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“Apología y elogio de la Política”

(Palabras pronunciadas por el Profesor Juan Carlos Rey el 7 de mayo de 2009, en el Paraninfo
de la Universidad Central de Venezuela, al recibir el “Doctorado Honoris Causa” que le fue
conferido por esa casa de estudios)

A los muchos motivos de agradecimiento que tengo con la Universidad


Central de Venezuela, se suma hoy el haberme conferido el honor de este
doctorado. Vaya, pues, mi gratitud a las Autoridades Rectorales y al Consejo
Universitario. Pero mi agradecimiento debe ser, sobre todo, para mi querida
Facultad de Ciencia Jurídicas y Políticas, de la cual partió la iniciativa. Mis
gracias más expresivas son para sus autoridades, sus profesores y sus
alumnos, pues tal distinciónha sido posible gracias a la decisión de su anterior
Decano, el Doctor Jorge Pabón, del Consejo de la Facultad y de la Asamblea de
la misma.

Debo un agradecimientoespecial al Dr. Germán Carrera Damas y a la Dra.


Graciela Soriano de García-Pelayo por haberme hecho el honor de aceptar
apadrinarme en este acto.

El Dr. Fernando Falcón,al que tuve ocasión de conocer desde


quesolicitóser admitido en el Doctorado en la Facultad, y cuya amistad he
cultivado desde entonces, me ha abrumado con una generosa semblanza de mi
actividad académica, que me exime de tratartal cuestión.

Pero no quisiera dejar de nombrar, como muestra ejemplar de las personas


a las que debo una especial gratitud y reconocimiento, a tres de ellas, por
desgracia ya fallecidas. En primer lugar, el Dr. Antonio Moles Caubet, quien fue
mi profesor en los primeros años de mi carrera de Derecho, iniciándome en los
estudios de Derecho Público,y a quien debo una formación en esas materias
que ha sido valiosísima cuando ya desde el campo de la politología he tenido
que enfrentar los problemas del antiguo y del nuevo institucionalismo. En
segundo lugar —por orden cronólogo, que no por su importancia— tengo que

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nombrar al Dr. Manuel García-Pelayo, sobre cuya influencia en mi carrera
hablaré más extensamente en unos momentos, y que tuvo una importancia
esencial en mi formación como politólogo. Y en tercer lugar, quiero mencionar al
Dr. Luis Castro Leyva, querido y sabio amigo, con quien tuve inolvidables
intercambios intelectualesenriquecedoresy fructíferos, y quien,como Presidente
de IDEA, me proporcionó, al jubilarme de la UCV, un grato y estimulante
ambiente académico en el que pudeproseguir mis trabajos de investigación.
Sirvan estos tres nombres como una sintética muestra expresiva de los muchos
profesores y colegas que merecerían una mención explícita de mi parte.

*****

Quisiera rememorar dos fechas que fueron decisivas en mi vida y para mi


desarrollo intelectual. La primeraes septiembre de 1952, en que se inicia el
primer año de mi residencia en Venezuela, cuando siendo apenas un
adolescente de 16 años hice dos hallazgosque para mi han sido definitivos. El
primero fue el descubrir el país y sus gentes, de los que quedé prendado para el
resto de mi vida. El segundo fue la fascinación y deslumbramiento intelectual
que me produjo el descubrimiento, un tanto por obra del azar, del mundo de la
política que sirviópara revelarme mi vocación intelectual definitiva, pues desde
entonces, hace ya 56 años, decidí dedicarme al cultivo de esta Ciencia. Se
trataba, en aquel momento, de una atracción puramente intelectual, porque ni
mis circunstancias personales ni la situación del país eran propicias para que se
tradujera en acciones.

La mejor prueba del carácter definitivo de mi temprano descubrimiento de


Venezuela y de sus genteses el hecho de que mi esposa, mis dos hijos y mi
nieta, aquí presentes, son venezolanos por nacimiento. Por cierto, los cuatro
adultos nos enorgullecemos de haber realizado nuestros estudios en la
Universidad Central de Venezuela, y esperamos que la pequeña pueda seguir
nuestros pasos.

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Hoy puedo decir, con satisfacción, que he dedicado toda mi vida
académica al cultivo de la Ciencia Política, y dentro de ella he centrado mi
atención en el estudio de la realidad venezolana.

La segunda fecha a la que quería referirme es a aquel admirable 23 de


enero de 1958, a partir del cual Venezuela recuperó la democracia y la
Universidad Central de Venezuela su autonomía. Pues debemos tener siempre
presente, como bien dijo nuestro antiguo rector el Dr. Jesús María Bianco, que
“La autonomía es a la universidad lo que la democracia es a la República”; y
ciertamente, la coincidencia en el mismo año de estos dos acontecimientos no
es una casualidad, pues una universidad libre sólo puede desarrollarse en un
país también libre.

Un tercer suceso, especialmente venturoso para quienes amamos la


Ciencia Política, se produjo también ese mismo año, pues como resultado la
clarividencia de nuestra Facultad, que para entonces era, simplemente, la
Facultad de Derecho, se decidió crear el Instituto de Estudios Políticos, como la
primera institución universitaria de Venezuela destinada al cultivo de esta
importante esfera del saber de una manera académica y moderna. Y en el colmo
de perspicacia de quienes tomaron esa decisión, designaron como su fundador
al Dr. Manuel García-Pelayo, quien se estableció en Venezuela para diseñar,
impulsar y dirigir esta institución. Se trataba de una designación que no sólo se
debía a que García-Pelayo era, seguramente, la primera autoridad en lengua
española en la materia, sino también por sus otras dotes personales, entre las
que resaltaban su trayectoria democrática, su honradez intelectual y personal y
la entereza de su carácter.

En su primer momento el Instituto tuvo como sus tareas prioritarias el


difundir los conocimientos políticos, que en la nueva Venezuela democrática
mucha gente estaba ansiosa por adquirir, tanto mediante cursos y conferencias
abiertas a un gran público, como mediante publicaciones de obras de autores
clásicos y de otras fuentes de conocimientos que aún hoy en día conservan
mucho de su valor; y sobre todo, mediante la formación de jóvenes como

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investigadores y profesores (varios de los cuales me complace en poder ver
presentes aquí hoy, aunque, naturalmente, ya no tan jóvenes) para la Escuela
de Estudios Políticos que la Facultad se proponía crear en el futuro. Tuve la
inmensa fortuna, por ser un alumno distinguido de los últimos años de la carrera
de Derecho que entonces cursaba, de poder incorporarme al Instituto desde el
primer momento de su fundación, y de asociarme a su Director, primero como
Auxiliar de Investigación y, una vez graduado, como Investigador a dedicación
exclusiva, hasta mi jubilación en 1985. Gracias a ello obtuve un lugar de trabajo
ideal, en el que poder desarrollar mi vocación académica en forma digna, lo cual
no es poco. Pero sobre todo, debo a García-Pelayouna formación básica
intelectual y moral, en una época fundamental para mi iniciación académica, no
sólo a través de sus enseñanzas formales sino, mucho más, por medio de sus
consejos diarios, y por una especie de tutoría informal, pero sumamente
exigente, que ejercía sobre sus colaboradores más jóvenes.

Mucho es lo que se podría decir sobre tan extraordinaria persona, a la que


Venezuela y los politólogos (yo particularmente) tanto debemos, pero ni
dispongo del tiempo que sería necesario, ni es ésta la ocasión más adecuada
para hacerlo. Afortunadamente, en apenas unos días se van a cumplir los cien
años del nacimiento de Manuel García-Pelayo, lo cuál nos debe dar la ocasión
de conmemorarlo como se merece, uniéndonos a las celebraciones que, con tal
motivo, viene llevando a cabo,desde hace meses, la Fundación que lleva su
nombre. Espero que la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas, la Escuela de
Estudios Políticos y Administrativos y especialmente el Instituto de Estudios
Políticos hagan honor a esta obligación moral.De todas formas, no he querido
que en este acto, tan importante para mí, faltara mi emocionado recuerdo al que
fue nuestro maestro.

*****

Quisiera utilizar los pocos minutos de los que aun dispongo, para intentar
desarrollar un elogio y una apología de la política, entendida en su doble
aspecto: como noble actividad humana y como forma excelsa de saber, es decir,

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como Ciencia Política. Atendiendo a esa doble condición, Aristóteles consideró
que entre las diversa ciencias o facultades, la política era “suprema y directiva
en grado sumo”, llegando a llamarla Ciencia madre, Ciencia suprema oCiencia
soberana (Ética Nicomáquea, 1094a-b; Política,1282b). Pero, al mismo
tiempo,me gustaría poder desarrollar, también, una severa censura contra la
antipolítica —también en sus dos aspectos (como actividad humana y como
actitud intelectual)— que de diversas formas y bajo muchas modalidades nos ha
infectado desde hace varios años. Una forma de la antipolítica es el desinterés
por la política, un ciertotedium politicae, un hastío de todo lo que tiene que ver
con la política y con los políticos. Pero puede ir mucho más allá, pues suele
manifestarse como una animadversión, que comprende desde el desprecio
hasta el odio hacia los políticos profesionales y a los partidos políticos, y que en
el fondo muchas veces lo que hace es ocultar un rechazo a la democracia. Pero
también forma parte de la antipolítica, la renuncia a la libertad y responsabilidad
personal que nos corresponden como ciudadanos libres y responsables y que
nos obliga a tener que decidir sobre lo común mediante el uso de la deliberación
y argumentación racional, para, en su lugar, optar por la aclamación ciega de
personajes carismáticos, en los que se confía y se deposita toda esperanza de
salvación.

Desde el punto de vista intelectual, la antipolítica presenta dos versiones


principales. De la primera forman parte aquellos individuos que de buena fe
niegan que en materia de política exista un saber teórico acumulado y
públicamente contrastable, que nos autorice a hablar de la existencia de una
Ciencia Política. Repito que se trata de personas de buena fe, que debido a que
se encuentran en un estado de “ignorancia superable”—como dicen los
teólogos—, desconocen la existencia de los productos intelectuales más
modernos y representativos de la Ciencia Política. Con respecto a tales
personas los politólogos podemos y debemos argumentarpara mostrarles que si
bien nuestra disciplina no ofrece una estructura teórica tan impresionante como
las de las Ciencias Naturales más avanzadas, ni tampoco ha llegado a un
desarrollo tecnológico comparable al de éstas, sin embargo algunos de sus

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logros más recientes, a los que más tarde tendré ocasión de referirme, pueden
comparase con ventaja, con alguna de las ramas de la biología o de la química.
En cuanto a las tecnológicas, las desarrolladas por el llamado nuevo
institucionalismo en materia de ingeniería institucional y constitucional, al
servicio de los grandes cambios políticos que se han producido en los últimos
años en todo el mundo, son impresionantes. No lo son menos los avances en el
estudio del comportamiento electoral (votaciones); o los relativos a las teorías de
la decisión o a los llamados modelos económicos de la política, para sólo citar
unos pocos ejemplos.

Pero hay una segunda versión, muy extrema, de quienes representan la


antipolítica desde un punto de vista intelectual. Son quienes ya han decretado “la
muerte de la Ciencia Política”, no con la pesadumbre de quienes se disponen a
asistir al funeral de alguien a quien se estima, sino celebrándola, con un gozo
que no pueden ocultar, como si fueran los herederos de la rica hacienda de la
fallecida. Se trata de los exponentes de ciertas corrientes filosóficas
posmodernas, que en realidad no sólo rechazan nuestra disciplina sino todas las
ciencias empírico-analíticas, e incluso niegan la validez de la razón y de la idea
de verdad objetiva. Es evidente que toda discusión racional con éstos es
imposible, y lo único que merecen es nuestro sarcasmoy que nos limitemos a
responderles con la contundencia epigramática del viejo proverbio español: “Los
muertos que vos matáis / gozan de buena salud”.

Sin embargo debo advertir, por propia experiencia, especialmente a los


más jóvenes, contra los peligros de que, al ser fascinados por la política, puedan
llegar a ver en ella el saber de salvación (García-Pelayo), y a considerar al poder
político como el instrumento para dicha salvación y para la liberación total. Se
trata de una verdadera tentación satánica, y que caer en ella probablemente
conducirá al totalitarismo.

Para precavernos contra ese tipo de tentaciones el remedio está en la


Ciencia auténtica, que no da lugar a una sensación de omnipotencia del que la
posee, sino a la humildad, pues le informa de cuáles son sus limitaciones. Frente

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a la concepción soberbia, propia de tradiciones como la de Francis Bacon que,
en atención a sus posibles aplicaciones tecnológicas, identifican la Ciencia con
el poder (“saber es poder”), hay que tener presente que la Ciencia no sólo es
técnica, sino que es, también, conciencia de nuestra impotencia y de las
constricciones y limitaciones que la realidad impone a nuestras acciones. Y así,
la Ciencia Política nos debe informar sobre las dificultades que existen para la
acción social y política, sobre la densidad o fragilidad que la materia social pone
a nuestras tentativas de moldearla a nuestro antojo1.
El hecho de que hoy en día todo el mundo se declare partidario convencido
de la democracia, no aleja los peligros del totalitarismo. Pues, frente a la
democracia representativa, que sus enemigos llaman despectivamente
democracia formal, son muchos quienes tratan de afirmar una supuesta
democracia material o de contenido, en aras de la cual sus partidarios están
dispuestos a renunciar a las formas, procedimientos e instituciones políticas y
jurídicas que sirven para limitar el poder de los gobernantes y para preservar la
libertad de los ciudadanos,para, gracias a tal eliminación, implementar políticas
que supuestamente deben producir mayor justicia y bienestar. El peligro es tanto
mayor cuando más grandes sean las esperanzas que el pueblo ponga en el
gobierno. Y cuando se crea que la misión de éste consiste en instaurar “el Reino
de Dios en la Tierra”, entonces, los poderes a los que el gobierno va a aspirar y
los sacrificios que va a exigir al pueblo no tendrán límites, y el camino hacia el
totalitarismo estará despejado.

Si queremos continuar usando el nombre de democracia para ese segundo


tipo de régimen, debemos puntualizar que se trata de una democracia totalitaria,
como la ha llamado Talmon2. Pero un gobierno dotado de poderes absolutos, un
gobierno con un poder total, sólo podría ser aceptable en el caso, imposible de
darse en la práctica, de que el gobernante además de gozar de esos poderes
absolutos,fuese perfecto tanto por sus virtudes como por su sabiduría. La

1KarlR. Popper, Miseria del historicismo (Madrid Taurus-Alianza, 1961) , p. 14; y The Open
society and its enemies. Vol. II(5ª ed. London: Routledge, 1966), p. 94.
2 J.L Talmon, The origins of totalitarian democracy (New York: Frederick A. Praeger, 1965)

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omnipotencia gubernamental sólo sería admisible si ese gobernante fuese
infinitamente sabio e infinitamente bueno, como los creyentes afirman que es
Dios; pero los gobernantes humanos, sometidos a toda clase de pasiones y con
todo género de imperfecciones han de tener limitados sus poderes.

Esto era algo muy claropara un gran pensador como Platón, pese a que en
él han tratado de apoyarse algunos partidarios de los poderes absolutos de los
gobernantes. Es cierto que en su obra La República Platón desarrolla su ideal de
un filósofo rey, que gobierna sin ninguna limitación a su poder. Pero, en cambio,
en obras como ElPolítico y Las Leyes, en las cuales trata de los gobiernos
realmente existentes, es consciente de los inconvenientes que resultarían con
tales poderes absolutos, y reconoce la necesidad de que los gobernantes que no
poseen “la verdadera ciencia”estén sometidos a controles y limitaciones,
especialmente por medio de las leyes. Frente a la pretensión del gobernante
tirano que “obra sin atender a la leyes ni a las costumbres”, bajo el pretexto de
que necesita liberarse de las normas y de las demás limitaciones a su gobierno
para poder llevar a cabo lo que es lo más útil para la comunidad, Platón
denuncia que, en realidad, esa pretensión “va guiada por pasión e ignorancia”
(El Político 301 b-c). Tengamos siempre la advertencia de Platón: no son
elamoral pueblo y la sabiduría, sino lapasión y la ignorancia, los verdaderos
impulsos que llevan al tirano a irrespetar las leyes.

Pero las críticas de Platón al absolutismo son insuficientes, pues en su


pensamiento hay un punto extremadamente débil y peligroso. Pues él creía que
existía una Ciencia teorética rigurosa (“la verdadera Ciencia”), la Episteme, que
era capaz de proporcionar un conocimiento demostrativo, dotado de una
garantía absoluta de certeza, acerca del orden político justo y acerca de los
valores últimos que deben orientar la vida política; un conocimiento distinto al de
la mera opinión (doxa), que se limita a conjeturas o hipótesis que pueden ser
falsas. El ideal de Platón era un gobierno cuyas decisiones se pudiesen basar
en tal tipo de conocimiento. De manera que en el caso ideal, si alguien poseyera
esa “verdadera Ciencia”, podría gobernar con poderes absolutos.

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En cambio Aristóteles, al que muchos consideran el padre de la Ciencia
Política, tenía una concepción totalmente distinta de ésta. A diferencia de las
Ciencias Teoréticas, cuyo objeto es un conocimiento riguroso y un saber
demostrativo; y de las Ciencias Poética o técnicas, relativas a la producción de
artefactos y a las tareas objetivadas, la política era para él fundamentalmente
una Ciencia práctica, prolongación de la ética. Su objeto era la búsqueda de lo
justo y lo excelente, en el contexto de una praxis contingente y variable que no
podía ir más allá de la verosimilitud, ni podría conducir sino a la prudencia. Su
instrumento era la retórica, no entendida despectivamente —como degeneró
después de Aristóteles— como el uso de recursos sofísticos espurios, sino
concebida como arte del razonamiento cuyas premisas son opiniones
únicamente plausibles y que no opera manipulativamente sino en forma
pedagógica. Los juicios políticos así resultantes surgen del contraste de
opciones y pretensiones diversas y reflejan la conveniencia práctica, más que
una verdad absoluta.

Pero tras Aristóteles las Ciencias, incluida la Política, tendieron a orientarse


según el ideal platónico, como Episteme. Y así, durante mucho tiempo las
modernas Ciencias Naturales heredaron de la antigua filosofía el ideal de
constituir un saber último, un conocimiento demostrativo, aunque limitando el
objeto de su estudio al ámbito de los verificable o contrastable desde el punto de
vista empírico-analítico.

En la situación actual, con la superación del positivismo y del


neopositivismo, la pretensión de que la Ciencia logre desarrollar teorías
absolutas que expresarían la esencia última de la realidad y de que, en apoyo de
los enunciados teóricos podamos contar con datos ciertos, sin posibles errores,
que garanticen su verdad, se considera que sólo es la herencia de un viejo ideal
de certeza de origen religioso o metafísico que se ha abandonado casi
totalmente. La Ciencia actual no busca ni fundamentos últimos, ni contenidos de
conocimiento incorregibles, pues se limita a proponer conjeturas o hipótesis
provisionales y a intentar, en un proceso continuo, refutarlas o corregirlas.

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No es exagerado decir que desde Platón hasta bien avanzado el siglo XIX,
han sido abundantes los intentosde quienes han tratado de fundar la teoría
política como una Ciencia teorética rigurosa, capaz de proporcionan un
conocimiento demostrativo, dotado de una garantía absoluta de certeza, acerca
de el orden político justo y acerca de los valores últimos que deben orientar la
visa política (el Derecho Natural es uno de sus muestras más significativas).
Pero en la Ciencia Política el desarrollo de una orientación semejante a la de las
Ciencia Naturales, en el sentido de la eliminación en ellade toda referencia
axiológica explícita a los valores, o bien de la adopción de un relativismo o un
alternativismo en esta materia, fue bastante tardío pues sólo se dio bien
avanzado el siglo XIX. 3

Hoy en día está claro, para la mayoría de los mejores cultivadores de la


Ciencia Política, que no pueden aspirar al viejo y equivocado ideal
fundamentalista e infalibilista como Episteme, es decir, como un saber absoluto
y último, dotado de una garantía total de certeza. Sabemos quela prosecución
de tal objetivo (que,sin embargo, es perseguido por los modernos
fundamentalismos de todo tipo), no sólo conducirá con gran probabilidad a
alguna forma de despotismo, sino también que tal pretensión es, desde un punto
de vista de la lógica y de la filosofía de la ciencia es doblemente imposible. Tal
imposibilidad consiste, por una parte, en que no se pueden determinar valores
últimos a los que deba responder el orden político o la acción gubernamental;
pero, por otra, no se puede verificar o justificar de manera incontrovertible y
definitiva nuestro conocimiento empírico o positivo no sólo acerca de la política,
sino tampoco sobre ninguna otra materia, incluyendo las estudiadas por las
Ciencias Naturales.

Ya nos hemos referido a los avances notables de la Ciencia Política, tanto


en lo teórico propiamente dicho como en sus tecnologías. Sin embargo, se la ha
reprochado el haber renunciado a plantear y tratar de resolver los grandes

3 Véase, por todos, Arnold Brecht, Teoría Política. Lo fundamentos del pensamiento político del
sigo XX (Buenos Aires – Barcelona: Depalma – Ariel, 1963), passim.

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problemas de la reflexión política clásica relativos al orden político justo, a los
valores de la vida política, a los conflictos entre ellos y a la manera de
resolverlos; y que al dejarlos fuera de su ámbito, los abandonaba al domino de la
improvisación, de la falta de rigor, o, lo que es peor, de la manipulación, del
irracionalismo y de los mitos. Se trata de un reproche justo, pues denuncia las
debilidades de un positivismo empiricista que aquejó a la disciplina por un afán
cientificista, pero frente a tal concepción contemplamos desde hace algunas
décadas una recuperación de sus dimensiones teóricas y filosóficas del
conocimiento de la política, incluyendo a la ética y de las discusiones entorno a
los valores.

Se trata de la recuperación de la Filosofía Política como disciplina


difícilmente separable de la Ciencia Política, ya que los límites entre ambas
tienden a diluirse, pues lejos de entrar en conflicto con ella en gran parte la
prolonga y complementa.

Mario Bunge llegó a hablar de una filosofía e incluso de una metafísica u


ontología científicas. Partiendo de tal idea, esta nueva Filosofía política aspira,
en primer lugar, a la mayor claridad y exactitud posibles, usando los
instrumentos que le proporciona la lógica y las matemáticas y huyendo del
lenguaje oscuro, metafórico o sin sentido. En segundo lugar, no trata de
desarrollar un discurso sin referentes o acerca de objetos irreales o que están
más allá de la posibilidad de contrastación, sino sobre entidades reales (actuales
o potenciales). En tercer lugar, no pretende poseer poderes cognoscitivos
especiales, ni utiliza métodos distintos y supuestamente superiores a los de la
Ciencia (como la intuición o la dialéctica)sino los mismos de las Ciencias.

Dentro de esta Filosofía política, la ética ocupa un lugar muy importante.


No se pretende desarrollar una Ciencia teórica rigurosa, a la manera de “la
verdadera Ciencia” (Episteme) platónica, capaz de proporcionar un conocimiento
demostrativo, dotado de una garantía absoluta de certeza acerca del orden
político justo y acerca de los valores últimos que deben orientar la vida política.
Además hay que tener en cuenta que las más importantes decisiones políticas y

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gubernamentales no son de naturaleza puramente técnica, de modo que no se
puedan apoyar en una ciencia rigurosa, como la que creía Platón, sino son de
carácter ético-práctico (muy semejantes a lo que pensaba Aristóteles), por lo que
suponen la necesidad de combinar y conciliar actitudes y opiniones diferentes,
frecuentemente en conflicto, de diversos actores que son personas libres y
racionales,acerca de los objetivos que estiman deseables, acerca de los riesgos
implícitos en las diversas vías de acción y acerca de los costos de todo tipo que
están dispuesto a pagar al elegir una vía, todo lo cual exige una decisión
colectiva democrática.

Se intenta, por tanto, recuperar la dimensión práctica de la política como


prolongación de la ética, en el sentido que tenía para Aristóteles. Pero a
diferencia de este autor, ahora se van a utilizar instrumentos de un rigor
incomparablemente mayor que la vieja retórica. Se trata de herramientas
intelectuales tales como la lógica deóntica moderna; la teoría de la decisión
racional (en especial la teoría de los juegos); la teoría de la decisión colectiva,
etc. Hay que insistir en la importancia que tiene, para la revitalización de la
discusión ético-política,la introducción de esos nuevos instrumentos y soportes
teóricos. Así, la teoría de la decisión racional individual plantea, desde una
nueva perspectiva, algunos de los problemas centrales del “silogismo práctico”
aristotélico; la teoría de los juegos se convierte en un “instrumento para el
filósofo moral“ (Braithwaite4), mediante el desarrollo de modelos de arbitraje,
basados en ciertos postulados de equidad; la teoría de la decisión colectiva y la
“economía del bienestar” reformulan cuestiones asociadas a la noción tradicional
de “bien común”, etc. Ninguno de esos desarrollos proporciona “soluciones”
estrictamente determinadas a los problemas éticos planteados. Lo que nos
proporcionan son instrumentos de análisis lógico con los que podemos formular
rigurosamente los problemas, percibir imposibilidades o limitaciones inherentes a
cierto tipo de soluciones, ver las consecuencias inevitables de la adopción de
ciertos axiomas que implican ciertos postulados éticos: y, en general, nos

4R. B. Braithwaite, Theory of games as a tool for the moral philosopher (Cambridge: Cambridge
University Press, 1969).

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permiten argumentar racionalmente acerca de las ventajas y desventajas de
diversas soluciones alternativas.

Quiero, para terminar, manifestar mi alarma porque el anti-intelectualismo


que parece ser una tradición de nuestra cultura, se refuerza en momentos de
crisis como los que actualmente vivimos; y en vez de ver en la nueva situación la
exigencia de una mayor y más rigurosa reflexión teórica, la idea que parecería
prevalecer es la de que la actividad teórica fuera un lujo o un adorno, permisible
o tolerable en épocas de bonanza y de relativa estabilidad, pero inadmisible en
las de crisis. Parecería como si épocas como éstas fueran sólo adecuadas para
los hombres prácticos y de la acción y no para perder el tiempo en la reflexión.

Es cierto que la reflexión teórica puede parecer superflua cuandoexiste


claridad y consenso acerca de en qué consisten nuestros problemas y sobre
cuáles son las formas de solucionarlo. Cuando eso ocurre se puede poder a la
orden del día la famosa tesis que Marx enunció hace más de siglo y medio: “Los
filósofos (léase, los teóricos)no han hecho, hasta ahora, sino interpretar el
mundo(léase, teorizar acerca del mundo), cuando de lo que se trata es de
cambiarlo”.Pero, a diferencia de lo que pensaba el joven Marx, en nuestro caso
no se puede creer que la actividad teóricaya ha sido llevada a caboen lo
esencial, de modo que de lo que se trata ahora es de su realización práctica. Me
temo, más bien, que carecemos de teoría, en un sentido amplio de reflexión
rigurosa, y en su lugartenemos,de un lado,manipulación e irracionalismo; y, del
otro, en el mejor de los casos, periodismo no siempre del bueno. En resumen:
improvisación y falta de rigor, en vez de reflexión teórica.

Creo que debemos reaccionar —sobre todo desde aquí, desde la


Universidad— contra esa nefasta tendencia anti-intelectual, anti-teórica y anti-
reflexiva, y bien podríamos cambiar la mentada tesis de Marx por otra que dijera
algo así como lo siguiente: Nuestros hombres prácticos, nuestro activistas, hasta
ahora no han hecho sino tratar de cambiar el estado de cosas existente, sin
éxito. Hora es ya de que nos tomemos en serio la tarea de tratar de teorizar

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rigurosamente sobre lo que está ocurriendo y sobre las salidas posibles y
deseables, pues estoes una condición previa indispensable para el cambio.

He aquí la que, en mi opinión,es la empresa más urgente que a los


universitarios —y especialmente a quienes cultivamos la Ciencia Política— nos
corresponde en los actuales momentos.

<http://www.analitica.com/va/politica/opinion/1729969.asp>

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