Sei sulla pagina 1di 22

Los caballeros andantes

Héctor Caño
1ª impresión: otoño de 2013
2ª impresión: invierno de 2019

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la


autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones
establecidas de las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por
cualquier medio o procedimiento incluidos la reprografía y el
tratamiento informático.

© 2013 Los caballeros andantes


© Héctor Caño

© 2013 Editorial: Liber Factory


c/ Magnolias 35 bis 28029 Madrid. España

www.liberfactory.com Tel: +0034 91 3117696

ISBN: 978-84-9949-319-0
Depósito legal: M-22511-2013

Maquetación y Diseño cubierta: eneasbeat

Las opiniones expresadas en este trabajo son exclusivas del autor. No


reflejan necesariamente las opiniones del editor, que queda eximido de
cualquier responsabilidad derivada de las mismas.
Disponible en préstamo, en formato electrónico, en
www.bibliotecavisionnet.com

Disponible en papel y ebook

www.vnetlibrerias.com
www.terrabooks.com

Pedidos: pedidos@visionnet.es

Si quiere recibir información periódica sobre las novedades de nuestro


grupo editor envíe un correo electrónico a: subscripcion@visionnet.es
Índice

El Cine Imperio ...................................................................... 5


Confesiones en la Noche ....................................................... 13
Los caballeros andantes ....................................................... 22
Un vestido azul de tirantes ................................................... 40
Manos blandas de chocolate ................................................ 43
Papá en Atlanta, con los párpados cerrados ........................ 50
Tal vez, eximir a los culpables .............................................. 58
Un ventilador y un radiador ................................................. 70
Lenguas voraces ................................................................... 79
Avalon ................................................................................... 89
¿Por qué tiritaba?
El Cine Imperio

Ángel miraba la hora con insistencia. Cada poco, giraba


la muñeca y comprobaba que las manillas seguían avan-
zando, que el mecanismo del reloj no estaba roto. Pasan
veinte minutos de las siete, pensó, es increíble. Aunque no
era la primera vez que esto le ocurría, todavía no se había
acostumbrado a las esperas, se le hacían interminables. El
uniforme de oficial, recién planchado y con la tirantez del
almidón fastidiándole por todas partes, se estropeaba de
estar apoyado en aquella esquina de la calle. Deseaba sen-
tarse en un banco, pero seguía de pie para no parecer can-
sado cuando Almudena llegara.
El pequeño ramillete de flores que había comprado en la
plaza de Zocodover se hacía ingobernable. Debía mante-
nerlo sujeto, y además, escondido tras la espalda para que
fuera una sorpresa. Almudena llegaría de un momento a
otro, le vería de lejos, se aproximaría a la esquina, y por fin,
le alcanzaría sin que las flores delatasen su presencia. Lue-
go, intercambiarían un beso, y como colofón, Ángel descu-
briría el ramillete, regalo inesperado. Bueno, inesperado
aunque adecuado, y seguramente anhelado. Pues el ramille-
te, en vilo durante veinte largos minutos, en la incómoda
postura del brazo, doblado y atravesado a la espalda, con
un cuidado muy especial para no aplastarlo, tal y como se
había apostado en la esquina, el ramillete hacía que se le
agarrotaran los dedos, el codo y el hombro derecho. Por
tanto, con el brazo libre se miraba compulsivamente el re-
loj, y casi, casi llevaba la cuenta de cada segundo trans-
currido en la enredosa espera.
A veces opinaba que semejantes retrasos eran coquetas
pruebas de resistencia que Almudena provocaba, para ob-
servar si era paciente o impaciente, si conservaba la calma
y el buen aspecto, sobretodo si el carácter de Ángel era tole -
rante, o malhumorado. Por eso, entre otras cosas, omitía
las quejas y evitaba sentarse en el banco. Quería aparentar
que veinte minutos de pie no eran nada para él, y desde
luego, en la Academia de Infantería hacía esfuerzos mucho
peores y más absurdos, aunque los hacía protestando por lo
bajo y maldiciendo de toda la jerarquía militar, empezando
por el sargento y acabando por el general de todos los ejér-
citos. Tenía que admitir que Almudena era más agradable
que su sargento, y que un esfuerzo como éste merecía la
pena.
Almudena dedicaba dos horas, por lo menos, a elegir el
vestido y arreglarse. Se perfumó, se aplicó sombra de ojos y

5
carmín, y colorete en las mejillas. Pidió un par de buenos
pendientes a su madre, que se los cedió a cambio de
prometer mucho cuidado, y desfiló delante de su padre, que
dio su beneplácito envidiando la suerte del muchacho al
que dirigía tantas atenciones. Ángel, a su vez, se puso el
uniforme recién recogido de la lavandería, mirándose al
espejo conforme se estiraba las solapas, compungido por
los nervios. Corregía sus aires de colegial despavorido,
haciendo muecas al espejo y figurándose que no era su
reflejo, sino Almudena quien le observaba. Sé cariñoso, sé
educado, pensaba, que sepa cuánto te gusta, pero sin
atosigarla. Así, ¡ale!, date bríos de buen mozo, Angelillo. Y
salía de la Academia con mucha antelación, puesto que
debía recorrer toda la bajada del Valle, y el puente de
Alcántara, y subir la cuesta de Armas hasta Zocodover.
Andaba en tramos de cien o doscientos metros y paraba,
para no cansarse, porque tenía que llegar a la cita en
perfectas condiciones, sin cara de pasmo ni arrugas en el
traje. Por el camino le sobraba el tiempo, así que se anti-
cipaba la velada, se imaginaba giros románticos y suspiros
de fémina tierna, hacía el trayecto con la imagen de
Almudena en mente, y antes de darse cuenta, ya estaba en
Zocodover. Almudena, mientras tanto, iba y venía de su
alcoba cien mil veces, se colocaba un pelo rebelde, añadía
una pizca de perfume, perfilaba sus pestañas, y muchísimas
otras cosas que se le ocurrían justo antes de franquear la
puerta de su casa, en el último instante. Ya estaba despi-
diéndose cuando, con un preámbulo de pánico escénico,
volvía sobre sus pasos al trote, y retocaba una vez más el
maquillaje. Ángel, apoyado en la esquina, con el ramo de
flores escondido tras la espalda y mirando el reloj de pul-
sera como en trance, padecía los retoques de última hora de
Almudena, cuya única intención era dar su mejor aspecto.
Porque cuando Almudena llegaba, andando por la calle
Comercio con pasos cortos, el bolso de mujercita oscilando
al roce de su cadera, el cabello peinado con encanto y la
preciosa diadema, Ángel olvidaba los veinte minutos y el
reloj, y además, sacudía los brazos descubriendo sin querer
el ramo de flores, y la perspectiva de una tarde en su com-
pañía le liberaba del servilismo, del uniforme que le apre-
taba, aunque se lo ponía en todas las citas porque le daba
un porte más formal, se libraba de los sargentos, las mar-
chas y las guardias, y solamente pensaba en cosas agra-
dables, que se le esfumaban antes de decirlas en voz alta.
En la taquilla del cine Imperio, Ángel pedía dos entra-
das para la sesión de tarde, que incluía un programa doble:
una película nacional, protagonizada por la estrella del
cante o el comicastro que tocase, y una extranjera, casi

6
siempre de indios y vaqueros, de las buenas. Con las en-
tradas en el bolsillo, y Almudena agarrada del brazo, se to-
maban una horchata en las terrazas, y se entretenían char-
lando de temas que iban de lo esencial a lo mundano, mien-
tras se acercaba el momento de iniciar la sesión.
Las rosas, hay que ver cómo le gustaban las rosas. Las
sonreía, las decía cositas, las acariciaba. Elegía la más
granate, y se la colocaba en el pelo como un medallón en
mitad del mar moreno. Ángel, que no entendía gran cosa de
flores, sólo sabía lo que significaban para Almudena. Lo de
ir al cine, al fin y al cabo, era una excusa. Aunque pasaran
cerca de cuatro horas mirando una pantalla, arrimados, era
la horchata que tomaban en la terraza lo que justificaba sus
trémulos ardores, sus presunciones y supersticiones.
El acceso al cine Imperio era como el de un gran hotel,
lujoso pero venido a menos. Para sus visitantes, los estra-
gos del tiempo y su deterioro no importaban, si acaso lo
daban un toque de adustez. Eran tantos los años de con-
fianza, que la vieja sala de cine era una extensión de su
casa, en la que se ponían cómodos, y poco a poco, perdían
la compostura y se despatarraban en los asientos como lo
hacían en su propia alcoba o sala de estar. Así, el cine
Imperio suponía una simpática trasgresión, la de ocupar un
habitáculo de lujo y, con las luces apagadas, vulnerar el
venerable escenario, más o menos como ponían los zapatos
por encima de la colcha, comían con los codos hincados en
la mesa, o miraban de soslayo a una muchacha en los
entreactos del sermón de misa grande.
La decoración del cine, con sus dorados embellecedores,
el suelo de mármol, las columnas veteadas y los espejos
inmensos, que devolvían la imagen de docenas de perso-
najes bien vestidos, ilusionados y amigables, transmitía a
los espectadores la sensación de asistir a un baile de gala, la
estancia en un palacio o museo antiguo, y luego, éstos se
distendían con su asilvestrada conducta. No lo hacían por
gamberrismo, de verdad que no, solamente pasaban de un
primer impacto al trato ufano que se profesaban entre ellos,
pues al fin y al cabo no eran caballeros sino gente corriente,
que en vez de hacerse reverencias, se saludaban con un tic
de la cabeza, y en vez de fumar puros, abrían y comían
pipas saladas, y en vez de avanzar por el hall como un
destacamento de alta alcurnia, correteaban y se instalaban
en la butaca con la película empezada.
Un timbre como el de un descomunal teléfono, que traía
a la memoria el patio de un colegio o la entrada de una
fábrica, sonaba cinco minutos antes de empezar la sesión, y
sonaba de nuevo cuando se apagaban las luces del audi-
torio. Los niños soltaban la mano de sus padres, y supli-

7
caban un veloz posicionamiento en la butaca, iban como
heraldos a tomar posesión del sitio, y quedaban hechiza-
dos por la raída pantalla de celuloide.
Había conserjes y acomodadores, con uniformes colo-
ridos, como cómicas levitas recargadas de botones, flecos y
cremalleras, y un gorro que era una simbiosis chocante de
bonete y visera. Éstos, indicaban el camino hacia la sala, el
patio de butacas o el paraíso, bien llamado paraíso porque
ahí, en la segunda planta, abundaban los besuqueos, los
sonrojos intangibles y las rimas consonantes dichas a la
oreja. El patio de butacas, también llamado gallinero, más
concentrado en el argumento de los filmes, intercambiaba
comentarios poco procedentes y restos de bocadillo, pata-
leaba viendo al malo, y carcajeaba cuando los protagonistas
sufrían un traspiés. También lo pasaban francamente mal
cada vez que los pistoleros entraban en la boca del lobo, y
hallaban paralelismos, algo pillados por los pelos, entre los
conflictos de la ficción y sus combates cotidianos.
Un papel de periódico se desenvolvía, sacando de su in-
terior una empanada de atún, luego se arrugaba con ruido y
se hacía pelota. Una señora irritable chicheaba imponiendo
silencio, y la pelota de papel con migas de bonito y pan
volaba sobre las butacas y aterrizaba en su cocorota, frus-
trando sus intentos de achicar el murmullo. Un bebé rom-
pía en llanto, que con el eco sonaba como a sirena de ambu-
lancia. El contorno de una mujer joven se perfilaba contra
la pantalla luminosa con el niño en ristre, y se desplazaba a
trompicones hacia los baños. Una vozarrona ronca de ban-
dolero vituperaba a la madre, molesto por el manchón
negro de su silueta tapando la pantalla, mientras otro im-
pertinente mandaba callar al bebé, y así la madre, fasti-
diando tanto si se quedaba como si se llevaba al niño con su
lloro inoportuno, le pedía a su pareja que le contase todo al
volver, y en su fuga, se disculpaba al pisar con sus tacones a
los vecinos de la fila.
Un oficial de mecánica lampiño ponía su mano sobre la
de su acompañante, que cubría su embarazo con una sonri-
sa de reserva. Ruborizada, la chica notaba la palma de él,
que trepidaba, y perdía el hilo de la película, como él, igual
que él ignoraba el nombre de los actores, el título, el tema y
los vericuetos de la trama, y sólo pensaba en matices
tangenciales de su cita y de su chica. Quería saber en qué
pensaba ella, como ella, igual que ella quería saber en qué
pensaba él, y así, pensaban lo mismo, lo mismo exac-
tamente. Se hacían cábalas en base a nada, o a poco: a una
mano sobre otra, al silencio entre los dos, a la expectación y
a la película que no atendían.

8
A la salida del cine, Ángel acompañaba a Almudena de
vuelta a casa. Querían prolongar el viaje, y se detenían a ver
los escaparates de las tiendas. Señalaban prendas y arti-
lugios cuyos precios estaban fuera de su alcance, como si en
un arrebato hubieran podido comprarlo todo, dejando ade -
más una propina equivalente al sueldo de un año. Era
obligado comentar la película que habían visto, pero como
ninguno prestó atención, y lo disimulaban con gracia, cada
uno reinventaba el argumento a su manera:
-Qué a punto han estado de pasarlas canutas, si no llega
a ser por el sheriff -decía Ángel.
-El sheriff... ¡ah! Claro, pero, ¿y la dama de las came-
lias? A todos los del pueblo les tenía embelesados -decía
Almudena-, porque ¡ay que ver cómo cantaba, la dama!
-Por bulerías, la cantarina. Lo mejor, oyes, lo valiente
que era la chica, ¿eh? Porque cualquiera se atreve a hacerle
ése desplante al capataz de las minas. Menos mal que ahí
estaba el sheriff para salvar el día.
-Porque era bueno de corazón, el sheriff. Y en el fondo,
la quería.
Quien les oyera, pensaría que habían visto cualquier
otra película menos ésa, que trataba de un robo al banco.
La dama de las camelias regentaba un burdel, el sheriff era
un cazador de recompensas, y el capataz de mina, el dueño
de una finca.
Ángel llegó a Toledo en agosto para hacer el servicio
militar. Le destinaron a la Academia por sorteo, y se fue de
León en un tren que atravesaba las dos Castillas, dete-
niéndose en lo que parecían cientos de estaciones al paso.
Cada pocos minutos, el tren disminuía de velocidad y
frenaba en un poblacho, subían montones de pasajeros, y
los vagones se inundaban de baúles y maletas, jaulas con
pollos, bicicletas y cestos de los que sobresalían embutidos
y hogazas de pan tostado. El sofocante bochorno se conden-
saba en los vagones de cola, los más atestados, con tanto
viajero y trasto que apenas sobraba espacio para el aire.
Ángel, que nunca salió de su pueblo, no sabía si dormitaba
o se desmayaba, y creía que la falta de fuerzas era debida a
la distancia que lo alejaba de su hogar.
En la Academia, se levantaba del camastro a horas in-
tempestivas y desempeñaba funciones bárbaras que lo
dejaban exhausto al cabo del día. El calor intenso que le
hizo mella desde que subiese al tren ya nunca dejó de abru-
marlo. Comenzaba a eso de media mañana, se recrudecía a
la hora de la siesta, que nunca echaba, y no hacía sino
empeorar hasta que al fin, el sol se ocultaba al caer la tarde.
No sería tan cargante si no estuviera constantemente
desfilando, montando guardia, corriendo campo a través y

9
soportando las fanfarronadas de su sargento, quien pensa-
ba que los soldados a su cargo eran incombustibles, y como
arcilla para moldear. En todo su ejercicio de instrucción,
Ángel no halló consuelo dentro del recinto enladrillado del
cuartel, ni con sus compañeros de litera. Sólo las salidas de
permiso le entusiasmaban, porque mantenían la alentadora
idea de que había un mundo exterior civilizado, sin corne-
tas ni fusiles desmontables, ni sargentos. Encontró un pla-
cer inusual en deambular por calles con gente, y se aficionó
al cine, cosa que antes de comenzar el servicio sólo conocía
por las revistas. Era cuestión de tiempo que, con su buena
planta, una chica de su edad se fijara en él.
Los carteles de las películas le fascinaban. Lograban un
sorprendente parecido con los actores, pero además eran
expresivos y sabían suscitar una inmensa curiosidad por la
película. Los títulos -La Sombra de la Sospecha, El Misterio
de la Montaña, Duelo en la Planicie- no hacían sino
formular interrogantes que se instalaban en la mente y no
cesaban de emitir señales y llamamientos, hasta que uno
capitulaba y pedía una entrada en la taquilla. Pero era el
estilo de los pintores lo que hacía que Ángel se plantara
delante del rótulo anunciador, lo contemplara largo rato, y
lo escrutara como la pieza más valiosa de una pinacoteca.
Brochazos gruesos y decisivos que combinaban los colores
de una paleta intensa, creaban la sensación de un prisma
que proyectaba la ilusión de la película cuyo tema inspi-
raba. Caleidoscopios que prometían emociones fuertes,
aventuras y lecciones vitales resumidas en noventa minutos
apasionantes. En aquellos tiempos, las portadas de los li-
bros, las imágenes publicitarias, las revistas, almanaques,
cuadernos, incluso las etiquetas de toda clase de productos,
medicamentos, comestibles, etcétera, se promocionaban
mediante dibujos o pinturas maravillosas, impresas en los
envoltorios, solapas y cartelas. Pero algo especialmente
sugestivo había en los carteles de los cines, puesto que el
producto era un secreto, no se palpaba ni oteaba, había que
pagar antes de verlo, y los únicos indicios de propiedad o
atribución había que suponerlos por el cartel, leyendo entre
líneas el póster. Una pistola en primer término, es que
habría persecuciones y actividades criminales. Una señorita
con el rimel corrido, es que había lances amorosos, sinsa-
bores y cuitas sentimentales. Un caballo desbocado, gi-
gantes californianos y bandidos. Una explosión, es que ha-
bía complots y agonía en las trincheras. Una pareja que se
abrazaba, vaticinaba un amor imposible, con tropiezos, y
un ardoroso final de sacar el pañuelo.
En sus paseos de fin de semana, inevitablemente, reca-
laba en la fachada del cine Imperio y examinaba los car-

10
teles, con las manos en los bolsillos y la mirada fija, ad-
mirando a ésos artistas que sabían condensar las películas
en una estampa de gran empaque. Una tarde, que Almu-
dena había ido con sus amigas a ver la última de Linda
Hogarth, se topó con el soldado que inspeccionaba los pro-
metedores carteles. Al terminar la sesión, una marabunta
de espectadores salía del cine con el apetito saciado. Entre
el público, que comentaba el sorpresivo desenlace de la
película y debatía punto por punto los instantes de mayor
interés o aburrimiento -siempre habría un inconformista al
que nunca le colmaban las historias-, Ángel permanecía
estático, mirando fijamente el bonito póster del exterior.
Almudena se acercó a él, distanciándose de sus amigas, y
empezó una sencilla conversación que sería la primera de
muchas:
-Dígame, ¿le ha gustado la película?
-¿Eh? -Ángel se medio giró, descubriendo a la chica que
le inquiría-. No sabría decirle. No la he visto, aunque tiene
buena pinta.
-¿Ah, no? -Almudena adoptaba entonces un aire de
cinéfila experta-. Pues le diré: una película excelente, so-
brecogedora. La Hogarth en una de sus mejores inter-
pretaciones, más desenvuelta que en La Carta Delatora, casi
al mismo nivel que en Delitos del Pasado.
-Sabe usted mucho de esto -Ángel oscilaba con los pies,
y por dentro de los bolsillos, ocultaba sus manos rígidas-.
En el pueblo de León donde vivía no hay sala de cine. Aquí
anuncian un estreno para la semana que viene. El cartel,
por lo menos, lo hace muy apetecible.
-Horizontes de Inmensidad. Es posible. Trabaja
Jonathan Harper -Almudena fruncía el ceño-. Oh, y Brenda
Stevenson. Estaba fenomenal en otra que vimos no hace
mucho. Sí, muy recomendable. Si quiere, podríamos verla y
comentarla después. Yo vendré con mis amigas -señaló al
grupúsculo de chicas que espiaban el diálogo, reunidas en
cónclave a pocos metros.
-Bien, si consigo escapar del cuartel unas horas, vendré
encantado.
Almudena se alejó, y a veinte metros volvió la cabeza,
con una convulsión de risitas por parte de las amigas que
aturdió al soldado. Ángel no tartamudeó, ni salieron
perdigones de saliva de su boca, ni balbució los arranques
de cada frase. Por lo menos, no dándose cuenta.
Ése calor que hacía en lo alto de la Academia de Infan-
tería... En ésta parte de Castilla los termómetros se volvían
locos. Las camisas marrones de tela gruesa, que no venti-
laban en absoluto, eran como un caparazón sellado. Presen-
tando armas en el gran patio central, en posición de firmes

11
y escuchando el himno nacional con tonillo de proso-
popeya, los centenares de ventanas que rodeaban la plaza
orientadas al solano desde los despachos, comedores, bi-
bliotecas y salas de conferencias, parecían moverse como
una centrifugadora. Los soldados, que habían adquirido la
ventajosa capacidad de separar cuerpo y mente, dejaban
que los músculos se agarrotaran, ignoraban las agujetas y
los tendones punzantes, y su pensamiento deliraba en el ojo
del huracán formado por los ventanales del tío-vivo.
Una mañana, el oficial de mecánica Cipriano Descartes
le envió al almacén de vehículos. Se presentó en el taller y
elevaron un todo terreno con una palanca hidráulica. Desde
abajo del vehículo podían verse los ejes de las ruedas, el
árbol de transmisión, las ballestas amortiguadoras, el en-
tramado de barras paralelas y cruzadas que constituía el
cuerpo del todo terreno averiado. Cipriano, exento del im-
pecable vestuario marcial, sólo llevaba una camiseta de fra-
nela, pero manchada de grasa negra, aceite y sudor en
abundancia. Ángel nunca había reparado en el taller, donde
Cipriano Descartes trabajaba con denuedo en las furgo-
netas, sidecares, incluso los coches particulares de los man-
datarios que exigían, además, un trato preferencial.
Mientras los cadetes marchaban por el patio de armas al
son del quisquilloso sargento, mientras los jerarcas clava-
ban chinchetas en los mapas geográficos de la región, cal-
culando con cartabones y compás las escaramuzas del
divertido simulacro bélico, Cipriano Descartes se mantenía
ocupado en el taller, ensuciaba sus manos de un modo
auténtico, pragmático, y hacía las reparaciones en la escua-
dra motorizada del cuartel. Ángel solicitó, al acabar la ins-
trucción esencial reglamentaria, instalarse en el taller como
aprendiz de mecánica, bajo exclusiva supervisión de Cipria-
no, el cual, cómo no, agradecía un par de manos extra y al-
guien a quien quejarse del rácano sueldo, los cochecitos del
jerifalte y el maltrato indiscriminado en los cambios de
velocidades, la columna de dirección y los filtros, nunca
revisados, que convertían las piezas en chatarra por su
mala conducción.
Apurando sus vasos de horchata, en las terrazas de
Zocodover, Ángel anunciaba a Almudena que le habían
nombrado suboficial de mecánica. En unos meses, puede
que ascendiera de rango. Eso dependía de cuánto se apli-
cara, y de que Cipriano le recomendase. La mecánica de los
coches, decía, es un complicado arte, como el de los relo-
jeros, porque se disponen muchas piezas, que operan al
unísono, y se logra un movimiento perfecto, armónico. Ésta
pictórica, o poética descripción del oficio le brindó a Almu-
dena, que sorbía con pajita los restos de su horchata. A con -

12
tinuación, la pareja de novios, que desde hacía tiempo
evitaban la compañía de las amigas alcahuetas, y sorteaban
a los demás cabos de la Academia que disfrutaban su día de
permiso... la pareja se fue al cine Imperio, cuya cúpula
depauperada y modernista habían convertido en templo de
comunión. La veterana azafata que expendía el ticket en el
cuartito de la taquilla, ya les recibía con familiaridad,
sabiendo que los boletos unificaban al soldado leonés y su
chica con diadema.
Ángel y Almudena entraban al deslumbrante hall del
viejo cine, conforme venían haciéndolo durante meses, cada
vez con menos embargo, y los brazos enlazados como en la
marcha nupcial. El vasto conocimiento de Almudena sobre
los astros cinematográficos dejó paso a un vacío casi total,
pues a partir del día que vieron juntos Horizontes de
Inmensidad, la pobre se volvió incapaz de discernir una
sola línea del guión, ni los portentos de interpretación, ni
siquiera la bella fotografía en technicolor, y sólo hermane-
cía inmóvil, con cada fibra de su piel haciéndole cosquillas
y el obtuso pensamiento puesto en el uniformado Ángel.
Ángel, que hasta ése día nunca quiso remover por deba-
jo del vestido hermoso de la chica, empezó a vislumbrar el
futuro que les aguardaba, los hijos que vendrían, la casa
que comprarían en la calle Alfileritos, con un amplio balcón
desde cuyo mirador Almudena tejería mantas y fundas para
edredones, y esperaría que los niños volvieran de la escuela
para comer un guiso irrepetible: irrepetible. Ante la puerta
de la casa de sus padres, Ángel besó a Almudena en la boca,
su boca entornada en forma de O, una O como un anillo de
compromiso en el que cupieron sus anhelos, todos los
anhelos, en el que cupieron sus anhelos para siempre.

Confesiones en la Noche

Raquel despedía una llamada telefónica en antena.


Anunció el boletín de noticias de las tres en punto, y vio a
su madre asomada al control de sonido, que la saludaba
tras la cristalera.
Su madre, Sagrario Corrochano, habitual de las tertulias
matinales de Onda Centro, en las que participaba por su
voz autorizada y crítica, era una verdadera institución del
periodismo. Recordada por su etapa de corresponsal en
París, presenció las míticas revueltas estudiantiles, lo que
daba a su pasado un porte casi homérico, y dibujaba su
perfil de vieja romántica y vividora. Miembro fundacional
del periódico El Presente, se labró una gran reputación

13
redactando las crónicas del Congreso de los Diputados,
asistiendo a las asambleas plenarias en pleno despegue de
la democracia, de la que fue testigo excepcional, y laureada.
Contrajo matrimonio en la madurez, según quién de modo
tardío, sólo cuando ella juzgó que había llegado el momento
de asentarse, o bien que tal momento se le escapaba de las
manos, tras haber sentido un repentino vértigo en la marea
de su cuadragésimo cumpleaños. Se casó con su pareja de
entonces, el fotógrafo deportivo Fonsi Salinas -del que se
divorciaría poco después-, y al cabo de un año de contraer
enlace, dio a luz a su única hija: Raquel Salinas Corro-
chano, a quien visitaba aquella inesperada noche. Se sentía
particularmente orgullosa de Raquel, actual presentadora
de radio, como suele suceder entre el gremio de padres
canos, puesto que veía en su hija el último vestigio de su
juventud, una sucesora digna de su propia trayectoria.
Para Raquel, en cambio, el estatus de su madre era más
bien un obstáculo, un fastidio constante que padecía.
Ciertamente, había crecido rodeada de incentivos, espo-
leada desde su infancia a seguir la estela periodística de sus
próceres, condenada, cómo no, a heredar su fama.
Adoraba a su padre, Fonsi Salinas, un prodigio tomando
las mejores fotos; sabía captar mejor que nadie toda la
espontaneidad y el dramatismo de una competición
deportiva. En éste terreno, Fonsi era sin lugar a dudas uno
de los fotógrafos más sobresalientes, si no el mejor. Raquel
lo visualizaba con la cámara Nikon colgada del cuello, el
enorme teleobjetivo con que capturaba las instantáneas
como un cañón azabache convertido en catalejo, y su padre
con la mirada perdida, un aparente despiste que hacía
gracia, porque siempre se fijaba en lo que ocurría por fuera
de sus aledaños, atento a las imágenes potenciales en un
perímetro de cien o doscientos metros. Ésa capacidad suya
de permanecer ojo avizor a los alrededores, y un poco
distante con lo que ocurriese al lado, que era su naturaleza
intrínseca, quizás propició la morosa quiebra del matri-
monio con Sagrario, quien demandaba atención continua,
concretamente: ser el centro de atención.
Raquel amaba a su padre, en efecto, y siempre culpó a
su madre por el divorcio que agrió su niñez. Sagrario era la
anfitriona, la conversadora incansable, la catalizadora de
todas las fiestas y reuniones a las que iba invitada. Narra-
dora de sus viajes, polemista, carismática en exceso, pare-
cía eclipsar a propósito la simpatía simple de su marido, o
los esfuerzos de Raquel por conquistar su propia parcela de
protagonismo. Fonsi, por cuya cabeza siempre se desen-
rollaban series de fotografías, y percibía las impresiones a
modo de kinescopio, callaba y otorgaba en cada sobremesa,

14
dejando que Sagrario monopolizara las charlas, así hasta
que ella tuvo la sensación de haberse casado con un fraile
trapense.
Sin miedo a independizarse, con sus cincuenta años
despuntando en el horizonte próximo, sublimado la unión,
es decir, concebida una sola descendiente del matrimonio
Salinas-Corrochano, Sagrario mandó hacer los papeles del
divorcio, y se las arregló para quedarse con la custodia de
Raquel, cosa que, desde su perspectiva de agraviada,
consideraba injustificado y rudo. Raquel tuvo que confor-
marse con visitar a su padre cada par de semanas, y tratarlo
como a un amigo. Fonsi se convirtió en uno de esos
parientes tan queridos como poco frecuentados, una
especie de tío segundo, o padrino de bautizo, que da sabios
consejos cuando puede, y un abrazo de campeonato que
sabe a fracción.
Raquel convivió con su madre en un elegante piso en el
centro de Madrid, con acceso a una biblioteca descomunal,
en la que se sumergía por las tardes, en la que se hallaba
cada vez que Sagrario telefoneaba desde la redacción del
periódico, avisando que volvería de noche, que cenara por
su cuenta, pues faltaba por cerrar la columna de opinión, la
crónica del Congreso, o ultimaba detalles de la rueda de
prensa que aguardaba para primerísima hora de la mañana.
Ahí estaba Sagrario, con su melena crespa de
peluquería, oliendo a mentol y tinta, incluso tras el muro de
cristal.
-Y ahora, damos paso al noticiero de las tres, con el
resumen de los acontecimientos más relevantes de la
jornada. Tras una breve pausa para las promociones publi-
citarias, regresamos en seguida. Esto es Confesiones en la
Noche. Les habla Raquel Salinas. Un saludo.
David, el técnico del estudio, subía el fondo sonoro,
poco a poco, hasta solaparlo a la voz de Raquel. Luego,
diluyó la señal del micro y permitió que el nivel del tema
instrumental predominara unos instantes.
Peer Gynt, Suite nº 1, opus 46, de Grieg: La danza de
Anitra.
La señal horaria de las tres irrumpió con un pequeño
estruendo el desarrollo del tema. Sus apáticos pitidos en Mi
bemol cortaron en seco el fragmento musical del tránsito, y
los titulares del boletín, enunciados con diligente apremio,
que se transmitían desde un estudio cercano, marcaron un
paréntesis para el equipo de Confesiones. Sagrario aplaudió
teatralmente, sin hacer ruido -no chocaba las palmas, en
realidad- como si estuviera en un palco de ópera, o en la
platea del Parlamento. Apretaba los labios con un mohín de
disfrute, casi enternecida. David se levantó de la mesa y

15
saludó a la ilustre visitante, ya que antes no pudo desviar
su atención de los controles, luego salió. Arantxa, delegada
de producción, se acercó igualmente a estrechar la mano de
Sagrario, respetuosa. Apuntó con el dedo al reloj de la
pared, y pregonó: “Raquel, cinco minutos y volvemos”. Por
último, se retiró dejando a madre e hija solas en el estudio.
Todo el personal de Onda Centro se sometía a Sagrario,
permitiendo ésa clase de licencias, como por ejemplo,
invadir una emisión y exigir prácticamente, sin necesidad
de haberlo dicho en voz alta, un poco de intimidad para
estar con su hija. Ésta era sólo una muestra de la infinidad
de cosas, detalles sin importancia, que irritaban a Raquel
en lo más profundo. No soportaba la condescendencia de
sus colegas, que daban por sentado la pertenencia de
Raquel a una casta privilegiada, algo así como los VIP del
sindicato de prensa.
En la facultad, trató de ocultar a sus profesores quién
era su madre, pero en balde, porque cuando revisaban su
expediente, en seguida salía a relucir la importancia de su
apellido, como una letanía. En cada entrega de currículum,
se interponían las cartas de recomendación, y la dichosa
pregunta neutralizaba sus méritos personales:
-Ah, pero entonces, ¿eres hija de Sagrario Corrochano?
¿La misma Sagrario Corrochano? -por favor, con cuánta
facilidad lo grande se superpone a lo pequeño-. ¡Pero qué
sorpresa! Seguro que encontramos un hueco para ti.
Alguien como tú lo lleva en las venas -pero exactamente,
¿qué llevaba?, ¿tinta de rotativo, o sangre?, ¿o tal vez,
sangre azul?
Raquel odiaba de veras la maniquea repetición de ésta
escena, había perdido la cuenta de las veces que tuvo lugar.
Ah, los tópicos, siempre los tópicos.
Por eso, la visita de su madre no la gustaba en absoluto.
Se sentía intimidada, o más bien, como si hubieran forzado
la puerta de su casa, y revuelto armarios y despensa. Por
una parte, daba gracias al Cielo porque el intermedio no se
alargara más de cinco minutos, pero por otra, encontraba
humillante que su madre tuviera la necesidad de ir a su
encuentro allí donde trabajaba, que se incursionara en
aquél territorio que pertenecía a su ámbito exclusivo.
-Hija, ¿qué te parece si salimos de aquí? Vamos a la
máquina de café, te invito a uno. Seguro que te hace falta-
propuso Sagrario, agitando la batuta, pues conocía bien la
situación de aquella máquina, junto a la que había anchos
ceniceros que la convenían.
-Está bien, mamá -decía Raquel, con el tonillo que
adquiere una respuesta, cuando se sabe que no importa lo
más mínimo la opinión de quien la ofrece.

16
Rápidamente, la locutora de radio que capitaneaba un
barco con millones de tripulantes quedó comprometida,
dejando al descubierto a la solitaria muchacha que se
escondía entre los libros y temía la llamada telefónica de su
madre, que cenaba sola, y solamente existía cuando estaba
Sagrario para atestiguarlo.
Raquel se esforzó toda su vida para ganarse las cosas.
Creyó que las prácticas de radio en la facultad abrían ante
sí un camino distinto al de sus padres, abanderados de la
prensa escrita. Sería periodista, sí, pero se comunicaría
mediante la voz, navegaría sobre las ondas, hablaría en
directo con sus oyentes gracias al maravilloso poder de los
micrófonos. Maldijo la nueva faceta de comentarista
política de su madre, que comenzó a participar en los
debates de Onda Centro aproximadamente por la misma
época que Raquel, en la universidad, escarceaba con el
medio radiofónico.
-Parece que te va bien, ¿verdad? No sabes cuánto me
alegro por ti, hija.
Sagrario avanzaba por la redacción, delante de Raquel,
reconociendo las mesas vacías, de día un hervidero, y la
tranquilidad reinante, sólo rota por algunos empleados,
aquí y allá, que andaban con un guión debajo del brazo
conversando por el móvil.
-Los índices son alentadores. Aunque en verano, las
cifras no son verdaderamente representativas. El público es
algo distinto del habitual. Estudiantes de vacaciones,
familias de veraneo que nos sintonizan alguna noche
aislada... -Raquel ocultaba su orgullo por haber salido con
bien a la sustitución de Emma Freixa.
-Bah. Me han dicho que lo estás haciendo perfecto. No
esperaba menos. Deberías estar satisfecha. Incluso... puedo
contártelo, ¿no? He oído por ahí que se baraja la
posibilidad de mantenerte, pasado septiembre. Es más que
probable que arranques la temporada de otoño en
Confesiones.
-Lo estamos haciendo todos lo mejor posible -Raquel se
encargó de subrayar la palabra “todos” que, por supuesto,
excluía a su madre-. Se han portado estupendamente
conmigo. David, el técnico, hace virguerías. La estructura
del programa es la misma, y funciona por sí sola, ya sabes.
-Emma hizo del programa lo que es. Si los oyentes han
aceptado el cambio tan rápido, es por méritos tuyos. No
pienses otra cosa.
Sagrario encendió un cigarrillo mentolado, en el pasillo
anexo, junto a la escalera de incendios donde les aguardaba
la máquina de café. Los cinco minutos acababan.

17
Posiblemente, Raquel debería dejar el vaso a medias si
quería volver a tiempo.
-¿Has venido aquí sólo para decirme esto? -Raquel iba
directa al meollo del asunto, mostrando su irritación. Por lo
menos, dejaría claro que la visita no era bien recibida. A ser
posible, para que no se repitiera, o por lo menos, no con la
asiduidad que temía.
-Hay que ver cómo eres, Raquel. No es nada, cosas mías:
un arrebato sentimental de madre ñoña. Tenía ganas de
verte. Te desenvuelves perfectamente. Ya te lo dije, el
programa es tuyo.
-Vamos, mamá, no me salgas con ésas -Raquel notaba el
matiz irónico en la explicación de su madre. Sagrario solía
jactarse precisamente de lo contrario: de ser nada proclive
a sensiblerías de clase suburbial.
-¿Sales con algún chico? ¿Un amigo, alguien especial?
Sagrario expiraba el humo fino con olor a menta, sus
ojos atentos centelleaban aguardando una contestación,
como si entrevistara a un jefe de estado.
-No, no. Ahora mismo, es complicado. Salgo de aquí a
las tantas, y ando con el horario cambiado. Además, estoy
muy bien así, no necesito a nadie.
-Raquel... -Sagrario parecía rastrear en el espacio
salpicado de humo, como eligiendo en un escaparate
diáfano las palabras que diría-. Raquel, hija. Estás en tu
mejor momento. Eres joven. Hazme caso: necesitas a
alguien con quien compartir lo que tienes. No te encierres.
El trabajo no lo es todo.
-¡Por Dios, mamá, qué caradura! -Raquel notaba un
ingrediente de arsénico en el café, que se le atragantaba-.
¿Vienes aquí, en mitad del programa, me sacas de la cabina,
y me sueltas el sermón de madre piadosa y preocupada, a
éstas alturas? Ni hablar. Ni lo sueñes. No me hagas hablar
de...
-¿Qué? ¿Todavía estamos colgadas del tipejo aquél?
¿Cómo se llamaba...? Mateo, Matías...
-Elías, mamá. Se llama Elías. Pero eso no viene a
cuento. Lo que haga con mi vida privada, es asunto mío. No
eres quién para darme consejos, que nos conocemos: ni se
te ocurra hacerme un tercer grado con tus trucos. Si quieres
sonsacarle secretitos a alguien, pídele cita a uno de tus ex...
ex-¿qué? Ex-parejas, ex-novios, ex-maridos... Alguno habrá
que no te haya mandado a tomar... que todavía te descuel-
gue el teléfono.
Sagrario torcía los labios. Chupó el cigarrillo mori-
bundo, y luego incrustó la colilla en el cubo del cenicero.
Sería difícil discernir si se contenía, o asimilaba una
información interesante.

18
-Oye, ¿se sabe algo de papá? -preguntó Raquel, en un
último intento de calmar las aguas turbulentas.
-Me parece que debe seguir aún en Atlanta. Ha
aprovechado para quedarse un par de semanas por allí.
Volverá en agosto, según creo.
-Tengo que volver -miró el reloj-. Estas pausas no dan
para mucho. Llámame cualquier otro día, y me cuentas lo
que sea, pero por favor, aquí andamos con el tiempo justo.
-Tienes razón. Venga, no me hagas caso. Espera, que te
dé un beso.
Sagrario sujetó a su hija con ambas manos, con temor a
que pudiera esfumarse literalmente ante sus ojos, de la
misma manera exasperante que la besaba siempre:
tatuando la pintura de sus voluminosos labios en las meji-
llas tersas de su muchacha, con gran onomatopeya,
prensando el miedoso rostro de Raquel y provocando,
precisamente, que ésta se fuera, como perseguida por una
bandada de pájaros.
Raquel atravesó la redacción de Onda Centro
apresurada, maldiciendo la enervante visita de su madre, y
el antipático reloj que marcaba las tres y cinco. Pasó al
control de sonido, cruzó una mirada furtiva con David, que
expresaba muchas cosas, la mayoría de las cuales él no
captó. En un instante, Raquel hubiera querido advertir su
malestar, el disgusto cotidiano de los hijos que soportan las
manías de sus padres, como si los menores de treinta años
compartieran todos la misma carga cómplice, y el hondo
desánimo que esperaba, rezaba, porque alguien entendiera
sin mediar palabra: que Sagrario Corrochano, aparte de ser
la celebridad, ejercía de archiduquesa de un reino desper-
diciado.
Raquel accedió al estudio, tomó posiciones en la mesa
hexagonal, se colocó los auriculares y se quiso enderezar en
el asiento, aparentar que estaba allí como si tal cosa; que
nada había pasado. La auxiliar de producción se dirigió a
ella a través de los cascos, por comunicación interna:
-Que no se repita, Raquel. Faltan quince segundos.
Claro. Si viniera un escuadrón de mercenarios con-
tratados por la señora Corrochano, o una banda de
corsarios, a secuestrarla en su puesto de trabajo, no sería
culpa de ellos, por supuesto, sino suya. Quién podría
recusar a la señora Corrochano si se le antojaba hacer una
visita a su infanta, cuando era Raquel quien sacaba tajada
del buen apellido de la familia. Todos se lo hacían notar, se
lo sugerían en un momento u otro, recayendo en Raquel la
doble responsabilidad de ser profesional, e infalible. Al
menor requiebro, se disparaban las sospechas de favo-
ritismo.

19
Sonaba la entradilla musical. David retrasaba el paso de
Raquel, hasta que ella diera la señal de listos.
The Man I Love, de George Gershwin, interpretado por
Benny Goodman y su orquesta en el Carnegie Hall.
Raquel leía en la pantalla del ordenador la escaleta con
las llamadas en espera que se habían filtrado en éstos cinco
minutos: “guitarrista / enamorados cine --- ” Raquel dedicó
un pensamiento fugaz a Elías. El eco de su nombre,
pronunciado momentos antes, encajaba con las variaciones
del clarinete juguetón de Goodman, el ritmo pausado de
Gene Krupa en la batería, y el amable piano de Teddy
Wilson. El vibráfono de Lionel Hampton creaba enso-
ñadores fulgores, que sonaban a lluvia de estrellas en la
madrugada.
Elías... Elías en el Carnegie Hall. Qué bobada. Aplausos
y final de entradilla.
-Al micrófono Raquel Salinas. Seguimos en Confesiones
en la Noche. Adelante con la próxima llamada.

Los caballeros andantes

Ángel se asomó a la balconada del salón. Asió con sus


manos el balaustre. Su tacto mantenía el anclaje, mientras
la piel callosa se suavizaba, y el pelo recuperaba el flequillo
revoltoso, que su madre cepillaba con amor todas las
mañanas, antes de echarse al pueblo. Cerraba los ojos, y
podía oler a su madre, agradecía la caricia del cepillo
amable, y respiraba la tierra mojada en los maceteros del
vestíbulo. Asomado al balcón, frente a la fría calle, Ángel
volvió a sus diez años, en su intimidad.
Recordaba que en León todas las palabras sonaban a
esdrújula. A su madre, que zurcía calcetines o remendaba
pantalones peleones, recostada en el butacón adornado con
una mantilla en el respaldo. Echaba carbón a la estufa, con
ligereza, como si arrojara ciruelas a un riachuelo, desli-
zándose con sus calzos mullidos. Cuando abandonaba el
asiento, aún dejaba una huella, una imagen de ella en el
butacón, como una pisada en la arena fina, que hacía de la
butaca una extensión del regazo materno. Ángel aprove-
chaba sus ausencias para hundirse en el butacón, y la huella
de su madre le arrullaba.
Su padre regresaba de la labranza con hojas de encina
pegadas al peto de faenar, y manchas de sudor en la camisa
entrapada, probatoria. Volvía silencioso, despistado tras la
fugaz estancia en el bar. El momento de hablarle era

20
durante el desayuno, antes de que se reincorporara al
contencioso del campo. Devoraba con ansia bondadosa el
tazón de café recalentado con isletas de pan tieso. Su padre
amanecía optimista, energético, y disfrutaba compartiendo
mesa con sus hijos que despegaban de la cama, atolon-
drados. Igual que Ángel se imbuía de la imagen de su
madre afirmada en la butaca, el padre guardaba las
sensaciones del desayuno para volver a ellas con el azadón
en ristre y las espigas vencidas a sus pies.
Ángel recorría el prolongado itinerario hacia la escuela,
y observaba a los tenderos que abrían sus comercios, al
lechero con las cubas recién ordeñadas que atravesaba las
torcidas calles del municipio. Un olor a estreno inminente,
el silbido de los vencejos y el arrastre metálico de los
cierres subiendo con estridencia. Un bostezo lejano, un
motor que arrancaba a trompicones y desaparecía. Los
recuerdos de Ángel eran recuerdos matinales.
En el aula, don Olegario llenaba la pizarra de jero-
glíficos extraños, emparentaba números y signos, o trazaba
renglones rectísimos en letra cursiva, a velocidad verti-
ginosa. Cuando se giraba y daba la cara, la barbilla casi
apuntando al techo cuarteado, los muchachos lucían una
expresión como la del público que palidece ante un truco de
prestidigitador, con hipnótico asombro, y algo enajenados.
El estricto profesor pasaba de las complejas y depuradas
explicaciones al mutismo, mandaba dictados o abría lapsos
silenciosos. Entonces, discretamente, sacaba una novela de
la carpeta, disfrazada con las sobrecubiertas de un libro de
texto, y clavaba los ojos y las manos enjutas en el folletín de
papel fino.
Los chicos, enterados del asunto, agradecían el autismo
del maestro y reemprendían sus actividades paralelas con
la emoción de saberse clandestinos. Volaban pedacitos de
borrador, que se estampaban en la coronilla prominente de
Esteban. Alfonso escribía versos galantes, en cuartillas que
doblaba meticuloso hasta que las catapultaba con una goma
elástica al pupitre de Maribel. Rogelio daba rienda suelta a
su ponzoñosa verborrea, dañando la reputación de los
compañeros con sus bisbises, mientras su cómplice Matías,
el de la mesa contigua, atendía con fruición. Ángel, no sin
esfuerzo, ignoraba los tejemanejes de la chiquillería, y a
semejanza del maestro, rescataba un tebeo del Capitán
Trueno. Ensimismado, se perdía por las viñetas. De vez en
cuando, se imaginaba a su padre con el azadón, en el campo
apisonado por el sol, como un coloso mítico que se peleaba
con los cuatro elementos, cuyos trofeos, o botines,
consistentes en pan tieso y café, compartía con su estirpe al
calor del hogareño techo.

21
Los tebeos los compraba en el quiosco del abuelo
Eusebio, reunida peseta y media con los ahorros de su paga,
al cabo de semanas. Prescindía de los regalices y frutos
secos, que los demás chicos deglutían ritualmente al caer la
tarde del domingo, y esperaba con los céntimos amon-
tonados en la mesita de noche, hasta que la cantidad
alcanzaba para otro cuadernillo de historietas.
El Capitán, qué valiente, qué astuto, vaya personaje está
hecho, qué héroe.
-Mi dilema es liberarlos a ellos, exponiéndome a caer
prisionero, o avisar primero a don Ramiro -reflexionaba el
Capitán viendo a Crispín y Goliat cautivos por Alhamar,
gobernador de Valencia.
Ángel escrutaba las viñetas, saboreaba cada pincelada
de tinta, cada línea de plumilla, consideraba que las
escenas dibujadas por Ambrós eran, con mucho, más
atractivas y convincentes que las ininteligibles ecuaciones
de don Olegario, un puro galimatías. Su significado, en vez
de escabullírsele del seso, impactaba, y para cualquiera con
ojos en la cara, resultaba emocionante, maravilloso. Héroes
tangibles, vivos, admirables, arriesgaban el pellejo, asom-
braban a sus enemigos página tras página. El bramido
guerrero del Capitán era tan fiero como espléndida su risa.
Ángel soñaba con paisajes castellanos en blanco y negro,
contorneados a pincel, y el estrépito de las espadas, alta-
nero.
En la plaza, Ángel permanecía atento a la llegada del
repartidor de prensa. El conductor, con un puro en la boca,
habitualmente apagado y al tercio de su medida, apretaba
los dientes cuando descargaba de la camioneta los perió-
dicos empaquetados, y cortaba la cuerda que los mantenía
sujetos con una navaja grande y temible, de un tajo
nervudo. Eusebio retiraba los periódicos del suelo y los
metía en el quiosco, trataba el bulto como se agarra un
animal para devolverlo al redil. Aunque los ejemplares eran
nuevos, los manipulaba en confianza, se diría que todos los
periódicos que exhibía y canjeaba fueran el mismo, el
mismo ejemplar que se llevaban los clientes como en
préstamo, y el repartidor traía de vuelta en pocas horas. El
conductor estrechaba la mano de Eusebio, éste le daba una
palmada en el hombro, una moneda, o una caja de cerillas
con que trajinar sus cigarros, y en seguida se daban la
espalda. Sucedía en un santiamén, en apenas un minuto,
con la precisión de un reloj de cuco. Ángel presenciaba la
escena, perfectamente coreografiada, del quiosquero y el
repartidor, y se preguntaba qué revistas habían llegado
junto con los diarios.

22

Potrebbero piacerti anche