Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
La palabra excorporada
Jorge Fernández Gonzalo
Cuando hablaré de ti sin voz de hombre. Cuando podré dar con ese lenguaje capaz de
abarcar todo, con la palabra que no reduzca el río, sino que lo extienda en su esplendor
repetible, que sacrifique el sentido para dar con ese murmullo continuo e inabarcable.
Abandonar las palabras, el discurso, salir de la propia voz para ofrecer una palabra
excorporada: “al cabo, la voz humana sirve tanto para elevarse mediante la expresión
como para cerciorase de que, en última instancia, se inscribe como un elemento más en
las limitaciones del hombre” (Prieto de Paula, 1993: 105). El verbo claudiano se pliega
en minuciosos matices, en laberínticas inscripciones sobre el vacío con el fin de acechar
al mundo, a través de una palabra que no dependa de la visión, del cuerpo, de la voz, del
sistema lógico y dual del signo. Blanchot (1970) había hablado de una escritura del
afuera, más allá de la corporalidad, de los motivos de la lógica dualista, que aceptara
ese espacio propio, espacio no euclidiano, del afuera, territorio imaginario sin principio
ni fin, sin destino ni origen, en donde la escritura escribe, es ella misma la que avanza
no sobre la página, sino más allá de las cosas materiales del mundo, entregándonos la
no-materialidad, lo invisible, la ebriedad inconmensurable de la que hablaba Claudio
Rodríguez. Si el habla es una más de las limitaciones del hombre, la escritura, que ya no
le pertenece, conectaría con ese abismo de lo real, con lo inexplicable de las cosas. El
río será, por tanto, el ejemplo a seguir, en la medida en que escribe en su corriente un
lenguaje ya completamente ajeno a las limitaciones del hombre, y por lo tanto
incomprensible para los signos del poeta. Río que volverá a aparecer en el segundo
poemario, Conjuros (1958), con nombre propio: el río Duero.
Al mismo tiempo, y de manera más obvia, el poema nos presenta el tópico de la
cortedad del decir. El lenguaje es insuficiente, y por muchas palabras que se elaboren y
se dispongan una tras otra no se alcanza a nombrar hasta sus últimas consecuencias
aquello que se desea. Pero Claudio Rodríguez parece mostrar aquí una transmutación
genuina del tópico: nuestro poeta se lamenta de que el lenguaje, unido a la voz del
hombre, tenga fin, que alcance su cierre por las mismas limitaciones consustanciales al
hombre y a su trayectoria vital, y para ello anhela la fusión de su palabra y el río, el cual
no deja de nombrar su dolor a través del infinito trasiego de las imparables corrientes.
No se trata, por tanto, de una palabra trágicamente insuficiente, si no de una palabra
demasiado breve para alcanzar ese decir total que, en cierto modo, es el único decir que
anhela la palabra poética.
El poeta no quiere dejar de hablar. Necesita un lenguaje que se sustente, como el río,
en ese mismo pulso irrefrenable, para aproximarse y desaparecer, para sugerir y
recobrar infinitamente el acontecimiento, para decir hasta lo incansable, lo interminable,
una presencia que se le escapa; la voz de Claudio Rodríguez quiere confundirse con ese
camino que se abre ante él, quiere expandirse, dilatar la identidad y dilatar la palabra
hacia ellas, hacia las cosas. Que la expresión poética sea un río, que el pulso torrencial
del verso lo inunde todo, se desborde, nunca se detenga, que sea duradero como las
aguas que lo acompañan o el camino que dirige sus pasos. La estrofa elegida, el
romance heroico en endecasílabos, simularía en su traqueteo y encabalgamientos ese
ritmo fluvial y arrollador de un río. El propio poeta ha definido su trabajo como
“poemas extensos, como una sinfonía inacabada a la que hay que poner fin” (en Paulino
Ayuso, 1995: 27). La cuestión no es ya nombrar, acertar con un lance de la palabra, a
través de los meandros de la sintaxis, éste o aquel objeto, sino hablar, incansablemente,
hablar y seguir hablando para que la verdad brote de manera iluminadora por ese
desbordamiento de la voz.
LA ESCRITURA BLANCA
LA PALABRA EXCORPORADA
¿Qué es el cuerpo, entonces, sino un surco que convive entre las demás cosas, nada
más que una parte de aquello iluminado por la luz? De repente, el día cae sobre el poeta
y despierta los oráculos del sueño, lo aleja de la ebriedad epifánica e introduce su
cuerpo en un orden simbólico de palabras e imágenes: “por un lado, la luz ilumina, es
reconocimiento de las cosas, las separa y distingue, condiciona el discernimiento o
visibilidad de los objetos; por otro lado, la luz es también el medio de acceso al
conocimiento de la verdadera realidad a través de la transfiguración de ésta y en este
punto es donde la luz se transforma en claridad” (Yubero, 2003: 70). Sólo a
continuación dará contorno al paisaje, establecerá un mundo de figuras. Este fragmento
constituye, entonces, una minuciosa descripción del espacio limítrofe del despertar, de
ese momento inasible de los umbrales de la conciencia. Antes del lenguaje, la oscuridad
sitúa el cuerpo entre las cosas, como un surco entre tantos: “yo soy un surco / más, no
un camino que desabre el mundo” (2001: 36). A medida que la ebriedad del sueño
nocturno se desvanezca, el poeta tomará conciencia de lo que le rodea, de su propia
identidad, de su nombre y de las formas que dibuja la luz. El cuerpo es, en efecto, eje
para el conocimiento en la poesía claudiana (Mandlove, 1979), pero también su límite,
como dirá el propio autor: “el hombre no es libre porque siempre está encadenado. La
libertad es una especie de mito. Y en su falta puede estar una de las raíces
fundamentales del ser humano. La libertad resulta un concepto abstracto. Nadie es libre
porque no puede serlo. Por ejemplo, depende de su propio cuerpo” (en Hernández,
2006: 204). La antropología poética que construye el autor (cfr. Ramos de la Torre,
2006: 152) supone una suerte de deconstrucción del cuerpo, de entrega sin márgenes,
hasta el punto de hablar no desde el cuerpo, que no alcanza a ofrecerse en comunión con
lo que le rodea, sino desde el afuera de la escritura; no desde la mirada, que da
perspectiva y figura a las cosas, sino desde una mirada sin dueño (cfr. Silver, 1985).
El poeta es muy explícito al respecto: el cuerpo constituye un sacrilegio que debe
“ser hostia para darse” (2001: 30). Su misión habrá de ser la de la entrega, la
disolución, la comunión epifánica con lo real. Sin embargo, es la voz que dice cuerpo,
es el perímetro que traza la mirada, aquello que cierra todas las fronteras. El mismo
cuerpo parece ofrecer los dispositivos necesarios para esa individualidad sacrílega: la
voz, la mirada, los sentidos… Todo ello establece la apertura y el cierre de la
corporalidad, por lo que el cuerpo debe desobrarse, escribirse en el afuera, excribirse,
en palabras del filósofo Jean-Luc Nancy:
BIBLIOGRAFÍA CITADA