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Claudio Rodríguez:

La palabra excorporada
Jorge Fernández Gonzalo

Enviado al coloquio de los perros, 7 de enero de 2011


http://www.elcoloquiodelosperros.net/numero28/curi28go.html

En un imprescindible trabajo sobre la obra de Claudio Rodríguez, Jonathan Mayhew


señalaba en qué medida la naturaleza de Don de la ebriedad era siempre lingüística
(1988: 41). Según el crítico, la verbalización de la experiencia no sólo es fundamental
para entender la importancia de este primer poemario de nuestro poeta, publicado en
1954, cuando Claudio, “Cayín”, contaba apenas 20 años, sino que, a través de sus
páginas, la naturaleza existe exclusivamente por esa alianza entre el lenguaje que la
nombra y sus estructuras verbales intrínsecas, como si un trasfondo de signos codificara
el mundo en una gran red; un invisible manto de lenguaje que forjara las identidades y
las diferencias, los abismos de las similitudes y las categorías, de manera que el poeta, y
sólo él, tuviera la habilidad, con su palabra iluminadora, de acertar a desentrañar los
secretos de todo ese amasijo de figuras y correspondencias, y dar así con la palabra justa
que nombre nuestra realidad.
En efecto, existe una relación muy peculiar entre el lenguaje y la naturaleza en este
primer libro claudiano. Pero Mayhew andaba algo descaminado en sus propuestas: Don
de la ebriedad analiza más concretamente la incapacidad de hacer materia verbal de esa
superficie resbaladiza de la experiencia. La ebriedad desaparece cuando surge el
lenguaje, cuando la palabra claudiana escudriña lo real y descubre el nombre de los
pájaros, la diferencia de matiz que existe entre un árbol y otro, la singularidad
inextricable de cada ser. El poeta no consigue aferrar los códigos de la naturaleza, los
callados lenguajes del pino, de la encina, el murmullo de los pájaros. Siente la ebriedad,
el hermanamiento en esa noche del sentido, noche de la razón, Uno absoluto, pero es
incapaz de transcribirlo todo y ponerlo bajo el escenario deslumbrante del poema.
Cortedad del decir, noche sanjuanesca, escritura para la imposibilidad de la escritura.
No se trataría, entonces, de una naturaleza lingüística, como afirma Mayhew, sino de
una naturaleza que produce lenguaje, que hace lenguaje, que elabora palabras más allá
de la comprensión del poeta. La diferencia es apenas perceptible, pero especialmente
esclarecedora a la hora de enfrentarse a algunas de las composiciones más impactantes
del libro, como ésta que ahora presentamos:

Cuándo hablaré de ti sin voz de hombre


para no acabar nunca, como el río
no acaba de contar su pena y tiene
dichas ya más palabras que yo mismo.
Cuándo estaré bien fuera o bien en lo hondo
de lo que alrededor es un camino
limitándome, igual que el soto al ave.
Pero, ¿seré capaz de repetirlo,
capaz de amar dos veces como ahora?
Este rayo de sol, que es un sonido
en el órgano, vibra con la música
de noviembre y refleja sus distintos
modos de hacer caer las hojas vivas.
Porque no sólo el viento las cae, sino
también su gran tarea, sus vislumbres
de un otoño esencial. Si encuentra un sitio
rastrillado, la nueva siembra crece
lejos de antiguos brotes removidos;
pero siempre le sube alguna fuerza,
alguna sed de aquellos, algún limpio
cabeceo que vuelve a dividirse
y a dar olor al aire en mil sentidos.
Cuándo hablaré de ti sin voz de hombre.
Cuándo. Mi boca sólo llega al signo,
sólo interpreta muy confusamente.
Y es que hay duras verdades de un continuo
crecer, hay esperanzas que no logran
sobrepasar el tiempo y convertirlo
en seca fuente de llanura, como
hay terrenos que no filtran el limo.
(Rodríguez, 2001: 21-22)

Cuando hablaré de ti sin voz de hombre. Cuando podré dar con ese lenguaje capaz de
abarcar todo, con la palabra que no reduzca el río, sino que lo extienda en su esplendor
repetible, que sacrifique el sentido para dar con ese murmullo continuo e inabarcable.
Abandonar las palabras, el discurso, salir de la propia voz para ofrecer una palabra
excorporada: “al cabo, la voz humana sirve tanto para elevarse mediante la expresión
como para cerciorase de que, en última instancia, se inscribe como un elemento más en
las limitaciones del hombre” (Prieto de Paula, 1993: 105). El verbo claudiano se pliega
en minuciosos matices, en laberínticas inscripciones sobre el vacío con el fin de acechar
al mundo, a través de una palabra que no dependa de la visión, del cuerpo, de la voz, del
sistema lógico y dual del signo. Blanchot (1970) había hablado de una escritura del
afuera, más allá de la corporalidad, de los motivos de la lógica dualista, que aceptara
ese espacio propio, espacio no euclidiano, del afuera, territorio imaginario sin principio
ni fin, sin destino ni origen, en donde la escritura escribe, es ella misma la que avanza
no sobre la página, sino más allá de las cosas materiales del mundo, entregándonos la
no-materialidad, lo invisible, la ebriedad inconmensurable de la que hablaba Claudio
Rodríguez. Si el habla es una más de las limitaciones del hombre, la escritura, que ya no
le pertenece, conectaría con ese abismo de lo real, con lo inexplicable de las cosas. El
río será, por tanto, el ejemplo a seguir, en la medida en que escribe en su corriente un
lenguaje ya completamente ajeno a las limitaciones del hombre, y por lo tanto
incomprensible para los signos del poeta. Río que volverá a aparecer en el segundo
poemario, Conjuros (1958), con nombre propio: el río Duero.
Al mismo tiempo, y de manera más obvia, el poema nos presenta el tópico de la
cortedad del decir. El lenguaje es insuficiente, y por muchas palabras que se elaboren y
se dispongan una tras otra no se alcanza a nombrar hasta sus últimas consecuencias
aquello que se desea. Pero Claudio Rodríguez parece mostrar aquí una transmutación
genuina del tópico: nuestro poeta se lamenta de que el lenguaje, unido a la voz del
hombre, tenga fin, que alcance su cierre por las mismas limitaciones consustanciales al
hombre y a su trayectoria vital, y para ello anhela la fusión de su palabra y el río, el cual
no deja de nombrar su dolor a través del infinito trasiego de las imparables corrientes.
No se trata, por tanto, de una palabra trágicamente insuficiente, si no de una palabra
demasiado breve para alcanzar ese decir total que, en cierto modo, es el único decir que
anhela la palabra poética.
El poeta no quiere dejar de hablar. Necesita un lenguaje que se sustente, como el río,
en ese mismo pulso irrefrenable, para aproximarse y desaparecer, para sugerir y
recobrar infinitamente el acontecimiento, para decir hasta lo incansable, lo interminable,
una presencia que se le escapa; la voz de Claudio Rodríguez quiere confundirse con ese
camino que se abre ante él, quiere expandirse, dilatar la identidad y dilatar la palabra
hacia ellas, hacia las cosas. Que la expresión poética sea un río, que el pulso torrencial
del verso lo inunde todo, se desborde, nunca se detenga, que sea duradero como las
aguas que lo acompañan o el camino que dirige sus pasos. La estrofa elegida, el
romance heroico en endecasílabos, simularía en su traqueteo y encabalgamientos ese
ritmo fluvial y arrollador de un río. El propio poeta ha definido su trabajo como
“poemas extensos, como una sinfonía inacabada a la que hay que poner fin” (en Paulino
Ayuso, 1995: 27). La cuestión no es ya nombrar, acertar con un lance de la palabra, a
través de los meandros de la sintaxis, éste o aquel objeto, sino hablar, incansablemente,
hablar y seguir hablando para que la verdad brote de manera iluminadora por ese
desbordamiento de la voz.

LA ESCRITURA BLANCA

En este punto, necesariamente, el lenguaje coincide con el silencio. Paradoja que el


poeta asume como parte de su oficio y de su laboriosa tarea nombradora. Decir el
mundo hasta callar, decirlo infinitamente para que las palabras sean el río, el camino, el
ave, el tú poético: todo. Esta escritura del afuera es necesariamente una escritura
abocada al silencio, que lanza el lenguaje hacia las cosas y que prorrumpe en la realidad
como un hondo vacío, como un hueco adonde todos los discursos callan. Lo real hace
aflorar tantos lenguajes que al mismo tiempo está mudo, tremendamente silente, sobre
todo si se compara con nuestro pobre equipaje verbal. La palabra coincide entonces con
la ausencia de palabra sólo en el ejercicio de la nominación poética: desde la distancia,
inmóvil, la voz no deja de moverse, se funde con las cosas, sigue su curso, se transmuta
en ese silencioso y musical parloteo del viento y del camino. De ahí que el rayo de sol
sea un sonido, y la luz toda un órgano, una orquesta sublime para dar nombre a la caída
de las hojas en su variadas formas. No tenemos palabras, dice Claudio, para ese
inmenso espectáculo, tan cotidiano e íntimo al mismo tiempo: sólo la luz da textura, en
sus variaciones y alternancias, al milagro que le rodea. La naturaleza no es lingüística,
por tanto, en el sentido de ofrecer una significación equivalente a modo de signos o
huellas para un mensaje traducible, sino que la naturaleza habla. Hay una gran
diferencia entre ser un signo y hablar: el paisaje trazaría un lenguaje no diluido en el
régimen dualista de las estructuras lingüísticas. Alguna vez Hofmannsthal señaló la
existencia de un lenguaje de la naturaleza, lleno todo él de correspondencias,
desubjetivado, como es esa palabra del río que Claudio escucha atentamente. Sin
embargo, nuestro entendimiento queda muy lejos de esa malla de sentido y de sus
estrategias semióticas. Porque aquello que produce la naturaleza sería una suerte de
escritura blanca, por decirlo con un término que ya popularizara Barthes (2005), que
“sea de todos y la sepan todos / igual que una mañana o una tarde” (Rodríguez, 2001:
29), libre de toda sujeción al lenguaje, neutra, sin género ni diferencia, sino siendo ya
ella la diferencia misma; escritura sin poder, sin historia, en el principio de la historia y,
por lo tanto, profética, para la cual no tenemos dispositivos de canalización. Una
palabra para cifrar el “oráculo del sueño” (Rodríguez, 2001: 33): ése es el cauce de
expresión que persigue Claudio cuando se resigna a afirmar que, en verdad, su boca
sólo llega al signo. El poeta quiere descubrir el otoño esencial, esa experiencia de
desposesión que ofrece el río, y el camino, y la siembra nueva y el ave que se
entremezcla con la vegetación del soto, pero para tal empresa el lenguaje, y
metonímicamente su voz, no suponen sino un pesado lastre que Claudio no alcanza a
sortear.

LA PALABRA EXCORPORADA

Esta necesidad de abandonar el cuerpo debe entenderse a la luz del conjunto


poemático que representa Don de la ebriedad. Así comienzan los versos de una de las
composiciones más interesantes de este primer poemario, el poema titulado «Canto del
despertar»:

El primer surco de hoy será mi cuerpo.


Cuando la luz impulsa desde arriba
despierta los oráculos del sueño
y me camina, y antes que al paisaje
va dándome figura. Así otra nueva
mañana. Así otra vez y antes que nadie,
aun que la brisa menos decidiera,
sintiéndome vivir, solo, a luz limpia.
(2001: 33)

¿Qué es el cuerpo, entonces, sino un surco que convive entre las demás cosas, nada
más que una parte de aquello iluminado por la luz? De repente, el día cae sobre el poeta
y despierta los oráculos del sueño, lo aleja de la ebriedad epifánica e introduce su
cuerpo en un orden simbólico de palabras e imágenes: “por un lado, la luz ilumina, es
reconocimiento de las cosas, las separa y distingue, condiciona el discernimiento o
visibilidad de los objetos; por otro lado, la luz es también el medio de acceso al
conocimiento de la verdadera realidad a través de la transfiguración de ésta y en este
punto es donde la luz se transforma en claridad” (Yubero, 2003: 70). Sólo a
continuación dará contorno al paisaje, establecerá un mundo de figuras. Este fragmento
constituye, entonces, una minuciosa descripción del espacio limítrofe del despertar, de
ese momento inasible de los umbrales de la conciencia. Antes del lenguaje, la oscuridad
sitúa el cuerpo entre las cosas, como un surco entre tantos: “yo soy un surco / más, no
un camino que desabre el mundo” (2001: 36). A medida que la ebriedad del sueño
nocturno se desvanezca, el poeta tomará conciencia de lo que le rodea, de su propia
identidad, de su nombre y de las formas que dibuja la luz. El cuerpo es, en efecto, eje
para el conocimiento en la poesía claudiana (Mandlove, 1979), pero también su límite,
como dirá el propio autor: “el hombre no es libre porque siempre está encadenado. La
libertad es una especie de mito. Y en su falta puede estar una de las raíces
fundamentales del ser humano. La libertad resulta un concepto abstracto. Nadie es libre
porque no puede serlo. Por ejemplo, depende de su propio cuerpo” (en Hernández,
2006: 204). La antropología poética que construye el autor (cfr. Ramos de la Torre,
2006: 152) supone una suerte de deconstrucción del cuerpo, de entrega sin márgenes,
hasta el punto de hablar no desde el cuerpo, que no alcanza a ofrecerse en comunión con
lo que le rodea, sino desde el afuera de la escritura; no desde la mirada, que da
perspectiva y figura a las cosas, sino desde una mirada sin dueño (cfr. Silver, 1985).
El poeta es muy explícito al respecto: el cuerpo constituye un sacrilegio que debe
“ser hostia para darse” (2001: 30). Su misión habrá de ser la de la entrega, la
disolución, la comunión epifánica con lo real. Sin embargo, es la voz que dice cuerpo,
es el perímetro que traza la mirada, aquello que cierra todas las fronteras. El mismo
cuerpo parece ofrecer los dispositivos necesarios para esa individualidad sacrílega: la
voz, la mirada, los sentidos… Todo ello establece la apertura y el cierre de la
corporalidad, por lo que el cuerpo debe desobrarse, escribirse en el afuera, excribirse,
en palabras del filósofo Jean-Luc Nancy:

la excripción de nuestro cuerpo, he ahí por donde primeramente hay


que pasar. Su inscripción-afuera, su puesta fuera de texto como el
movimiento más propio de su texto: el texto mismo abandonado, dejado
sobre su límite. No es una ‘caída’, eso ya no tiene ni alto ni bajo, el cuerpo
no está caído, sino completamente al límite, en el borde externo, extremo y
sin que nada haga de cierre. Yo diría: el anillo de las circuncisiones se ha
roto. No hay más que una línea in-finita, el trazo de la misma escritura
excrita, que proseguirá infinitamente quebrada, repartida a través de la
multitud de los cuerpos, línea divisoria de todos sus lugares, puntos de
tangencia, toques, intersecciones, dislocaciones (Nancy, 2003: 13, en
cursiva).

Claudio Rodríguez pretende dar igualmente con una escritura excorporada, un


excritura en donde la voz ya no le pertenezca, en donde la palabra penetre en la tierra,
en las cosas, se filtre, no como el persistente limo del último verso, sino como las aguas
torrenciales del río que poco a poco van hilvanando su discurso infinito. Es más a lo que
se renuncia que probablemente lo que vaya a conseguirse, pero eso no importa. Se trata
de hacer de la escritura una exterioridad, una desposesión, más allá del cuerpo y de la
carne, más allá de la subjetividad y del sentido, como venimos apuntando, con el fin de
lograr restablecer la ebriedad perdida. El cuerpo forma parte de esa escritura blanca, de
esa realidad que habla a través de signos que no alcanzamos a entender.
Sin embargo, o gracias a ello, la empresa poética de Claudio Rodríguez fracasa. En
palabras del propio autor: “lo que hay que hacer es buscar siempre, no poseer. La
imposibilidad total del hombre para llegar a poseer la realidad puede llegar a ser
extrema” (en Méndez, 1986: VI). La búsqueda claudiana se viene abajo pero no lo hace
estrepitosamente, sino dando justa palabra a los límites del hombre, al espacio de
incertidumbre hasta donde es capaz de llegar la fascinación del verbo. Los altibajos en
Don de la ebriedad (que nada tienen que ver con la calidad de su verso) ofrecen una
serie de acercamientos, titubeos y aproximaciones resueltas la mayor de las veces en un
relato sobre la imposibilidad de entrega antes que sobre su consumación. De hecho, es
la palabra lo que impide tal entrega, es la obra lo que deja fuera el cuerpo. No será,
entonces, hasta Casi una leyenda que se logre una plena comunión con lo creado, una
ruptura con el lenguaje, con el libro, que conecte al poeta con un fondo exterior en que
las palabras se desvanecen. Todo el ciclo final de poemas a la muerte, muerte muerta,
como dirá el autor, pertenecen a ese nuevo hálito de su palabra, a esa ruptura de la obra
consigo misma, en donde sea posible la entrega epifánica, la ebriedad total, en un
círculo ya completo que une los primeros tanteos con la revelaciones finales de su
trayectoria poética. La palabra excorporada de Claudio Rodríguez falla porque no dice,
pero acierta porque se hace ella misma silencio con las cosas, se inscribe en el mutismo
esencial del universo, en su “música callada”, como había dicho San Juan de la Cruz.

BIBLIOGRAFÍA CITADA

BARTHES, Roland (2005): El grado cero de la escritura seguido de nuevos ensayos


críticos, Madrid: Siglo XXI.
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