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http://www.critica.cl/anexos/publicar.htm
Orfeo sabe, recuerda Blanchot, que al mirar a Eurídice la destruiría. Aún así, no
puede evitar que una mirada fugaz, casi como si quisiera asegurarse de su compañía,
desencadene el trágico final. Orfeo, nos dice el crítico francés, representa la mirada del
autor/lector, y Eurídice no puede ser otra cosa que su obra: en cuanto el poeta mira el
contenido de sus versos, nada más asomarse a ese precipicio de la dimensión poética, la
obra está arruinada. ¿Por qué?
Entonces, la poesía, como Eurídice, no existe sino para esa destrucción. Como una
burla macabra del destino, la poesía no es más que un regalo del abismo, un don de los
infiernos, que volverá allí en cuanto sea nuestra, y aun antes. La poesía nace para ser
destruida, para abolirse ante la mirada. No estamos preparados para ella, y sólo nuestro
canto fácil (el canto de Orfeo) nos puede servir de guía: cuando miremos al centro
oculto, cuando volvamos la vista, en un gesto trangresor, y dejemos el canto, la palabra,
para ver qué es aquello que obra detrás de nosotros, al punto desaparecerá (Blanchot,
2005: 119). La poesía existe por esa imposibilidad que la recorre.
La poesía es imposible. Al tiempo que nace, está negándose, su palabra no tiene nada
que decir sobre la realidad, es sólo un espectro que se pasea, nos acompaña, descarnado,
como si no tuviera un cuerpo sobre el cual sostenerse. El fantasma de la poesía es la
poesía, el no ser de sus versos es ella misma, retorciéndose antes de caer al abismo.
Orfeo habría de cantar, cantar indefinidamente, para lograr la verdad, para que la verdad
le acompañara como un fantasma silencioso, pero la codicia del hombre nos demuestra
que nunca se tiene suficiente. Sin la mirada y sin las palabras, en esa música que la
poesía nos ofrece, la verdad, la obra, Eurídice, es posible, pero la curiosidad que empuja
al ser humano a conocer su destino, a inmiscuirse en la realidad, a gobernar sobre sus
propósitos, es tan acuciante que no importa cuánto haya de perderse en su camino. La
poesía es imposible porque es una experiencia inapropiable por sujeto alguno: un sujeto
es Orfeo que mira aquello que le rodea, que se resiste a la muda cercanía de su
acompañante, que busca un sentido y que construye un mundo de sentido, un mundo
con el que echar a perder lo real que no logrará nunca albergar junto a sí en la mirada,
en la palabra.
La obra es su propia ruptura, y el intento por componer la obra, por seriar, catalogar
y establecer su línea histórica es lo que conocemos como literatura. La literatura no es
el conjunto de obras, sino la violencia que se ejerce contra las obras, hasta el punto de
establecer la obra como una unidad, de identificar la obra consigo misma bajo el
principio de identidad que mueve todo el pensamiento de Occidente.
Pero la obra no es nunca igual a sí misma, nos dice Blanchot: está desobrada. La
desobra es el movimiento de la obra sin que ésta abandone su lugar, el vacío que
pertenece a la obra, el vacío obrando. Por la desobra, la obra escapa a la mirada de
Orfeo (se destruye) pero al mismo tiempo retorna a sus aposentos, al abismo del que
surgió. Ya no es igual a sí misma, ya no representa una unidad, un objeto. Ya no puede
leerse. Siempre en la obra hay algo que se escapa y que es lo más constitutivo de la
obra, un silencio que determina la poesía, un hueco que determina la arquitectura, un
vano que determina la existencia.
Eurídice es, por tanto, una aparición que al mismo tiempo constituye una
desaparición. En Blanchot, este movimiento de eterno retorno, de infinita recuperación
y pérdida, es el movimiento que define la poesía. La poesía es y no es, aparece cuando
está desapareciendo, nos deja sus restos de sentido, las cenizas para lo perdurable de una
llama que ardió en los abismos.
Eurídice muere y la obra de Blanchot, que es ella misma Eurídice, aparece en esa
desaparición, aparece como desaparecida, alejando lo más posible el sentido, pero
afirmándose en ese sentido que debe desaparecerse para que la obra sea posible. El
pensamiento de Blanchot tiene, por tanto, el mismo afán suicida que toda palabra
poética, su mismo deslizamiento entre la presencia y la ausencia, el mismo juego que
hace de las palabras peces escurridizos.