estallido de la
Segunda Guerra Mundial, la floreciente unidad intelectual entre los dos países fue
sustituida por un conflicto armado. Las fuerzas intelectuales británicas se reunieron
en Bletchley Park, y sus mentes pasaron de la búsqueda de los ceros al descifrado de
códigos secretos. El éxito de Turing en la concepción de máquinas para descifrar el
código Enigma debe algo a su aprendizaje en el cálculo de los ceros de la función
zeta de Riemann. Su compleja red de ruedas dentadas superpuestas no desvelaría el
secreto de los números primos, pero los nuevos artilugios que ideó resultaron
increíblemente eficaces para descubrir los movimientos secretos de la maquinaria
militar alemana.
Bletchley Park era una extraña mezcla entre la tradicional torre de marfil del
ambiente académico y el mundo real. Recordaba a un college de Cambridge, con
partidos de cricket jugándose en el prado de delante del edificio. Para Turing y los
demás matemáticos, los mensajes cifrados que llegaban cada día ocuparon el lugar de
los crucigramas del Times que resolvían en la sala de descanso de los colleges:
rompecabezas teóricos, aunque en este caso había vidas que dependían de su

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solución. Vista la atmósfera que se respiraba en Bletchley Park, no es extraño que
Turing continuara pensando en matemáticas mientras ofrecía su contribución a la
victoria aliada.
Fue precisamente mientras trabajaba en Bletchley Park que Turing comprendió,
como hizo Babbage un centenar de años antes, que era mucho mejor construir una
única máquina a la que dar las instrucciones necesarias para ejecutar menesteres
diversos que construir una nueva máquina apropiada para cada nuevo problema que
fuera necesario resolver. Aun conociendo este hecho en teoría, todavía tuvo que
aprender en carne propia hasta qué punto era difícil e importante llevarlo a la
práctica. Cuando los alemanes cambiaron los modelos de las máquinas Enigma que
utilizaban, Bletchley Park se sumió en el silencio durante semanas; Turing
comprendió entonces que los descifradores necesitaban una máquina que pudiera
adaptarse de manera que se adecuara a cualquier modificación que los alemanes
decidieran introducir en las suyas.
Tras el fin de la guerra, Turing empezó a examinar la posibilidad de construir una
máquina calculadora universal que pudiera programarse para ejecutar gran variedad
de operaciones. Tras varios años en el Laboratorio Nacional de Física británico
empezó a trabajar con Max Newman en Manchester, en el recién constituido
Laboratorio de Cálculo de la Royal Society. Newman había estado con Turing en
Cambridge durante el desarrollo de la máquina teórica que había hecho saltar en
pedazos la esperanza de Hilbert de idear un algoritmo capaz de decidir si un
enunciado verdadero era demostrable. Ahora Newman y Turing trabajarían juntos en
el proyecto y la construcción de una máquina real.
En Manchester, Turing tuvo la oportunidad de aprovechar las capacidades que
había madurado descifrando códigos en Bletchley, aunque las actividades que había
desplegado durante el período bélico estuvieron cubiertos por el secreto de Estado
durante decenios. Volvió a la idea que lo había obsesionado en los años anteriores a la
guerra: utilizar máquinas para explorar el espacio de Riemann en búsqueda de
contraejemplos de la hipótesis de Riemann, o bien de ceros que estuvieran fuera de la
recta crítica. Pero esta vez, en lugar de construir una máquina cuyas características
físicas reflejaran los aspectos del problema que intentaba resolver, Turing buscó la
manera de crear un programa que pudiera ser ejecutado con la calculadora universal
que él y Newman estaban construyendo con tubos de rayos catódicos y bobinas
magnéticas.
Naturalmente, una máquina teórica funciona suavemente y sin esfuerzo: las
máquinas reales, como Turing había descubierto en Bletchley Park, son mucho más
temperamentales. Pero en 1950 su nuevo artilugio estuvo terminado, funcionando y a
punto para empezar las exploraciones del paisaje zeta. El récord del número de ceros
determinados sobre la recta de Riemann se remontaba a antes de la guerra, y lo
detentaba un antiguo estudiante de Hardy llamado Ted Titchmarsh: éste había
confirmado que los primeros 1.041 puntos a nivel del mar satisfacían la hipótesis de

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Riemann. Turing batió aquel récord: consiguió que su máquina verificara la posición
de los primeros 1.104 ceros y luego, como escribió, «desgraciadamente la máquina se
averió». Pero no eran sus máquinas lo único que se estropeaba.
La vida privada de Turing empezaba a hundirse a su alrededor. En 1952 fue
detenido cuando la policía lo investigó por homosexualidad. Su casa había sido
desvalijada y él mismo había llamado a la policía: se descubrió que el ladrón era
conocido de uno de los amantes de Turing. La policía detuvo al allanador, pero se
ocupó también del «acto de indecencia grave», como lo describían las leyes de
entonces, que la víctima del robo reconoció haber cometido. Turing estaba
trastornado: aquel asunto podía significar la cárcel. Newman testificó en su defensa,
declarando que Turing estaba «completamente dedicado a su trabajo y es una de las
mentes matemáticas más profundas y originales de su generación». Se libró de una
condena de cárcel a cambio de someterse voluntariamente a un tratamiento con
drogas para controlar su comportamiento sexual. Escribió a uno de sus viejos
profesores de Cambridge: «Dicen que reduce el deseo sexual mientras se aplica, pero
que después se vuelve a la normalidad. Espero que tengan razón».
El 8 de junio de 1954, Turing fue hallado muerto en su habitación, envenenado
con cianuro. Su madre no aceptó la idea de que pudiera haberse suicidado. Alan había
hecho experimentos con sustancias químicas desde su infancia, y nunca se lavaba las
manos: se trataba de un accidente, insistía su madre. Pero junto a la cama de Turing
había una manzana mordisqueada por varios sitios. Aunque nunca fue analizada, hay
pocas dudas de que estaba empapada de cianuro. Una de las secuencias
cinematográficas preferidas por Turing era, en la versión de Disney de Blancanieves
y los siete enanitos, la de la bruja mala creando la manzana que hará que
Blancanieves caiga dormida: «Pon la fruta en el veneno hasta que esté empapada».
Cuarenta y seis años después de su muerte, en los albores del siglo XXI, empezó a
extenderse entre la comunidad matemática el rumor de que las máquinas de Turing
habían determinado efectivamente un contraejemplo de la hipótesis de Riemann, pero
como el descubrimiento había tenido lugar en Bletchley Park durante la Segunda
Guerra Mundial, con las mismas máquinas que habían descifrado el código Enigma,
los servicios secretos ingleses se oponían a que se hiciera público. Finalmente el
rumor resultó ser eso, nada más que un rumor, y se descubrió que había sido puesto
en circulación por uno de los amigos de Bombieri, que compartía con él la tendencia
italiana a las inocentadas de mal gusto.
A pesar de haberse roto justo después de batir el récord de ceros establecido antes
de la guerra, la máquina de Turing supuso el primer paso de una era en la que el
ordenador tomaría el lugar de la mente humana en la exploración del espacio de
Riemann. Faltaba aún bastante para desarrollar los «vehículos teledirigidos»
adaptados para su exploración eficiente, pero pronto estos vehículos sin conductor
serían enviados cada vez más al norte a lo largo de la recta mágica de Riemann, y nos
darían un número cada vez mayor de pruebas —aunque no una demostración

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definitiva— de que, a diferencia de lo que creía Turing, Riemann había acertado.
Pero, aunque las máquinas reales de Turing tuvieron efectos concretos sobre la
hipótesis de Riemann, sus ideas abstractas terminarían contribuyendo a un giro
inesperado en la historia de los números primos: el descubrimiento de una ecuación
capaz de generarlos todos. Turing no habría podido imaginar jamás que esta ecuación
emergería de la devastación a la que Gödel y él mismo habían reducido el programa
con el que Hilbert pretendía dotar a las matemáticas de sólidas bases.

DEL CAOS DE LA INCERTIDUMBRE A UNA ECUACIÓN PARA LOS


NÚMEROS PRIMOS

Turing había demostrado que su máquina universal no podía responder todas las
preguntas de las matemáticas. Pero si nos marcamos objetivos menos ambiciosos,
¿podría decirnos algo sobre la existencia de soluciones de una ecuación? Ese era el
núcleo del décimo problema de Hilbert, que en 1948 empezó a obsesionar a Julia
Robinson, una matemática de talento que trabajaba en Berkeley.
Con poquísimas excepciones dignas de mención, hace pocos decenios que las
mujeres han hecho su aparición en la historia de las matemáticas, la matemática
francesa Sophie Germain mantuvo correspondencia con Gauss, pero fingiendo ser un
hombre para evitar que sus ideas fueran descartadas directamente: había descubierto
un tipo particular de números primos ligados al último teorema de Fermat, que hoy
reciben el nombre de «números primos de Germain». Gauss estaba impresionado por
las cartas que recibía de un tal Monsieur le Blanc y quedó maravillado al enterarse,
tras larga correspondencia, que el monsieur era en realidad una mademoiselle. Le
escribió:

El gusto por los misterios de los números es raro… La fascinación de esta


ciencia sublime se revela en toda su belleza sólo a aquellos que tienen el valor
de desentrañarla. Pero cuando una mujer, que a causa de su sexo es víctima de
nuestras costumbres y prejuicios, … supera estos impedimentos y penetra en
lo más profundo, es indudable que está dotada de un coraje notabilísimo, de
un talento extraordinario y de un genio superior.

Gauss intentó convencer a la Universidad de Gotinga para que le concedieran una


licenciatura honoris causa, pero Germain murió antes de que Gauss lo lograra.
En la Gotinga de Hilbert, Emmy Noether fue una algebrista de talento
excepcional. Hilbert luchó por ella para conseguir que se revocaran las normas
arcaicas que negaban a las mujeres la posibilidad de obtener empleos en las
instituciones académicas alemanas: «No creo que el sexo del candidato sea un
argumento válido contra su nombramiento», objetó. La universidad, declaró, no era
«un baño público». Finalmente Noether, que era judía, tuvo que abandonar Gotinga y
trasladarse a los Estados Unidos. Algunas de las estructuras algebraicas que permean

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las matemáticas llevan su nombre.
Julia Robinson siempre fue considerada como algo más que una matemática muy
dotada: también era una mujer de los años sesenta, y su éxito animó a otras mujeres a
hacer carrera en matemáticas. Más adelante recordó que, por ser una de las pocas
mujeres académicas, siempre le pedían que se encargara de la recogida de datos
estadísticos: «Estoy en todas las muestras científicamente seleccionadas».
La infancia de Julia transcurrió en el desierto de Arizona. Era una vida solitaria,
con una hermana y el espacio como única compañía. De pequeña ya disfrutaba
buscando formas en el desierto: «En uno de mis primeros recuerdos, estoy ordenando
piedrecillas a la sombra de un saguaro gigante, con los ojos medio cegados por la luz
del sol. Creo que siempre he tenido una predilección fundamental por los números
naturales. Para mí son la única cosa real». A los nueve años, Julia contrajo unas
fiebres reumáticas y tuvo que guardar cama durante un par de años.
Un aislamiento como éste puede ser fuente de inspiración para jóvenes científicos
en ciernes: Cauchy y Riemann buscaron refugio en el mundo matemático ante los
problemas físicos y emotivos de su mundo real; aunque Robinson no dedicó sus
horas de confinamiento en el lecho a inventar teoremas, adquirió unas habilidades
que la colocaron en las mejores condiciones para afrontar las batallas matemáticas
que la esperaban: «Tiendo a creer que lo que aprendí durante los años en que tuve que
guardar cama fue la paciencia. Mi madre decía que era la niña más testaruda que
jamás había conocido. Yo diría que mi testarudez ha estado en el origen de todos los
éxitos matemáticos que he alcanzado».
Una vez recuperada de la enfermedad, Robinson había perdido ya dos años de
escuela. Sin embargo, tras un año de clases particulares descubrió que iba por delante
de sus compañeros. En una ocasión, su profesor le explicó que hacía más de dos mil
años que los griegos sabían que la raíz cuadrada de 2 no podía escribirse como una
fracción exacta: a diferencia de la expresión decimal de una fracción, la de la raíz
cuadrada no se repetía periódicamente. A Robinson le pareció extraordinario que una
cosa así pudiera demostrarse: ¿cómo era posible tener la certeza de que tras millones
de cifras decimales no aparecería una pauta regular? «Volví a casa y utilicé las
nociones que acababa de aprender sobre la extracción de raíces cuadradas para
verificarlo pero, al anochecer, renuncié a ello». A pesar del fracaso comenzó a
apreciar el poder del razonamiento matemático para mostrar de forma convincente
que, por más que continuáramos el cálculo de la expresión decimal de la raíz
cuadrada de 2, nunca aparecería una pauta regular.
Lo que fascina a muchos de los que se dedican a las matemáticas es el poder de
estas argumentaciones simples: en el caso de la raíz cuadrada de 2, por ejemplo, nos
encontramos con un problema que nunca podría resolverse por medio de la fuerza
bruta de los cálculos, ni siquiera con la ayuda del ordenador más potente, pero basta
con alinear unas pocas simples ideas matemáticas elegidas con inteligencia para
desvelar el misterio de aquella expresión decimal infinita. El trabajo imposible de

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calcular un número infinito de cifras decimales se reduce así a un pequeño e
ingenioso razonamiento.
A los catorce años, Julia Robinson se lanzó a la búsqueda de cualquier
razonamiento matemático con que aliviar el aburrimiento de la árida aritmética
escolar. Escuchaba con entusiasmo un programa radiofónico titulado University
Explorer. Una emisión dedicada a la historia del matemático D. N. Lehmer y de su
hijo D. H. Lehmer la intrigó particularmente; en la transmisión se explicaba que este
equipo matemático intentaba atacar algunos problemas con máquinas de cálculo
realizadas con ruedas dentadas y cadenas de bicicleta. El más joven de los Lehmer
sería el primero en tomar el testigo de manos de Turing y utilizar modernas máquinas
de cálculo para mostrar, en 1956, que los primeros 25.000 ceros de la función zeta
satisfacen la hipótesis de Riemann. Lehmer padre describió cómo su vetusta máquina
«funcionaba tranquila y suave durante unos pocos minutos y después se volvía
repentinamente incoherente. Se recuperaba de golpe, pero poco más tarde volvía a
hacer tonterías». Por fin, los dos Lehmer consiguieron determinar el origen de aquel
galimatías: un vecino escuchaba la radio. El problema matemático preferido de los
Lehmer era la búsqueda de los números primos que componían los grandes números.
Robinson quedó tan impresionada por la descripción de aquellas máquinas que
escribió a la radio pidiendo una trascripción de la emisión.
Encontró en un diario una nota sobre el presunto descubrimiento del mayor
número primo que jamás se había determinado, y lo recortó con entusiasmo. Bajo el
título ENCUENTRA EL NUMERO MÁS GRANDE PERO A NADIE LE IMPORTA informaba:

El doctor Samuel I. Krieger ha consumido seis lápices, ha usado 72 folios y se


ha destrozado los nervios, pero hoy ha podido anunciar que 231.​584.​178.​474.​
632.​390.​847.​141.​970.​017.​375.​815.​706.​539.​969.​331.​281.​128.​078.​915.​826.​
259.​279.​871 es el mayor de los números primos conocidos. No ha sabido
decir con seguridad a quién le importa.

Podría ser que la falta de interés reflejara el hecho de que en realidad este número
es divisible por 47, como el periódico habría podido descubrir si lo hubiera
verificado. Robinson conservó aquel recorte durante toda su vida, junto con la
trascripción del programa radiofónico sobre la máquina de cálculo de los Lehmer y
un folleto que compró sobre los misterios de la cuarta dimensión.
Así quedaron sentadas las bases de la carrera matemática de Julia Robinson. Se
licenció en el San Diego State College, después fue a la Universidad de California, en
Berkeley, donde Raphael Robinson, un joven profesor que más adelante se
convertiría en su marido, despertó en ella la pasión por la teoría de los números.
Desde el principio, Raphael descubrió que las matemáticas eran el camino que había
que recorrer para conquistar el corazón de Julia, y empezó a bombardearla con
explicaciones sobre las conquistas más recientes de este campo.
La descripción que le hizo Raphael de los resultados obtenidos por Gödel y

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Turing la fascinó particularmente: «El hecho de que fuera posible demostrar verdades
sobre los números mediante la lógica simbólica me impresionó y me entusiasmó
mucho», dijo. A pesar de la naturaleza inquietante de los resultados de Gödel, Julia
conservó el sentido de la realidad de los números que había adquirido en su infancia,
jugando con los guijarros del desierto: «Podemos concebir una química distinta de la
nuestra, pero no podemos concebir unas matemáticas distintas de la de los números.
Lo que se demuestra sobre los números pasa a ser un hecho en cualquier universo».
A pesar de estar dotada de una gran habilidad matemática, Robinson reconocía
que sin el apoyo de su marido le hubiera resultado muy difícil continuar practicando
profesionalmente su amada disciplina en una época en la que, para muchísimas
mujeres, tener una carrera académica no resultaba en absoluto fácil. Las reglas de la
Universidad de Berkeley impedían que marido y mujer formaran parte del mismo
departamento. Como reconocimiento de su capacidad investigadora se creó ex
profeso para ella una plaza en el campo de la estadística. La descripción de su propia
actividad que presentó en la oficina de personal junto con la solicitud de la plaza
supone un clásico resumen de la semana laboral de gran parte de los matemáticos:
«Lunes, intento demostrar un teorema. Martes, intento demostrar un teorema.
Miércoles, intento demostrar un teorema. Jueves, intento demostrar un teorema.
Viernes: teorema falso».
Su interés por la obra de Gödel y de Turing se vio alimentada por la oportunidad
de estudiar con uno de los grandes lógicos del siglo XX, Alfred Tarski, un polaco al
que la guerra sorprendió mientras estaba de visita en Harvard, en 1939. Julia
Robinson, en todo caso, no pretendía abandonar su propia pasión por los números
primos. El décimo problema de Hilbert ofrecía una mezcla perfecta de ambas
disciplinas: ¿Existe un algoritmo —un programa, en términos informáticos— que
pueda usarse para decidir si una ecuación cualquiera admite soluciones?
A la vista de los trabajos de Gödel y de Turing estaba resultando cada vez más
claro que, en contra de la opinión inicial de Hilbert, con toda probabilidad no existía
tal programa. Julia Robinson estaba segura de que tenía que haber alguna forma de
explotar las bases que Turing había sentado. Sabía que cada una de las máquinas de
Turing da lugar a una sucesión de números: una máquina de Turing, por ejemplo,
podía producir una lista de todos los cuadrados de los números enteros (1, 4, 9, 16,
25, …) mientras que otra podía generar los números primos. Uno de los pasos de la
solución de Turing al problema de la decidibilidad de Hilbert consiste en demostrar
que, dados una máquina de Turing y un número, no existe un programa capaz de
establecer si aquella máquina producirá tal número. Robinson buscaba una relación
entre ecuaciones y máquinas de Turing. A cada máquina de Turing, creía, tenía que
corresponderle una ecuación concreta.
Su esperanza era que, en caso de existir una relación así, el hecho de preguntarse
si una máquina de Turing concreta produce un número se tradujera en preguntarse si
la ecuación asociada a aquella máquina tenía una solución: una vez establecida la

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relación, la victoria estaba asegurada. Si existía un programa capaz de verificar la
resolubilidad de una ecuación, tal y como Hilbert esperaba al plantear su décimo
problema, entonces, gracias a la todavía hipotética relación entre ecuaciones y
máquinas de Turing, sería posible utilizar aquel programa para verificar qué números
producían las máquinas de Turing. Pero Turing había demostrado que un programa
así —un programa capaz de determinar los números que producían las máquinas de
Turing— no existía; por consiguiente, no podía existir ningún programa capaz de
establecer si las ecuaciones tienen solución. La respuesta al décimo problema de
Hilbert habría sido «no».
Robinson se centró en establecer de qué forma cada máquina de Turing podía
asociarse a una ecuación concreta: pretendía obtener una ecuación cuyas soluciones
estuvieran ligadas a la sucesión de números producidos por la correspondiente
máquina de Turing. Consideraba muy divertida la pregunta que se había planteado:
«Habitualmente, en matemáticas tienes una ecuación y quieres hallar una solución.
Aquí te daban una solución y tenías que encontrar la ecuación. Me gustaba». Con el
paso de los años, el interés que había empezado en 1948 terminó convirtiéndose en
una obsesión. Tras la enfermedad que había sufrido a los nueve años, los médicos
habían previsto que su corazón se debilitaría hasta hacer improbable que superara los
cuarenta años. En cada cumpleaños, «cuando me llegaba el momento de apagar las
velas del pastel expresaba siempre el mismo deseo, año tras año: que se resolviera el
décimo problema de Hilbert. No que lo resolviera yo, sólo que se resolviera. Sentía
que no podría soportar morir sin conocer la respuesta».
Cada año que pasaba, Julia conseguía nuevos progresos. Otros dos matemáticos
se unieron a sus investigaciones: Martin Davis y Hilary Putnam. A finales de los años
sesenta habían reducido el problema a algo más simple: en lugar de tener que
encontrar todas las ecuaciones para todas las respuestas que dieran las máquinas de
Turing descubrieron que, si conseguían encontrar una ecuación para una sucesión
concreta de números, habrían demostrado la hipótesis de Robinson. Se trataba de un
resultado importante. Todo se reducía a encontrar la ecuación correspondiente a
aquella sucesión única de números; ahora toda la teoría dependía de la capacidad de
los tres matemáticos para confirmar la existencia de un único ladrillo en su muro
matemático. Si hubieran descubierto que a aquella sucesión no le correspondía una
ecuación de Robinson específica, entonces el muro a cuya construcción habían
dedicado tanto tiempo se habría desmoronado de golpe.
Existía un escepticismo creciente respecto de que la idea de Robinson fuera la
manera correcta de atacar el décimo problema de Hilbert: un buen número de
matemáticos creía que se trataba de un intento desencaminado. Luego, de forma
inesperada, Robinson recibió la llamada telefónica de un recién llegado de una
conferencia en Siberia. Allí había asistido a una comunicación muy importante, que
creía que sería de su interés. Un matemático ruso de veintidós años, Yuri
Matijasevitch, había colocado la última pieza del rompecabezas y había demostrado

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el décimo problema de Hilbert: había demostrado la existencia de una ecuación que
daba lugar a una serie numérica, tal y como Robinson había predicho. Se trataba del
ladrillo sobre el que se apoyaba todo el enfoque de Julia Robinson. La solución del
décimo problema de Hilbert estaba completa: no existe un programa capaz de
determinar si una ecuación tiene soluciones.
«Aquel año, cuando llegó el momento de apagar las velas de mi pastel, me detuve
a punto de soplar cuando de repente me di cuenta de que el deseo que había
expresado durante tantos años por fin se había realizado». Robinson comprendió que
durante todo aquel tiempo había tenido la solución ante sus narices, pero había sido
necesario que Matijasevitch la determinara: «Hay un montón de cosas en una playa
que no vemos hasta que alguien coge una de ellas. Entonces, la vemos todos»,
explicó. Escribió a Matijasevitch para felicitarlo: «Me alegra particularmente pensar
que cuando formulé la conjetura por primera vez usted era un chiquillo y que yo
simplemente tenía que esperar a que creciera».
Es sorprendente la capacidad de las matemáticas para unir individuos superando
fronteras políticas e históricas: a pesar de las dificultades de la guerra fría, estos
matemáticos americanos y rusos construyeron una sólida amistad basada sobre la
común obsesión que les había inspirado el problema de Hilbert. Robinson describió
esa extraña relación entre matemáticos como «una nación propia, sin distinciones de
origen geográfico, de raza, de credo, de sexo, de edad y ni siquiera de tiempo —
también los matemáticos del pasado son nuestros colegas—, donde todos se dedican a
la más bella de todas las artes y de las ciencias».
La atribución del mérito de la demostración provocó un enfrentamiento entre
Matijasevitch y Robinson, pero no porque buscaran su atribución personal; al
contrario, cada uno de ellos sostenía que la parte más dura del trabajo había sido
realizada por el otro. Ciertamente, puesto que Matijasevitch puso la última pieza del
rompecabezas, a menudo se le atribuye la solución del décimo problema de Hilbert;
en realidad, como no podía ser de otra forma, muchos matemáticos contribuyeron al
largo viaje que llevó desde el anuncio de Hilbert en 1900 a la solución final que se
obtuvo setenta años más tarde.
Aunque el problema se resolvió en términos negativos —demostrando la
inexistencia de programas que pudieran usarse para establecer si una ecuación
cualquiera tiene soluciones— había motivos para el optimismo: Robinson acertó al
pensar que las sucesiones de números que producían las máquinas de Turing podían
describirse mediante ecuaciones. Los matemáticos sabían que existía una máquina de
Turing capaz de reproducir la lista completa de los números primos. Por ello, gracias
al trabajo de Robinson y Matijasevitch, en teoría debería de existir una fórmula capaz
de generar todos los números primos.
¿Serían capaces los matemáticos de hallar esa fórmula? En 1971, Matijasevitch
elaboró un método explícito para llegar a una fórmula, pero no lo siguió hasta obtener
el resultado final. La primera fórmula explícita que se escribió con detalle fue

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descubierta en 1976 y utilizaba 26 variables, de la A a la Z:

(K + 2){1 − [WZ + H + J − Q]2 − [(GK + 2G + K + 1)(H + J) + H − Z]2 − [2N +


P + Q + Z − E]2 − [16(K + 1)3(K + 2)(N + 1)2 + 1 − F2]2 − [E3(E + 2)(A + 1)2 +
1 − O2]2 − [(A2 − 1)Y2 + 1 − Z2]2 − [16R2Y4(A2 − 1) + 1 − U2]2 − [((A + U2(U2 −
A))2 − 1) × (N + 4DY)2 + 1 − (X + CU)2]2 − [N + L + V − Y]2 − [(A2 − 1)L2 + 1 −
M2]2 − [AI + K + 1 − L − I]2 − [P + L(A − N − 1) + B(2AN + 2A − N2 − 2N - 2) −
M]2 − [Q + Y(A − P − 1) + S(2AP + 2A − p2 − 2P - 2) − X]2 − [Z + PL(A − P) +
T(2AP − p2 − 1) − PM]2}

La fórmula funciona como un programa de ordenador: se sustituyen al azar las


letras por números enteros y se aplica la fórmula con estos números; por ejemplo,
podríamos tomar A = 1, B = 2, …, Z = 26. Si la respuesta es mayor que cero, entonces
el resultado del cálculo es un número primo. El proceso puede reiterarse
indefinidamente asignando nuevos valores numéricos a las letras y rehaciendo los
cálculos. La elección sistemática de los valores de las variables permitirá hallar todos
los posibles números primos. La fórmula no omite ningún número primo: existe
siempre una elección de los valores numéricos de A, …, Z tal que la expresión dará
lugar al número primo en cuestión. Hay únicamente una cláusula molesta: algunas de
las elecciones producen resultados negativos, y hay que ignorarlos: por ejemplo,
[5]
nuestra elección de A = 1, B = 2, …, Z = 26 es de las que hay que descartar.
¿Era éste el Santo Grial que ponía fin a la búsqueda, el descubrimiento de un
extraordinario polinomio capaz de generar todos los números primos? Si se hubiera
hallado en tiempos de Euler, es indudable que habría tenido una resonancia
sensacional: Euler había descubierto una ecuación capaz de producir muchos
números primos, pero había sido muy pesimista sobre la posibilidad de hallar una
ecuación que produjera todos los números primos. Sin embargo, desde los tiempos de
Euler las matemáticas se habían alejado del mero estudio de ecuaciones y fórmulas
para abrazar la fe de Riemann en la importancia de las estructuras y de los temas
fundamentales que atraviesan el mundo matemático. Ahora los exploradores
matemáticos trazaban los mapas de paisajes que conducían a nuevos mundos. El
descubrimiento de esta ecuación para obtener los números primos era un éxito que
nacía en una época equivocada: para las nuevas generaciones de matemáticos
equivalía a trazar un mapa muy perfecto de una tierra que se había explorado hacía
años y que ahora estaba abandonada. Ciertamente, los matemáticos se sorprendieron
de la existencia de la fórmula, pero Riemann había llevado el estudio de los números
primos a un plano distinto. Una sinfonía clásica al estilo de Mozart escrita e
interpretada en tiempos de Shostakovich no impresionaría al auditorio, aunque se
interpretara con una gran perfección estilística.
Pero no sólo el nuevo sentido estético de las matemáticas hizo cambiar la acogida
dispensada a aquella milagrosa ecuación: la verdad es que era sustancialmente inútil.

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Los valores que da la ecuación son en muchos casos negativos. Incluso desde el
punto de vista teórico la ecuación tiene, en cierta medida, una importancia relativa:
Robinson y Matijasevitch habían demostrado que toda sucesión de números que
pueda ser producida por unas máquina de Turing está asociada a una ecuación del
tipo de la que da los números primos; por tanto, en este sentido no hay nada de
especial en los números primos respecto de cualquier otra clase de números. Cuando
alguien explicó al matemático ruso Y. V. Linnik el resultado de Matijasevitch sobre
los números primos, comentó: «Es maravilloso. Con toda probabilidad enseguida
aprenderemos una montaña de cosas sobre los números primos». Pero cuando le
explicaron cómo se había demostrado el resultado, y que el mismo método se
aplicaba a muchas sucesiones de números enteros, el entusiasmo inicial de Linnik se
enfrió: «Es una pena. Con toda probabilidad no aprenderemos nada nuevo sobre los
números primos».
Si la existencia de una ecuación de este tipo es universalmente válida para toda
sucesión de números, entonces no nos dice nada específico sobre los números primos.
Ello hace especialmente interesante la interpretación de Riemann: la existencia del
paisaje de Riemann y sus notas sobre los puntos a nivel del mar forman una música
que sólo corresponde a los números primos. Esta estructura armónica no se halla en la
base de ninguna otra sucesión de números.
Mientras Julia Robinson jubilaba definitivamente el décimo problema de Hilbert,
un amigo suyo de Stanford estaba terminando con la fe de Hilbert en el hecho de que
en matemáticas no hay nada incognoscible. Paul Cohen había preguntado con cierta
arrogancia a sus profesores de Stanford cuál de los problemas de Hilbert le haría
famoso si conseguía resolverlo. Sus profesores lo meditaron un poco y le indicaron
que el primer problema era uno de los más importantes. Dicho de forma algo tosca, el
problema preguntaba cuántos números hay. Para comenzar su lista, Hilbert había
puesto la pregunta de Cantor sobre los distintos infinitos: ¿existe un conjunto infinito
de números de dimensiones mayores que el conjunto de todos los números
fraccionarios, pero que al mismo tiempo no sea tan grande como el conjunto de los
números reales, incluidos los números irracionales como π, y cualquier otro número
cuya expresión decimal sea infinita y no periódica?
Probablemente Hilbert se retorcería en su tumba cuando Cohen volvió un año
después con la solución: ¡ambas respuestas eran posibles! Cohen demostró que la
primera de las cuestiones de Hilbert era uno de los enunciados indemostrables de
Gödel. Se desvanecía, por tanto, cualquier esperanza de que únicamente fueran
indecidibles los problemas más abstrusos. Cohen había demostrado lo siguiente: es
imposible demostrar, en base a los axiomas que actualmente usamos en matemáticas,
que exista un conjunto de números cuya dimensión sea estrictamente mayor que la
del conjunto de todos los números fraccionarios y estrictamente inferior que la del
conjunto de todos los números reales; de la misma forma, es imposible demostrar que
no existe tal conjunto. De hecho, Cohen había conseguido construir dos mundos

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matemáticos distintos que satisfacían los axiomas utilizados en matemáticas: en uno
de estos mundos la respuesta a la cuestión de Cantor era «sí»; en el otro mundo la
respuesta era «no».
Algunos comparan el resultado de Cohen con la toma de conciencia por parte de
Gauss sobre la existencia de geometrías alternativas a la que describe el mundo físico
que nos rodea. Pero el caso es que los matemáticos tienen un fuerte sentido de lo que
entienden por números. Ciertamente, los axiomas que se utilizan para demostrar las
propiedades de estos números podrían también ser satisfechos por otros números
«supranaturales»; sin embargo, la mayoría de los matemáticos continúa creyendo que
la cuestión de Cantor admite sólo una respuesta verdadera para los números con los
que construimos nuestro edificio matemático. Julia Robinson expresó las reacciones a
la demostración de Cohen por parte de casi todos los matemáticos en una carta que le
dirigió: «¡Por el amor de Dios, hay una única teoría de los números verdadera! Tal es
mi religión». Al final tachó la última frase antes de enviar la carta.
La revolucionaria obra de Cohen, por más alarmante que resultara para la
ortodoxia matemática, le valió una medalla Fields. Una vez culminado el sensacional
descubrimiento de la imposibilidad de responder a la cuestión de Cantor, decidió
pasar al que consideraba el problema más arduo de la lista de Hilbert: la hipótesis de
Riemann. Cohen ha sido uno de los pocos matemáticos que ha admitido estar
trabajando activamente sobre este problema de gran complejidad; hasta el momento,
sin embargo, la hipótesis de Riemann ha resistido su ataque.
Curiosamente, la hipótesis de Riemann se encuentra en una categoría distinta
respecto de la cuestión de Cantor. Si Cohen repitiera su propio éxito y consiguiera
demostrar que la hipótesis es indecidible sobre la base de los axiomas de las
matemáticas, ¡demostraría que la hipótesis es, de hecho, verdadera! En realidad, si es
indecidible, entonces o es falsa y no podemos demostrarlo, o bien es cierta y no
podemos demostrarlo. Pero, si es falsa, entonces existe al menos un cero que cae
fuera de la recta crítica y que puede ser usado para demostrar que es falsa. Por tanto,
no puede ser falsa sin que seamos capaces de demostrar que lo es. Por ello, la única
posibilidad de que la hipótesis de Riemann sea indecidible se verifica si es cierta
aunque no podamos demostrar que todos los ceros están sobre la recta crítica. Turing
fue uno de los primeros en darse cuenta de la posibilidad de una confirmación tan
extraña de la hipótesis de Riemann, pero pocos creen que una artimaña lógica así
termine por llevar a una solución del octavo problema de Hilbert.
Gracias a la máquina universal de Turing, los ordenadores de la mente han jugado
un papel fundamental en nuestra comprensión del mundo matemático, pero serían las
máquinas reales que había intentado construir las que tomarían la iniciativa en la
segunda mitad del siglo XX, cuando la tendencia cambió a favor de los ordenadores
hechos con válvulas, hilos eléctricos y, posteriormente, de silicio. En todo el mundo
se estaban construyendo máquinas que permitirían a los matemáticos escrutar en
profundidad el universo de los números.

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9
LA ERA DE LA INFORMÁTICA: DE LA MENTE AL PC

Le propongo una apuesta: cuando se demuestre la hipótesis de Riemann, se hará sin


usar ordenadores.
GERHARD FREY
(descubridor de la relación fundamental entre el último teorema de
Fermat y las curvas elípticas).

Una vez abandonada la escuela, para la mayoría de la gente su única relación con
los números primos tiene lugar, si es que alguna vez sucede, a través de las noticias
recurrentes de grandes ordenadores que calculan el mayor número conocido. El
recorte de diario que Julia Robinson conservó como una reliquia ilustra cómo, desde
los años treinta del siglo pasado, incluso los falsos descubrimientos sobre la cuestión
eran noticia. Gracias a la demostración de Euclides sobre la existencia de infinitos
números primos, este tipo de noticias nunca dejará de aparecer en los diarios. A
finales de la Segunda Guerra Mundial el mayor número primo conocido tenía treinta
y nueve cifras, y detentaba el récord desde su descubrimiento en el año 1876: hoy, el
mayor número primo conocido tiene más de un millón de cifras: harían falta más
páginas que las de este libro para imprimirlo, y varios meses para leerlo. Lo que nos
ha permitido alcanzar estas alturas vertiginosas ha sido el ordenador; pero, en
Bletchley Park, Turing estaba ya pensando en cómo utilizar su máquina para
determinar números primos cada vez mayores.
Aunque la máquina universal teórica de Turing tuviera la suerte de disponer de
una cantidad infinita de memoria en la que almacenar información, las máquinas
reales que él y Newman construyeron en Manchester después de la guerra eran muy
limitadas en cuanto a su memoria. Por poner un ejemplo, lo único que hace falta para
generar la sucesión de números de Fibonacci (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, …) es recordar los
dos números anteriores de la lista, y sus ordenadores no tenían ninguna dificultad en
ello: Turing conocía un truco que había desarrollado Lehmer hijo para determinar los
números primos especiales que había hecho famosos el fraile francés Marín
Mersenne, en el siglo XVII; se dio cuenta de que para aplicar el test de Lehmer, igual
que para generar los números de Fibonacci, no hacía falta disponer de mucha
memoria. La búsqueda de los números primos de Mersenne resultó ser un trabajo
perfecto para las máquinas que Turing y Newman estaban proyectando.
Mersenne había tenido la idea de generar números primos multiplicando 2 por sí
mismo muchas veces y restando 1 al resultado, por ejemplo, 2 × 2 × 2 − 1 = 7 es un

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número primo. Mersenne intuyó que, para que 2n − 1 fuera un número primo, había
que elegir valores de n que a su vez fueran números primos. Sin embargo, ello no
basta para garantizar que 2n − 1 sea un número primo. 211 - 1 no es un número primo,
aunque 11 sí lo es. Mersenne había predicho que

2, 3, 5, 7, 13, 19, 31, 67, 127, 257

serían los únicos valores de n no mayores que 257 para los que 2n − 1 es primo.
Un número de la magnitud de 2257 − 1 es tan enorme que la mente humana nunca
podría verificar el fundamento de la afirmación de Mersenne. Quizá fue ésa la razón
por la cual hizo tranquilamente una afirmación tan audaz: creía que «la eternidad no
bastaría para establecer si esos números son primos». Le guió en la elección de esos
números la demostración de Euclides sobre la existencia de infinitos números primos:
se trata de tomar un número como 2n, que es divisible por muchos números, y
añadirle o quitarle una unidad con la esperanza de que resulte indivisible.
Aunque no tuviera la certeza de generar números primos, la intuición de
Mersenne era correcta en un aspecto: dado que los números de Mersenne son
adyacentes a 2n, es decir, a números dotados de una gran divisibilidad, existe un
método muy eficaz para verificar si se trata efectivamente de números primos. El
método fue ideado en 1876 por el matemático Edouard Lucas, cuando descubrió la
manera de confirmar que, en el caso de 2127 − 1, Mersenne había acertado: este
número primo de treinta y nueve cifras siguió siendo el mayor conocido hasta los
inicios de la era de la informática. Armado con su nuevo método, Lucas consiguió
desenmascarar la verdadera naturaleza de la lista de Mersenne. La lista de los valores
de n que según el monje francés haría que fuera un número primo estaba lejos de ser
exacta: Mersenne se había olvidado de 61, 89 y 107, y había incluido erróneamente
67. Pero estaba absolutamente fuera del alcance de Lucas.
La intuición mística de Mersenne resultó ser una conjetura a ciegas. Su reputación
pudo haber sufrido un duro golpe y, sin embargo, el nombre de Mersenne sobrevive
como rey de los grandes números primos. La realidad es que los números primos de
récord que aparecen en la prensa son en todos los casos números primos de
Mersenne. Aunque Lucas consiguió establecer que no es primo, su método no le
permitía descomponerlo en los números primos que lo forman. Como veremos,
descomponer estos números está considerado como un problema tan difícil que
actualmente se encuentra en la base de los sistemas de seguridad criptográficos,
herederos del código Enigma que Turing descifró con sus «bombas» de Bletchley.
Turing no era el único que pensaba en la relación entre los números primos y los
ordenadores: tal como Julia Robinson había descubierto en su infancia escuchando la
radio, también la familia Lehmer esta fascinada con la idea de usar máquinas para
analizar los números primos. A principios de siglo, Lehmer padre había ya construido
una tabla de números primos que llegaba hasta 10.017.000. (Desde entonces nadie ha

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publicado tablas de números primos más allá de este número). Su hijo hizo una
contribución más teórica a la disciplina: en 1930, con sólo veinticinco años, ideó una
manera de perfeccionar la idea de Lucas para verificar cuáles entre los números de
Mersenne son primos.
Para demostrar que un número de Mersenne es primo y, por tanto, no es divisible
por ningún número entero menor que él, Lehmer comprendió que podía darse la
vuelta al problema: el número de Mersenne 2n − 1 resultará ser primo sólo cuando
divida a otro número, llamado número de Lucas-Lehmer y que se indica como Ln. Un
número de Lucas Lehmer puede construirse, de la misma manera que un número de
Fibonacci, utilizando los números que lo preceden en la sucesión. Para obtener Ln se
eleva al cuadrado el número anterior, Ln−1 y se resta 2 al resultado: Ln = (Ln−1)2 − 2.
La fórmula empieza a funcionar para n = 3, y el número de Lucas Lehmer
correspondiente resulta ser L3 = 14. A partir de ahí la sucesión continúa con L4 = 194
y L5 = 37.634. Lo que da a este test todo su valor es el hecho de que únicamente se
necesita generar el número Ln y verificar si es divisible entre el número de Mersenne
2n − 1, un cálculo relativamente fácil para un ordenador. Por ejemplo, como
25 − 1 = 31 divide al número de Lucas-Lehmer L5 = 37.634, el número de Mersenne
25 − 1 es un número primo. Esta simple verificación permitió a Lehmer revisar toda
la lista que Mersenne había presentado y demostrar que se había equivocado sobre la
primalidad de 2257 − 1.
¿Cómo pudieron Lucas y Lehmer idear su método de verificación de los números
de Mersenne? No se trata en absoluto de una idea evidente: un descubrimiento como
éste es muy distinto del fulgurante descubrimiento de la hipótesis de Riemann o de la
existencia de una relación entre los números primos y los logaritmos que Gauss
intuyó. El test de Lucas-Lehmer no se deduce de una pauta regular que emerge de la
experimentación o de la observación numérica. Los dos matemáticos lo descubrieron
jugueteando con los posibles significados de la primalidad de 2n − 1, dando vueltas y
más vueltas a esta cuestión como si de un cubo de Rubik se tratara hasta que los
colores de sus caras se combinaran repentinamente de una nueva manera. Cada
rotación es como un paso en la demostración: a diferencia de lo que ocurre con otras
demostraciones, cuyo punto final está claro desde el principio, el test de Lucas-
Lehmer emergió básicamente procediendo en la demostración sin tener ni la menor
idea de a dónde llevaría. Lucas había empezado a hacer rodar el cubo, pero fue
Lehmer quien consiguió ponerlo en la configuración simple que hoy se utiliza.
En Bletchley Park, mientras estaba descifrando los códigos alemanes Enigma,
Turing discutía con sus compañeros sobre la posibilidad de hallar grandes números
primos utilizando máquinas de cálculo similares a las «bombas» que habían
construido. Gracias al método desarrollado por Lucas y Lehmer, los números de
Mersenne son especialmente susceptibles de verificación en cuanto a su posible
primalidad. El método se adaptaba perfectamente a la automatización a través de un

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ordenador, pero las presiones de la empresa bélica hicieron que Turing tuviera que
abandonar el proyecto. Después de la guerra, sin embargo, Turing y Newman
pudieron reemprender la idea de determinar nuevos números primos de Mersenne.
Hubiera sido una prueba perfecta para la máquina que se proponían construir en el
laboratorio de investigación de Manchester: aunque la máquina tuviera una muy
reducida capacidad de almacenar información, el método de Lucas-Lehmer no
requería una gran cantidad de memoria en cada uno de los pasos. Para poder calcular
el enésimo número de Lucas-Lehmer, de hecho, el ordenador tenía suficiente con
recordar el valor del (n − 1)-ésimo número de Lucas-Lehmer.
Turing no había tenido suerte con los ceros de Riemann, y las cosas no cambiaron
cuando dirigió su atención a la búsqueda de los números primos de Mersenne: el
ordenador que construyeron en Manchester no consiguió superar el récord
establecido con el número 2127 − 1, que se resistía desde hacía setenta años. Para
hallar el siguiente número primo de Mersenne hubiera tenido que llegar hasta
2521 − 1, un número que por muy poco quedaba fuera del alcance de la máquina
ideada por Turing. Por una extraña broma del destino, sería el marido de Julia
Robinson, Raphael, quien reivindicaría el descubrimiento del nuevo número primo
récord. Había conseguido el manual de una máquina que Derrick Lehmer había
construido en Los Angeles: Lehmer había ya abandonado los piñones y las cadenas
de bicicleta del período prebélico, y ahora era el director del National Bureau of
Standards’ Institute for Numerical Analysis y había creado una máquina llamada
Standard Western Automatic Computer (SWAC). En la tranquilidad de su despacho de
Berkeley, y sin haber visto nunca la máquina, Raphael Robinson escribió un
programa con el cual el SWAC pudo dar caza a los números primos de Mersenne: el 30
de enero de 1952, el ordenador descubrió los primeros números primos que se
encontraban fuera del alcance de la capacidad de cálculo de la mente humana.
Apenas unas horas después de establecer el nuevo récord con 2521 − 1, el SWAC
produjo un número primo aún mayor: 2607 − 1. En aquel año, Raphael Robinson batió
tres veces más su propio récord, y el mayor primo conocido resultó ser 22.281 − 1.
La caza de los grandes números primos terminó por ser dominada por quien
tuviera acceso a los ordenadores más potentes; hasta mediados de los años noventa
del siglo pasado todos los nuevos records se batieron utilizando los ordenadores Cray,
los gigantes del mundo de la computación electrónica. La Cray Research, fundada en
1971, aprovechó a fondo el hecho de que un ordenador no necesita terminar una
operación para poder empezar la siguiente; esta simple idea estuvo en la base de la
creación de máquinas que durante decenios fueron consideradas como las máquinas
más veloces del mundo. A partir de los años ochenta, el ordenador Cray del Lawrence
Livermore Laboratory, en California, bajo la mirada vigilante de Paul Gage y David
Slowinski, monopolizó los récords y los titulares de la prensa. En 1996, Gage y
Slowinski anunciaron el descubrimiento de su séptimo número primo récord:

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21.257.787 − 1, un número de 378.632 cifras.
Sin embargo, últimamente los vientos han cambiado favoreciendo a participantes
mucho más modestos. Como tantos pequeños David que retan a Goliat, actualmente
son los humildes PC’s los que baten un récord tras otro.
¿Y cuál es la honda que les da el poder de retar a los ordenadores Cray? Internet:
gracias a la fuerza combinada de un número enorme de pequeños ordenadores
conectados en red se obtiene el potencial que pone a esta familia de hormigas en
condiciones de ir a la caza de los grandes números primos. No es la primera vez que
se utiliza Internet para permitir hacer ciencia a los aficionados: la astronomía ha
obtenido grandes beneficios asignando a millares de astrónomos aficionados un
pedacito de cielo para recorrer. Internet puso la red a través de la cual se coordinó
este esfuerzo astronómico. Inspirado en el éxito de los astrónomos, un programador
americano, George Woltman, puso a disposición de todos en Internet un software
que, una vez descargado, asigna a cada PC una minúscula porción de la infinita
extensión de los números: en lugar de dirigir sus propios telescopios al cielo nocturno
a la búsqueda de una nueva supernova, los matemáticos aficionados usan el tiempo
de inactividad de sus ordenadores para escrutar diversos rincones de la galaxia
numérica a la caza de nuevos números primos y de nuevas marcas.
La búsqueda no está exenta de peligros: una de las personas reclutadas por
Woltman trabajaba en una importante compañía telefónica estadounidense y se
procuró la ayuda de 2.585 de los ordenadores de la empresa para su caza de números
primos de Mersenne; la empresa empezó a sospechar que algo no iba como debía
cuando los ordenadores de Phoenix, que de ordinario tardaban una media de cinco
segundos para repetir los números de teléfono, empezaron a necesitar cinco minutos.
Cuando el FBI consiguió finalmente determinar la fuente de aquel retraso, el empleado
confesó que «toda aquella potencia de cálculo era una tentación demasiado fuerte
para mí». La compañía telefónica no mostró mucha comprensión por la actividad
científica de su empleado y fue despedido.
El primer hallazgo de un nuevo número primo de Mersenne por parte de esta
banda de cazadores vía Internet tuvo lugar pocos meses después del anuncio del
Lawrence Livermore Laboratory en 1998: Joel Armengaud, un programador de París,
encontró el oro en el pequeño estrato de números que estaba excavando en el
contexto del proyecto de Woltman. Para los grandes medios de comunicación, su
descubrimiento tuvo lugar un poco demasiado pronto en relación con el anterior:
cuando me puse en contacto con el Times para informar del hallazgo de este nuevo
número primo record me respondieron que ellos sólo publicaban esta historia en años
alternos. En este sentido la oferta de Slowinski y Gage, los gemelos del Cray, se
adaptaba perfectamente a la demanda de descubrimientos que, a partir de 1979,
tenían lugar por término medio cada dos años.
Pero en todo esto había algo más que el descubrimiento de nuevos números
primos. Se estaba ante una encrucijada por el papel de los ordenadores en la búsqueda

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de números primos, y la revista especializada Wired no la dejó escapar. Wired dedicó
un artículo a lo que hoy se conoce como Great Internet Mersenne Prime Search, o
GIMPS. Woltman consiguió reclutar otros doscientos mil ordenadores en todo el
mundo, creando la que a todos los efectos es una máquina gigantesca de elaboración
en paralelo. No se trata de que las grandes máquinas como el ordenador Cray estén
fuera de juego: ahora son compañeros del mismo rango, con el encargo de verificar
los descubrimientos de los terribles enanitos.
Hasta el 2002 han sido cinco los afortunados ganadores de la caza de los números
primos de Mersenne. Al descubrimiento parisiense le siguió uno en Inglaterra y más
tarde un tercero en California. Pero fue Nayan Hajratwala de Plymouth, Michigan,
quien dio el gran golpe en junio de 1999: el número que descubrió, 26.972.593 − 1, ha
superado el umbral del millón de cifras (se compone de 2.098.960 cifras). Además de
constituir por sí mismo un premio simbólico, este trabajo ha hecho ganar a
Hajratwala cincuenta mil dólares en efectivo que ofrecía la Electronic Frontier
Foundation, una organización californiana que se autoproclama tutora de las
libertades civiles de los netizens, los ciudadanos de la red. Si el éxito de Hajratwala
ha estimulado vuestro apetito, sabed que la fundación dispone aún de millones de
dólares para premiar a los descubridores de otros grandes números primos. El récord
de Hajratwala fue batido en noviembre del 2001 por el estudiante canadiense Michael
Carneron que, gracias a su PC, demostró la primalidad de 213.466.917 − 1, un número
con más de cuatro millones de cifras. Los matemáticos creen que existen infinitos de
estos especiales números primos de Mersenne esperando a ser descubiertos.

¿SUPONE EL ORDENADOR LA MUERTE DE LAS MATEMÁTICAS?

Si el ordenador sobrepasa nuestra capacidad de cálculo, ¿no convierte a las


matemáticas en superflua? Afortunadamente, no: lejos de anunciar el fin de las
matemáticas, este hecho resalta la verdadera diferencia que se da entre el artista
creativo que es el matemático y el ejecutor de tediosos cálculos que es el ordenador.
No hay duda de que el ordenador es un aliado precioso de los matemáticos en la
exploración de su mundo numérico y un experto sherpa en el ascenso al monte
Riemann, pero también es cierto que no podrá tomar nunca el lugar de un
matemático. Incluso si el ordenador puede ganar fácilmente al matemático en
cualquier cálculo finito, le falta —todavía— la imaginación necesaria para
comprender un mundo infinito y revelar la estructura y las regularidades que están en
la base de las matemáticas.
Cuando, por ejemplo, nos planteamos la búsqueda de grandes números primos
con la ayuda de un ordenador, ¿obtenemos una mejor comprensión de su naturaleza?
Aunque aprendamos a cantar notas cada vez más altas, ese hecho no nos desvelará la
estructura musical que se esconde tras ellas. Ya Euclides nos había proporcionado la

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certeza de que siempre habrá un número primo mayor para encontrar; no sabemos,
sin embargo, si los números de Mersenne darán lugar a infinitos números primos:
podría ser que Michael Cameron hubiera descubierto el trigésimo noveno y último
número primo de Mersenne. Cuando se lo pregunté, Paul Erdös me dijo que
consideraba la demostración de la existencia de infinitos números primos de
Mersenne como uno de los máximos problemas irresueltos de la teoría de los
números. La opinión general es que efectivamente existen infinitos valores de n tales
que 2n − 1 resulta ser un número primo. Pero, si ello es cierto, es extremadamente
improbable que sea demostrado por un ordenador.
Todo lo anterior no significa que los ordenadores no puedan demostrar algunas
cosas: dado un conjunto de axiomas y algunas reglas de deducción, puede
programarse el ordenador de forma que empiece a soltar teoremas matemáticos. La
cuestión es que, como en el caso de un chimpancé con una máquina de escribir, el
ordenador no será capaz de distinguir entre teoremas gaussianos y sumas de escuela
elemental. Los matemáticos han desarrollado las capacidades críticas que les
permiten distinguir entre los teoremas que son importantes y los que no lo son. La
sensibilidad estética de una mente matemática permite apreciar las demostraciones
que constituyen composiciones magníficas y despreciar las que son feas. Y aunque
una demostración fea sea tan válida como una bella, la elegancia siempre ha supuesto
un criterio importante para trazar la mejor ruta que puede seguirse cuando nos
movemos en el mundo matemático.
El primer caso de demostración de un teorema por ordenador se ha dado con el
llamado «problema de los cuatro colores», que nació como una simple curiosidad
matemática. El problema trata de un hecho con el que probablemente todos nos
hemos enfrentado en nuestra infancia: si queremos pintar un mapa geográfico de
manera que dos naciones fronterizas nunca tengan el mismo color, siempre puede
hacerse utilizando sólo cuatro colores. Por más que intentemos rediseñar de la forma
más creativa las fronteras nacionales, parece imposible obtener un mapa político de
Europa que necesite de un número de colores superior a cuatro. Las fronteras actuales
de Francia, Alemania, Bélgica y Luxemburgo, por otra parte, demuestran que hacen
falta al menos cuatro colores:

Hacen falta al menos cuatro colores para pintar este mapa de manera que no haya estados fronterizos
con el mismo color.

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Pero ¿es posible demostrar que bastan cuatro colores para cualquier mapa?
La cuestión se planteó públicamente por primera vez en 1852, cuando un
estudiante de leyes, Francis Guthrie, escribió a su hermano, un matemático del
University College de Londres, preguntándole si alguien había demostrado que
siempre bastaría con cuatro colores. En realidad, en aquella época muy pocos
pensaban que la cuestión fuera importante. Algunos matemáticos de segundo plano
probaron suerte intentando proporcionar a Guthrie una demostración, pero como la
demostración se resistía, al cabo de poco el problema avanzó hacia el vértice de la
escala de las habilidades matemáticas. Incluso Hermann Minkowski, el mejor amigo
de Hilbert en Gotinga, lo intentó. La cuestión de los cuatro colores se planteó durante
un curso universitario que impartió Minkowski: «Este problema todavía no ha sido
demostrado sólo porque se han ocupado de él matemáticos de tercera fila», anunció el
profesor. «Creo poder demostrarlo». Durante varias sesiones se peleó en la pizarra
con sus propias ideas. Una mañana, cuando entraba en el aula en la que impartía el
curso, se oyó un trueno fortísimo: «El cielo se enfada por mi arrogancia», admitió.
«Mi demostración no funciona».
Cuantas más personas lo intentaban y fracasaban, tanto más crecía el prestigio del
problema, sobre todo a causa de la extrema simplicidad de su enunciado. Resistió a
todos los intentos de demostración hasta 1976, más de un siglo después de que
Francis Guthrie mandara la carta a su hermano: dos matemáticos de la Universidad de
Illinois, Kenneth Appel y Wolfgang Haken, razonaron que en lugar de afrontar la
tarea imposible de colorear los infinitos mapas imaginables, el problema podía
reconducirse al análisis de 1.500 mapas fundamentales.
Fue un paso adelante decisivo. Era como el descubrimiento de una tabla periódica
cartográfica que contuviera los mapas elementales que permitirían construir todos los
otros. Pero si Appel y Haken hubieran querido verificar a mano cada uno de estos
mapas «atómicos», aunque hubieran empezado en 1976 hoy todavía estarían
coloreándolos. Así, por vez primera, se recurrió al uso del ordenador. Fueron
necesarias 1.200 horas de tiempo de máquina, pero finalmente llegó la respuesta:
todos los mapas podían colorearse utilizando cuatro colores. En combinación con la
fuerza bruta del ordenador, la genialidad humana con la que se había demostrado que
bastaba con colorear aquellos 1.500 mapas básicos para alcanzar todos los demás
mapas confirmó lo que Guthrie había conjeturado en 1852: para cualquier mapa
nunca serán necesarios más de cuatro colores.
El hecho de saber que el teorema de los cuatro colores es cierto carece de utilidad
práctica. Los cartógrafos no emitieron ningún suspiro colectivo de satisfacción al
recibir la noticia de que no tendrían necesidad de salir a comprar un quinto lápiz de
colores. Los matemáticos no estaban ansiosamente a la espera de la confirmación del
resultado para proseguir sus exploraciones: no conseguían ver nada más allá que
valiera particularmente la pena estudiar. No se trataba de la hipótesis de Riemann, de
cuya demostración dependen miles de resultados: el problema de los cuatro colores

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era significativo sólo porque nuestra incapacidad de resolverlo indicaba que todavía
no teníamos una comprensión suficiente del espacio bidimensional para poder
hacerlo. Hasta que fue resuelto, el problema azuzó a los matemáticos en su búsqueda
de una comprensión más profunda del espacio que nos rodea. Por esta razón, la
demostración de Appel y Haken dejó insatisfechos a muchos: el ordenador nos había
dado una respuesta, pero no había contribuido a profundizar nuestros conocimientos.
Existe un encendido debate sobre si la solución del problema de los cuatro colores
que obtuvieron Appel y Haken con la ayuda del ordenador se corresponde o no con el
verdadero espíritu de la demostración: el papel que jugó el ordenador provocó en
muchos una sensación de incomodidad, a pesar de que casi todos sabían que la
demostración tenía mayores probabilidades de ser correcta que muchas otras
obtenidas por el hombre. Pero ¿una demostración no debería generar comprensión?
Como Hardy gustaba decir: «una demostración matemática debería de parecerse a
una constelación simple y de contornos nítidos, no a una Vía Láctea dispersa». La
demostración con ordenador del problema de los cuatro colores recurría a una
laboriosa reconstrucción del caos de los cielos en lugar de ofrecer una comprensión
más profunda del por qué los cielos son tal como se nos muestran.
La demostración asistida por ordenador ponía en evidencia un hecho: el placer de
las matemáticas no se obtiene sólo del resultado final. Nosotros no leemos historias
de misterios matemáticos sólo para descubrir quién es el culpable. El placer proviene
de ver cómo las tortuosidades de la trama se van despejando a medida que se acerca
el momento de la revelación. La demostración del problema de los cuatro colores por
Appel y Haken nos ha privado de aquel sentido de súbita iluminación (de aquel
«¡Ajá, ahora lo entiendo!») que anhelamos al sumergirnos en una lectura matemática.
Lo que nos gusta es compartir el momento de intensa revelación que ha sentido quien
por primera vez ha creado una demostración. Durante decenios se debatirá sobre la
posibilidad de que un día los ordenadores puedan sentir emociones pero, con toda
seguridad, el problema de los cuatro colores no nos ha ofrecido la oportunidad de
compartir la eventual sensación de euforia que el ordenador pudo sentir.
Sin embargo, a pesar de la sensibilidad estética herida, el ordenador ha
continuado sirviendo a la comunidad matemática en la demostración de teoremas:
una vez que un problema se reconduce a la verificación de un número finito de
posibilidades, un ordenador puede ser útil. Y lo es. ¡Ello significa que el ordenador
puede ayudarnos en el ascenso a la cumbre de la hipótesis de Riemann! Cuando
Hardy murió, poco después del final de la Segunda Guerra Mundial, se sospechaba
que la hipótesis de Riemann era falsa. Turing comprendió que si la hipótesis fuera
falsa un ordenador podría ser útil para descubrirlo. En tal caso, una máquina puede
programarse para que busque ceros hasta que encuentre uno que esté fuera de la recta
mágica de Riemann. Pero si la hipótesis es cierta, entonces el ordenador es totalmente
inútil: nunca podrá demostrar que los infinitos ceros están sobre la recta: lo máximo
que puede hacer es generar una cantidad cada vez mayor de indicios para sostener

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nuestra fe en la certeza de la intuición de Riemann.
El ordenador satisfacía también otra necesidad. En la época de la muerte de
Hardy, los matemáticos estaban en una situación de atasco: los progresos teóricos que
se habían conseguido con la hipótesis de Riemann estaban agotados; parecía que,
dadas las técnicas disponibles, Hardy, Littlewood y Selberg hubieran conseguido los
mejores resultados posibles respecto a la determinación de puntos a nivel del mar en
el paisaje de Riemann: habían exprimido todo lo que se podía exprimir de aquellas
técnicas. Buena parte de los matemáticos compartía la misma opinión sobre la
necesidad de concebir nuevas ideas si más adelante pretendían conseguir aproximarse
a la demostración de la hipótesis de Riemann; y a falta de nuevas ideas el ordenador
daba la sensación de progreso. Pero era sólo una impresión: la verdad es que el
recurso al ordenador enmascaraba una evidente falta de progresos en el camino que
debía conducir a una demostración de la hipótesis de Riemann. El cálculo se
convirtió en un sucedáneo del pensamiento, un chicle mental con el que nos
adormecíamos en la ilusión de hacer algo cuando en realidad nos estábamos dando
cabezazos contra la pared.

ZAGIER, EL MOSQUETERO DE LAS MATEMÁTICAS

La fórmula secreta que Siegel había descubierto en 1932 entre los apuntes
inéditos de Riemann servía para calcular de forma precisa y eficiente la posición de
los ceros en el paisaje zeta. Turing había intentado acelerar los cálculos por medio de
su complicado sistema de ruedas dentadas, pero se han necesitado máquinas más
modernas para liberar todo el potencial de aquella fórmula. Cuando se introdujo la
fórmula secreta en un ordenador electrónico pudieron empezar a sondearse regiones
del paisaje zeta que antes era inimaginable alcanzar. En los años sesenta, mientras el
hombre empezaba a explorar el universo con vehículos espaciales no tripulados, los
matemáticos asignaban a los ordenadores la tarea de trazar un recorrido que
condujera a las regiones más remotas del espacio de Riemann.
Cuanto más al norte se dirigían los matemáticos en búsqueda de ceros de la
función zeta, más indicios recogían. Pero ¿cuál era la utilidad real de tales indicios?
¿Cuántos ceros habría que determinar sobre la recta antes de convencerse de la
certeza de la hipótesis de Riemann? El problema es que, tal como había demostrado
Littlewood en su trabajo sobre la hipótesis, los indicios en matemáticas no construyen
un terreno sobre el que se puedan edificar certezas. Por esta razón muchos
rechazaban la idea de que el ordenador pudiera resultar útil para el análisis de la
hipótesis de Riemann. Sin embargo, acechaba una sorpresa que empezaría a
convencer a los escépticos más irreductibles sobre la posibilidad fundada de que la
hipótesis de Riemann fuera finalmente cierta. A principios de los años setenta, Don
Zagier capitaneaba la pequeña banda de los escépticos: Zagier es una de las
personalidades más vigorosas de los circuitos matemáticos, un hombre cuya figura se

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recorta elegante mientras recorre con decisión los pasillos del Max Planck Institut für
Mathematik de Bonn, la respuesta alemana al Institute for Advanced Study de
Princeton. Como un mosquetero de las matemáticas, Zagier blande su afiladísimo
intelecto, a punto para cortar en rodajas cualquier problema que se le ponga a tiro. Su
entusiasmo por la disciplina y la energía con que la afronta te arrastra en un torbellino
de ideas expresadas con voz de ametralladora y a una velocidad que te deja sin
resuello. Enfoca la disciplina de manera lúdica, y siempre tiene a punto un
rompecabezas matemático con el que sazonar las comidas del Instituto de Bonn.
El deseo planteado por algunos de creer en la hipótesis de Riemann sobre la base
de razones puramente estéticas, ignorando la falta de indicios concretos, había
terminado por exasperar a Zagier: la fe en la hipótesis se basaba probablemente en un
sentido de deferencia hacia la simplicidad en matemáticas, y en poco más. Un cero
que cayera fuera de la recta hubiera representado una fealdad en aquel paisaje
maravilloso: cada cero contribuía con una nota a la melodiosa música de los números
primos. Enrico Bombieri propuso una imagen propia de lo que significaría la eventual
falsedad de la hipótesis de Riemann: «Piensen en ir a un concierto para escuchar a los
músicos que tocan todos juntos en perfecta armonía. Después, de repente, una gran
tuba emite un sonido fuertísimo y apaga a todos los demás». Hay tal profusión de
belleza en el mundo matemático que no podemos —no nos atrevemos— creer que la
Naturaleza haya elegido un universo cacofónico en el que la hipótesis de Riemann
resulte falsa.
Si a partir de este argumento Zagier era el escéptico por excelencia, Bombieri
representaba el prototipo de los que creían ciegamente en la hipótesis de Riemann. En
los primeros años setenta, cuando aún no se había trasladado a Princeton, Bombieri
era profesor en Italia. «Para él —explicaba Zagier—, la certeza de la hipótesis de
Riemann es un artículo de fe. El hecho de que sea verdadera es un acto de fe religiosa
para Bombieri; si no fuera así, todo el mundo estaría equivocado». Efectivamente,
como precisaba el propio Bombieri: «en la escuela había estudiado a muchos de los
filósofos medievales. Uno de ellos, Guillermo de Occam, promovió una idea según la
cual, cuando hay que elegir entre dos explicaciones, siempre hay que inclinarse por la
más simple. La navaja de Occam, como se le ha llamado desde el principio, excluye
lo complejo y elige lo simple». Para Bombieri, un cero que estuviera fuera de la recta
de Riemann sería como el instrumento de la orquesta «que apaga a todos los demás,
una situación estéticamente desagradable. Como seguidor de Guillermo de Occam,
no puedo menos que rechazar tal conclusión y aceptar la verdad de la hipótesis de
Riemann».
Cuando Bombieri visitó el Instituto de Bonn y las charlas a la hora del té se
centraron en la hipótesis de Riemann, el enfrentamiento resultó inevitable. Zagier,
matemático de capa y espada, no dejó escapar la oportunidad de retar en duelo a
Bombieri: «Mientras tomábamos el té, le dije que aún no había indicios suficientes
para convencerme de una cosa o de la otra. Por ello estaba dispuesto a que nos

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jugáramos una suma de dinero a la par sobre la falta de fundamento de la hipótesis de
Riemann. No es que pensara que tenía que ser forzosamente falsa, pero estaba
dispuesto a hacer de abogado del diablo».
«Muy bien —contestó Bombieri—. Estoy dispuesto a aceptar los términos de la
apuesta». Y entonces Zagier se dio cuenta de que había sido un estúpido al proponer
una apuesta a la par: Bombieri tenía tal confianza en la hipótesis de Riemann que
habría aceptado tranquilamente una apuesta de mil millones contra uno. Acordaron
los términos de la apuesta: dos botellas del mejor Burdeos, que elegiría el ganador.
«Queríamos que el asunto se resolviera durante nuestra vida», explica Zagier.
«Sin embargo, había muchas probabilidades de que estuviéramos en la tumba y la
batalla prosiguiera. Por otra parte, no queríamos poner un límite temporal, del tipo de
que dentro de diez años abandonaríamos la apuesta. Parecía estúpido. ¿Qué importan
diez años para la hipótesis de Riemann? Necesitábamos algo matemático».
Entonces Zagier propuso lo siguiente: si bien la máquina de Turing se había
estropeado tras calcular los primeros 1.104 ceros, en 1956 Derrick Lehmer había
tenido más suerte: había conseguido verificar con sus máquinas en California que los
primeros 25.000 ceros estaban sobre la recta. A principios de los años setenta, un
cálculo famoso había confirmado que los primeros tres millones y medio de ceros se
encontraban efectivamente sobre la recta: aquella demostración había supuesto un
increíble tour de forcé para el que se habían explotado algunas brillantes técnicas
teóricas para llevar los cálculos hasta los límites extremos de la tecnología
informática disponible. Narra Zagier:

Entonces dije: de acuerdo, en este momento hay tres millones de ceros cuya
posición se ha calculado, pero todavía no estoy convencido, a pesar de que
casi todos dirían pero qué más quieres… caramba… son tres millones de
ceros. Es justamente de esto de lo que te estoy hablando. No es así: tres
millones de ceros no bastan para convencerme. Hubiera preferido hacer la
apuesta un poco antes, porque ya estaba empezando a convencerme. Me
hubiera gustado haber hecho la apuesta en cien mil ceros porque en aquel
momento no había absolutamente ninguna razón para creer en la hipótesis de
Riemann. Cuando se analizan los datos, cien mil ceros son completamente
inútiles: equivalen sustancialmente a cero pruebas. En tres millones de ceros
la cosa empieza a ponerse interesante.

Pero Zagier reconocía que trescientos millones de ceros representaban un punto


de inflexión importante: había razones teóricas para creer que los primeros millares
de ceros tenían que encontrarse sobre la recta mágica de Riemann; a medida que se
avanzaba hacia el norte, sin embargo, las razones por las que los ceros anteriores
tenían que estar sobre la recta de Riemann empezaban a ser sobrepasadas por razones
todavía más fuertes que permitían afirmar que los ceros deberían empezar a situarse
fuera de la recta.

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Zagier sabía que, una vez llegados a trescientos millones, para que los ceros
salieran fuera de la recta habría tenido que ocurrir un milagro.
Zagier basó su análisis en una gráfica que le permitiría seguir la pauta del
gradiente entre las montañas y los valles del paisaje zeta a lo largo de la recta mágica
de Riemann. La gráfica de Zagier suponía una nueva perspectiva desde la que
observar la sección transversal del paisaje de Riemann trazada a través de la recta
crítica. Lo interesante es que esta nueva perspectiva permitía una nueva
interpretación de la hipótesis de Riemann: si la gráfica hubiera cruzado la recta crítica
en un punto cualquiera, entonces en aquel punto habría un cero que caería fuera de la
recta, lo que haría falsa la hipótesis de Riemann. Al principio la gráfica no se acerca
nunca a la recta crítica, sino que más bien se aleja subiendo. Pero a medida que se
avanza hacia el norte la gráfica empieza a descender acercándose a la recta. De vez
en cuando la gráfica de Zagier intenta abrirse paso a través de la recta pero, tal como
se ve en la figura siguiente, parece que algo le impide cruzarla.

La gráfica que utilizó Zagier muestra un punto sobre la recta crítica en el cual aparece un quasi-
contraejemplo de la hipótesis de Riemann. Si la gráfica cruzara el eje horizontal, entonces la hipótesis
de Riemann sería falsa.

En resumen, cuanto más avanzamos hacia el norte tanto más probable parece que
esta gráfica pueda cruzar la línea crítica. Zagier sabía que el primer auténtico punto
débil tendría lugar alrededor del cero número trescientos millones: esta región de la
recta crítica supondría un test probatorio. Una vez que nos hemos trasladado tan al
norte, si la gráfica no ha cruzado todavía la recta, con toda seguridad debe haber un
motivo para que no lo haga; y ese motivo, razonaba Zagier, no podía ser otro que la
certeza de la hipótesis de Riemann. Por esta razón, Zagier fijó el campo base para su
ataque a la cima en los trescientos millones de ceros: Bombieri habría ganado la

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apuesta tanto en el caso de que se encontrara una demostración de la hipótesis como
en caso de que se calcularan las posiciones de los primeros trescientos millones de
ceros sin que apareciera un contraejemplo.
Zagier era consciente de que los ordenadores de los años setenta no eran capaces
de explorar aquella remota región de la recta mágica de Riemann. Hasta aquel
momento, los ordenadores habían sido capaces de calcular las posiciones de tres
millones y medio de ceros; teniendo en cuenta el crecimiento de la tecnología
informática de la época, Zagier estimó que harían falta al menos treinta años antes de
poder determinar la posición de los primeros trescientos millones de ceros. Pero no
había contado con la revolución informática que esperaba justo al doblar la esquina.
Durante cinco años no sucedió nada: la potencia de los ordenadores, aunque
lentamente, crecía, pero determinar sólo la posición del doble de ceros, por no hablar
de cien veces el número de ceros, hubiera requerido tal cantidad de trabajo que nadie
se preocupó de ello; al fin y al cabo, en este tipo de actividad no tenía sentido
consumir grandes cantidades de energía con la única finalidad de doblar el número de
indicios. Pero luego, pasados cinco años, los ordenadores empezaron repentinamente
a ir mucho más de prisa, y dos equipos aceptaron el reto de explotar la nueva e
inédita potencia de cálculo para establecer las posiciones de otros ceros. Un equipo,
bajo la dirección de Herman te Riele, trabajaba en Amsterdam; el otro equipo era
australiano, y su responsable era Richard Brent.
Brent fue el primero en hacer su anuncio, en 1978: los primeros setenta y cinco
millones de ceros estaban situados sobre la recta. En aquel momento, el equipo de
Amsterdam unió sus propias fuerzas a las del grupo de Brent. Tras un año de trabajo,
los dos grupos publicaron un gran trabajo, redactado con gran detalle y
magníficamente presentado. Todo había sido cuidado al detalle, y habían conseguido
calcular las posiciones de los ceros hasta… ¡doscientos millones! Zagier ríe al hablar
de ello:

Dejé escapar un suspiro de alivio, porque se trataba de un proyecto


verdaderamente enorme. Gracias a Dios, se habían detenido en los doscientos
millones. Naturalmente, habrían podido llegar hasta los trescientos millones,
pero gracias a Dios no lo hicieron. Ahora, pensé, se me concederá una
prórroga de muchos años. No habrían seguido adelante sólo para avanzar un
miserable cincuenta por ciento. Todos tendríamos que esperar hasta que
alcanzaran los mil millones de ceros. Para ello serían necesarios muchos años.
Desgraciadamente no había contado con mi amigo Hendrik Lenstra, que
conocía la apuesta y se hallaba en Amsterdam.

Lenstra fue a ver a te Riele y le preguntó: «¿Por qué os habéis detenido en los
doscientos millones? ¿No sabéis que si llegáis a los trescientos millones Don Zagier
perderá una apuesta?». Entonces el equipo continuó hasta los trescientos millones.
Naturalmente, no hallaron ni un solo cero que estuviera fuera de la línea y Zagier

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tuvo que pagar su apuesta. Llevó las dos botellas a Bombieri, y se bebieron juntos la
primera. Zagier insistió en hacer notar que aquella era probablemente la botella más
cara que nunca nadie hubiera bebido, ya que

doscientos millones no tenían nada que ver con mi apuesta: el cálculo se hacía
independientemente. Pero para los últimos cien millones de ceros la cuestión
era distinta: decidieron calcularlos sólo porque se enteraron de mi apuesta.
Fue necesario un tiempo de elaboración de unas cinco mil horas para calcular
aquellos cien millones de más. En aquella época el coste del tiempo de
elaboración era de setecientos dólares por hora; y dado que hicieron el cálculo
con la única finalidad de hacerme perder la apuesta y obligarme a pagar mis
dos botellas de vino, sostengo que aquellas dos botellas costaron trescientos
cincuenta mil dólares cada una, que es mucho más que el precio de la botella
de vino más cara que jamás se haya vendido hasta ahora.

Más importante, sin embargo, era el hecho de que, en opinión de Zagier, la masa
de indicios a favor de la hipótesis de Riemann era verdaderamente aplastante. El
ordenador había conseguido finalmente una potencia como instrumento de cálculo
que permitía explorar los territorios septentrionales del paisaje zeta de Riemann lo
suficiente como para que se dieran todas las oportunidades de hallar un
contraejemplo. A pesar de los numerosos intentos por parte de la gráfica de Zagier de
hender la recta crítica de Riemann, era evidente que algo actuaba como una potente
fuerza de repulsión, impidiendo que la gráfica cruce la recta. ¿El motivo? La
hipótesis de Riemann.
«Esto es lo que me convirtió en un convencido partidario del fundamento de la
hipótesis de Riemann», admite hoy Zagier, y compara el papel del ordenador con el
del acelerador de partículas usado para confirmar las teorías de la física de las
partículas elementales: los físicos tienen un modelo de los elementos constituyentes
de la materia, pero para someter a verificación el modelo es necesario generar energía
suficiente para romper el átomo; para Zagier, trescientos millones de ceros
representaban la energía suficiente para verificar si la hipótesis de Riemann tenía
altas posibilidades de ser cierta:

Esta es, en mi opinión, una prueba convincente al cien por cien de que hay
algo que impide que la gráfica cruce la recta, y lo único que consigo imaginar
que pueda ocurrir es, y estoy absolutamente convencido de ello, que la
hipótesis de Riemann sea cierta. Y ahora creo en la hipótesis de Riemann con
la misma convicción que Bombieri, no a priori —por su gran belleza y
elegancia o a causa de la existencia de Dios— sino porque disponemos de esta
prueba.

Jan van de Lune, uno de los componentes del equipo de te Riele, está hoy
jubilado, pero los matemáticos no se curan nunca del todo del virus de las

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matemáticas, ni siquiera cuando han abandonado sus despachos: utilizando el mismo
programa que el equipo empleaba quince años antes y tres ordenadores personales
que tiene en su casa, van de Lune ha conseguido verificar que los primeros 6.300
millones de ceros obedecen todos a la hipótesis de Riemann. Por más años que sus
tres ordenadores puedan continuar calculando las posiciones de los ceros, no existe
ninguna posibilidad de que obtengan una demostración de la hipótesis de Riemann;
pero si existe un cero que caiga fuera de la recta, entonces existe la posibilidad de que
el ordenador tenga un papel en su determinación, es decir, que el ordenador sirva para
desenmascarar la naturaleza puramente ilusoria de la hipótesis de Riemann.
Y ahí es donde el ordenador se encuentra en su elemento: como demoledor de
conjeturas. En los años ochenta, el cálculo de las posiciones de los ceros se utilizó
para demoler un pariente cercano de la hipótesis de Riemann: la conjetura de
Mertens. Pero aquellos cálculos no se realizaron en la tranquilidad de un
departamento de matemáticas; el interés se trasladó a los cálculos de las posiciones de
los ceros por parte de una fuente más bien inesperada: la compañía telefónica AT&T.

ODLYZKO, EL MAESTRO DE CALCULO DE NUEVA JERSEY

En el corazón de Nueva Jersey, cerca de la somnolienta ciudad de Florham Park,


prospera una inverosímil central de talento matemático bajo la égida comercial de los
laboratorios de investigación de la AT&T. Una vez dentro del edificio podríamos tener
la sensación errónea de encontrarnos en el departamento de matemáticas de una
universidad. En cambio, estamos en la sede de una gran empresa de
telecomunicaciones. Los orígenes de este centro de investigación se remontan a los
años 1920, cuando la AT&T creó Bell Laboratories. Durante la guerra, Turing estuvo
en Bell Laboratories de Nueva York por un breve período: participó en el proyecto de
un sistema de codificación global capaz de garantizar comunicaciones telefónicas
seguras entre Washington y Londres. Turing declaró que el período transcurrido en
Bell Laboratories fue más excitante que los días en Princeton, aunque en esta
afirmación podría tener un cierto peso la vida nocturna del Village en Manhattan.
Erdös visitaba a menudo la sede central de Nueva Jersey durante sus vagabundeos
matemáticos.
Con la explosión tecnológica que marcó la industria de las telecomunicaciones en
los años sesenta, estaba claro que para mantener una ventaja competitiva la AT&T
necesitaba asegurarse una competencia matemática cada vez mayor. Tras la rápida
expansión de las universidades en aquel decenio, los setenta fueron años magros para
los matemáticos que buscaban trabajo en el mundo académico; al expandir sus
propios centros de investigación, la AT&T consiguió atraer una parte de aquel exceso
de cerebros. Aunque la cúpula empresarial esperaba que finalmente la investigación
se tradujera en innovación tecnológica, les parecía bien que sus científicos se

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dedicaran a sus propias pasiones matemáticas. Aunque parezca altruista, en realidad
se trataba de negocios bien entendidos: a causa del monopolio comercial de que
gozaba la empresa en los años setenta, el gobierno había impuesto algunas
restricciones sobre las posibles maneras de gastar los beneficios. Invertir en los
laboratorios de investigación se consideraba por ello un método apropiado para
absorber una parte de las ganancias.
Fueran las que fueran las razones de tal elección, las matemáticas debe estar muy
agradecida a la AT&T: algunos de los progresos teóricos más interesantes de los
últimos tiempos nacen de ideas que salieron de sus laboratorios, que son una
fascinante combinación del ambiente académico con el mundo práctico de los
negocios. Cuando los he visitado para hablar con los matemáticos que están
trabajando en ellos, he tenido la oportunidad de ver con mis propios ojos el
significado de esa combinación: enfrentados al trabajo de optimizar las ofertas de la
AT&T en un concurso para la asignación de la banda de frecuencias de los teléfonos
móviles, algunos matemáticos presentaron durante un almuerzo de trabajo un modelo
teórico para proporcionar a la empresa la mejor estrategia de negociación en el
complejo proceso de licitación. Para estos matemáticos daba lo mismo que se tratara
de una estrategia para el ajedrez que de un asunto de millones de dólares. Pero ambas
cosas no eran incompatibles.
Hasta el año 2001, Andrew Odlyzko estuvo al mando del laboratorio. Originario
de Polonia, Odlyzko conserva un acento de Europa Oriental fuerte y agradable al
mismo tiempo. El período en que trabajó en el sector comercial lo convirtió en un
óptimo comunicador de las ideas matemáticas difíciles; su actitud es siempre
amistosa, de manera que nunca excluye, sino que anima a unirse a él en su viaje
matemático. De todas formas, es extremadamente preciso y nunca abandona su
propio papel de matemático consumado: cada paso debe realizarse sin dejar espacio a
la ambigüedad. El interés de Odlyzko por la función zeta nació durante su doctorado
en el MIT, bajo la supervisión de Harold Stark. Uno de los problemas de los que tuvo
que ocuparse requería un conocimiento lo más preciso posible de los primeros ceros
del paisaje zeta.
Los cálculos de alta precisión son precisamente el tipo de cosas que un ordenador
hace mucho mejor que un ser humano. Poco después de ingresar en los Bell
Laboratories de la AT&T, Odlyzko tuvo su gran ocasión: en 1978 los laboratorios
adquirieron su primer supercomputador, un Cray 1. Era el primer Cray que compraba
una empresa privada en lugar de un gobierno o una universidad. Dado que la AT&T era
una organización comercial, en la que la contabilidad y los balances lo controlaban
casi todo, cada sección tenía que pagar las horas de utilización del ordenador central.
De todas formas, como hacía falta cierto tiempo para que la gente aprendiera a
programarlo, en la primera época el Cray se utilizaba muy poco. Por tanto, la sección
informática de la empresa decidió destinar gratuitamente períodos de cinco horas de
trabajo con el Cray a proyectos científicos que no disponían de financiación.

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La oportunidad de explotar la potencia del Cray era una tentación demasiado
fuerte para que Odlyzko pudiera resistirse. Se puso rápidamente en contacto con los
equipos de matemáticos de Amsterdam y de Australia que habían demostrado que los
primeros trescientos millones de ceros se situaban sobre la recta de Riemann:
¿Alguno de ellos había determinado la posición precisa de aquellos ceros a lo largo
de la recta mágica? No lo había hecho nadie. Ambos equipos se habían concentrado
en demostrar que la coordenada este-oeste de cada cero era igual a 1/2, tal y como
Riemann había previsto. No se habían preocupado de la ubicación exacta de los ceros
a lo largo de la dirección norte-sur.
Odlyzko solicitó utilizar el tiempo del Cray con la finalidad de determinar la
ubicación exacta de los primeros millones de ceros. La AT&T aceptó su petición, y
desde hace decenios Odlyzko utiliza todo el tiempo máquina que la empresa puede
concederle para calcular las posiciones de un número de ceros cada vez mayor. Tales
cálculos no son un ejercicio de computación como un fin en sí mismos: Stark, el
supervisor de Odlyzko en el MIT, había aplicado los conocimientos adquiridos sobre
la posición de los primerísimos ceros en el paisaje zeta para demostrar una de las
conjeturas de Gauss sobre la manera de factorizar ciertos conjuntos de números
imaginarios; Odlyzko, por su parte, utilizó la determinación precisa de las posiciones
de los primeros dos mil ceros para demostrar la falta de fundamento de una hipótesis
que circulaba en los ambientes matemáticos de principios del siglo XX: la conjetura
de Mertens.
Herman te Riele se unió a Odlyzko en la demolición de la conjetura de Mertens:
era el matemático de Amsterdam que había contribuido a hacer perder a Zagier la
apuesta al demostrar que los primeros trescientos millones de ceros estaban sobre la
recta de Riemann. La conjetura de Mertens está estrechamente ligada a la hipótesis de
Riemann, y la demostración de su falsedad hizo comprender a los matemáticos que si
la hipótesis de Riemann fuera verdadera, sería apenas verdadera.
La mejor manera de comprender la conjetura de Mertens es pensarla como una
variante del lanzamiento de la moneda de los números primos. El resultado del
enésimo lanzamiento de la moneda de Mertens es «cara» si N se compone por el
producto de un par de números primos. Por ejemplo, cuando N = 15 el resultado del
lanzamiento es «cara», ya que 15 es el producto de dos números primos (3 y 5). En
cambio, si N se compone del producto de un número impar de números primos, por
ejemplo N = 105 = 3 × 5 × 7, entonces el resultado del lanzamiento es «cruz». Pero
existe una tercera posibilidad: si para construir N se usa un número primo dos veces,
entonces el lanzamiento es nulo: 12, por ejemplo, es producto de dos 2 y un 3 (12 = 2
× 2 × 3) y por esta razón su resultado es cero. Podemos pensar un resultado nulo
como el equivalente al lanzamiento en el que la moneda se pierde de vista o bien cae
de costado. Mertens hizo una conjetura sobre el comportamiento de esta moneda al
crecer los valores de N: se trata de una conjetura muy similar a la hipótesis de
Riemann, que afirma que la moneda de los números primos es una moneda perfecta.

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La conjetura de Mertens, en cambio, era un poco más fuerte en cuanto a la
predicción que Riemann había hecho sobre los números primos: predecía que el error
sería ligeramente inferior al que debería de esperarse de una moneda perfecta. Si la
conjetura hubiera sido cierta, entonces también lo sería la hipótesis de Riemann, pero
no al revés.
En 1897, para sostener su conjetura, Mertens había publicado tablas de cálculo
que comprendían todos los valores de N comprendidos entre 1 y 10.000. En los años
setenta los cálculos habían llevado los valores de N que se habían verificado
experimentalmente hasta los mil millones. Pero en la teoría de los números, tal y
como Littlewood había mostrado, miles de millones de indicios experimentales no
valen prácticamente nada. Mientras tanto, crecía el escepticismo sobre la posibilidad
de que la conjetura de Mertens fuera cierta. Sin embargo, fueron necesarios los
cálculos de Odlyzko y de te Riele sobre la ubicación exacta de los primeros dos mil
ceros de la función zeta, cálculos precisos hasta la centésima cifra decimal, para
demostrar finalmente que la conjetura de Mertens era falsa. Como aviso para los que
se dejan impresionar por los indicios numéricos experimentales, Odlyzko y te Riele
estimaron que incluso si Mertens hubiera analizado los lanzamientos de una moneda
hasta un valor de N como 1030 su conjetura habría seguido pareciendo verdadera.
Los ordenadores que utilizó Odlyzko en la AT&T continúan ayudando a los
matemáticos en sus intentos de desenterrar los misterios de los números primos, pero
no se trata de un tráfico de sentido único: hoy, los números primos están aportando su
contribución a la expansión irrefrenable de la era informática. En los años setenta, los
números primos se convirtieron de pronto en la clave, en sentido literal, que permitía
garantizar la privacidad de las comunicaciones electrónicas. Hardy siempre había
estado muy orgulloso de la inutilidad total de las matemáticas, y de la teoría de los
números en particular, en el mundo real:

Las «verdaderas» matemáticas de los «verdaderos» matemáticos, las de


Fermat, de Euler, de Gauss, de Abel y de Riemann, son casi totalmente
«inútiles» (y esto vale tanto para las matemáticas «aplicadas» como para las
matemáticas «puras»). No puede justificarse la vida de ningún matemático
profesional verdadero sobre la base de la «utilidad» de su trabajo.

Hardy no pudo equivocarse más: las matemáticas de Fermat, de Gauss y de


Riemann estaban destinada a convertirse en un instrumento fundamental para el
mundo del comercio. Por esta razón, en los años ochenta y noventa la AT&T reclutó un
número de matemáticos aún mayor. Hoy, la seguridad de la aldea electrónica depende
enteramente de nuestra comprensión de los números primos.

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10
DESCIFRAR NÚMEROS Y CÓDIGOS

Si Gauss estuviera vivo, hoy sería un hacker.


PETER SARNAK
catedrático de la Universidad de Princeton

En 1903, Frank Nelson Cole, profesor de matemáticas en la Universidad de


Columbia, de Nueva York, pronunció una curiosa conferencia con ocasión de una
reunión de la American Mathematical Society. Sin mediar palabra, Cole escribió uno
de los números de Mersenne en una pizarra. En la pizarra adjunta escribió dos
números más pequeños y los multiplicó. En medio escribió un signo de igualdad. A
continuación tomó asiento.

267 − 1 = 193.707.721 × 761.838.257.287

El público se levantó para aplaudirlo, en una explosión de entusiasmo que se da


muy rara vez en un local lleno de matemáticos. Y sin embargo multiplicar dos
números no era tan difícil, ni siquiera para los matemáticos de principios de siglo,
¿verdad? En realidad, Cole había efectuado la operación opuesta: desde 1876 se sabía
que 267 − 1, un número de Mersenne de veintiocho cifras, no era un número primo,
sino el producto de dos números más pequeños. Nadie sabía aún cuáles. Cole necesitó
tres años de tardes dominicales para descomponer aquel número en los dos números
primos que lo forman.
No sólo el público de Cole apreció su trabajo en aquel lejano 1903. En el 2000,
un esotérico espectáculo off-Broadway titulado El teorema de las cinco muchachas
histéricas rindió homenaje a aquel cálculo haciendo que una de las muchachas
resolviera el problema de la factorización del número de Cole. Los números primos
son un tema recurrente en esta comedia teatral que narra el viaje al mar de una
familia matemática: el padre lamenta la inminente mayoría de edad de la hija pero no
porque será lo bastante mayor para irse con su enamorado sino porque 17 es un
número primo, mientras que 18 ¡es divisible entre otros cuatro números!
Hace más de dos mil años que los matemáticos griegos demostraron que todo
número entero puede escribirse como producto de números primos; desde entonces,
los matemáticos siguen sin encontrar un método rápido y eficiente para determinar
los números primos con los que se construyen los demás números. Lo que nos falta es
un equivalente matemático de la espectroscopia, que permite a los químicos

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establecer qué elementos de la tabla periódica forman parte de una sustancia
compuesta. El descubrimiento de algo análogo en matemáticas, capaz de
descomponer un número entero en los números primos que lo constituyen, daría a su
creador algo más que el simple aplauso académico.
En 1903 el cálculo de Cole se acogió como una interesante curiosidad
matemática: la larga ovación que recibió era un reconocimiento por el extraordinario
esfuerzo consumido en aquel cálculo, pero con toda seguridad, nadie pensaba que la
solución de aquel problema tuviera importancia intrínseca. Actualmente, la
factorización de los números —su descomposición en los números primos que los
forman— ha dejado de ser un pasatiempo para tardes de domingo y se ha situado en
el centro de las modernas técnicas de descifrado de códigos: los matemáticos han
ideado una forma de ligar el difícil problema de la factorización con los códigos que
protegen las finanzas de todo el mundo en Internet. En el caso de números de cien
cifras, el trabajo aparentemente inocente de determinar los factores primos es lo
suficientemente arduo como para persuadir a la banca y al comercio electrónico de
que confíen la seguridad de sus propias transacciones financieras a los tiempos
increíblemente largos que, hasta el momento, ello requiere. Mientras tanto, estos
nuevos códigos matemáticos se han usado para resolver un problema que obsesionaba
al mundo de la criptografía.

EL NACIMIENTO DE LA CRIPTOGRAFÍA EN INTERNET

Desde que fuimos capaces de comunicarnos, hemos tenido necesidad de enviar


mensajes secretos. Para impedir que informaciones importantes cayeran en manos
equivocadas, nuestros antepasados idearon sistemas cada vez más complejos con los
que enmascarar el contenido de un mensaje. Uno de los métodos más antiguos que se
usó para esconder mensajes fue ideado por el ejército de Esparta hace más de dos mil
quinientos años: el remitente y el destinatario de los mensajes poseían cada uno de
ellos una scitala, un delgado cilindro de madera de dimensiones perfectamente
idénticas. Para cifrar un mensaje, el remitente empezaba por enrollar en espiral una
delgada tira de pergamino alrededor de la scitala. A continuación escribía el mensaje
sobre el pergamino, a lo largo del cilindro. Una vez desenrollado el pergamino, el
texto del mensaje aparecía sin sentido. Volvía a adquirir su forma auténtica sólo
cuando el pergamino se enrollaba alrededor de la scitala gemela que poseía el
destinatario. Desde entonces, las generaciones sucesivas han inventado métodos
criptográficos cada vez más sofisticados. El último y más refinado ingenio mecánico
para el cifrado de mensajes fue Enigma, la máquina que usaron las fuerzas armadas
alemanas durante la Segunda Guerra Mundial.
Antes de 1977, quien quisiera enviar un mensaje secreto se encontraba con un
problema substancial: antes de transmitir el mensaje, remitente y destinatario tenían
que encontrarse para decidir qué cifra —qué sistema de codificación— adoptarían.

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Los generales espartanos, por ejemplo, necesitaban ponerse de acuerdo sobre las
dimensiones de la scitala. Incluso con la producción en serie de la máquina Enigma,
Berlín tenía que mandar agentes que hicieran llegar a los capitanes de los submarinos
y de las divisiones mecanizadas los libros con la descripción detallada de la puesta a
punto de las máquinas para codificar los mensajes diarios. Naturalmente, si el
enemigo hubiera conseguido esos libros, todo habría terminado.
Podemos imaginar las dificultades logísticas que surgirían si tuviéramos que usar
un sistema de criptografía de este estilo para comprar por Internet. Antes de que
pudiéramos mandar nuestras informaciones bancarias con seguridad, las empresas
que gestionan los sitios de Internet en los que pretendemos comprar nos tendrían que
enviar una carta protegida para explicarnos cómo codificar la información. Dado el
enorme tráfico de Internet, habría altísimas probabilidades de que muchas de aquellas
cartas terminaran por ser interceptadas. Se hacía imprescindible, en los inicios de la
era de las comunicaciones rápidas, desarrollar un sistema criptográfico adaptado a las
nuevas necesidades. Y de la misma manera que, durante la guerra, eran los
matemáticos de Bletchley Park quienes descifraron Enigma, serían los matemáticos
quienes crearían una nueva generación de códigos que ha hecho salir la criptografía
de las novelas de espionaje para introducirla en la aldea global. Estos códigos
matemáticos han favorecido el nacimiento de la que hoy se conoce con el nombre de
criptografía de clave pública.
Podemos pensar en la codificación y decodificación de un mensaje como la
apertura y el cierre de una puerta con una llave. En el caso de una puerta
convencional, se usa la misma llave para cerrarla y para abrirla. Análogamente, en el
caso de la máquina Enigma la configuración utilizada para cifrar un mensaje es
idéntica a la configuración usada para descifrarlo: la configuración —llamémosla la
clave— debe mantenerse en secreto; cuanto más lejos está el destinatario del
remitente, más difícil resulta desde el punto de vista logístico hacer entrega de la
clave utilizada para cifrar y descifrar el mensaje. Supongamos que el jefe de una
organización de espionaje desea recibir informes reservados de un cierto número de
agentes activos, pero no desea que ellos lean los informes que envían sus colegas: en
este caso no tendría más remedio que enviar una clave distinta a cada agente. Ahora
cambiemos «algunos agentes secretos» por millones de personas ansiosas de comprar
productos por Internet. Una operación de estas dimensiones, aun no siendo imposible
desde el punto de vista teórico, es una pesadilla logística: para empezar, un
comprador potencial que visitara el sitio web no podría cursar una orden
inmediatamente, sino que tendría que esperar a recibir una clave segura de
codificación. La World Wide Web, la red informática mundial, se transformaría en un
World Wide Wait: la espera informática mundial.
El sistema de la criptografía de clave pública es como una puerta con dos llaves
distintas: la llave A cierra la puerta pero es otra llave distinta, la B, la que la abre.
Inmediatamente desaparece la necesidad de mantener en secreto la llave A: la

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posesión de esta llave no compromete la seguridad. Imaginemos ahora que esta
puerta se encuentra en la entrada del área protegida de la página de Internet de una
empresa: la empresa puede distribuir libremente la clave A a cualquier visitante que
desee mandar un mensaje seguro, como por ejemplo el número de su tarjeta de
crédito; aunque todos estén usando la misma clave para codificar sus propios
mensajes —es decir, para cerrar la puerta y asegurar su información secreta— nadie
podrá leer el mensaje codificado por los demás. De hecho, cuando los datos han sido
codificados, sus autores no pueden leerlos, ni siquiera si aquellos son sus propios
datos: sólo la empresa que gestiona el sitio dispone de la clave B, que le permite abrir
la puerta y leer los números de la tarjeta de crédito.
La criptografía de clave pública se propuso por vez primera en 1976, en un
importante artículo científico escrito por dos matemáticos de la Universidad de
Stanford, en California: Whit Diffie y Martin Hellman. La pareja hizo nacer un
movimiento alternativo en el mundo de la criptografía, un movimiento que retaría al
monopolio de las agencias gubernamentales sobre la seguridad de los datos. Diffie,
en particular, era el arquetipo antisistema del joven melenudo de los años sesenta.
Tanto él como Hellman estaban profundamente convencidos de que la criptografía no
tenía que ser propiedad exclusiva del gobierno y que sus ideas tenían que ser
públicas, para beneficio de las personas. Bastante tiempo después se filtró la noticia
de que otro sistema criptográfico análogo había sido propuesto por algunas agencias
gubernamentales, pero en lugar de publicarse en una revista científica la propuesta se
había escondido en alguna parte con el sello de Top Secret.
El artículo del grupo de Stanford, titulado New Directions in Cryptography,
anunciaba una nueva era en el campo de la criptografía y de la seguridad electrónica.
El cifrado en clave pública, con su doble clave, parecía una gran innovación, al
menos en teoría; pero ¿era posible llevar a la práctica aquella teoría y crear un código
que funcionara según aquellos principios? Tras algunos años de intentos infructuosos,
algunos criptógrafos empezaban a dudar de la posibilidad de construir una clave de
ese tipo: temían que en el mundo real del espionaje aquella clave académica no
podría funcionar.

RSA, EL TRÍO DEL MIT

Ron Rivest, del Massachusetts Institute of Technology, fue uno de los muchos
que se inspiraron en el artículo de Diffie y Hellman. Rivest, en contraste con el estilo
rebelde de Diffie y de Hellman, es un hombre que respeta las convenciones: es una
persona reservada, habla en voz baja y reacciona con prudencia ante el mundo que lo
rodea. En la época en que leyó New Directions in Cryptography, ambicionaba entrar
a formar parte del establishment académico. Sus sueños estaban poblados de cátedras
universitarias y de teoremas, pero no de espías y de códigos secretos: no imaginaba ni
remotamente que la lectura de aquel artículo sería el principio de un viaje que lo

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llevaría a idear uno de los sistemas criptográficos más potentes y de mayor éxito
comercial jamás creados.
Rivest ingresó en el Departamento de Informática del MIT en 1974, después de
haber trabajado como investigador en la Universidad de Stanford y en París. Como
Turing, se interesaba por la interacción entre teoría abstracta y máquinas reales; en
Stanford había dedicado algún tiempo a construir robots inteligentes, pero ahora
dirigía su atención hacia los aspectos más teóricos de las ciencias informáticas.
En tiempos de Turing, la cuestión más importante en el ámbito del cálculo
matemático, inspirada por el segundo y el décimo problema de Hilbert, era la
existencia teórica de programas capaces de resolver ciertos tipos de problemas. Como
Turing había mostrado, ningún programa sería capaz de establecer cuáles de las
verdades matemáticas son demostrables. En los años setenta, otra cuestión teórica
hacía furor en los departamentos universitarios de ciencias informáticas. Supongamos
que existiera efectivamente un programa capaz de resolver un problema específico.
Se puede analizar cuánto tiempo empleará el programa en resolver el problema.
Obviamente, la cuestión adquiere una gran importancia si el programa está destinado
a funcionar en un ordenador de verdad. La cuestión requería un análisis muy teórico,
pero profundamente ligado con el mundo real. Y precisamente esta combinación de
teoría y práctica suponía un reto perfecto para Rivest: dejó sus robots en Stanford y se
trasladó al MIT para dedicarse a una disciplina en rápido crecimiento: la complejidad
computacional.
«Un día, un estudiante de doctorado me hizo llegar un artículo diciéndome:
“Quizá pueda interesarle”», recuerda Rivest. Se trataba del artículo de Diffie y
Hellman, y Rivest quedó inmediatamente fascinado por él. «Presentaba una visión
general de lo que es la criptografía y de lo que podría ser. Nos permitía hacernos una
idea». El reto que el artículo planteaba reunía todos los intereses de Rivest:
informática, lógica y matemáticas. Era un problema con implicaciones prácticas
evidentes para el mundo real, pero que al mismo tiempo se relacionaba directamente
con las cuestiones teóricas que tanto preocupaban a Rivest: «Lo que importa en
criptografía es distinguir entre los problemas fáciles y los problemas difíciles»,
explica Rivest. «Y la Informática se ocupaba precisamente de eso». Si se quería un
código difícil de descifrar, debía de construirse en base a un problema cuya solución
fuera difícil de calcular.
Para empezar sus intentos de construir un sistema de criptografía de clave
pública, Rivest propuso apropiarse de la riqueza de gran cantidad de problemas que,
como él bien sabía, habrían requerido mucho tiempo para ser resueltos por los
ordenadores. También necesitaba alguien con quien discutir sus ideas. En aquellos
años, el MIT empezaba ya a romper los esquemas de una universidad tradicional,
difuminando las fronteras entre departamentos con la esperanza de alentar las
relaciones interdisciplinarias. Rivest, que era un científico informático, contaba en su
misma planta con miembros del departamento de matemáticas; y los despachos

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vecinos del suyo también estaban ocupados por dos matemáticos: Leonard Adleman
y Adi Shamir.
Adleman era más sociable que Rivest, pero era un típico académico con ideas
locas y maravillosas sobre cosas que parecían no tener nada que ver con la realidad.
Adleman recuerda la mañana en que entró en el despacho de Rivest: «Ron estaba
sentado con aquel manuscrito: “¿Has visto esa historia de Stanford sobre
criptogramas, códigos secretos, sistemas de codificación… bla, bla, bla…?”. Mi
reacción fue: “Bueno, parece muy bonito Ron, pero yo vengo a hablar de cosas serias.
No me importa en absoluto”. Pero Ron estaba muy interesado».
Lo que le importaba a Adleman se interesaba por el mundo abstracto de Gauss y
de Euler: era descifrar el último teorema de Fermat, no dedicarse a un tema de moda
como la criptografía.
Rivest halló oídos más receptivos en otro despacho del mismo pasillo, el que
ocupaba Adi Shamir, un matemático israelí de visita en el MIT. Juntos, Shamir y
Rivest se pusieron a buscar una idea que pudiera usarse para traducir en algo real el
sueño de Diffie y Hellman. Aunque Adleman no tenía mucho interés por la cuestión,
resultaba difícil ignorar la obsesión de Rivest y Shamir por aquel problema: «Cada
vez que iba a sus despachos, estaban hablando de ello. La mayoría de los sistemas
que ideaban eran muy sencillos y, ya que estaba allí, intervenía en sus discusiones
para ver si lo que proponían aquel día tenía sentido».
Mientras exploraban el abanico de problemas matemáticos «duros», empezaron a
utilizar para sus sistemas criptográficos en estado embrionario un número cada vez
mayor de ideas extraídas de la teoría de los números; esto sí entraba en la esfera de
interés de Adleman: «Como se trataba de mi área de competencia, podía resultar más
útil en el análisis de sus sistemas, y eliminarlos casi todos». Pensó que por fin había
hallado la horma de su zapato cuando Rivest y Shamir propusieron un sistema que
parecía muy seguro, pero tras una noche de trabajo en la que repasó toda la teoría de
los números que conocía, consiguió hallar un modo de descifrar también aquel último
código. «La cosa duró mucho. Si iban a esquiar, hablaban del tema… Incluso en el
telecabina que nos llevaba a las pistas no dejaban de hablar de ello…».
El salto adelante tuvo lugar una noche, cuando los tres estaban invitados a cenar
en casa de un graduado que celebraba la primera noche de la Pascua judía. Adleman
[6]
era abstemio, pero recuerda que Rivest bebió de golpe el vino del Seder. Adleman
volvió a casa a medianoche, y poco más tarde sonó el teléfono: era Rivest. «He tenido
otra idea…». Adleman escuchó con atención. «Ron, creo que esta vez lo tenemos. Me
parece que esta es la idea buena». Durante algún tiempo habían considerado el difícil
problema de la factorización de los números: no existían proyectos interesantes de
programas capaces de descomponer los números enteros en los números primos que
los forman. Aquel problema tenía el sabor preciso. Bajo el efecto del vino ritual del
Seder, Rivest había comprendido la forma de traducirlo a su código. Recuerda: «A
primera vista daba muy buena impresión, pero sabíamos por experiencia que las

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cosas que al principio parecen convincentes pueden quedarse en nada; por ello lo
aparqué hasta la mañana siguiente».
Cuando Adleman llegó al departamento del MIT hacia media mañana del día
siguiente, Rivest lo saludó mostrándole el esbozo escrito a mano de un artículo que
tenía los nombres de Adleman, Rivest y Shamir en el encabezado. Mientras lo leía,
Adleman se dio cuenta de que contenía lo que Rivest le había comentado por teléfono
la noche anterior. «Le dije a Ron: “Quita mi nombre. Esto es cosa tuya”. Y
empezamos a pelearnos sobre la oportunidad de que mi nombre apareciera o no en el
artículo». Adleman aceptó reflexionar sobre ello. Entonces no creía que se tratara de
una cuestión importante, ya que se suponía que el artículo sería el menos leído de
todas sus publicaciones. Pero más tarde se acordó del sistema de criptografía que lo
había tenido despierto toda una noche. En aquella ocasión había evitado que Rivest y
Shamir hicieran un papelón publicando precipitadamente un código poco seguro.
«Por esto volví a hablar con Ron: “Ponme el tercero de la lista”. Así nacieron las
siglas RSA».
Rivest decidió que lo mejor que podían hacer era estudiar hasta qué punto era
difícil el problema de la factorización de los números: «El problema de la
factorización era una forma de arte oscura en aquellos tiempos. La literatura de
referencia era escasa. Era difícil obtener buenas estimaciones del tiempo que
emplearían los algoritmos existentes». Una persona que sabía del tema más que casi
cualquier otro era Martin Gardner, uno de los más grandes divulgadores de
matemáticas del mundo. Gardner sintió curiosidad por el método que Rivest proponía
y le pidió permiso para publicar un artículo dedicado a aquella idea en su sección fija
del Scientific American.
La reacción al artículo de Gardner convenció finalmente a Adleman de que
habían descubierto algo gordo:

Aquel verano entré en una librería de Berkeley. Un cliente y el hombre que


había tras el mostrador estaban discutiendo algo, y el cliente le dijo: «¿Ha
visto aquel artículo sobre criptografía del Scientific American?». Intervine:
«¡Eh!, yo participo en aquello». Y el tipo se vuelve hacia mí y me dice: «¿me
firma un autógrafo?». ¿Cuántas veces nos piden un autógrafo? Cero. Ea, de
qué se trata… ¡Me parece que aquí está pasando algo serio!

Gardner había escrito en su artículo que los tres matemáticos estaban dispuestos a
mandar una versión preliminar a todos los que les hicieran llegar un sobre
franqueado. «Cuando vuelvo al MIT encuentro miles, literalmente miles, de sobres de
éstos procedentes de todo el mundo, incluido uno del servicio de seguridad búlgaro, y
bla bla bla».
La gente empezó a decirles que se harían ricos. Incluso en los años setenta,
cuando el comercio electrónico era pura fantasía, la gente se dio cuenta de la

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potencialidad de aquellas ideas. Adleman pensaba que el dinero empezaría a fluir al
cabo de pocos meses, y corrió a comprar un deportivo rojo para celebrarlo: Bombieri
no era el único matemático que deseaba un deportivo como premio por sus éxitos.
Finalmente Adleman terminó por tener que pagar su coche a plazos, visto el
sueldo que cobraba en el MIT. Hizo falta un poco más de tiempo para que los servicios
de seguridad y el mundo de los negocios fueran completamente conscientes de la
fiabilidad y de la potencia del cifrado RSA. Mientras Adleman se iba de paseo con su
coche pensando aún en Fermat, Rivest ya empezaba a sintonizar con las
implicaciones de su propuesta para el mundo real:

Pensábamos que el proyecto podía tener implicaciones económicas. Por ello


pasamos por el despacho de patentes del MIT y luego buscamos alguna
empresa que pudiera interesarse en comercializar el producto. Pero en los
primeros años ochenta aún no existía un mercado. El interés era escaso en
aquella fase. El mundo todavía no estaba ligado por una gran red. La gente no
tenía un ordenador sobre la mesa de trabajo.

Los que sí se interesaron fueron, obviamente, los servicios de seguridad


gubernamentales: «Los servicios de seguridad empezaban a estar muy preocupados
por el desarrollo de toda aquella tecnología», explica Rivest. «Hacían lo que podían
para comprender si el sistema que proponíamos iba demasiado rápido». Parece que la
misma idea ya se había sugerido secretamente en los ambientes de los servicios de
inteligencia. Pero los servicios de seguridad tenían muchas dudas sobre la pertinencia
de poner la vida de sus agentes en manos de algunos matemáticos convencidos de la
dificultad de descomponer números. Ansgar Heuser, de los servicios de seguridad
alemanes, el BSI, recuerda que en los años ochenta ellos mismos consideraron la
posibilidad de usar en la práctica el sistema RSA. Preguntaron a los matemáticos si
Occidente era mejor que los rusos en teoría de los números. Cuando recibieron un
claro «no» por respuesta, desecharon la idea. Sin embargo, en el decenio siguiente el
RSA demostró su propio valor no sólo con relación a la protección de la vida de los
espías, sino también en el mundo público de los negocios.

UN TRUCO DE NAIPES CRIPTOGRAFICO

Hoy, el cifrado RSA salvaguarda gran parte de las transacciones que se realizan
por Internet. Lo extraordinario es que las matemáticas que hacen posible este sistema
de criptografía de clave pública se remonta a las calculadoras de reloj de Gauss y a un
teorema que demostró Pierre de Fermat, uno de los héroes de Adleman: el teorema
menor de Fermat.
La suma en calculadoras de reloj de Gauss es una operación que a todos nos es
familiar. La hacemos cuando calculamos el tiempo con un reloj normal de doce horas

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en su esfera. Sabemos que cuatro horas después de las nueve será la una. Este es el
principio de la adición sobre la calculadora de reloj: sumamos los números y
obtenemos el resto de dividir por doce el resultado. Para expresar este hecho,
utilizamos exactamente la misma notación que Gauss introdujo hace cerca de
doscientos años:

4 + 9 = 1 (módulo 12)

La multiplicación o la operación de elevar a la potencia de un número con una


calculadora de reloj de Gauss funcionan de manera similar: se calcula el resultado
con una calculadora convencional, se divide entre doce y se toma el resto de la
división.
Gauss había comprendido que no era necesario limitarse a los relojes con esferas
de doce horas. Incluso antes de que Gauss formulara explícitamente su concepto de la
aritmética del reloj, Fermat había hecho un descubrimiento fundamental, que recibió
el nombre de teorema menor, en el que se consideraba una calculadora de reloj con
un número primo de horas, llamado p. Si tomamos un número en esta calculadora y
lo elevamos a la potencia p, obtenemos siempre el número del que habíamos partido.
Por ejemplo, si en una calculadora de reloj de cinco horas multiplicamos 2 por sí
mismo 5 veces, obtenemos 32, al que corresponde de nuevo 2 en el reloj de 5 horas.
Cada vez que Fermat multiplicaba el resultado anterior por 2, la manecilla del reloj
parecía trazar un recorrido iterativo. Después de cinco pasos, la manecilla volvía al
punto de partida, dispuesta a repetir la secuencia.

Potencias de 2 21 22 23 24 25 26 27 28 29 210
Con calculadora
convencional
2 4 8 16 32 64 128 256 512 1.024
Con calculadora
de reloj de 5 horas
2 4 3 1 2 4 3 1 2 4

Si tomamos un reloj con esfera de trece horas y repetimos el procedimiento con


las potencias de 3, desde 31, 32,… hasta 313, obtenemos

3, 9, 1, 3, 9, 1, 3, 9, 1, 3, 9, 1, 3

Esta vez la manecilla no se detiene en todas las horas de la esfera del reloj, pero
así y todo se da una pauta iterativa que la lleva nuevamente sobre el 3 tras multiplicar
3 por sí mismo 13 veces. Parecía que, con independencia del valor elegido por
Fermat para el número primo p, tuviera lugar la misma magia: Fermat había
descubierto que, con la notación que Gauss utilizaba para la aritmética del reloj (o
aritmética modular), para cualquier número primo p y para cualquier valor x sobre el
reloj con esfera de p horas resultaba

xp = x (módulo p)

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El descubrimiento de Fermat es el tipo de cosas que hace latir con fuerza el
corazón de los matemáticos. ¿Qué se esconde en los números primos para producir
este tipo de magia? No contento con las observaciones experimentales, Fermat quería
encontrar una demostración del hecho de que cualquiera que fuera el número primo
de horas elegido para su reloj, los números primos nunca lo decepcionarían.
En lugar de utilizar los márgenes de un libro, esta vez Fermat declaró que había
encontrado una demostración en una carta escrita en 1640 a un amigo, Bernard
Frenicle de Bessy. Pero, como en el caso del último teorema, la demostración era
demasiado larga para escribirla extensamente en el espacio disponible: aunque
prometió que la enviaría a Bessy, Fermat nunca reveló al mundo la demostración.
Hubo que esperar otro siglo para que la demostración fuera redescubierta. En 1736,
Leonard Euler descubrió por qué en los relojes de números primos de Fermat la
manecilla volvía siempre al punto de partida cuando la hora se multiplicaba por sí
misma un número primo de veces. Euler también consiguió extender el
descubrimiento de Fermat a los relojes con N horas en la esfera donde es el producto
de dos números primos p y q. Euler descubrió que en un reloj así la pauta empezaría a
repetirse tras (p − 1) × (q − 1) + 1 pasos.
El descubrimiento de Fermat acerca de la magia de los relojes de números primos
y la generalización de Euler cruzaron como un relámpago por la mente de Rivest
mientras estaba sentado, pensando, aquella noche tras la cena del Seder. Rivest
comprendió que podía utilizar el teorema menor de Fermat como llave para construir
un código matemático capaz de hacer desaparecer el número de una tarjeta de crédito
para después hacerlo reaparecer mágicamente. Cifrar un número de tarjeta de crédito
recuerda el inicio de un truco de naipes; pero aquí no tenemos una baraja corriente: el
número de cartas de la baraja de Rivest es tan increíblemente enorme que requiere
más de cien cifras para ser escrito. El número de la tarjeta de crédito de un cliente es
una de las cartas de esa baraja. El cliente coloca su tarjeta de crédito en la parte
superior de la baraja. La página de Internet mezcla las cartas, de manera que la
ubicación de la tarjeta del cliente parece haberse perdido completamente: un hacker
tiene que afrontar la misión imposible de extraer aquella carta en particular de la
baraja mezclada. La página de Internet, sin embargo, conoce un truco ingenioso:
gracias al teorema menor de Fermat, es capaz de hacer reaparecer la carta en la parte
superior de la baraja tras barajar nuevamente. Esta segunda vez que se baraja es la
clave secreta, que sólo es conocida por la empresa a la que pertenece el sitio.
Las matemáticas que Rivest utilizó para idear este truco criptográfico es
realmente simple: la mezcla de las cartas se hace mediante un cálculo matemático;
cuando el cliente coloca una orden en el sitio, el ordenador toma su número de tarjeta
de crédito y hace un cálculo con él. Se trata de un cálculo muy fácil, pero casi
imposible de deshacer si no se conoce la clave secreta. Ello se debe a que el cálculo
no se hace con una calculadora convencional, sino con una de las calculadoras de
reloj de Gauss.

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Cuando un cliente coloca una orden en el sitio de una empresa, la empresa le dice
cuántas horas debe usar en la calculadora de reloj. Para elegir este número de horas,
la empresa toma dos grandes números primos, p y q, cada uno compuesto de
aproximadamente 6o cifras. Los multiplica para obtener un tercer número, por tanto,
el número de horas del reloj resultará enorme, hasta un máximo de 120 cifras. Cada
cliente utilizará el mismo reloj para cifrar su propio número de tarjeta de crédito.
Gracias a la seguridad de este código, la empresa puede utilizar el mismo reloj
durante meses antes de tener que considerar la pertinencia de cambiar el número de
horas de su esfera.
La selección del número de horas de la esfera de la calculadora de reloj de la
página de Internet es el primer paso en la elección de la clave pública. Aunque el
número N se haga público, los dos números primos p y q que lo componen son
secretos. Estos números son los dos ingredientes de la clave que se usa para
decodificar el número cifrado de la tarjeta de crédito.
A continuación, cada cliente recibe un segundo número: se llama número de
código y lo indicaremos por E. Este número es el mismo para todos y es público,
igual que el número N de horas que tiene la esfera de la calculadora de reloj. Para
cifrar su número de tarjeta de crédito C, el cliente lo eleva a la potencia E con la
calculadora de reloj pública de la página de Internet. (Podemos imaginar que E es el
número de cortes que un prestidigitador hace para esconder en la baraja la carta que
hemos elegido). El resultado, en la notación de Gauss, es CE (módulo N).
¿Qué es lo que hace más seguro este procedimiento? Al fin y al cabo, cualquier
hacker puede ver el número cifrado de la tarjeta de crédito mientras viaja por el
ciberespacio, y puede buscar la clave pública de la empresa, que consiste en la
calculadora de N horas y la instrucción de elevar a E el número de tarjeta de crédito.
Todo lo que el hacker tiene que hacer para descifrar este código es hallar un número
que, multiplicado E veces por sí mismo con la calculadora de reloj de N horas, dé el
número cifrado de la tarjeta de crédito. Pero esto es muy difícil. Una ulterior
complicación resulta de la forma de calcular las potencias con una calculadora de
reloj: en una calculadora convencional, el resultado de la operación aumenta
constantemente a cada nueva multiplicación del número de la tarjeta de crédito por sí
mismo. No sucede lo mismo con las calculadoras de reloj. En éstas, el punto de
partida se pierde de vista muy rápidamente, ya que las dimensiones del resultado no
tienen ninguna relación con la posición de partida. Tras barajar E veces, el hacker se
encuentra completamente perdido.
¿Y si el hacker intenta probar con cualquier posible hora en la calculadora de
reloj? No hay nada que hacer: hoy los criptógrafos utilizan relojes en los que N, el
número de horas, tiene más de cien cifras. En otras palabras, hay más horas en la
esfera de la calculadora que átomos en el universo. (En cambio, el número de código
E es, en general, más bien pequeño). Pero, si el problema es imposible de resolver,
¿cómo hace la empresa para recuperar el número de tarjeta de crédito del cliente?

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Rivest sabía que el teorema menor de Fermat garantizaba la existencia de un
número mágico de decodificación, D. Cuando la empresa que opera en Internet
multiplica el número cifrado de la tarjeta de crédito por sí mismo D veces, reaparece
el número original de la tarjeta de crédito. Los prestidigitadores utilizan la misma
idea para recuperar la carta escondida en una baraja. Tras un cierto número de cortes,
se tiene la impresión de que el orden de las cartas sea completamente aleatorio, pero
el prestidigitador sabe que algunos cortes más llevarán a la baraja a su estado
original. Por ejemplo, en el caso del llamado corte perfecto —en el que se divide la
baraja en dos partes iguales y a continuación se mezclan las dos mitades de forma que
se alternen cada carta de una mitad con una carta de la otra mitad—, hacen falta ocho
cortes para devolver a la baraja su configuración original. Naturalmente, la habilidad
del prestidigitador consiste en efectuar ocho cortes perfectos seguidos. Fermat había
descubierto un procedimiento análogo para los relojes, es decir, equivalente al
número de cortes perfectos que se necesitan para devolver la baraja de 52 naipes a la
configuración inicial. Y Rivest adaptó el truco de Fermat para decodificar los
mensajes cifrados con el sistema RSA.
Aunque la baraja haya sido mezclada por la página de Internet un número de
veces suficiente como para hacer imposible encontrar el número de nuestra tarjeta de
crédito, la empresa que gestiona el sitio sabe que barajándola otras D veces hará
reaparecer sobre la baraja nuestra tarjeta de crédito. Pero podremos hallar el valor de
D sólo si conocemos los números primos secretos p y q. Rivest utilizó la
generalización del teorema menor de Fermat que Euler había descubierto, que
funciona con calculadoras de reloj constituidas por dos números primos en lugar de
uno solo. Euler había demostrado que, en uno de estos relojes, la pauta se repite tras
cortes; por ello, la única manera de saber cuánto tendremos que esperar para que la
secuencia vuelva a empezar en un reloj con horas en su esfera es conocer los valores
de ambos números primos p y q.
En todo caso, aunque los dos números primos p y q se mantengan en secreto, su
producto es público; por tanto, la seguridad de la cifra RSA de Rivest se basa en la
dificultad de su factorización. Un hacker tendría que afrontar el mismo problema que
ocupó al profesor Cole a principios del siglo pasado: hallar los dos números primos
con los que se construye N.

SE ARROJA EL GUANTE DEL DESAFÍO RSA 129

Para convencer al mundo de los negocios de que el problema de la factorización


tenía un respetable abolengo, el trío del MIT acostumbraba a citar lo que uno de los
pesos pesados, Gauss, decía al respecto: «La dignidad misma de la ciencia parece
reclamar que se utilicen todos los medios posibles para hallar la solución a un
problema tan elegante y celebrado». Pero, a pesar de su reconocimiento de la

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importancia del problema de la factorización, Gauss no consiguió avanzar ningún
paso en el camino para solucionarlo. Y si Gauss lo había intentado sin éxito, no cabía
ninguna duda sobre las garantías de poner en manos de la cifra RSA la seguridad de
las empresas.
A pesar de la «aprobación» de Gauss al sistema RSA, el problema de la
factorización había sido relegado a los márgenes de las matemáticas hasta que el trío
del MIT lo tradujo a su cifra. Buena parte de los matemáticos mostraba muy poco
interés por el trabajito práctico de descomponer los números enteros. Aunque se
hubiera requerido un tiempo equivalente a la edad del universo para determinar los
números primos que forman los grandes números, ¿qué importancia teórica podía
tener este hecho? Sin embargo, con el descubrimiento de Rivest, Shamir y Adleman,
el problema de la factorización adquirió una importancia muy superior a la que había
tenido en tiempos de Cole.
¿Hasta qué punto es difícil descomponer un número en los primos que lo forman?
Cole no tenía acceso a los ordenadores electrónicos, y por ello necesitó muchos
domingos por la tarde para descubrir que 193.707.721 y 761.838.257.287 son los dos
números primos que, una vez multiplicados, dan el número de Mersenne 267 − 1.
Pero nosotros, armados con nuestros ordenadores, ¿no podemos simplemente
verificar un número primo tras otro hasta hallar uno que divida al número que
pretendemos factorizar? El problema es que factorizar un número de más de cien
cifras significa tener que verificar más números que la cantidad de partículas
existentes en el universo observable.
Con tal cantidad de números para verificar, Rivest, Shamir y Adleman se
sintieron lo bastante confiados como para lanzar un desafío: factorizar un número de
129 cifras que ellos mismos habían construido multiplicando dos números primos. El
número, junto con un mensaje cifrado, se publicó en el artículo de Martin Gardner en
Scientific American que llevó el código al centro de la atención mundial. Como aún
no eran los millonarios en los que se convertirían más adelante, los tres ofrecieron
sólo cien dólares como premio a quien descubriera los dos números primos usados
para construir aquel número enorme, bautizado como «RSA 129». En el artículo
estimaban que serían necesarios cuarenta cuatrillones de años para descomponer RSA
129. Poco después se dieron cuenta de que habían cometido un pequeño error
aritmético en su estimación del tiempo necesario. Sin embargo, dadas las técnicas de
factorización disponibles en aquella época, se necesitarían miles de años.
La cifra RSA parecía la realización del sueño de los constructores de códigos
secretos: un código absolutamente seguro. Con tantos números primos para verificar,
la confianza en la inexpugnabilidad del sistema parecía justificada. Pero también los
alemanes habían creído que Enigma era invencible, ya que sus configuraciones
posibles eran más numerosas que las estrellas del universo. Sin embargo, los
matemáticos de Bletchley Park habían mostrado que no siempre se puede recurrir a la

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propia confianza en los grandes números.
El guante del desafío de RSA 129 había sido arrojado. Siempre dispuestos a aceptar
un desafío, matemáticos de todo el mundo se pusieron manos a la obra. En los años
siguientes, estos matemáticos idearon sistemas cada vez más ingeniosos para
determinar los dos números primos secretos de Rivest, Shamir y Adleman. En lugar
de los cuarenta cuatrillones de años que había estimado el trío del MIT, finalmente los
números se determinaron en un tiempo irrisorio de diecisiete años. Este es un tiempo
suficiente como para que caduque una tarjeta de crédito codificada utilizando RSA 129;
sin embargo, plantea la cuestión de cuánto tiempo pasará antes de que aparezca un
matemático con ideas capaces de reducir los diecisiete años a diecisiete minutos.

LLEGAN NUEVOS TRUCOS

La interacción entre criptografía y matemática introdujo a los matemáticos


modernos en una nueva cultura, más próxima a las ciencias experimentales. Se
trataba de una cultura desconocida desde que el sistema académico alemán del siglo
XIX había tomado el testigo de manos de los matemáticos de la Francia
revolucionaria. Los matemáticos franceses habían considerado su disciplina como un
instrumento práctico, un medio para conseguir un objetivo, mientras que Wilhelm
von Humboldt consideraba la búsqueda del conocimiento como un fin en sí mismo.
Los teóricos que aún estaban embebidos de la tradición alemana no tardaron en
condenar el estudio de los métodos de factorización de los números, llegando a
compararlo con «un cerdo en un jardín de rosas», por usar las palabras de Hendrik
Lenstra. Frente a la búsqueda de demostraciones irrefutables, «ir a por primos» se vio
como una ocupación secundaria, de escaso relieve matemático. Pero cuando creció la
importancia comercial de la cifra RSA, se hizo imposible ignorar las implicaciones
prácticas que tendría el descubrimiento de un método eficiente para iluminar los
números primos que se esconden en el interior de los grandes números. Al cabo de
poco, cada vez más matemáticos se dejaron llevar por el reto de descomponer el RSA
129. El paso decisivo tuvo lugar no tanto como consecuencia del desarrollo de
ordenadores cada vez más veloces sino gracias a inesperados avances teóricos. Los
nuevos problemas que resultaron de estas incursiones en el descifrado de códigos
llevaron al desarrollo de una matemática profunda y compleja.
Uno de los matemáticos que sintieron la atracción por esta disciplina emergente
fue Carl Pomerance. Pomerance goza dividiendo su tiempo entre los pasillos
académicos de la Universidad de Georgia y el ambiente más comercial de los Bell
Laboratories de Murray Hill, en Nueva Jersey. Como buen matemático, nunca ha
perdido el placer adolescente de jugar con los números y de buscar nuevas relaciones
entre ellos. Pomerance atrajo la atención de Paul Erdös cuando el matemático
húngaro conoció un singular artículo suyo sobre las combinaciones numéricas de la

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puntuación del béisbol. Con el estímulo de una pregunta curiosa que se planteaba en
aquel artículo, Erdös se presentó a Pomerance en Georgia para plantear una
colaboración que terminaría por producir treinta publicaciones firmadas
conjuntamente.
La descomposición de los números había fascinado a Pomerance desde que se
había preguntado cómo factorizar el número 8.051 en un concurso matemático en la
escuela secundaria. Había un límite de tiempo de cinco minutos y en aquella época no
existían las calculadoras de bolsillo. A pesar de ser muy rápido con el cálculo
aritmético mental, Pomerance decidió empezar por buscar un camino rápido que lo
llevara a la solución sin tener que actuar sistemáticamente verificando uno a uno los
divisores posibles: «Dediqué un par de minutos a buscar un método ingenioso, pero
empecé a temer que estaba dedicando a ello demasiado tiempo. Entonces empecé con
retraso a hacer intentos de divisiones, pero había perdido demasiado tiempo y no
conseguí resolver el problema».
Aquel fracaso en la descomposición de 8.051 originó la caza de un método rápido
para factorizar los números que Pomerance nunca más abandonó. Finalmente
descubrió cuál era el truco que el profesor de la escuela había pensado. Antes de
1977, la manera más ingeniosa para descomponer un número pertenecía aún,
increíblemente, al hombre cuyo teorema menor había servido de catalizador para la
invención de la cifra RSA. El método de factorización de Fermat es la forma más
rápida de descomponer algunas categorías especiales de números por medio de
simples estructuras algebraicas.
Utilizando el método de Fermat, Pomerance necesitó unos pocos segundos para
descomponer 8.051 en 83 × 97. Fermat, que sentía una auténtica pasión por los
códigos secretos, con toda seguridad habría gozado al encontrar, tres siglos más tarde,
su obra en el corazón de la realización y del descifrado de códigos.
Cuando Pomerance conoció el reto de Rivest, Shamir y Adleman, comprendió
inmediatamente que la descomposición de aquel número de 129 cifras sería la manera
de exorcizar el recuerdo de su fracaso escolar. En los primeros años ochenta
repentinamente vio claro que existía un sistema para explotar el método de
factorización de Fermat. Aplicándolo a una multitud de calculadoras de reloj
distintas, el método podía proporcionar una potente máquina para la factorización;
pero ahora lo que estaba en juego ya no era una simple competición matemática de la
escuela superior: el nuevo descubrimiento, que se bautizó como criba cuadrática,
tenía implicaciones muy serias para el mundo emergente de la seguridad en Internet.
La criba cuadrática de Pomerance funciona en base al método de factorización de
Fermat, pero cambiando continuamente la calculadora de reloj que se usa para
intentar descomponer el número. El método es similar a la criba de Eratóstenes, la
técnica que inventó el bibliotecario alejandrino para determinar los números primos a
base de considerar un primo cada vez y borrar a continuación todos sus múltiplos. De
esta forma, haciendo pasar los números a través de cedazos con mallas de distintas

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dimensiones, los números que no son primos se eliminan sin necesidad de
examinarlos uno a uno. En el ataque de Pomerance, en lugar de usar cedazos con
mallas de dimensiones diversas se varía el número de horas de la esfera de la
calculadora de reloj. Los cálculos que se efectúan en cada calculadora de reloj
particular permitían a Pomerance disponer de informaciones cada vez más precisas
sobre posibles factores primos de un número; cuanto mayor fuera el número de
relojes que consiguiera usar, tanto más se acercaría a la descomposición de un
número en sus factores primos.
La verificación definitiva consistió en aplicar la idea al reto planteado por RSA 129.
Pero en los años ochenta aquel número estaba todavía muy lejos del alcance de la
máquina de Pomerance para la factorización. En los primeros noventa llegó una
ayuda en el marco de Internet. Dos matemáticos, Arjen Lenstra y Mark Manasse,
comprendieron que Internet sería un aliado precioso para la criba cuadrática en un
ataque a RSA 129. La belleza del método de Pomerance procedía del hecho de que la
carga de trabajo podía dividirse entre diversos ordenadores. Internet ya había sido
utilizado para hallar primos de Mersenne asignando trabajos diversos a diversos
ordenadores personales. Manasse y Lenstra comprendieron que ahora podían usar
Internet para un ataque coordinado a RSA 129: podían asignar a cada ordenador
distintos relojes con los que cribar los números primos. De pronto se pedía a Internet,
que en teoría estaba protegido por aquellos códigos, que contribuyera a superar el
reto planteado por RSA 129.
Lenstra y Manasse distribuyeron la criba cuadrática por Internet y reclutaron
voluntarios: en abril de 1994 llegó el anuncio de la capitulación de RSA 129. Gracias al
trabajo coordinado de varios centenares de ordenadores personales en veinticuatro
países, RSA 129 se descompuso tras ocho meses de tiempo máquina real, en el ámbito
de un proyecto dirigido por Derek Atkins del MIT, Michael Graff de la Iowa State
University, Paul Leyland de la Oxford University y Arjen Menstra. También
participaron en la investigación dos aparatos de fax: cuando no estaban ocupados
enviando o recibiendo mensajes, también contribuían a buscar los dos números
primos de 65 y 64 cifras. En el proyecto se usaron 524.339 calculadoras de reloj
distintas con un número primo de horas.
A finales de los noventa Rivest, Shamir y Adleman plantearon una serie de
nuevos retos. A finales del 2002, el menor de los números puestos sobre la mesa que
todavía resistía los intentos de descomposición era de 160 cifras. Las finanzas de los
tres habían mejorado mucho desde 1977, de manera que ahora podemos ganar diez
mil dólares si conseguimos descomponer uno de los números RSA que están
planteados como reto. Rivest se ha deshecho de los números primos que usaron para
construir estos números y, en consecuencia, nadie sabrá las respuestas hasta que sean
factorizados. Para el sistema de cifra RSA, diez mil dólares es un precio pequeño a
cambio de la oportunidad de mantenerse por delante del aguerrido grupo de

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descifradores de números que están en la lucha. Y, cada vez que se establece un
nuevo récord, a la RSA le basta con aconsejar a sus clientes un aumento en las
dimensiones de los números primos.
La criba cuadrática de Pomerance ha sido sustituida por un nuevo método de
descifrado llamado criba del campo numérico. Esta criba ha permitido la
descomposición del número RSA 155 en agosto de 1999. El resultado lo obtuvo una red
de matemáticos reunidos bajo el mesiánico nombre de Kabalah. RSA 155 ha supuesto
una ruptura psicológica importante: a mitad de los ochenta, cuando los servicios de
seguridad todavía dudaban sobre la conveniencia de adoptar el sistema RSA, este nivel
de complejidad se consideraba suficiente para garantizar la seguridad de los
ordenadores; como ha admitido Ansgar Heuser, del BSI, la agencia alemana para la
seguridad nacional, si se hubieran decidido a adoptar aquel estándar «nos habríamos
podido encontrar en el centro de un desastre». El 3 de diciembre del 2003 los
matemáticos anunciaron que también RSA 174 había sido factorizado. Hoy, el sistema
de seguridad RSA recomienda utilizar relojes con un número N de horas de al menos
230 cifras; pero las agencias gubernamentales como el BSI, que requieren un nivel de
seguridad capaz de garantizar una protección a largo plazo para sus propios agentes,
actualmente recomiendan el uso de relojes con más de 600 cifras.

CON LA CABEZA BAJO EL ALA

La criba del campo numérico aparece brevemente en la película de Hollywood


Los fisgones. Robert Redford está sentado escuchando a un joven matemático que
imparte una charla sobre la descomposición de números muy grandes: «La criba del
campo numérico es el mejor método disponible en la actualidad. Existe la interesante
posibilidad de un enfoque más elegante… Pero quizá —digo quizá— puede haber un
atajo…». Naturalmente, este joven prodigio de las matemáticas, interpretado por
Donal Logue, ha descubierto aquel método, «un avance de proporciones gaussianas»,
y lo ha colocado en una cajita que, como era de prever, acabará en manos del malo de
la película, interpretado por Ben Kingsley. La trama es tan descabellada que la
mayoría de los espectadores probablemente imaginan que cosas así no podrían
suceder nunca en el mundo real. Sin embargo, mientras desfilan los títulos finales
aparece: «Asesor matemático: Len Adleman». La A de RSA. Tal como admite el
propio Adleman, no podemos excluir la posibilidad de que tal escenario suceda.
Larry Lasker, que ha escrito Los fisgones, Despertares y Juegos de guerra, pidió a
Adleman que se asegurara de que la puesta en escena no tuviera errores matemáticos:
«Me gustaba Larry y me gustaba su deseo de verosimilitud, así que acepté. Larry me
ofreció dinero, pero le hice una contraoferta: escribiría la escena si mi mujer podía
conocer a Robert Redford».
¿Hasta qué punto están preparadas las empresas comerciales y los entes

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gubernamentales de seguridad para un avance tal en el ámbito teórico? Algunos más
que otros, pero en conjunto se esconde la cabeza debajo del ala. Si les planteamos la
pregunta, las respuestas que obtendremos son más bien preocupantes. A continuación
veremos algunos comentarios recogidos en el circuito criptográfico:

«Nosotros nos adaptamos a los estándares del gobierno, que es lo único que
nos preocupa».

«Si fracasamos, al menos habrá muchos otros que fracasarán con nosotros».

«La esperanza está en que ya estaré jubilado cuando tenga lugar un avance
matemático de este tipo y, por tanto, no será mi problema».

«Trabajamos basándonos en el principio de la esperanza: nadie cuenta con un


avance de tales proporciones en un futuro inmediato».

«Nadie puede ofrecer garantías. Simplemente, esperamos que no suceda».

Cuando tengo que hablar de seguridad en Internet con gente importante del
mundo económico, me gusta plantear mi propio pequeño reto sobre la cifra RSA:
apuesto una botella de champán a la primera persona que descubra los dos números
primos cuyo producto es 126.619. Las diversas reacciones que he observado al
proponer este reto en tres seminarios para directivos de bancos realizados en diversos
puntos del planeta me han permitido captar las diferencias de intereses culturales en
la actitud del mundo financiero respecto del problema de la seguridad. En Venecia, el
reto propuesto y las matemáticas en las que se basa los códigos atravesaron las
cabezas de los banqueros europeos sin dejar literalmente el menor rastro, y tuve que
recurrir a un cómplice infiltrado entre el público para proporcionar la solución. A
diferencia de los banqueros europeos, la mayoría de ellos con preparación
humanística, la comunidad financiera del Extremo Oriente tiene una preparación
científica bastante más consistente. Antes de que terminara mi conferencia en Bali,
un hombre se levantó, dijo cuáles eran los dos números primos y reclamó el
champán. Los presentes demostraron apreciar las matemáticas y su aplicación a los
negocios electrónicos mucho más que sus colegas europeos.
Pero la indicación más relevante me la proporcionó la presentación ante un
público de operadores estadounidenses. Aún no habían transcurrido ni quince
minutos de mi vuelta a la habitación del hotel después del final de mi conferencia
cuando recibí tres llamadas telefónicas con las soluciones correctas. Dos de los
directivos de banco estadounidenses se habían conectado a Internet, habían
descargado programas de descifrado y los habían utilizado para descomponer
126.619. El tercero fue poco explícito respecto al método que había utilizado, y tengo
fuertes sospechas de que había interceptado las llamadas de los otros dos.

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El mundo de los negocios ha puesto su confianza en métodos matemáticos que
muy pocos se han molestado en examinar directamente. No deja de ser cierto que la
amenaza inmediata para la seguridad de las transacciones diarias procede muy
probablemente de un administrador negligente, que deja información no cifrada en la
página de Internet: como cualquier sistema criptográfico, el RSA está expuesto a las
debilidades humanas. Durante la Segunda Guerra Mundial, los aliados se
aprovecharon de una caterva de errores de manual que cometieron los operadores
alemanes, errores que les ayudaron a descifrar Enigma. De la misma manera, la
seguridad del sistema RSA puede resultar minada por operadores que elijan números
demasiado fáciles de descomponer: si tiene intención de descifrar códigos, dedicarse
a la compra de ordenadores de segunda mano es probablemente mejor inversión que
inscribirse en el programa de doctorado de un departamento universitario de
matemáticas puras: la cantidad de información delicada que se suele dejar en
máquinas anticuadas es espantosa. Corromper a alguien que protege las claves
secretas sería mucho mejor para sus finanzas que patrocinar un equipo de
matemáticos para dedicarlos a la tarea de descomponer grandes números. Como hace
notar Bruce Scheiner en su libro Applied Cryptography: «es muchísimo más fácil
hallar puntos débiles en las personas que en los sistemas criptográficos».
En todo caso, estas grietas de seguridad, aunque graves para la empresa que las
sufre, no suponen ninguna amenaza para el tejido global de los negocios en Internet.
Es este aspecto lo que hace interesante la película Los fisgones: aunque las
probabilidades de que se produzca un avance importante en la descomposición de
números sean pequeñas, el riesgo está presente, y el resultado sería devastador a
escala global. Podría producirse una auténtica catástrofe para el mundo de los
negocios por Internet, y hacer caer todo el edificio del correo electrónico.
Creemos que la descomposición de grandes números es un problema
intrínsecamente difícil, pero no podemos demostrarlo: muchos directivos se librarían
de un gran peso si pudiéramos garantizarles la imposibilidad de encontrar un
programa rápido capaz de factorizar los números. Naturalmente, es difícil demostrar
que no existe nada así.
La descomposición de números es un trabajo complejo no por la particular
dificultad de las matemáticas que se utilizan, sino porque el pajar en donde han de
buscarse las dos agujas es gigantesco. Hay muchos otros problemas caracterizados
por un «pajar» análogo: por ejemplo, aunque cualquier mapa puede pintarse con
cuatro colores, ¿cómo establecer, dado un mapa particular, la posibilidad de pintarlo
con sólo tres? La única forma de saberlo parecería ser la muy laboriosa de repasar
todas las combinaciones posibles hasta que, con un poco de suerte, vayamos a parar a
un mapa que sólo requiera tres colores.
Uno de los «Problemas del Milenio» de Landon T. Clay, conocido como P versus
NP, plantea una cuestión interesante sobre este tipo de problemas: si la complejidad
de un problema como la factorización de números o la manera de colorear mapas

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deriva de las grandes dimensiones del pajar en el que hay que buscar, ¿es posible que
exista siempre un método eficiente de encontrar la aguja? La sensación es que la
respuesta al problema P versus NP tiene que ser «no»: hay problemas cuya
complejidad intrínseca no puede evitarse ni siquiera con la capacidad de penetración
de un Gauss moderno. Sin embargo, si la respuesta resultara ser «sí», entonces, como
afirma Rivest: «sería una catástrofe para la comunidad de los criptógrafos». La
mayoría de los sistemas criptográficos, incluido el RSA, tiene que ver con problemas
en los que están implicados grandes pajares. Una respuesta positiva a este problema
del milenio significaría que existe realmente un método rápido para descomponer los
números: ¡sólo nos faltaría encontrarlo!
Al fin y al cabo, la falta de interés del mundo de los negocios respecto de la
obsesión con la que nosotros los matemáticos perseguimos la construcción de nuestro
edificio sobre bases seguras al cien por cien no es tan sorprendente: la
descomposición de números es, desde hace milenios, una empresa difícil y, en
consecuencia, el mundo económico está satisfecho de poder construir su centro
comercial global en Internet sobre bases que están aseguradas al 99,99 por ciento. La
mayoría de los matemáticos están convencidos de que hay algo intrínsecamente
difícil en los procedimientos de cálculo necesarios para la factorización; pero nadie es
capaz de prever qué progresos nos traerán los próximos decenios. Después de todo,
hace unos veinte años RSA 129 parecía indestructible.
Una de las principales razones de la dificultad de factorización de los números es
la aleatoriedad de la distribución de los números primos. Dado que la hipótesis de
Riemann trata de determinar el origen de este comportamiento incontrolable de los
números primos, su demostración proporcionaría nuevas intuiciones. En 1900, al
describir la hipótesis de Riemann, Hilbert había subrayado que su solución abría la
posibilidad teórica de desvelar muchos otros secretos relativos a los números. Visto el
papel central de la hipótesis de Riemann para la comprensión de los números primos,
los matemáticos han empezado a plantear la hipótesis de que su demostración, en
caso de hallarse, podría producir nuevos métodos de factorización de los números.
Por esta razón, actualmente las empresas están empezando a vigilar el abstruso
mundo de la investigación sobre los números primos. Pero hay otra razón para que el
mundo económico se interese por la hipótesis de Riemann: antes de poder utilizar la
cifra RSA, las empresas que operan en Internet tienen que hallar dos números primos
de sesenta cifras. Si la hipótesis de Riemann es correcta, entonces existe un método
rápido para descubrir los números primos con los que construir los códigos RSA sobre
los que actualmente se basa la seguridad del comercio electrónico.

A LA CAZA DE LOS GRANDES NÚMEROS PRIMOS

Dado el ritmo creciente de desarrollo de Internet y la consiguiente demanda de

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números primos cada vez mayor, la demostración de Euclides sobre la infinitud del
conjunto de los números primos toma repentinamente una inesperada importancia
comercial. Pero, si los números primos forman un conjunto tan indisciplinado, ¿cómo
harán las empresas para encontrar estos grandes números primos? Ciertamente,
existen infinitos, pero a medida que vamos buscándolos cuesta cada vez más de
encontrarlos. Y si disminuyen a medida que avanzamos, ¿existen suficientes números
primos de unas sesenta cifras para que cualquiera en el mundo tenga dos con los que
construir su propia clave privada? Aun admitiendo que sean suficientes, quizá son
apenas suficientes, en cuyo caso hay elevadas probabilidades de que dos personas
elijan la misma pareja.
Afortunadamente, la naturaleza ha sido benévola con el mundo del comercio
electrónico: del teorema de Gauss sobre los números primos se deduce que la
cantidad de números primos de sesenta cifras vale aproximadamente 1060 dividido
por el logaritmo de 1060. Esto significa que existen suficientes números primos de
sesenta cifras como para que cada átomo de la Tierra tenga su propia pareja. Y no
sólo esto: las posibilidades de acertar la Primitiva son mucho mayores que las
probabilidades de que a dos átomos distintos les sea asignado el mismo par de
números primos.
Por ello, una vez establecido que hay suficientes números primos para todo el
mundo, ¿cómo podemos tener la certeza de que un número es primo? Como hemos
visto, hallar los números primos que forman un número no primo es ya muy difícil. Si
un número candidato es primo, ¿no será dos veces más difícil saberlo? Al fin y al
cabo, se trata de verificar que ningún número menor es uno de sus divisores.
En realidad, establecer si un número es primo no es la empresa ímproba que
podríamos imaginar: existe un método que permite verificar rápidamente si un
número no es primo, incluso si no somos capaces de determinar ni uno solo de los
números primos que lo forman. Por ello, veintisiete años antes de anunciar su cálculo,
Cole sabía, y con él el resto del mundo matemático, que el número que estaba
descomponiendo no era primo. Este método de comprobación no es de gran ayuda en
la predicción de la distribución de los números primos, el corazón de la hipótesis de
Riemann, pero al decirnos si un número concreto cualquiera es o no primo, nos da la
oportunidad de escuchar las notas individuales de la música, a pesar de no servirnos
para apreciar el conjunto de la melodía escondida en la hipótesis de Riemann.
En el origen de este test encontramos el teorema menor de Fermat, que Rivest
utilizó aquella noche en que descubrió la cifra RSA con la ayuda del vino del Seder.
Fermat había descubierto que si se introduce un número en una calculadora de reloj
con un número primo p de horas en su esfera, y a continuación se eleva a la p-ésima
potencia, se obtiene siempre el número de partida. Euler comprendió que el teorema
menor de Fermat podía ser utilizado para demostrar que un número no es primo: en
un reloj de seis horas, por ejemplo, multiplicar 2 por sí mismo seis veces lleva la
manecilla del reloj a las 4; si 6 fuera un número primo, tras el cálculo nos hubiéramos

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encontrado de nuevo en las 2. Por esto, el teorema menor de Fermat nos dice que 6 no
puede ser primo, o se trataría de un contraejemplo del teorema.
Si queremos decidir si un número p es primo, tomaremos una calculadora de reloj
con p horas en su esfera. Probaremos con diversas horas para ver si elevándolas a p
volvemos siempre al punto de partida. Si ello no sucede, podemos descartar el
número p con la seguridad de que no se trata de un número primo. Cada vez que
encontremos una hora que satisface el test de Fermat, por otra parte, no habremos
demostrado que p es primo pero aquella hora del reloj testificará, por decirlo así, a
favor de la primalidad de p.
¿Por qué razón es mucho mejor comprobar las horas en el reloj que verificar si
cada número menor que p es divisor suyo? La cuestión radica en que, si p falla el test
de Fermat, el error es realmente grande. De hecho, más de la mitad de los números
primos que están en la esfera del reloj no superan el test, convirtiéndose así en
testigos de la no primalidad de p. El hecho de que haya muchas formas de demostrar
que aquel número no es primo representa por ello un paso adelante de gran
importancia. En este sentido el método difiere mucho de la comprobación sistemática
de la divisibilidad de p, en la que se comprueba cada número para ver si es divisor de
p. Si, por ejemplo, p es producto de sólo dos números primos, entonces cuando se
aplica el test de divisibilidad son sólo aquellos dos números los que pueden demostrar
que p no es primo: ningún otro número supondrá una ayuda. Hay que apuntar muy
bien para que el test de divisibilidad funcione.
En una de sus numerosísimas colaboraciones, Erdös estimó, aunque no demostró
rigurosamente, que en caso de querer determinar si un número menor que 10150 es
primo, encontrar una sola hora en el reloj que supere el test de Fermat significa que la
probabilidad de que aquel número sea primo se reduce ya a 1 entre 1043. Paulo
Ribenboim, autor de The Book of Prime Number Records, subraya que usando este
test cualquier empresa que venda números primos podría colocar su producto de
manera realista con el eslogan: «satisfacción o reembolso», sin peligro de terminar en
la ruina.
A lo largo de los siglos, los matemáticos han perfeccionado el test de Fermat: en
los años ochenta del siglo pasado dos matemáticos, Gary Miller y Michael Rabin,
idearon finalmente una variante del test capaz de garantizar la primalidad de un
número tras pocas comprobaciones. Pero el test de Miller-Rabin viene acompañado
de una pequeña dificultad matemática: en el caso de números realmente grandes,
funciona sólo a condición de que la hipótesis de Riemann sea cierta. (Para ser más
precisos, es necesario que sea cierta una versión ligeramente generalizada de la
hipótesis de Riemann). De todo lo que sabemos que se esconde tras el monte
Riemann, ésta es probablemente una de las cosas más importantes: si se consigue
demostrar la hipótesis de Riemann y su generalización, entonces, además de
conseguir un millón de dólares, quedará demostrado con certeza que el test de Miller-
Rabin es un método rápido y eficiente de comprobar si un número es o no primo.

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En agosto del 2002, Manindra Agrawal, Neeraj Kayal y Nitin Saxena, tres
matemáticos indios del Instituto de Tecnología de Kanpur, idearon una alternativa al
test de Miller-Rabin. Se trata de un método ligeramente más lento, pero evita suponer
la validez de la hipótesis de Riemann. Para la comunidad de los matemáticos que
estudian los números primos este descubrimiento supuso una sorpresa: en las
veinticuatro horas siguientes al anuncio proveniente de Kanpur, treinta mil personas
de todos los rincones del mundo —y, entre ellos, Carl Pomerance— descargaron el
artículo de la red. El test era lo bastante simple como para permitir a Pomerance
presentar los detalles a sus colegas en un seminario que tuvo lugar la misma tarde.
Definió el nuevo método como «maravillosamente elegante». El espíritu de
Ramanujan late todavía en la India, y estos tres matemáticos no han temido retar a la
opinión dominante sobre la manera de comprobar la primalidad de un número. Su
historia alimenta la esperanza de que un día pueda aparecer un matemático
desconocido con la idea que resolverá finalmente la hipótesis de Riemann, el
problema más importante relacionado con los números primos.
La naturaleza es increíblemente benévola con la comunidad de los criptógrafos:
les ha regalado un método rápido y simple para producir los números primos con los
que construir la criptografía por Internet, y mientras tanto ha apartado de la vista de
cualquiera un método rápido para descomponer los números en los primos que los
forman. Pero ¿durante cuánto tiempo la naturaleza estará de parte de los criptógrafos?

UN FUTURO BRILLANTE, UN FUTURO ELÍPTICO

La aplicación de la teoría de los números primos a un problema tan fundamental


para el mundo de los negocios ha aumentado notablemente el prestigio social de las
matemáticas: cuando alguien pone en duda la utilidad de un área de investigación tan
esotérica como la teoría de los números, el hacer notar el papel de los números
primos en la cifra RSA se ha convertido en una forma eficaz de refutar la acusación.
En el discurso titulado «La importancia de las matemáticas», pronunciado con
ocasión del anuncio de los premios Clay para los Problemas del Milenio, Timothy
Gowers, poseedor de una medalla Fields, ha utilizado precisamente este ejemplo para
justificar la utilidad de las matemáticas.
En los días anteriores a esta nueva criptografía, la mayoría de los matemáticos
habría tenido grandes dificultades para imaginar una aplicación de las matemáticas
abstractas con un perfil tan alto y que, además, fuera capaz de atraer la atención
inmediata de la gente. Todo ello ha supuesto una fractura positiva y oportuna para la
disciplina. Podemos tener la certeza casi absoluta de que cualquier solicitud de
financiación para una investigación en el campo de la teoría de los números tendrá,
en alguna parte, la efectiva frase: «y podrían también derivarse aplicaciones
criptográficas». Para ser honestos, las matemáticas que están en la base del sistema

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criptográfico RSA no son muy profundas. La mayor parte de los matemáticos ni
siquiera compararía la solución de los problemas de la factorización de números con
la perspectiva de posible solución de misterios de largo alcance como la hipótesis de
Riemann.
Aunque la solución de la hipótesis de Riemann y del problema P versus NP
puedan tener consecuencias para la cifra RSA, ha sido otro de los Problemas del
Milenio el que ha estado a punto de causar una catástrofe en el mundo de los
negocios electrónicos: a principios de 1999 empezó a correr rápidamente la voz de
que una cosa extraña llamada conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer, un problema
relativo a unas entidades extrañas llamadas curvas elípticas, podría revelar el talón de
Aquiles de la seguridad en Internet.
En enero de aquel año apareció en primera página del Times un artículo titulado:
«Una adolescente descifra los códigos del correo electrónico». La hazaña había
permitido a Sarah Flannery, una jovencita irlandesa, obtener el primer premio en una
competición científica, pero prometía riquezas mucho más sólidas. Aparecía en una
fotografía, ante una pizarra abarrotada de complejos cálculos matemáticos. El pie de
la foto explicaba: «Sarah Flannery, 16 años, ha desconcertado a los jueces con su
dominio de la criptografía. Han definido su trabajo como brillante». Dada la
dependencia de Internet de los códigos de correo electrónico, el artículo pretendía
atraer la atención de los medios y del público. Una lectura más profunda revelaba que
el «descifrado» al que se refería el título no era un nuevo ataque a la seguridad de la
cifra RSA, sino a la solución de un problema práctico relacionado con su aplicación.
Para cifrar y descifrar un número de tarjeta de crédito usando el sistema RSA, se
multiplica el número por sí mismo muchas veces con una calculadora de reloj cuyo
número de horas está formado por algunos centenares de cifras. Un ordenador emplea
un tiempo más bien largo para hacer cálculos con números tan grandes. En la mayoría
de los casos las páginas de Internet piden, además del número de la tarjeta de crédito,
algunos otros datos, y utilizan la cifra RSA para elegir la clave privada que utilizarán
el ordenador y la página de Internet para codificar todos los datos. Las claves
privadas, compartidas entre quien envía los datos y quien los recibe, permiten una
codificación mucho más rápida que las claves públicas RSA.
Si usted está comprando por Internet desde la tranquilidad de su casa, utilizando
un ordenador personal dotado de una gran memoria y de un microprocesador rápido,
ni siquiera notará el tiempo que dedica para cifrar su número de tarjeta de crédito.
Cada vez con mayor frecuencia, sin embargo, no sólo accedemos a Internet desde
casa: también se puede navegar por Internet con teléfonos móviles, agendas
electrónicas y otros aparatos portátiles que aparecerán en los próximos años. La
llamada tecnología 3G (de tercera generación) proporciona a estos aparatos los
elementos necesarios para comunicarse en la red. Pero, llegado el momento de
codificar un número de tarjeta de crédito con una agenda electrónica tras una mañana
de compras por Internet, la potencia del pequeño portátil se utilizará hasta el extremo.

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Los teléfonos móviles y las agendas electrónicas no están pensados para ejecutar
cálculos tan grandes: disponen de mucha menos memoria y microprocesadores
mucho más lentos que el ordenador que tenemos sobre la mesa. Y no sólo esto: la
banda de frecuencias que utilizan los teléfonos móviles para transmitir información es
mucho más estrecha que la disponible al enviar datos a través de la línea telefónica o
el cable de fibra óptica. Por tanto, es importante minimizar la cantidad de datos a
transmitir. Los números cada vez mayores que necesita la cifra RSA para afrontar los
ordenadores cada vez más rápidos que se utilizan para descifrar los códigos la hacen
poco apta para los aparatos portátiles.
Durante algún tiempo, los criptógrafos buscaron un nuevo sistema de cifrado de
clave pública que garantizara toda la seguridad y capacidad del RSA, pero que fuera
menor y más veloz. En 1999, el Times y otros medios de comunicación ingleses se
lanzaron como halcones sobre la noticia del posible descubrimiento de un sistema de
este tipo por la jovencísima Sarah Flannery. Hay que decir en su favor que Sarah
nunca afirmó que su código fuera seguro: la seguridad de un sistema criptográfico
sólo puede demostrarse con tiempo y comprobaciones, dos cosas que los medios de
comunicación no aprecian en demasía. En definitiva, precisamente lo que había
permitido que el código fuera más rápido es lo que había hecho aumentar su
vulnerabilidad.
Existe un rival del RSA que está empezando a responder a los desafíos que plantea
el mundo del llamado m-comercio, de las comunicaciones móviles, sin hilos. Tras
estos nuevos códigos no hay números primos sino otras entidades mucho más
exóticas: las curvas elípticas. Estas curvas se definen mediante ecuaciones de un tipo
especial, y han sido fundamentales para la demostración del último teorema de
Fermat por parte de Andrew Wiles. Las curvas elípticas ya se habían abierto camino
en el mundo de la criptografía como parte de un nuevo método para factorizar
rápidamente los números. Parece como si existiera una regla no escrita en base a la
cual los descifradores que consiguen violar un sistema de cifra resarcen a los
criptógrafos proporcionándoles de manera involuntaria un código aún más seguro.
Neal Koblitz, de la Universidad del Estado de Washington en Seattle, estaba
estudiando un método para descifrar los códigos basados en números primos cuando
intuyó que las curvas elípticas podían ser también útiles para producir códigos.
Koblitz propuso su idea de una criptografía basada en las curvas elípticas a mitades
de los años ochenta. Simultáneamente, también Victor Miller del Ramapo College de
New Jersey, descubrió cómo elaborar códigos utilizando curvas elípticas. Aunque
resultan más complicados que la cifra RSA, los códigos basados en las curvas elípticas
no necesitan claves numéricas enormes, lo que las hace perfectas para el comercio
móvil.
A pesar de que Koblitz ha sido captado por el mundo de los negocios para la
creación de su propio sistema criptográfico adaptado a los aparatos móviles, su
corazón sigue siendo fiel al mundo de la pura teoría de los números al estilo de

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Hardy. Koblitz, que es uno de los veteranos del mundo de la teoría de los números,
conserva el entusiasmo por las matemáticas que tenía en su juventud, un entusiasmo
que se desencadenó como consecuencia de una serie de hechos fortuitos:

Cuando tenía seis años, mi familia vivió un año en Baroda, en la India: allí los
niveles de enseñanza de las matemáticas eran mucho más altos que en las
escuelas estadounidenses. Al año siguiente, cuando regresé a los Estados
Unidos, iba tan adelantado con respecto a mis compañeros de clase que mis
profesores cometieron el error de creer que tenía una predisposición especial
por las matemáticas. Igual que tantas otras ideas equivocadas que los
profesores se meten en la cabeza, este tipo de convicción termina por
convertirse en una profecía que se retroalimenta: como consecuencia de todos
los ánimos que recibí tras volver de mi viaje a la India, tomé el camino que
terminaría por convertirme en un matemático.

El año que el pequeño Koblitz pasó en la India no sólo contribuyó a su desarrollo


matemático: también fue el origen de una profunda toma de conciencia de las
injusticias sociales en el mundo. Ya adulto, Koblitz ha participado en misiones en
Vietnam y en América Central. Uno de sus muchos libros sobre teoría de los números
y criptografía está dedicado «a la memoria de los estudiantes de Vietnam, de
Nicaragua y del Salvador que han perdido la vida en la lucha contra la agresión de los
Estados Unidos». Los beneficios de la venta del libro se usan para proporcionar libros
a las poblaciones de esos tres países.
En su país, Koblitz soporta mal el control sofocante de la Agencia para la
Seguridad Nacional (NSA) sobre el área de las matemáticas que lo ocupa.
Actualmente, antes de publicar cierto tipo de investigación en el campo de la teoría
de los números, hace falta obtener la autorización de la NSA, aunque los textos vayan
destinados a las más oscuras revistas. Gracias a las innovadoras ideas de Koblitz, las
curvas elípticas se han colocado junto a los números primos en la «lista de las
investigaciones sometidas a restricción» que las autoridades desean mantener bajo
control.
Rivest, Shamir y Adleman habían utilizado las calculadoras de reloj de Gauss
para codificar los números de las tarjetas de crédito. Ahora Koblitz proponía hacer
desaparecer las huellas de las tarjetas de crédito en algún punto de estas extrañas
curvas: en lugar de multiplicar las horas de un reloj, Koblitz pretendía sacar provecho
de una extraña multiplicación que podía definirse sobre puntos de las curvas elípticas.

LOS PLACERES DE LA POESÍA CALDEA

Desde el primer momento, el trío de la RSA se sintió amenazado por la llegada


inesperada del nuevo código. Era un desafío a su monopolio sobre la criptografía en

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Internet. Su preocupación llegó al máximo en 1997, cuando decidieron abrir una
página de Internet llamada ECC Central. Ahí podían encontrarse citas de
matemáticos y criptógrafos eminentes que planteaban dudas sobre la presunta
seguridad de las curvas elípticas. Algunos mantenían que la factorización de los
números tenía una tradición mucho más larga, una tradición que se remontaba a los
tiempos de Gauss, y si ni siquiera Gauss había conseguido resolverla, entonces la
seguridad de los que adoptaran la cifra RSA estaba garantizada. Otros argumentaban
que la estructura de las curvas elípticas era lo bastante rica como para permitir que los
hackers establecieran una cabeza de puente desde donde preparar su ataque: se
trataba de una criptografía demasiado nueva como para que los matemáticos
pudiéramos decir si nuestro conocimiento de las curvas elípticas sería suficiente para
descifrar un código con claves de dimensiones tan pequeñas. Al fin y al cabo, el
código de Sarah Flannery había resistido sólo seis meses de comprobaciones.
El equipo de RSA subrayaba también que, cuando se habla con banqueros sobre lo
que se encuentra en la base de la seguridad de sus transacciones de miles de millones
de dólares, explicar el problema de la factorización de los números no es tan difícil.
Pero si empezamos a escribir y2 = x3 + …, sus ojos no tardan en entornarse. La
Certicom, la más importante de las empresas que propone la criptografía de curvas
elípticas, replica a esta crítica manteniendo que antes de terminar los cursos que se
han impartido en la propia empresa sobre seguridad financiera, los funcionarios de
banca se divertían jugando con los puntos de las curvas elípticas. Pero lo que más
molestó a los defensores de las curvas elípticas fue un comentario de Ron Rivest, la
«R» de RSA: «Intentar evaluar la seguridad de un sistema de cifrado basado en las
curvas elípticas es algo así como intentar evaluar una poesía caldea recién
descubierta».
Neal Koblitz estaba impartiendo un curso sobre curvas elípticas en Berkeley
cuando abrió sus puertas el sitio ECC Central; como nunca había oído hablar de
poesía caldea, Koblitz corrió a informarse en la biblioteca de la universidad. Allí
descubrió que los caldeos eran un antiguo pueblo semítico que había dominado el sur
de Babilonia entre el 625 y el 539 a. C.: «Su poesía era realmente fantástica», explica.
Por tanto, se hizo dibujar camisetas decoradas con la imagen de una curva elíptica y
la inscripción: «Me encanta la poesía caldea», y las regaló a sus alumnos.
De momento, la cifra a base de curvas elípticas ha soportado la prueba del tiempo
y ha hallado su plena legitimación entrando a formar parte de los estándares
gubernamentales. Actualmente, el nuevo sistema criptográfico se utiliza sin
dificultades en los teléfonos móviles, en las agendas y en las tarjetas electrónicas. Su
número de tarjeta de crédito es transportado a gran velocidad a lo largo de estas
curvas elípticas borrando sus huellas durante el trayecto. Aunque en un principio
estaba destinada a aparatos portátiles, la criptografía de curvas elípticas se está
convirtiendo en el método preferido para la protección de la información, incluso en
sistemas mayores: el citado BSI, la agencia alemana de seguridad, admite hoy

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abiertamente que la vida de sus agentes está confiada a la seguridad de las curvas
elípticas. Incluso pronto nuestras propias vidas estarán en manos de estas curvas cada
vez que volemos: las curvas elípticas están destinadas a proteger la seguridad de los
sistemas de control del tráfico aéreo de todo el mundo. Después de estos éxitos, los
responsables del RSA han decidido cerrar el sitio ECC Central y ahora dirigen sus
propias investigaciones al objetivo de adaptar la cifra de las curvas elípticas a su
sistema RSA.
Sin embargo, durante el verano de 1998, los temores de que la estructura
suplementaria de las curvas elípticas pudiera causar su ruina criptográfica empezaron
a obsesionar a quienes habían invertido en la seguridad que prometían. Sólo unos
pocos meses antes, Neal Koblitz había afirmado que la conjetura de Birch-
Swinnerton-Dyer, uno de los principales problemas abiertos relacionados con las
curvas elípticas, nunca podría tener consecuencias para el uso de las curvas elípticas
en criptografía. Pero, de la misma forma en que la predicción de Hardy afirmaba que
la teoría de los números nunca sería útil, también la de Koblitz produjo el efecto
contrario. Podría ser que la propia afirmación provocadora de Koblitz indujera a
Joseph Silverman, de la Universidad de Brown, a proponer un ataque sobre la base de
la presunta validez de la conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer.
La conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer es uno de los siete «Problemas del
milenio»: propone un modo de determinar si la ecuación asociada a una curva elíptica
posee un número finito de soluciones. En 1960 dos matemáticos ingleses, Bryan
Birch y sir Peter Swinnerton-Dyer, plantearon la hipótesis de que la respuesta podría
esconderse en un paisaje imaginario como el que había descubierto Riemann. Gracias
a su conjetura, los nombres de Birch y de Swinnerton-Dyer están íntimamente
ligados, al menos para los matemáticos, a los de Laurel y Hardy, a pesar de que
muchos creen erróneamente que tras la conjetura se esconden tres matemáticos:
Birch, Swinnerton y Dyer. Birch, con sus maneras torpes, toma el papel de Stan
Laurel frente a un más austero Oliver Hardy, representado por Swinnerton-Dyer.
Riemann había descubierto el pasadizo que conducía desde los números primos
hasta el paisaje zeta. Otro matemático de Gotinga, Helmut Hasse, planteó la hipótesis
de que cada curva elíptica podría tener su propio espacio imaginario. Hasse es una
figura muy discutida en la Historia de las matemáticas alemanas: los nazis le
encargaron la gestión del Departamento de Matemáticas de Gotinga en el período en
que Hitler lo desmanteló. Las simpatías nazis de Hasse, unidas a sus capacidades
matemáticas, lo convertían en el candidato ideal a ojos de las autoridades y a los de
los matemáticos alemanes que deseaban preservar la tradición de Gotinga.
Dentro de la comunidad matemática se dan sentimientos muy confusos en
relación con Hasse. Pocos le perdonan sus opciones políticas. Incluso escribió en
1937 a las autoridades pidiendo que uno de sus antepasados judíos fuera borrado del
registro civil para que él pudiera inscribirse en el partido. Carl Ludwig Siegel
recuerda que, a su regreso de un viaje en 1938, se encontró con él: «¡Hasse, que por

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vez primera se había vestido con sus enseñas nazis! Para mí resultaba incomprensible
que un hombre inteligente y concienzudo pudiera hacer una cosa así». Más que sus
opciones políticas, la intuición matemática de Hasse resultó ser mucho más íntegra.
Su nombre se ha hecho inmortal por las funciones zeta de Hasse. Estas funciones
permiten construir los paisajes que guardan los secretos para la determinación de la
soluciones de las ecuaciones de curvas elípticas.
Así como Riemann había conseguido mostrar la manera de construir la totalidad
del paisaje que cubre el mapa de los números imaginarios, Hasse no pudo hacer lo
mismo con los espacios elípticos. Para cada curva elíptica era capaz de construir una
parte del paisaje asociado, pero llegado a cierto punto se encontraba con una
monstruosa cadena montañosa que seguía la dirección norte-sur, y no disponía de
técnicas para sobrepasarla. En realidad fue la solución de Wiles al último teorema de
Fermat la que mostró finalmente cómo cruzar aquella frontera y construir el mapa de
la parte restante del paisaje.
Sin embargo, cuando aún no sabíamos ni siquiera si más allá de aquella cadena
había o no un paisaje, Birch y Swinnerton-Dyer ya se planteaban conjeturas sobre lo
que nos podría desvelar aquel paisaje hipotético. Predijeron que en cada paisaje debía
haber un punto que escondía un secreto relativo a la curva elíptica usada para
construir aquel paisaje particular: aquel punto permitiría establecer si la curva elíptica
asociada tenía o no un número infinito de soluciones. El truco para establecerlo
consistía en medir la altitud del paisaje respecto del número 1 del mapa de los
números imaginarios. Si en aquel punto el paisaje estaba a nivel del mar, entonces la
curva elíptica tendría infinitas soluciones fraccionarias. Por el contrario, si el paisaje
en aquel punto no estaba al nivel del mar, entonces habría un número finito de
soluciones fraccionarias. Si la conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer es cierta, y este
punto esconde verdaderamente el secreto para encontrar las soluciones sobre la curva
elíptica correspondiente, entonces estamos ante otro ejemplo notable del poder de
estos paisajes imaginarios.
Aunque Birch y Swinnerton-Dyer tenían motivaciones teóricas, su conjetura era
sobre todo el resultado de experimentos realizados sobre algunas curvas elípticas
particulares. Birch recuerda el momento de repentina iluminación en que cada cosa se
puso en su lugar como por arte de magia; estaba jugueteando con los números que
aparecían en sus cálculos: «Sucedió mientras me alojaba en un encantador hotel de la
Selva Negra, en Alemania. Estaba colocando sobre una gráfica los números que
obtenía, y me encontré con docenas de puntos situados sobre cuatro redes paralelas…
¡Maravilloso!». Aquellas cuatro líneas paralelas indicaban la existencia de un fuerte
nexo que obligaba a los puntos a alinearse. «A partir de aquel momento tuve
absolutamente claro que allí había algo. Contacté con Peter y le dije: “¡Oh, mira
esto!”. Y, como si yo hubiera perdido algo que Birch había encontrado, Peter
respondió: “¡Ya te lo decía yo!”, como hace siempre».
Desde que se propuso, en los años sesenta, se han hecho avances significativos en

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relación con la conjetura. Tanto Wiles como Zagier han planteado contribuciones
relevantes, pero el camino que queda por recorrer es aún largo. Para confirmar su
importancia, la conjetura ha pasado a formar parte de los siete Problemas del Milenio.
Es el único de estos problemas sobre el que se producen avances continuos hacia la
solución. Birch, sin embargo, opina que deberá pasar aún mucho tiempo antes de que
alguien pueda reclamar el premio de Clay. Pero la conjetura de Birch-Swinnerton-
Dyer se ha convertido en la clave para acceder, no al millón de dólares apostado por
Clay, sino a los muchos millones de dólares que dependen de la seguridad de los
códigos de Internet.
Los códigos construidos sobre curvas elípticas basan su fiabilidad en la dificultad
de hallar las soluciones a ciertos problemas aritméticos. Joseph Silverman vio que el
método heurístico de la conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer podría proporcionarle
una manera de dar la vuelta al problema criptográfico de modo que se obtuvieran
indicaciones sobre dónde buscar las soluciones. Ciertamente, se trataba de un
planteamiento arriesgado, y él mismo reconoce que dudaba de la eficacia de su
estrategia de ataque. Pero ningún experto podía descartar la posibilidad de que
apareciera uno de aquellos algoritmos rápidos que intentan cazar los hackers.
Silverman habría podido hacer público el ataque que intentaba contra la cifra de
las curvas elípticas; los medios de comunicación se hubieran vuelto locos; la RSA
hubiera saltado de gozo; las acciones de Certicom se hubieran hundido; y las curvas
elípticas nunca más se habrían recuperado de la imagen de falta de confianza que
habría generado aquel ataque, aunque hubiera fracasado. Pero Silverman decidió
seguir una línea de comportamiento más académica. Envió por correo electrónico a
Koblitz un esquema de su trabajo, tres semanas antes de la conferencia en la que tenía
que presentar un artículo sobre el tema.
Koblitz tenía que volar a Waterloo, en Canadá, donde se encuentra la sede de la
Certicom, a finales de la semana. Los directivos de la empresa le estaban mandando
fax urgentes: esperaban la aparición de una solución temporal o una explicación de
por qué el ataque estaba condenado al fracaso. «Al principio no conseguí encontrar
ninguna razón para que no funcionara el proyecto de Silverman». Cuando tiene que
tomar un avión, Koblitz se levanta temprano, y ese día sabía que debía encontrar
alguna idea que tranquilizara a sus amigos de Waterloo. Antes de subir al avión
estaba ya convencido de que, si el ataque de Silverman tenía éxito, podría utilizarse
también para atacar la cifra RSA. Por tanto, si ellos se hundían, la RSA se hundiría con
ellos.
«Fue un momento terrorífico —recuerda Koblitz—. Mandé un correo electrónico
a Silverman para decirle que es en momentos así cuando uno se alegra de ser un
matemático y no un hombre de negocios: empiezas a ser consciente de que la vida es
mucho más excitante que las películas». Pero probablemente a Silverman no debía
preocuparle mucho la idea de que también cayera la RSA. De hecho formaba parte de
un equipo dedicado al desarrollo de un nuevo sistema de cifra conocido por sus siglas

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NTRU. Las personas implicadas en el proyecto son reacias a desvelar el significado de
NTRU, pero la opinión general es que las siglas correspondan a Number Theorists «R»
Us: «Nosotros somos los teóricos de los números». A diferencia de los demás
códigos, el de la compañía habría sido inmune al ataque de Silverman: un giro
interesante para las acciones de NTRU.
Al cabo de dos semanas, Koblitz había identificado elementos suficientes de la
estructura especial de las curvas elípticas como para demostrar que el proyecto de
Silverman era aún irrealizable desde el punto de vista computacional. La cifra de
curvas elípticas se salvó por un detalle técnico que recibe el nombre de función
altura, pero ahora Koblitz lo llama el escudo de oro. Al parecer, protege los códigos
no sólo de los ataques de Silverman, sino también de una plétora de otros ataques.
Pasado el pánico inicial, los desarrollos siguientes se han caracterizado por el retorno
a una serenidad más acorde con el mundo académico, y Koblitz aún se divierte
dictando la conferencia que ha dedicado a la historia completa y que lleva por título:
«Cómo las matemáticas puras casi provocan el hundimiento de los e-negocios». La
historia pone en evidencia cómo los progresos realizados en los rincones más oscuros
o abstractos del mundo matemático tienen hoy la capacidad de poner de rodillas al
mundo económico.
Es exactamente por estas razones que la empresa AT&T y los servicios de
seguridad nacionales vigilan con cuidado el mundo «amable y puro», por decirlo con
Hardy, de la teoría de los números. En los años ochenta y noventa el responsable de
los laboratorios de investigación de la AT&T, Andrew Odlyzko, empezó a dirigir los
supercomputadores de la empresa hacia regiones del paisaje de Riemann que nunca
antes se habían tenido en cuenta. Si no esperamos encontrar un contraejemplo a la
hipótesis de Riemann, ¿por qué gastar tantas energías y tanto dinero de la AT&T para
el cálculo de las posiciones de los ceros? Lo que ha estimulado el interés de Odlyzko
es la noticia de algunas extrañas predicciones teóricas hechas por el matemático
estadounidense Hugh Montgomery sobre los ceros situados en puntos remotos de la
recta mágica de Riemann. Odlyzko ha comprendido que si aquellas predicciones
fueran correctas, entonces está a punto de tener lugar uno de los avances más
extraños e imprevistos de la historia de los números primos.

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11
DE LOS CEROS ORDENADOS AL CAOS CUÁNTICO

El único viaje verdadero hacia el descubrimiento no consiste en la búsqueda de


nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos.
MARCEL PROUST
En busca del tiempo perdido

C
¿ ómo se disponen los puntos a nivel del mar del paisaje zeta a lo largo de la recta
mágica de Riemann? Parecía una pregunta loca, pero Hugh Montgomery no había
pretendido planteársela. En efecto, casi todos consideraban por lo menos arriesgado
plantearse tal cuestión cuando nadie era capaz de demostrar que los ceros están
realmente sobre la recta. Sin embargo, las sorprendentes configuraciones que
Montgomery descubrió tras planteársela representan hoy el mejor indicio sobre dónde
buscar una solución a la hipótesis de Riemann. Si Montgomery se planteaba la
pregunta era, en primer lugar, porque le ayudaría a comprender una cuestión de
naturaleza muy distinta, una cuestión que le atraía desde el tiempo de sus estudios de
doctorado. En aquella época se movía en un área del mundo matemático
aparentemente inconexa, en búsqueda de una ocasión para destacar cuando, igual que
Alicia, sin sospechar nada, se encontró en un pasadizo secreto del que salió a un
paisaje misterioso que era, mira por dónde, precisamente el de Riemann.
A diferencia de la cohorte de matemáticos que calzan sandalias y visten camisetas
y vaqueros, Montgomery viste de manera impecable, con traje y corbata: su forma de
vestir es un reflejo de su carácter reservado y del control con el que ejerce su propia
existencia de matemático. A pesar de ser originario de los Estados Unidos eligió
hacer su doctorado en Inglaterra, en Cambridge, donde se convirtió en un apasionado
de los fastos de la vida del College. Montgomery, como joven matemático nació
gracias a un experimento educativo de los años sesenta para enseñar matemáticas a
los escolares. El objetivo no era inculcar a los escolares un canon que fuese aceptado
sin explicaciones sobre cómo los matemáticos habían llegado a un descubrimiento,
sino capturar el verdadero espíritu de la actividad del matemático. Montgomery y sus
compañeros recibían las explicaciones de los axiomas fundamentales y luego se les
pedía que dedujeran consecuencias por sí mismos. En lugar de mostrarles el
monumento como si fueran turistas, se los armaba de reglas de deducción y se los
dejaba libres para reconstruir por su cuenta el edificio matemático. Ello proporcionó a
Montgomery un buen punto de partida:

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Fui realmente afortunado porque aquel programa didáctico hizo que me
apasionara por las matemáticas. Una vez en la Escuela secundaria comprendí
lo que significaba ser matemático. Naturalmente, el problema era que tenían
que reciclar a todo el profesorado de matemáticas para que estuvieran en
condiciones de aplicar el método. Tuve la suerte de ser alumno de uno de sus
inventores. A pesar de afectar a un número de estudiantes relativamente
pequeño, el proyecto produjo una cantidad sorprendentemente grande de
matemáticos profesionales.

En la escuela, Montgomery se divertía especialmente explorando las propiedades


de los números, sobre todo de los números primos. También descubrió lo poco que se
sabía sobre estos números especiales: ¿existen infinitos números primos gemelos
como 17 y 19 o 1.000.037 y 1.000.039? ¿Todo número par es suma de dos números
primos, como conjeturó Goldbach? Montgomery tuvo que esperar a su doctorado en
Cambridge para oír hablar del más importante de los problemas sobre números
primos: la hipótesis de Riemann. Pero otro problema llamó su atención cuando cayó
víctima de la gran tradición matemática de Cambridge.
Cuando llegó a Cambridge, a finales de los sesenta, Montgomery encontró un
ambiente festivo: en el Departamento de Matemática se celebraba un avance
importante para la solución de un problema propuesto por el gran Gauss. Alan Baker,
profesor del Trinity College, había conseguido avances significativos en la
factorización de los números imaginarios. Se trata de un problema que Gauss había
tratado extensamente en sus Disquisitiones arithmeticae. El conjunto de los números
primos que forman un número ordinario, por ejemplo 140, es único; en el caso de
140, estos primos son 2, 2, 5 y 7. No existe elección alternativa de números primos
que al multiplicarlos nos den 140. En cambio, los números imaginarios no se
comportan tan bien: Gauss se extrañó mucho al descubrir que quizá había más de una
manera de construir un número imaginario utilizando números primos.
Montgomery estaba ansioso por participar de la excitación que había provocado
la solución de Baker a uno de los problemas de Gauss. Esperaba ganar fama
matemática extendiendo las ideas de Baker a otro de los problemas propuestos por
Gauss. Sacar partido de la contribución de Baker resultaría difícil, pero Montgomery
no desesperó: empezó a leer muchísimo, estudiando toda la teoría de los números que
pudo. No habría podido encontrar un ambiente mejor: Cambridge, con su larga
tradición corroborada por Hardy y Littlewood, era un lugar fantástico para absorber
nuevas ideas. Descubrió que Hardy y Littlewood habían planteado bellísimas
conjeturas sobre la frecuencia de los números primos gemelos, que tanto lo habían
fascinado en sus tiempos de escolar.
También descubrió los desconcertantes teoremas de Gödel. En la escuela,
Montgomery había aprendido cómo el edificio matemático se construye deduciendo
teoremas a partir de un conjunto de axiomas. Según Gödel, sin embargo, esta técnica
no funcionaría en algunos casos: siempre habría conjeturas sobre los números que

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nunca podrían ser demostradas a partir de los axiomas que Montgomery había
aprendido durante sus años escolares. ¿Y si se descubriera que no existía solución
para alguno de los problemas sobre números primos que pretendía afrontar? Corría el
riesgo de pasarse la vida persiguiendo sombras.
Para ampliar sus propios horizontes más allá de las agujas y los patios del College
de Cambridge, Montgomery decidió pasar un año en el Institute for Advanced Study
de Princeton. Allí tuvo la oportunidad de expresar sus temores sobre el peligro de
acabar intentando demostrar lo indemostrable. Por tradición, todos los huéspedes del
instituto, con independencia de sus títulos académicos, son invitados a almorzar con
el director. Cuando éste le preguntó en qué estaba trabajando, Montgomery dijo que
hacía tiempo que se interesaba por la conjetura de los números primos gemelos, pero
tenía que admitir que los teoremas de Gödel lo inquietaban. La respuesta del director
acrecentó el nerviosismo del joven matemático: «Bueno, ¿por qué no se lo
preguntamos a Gödel?». Dicho y hecho: llamaron a Gödel para que diera su opinión.
Para desgracia de Montgomery, Gödel no pudo garantizarle que algo como la
conjetura de los números primos gemelos fuera demostrable en base a los axiomas
actualmente vigentes en la teoría de los números.
El propio Gödel había manifestado preocupaciones análogas en relación con la
hipótesis de Riemann: quizá los axiomas que constituían los fundamentos del edificio
matemático no eran suficientemente amplios para sostener la demostración buscada,
en cuyo caso existía la posibilidad de continuar levantando el edificio sin encontrar
nunca una conexión con la hipótesis. Pero Gödel también ofrecía algún motivo de
consolación: estaba convencido de que cualquier conjetura realmente interesante no
quedaría para siempre fuera de alcance: se trataba simplemente de encontrar una
nueva piedra angular con la que ampliar la base del edificio. Sólo volviendo a los
fundamentos de la disciplina y buscando la manera de ampliarlos sería posible
construir la demostración que faltaba. Si la conjetura era realmente importante —si el
resultado conjeturado era una extensión natural de lo que ya había sido demostrado—
entonces, creía Gödel, siempre sería posible encontrar la piedra que encajara con
igual naturalidad en los fundamentos existentes; gracias a este encaje se abriría la
posibilidad de demostrar la conjetura. El propio Gödel había demostrado que este
procedimiento no permitiría establecer la validez de cualquier conjetura, pero en la
evolución permanente de las bases axiomáticas de las matemáticas residía la
esperanza de capturar un número cada vez mayor de problemas irresueltos.
Montgomery volvió a Cambridge con mayor confianza en que su sueño de
comprender los misterios del universo de los números no fuera en vano. Volvió al
estudio del problema de la factorización de los números imaginarios de Gauss. A
partir de sus lecturas sabía de la existencia de una relación entre las propiedades del
espacio de Riemann y los intentos que Gauss había hecho en este campo. En
concreto, a principios del siglo XX, la hipótesis de Riemann había jugado un papel
más bien paradójico en la demostración de una de las conjeturas de Gauss sobre la

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factorización de los números imaginarios: la llamada conjetura del número de clase.
En 1916, un matemático alemán, Erich Hecke, consiguió demostrar que si la
hipótesis de Riemann era cierta entonces también lo sería la conjetura del número de
clase. La de Hecke era una de tantas demostraciones «con reserva» que aparecieron
durante el siglo. Para que se confirmaran era necesario llegar a la cumbre del monte
Riemann, obteniendo así acceso a los tesoros que éste escondía. Ninguna de ellas
podría llamarse «demostración» hasta que no se demostrara la hipótesis de Riemann.
El giro paradójico que Montgomery descubrió sobre la conjetura del número de clase
de Gauss salió a la luz pocos años más tarde: tres matemáticos, Max Deuring, Louis
Mordell y Hans Heilbronn, consiguieron demostrar que, si la hipótesis de Riemann
fuera falsa, entonces podría utilizarse para demostrar que la conjetura de Gauss sobre
la factorización de los números imaginarios era cierta. Se cerraba el círculo: en
cualquier caso, la intuición de Gauss sobre la factorización de los números
imaginarios era correcta. La demostración «sin reserva» de la conjetura del número
de clase, en la que se combinaban la demostración de Hecke y la de Deuring, Mordell
y Heilbronn, es una de las más extrañas aplicaciones de la hipótesis de Riemann.
Ahora Montgomery sabía hasta qué punto son importantes los ceros de Riemann
para atacar algunos de los problemas propuestos por Gauss sobre la factorización de
los números imaginarios. Si consiguiera demostrar que tendían a reagruparse a lo
largo de la recta mágica de Riemann, entonces estaba seguro de hacer progresos en la
generalización del famoso trabajo de Baker. La idea de que un cero fuera seguido casi
inmediatamente por otro se inspiraba en la conjetura de los números primos gemelos,
que lo fascinaba desde los tiempos de la escuela: ¿estaría en condiciones de
demostrar que los puntos a nivel del mar del paisaje de Riemann pueden estar uno
frente al otro, igual que los números primos gemelos que esperamos encontrar
infinitas veces? La existencia de puntos a nivel del mar muy próximos entre sí tendría
importantes consecuencias para el problema de la factorización de los números
imaginarios: ¿sería el primer trofeo de Montgomery, el tipo de trofeo con el que
sueña cualquier estudiante de doctorado para hacerse un nombre en el despiadado
mundo académico?
Montgomery estaba apostando por una distribución aleatoria de los ceros a lo
largo de la recta mágica de Riemann; una distribución que de algún modo reflejaba la
de los números primos a lo largo de la recta numérica. Al fin y al cabo, si los
números primos parecían ser el resultado del lanzamiento de una moneda, era
razonable pensar que también los ceros de la función zeta estuvieran distribuidos
aleatoriamente. El azar crea siempre agrupaciones, que son la razón por la que los
autobuses llegan siempre de tres en tres y los números premiados en la lotería a
menudo están unos cerca de otros. Montgomery esperaba encontrarse con una serie
de pequeñas agrupaciones de ceros, que usaría para demostrar algunas ideas relativas
a la factorización de los números imaginarios.
El problema era que los indicios en los cuales basarse eran escasos. Los ceros

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cuya posición se había calculado no eran suficientes para hacer visible ni siquiera uno
de esos agrupamientos. Por ello, Montgomery tuvo que hacer una aproximación
indirecta. A falta de indicios experimentales, ¿existía algún aspecto de la teoría que
indicara una tendencia de los ceros a agruparse? El método que Montgomery ideó era
una ingeniosa inversión del papel que habitualmente jugaban los ceros. La fórmula
explícita que Riemann había descubierto utilizando el paisaje zeta expresaba un nexo
directo entre los números primos y los ceros. La fórmula se interpretaba como una
manera de comprender los números primos a través del análisis de los ceros.
Montgomery se limitó a invertir la ecuación: usaría los conocimientos sobre los
números primos para deducir el comportamiento de los ceros a lo largo de la recta
mágica de Riemann. Recordaba que Hardy y Littlewood habían hecho una estimación
de la frecuencia con la que se presentarían los primos gemelos a lo largo de los
números primos: quizá podría extender la estimación al comportamiento de los ceros.
Pero cuando la insertó en la fórmula explícita de Riemann descubrió con sorpresa y
desilusión que la estimación de Hardy y Littlewood no predecía realmente la
existencia de agrupaciones de ceros.
Montgomery se puso a analizar con detalle aquella predicción: parecía indicar
que, cuando se iba hacia el norte a lo largo de la recta de Riemann, los ceros —a
diferencia de los números primos—, se repelían unos a otros. Montgomery pronto se
dio cuenta de que a los ceros no les gustaba nada la compañía: al contrario de lo que
sucede con los números primos, a un cero nunca le siguen otros ceros en rápida
sucesión. De hecho, los resultados que obtuvo Montgomery sugerían la posibilidad
de que los ceros se distribuyeran de forma totalmente uniforme a lo largo de la recta
de Riemann, en claro contraste con la distribución aleatoria que había esperado
encontrar:

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Los intervalos que separan gotas de lluvia, números primos y ceros de Riemann.

Montgomery buscaba la manera de describir su estimación del comportamiento


de las distancias que separan los puntos a nivel del mar. Para representar el campo de
variación teórico de la distancia entre ceros adyacentes, construyó un diagrama que se
llama gráfica de correlación de parejas. La curva que obtuvo era distinta de
cualquier otra que hubiera visto antes. No se parecía en absoluto a la que se obtiene,
por ejemplo, cuando se colocan en un diagrama las alturas correspondientes entre
grupos de personas elegidas al azar, que es similar a la clásica curva de campana que
corresponde a la distribución gaussiana.

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La gráfica de Montgomery. En el eje horizontal se coloca la distancia entre parejas de ceros, mientras
que el eje vertical mide el número de parejas para cada distancia dada.

La gráfica de Montgomery da el número de ceros que debería haber para cada


posible distancia que separa una pareja. La primera parte de la gráfica muestra que a
los ceros no les gusta estar cerca, ya que la altura de la curva se mantiene pequeña.
Montgomery creía que en la parte derecha de la gráfica se insinuaría un movimiento
ondulatorio, que indicaría una distribución estadística insólita y específica. No podía
demostrar que la pauta de las distancias entre ceros continuaría realmente de esta
forma, ni tenía suficientes valores calculados de las posiciones de los ceros para
verificar experimentalmente la corrección de su propia predicción: su extraña gráfica
se basaba exclusivamente en la conjetura de Hardy y Littlewood sobre la distribución
de los números primos gemelos. Sin embargo, la gráfica no resultó tan nueva como
Montgomery creyó al principio.
Como esperaba descubrir que los ceros se agrupaban, Montgomery consideró su
trabajo como algo parecido a un fracaso. Había pensado usar las pequeñas
agrupaciones de ceros sobre la recta crítica de Riemann para responder a algunas de
las preguntas planteadas por Gauss sobre la factorización de los números imaginarios
y que seguían pendientes de respuesta. Pero había obtenido el resultado opuesto: si su
nueva conjetura era cierta, si los ceros tendían a alejarse; entonces la investigación de
Montgomery no serviría para iluminar sus ideas de partida. Pero cuando se emprende
un viaje nunca se sabe dónde se acabará. Como Littlewood le dijo a Montgomery una

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vez en Cambridge: «no tema trabajar sobre problemas difíciles, porque durante el
recorrido puede suceder que se resuelvan cosas interesantes». Littlewood lo había
experimentado en carne propia cuando, siendo estudiante de doctorado, su ignorante
tutor le había encargado el trabajo de demostrar la hipótesis de Riemann.
Montgomery había tropezado con aquella inesperada distribución de las
distancias que separan los ceros en el otoño de 1971. En marzo de 1972 defendió su
tesis doctoral y aceptó una plaza en la Universidad de Michigan, donde hoy es
profesor. Aún estaba convencido de la novedad e interés de sus ideas, pero una gran
duda le preocupaba. Sabía que Atle Selberg se había convertido en una especie de
moderno Gauss: «Selberg tenía muchos trabajos inéditos, y siempre existía el peligro
de que dijera: “¡Oh sí, esto lo sé desde hace muchos años!”». Igual que los nuevos
descubrimientos anunciados por Legendre resultaron ser viejos resultados que Gauss
había anotado años antes en manuscritos inéditos, a menudo los matemáticos
modernos descubren que Selberg se les ha anticipado. Después de sus problemas de
relación con Erdös por la demostración elemental del teorema de los números primos,
Selberg trabajó en absoluta soledad sus propias ideas en el campo de la teoría de los
números, y muchas de aquellas ideas permanecen inéditas.
Así, de camino a un seminario dedicado a la teoría de los números en la
primavera de 1972, Montgomery decidió hacer escala en Princeton para hablar con
Selberg sobre sus descubrimientos. Había algo que lo angustiaba: «Estaba
preocupado porque pensaba que quizá hubiera un mensaje en lo que había hecho, y
yo no sabía cuál era». Sin embargo, no fue Selberg quien ayudó a Montgomery a
interpretar aquel mensaje, sino otro miembro de la potente mafia de Princeton.

DYSON, EL PRÍNCIPE ENCANTADO DE LA FÍSICA

El físico inglés Freeman Dyson se hizo famoso justo después de la guerra al


proporcionar su apoyo a un joven científico de espíritu independiente: Richard
Feynman. Una vez licenciado en Cambridge, Dyson obtuvo una beca en la
Universidad de Cornell; allí conoció al joven Feynman, que trabajaba en una
interpretación absolutamente única y personal de la física cuántica. Al principio
muchos ignoraban lo que Feynman tenía que decir porque no comprendían su
lenguaje: Dyson captó la potencialidad de la perspectiva de Feynman y lo ayudó a
articular de manera más clara sus revolucionarias ideas. Hoy, los instrumentos
desarrollados por Feynman están en la base de gran parte de los cálculos que realizan
los físicos de partículas: si no hubiera sido por la capacidad interpretativa de Dyson,
quizás esos instrumentos se habrían perdido para siempre.
La física no fue lo primero que captó la imaginación de Dyson. Procedía de una
familia de fuerte tradición musical pero poco interesada por la ciencia. En la escuela,
sin embargo, lo embrujaron las embriagantes melodías de las matemáticas. Quedó
fascinado por la teoría de las particiones de Ramanujan, tras conseguir un ejemplar de

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uno de los libros que Hardy había dedicado a la teoría de los números: «En los
cuarenta años transcurridos desde aquel fausto día, jamás he dejado de visitar el
jardín de Ramanujan. Y cada vez hallo flores frescas, apenas abiertas. Esto es lo más
increíble de Ramanujan: descubrió una enorme cantidad de cosas pero dejó otras
tantas en su jardín para que otros pudieran descubrirlas».
Según Dyson, aunque todos exploren el mismo terreno, los científicos se dividen
en dos categorías: los pájaros y las ranas. Los pájaros vuelan a gran altura sobre su
campo, hábiles para comprender las grandiosas conexiones que cruzan el panorama;
las ranas pasan su tiempo chapoteando en el fango y nadando en un pequeño charco,
con el que llegan a tener una gran familiaridad. Las matemáticas eran la típica
disciplina para los pájaros, pero Dyson se consideraba una rana, lo que le llevó a
ocuparse de cuestiones concretas de la física.
Gracias a su éxito en la promoción de la física cuántica de Feynman, Dyson atrajo
la atención del director del Institute for Advanced Study de Princeton, Robert
Oppenheimer, el físico que durante la Segunda Guerra Mundial había encabezado el
programa nuclear de los Estados Unidos. En 1953 Dyson aceptó la oferta de
Oppenheimer y tomó posesión de una plaza permanente en el Instituto. A pesar de su
tono de voz suave y de su carácter discreto, las opiniones directas de Dyson lo
ayudaron a darse a conocer fuera de los círculos académicos. Se hizo famoso por sus
especulaciones sobre la posible existencia de civilizaciones extraterrestres. La gran
admiración de que gozaba entre el público, fascinado por el cosmos, alcanzó sus
cotas más altas durante los años cincuenta y sesenta, cuando trabajó en el Proyecto
Orion, que pretendía construir aeronaves capaces de transportar al hombre a Marte y
Saturno.
A pesar de haber pasado todo el curso académico 1970-1971 en el Institute for
Advanced Study, cuando habló con Gödel por primera vez, Montgomery había tenido
pocos contactos con los físicos: la gran cantidad de especialistas en teoría de los
números de Princeton bastaba para mantenerlo ocupado; pero, como él mismo
recuerda: «conocía a Dyson de vista. Teníamos una especie de relación a base de
saludos y sonrisas, aunque dudo que él supiera quién era yo. Yo sabía quién era
porque durante la Segunda Guerra Mundial se había dedicado a la teoría de los
números en Londres».
Durante la primavera de 1972, cuando decidió detenerse en Princeton, de camino
a una conferencia sobre teoría de los números, Montgomery dedicó la jornada a
explicar sus ideas a Selberg y a algunos teóricos de números que estaban de visita en
el instituto. En su momento, el trabajo se interrumpió para un ritual que se observa
escrupulosamente en muchísimos departamentos de matemáticas: el té de la tarde. La
hora del té es siempre una ocasión importante en Princeton, porque permite el
intercambio de ideas entre gente dedicada a disciplinas diversas. Montgomery estaba
charlando con uno de los teóricos de números que habían asistido a su seminario
informal, Saravadam Chowla. Chowla era un estudiante de Littlewood que había

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huido a los Estados Unidos en 1947 cuando, tras la fundación de los nuevos estados
de la India y Pakistán, su ciudad natal, Lahore, pasó a ser pakistaní. Se convirtió en
visitante asiduo del instituto, donde se ganó la simpatía de sus miembros permanentes
con su personalidad exuberante y su buen humor. Mientras charlaba con
Montgomery, el matemático indio descubrió a Dyson en la otra punta de la sala.
«Chowla dijo: “¿Conoce a Dyson?”, y respondí que no. “Permítame que se lo
presente”. Dije que no». Pero Chowla era famoso por no aceptar las negativas: es la
única persona que ha conseguido obligar a Selberg a escribir un artículo en
colaboración. «Chowla fue muy insistente, y me arrastró hasta Dyson para
presentármelo. Yo me sentía avergonzado, no quería molestar a Dyson, pero él fue
muy cordial y me preguntó en qué estaba trabajando». Montgomery empezó a hablar
de lo que creía pudiera ser el comportamiento de los intervalos que separan las
parejas de ceros. En cuanto mencionó su gráfica de distribución de los intervalos, los
ojos de Dyson se iluminaron: «¡Pero si es exactamente el mismo comportamiento de
las diferencias entre pares de valores propios de las matrices aleatorias hermitianas!».
Dyson explicó rápidamente a Montgomery que aquellas entidades matemáticas de
nombre esotérico eran utilizadas por los físicos cuánticos para predecir los niveles
energéticos en el núcleo de un átomo pesado cuando es bombardeado con neutrones
de baja energía. Dyson, que estaba en la vanguardia de aquellas investigaciones,
señaló a Montgomery algunos de los experimentos que se habían realizado para
determinar aquellos niveles energéticos. De hecho, cuando Montgomery fue a
observar los intervalos entre niveles energéticos en el núcleo del átomo de erbio, el
sexagésimo octavo elemento de la tabla periódica, notó algo extraordinariamente
familiar: tomando una secuencia de los ceros de Riemann y poniéndola junto a
aquellos niveles energéticos medidos por vía experimental, se notaba al instante un
misterioso parecido. Tanto los intervalos entre los ceros como entre los niveles de
energía se sucedían de manera mucho más ordenada que si se hubieran elegido al
azar.
Montgomery no podía creerlo: las configuraciones que preveía en la distribución
de los ceros eran idénticas a las que los físicos cuánticos estaban descubriendo en los
niveles energéticos de los núcleos de átomos pesados. Se trataba de configuraciones
tan características que el fuerte parecido no podía ser fruto de una coincidencia. Ahí
estaba el mensaje que Montgomery estaba buscando: quizá las matemáticas que se
esconden en los niveles cuánticos de energía en los núcleos de los átomos pesados
son las mismas matemáticas que determinan las posiciones de los ceros de Riemann.
Las matemáticas que explican estos niveles energéticos se remontan a la
revelación que supuso el inicio del desarrollo de la física cuántica en el siglo XX. Las
partículas elementales, como los electrones o los fotones, tienen dos características
aparentemente contradictorias: por una parte, se comportan de manera muy similar a
minúsculas bolas de billar, pero, al mismo tiempo, los experimentos revelan una
naturaleza distinta, que sólo puede explicarse considerando las «partículas»

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elementales como ondas. La física cuántica nació de los intentos de la ciencia de
explicar este desdoblamiento subatómico de la personalidad: la dualidad onda-
partícula.

TAMBORES CUÁNTICOS

A principios del siglo XX se desarrolló una imagen del átomo similar a la de un


sistema solar en miniatura, constituido por partículas indivisibles. El Sol, que se
hallaba en el centro de este minúsculo sistema, se llamó núcleo: los físicos
descubrieron después que aquel núcleo estaba formado a su vez por partículas que se
llamaron protones y neutrones. Alrededor del núcleo orbitaban los electrones, los
planetas de la estructura atómica. Los progresos teóricos y los experimentos
obligaron rápidamente a los físicos a replantear el modelo; empezaron a ser
conscientes de que el átomo, más que como un sistema planetario, se comporta como
un tambor: las vibraciones que se crean cuando se percute el tambor están
compuestas por algunas formas de ondas fundamentales, cada una con su propia
frecuencia característica. En teoría, existen infinitas frecuencias posibles y, por tanto,
el sonido del tambor es una combinación de estas diversas frecuencias. A diferencia
de los armónicos que produce una cuerda de violín, el sonido del tambor es una
mezcla mucho más compleja de frecuencias que vienen determinadas por la forma
del instrumento, por la tensión de la piel del tambor, por la presión exterior del aire y
por otros factores. La complejidad de las diversas formas de ondas producidas por un
tambor explica por qué muchos de los instrumentos de percusión de una orquesta no
producen una nota identificable.
Existe una manera de visualizar la complejidad de las vibraciones que componen
el sonido de un tambor. Un científico del siglo XIX, Ernst Chladni, ideó un
experimento que se puso de moda en las cortes europeas. (Napoleón quedó
particularmente fascinado por la demostración, y lo premió con seis mil francos).
Para representar el tambor, Chladni utilizaba una placa metálica cuadrada. Cuando la
percutía, la placa emitía un horrible sonido metálico, pero haciéndola vibrar
hábilmente con un arco de violín, Chladni conseguía aislar cada frecuencia
individual. Recubriendo la placa con una fina capa de arena mostraba a su público los
diversos tipos de vibraciones que cada frecuencia básica produce en el metal. La
arena se agrupaba en las zonas de la placa que no vibraban, y sobre su superficie
aparecían extrañas formas regulares. Cada vez que Chladni hacía vibrar la placa con
un nuevo golpe del arco, aparecía una nueva forma en la arena, que significaba una
nueva frecuencia.
Hacia 1920 los físicos comprendieron que las matemáticas que describen las
frecuencias del sonido emitido por un tambor podían usarse también para calcular los
niveles energéticos de vibración de los electrones en un átomo. En este sentido,

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átomo y tambor son físicamente equivalentes: fuerzas presentes en el átomo controlan
las vibraciones de las partículas subatómicas, de la misma manera que la tensión de la
membrana de piel o la presión del aire gobiernan las vibraciones que terminan por
formar el sonido del tambor. Cada uno de los átomos es como una de las placas de
Chladni. En el átomo, los electrones vibran sólo de maneras bien definidas, como las
que Chladni hacía visibles. Cuando un electrón se excita, empieza a vibrar en una
nueva frecuencia, de manera similar a como Chladni podía crear nuevas formas en la
arena extendida sobre su placa utilizando un arco de violín. Cada átomo de la tabla
periódica tiene su propio conjunto de frecuencias en las cuales prefiere vibrar con sus
electrones. Estas frecuencias son las huellas dactilares de los átomos, frecuencias que
los físicos utilizan con los espectroscopios para identificar los distintos átomos
presentes en las sustancias que están investigando.

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Algunas de las extrañas formas de vibración de una placa metálica con que Chladni entretuvo a
Napoleón.

Para explicar las figuras —o formas de onda— que aparecen en la superficie del
tambor, se desarrolló una teoría matemática. La teoría se remonta a la ecuación de
onda de Euler: basta con insertar las propiedades físicas del tambor —su forma, la
tensión de la membrana, la presión del aire circundante— y las soluciones de la
ecuación proporcionan las formas posibles de la onda. La física del átomo difiere de
la del tambor en que utiliza números imaginarios. Y son los números imaginarios los
que dan a la física cuántica su extraño carácter probabilístico.
En nuestro mundo ordinario, macroscópico, podemos medir sin influir sobre lo
que medimos. Cuando utilizamos un cronómetro no frenamos a los atletas cuyos
tiempos medimos; cuando medimos dónde ha caído una jabalina no alteramos la
longitud del lanzamiento. Como observadores, somos independientes del sistema que
medimos. Pero en el mundo microscópico las cosas son distintas: cuando observamos
un electrón interactuamos con él, modificando invariablemente su comportamiento.
La física cuántica intenta explicar lo que le sucede a una partícula antes de que
entre en juego el observador. Hasta que la observamos en nuestro mundo
macroscópico, la realidad cuántica sólo existe en el mundo de los números
imaginarios: son ellos los que explican las observaciones aparentemente inexplicables
desde nuestra perspectiva macroscópica. Por ejemplo, hasta que es observado, parece
que el electrón puede estar al mismo tiempo en dos lugares distintos, o que puede
vibrar a muchas frecuencias distintas, que corresponden a diversos niveles
energéticos. Cuando observamos un acontecimiento en el mundo cuántico es como si
no estuviéramos viendo el acontecimiento en su mundo natural, sino su sombra
proyectada en nuestro mundo «real» de números ordinarios. El acto de la observación
reduce el mundo bidimensional de los números imaginarios a la línea unidimensional
de los números ordinarios. Antes de ser observado, el electrón vibrará, como un
tambor, en una combinación de frecuencias distintas. Pero cuando lo observamos no
es como si escucháramos el sonido de un tambor y oyéramos todas las frecuencias al
mismo tiempo: sólo percibimos un electrón que vibra a una sola frecuencia.
Dos de los personajes clave para la exploración del nuevo mundo de los cuanta
fueron los físicos de Gotinga Werner Heisenberg y Max Born. Al mirar por la
ventana de su despacho, a menudo Hilbert los veía caminar arriba y abajo por los
prados de los alrededores del departamento de Matemática, en plena discusión,
dedicados a construir el modelo atómico del siglo XX. Hilbert empezó a preguntarse si
las posiciones de los ceros en el paisaje de Riemann podrían explicarse a partir de las
matemáticas de las vibraciones que Heisenberg estaba elaborando para explicar los
niveles energéticos en el átomo. Sin embargo, en aquella época había poco sobre qué
basarse. Los descubrimientos de Montgomery relanzaron la idea de Hilbert de que la
mejor oportunidad para comprender los ceros de Riemann vendría de la mano de las
matemáticas de los tambores cuánticos que, precisamente entonces, Born y

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Heisenberg estaban creando para explicar los niveles energéticos. La combinación de
números imaginarios y de ondas originaba un característico conjunto de frecuencias
que hacía pensar más en tambores cuánticos que en una orquesta clásica. Pero, como
Montgomery aprendió de Dyson durante su breve encuentro en Princeton, las
frecuencias características que se adaptan mejor a las posiciones de los ceros de
Riemann provienen de algunos de los átomos más complejos de la orquesta cuántica.

UN RITMO FASCINANTE

El primer átomo analizado por los físicos cuánticos fue el de hidrógeno. Un


átomo de hidrógeno es un tambor muy sencillo: un electrón que órbita alrededor de
un protón. Y las ecuaciones que determinan las frecuencias o los niveles energéticos
de este electrón y de este protón son lo bastante simples como para poder resolverse
con exactitud. Las frecuencias de este único electrón tienen mucho que ver con los
armónicos que produce una cuerda de violín. Pero si bien los físicos cuánticos
tuvieron éxito con el hidrógeno, en cuanto intentaron continuar con la tabla periódica
descubrieron que era prácticamente imposible describir el tambor cuántico de manera
precisa: cuantos más protones y neutrones había en el núcleo, y cuantos más
electrones había orbitándolo, más crecían las dificultades. Ante los 92 protones y 146
neutrones que forman el núcleo de un átomo de uranio 238, los físicos se encontraban
perdidos. El problema más difícil era determinar los niveles energéticos del núcleo, el
sol central del sistema atómico. Descifrar la forma del tambor matemático que
determinaba estos niveles energéticos nucleares era demasiado complicado. Incluso si
los físicos hubieran conseguido determinar qué tambores matemáticos producían los
niveles energéticos, aquellos tambores serían tan complejos que habría resultado
imposible determinar sus frecuencias.
Hasta los años cincuenta no se encontró la manera de analizar aquellas estructuras
tan complicadas. En lugar de buscar la manera de establecer los valores precisos de
cada nivel energético particular, Eugene Wigner y Lev Landau decidieron estudiar
sus pautas estadísticas: hicieron con los niveles energéticos lo que Gauss había hecho
con los números primos. Gauss había desplazado su atención del intento de predecir
la posición concreta de un número primo en la sucesión, a una estimación de la
cantidad de números primos que se encontrarían en promedio a medida que se
contaran. De la misma manera, Wigner y Landau sostenían la oportunidad de un
enfoque menos rígido del estudio de los niveles energéticos del átomo: el análisis
estadístico revelaría la probabilidad de encontrar, en una pequeña zona del espectro
de todas las frecuencias, los niveles energéticos de un núcleo particular.
El núcleo de uranio era tan complicado que existía un número enorme de posibles
ecuaciones con las que determinar sus niveles energéticos según el estado en que se
encontraba el uranio. Por ello, las esperanzas de estimar los valores estadísticos de los
niveles energéticos se reducían si los valores cambiaban drásticamente al cambiar el

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estado del núcleo. Como los niveles se determinaban analizando tambores cuánticos,
Wigner y Landau decidieron verificar si la distribución de frecuencias variaba de
forma incontrolada al cambiar la forma de los tambores. Afortunadamente resultó que
para gran parte de los tambores no sucedía. Wigner y Landau descubrieron que,
cuando elegían tambores cuánticos al azar, las frecuencias específicas podían
cambiar, pero no cambiaban los valores estadísticos de las frecuencias. En resumen,
por término medio los tambores cuánticos se comportaban de la misma forma. Pero
¿se comportaba el núcleo de un átomo pesado como un tambor cuántico medio?
Wigner y Landau estaban convencidos de que no había nada que hicieran distintos a
los tambores que describían —por ejemplo, el núcleo del uranio— de la mayoría de
los tambores cuánticos.
La intuición de Wigner y Landau daba en la diana. Al comparar los valores
estadísticos de los niveles energéticos de un tambor cuántico elegido al azar con los
de niveles energéticos observados en los experimentos, encontraron una excelente
concordancia. En particular, al observar los intervalos que separan los niveles
energéticos en un núcleo de uranio, parecía que estos niveles energéticos se
repelieran. De ahí la excitación de Freeman Dyson durante su breve intercambio con
Montgomery en Princeton: la gráfica que Montgomery le mostró tenía la marca
concreta de la descripción estadística de los niveles energéticos. Pero Montgomery
había hecho visible aquella extraña configuración en un área de la ciencia que parecía
no tener nada que ver.
En consecuencia, la siguiente pregunta que había que plantearse era por qué
aquellas dos entidades —niveles energéticos y ceros de Riemann— tenían algo en
común, y qué era lo que las relacionaba. Montgomery debió de sentir la misma
impresión que un arqueólogo que descubriera pinturas paleolíticas idénticas en
cuevas situadas en extremos opuestos del mundo: forzosamente tenía que existir un
vínculo. Montgomery reconoce que su conversación con Dyson fue probablemente
una de las coincidencias más fortuitas de la historia de la ciencia: «Fue por pura
casualidad que estuviera allí, precisamente en el sitio justo». Desde los tiempos de
Galileo y Newton, a menudo la física y las matemáticas se mueven en territorios
parecidos, pero nadie habría esperado que la teoría de los números de Riemann y la
física cuántica estuvieran tan íntimamente ligadas. Los intentos de Montgomery por
comprender la factorización de los números imaginarios no lo habían llevado a
ninguna parte, pero se había metido en algo mucho más interesante: «Si
consideramos los proyectos de investigación fallidos, éste fue mejor que muchísimos
otros», admite sonriendo Montgomery.
¿Qué significado tienen para la hipótesis de Riemann estas revelaciones surgidas
durante una pausa para el té en Princeton? Si los puntos a nivel del mar del paisaje de
Riemann podían explicarse a partir de las matemáticas de los niveles energéticos en
física, entonces se perfilaba la perspectiva excitante de conseguir demostrar por qué
los puntos a nivel del mar se encuentran sobre una misma recta: un cero que cayera

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fuera de la recta correspondería a un nivel energético imaginario, es decir, una cosa
prohibida por las ecuaciones de la física cuántica. Nunca hasta entonces había
existido una esperanza tan fundada de proporcionar una explicación para la hipótesis
de Riemann.
Mientras se efectuaban experimentos para confirmar el modelo de los niveles
energéticos en átomos pesados propuesto por Wigner y Landau, Montgomery seguía
sin confirmaciones experimentales del hecho de que los puntos a nivel del mar del
paisaje de Riemann se comportaran de la manera en la que él creía que debían hacerlo
en base a la teoría. Nadie había verificado que los ceros se repelieran realmente,
como él sugería. El problema radicaba en que las regiones del paisaje de Riemann en
las que era probable que se produjeran estas pautas estadísticas se encontraban muy
lejos del alcance de los cálculos que Motgomery podía efectuar.
En Cambridge, Montgomery había sabido de los descubrimientos de Littlewood
respecto de la imposibilidad de observar el verdadero carácter de los números primos
a menos que nos trasladáramos a los más remotos rincones del universo numérico. A
pesar de que Littlewood había demostrado teóricamente que en algunos casos la
fórmula de Gauss para el cálculo de la cantidad de números primos podía producir
subestimaciones, nadie había podido confirmar este hecho experimentalmente.
Montgomery empezaba a resignarse a sufrir el mismo destino. Haría falta algún
tiempo antes de que los físicos experimentales construyeran aceleradores de
partículas capaces de generar la energía suficiente para confirmar las predicciones
teóricas de Wigner y Landau. Montgomery temía que los matemáticos nunca
consiguieran calcular números tan grandes como para verificar si los ceros situados
en zonas remotas de la recta crítica seguían efectivamente la pauta teórica prevista.
Pero Montgomery no había tenido en cuenta las grandes capacidades de cálculo
de Andrew Odlyzko y del supercomputador Cray que tenía a su disposición en el
laboratorio de la AT&T, en el corazón de Nueva Jersey. Odlyzko conocía las
predicciones teóricas de Montgomery sobre los intervalos que separan los ceros y de
su paralelismo con los tambores aleatorios escondidos en los niveles energéticos de
los núcleos atómicos pesados. Precisamente éste era el tipo de reto que lo fascinaba.
Odlyzko empezó a salir a la caza de los ceros hasta más allá de 1012 unidades de
distancia sobre la recta mágica de Riemann. Si imaginamos que el mapa del paisaje
de Riemann está centrado sobre Nueva Jersey y a cada unidad a lo largo de la recta
crítica le hacemos corresponder la distancia de un centímetro, en ese caso Odlyzko
examinaba áreas de la recta mágica de Riemann que se hallaban a una distancia
equivalente a veinticinco veces la de la Luna. Cuando el supercomputador Cray
consiguiera analizar unos cien mil ceros, Odlyzko sería capaz de examinar los valores
estadísticos de los intervalos que los dividen. A mitad de los ochenta estuvo
preparado para publicar los resultados de sus cálculos: la separación entre los ceros
del paisaje de Riemann mostraba efectivamente un cierto parecido con el de los
niveles energéticos en los átomos pesados, pero era evidente que la correspondencia

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no era perfecta. Aquella concordancia nunca habría satisfecho a un estadístico: ¿había
que deducir que Motgomery se equivocaba? ¿O más bien Odlyzko habría tenido que
proseguir sus investigaciones más al norte?
Sin intimidarse en absoluto por la magnitud del trabajo, Odlyzko decidió llegar
hasta 1020 pasos hacia el norte. Si consideramos el mapa hipotético centrado en
Nueva Jersey, ahora Odlyzko estaba explorando regiones situadas a cien años luz de
la Tierra, una distancia mayor que la de Vega, la estrella desde la cual, en la novela
Contacto de Carl Sagan, partía la misteriosa sucesión de números primos. En 1989,
Odlyzko presentó en una gráfica los intervalos que separaban los ceros y los puso
junto a los valores previstos por Montgomery: esta vez la correspondencia era
asombrosa. Se trataba de la prueba convincente de una nueva propiedad de los ceros.
Desde aquellas distancias siderales los ceros enviaban un mensaje muy claro: los
producía un complicado tambor matemático.

MAGIA MATEMÁTICA

¿Hasta qué punto era significativa la concordancia estadística que había


descubierto Andrew Odlyzko? Quizá era posible obtener aquellos mismos datos
estadísticos usando otro tipo de matemáticas totalmente distinto. ¿Odlyzko nos estaba
mostrando la dirección correcta o más bien nos estaba complicando la vida?
Para responder a estas preguntas lo mejor es dirigirse a Persi Diaconis, estadístico
de la Universidad de Stanford y experto en desenmascarar presuntos fenómenos
paranormales: Diaconis ha contribuido a descubrir todo el montaje del «código
secreto de la Biblia», el presunto descubrimiento de mensajes y profecías escondidos
en el texto de la Biblia. Ante los datos de Riemann, Diaconis reconoce que le sería
difícil encontrar una concordancia estadística mejor: «Llevo toda la vida dedicado a
la estadística, y nunca había visto datos que concordaran tan perfectamente».
Diaconis sabe muy bien que lo que parece válido desde un determinado punto de
vista debe examinarse desde todas las perspectivas para estar seguro de que alguna
imperfección reveladora no haya quedado hábilmente oculta. Diaconis es un maestro
en esta clase de trucos: al principio fue la magia, no las matemáticas, la que capturó
su imaginación.
Durante su infancia, en Nueva York, Diaconis hacía novillos para escaparse a las
tiendas de magia. Su destreza atrajo la atención de uno de los más grandes
ilusionistas de los Estados Unidos: Dai Vernon. Cuenta Diaconis que Vernon, quien
por entonces contaba sesenta y ocho años, le ofreció unirse a él como ayudante en sus
espectáculos itinerantes: «Mañana me voy a Delaware, ¿quieres venir?». Con sus
catorce años, Persi llenó una mochila y se marchó sin decir nada a sus padres.
Durante los dos años siguientes viajaron por todo el país:

Éramos como Oliver Twist y Fagin. La de los magos es una comunidad muy

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solidaria. Nada que ver con barracones de feria o cosas así: son gente de la
clase media alta, que lo hace por pasión. A los magos les fascinan los que
practican juegos de azar. Vernon y yo queríamos descubrir a los tramposos, y
si nos enterábamos de que un esquimal era capaz de repartir la segunda carta
con raquetas de nieve, nos íbamos a Alaska. Así eran nuestras aventuras. Lo
hicimos durante dos años, íbamos hacia donde nos llevaba el viento.
Frecuentando a los jugadores se oía hablar de probabilidad con frecuencia.
Quedé fascinado y quise saber más sobre esto.

Durante sus viajes, Diaconis empezó a leer libros sobre las matemáticas de la
probabilidad. Como tantas otras veces, fue la influencia decisiva de un libro concreto
lo que puso en marcha la carrera de uno de los matemáticos más fascinantes de
nuestro tiempo: cayó en sus manos An Introduction to Probability Theory and its
Applications, de William Feller, uno de los textos universitarios clásicos sobre el
tema. Con su falta de base matemática, Diaconis no sabía por dónde empezar.
Decidió que la única manera de avanzar era inscribirse en los cursos nocturnos del
City College de Nueva York. El interés se convirtió en pasión. En dos años y medio
se licenció, y rápidamente se inscribió en los cursos de doctorado. Harvard dio una
oportunidad a aquel estudiante poco convencional, que desde entonces no se ha
detenido.
Diaconis permanece fiel a sus raíces de ilusionista, y reconoce que ambas artes
tienen mucho en común.

Mi manera de hacer matemáticas es muy similar a la magia. En ambas


disciplinas tienes un problema que debes intentar resolver respetando ciertos
límites. En matemáticas son los de una argumentación lógica construida con
los instrumentos que tienes a tu disposición, y en el caso de la magia significa
utilizar tus instrumentos y tu destreza para producir determinado efecto sin
que el público se dé cuenta de los que estás haciendo. El proceso intelectual es
casi el mismo en ambos campos; una cosa que distingue magia y matemáticas
es la competición: en matemáticas la competición es mucho más dura que en
el mundo de la magia.

Como estadístico, Diaconis está interesado en el problema de establecer si algo es


o no aleatorio. Consiguió salir en la primera página del New York Times por su
análisis del barajado de naipes. Según Diaconis, un jugador medio necesita siete
cortes para poner las cartas en un orden aleatorio. Pero esto es cierto para el jugador
medio que hace cortes medios: las cosas cambian notablemente si el que baraja las
cartas tiene las manos mágicas de Diaconis. Muchos de sus trucos se basan en su
capacidad de efectuar el corte perfecto: sabe que ocho cortes perfectos seguidos
devuelven las cartas a su disposición inicial, aunque el público esté convencido de
que se trata de un orden aleatorio. Es particularmente hábil para distinguir si una

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baraja mezclada está «clavada». Diaconis ha conseguido tal reputación con su
habilidad para determinar regularidades allá donde otros sólo ven caos, que fue
contratado por Las Vegas para controlar que las máquinas electrónicas con las que se
barajan las cartas no revelen nada al jugador experto.
Diaconis sintió curiosidad cuando los teóricos de números hicieron correr la
noticia de que Montgomery y Odlyzko afirmaban que los ceros del paisaje de
Riemann presentaban el mismo aspecto que las frecuencias de un tambor cuántico. Si
había alguien preparado para husmear un posible gato encerrado, ése era él: «Por esto
llamé a Andrew y le dije que quería los ceros. Me dio unos cincuenta mil, todos para
mí, a partir de más o menos 1020». Diaconis probó un método nuevo de verificación
que había descubierto durante su estancia en la AT&T para trabajar en la codificación
de conversaciones telefónicas: «Peiné los ceros en todos los sentidos, y descubrí que
se adaptaban perfectamente a las predicciones teóricas». Se trataba de una última
confirmación de que los ceros derivaban de los redobles de un tambor matemático
aleatorio cuyas frecuencias se comportaban como los niveles energéticos de la física
cuántica. Para Diaconis, las relaciones entre los números primos y los niveles de
energía no son un engaño maligno de la naturaleza, sino auténtica magia.
Una vez descubierto, este nuevo tratamiento estadístico empezó a emerger por
todas partes: núcleos pesados, ceros de las funciones zeta de Riemann, secuenciación
del ADN, propiedades del cristal. Lo más curioso, sin embargo, es la posibilidad de
utilizarlo para responder a otro problema pendiente: ¿cuál es la probabilidad de
completar un solitario de cartas? Naturalmente, fue Diaconis quien descubrió esta
aplicación.
En uno de los solitarios más difundidos, se distribuyen las cartas en siete
columnas: una carta en la primera columna, dos en la segunda… y siete en la última.
La última carta de cada columna está descubierta; el resto de cartas se van girando de
tres en tres. Se puede colocar una carta descubierta sobre otra si la carta que se tiene
que poner es de color distinto de la carta sobre la que se quiere colocar y la sigue en
orden decreciente de valor. Así, por ejemplo, un 7 rojo puede colocarse sobre un 8
negro, y una J negra sobre una Q roja. Cuando aparecen, los ases abren nuevas pilas,
una separada de la otra. Sobre cada as se colocarán, en orden creciente, las cartas del
palo correspondiente, hasta completarlas.

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El Klondike, uno de los más populares solitarios de naipes, que aún es un misterio para los
matemáticos.

El juego tiene diversos nombres, de los cuales el más conocido es el Klondike.


Existen otras variantes del juego. En Las Vegas se puede comprar un juego por 52
dólares y, en lugar de reutilizar las cartas que han quedado en la baraja tras cada ciclo
descubriendo una de cada tres, se pueden descubrir las cartas de una en una, pero sólo
una vez. La banca paga cinco dólares por cada carta que se consigue colocar en las
cuatro pilas ordenadas por palos empezando por los ases.
A pesar de que el solitario se juega desde 1780 o antes, y es familiar a casi todos
los poseedores de un ordenador personal, nadie sabe con qué frecuencia se consigue
terminarlo. Si tenemos en cuenta que jugar al Klondike en Las Vegas puede hacer
ganar cinco dólares por carta, valdría la pena saber qué probabilidades tenemos de
completarlo. Incluso un juego de aspecto tan sencillo tiene suficientes elementos de
complejidad como para eludir los intentos de Diaconis de calcular la tasa media de
éxito. A partir de los datos que ha recogido a lo largo de años, parece que el solitario
se completa una vez de cada quince. A él, sin embargo, le gustaría demostrarlo.
Una estrategia muy común para resolver un problema matemático difícil es
empezar por un problema más fácil: Diaconis ha analizado una versión muy
simplificada del solitario Klondike y ha tenido la gran sorpresa de descubrir que la
frecuencia media de éxito tiene un nexo profundo con las frecuencias de los tambores
matemáticos aleatorios. Sin embargo, y a pesar de los avances conseguidos, Diaconis
cree que un análisis completo del solitario Klondike está aún lejos. Promete a sus
estudiantes que llegarán a la primera página del New York Times si triunfan en la
empresa. A pesar de las prometedoras conexiones con los tambores matemáticos
aleatorios, tanto el solitario Klondike como la hipótesis de Riemann siguen
resistiéndose.

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BILLARES CUANTICOS

Los teóricos de números intentaban situarse ante el extraño giro que había tomado
su disciplina tras el breve encuentro informal entre Montgomery y Dyson. A pesar de
que el análisis de Montgomery parecía indicar que en el origen de los ceros de
Riemann se podía encontrar la física de los tambores cuánticos, pocas cosas más
iluminaban el recorrido: ¿dónde estaba escondido el tambor mágico? A juzgar por los
datos estadísticos y por los indicios recogidos hasta el momento, el tambor específico
asociado a los ceros de Riemann no parecía distinto de cualquier otro tambor elegido
al azar. Ciertamente, esto no facilitaba su determinación. Cuando se analizó más a
fondo aquella extraña relación, resultó claro que el nexo con la física cuántica no
representaba el único giro sorprendente en la historia de los ceros de Riemann. En
realidad emergió un nuevo nexo que ayudaría a los matemáticos en su búsqueda del
tambor cuántico.
Diaconis y los otros estadísticos han desarrollado una serie de armas sofisticadas
para verificar la solidez de cualquier afirmación susceptible de ser analizada. El
«código secreto de la Biblia» parecía estadísticamente significativo porque los que lo
proponían mostraban los datos siempre y sólo desde un punto de vista particular. Pero
cuando fue sometido a otras verificaciones se desmoronó. A pesar de que las
previsiones teóricas de Montgomery habían resistido las verificaciones de Diaconis,
en Nueva Jersey, Odlyzko empezaba a inquietarse por algunos resultados de sus
nuevos cálculos. Había empezado a utilizar otro test estadístico para comprender si el
nexo entre ceros de Riemann y física cuántica tenía una base real, y había notado que
en los datos relativos a los ceros de Riemann empezaban a insinuarse preocupantes
discrepancias.
Odlyzko estaba considerando otra medida estadística llamada varianza. Trazó la
gráfica de los ceros de Riemann y la comparó con la gráfica correspondiente que se
obtenía a partir del análisis de las frecuencias de un tambor cuántico aleatorio.
Observando las pautas de los dos gráficos notó que, si bien al principio había una
muy buena correspondencia, a partir de un cierto punto los datos relativos a los ceros
de Riemann se apartaban bruscamente de la gráfica de las frecuencias teóricas de los
tambores cuánticos aleatorios. La primera parte de la gráfica confirmaba la pauta
estadística de la distancia entre ceros adyacentes. Pero cuando Odlyzko procedió al
análisis, descubrió que empezaban a aparecer discrepancias. La gráfica ya no seguía
la pauta estadística de las distancias entre ceros consecutivos, como sucedía al
principio, sino más bien el de la distancia entre el N-ésimo y el (N+100)-ésimo cero.
En un primer momento, Odlyzko creyó que la desviación podía deberse a un error en
los cálculos. En cambio, descubrió que estaba asistiendo por primera vez a los efectos
producidos en el espacio de Riemann por otro importante tema del siglo XX: la teoría
del caos.
Como la física cuántica, también la teoría del caos se ha afirmado en la cultura

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popular. En los años noventa, no había fiesta sin la imagen de un fractal proyectada
en las paredes. A pesar de su complejidad visual, los fractales se generan por leyes de
aspecto aparentemente inocuo. La teoría del caos, las matemáticas que se esconde
tras estas imágenes, ayuda a comprender por qué, por muy simples que puedan ser las
leyes de la naturaleza, la realidad aparece infinitamente compleja. El término «caos»
se utiliza cuando un sistema dinámico es muy sensible a las condiciones iniciales;
cuando una mínima variación en el momento de iniciar un experimento produce una
diferencia drástica en los resultados obtenidos, ésta es la inconfundible firma del
caos.
Una de las manifestaciones de las matemáticas del caos se encuentra en el juego
del billar. Si damos un fuerte golpe a una bola en una mesa de billar, la trayectoria
que seguirá vendrá determinada por los ángulos con que choca con los bordes de la
mesa. La cosa se pone interesante cuando se modifica muy poco la dirección inicial
de tiro: ¿la trayectoria se aparta o no drásticamente de la que siguió la primera vez?
La respuesta depende de la forma de la mesa. En una mesa de billar rectangular
normal, no se pone de manifiesto ningún comportamiento caótico en la trayectoria de
la bola (a pesar de lo que probablemente creen muchos jugadores aficionados). La
trayectoria de la bola es perfectamente previsible, y un ligero cambio en la dirección
inicial del tiro no la altera sensiblemente. Pero en una mesa de billar de forma
parecida a la de un estadio, las trayectorias de las bolas toman un aspecto totalmente
distinto: si ahora lanzamos con fuerza dos bolas variando sólo mínimamente sus
direcciones iniciales, seguirán trayectorias totalmente distintas que no parecerán tener
nada en común. Como se puede observar en la gráfica siguiente, la física de una mesa
de billar con forma de estadio es caótica, en claro contraste con las previsibles
trayectorias que siguen las bolas en una mesa rectangular normal.

Movimiento caótico: las trayectorias trazadas de las bolas en una mesa de billar con forma de

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estadio.

Al aparecer las matemáticas del caos, en los años setenta, algunos físicos
cuánticos empezaron a interesarse por las implicaciones de la nueva teoría para su
campo de investigación. En concreto, se preguntaban qué sucedería si jugaran a ese
tipo de billar en escala atómica: al fin y al cabo, en algún sentido los electrones se
comportan como bolas de billar microscópicas.
Utilizando materiales semiconductores, los mismos con los que se fabrican los
microchips de los ordenadores, se puede construir una mesa de billar tan pequeña que
cabrían centenares de ellas en la cabeza de un alfiler. Los físicos empezaron a
analizar el movimiento de un electrón que rebota contra las paredes de esta minúscula
mesa. El electrón, sin su atracción por el átomo, es libre de moverse por el
semiconductor. Precisamente es este movimiento de los electrones el que hace
posible la transferencia de datos en el chip del ordenador. Pero la trayectoria de un
electrón no es completamente libre: aunque no orbite ya alrededor del núcleo de un
átomo, sus movimientos están limitados por los bordes de la mesa. Los físicos tenían
interés en estudiar los efectos que las distintas formas de la mesa podrían tener tanto
sobre el comportamiento ondulatorio del electrón como sobre su movimiento de
partícula, asimilable al de una bola de billar. Igual que un electrón ligado a un átomo
vibra con ciertas frecuencias características, otro tanto hace un electrón libre cuando
traza una trayectoria sobre su minúscula mesa.
Cuando los físicos analizaron la pauta estadística de los niveles energéticos,
descubrieron que variaba según la mesa de billar producía trayectorias caóticas o
normales. Si los electrones se encerraban en una zona rectangular, en la que trazaban
trayectorias normales, no caóticas, entonces sus niveles energéticos se distribuían de
manera bastante aleatoria. Pero el análisis estadístico proporcionaba valores muy
distintos cuando se confinaba a los electrones en una zona con forma de estadio, en la
que sus trayectorias eran caóticas: los niveles energéticos dejaban de ser aleatorios.
Más bien seguían una pauta mucho más uniforme, en la que nunca compartían dos
niveles próximos.
Era una nueva manifestación de la extraña repulsión entre niveles energéticos.
Los billares cuánticos caóticos producían la misma pauta regular que ya había sido
observada por Dyson en los niveles energéticos de los núcleos de átomos pesados, y
por Montgomery y Odlyzko en la situación de los ceros de Riemann. Estos niveles
energéticos casaban muy bien con la distribución estadística de las frecuencias de un
tambor cuántico aleatorio. Pero se descubrió que no todos los datos estadísticos
coincidían a la perfección: los físicos estaban empezando a comprender que la
distribución de las distancias entre el N-ésimo y el (N+100)-ésimo nivel energético
cambiaba según se estuviera jugando en un billar cuántico o simplemente se midieran
las frecuencias de un tambor cuántico aleatorio.
Uno de los expertos en este cóctel entre teoría del caos y física cuántica es sir
Michael Berry, de la Universidad de Bristol. Berry ha sido el primero en comprender

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que las desviaciones que había notado Odlyzko entre las gráficas de la varianza de los
ceros de Riemann y de los tambores cuánticos aleatorios indican que un sistema
cuántico puede ofrecer el mejor modelo físico para el comportamiento de los
números primos. Berry es una figura carismática de la comunidad científica actual: da
un aire de sofisticación a su disciplina que quizá falta a los que viven inmersos en el
mundo científico. Es un hombre del Renacimiento, que gusta de citar tanto a los
gigantes de la literatura como a los de la ciencia para persuadir a los demás de su
propia visión del mundo. Además, es un experto en hallar la imagen perfecta con que
penetrar en la complejidad de las fórmulas matemáticas. Es una gran suerte para los
matemáticos que este caballero inglés se haya unido a sus filas en el asalto a la
hipótesis de Riemann.
Berry quedó fascinado por los números primos en los años ochenta, cuando leyó
en el Mathematical Intelligencer un artículo titulado «Los primeros cincuenta
millones de números primos». El artículo era de Don Zagier, el mosquetero de las
matemáticas del Instituto Max Planck que había retado en duelo a Bombieri por la
hipótesis de Riemann. En el artículo, Zagier no proponía una aburrida lista de
millones de números, sino que explicaba cómo utilizar los ceros de Riemann para
crear ondas que reproducían mágicamente la cantidad de números primos que se
espera encontrar a medida que se va contando. «Era un artículo magnífico. Los ceros
de Riemann, pensé, son una cosa maravillosa». Berry fue capturado por la
interpretación física del descubrimiento de Riemann: la existencia de una música en
el interior de los números primos.
Siendo físico, Berry aporta al estudio de los números primos una capacidad de
captar las relaciones con la realidad física de la que carecen la mayoría de los
matemáticos. Los matemáticos pueden pasar tanto tiempo en el mundo abstracto de
sus construcciones mentales que terminan por olvidar todas las relaciones entre las
matemáticas y la realidad física que los rodea. Riemann había transformado los
números primos en funciones de onda; para un físico como Berry, estas ondas no son
sólo una música abstracta, sino que pueden traducirse en sonidos reales, sonidos que
cualquiera puede escuchar. En sus presentaciones de la hipótesis proponía siempre la
audición de una grabación de la música de Riemann: un ruido blanco, suave y sordo.
Berry lo describe como «una especie de música bastante posmoderna, pero gracias a
la obra de Riemann podemos decir lo que Bernard Shaw le dijo a Wagner: “esta
música es mejor de lo que suena”».
El interés de Berry por los números primos coincidió con una mejor comprensión
de las diferencias entre la distribución de los niveles energéticos en los electrones en
los billares cuánticos y la de los niveles energéticos en un tambor cuántico aleatorio:
«Pensé que podría ser interesante reexaminar la historia de los ceros de Riemann y
las ideas de Dyson a la luz de las nuevas relaciones con el caos cuántico». La
particular distribución que Berry había descubierto en los niveles energéticos de los
billares cuánticos, ¿se reflejaría en la distribución de los ceros en el paisaje zeta de

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Riemann? «Pensaba que sería muy bonito comprender si los ceros se comportaban
realmente de aquella manera, y por ello hice algunos cálculos aproximativos». Pero
no disponía de datos suficientes: «Más adelante supe que Odlyzko había efectuado
sus famosos cálculos. Le escribí y estuvo muy dispuesto a ayudarme. Me explicó que
estaba un poco preocupado porque a partir de un cierto punto sus cálculos habían
empezado a manifestar algunas desviaciones: creía haber cometido algún error».
Pero Odlyzko no tenía la intuición de un físico. Cuando Berry comparó los ceros
con los niveles energéticos de los billares cuánticos aleatorios, descubrió una
concordancia perfecta. Las discrepancias que Odlyzko había observado resultaron ser
el primer signo de la diferencia entre la distribución de las frecuencias en un tambor
cuántico aleatorio y la de los niveles de energía de los billares cuánticos caóticos.
Odlyzko no sabía nada de este nuevo sistema cuántico caótico, pero Berry lo
reconoció rápidamente:

Fue un gran momento, porque el resultado era manifiestamente correcto. Para


mí se trataba de una prueba circunstancial, aunque convincente e
incontrovertible, de que, si aceptamos la certeza de la hipótesis de Riemann,
entonces en la base de los ceros de Riemann no habría simplemente un
sistema cuántico, sino un sistema cuántico con una contraparte clásica,
moderadamente simple aunque caótico. Fue un momento delicioso: era, por
así decir, un regalo que la mecánica cuántica hacía a la teoría de los ceros de
Riemann.

Lo más curioso es que, si el secreto de los números primos es verdaderamente un


juego de billar cuántico, entonces los números primos se representan mediante
trayectorias muy especiales sobre la mesa de billar. Algunas trayectorias hacen volver
la bola al punto de partida tras un cierto número de rebotes en la mesa, que a partir de
entonces se vuelven iguales a sí mismas. Parece que estas trayectorias especiales son
precisamente las que representan los números primos: a cada trayectoria le
corresponde un número primo, y cuanto más tarda una trayectoria en repetirse, mayor
es el número primo correspondiente.
El nuevo giro conseguido por Berry podría llevar a una unificación de tres
grandes temas científicos: la física cuántica (la física de lo extremadamente pequeño),
el caos (las matemáticas de la impredecibilidad) y los números primos (los átomos de
la aritmética). Después de todo, quizás el orden que Riemann había esperado
descubrir en los números primos se describe por el caos cuántico. Una vez más, los
números primos hacen gala de su carácter enigmático. La relación aparente entre la
distribución estadística de los ceros y la de los niveles energéticos ha llevado a
muchos físicos a la búsqueda de una demostración de la hipótesis de Riemann. En el
origen de los ceros podrían estar las frecuencias de un tambor matemático; si así
fuera, los físicos cuánticos serían los mejor equipados para localizarlos: sus propias
existencias bailan al son de aquellos tambores.

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Ahora bien, a pesar de todas estas pruebas de que los ceros de Riemann son
vibraciones, aún no sabemos qué es lo que vibra. Puede ser que la fuente de las
vibraciones sea puramente matemática, sin ningún modelo físico. Ciertamente, las
matemáticas que explican los ceros podrían ser las mismas matemáticas del caos
cuántico, pero ello no significa que la solución tenga necesariamente una
manifestación física. Berry no lo cree así; según él, cuando las matemáticas estén
completamente definidas emergerá el correspondiente modelo físico cuyos niveles
energéticos reflejarán los ceros de Riemann: «No tengo la menor duda de que,
cuando alguien encuentre el origen de los ceros, ese alguien construirá el modelo
físico». ¿Sería posible que tal modelo ya existiera, escondido en algún rincón del
universo, esperando a ser descubierto? Quizá los números primos cósmicos que Ellie
Arroway descubre en la novela Contacto de Carl Sagan no son una señal de vida
extraterrestre, sino sólo las frecuencias de vibración de una estrella de neutrones. Tal
como explica Berry, «Existe el famoso principio totalitario según el cual todo lo que
está permitido por las leyes de la física puede encontrarse en alguna parte de la
naturaleza. Soy escéptico sobre la aplicación del principio a este caso. Lo que sí es
cierto es que se podría conseguir crear el modelo de una u otra forma».
Si Odlyzko ha tenido a la AT&T a sus espaldas, Berry y su grupo de investigación
se han beneficiado durante algunos años del apoyo de otro importante actor
económico: en Bristol, su sede central del Reino Unido, la Hewlett-Packard contrató
a algunos miembros del grupo de Berry para que contribuyeran a la explotación del
poder de la física cuántica. En Hewlett-Packard sabían que cualquier progreso en
dirección de la hipótesis de Riemann tenía la capacidad implícita de mejorar nuestra
comprensión del juego de billar cuántico. Y, puesto que, las reglas del billar cuántico
determinan el comportamiento de los circuitos electrónicos de los ordenadores, en la
medida en que los electrones se lanzan a toda carrera por los surcos grabados en los
microchips, sabían también hasta qué punto era importante estar al día de los
progresos de los expertos jugadores de billar cuántico que contrataban.

42: LA RESPUESTA A LA PREGUNTA FUNDAMENTAL

Aunque los colosos como AT&T y Hewlett-Packard hayan tenido que reducir sus
inversiones en los números primos como consecuencia del período de estancamiento
que ha sufrido la industria de los ordenadores, hay todavía un actor económico que se
permite continuar con las investigaciones sobre este juego aparentemente abstracto.
La Fry Electronics es una cadena de unos veinte grandes almacenes de electrónica
esparcidos por toda la costa oeste de los Estados Unidos, que vende a todo el país
accesorios para ordenadores y otros artículos electrónicos. La empresa no puede
ofrecer subvenciones similares a las de los gigantes de la AT&T y la Hewlett-Packard
pero, al visitar su sede central en Palo Alto (California), hallaremos, junto a la entrada

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principal del gran almacén, una destartalada puerta metálica con la placa American
Institute of Mathematics.
El instituto es inspiración de uno de los administradores de la empresa: John Fry.
Él y Brian Conrey estudiaron matemáticas juntos en la Universidad de Santa Clara.
Mientras Conrey ha perseverado hasta conquistar un lugar en los libros al demostrar
la pertenencia a la recta de Riemann de la que hasta hoy es la más alta proporción de
ceros, Fry se ha dedicado a una aventura más comercial, pero no ha perdido su interés
por las matemáticas. Cuando se produjo la eclosión de la industria de la electrónica,
Fry se preguntó si podía haber alguna forma de dar su apoyo a la disciplina.
Anteriormente había financiado un equipo de fútbol-sala, y por ello decidió llevar su
idea a la práctica financiando un equipo de matemáticos.
Fry contactó con Conrey, y juntos idearon un plan para coordinar los esfuerzos
dedicados a demostrar la hipótesis de Riemann. Para anunciar la iniciativa, los dos
financiaron un encuentro que debía de tener lugar en Seattle, en 1996, con ocasión
del centenario de la demostración del teorema de los números primos. No se trataba
simplemente de aportar el dinero: pretendían fomentar la adopción de un nuevo
código de comportamiento en la colaboración entre matemáticos. La hipótesis de
Riemann es ya un trofeo tan ambicionado que muchos son reacios a hacer pública
incluso la más vaga de las ideas por miedo a proporcionar a algún otro la última y
decisiva pieza del rompecabezas. Conrey y Fry querían interrumpir ese ciclo que, a su
modo de ver, no llevaba a ninguna parte. En las reuniones y en los congresos se tenía
que poner el énfasis en compartir unas ideas que no necesariamente llevarían a
resultados concretos. Consiguieron incluso sentar a los matemáticos alrededor de una
mesa como si tuvieran que decidir sobre un plan empresarial.
La reunión de Seattle dio lugar a los que hoy son algunos de los indicios más
convincentes de que la hipótesis de Riemann tiene algo que ver con el caos cuántico.
Los indicios se materializaron después de que algunos de los matemáticos presentes
plantearan sus dudas sobre la oportunidad de basar el nexo exclusivamente en la
observación de que las dos gráficas parecen indistinguibles. Uno de los matemáticos
que manifestaron su escepticismo fue Peter Sarnak: a pesar de que quedó muy
impresionado por la cantidad de analogías que se dan entre el caos cuántico y los
ceros de la función zeta de Riemann, Sarnak aún tenía que convencerse de la
existencia de un auténtico nexo.
Sarnak es una de las figuras más prestigiosas de Princeton. Fue, entre otras cosas,
confidente de Andrew Wiles cuando éste lanzaba con gran secreto su ataque al último
teorema de Fermat. El interés de Sarnak por la hipótesis de Riemann había nacido a
mediados de los años setenta, cuando se trasladó a los Estados Unidos desde
Sudáfrica para trabajar con Paul Cohen en la Universidad de Stanford, no muy lejos
de Fry Electronics. Durante sus estudios, Sarnak se había dirigido a Cohen porque
estaba interesado en la lógica matemática. Diez años antes, en 1963, Cohen había
conmocionado el mundo al resolver el primero de los veintitrés problemas de Hilbert

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gracias a una ingeniosa serie de argumentaciones lógicas: en contra de las previsiones
de Hilbert, que creía que su pregunta se contestaría con un «sí» o con un «no», Cohen
demostró que se podía elegir la respuesta que se deseara cierta.
El joven sudafricano llegó a Stanford pensando que se tendría que poner a
trabajar sobre otro endiablado rompecabezas lógico. Pero Cohen había puesto los
ojos en otro de los problemas de Hilbert, el octavo. La resolución del primer
problema de Hilbert era una empresa difícil de igualar, y Cohen estaba convencido
que únicamente la hipótesis de Riemann podría darle un placer aún mayor. Hizo
partícipe a Sarnak de sus propias ideas sobre el problema, suscitando en él una pasión
por la teoría de los números que nunca más lo abandonó.
La pasión de Sarnak por la propia disciplina es contagiosa: cuando habla de
matemáticas transmite energía y entusiasmo. Selberg, que ahora se reconoce viejo y
duro de oído, dice que Sarnak es uno de los pocos matemáticos de Princeton de quien
aún entiende lo que dice. Su acento sudafricano resuena por el departamento cuando
se entusiasma por cualquier novedad en la disciplina. La entrada de la física cuántica
en los pasillos sagrados de la teoría de los números había producido una gran
excitación, pero Sarnak quería más: ¿existían pruebas concretas de que el nexo entre
los niveles energéticos y los ceros daría lugar a algún progreso real?
Ciertamente, esta explicación nos ha sugerido dónde ir a buscar una explicación,
pero no nos ha dicho nada que no supiéramos. El nexo parece basarse en la fuerte
concordancia entre varios resultados estadísticos. El hecho de que dos imágenes
parezcan muy similares no es, sin embargo, algo a que los teóricos de números
atribuyan valor de prueba irrefutable de la existencia de una conexión. En resumen,
aunque Riemann hubiera puesto la geometría en primera línea, los matemáticos
miraban aún con escepticismo el poder de las imágenes para revelar la verdad.
Cuando llegó a la cita de Seattle, Sarnak dudaba que algo distinto de una
profunda intuición matemática pudiera revelar aspectos significativos del espacio de
Riemann. Tras oír discursos sobre analogías entre ceros de Riemann y niveles
energéticos en los billares cuánticos caóticos y haber escuchado la ejecución de la
música de los números primos propuesta por Berry, Sarnak no pudo más: era
realmente fascinante ver emerger las mismas imágenes en los dos campos, pero
¿había alguien capaz de señalar una sola contribución real a la teoría de los números
que fuera posible gracias a estos nexos? Sarnak propuso un reto a los físicos
cuánticos: utilizar la analogía entre caos cuántico y números primos para descubrir
algo que no se supiera aún sobre el paisaje de Riemann, algo que no resultara de un
análisis estadístico. Para animarlos, Sarnak apostó una botella de buen vino.
Un antiguo estudiante de Berry, Jon Keating, se adjudicó la botella de Sarnak
gracias al papel fundamental de un número muy especial, el 42. En la literatura
popular, el número 42 juega un papel de importancia: en el libro de Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, Zaphod Beeblebrox descubre que 42 es la
«respuesta a la pregunta fundamental sobre la vida, el universo y todo» (aunque no

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queda muy claro cuál era la pregunta). En la segunda mitad del siglo XIX, el número
42 fue muy apreciado por Lewis Carroll que, por otra parte, además de escritor era un
matemático formado en Oxford. En el proceso a la sota de copas, en Alicia en el País
de las Maravillas, el Rey proclama: «Regla cuarenta y dos: TODAS LA PERSONAS QUE
MIDAN MÁS DE UNA MILLA DEBEN ABANDONAR LA CORTE». En sus escritos, Carroll utiliza
este número muy a menudo: en La caza del Snark, por ejemplo, el castor llega con
«cuarenta y dos cajas, todas cuidadosamente empaquetadas con su nombre pintado
claramente en cada una». Lo extraño es que aquel número estaba a punto de entrar en
la historia de la hipótesis de Riemann, contribuyendo a convencer a los teóricos de
los números más escépticos de que el caos cuántico era la otra cara de la moneda de
los números primos.
Cuando supo de la botella de buen vino que Sarnak había apostado, Conrey
propuso a los físicos un reto muy especial que constituiría un precedente. Era un reto
que le tocaba muy de cerca, ya que estaba relacionado con un problema sobre el que
trabajaba desde hacía años, con escasa fortuna. Se sabía que algunos coeficientes
concretos de la función zeta de Riemann, los llamados momentos de la función,
deberían producir una sucesión de números enteros. El hecho era que los matemáticos
disponían de muy pocas indicaciones sobre cómo calcular la sucesión. Hardy y
Littlewood habían conseguido demostrar que el primer número de la sucesión era 1.
En los años veinte Albert Ingham, un discípulo de Littlewood, demostró que el
número siguiente era 2. Estos resultados no bastaban para definir una pauta que
contribuyera a ulteriores exploraciones.
Antes de la reunión de Seattle, Conrey había trabajado arduamente sobre aquel
problema junto con un colega, Amit Ghosh, y su trabajo sugería que el tercer
elemento de la sucesión estaba mucho más adelante, y correspondía al número 42.
Para Conrey, el hecho de que fuera éste el tercer número de la sucesión «fue de algún
modo sorprendente. Era la indicación de la presencia de cierto nivel de complejidad».
No tenían la menor idea sobre cómo proseguiría la sucesión. Conrey retó a los físicos
a explicar aquel 42 en términos de la analogía con la física cuántica: «Cuarenta y dos
es un número. O está o no está. No es como ver lo bien que los datos se adaptan a una
curva», subrayó Conrey.
En absoluto desanimado, Jon Keating se fue de Seattle y puso manos a la obra. El
encuentro había supuesto tal éxito que Fry y Conrey decidieron organizar otro. Tuvo
lugar pasados dos años en el Schrödinger Institut de Viena, una sede apropiada si
consideramos la nueva alianza que estaba fraguándose entre la teoría de los números
y una disciplina, la física cuántica, que Schrödinger había contribuido a crear.
Mientras tanto, Conrey había unido sus propias fuerzas con las de otro
matemático: Steve Gonek. Tras grandes esfuerzos en los que llevaron hasta el
extremo sus conocimientos de teoría de los números, Conrey y Gonek consiguieron
formular una hipótesis sobre el valor del cuarto término de la sucesión: 24.024. «Así
que teníamos esta sucesión: 1, 2, 42, 24.024,… Probamos todas las maneras

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imaginables de adivinar cuál sería la secuencia. Sabíamos que nuestro método ya no
funcionaba, porque proporcionaba un resultado negativo para el siguiente término de
la sucesión». Se sabía que todos los términos de la sucesión eran mayores que cero.
Conrey llegó a Viena con la intención de exponer las razones por las que él y Gonek
creían que el cuarto término de la sucesión era 24.024.
«Keating llegó a última hora. Lo vi la tarde en que tenía que dar su conferencia;
había visto el título y empezaba a creer que lo había conseguido. Apenas apareció fui
a su encuentro y le pregunté de repente: “¿Lo ha conseguido?”. Dijo que sí, que había
encontrado el 42». En efecto, junto con Nina Snaith, una de sus estudiantes de
doctorado, Keating había creado una fórmula capaz de generar cada número de la
sucesión. «Entonces le hablé del 24.024». Se trataba de una prueba decisiva.
¿Confirmaría la fórmula de Keating y Nina Snaith el valor conjeturado por Gonek?
Al fin y al cabo, Keating sabía que el resultado que tenía que encontrar era el 42, y
ello podía haberlo llevado a manipular su fórmula de manera que obtuviera ese
número. Pero el nuevo número, el 24.024 era completamente desconocido para
Keating que, por tanto, no podía haber hecho trampa.
«Faltaba poco para la conferencia de Jon. Buscamos una pizarra del Schrödinger
Institut y calculamos el valor que la fórmula daba para el cuarto término de la
sucesión». Seguían cometiendo errores de cálculo banales (sucede a veces que, tras
años de razonamientos abstractos en los que raramente se recurre a las tablas
pitagóricas que aprendimos de pequeños, los matemáticos no sean unos ases del
cálculo aritmético). Finalmente consiguieron calcular correctamente el resultado:
«Cuando descubrimos que era 24.024 tuvimos una sensación realmente increíble»,
narra Conrey. Pocos segundos más tarde, Keating se precipitó a dictar su conferencia,
donde anunció públicamente la fórmula que habían descubierto él y Nina Snaith,
presa todavía de la excitación sentida al hallar confirmado el resultado que Conrey y
Gonek habían previsto. Keating definió la experiencia vivida en la pizarra como «los
segundos más excitantes de mi vida científica».
Keating estaba preocupado ante la perspectiva de dar una conferencia ante la élite
de los teóricos de números: él, físico, estaba a punto de hablar ante una platea de
matemáticos sobre algo en lo que trabajaban desde hacía años. Pero la euforia de
haber descubierto 24.024 le dio la confianza necesaria. Entre el público se encontraba
Selberg, que era ya el abuelo de la materia. Al terminar la conferencia se pidió la
opinión del público. Selberg tiene fama de no preguntar tras las conferencias, sino
más bien de hacer declaraciones del tipo: «Esto lo demostré en los años cincuenta»,
o: «Intenté este enfoque hace treinta años: no funciona». Keating se preparó para lo
inevitable. Sin embargo, Selberg empezó a hacer una pregunta tras otra, claramente
fascinado con la idea. Sólo cuando Keating terminó heroicamente de contestar todas
sus preguntas, Selberg hizo su declaración: «Debe de ser correcto». Keating había
respondido al reto de Sarnak, y había dicho a los matemáticos algo que no sabían.
Sarnak mantuvo su promesa y le hizo llegar la botella de vino.

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El poder de la analogía entre los ceros de Riemann y la física cuántica es doble.
Primero, nos dice que tendremos que buscar una solución a la hipótesis de Riemann.
Y segundo, como ahora había demostrado Keating, puede desvelar otras propiedades
del espacio de Riemann. Explica Berry: «La analogía no tiene un fundamento
matemático sólido. Se juzga en cuanto se revela útil para sugerir a los matemáticos
cosas que luego tendrán que demostrar. No me avergüenza admitirlo: como físico me
gusta aquella máxima de Feynman según la cual “se conocen muchas más cosas de
las que se han demostrado”». A pesar de que los físicos no son capaces de concebir
un modelo físico que genere los ceros, los matemáticos admiten que podría suceder
que, finalmente, un físico demostrara la hipótesis de Riemann. Y por ello las
inocentadas de Bombieri con las que comenzamos este libro eran tan creíbles.

LA ÚLTIMA SORPRESA DE RIEMANN

Los físicos creen que la razón por la que los ceros de Riemann deben situarse
todos sobre la recta es que terminarán por ser las frecuencias de un tambor
matemático. A un cero que se situara fuera de la recta le correspondería una
frecuencia imaginaria prohibida por la teoría. No es la primera vez que una
argumentación de este tipo se utiliza para resolver un problema: cuando eran
estudiantes, Keating, Berry y otros físicos habían trabajado un problema clásico de
hidrodinámica cuya solución se basa en un razonamiento similar. El problema se
refiere a una esfera de fluido en rotación que se mantiene unida gracias a
interacciones gravitacionales recíprocas entre las partículas que la componen. Una
estrella, por ejemplo, es una enorme bola de gas giratorio que se mantiene unido por
su propia gravedad. La cuestión es: ¿qué sucederá con la bola si se le da una patada?
¿Se limitará a temblar ligeramente o se desintegrará? Para responder a estas
preguntas es necesario determinar si ciertos números imaginarios determinados están
o no alineados. Si lo están, la esfera de fluido en rotación quedará intacta. La razón
por la que estos números imaginarios se colocan en línea recta está estrechamente
ligada a las ideas de la física cuántica con las que se espera demostrar la hipótesis de
Riemann. ¿Quién descubrió la solución de este problema? Aquel que utilizó las
matemáticas de las vibraciones para obligar a aquellos números imaginarios a
colocarse en línea recta: nada menos que Bernhard Riemann.
Poco después del triunfo conseguido en el Schrödinger Institut, Keating se
trasladó a Gotinga para dar una conferencia sobre el uso de la física cuántica para
ilustrar la hipótesis de Riemann. Casi todos los matemáticos que pasan por Gotinga
aprovechan para visitar la biblioteca y examinar las notas inéditas de Riemann, sus
Nachlass. Entrar en relación con una figura tan importante de la historia de las
matemáticas no sólo es una experiencia emocionante: los Nachlass guardan aún
muchos misterios sin resolver, escondidos en los ilegibles garabatos de Riemann. Se
trata de la piedra de Rosetta de las matemáticas.

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Antes de que Keating se marchara a Gotinga, uno de sus colegas del
departamento de Matemática, Philip Drazin, le encargó que examinara la parte de los
Nachlass en la que Riemann afronta aquel problema clásico de la hidrodinámica.
Aunque la gobernanta de Riemann destruyó muchísimos de sus apuntes, los Nachlass
contienen aún una gran cantidad de material, por lo que han sido divididos en varias
partes que cubren los diversos períodos de la vida de Riemann y sus múltiples áreas
de interés.
En la biblioteca de Gotinga, Keating pidió las dos partes de los Nachlass que
deseaba consultar: uno contenía las ideas de Riemann sobre los ceros en su paisaje
zeta, y otro se refería a sus estudios de hidrodinámica. Cuando salió de la cámara
acorazada de la biblioteca un único grupo de documentos, Keating hizo notar que él
había pedido consultar dos partes. Pero el bibliotecario le respondió que ambas
«partes» se encontraban en los mismos folios. Al examinar aquellas páginas, Keating
descubrió maravillado que Riemann había ideado su demostración relativa a la esfera
de fluido en rotación precisamente en el mismo período en que estaba razonando
sobre los puntos a nivel del mar en su paisaje zeta. Para resolver aquel problema de
hidrodinámica, Riemann había utilizado exactamente el mismo método que ahora
estaban proponiendo los físicos para obligar a los ceros de Riemann a situarse en
línea recta. Allí, ante Keating, recogidos en las mismas páginas, estaban los
pensamientos de Riemann sobre ambos problemas.
Una vez más, los Nachlass revelaban hasta qué punto Riemann se adelantó a su
tiempo. Es imposible que no fuera consciente del significado que implicaba su
solución al problema de dinámica de fluidos. Su método había demostrado por qué
ciertos números imaginarios que aparecían en su análisis de la esfera de fluido se
colocaban en línea recta; y al mismo tiempo —y en los mismos folios— estaba
intentando demostrar por qué los ceros de su paisaje zeta se situaban todos sobre la
misma línea. Durante los años que siguieron a aquellos descubrimientos sobre los
números primos y la hidrodinámica, Riemann siguió registrando sus nuevas ideas en
la libreta negra cuya desaparición ha enfurecido a generaciones de matemáticos. Con
ella desaparecieron los pensamientos de Riemann sobre la posibilidad de unir los
temas de la teoría de los números y de la física.
En los decenios que siguieron a la muerte de Riemann, las matemáticas y la física
empezaron a diverger. Si Riemann había gozado combinándolas, los científicos que le
siguieron estaban cada vez menos interesados en explorar las relaciones entre ambas
disciplinas. Sólo en el siglo XX física y matemática volvieron a trabajar codo con
codo, y esta reconciliación podía llevar al descubrimiento decisivo e indiscutible que
soñó Riemann.
Pero, por más excitantes que fueran estas conexiones con la física, muchos
matemáticos creían aún en el poder de la propia disciplina para resolver el enigma de
los números primos. Muchos estaban de acuerdo con Sarnak: la solución de la
hipótesis de Riemann se esconde en el corazón más profundo de las matemáticas. Los

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motivos para creer que las matemáticas por sí solas pueden proporcionar una
respuesta se remontan a 1949, y a la actividad de un prisionero francés muy especial.

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12
LA ÚLTIMA PIEZA DEL ROMPECABEZAS

Se dice que la historia de las matemáticas debería proceder como el análisis musical
de una sinfonía. Hay un cierto número de temas, y puede verse más o menos cuándo
aparece por primera vez cada uno de ellos. A continuación, cada tema se sobrepone
a los otros, y la habilidad artística del compositor está precisamente en su capacidad
para gestionarlos todos simultáneamente. A veces, el violín sigue un tema particular
y la flauta otro, después se invierten los papeles, y así sucesivamente. Con la historia
de las matemáticas ocurre exactamente lo mismo.
ANDRÉ WEIL
Two Lectures on Number Theory: Past and Present

A pesar de la euforia ante el juego de billar cuántico que podía ofrecer una
explicación de la hipótesis de Riemann, muchos matemáticos seguían escépticos
sobre la intrusión de los físicos en el mundo de la pura teoría de los números. La
mayoría de estos matemáticos continuaban convencidos de que su disciplina tenía
todos los papeles en regla para explicar por sí sola por qué los números primos se
comportan según nuestras hipótesis. La idea de que tanto el fenómeno cuántico como
los números primos obedecen a un mismo modelo matemático era ciertamente
plausible, pero muchos matemáticos estaban convencidos de que era muy improbable
que la intuición física pudiera ser de ayuda para demostrar la hipótesis de Riemann.
Cuando empezó a correr la voz de que uno de los mayores artífices de la teoría
matemática pura había centrado su atención en la hipótesis de Riemann, la confianza
de los matemáticos en sí mismos pareció justificarse: Alain Connes había empezado a
dar clases sobre sus ideas para una solución hacia mediados de los noventa; muchos
creían que la hipótesis de Riemann sería finalmente demostrada.
El simple hecho de que Connes se planteara frontalmente la hipótesis de Riemann
era ya un motivo de reflexión. Selberg, por ejemplo, reconoce que nunca ha intentado
realmente demostrarla: es inútil bajar al campo para combatir en una batalla —son
sus palabras— cuando no se dispone de un arma para combatir. Sobre su decisión de
emprender esta batalla, Connes escribe: «Según mi primer maestro, Gustave Choquet,
al afrontar abiertamente un conocido problema irresuelto uno corre el riesgo de ser
más recordado por un posible fracaso en esta empresa que por cualquier otra cosa
positiva que haya hecho en su vida. Pero, a una cierta edad, me he dado cuenta de que
esperar “con seguridad” la llegada al término de la propia vida significa también
aceptar ir al encuentro de la derrota».
Daba la impresión de que Connes podía tener acceso a todo un arsenal de técnicas

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que había utilizado para desvelar una serie de misterios escondidos en otros rincones
de las matemáticas: su creación de la llamada geometría no conmutativa había sido
saludada como una versión moderna de la visión riemanniana de la Geometría, visión
que ha tenido un impacto enormemente significativo en el desarrollo de las
matemáticas del siglo XX. De la misma forma en que el trabajo de Riemann había
preparado el camino a la teoría einsteniana de la relatividad, la geometría no
conmutativa de Connes ha demostrado ser un potente instrumento lingüístico para la
comprensión de la complejidad del mundo de la física cuántica.
La nueva matemática creada por Connes se considera una de las piedras angulares
de las matemáticas del siglo XX y le reportó, en 1983, el reconocimiento de una
medalla Fields. Hay que señalar, sin embargo, que el nuevo lenguaje introducido por
Connes no apareció repentinamente de la nada, sino en el contexto de un
renacimiento de las matemáticas francesas que empezó durante la Segunda Guerra
Mundial. Mientras el instituto de Princeton crecía gracias a la afluencia de
intelectuales que huían de las persecuciones que tenían lugar en Europa, Connes era
profesor en un instituto francés, creado en los años cincuenta, que ayudó a que París
volviera al centro internacional de las matemáticas, una posición que, durante el
reinado de Napoleón, había perdido en favor de Gotinga.
Las ideas de Connes se insertan en el marco de un movimiento matemático que
plantea un punto de vista muy elaborado y abstracto de esta disciplina, así como de
sus objetos de investigación. Durante los últimos cincuenta años, el lenguaje mismo
de las matemáticas ha sufrido una profunda evolución que todavía está en marcha, y
muchos investigadores opinan que, hasta que este proceso no se complete, no
tendremos a nuestra disposición un lenguaje suficientemente avanzado para articular
una explicación del por qué los números primos se comportan según las predicciones
de la hipótesis de Riemann. Esta nueva revolución matemática nació en la celda de
una prisión francesa durante la Segunda Guerra Mundial. De aquella celda emergió
un nuevo lenguaje matemático, que enseguida dio pruebas de sus potencialidades en
la exploración de nuevos escenarios, como el que Riemann había elaborado para
comprender los números primos.

HABLAR MUCHAS LENGUAS

En 1940, Élie Cartan director de la prestigiosa revista francesa Comptes Rendus


recibió un sobre. Desde principios del siglo XIX, cuando Cauchy había publicado sus
célebres escritos sobre las matemáticas de los números imaginarios, Comptes Rendus
se había convertido en una de las principales revistas en las que se anunciaban los
nuevos emocionantes resultados de las investigaciones. Cuando Cartan vio el sobre,
lo que le llamó inmediatamente la atención fue la dirección del remitente: la prisión
militar Bonne-Nouvelle, de Rouen. Si no fuera porque reconoció la caligrafía del

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remitente, Cartan la habría tirado a la papelera sin siquiera abrirla, creyendo que se
trataba del enésimo anuncio extravagante de una demostración del último teorema de
Fermat. La caligrafía, sin embargo, era la de un joven matemático llamado André
Weil, que tenía ya la reputación de ser una de las principales estrellas de las
matemáticas francesas. Cartan sabía que, hubiera escrito lo que hubiera escrito Weil,
aquello merecía leerse.
Cartan estaba extrañado por el hecho de haber recibido una carta desde una
prisión militar, pero la sorpresa fue mayor cuando la abrió y vio su contenido: Weil
había descubierto una demostración de por qué, en ciertos paisaje matemáticos, los
puntos a nivel del mar tienden a disponerse a lo largo de una recta. A pesar de que
esta técnica no funcionaba en el paisaje de Riemann, el mero hecho de que funcionara
en otros paisajes era suficiente para que Cartan se convenciera de estar ante algo
significativo. A partir de entonces, el teorema de Weil se convirtió en un faro para los
matemáticos que buscaban una prueba de la hipótesis de Riemann. El propio enfoque
de Connes debe mucho a estas ideas elaboradas por Weil en la soledad de su celda de
Rouen.
La habilidad de Weil para moverse por algunos de estos paisajes, donde otros
habían fracasado, puede deberse a su pasión por las lenguas antiguas, y especialmente
por el sánscrito. Opinaba que el desarrollo de nuevas ideas matemáticas tenía lugar
con pasos similares al desarrollo de formas lingüísticas elaboradas. Ciertamente, para
Weil no era una sorpresa que en la India la invención de la gramática hubiera
precedido a la del sistema decimal y de los números negativos, y que el álgebra de los
árabes naciera del sofisticado desarrollo de su lengua en la época medieval.
Las notables competencias lingüísticas de Weil contribuyeron a su gran habilidad
para crear un nuevo lenguaje matemático que le permitió articular sutilezas
conceptuales inexpresables de otra forma. Pero fue precisamente su obsesión por las
lenguas y, en concreto, su amor por el Mahabbarata —un antiguo texto sánscrito—,
lo que, a principios de 1940, condujo a prisión al eminente joven matemático.
El talento matemático de Weil se había manifestado claramente desde la infancia:
su primera maestra hablaba de este alumno de seis años diciendo que «cualquier cosa
que le explique sobre matemáticas, tengo la impresión de que ya la sabía». Su madre
estaba convencida de que, si André era siempre el primero de la clase, no podría
obtener ningún estímulo intelectual adecuado de parte de la escuela. Por tanto se
presentó a hablar con el director para insistir en que se hiciera avanzar varios cursos a
su hijo. El director, estupefacto, respondió: «Señora, es la primera vez que una madre
viene a quejarse de que las notas de su hijo son demasiado altas». Gracias al empuje
de su madre, sin embargo, André se encontró en la clase de Monsieur Monbeig.
Monbeig tenía una concepción muy personal de la enseñanza, a la que Weil
atribuye el mérito de sus progresos en el ámbito de las matemáticas. Por ejemplo, en
lugar de hacer aprender la gramática de memoria, Monbeig había desarrollado un
complejo sistema de notaciones algebraicas que desvelaba los esquemas que se

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escondían en las frases. Más adelante, cuando Weil conoció las ideas revolucionarias
de Noam Chomsky sobre la lingüística, no halló nada que le pareciera especialmente
nuevo. Weil admitió que «la adquisición precoz de familiaridad con un simbolismo
no banal puede tener, sobre todo para un matemático, un alto valor educativo».
Las matemáticas se convirtieron en la pasión de Weil, casi su droga: «Una vez
que sufrí una mala caída, mi hermana Simone pensó que la mejor forma de
consolarme era traerme rápidamente mi libro de álgebra». El talento de Weil fue
captado por una de las grandes leyendas de las matemáticas francesas: Jacques
Hadamard, que se había hecho famoso a principios de siglo demostrando el teorema
de los números primos de Gauss, animó a Weil a dedicarse a las matemáticas; así, a
los dieciséis años, Weil ingresó en la Ecole Normale Supérieure, una de las
academias parisienses creadas durante la Revolución francesa, para iniciar sus
estudios profesionales como matemático.
Mientras seguía cursos de matemáticas, Weil satisfacía también su pasión por las
lenguas antiguas. De este amor nacería más adelante un nuevo mundo matemático,
pero por entonces Weil pretendía simplemente aprender a leer los poemas épicos de
la antigua Grecia y de la India en sus lenguas originales. En concreto, había un poema
que estaría a su lado durante toda la vida: la Bhagavad Gita, el Canto de Dios
incluido en el Mahabbarata. En París, Weil dedicó al estudio del sánscrito tanto
tiempo como a las matemáticas.
Weil creía que la única forma de captar plenamente la belleza de cualquier texto
—y no sólo de un poema épico— era leyéndolo en su lengua original. Pensaba que
también en matemáticas era necesario releer los escritos originales de los maestros,
evitando basarse sólo en las exposiciones posteriores de sus obras: «Estaba
convencido que en la historia de la humanidad sólo cuentan los grandes genios, y que
para conocerlos lo único que vale es el contacto directo con sus obras», escribiría
después en su autobiografía, Memorias de aprendizaje. Por ello se puso a estudiar la
obra de Riemann: «Tuve una gran suerte de empezar por ahí, y siempre me he
alegrado de ello». La hipótesis de Riemann sobre la naturaleza de los números primos
marcaría la vida matemática de Weil.
Weil terminó sus exámenes en la Ecole antes de la edad de prestación del servicio
militar obligatorio, y decidió viajar por las grandes ciudades matemáticas de Europa.
Cruzó el continente a lo largo y a lo ancho —Milán, Copenaghe, Berlín, Estocolmo—
asistiendo a clases y hablando con los pioneros de las matemáticas de aquella época.
En Gotinga, que aún no había sido golpeada por las purgas académicas de Hitler,
Weil ordenó en su mente las ideas básicas de lo que sería su tesis doctoral. En la
ciudad natal de tres de los más grandes matemáticos europeos —Gauss, Riemann y
Hilbert—, a Weil le pareció claro que París había perdido, en el ámbito matemático,
la reputación de que había gozado en los grandes días de Fourier y de Cauchy. Ello se
debía en parte porque muchos jóvenes matemáticos franceses que se hubieran podido
convertir en figuras importantes en los años treinta habían muerto en la Primera

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Guerra Mundial: se había perdido una generación. En la posguerra, pocos de los
grandes matemáticos alemanes habían ido a París para presentar sus trabajos, de
manera que la ciudad se encontraba desesperadamente falta de ideas nuevas. ¿A
dónde había ido a parar la gran tradición matemática francesa, que se remontaba a
Fermat? Weil y otros jóvenes matemáticos decidieron cambiar esta situación.
Dado que no tenían una figura paterna alrededor de la cual recogerse, estos
ambiciosos jóvenes estudiantes decidieron crearse uno: Nicolas Bourbaki. Bajo este
pseudónimo compilaron colectivamente un tratado sobre el estado de las matemáticas
contemporáneas. El espíritu que los guiaba se remontaba a lo que hace de las
matemáticas una disciplina única en el contexto de las demás ciencias: en realidad,
las matemáticas son un edificio, construido sobre axiomas, en el que un teorema
demostrado en la Grecia antigua hoy sigue siendo un teorema, en el siglo XXI. El
grupo Bourbaki empezó a examinar las condiciones actuales del edificio, y expuso
sus resultados en un amplio informe escrito en el lenguaje de las matemáticas
moderna. Inspirándose en el gran tratado de Euclides que dos mil años antes había
disparado el tiro de salida de las matemáticas occidentales, llamaron a su obra
Elements de Mathématique. A pesar de esta herencia griega, se trataba de un proyecto
netamente francés. Se ponía el énfasis sobre el contexto más amplio posible para
cualquier resultado; si ello significaba perder de vista las cuestiones específicas para
cuya respuesta habían nacido las matemáticas, se consideraba que era un precio que
los jóvenes del grupo estaban dispuestos a pagar.
La elección de «Nicolas Bourbaki» —que corresponde al nombre de un
semidesconocido general francés— como guía de su asalto matemático encuentra sus
raíces en un ritual que solía llevarse a cabo en la Ecole Normale Supérieure a
principios del siglo XX: los novatos pasaban por una ceremonia de iniciación durante
la cual un estudiante de los últimos cursos, fingiendo ser un célebre profesor visitante
de la Escuela, dictaba una clase sobre algunos famosos teoremas matemáticos. El
«profesor» insertaba errores deliberados en algunas de las demostraciones que
presentaba, y los novatos tenían que identificarlos. La clave consistía en que estos
teoremas con errores se atribuían falsamente a desconocidos generales franceses en
lugar de a sus autores reales.
Las reuniones de estos jóvenes matemáticos franceses eran anárquicas y caóticas;
uno de los fundadores del grupo, Jean Dieudonné, narró: «cuando venía algún
invitado a las reuniones del círculo de Bourbaki, salía siempre con la impresión de
que se trataba de una jaula de grillos. No conseguían imaginar cómo esta gente,
gritando tres o cuatro a la vez, podrían llegar a alguna conclusión inteligente». Los
miembros del grupo Bourbaki, en cambio, creían que este carácter anárquico era
indispensable para el funcionamiento de su proyecto. En su batalla para la unificación
de las matemáticas contemporáneas empezó a emerger el nuevo lenguaje que Weil
desarrollaría.
Su amor por las lenguas antiguas y la literatura sánscrita llevó a Weil, en 1930, a

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su primer trabajo académico como profesor en la universidad musulmana de Aligarh,
no lejos de Delhi. Al principio la universidad pretendía asignarle un curso de lengua
francesa, pero en el último momento decidió que enseñara matemáticas. Durante su
época india, Weil conoció a Gandhi. Su contacto con la filosofía gandhiana, junto con
su lectura del Gita, tuvieron fatales consecuencias para Weil a su regreso a una
Europa que se preparaba para la guerra. En el Gita, Krishna aconseja a Arjuna que
actúe de acuerdo con su propio dharma, su código personal de comportamiento. Para
Arjuna, que pertenecía a la casta de los guerreros, ello significaba combatir a pesar de
la devastación inevitable que traería la guerra. Weil sentía que su dharma le decía lo
contrario, es decir, que se mantuviera fiel a sus propias convicciones pacifistas.
Decidió que, si estallaba la guerra, evitaría su movilización trasladándose a un país
neutral.
Durante el verano de 1939 se trasladó a Finlandia con su mujer. Weil esperaba
que Finlandia fuera un buen trampolín para huir a los Estados Unidos más adelante,
pero resultó ser un grave error: la noche del 23 de agosto de 1939, Stalin firmó un
pacto de no agresión con la Alemania nazi; a cambio de la neutralidad soviética,
Hitler prometió a Stalin que le dejaría las manos libres en Estonia, Letonia, Polonia
oriental y Finlandia. Al estallar la guerra, en septiembre de 1939, el gobierno
finlandés sabía que muy pronto Finlandia sería invadida; por tanto, todo lo que tenía
que ver con la Unión Soviética se consideraba sospechoso. Cuando las autoridades
interceptaron algunas cartas, llenas de ecuaciones incomprensibles, dirigidas a señas
soviéticas por parte de un ciudadano francés, llegaron rápidamente a la conclusión de
que este extranjero trabajaba para el enemigo. En septiembre de 1939, el francés fue
arrestado bajo la acusación de ser un espía al servicio de Moscú.
La noche anterior a la fijada para la ejecución, el jefe de policía, con motivo de
una cena de Estado, se encontró sentado junto a un matemático de la Universidad de
Helsinki, Rolf Nevanlinna. Al llegar al café, el jefe de policía se dirigió a Nevanlinna:
«Mañana fusilamos a un espía que dice conocerle. No me habría permitido molestarle
por tan poca cosa, pero, al encontrarme ahora con usted, aprovecho la ocasión para
pedirle su parecer». «¿Cómo se llama?», preguntó el académico. «André Weil»,
respondió el oficial. Nevanlinna se quedó con la boca abierta: durante el verano había
hospedado a Weil y a su mujer en su propia casa de campo, junto al lago. «¿Es
realmente necesario fusilarlo?», preguntó. «¿No pueden simplemente llevarlo hasta la
frontera y expulsarlo?». «Es una idea; no lo había pensado». Así, gracias a este
encuentro fortuito, Weil se ahorró la ejecución y las matemáticas se ahorraron la
pérdida de uno de sus principales representantes en el siglo XX.
En febrero de 1940, Weil estaba de nuevo en Francia, aunque languideciera en
una prisión de Rouen a la espera de ser procesado por desertor. Uno de los placeres
de las matemáticas consiste en que, para dedicarse a ella, no hacen falta muchos
instrumentos: basta con papel, lápiz e imaginación. La prisión proporcionaba los dos
primeros instrumentos y, en cuanto al tercero, Weil tenía de sobra. En su Noruega

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natal, Selberg había hallado en el aislamiento impuesto en los años de la guerra las
condiciones perfectas para dedicarse a las matemáticas. Trabajando en la India como
contable, Ramanujan había desarrollado sus increíbles dotes matemáticas incluso sin
haber tenido acceso a una formación académica. Bromeando con Weil, uno de los
discípulos de Hardy, Vijayaraghavan —que había sido colega de Weil en la India—,
le había repetido muchas veces: «si usted pudiera pasar seis meses o un año en la
cárcel, ciertamente sería capaz de demostrar la hipótesis de Riemann». Ahora Weil
estaba en condiciones de probar directamente las afirmaciones de Vijayaraghavan.
Riemann había construido un paisaje cuyos puntos a nivel del mar custodian los
secretos del comportamiento de los números primos. Para demostrar la hipótesis de
Riemann, Weil tenía que explicar por qué estos puntos a nivel del mar estaban
alineados. Hizo diversos intentos para orientarse en el paisaje de Riemann, pero no
tuvo éxito. Sin embargo, tras el descubrimiento por Riemann de un agujero que liga
los números primos con el paisaje zeta, los matemáticos han luchado con una serie de
paisajes parecidos que les han ayudado a explicar otros problemas de la teoría de los
números. Era tal la potencialidad de estos paisajes, cada uno definido por una
variante de la función zeta, que estaban empezando a convertirse en objetos de culto.
Su uso como método de resolución de los problemas de la teoría de los números
terminó por ser de tal manera universal que Selberg llegó a decir que creía oportuna
la firma de un tratado de no proliferación de funciones zeta.
Fue precisamente al explorar algunos de estos espacios que Weil descubrió un
método capaz de explicar por qué en ellos los puntos a nivel del mar tienden a
alinearse a lo largo de una recta. Los paisajes en los que Weil tuvo éxito no tenían
relación con los números primos, pero guardaban la clave para calcular el número de
soluciones de una ecuación del tipo y2 = x3 − x trabajando con una de las calculadoras
de reloj de Gauss. Tomemos, por ejemplo, esta ecuación y una calculadora de reloj
con cinco horas en su esfera. Si en la parte derecha de la ecuación ponemos x = 2,
tendremos que 23 − 2 = 8 − 2 = 6, que en nuestro reloj con cinco horas corresponderá
al número 1. De la misma forma, si ponemos y = 4 en la parte izquierda de la
ecuación, obtenemos 16, que en nuestro reloj corresponderá nuevamente al número 1.
Este resultado, que podemos escribir de la forma (x, y) = (2, 4), se llama solución de
la ecuación, ya que ambos lados de la propia ecuación coincidirán al sustituir los
valores 2 y 4 en nuestra calculadora de reloj de cinco horas. En realidad existen siete
pares posibles de números (x, y) que verifican nuestra ecuación:

(x, y) = (0, 0), (1, 0), (2, 1), (2, 4), (3, 2), (3, 3), (4, 0)

¿Qué sucedería si eligiéramos un reloj con otro número primo p de horas en su


esfera? El número de pares que satisfarían la ecuación sería aproximadamente p,
aunque no coincidiría exactamente con p. De la misma forma en que la estimación
logarítmica de Gauss para la cantidad de números primos oscila por arriba y por

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debajo del verdadero número de números primos, también el número p sobrestima o
subestima la verdadera cantidad de soluciones de la ecuación. Efectivamente, el
propio Gauss, en la última anotación de su diario matemático, había demostrado antes
que nadie, en esta ecuación en concreto, que el error en la estimación no sería
superior al doble de la raíz cuadrada de p. Sin embargo, Gauss había utilizado
métodos ad hoc que no servirían para otras ecuaciones; en cambio, la belleza de la
demostración de Weil consiste en que se aplica a cualquier ecuación en las variables x
e y. Al demostrar que los puntos a nivel del mar en el paisaje zeta de cada ecuación se
encuentran sobre la recta, Weil había generalizado el descubrimiento de Gauss que
indica que, como orden de magnitud, el error en la estimación no será nunca superior
a la raíz cuadrada de p.
Aunque no está directamente ligada a la hipótesis de Riemann sobre los números
primos, la demostración de Weil representa un vuelco importante desde el punto de
vista psicológico. En realidad había encontrado una forma de mostrar que los puntos
a nivel del mar en un paisaje construido con ecuaciones como y2 = x3 − x se
encuentran todos sobre una recta. La razón del entusiasmo de Cartan cuando abrió el
paquete de Weil y se encontró ante la demostración hay que buscarla en su
comprensión de la ayuda que estas nuevas técnicas podrían proporcionar para la
comprensión del paisaje original de Riemann.
Weil había dado los primeros pasos hacia la creación de un lenguaje totalmente
nuevo para la comprensión de las soluciones de ecuaciones. Una escuela de
matemáticos italianos, con sede en Roma y dirigida por Francesco Severi y Guido
Castelnuovo, había empezado algo similar, y Weil había conocido su trabajo durante
su viaje a través de las capitales europeas. Pero las bases sentadas por los italianos
eran aún bastante inestables, y no habrían sido capaces de sostener aquellas
matemáticas que Weil necesitaba. Las ideas de Weil se convirtieron en los
fundamentos de lo que hoy llamamos geometría algebraica, que está en el centro de la
demostración del último teorema de Fermat.
Trabajando con este nuevo lenguaje, Weil consiguió construir para cada ecuación
una especie muy particular de tambor matemático. Este tambor tenía un número finito
de frecuencias, a diferencia de las infinitas frecuencias de los tambores físicos y de
los infinitos niveles energéticos de la física cuántica. Las frecuencias del tambor de
Weil indicaban con precisión las coordenadas de los puntos a nivel del mar en el
paisaje de la ecuación correspondiente. Sin embargo, necesitó mucho más trabajo
para hacer que los puntos se situaran a lo largo de una recta. Ya no se trataba de
frecuencias que reflejaban los niveles energéticos de la física cuántica, donde un cero
fuera de la línea habría significado un nivel de energía imaginario, es decir, algo
prohibido por la teoría física. Necesitaba algo distinto para obligar a los ceros a
situarse sobre la línea recta.
Mientras estaba sentado en su celda escuchando el tambor que había construido,
repentinamente se le ocurrió que ya tenía la última pieza del rompecabezas, la que

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explicaría por qué las frecuencias de este tambor están situadas a lo largo de una
recta. Durante su viaje a través de Europa, tras su licenciatura, había tenido
conocimiento de un teorema demostrado por el matemático italiano Guido
Castelnuovo, un teorema que resultó de importancia crucial para forzar a los ceros de
aquellos paisajes de las ecuaciones a alinearse ordenadamente. Sin la feliz ayuda
proporcionada por el resultado de Castelnuovo, estos paisajes habrían podido
permanecer tan inaccesibles como el de Riemann. Como reconoció Sarnak en
Princeton: «el hecho de que Weil consiguiera hacer funcionar su demostración fue, en
cierto modo, un milagro».
Al menos en parte, Weil había conseguido realizar el sueño de Vijayaraghavan.
Aunque no había podido con la hipótesis de Riemann sobre los números primos,
había encontrado la forma de demostrar que los puntos a nivel del mar en paisajes
análogos tienden a situarse a lo largo de una recta. El 7 de abril de 1940 escribió a su
mujer Eveline diciéndole: «Mi trabajo matemático hace progresos superiores a todas
mis expectativas; pero estoy un poco preocupado porque si trabajo tan bien en la
cárcel, ¿no podría organizarme para pasar en ella dos o tres meses cada año?». En
condiciones normales, Weil habría esperado antes de publicar, pero en aquella
situación el futuro era demasiado incierto como para correr riesgos; por tanto, preparó
una nota para Comptes Rendus y se la mandó a Elie Cartan.
En una carta que le mandó desde la cárcel, Weil relató a su mujer, a propósito de
aquella nota: «Estoy muy satisfecho de ella, especialmente porque la he escrito aquí,
lo que es bastante inusitado en la historia de las matemáticas, y también porque
representa una buena manera de hacer saber a todos mis amigos matemáticos
diseminados por el mundo que aún existo. Estoy encantado con la belleza de mis
teoremas». Tras leer el manuscrito, el hijo de Elie Cartan, Henri —matemático amigo
y coetáneo de Weil—, le respondió con una carta en la que escribía con envidia: «No
todos tenemos tu suerte de poder trabajar sin ser molestados…».
Elie Cartan estuvo encantado de publicar el escrito. El 3 de mayo de 1940 terminó
el fecundo período de prisión de Weil. Cartan testificó en el proceso, que fue descrito
por Weil como «una comedia mal representada». Weil fue condenado a cinco años de
prisión por no presentarse a filas, pero la condena quedaría en suspenso si aceptaba
prestar el servicio militar en el frente. A pesar de los óptimos resultados matemáticos
que había conseguido durante el tiempo que pasó en la cárcel de Rouen, Weil aceptó
entrar en el ejército. Resultó ser una sabia elección: un mes más tarde, ante el avance
de las tropas alemanas, los franceses fusilaron a todos los prisioneros de Rouen con el
fin de acelerar, dicen, la retirada de las tropas.
Por medio de un certificado médico falso que había conseguido en Inglaterra, en
1941 Weil fue autorizado a abandonar el ejército por pulmonía. Obtuvo los visados
para que él y su familia pudieran trasladarse a los Estados Unidos, donde coincidió
con Siegel en el Institute for Advanced Study de Princeton. Los dos habían trabado
amistad durante el viaje de Weil a través de Europa. Cuando Siegel se había

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trasladado a estudiar las notas inéditas de Riemann y había descubierto su fórmula
secreta para el cálculo de los ceros, Weil lo había acompañado. Como es natural,
Siegel estaba ansioso por saber si era posible extender a la comprensión del espacio
original de Riemann el enfoque que Weil había utilizado para orientarse en un
espacio matemático análogo.
Muchos, entre ellos el propio Siegel, estaban convencidos de que la demostración
que Weil había conseguido para un paisaje concreto proporcionaría elementos
fundamentales en la búsqueda del que era realmente el Grial: la hipótesis de
Riemann. Weil dedicó años a determinar este esquivo nexo de unión con el paisaje
que Riemann había creado; por desgracia, como hombre libre no volvió a gozar del
éxito que le había sonreído en la cárcel de Rouen. Podemos percibir la melancolía de
Weil en las palabras con que, más adelante, describió su deseo de revivir el ímpetu de
su primer descubrimiento:

Todos los matemáticos dignos de tal nombre han experimentado… aquel


estado de lúcida exaltación en el que un pensamiento sigue a otro de manera
casi milagrosa… esta sensación puede prolongarse durante horas, a veces
durante días. Cuando uno la ha experimentado desearía poder repetirla, pero
no es capaz de hacerlo cuando quiera, si no es lanzándose de cabeza al
trabajo…

En una entrevista para La Science, en 1979, le preguntaron qué teorema habría


querido demostrar por encima de todo. Respondió que «en el pasado, a veces, me he
dicho que, si hubiera conseguido demostrar la hipótesis de Riemann —que se había
formulado en 1859—, habría mantenido mis resultados en secreto hasta 1959, para
poder hacerlos públicos con motivo de su centenario». Pero, a pesar de todos los
esfuerzos, no llegó a ningún resultado: «Después de 1959 me he dado cuenta de que
aún estoy muy lejos de una solución; y me he ido apartando de manera gradual, no
sin pesar».
Durante toda su vida, Weil se mantuvo en estrecho contacto con Goro Shimura,
uno de los matemáticos japoneses que plantearon la conjetura resuelta por Andrew
Wiles mientras avanzaba en la demostración del último teorema de Fermat. Shimura
rememora lo que Weil, ya de avanzada edad, le dijo: «Antes de morir, me gustaría ver
demostrada la hipótesis de Riemann, pero tengo que admitir que se trata de una
eventualidad improbable». Shimura recuerda también una conversación que tuvieron
sobre Charlie Chaplin. En su juventud, Chaplin había visitado a un adivino que le
había predicho con todo detalle lo que le reservaba el futuro. Bromeando
melancólicamente, Weil dijo: «Bueno, en mi autobiografía podría escribir que, de
joven, un adivino me había predicho que nunca conseguiría resolver la hipótesis de
Riemann».
Aunque el sueño de Weil de demostrar la hipótesis de Riemann, o al menos verla
demostrada, no se cumplió, no obstante, no hay duda de que su obra posee

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importancia fundamental: la demostración de Weil ha proporcionado a los
matemáticos un rayo de esperanza sobre la posibilidad de alcanzar la cumbre del
monte Riemann. Por otra parte, ha alimentado su fe en la certeza de la intuición de
Riemann. Si los puntos a nivel del mar se alinean en un paisaje zeta, es lícito esperar
que hagan otro tanto en el espacio de los números primos. Además, para orientarse en
su paisaje, Weil había recurrido a un extraño tambor matemático, mucho antes de que
las conexiones con el caos cuántico nos revelaran que se trata de un buen método
para buscar una solución. En palabras de Sarnak, «El resultado que Weil obtuvo se ha
convertido en el faro que nos guía en nuestra búsqueda de una demostración de la
hipótesis de Riemann».
El nuevo lenguaje matemático de Weil, la geometría algebraica, le había
permitido articular sutilezas sobre la solución de ecuaciones que de otra forma
hubieran sido imposibles. Pero si quedaba alguna esperanza de extender las ideas de
Weil de manera que ayudaran a demostrar la hipótesis de Riemann, estaba claro que
aquellas ideas se desarrollarían más allá de las bases que él había sentado desde su
celda de Rouen. Sería otro matemático parisiense quien daría vida al esqueleto del
nuevo lenguaje ideado por Weil. El gran artífice de esta empresa fue uno de los
matemáticos más extraños y más revolucionarios del siglo XX: Alexandre
Grothendieck.

UNA NUEVA REVOLUCIÓN FRANCESA

Napoleón había forjado su propia revolución académica creando instituciones


como la École Polytechnique y la Ecole Normale Supérieure. Sin embargo, el
excesivo énfasis que puso en unas matemáticas al servicio de las necesidades del
Estado había hecho que París perdiera la centralidad en el mapa de las matemáticas
internacionales a favor de Gotinga, donde el enfoque más abstracto de Gauss y de
Riemann pudo desarrollarse y florecer. En la segunda mitad del siglo XX, Francia fue
sacudida por un nuevo vendaval de optimismo sobre las posibilidades de que París
reconquistara su posición de primera línea en el mundo de las matemáticas.
Gracias a la iniciativa de un emigrante ruso, el industrial Léon Motchane, que era
un apasionado de la ciencia, y bajo la dirección académica de algunas figuras clave
del grupo Bourbaki, se decidió crear un nuevo instituto inspirado en el brillante
ejemplo del Institute for Advanced Study de Princeton. A diferencia de las academias
napoleónicas, este nuevo instituto no estaría bajo control estatal. Fundado como
empresa privada, el Institut des Hautes Études Scientifiques se inauguró en 1958. Sus
edificios se esconden entre los bosques del Bois-Marie, no lejos de París. A lo largo
de los años ha hecho realidad los sueños de sus creadores. Marcel Boiteux, un
antiguo rector del instituto, lo ha descrito como «un foco de radiación, una colmena
vibrante, y un monasterio, donde las semillas, plantadas en profundidad, pueden

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germinar y alcanzar la madurez según sus propios ritmos naturales». Uno de los
primeros profesores del instituto fue una joven estrella de las matemáticas que
respondía al nombre de Alexandre Grothendieck. Esta primera semilla parece haber
florecido de la forma más espectacular.
Grothendieck es un matemático austero: su despacho en el instituto no tenía más
adornos que un óleo que representaba a su padre, pintado por un compañero de éste
en uno de los campos donde estuvo internado antes de ser trasladado a Auschwitz,
donde murió en 1942. Grothendieck había tomado de su padre la fiera expresión de
aquellos ojos que resplandecían en la cara del retrato, donde se le veía con la cabeza
rapada.
Aunque no había llegado a conocer a su padre directamente, la devoción con que
su madre le había hablado de él surtió un profundo efecto sobre Grothendieck. Como
comentó él mismo, con la vida de su padre podrían estudiarse los hechos más
importantes de las revoluciones europeas entre 1900 y 1940: desde la Revolución
bolchevique de octubre de 1917 —de la que había sido dirigente—, pasando por los
enfrentamientos armados con los nazis en las calles de Berlín, hasta el enrolamiento
en las milicias anarquistas durante la Guerra Civil española. Finalmente los nazis
consiguieron detenerlo en Francia, gracias al gobierno de Vichy, que se lo entregó
como judío.
Grothendieck llevó a cabo su propia revolución, no en el campo de batalla
político, sino en el ámbito de las matemáticas. Partiendo de los primeros intentos de
Weil, puso a punto un nuevo lenguaje matemático. Así como las nuevas intuiciones
de Riemann supusieron un punto de inflexión, el nuevo lenguaje de la geometría y del
álgebra que Grothendieck elaboró hizo posible la creación de una dialéctica
totalmente nueva, que permitió a los matemáticos articular ideas que anteriormente
eran imposibles de expresar. Todo ello puede compararse con las nuevas perspectivas
que se abrieron a finales del siglo XVIII, cuando los matemáticos aceptaron el
concepto de número imaginario. Pero este nuevo lenguaje no era fácil de aprender:
incluso el propio Weil quedó bastante desconcertado ante el nuevo mundo abstracto
de Grothendieck.
El Institut des Hautes Études Scientifiques se convirtió en la sede posbélica
natural del proyecto Bourbaki, todavía dedicado a producir ulteriores volúmenes de
su estudio enciclopédico sobre las modernas matemáticas. Grothendieck se convirtió
en uno de sus principales colaboradores. Cuando los primeros miembros del grupo
cumplieron los cincuenta años, se retiraron de Bourbaki, y empezó la caza de nuevos
reclutas, jóvenes matemáticos franceses que ocuparan sus puestos. Más que cualquier
otra iniciativa, las publicaciones de Bourbaki ayudaron decisivamente a Francia a
recuperar su posición central en las matemáticas internacionales. Muchos
matemáticos creían que Bourbaki era una persona verdadera y real; y Bourbaki, por
su parte, incluso presentó su solicitud para ingresar en la American Mathematical
Society.

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Más allá de las fronteras francesas, muchos han criticado el efecto de Bourbaki
sobre las matemáticas, lamentando sus criterios de selección sobre lo que había que
documentar. Los críticos pensaban que Bourbaki había convertido en estéril la
investigación matemática al presentar esta disciplina como un producto acabado en
lugar de un organismo en evolución. Su énfasis en la mayor universalidad posible
hacía perder de vista la excentricidad y los aspectos a menudo específicos de esta
disciplina. Pero Bourbaki cree que su proyecto ha sido mal interpretado: los tomos
que llevan su nombre están ahí para confirmar la solidez de la posición que ahora
ocupamos. Han sido concebidos como una nueva versión de los Elementos, como el
equivalente moderno del punto de partida que Euclides nos proporcionó hace dos mil
años.
La vieja guardia, compuesta por los matemáticos que estaban en activo antes de la
Segunda Guerra Mundial, empezó a lamentarse de no reconocer ya la disciplina sobre
la que llevaban largos años trabajando. Siegel comentó así una presentación de su
obra, traducida en el nuevo lenguaje:

Me disgusté por la forma en que mi contribución a la cuestión ha sido


desfigurada y vuelta incomprensible. Todo el estilo… contradice aquel
sentido de simplicidad y honestidad que admiramos en las obras de los
maestros de la teoría de los números: Lagrange, Gauss o, en menor escala,
Hardy y Landau. Me parece ver un cerdo entrando en un espléndido jardín y
poniéndose a destrozar flores y plantas.

Siegel era pesimista sobre el futuro de las matemáticas ante una abstracción así:
«Temo que, si no conseguimos bloquear la tendencia actual a desarrollar una
abstracción falta de sentido —o, como yo la llamo, una teoría del conjunto vacío—,
las matemáticas morirán antes del fin del siglo».
Muchos compartían este punto de vista. Selberg describió sus propias impresiones
tras asistir a una conferencia en la que se presentaba, a grandes rasgos, el esquema
abstracto de una posible demostración de la hipótesis de Riemann: «Lo que yo creía
era que nunca se habían visto conferencias de este tono. Al final, hice partícipes a
algunos de un pensamiento que se me ocurrió: si los deseos fueran caballos, incluso
los mendigos podrían cabalgar». En la conferencia se había propuesto todo un marco
de hipótesis abstractas. Si fuera suficiente un simple cambio de lenguaje para resolver
la teoría de los números primos, entonces el matemático que dictó aquella
conferencia habría conseguido demostrar la hipótesis de Riemann. Pero, como
subraya Selberg: «en realidad él no disponía de ninguna de las hipótesis que
necesitaba. Esta, probablemente, no es la manera correcta de enfocar las matemáticas.
Sería necesario buscar un punto de partida que consiguiéramos realmente captar y
comprender. Aquel discurso contenía muchas cosas interesantes, pero es un ejemplo
de una tendencia que considero muy peligrosa».
Para Grothendieck, en cambio, aquello no era abstracción por mor de la

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abstracción misma: desde su punto de vista, se trataba de una revolución que se había
hecho necesaria por las propias preguntas que las matemáticas intentaba responder.
Escribió un volumen tras otro describiendo este nuevo lenguaje. Grothendieck tenía
un punto de vista mesiánico, y empezó a atraer a un grupo de jóvenes fieles. Su
producción científica ha sido inmensa, alrededor de diez mil páginas. Cuando un
invitado le hizo notar que la biblioteca del instituto no estaba muy dotada le replicó:
«Aquí no leemos libros, los escribimos».
Gödel había hablado de la necesidad de expandir los fundamentos de las
matemáticas para poder afrontar la hipótesis de Riemann: el nuevo lenguaje
revolucionario de Grothendieck era el primer paso en esta dirección, pero a pesar de
todos sus esfuerzos la hipótesis de Riemann continuaba siendo una meta
inalcanzable, alimentando su frustración. Su revolución respondía a numerosos
problemas, incluidas las importantes conjeturas de Weil sobre el número de
soluciones de las ecuaciones, pero no a aquél.
De hecho, la responsabilidad última del fracaso de Grothendieck en su intento de
escalar la cumbre del monte Riemann hay que buscarla en el pasado político de su
padre. Grothendieck hizo todo lo posible para vivir de acuerdo con los ideales
políticos de su progenitor: se convirtió en un pacifista incondicional, participando
directamente en las campañas contra la carrera armamentística de los años sesenta.
Denunció con fuerza el empeoramiento de la situación política en Rusia hasta el
punto de que, cuando en 1966 se le otorgó la medalla Fields en reconocimiento a sus
progresos en el campo de la geometría algebraica, se negó a ir a Moscú a recoger el
premio como gesto de protesta contra la escalada militar soviética.
Todo su tiempo dedicado a explorar el mundo de las matemáticas había hecho
que, en el plano político, las posiciones de Grothendieck fueran algo ingenuas.
Cuando le mostraron un cartel que anunciaba una conferencia patrocinada por la
OTAN, en la que tenía que ser el orador principal, Grothendieck preguntó, con gran
inocencia, qué significaban las siglas OTAN. Cuando le explicaron que se trataba de
una organización militar, escribió una carta a los organizadores amenazando con no
presentarse (los organizadores prefirieron renunciar al patrocinio antes que perder a
su principal conferenciante). En 1967, Grothendieck impartió un breve curso de
geometría algebraica abstracta ante un público que lo observaba estupefacto: estaban
en la jungla de Vietnam del Norte, donde la Universidad de Hanoi había sido
evacuada durante los bombardeos. Él veía aquellas clases, llenas de ideas abstractas,
como una forma de protesta contra la guerra que rugía a pocos metros.
Las cosas alcanzaron su punto crítico en 1970, cuando Grothendieck descubrió
que una parte de la financiación privada del instituto procedía de fuentes militares.
Fue directo al despacho del director, Léon Motchane, amenazando con dimitir.
Motchane, que había contribuido más que nadie a la creación del instituto, no era tan
flexible como los organizadores de la conferencia del año anterior; Grothendieck, por
su parte, permaneció fiel a sus principios y se marchó. Los que lo conocen de cerca

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creen que quizá tomó como excusa la financiación militar para huir de la jaula de oro
en que se había transformado el instituto. Grothendieck se sentía como un mandarín
matemático al servicio de los poderes establecidos. Prefería su papel de marginado:
odiaba la idea de sentirse cómodo dentro del sistema. También está el hecho de que
tenía cuarenta y dos años; el mito según el cual un matemático, al llegar a los
cuarenta años, ha dado ya lo mejor de sí mismo, empezaba a preocuparle: ¿Qué
pasaría si el resto de su vida matemática careciera de creatividad? No era el tipo de
persona capaz de dormirse en sus laureles. Además, su desilusión al no conseguir
progresos en su estudio de los puntos a nivel del mar aumentaba cada día. En la
comodidad del instituto, Grothendieck no había conseguido más avances de los que
había hecho Weil en su celda de Rouen. Cuando abandonó el Institut des Hautes
Études Scientifiques, abandonó prácticamente las matemáticas.
Empezó a ir a la deriva. Se unió a un grupo llamado Survive, dedicado a temas
antimilitaristas y medioambientales. Empezó a practicar el budismo con un fervor en
el que sus antepasados judíos se habrían reconocido plenamente. La amargura que
sentía al no poder completar su visión matemática se tradujo en una extraordinaria
autobiografía de mil páginas, en la que atacaba con violencia lo que se había hecho
con su herencia matemática. No conseguía aceptar que sus discípulos fueran ahora los
nuevos líderes de la revolución que él había inspirado y que pusieran su firma en ella.
Actualmente, pasados casi treinta años de su marcha del instituto, Grothendieck
vive en un pueblo perdido del Pirineo. Según una pareja de matemáticos que lo visitó
hace algunos años: «está obsesionado con el diablo, cuya obra ve en cada rincón del
mundo, empeñado en destruir la armonía divina». Entre otras cosas, acusa al diablo
de haber cambiado la velocidad de la luz del bello valor preciso de 300.000 km/s al
«horrible» 299.887 km/s. Todos los matemáticos han de estar algo locos para
encontrarse como en casa en el mundo matemático: todas las horas que Grothendieck
dedicó a explorar los confines de ese mundo lo hicieron incapaz de encontrar el
camino de vuelta.
Grothendieck no es el único matemático que ha enloquecido intentando demostrar
la hipótesis de Riemann: hacia finales de los cincuenta, tras unos primeros éxitos,
John Forbes Nash se dejó fascinar por la perspectiva de demostrar la hipótesis de
Riemann. Según la biografía de Nash escrita por Sylvia Nasar, Una mente prodigiosa,
la gente «especulaba con que Nash estaba enamorado de Cohen», que a su vez estaba
luchando con la hipótesis de Riemann. Nash habló largamente con Paul Cohen de sus
ideas sobre el tema, pero Cohen no le vio ninguna salida posible. Algunos creen que
el rechazo de Cohen, ya sea en el plano emotivo o en el matemático, contribuyó a la
subsiguiente decadencia de las facultades mentales de Nash. En 1959 fue invitado a
presentar sus ideas para una solución de la hipótesis de Riemann en una convención
de la American Mathematical Society, en la Universidad de Columbia en Nueva
York. Fue un desastre: el público estaba inmóvil en atónito silencio mientras Nash
levantaba la cabeza ante sus ojos, presentando una serie de argumentaciones carentes

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de sentido, con la pretensión de que se trataba de demostraciones de la hipótesis de
Riemann. Los ejemplos de Grothendieck y de Nash ilustran los peligros de la
obsesión matemática. (A diferencia de Grothendieck, Nash consiguió recuperarse: en
1994 obtuvo el Premio Nobel de Economía por sus contribuciones matemáticas a la
teoría de juegos).
Si Grothendieck ha ido al colapso psicológico, la estructura matemática que creó
continúa en pie. Muchos creen que las ideas cruciales que aún nos faltan extenderán
la revolución de Grothendieck y por fin desvelarán los misterios de los números
primos. Hacia mitades de los noventa, entre la comunidad matemática empezó a
circular una voz: quizás estábamos cerca de encontrar al sucesor de Grothendieck.

QUIEN RÍE EL ÚLTIMO

Cuando empezó a correrse la voz de que Alain Connes estaba trabajando en la


hipótesis de Riemann, muchos fruncieron el ceño. Connes, profesor del Institut de
Hautes Études Scientifiques y del Collège de France, es un peso pesado con una
reputación similar a la de Grothendieck. En efecto, su invención de la geometría no
conmutativa va más allá de la geometría de Weil y Grothendieck. Connes, como
Grothendieck, es capaz de ver una estructura allá donde los demás sólo ven caos.
En matemáticas, no conmutativo significa que el orden en que se hace algo es
fundamental. Por ejemplo, tomemos una fotografía cuadrada de la cara de alguien y
pongámosla boca abajo. Primero démosle la vuelta de derecha a izquierda y a
continuación hagámosla girar noventa grados en sentido horario. Repitamos el
experimento, pero esta vez hagamos girar la foto antes de darle la vuelta (también en
este caso hay que asegurarse de darle la vuelta de derecha a izquierda) y
comprobaremos que ahora la cara está girada en sentido opuesto. Depende de qué
operación efectuemos primero. El mismo principio está en el centro de muchos de los
misterios de la física cuántica. El principio de indeterminación de Heisenberg dice
que nunca podremos conocer con precisión la posición y, al mismo tiempo, la
velocidad de una partícula. La razón matemática que está en la base de esta
indeterminación es que el resultado depende del orden en que se miden la posición y
la velocidad.
Connes ha llevado la geometría algebraica de Weil y Grothendieck a regiones de
las matemáticas en las que estas simetrías dejan de funcionar, revelando un mundo
matemático completamente nuevo. Si la mayor parte de los matemáticos se pasan la
vida intentando alcanzar una mejor comprensión de estructuras matemáticas ya
conocidas, de vez en cuando —una vez en varias generaciones—, aparece un
explorador capaz de superar tales esquemas y descubrir continentes desconocidos:
Connes es uno de esos exploradores.
Connes pone toda su pasión en estas exploraciones. Su amor por esta disciplina se
remonta a cuando, a los siete años, reflexionó por vez primera sobre problemas

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matemáticos elementales: «Recuerdo con toda claridad el intenso placer que
encontraba sumergiéndome en aquel particular estado de concentración necesario
para aplicarse en matemáticas». Se diría que Connes nunca ha salido de este trance. Y
a pesar de todas sus teorías y sus abstracciones, que intimidarían a quien lo observa,
algo en él ha quedado de aquella fogosidad infantil que tenía a los siete años. Para
Connes las matemáticas es lo que más puede acercarse a un concepto de verdad
última. Y, desde su juventud, la alegre búsqueda de este fin ha sido una componente
fundamental de su dedicación a ella. Para decirlo con sus propias palabras, ya que «la
realidad matemática no puede colocarse en el espacio ni en el tiempo, esto
proporciona, cuando uno es lo bastante afortunado para descubrir una ínfima porción
de ello, una sensación de extraordinario placer por la impresión de eternidad que
proporciona».
Connes describe al matemático como una persona siempre activa, siempre a la
búsqueda de nuevos territorios en los que penetrar. Si otros se limitan a navegar en
las proximidades de las costas de las tierras conocidas, Connes se apartará del
horizonte matemático familiar y navegará hacia aguas desconocidas, más allá de
nuestros actuales conocimientos matemáticos. Su capacidad de comprensión de las
conexiones entre los números primos y el árido mundo abstracto de la geometría no
conmutativa se debe en buena parte a su talento para adoptar diversos elementos de
las diferentes culturas matemáticas que ha visitado en sus viajes. Algunos
investigadores prefieren moverse, durante sus exploraciones, en parejas o en grupo.
Juntos, sus diversas habilidades pueden ayudarles a cruzar océanos matemáticos en
los que podrían perderse en soledad. Connes, en cambio, es uno de esos viajeros que
aman la soledad: «Si se quiere realmente descubrir algo, hay que estar solo».
La nueva geometría que Connes había descubierto tenía en su propia base el
desarrollo de la geometría algebraica conseguido por Weil y Grothendieck, que
habían elaborado un nuevo diccionario con el que traducir la geometría al álgebra. La
utilidad de este diccionario se hace evidente cuando nos encontramos ante un
problema que, expresado en el campo de la geometría, permanece oscuro y rodeado
de misterio, mientras que se clarifica rápidamente en cuanto se traduce en términos
algebraicos. De esta forma Weil consiguió calcular el número de soluciones de las
ecuaciones y demostrar que los ceros de los paisajes correspondientes están
alineados. Si se hubiera limitado a tratar de comprender las formas geométricas
modeladas por aquellas ecuaciones, no habría llegado a ninguna parte; pero, una vez
preparado su diccionario algebraico-geométrico, tenía los medios para comprender.
Si la geometría de Weil dio respuesta a las preguntas sobre la teoría de los
números pura, las ideas de Connes proporcionaron una descripción matemática de
una geometría que los físicos de la teoría de cuerdas y los físicos cuánticos buscaban,
ya desesperadamente, construir. A finales del siglo XX, los físicos estaban buscando
una nueva geometría para apuntalar la teoría de cuerdas, que se había introducido en
los años setenta como una posible solución de la incompatibilidad entre la física

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cuántica y la teoría de la relatividad. Connes quedó fascinado por el problema, y
empezó a buscar la geometría que los físicos creían que tenía que existir. Comprendió
que, aun no teniendo una imagen clara de la parte física de esta geometría, siempre
podía construir su lado geométrico abstracto. Fue un descubrimiento que sólo un
estudioso acostumbrado a moverse entre las abstracciones del mundo matemático
podía completar: la intuición física no lo habría conseguido.
El extraño comportamiento del mundo subatómico obligó a Connes a dejar
totalmente de lado las maneras ordinarias con las que comprendemos la geometría
convencional. Si la revolución geométrica de Riemann ofreció a Einstein el lenguaje
necesario para describir la física de lo increíblemente grande, la geometría de Connes
ofrece a los matemáticos la posibilidad de penetrar en la extraña geometría de lo
increíblemente pequeño. Gracias a él, quizá podremos descifrar la estructura
elemental del espacio.
Hugh Montgomery y Michael Berry habían puesto en evidencia la posible
conexión entre los números primos y el caos cuántico. El hecho de que el lenguaje de
Connes se adaptara perfectamente a las necesidades de la física cuántica contribuyó a
alimentar el optimismo sobre el éxito de su ataque a la hipótesis de Riemann. Como
provenía de un renacimiento matemático francés que había creado ya nuevas técnicas
para orientarse en los paisajes zeta, es comprensible que la comunidad matemática
creyera estar cerca de la respuesta al problema: todos los hilos convergían en el
mismo punto.
Lo que Connes cree haber identificado es un espacio geométrico muy complejo,
llamado el espacio no conmutativo de las clases de Adele, construido en el mundo del
álgebra. Para construir este espacio utilizó unos extraños números descubiertos a
principios del siglo XX, los números p-ádicos. Existe una familia de números p-ádicos
para cada número primo p. Connes cree que reuniendo todos estos números y
observando cómo opera la multiplicación en ese espacio extremadamente singular,
los ceros de Riemann tendrían que aparecer naturalmente como resonancias en el
interior de ese espacio. Su enfoque es una mezcla exótica de muchos de los
ingredientes aparecidos durante los siglos de estudio de los números primos. No es
sorprendente que los matemáticos valoraran con confianza sus posibilidades de éxito.
Connes no sólo es un maestro de las matemáticas, sino que tiene también un
carisma particular para exponer sus propias ideas a los demás. Muchos han quedado
hipnotizados ante sus presentaciones de la hipótesis de Riemann. Al escucharlo, yo
estaba convencido de que aparecería una demostración como consecuencia de su
trabajo, que había realizado el grueso del trabajo y que los demás sólo tendrían que
hacer algún retoque final. Pero por más que da la impresión de haber comprendido ya
la gran idea buscada por todos, el mismo Connes sabe bien que queda todavía mucho
camino por andar: «El proceso de verificación puede ser muy doloroso: hay un miedo
terrible a equivocarse… que hace crecer increíblemente el ansia, ya que nunca somos
capaces de saber si nuestras intuiciones son correctas, un poco como en los sueños,

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donde a menudo las intuiciones resultan equivocadas».
En la primavera de 1997, Connes fue a Princeton para explicar sus nuevas ideas a
los peces gordos: Bombieri, Selberg y Sarnak. Princeton continuaba siendo
indiscutiblemente la meca de la hipótesis de Riemann, aunque París intentaba
conseguir el primer puesto. Selberg se había convertido en el padrino del problema:
era inconcebible que cualquier hipótesis pudiera superar la barrera sin haber sido
antes cuidadosamente examinada por un hombre que había dedicado medio siglo a
luchar con los números primos. Sarnak era el joven matemático cuyo afilado intelecto
determinaría rápidamente la menor debilidad de la teoría. Hacía poco que había unido
sus fuerzas con Nick Katz, también de Princeton, uno de los maestros indiscutidos de
las matemáticas desarrolladas por Weil y Grothendieck. Juntos habían demostrado
que la extraña distribución estadística en los tambores aleatorios que creemos que
describen el paisaje de Riemann está también presente en los paisajes examinados por
Weil y Grothendieck. La mirada de Katz es particularmente fina, y pocas cosas se le
escapan: fue precisamente Katz quien, algunos años antes, determinó el error de la
primera demostración del último teorema de Fermat que Wiles propuso.
Finalmente, estaba Bombieri, el maestro indiscutido de la hipótesis de Riemann.
Había ganado su medalla Fields por haber conseguido lo que hoy es el resultado más
significativo sobre la proximidad entre la verdadera cantidad de números primos y la
estimación de Gauss: la demostración de lo que los matemáticos llaman la hipótesis
de Riemann «en promedio». En la tranquilidad de su despacho, desde el que se goza
de una panorámica de los bosques que circundan el Institute for Advanced Study,
Bombieri intentaba ordenar todas las intuiciones elaboradas por sí mismo en los años
anteriores en vistas al asalto final a la solución definitiva del problema. Como Katz,
también Bombieri tiene un ojo agudo para los detalles. Apasionado de la filatelia, una
vez se le presentó la ocasión de comprar un sello muy raro para su colección. Tras
examinarlo detalladamente, descubrió tres imperfecciones y se lo devolvió al
vendedor, indicándole sólo dos de ellas; se guardó la tercera, leve imperfección, por
si más adelante le ofrecían otro falso con las correcciones que había indicado.
Cualquier teoría candidata a la demostración de la hipótesis de Riemann tiene que
estar dispuesta a afrontar un examen altamente severo.
Selberg, Sarnak, Katz y Bombieri: un equipo formidable, pero que no conseguía
intimidar en absoluto a Connes. La fuerza de sus argumentaciones y de su
personalidad fácilmente estarían a la altura de los peces gordos de Princeton. Sabía
que no disponía aún de la demostración, pero estaba convencido de que su propio
enfoque ofrecía las mejores perspectivas de hallar una solución a la hipótesis de
Riemann. Reunía muchas de las ideas que habían emergido de la física cuántica y de
las intuiciones matemáticas de Weil y de Grothendieck.
El grupo de Princeton aceptó que se habían producido muchos avances, pero no
se había resuelto el problema. Sarnak reconoció que Connes había sabido desarrollar
con éxito las ideas que él mismo había aprendido de su supervisor, Paul Cohen, poco

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después de su llegada a Stanford. La diferencia radicaba en el hecho de que Connes
disponía ahora de un nuevo lenguaje sofisticado y de nuevas técnicas que lo
ayudaban a dar una forma precisa a las ideas de Cohen. Pero en el enfoque de Connes
se mantenía aún un problema: parecía haber arreglado las cosas de manera que fuera
imposible ver cualquier punto que se hallara fuera de la recta de Riemann. Igual que
un prestidigitador, Connes hacía ver a su público sólo los puntos que se hallaban
sobre la recta, mientras que los de fuera desaparecían por su manga matemática.
«Connes es capaz de hipnotizar al público», afirma Sarnak. «Es un tipo muy
persuasivo. Produce fascinación. Si le haces notar un punto débil en su enfoque, la
vez siguiente dice: “Tenías razón”. Por eso consigue conquistar tan fácilmente». Y
así, explica Sarnak, al cabo de poco Connes incluye alguna cabriola nueva en su
razonamiento. Sarnak cree, sin embargo, que Connes aún no tiene la clase de magia
que permitió a Weil hacer su gran descubrimiento mientras estaba en la cárcel, en
1940. Bombieri recuerda: «Sigo pensando que hace falta alguna nueva, gran idea».
Al cabo de poco tiempo de la presentación de Connes, Bombieri recibió un correo
electrónico de un amigo, Doron Zeilberger, de la Universidad de Temple. Según sus
palabras, parecía como si Zeilberger hubiera descubierto nuevas e increíbles
propiedades de π. Pero Bombieri fue lo suficientemente astuto para fijarse en la
fecha: era el primero de abril. Para hacer notar que había comprendido la broma,
respondió al mismo nivel. Astutamente, se sumó a la fiebre que se estaba extendiendo
alrededor de las contribuciones de Connes a la búsqueda de estructuras regulares en
la distribución de los números primos: «Se han producido fantásticos acontecimientos
tras la conferencia que Alain Connes pronunció en el Institute for Advanced Study el
miércoles pasado…». Un joven físico presente entre el público intuyó de repente
cómo completar el proyecto de Connes. La hipótesis de Riemann es válida. «Por
favor, da la máxima difusión a esta noticia».
Zeilberger entró en el juego, y una semana después se había comunicado la
noticia a todos los matemáticos del mundo a través del boletín electrónico del
siguiente congreso internacional. Hizo falta tiempo para encauzar la excitación
provocada por la broma de Bombieri. Volviendo a París, Connes descubrió que
aquellas noticias estaban en boca de la gente. Y aunque el blanco de la broma eran en
realidad los físicos, le dolió igualmente.
La inocentada de Bombieri de alguna manera supuso el fin del entusiasmo
alrededor del trabajo de Connes sobre la hipótesis de Riemann. Ahora que las aguas
se han calmado, parece que se han desvanecido gran parte de las esperanzas de que
las ideas de Connes puedan descubrir el secreto de los números primos. Incluso en su
sofisticado mundo de la geometría no conmutativa, los primos permanecen
inalcanzables. Han pasado ya algunos años desde la entrada en escena de Connes,
pero la fortaleza Riemann continúa inexpugnable. Naturalmente, aún es posible que
el enfoque de Connes dé fruto: hay muchos motivos para creerlo. Sin embargo, ya ha
disminuido la sensación de que tal enfoque pueda garantizar un camino fácil hacia la

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demostración. Es posible que ahora los muros que protegen la hipótesis de Riemann
parezcan un poco distintos, pero permanecen tan impenetrables como ayer.
El mismo Connes intenta tomarse con filosofía este punto muerto en que ha
embarrancado su investigación. Como comentó frente al anuncio de un premio de un
millón de dólares para el que resolviera la hipótesis de Riemann: «para mí, las
matemáticas ha sido siempre la mayor escuela de humildad. El valor inestimable de
las matemáticas radica sobre todo en sus problemas más increíblemente difíciles, que
son como el Himalaya de las matemáticas. Conseguir la cumbre será extremadamente
difícil, e incluso podría ser que tuviéramos que pagar un alto precio. Pero la verdad es
que, una vez que la alcancemos, podremos admirar un panorama estupendo». Connes
aún no se ha rendido, y continúa su batalla a la espera de una última gran idea que le
permita alcanzar el final de su viaje. Su deseo es alcanzar aquel instante maravilloso,
que todo matemático puede reconocer en algún momento de su propia vida, cuando
repentinamente las cosas se ponen en su sitio: «Cuando llega la iluminación, se
produce tal escalofrío emotivo que es imposible permanecer pasivos o indiferentes.
En las raras ocasiones en las que lo he experimentado no he podido contener las
lágrimas».
Por tanto, continuemos escuchando el misterioso ritmo de los primos: 2, 3, 5, 7,
11, 13, 17, 19,… Los números primos se extienden hasta los más extremos confines
del universo de los números, sin terminarse nunca. Ellos están en el centro de las
matemáticas, son los elementos primarios con los que se consigue cualquier cosa.
¿Deberemos realmente resignarnos al hecho de que, por más que deseemos hallar un
orden y una explicación, estos números fundamentales permanezcan para siempre
fuera de nuestro alcance?
Euclides demostró que los números primos siguen hasta el infinito; Gauss planteó
la hipótesis de que siguen un orden aleatorio, como si hubieran sido elegidos
lanzando una moneda; Riemann fue aspirado por un agujero que lo condujo a un
espacio imaginario donde los números primos se convierten en música. En este
espacio, cada punto a nivel del mar hace sonar una nota. Por tanto, se trataba de
interpretar el mapa del tesoro de Riemann, y de descubrir la ubicación de cada punto
a nivel del mar. Armado con una fórmula que mantuvo en secreto para el resto del
mundo, Riemann descubrió que, aunque la disposición de los números primos
pareciera caótica, los puntos de su mapa estaban ordenados perfectamente: en lugar
de estar desparramados aquí y allá, estaban todos sobre una misma recta. No podía
ver lo bastante lejos en aquel paisaje como para poder afirmar que este orden siempre
sería respetado, así lo creía. Había nacido la hipótesis de Riemann.
Si la hipótesis de Riemann es correcta, ninguna de las notas tendrá un sonido más
alto que otra: la orquesta que toca la música de los números primos tendrá una
armonía perfecta. Esto explicaría el hecho de que, en la distribución de los números
primos, no vemos emerger pautas dominantes: a una pauta así correspondería un
instrumento que toca más fuerte que los demás. Es como si cada instrumento siguiera

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su propio motivo, pero con una armonía tan perfecta que los motivos terminarían por
anularse, dejando sólo el flujo y el reflujo aparentemente caóticos de los primos.
Si es correcta, la hipótesis de Riemann nos ayudará a comprender por qué los
números primos se nos aparecen como si hubieran sido extraídos al azar, lanzando
una moneda. Pero quizá la intuición de Riemann sobre estos puntos a nivel del mar es
sólo una ilusión; quizás, al proseguir la música, un instrumento concreto de la
orquesta de los números primos empezará a dominar sobre los demás; quizás en los
horizontes extremos de los números se esconden estructuras regulares que aún no
hemos descubierto; quizá la moneda de los números primos empezó a mostrar una
inclinación particular cuando la naturaleza la lanzó más y más vueltas en el proceso
de creación del universo matemático en que vivimos. Como hemos tenido la
oportunidad de descubrir, los números primos son sujetos maliciosos, capaces de
esconder a nuestra vista su verdadero carácter.
Empezó así la búsqueda de una confirmación a la convicción de Riemann según
la cual los puntos a nivel del mar en su mapa del tesoro de los primos tenían que estar
alineados. Hemos cruzado a lo largo y a lo ancho el mundo histórico y el mundo
físico: la Francia revolucionaria de Napoleón; la revolución neohumanística de
Alemania, desde el gran Berlín hasta las angostas calles medievales de Gotinga; la
extraña alianza entre Cambridge y la India; el aislamiento de Noruega durante la
guerra; el Nuevo Mundo, y una nueva academia fundada en Princeton para los
valerosos buscadores del Grial de Riemann obligados a abandonar Europa por las
devastaciones de la guerra; y, finalmente, París y su nuevo lenguaje, que se habló por
vez primera en la celda de una cárcel y que ha deshecho la mente de una de las
principales personas que lo desarrollaron.
La historia de los números primos se extiende mucho más allá de los confines del
mundo matemático. Los progresos tecnológicos han cambiado la manera de hacer
matemáticas. El ordenador, nacido en Bletchley Park, nos ha dado la capacidad de ver
números que anteriormente permanecían confinados en un universo inaccesible. El
lenguaje de la física cuántica ha permitido a los matemáticos articular estructuras y
conexiones que nunca se hubieran descubierto sin la superposición de culturas
científicas. Incluso el mundo empresarial de la AT&T, de la Hewlett-Packard y de una
cadena californiana de grandes almacenes de electrónica ha tenido su participación en
la investigación. El papel central de los números primos en el panorama de la
seguridad informática ha llevado estos números al primer plano. Hoy, los números
primos tienen un impacto sobre la vida de todos nosotros, ya que en Internet protegen
los secretos electrónicos del mundo a los ojos indiscretos de los hackers.
Pero, a pesar de todos estos avances, los números primos continúan siendo
inalcanzables: cada vez que les damos caza en un nuevo territorio, ya sea en el
mundo no conmutativo de Connes o en el caos cuántico de Berry, siempre encuentran
nuevos lugares donde esconderse.
Muchos de los matemáticos que han contribuido a nuestra comprensión de los

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números primos han sido recompensados con una larga vida. Jacques Hadamard y
Charles de la Vallée-Poussin, que en 1896 habían demostrado el teorema de los
números primos, vivieron ambos más de noventa años. La gente empezaba a pensar
que el haber demostrado el teorema los había vuelto inmortales. La creencia en una
conexión entre la longevidad y los números primos ha sido alimentada
posteriormente por Atle Selberg y Paul Erdös: tras su demostración elemental
alternativa al teorema de los números primos, en los años cuarenta, ambos han
superado la barrera de los ochenta años. Bromeando, los matemáticos han planteado
una nueva conjetura: aquel que consiga demostrar la hipótesis de Riemann
conquistará la inmortalidad. Continuando con la conjetura bromista, se dice que
alguien en alguna parte ha demostrado ya que la hipótesis de Riemann es falsa, pero
nadie se ha enterado porque el desgraciado matemático murió instantáneamente en
cuanto terminó su trabajo.
Hay diversas opiniones sobre lo lejos que estamos de una demostración. Andrew
Odlyzko, que ha calculado numerosísimos puntos a nivel del mar en el mapa del
tesoro de Riemann, cree que no somos capaces en absoluto de hacer una previsión:
«Podría ser la próxima semana, como podría ser dentro de un siglo. El problema
parece demasiado complicado. Sospecho que su solución será muy simple, entre otras
razones porque numerosísimas personas realmente preparadas le han dedicado todo
su empeño durante mucho tiempo. Pero, por otra parte, también es posible que
alguien tenga una idea particularmente brillante ya la semana que viene». Otros creen
que, para alcanzar una solución, aún hacen falta al menos un par de buenas ideas.
Basándose en su conversación en Princeton con el físico cuántico Freeman Dyson
durante la pausa de té, Hugh Montgomery está convencido de que nuestra escalada al
monte Riemann se encuentra en un buen punto. Pero hay una nota a pie que modula
bastante aquel optimismo: «Si no fuera por una única laguna, nuestra demostración
de la hipótesis de Riemann estaría completa. Desafortunadamente, la laguna está
precisamente al principio». Como subraya Montgomery, es un feo sitio para una
laguna. Una laguna en el medio significaría al menos que hemos progresado en
nuestro camino; pero si se encuentra en el principio significa que, a menos que
encontremos una forma de superar este primer obstáculo, el resto del recorrido que
hemos trazado para llegar a la cumbre del monte Riemann es totalmente inútil: «Es
por culpa de un obstáculo a nivel teórico que no somos capaces de demostrar este
teorema».
Muchos matemáticos están aún demasiado atemorizados para acercarse a este
problema notoriamente difícil, a pesar del incentivo de un millón de dólares para
quien encuentre la solución. Los nombres que lo han intentado y han fracasado son
legión: Riemann, Hilbert, Hardy, Selberg, Connes… Pero aún quedan matemáticos lo
bastante valientes para intentarlo, y entre los nombres que hay que tener presentes en
un futuro están Christopher Deninger en Alemania y Shai Haran en Israel.
Muchos predicen que la hipótesis de Riemann llegará a su bicentenario sin haber

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sido demostrada. Otros, en cambio, creen que su hora está próxima, y que con todo lo
que hemos descubierto sobre dónde buscar una solución, no podrá resistirse mucho
más. Otros creen, en cambio, que es falsa. Otros creen que ya ha sido demostrada
pero que el establishment matemático no se atreve a renunciar a este enigma.
Finalmente, algunos se han vuelto locos buscando una solución.
Quizá nos hemos obsesionado de tal forma en mirar los números primos desde la
perspectiva de Gauss y de Riemann que lo que nos hace falta es simplemente una
forma distinta de comprender estos enigmáticos números. Gauss propuso una
estimación de la cantidad de números primos, Riemann previo que en la peor de las
hipótesis el margen de error, por exceso o por defecto, sería equivalente a la raíz
cuadrada de N, y Littlewood mostró que no podía hacerse mejor. Quizás existe un
punto de vista alternativo que nadie ha sido capaz de encontrar por culpa de nuestro
ligamen cultural con el edificio construido por Gauss.
Como los investigadores en la escena de un misterioso asesinato, hemos
examinado a los diversos sospechosos matemáticos: ¿quién o qué ha puesto los ceros
sobre la recta de Riemann? La escena está llena de pruebas diseminadas, hay huellas
por todas partes, tenemos un retrato robot del presunto culpable. Pero aún se nos
escapa la respuesta. Nos queda, para consolarnos, el hecho de que aunque los
números primos no nos revelen nunca su secreto, nos están guiando por la más
extraordinaria de las odiseas intelectuales. Han adquirido una importancia que va
mucho más allá de su papel fundamental de átomos de la aritmética. Como hemos
descubierto, los números primos han puesto en comunicación áreas de las
matemáticas entre las que no se conocían relaciones. Teoría de los números,
geometría, análisis, lógica, teoría de la probabilidad, física cuántica: todas han
terminado convergiendo en nuestra búsqueda de una solución a la hipótesis de
Riemann. Y esta búsqueda ha puesto a las matemáticas bajo una luz nueva. Hoy nos
maravillamos ante su extraordinaria interconexión: las matemáticas se han
transformado, han pasado de ser una disciplina que se ocupa de estructuras a una
disciplina que indaga las interconexiones.
Estas conexiones no sólo existen en el interior del mundo matemático. Hubo un
tiempo en que los números primos se consideraban el concepto más abstracto, entidad
que perdería todo su significado fuera de la torre de marfil de las matemáticas. Hubo
un tiempo en que los matemáticos —G. H. Hardy es quizá el mejor ejemplo—
gozaban ante la idea de poder examinar sus objetos de estudio en total aislamiento,
sin distracciones con problemas del mundo exterior. Pero ahora los números primos
no ofrecen ya una vía de fuga de los problemas del mundo real, como aún podían
hacer Riemann y otros. Los números primos revisten una importancia central en el
marco de la seguridad de nuestro mundo electrónico, y sus resonancias con la física
cuántica podrían decirnos algo sobre la propia naturaleza del mundo físico.
Aunque consigamos demostrar la hipótesis de Riemann, hay muchas otras
preguntas y conjeturas que nos esperan, muchas nuevas áreas de entusiasmo en las

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matemáticas que sólo esperan la demostración de la hipótesis de Riemann para entrar
en escena. La solución será sólo un principio, la apertura de la puerta de un territorio
virgen, aún inexplorado. Tomando las palabras de Andrew Wiles, la demostración de
la hipótesis de Riemann nos dará la posibilidad de orientarnos en este mundo como la
solución del problema de la longitud ayudó a los exploradores del siglo XVIII a
navegar en el mundo físico.
Hasta entonces, tendremos que contentarnos con escuchar con fascinación esta
música matemática imprevisible, incapaces de controlar sus pautas. Los números
primos siempre nos han acompañado en nuestra exploración del mundo matemático,
y siguen siendo los más enigmáticos entre los números. Aunque las mejores mentes
matemáticas han dado lo mejor de sí mismas en el intento de explicar las
modulaciones y los cambios de esta música mística, los números primos siguen
siendo hoy un enigma sin respuesta. Todavía estamos esperando a la persona cuyo
nombre vivirá para siempre como el del matemático que ha hecho cantar a los
números primos.

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AGRADECIMIENTOS

Muchos de mis colegas me han ofrecido con gran generosidad su tiempo y su apoyo.
En concreto, quisiera dar las gracias a los siguientes, que han estado encantados de
sentarse y de contrastar conmigo sus ideas y sus puntos de vista: Leonard Adleman,
sir Michael Berry, Bryan Birch, Enrico Bombieri, Richard Brent, Paula Cohen, Brian
Conrey, Persi Diaconis, Gerhard Frey, Timothy Gowers, Fritz Grünewald, Shai
Haran, Roger Heath-Brown, Jon Keating, Neal Koblitz, Jeff Lagarias, Arjen Lenstra,
Hendrik Lenstra, Alfred Menezes, Hugh Montgomery, Andrew Odlyzko, Samuel
Patterson, Ron Rivest, Zeev Rudnick, Peter Sarnak, Dan Segal, Atle Selberg, Peter
Shor, Herman te Riele, Scott Vanstone y Don Zagier.
Querría dar especialmente las gracias a sir Michael Berry, a quien conocí en la
escalera del 10 de Downing Street, mientras yo estaba en la fila esperando mi turno
para estrechar la mano del primer ministro, y que fue el primero en fijar mi atención
sobre la música escondida en los números primos. El título original de este libro, The
music of the primes, está inspirado precisamente en aquel encuentro.
Estoy en deuda con muchísimas personas que han leído atentamente las primeras
versiones parciales o totales del manuscrito: sir Michael Berry, Jeremy Butterfield,
Bernard du Sautoy, Jeremy Gray, Fritz Grünewald, Roger Heath-Brown, Andrew
Hodges, Jon Keating, Angus Macintyre, Dan Segal, Jim Semple y Eric Weinstein.
Naturalmente, la responsabilidad de los eventuales errores que puedan haber quedado
en el texto es sólo mía.
Me han ayudado numerosos libros y artículos, de los cuales he recopilado una
serie de preciosas informaciones de fondo sobre los temas estudiados. Merece una
mención especial la revista Notices of the American Mathematical Society, que
publica incesantemente artículos llenos de brillantes intuiciones sobre las
matemáticas y sobre la comunidad de los que se dedican a ella.
Diversas instituciones me han ayudado con gran disponibilidad durante la
elaboración de este libro, incluidos el American Institute of Mathematics, la
Certicom, la biblioteca de la Universidad de Gotinga, los laboratorios de la AT&T de
Florham Park, el Institute of Advanced Study de Princeton, los laboratorios de la
Hewlett-Packard de Bristol y el Max Planck Institut für Mathematik de Bonn.
Me alegra poder reconocer aquí mi deuda con las personas que han hecho posible
la publicación de este libro: mi agente, Antony Topping, de la Greene & Heaton, que
me ha acompañado desde las primeras ideas hasta la publicación; Judith Murray, que
nos presentó; mis redactores, Christopher Potter, Leo Hollis y Mitzi Angel, de la

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editorial Fourth Estate; Tim Duggan, de la editorial Harper Collins; y John Woodruff,
que ha preparado el volumen para la imprenta. Debo dar las gracias especialmente a
Leo, que ha dedicado muchísimas horas inmerso en abstrusas reflexiones sobre la
cuarta dimensión.
No habría sido capaz de escribir este libro sin el apoyo de la Royal Society. El
hecho de ser miembro investigador de la Royal Society me ha permitido no sólo
alcanzar mis sueños matemáticos, sino también comunicar el entusiasmo que he
podido experimentar a lo largo de este camino. La Royal Society es más que una
simple cuenta bancaria: cuida lo que financia. Su apoyo a mi actividad de divulgación
matemática ha sido inestimable.
También querría dar las gracias a diversas personas del mundo de los medios de
comunicación, que han tenido la valentía suficiente como para correr el riesgo de
publicar y transmitir mis primeros breves escritos sobre matemáticas serias, y que han
dedicado su tiempo a que un matemático aprendiera a escribir: Graham Patterson,
Philippa Ingram y Anjana Ahuja, que trabajan para The Times; John Wrakins y Peter
Evans, de la BBC; y Gerhart Friedlander, de Science Spectra. También doy las gracias
a la NCR y a la Milestone Pictures por haber dado la oportunidad de hacer llegar las
matemáticas a la comunidad bancaria.
He llegado a ser matemático gracias a uno de mis profesores de la escuela
secundaria, el señor Bailson, que fue el primero en enseñarme algo de la música
escondida tras la aritmética escolar. A él debo mi inspiración, y a la Gillots
Comprehensive School, al King James 6th Form College y al Wadham College de
Oxford, la formación excepcional que he recibido.
Gracias al Arsenal por haber conseguido el doblete mientras estaba escribiendo
este libro. Y al campo de fútbol de Highbury por haberme dado la oportunidad de
descargar la tensión de mis luchas con Riemann.
A título personal, quiero agradecer a mis amigos y a mi familia el apoyo que me
han dado: a mi padre, que me ha ayudado a comprender el poder de los números; a
mi madre, que me ha ayudado a comprender el poder de las palabras; y a mis abuelos,
especialmente a Peter, que han sido fuente de inspiración para mí; y a mi compañera,
Shani, por haber tolerado un libro en casa y por su confianza en mi capacidad para
escribirlo. Y mi mayor agradecimiento para mi hijo, Tomer, con quien he podido
jugar tras largas jornadas de trabajo, y sin el cual no habría sobrevivido a la
elaboración de este libro.

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MARCUS PETER FRANCIS DU SAUTOY. (Londres, 1965). Es un escritor,
presentador, columnista y profesor de matemáticas de la Universidad de Oxford
británico. Ha sido también profesor invitado en el Collège de France y la École
Normale Supérieure de París, en el Max Planck Institut de Bonn, la Universidad
Hebrea de Jerusalén y la Universidad Nacional Australiana en Canberra.
En 2001, ganó el premio Berwick de la London Mathematical Society. Colabora, con
éxito enorme, en la televisión con programas de divulgación matemática, así como en
la prensa escrita.
Es conocido principalmente por su labor de popularización de las matemáticas y por
ser un especialista en la teoría de los números.
Los tres libros que ha escrito hasta el momento han recibido grandes elogios por parte
de la crítica. Con La música de los números primos ganó en 2004 el Premio Peano en
Italia y en Alemania en 2005 el Premio Sartorius.

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Notas

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[1] Moron en inglés «idiota». (Nota del T., como todas las que siguen). <<

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[2] 1 de abril, equivalente en los países anglosajones a nuestro 28 de diciembre,

festividad de los Santos Inocentes. <<

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[3] Referencias al juego del cricket. <<

www.lectulandia.com - Página 308


[4] Nachlass: deducciones. (N. del T.) <<

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[5] Si observamos la fórmula con atención veremos que se trata de un producto de dos

factores: el primero de ellos, k + 2, es siempre positivo. El segundo consiste en restar


de 1 un total de catorce términos estrictamente positivos, ya que son cuadrados. En
consecuencia, la única forma de que la fórmula dé un número positivo, y por lo tanto
primo, es que todos y cada uno de los términos citados sea cero; ello nos lleva a la
conclusión de que conseguir un número primo utilizando la fórmula equivale a hallar
las soluciones de un sistema no lineal de catorce ecuaciones con veintiséis incógnitas.
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[6] Seder: comida de la celebración de la Pascua judía, durante la cual se beben cuatro

copas de vino. <<

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