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Caterina da Vinci
ePub r1.0
Karras 09-11-2018
Título original: Signora Da Vinci
Robin Maxwell, 2009
Traducción: Sofía Paz
Editor digital: Karras
ePub base r2.0
Índice de contenido
La hija del alquimista
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Catón
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
La guardia nocturna
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Fanáticos y reliquias sagradas
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Una buena conspiración
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Epílogo
Agradecimientos
Sobre la autora
LA HIJA DEL ALQUIMISTA
Capítulo 1
Una mentira. Eso era precisamente lo que necesitaba para poder escapar de casa:
una buena mentira.
«Quizá sea más bien una justificación», me corregí. Coloqué otro leño en el
horno, resistí la violenta ráfaga de calor que me abofeteó el rostro y cerré la
pesada puerta de hierro de un golpe.
Había cogido el leño más grueso de todos. Cuanto más grande, más tiempo
ardería el fuego sin que tuviera que volver a casa a ocuparme de él. Todo
formaba parte de un mismo plan.
«De una misma mentira —me reproché—. Lo que harás, Caterina, es mentir
tu padre para poder salir y correr descalza por las colinas, en vez de quedarte en
casa y ocuparte de tus tareas».
Cogí el fuelle, lo afollé varias veces e imaginé el feroz calor que el aire
insuflado provocaría en el horno de atanor de mi padre. A continuación, me quité
el mandil y la máscara de cuero, y me dispuse a salir.
Supe por el alambique que había en la mesa de trabajo de mi padre que
estaba destilando alcohol. El alambique era un confuso aparejo formado por
diferentes recipientes y depósitos interconectados entre sí por serpentines. Lo
cierto era que, a esas alturas, dicho artilugio no debía resultarme extraño. Papá
había estado semanas intentando explicarme en qué consistía el sencillo
procedimiento con que se fabricaba el alcohol; una sustancia muy útil en la
botica. Sin embargo, últimamente mi mente parecía estar en otra parte; en
cualquier parte, menos en el laboratorio de mi padre, su huerto de hierbas
medicinales o la botica donde solía ayudarlo a despachar.
Un plan comenzó a tomar forma en mi mente. Volví al horno, agregué otro
leño, para mayor tranquilidad, y recé porque mi hoguera no incinerara toda la
casa. «¿La mentira era uno de los siete pecados capitales de Dante?», me
pregunté mientras bajaba a la segunda planta.
Una vez allí, me detuve en mi alcoba: una estancia pequeña en la que apenas
cabían mi cama, una mesa con su silla y un baúl en el que guardar mis
pertenencias. Intenté ignorar el arcón de madera delicadamente pintado que
contenía mi ajuar. Mi tía Magdalena me lo había regalado un año atrás, para mis
trece años, y había ido llenándolo con ropa de cama, finos vestidos y cosas de
bebé; en definitiva, todo lo que una joven novia podía necesitar.
Pero aquel arcón se burlaba de mí con su simple presencia. ¿Quién iba a
casarse conmigo? No me habían educado de acuerdo con las «aptitudes
femeninas», como a las demás mujeres de mi generación, y mi padre, a pesar de
los reproches de su hermana, parecía tener más excusas para evitar mi
matrimonio que pelos en la cabeza. «Es demasiado joven», alegaba, aunque
muchas jovencitas de mi edad estuvieran ya casadas. «No hay ningún hombre
apropiado para ella en todo Vinci», sostenía pasando por alto el hecho de que
hubiera otras aldeas muy cerca de la nuestra, y más grandes, como Pistoia o
Empoli, e incluso Florencia, que quedaba a tan sólo un día de viaje.
Mientras me arrodillaba frente al sencillo arcón de madera que se encontraba
a los pies de mi cama, me asaltó la idea de que, a lo mejor, la verdadera razón de
mi falta de adecuación para el matrimonio estaba, en aquel preciso instante, en
mis propias manos: era mi vieja copia del Timeo de Platón… en griego. Nadie se
casaría con una muchacha de una educación tan extravagante como la mía que,
además, había que admitirlo, guardaba secretos incluso peores que ése.
Envolví el libro con cuidado en lo que se había convertido en uno de mis
tesoros más preciados: un chal de seda color escarlata y oro que mi padre había
regalado a mi madre antes de que muriera. Coloqué el bulto en el resistente saco
que usaba cuando salía a recolectar hierbas, y fui hasta la escalera que conducía
a la primera planta con la certeza de que allí, en la cocina o bien en la sala, me
toparía con el verdadero escollo en mi camino a aquel ansiado día libre.
—¡Come algo, Caterina! —oí incluso antes de ver a mi tía Magdalena, que
se inclinaba en aquel momento para sacar del horno de la cocina el primer pan
de la mañana.
Sus amplias caderas apuntaban directamente hacia mí y ocultaban todo el
resto de su cuerpo. Aquella posición sería, sin duda, de gran ayuda para poder
completar mi huida.
—¡No tengo hambre! —exclamé y me apresuré a bajar el último tramo de las
escaleras.
Lo verdaderamente difícil, venía a continuación.
La escalera que iba de la planta baja al primer piso estaba atestada de hierbas
y plantas puestas a secar con la flor hacia abajo. El exquisito aroma que
despedían aquellas flores anunciaba mi inminente entrada al universo de la
botica. Toda la planta baja de nuestra casa estaba dedicada, por dentro y también
por fuera, a las plantas medicinales. La rebotica y la sala de secado, en las que
desembocaba la escalera, estaban repletas de barriles y cajones, enormes frascos
y botes que, por sus etiquetas y olores, remitían a tierras exóticas y a especias
misteriosas.
Pero, aquel día, no podía entretenerme allí. Si quería completar mi plan con
éxito, debía salir inmediatamente al huerto de plantas medicinales de mi padre.
Tal vez también podía considerar aquel huerto como mi jardín, reflexioné.
Siempre me había entendido muy bien con las plantas, había aprendido mucho
de botánica y me gustaba estar allí. Aunque, en aquel instante, me dispusiera a
explotarlo con descaro, incluso a arruinarlo. Al menos en parte. Y, lo que aún era
peor: en beneficio propio.
Era una fresca, soleada y gloriosa mañana de primavera, pero en ningún caso
el día estipulado para que saliera a recolectar las plantas que se negaban a crecer
en nuestro huerto o las que necesitábamos reponer buscando semillas o injertos
que trasplantar. Sea como fuere, necesitaba el contacto con la naturaleza. Nada
más despertarme, había sentido en el ritmo de mi sangre, en mi propia
respiración, un imperioso anhelo de llenarme los pulmones con ese aire fresco y
húmedo que sólo encontraría cerca del río.
Sabía que mi padre me necesitaba en la tienda. Teníamos infinidad de
cataplasmas que aprontar, semillas que moler y reducir a polvo fino, y jarabes
que preparar para nuestros vecinos. Todos dependían de Ernesto: el entrañable
boticario de Vinci. En nuestra pequeña aldea no había médicos ni cirujanos; por
tanto, mi padre trataba los males de ricos terratenientes y humildes granjeros por
igual. Se le adjudicaba, incluso, algún que otro milagro. Yo vivía a la sombra del
halo de distinción que lo envolvía, como una hija adorada y decididamente
parecida a aquella madre que tanto echábamos de menos. Mi padre era un vecino
joven, de buen talante, siempre dispuesto a ayudar a los demás con sus recados y
a escuchar sus quejas, aunque no se mostraba tan dispuesto con sus cuchicheos y
rumores.
Fui al rincón del huerto donde sabía que crecía la verbena y, efectivamente,
allí estaba, junto a la pared. Una saludable mata creciendo sobre una tierra fértil.
Sin permitirme siquiera un momento para considerar la maldad de lo que estaba
a punto de hacer, miré subrepticiamente a mi alrededor, cogí la planta por la base
y la arranqué de cuajo. Luego la escondí en una bolsa de lienzo encelado, la
guardé en el saco que usaba para salir a recolectar hierbas y permanecí un
momento de pie, inmóvil, en el mismo lugar.
Acomodé mi falda, sacudí la tierra que había caído sobre mi corpiño y, una
vez más, no pude dejar de asombrarme con la redondez de mis pechos: un
cambio más bien reciente que, sospechaba, podía estar relacionado con la
conducta un tanto salvaje e inapropiada que adoptaba últimamente.
Me colgué el saco al hombro y volví a entrar en casa por la puerta trasera. Ya
en la rebotica, intenté tranquilizarme y adoptar la imagen de la hija responsable
y, sobre todo, sincera que había sido hasta entonces. La botica de mi padre, con
sus anaqueles atiborrados de hierbas, pócimas y frascos con hojas, cortezas y
especias, era una tienda simple y poco pretenciosa. Era pequeña, puesto que
nuestra casa —al igual que todas las demás casas de cuatro plantas de Vinci—
también lo era. Medía el doble de profundidad que de ancho. En aquel pueblo,
cuando una familia poseía una tienda de alguna clase, siempre estaba ubicada, al
igual que la nuestra, en la planta baja, y por supuesto en la estancia que daba a la
calle.
En cualquier caso, la huida de aquel día no sería fácil ni elegante. La señora
Grasso, sonriendo agradecida, extendía a mi padre, del otro lado del mostrador,
un cesto lleno de tomates maduros, y yo me preguntaba si su gratitud se debía al
remedio con que mi padre había mejorado el malestar hepático de su hija o a que
aceptásemos que lo pagase con tomates.
—¡Caterina! ¡Qué niña tan guapa! —exclamó al verme—. Ernesto, os lo
digo, esta niña está cada vez más hermosa. Es la viva imagen de su madre… —
Me miró de arriba abajo, como quien estudia un caballo que está a punto de
comprar—, aunque con vuestra altura, claro… pero bueno… siempre hay
hombres que prefieren una mujer alta…
—¿Se le ofrece alguna otra cosa, señora Grasso? —preguntó mi padre con el
tono acompasado y sereno que tanto agradaba a la gente del pueblo.
Mi padre era un hombre alto, algo desgarbado, con aspecto saludable y una
abundante cabellera de pelo gris plata. Vestía con sencillez y modestia; un estilo
que combinaba a la perfección con su disposición.
—Verá, maese Ernesto… tengo una erupción en un sitio del que puedo
hablaros pero no enseñaros… —reveló en tono confidencial la señora Grasso.
En aquel preciso instante, se oyó el tintineo de la campanilla que colgaba
sobre la puerta de la tienda, y mi corazón dio un brinco. ¡Ahora había dos
pacientes distrayendo a mi padre!
—Padre, acabo de ver que no nos queda verbena —lo interrumpí.
—Pero ¿cómo? ¿No teníamos una buena planta de verbena junto a la pared
sur del jardín?
—Pues sí —respondí, contenta de poder decir al menos una cosa cierta, antes
de soltarle la gran mentira—, pero la habremos usado toda.
—¿Toda?
—¿No recordáis que vino a vernos la señora D’Aretino con ictericia y
también el señor Martoni y su hijo con lo de los ojos…? —hice una pausa, como
si hubiera una docena de pacientes, además de ésos, cuyas dolencias hubieran
precisado el uso de verbena, aunque lo cierto era que no había ni uno más.
Pero yo conocía bien a mi padre. Sabía que no dedicaba demasiado tiempo a
ese tipo de trivialidades. Quizá por eso no me sorprendió que, por fin, ordenara:
—Sí, Caterina. Por favor ve y consigue un poco de verbena y, si no me
equivoco, es el momento indicado para recoger un poco de glasto junto al río,
¿no es cierto?
—Glasto, por supuesto —asentí, complacida con el éxito de mi ardid.
Había olvidado que no nos quedaba prácticamente nada de aquella planta
que, convertida en ungüento, nos servía para tratar úlceras. Comenzaba a
florecer en aquella época.
—De inmediato —concluí con medio cuerpo fuera de la tienda. Procuraba
evitar que me hiciera algún pedido de último momento, o que me recordara las
tareas que debía terminar antes de marcharme. Había dispuesto todo como para
no tener que preocuparme por el fuego en todo el día. Ardería sin problemas
hasta mi regreso, a última hora de la tarde.
* * *
* * *
Aprendí a descifrar las claves del idioma secreto del alquimista y, por más
pequeña que fuera, conseguí asimilar los humildes, saludables y pacientes
hábitos del oficio en que mi padre intentaba educarme. Fue él quien me enseñó
cómo funcionaban los procesos de fermentación, destilación, putrefacción y
extracción, así como también los de reducción, coagulación, tintura y
cristalización. Con mis manos de niña, me consagré al carbón, las cenizas y los
baños de arena. Me convertí en una experta en el manejo de retortas, crisoles de
barro y platos incandescentes. Al poco tiempo, podía llevar a cabo el delicado
proceso de pesar los distintos ingredientes de una fórmula en una balanza o
manejar el horno de disolución sin problemas.
Según me explicó mi padre, había diferentes clases de alquimistas: los que se
servían de las enseñanzas filosóficas para alcanzar una transformación espiritual;
los que se centraban en el mundo mineral y, por último, los que, como él, se
inclinaban por el estudio del mundo vegetal, buscando sus aplicaciones
medicinales. La mayoría, no obstante, daban la espalda a los principios
fundamentales de esta disciplina filosófica y científica; eran meros
«embaucadores» que se engañaban a sí mismos en su búsqueda de la «piedra
filosofal» o el «elixir de la vida» que les permitiera la transmutación del metal en
oro o engañar a la muerte. Estos hombres, me decía, eran no sólo unos
codiciosos, sino también los responsables de que los demás tuvieran problemas
con la Iglesia. Todo alquimista, independientemente de la naturaleza de sus
experimentos, era considerado un hereje por la Iglesia católica, un vil hechicero,
un farsante. Por tanto, cualquiera que fuera sorprendido practicando la alquimia,
incluso mi propio padre, que la utilizaba para curar a los enfermos, podía acabar
en la hoguera padeciendo, a fin de cuentas, las mismas agonías que quienes
recurrían a la alquimia únicamente en busca de oro y fama.
Así comenzó mi verdadera formación como boticaria. Aprendí cuándo y
cómo cortar la hoja de una planta: justo en el momento en que la floración
alcanzaba su plenitud (que era cuando el principio activo de la hierba era más
potente). Me enteré de que las semillas debían cosecharse cuando estaban bien
maduras y también de que las raíces se extraían en otoño, cuando el resto de la
planta comenzaba a extinguirse.
Con el tiempo, me convertí en una experta secando y almacenando las
hierbas para su uso posterior, en invierno. Descubrí que, si colocaba una bolsa de
muselina sobre la flor de una planta que se secaba boca abajo, colgando de un
cordel, podía recoger sus semillas.
Supe que algunas hierbas debían recogerse al despuntar el día, sacudiéndolas
ligeramente para quitarles el rocío. También comprendí lo importante que era
asegurarme de que no hubiera insectos ni huevas en las plantas que utilizábamos
para fabricar las medicinas. Mi padre me explicó con sumo cuidado que algunas
especies podían contener una sustancia medicinal en una parte, digamos en la
flor, y veneno en otra, como por ejemplo en la raíz.
Lo que más me gustaba era cuidar de nuestro huerto; ver cómo las semillas
que plantábamos en aquella tierra húmeda brotaban, crecían y al final se
convertían en hermosos ejemplares de hierbas medicinales. Cultivábamos
agrimonia para tónicos y manzanilla para hacer una infusión relajante.
Utilizábamos las semillas de salvia, puestas en remojo, para fabricar un
ungüento que servía para curar la irritación de los ojos, o bien para quitar espinas
de las manos. El diente de león era útil para curar los males del riñón, y el agua
resultante del eneldo hervido, para calmar los gases de los recién nacidos.
Recogíamos hojas de saúco y las llevábamos al laboratorio. Las exponíamos
al calor mezcladas con manteca y grasa de cerdo, y luego lo filtrábamos todo
pasándolo por un fino cedazo, de modo que obteníamos un excelente ungüento
para quemaduras, sabañones y picaduras de insectos. También en el laboratorio
preparábamos una inigualable infusión de matricaria para tratar los accesos
febriles. Allí mismo aprendí a moler caléndula para fabricar el ungüento con que
tratábamos úlceras y heridas, y también a cocer un jarabe de malva que
utilizábamos para curar la tos y las flemas en los pulmones.
Tan importante como todo lo anterior, sin embargo, fue aprender que nunca
debíamos mostrarnos orgullosos de nuestro arte ante quienes venían en busca de
ayuda. Como boticarios, debíamos atenernos a la humildad y la discreción. El
cotilleo estaba estrictamente prohibido, puesto que las habladurías no ayudaban
en nada al enfermo. Al parecer, un boticario trabajaba mejor cuando tenía una
relación armónica con su trabajo. «Has de ser inteligente y estudiosa —solía
aconsejarme mi padre—. Ya lo decía el famoso médico griego Galeno: “Un
médico es, por naturaleza, un filósofo”».
Y, aun así, todo aquello no fue más que una parte infinitesimal de lo que
aprendí entonces. Desde que me había concedido permiso para usar la biblioteca,
me había convertido en una lectora voraz. Todos los días, temprano por la
mañana o, si no me era posible, por la tarde, cuando la tienda cerraba, subía a la
biblioteca a estudiar con detenimiento los libros y manuscritos más preciosos.
Mi padre, un tutor severo pero amable, encontró en mí una diligente alumna que
aprendía deprisa y que, además, nunca olvidaba lo aprendido.
Pero ¿cómo olvidar lo que decían aquellas páginas? Allí me había
encontrado con una sabiduría ancestral, con historias fantásticas sobre hombres y
dioses, con la diferencia entre el Bien y el Mal, con la magia de los números, con
la maldad que podía entrañar el corazón de un hombre y, por supuesto, con
relatos sobre heroicas aventuras y agónicas pasiones.
Al cabo de un tiempo, comprendí qué significaba que algunos de aquellos
libros que leía hubieran sido escritos dos mil años atrás: eran objetos preciosos,
únicos, de incalculable valor, que salvaguardaban los conocimientos de la
Humanidad. Entre sus autores, se encontraban los mejores pensadores griegos,
Platón, Eurípides, Homero, Jenofonte…, y de la antigua Roma: Ovidio, Virgilio,
Livio, Catón…
Oí, por fin, la historia favorita de mi padre: la que contaba cómo un boticario
de la pequeña aldea toscana de Vinci había logrado hacerse con una
extraordinaria colección de obras como aquélla. Para nosotros, Poggio
Bracciolini era un personaje mítico. Financiado por Cosme de Medici,
Bracciolini había viajado a los lugares más recónditos de Europa, Persia y
África, y había conseguido traer al hombre más rico del mundo un tesoro
incalculable que no incluía joyas ni monedas de oro sino, simplemente, libros:
los volúmenes perdidos tras la invasión bárbara del Imperio Romano.
En algunos casos, Poggio había conseguido comprar o arrebatar de algún
modo u otro los originales a sus dueños, pero en otros había tenido que copiar
toda la obra él mismo, de su propio puño y letra. En Ernesto, mi padre, Poggio
había encontrado un asistente servicial y valiente, dispuesto a seguirlo tanto a las
gélidas inmensidades de los Alpes como a los ardientes desiertos de Tierra
Santa. Habían pasado días enteros confinados en oscuras y enmohecidas celdas
subterráneas, trabajando a la luz de la vela, y, en alguna ocasión, habían sido
expulsados de mezquitas por delirantes mahometanos, con sus relucientes
cimitarras en alto, que veían en ellos un simple par de ladrones o invasores.
Mi padre se entregó a la labor de amanuense de un modo incansable. Sabía
perfectamente cuál era el valor de su insólito oficio, y así lo llevaba a cabo con
solicitud. Se dedicó a copiar escritos día tras día y, sobre todo, a pulir sus
conocimientos de latín, griego y hebreo. Se convirtió en un hábil y veloz copista
y, al cabo de un tiempo, descubrió que disponía de algo de tiempo libre. Poggio,
sumamente agradecido con su entusiasta aprendiz, permitió que Ernesto dedicara
el tiempo que quizás otro hubiera utilizado para comer, dormir y descansar, a
trabajar en sus propias copias.
Cuando por fin entregó todos estos manuscritos a los Medici, Poggio, el
aventurero, se descubrió mucho más rico de lo que jamás había soñado. Decidió
entonces afincarse en la ciudad de Florencia y dejó a un lado los viajes. Se
entregó a una vida de costumbres más laxas y acabó dedicándose a escribir.
Poggio compró para su padre, un humilde boticario de pueblo, una tienda y las
habitaciones de las plantas superiores. Fue como aprendiz del viejo Bracciolini
que mi padre se formó en su oficio. Allí vivió, trabajó y, sobre todo, absorbió
como si fuera una esponja todos los conocimientos sobre hierbas, medicinas y
demás «secretos» que el viejo le enseñaba.
Pero en Florencia mi padre nunca se sintió a gusto, de modo que, al final,
decidió abandonar la gran ciudad para marcharse, con su nueva profesión y sus
valiosísimos libros, a un pequeño pueblo de montaña, junto al Arno, que
quedaba a tan sólo un día de viaje en dirección oeste y se llamaba Vinci. Allí
encontró el amor de Caterina, mi madre, y poco a poco consiguió ganarse el
respeto de sus vecinos por los cuidados que les dispensaba. Claro que ninguno
de ellos sospechaba las «herejías» a que se dedicaba en el laboratorio de la
tercera planta de su casa.
Quizá sea por eso que, desde mis ocho años de edad, comprendo, respeto y
también me adhiero estrictamente al principio de la confidencialidad. Tal vez el
mayor de los secretos de mi padre fuera que, en lo más hondo de su alma y de su
corazón, era un acérrimo agnóstico; una palabra nueva para mí cuyo significado
había tenido que aprender. Él veneraba la Naturaleza, los Elementos y el
Cosmos. Veía en todos ellos una fuerza mucho más tangible y poderosa que la
del maestro y sanador judío llamado Jesús, y muy superior, sin ninguna duda, a
la que ejercía la corrupta y peligrosa Iglesia que había surgido en torno a la
figura del nazareno. Nunca me alentó a que compartiera sus mismas creencias,
pero con el tiempo me fui sintiendo cómoda con ellas.
A pesar de todo, mi padre y yo nos mostrábamos como fervientes católicos
ante los vecinos de Vinci. Íbamos a misa, comulgábamos y nos pronunciábamos
leales al Papa y a la Iglesia de Roma. Mi padre incluso donó el dinero necesario
para pintar un fresco en el altar de la parroquia del pueblo, y cuidaba
atentamente, por supuesto gratis, de sus frailes. Solía explicar aquella
inconsistencia recordándome que «hipócrita y vivo» era mejor que «sincero y
muerto». Nuestras creencias, sostenía, eran un asunto íntimo.
Con el paso del tiempo, me fui haciendo conocida en el pueblo por mis
expediciones a la campiña para recolectar las hierbas y medicinas que luego
llevaba a la tienda de mi padre. Ninguna otra jovencita disponía de la misma
libertad para pasear sola y a su antojo; y, que yo supiera, ninguna siquiera
deseaba un solitario pasatiempo como aquél.
Las demás jóvenes de mi edad debían permanecer junto a los fogones con
sus madres, familiarizándose con las «aptitudes femeninas» que mi tía
Magdalena insistía en que incorporara a mis conocimientos. Las muchachas de
mi época salían tan sólo para ir a la iglesia o para fabricar cestos a la vera del río,
junto a las demás mujeres del pueblo. Su infancia acababa cuando abandonaban
la casa de su padre para ir a la de su marido o, en algunos casos, incluso a la de
sus suegros.
Todas, sin excepción, pensaban en casarse. Y también todas eran vírgenes.
Sin decir una palabra al respecto, mi padre y yo habíamos ido posponiendo la
necesidad de tratar el asunto de mi matrimonio. Lo único que habían conseguido
los reproches de mi tía Magdalena a su hermano eran convencerlo aún más de
que yo era diferente, mejor y más inteligente, que las demás jovencitas de mi
edad. En realidad, tanto él como yo nos sentíamos felices y satisfechos con
nuestra secreta afición al estudio y con el servicio que prestábamos a la
comunidad a través de la botica.
Quizá por eso, a mis catorce años, me cogiera por sorpresa el advenimiento
de un nuevo y extraño estado de ánimo. Claro que había estado esperando
durante cierto tiempo a que la sangrienta menarquía hiciera su aparición, e
incluso había tolerado más o menos bien los comentarios de mi tía Magdalena
sobre los delicados brotes que habían acabado dando paso a mis bonitos pechos
redondeados o, también, sobre el crecimiento del sedoso vello negro en mis
axilas y en mi entrepierna. Pero de lo que nunca me había hablado mi tía era del
azaroso rumbo de mis deseos y humores, de la oscura melancolía que me
asaltaba de pronto o del placentero pero incómodo hormigueo que sentía en
ciertas ocasiones entre las piernas. Y mi padre, claramente, desconocía por
completo o ignoraba deliberadamente la existencia de todas estas cosas.
Siempre había atendido el horno de atanor con alegría y devoción, me había
ocupado del huerto con entusiasmo y había sido amable y cortés con los clientes
de la botica. Ahora, sin embargo, era como si me hubiera convertido en una
criatura salvaje. De golpe, me sentía atrapada en una casa demasiado oscura, y
todas y cada una de las tareas que mi padre me encargaba me parecían aburridas.
No podía concentrarme en la geometría de Pitágoras, y aborrecía el olor a azufre
del laboratorio.
Le ocultaba todo lo que sentía, por temor a que dejara de quererme si
descubría el atroz personaje en que me había convertido. En casa, seguía siendo
su entrañable Caterina, su joven alumna y ayudante. Para él, era prácticamente
perfecta.
Cuando me encontraba en el campo, en cambio, alzaba mi falda y corría
como un niño que juega a vencerse a sí mismo. Simplemente corría y gritaba. No
se me ocurría otro modo de liberar el demonio de mi adolescencia.
* * *
* * *
—Perdone…
El sonido de aquella simple palabra, pronunciada casi en un murmullo, me
sorprendió de tal manera que, de golpe, me descubrí revoleándome sobre el agua
para cubrir mi desnudez. Cogí la falda y el corpiño con absoluta torpeza, y me
aferré a ellos para cubrir mis pezones, que no sólo se veían sino que, encima, se
marcaban enhiestos a través de la ceñida enagua mojada.
Me volví en dirección a aquella voz masculina pero, como me encontraba en
el suelo y él de pie, lo único que pude ver fue el torso de alguien alto y, por
cierto, muy bien vestido, con un refinado jubón color pardo y gris. Las calzas
que recubrían sus piernas describían el contorno de unas pantorrillas bien
torneadas y unos muslos fuertes. Fue todo lo que pude ver.
Me puse de pie y volví a darle la espalda para poderme vestir.
—Os vi tendida sobre el agua y me preguntaba si estaríais herida —explicó
el hombre.
—¿Herida? Oh no, no… —Por fin había conseguido vestirme y podía
volverme a mirarlo.
Al verle me sobresalté por segunda vez: era realmente guapo. Su leonina
melena de cabellos pálidos y ondulados enmarcaba unos pómulos prominentes,
una barbilla noble y afilada y unos ojos de color miel, bien separados. Su nariz,
recta y más bien larga, terminaba en una punta recta y no en el habitual pico
ganchudo que afectaba a tantos italianos. Sus finos labios describían una curva
exquisita, y en aquel preciso instante, me miraba con una sonrisa que, de
repente, me provocaba una gran sequedad en la boca y cierta humedad en… la
entrepierna.
—Soy Piero, el hijo de Antonio —dijo.
Era un nombre familiar.
—¿El de la casa grande, junto a la muralla del viejo castillo? —pregunté
cuando por fin recobré el habla.
—Esa misma. La que tiene la noria a un lado y el molino de grano al otro…
—Tenía una voz contundente, pero al mismo tiempo melódica, y si bien en aquel
instante decía algo acerca de un molino, sus ojos parecían querer decir algo
enteramente diferente, algo así como: «Eres una belleza. Una diosa. Y no puedo
dejar de mirarte».
No era producto de mi imaginación. Sus ojos, en efecto, no se apartaban de
mi rostro ni un momento. Su mirada era tan intensa que me hacía sentir más
incómoda aún.
—Tengo que marcharme —anuncié de pronto, y comencé a buscar mi bolsa
que estaba en el suelo, justo detrás de él. Con un ademán más bien torpe y
procurando, por todos los medios, no rozar ninguna parte de su cuerpo, la cogí y
guardé en ella mi copia del Timeo.
—¿Qué hacíais aquí fuera, sola? —preguntó sin dejar de observarme.
—Recolecto hierbas. Ayudo a mi padre en su botica.
—Ah.
—El año pasado tratamos el mal intestinal de vuestra madre —continué.
Recordaba el incidente por el terrible dolor que aquejaba a la mujer, y por lo
aliviada que se había sentido con el tratamiento de mi padre. Y, sin embargo, la
familia, que era una de las más ricas de todo Vinci, había pagado con seis meses
de retraso y nunca se había tomado la molestia de darnos las gracias.
—¿Cómo es posible que vuestro padre permita a una jovencita como vos
merodear sola por estas colinas?
—No soy una jovencita. Soy una mujer —afirmé y, de pronto, me descubrí
temiendo que aquello hubiera sonado demasiado desafiante. Un instante
después, sin embargo, supe por su sonrisa que no le había ofendido.
—¿Y qué habéis recolectado hasta ahora? —quiso saber. Parecía estar
esforzándose tanto como yo por prolongar nuestra conversación.
—Hasta ahora, nada.
—¡¿Nada?! —exclamó riendo y, en ese preciso instante, me enamoré del
sonido de su risa—. No creo que estéis aquí recolectando hierbas para la botica
de vuestro padre, creo que sois una gitana que huye de su familia.
—¡Creedme, no soy una gitana! —repliqué.
Hasta aquel día, yo nunca había coqueteado con nadie pero, gracias a las
conversaciones que había oído entre otras jovencitas, supe de inmediato que
aquel hombre sí lo estaba haciendo conmigo. Me pregunté qué debía hacer. No
quería darle a entender que era una mujer de poca virtud, de modo que bajé la
vista con recato y me quedé contemplando el suelo.
—¿Cómo os llamáis? —interrogó con voz tenue y firme a la vez, al tiempo
que volvían a asaltarme aquellas extrañas sensaciones en mi vientre.
—Mi nombre es Caterina —repuse—, pero mi padre suele llamarme Catón
—añadí mirándolo fijamente a los ojos y sin ningún pudor.
—¿Catón? Pero si es un nombre de hombre.
Su sorpresa me gratificaba.
—En efecto, pero no es el de cualquier hombre, sino el de un ilustre romano
que…
—Sé quién era Catón —me interrumpió mirándome con un dejo de
extrañeza—. Lo que me pregunto es cómo llega una mujer como vos a enterarse
de cosas como ésas…
Había sido un error. Me había dejado llevar por la tentación de coquetear con
él y de demostrarle que era una mujer culta y, así, había acabado revelando el
más importante de mis secretos: mi educación. Me encogí de hombros, como
una niña tonta.
—Es todo lo que sé acerca de él —mentí. Era la segunda vez aquel día que lo
hacía.
Lo cierto era que mi padre me llamaba Catón porque, incluso de pequeña,
era testaruda y audaz. Exigía juguetes, abrazos y comida cuando se me antojaba.
Plutarco lo había descrito como un hombre de una firmeza extraordinaria, capaz
de acometer un ataque feroz sin ningún remordimiento.
El joven apuesto parecía divertido. Supo de inmediato que le mentía.
—Según lo que me habéis contado, también sois capaz de reconocer las
hierbas que necesita vuestro padre en su botica —recordó—. Sois algo precoz
para ser una hermosa niña… ¡Perdón! Para ser una hermosa mujer —rectificó de
inmediato.
¡No me había equivocado! ¡Lo había dicho él mismo! Efectivamente, me
encontraba guapa.
—¿Y qué os trae a vos por aquí? —le pregunté intentando por todos los
medios no interrumpir la conversación.
—Simplemente he salido a dar un paseo. He venido a casa de mis padres a
pasar unos días, pero vivo en Florencia. Me dedico al derecho. Soy notario.
Procuré ocultar mi admiración. Los notarios eran hombres ilustres, y el
Gremio de los Notarios, uno de los más importantes. Piero Da Vinci era un
hombre de fortuna. Y de una belleza extraordinaria, concluí rápidamente…
—Creo que debo emprender el camino de regreso a casa —anuncié.
—¿No decepcionaréis a vuestro padre? —interrogó, y yo lo miré confundida
—. No habéis recogido ninguna hierba.
Me puse nerviosa y sentí que me ruborizaba.
—Puedo recogerlas de camino a casa.
—¿Podría acompañaros?
—No veo por qué no…
Lo conduje hasta un prado donde sabía que crecía angélica. Me detuve a
recoger un poco de aquella hierba, y noté como sus ojos se clavaban en mí. De
golpe, como si fuera lo más natural del mundo, decidí abandonarme al placer
que me producía su tierna mirada. Me sentía hermosa. La luz del sol
resplandecía sobre mi aterciopelado cabello negro, y la brisa me ceñía la falda
insinuando las curvas de mis piernas.
—Tenéis unas piernas muy largas —comentó como si me leyera la mente;
«como si fuera un dios», pensé, y me ruboricé de inmediato. Por suerte, estaba
de espaldas, y no pudo verme—. Son similares a las de un potrillo —añadió.
—No deberíais referiros a mis piernas —le reproché con fingida severidad—
y, para el caso, a ninguna otra parte de mi cuerpo.
—Y eso ¿por qué?
—Pues, porque no corresponde.
—¿Y puedo hablar de vuestros hermosos cabellos oscuros?
—Supongo que sí…
—¿Y de vuestras delicadas manos?
—Mis manos no son delicadas —lo corregí bajando la vista para mirarlas.
En mis uñas había restos de hollín de la retorta que había retirado de un baño de
ceniza aquella misma mañana, y también manchas verdes del ungüento de saúco
que había preparado el día anterior.
—¿Por qué no permitís que sea yo quien decida eso? —sugirió Piero
dándose la vuelta hasta colocarse frente a mí y cogiendo mis manos entre las
suyas, sin darme tiempo a reaccionar. Estuve a punto de morir de la vergüenza.
—Tal vez estén un poco sucias… —comenzó. Intenté esconderlas, pero las
sostuvo con firmeza—, sin embargo, tenéis dedos largos y bien torneados…
como vuestras piernas.
—¡Soltadme! —ordené por más fascinada que estuviera con sus burlas.
—Y vuestra piel, en los sitios en que no está manchada de verde o de
negro… —se rió de su propio chiste—, es suave y de un pálido color blanco…,
digna de ser besada —antes de que me diera cuenta de lo que estaba a punto de
suceder, se inclinó y, por lo que entonces me pareció un instante interminable,
posó sus tibios labios sobre mis manos.
Una súbita oleada de placer, que nacía en mis muslos, se apoderó de mí. Me
liberé de sus manos de un tirón.
—Tengo que volver a casa —anuncié una vez más, y me encaminé en
dirección al sendero que bordeaba el río.
—Os acompañaré —propuso, siguiendo mis pasos.
—¡No! —exclamé.
Se paró en seco.
—Caterina, ¿acaso os he ofendido? No era mi intención…
—No, no me habéis ofendido. Es sólo que… —bajé la voz, como si alguien
pudiera oírme—, las señoras del pueblo están sentadas a la ribera del río tejiendo
sus cestos.
—Y no os gustaría que nos vieran juntos —adivinó. Parecía divertido.
—¿Solos? ¿Sin nadie que nos acompañe? Claro que no. Ya hay suficientes
rumores en nuestra aldea…
—Eso es cierto. ¿Se os ocurre algo?
—¿Algo como qué?
—Algo que nos permita volver a casa sin que nos vean las tejedoras de
habladurías.
«Tejedoras de habladurías». Este joven me caía bien. No sólo era guapo y
encantador, sino que también parecía inteligente. Acababa de inventar una
expresión fantástica.
—Conozco otro camino de regreso, pero tendremos que atravesar primero un
pantano y luego un montón de filosas rocas. Si os lo enseño, tendréis que
comprometeros a mantener vuestras manos en su sitio.
—¿No hay otro remedio?
—Pues no. Y no más… —Una gran vergüenza se apoderó de mí, y me
impidió acabar la frase.
—No más comentarios acerca de vuestro cuerpo.
—Exacto.
—De acuerdo. Guiadme.
Aquel día, Piero honró su promesa. Fue todo un caballero. Me siguió de
cerca y sin hablar demasiado. Sólo cuando mi pie se hundió en un sitio donde el
fango del pantano era algo más blando, extendió la mano y me cogió del brazo
para no dejarme caer. Una vez hube recuperado el equilibrio, me soltó
inmediatamente. Cuando, a lo lejos, apareció el pueblo, nos detuvimos y
permanecimos de pie un momento, uno junto al otro.
—Tendré que volver a veros —confesó con una voz ronca en la que se
adivinaba cierta urgencia.
—Claro que volveréis a verme. Eso sí, en la iglesia y cuando se celebre misa
—bromeé.
—¡Caterina!
—Pronto saldré de nuevo a recolectar hierbas.
—¿Cuándo?
—No lo sé. Es que tengo cosas que hacer, Piero…
—¿Cuándo?
—Mañana —revelé bajando la mirada—. A primera hora del día. Puedo
decir a mi padre que tengo que recoger malva antes de que se seque el rocío.
—¿Dónde?
—En el prado donde mencionasteis que mis piernas se parecen a las de un
potrillo.
—El mismo lugar donde os besé las manos.
Cogió mi mano, entrelazó sus dedos con los míos, y la apoyó sobre su pecho.
—Tendréis que traer un remedio para mi pobre corazón —afirmó, y dejó que
me adelantara sola para asegurarnos de que no nos vieran juntos.
Llegué a la botica presa de una especie de ensueño. No podía explicar a mi
padre el barro en mis zapatillas ni tampoco la ausencia de glasto y verbena.
Subí a mi habitación y me desplomé sobre la cama.
«¿Qué ha sido lo de hoy?», me pregunté. Había intercambiado unas palabras
con un hombre, había coqueteado con él, y había permitido que me besara la
mano, ¡y había prometido volver a verlo al día siguiente, y en secreto!
Decidí que, hasta entonces, lo mejor sería olvidar el asunto por completo. Me
puse de pie, fui a vigilar el fuego en el horno de la tercera planta y descubrí que,
como me temía, necesitaba otro leño. Barrí el suelo del laboratorio con particular
empeño y, a continuación, me encaminé a la biblioteca de la habitación contigua.
Cogí el libro de la cábala y lo abrí en una página que últimamente me había
estado costando traducir. Apenas un instante después, estaba abstraída en dicha
tarea.
Sin embargo, cuando se puso el sol y me fui a dormir, soñé con un
espléndido jinete que cabalgaba hasta mí abriéndose paso entre las nubes. No era
un hombre, sino un dios, y sus ojos eran de color miel.
Capítulo 2
* * *
Me levanté apenas salió el sol. Tomé un baño e incluso me lavé y cepillé el pelo
con esmero, hasta arreglarlo en unos oscuros y sedosos rizos que caían sobre mis
hombros. Oí a Magdalena ocupándose de la casa en la segunda planta y también
los pasos de mi padre, que bajaba a la botica.
Presa del ensueño como estaba, había olvidado ir a ver el fuego en el horno
de atanor. Cuando por fin me di cuenta, subí las escaleras a toda velocidad y fui
hasta el laboratorio. Arrojé algunos leños dentro del horno, y avivé el fuego
apresuradamente con el fuelle.
Volví a bajar, besé a Magdalena al pasar (que, como de costumbre, insistió en
que comiera algo) y me dirigí a la tienda. Piero había dicho que vendría en
cuanto abriéramos, y no quería perderme un segundo de su aparición en escena,
ni uno solo de sus argumentos (si es que había preparado alguno), ni tampoco el
inexorable momento en que mi padre, finalmente, nos concediera su bendición.
Cuando Ernesto abrió la puerta de la tienda, había dos clientes esperando. La
primera era la señora Malatesta. Avergonzada, explicó que necesitaba una nueva
cataplasma para su marido, igual a la que le habíamos dado el día anterior,
puesto que, en un descuido, su perro se la había arrebatado. El segundo era un
hombre joven que había venido a mostrar a mi padre unos horribles forúnculos
en su espalda.
La impaciencia se apoderó de mí prácticamente de inmediato. Cuando mi
padre me pidió que fuera al almacén y trajera la ortiga más añeja, apenas pude
disimular una mueca de fastidio.
Cuando tuve que ponerme a moler las hojas de aquella desagradable planta
para la señora Malatesta, estuve a punto de gritar y, cuando un momento después
se me cayó sin darme cuenta un frasco entero de tónico de cola de caballo sobre
el vestido, ya no pude contenerme y solté un grito ahogado.
Corrí escaleras arriba a cambiarme llevada por el pánico de perderme la
llegada de mi amado, pero cuando volví a bajar a la tienda con un corpiño
limpio, Piero aún no había aparecido.
El tiempo pasó y los clientes de la botica se fueron sucediendo, unos tras
otros. Estaba algo molesta con Piero por no haber venido a la hora convenida. Al
despuntar la tarde, mi malestar se había convertido en enfado y, cuando
Magdalena nos llamó a comer, aduje que no tenía hambre con un gruñido. Algo
desconcertado, mi padre repuso que, si no iba a comer, me quedara en la tienda
por él.
Sentía mi cuerpo temblar de ansiedad. ¿Dónde se había metido Piero? Algo
debía de haberle pasado. Quizás estuviera enfermo ¡o herido! Estaba segura de
que algo no iba bien, porque nunca antes había llegado tarde a ninguno de
nuestros encuentros. Tenía que ir a buscarlo. Tal vez me necesitara, tal vez
incluso necesitara de los servicios de mi padre.
Apenas había traspasado el umbral de la puerta cuando caí en la cuenta de
que no podía desaparecer de la tienda sin el permiso de mi padre. Pero ¿qué
explicación le daría? A diferencia del resto de las ocasiones en que había salido
para acudir a nuestras citas secretas, aquel día no le había anunciado mi salida
con la anticipación suficiente, no había alegado una supuesta falta de Verbascum
ni tampoco que nuestro último frasco de bálsamo de glasto estaba rancio.
Una ausencia imprevista le habría extrañado. Por otra parte, si me marchaba,
corría el riesgo de perderme la llegada de Piero. Había más de una ruta a través
de Vinci para venir de su casa a la mía. Tal vez había hecho un alto en el camino
para comprar un pequeño regalo. ¿Y si estuviera recogiendo flores en un prado?
Cielo santo, ¿por qué no había venido a primera hora como me había prometido?
Mi padre volvió de comer con su acostumbrado buen humor, pero me miraba
intrigado. Sabía que yo no solía tener arrebatos como los de aquella mañana.
Sin decir una palabra, decidí que mi única alternativa era esperar a Piero en
la tienda, al menos hasta que cerráramos. El resto de la tarde transcurrió a paso
de tortuga. Mi alteración iba en aumento, minuto a minuto. Cuando mi padre
cerró la puerta de la botica detrás del último de nuestros clientes, no pude
soportar aquella tortura un solo instante más y anuncié, casi a gritos:
—¡Salgo un momento!
—¿Sales? —repuso mi padre con tono afable—. ¿A dónde? ¿Qué vas a
hacer?
No había preparado una respuesta a sus preguntas, de modo que me vi
farfullando en la puerta. Por fin, me limité a responder:
—Simplemente salgo un momento.
—¡Caterina…!
Cerré la puerta de un golpe y emprendí una veloz caminata en dirección al
viejo castillo y a la casa con molino que se encontraban junto a él.
Era una hermosa residencia de tres plantas que la familia de Piero había
construido cinco generaciones atrás. Gran parte del espacio de la finca se había
destinado a una aceña: un molino de grano operado por una ingeniosa rueda
hidráulica colocada en el exterior. A un lado de la propiedad, había un largo y
estrecho olivar que se extendía colina abajo. Al ser pleno verano, sus frondosos
árboles parecían a punto de estallar en carnosos frutos verdes. La pared posterior
de la finca era, en efecto, uno de los baluartes del antiguo castillo de Vinci,
aunque el resto del perímetro estaba delineado por unos gruesos muros de
mampostería, en el interior de los cuales se extendían los amplios jardines y las
edificaciones más pequeñas que constituían la propiedad.
El portón de entrada era imponente. Constaba de dos altísimas hojas de
madera con herrajes de hierro, atravesadas por un listón del mismo material. El
conjunto daba a entender que allí vivía una familia próspera e importante.
Y estaba totalmente cerrado.
Deseé golpear con fuerza y llamar a Piero a gritos, pero, incluso en aquel
estado de desesperación, intuí que aquello sería un grave error. La futura esposa
de un miembro de la familia no podía comportarse como una criatura histérica.
Permanecí allí, de pie, con fingida serenidad, rezando por que saliera o
entrara algún familiar o sirviente a quien poder preguntar, con absoluta
delicadeza, por el paradero de Piero. Sin embargo, no hubo movimiento alguno,
de modo que acabé caminando mecánicamente de un extremo a otro de la puerta,
con unas minúsculas nubes de tierra enredadas en los pies.
Comenzaba a ponerse el sol. No podía quedarme allí de pie, en medio de la
noche. Debía actuar.
Rodeé el perímetro de la finca, andando junto a la pared, hasta llegar al
olivar. Una vez allí, busqué el árbol adecuado. Había un enorme y viejo olivo
que crecía tan cerca de la pared que sus ramas colgaban sobre el patio de la casa.
Me arremangué la falda y trepé.
Me oculté entre el verde grisáceo de las hojas del olivo y me puse a espiar.
No parecía haber mucha actividad: tan sólo unas pocas gallinas rasguñando la
tierra y un mozo de cuadra llevando unos arreos al cobertizo. En todo caso, no
había nadie allí que pareciera un miembro de la familia.
Me sentía frustrada. Di un puñetazo al tronco del árbol e, inmediatamente
después, solté un grito de dolor.
—¿Caterina? —oí de pronto.
Era la voz de un hombre.
El corazón me dio un brinco. Miré hacia abajo y descubrí, con una profunda
decepción, que quien me llamaba no era el heredero de la familia Vinci, sino
Francesco.
—¿Qué hacéis ahí arriba? —me preguntó—. Bajad ahora mismo. Os
lastimaréis.
Dejé que me ayudara a bajar del árbol y procuré recobrar la compostura. Un
momento después, estábamos frente a frente. Los hermanos Vinci eran, sin duda,
parecidos. Lo único que los diferenciaba era que Piero era un poco más alto que
Francesco y éste, a su vez, tenía un rostro de facciones menos angulosas, más
dulce que el de su hermano.
—¿Sabéis dónde está Piero? —pregunté por fin, procurando parecer
calmada.
—Sí. Está en Florencia.
—¡¿En Florencia?! —Mi fingida serenidad se hizo añicos de inmediato—.
¿Cómo es posible que esté en Florencia? ¡Se suponía que vendría a casa de mi
padre a pedir mi mano esta misma mañana!
—Lo sé —señaló Francesco.
Si él lo sabía era porque ya no era ningún secreto. ¡Seguramente estarían
todos al tanto de nuestros planes!
—¿Por qué se fue sin avisarme? ¿Cuándo regresa? —interrogué.
Francesco se veía muy afligido.
—No volverá hasta dentro de un buen tiempo —hizo una pausa procurando
escoger las palabras adecuadas—. Mi padre…, nuestro padre, está muy enfadado
con él. Han discutido.
—¿Han discutido por mí? —pregunté al tiempo que sentía que se me erizaba
la piel.
Francesco asintió.
—Anoche Piero anunció que tenía intención de casarse con vos.
Sonreí con un dejo de entusiasmo, por más que supiera que aquélla sería la
única buena noticia que Francesco tendría para mí.
—Nuestro padre dijo a Piero que sólo en sueños accedería a que se casara…
—En su rostro apareció de pronto una mueca de vergüenza— con alguien como
vos.
—¿Con alguien como yo? —repetí.
—No son mis palabras, sino las suyas, Caterina, y si preferís que no siga…
—¡No! Quiero saberlo todo —exigí aferrándome a su brazo—. ¡Todo!
Y eso es lo que hizo. Reunió toda la ternura que albergaba su dulce corazón y
me contó lo que había sucedido. Pero no hubo modo de templar el dolor que me
produjeron las crueles e insensibles palabras de la familia, se clavaban en mí
como una daga. Que de dónde había sacado Piero la descabellada idea de casarse
conmigo, que si yo provenía de una familia de poca monta; que mi padre no era
más que un simple tendero a quien le pagaban con huevos de pato; que Piero
estaba destinado a contraer matrimonio con alguien de mejor condición, una
dama que fuera más que una pobre muchacha de pueblo. No cabían dudas, el día
que se casara lo haría con una joven proveniente de una familia rica y prestigiosa
que su padre y su abuelo escogerían para él, y su magnífica dote serviría para
abultar las arcas de la familia.
A continuación, Antonio Da Vinci había preguntado a Piero si había
desvirgado a la hija del boticario, y él no se había atrevido a negarlo. Su madre y
su abuela habían suspirado con desprecio y la certeza de la pérdida de mi
virginidad había dado por terminada la conversación.
Entonces Francesco bajó súbitamente la vista. Parecía no poder continuar.
—¿Qué dijo vuestro padre cuando lo supo? —insistí.
—Que no erais más que una simple prostituta. Cuando el abuelo preguntó a
Piero qué tenía pensado hacer si os había dejado embarazada, mi madre y mi
abuela se pusieron de pie y abandonaron la sala.
De pronto, advertí que me fallaban las rodillas. La idea de un embarazo
jamás se me había pasado por la cabeza. Piero y yo estábamos destinados a
casarnos y, si venía un niño, sería un hijo legítimo. ¡Íbamos a casarnos!
—¿Me defendió? —pregunté contrariada—. Quiero saber si me defendió,
aunque sea sólo en parte…
Francesco me miró con compasión.
—Caterina, os he contado cómo reaccionó la familia. ¿Cómo podría mi
hermano haberos defendido? —sacudió la cabeza—. Piero heredará todo lo que
esta codiciosa y rapaz familia posee. Nunca debería haber hecho lo que hizo.
No recuerdo prácticamente nada de lo que sucedió después. Supongo que
habría una intensa luz de luna porque, a pesar de que era de noche y de que
tropezaba sin cesar, conseguí encontrar el camino que conducía a las colinas.
Con las rodillas lastimadas y la falda hecha jirones, deambulé como un fantasma
hasta llegar a la ribera del río. Allí me tumbé sobre el agua de la orilla y, entre
sollozo y sollozo, maldije a Piero, a toda su miserable familia y, finalmente, me
maldije, con brutal ensañamiento, a mí misma.
¿Cómo podía haber sido tan ingenua? Tenía apenas catorce años. Nadie en
todo Vinci sabía de la ilustre labor que mi padre había desempeñado junto a
Poggio, quien, a su vez, servía al mismísimo Cosme de Medici. Todos tomaban a
Ernesto por un humilde herborista de pueblo. Ni siquiera hubiera servido de
nada que la familia de Piero se enterara del vasto tesoro en libros y manuscritos
que mi padre tenía en su biblioteca. Lo único que les interesaba era obtener una
buena dote y escalar un peldaño en la sociedad florentina. Yo no podía ayudar a
su hijo en ninguna de las dos cosas y, para colmo de males, me había convertido
para ellos en una joven de dudosa reputación.
Me tendí de espaldas y contemplé las estrellas. Con su destello frío y
distante, parecían burlarse de mí, como si dijeran: «Eres una despreciable
criatura y no nos interesas en absoluto. Creíste que eras dueña de tu destino, y
mira a dónde has ido a parar…».
Lloré durante un buen rato con una feroz intensidad, hasta quedar vacía y,
poco después, caí rendida en un sueño profundo. Cuando desperté, ya había
amanecido. Estaba empapada, y la marca de la hierba sobre la que me había
dormido atravesaba mi mejilla.
Regresé al pueblo ignorando a los vecinos uno por uno. No contesté a sus
alegres saludos. En casa, encontré a mi padre entre preocupado y desesperado, y
a mi tía Magdalena que, nada más verme, pasó del alivio a la irritación. Al notar
el terrible aspecto que traía, Magdalena soltó un chasquido con la lengua en
señal de desaprobación y, con tono de reproche, observó que, en aquel mismo
instante, los vecinos estarían urdiendo sus rumores.
No pude mirar a mi padre a los ojos. Me escabullí del feroz abrazo con que
me recibió, y subí las escaleras en dirección a mi habitación.
No fue sino hasta mucho después que me enteré de que aquel día, por
primera vez en todos los años que llevaba encendido, mi padre había dejado que
el fuego de su horno sagrado se extinguiera y apagara definitivamente.
Capítulo 3
* * *
La mañana siguiente me descubrió exhausta. Estaba sumida en un sueño tan
profundo que no oí los violentos golpes en la puerta de la botica, ni tampoco los
gritos de mi padre. Sólo me sobresalté cuando advertí que aquel alboroto se
había trasladado hasta la puerta de mi recámara. Magdalena ya no estaba a mi
lado, la oía vociferar al otro lado de la puerta, junto a algunos hombres. Uno de
ellos era mi padre.
Me senté deprisa y cogí a Leonardo con tanta vehemencia que lo desperté.
Mis brazos, de pronto, se parecían a unas feroces garras protectoras.
La puerta se abrió de un golpe.
Mi padre, con el rostro enrojecido por la furia y una mirada que sólo cabe
describir como criminal, intentaba impedir que un grupo de hombres furiosos
entrara en mi habitación. Detrás de ellos, vi a Magdalena, llorando y agitando
inútilmente los brazos, como una gallina presa del pánico.
Sea lo que fuere lo que había traído a aquellos hombres hasta ahí, era grave.
Pero hasta que no reconocí en el tumulto a Piero y a su hermano Francesco, no
comprendí lo que estaba sucediendo. Entonces oí que mi padre bramaba: «¡No
os lo podéis llevar! ¡No es vuestro!», y se me heló la sangre.
En realidad, mi padre y yo conocíamos muy bien las convenciones que
regían el destino de los hijos bastardos. Eran niños que no solían gozar del amor
de sus padres, se los abandonaba o incluso asesinaba sin culpa ni castigo. Incluso
las viudas que volvían a formar pareja y a tener niños se veían forzadas, en
ocasiones, a entregar a sus hijos a la familia del difunto esposo; más aún si eran
niños.
—¡Nuestro linaje está en juego! —exclamó indignado el más viejo de los Da
Vinci—. ¡La unidad y el honor de la familia siempre prevalecen sobre los deseos
de la madre!
Aquella aterradora fraternidad se abría paso en dirección a mi habitación, a
pesar de los esfuerzos de mi padre por impedirlo. Sujeté a mi hijo contra mi
pecho con todas mis fuerzas y se echó a llorar.
Al oír el llanto del niño, Piero dio un paso al frente. Una confusa expresión,
mezcla de vergüenza y orgullo, se había apoderado de su rostro. Leonardo, por
más ilegítimo que fuera, era su primer hijo, y las absurdas leyes de nuestra tierra
le concedían el derecho a llevárselo.
—¡No! —grité con desesperación—. ¡Piero, no os lo llevéis, os lo suplico…!
Avanzó con determinación en dirección a mi lecho, cuidándose de no posar
sus ojos en mí siquiera un instante; parecía temer que el encuentro de nuestras
miradas le impidiera hacer valer sus derechos. Cuando extendió los brazos para
coger a Leonardo, que aullaba asustado con un pánico que su madre no podía
evitar transmitirle, titubeó. Piero se veía sinceramente afligido, pues, en el fondo,
sabía que con la atrocidad que estaba a punto de perpetrar destruiría a la
muchacha a la que alguna vez había amado de verdad.
Entonces, se oyó el rugir de su padre:
—¡Coged al niño, Piero! ¡Ahora mismo!
Le sujeté el brazo, hundiendo mis uñas en su piel y, con una fiereza que
desconocía, murmuré:
—No podéis hacer esto…
Pero lo hizo, y sin mirarme siquiera un instante.
En cuanto colocó una mano sobre Leonardo, dejé de forcejear. Estaba
decidida a evitar cualquier desmán que pudiera herir a mi niño.
Un momento después, aquellos hombres abandonaron mi habitación y, para
mí, fue como si el sol se apagara en ese mismo instante. Tengo un vago recuerdo
de los gritos de mi padre y de los sollozos de Magdalena. Entonces se hizo un
silencio, y me enfrenté al vacío de mis brazos, profundo e inmenso, como un
abismo.
Mi tristeza trascendía incluso el deseo de llorar, y sabía que mi padre no
intentaría consolarme, pues aquello no tenía remedio. No nos habíamos
preparado para lo peor, y precisamente eso era lo que había ocurrido.
No hubo más regocijo ni alegría. Absorta en mi dolor, supe que aquello era
lo más espantoso que podría haber pasado: a mí me habían arrancado a mi hijo
de mis propios brazos, y a Leonardo le había tocado ir a vivir junto a una familia
que no veía en él más que a un insignificante hijo ilegítimo.
Era domingo de Pascua, y todo Vinci había ido a misa. La noticia sobre la
identidad del padre de Leonardo se propagó por el pueblo con la velocidad de un
incendio. Los vecinos se relamían con el rumor, como una jauría de perros
hambrientos ante una liebre coja. Piero Da Vinci era un joven prometedor, un
orgullo para la aldea. Su pobre mujer, «rica y virtuosa», tendría que soportar la
vergüenza de que trajeran un hijo ilegítimo a un matrimonio que apenas se había
consumado. Y yo, por supuesto, era una seductora, una vil prostituta que, con
sus vicios, había intentado corromper a una de las familias más distinguidas y
honradas de Vinci.
Yo sabía todo aquello porque había conseguido arrancárselo a mi tía
Magdalena cuando volvió de misa, a pesar de que mi padre le tenía prohibido
compartir conmigo cualquier cosa que pudiera provocarme aún más angustia.
Quería saberlo todo, no toleraba perderme una sola palabra. Quizá fuera un
modo de castigarme; después de todo, estaba claro que yo era la única
responsable de aquella catástrofe.
Más tarde, aquel mismo día, mi hijo fue bautizado en una ceremonia privada
a la que yo, su madre, no fui invitada. Lo único positivo fue que acabaron
llamándolo Leonardo: Leonardo de Piero Da Vinci. Ningún miembro de la
familia se llamaba así, por tanto aquello sólo podía deberse a la voluntad del
padre de respetar los deseos de la madre. El gesto de Piero me emocionó tanto
que me eché a llorar. Era la primera vez que se comportaba con dignidad. Su
padre y su abuelo debían de haberse visto de pie, frente a la pila bautismal, rojos
de ira. Me preguntaba qué había conducido a Piero a una cosa así. ¿La culpa?
¿La honradez? ¿Lo que quedaba del amor que alguna vez había sentido por mí?
Daba igual. Aquél no era más que un insignificante consuelo.
Con el correr de los días, volví a convertirme en una inagotable fuente de
melancolía. Pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo. Vomitaba todo lo que
comía. Tenía un dolor espantoso en los pechos y la leche manaba de ellos como
en lágrimas, empapando mi camisa de dormir y mis sábanas. Magdalena estaba
preocupada, e insistía en que debía levantarme de una vez y comenzar una nueva
vida. Mi padre, que venía a verme a mi alcoba muy a menudo, se veía frágil y
abatido; parecía haber envejecido diez años en tres días. En ocasiones,
simplemente me tumbaba a esperar que mi corazón dejara de latir, o bien me
dedicaba a imaginar con lujo de detalles que caminaba hasta el sitio junto al río
en que habíamos concebido a Leonardo, me arrojaba al agua y moría ahogada.
Una angustia infinita se había apoderado de mí hasta que, de pronto, una
mañana, oí la voz urgente de Magdalena intentando arrancarme del espeso sopor
en que vivía.
—¡Caterina, despierta! Tienes visitas.
«¿Visitas? —pensé—. ¿A quién podría interesarle venir a visitarme? —
¡Siéntate! Vamos, lávate la cara. ¡Deprisa!».
Me acercó a la cama una jofaina, y con un cepillo empezó a desenredarme el
pelo.
—Hueles muy mal. Esto no bastará.
—Pero tía, ¿quién ha venido? —pregunté, todavía dormida.
—El hermano… ¡el hermano!
—¿El hermano? —repetí como una tonta.
Todavía no había terminado de comprender el asunto cuando, de pronto, me
sorprendió la imagen de Francesco Da Vinci, con el gorro en la mano, de pie
bajo el umbral de la puerta de mi habitación. La expresión perpleja de mi padre,
detrás de él, me confundía aún más.
El propio Francesco parecía nervioso como un caballo con una serpiente
enredada en los pies, pero se animó a entrar y me saludó con una sutil
inclinación de la cabeza.
Me incorporé. Magdalena retiró la jofaina que había en mi cama, tomó a mi
padre del brazo con suavidad y se lo llevó. Les oí bajar las escaleras, y sólo
entonces Francesco se decidió a hablar.
—Caterina… —comenzó con cautela mientras yo simplemente lo miraba,
muda—. Caterina, siento mucho lo que ha pasado.
—¿Y por qué habríais de lamentarlo vos? —pregunté con asombrosa
agudeza y con una amargura más sorprendente aún.
—Encuentro espantoso que se hayan llevado al niño así, pero más espantoso
es que… —pronunció aquellas aterradoras palabras y, de pronto, pareció sentirse
intimidado. Hizo una pausa.
—¿Qué es más espantoso, Francesco? ¡Hablad!
—El niño rechaza el pecho. No quiere comer.
—¿Quién es la nodriza? —interrogué apartando las sábanas y agitando los
pies fuera de la cama.
—Angelina Lucchasi. Es una buena mujer, lo ha intentado todo, pero el
niño…
—Leonardo —lo corregí con aspereza—. Llamadlo por su nombre.
Francesco parecía a punto de echarse a llorar. Se llevó la mano a la frente,
apoyó el índice en una sien y el pulgar en la otra y apretó su cabeza con fuerza.
—Leonardo está sufriendo. Tiene hambre. Si no come pronto…
—¡¿Qué hace su padre al respecto?! —grité.
Me puse inmediatamente de pie, pero mis piernas estaban demasiado débiles.
Francesco se abalanzó hacia delante y me ayudó a volver a la cama. Me aferré a
sus antebrazos con tanta fuerza que mis manos parecían atornilladas a él.
De repente, las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—Piero no hace nada. Dice que muy pronto Leonardo estará tan hambriento
que se prenderá al pezón sin problema y se pondrá gordo como un cerdo. Pero ¿y
si no lo hace? Caterina, debéis hacer algo…
Estaba perpleja del espanto, de la ira y, también, del desconcierto.
—Pero ¡¿qué puedo hacer?! —exclamé descargando un puñetazo en el pecho
de Francesco. Él lo recibió estoico, como si se considerara merecedor de castigos
mucho peores que ése.
—Es necesario que me acompañéis a casa, ahora mismo, y os pongáis a
disposición de la familia como nodriza de Leonardo.
Su sugerencia me cogió por sorpresa. Aquello era inimaginable pero, bien
pensado, quizá también fuera… sensato. Me detuve un momento a recrear la
escena en mi mente y me vi de pie ante la familia, con el calor de la humillación
en las mejillas y el anhelo desesperado de que me aceptaran.
La imagen se desvaneció enseguida y me di cuenta de que no había tiempo
que perder.
—Marchaos —ordené a Francesco—, debo vestirme. Esperad abajo, y pedid
a mi padre y a mi tía que suban.
El rostro de Francesco se iluminó y recuerdo haber pensado, por primera vez,
que quizás había un buen hombre entre los miembros de aquella despreciable
familia.
Al cabo de poco más de una hora, me dirigía a la casa de Piero junto a
Francesco, temblando de inquietud. Si nuestra sugerencia les parecía un simple
desvarío, entonces me mandarían de nuevo a casa y listo. Sin embargo, a
diferencia de mí, el joven que tenía a mi lado tendría que seguir padeciendo el
desprecio de sus parientes. ¿Lo considerarían un traidor, un cobarde que se había
pasado a las filas del enemigo?
Abrió el portón trasero de la finca y entramos al patio que había visto por
primera vez desde lo alto del olivo que crecía junto al muro. Estaba aún más
desierto que aquel día de verano. Por encima del zumbido inusualmente potente
de una multitud de moscas que sobrevolaban una pila de estiércol, se oía el
aullido de Leonardo procedente del interior de la casa. Su voz, reconocí
contrariada, parecía débil y entrecortada. De pronto, advertí que tenía el corpiño
empapado, y tuve que morderme el labio para contener las lágrimas.
—¡Deprisa! —indiqué a Francesco, y éste me tomó del brazo y apuró el
paso.
Sabía que no podía permitirme romper en llanto frente a los miembros de la
familia Da Vinci, pero tampoco debía mostrarme demasiado fuerte, pues dicha
actitud sin duda los ofendería. ¿Cómo sabría lo que tenía que decir o hacer?
Tenía tan sólo quince años y mi única guía era el amor que sentía por mi hijo.
Cuando Francesco dio un paso al costado y me vi sola bajo el umbral de la
puerta que conducía al comedor de los Da Vinci, lo primero que hice fue cruzar
los brazos sobre el pecho, en un gesto defensivo. Creo que, a pesar de haber
recreado aquella escena en mi mente con anterioridad, en aquel instante yo
misma estaba tan sorprendida de verles a ellos, como ellos de verme a mí.
Piero estaba en la sala y, junto a él, se encontraba su esposa Albiera, una
joven apenas mayor que yo, de rostro largo y estrecho y muy delgada. En una
cabecera de la larga y lustrosa mesa estaba sentado don Antonio, el padre de
Piero, y en la otra su esposa, Lucía. El abuelo de Piero, que me miraba con
desprecio, ocupaba el lugar vacío en el que, sin duda, solía sentarse Francesco.
Por más crítico que fuera aquel momento, no pude evitar que mi atención se
desviara hacia otra parte. Los gritos desesperados de Leonardo estaban más
cerca, parecían provenir de la habitación que se encontraba justo encima del
comedor. Sabía que tenía que hablar con Piero y su padre pero, cada vez que
abría la boca, el triste bramido o los acongojados llantos de mi hijo me hacían
volver a cerrarla. Antonio alzó la barbilla con sutileza en dirección a su esposa y
a su nuera, y ellas, sin una palabra, desplazaron sus sillas hacia atrás y se
pusieron de pie. Pero yo prefería que estuvieran presentes y oyeran lo que tenía
que decirles. Eran mujeres, se suponía que entenderían la angustiosa necesidad
que me había impulsado a irrumpir en su casa, como una invasora. En aquel
momento, don Antonio insistía con un ademán en que se marcharan, pero yo
estaba decidida a retenerlas hasta que oyeran lo que había venido a decir.
—¡Miradme! —exclamé extendiendo los brazos para que vieran mi corpiño
empapado con leche. Luego, clavé la mirada en Piero—. ¡Oíd a vuestro hijo!
Noté que Albiera se estremecía a su lado, pero no había acabado.
—Leonardo llora porque necesita a su madre y aquí me tiene. El niño
necesita comer; tenéis que permitirme darle el pecho.
Don Antonio, con la postura rígida y las mandíbulas apretadas, parecía
intentar evitar la mirada suplicante de Piero.
—¡Francesco, sacad de aquí a esta prostituta! —rugió el anciano.
—Por favor, concededle tan sólo un momento —imploró el joven con la voz
entrecortada.
—Permitidnos una habitación en el ático, en donde sea… Os juro que no
seremos una molestia… —Nadie decía una palabra—. Por favor, ¿puedo ver a
mi hijo?
—¿Cómo os atrevéis a irrumpir en nuestra casa con semejante descaro? —
gruñó don Antonio, y comprendí, de inmediato, por qué sus propios hijos le
temían—. Habéis ofendido a mi padre, a mi esposa, a mí mismo y, también, a mi
hermosa y flamante nuera.
—Conseguiré que deje de llorar —prometí directamente a Piero, ignorando
con audacia al patriarca de la familia—, ¿acaso no es eso lo que deseáis?
Piero, trémulo, hubiera accedido al instante, pero era tan cobarde que no dijo
una palabra.
Al final, apelé a don Antonio y a su padre, simplemente, con la verdad.
—Leonardo es hijo de Piero, es sangre de su sangre y, por tanto, también de
la vuestra. ¿Acaso deseáis que vuestro primer nieto muera?, porque sabéis
perfectamente que sin mí, morirá —las palabras brotaban solas, y justo en ese
momento Leonardo subrayó mi súplica con un oportuno ataque de llanto—. Soy
su madre. Ese sonido es su modo de reclamarme y éste —afirmé señalando mi
corpiño mojado— es mi modo de reclamarlo a él.
Las esposas, lejos de congraciarse con mi súplica, se escandalizaron. Sin
embargo, el desmedido orgullo de don Antonio pareció sucumbir al efecto de
mis palabras.
—Viviréis como los demás sirvientes —declaró sin atreverse a mirar a su
padre—, y no dirigiréis la palabra a ningún miembro de la familia, a menos que
se os hable primero —agregó mientras el anciano, furioso con la decisión de su
hijo, alzaba al aire resoplidos de desaprobación.
Tragué con dificultad. Su propuesta era más dura de lo que imaginaba.
—Seréis…
—¿Qué sucederá cuando necesite algo para Leonardo? —lo interrumpí—, o
si se encuentra…
—¡Mujer! ¡¿Acaso sois sorda?! —tronó la voz de don Antonio que,
claramente, no estaba acostumbrado a que una mujer lo desafiara—. ¡Acabo de
explicaros que jamás hablaréis primero!
Recuerdo que, en aquel instante, fijé mi atención en el suelo de piedra que
rozaba mis zapatillas y, desde allí, sentí subir a través de mis pies y luego de mis
piernas un poderoso impulso, una suerte de energía que me hizo enderezar la
espalda. Estaba dispuesta a aceptar el largo y difícil trance de una vida indigna,
pero, primero, diría lo que tenía que decir.
—Señores, si todo va bien con mi hijo, no os dirigiré la palabra —proseguí
como si nada y me volví hacia Piero—. Tampoco a vos —aclaré fulminando con
la mirada al padre de mi hijo. Entonces, bajé la vista en señal de respeto hacia las
damas de la casa—. Ahora bien —continué—, si mi hijo llegara a enfermar o a
necesitar de vuestra ayuda en modo alguno, entonces me dirigiré a quien me
plazca —volví a clavar los ojos en don Antonio—. Soy la nodriza de vuestro
nieto y una sirvienta en esta casa, pero no soy vuestra esclava —concluí.
Don Antonio estaba indignado. Casi podría decirse que estaba listo para
arremeter a golpes contra la inmoral muchacha que tenía frente a sí en el
comedor de su casa.
Sin darle tiempo a responder, exigí:
—Ahora quisiera ver a mi hijo, por favor.
Fue así como acabé convirtiéndome en nodriza de mi propio hijo. Me
condujeron escaleras arriba, hasta una elegante recámara donde la señora
Lucchasi mecía a mi amoratado y desesperado Leonardo en una cuna de madera.
Se veía demacrado y afligido. Era un niño totalmente distinto al hermoso y
sereno recién nacido que había tenido en mis brazos apenas tres días atrás.
La mujer, sorprendida por mi aspecto, pero agradecida de verme, dio un paso
atrás y me permitió coger a Leonardo.
El niño necesitó tan sólo un breve instante para reconocer mi piel, mi olor y
mi voz. Lo tendí sobre el amplio lecho y lo despojé de la manta en la que habían
apresado su diminuto cuerpecito. En ese momento, sus sollozos cesaron. Le
acaricié el rostro, las piernas y el pecho agitado. Con dos dedos, recorrí el
contorno imaginario de su corazón.
Lo cogí en brazos una vez más, busqué una silla cómoda, me senté y me
desaté el corpiño. Encontró mi pecho sin ayuda y, débil como estaba, comenzó a
succionar tan ruidosa y ferozmente como lo había hecho antes. Se detuvo un
momento para respirar aliviado, y enseguida continuó. Por fin, sentí que sus
pequeños músculos se relajaban, su boca se desprendía de mi pecho y dejaba
caer la cabeza hacia el otro lado. Entonces, como si fuera un milagro, giró la
cabeza hacia mí, abrió los ojos y me miró. Contempló a su madre por primera
vez, sin siquiera pestañear.
Le sonreí deprisa, pues quería que la primera expresión humana que viera
fuera de felicidad. Al cabo de un momento, el hambre volvió a atraerlo a mi
pecho. Suspiré, me sentía aliviada y feliz. Me incliné a besar su cabecita con los
ojos cerrados y fue entonces cuando sentí el calor de su pequeña mano cómoda y
delicadamente apoyada sobre mi mejilla. Era un gesto casi posesivo con el que
mi hijo parecía querer asegurarse de que no volviera a apartarme de él.
Pensé que la gracia y la simple belleza de ese gesto harían estallar mi
corazón. Leonardo… Por fin había vuelto a mis brazos, y yo a los de él. Allí
mismo juré, ante todos los dioses que quisieran oírme, que nunca permitiría que
nadie hiciera daño a mi hijo, ni tampoco que el destino volviera a separarnos.
Capítulo 4
Los días que pasé como nodriza de mi hijo en casa del padre y el abuelo de
Piero, viviendo junto al hombre al que había amado y su esposa (que me trataba
como a una despreciable sirvienta), fueron sumamente difíciles. Leonardo y yo
ocupábamos un rincón del establo que apenas había sido reformado, en el que el
olor a estiércol de ganado lo invadía todo, de día y de noche. Fuera de sus
miradas desdeñosas y algunas breves conversaciones que manteníamos cuando
necesitaba algo concreto para Leonardo, los Da Vinci nos ignoraban por
completo.
Con amanerada generosidad, accedieron a darme permiso para salir los
domingos. Solía ir a ver a mi padre, pero no tenía permitido llevar a Leonardo
conmigo, de modo que, por más que echara muchísimo de menos a mi
progenitor, mis visitas eran extremadamente cortas. ¿Cómo iba a permitir que
Leonardo se saltara alguna de sus comidas?
Mi leche, por suerte, parecía satisfacerlo y le ayudaba a mantenerse sano. No
contrajo ninguna de las enfermedades que solían contraer los niños de su edad y,
poco a poco, desarrolló un temperamento dulce y alegre. Lo cierto era que no
necesitábamos en absoluto a aquella cruel familia. Mi hijo y yo éramos
inseparables y felices.
Leonardo me fascinaba y sorprendía una y otra vez con su inteligencia.
Aunque nadie me creyera, mi hijo realmente había dado sus primeros pasos a los
seis meses de edad. Aprender a hablar le llevó más tiempo que a los demás
niños, pero cuando a los dos años por fin lo consiguió, pareció que ya no
volvería a callar nunca más. Lo primero que hizo fue a hacer preguntas; una tras
otra.
«¿Qué es esto?», «¿qué es aquello?» y «¿por qué tal cosa?»… Una
interminable sucesión de preguntas. Sin embargo, para que las respuestas se le
grabaran en la memoria, le bastaba con que se las respondiéramos una sola vez,
ya fuera el nombre de una flor, de un pájaro o de un insecto.
En ocasiones, se sentaba en el patio y se ponía a observar durante un largo
rato, por ejemplo, las evoluciones de un saltamontes en el jardín. Juraría que,
más que mirarlo, lo estudiaba, del mismo modo que mi padre examinaba los
sedimentos en el fondo de sus vasijas de laboratorio. A su observación, seguía el
aluvión de preguntas y comentarios propio de un niño de dos años: «¿Por qué
verde?», «Come hoja». Luego, soltaba un gritito de fascinación y proseguía:
«¡Se limpia el pie!», «¿Por qué el pie tan largo?».
Al principio, me sorprendía que, a pesar del interés que le despertaban los
seres vivos, no le preocupara demasiado que murieran. Era más bien al contrario:
los animales muertos, simplemente, le fascinaban. Los cogía y examinaba con
sus diminutos y ágiles dedos, feliz de que no se retorcieran en su mano o
intentaran picarle.
Creo que aquellos días fueron aún más difíciles para Piero que para mí. Yo,
al menos, tenía a Leonardo. En lo que respecta a mi hijo, no había ningún indicio
de que comprendiera que aquel hombre era su padre, ni tampoco de que
necesitara mucho más que a su madre, que lo adoraba.
Lo único bueno que tenían los Da Vinci era Francesco, el hombre más afable
de todos los que había conocido hasta entonces. Era tan distinto a los demás, que
muchas veces me preguntaba si de verdad tenía su misma sangre. Francesco
venía a vernos al establo muy a menudo y solía traernos algo que nos había
conseguido en la cocina o un juguete de madera que había fabricado para
Leonardo; algunos de aquellos objetos eran articulados, y sin duda eran éstos en
particular los que más llamaban la atención de mi hijo. Los contemplaba con la
misma pasión que a sus insectos. Tal vez aquellos juguetes no fueran seres vivos,
pero los observaba y manipulaba con la misma fascinación.
Cuando hacía buen tiempo, Francesco pasaba por el establo antes de salir al
campo con su rebaño y me pedía permiso para llevar con él al niño, siempre
prometiendo que se aseguraría de que no le faltase nada. Yo accedía y entonces
los veía atravesar el portal y desaparecer en el olivar, el pequeño en hombros de
su «tío Ceceo» o colgado de su brazo como un saco de grano, riendo y gritando.
Era evidente que al hermano de Piero le hubiera gustado que Leonardo fuera su
propio hijo, y procuraba reparar a fuerza de cariño los horribles daños
perpetrados por su familia.
Francesco era para mí el entrañable hermano que nunca había tenido; una
verdadera bendición. No me detenía demasiado a pensar en el hecho de que, a
pesar de que nos habíamos convertido en buenos amigos, aquel apuesto
muchacho no había hecho jamás ninguna insinuación a la bella jovencita que yo
era en aquel entonces.
En ocasiones recordaba lo que, un tiempo atrás, Piero había dicho sobre
Francesco y los hombres que amaban a otros hombres o «florenzers». Sea como
fuere, aquello me parecía un dato irrelevante. Francesco se había convertido en
un amigo, en un hermano y en un tío afectuoso. Eso, en definitiva, era lo
importante.
Una cruda noche de invierno, cuando Leonardo dormía en su cuna,
Francesco se escabulló de la casa y vino al establo con una brazada adicional de
leña para nuestro fuego. Mientras él se afanaba en calentar un poco nuestra
precaria estancia, advertí que estaba preocupado, de modo que mientras él
atendía el fuego, yo me concentré en sonsacarle los motivos de su preocupación.
—Mi hermano se ha convertido en una persona insufrible —reveló—. Aún
está locamente enamorado de vos, lo sabíais, ¿no es cierto? —me abstuve de
responder—. Todos los que vivimos con él hemos reparado en ello.
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué prometió que se casaría conmigo cuando sabía
perfectamente que no se lo permitirían? —le pregunté.
—Nuestro padre es un hombre frío y sin compasión. Golpea a su mujer a su
antojo y con frecuencia. Ha educado a sus hijos, incluso a Piero, su preferido,
con los puños. —Francesco parecía sorprendido por su propia confesión. Sus
palabras brotaban con absoluta naturalidad—. Piero creyó que, cuando
consiguiera abrirse camino solo como notario, podría liberarse del yugo paterno.
Soñaba con formar una familia lejos de aquí, quizás en Florencia. Una familia
digna y honrada. Muy distinta a la nuestra.
Avergonzado, Francesco removía el fuego con una rama de sarmiento.
—De todos modos, creo que Piero no calculó bien sus fuerzas, ni sus
agallas… ni, tampoco, para el caso, la ira que sus pretensiones provocarían en
nuestro padre. «¡Siempre pensé que estabais en vuestro sano juicio, al menos en
parte!», le gritó a Piero la noche en que anunció que se casaría contigo.
«¡Vuestros ridículos sueños…!» —a Francesco parecía divertirle su imitación—.
«¡¿Cómo podéis haber sido tan estúpido de creer que seríais capaz de prosperar
en nuestra sociedad contrayendo matrimonio con una niña del pueblo sin
ninguna dote?! ¿Qué diablos estabais pensando? ¿Acaso habíais creído que no os
desheredaría…?».
—Francesco, y ¿qué es lo que pensaba Piero? —pregunté en voz baja.
—Piero os amaba, Caterina, y realmente deseaba diferenciarse de su padre.
Hoy… —De golpe se detuvo, como si no pudiera continuar, pero le dirigí una
mirada suplicante para que acabara con lo que había comenzado a decir y, al
final, continuó—. Hoy el amor que sentía por vos se ha convertido en amargura,
incluso diría que en rencor. El hecho de que estéis cerca pero seáis inalcanzable
está acabando con él. Y a su esposa la enfurece que la mujer que Piero realmente
ama, aunque no pueda tocarla, viva en el establo de la casa con su hermoso y,
sobre todo, único hijo, mientras que nada de lo que intenta con ella parece
embarazarla.
Lo que decía Francesco era cierto. En ocasiones, oía a Piero y a Albiera
desde su habitación. A través de su ventana, me llegaban los tristes gruñidos de
él y el apenado gimoteo de ella. Sin embargo, percibí que conforme se sucedían
los meses y la criada continuaba llevando a la lavandería los paños higiénicos de
Albiera, el ambiente en la casa se iba enrareciendo.
Francesco sacudió la cabeza con expresión taciturna, y yo lo abracé.
Irónicamente, sus malas noticias, me habían provocado una extraña sensación de
felicidad y ligereza.
—De modo que Leonardo y yo estamos mejor en este hediondo establo que
en vuestra lúgubre casa —señalé.
—Aquí, al menos, nos tenemos el uno al otro —observó intentando sonreír.
—¡Tío Ceceo!
Al volvernos, vimos el destello en la mirada de mi hijo que había asomado la
cabeza por encima del barral de su cuna y sonreía encantado. Arrojó su manta al
suelo y, riendo, ordenó:
—¡A jugar!
Capítulo 5
Aquellos dos años de amargura sostenida acabaron de golpe, una noche en que
me ordenaron que acudiera a la casa. Los Da Vinci estaban cenando en el
comedor, tal como los había encontrado el día en que me había presentado ante
ellos sin previo aviso para exigirles que me permitieran amamantar a mi hijo.
Sin embargo, aquel día noté que me estaban esperando, con la postura rígida
de siempre y una expresión adusta, como si les hubieran servido trapos sucios
para cenar. El único que había envejecido visiblemente era el abuelo de Piero. Se
veía frágil y delgado, y en sus ojos brillaba la demencia senil que, según había
revelado Francesco, se había apoderado de él en los últimos dos años.
Encontré a Piero, una vez más, miserablemente encogido a la sombra de su
padre, como un niño pequeño. No decía una palabra, pero me miraba con una
mezcla de furia e impotencia. Francesco, por su parte, parecía implorar mi
perdón por lo que estaba a punto de suceder.
—Me informa mi esposa —comenzó Antonio Da Vinci— de que el hijo de
Piero ya no necesita de una nodriza.
—Aún tengo leche —me apresuré a responder—, y a Leonardo, cuyo
nombre veo que insistís en eludir, parece encantarle. Muchos niños toman el
pecho hasta la edad…
—No he acabado —me interrumpió don Antonio con aspereza—, y
obedeceréis las reglas que establecí el día en que vinisteis a vivir bajo nuestro
techo, a comer nuestra comida y a calentaros con nuestra leña: hablaréis
únicamente cuando os hablen, de lo contrario, guardaréis silencio y os mostraréis
respetuosa —apretó los dientes con tanta furia que pensé que le estallarían las
mandíbulas—. Tengo entendido que la infertilidad de mi nuera puede tener
causas que no son estrictamente biológicas.
Me quedé atónita. Muda. Siempre había esperado lo peor de esta familia,
pero nunca había imaginado una acusación tan sórdida como aquélla.
—Después de todo, sois hija de un boticario y tenéis conocimientos de…
—No hace falta una palabra más, señor Da Vinci —dije reuniendo valor,
interrumpiéndolo con toda intención—. Me acusáis de un crimen muy serio.
¿Tenéis alguna prueba?
—¡Claro que tenemos pruebas, infame prostituta! —berreó el abuelo de
Piero con el grito agudo de un poseído.
—La criada de Albiera ha descubierto hojas de menta en el fondo de su copa
—reveló don Antonio—, y, según me dicen, la menta puede provocar el aborto.
—¿Y cómo se supone que he colocado dichas hojas en la copa de Albiera, si
no tengo permiso siquiera para acercarme a vuestra casa?
—Una muchacha pecaminosa y artera como vos, siempre podría…
—Seré artera y pecaminosa —lo interrumpí con un tono glacial—, pero no
soy idiota. Cualquiera que sepa emplear la menta, sabrá que el alcohol del vino
neutraliza su principio activo. De haber querido emplearla con ese fin, más me
valdría haberla molido y puesto en su sopa.
—¡Tenéis malos pensamientos acerca de mí todo el tiempo! —me acusó
Albiera—. ¿Quién necesita de una hierba con vuestros maleficios y los de
vuestro padre?
—La única maldición que pesa sobre vos —dije con absoluta serenidad—, es
vuestra propia frigidez. Os envenenáis a vos misma con odio y celos y, luego,
me culpáis a mí por ello.
Albiera se volvió hacia Piero.
—¡Ordenadle que se calle! —espetó—. ¡Ahora mismo!
Piero se puso lívido y el labio inferior comenzó a temblarle.
—Piero… —lo amenazó su abuelo.
—No os dirigiréis a mi esposa de ese modo —dijo Piero por fin con voz
tenue; tan tenue, de hecho, que su padre se sintió avergonzado.
—No habrá necesidad de disculpas ni confesiones —señaló don Antonio
volviéndose hacia mí— pues abandonaréis vuestras habitaciones de inmediato.
Marchaos de esta casa.
—¿Mis habitaciones? —repetí—. ¿Os referís al hediondo e infestado rincón
del establo al que habéis desterrado a vuestro propio nieto?
Entonces don Antonio se quedó inmóvil. De haber estado más cerca de él,
sin duda, me hubiera abofeteado.
—En cuanto a mi único nieto, no consideréis siquiera un instante la
posibilidad de llevároslo.
De modo que, a continuación, la que se quedó inmóvil fui yo. La sorpresiva
acusación con que me habían enfrentado y la acalorada defensa que me había
visto obligada a improvisar me habían impedido advertir que ésa era la
verdadera razón por la que me habían convocado. Querían apartarme de
Leonardo por segunda vez.
—Si dentro de una hora no os habéis marchado, solicitaré la presencia de las
autoridades de la Iglesia. Seréis acusada de brujería y de urdir maquinaciones en
contra de nuestra familia.
Entonces reparé en la sórdida sonrisa que alumbraba el rostro del anciano.
—Padre —terció Francesco con voz contundente y serena—, sabéis
perfectamente bien que se trata de una acusación falsa.
Don Antonio clavó la vista en aquel hijo que, lejos de traer el honor a la
familia, les había granjeado rumores que lo acusaban de sodomía y herejía.
—Leonardo parece crecer feliz junto a Caterina —continuó Francesco,
dueño de un aplomo del que nunca le hubiera creído capaz—. Si ella se marcha,
¿quién se hará cargo del pequeño?
—La cocinera —fue la lacónica respuesta de don Antonio.
—¿La cocinera? —repitió Francesco—. La cocinera apenas dispone de
tiempo suficiente para sus tareas…
—¡Silencio! —rugió don Antonio descargando semejante puñetazo sobre la
mesa que hizo temblar la vajilla—. Marchaos —ordenó sin molestarse en
mirarme—. No queremos volver a veros en esta casa nunca más —se volvió
hacia su esposa—. Que traigan el plato principal.
Capítulo 6
* * *
* * *
Lo mejor de la infancia de Leonardo fueron sin duda las visitas a casa de su
abuelo materno. Cuando se hizo mayor y estuvo en edad de razonar, mi padre lo
llevó a la botica para que aprendiera todo lo que necesitaba saber sobre plantas
medicinales. Yo había interrumpido mis propios estudios cuando había
abandonado la casa de mi padre, a los quince años, de modo que aproveché la
ocasión para retomarlos estudiando junto a mi hijo.
Nos lanzamos con gran entusiasmo a los libros y manuscritos que mi padre
atesoraba. Ninguno de los miembros de la familia Da Vinci llegó a saberlo, pero
Leonardo acabó aprendiendo muy bien el latín, e incorporó incluso algunas
nociones de griego. Cuando veía a mi padre enseñándole filosofía, geometría y
geografía, tal como lo había hecho conmigo cuando tenía su misma edad, no
podía evitar sonreír conmovida.
Leonardo era zurdo, lo cual, de haber tenido una vida más pública, lo habría
convertido en hereje o seguidor del propio Satán. Los tutores que habían
contratado para él los Da Vinci eran más bien primarios, y lo visitaban tan sólo
unas pocas veces a la semana. Fue para complacer a dichos señores que
Leonardo tuvo que aprender a escribir con la mano derecha, de modo que al final
se convirtió en ambidiestro.
Mi padre, Leonardo y yo podíamos pasarnos horas con un simple pasaje de
La Odisea. Mi hijo, siempre de pie, representaba todos los papeles él mismo. Lo
que más le gustaba eran los monstruos y, gracias a su prodigiosa imaginación,
exageraba y embellecía las descripciones que hacía Homero de lugares, criaturas
y fenómenos fantásticos de un modo tal que, a partir de entonces, no he vuelto a
sentirme del todo satisfecha con la versión más contenida y recatada del gran
autor griego.
La labor de Leonardo en el huerto de plantas medicinales de mi padre era
extraordinaria. Mi hijo era un jardinero incansable al que le fascinaba ver cómo
iban cambiando las plantas conforme se sucedían las estaciones. Lo que más le
gustaba era plantar una semilla y verla brotar. Corría al almacén con brillantes
informes sobre el crecimiento de sus plantas: «¡Mamá, abuelo, venid a ver! ¡La
dedalera ha crecido más de dos centímetros en una noche! Si tan sólo pudiera
quedarme aquí, me tumbaría junto a ella con una vela y la miraría crecer…».
No obstante, todos sabíamos que Leonardo nunca podría quedarse a dormir
en casa de su abuelo. Por más desinteresados que pareciesen los abuelos Da
Vinci, habrían enloquecido de furia de haber sabido la influencia que ejercíamos
sobre su nieto.
El día en que mi padre abrió a Leonardo la puerta de su laboratorio de
alquimia, oculto en la tercera planta de casa, fue mágico. Pareció fascinarle que,
siendo apenas mayor que él, su madre se ocupara sola del horno de atanor. La
necesidad de mantener aquello en secreto le atrajo y, en aquel mismo instante,
decidió que tendría sus propios lugares secretos. De pronto, tenía escondites en
cada planta de la casa, y yo intuía que también los tenía en el huerto. Adoraba
sus escondites, y en ellos ocultaba pequeños tesoros que traía consigo de
nuestras expediciones a la campiña, como por ejemplo el cráneo de un roedor
muerto o la piel de una víbora, o bien extraños regalos que obtenía del
laboratorio, tales como pepitas de cinabrio o de plata.
Además de ser extraordinariamente inteligente, mi hijo era un bromista.
Cuanto más conseguía asustar a mi padre o a mí, más se divertía. Un día en que
estábamos los tres en el laboratorio, Leonardo gritó para que nos volviéramos.
En cuanto nos dimos la vuelta, vimos que sostenía un vaso de vino sobre un cazo
con aceite hirviendo. Ni siquiera hubo tiempo de que gritáramos «¡no!». Arrojó
el vino en el cazo, provocando una espectacular llamarada multicolor con la que
estuvo a punto de incendiar toda la casa.
Aquello le valió un buen castigo: pasó un mes sin entrar al laboratorio de mi
padre. Sin embargo, según confesó más tarde disimulando una sonrisa, nuestra
cara de espanto había hecho que el castigo valiera la pena.
En otra oportunidad, lista para irme a descansar, descorrí las sábanas de mi
cama y encontré un asqueroso animal de ojos colorados sobre mi almohada.
Solté un grito y salté hacia atrás con tanta vehemencia que caí al suelo. Recobré
la cordura y volví a acercarme a la cama, gateando a cuatro patas, segura de que
aquello era obra de mi entrañable y perverso hijo. Lo observé con cuidado y
comprendí que aquel animal era una creación de Leonardo. Para fabricarlo,
había combinado miembros de murciélagos, lagartos y serpientes disecadas.
Algunas de las extremidades del pequeño «dragón» permanecían inmóviles,
mientras que otras tenían movimiento, como por ejemplo el pecho, donde
Leonardo había dispuesto una colección de grillos, escarabajos y langostas que
saltaban alegremente dentro de un frasco. Algo parecido había hecho con los
ojos de la bestia, en los que había colocado dos escurridizos ciempiés, escogidos,
según deduje, por su brillante color rojo.
Alarmado por mis gritos, mi padre vino corriendo a mi habitación. A pesar
del susto inicial, me encontró riendo a carcajadas y, un instante después, reía
igual que yo. Leonardo era un ángel y un demonio. Era único.
No le impusimos ningún castigo por el monstruo en mi cama, pero le
hicimos prometer que no habría más bromas que pudieran matar de un susto a su
madre o a su abuelo.
«Entretanto, los dibujos de Leonardo, que al principio eran simples pero
precisos, se volvieron más complejos. Quizás incluso diría sobrecogedores. Lo
que mejor le salía, y más dibujaba, eran criaturas vivientes, más aún que los
objetos inanimados, como casas o puentes. Dibujaba insectos con gran precisión;
lo cautivaban su aspecto extraño y la simetría de su anatomía. Sus dibujos de
perros, gatos y caballos eran sumamente vitales y, en cierto modo, daban cuenta
del amor que sentía por todos los seres de nuestro mundo».
Sin embargo, no fue sino hasta que comenzó con los bocetos de rostros
humanos (para los que recurría a su abuelo, a Francesco o a mí) que
comprendimos el verdadero alcance del talento de Leonardo. Aquellos días
empezamos a preguntarnos qué debíamos hacer al respecto.
Francesco reveló que, cuando su hermano se dignaba visitarlos en Vinci,
solía jactarse de sus nuevas amistades florentinas. Entre ellas, había miembros
del Gremio de los Notarios, varios mercaderes y, también, un artista, dueño de
una bottega que recibía cada vez más encargos del más importante de los
Medici. Un tal Andrea Verrocchio.
En el transcurso de los últimos diez años, yo prácticamente no había tenido
trato alguno con Piero. Por otra parte, todo lo que sabía de sus iniciativas como
padre me hacía despreciarlo aún más. La regla general de la época establecía que
los hijos ilegítimos tenían prohibido asistir a la universidad o desempeñarse
como aprendices en cualquier oficio vinculado a la ley, de modo que nuestro hijo
no reunía las condiciones para convertirse en notario de la República como su
padre. A pesar de ello, Piero no hacía ningún esfuerzo para asegurarse de que su
hijo aprendiera un oficio; además, claro está, de que lo ignoraba por completo.
Quizás estuviera demasiado ocupado escalando posiciones en la sociedad
florentina o intentando, también sin éxito, concebir un hijo con su segunda
esposa, puesto que Albiera había muerto.
La actitud que había adoptado Piero en relación con el futuro de su hijo me
enfurecía, pues sabía que, sea como fuere, la familia Da Vinci nunca permitiría
que Leonardo se formara como boticario con su abuelo. Apenas aceptaban que
pasase un rato en la tienda. Comencé a soñar que atacaba a Piero con un estoque
y que la sangre manaba de su nariz y de su boca bañando su rostro, todavía
apuesto. Me despertaba con las mejillas bañadas en lágrimas y la mandíbula
dolorida de tanto apretar los dientes.
Una tarde, cuando Leonardo ya se había marchado, mi padre se sentó a mi
lado y me dijo:
—Caterina, sé que estás preocupada y comprendo tus razones.
—Entonces comprenderéis también que se trata de un problema sin solución
—me quejé, afligida.
—Hay una solución, pero para intentar llevarla a cabo tendrás que ir a hablar
con Piero.
Me eché a llorar, presa de la frustración, pero mi padre, en vez de
estrecharme entre sus brazos o intentar consolarme, esperó a que recobrara la
calma y continuó:
—Para poder enfrentarlo, tendrás que mostrarte fuerte, de lo contrario te
intimidará. Sabes perfectamente bien la propuesta que has de hacerle en nombre
de Leonardo. Prepárala con esmero y escoge las palabras con sumo cuidado. No
caigas en la tentación de discutir con él, pues eso sólo servirá para enfadarlo. No
debes permitir, en ningún caso, que te haga sentir una muchacha insignificante.
El futuro de tu hijo depende de ello.
* * *
¡Oh, madre…!
Prácticamente no tengo palabras para describiros mi nueva vida. Si bien echo de
menos algunas cosas, como por ejemplo a vos, al abuelo, al tío Francesco y, también,
la campiña, me siento como un navegante de La Odisea que ha desembarcado en el
Paraíso. No es la ciudad de Florencia lo que me fascina; a decir verdad, casi no he
atravesado el portal de la bottega. Trabajamos sin cesar. Me he hecho amigo de los
demás aprendices, y adoro al maestro Verrocchio. Es un buen hombre y un excelente y
respetado Maestro. Creo que si lo conocierais, estaríais de acuerdo conmigo.
El taller tiene el ritmo frenético de un panal. Los aprendices y oficiales solemos
correr de aquí para allá o entregarnos a nuestro trabajo con la cabeza gacha y una gran
concentración. Siempre hay cosas que hacer. Hasta hace poco, era simplemente un
ayudante que barría el suelo, fabricaba pinceles y molía los colores. Pero ahora he
comenzado a trabajar pura y exclusivamente como aprendiz y, a pesar de que soy muy
joven, el Maestro delega en mí muchas responsabilidades. Dice que aprendo deprisa y,
en voz baja, le he oído decir que me intuye dueño de cierta grandeza. He aprendido a
disponer las figurasen un plano, a dibujar la cabeza de un hombre y a emplear la
técnica de la perspectiva. Además, me he convertido en un experto en el dibujo… ¡del
desnudo!
Al principio, para no desperdiciar el papel, que es tan caro, trabajaba en punta de
metal sobre una tabla de madera preparada con una imprimación específica. Pero
ahora realizo mis dibujos en papel y, con un poco de suerte, pronto podré empezar a
utilizar colores. Estoy aprendiendo, también, a hacer figuras de barro. Mi tema
predilecto son los caballos. He hecho muchísimas figuras de caballos, y el Maestro las
encuentra extraordinarias.
Hoy, por primera vez, colaboré con un boceto. En el boceto, el Maestro traza,
sobre papel, el contorno de la figura que, después, aparecerá en la pintura. Un
aprendiz —¡en este caso yo mismo!— hace pequeños agujeritos en el papel,
utilizando un estique, y siguiendo los trazos del Maestro. A continuación, colocamos
el boceto sobre una tabla de madera previamente preparada, y la espolvoreamos con
carbonilla. El polvo oscuro se filtra a través de los agujeritos y, cuando retiramos el
boceto, ¡la figura ha quedado perfectamente delineada sobre el panel de madera!
Los aprendices estamos sujetos a las órdenes estrictas de nuestro Maestro, pero
esto no es un problema para mí, pues le adoro. Es un hombre de buen corazón,
generoso y trabajador. Nunca, jamás, se deja llevar por la indolencia. Siempre tiene
una tarea entre manos, y espera lo mismo de nosotros.
Aún mantiene a su familia, de modo que no tiene más remedio que ser así de
industrioso; sin embargo, tengo la impresión de que su trabajo le produce una gran
alegría, y quizá por eso la bottega sea un lugar tan agradable. No es ningún secreto, ni
siquiera entre los más jóvenes, que el Maestro es hijo ilegítimo y que, en su infancia,
tuvo la mala fortuna de matar a un niño en un accidente. Fue juzgado y encarcelado
durante un tiempo. Luego lo dejaron en libertad pero, al año siguiente, falleció su
padre. De modo que sus comienzos también han sido difíciles. Acaso por eso sea tan
amable conmigo.
Mi padre nunca viene a verme. Está muy ocupado trabajando para una gran
cantidad de conventos. Pero no me importa. Estoy muy a gusto aquí con mi nueva
familia, aunque os echo de menos; vosotros sois mi verdadera familia.
Vuestro hijo,
Leonardo
No me avergüenza aceptar que, tanto esta carta como todas las demás que me
envió contándome los sucesos de su nueva vida, me hicieron llorar. Desperdicié
una gran cantidad de costosísimo papel reescribiendo las cartas que sin querer
borroneaba con mis lágrimas. Estaba decidida a no escribirle otra cosa que no
fueran palabras alegres, y aquellos borrones me hubieran delatado. Creí que el
tiempo borraría la desgarradora herida de su partida, pero me equivoqué. El paso
de los meses y años sólo hizo que el abismo que había en mi interior se llenara
de amargura y conmiseración.
Un día de primavera, cuando se cumplían tres años de la partida de
Leonardo, fui a preparar un bálsamo para el sarpullido de la señora Carlotti y, en
vez de utilizar las curativas hojas de caléndula de siempre, cogí por error las de
la venenosa belladona. De no haber sido por el ojo atento y el olfato de mi padre,
que se lo acercó a la paciente desde el otro lado del mostrador y enseguida lo
recuperó alegando que era preciso prepararlo con plantas más frescas, la pobre
mujer habría sido víctima de una muerte espantosa.
Cuando, más tarde, mi padre vino a comentarme aquel error, comencé a
temblar violentamente, como si una feroz tormenta de nieve me hubiera
sorprendido desnuda en los Alpes. Se me aflojaron las piernas y me desplomé al
suelo. Pero no lloraba; ya no me quedaban lágrimas.
Mi padre me ayudó a ponerme de pie. Subí las escaleras, rehusando
apoyarme en él, y me dirigí a mi habitación, donde permanecí, tumbada sobre mi
cama e inmóvil como un cadáver, lo que quedaba del día y toda la noche. El
desprecio que sentía por mí misma y por el tipo de vida que llevaba me tenía
paralizada.
La idea vino a mí con las primeras luces de la aurora. Al principio, no fue
más que una imagen de la diosa egipcia Isis, cuyo esposo, Osiris, había muerto
en el campo de batalla a manos de su cruel hermano, que luego lo había
despedazado para, finalmente, desparramar sus restos por todo el mundo. Isis, no
obstante, amaba tanto a su esposo que fue en busca de todos sus restos, los
volvió ajuntar uno por uno y, por fin, hizo que su cuerpo volviera a vivir. Me
preguntaba a dónde había ido a parar mi audacia; porque, si mal no recordaba,
alguna vez había sido una mujer audaz. ¿Estaba en condiciones de recuperar
aquella virtud?
Me vestí y anduve por el sendero que bordeaba el río hasta alcanzar las
colinas. Al llegar a la cascada, me desnudé y me lancé al torrente de agua gélida
procedente de las montañas todavía nevadas. El golpe de frío me arrancó un
grito que nació en lo más profundo de mis entrañas, un grito que contenía todo
mi dolor y toda mi furia. Allí me quedé, bramando y esperando a que Isis
infundiera a la triste y abatida mujer en que me había convertido el valor
necesario para hacer lo que debía.
Y eso es precisamente lo que hizo. Isis, diosa del mundo, creadora de la vida
y del amor, oyó mi plegaria. Vino a mí y me trajo lo que necesitaba y más,
mucho más de lo que jamás podría haber imaginado.
Aquella noche, visité a mi padre en su laboratorio y le hablé de mis planes.
Leonardo se encontraba viviendo en Florencia como aprendiz en la bottega
del maestro Verrocchio. El único miembro de la familia que tenía a su alcance
era su padre, un hombre frío que, además, no le quería. Yo intuía que Piero
incluso lo despreciaba; no veía en Leonardo más que un recordatorio, una
implacable proclama del más importante de sus fracasos: no había podido
engendrar un hijo legítimo con ninguna de sus dos jóvenes esposas. Su único
hijo era el bastardo que había tenido con una muchachita que en ningún caso
convenía a su ilustre y ambiciosa familia. Por tanto, al menos en aquella ciudad,
Leonardo era huérfano.
Mi hijo necesitaba a su verdadera familia. Me necesitaba a mí. De modo que
me trasladaría a Florencia y abriría una botica. Si vendía los anillos de mi madre,
tendría suficiente dinero para alquilar una tienda pequeña durante un buen
tiempo, hasta que el negocio se afianzara.
Mi padre tomó asiento en un taburete que había junto al horno de atanor y
cerró los ojos. Agachó la cabeza y guardó silencio durante lo que, al menos a mí,
me pareció una eternidad. Necesitaba oír cuanto antes la opinión del más
importante de mis confidentes y tutores, del más admirado de mis sabios.
Sujetaba ligeramente sus rodillas con las manos, y en las puntas de sus dedos se
adivinaban las manchas de las esencias de hierbas y de los minerales calientes
que solía manipular. Por fin, me dijo:
—Sin duda, estás capacitada para trabajar de boticaria, pero no me gusta la
idea de que vivas sola en esa ciudad. Siempre me ha parecido que Florencia es el
peor de todos los sitios para una mujer.
—Pues no tendré más remedio que apañármelas —repuse con brusquedad,
decepcionada por su respuesta.
En su rostro, no obstante, reconocí la expresión consternada que se
apoderaba de él cuando ponderaba los misterios más profundos o los más
complejos cálculos matemáticos.
—¿Qué tal si vas a Florencia… —hizo una larga pausa que acompañó con un
gesto grave—, con el aspecto de un hombre?
—¿¡Con el aspecto de un hombre!?
—De un hombre, sí; de un hombre joven… —Me dio la impresión de que
hilaba los pensamientos al mismo tiempo que las frases—. Ahora tienes treinta y
un años; disfrazada, tendrás el aspecto de un muchacho de veinte. Por suerte, los
hombres de hoy no se dejan crecer la barba —tenía la mirada clavada en mí—.
Eres muy alta, de modo que la altura no te delatará. Aunque sí tendrás que
aprender a hablar con una voz más grave.
Yo lo miraba boquiabierta, aunque, a decir verdad, sentía crecer en mí el
entusiasmo.
—Veinte años es poco para un boticario —observé—, pero siempre puedo
alegar que estoy preparando la tienda para un tío que está en camino —el resto
de la historia, de golpe, estaba perfectamente claro—. Al cabo de un tiempo, mi
tío podría enfermar y luego morir… Claro que, para entonces, ya me habría
ganado la confianza de los clientes de la botica.
De repente, me dio la impresión de que mi padre comenzaba a vacilar, como
si en aquel preciso instante cayera en la cuenta de que su idea era algo
descabellada. Me senté en un banco a su lado y lo cogí de la mano.
—¿Cómo voy a aprobar una cosa así? —me preguntó con tono solemne.
—¿Aprobáis que esté separada de mi hijo y que pierda el rumbo en vuestras
narices? ¿Aprobáis este interminable dolor?
—Caterina…
—Es la única manera. No puedo pediros que abandonéis Vinci y, tenéis
razón, en Florencia una mujer sola no puede gozar de una vida libre y plena.
Sería una locura…
Cerró los ojos una vez más, como si procurara asimilar la barbaridad de lo
que elucubrábamos. Un momento después, anunció con voz tenue:
—Poseo una casa en Florencia.
—¿Cómo?
—Es un legado de Poggio —explicó con el ceño fruncido—. Han pasado
tantos años que lo había olvidado. Cuando mi maestro murió, me dejó la botica
de su difunto padre y la vivienda situada encima de ella. Nunca se me pasó por
la cabeza la idea de habitarla, como así tampoco la de venderla. Durante años, ha
estado desocupada. Si aún está ahí, imagino que será una ratonera.
—¿Escribiréis para averiguar en qué condiciones se encuentra? —pregunté,
absolutamente sorprendida por el golpe de suerte.
Mi padre no respondió de inmediato, pero para entonces yo estaba
absolutamente decidida a lanzarme a la aventura.
—Padre, os lo suplico. Me amáis tanto como yo amo a Leonardo. ¿Cómo
podéis negaros?
Al final no se negó, de modo que comenzamos a tramar aquel descabellado
plan de inmediato.
* * *
Nos decidimos por la guisa de un joven erudito, lo cual sugería una túnica de
cuello redondo y tablas en los hombros, que caía recta y suelta hasta las rodillas.
Debajo, llevaría la camisa y las calzas y, en los pies, unas zapatillas de fieltro, de
punta redondeada, con una correa sobre el empeine. Tendría que vendarme el
pecho.
La angustia de los últimos tres años me había hecho perder el apetito por
completo, de modo que las sinuosas curvas de mi cuerpo se habían ido
disimulando. Tenía el rostro afilado, y los únicos músculos que ejercitaba y que
aún permanecían firmes y saludables eran los de mis piernas.
Mis pechos, que alguna vez habían sido pulposos como dos grandes naranjas
españolas, eran ahora algo más discretos, de modo que podría disimularlos sin
demasiado esfuerzo. La tía Magdalena me había ofrecido su ayuda pero yo me
había negado, pues necesitaba aprender a ponerme y a quitarme el largo jirón de
algodón que utilizaría como vendaje por mis propios medios. Después de todo,
viviría sola.
Irónicamente, mi cuerpo había dejado de funcionar como el de las demás
mujeres. Mi menstruación había cesado, como diciendo: «¿Para qué tomarme la
molestia, si ya no me necesitas?».
A pesar de mi entusiasmo, cortarme el pelo me produjo una sensación
extraña y más bien desagradable. Dejé que mi padre se encargara de eso y,
cuando lo hizo, cuidó de que mi pelo tuviera la forma y el largo del de un paje,
es decir, apenas rozando los hombros. Así llevaban el pelo los jóvenes eruditos
en aquel entonces; lo habían copiado, a su vez, de los cortesanos. La elegancia
de mi corte de pelo, en cualquier caso, quedaba oculta bajo el birrete, alto y
chato, que remataba el disfraz. Era un precio razonable a cambio de salirme con
la mía y hacerme pasar por hombre.
Al final, mi aspecto emulaba efectivamente el de un hombre joven. Si me
hubieran afeitado la cabeza y vestido con una túnica marrón, de hecho hubiera
sido un clérigo perfecto.
Claro que yo, en realidad, era una hereje.
* * *
* * *
Aquella mañana, abandoné el único hogar que había conocido. Dejé atrás a mi
padre, la casa en la que había nacido, una aldea de montaña en la que había
recibido primero el amor y después el desprecio de los vecinos y, por último,
abandoné allí mi sexualidad. No me cabía ninguna duda de que, de todo aquello,
lo que más echaría de menos era a mi padre. La casa era simplemente una casa.
Vinci, como cualquier otro pueblo de montaña, estaba repleto de gente que tenía
la misma inclinación a la bondad que a la crueldad. Y en cuanto a mi sexualidad,
era cierto que por intermedio de ella había obtenido a Leonardo, pero, aparte de
eso, ¿cuándo me había dado alguna satisfacción?
Por más triste que estuviera, en el fondo me sentía agradecida. La naturaleza
me había obsequiado con un día cálido, unas pocas nubes dispersas y una brisa
que refrescaba mi mente. Recorrí el escarpado sendero que me alejaba de la
iglesia en lo alto de la colina, del castillo con su antigua muralla y del caserío al
que llamaban Vinci, preguntándome si realmente estaba en mis cabales. «¿Y si
todo esto es producto, únicamente, de un melancólico desequilibrio?».
No. No podía ser. Mi padre nunca lo habría consentido.
Y, sin embargo, el viejo burro que tiraba del carro parecía pensar que aquello,
en efecto, era una locura. El pobre Jenofonte, de cuya boca yo tironeaba con las
riendas, iba amarrado a un carro destartalado y se quejaba de su pesada carga.
Cuando por fin salió el sol y pudo verme, lo imaginé preguntándose: «¿Quién es
este extraño que posee el olor de mi ama y el aspecto de un muchacho?».
Mi atuendo de hombre era doblemente incómodo. Por un lado, la áspera
túnica de lana color gris, con el cuello blanco de la camisa apenas asomando por
encima, me hacía sentir enclaustrada y, por otro, y mucho peor, tenía pavor de
que aquel disfraz no cumpliera con su cometido; es decir, de que acabaran
descubriendo que era una simple mujer, procedente de la Toscana, decidida a
cambiar de sexo y a afincarme en la gran ciudad, no sólo como hombre, sino
como hombre de negocios.
Pero allí estaba. No había vuelta atrás. Y, sinceramente, creo que entonces
apenas comprendía el alcance de la aventura en la que me había embarcado.
El camino en dirección este, que conducía de Vinci a Florencia, por la ribera
sur del río, atravesando Empoli y La Lastra, era mucho mejor que el que
comunicaba ambas ciudades por el norte, puesto que este último apenas podía
ser transitado por un caballo. El camino a Florencia estaba abarrotado de
granjeros que llevaban sus cosechas a la ciudad, y también de mercaderes con
cargamentos de lana y seda procedentes del puerto de Pisa. En definitiva, en
ningún momento del viaje estuve sola.
Algunos viajeros, sobre todo los granjeros, se mostraban sumamente
amables. Querían conversar o, mejor dicho, cotillear. Buscaban una noticia,
cualquiera, no importaba el pueblo del que uno viniera. Como todavía me sentía
nerviosa y poco preparada para lanzarme al mundo como hombre, fingí una gran
timidez y, en vez de ponerme a conversar con ellos, los saludaba, les sonreía e,
inmediatamente después, agachaba la cabeza como si estuviera enfrascada en
mis propios pensamientos.
Cuando comenzó a ponerse el sol, supe por el mapa trazado por mi padre, y
también por mis propios cálculos, que había recorrido dos tercios del camino a
Florencia. Aparté el burro y el carro del camino, y me dispuse a pasar la noche
bajo un árbol, sobre un jergón improvisado, y sin encender ningún fuego.
Aunque me sentía exhausta, casi no conseguí dormir, de modo que las primeras
luces del amanecer me encontraron nuevamente en camino.
Entre un resoplido y otro, el burro sorteó el recodo de un río, y por fin me
topé con la imagen más asombrosa que había visto en toda mi vida: la ciudad de
Florencia. Justo en medio de un mar de tejados rojos, se alzaba la catedral con su
monumental cúpula flanqueada por tres altísimas torres. Era un espectáculo tan
sobrecogedor que incluso el burro, por más cansado que estuviera, pareció
perplejo.
Alenté a Jenofonte a continuar. Aquella imagen multiplicó mi entusiasmo
hasta tal punto que acabó atenuando el vértigo que me tenía atenazada desde que
había salido de Vinci. Conforme nos acercábamos, veíamos aparecer cada vez
con mayor nitidez sus edificios y características principales. La atravesaba un
río, y la ribera norte estaba más edificada que la ribera sur. Su contorno estaba
delimitado por una sólida muralla color ocre, de más de tres metros de espesor,
que aún conservaba algo así como una docena de baluartes.
Un momento después, en las colinas de la ribera sur del río, aparecieron unos
inmensos castillos y, al norte, en el núcleo de la propia Florencia y en medio de
lo que, a la distancia, veíamos como un liso entramado de tejados e iglesias
(debía de haber al menos cien iglesias en la ciudad) vimos que se izaban unas
colosales edificaciones; tan grandes, de hecho, que incluso una casa de tres
plantas se veía diminuta junto a ellas. Intuí que se trataba de los palazzi en los
que vivían las familias más ricas de la ciudad, los nobles y legendarios
mercaderes y, también, los banqueros y notarios cuya verdadera religión, según
había explicado mi padre, era el comercio, y no el catolicismo.
No fue sino hasta que atravesé una parte de la muralla y crucé el río Arno por
el puente del extremo oeste de la ciudad, que caí en la cuenta de que había
llegado la hora de la verdad. Aún estaba a tiempo de dar marcha atrás, de
ahorrarme la humillación, el encarcelamiento y quizás incluso la tortura a la que
me vería sometida si descubrían que era una mujer intentando vivir la vida de un
hombre.
Lo cierto es que, al llegar al borde del Ponte alla Carraia, me detuve. Durante
un breve instante permanecí inmóvil, contemplando el tráfico absorta. Nunca
había visto un puente tan ancho como para que circularan carros en ambos
sentidos. El momento de actuar había llegado. Sacudí las riendas, y Jenofonte se
puso en marcha. Nuestro pesado carro traqueteó hacia delante dando tumbos, y
nos perdimos en la procesión de comerciantes. Nuestra nueva vida en «la ciudad
que lideraba al mundo» había comenzado.
Capítulo 8
En cuanto dejé atrás el bullicio del puente, advertí que en las calles reinaba un
insólito silencio. Tanto las amplias avenidas como las estrechas callejuelas
estaban prácticamente desiertas. Las viviendas, adosadas una a la otra, parecían
muy antiguas, y todas estaban construidas con una arenisca color miel o gris. En
varias casas, la tercera o cuarta planta sobresalía ligeramente hacia la calle, y en
todas las ventanas y galerías se apreciaban vistosas decoraciones. Había
estandartes o banderas de llamativos colores, tapices, emblemas familiares,
largas guirnaldas de flores frescas o, incluso, galones de paño de oro o plata. Lo
que, sin embargo, no veía por ninguna parte era a las «señoritas» que, desde allí
arriba, se suponía que coqueteaban con los caballeros que las miraban desde la
calle. Al menos aquello era lo que mi padre me había explicado de Florencia.
Con un incesante traqueteo, mi burro y yo recorrimos la Via Borgo
Ognisanti, dejamos atrás la iglesia de Santa Trinità, y continuamos nuestra
marcha a través de la calle que bordeaba el río. Al cabo de un rato, nos alcanzó
un fervoroso rumor que provenía de algún sitio no muy lejos de allí. Si a
Jenofonte aquel sonido parecía intimidarlo, a mí me atraía y me aceleraba las
pulsaciones. Se trataba de un rugido sordo que, hasta entonces, nunca había oído,
y que combinaba los gritos y ovaciones de lo que, sin duda, era una enorme
multitud con el estrépito de cientos de cascos golpeando el empedrado.
Nos acercamos un poco más al lugar del que provenía aquel sonido, hasta
que el burro, pasmado, se encabritó con absoluta torpeza y plantó el anca en el
suelo. Aquello era demasiado para él. Habíamos llegado muy cerca de la plaza, y
yo me moría por averiguar qué era lo que provocaba semejante euforia, aunque
sabía que no podría mover a Jenofonte de allí. Aquel carro contenía todas mis
pertenencias. ¿Me atrevería a apartarme de él en una ciudad extraña como
Florencia, repleta de rufianes y timadores?
Tomé una decisión. Desde el puente hasta allí, no había visto un alma en la
calle. Si había ladrones y rateros en aquella ciudad, estarían haciendo su sucio
trabajo entre la muchedumbre que se agolpaba en la plaza, y no en las calles
desiertas. Dejaría mi suerte librada a los dioses, y abandonaría mi carro tan sólo
un momento, lo suficiente como para echar un vistazo a lo que sucedía en la
plaza más grande de la ciudad: la Piazza de Santa Croce. Intenté tranquilizar al
aterrado Jenofonte mirándolo a sus enormes ojos y acariciándole el morro con
suavidad. Luego eché a correr hasta doblar la última esquina.
El espectacular despliegue con que me encontré era mucho más de lo que
jamás podría haber imaginado. Una gran pista de carreras de caballos recorría el
perímetro de la plaza y, en torno a ella, una gran cantidad de espectadores
vestidos con sus mejores galas desbordaba dos enormes tribunas situadas una a
cada lado de la pista. No había un solo rincón de la plaza que no estuviera
ocupado por el público. Era como si toda la ciudad hubiera asistido al evento. A
juzgar por el crescendo de las voces, aquélla era la última vuelta del palio.
Cuando oí que se aproximaba el rugido de los cascos, alcancé a echar un fugaz
vistazo a los propios caballos. Vi sus ojos desorbitados y sus bocas llenas de
espuma. Los jinetes, cuyos vistosos atuendos aludían a un gremio o a un
vecindario de la ciudad, cabalgaban reclinados sobre el cuello de las bestias,
azuzándolas con el látigo o susurrándoles palabras de aliento.
Un momento después, una ensordecedora ovación, que combinaba el clamor
de la victoria y también el de derrota, se apoderó del público. Entonces, los
espectadores saltaron de sus asientos, invadieron la pista en tropel y finalmente
se abalanzaron sobre el caballo ganador.
Yo estaba asustada y me quedé paralizada. El corazón parecía a punto de
salírseme del pecho.
Me sentí realmente tentada de unirme a los festejos, pero mucho mayores
eran mis ansias por descubrir mi nuevo hogar. Volví atrás para recuperar el carro,
y lo encontré allí donde lo había dejado. Las calles estaban atestadas de
juerguistas, de modo que, para avanzar en dirección norte, primero tuve que ir
hacia el oeste. El mapa de mi padre, algo rudimentario, puesto que hacía mucho
que no visitaba Florencia, resultó acertado.
Así, llegué a la Piazza della Signoria, que, a diferencia de las calles a su
alrededor, bullía de actividad. Estaban preparando el lugar para alguna otra
celebración. Ninguno de los trabajadores, entre los cuales se contaban los
carpinteros que construían una tarima bajo la extensa galería del palazzo, desde
el cual se gobernaba la Toscana, unos hombres que colgaban vistosos estandartes
y otros que colocaban altísimos mástiles en unos agujeros situados en el
perímetro de la plaza, reparó en el asombrado joven que pasó por ahí con su
burro y su carro. Se los veía más bien concentrados en su trabajo, conversando,
gritando, intercambiando jocosos insultos o sagaces ocurrencias, lo cual, según
había indicado mi padre, era un pasatiempo que caracterizaba a los habitantes de
la ciudad. Los florentinos se consideraban un pueblo inteligente y perspicaz, que
sabía expresarse muy bien. Incluso entre la gente más humilde, el peor de todos
los pecados era la torpeza intelectual.
En un extremo de la plaza, vi una pila de heno. Me apiadé de Jenofonte y lo
llevé hasta ella. En cuanto comenzó a comer, me entró una acuciante necesidad
de orinar, de modo que reuní todo el valor que pude y me acerqué a un hombre
que estaba a punto de colocar un pesado tablón en la tarima.
—Soy nuevo en la ciudad —dije en voz baja—. Tendría que orinar y…
—¿Tienes que mear? —me preguntó.
Asentí.
—Por allí —indicó apuntando a la pared de un callejón. Me maldije a mi
misma, pues me pareció que mi voz todavía sonaba demasiado femenina.
Fui hasta un extremo de la pared, y me coloqué de espaldas al hombre que,
estaba segura, en ese momento me estaría mirando con suspicacia. Alcé mi
túnica y, del cordel que lo mantenía fijo en mi cintura, solté el dispositivo en
forma de cuerno que mi padre me había fabricado. Sostuve la concavidad bajo
mi entrepierna desnuda, contuve el aliento y, por fin, me puse a orinar. El líquido
que caía en aquella suerte de recipiente pasaba sin problemas y, más importante
aún, sin derramarse, a través de una espita que lo expulsaba hacia la pared, de
modo que imitaba a la perfección el chorro de orina de un hombre.
Supongo que la maniobra satisfizo al carpintero porque, cuando me volví
para regresar al carro, había vuelto a su trabajo. Me acerqué al burro que, para
entonces, se veía complacido.
—Tú has comido —le susurré—, y yo he orinado en la vía pública. Se podría
decir que nuestras primeras horas en Florencia han sido un éxito.
Como en respuesta a mi observación, Jenofonte soltó, desde algún lugar
recóndito de su garganta, un resoplido. Aquello me hizo sonreír. «Es el comienzo
de una gran aventura —pensé—. Estoy en Florencia y, entre esta ingente
multitud, se encuentra la razón por la que he venido aquí: Leonardo…, mi
querido hijo». La colosal cúpula del Duomo, en la plaza de la catedral, me dejó
estupefacta. Me detuve, a su vez, frente al Campanile, y también frente al
Baptisterio al otro lado de la plaza, erigido en aquel mismo sitio por el propio
Julio César, en tiempos de los romanos. La magnificencia de aquellos
extraordinarios monumentos me impulsaba a detenerme a admirarlos, pero la
necesidad de encontrar mi nuevo hogar y de gozar de un instante de privacidad
me incitaron a continuar.
Abandoné la plaza por la Via de Servi y giré a la derecha en la Via Riccardi.
Me encontré en una calle larga y estrecha, pero limpia, de casas de cuatro
plantas. De momento, no había señales de los residuos cloacales que,
supuestamente, corrían por las alcantarillas, ni tampoco de los perros y cerdos
que al parecer salían a hurgar en la basura que la gente arrojaba a la calle por la
ventana de sus cocinas. Aquellas viviendas, al igual que todas las que había visto
en Florencia hasta entonces, estaban construidas con una piedra arenisca de color
marrón claro y gris, y sus fachadas eran uniformes y austeras, como si sus
habitantes prefirieran ocultar la condición rica o pobre de la familia que las
ocupaba. Era un modo absurdo de aparentar una falsa modestia pues,
paradójicamente, aquellas mismas personas eran las que solían afirmar: «Es
mejor ser toscano que italiano, aunque mejor aún es ser florentino».
Por fin llegué al sitio que mi padre había señalado en el mapa y, en efecto, en
mitad de una larga manzana, situada entre una panadería de aspecto próspero y
una residencia que ostentaba una sólida puerta con herrajes de hierro, había una
casa de arenisca gris cuya tienda aparecía tapiada con tablones de madera
podrida. Las ventanas de la primera planta estaban cubiertas del mismo modo, y
la carpintería de madera de las galerías de la tercera y cuarta planta parecían a
punto de derrumbarse sobre mi propia cabeza.
Sin perder un instante, desanduve la misma calle y fui contando las casas con
cuidado hasta llegar a la esquina. La rodeé y guié a Jenofonte hasta la estrecha
callejuela que conducía a la parte posterior de aquellas viviendas. «Casi hemos
llegado, mi amigo», lo alenté. La tapia de las casas vecinas consistía en una larga
pared de mampostería con portales intercalados. Recordé que debía contar, pues
si me equivocaba, entraría en un jardín que no era el mío y provocaría una
incómoda conmoción.
Al cabo de un momento, me encontré frente a la que tenía que ser la puerta
posterior de mi casa y, con gran alivio, comprobé que era lo suficientemente
ancha como para que pasara mi carro. Entonces cogí de un bolsillo en el interior
de mi túnica la vieja llave oxidada que me había dado mi padre, junto con la
escritura de propiedad. La deslicé en el cerrojo e intenté abrir. Estaba claro que
la llave era la correcta, pero no había modo de moverla. Lo intenté una y otra
vez, con todas mis fuerzas, pero estaba claro que la cerradura estaba atascada.
Fue la primera vez, aunque no sería la última, que me descubrí deseando ser un
hombre de verdad y, a ser posible, uno con mucha fuerza.
El burro soltó una suerte de lamento, y estuve a punto de ponerme a gemir
junto con él. Frustrada, di a la puerta una violenta patada y, para mi sorpresa, el
inútil cerrojo cedió y la puerta se abrió de par en par.
Hice pasar a Jenofonte al patio a toda prisa y, de pronto, allí estaba: mi casa y
su descuidado jardín. Fui hasta la puerta interior, y también ésta se abrió con un
rápido puntapié de mi bota.
En cierto modo, me había preparado para vérmelas con la hermandad de
ratas cuya pacífica existencia en aquel momento venía a interrumpir. Algunas se
abalanzaron hacia mí y hacia la puerta con sus repugnantes chillidos, mientras
que otras se escabulleron en la dirección opuesta, hacia el interior de la casa. Mi
padre no se equivocaba, aquello efectivamente era un nido de ratas, aunque, de
momento, no había nada que pudiera hacer al respecto.
Pasé la hora siguiente descargando el carro. Me alegré de que todas mis
pertenencias, embaladas en sólidos cajones de madera, estuvieran a salvo de
aquellas horribles criaturas y, aún me alegró más comprobar que bastaría con
bajar los cajones del carro y luego simplemente arrastrarlos a través de un
sendero pavimentado, aunque apenas visible por la hierba, hasta la rebotica
vacía. Era allí donde las ratas habían instalado su guarida y, a juzgar por la
enorme cantidad de excrementos, supe que eran muchas y que habían estado
viviendo ahí largo tiempo.
Una vez hube terminado de descargar el carro, me aventuré al interior de mi
nueva casa. Abrí sin problemas la puerta que comunicaba la rebotica con la
tienda, pero, con las ventanas tapiadas, lo único que pude ver en su interior fue
que estaba atestada de telarañas. «Entonces, no sólo hay una gran marabunta de
ratas, sino que también tenemos arañas», pensé.
A pesar de la gruesa capa de polvo y de las telarañas que lo recubrían todo,
advertí complacida que la botica del viejo Bracciolini estaba, prácticamente,
intacta. Unas sólidas estanterías recubrían tres de sus paredes, y tenía un amplio
mostrador que atravesaba casi toda la tienda, dejando tan sólo un pequeño
intersticio al final para que pasara una persona. Detrás y también debajo del
mostrador había armarios, y también un cajonero para las semillas.
Pasé la mano por la encimera para quitarle un poco de polvo, y descubrí
fascinada que estaba fabricada en un magnífico mármol, un lujo inaccesible para
mi padre pero perfectamente factible en la botica de Poggio.
Me moría por ver mi nueva tienda a la luz del día, de modo que cogí una
escoba que había traído conmigo y me abrí paso entre las telarañas con el
ademán propio de un mozo que despeja malezas en el campo. Luego cogí la
escoba por el mango, solté el primer tablón del ventanal, que enseguida vi que
era de cristal veneciano (otro capricho del viejo Bracciolini), y el sol invadió
toda la tienda. Repetí la maniobra con todos los tablones, hasta que por fin
arranqué el último. Entonces me encontré con una figura humana pegada contra
el cristal. Fue un horrible susto que instintivamente me hizo dar un brinco hacia
atrás.
El pánico, no obstante, fue sólo producto de la sorpresa, más que del aspecto
de la persona en cuestión, pues se trataba tan sólo de un muchacho de no más de
trece años de edad, con el cuerpo largo y enjuto, y una melena de cabello oscuro
que parecía cortada siguiendo el contorno de un tazón. Sonreía con picardía
como si hubiera logrado su cometido: asustarme. Y me hacía señales con el dedo
para que le abriera la puerta. Recobré el aliento, fui hasta la puerta, descorrí el
pestillo e intenté abrirla, pero una vez más me resultó imposible. Estaba
atascada.
«¡Apartaos!», oí que me decía a través de los tablones de la puerta.
Obedecí y, un instante después, se oyó un fuerte golpe acompañado por el
rechinar de las bisagras. La puerta estaba abierta. De pie, al otro lado, el niño
sonreía satisfecho. Por mi parte, me alegré de que aquella brusca maniobra no
hubiera destruido mi puerta.
—Benito Russo, para servirle, señor —me saludó con una cortés inclinación
del torso. Le devolví el saludo con una reverencia tan varonil como la de él, sin
poder evitar sentirme algo extraña.
—Catón Cattalivoni —me presenté. Benito aún no había cambiado la voz, de
modo que incluso la mía era más grave que la de él—. Mi tío, maese Risticante,
es el dueño de la casa —continué—, y juntos volveremos a abrir la botica.
—¡Fantástico! —observó Benito—. Soy vuestro vecino —dijo, señalando la
casa justo a la derecha de la mía—, o quizá debería decir «somos» vuestros
vecinos, ya que vivo con mis padres, mis dos hermanas y mi abuela.
—¿Cuánto tiempo lleváis viviendo ahí? —le pregunté. Quería saber si
recordarían al dueño anterior o a mi padre, su aprendiz.
—Varias generaciones —respondió con tono ausente, al tiempo que, sin
esperar a que lo invitara a pasar, dio unos pasos hacia el interior de la botica.
Contemplaba extasiado las telarañas, los anaqueles y el mostrador.
—¿De modo que tendremos una botica al lado de casa? Eso le vendrá muy
bien a mi abuela. Siempre está enferma o quejándose de algo —se detuvo en el
lugar del mostrador por donde hacía tan sólo un momento yo había pasado la
mano. Luego, se quitó una telaraña que tenía pegada al pelo—. ¿Os encargaréis
vosotros mismos de limpiar el lugar?
—En realidad —dije comenzando a urdir mi propia telaraña frente a este
locuaz jovencito—, mi tío vendrá dentro de algunos meses. Yo me encargaré de
la limpieza de la tienda y de la casa.
—¡¿Vos solo?! —exclamó Benito—. ¡Moriréis extenuado antes de que
llegue vuestro tío! Permitidme que os ayude; no empiezo a trabajar hasta
noviembre. Seré aprendiz de teñido en un taller de seda. Podríais contratarme
por poco dinero…
Confié en aquel muchacho de inmediato. Vivía justo al lado y, además, tenía
trece años. Ambas cosas me convenían. Intuí que, por su edad, difícilmente
podría llegar a sospechar de mi masculinidad. Hasta entonces, sin embargo, no
había habido ninguna situación embarazosa en ese sentido. Tanto los mercaderes
con quienes me había cruzado en el camino a Florencia, como los carpinteros de
la Piazza della Signoria parecían no haber dudado de mi hombría un solo
instante. Y, al parecer, ahora conseguía engañar también a Benito.
—Si me ayudáis a limpiar y a arreglar la casa y la tienda, os proveeré, a vos
y a vuestra familia, y durante todo el tiempo que resida aquí, de mis servicios
como boticario en forma gratuita.
Benito se quedó perplejo.
—Señor… —comenzó y se inclinó aún más que antes ¡eso sería una gran
bendición!— con destellos en los ojos, se puso a calcular el honor y el respeto
que suscitaría en su familia aquel inesperado y extraordinario beneficio.
Trabajamos durante un rato. Benito procuraba demostrar su hombría
levantando mis pesados cajones de madera y, mientras lo hacía, hablaba sin
parar. Enumeró a todas y cada una de las familias que regían el destino de la
ciudad: los Spini, los Tornabuoni, los Rucellai, los Pazzi, los Benci y, por
supuesto, los Medici. En aquel festival, que duraría dos días más, se celebraba la
inminente boda del heredero de la familia: Lorenzo de Medici.
—Todo el mundo le adora —explicó Benito—. Sin duda, sucederá a su padre
cuando éste muera; extraoficialmente, claro…
Tuve que admitir que no comprendía bien lo que quería decir.
—En fin, Florencia se enorgullece de ser una República. No tenemos reyes
ni príncipes. Lorenzo, además, es un hombre discreto y modesto —se le
iluminaron los ojos—. Sin embargo, cuando se comprometió con una adinerada
muchacha romana, él mismo anunció un festival de tres días para celebrarlo. A
los florentinos nos complacen las excusas para un buen espectáculo —confió—,
y nadie los organiza mejor que Lorenzo y su hermano Juliano.
Aquel día, mi vecino me hizo muchas preguntas sobre mi tío, a las que
respondí con una fantástica historia sobre un prestigioso hombre de Siena.
Salpiqué mi relato con detalles que mi padre me había aportado sobre dicha
ciudad, pues en realidad nunca había estado allí, y, afortunadamente, Benito
tampoco.
De pronto, me encontré mirando a mi alrededor para decidir por dónde
empezar con la limpieza.
—Tengo una sugerencia, si me permite —afirmó Benito.
—Y vuestra sugerencia es… —lo alenté a que continuara.
—Sugiero que no trabajemos más por hoy, y que me acompañéis a ver la
celebración —asentí, sonriendo—. ¡Fantástico! —exclamó al comprender mi
gesto—. Pero debemos cambiarnos de ropa, tenemos telarañas y polvo por todas
partes y, en un día como hoy, todos los jóvenes de Florencia debemos lucir
nuestras mejores galas.
Disimulé una sonrisa y repuse:
—Es cierto. Esperadme aquí fuera un cuarto de hora.
Me sentía tentada de quedarme y explorar las habitaciones de las plantas
superiores, pero decidí que aquello podía esperar. No podía perderme una
auténtica fiesta florentina, organizada, además, por el propio heredero de la
familia Medici para celebrar su compromiso. Con un poco de suerte quizá podría
ver de lejos a Leonardo.
* * *
* * *
Volví a la botica y subí las escaleras que estaban junto a la pared este de la casa y
comprobé, aliviada, que eran sólidas y resistentes. Asombrada y feliz, descubrí
también que, en la primera planta, había una gran sala que no sólo estaba en
buen estado sino que, además, parecía limpia. Tenía dos enormes ventanas que
daban a la calle, y una gran chimenea en la pared que daba al jardín. Desde allí
vi a Jenofonte mascando satisfecho mientras despojaba al patio de la hierba
crecida. Parecía sentirse a gusto en su nuevo hogar.
En la segunda planta, encontré lo que seguramente había sido la cocina de la
casa y, frente a ella, una estancia perfectamente equipada que incluía el bien más
preciado de todo italiano: una gran cama de madera con dosel. No había sábanas
ni colchón, y la suciedad acumulada era tan densa que, nada más poner un pie en
la habitación, me vi envuelta en una espesa nube de polvo que se alzó desde
suelo.
Subí una planta más y, del lado de la calle, descubrí una pequeña recámara
que quizás alguna vez había servido de dormitorio, pero que por lo visto el viejo
Bracciolini había decidido convertir en estudio. Allí había un simple escritorio
(que me alegré muchísimo de ver) y, en una de las paredes, una gran estantería.
Supuse que sobre aquellos anaqueles había dispuesto sus libros el viejo
Bracciolini. Sonreí. Me sentía muy cómoda allí. La habitación me recordaba a la
casa de mi padre. En aquel entonces, no todos los hombres disponían de un
estudio, y muy pocos tenían libros.
La casa tenía una historia de erudición, y también una conexión con mi
padre. Era posible que algunos de los volúmenes que había albergado aquella
estantería fueran regalos que el viejo Bracciolini había recibido de su hijo;
regalos que, a su vez, quizá provinieran de lo que Poggio y Ernesto compraban o
copiaban en sus viajes.
En cualquier caso, aún me faltaba ver lo mejor. Frente al estudio,
atravesando el diminuto descanso de la escalera, había una puerta cerrada. El
candado estaba tan oxidado que, con un simple golpe de la escoba, la puerta
cedió y las bisagras se desprendieron.
Mi padre me había contado que, en otro tiempo, aquella casa había albergado
un laboratorio secreto, pues, aparte de boticario, el viejo Bracciolini había sido
también alquimista, y había formado a Ernesto en ambas cosas. Quizá por eso,
cuando la puerta se abrió con un crujido y tuve ante mí aquella herética estancia,
me sentí feliz, pero no sorprendida.
Para quien no fuera experto en la materia, era una estancia como cualquier
otra, pues apenas quedaban restos del equipamiento de laboratorio. Para mí, no
obstante, el propósito para el que había servido aquella estancia era evidente.
Estaba ubicada en la última planta y miraba hacia el jardín; por tanto, era el sitio
más recóndito de toda la casa. Las paredes y el suelo estaban impregnados de un
ligero aroma a sulfuro y de un dejo del penetrante olor del mercurio. Las largas
mesas estaban manchadas y quemadas del mismo modo que las de mi padre. Y
allí, en la pared más alejada de todas, estaba el horno de atanor. Aquello no era
una chimenea ordinaria, ni tampoco un simple brasero para combatir el frío en
una tarde de invierno, sino un horno de verdad, en el que el fuego podía arder
eternamente, siempre y cuando, una vez encendido, se atendiera con un fervor
sagrado, día tras día, asegurando que nunca se extinguiera.
Para entonces, el sol se había puesto, de modo que tuve que bajar las
escaleras a tientas hasta encontrar una lámpara. La encendí y limpié mi alcoba
con cuidado. Quité con absoluta dedicación todas las telarañas y excrementos de
rata y, finalmente, con un monumental esfuerzo, subí el colchón, las sábanas, las
mantas y la almohada. Una vez hube terminado de hacer la cama, se apoderó de
mí un gran cansancio que apenas me permitió quitarme algo de ropa. Me
desplomé sobre la cama y me quedé profundamente dormida.
Capítulo 9
Durante las semanas que siguieron a mi llegada, Benito cumplió con su promesa
y me ayudó a limpiar y a arreglar las primeras dos plantas de la casa. De todo lo
demás, no vio absolutamente nada. Yo había subido hasta la tercera planta mis
libros y mi equipamiento de laboratorio. Decidí que también mantendría en la
intimidad la zona de los dormitorios.
El muchacho trabajaba con alegría, puesto que aquélla era su naturaleza,
aunque también es cierto que, gracias a nuestro acuerdo (le ofrecería mis
servicios en forma gratuita a cambio de su trabajo), había adquirido un nuevo
estatus en la familia.
Nos tapamos el rostro con pañoletas y emprendimos, primero, las tareas más
desagradables: limpiar la mugre incrustada en la rebotica y la tienda, descascarar
trozos de pared, arrancar tablones del suelo que se habían podrido y eliminar el
oscuro moho que había ido creciendo allí durante años. Benito era un carpintero
bastante diestro, y reemplazó la madera del suelo con unos tablones que le
habían sobrado a su padre de un cobertizo que acababa de construir en su jardín.
Una de las cosas que más me gustaba de aquella casa era el gran ventanal de
cristal de la botica, de modo que me encargué de limpiarlo con vinagre hasta
dejarlo lustroso y transparente. Luego, lijamos con cuidado las estanterías, los
suelos y las paredes y, a continuación, las pintamos en tres tonos diferentes de
verde. Fregamos con bórax el mármol del mostrador, y éste adoptó de inmediato
un color blanco brillante que lo convirtió en la perla de la tienda. Finalmente,
Benito me fabricó unas cajas especiales, a prueba de ratas, que dispuse en el
almacén.
Me preocupaba que, con unos pocos frascos y botellas, los anaqueles se
vieran demasiado vacíos, de modo que decidí distribuir entre ellos numerosos
ramilletes de hierbas, en vez de colgarlos en la rebotica como lo hacía mi padre.
Así conseguí que la tienda tuviera un aspecto fresco y alegre, y un aroma
extraordinario.
En el transcurso de las primeras semanas, los vecinos y transeúntes
asomaban su curiosidad a través de la puerta, y yo aprovechaba la oportunidad
para conocerlos. Más tarde descubrí que casi todos ellos eran el arquetipo de un
verdadero florentino: simpático pero precavido, aficionado al cotilleo y enemigo
de la torpeza intelectual tanto como de la ingenuidad. Si en Vinci me había
mantenido apartada de los rumores, aquí me abandonaba a ellos de buen grado.
Era el mejor modo de estar informada y de conocer a las personas que, cuando
abriera la botica, quizás acabaran convirtiéndose en clientes. Por otra parte, me
gustaba poner a prueba mi identidad, y ensayar distintos giros de mi recién
adquirida masculinidad.
En aquel entonces, todo el mundo comentaba la boda de Lorenzo de Medici.
Al parecer, Lucrecia, su madre, había viajado especialmente a Roma para espiar
a la joven de dieciséis años que iba y venía de la iglesia, antes de decidir si era la
mujer apropiada para su hijo, o no. A la matriarca de los Medici, el rostro de
Clarice Orsini le había parecido demasiado redondo y su cuello excesivamente
estrecho. Por otra parte, la educación que había recibido Clarice era más bien
rudimentaria en comparación con la que habían recibido sus tres hijas. Quizá
fuera la timidez o la modestia lo que la hacía andar con la cabeza ligeramente
adelantada, como una gallina, conjeturó mi vecina. De todos modos, al parecer
Lucrecia de Medici había admitido que la futura esposa de su hijo Lorenzo tenía
un precioso cabello rojizo, unas elegantes y blancas manos de dedos largos, y el
pecho bien torneado. En cualquier caso, concluyó mi vecina, el factor decisivo
era el tamaño de su dote.
A pesar de que intuía que iba a tener una sustanciosa clientela, aún no estaba
lista para abrir la botica. Necesitaba un letrero y sabía perfectamente a dónde
debía ir para conseguirlo. Mi corazón palpitaba con fuerza de sólo pensarlo. Iría
a la célebre bottega de Andrea Verrocchio.
Al cabo de un mes de hacerme pasar por hombre sin problemas, me sentía
más segura de mí misma. Y, sin embargo, el día en que salí a la calle para ir a
visitar a mi hijo, tuve la sensación de que esa confianza se había evaporado por
completo. Me había parecido que lo más prudente sería ocultar a Leonardo tanto
mi traslado a Florencia como el hecho de que me había convertido en hombre,
pues temía que las cartas fueran a parar a las manos equivocadas. En cualquier
caso, la reacción de Leonardo al verme con toga y birrete no despertaba en mí
ningún temor. La adversidad y el ostracismo en que habíamos vivido y la alegre
educación que habíamos compartido durante nuestros años en Vinci habían
hecho que acabáramos entendiéndonos a la perfección. En nuestra relación había
espacio para juegos y bromas, por más que, en aquel entonces, muy pocas
madres tuvieran un vínculo como ése con sus hijos.
Me reconocería de inmediato, y se deleitaría ayudándome a perpetrar el
engaño. No tenía ninguna duda de que me echaba mucho de menos, tanto como
yo a él.
Lo que sí me producía cierto temor era el ojo de artista del maestro
Verrocchio que, estaba segura, distinguiría fácilmente a un hombre de una mujer.
Pero no tenía más remedio que enfrentarme a él y correr el riesgo. Aquél era el
día en que se jugaba mi destino. Si me descubrían, la humillación y el escándalo
provocarían no sólo mi caída en desgracia, sino también la de mi hijo.
Tenía que ser fuerte y audaz. Y no podía fallar.
Anduve por las calles de Florencia algo distraída por la belleza de los frescos
que adornaban la fachada de las iglesias que me salían al paso en cada esquina.
En todas ellas resplandecía a la luz de la vela una virgen con el niño pintada por
alguno de los grandes maestros. Empezaba a intuir que aquel despliegue no era
producto de un fervor religioso, sino de la vocación florentina de alardear de sus
ilustres artistas. Unas viejas columnas romanas decoraban una plaza sin
importancia, y un antiguo sarcófago de piedra hacía las veces de abrevadero para
los caballos.
Llegué al distrito de los artistas y me señalaron que fuera a la Via Agnolo.
Era una calle estrecha, pero bien pavimentada, en la que, en vez de haber casas y
palacios, había un taller al lado del otro.
«A pesar del funesto comportamiento de Piero para con su hijo —pensé—,
tengo que admitir que se portó bien en la tarea de asegurar a Leonardo un lugar
como aprendiz en el taller de Verrocchio». Al asomarme a la Via Agnolo, advertí
que, entre todos los talleres, había uno en particular que bullía de actividad. Me
aproximé despacio y vi a unos jóvenes muchachos que cargaban en un carro un
cabecero delicadamente tallado y pintado. Intentaban, con cierta dificultad,
eludir a un grupo de niños que jugaban y a las gallinas que picoteaban el suelo a
su alrededor. Al final, consiguieron asegurarlo amarrándolo a la barandilla del
carro y se despidieron de él.
Me encontraba de pie frente a la bottega de Verrocchio. El taller ostentaba un
gran portal en forma de arco y una blanca fachada cubierta sólo en parte por un
toldo recio. El interior consistía en un profundo y amplio salón rectangular de
techo abovedado, al fondo del cual una pequeña puerta comunicaba con un patio
trasero. Junto al portal, se exhibían algunas de las obras del taller: un cesto
dorado, un arcón de bodas delicadamente pintado, el fular que Lorenzo de
Medici había usado el día de la celebración de su compromiso y, junto a él, la
armadura que había lucido su hermano Juliano aquel mismo día.
Verrocchio era uno de los artistas preferidos de la familia más importante de
la ciudad. De hecho, entre todos los artistas de Florencia, él había sido el elegido
para diseñar la tumba de Cosme de Medici.
Los jóvenes que había visto cargando el carro volvieron a entrar y, al verlos
de cerca, advertí que eran aprendices del taller. Erguí la espalda a fin de parecer
tan alta como verdaderamente era (a mi altura habitual se añadían ahora dos
centímetros gracias a un pequeño tacón oculto en mis zapatillas), y entré.
En el fondo del taller había una escalera que, supuse, conduciría a las
habitaciones de la planta superior y, distribuida a un lado y a otro de un corredor
central, se encontraba la más asombrosa variedad de obras de arte. Una singular
combinación de polvo, olor a sudor y el penetrante hedor de barnices y
disolventes se apoderó de mi nariz casi de inmediato. En el interior de la bottega
retumbaban potentes martillazos, un insistente repiqueteo metálico, el agudo
silbido del acero incandescente en contacto con el agua, y el golpeteo constante
de una punta de metal picando mármol. Paradójicamente, no se oía una sola
palabra. Los aprendices y artistas del taller estaban abstraídos en sus labores, o
bien se cuidaban de guardar un respetuoso silencio.
Uno de los aprendices barría el suelo con una gran escoba. Otro, apenas
mayor que un niño, limpiaba todo tipo de pinceles, de pie junto a una mesa de
trabajo y, a su lado, un compañero algo mayor que él molía colores en una
muela. De las paredes colgaban herramientas, bocetos, máscaras de carnaval y
mascarillas. La maqueta en madera de una pequeña iglesia descansaba sobre una
mesa giratoria.
De pronto, un niño cogió un huevo del nidal de una gallina dispuesto junto a
una mesa de trabajo, y se lo dio a un aprendiz que preparaba témpera de un
brillante color azul, éste lo rompió y lo añadió a su preparación. Sentado en un
banco junto a ellos, había otro niño que fabricaba un pincel acomodando cerdas
en torno a un palito. Al mismo tiempo, un muchacho cubría un enorme panel de
madera con pintura blanca.
Estudié sus rostros con detenimiento, a fin de descubrir en alguno de ellos el
de mi hijo, pero no lo encontré. Todos los muchachos que trabajaban en la parte
anterior de la tienda parecían más jóvenes que Leonardo.
No aparentaban más de trece años, que era la edad que tenía mi hijo al llegar
a Florencia.
Avancé un poco más, y descubrí que una invisible demarcación en el taller
separaba a los ayudantes que tenía ante mí de los del frente de la tienda. Los que
trabajaban en el interior del taller eran uno o dos años mayores que los del frente
y se dedicaban a labores más complejas. Uno decoraba un arca con un dragón
que expulsaba fuego por la boca, otro aplicaba el dorado al halo de una madona
de gesto tierno. Junto a ellos, un muchacho lustraba las regordetas mejillas de un
pequeño querubín de bronce y, otro joven igual que él, de pie frente a un enorme
panel de madera, aplicaba los primeros colores a un boceto que intuí acabaría
convirtiéndose en una gran pintura de santos y ángeles.
Tampoco entre los miembros de este segundo grupo encontré a Leonardo.
El último tercio de la bottega albergaba las mejores obras. Había esculturas
de todo tipo, hechas en mármol, bronce y madera; trabajos realizados en oro y
hierro, y también pinturas de desconocidas damas y hombres de la nobleza que,
al parecer, disponían del dinero suficiente como para encargar al taller de
Verrocchio un retrato que inmortalizara su imagen. Un hombre frente a un telar
enhebraba relucientes filamentos entre las hebras de un largo jirón de paño de
oro. Y, por último, un muchacho cubierto de polvo labraba con su cincel un gran
pedazo de mármol, procurando darle una forma todavía indescifrable. Alguien
me había comentado que las bottegas producían mucho más que frescos y
estatuas; aun así, nunca hubiera sospechado que el trabajo del artesano fuera tan
amplio.
Pero ¿dónde estaban Leonardo y Verrocchio?
Recorrí el último tramo del taller y, cuando me aproximaba al final, llegó a
mí el rumor de alguien que tocaba muy bien el laúd. Provenía de la puerta
posterior, de modo que me dirigí hacia ella. Había un yunque sin usar y un
gigantesco horno en el que se adivinaba el resplandor de un gran fuego del que
nadie parecía ocuparse. Por fin, asomé la cabeza a través del umbral, y me topé
con un extraordinario y sorprendente espectáculo.
La primera mitad del patio, que lindaba con el taller, estaba destinada a
trabajos de cierta complejidad; la otra, en cambio, lo transportaba a uno a otro
mundo. Tenía el mismo aspecto que una frondosa hondonada de las colinas de
Vinci. Se trataba de un espacio amurallado en el que, a la sombra de un viejo
nogal, crecían todo tipo de arbustos y árboles pequeños. Por sus altísimas
paredes, trepaban unas espesas enredaderas y había, incluso, algo así como una
pradera con hierba y flores silvestres. En un rincón, habían recreado una
auténtica cascada, con rocas recubiertas de musgo y helechos, por la que en ese
momento descendía a borbotones un pequeño arroyo de agua cristalina.
A la sombra de las ramas del nogal que crecía en aquel bucólico remanso,
había un grupo de jóvenes tumbados en el suelo y un corpulento hombre mayor
sentado en un banco, cada uno con su cuaderno en la mano. Otro hombre tocaba
el laúd con el codo apoyado en la hierba. Sobre una tarima erigida en medio de
aquel grupo, me topé con un espeluznante modelo: la cabeza sin cuerpo de lo
que parecía ser un gigante, con una larga cabellera o, al menos, una ingeniosa
imitación de algo como eso. Se trataba, sin duda, de Goliat.
Pero ¿dónde estaba David?
—¡Ésa tiene que ser la meada más larga de la historia de Florencia! —
exclamó el hombre mayor.
Los demás rieron de buen grado. Entonces, desde detrás del gran tronco del
nogal, envuelto en una vaporosa sábana, emergió el más bello de todos los
jóvenes. Se inclinó con elegancia, recogió la espada de madera que había dejado
en el suelo y se dirigió a la tarima. En aquel preciso instante, justo antes de que
dejara caer su sábana y volviera a posar sobre la cabeza de Goliat, reconocí en
aquella criatura perfecta a mi hijo. Era Leonardo.
Me quedé perpleja, totalmente extasiada, como si acabara de ver a un dios
griego. Se lo veía igual de delgado que cuando era un niño, pero sus músculos se
habían torneado y endurecido desde la última vez que lo había visto. Su altura, la
forma de sus piernas y la curva de su abdomen eran tan parecidas a las de su
padre que me descubrí ahogando un suspiro. En sus mejillas, en sus mandíbulas
y también en su barbilla aún se adivinaban las líneas redondas propias de la
niñez. Una angelical melena de rizos marrones y dorados le enmarcaba el rostro.
—¡Mi hijo! —susurré en voz baja—. Leonardo…
Necesitaba recuperarme del sobresalto, de modo que volví al interior del
edificio y me quedé allí, inmóvil como una de las estatuas de Verrocchio. Cerré
los ojos y busqué las palabras con las que me dirigiría al grupo que me esperaba
en el jardín, aunque inmediatamente después me descubrí planeando mi fuga con
cobardía.
—Supongo que no pensaréis quedaros aquí de pie todo el día —dijo una voz
tan cercana e inesperada que estuve a punto de morir del susto—. ¡Ea!
Perdonadme, no quería asustaros…
Cuando me volví, me topé con la tercera sorpresa del día. De pie, detrás de
mí, con su rostro apuesto, su piel oscura y un aire decididamente alegre, estaba
el mismísimo Lorenzo de Medici.
En cuanto me vio mejor, su mirada cambió. Yo lo reconocí al instante, pero
él no tenía más que un vago recuerdo de mi rostro. Noté que se esforzaba por
adivinar dónde me había visto.
Lo saludé con una respetuosa reverencia, y él asintió con el mismo respeto.
—Catón, de Siena —me presenté—. En la celebración por vuestro
compromiso…
—Sí…, creo recordarlo. Sois el joven que se arrojó a los pies de mi caballo.
Su amigable sentido del humor me hizo sonreír y me animó a agregar:
—Él mismo. Y enderezasteis mi birrete.
—En efecto —y, ladeando la cabeza, añadió—, y quizá debería volver a
hacerlo.
Instintivamente me llevé las manos al gorro.
—Era una broma.
Entonces solté una carcajada.
—¿A quién habéis venido a ver? —me preguntó.
Su pregunta me cogió desprevenida, pero sabía que no debía vacilar.
—Mi visita tiene un doble propósito. He venido a encargar un letrero para mi
tienda… quiero decir para la tienda de mi tío —añadí deprisa—. Y, por otra
parte, aquel que está ahí es mi sobrino —me hice a un lado para que pudiera ver
el jardín—. No sabe que me he trasladado a Florencia. Se trata de una visita
sorpresa.
—¿De modo que sois el tío de Leonardo Da Vinci? —quiso saber
observándome mucho más de cerca de lo que hubiera deseado.
—Del lado de su madre —respondí sin titubear—. ¿Lo conocéis?
—Todo el mundo lo conoce —señaló Lorenzo—. Es el mejor alumno del
Maestro —entonces advirtió que se me iluminaba el rostro—. ¿Acaso no lo
sabíais?
—Sabía que el muchacho era talentoso —repuse procurando no perder una
cierta ligereza en el tono de voz—, pero siempre ha sido muy modesto al
respecto.
—Leonardo ¿modesto? —Entonces el que soltó la carcajada fue él—. Sin
duda hace mucho que no lo veis. Es brillante, tierno, sensato y respetuoso con su
Maestro…
—Pero no modesto —sugerí.
—Ni humilde —precisó Lorenzo.
Me volví y contemplé al grupo que trazaba un esbozo de mi hijo.
—Me pregunto si eso disgustará a su maestro —dije olvidando por un
momento que estaba conversando con una de las figuras más importantes del
mundo.
—No tanto como a su padre.
Me alegré de haber vuelto la vista hacia el jardín, pues Lorenzo, sin duda,
hubiera notado mi repentina incomodidad.
—Entonces, conocéis a Piero Da Vinci —afirmé.
—No personalmente. Sólo he oído los comentarios de Verrocchio acerca de
él. —Lorenzo hizo una breve pausa—. Al parecer, el hombre trata a su hijo con
muy poca consideración. Pero eso, sin duda, ya lo sabíais —concluyó con tono
afable.
—Sí, lo sabía —convine. Me pregunté si Lorenzo estaba al tanto de que
Leonardo era hijo ilegítimo y, tras considerarlo un momento, concluí que
seguramente lo sabría.
—¿Qué tipo de letrero? —me preguntó Lorenzo de pronto.
—¿Letrero?
—Para vuestra tienda; quiero decir, la tienda de vuestro tío.
Me volví hacia él una vez más.
—Es una botica —le respondí.
—¡Una botica! Eso significa que, algún día, ambos seréis miembros del
mismo gremio.
Asentí. Era cierto, los médicos, boticarios y artistas pertenecían al mismo
gremio.
—Y ¿qué os trae a vos por aquí? —interrogué con cierta osadía.
—He venido a sacar de aquí a mi amigo Sandro para ir a ver a cierta dama
—me guiñó el ojo y sonrió—. ¿Qué os parece si vamos a buscar a nuestros
amigos y familiares?
—Después de vos —afirmé, y di un paso atrás para dejar pasar al heredero
de los Medici.
Atravesamos el taller al aire libre que había inmediatamente después de la
puerta y nos dirigimos al jardín. El primero en vernos fue el hombre que tocaba
el laúd. Se puso de pie de un brinco y nos sonrió. Tenía un rostro alargado y unos
ojos expresivos y oscuros como el azabache.
—¡Botticelli! —exclamó Lorenzo y, con profundo asombro, supe que se
trataba del legendario pintor Alessandro Botticelli. Se saludaron con un caluroso
abrazo. Luego, Lorenzo se volvió en dirección a Verrocchio, se inclinó
ligeramente y lo saludó—. Maestro, veo que os encontráis muy bien.
Aquel hombre robusto, cuyos delicados labios contrastaban con el resto de su
apesadumbrado rostro, hizo ademán de levantarse del banco.
—No hace falta, Andrea.
El rostro de Verrocchio resplandecía de gratitud ante los respetos presentados
por Lorenzo de Medici. Los aprendices, no obstante, se pusieron de pie, y
Leonardo se apresuró a cubrirse con la sábana. Todo el mundo saludó con
veneración a lo más parecido que tenía Florencia a un príncipe.
Leonardo me miraba boquiabierto, sin darse cuenta de que su sorpresa era
igual de evidente que la desnudez de su cuerpo.
—Éste es Catón —anunció Lorenzo—. Un boticario recién llegado a nuestra
ciudad.
Tuve la impresión de que aquello era una simpática ironía. Lorenzo de
Medici presentaba ante su ilustre sociedad a una humilde mujer de pueblo,
vestida de hombre.
—¿No reconocéis a vuestro propio tío? —preguntó a Leonardo—. Según me
ha dicho, hace mucho tiempo que no os veíais.
—Tío Catón… —me saludó Leonardo, amarrando la sábana a su cintura con
cierta torpeza.
Lo abracé. En el transcurso de los últimos años, había crecido hasta
superarme en altura. Me rodeó con sus espigados pero musculosos brazos.
—Quería sorprenderos —alcancé a decir con tono incidental, aunque el
dulce y familiar aroma de su piel prácticamente me dejó sin aliento.
—Y lo habéis conseguido, tío —respondió con absoluta compostura. En lo
más profundo de sí, no obstante, lo sentía temblar. Se aferraba a mí con sus
fuertes dedos.
En ese momento, bajo la mirada complaciente de los grandes hombres de
Florencia, fluyó entre mi hijo y yo la tibia y silenciosa marea de todo nuestro
amor y, también, de nuestro intenso alivio.
—Guido, trae un poco de vino para nuestros invitados —indicó el Maestro a
uno de sus aprendices, que se puso de pie de inmediato y se fue. Verrocchio se
volvió hacia mí y preguntó—: ¿Dónde queda vuestra tienda?
—Via Riccardi —dije—. Es un barrio apacible. Estoy restaurando el lugar.
Mi señor se alegrará cuando lo vea.
—Lo hará sin duda, y por partida doble: por cómo ha quedado y porque no
ha tenido que hacerlo él mismo —bromeó Verrocchio.
—Me gustaría que vuestro taller fabricara el letrero para la tienda —anuncié,
procurando no sonar demasiado seria entre un jovial grupo de muchachos como
aquél.
Verrocchio volvió a mirar a Leonardo, que se había despojado de la sábana
para que la sesión de dibujo continuara. Al verlo, me asombró de nuevo su
belleza, la elegancia de sus movimientos y de sus formas.
—Leonardo, ¿qué tal si pintas tú el letrero para la botica de vuestro tío?
Leonardo sonrió.
—Es un buen chico —reveló Verrocchio y, luego, bajando el tono de voz,
añadió—: Un genio. ¿Veis este jardín? Lo ha concebido, diseñado y construido
él solo.
Asentí, procurando mostrarme ecuánime aunque por dentro me invadiera un
gran orgullo.
—Alegó que no podía soportar estar lejos de su entrañable campiña —
prosiguió el Maestro—. Al final, nos hizo un favor a todos, pues trabajamos aquí
todos los días de la semana —posó la vista en Lorenzo, que estaba enfrascado en
una animada conversación con Botticelli, y levantó el tono de voz para hacerse
oír—. A excepción de los días festivos que, gracias a Lorenzo y para fortuna de
los florentinos, son cada vez más frecuentes.
El heredero de los Medici sonrió, acomodó un taburete junto al banco de
Verrocchio y tomó asiento. Se acercó al Maestro, cuyas facciones prácticamente
porcinas lo convertían en el menos atractivo de todos aquellos hombres, y
anunció:
—Me gustaría discutir contigo los planes para una nueva celebración.
—¿Otra celebración? ¿Con motivo de qué? ¿Un motivo religioso, quizás?
Todo el mundo rió, como si aquélla fuera una vieja broma. Lorenzo miró a
Sandro Botticelli con suspicacia y señaló:
—El tema de la celebración será: «Las Cuatro Estaciones y Los Cuatro
Elementos».
Intenté disimular mi asombro. Siempre había tenido claro que Florencia era
la ciudad más secular de Europa, pero la idea de Lorenzo y Botticelli rayaba en
lo herético.
—Es una idea interesante —concluyó Verrocchio, evidentemente complacido
con la propuesta.
En ese momento, volvió Guido y distribuyó el vino. Botticelli, Lorenzo y
Verrocchio se sentaron a hacer planes para el nuevo espectáculo. Aproveché la
oportunidad para acercarme a Leonardo, que me miraba impávido,
preguntándose sin duda cómo había ido a parar su madre a aquella situación. A
decir verdad, tampoco yo lo sabía. El jardín era tan pequeño y la debilidad por el
cotilleo de los florentinos tan pronunciada, que Leonardo y yo nos vimos en la
necesidad de improvisar un código.
Lo hicimos sin ningún problema. Después de todo, tanto él como yo
habíamos sido instruidos en el arte del subterfugio desde nuestra más tierna
edad.
—¿Cómo está vuestra hermana? —me preguntó con ironía.
—Cuando vine aquí desde Siena, me detuve en Vinci —comencé con una
sonrisa—. Tu madre está muy bien; fantástica, de hecho. Te envía todo su amor,
y me dijo que te recordara lavarte detrás de las orejas.
—A mi madre le gusta fastidiarme con eso —confió Leonardo, procurando
contener la sonrisa.
Entonces fui yo quien tuvo que contenerse para no reír.
—Contadme de mi abuelo. ¿Cómo lleva el cuidado de su maravilloso
huerto?
—Dice que está incompleto, pues faltas tú para ocuparte de las plantas.
Leonardo me miró con cierta urgencia. Sutilmente, me apartó de los demás y
me llevó a la cascada que ocupaba uno de los rincones del jardín.
—El maestro Verrocchio fue muy amable en admitir mi bucólica fantasía —
comentó Leonardo en voz alta. Entonces reparamos en que la proximidad con el
agua potenciaba más todavía el sonido de nuestras voces.
Elogié, con absoluta sinceridad, el trabajo que había hecho Leonardo en
aquel rincón. Realmente daba la impresión de que la cascada y el arroyo
estuvieran allí desde siempre. Volvimos a cambiarnos de sitio. Esta vez, nos
dirigimos a la pequeña y florida pradera que también era obra suya. Tomamos
asiento y bajamos la voz lo suficiente como para poder conversar con la
tranquilidad de que nadie nos oyera.
—No puedo creer que estéis aquí en la guisa de un hombre —dijo, por fin,
sin poder contener su júbilo—. Siempre os he considerado una persona audaz;
esta vez, sin embargo, habéis superado todas mis expectativas.
—Leonardo, no podía seguir viviendo sin ti a mi lado. Y todavía no estoy
lista para morir.
—¿Quién es vuestro «señor», el boticario que ha enviado a su aprendiz a
disponer la tienda?
—Es Humberto… un producto de mi imaginación. Desgraciadamente,
morirá dentro de un año, legándome todo lo que tiene.
Leonardo rió. Su sonrisa era de una belleza celestial. No me extrañaba que
Verrocchio lo utilizara como modelo.
—Dime, hijo —susurré—, dime con toda sinceridad, ¿crees que alguno de
estos hombres sospecha que en realidad soy mujer?
Se tomó un momento para responder, lo cual era preocupante.
—Claro que es difícil para mí ser objetivo al respecto —comenzó con tono
pausado y pensativo—, pero creo que el hecho de que Florencia atraviese una
era de paz, en la que prescinde de viriles guerreros y venera, en cambio, al
hombre amable, refinado y erudito, podría beneficiaros. Además, se trata de un
momento en que los jóvenes muchachos, bonitos como niñas, pasan por… —
titubeó—, juguetes de otros hombres —se detuvo un momento, y estudió mi
rostro con el empeño de un artista que observa lo que está a punto de dibujar—.
Con todo, diría que sois un joven más que aceptable. Debéis preocuparos por
mantener el timbre de voz grave.
—Lo haré.
—Y permitidme que os eche una mano con los tacos que lleváis en las
zapatillas; hay que disimularlos mejor.
—¿Cuándo podrás venir a visitarme?
—Como ha dicho el Maestro, trabajamos todos los días. Pero vos, madre,
habéis creado la oportunidad perfecta —advirtió que me veía confundida—: el
letrero para la botica.
Sonreí.
—No puedo creer que tengáis una casa en Florencia.
—¿Recuerdas a Poggio, el empleador de tu abuelo?
Negó con la cabeza.
—Te contaré su historia cuando nos veamos en privado.
Hubo una ligera conmoción en torno a Lorenzo y Botticelli, que estaban a
punto de partir.
—Yo también me marcho —anuncié a Leonardo.
Nos pusimos de pie.
—¡Cómo me gustaría besarte, hijo mío! —exclamé cediendo el control a mis
emociones.
—Madre… —me imploró—, despedíos con una palmada en la espalda, tal
como lo haría el entrañable tío que se supone que sois.
Obedecí. Me prometió que diseñaría y fabricaría mi letrero, le deseé un buen
día y me marché tras Lorenzo de Medici y Sandro Botticelli. Reían
amigablemente, al tiempo que intentaban atravesar la puerta, abrazados, uno al
lado del otro.
—Después de ti, Lorenzo —dijo Botticelli, exagerando una reverencia y
burlándose del gesto.
—Oh no, detrás de ti, Sandro —le respondió Lorenzo, con un ademán aún
más florido que el de su amigo.
Entonces repararon en mi presencia.
—No nos prestes atención. Crecimos bajo el mismo techo. Somos dos
hermanos bromistas y, en ocasiones, nos comportamos como niños.
Aquello me dejó pensativa. No sabía que Botticelli hubiera crecido en el
Palazzo de Medici.
Anduvimos por el pasillo central que atravesaba la bottega, contemplando
abstraídos el crisol de obras a nuestro alrededor.
—Andrea es un artista innovador —señaló Botticelli—. Ha sido el primer
florentino en atreverse a experimentar con la técnica flamenca de mezclar los
colores con óleo, y no con agua. Debo admitir que también a mí comienza a
interesarme ese método. Leonardo tiene un futuro prometedor —agregó—, si es
que consigue aprender a concentrarse en una cosa a la vez. Tiende a dispersarse.
—Siempre ha sido así —admití.
—Coincido con Sandro —dijo Lorenzo—. Creo que llegará muy lejos.
Algún día hará que su madre, y también vos, os sintáis orgullosos.
—Me gustaría, si fuera posible… —dije con vacilación—, preferiría que el
padre de Leonardo no se entere de mi llegada a Florencia.
Lorenzo y Botticelli intercambiaron miradas.
—Ningún problema —afirmó por fin Botticelli—. Nadie tiene un particular
cariño por Piero Da Vinci, y en cambio adoramos a Leonardo, por más que sea
hijo ilegítimo.
—Quizá lo amemos precisamente por eso —añadió Lorenzo mientras
continuábamos nuestro camino—. El propio Verrocchio es hijo ilegítimo. Los
hombres como Piero actúan movidos por un falso orgullo. Olvidan que los
miembros de la más alta nobleza, e incluso los papas, aman y honran a sus hijos
por más que no hayan contraído matrimonio con sus madres.
—Su profesión no lo ayuda —prosiguió Botticelli—. Las normas de su
gremio establecen que los hijos bastardos no pueden desempeñarse como
notarios.
—Lo cual, en el caso del preciado Leonardo Da Vinci —concluyó Lorenzo
cuando alcanzamos el portal de la bottega—, es en realidad una bendición bajo
la apariencia de una prohibición.
Sus palabras me sobresaltaron por partida doble. Por un lado, con la mención
de la apariencia, recordé mi propio ardid y, por otro, me asombró que el heredero
de los Medici elogiara a mi hijo de aquel modo.
—Muchas gracias por la consideración que dispensáis a mi… sobrino —
mascullé. Había estado a punto de decir «hijo».
—Ha sido un placer —repuso Lorenzo—. Espero poder visitaros con Sandro
en vuestra tienda. Adoro las boticas. Esta nariz aplastada que tengo me anula el
olfato, pero en las boticas a veces consigo distinguir los olores.
—Entonces tendréis que venir pronto, antes de que la abra. Así os la podré
enseñar con tranquilidad, sin que nos molesten los demás clientes. Y podemos
aprovechar la ocasión para proseguir nuestra conversación.
—¿De modo que os gusta conversar? —preguntó Botticelli con una mirada
picara.
—Pues sí, me gusta conversar —admití. Creo que no pude evitar
ruborizarme.
—Entonces, estaréis a gusto con nosotros. Lo que más nos gusta en el
mundo, aparte de cabalgar, festejar y hacer el amor con hermosas damas, es
conversar —afirmó el apuesto Lorenzo con su encantadora sonrisa.
—¿Qué os parece si vamos mañana? —sugirió Botticelli.
—Me parece perfecto —contesté, sin poder creer lo que acababa de pasar.
Entonces, Lorenzo y Botticelli se marcharon por un lado y yo por otro.
Desanduve el mismo camino que me había conducido hasta la bottega, sin poder
fijar la vista en lo que tenía delante de mí un solo segundo. Estaba aturdida y
extasiada con lo que acababa de ver y oír; con la gente a la que había conocido y
con la felicidad de haber tenido a Leonardo una vez más entre mis brazos.
«¡Maldito Piero! ¡Que lo parta un rayo!», pensé de pronto. Todavía insistía
en humillar a su hijo. Recordé cómo había presumido de que su «estrecha
amistad» con Verrocchio le permitiría asegurar a Leonardo un puesto de
aprendiz. ¡Ja! Lo único que había permitido a Leonardo acceder a dicha posición
era su propia genialidad. El mismísimo Verrocchio había empleado esa palabra
para describirlo. Pero no iba a detenerme demasiado en todo aquello. Mi padre
siempre decía que el rencor podía hacer que el hígado hirviera en su propia bilis,
que se pudrieran las entrañas e, incluso, que el corazón adoptara un color oscuro
y dejara de funcionar. De modo que, una vez más, expulsé a Piero de mi mente.
Me sentía muy dichosa de haber podido, al fin, descubrir a mi Leonardo,
feliz y venerado por sus semejantes. En la misma medida, no obstante, me
alegraba la inminente visita de Lorenzo y Sandro Botticelli. Si bien no los
conocía demasiado, confiaba en que vendrían a verme, pues intuía que eran
hombres de palabra.
Una vez en casa, me concentré inmediatamente en despejar los residuos de la
reforma y en preparar todo para la llegada de mis visitas. Pero no pude evitar que
me asaltara la duda. No sabía si disponer taburetes y sillas en la tienda o si
recibirlos en la sala. No me habían confirmado a qué hora vendrían, y por tanto
no podía decidirme entre preparar una buena comida o servir un refrigerio. Se
suponía, sin embargo, que yo era un hombre, y demasiado pobre para permitirme
una cocinera, de modo que, si no quería despertar sospechas, debía olvidar los
platos suntuosos o muy bien preparados. Aunque tampoco podía avergonzarme
sirviendo a estas ilustres figuras un plato demasiado elemental.
Al final, me decidí por una combinación sencilla pero deliciosa: un térreo
vino sangiovese, el queso de cabra más cremoso que pude encontrar, una hogaza
de buen pan y la compota de olivas griegas, uvas moradas, aceite de oliva y
balsámico, condimentada con tomillo, que Magdalena me había enseñado a
preparar. Era el plato preferido de mi padre, y estaba segura de que a mis
invitados les encantaría.
Barrí el suelo y limpié las últimas telarañas de los rincones con el palo de la
escoba. Abrí los frascos de las hierbas más aromáticas para que perfumaran e
impregnaran la tienda; así complacería la nariz de Lorenzo, que adoraba el
aroma de las boticas. Decidí que recibiría a mis visitas, exclusivamente, en la
planta baja, y limité mis fervorosos preparativos a la tienda y la rebotica.
Aquella noche, llené la tina y tomé un baño. Me deleité con el contacto del
agua fresca sobre mi acalorada piel. Tumbada en la tina, a la luz de las velas,
contemplé mi cuerpo, aún delgado como un junco, de todo el tiempo que había
pasado rechazando el alimento. Al fin liberados del estrecho lienzo que los
ceñía, mis pechos volvieron a rellenarse y a ablandarse en el agua. Las labores
de aquel verano y las tareas, arduas y también delicadas, propias de un ama de
casa, me habían proporcionado unos brazos fuertes y unas manos hábiles. Mis
piernas eran delgadas, pero aún conservaban unas curvas sutiles. Bajo la
ondulada superficie del agua, se adivinaba entre ellas el oscuro triángulo de mi
entrepierna.
Aquel cuerpo me había ayudado a convertirme en mujer; a partir de
entonces, tendría que servirme para ser un hombre. Se me ocurrió que, en cierto
modo, si pretendía sobrevivir en Florencia como Catón, además de intentar
parecer un hombre tendría que procurar sentirme como tal. Mi padre me había
sugerido que, para tener un aspecto más masculino, bebiera un elixir hecho a
base de testículos de toro con el que conseguiría una voz más grave, unos pechos
más pequeños y, quizás, incluso algo de barba y bigote. Sin embargo, era tal la
cantidad de testículos que hubiera necesitado, que aquella alternativa se había
vuelto impracticable. Tendría que apoyarme exclusivamente en mis hasta
entonces desconocidas aptitudes como ilusionista e imitadora. En cuanto a mis
impulsos sexuales, hacía mucho que ya no me acosaban, y si volvían a
asediarme, podría apañármelas sola.
Mi única preocupación, en este sentido, era Leonardo. La visita de aquel día
había desembocado en un involuntario resurgimiento de mi instinto maternal.
Algo se había aflojado dentro de mí. Había sentido en mi pecho la misma
pulsión que me impelía a amamantarlo cuando era un bebé.
En cualquier caso, la pérdida de mi femineidad no era un precio
exageradamente alto si, a cambio, conseguía recuperar a Leonardo. Para
entonces, ya había experimentado la ilimitada libertad de que gozaban los
hombres. Iba a donde se me antojaba; era dueña de escoger mi propio camino.
Podía hablar con quien quisiera y como quisiera. Estaba claro: no había vuelta
atrás; no volvería a mi vida de mujer. Caterina tenía que morir.
Cogí aire con una larga inhalación, lo retuve en los pulmones un momento, y
me sumergí hasta sentir que el agua me cubría la cabeza por completo. En una
suerte de salvaje rito bautismal, tan pagano como propio, expulsé de mi cuerpo,
a través de cada uno de mis poros, a la mujer que había sido alguna vez. La
estrepitosa exhalación con la que emergí del agua fue el último aliento de
Caterina de Ernesto Da Vinci, y el primer grito de Catón, el boticario.
Mi nueva vida había comenzado de forma definitiva.
Capítulo 10
* * *
Cuando, dos días más tarde, cerré la tienda, salí a la calle y me puse en marcha
con los pasos amplios y enérgicos que caracterizaban mi nuevo modo de andar,
aún no podía creer lo que estaba sucediendo. Anduve por la Via Capponi hasta la
Via Guelfa hasta dar, por fin, con la Via Larga: una avenida excepcionalmente
amplia que, sin embargo, rezumaba elegancia y quietud, y tenía viviendas a
ambos lados; algunas de ellas grandes y majestuosas.
A mi derecha desfilaba la austera fachada del convento de San Marco, y
desde la calle oí el rumor de un conjunto de voces entonando los salmos. A
continuación, vi una sucesión de casas modestas, y también una sedería sin
letrero, como si sus clientes supieran llegar hasta ella sin ninguna indicación.
Sabía que me encontraba en las cercanías del Palazzo de Medici, y suponía
que pronto vería los guardias que lo rodeaban. Un instante después, en efecto, vi
alzarse a mi derecha el imponente edificio del palazzo, pero no había un solo
soldado o guardia a la vista.
En un extremo de aquella colosal mansión de tres plantas, bajo la galería que
doblaba la esquina y acababa en la Via Gori, había un numeroso grupo de
hombres. Algunos estaban de pie, y otros habían tomado asiento en unos bancos
de piedra que sobresalían de la pared del edificio. Todos hablaban en voz muy
alta y gesticulaban eufóricos intentando probar algo, a excepción de unos pocos
que, con una mezcla de urgencia y discreción, hablaban en voz muy baja y casi
al oído de su interlocutor. Lo que hacían aquellos hombres, bajo la galería del
Palazzo de Medici, era negociar. Aquél era el lugar al que un florentino acudía a
hacer negocios.
Entonces descubrí que algunos entraban y salían del palazzo por un gran
portal situado en la Via Larga. Me acerqué a tocar la pared del edificio. El sillar
almohadillado de la planta baja recordaba a los muros de una fortaleza, pues
estaba construido con piedras tan rústicas que parecían recién traídas de la
cantera. Sobre él se erigía una primera planta de un almohadillado más pulido,
con unas altas ventanas abovedadas dispuestas a intervalos regulares. La
segunda planta tenía aún más ventanas que la primera, y las piedras de su
fachada parecían suaves y bien labradas.
Fui hasta el amplio portal, y volví a sorprenderme con la febril actividad
comercial del palazzo. Sin embargo, más aún me sorprendió la flagrante figura
de un hombre desnudo sobre un pedestal, a la vista de todos, y justo en medio
del cuadrado rodeado de elegantes columnas que constituía el patio interior del
palazzo. La estatua se veía, incluso, desde la calle.
Sin que nadie me detuviera o preguntara nada, atravesé el umbral de la
puerta y entré al patio. Las dos plantas del palazzo se alzaban en cuatro lados a
mi alrededor. Desde dentro, advertí que sobre aquellos poderosos arcos y
columnas había una hilera de ventanas y, sobre ellas, una galería.
A mi derecha, todo tipo de comerciantes y mercaderes entraban y salían por
una puerta que daba al patio interior. Sobre ella, había un cartel que rezaba:
«Banco».
«Por supuesto —pensé—, si los Medici son una familia de banqueros. ¿Qué
mejor lugar para alojar la sede florentina de su banco que el propio bastión
familiar?».
Atraída por la estatua de bronce, me acerqué a ella y comprobé que se trataba
de la imagen de un muchacho de edad más o menos parecida a la de Leonardo.
Posaba del mismo modo que había visto posar a mi hijo en el taller de
Verrocchio, es decir, con la atroz cabeza de un gigante a sus pies. «Debe de ser la
versión de algún otro artista de David, con Goliat muerto a sus pies», conjeturé.
Si bien no sabía demasiado sobre escultura, la genialidad de aquel artista era
evidente incluso para un ojo poco entrenado como el mío. Es cierto que, salvo
por la cabeza y la espada, no se parecía en nada al David del Viejo Testamento
que yo había imaginado. Llevaba un sombrero de ala bajo el cual asomaba una
melena de niña que le llegaba hasta los hombros; apoyaba una mano sobre la
cadera con desenfado, y su actitud en ningún caso era la de quien viene de
decapitar a un gigantesco filisteo, sino más bien la de alguien que ha bebido más
vino de la cuenta. Por alguna extraña razón, había algo de femenino en aquella
figura.
—El David del gran Donatello —aclaró Lorenzo detrás de mí. Había
comenzado a reconocer con facilidad la voz de mi nuevo amigo—. Hacía mil
años que no se fabricaba una escultura de bulto redondo como ésta. Donatello
era, entre todos los artistas que mi abuelo patrocinó, su preferido. Pidieron que
los enterraran juntos, y así se ha hecho.
En mi mente se agolpaban los pensamientos. Me preguntaba si, alguna vez,
Lorenzo de Medici se convertiría en mecenas de mi hijo, y si sus obras
alcanzarían a decorar las paredes del palazzo.
Me volví hacia él y le recordé:
—Creí que me habías invitado a comer a tu casa.
—Ésta es mi casa. Ven, sube, te la mostraré —alzó la barbilla en dirección a
unos hombres que había en la puerta del banco—. Pronto se marcharán a comer
y podremos recobrar el control de la planta baja.
Seguí sus pasos y subimos a la primera planta a través de una escalera amplia
y recta.
—Aborrezco las finanzas —confesó—. Cierto es que hemos amasado
nuestra fortuna como banqueros de reyes, papas y exitosos mercaderes, pero no
tengo interés en el dinero en sí mismo —hizo una pausa y me miró—. ¿Suena
extraño?
—Muy extraño.
—Tampoco es que sea muy hábil con él. Afortunadamente, a Juliano le
gustan los números. Algún día gobernaremos juntos; él con sus fortalezas, y yo
con las mías.
Recordé al apuesto muchacho de dieciséis años que había visto cabalgar
delante de Lorenzo, el día de la celebración de su compromiso. Juliano se veía
demasiado joven para gobernar, aunque, para el caso, lo mismo sucedía con
Lorenzo. Tenía apenas veinte años de edad.
Al llegar a la primera planta, nos vimos envueltos en una inesperada y
exquisita serenidad. Unos pocos peldaños más abajo, había un bullicioso
mercado financiero, pero, como había afirmado Lorenzo, allí estaba el hogar de
los Medici.
No se trataba, claro está, de un hogar cualquiera. Cada milímetro de las
paredes y del suelo, cada nicho, era en sí mismo una obra de arte en mármol,
yeso dorado o madera tallada. Las salas y estancias tenían una altura
monumental. Había tapices, pinturas, esculturas, medallas con dibujos en bajo
relieve y exóticas alfombras persas. No sabía a dónde mirar primero.
Lorenzo me ayudó a decidirme. Desde el descansillo, me guió hasta la puerta
más cercana. Entramos en un salón que, según mis cálculos, se alzaba justo
encima de la multitud que hacía negocios en la intersección de Via Larga con
Via Gori.
—Aquí es donde se reúne la familia —explicó—, y también donde
celebramos las fiestas cuando hace mal tiempo.
Se trataba de un salón gigantesco con un techo de una altura imposible,
pintado en azul y oro. Por sus numerosas ventanas entraba, incluso a aquella
hora de la tarde, suficiente luz como para que pudieran apreciarse todos y cada
uno de los valiosísimos tesoros que la decoraban.
—¿Alguna vez has oído hablar de los hermanos Pollaiuolo? —me preguntó
Lorenzo.
Negué con la cabeza.
—Ven a ver su obra —me condujo a la primera de un grupo de tres enormes
pinturas en las paredes del salón—. Son amigables competidores de Verrocchio.
En su bottega, trabajan algunos de los jóvenes más talentosos de toda Florencia;
a excepción, por supuesto, de tu sobrino.
—Esto es asombroso —señalé al contemplar los músculos perfectamente
torneados de un hombre desnudo, con el tocado de cuero flameando tras él. En
una mano, sostenía en alto el garrote que estaba a punto de descargar sobre una
bestia de muchas cabezas, y con la otra sujetaba el sinuoso cuello de una de
ellas.
—Es Hércules e Hydra —explicó Lorenzo.
Había otras dos pinturas de los hermanos Pollaiuolo, tan vitales y repletas de
hombres desnudos como la primera. Los únicos cuadros y esculturas que yo
había visto hasta entonces trataban temas cristianos. Aquellas pinturas, en
cambio, me remitían a mitos griegos, a las historias que mi padre me contaba a
modo de cuento antes de ir a dormir, y a las aventuras que tenía estrictamente
prohibido mencionar a otros niños.
Al volverme para comentarlo con Lorenzo, lo descubrí observando de un
modo peculiar los ondulantes músculos de Hércules, y me pareció percibir
fugazmente que mi anfitrión se sentía avergonzado. Cuando presintió el peso de
mi mirada, indicó deprisa:
—Ven. Hay mucho más que debes ver.
Volvimos a salir al descansillo de la escalera, y atravesamos una imponente
doble puerta de madera tallada. Por debajo de ella, se colaba un ligero aroma a
incienso.
—¿Una capilla? —pregunté intrigada—. ¿Dentro de tú casa?
—Es única —respondió—. Tuvimos que conseguir una dispensa especial del
Papa para poder construirla.
Abrió las puertas y me hizo pasar. Un extraordinario mural se alzaba hasta el
techo abovedado en tres de los lados del templo. No alcancé a reparar en la
escena que el artista había pintado pues, nada más ver los fabulosos colores con
que la había hecho, me quedé perpleja.
—¿Qué estoy viendo?
—El Viaje de los Magos, de Gozzoli.
Primero nos detuvimos a observar la pared oeste de la capilla. Estiré el cuello
con gran esfuerzo, y observé la extraordinaria obra con detenimiento, desde el
suelo hasta el techo dorado; no quería perderme absolutamente nada. Justo en
medio de la composición, contrastando con unas montañas blancas que no pude
adivinar si eran de mármol, hielo o nieve, se apreciaba, en efecto, una numerosa
procesión de hombres, a pie y a caballo. La pintura, no obstante, incluía también
animales, como por ejemplo un enorme gato jaspeado que corría tras un niño
subido a un caballo o un gran halcón que reposaba en el suelo.
—¿Quiénes son estas personas? —interrogué mientras admiraba el complejo
y meticuloso dibujo de rostros y trajes, las tramas y los pliegues de tejido, las
facetas de una gema y el lustre de las espuelas. Cada una de las plumas de
pájaro, cada uno de los pétalos de flor, cada uno de los árboles atiborrados de
fruta madura eran, en sí mismos, una ingeniosa obra de arte. Las hojas de
algunas plantas parecían pintadas con oro puro.
—Este cuadro encierra dos historias. Una, es la que intenta contar Gozzoli a
través de la escena que se ve en la obra; la otra es la que explica la identidad de
sus protagonistas —dijo Lorenzo—. La escena que ha querido pintar Gozzoli es
el viaje que emprendieron los tres Reyes Magos en ocasión del nacimiento de
Jesús. Ahora bien, diez años atrás, cuando mi abuelo y mi padre lo contrataron
para que pintara este fresco, se acostumbraba a recurrir a personalidades que el
artista conocía o admiraba para representar a las figuras bíblicas.
—Como, por ejemplo, sus mecenas… —sugerí.
—No sólo los mecenas, sino también sus familiares y amigos. Figuras
destacadas de la época. Quizás, incluso, el propio artista. En este fresco, por
ejemplo, Gozzoli aparece tres veces. El rey Melchor —reveló Lorenzo
apuntando a un anciano con un tocado parecido a una corona— es el emperador
del Sacro Imperio Romano. Y, éste de aquí es Baltasar, el rey mago de Oriente.
Para representarlo, Gozzoli escogió a Juan V Paleólogo, el emperador bizantino.
Ambos vinieron a Florencia en el año 1439. Fue un encuentro memorable
celebrado con él objetivo de evitar la escisión de la Iglesia católica. Una
iniciativa que, poco después, fracasó.
—Cuatro años después, los turcos conquistaron Constantinopla —afirmé.
—Correcto. En cualquier caso, el encuentro tuvo sus consecuencias, tan
inesperadas como extraordinarias. Entre los miembros del séquito de Juan, se
contaban algunos de los eruditos, pensadores y teólogos griegos más
distinguidos de la época. Florencia bullía con acalorados debates en los que se
enfrentaban célebres pensadores de Oriente y Occidente. Fue así como aquel
legendario cónclave desembocó en una pasión por el estudio de la cultura
clásica. Mi abuelo se obsesionó con el arte y la filosofía antiguos y, cuando todo
el mundo se hubo marchado, contrató a exploradores como Niccolo Niccoli y
Poggio Bracciolini para que recuperaran los manuscritos perdidos de aquella
época.
Estuve a punto de revelarle la conexión de mi padre con Poggio, pero al final
desistí.
—Florencia nunca volvió a ser la misma —concluyó Lorenzo.
—Cuéntame algo sobre ésta de aquí —le pedí señalando una pintura en la
pared oriental. Se trataba del más multitudinario y minucioso de los tres frescos.
En él, seis hombres a caballo, rodeados por docenas de seguidores, bajaban de
un castillo en lo alto de las montañas. Un perro perseguía a un hombre a caballo
y éste, a su vez, corría detrás de un ciervo.
—Aquí está mi familia —dijo Lorenzo sonriendo—. Fuimos los mecenas de
Gozzoli, de modo que no podíamos faltar.
—Este hombre se parece a tu padre —observé señalado a un hombre de
mejillas prominentes, ataviado con un opulento traje rojo, que montaba un corcel
blanco. De pronto, me dio pudor referirme a él con semejante naturalidad—. Lo
vi en la fiesta de tu compromiso.
—Oh, sí. El día que te arrojaste a los pies de mi caballo. —Lorenzo tenía una
forma de hablar que me hacía sentir particularmente cómoda—. Es cierto. Aquél
es mi padre, Piero, y el que va detrás de él, en un alazán, vestido con el hábito
modesto de un monje, es mi abuelo Cosme.
—¿Y dónde estás tú?
—En realidad, estoy en dos sitios —reveló con una sonrisa sardónica—.
Aquí… —explicó mientras apuntaba a un hombre muy joven de facciones
refinadas, casi angelicales, que montaba un caballo ataviado con una magnífica
gualdrapa. A diferencia de su padre y de su abuelo, aquel jovencito vestía el traje
de un auténtico rey y, sobre su cabeza, descansaba una corona con incrustaciones
de piedras preciosas—. Se trata de una versión idealizada de Lorenzo de Medici,
que quizá se corresponda con el aspecto que el artista imaginaba que tendría el
soberano de una gran república —luego, señaló un rostro apenas visible entre un
grupo de eruditos fácilmente reconocibles por sus birretes escarlata—. Aquí
estoy de nuevo, pero aparezco con mi verdadero aspecto. Se pueden ver mis diez
años de edad, mis labios prominentes, e incluso mi nariz ligeramente aplastada
—dijo Lorenzo con absoluta sencillez; aquello no parecía herir su vanidad en lo
más mínimo—. Oye, hay algo que quiero que veas antes de que nos sentemos a
cenar.
Lorenzo parecía entusiasmado, no había quién lo detuviera. Me condujo
escaleras abajo hasta el patio de las columnas de la planta baja.
Tal como mi amigo había anunciado un momento atrás, el patio estaba
desierto. No había banqueros, ni mercaderes ni, tampoco, gente negociando o
regateando. Un grupo de sirvientes barría el suelo de mármol en el más absoluto
silencio, mientras otro lustraba las pesadas puertas de madera que parecían
capaces de contener un pequeño ejército. Tan sólo una hora atrás, la atmósfera
que reinaba en el palazzo había sido caótica y salvaje; en aquel momento, en
cambio, era serena e íntima.
Atravesamos el patio en diagonal, hasta dar con una discreta puerta que
había al otro lado. Paradójicamente, nada más entrar, advertí que el salón que
nos esperaba dentro era cualquier cosa menos discreto.
Se trataba de una extraordinaria biblioteca. Cada una de sus cuatro paredes
estaba recubierta, desde el suelo hasta el techo, por unos amplios armarios y
estanterías de madera con detalles de marquetería en madera de nogal y ciprés.
Por su aspecto y aroma, intuí que acababan de terminar de montarlos. Había
varios opulentos atriles, sobre los que eventualmente descansarían los
manuscritos. Me volví hacia Lorenzo y lo descubrí extasiado. En su expresión
convivían, en perfecto equilibrio, el entusiasmo y la serenidad.
—Hasta hace poco, esta colección se encontraba en el convento de San
Marco. Se trata de los libros y manuscritos que coleccionaban mi abuelo y mi
padre, a los que yo mismo he añadido alguna obra recientemente adquirida. ¿Por
dónde empezar? —preguntó con una sonrisa radiante.
—Por el más antiguo —sugerí. Su pasión era contagiosa.
—De acuerdo, por el más antiguo —dijo con una sonrisa.
No tuvo que pensarlo demasiado. Atravesó la sala y abrió un armario con
una vidriera de colores. Con un ademán reverencial, casi religioso, cogió un
pergamino sumamente antiguo de uno de los anaqueles, lo apoyó sobre una
gigantesca mesa y me indicó que tomara asiento frente a él. A continuación, lo
desenrolló con una delicadeza que no parecía poder provenir de sus fuertes y
musculosas manos.
Leí el título, que estaba en griego, y me quedé sin aliento.
—¿Esto es… el original? —pregunté, perpleja.
—Lo es.
Las palabras que tenía frente a mí habían sido escritas quince siglos atrás. Mi
padre me había mencionado aquel texto alguna vez, pero nunca había tenido una
copia de él en su poder, y por tanto tampoco lo había traducido. En silencio, leí
las primeras líneas de Antígona, la célebre tragedia de Sófocles. De pie detrás de
mí, Lorenzo se regocijaba con mi fascinación. Me hubiera quedado leyendo
aquella proverbial obra durante horas pero, al cabo de un rato, con sumo cuidado
y tanta calma como pude, la guardé.
—Tengo un tratado griego sobre cirugía —comentó Lorenzo—, o quizá te
apetezca ver un manuscrito con las cartas de Cicerón, o bien las de Tácito; tengo
dos de Tácito. Toda la literatura clásica y cristiana de la Antigüedad…
—¿Puedo volver aquí cuando disponga de más tiempo? —lo interrumpí
volviéndome hacia él.
—Pues, claro —accedió con una radiante sonrisa—. La principal ventaja de
esta biblioteca, Catón, es que es la única biblioteca pública de toda Europa. Eso
quiere decir que todos los eruditos son bienvenidos aquí.
Era una idea asombrosa.
—Es La Casa del Saber —concluyó con solemnidad.
—Es una metáfora muy bonita, Lorenzo.
—Sí, pero no he sido yo el que la ha acuñado por primera vez, sino uno de
mis tutores: Ángelo Poliziano. —Lorenzo fue hasta un anaquel en el que
descansaban libros encuadernados del estilo de los que comenzaban a imprimirse
entonces, y recorrió sus lomos con el dedo—. Ésta es La Cuna del Saber que
hemos hecho revivir.
—Y ¿quién ha dicho eso?
—Ese he sido yo —afirmó sin poder ocultar cierto orgullo—. Me considero,
al menos en parte, un poeta. Pero tengo mucho que aprender.
—Entonces, ¿qué mejor lugar para ti que La Cuna del Saber?
—A veces pienso que, en cierto modo, me he convertido en mi abuelo —
confesó Lorenzo con el tono pausado de quien piensa en voz alta—. Si no
tuviera responsabilidades de Estado o familiares, gastaría toda mi fortuna en
libros.
—Mucho más de lo que gastarías en arte, eso es seguro… —intervino una
imprevista voz desde la puerta de la biblioteca.
Al volvemos, descubrimos a Sandro Botticelli, con su rostro alargado y
sensual, sonriéndonos desde el marco de la puerta. Su actitud desenfadada y
ufana parecía indicar que se sentía como en casa en aquel majestuoso palazzo.
Me descubrí sonriéndole. Aquel joven audaz me caía bien.
—¿De modo que, para Lorenzo, el arte y la política son ocupaciones
menores en comparación con la afición por los libros? —pregunté a modo de
saludo.
—Eso es un radical eufemismo —espetó Botticelli—. Este hombre está
obsesionado con los libros. Y lo mismo le sucedía a Cosme. Yo iba a buscarlo
para jugar con el balón, lo buscaba por todas partes y, finalmente, lo encontraba
junto a su abuelo en un rincón de la biblioteca de San Marco, enfrascado en…
¡La República de Platón! El anciano le señalaba un complejo pasaje con su dedo
retorcido, y él lo traducía con tal éxtasis que, de no haber sido por sus diez años,
se podría haber pensado que estaba haciéndole el amor a una hermosa mujer.
Lorenzo soltó una carcajada.
—Catón, me alegro de verte —prosiguió Botticelli—. Otra mente lúcida
siempre es bienvenida en nuestra mesa. Cuantas más voces haya, más
encarnizadas serán nuestras discusiones.
—Me complace estar aquí —dije—, aunque debo admitir que me siento
totalmente sobrecogido y fuera de lugar.
—Lo comprendo —prosiguió Botticelli—. ¿Te imaginas lo que fue para el
humilde adolescente de quince años que yo era que Cosme de Medici, el hombre
más importante de toda Italia, lo cogiera bajo su ala y educara como a un hijo
más de su maravillosa familia; y lo que significó que, más tarde, Lucrecia, la
madre de Lorenzo, que es la más encantadora de las mujeres, se convirtiera en
mi generosa patrona? Si existe algo así como un cielo en la tierra, creo haberlo
conocido.
El repentino y poderoso estruendo de un gong reverberó tres veces en todo el
palacio.
—Están sirviendo la cena —anunció Lorenzo—. ¿Vamos?
* * *
Tras la llamada del gong, nos encaminamos como tres amigables camaradas en
dirección al patio interno y, luego, hacia una puerta que supuse daría a la parte
posterior del palacio.
—Saluda a Adriano —ordenó en broma Botticelli cuando pasamos por
debajo de un nicho empotrado encima de la puerta, que contenía un busto de
mármol del infame emperador romano.
—Es el sodomita predilecto de Sandro —añadió Lorenzo, sonriendo con
indulgencia. Me pregunté qué otro tipo de indulgencias eran aceptables en
aquella familia.
Abandonamos el patio y, de golpe, fue como si nos hubiéramos transportado
a otro mundo. Resguardado del bullicio y de las ásperas piedras con que se había
edificado la ciudad, entre muros recubiertos de hiedra, había un paraíso natural
cien veces más grande que el del jardín de Verrocchio. Había una profusión de
arbustos en flor con sinuosos senderos enredados entre ellos, pequeñas parcelas
con todo tipo de flores y hierba, árboles podados con elegancia junto a otros que
crecían totalmente salvajes. Una pareja de pavos reales se paseaba por el jardín a
su antojo, y se oía el fervoroso trino de algo así como una bandada de pájaros.
Entre la vegetación y las fuentes, alcancé a advertir una imponente estatua de
bronce, la figura de una mujer a punto de decapitar a un hombre encorvado. «Por
una vez, no se trata de una madona de sonrisa cándida…», pensé.
—Por aquí —indicó Lorenzo—. Cenaremos en la galería.
Tres colosales arcos de piedra, separados por antiguas columnas de mármol
de estilo griego, dominaban la pared sur del jardín. Atravesamos uno de los
arcos, y fuimos a parar a un amplio recinto de techo abovedado presidido por
una inmensa mesa; quizá fuera el mueble más grande que había visto en mi vida.
La mesa tenía capacidad para, al menos, cuarenta comensales, aunque aquel
día, dispuestos en un extremo, había sólo ocho lugares. Si bien es cierto que el
salero y los candelabros de filigrana plateados hubieran bastado para construir
toda un ala nueva de Vinci, el resto de la vajilla me sorprendió por su
simplicidad. Los platos de terracota y los vasos eran iguales a los que podía
haber en la mesa de mi propio padre.
En ese momento, a través de los tres arcos que comunicaban con el jardín,
comenzaron a llegar los demás comensales. Había una jovencita que, intuí, sería
Clarice de Orsini, la esposa de Lorenzo. Mi amigo Benito estaba en lo cierto, la
romana recién llegada al clan de los Medici se veía algo arrogante. Era alta
(aunque no tan alta como yo), tenía un pálido rostro bien redondeado, un cuello
largo y estrecho y una abundante melena de pequeños rizos que tiraban más al
rojo que al rubio. No era fea pero, nada más ver la vanidosa inclinación de su
barbilla y el constante mohín con que apretaba los labios, sentí una inmensa pena
por Lorenzo.
Juliano y Lucrecia sostenían a Piero, uno a cada lado. Juliano acompañó a su
madre hasta su asiento y luego, junto con Lorenzo, ayudaron a su padre a
sentarse en la cabecera. Con una mueca de dolor, el soberano de Florencia
flexionó las rodillas y tomó asiento.
Juliano y Lucrecia flanqueaban a Cosme. Lorenzo y su esposa se sentaron
junto a Juliano, y yo ocupé mi sitio frente a Lorenzo, pero del lado de su madre.
Sandro Botticelli se sentó junto a mí, y al lado de Clarice había un espacio vacío
que nadie comentó.
—Éste es mi nuevo amigo: Catón Cattalivoni —anunció Lorenzo con gran
satisfacción. Luego me presentó a su madre, a su padre, a su hermano y a su
esposa uno por uno.
—Lucrecia, ¿bendecirás nuestra mesa? —sugirió Piero a su esposa con la
voz ronca del dolor.
Todos cerramos los ojos y oramos junto a la madre de Lorenzo. Tenía una
voz preciosa y melódica. De golpe, se apoderó de mí un zarpazo de nostalgia,
una pena tan grande que casi podía sentirla como una presencia física en el
cuerpo: añoraba a la entrañable madre que nunca había conocido.
En cuanto terminó la plegaria, se aproximaron los sirvientes. En sus fuentes
de madera, traían humeantes filetes de ternera con salsa de naranjas y ravioli en
un fragante caldo de azafrán. Sirvieron también un delicioso pollo con hinojo y
una tortilla francesa con setas y hierbas, entre las que se adivinaban la menta, el
perejil y también algo de mejorana. Sería sin duda un festín, aunque en realidad
fueran platos sumamente simples, en absoluto diferentes de los que Magdalena
podía habernos servido a mi padre y a mí.
De pronto, se oyó mi nombre. Lorenzo hablaba con sus padres.
—¿Recordáis aquel fabuloso aparejo de un sol con sus constelaciones que
Verrocchio y sus aprendices construyeron para nuestra tercera fiesta de bodas?
—su madre asintió—. Es un diseño de Leonardo Da Vinci, el sobrino de Catón.
Mi amigo acaba de abrir una maravillosa botica en la Via Riccardi.
—En realidad, se trata de la botica de mi tío —precisé—. Vendrá a vivir a
Florencia en cualquier momento.
—Catón, eres muy modesto. El que ha arreglado y preparado la tienda hasta
convertirla en un sitio fantástico has sido tú.
—Sea como fuere, Catón, estamos encantados de teneros en nuestra mesa —
señaló Lucrecia dirigiéndome una cálida sonrisa de bienvenida. Las puntas de
sus incisivos se superponían apenas, pero eso no hacía más que realzar su
encanto natural.
—¡Oh, Dios mío! ¡Quedé fascinada con ese sol y esas estrellas! —exclamó
Clarice con una voz que se parecía más a la de una niña que a la de una mujer—.
Tuvimos tres fiestas —me aclaró—, una mejor que la otra. La familia de mi
esposo hizo construir especialmente para la ocasión un gran salón que se
extendía sobre la Via Larga. En cada uno de los festejos se sirvieron cincuenta
platos diferentes… ¡y en vajilla de oro! —agregó con ironía.
—Clarice encuentra muy extraño que, cuando comemos en familia, nos
sirvan cosas simples en sencillos platos de cerámica —comentó Lorenzo
procurando ocultar que aquello le divertía—. De hecho, la primera vez que su
madre vino a visitarnos se sintió ofendida por ello.
—Es que es un tanto extraño… Pero no llega a ser tan vergonzante como
cuando, en nuestra fiesta de bodas, en vez de sentaros con los invitados os
pusisteis de pie para servirles la cena.
—Clarice, no tienes nada de qué avergonzarte —terció Lucrecia—. Lorenzo
tiene el don de adivinar qué es conveniente o apropiado en cualquier tipo de
situación. Y lo tiene desde que es muy pequeño. De lo contrario, ¿te parece que,
a los dieciséis años, habría sido enviado por su padre a ver al Papa…?
—Tenía diecisiete, madre.
—Cuando fuiste a Milán, a la boda del hijo del duque Sforza, tenías dieciséis
—le recordó— y, de camino, te detuviste a comprobar que todo marchara bien
en las sucursales del banco de Bolonia, Venecia y Ferrara. Y, es cierto, cariño —
miró a Lorenzo con una sonrisa—, cuando tu padre te envió a Roma a arrancarle
al Papa una concesión para que la familia pudiera explotar las minas de alumbre
situadas en territorios papales, tenías diecisiete.
—Vuestros hermanos me aconsejaron durante todo el viaje —recordó a su
madre. A Lorenzo parecía avergonzarle que lo elogiaran frente a mí, pero
Lucrecia no había acabado.
—Mis hermanos, para el caso, no estaban contigo cuando fuiste a visitar a
aquella atroz criatura en Nápoles. —Lucrecia se dirigió directamente a mí—.
Don Ferrante, el líder de esa región, es conocido por su crueldad y su violencia.
Está decidido a hacerse con el control de toda Italia. Mi esposo envió a Lorenzo
a verlo para averiguar cuáles eran sus intenciones.
—Y no pude hacerlo —observó modestamente Lorenzo.
—Pero le caíste muy bien. Quedó fascinado contigo y alcanzaste un acuerdo
con él gracias al cual la Toscana y Nápoles han estado en buenos términos desde
entonces.
—Madre, por favor… —imploró Lorenzo.
—Sé cómo hacerla callar —dijo Juliano con una sonrisa pícara.
—Oh, no, hijo… —suplicó Lucrecia. Sabía lo que se avecinaba y comenzó a
ruborizarse.
—Nuestra madre —comenzó Juliano— es la mujer mejor educada de nuestro
siglo.
—Y una prestigiosa poetisa —continuó Lorenzo, satisfecho de que la
conversación ya no girara en torno a él—. Ha relatado la vida de san Juan
Bautista en terza rima, y también ha redactado una extraordinaria égloga acerca
de su heroína bíblica preferida: Judith.
—La mujer corpulenta del jardín, que está a punto de decapitar a Holofernes
—me aclaró Sandro.
Lucrecia, con auténtica modestia, bajó la vista. Sabía que sus hijos no le
permitirían interrumpir aquella letanía.
—Es amiga y patrona de artistas y eruditos —presumió Juliano.
—Y una sagaz mujer de negocios —intervino Piero—. No os olvidéis de las
fuentes de aguas sulfurosas de Morba que compró a la República y convirtió en
un exitoso balneario para la nobleza europea.
—¡Suficiente! Nunca jamás volveré a jactarme de vosotros… —anunció con
solemnidad, aunque a modo de broma. La mesa murmuró su aprobación—.
Aunque toda madre debería tener derecho a presumir de sus hijos —añadió
como si quisiera tener la última palabra en la discusión.
Estaba totalmente de acuerdo con ella, y sonreí para mis adentros. Toda
madre, en efecto, tenía derecho a alardear de sus hijos y a brillar de orgullo con
sus logros. Y, sin embargo, en la mesa de los Medici parecía ocurrir exactamente
lo contrario: los hijos se regodeaban en los logros de su madre.
De pronto, advertí que, por más divertido que estuviera con las bromas de
sus hijos, Piero había cerrado los ojos. Juliano notó lo mismo.
—¡Padre! —exclamó Juliano, y Piero abrió los ojos de inmediato—. ¿Qué
hacéis con los ojos cerrados?
—Intento acostumbrarme a ello —repuso con amargura.
A su alrededor todos exclamaron:
—No digáis eso…
Lucrecia sostuvo los doloridos nudillos del puño de su marido, se mordió el
labio y, con una mirada suplicante, me preguntó:
—¿Se te ocurre algo que podamos darle para hacer más llevadero el dolor,
Catón? Todos los médicos de mi marido se han dado por vencidos.
Miré a mi alrededor. No estaba segura de sí era correcto abordar un tema tan
íntimo como aquél en la mesa. Sin embargo, percibí el amor y la preocupación
de sus familiares, y noté en los ojos de Botticelli el mismo afecto por Piero que
en los de Lorenzo o Juliano. «Al diablo con los modales», pensé, y me incliné de
inmediato hacia Piero.
—¿Tenéis dificultades para orinar? —asintió—. ¿Y fiebre?
—Casi todos los días —contestó Lucrecia.
Guardé silencio un momento, e intenté recordar una decocción que había
recetado mi padre al señor Lezi, cuyo padecimiento era muy similar al del
patriarca de la familia Medici. Aquel brebaje no había curado la gota, pero había
mejorado considerablemente el dolor y la fiebre que aquejaban al pobre hombre.
—Si mañana vuestros hijos tienen a bien venir a mi tienda —dije sonriendo a
todos los jóvenes de la mesa, incluido Sandro—, os los enviaré de vuelta con
algo que, puedo prometeros, os ayudará a sobrellevarlo.
Lucrecia volvió a morderse el labio y procuró contener sus agradecidas
lágrimas.
—Gracias, Catón. Todos te lo agradeceremos mucho —dijo Lorenzo con una
sonrisa—. Nos verás aparecer en tu botica a primera hora de la mañana como
una manada de perros hambrientos.
Entonces todos sonrieron, y el mismo Piero pareció sentirse esperanzado.
—Perdonad la tardanza —se disculpó una voz desde debajo de uno de los
arcos que dividían la galería del jardín.
Todos levantamos la vista en dirección a un hombre de rostro dulce, que
tendría unos treinta y cinco años, y que se dirigía a toda prisa a ocupar su lugar
en la mesa, junto a Clarice.
—Permíteme presentarte a un viejo amigo de la familia y entrañable tutor:
Marsilio Ficino.
Me sentí verdaderamente abrumada. Ficino era un legendario erudito, uno de
los escritores y traductores más célebres del mundo.
—Silio —continuó Lorenzo—, éste es nuestro amigo Catón, el boticario.
Me pareció percibir un dejo de orgullo en el modo en que Lorenzo me
presentaba ante Ficino, y me alegré de que mi nueva identidad fuera tan bien
acogida. Me descubrí irguiendo ligeramente la espalda en la silla. La velada, que
había tenido un fantástico comienzo, se estaba convirtiendo en una ocasión
extraordinaria, había prestado mi consejo médico al patriarca de la familia en el
Palazzo de Medici y, un momento después, ¡me presentaban a Marsilio Ficino!
Me pregunté si mi padre me creería. Entonces recordé lo que me había dicho al
regalarme una buena parte de sus libros. Me había advertido que, cuando
estuviera entre los grandes hombres de Florencia, los necesitaría. ¿Cómo podía
haberlo adivinado?
Mi mente se había desviado de la mesa un instante. Cuando mi atención
volvió a centrarse en la escena que se desenvolvía a mi alrededor, descubrí que
conversaban sobre un tema fascinante; esperaba no haberme perdido un solo
detalle. Lorenzo hablaba con aire reverencial acerca de un antiguo texto,
recuperado seis años atrás, que había cedido a Ficino para traducir.
—¿Recuerdas lo ansioso que estaba mi abuelo por ver aquella traducción
acabada? —preguntó Lorenzo a su tutor.
—La palabra «ansioso» no basta para describir siquiera una ínfima parte del
anhelo que apremiaba a Cosme por ver el manuscrito acabado. Yo diría que
estaba, más bien, furibundo.
Botticelli, Lorenzo y Lucrecia rieron al recordarlo. Piero, en cambio, asintió
con gesto solemne y, a continuación, dijo:
—Estaba decidido a leer el Corpus Hermeticum completo antes de morir y,
gracias a ti, Silio, su sueño se hizo realidad.
—¿Cuánto tiempo te llevó traducir el texto del griego al italiano vulgar? —
quiso saber el sonriente Lorenzo con un dejo de ironía—. ¿Seis meses?
—Cuatro —lo corrigió Ficino—. Todos sabíamos que se moría —recordó
con una expresión sombría—. ¿Cómo iba a decepcionarlo?
—Perdonad mi ignorancia —me excusé—. Pero nunca había oído hablar del
Corpus Hermeticum.
Todos clavaron su mirada en mí. Lorenzo tomó la palabra y, dirigiéndose al
resto del grupo, anunció:
—Catón ha leído el Asclepio, en griego.
Ficino me miró y asintió con un gesto de aprobación. Sentí que una ráfaga de
calor me asaltaba la nuca. Recé por que no alcanzara mis mejillas y me hiciera
ruborizarme como una niña.
—La obra aún no ha sido publicada —explicó Ficino—, pero si has leído el
Asclepio, entonces estás familiarizado con las palabras de su autor: el gran sabio
egipcio Hermes Trismegisto. El Corpus es una obra, hasta hoy desconocida, de
ese mismo autor.
Evidentemente, la expresión de mi rostro dejó entrever mi sorpresa.
—Al igual que el Asclepio, procura esclarecer la mágica religión egipcia —
continuó Ficino.
—Sólo que el Corpus va mucho más lejos —intervino Lorenzo.
Todo aquello me dejó perpleja, y tuve que concentrarme en no dejar caer mi
mandíbula. No podía creer la naturalidad con que estos nobles caballeros
discutían abiertamente un asunto que, para la Iglesia, era una flagrante herejía.
—Hermes Trismegisto explica en detalle cómo se recurre a imágenes
mágicas y a talismanes en pos del desarrollo espiritual —agregó con gran
entusiasmo Sandro Botticelli—. Menciona incluso unas estatuas parlantes.
Clarice tosió con tanta vehemencia que creímos que se estaba ahogando.
Tenía las mejillas moradas de la indignación.
—Y bien, esposa… ¿Querías añadir algo? —le preguntó Lorenzo con una
sutil aspereza en la voz.
—Bueno… es sólo que, esto de conversar sobre magia, astrología y estatuas
que hablan… —comenzó Clarice. De pronto tuve la impresión de que aquellas
conversaciones eran muy frecuentes en la familia— es una blasfemia, ¿no es
cierto? —preguntó a su suegra con tono suplicante.
—Clarice tiene razón —observó Lucrecia con severidad, aunque también
con un dejo de condescendencia. Lucrecia podía ser conocida por su fervor
religioso pero, antes que una devota cristiana, era una madre indulgente—.
Todos vosotros despedís cierto tufillo a azufre —dijo al final reprimiendo, a
duras penas, una sonrisa.
La familia rió.
—Todo lo que queremos es aproximarnos a lo Divino sin la mediación de un
salvador —insistió Ficino.
—Esa reflexión se acerca demasiado a la herejía ¿no te parece Silio? —
previno Lucrecia con tono afectuoso.
—Mucho más herético es, en todo caso, servirse de la magia astral y de la
determinación astrológica, como lo hace nuestro maestro Ficino —comentó
Lorenzo y, en ese momento, me quedó claro que lo que buscaba era que su
esposa se enfadara—. Y, sin embargo, son prácticas legítimas para todos los
filósofos.
Lucrecia ponderó las palabras de su hijo. Clarice, entretanto, parecía a punto
de estallar, presa de la ira.
—No debes perder de vista, mi querida —prosiguió Marsilio Ficino—, que
el más cristiano de los filósofos leía a Hermes Trismegisto, y tomaba sus
palabras muy en serio. Quizá no estuviera de acuerdo con él en todo, pero no por
eso lo llamaba hereje.
—Es cierto —terció Lorenzo—. La sabia tradición iniciada por Hermes
Trismegisto puede vincularse, directamente, con el propio Platón, y ¿quién se
atrevería a negar que Platón era un sabio?
—Incluso —agregó Ficino dirigiéndose a mí—, hemos empezado a creer que
Hermes Trismegisto era contemporáneo del propio Moisés.
—¿De veras? —Aquel hallazgo me pareció asombroso. Tenía que contárselo
a mi padre cuanto antes.
—De veras —afirmó Lorenzo—. Incluso hemos llegado a considerar la
posibilidad de que Hermes Trismegisto fuera, en realidad, Moisés.
—Me voy a descansar —anunció Piero de pronto. Había oído suficientes
reflexiones filosóficas, o bien el dolor lo había vencido. Apoyó las manos sobre
la mesa e intentó ponerse de pie solo.
—¡Esperad, padre! —exclamó Botticelli poniéndose de pie de un brinco—.
Por favor, no os vayáis todavía. Tengo algo que enseñaros.
El gesto de dolor desapareció de su rostro y, más relajado, curvó la boca en
un agradable mohín de expectación. Volvió a tomar asiento en su silla. Sandro
dio un paso al costado y nos indicó:
—Que nadie se mueva de la mesa —comenzó a alejarse—, excepto tú,
Juliano, ¡ven a ayudarme! —El más joven de los Medici siguió a Botticelli a
través de una puerta que parecía comunicar la galería con el palazzo.
Un momento después, se oyó que algo crujía sobre el suelo de mármol.
Sandro y Juliano empujaban una plataforma con ruedas, sobre la que descansaba
un objeto rectangular recubierto por un lienzo manchado de pintura. Mediría
unos dos metros de alto por cuatro de ancho.
El artista se colocó frente a nosotros y nos miró con una amplia sonrisa.
Retiró el lienzo poco a poco y permaneció de pie junto a su obra. Nos quedamos
atónitos. En el más absoluto silencio, cada uno de nosotros intentó asimilar el
esplendor de aquel cuadro.
—Lo he llamado El nacimiento de Venus —dijo Botticelli.
La pintura era, a primera vista, asombrosa; de un flagrante paganismo y
evidentemente erótica. Era una prueba concluyente del incuestionable talento de
su autor.
La pieza representaba a una espléndida mujer desnuda que parecía a punto de
desembarcar de una concha en una costa fecunda, tras atravesar un plácido mar.
La proporción y belleza de sus facciones era tal que podría haberse pensado que
la había pintado el mismísimo Creador. Su pálida piel salpicada de destellos
rosados parecía tan tersa que uno creía poder ver a través de ella. Su cabello era
glorioso: cobrizo, largo y espeso. Le llegaba por debajo de las nalgas, desde
donde cogía un mechón y lo utilizaba para cubrirse con modestia.
La imagen de la mujer me cautivó de tal manera, que no fue sino hasta que
observé un sector de su bellísima cabellera volando hacia un lado que por fin
percibí las demás figuras del cuadro. A la izquierda, suspendidos en el aire en
medio de lo que parecía una tormenta de flores, había unos dioses alados. Eran
un dios y una diosa de mejillas redondeadas que, entrelazados, soplaban la brisa
que agitaba el cabello de la diosa del amor, en el centro del cuadro.
A la derecha de Venus había otra figura, también femenina, que quizá fuera
la primavera. Ataviada con un hermosísimo vestido de discretas flores, sostenía
en alto una capa con ramilletes bordados, con la que parecía exhortar a la diosa a
cubrir su desnudez.
Por más que lo intentaba, no podía apartar mis ojos de la figura de Venus.
Era delgada, y tenía uno de sus delicados pechos al descubierto, mientras que el
otro quedaba oculto bajo su mano derecha. Su vientre y sus muslos eran más
bien pulposos y redondeados. Lo único que había de extraño en ella era su brazo
izquierdo. Era demasiado largo y daba la impresión de que colgaba desconectado
del hombro. En cualquier caso, nada atenuaba la belleza de su rostro, de sus
formas y de su expresión. Toda ella rezumaba una dulzura indescriptible.
Creo que Botticelli no esperaba la emoción de su audiencia ni, tampoco, su
perplejidad.
—¿Se nota lo que he intentado hacer aquí, Marsilio? —preguntó a Ficino,
rompiendo el silencio—. ¿Se ve que la imagen procura reflejar el concepto de
Idea? Si te fijas, verás que he utilizado el verde para Júpiter, el azul para Venus y
el dorado para el Sol. ¿No sería esta mujer un talismán perfecto para atraer el
poder del planeta Venus, para captar la energía vital de los cielos, para atesorar
su eco…, su sabor…, para invocar el concepto celestial del Amor? —Se había
llevado una mano al corazón y sus ojos resplandecían de emoción.
—Mi niño… —dijo por fin Lucrecia—. Has hecho mucho más que pintar un
talismán. Se trata de una trascendental obra maestra.
—Diría que es la mujer más hermosa que se haya pintado jamás —observó
Lorenzo—, desde el principio de los tiempos.
—¿A qué encantamiento tendríamos que recurrir para infundirle vida? —
murmuró Juliano—. Le haría el amor… De inmediato.
Todos estallaron en carcajadas, y el hechizo por fin se rompió, pero, justo
antes de que nos echáramos a reír, advertí por el rabillo del ojo que Lorenzo me
había clavado la mirada. Por fortuna, creo que no se dio cuenta de que lo había
descubierto.
—Sandro, ven aquí —ordenó Piero al hombre que su padre y él habían
educado desde niño. Su voz era seria y contundente. Botticelli se arrodilló junto
al patriarca de la familia y apoyó la cabeza en una de sus inflamadas rodillas. La
mirada del anciano se posó en Ficino.
—Marsilio, éste es el resultado de vuestra influencia; la veo, la oigo. Son
vuestras lecciones sobre espíritus, fuerzas ocultas y magos que controlan la
influencia de los astros… Esta obra —los demás permanecíamos inmóviles sin
atrevemos siquiera a respirar. Piero miró el cuadro de Botticelli— me da ganas
de vivir un día más —concluyó con la voz embargada por la emoción.
Lucrecia dejó escapar un sollozo y se aferró al brazo de su marido. Hubo una
explosión general de alivio y de júbilo. Sandro, agradecido, besó las manos de
Piero. Los demás nos pusimos de pie y fuimos hasta el cuadro a estudiar su
perfección más de cerca.
Clarice, en voz baja, se puso a protestar ante su suegra por la ofensiva
desnudez de Venus. Yo, por mi parte, me concentré en la conversación entre
Ficino y los hermanos Medici.
—Siempre os he dicho que las imágenes tienen propiedades curativas —les
recordó el tutor.
—Quizá tengan la misma potencia que las medicinas de un boticario —
sugirió Lorenzo.
—Sin duda —murmuró el maestro aprobando a su discípulo—. Sin duda.
Capítulo 11
—¡Tío Catón!
Levanté la vista y, junto a la puerta de la botica, en el lugar preciso en que
me había sorprendido Lorenzo algunas semanas atrás, descubrí a mi hijo.
Estaba enfrascada en una conversación con mis nuevos clientes, Benito y su
abuela, la señora Anna Russo, y por eso no había oído el repiqueteo de la
campanilla que Lorenzo y yo habíamos colocado. La alegría y la sorpresa sin
duda debieron de iluminar mi rostro, porque Anna se volvió con gran
expectación a conocer a mi «sobrino». Recé por que la confusión que me
provocaba el que mi hijo me llamara «tío», en vez de «madre», no fuera igual de
evidente.
—¡Leonardo! —lo saludé alegremente con la voz grave de hombre que, para
entonces, ya impostaba con absoluta naturalidad.
Gracias a la verdadera necesidad de un herborista en el vecindario y a los
incontables rumores sobre mi talento que Benito había puesto en circulación, la
botica había tenido un éxito inmediato. Aunque todavía no tenía letrero, nada
más abrir la puerta los clientes habían inundado la tienda con todo tipo de
padecimientos: verrugas, fiebre, infecciones y desajustes menstruales. Al
principio, la gran mayoría de mis pacientes eran mujeres que alegaban no
haberse sentido nunca tan cómodas discutiendo asuntos íntimos con un hombre.
Poco después, venían a verme damas y jovencitas de todos los rincones de
Florencia, y algunas venían incluso desde el otro lado del Arno.
El vertiginoso desarrollo tanto del negocio como de la consulta hizo que me
afianzara en el empleo de mi voz de hombre y también en mi nueva
personalidad. Pero la verdadera seguridad en mí misma vino, en realidad, de mi
amistad con Lorenzo y de la aceptación de su familia; relación que, por
supuesto, no comenté a ninguno de mis clientes ni vecinos.
Como cabía esperar, el brebaje que había preparado para tratar la gota de
Piero de Medici no lo había curado, pero había conseguido, al menos, aliviar sus
principales incomodidades y, gracias a ello, Lucrecia me estaría eternamente
agradecida. Tras el pedido del medicamento para la gota, la madre de Lorenzo
comenzó a ordenarme una interminable sucesión de remedios de uso cotidiano,
de cosméticos y, en alguna ocasión, ordenó incluso pigmentos para Sandro
Botticelli. No me atrevía siquiera a pensarlo, pero sospechaba que, en cierto
modo, la madre de Lorenzo se estaba convirtiendo en mi patrona.
Leonardo miró a su alrededor y, al final, fijó la vista en el altísimo techo de
la botica.
—Tío, me gusta mucho vuestra tienda.
Benito fue corriendo hasta donde se encontraba Leonardo con una amplia
sonrisa en el rostro. Llevaba un buen tiempo insistiendo en conocer a mi sobrino,
que era apenas mayor que él.
—En realidad, no es la tienda de Catón —comentó Benito—. Al menos, eso
es lo que nos ha explicado nuestro nuevo boticario. Lo que está claro, en todo
caso, es que al anciano le costará mucho arrebatarle los pacientes a tu tío cuando
llegue.
—Mi tío abuelo apenas podría arrebatarle una lombriz de la boca a una
paloma. Tiene sesenta y ocho años de edad, y se encuentra muy débil —señaló
Leonardo mitad en broma y mitad en serio.
«Dios bendiga a este niño —pensé—. Me está ayudando a preparar el terreno
para la muerte de mi supuesto tío».
Salí de detrás del mostrador, me acerqué a Leonardo y lo saludé con un
varonil abrazo. Luego, se lo presenté formalmente a Benito y a la señora Russo.
A ambos les pareció un muchacho encantador. Anna vaticinó en tono
confidencial que un joven tan apuesto como él llegaría algún día a hacer muy
feliz a una hermosa señorita.
—Venid fuera, he venido a traeros vuestro nuevo letrero —señaló Leonardo.
—Mi letrero… —repetí con torpeza. Había olvidado la excusa con la que
había irrumpido en el taller de Verrocchio tres semanas atrás—. Por supuesto, mi
letrero.
Leonardo y yo, junto a Benito y su abuela, salimos de la tienda. Mi hijo
comenzó a desenvolver un sólido panel, largo y estrecho que, en letras verdes y
doradas, decía simplemente: «Botica». Las letras, llamativas y elegantes, tenían
a modo de reborde flores y plantas entrelazadas; se trataba de las hierbas y
medicinas que yo empleaba. Las hojas de una manzanilla en flor aparecían
enredadas en torno a un tallo de salvia, los pétalos amarillos de su flor rodeaban
delgados tallos de albahaca y perejil, y así se sucedían las hierbas y plantas sin
repetirse jamás. El trabajo de Leonardo me pareció conmovedor, pero me
obligué a no derramar una sola lágrima. Colocó una escalera y, junto a Benito,
alzaron y colocaron el letrero sobre el ventanal.
Un pequeño grupo de vecinos se arremolinó en torno a la botica. Todo el
mundo reía y conversaba alegremente; algunos, incluso, elogiaron al artista que,
a su vez, parecía encantado con los cumplidos. Benito se encargó de explicar a
todos los presentes que el pintor era mi sobrino.
Una vez colocado, el letrero quedó estupendo. Quitaron la escalera, y entre el
público estalló un espontáneo aplauso que Leonardo agradeció con una elegante
reverencia. Parecía muy complacido con la consecución de aquel logro artístico,
y con el reconocimiento público de mis vecinos.
Por mi parte, aquello me había hecho feliz. Me sentía plena. Quizá por eso,
cuando la multitud se dispersó y caí en la cuenta de que con ella también se
marcharía Leonardo, me asaltó una brusca contracción del estómago que mi hijo,
sin duda, percibió.
—Tío, tenía pensado pasar aquí el resto de la tarde —reveló Leonardo. No
había nadie a nuestro alrededor pero preferíamos, de todos modos, conducimos
con cierta cautela—. El maestro Verrocchio me ha dado el día libre.
—¿Hasta que anochezca? —pregunté asombrada con la generosidad de
Verrocchio, pues los maestros de todos los oficios eran conocidos por el modo en
que explotaban a sus aprendices.
—Y un rato más también —añadió.
—Oh, Leonardo… —se me llenaron los ojos de lágrimas.
—Será mejor que entremos —sugirió, y abrió la puerta.
Nada más entrar, coloqué el cartel de «cerrado». Al volverme, encontré a mi
hijo husmeando en una mesa que había dispuesto para la venta de pigmentos.
—Cuatro liras por una onza de azurita es un buen precio.
—Vamos arriba, donde no puedan vernos —sugerí.
Subió las escaleras detrás de mí, deteniéndose un momento para observar la
rebotica.
—Date prisa —insistí.
En cuanto llegamos a la sala de la primera planta, me abalancé sobre él con
un salvaje abrazo que Leonardo, por su parte, retribuyó con la misma fiereza.
Estuvimos un buen rato llorando, felices y aliviados, sin decir una palabra. Por
fin, nos soltamos y, al ver nuestros ojos rojos por las lágrimas, nos echamos a
reír.
—Ven, siéntate —le dije.
—No quiero sentarme, quiero explorar la casa y ver lo que habéis hecho. ¡Es
increíble! —Examinaba los libros, los tapices y los muebles, que le eran tan
familiares—. La tienda es fantástica; sus proporciones, los colores que habéis
elegido para pintarla… Y ¡miraos! ¡Pero si sois todo un hombre! —volvió a reír
—. ¿Cómo lo habéis conseguido?
—Pues tengo mis secretos —bromeé—, como tú sin duda tendrás los
tuyos…
—De ningún modo —repuso divertido—, nunca tengo nada que ocultar a mi
madre.
—Ven, subamos a la segunda planta. Tengo más cosas que enseñarte —
volvió a subir las escaleras detrás de mí.
—¿Cómo está el abuelo?
—Muy bien. Pero me temo que se siente un poco solo. Primero te fuiste tú y
después yo. Al final, se ha quedado solo en aquella aldea que nos trató con brutal
crueldad. Dice que tal vez se decida a hacer un viaje.
—¿Un viaje? ¿A dónde?
—A Oriente. Quizás incluso llegue a la India.
Leonardo dejó caer la cabeza un poco hacia atrás y, con una vehemente
exhalación, repitió:
—Oriente…
—Al parecer, ha encontrado un comprador para dos de sus manuscritos más
valiosos. Esa venta le bastará para financiar un viaje fantástico.
El rostro de mi hijo se encendió de dicha. No había en su expresión ni un
deje de envidia.
—Algún día yo también emprenderé un viaje a Oriente.
Había hecho una breve pausa en nuestro ascenso para que viera mi recámara
y la cocina. Creo que, cuando reemprendimos la marcha, Leonardo ya sabía lo
que nos esperaba en la planta superior. Nada más llegar, nos detuvimos ante una
puerta cerrada con llave.
—Madre… —me dijo con una mirada suplicante y picara.
Abrí la puerta y la empujé hacia dentro. Entró detrás de mí, y oí que volvía a
soltar una larga exhalación. Luego, un silencio sepulcral.
Cuando me volví, tenía los ojos cerrados y, con los dedos de su mano
derecha, se apretaba el entrecejo.
—Esto es demasiado peligroso… —observó al ver mi laboratorio de
alquimia.
—Es igual de peligroso que hacerme pasar por hombre.
—No estoy seguro.
—No lo desapruebas… ¿o sí?
—¿Desaprobarlo? ¡En absoluto, madre! Es sólo que estoy muy sorprendido.
Más bien, estupefacto.
Paseó la mirada por las mesas atiborradas de matraces, vasos de precipitado,
alambiques y retortas. Un buen fuego ardía en el rincón del horno de atanor.
—Madre, os adoro… —se ruborizó y sus ojos se llenaron de lágrimas—.
Habéis hecho todo esto por mí, para estar a mi lado.
—Pues lo vales, Leonardo —afirmé con una sonrisa.
Y, luego, con una pequeña carcajada agregó:
—Os lo juro, entre vuestras herejías y las mías, acabaremos ardiendo en la
hoguera.
—¿Y cuáles son tus herejías? —le pregunté—. Tan sólo tienes diecisiete
años.
Me pareció que se avergonzaba de algo. Prefirió no contestar.
—En fin —dije—, voy a preparar algo de comer y cogeremos el burro y el
carro.
—No os referiréis al viejo Jenofonte…
—Pues sí. Se pondrá muy contento de verte. Iremos hasta las colinas que
están al otro lado del río, y le contarás a tu madre en qué clase de problemas
tienes pensado meterte.
—Estoy tan feliz de teneros aquí —dijo.
* * *
Hacía demasiado frío como para pasar la tarde fuera: todavía quedaban
montones de nieve desparramados aquí y allá. Sin embargo, era domingo y las
iglesias llevaban un buen rato vacías. Para los jóvenes muchachos, imaginaba,
aquél era el momento ideal para reunirse a practicar algún deporte, y cuanto más
rudo mejor.
Junto a la muralla que cercaba la ciudad por el noreste, había dos colinas y,
en la verde hondonada entre ellas, un grupo de cincuenta caballeros se disputaba
la victoria. El balón de cuero volaba de un equipo a otro, y los hombres que
formaban la melé tenían un gesto severo, casi brutal. Aquél era un deporte ágil;
parecían volar con los pies, y sus manos se lanzaban hacia el contrincante, lo
aporreaban, se aferraban a él. Entre la ardiente multitud se oían gruñidos,
clamores y bramidos, pero también incrédulas protestas cuando alguien dejaba
caer el balón. El calor de sus cuerpos despedía una nube de vapor casi
imperceptible.
Fue muy fácil distinguir a Lorenzo entre todos los combatientes: era el de
pelo y ropa más oscuros. Al verlo blandir su cuerpo macizo y musculoso como
un toro furibundo, tuve la impresión de que también era el más temerario.
Juliano era tan sólo un niño en comparación con su hermano mayor, pero
compensaba su falta de fuerza con pura energía. Entre la multitud, descubrí a
Sandro Botticelli, pero no vi por ninguna parte a Leonardo.
Cuando, con un gutural crescendo en el que se entremezclaban la victoria y
la derrota, el partido por fin acabó, los contrincantes se dispersaron. En vez de
reagruparse cada uno en torno a su equipo, adoptaron la actitud de cincuenta
buenos amigos. Reían, bromeaban y se daban palmadas en el hombro unos a
otros.
Lorenzo me vio enseguida. Se apartó de la muchedumbre y vino hacia mí.
Otra vez aquella sonrisa…
—Qué bueno que hayas venido, Catón —me saludó—, aunque te has
perdido el mejor partido de calcio de mi vida…
A partir de aquella primera cena en el palazzo, Lorenzo me había
sorprendido con una incesante sucesión de invitaciones. Me invitaba a todo tipo
de eventos: desde misas festivas en la catedral (que yo eludía con la mayor
cortesía posible), hasta celebraciones públicas en las que, con una gran
satisfacción, pasé a formar parte del séquito de la familia.
—Tus heridas son relativamente leves —observé al notar un mero rasguño
en su frente y las manchas de barro de su barbilla y su túnica.
—Quizá convenga pasar por la botica y buscar un bálsamo de todos modos
—sugirió con excesiva familiaridad.
—La próxima vez tienes que venir más temprano, así también podrás
participar —propuso Juliano interponiéndose entre nosotros de un empujón.
Como de costumbre, no se tomaba un instante para irrumpir en la conversación.
—Me temo que nunca voy a poder volver a jugar al calcio. Me lesioné la
cabeza del fémur al caer accidentalmente de la ventana de un establo. Apenas
puedo cabalgar.
—Mi hermano está enamorado de su caballo —confió Juliano ahorrándome
la incomodidad de mentir.
—Cuéntame algo más sobre eso… —lo alenté divertida, mirando a Lorenzo
de reojo.
—No se separan un solo instante —continuó Juliano—. Lorenzo lo alimenta
él mismo y, cada vez que lo ve, el caballo se pone a piafar y a relinchar, como
bailando a su alrededor.
—Eso es porque el animal sabe elegir a sus amigos… —aclaró Lorenzo a su
hermano.
—Y si Lorenzo falta más de un día a sus labores como mozo de cuadra,
Morello, directamente, cae enfermo. —Juliano se volvió hacia Lorenzo y añadió
—. Cuando te fuiste a Nápoles, estuvo a punto de morir.
Otros muchachos se aproximaron a nuestro pequeño grupo. Sin decir una
palabra y con mi amanerado andar primitivo de siempre, desanduvimos juntos el
camino que nos conducía de vuelta a la ciudad. Si no me equivoco, el que
empezó con los cánticos fue Lorenzo. En cualquier caso, un instante después
toda la comitiva cantaba con él. Se trataba de una canción más bien vulgar sobre
una muchacha hirsuta que, a pesar de su pelambre, era una amante perfecta.
Daba la impresión de que todos se sabían la letra de memoria y, por alguna
razón, al final acababan dándose palmadas en las axilas y doblándose de risa.
Para entonces, nos encontrábamos en la ciudad, escogiendo una casa de mala
reputación o bien un opulento palazzo y poniéndonos a cantar a voz en cuello
bajo la ventana, hasta que nos abriera una entusiasmada señorita o una furibunda
ama de casa.
De golpe, Sandro Botticelli se interpuso entre Lorenzo y yo y nos cogió del
brazo.
—¿Algún verso nuevo para esta noche? —le preguntó a su hermano
adoptivo.
—A lo mejor tenga una o dos frases… —repuso Lorenzo con absoluta
modestia.
—Si dice eso es porque tiene una epopeya —bromeó Sandro volviéndose
hacia mí—. Sabías que es famoso por sus sonetos, ¿no es cierto? —añadió.
—¿De veras? —pregunté sonriendo.
—Era un joven precoz. Tiene escrita una caterva de sonetos; la mayoría son
poemas por demás sentimentales y de muy mal gusto sobre la mujer más
hermosa de toda Florencia.
—¡Bribón! —rió Lorenzo, asestando un codazo a Sandro—. ¡Alto! —ordenó
en voz alta a los demás, que le obedecieron como si fuera el capitán de un
pelotón.
Entonces, con una voz trémula, ardiente, y también algo desafinada, entonó
una canción bajo la ventana cerrada de la segunda planta de una casa:
Los demás fueron repitiendo las frases de Lorenzo como loros. Cuando por
fin acabaron, se abrió la ventana y una bella señorita salió a la galería. A pesar
del aire gélido que nos envolvía, vestía únicamente un vestido ceñido por cuyo
escote asomaban, a la luz de la luna, sus pálidos pechos.
—¿Quién me canta esta serenata? —preguntó al escandaloso grupo bajo su
ventana que, de pronto, se había quedado inmóvil. ¡Vamos, quiero saber quiénes
sois! Aunque no pueda veros diría, por ese áspero vozarrón, que entre vosotros
hay un Medici.
De pronto, una gran bola de nieve trazaba un arco en el aire y aterrizaba con
un suave «¡paf!» justo en medio de su escote. La muchacha soltó un alarido, y a
los jóvenes caballeros que me rodeaban les dio un ataque de risa.
—¡Lorenzo, estás loco! —exclamó Juliano sorprendido.
También a mí me asombró que el refinado caballero por quien había tomado
a Lorenzo hiciera una cosa así. Contuve el aliento, intentando adivinar qué
sucedería después. Lo más probable era que la joven nos regañara; que se
escurriera dentro a toda prisa o, quizás incluso, que aparecieran sus padres,
furiosos. Tuve miedo de mirar hacia arriba.
Sin embargo, lo que vi acto seguido fue que una gran bola de nieve se
estrellaba contra la cabeza del propio Sandro Botticelli. Sus camaradas, medio
muertos de risa, se pusieron a protestar como si aquello los escandalizara y
enfureciera. A empellones, salieron todos al mismo tiempo a buscar una bola de
nieve para arrojársela a la joven que, para entonces, empujaba hacia abajo, sobre
nuestras cabezas, toda la nieve que se había acumulado sobre la barandilla del
balcón.
La muchacha reía alegre hasta que, de pronto, pegó un grito ahogado. Se
asomó por el balcón, con la cabeza y el pecho empapados, exclamó: «¡Sois todos
unos malvados!», y volvió a entrar a toda prisa.
—Oh, no es nada, madre. Sólo había salido a tomar algo de aire fresco —la
imitó Juliano.
Una carcajada general se apoderó del grupo y huimos despavoridos hasta
rodear la esquina. Juliano y Sandro iban juntos al frente y, unos pasos detrás,
íbamos Lorenzo y yo.
—¿Tú no acababas de contraer matrimonio? ¿Así se supone que se
comportan los recién casados? —le pregunté intrigada de verdad en lo que podía
responderme, por más que sabía que incurría en terreno escabroso.
—Es una actitud aceptable —repuso algo sorprendido—. Diría, incluso, que
es más que aceptable: es esperable. Como bien sabrás, está el amor cortés y,
después, está aquello que llaman amor platónico —apenas hubo pronunciado
esas palabras, se puso a intentar explicarlas con evidente incomodidad—. Nunca
voy a amar a mi esposa tanto como a mi hermano. Nunca voy a amarla tanto
como a Ángelo Poliziano o a Sandro Botticelli —se tomó un momento para
recobrar el aplomo—. Clarice llegó a mí por razones políticas y militares. Será la
madre de mis hijos, le tendré un gran aprecio por ello y claro que querré a mis
hijos y también a mis hijas. Pero no puedo compartir con ella mis… —titubeó—,
mis pasiones intelectuales y espirituales. En ese sentido, tengo que admitir que
esperaba un poco más de ella. Pero no importa —concluyó con una amplia
sonrisa—, soy el hombre más afortunado de la tierra. No volverás a oír una sola
queja sobre mi matrimonio.
Andando todavía en parejas, como hasta entonces, llegamos al Mercato
Vecchio. Una multitud de hombres, mujeres y niños se había reunido en la plaza
del mercado. Conversaban animados y se palmeaban los brazos para combatir el
frío. Por encima del bullicio, se adivinaba el estrépito de cascos golpeando el
empedrado. En medio de la plaza habían construido un corral temporal en el que,
por lo que oía, habían encerrado algo así como media docena de caballos.
Apenas comenzamos a abrirnos paso entre la muchedumbre, nos sorprendió
una potente explosión. Un estallido de estrellas iluminó súbitamente el cielo.
Eran fuegos artificiales.
Con cada ráfaga de luz, la multitud exclamaba a coro «oooh» y «aaaah».
Lorenzo y yo llegamos al corral del centro de la plaza, donde las bestias asistían
con ojos desorbitados a la conmoción que había a su alrededor y al espectáculo
de luces que se alzaba sobre ellas.
En aquel preciso instante, alguien abrió la tranquera y metió otro caballo. Se
trataba de una yegua, y los que la esperaban dentro del corral eran sin duda todos
sementales. La multitud se estremeció, olvidó por un momento los fuegos
artificiales y se concentró en el espectáculo que estaba a punto de comenzar en el
centro de la plaza.
El olor de la yegua bastó para encender de inmediato a los caballos, que
comenzaron a resoplar, a relinchar y a chocar entre sí procurando acercarse a
ella. Cuando el cielo volvió a encenderse, vi el reflejo de los fuegos artificiales
en sus enormes y aterrorizados ojos. El más fuerte de los sementales la montó, y
los florentinos lo ovacionaron. Cuando volvió a arremeter contra ella, descubrí
azorada que yo misma no podía quitar la vista de aquel espumoso y caótico
espectáculo en el que se combinaban, de algún insólito modo, el más puro placer
animal con un intenso dolor.
Entonces vi que Lorenzo se había apartado de la multitud y hablaba con un
paje del palazzo. No podía oír lo que aquel hombre había venido a decirle pero,
por el modo en que mi amigo había dejado caer la mandíbula y por su mirada
pétrea, adiviné que alguna tragedia asolaba a su familia.
Me abrí paso entre los espectadores hasta llegar a Lorenzo. Se volvió hacia
mí y me suplicó:
—¿Podrías buscar a Juliano y a Sandro, por favor? Es nuestro padre… —
explicó abstraído. Luego, desvió la mirada y se excusó—. Debo irme ahora
mismo.
—Los encontraré. Lorenzo… —se volvió hacia mí una vez más, atónito,
como un animal herido. Lo abracé y, por fin, le dije—, lo siento.
—Mi padre… —susurró y se perdió entre la multitud.
Fui en busca de sus hermanos.
Capítulo 13
En la profunda y oscura capilla de San Lorenzo, al igual que en todas las demás
iglesias, los sonidos se amplificaban y reverberaban con gran intensidad. Aquel
día, sin embargo, la más estrepitosa cacofonía se había apoderado del espacio
delineado por sus altísimas paredes. En vez de estar poblada, como de
costumbre, por frailes y monjes dominicos absortos en sus plegarias y cantos
gregorianos, estaba atestada de canteros, carpinteros y forjadores golpeando,
labrando y aserrando a su antojo.
Complacida, advertí que conocía a muchos de ellos, pues eran maestros
artesanos o aprendices del taller de Verrocchio. El propio Maestro conversaba
con Lorenzo y, para mi sorpresa, justo en aquel instante, apareció Leonardo con
un gran rollo de fino alambre trenzado sobre el hombro.
Tomé asiento en un banco próximo a la puerta, algo intimidada por lo que
para mí era un entorno inusual. Hacía muchos años que no pisaba un templo
religioso, exceptuando la pequeña capilla que había en el Palazzo de Medici. Ni
siquiera la brillante construcción de San Lorenzo y su fabulosa decoración
bastaron para que se me pasara por alto el carácter en última instancia hipócrita
de su fervor religioso. Los Medici no toleraban a la Iglesia de Roma, ni tampoco
sus preceptos. Me pregunté cómo Leonardo, un intransigente ateo, soportaba
aquel entorno.
Lorenzo dio una palmada en el hombro a Verrocchio y escapó del ruidoso
recinto por una puerta en el ábside. Fui tras él. Atravesé el largo de la iglesia por
una de sus naves laterales con tal sigilo que ninguno de los atareados artesanos
que había allí advirtió mi presencia; ni siquiera el propio Leonardo. No me
importó; más tarde, tendría tiempo de sobra para verlo.
Al llegar al silencioso patio interno del monasterio, vi a Lorenzo sentado en
un banco de piedra que había junto a la fuente. Tomé asiento a su lado.
Se volvió y me sonrió. Su sonrisa aún era cálida, pero no brillaba con la
chispa de antes.
—Te he echado de menos —me saludó—. Me dice mi madre que estás muy
bien y que tu negocio está prosperando.
—Pues sí, y la verdad es que se lo debo, en gran parte, a ella.
Lorenzo tenía una expresión grave. Me pareció que, en los diez meses que
llevaba sin verlo, había envejecido diez años. Y lo comprendía. ¿Acaso no habría
envejecido yo también si me hubiera tocado perder a mi padre tras una larga y
penosa enfermedad? ¿No tendría el mismo gesto grave si me viera convertido de
golpe en el caballero más poderoso de toda Florencia?
Aquel día, Lorenzo de Medici había visitado la capilla para supervisar la
construcción de la tumba de su padre. Había encargado el trabajo al taller de
Verrocchio y, como primogénito, tenía el deber de asegurarse de que el sepulcro
del hombre que había servido a su ciudad con absoluta dedicación, y durante
tanto tiempo, fuera lo suficientemente digno.
Y, sin embargo, intuía que su tristeza iba más allá de la muerte de su padre.
Casi podía asegurarlo. Me había escrito para concertar una cita en la iglesia,
proponiéndome que aprovechara también para ver a mi sobrino. «Como si
necesitara una razón adicional para asistir a la cita», pensé.
Lorenzo suspiró.
—¿En qué piensas? —le pregunté con amabilidad.
Él rió, pero en su risa no había un ápice de alegría.
—Pensaba en la gente que ha muerto en Volterra, en las mujeres que han sido
violadas y en los niños que han quedado huérfanos. Estaba pensando en cómo
me convertí en el responsable de sus muertes, y en cómo esa miseria ahora pesa
sobra mi conciencia.
No supe qué responder. Toda Florencia hablaba del saqueo del pueblo vecino
de Volterra a manos de un ejército de mercenarios.
—¿Por qué dices que pesa sobre tu conciencia? —Lo interrogué con un
ligero temor de que pudiera parecerle una ignorante o un hombre mal informado.
Sucedía que nada de lo que había oído acerca de la masacre de Volterra
implicaba a Lorenzo de Medici.
Hizo silencio un momento y reflexionó, mientras yo respetaba su pausa, sin
insistir. Al cabo de un momento, comenzó a hablar con el tono escrupuloso de un
hombre que confiesa sus pecados ante un sacerdote.
—Nada más morir mi padre, se presentó ante mí una delegación de la
Signoria que, en representación de seiscientos florentinos, me pedía o, incluso,
imploraba que asumiera las responsabilidades de mi padre y el gobierno de la
ciudad.
Hasta ahí yo conocía la historia. En su día, había circulado por toda
Florencia como el más popular de los rumores, hasta convertirse, prácticamente,
en una leyenda.
—Les expliqué que no estaba listo para gobernar. Tenía apenas veintiún
años, era demasiado joven y no contaba con la experiencia necesaria —hizo una
pausa y, al cabo de un instante, continuó—. Pero no quisieron aceptar lo que
ellos consideraron una muestra de humildad. Pensé en Juliano y consideré que
gobernaríamos juntos. Pero él no tenía más que diecisiete años… —Apretó los
labios, levantó la cabeza y clavó la mirada en algún punto lejano frente a él—.
En mi familia, en Florencia, siempre se ha hecho así: dos hermanos gobernando
juntos. Mi bisabuelo Cosme gobernó con su hermano Lorenzo; mi padre lo hizo
con Giovanni. ¿Quién era yo para volver la espalda a esa entrañable y ancestral
tradición? Pero, al mismo tiempo, ¿cómo iba a conseguir asegurar la paz en
Italia con mi temperamento desmedido, mi intolerancia, mi afán de venganza,
mis extravagancias y mi hermano adolescente? —Se llevó una mano a la cabeza
y se apretó las sienes—. Miré fijamente a los hombres que conformaban aquella
delegación, y me di cuenta de que lo que me pedían era imposible.
—¿Por qué imposible?
—Porque Florencia es una república, y no un reino, Catón. Me pedían que
me convirtiera en un rey, pero sin corona, sin erario y sin ejército. Me pedían
que, a mis veintiún años de edad, supiera, de algún extraño modo, no sólo cómo
gobernar la ciudad de Florencia, sino también al pueblo italiano junto a los
duques de toda Italia y al Papa en Roma. Esperaban que lidiara con los
soberanos de toda Europa —con gente como el sultán del Imperio Otomano—
¡en calidad de ciudadano!
Permanecí atenta e inmóvil. Nunca había considerado el liderazgo político de
Lorenzo desde este punto de vista.
—Entonces, unos pocos meses después, vino lo de Volterra —su oscura tez
olivada adoptó un ligero color gris—. Respaldé a los propietarios de la mina de
alumbre, en vez de a los vecinos del pueblo, y cometí un grave error. Cuando
desafiaron mi autoridad, accedí a que un violento condottieri apostara un ejército
de mercenarios en las inmediaciones de la aldea.
—Lorenzo, no fuiste tú quien les ordenó que atacaran. Todo el mundo lo
sabe.
—¡Ese ejército no debería haber estado allí! ¡Ése fue, precisamente, mi
error! Y fue producto de mi inmadurez, de mi falta de experiencia —sacudió la
cabeza—, de mi orgullo.
—De acuerdo. Entonces renuncia a tu responsabilidad política —sugerí.
—¿Renunciar a mi responsabilidad? —exclamó—. Supongo que no lo dirás
en serio…
—Claro que no, Lorenzo. Has nacido para gobernar.
Estaba sentado con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos.
Su postura era tan poco pretenciosa, tan humana, que me hizo adorarle aún más.
—Soy cappa della bottega de Florencia —señaló—, el principal hombre de
la tienda, tengo que hacer bien mi trabajo e imponerme en el rol que el destino
ha escogido para mí. El ejército florentino es algo endeble. Tendremos que
sobrevivir por otros medios. Quizá sea suficiente nuestro predominio financiero
y mercantil.
—Es una tarea que está totalmente dentro de tus posibilidades —observé—.
Posees un don particular para la diplomacia.
Pensó un momento en mi observación y, a continuación, precisó:
—Sea como fuere, lo importante es solucionar el problema de Volterra. De
un modo u otro.
—Construye un orfanato en la ciudad —propuse—. Destina una pensión a
las viudas.
—Y ¿qué voy a hacer con las jóvenes cuyas vidas he arruinado?
«Arruinado… —pensé—. Si había alguien que sabía lo que significaba estar
“arruinada” en un pueblo pequeño, era yo».
—Envíales tutores —sugerí.
—¿Tutores? —se sorprendió.
—Si no disponen de una buena reputación, permíteles al menos acceder a
una buena educación.
—Tus palabras son las de un auténtico erudito —comentó con una sonrisa,
dejando entrever una infinitesimal chispa de alegría por primera vez en el día.
Luego, pareció sumirse en la evaluación de mi propuesta y, al cabo de un
momento, prosiguió—. Platón lo hubiera aprobado. Según él, Atenas
desperdiciaba el talento de la mitad de su población al no permitir que las
mujeres ocupen puestos en el gobierno y en la milicia —caviló un instante más
—. Llevo un tiempo intentando revivir la Universidad de Pisa, que había caído
en desgracia. Podría contratar a sus tutores, y quizá también a los de la
Universidad de Florencia, y enviarlos a Volterra —me miró admirado—. Me
gusta cómo piensas, Catón —concluyó.
—No hay mejor elogio que ése —respondí—. Es un gran honor, no sólo para
mí, sino también para mi padre —sentí que comenzaba a sonrojarme.
Aquel día, Lorenzo no había hecho más que comentar mis facultades
intelectuales y pedir mi consejo, pero con eso había bastado para que renaciera la
conexión especial que siempre nos había unido.
Un rumor de voces alborotadas procedentes de la puerta que comunicaba la
iglesia con el patio interno nos rescató de la incomodidad de nuestra difícil
conversación. Eran los aprendices de Verrocchio, cada uno con su comida en una
bolsa.
Leonardo me vio enseguida y vino hasta el banco donde me encontraba.
Saludó a Lorenzo con un cordial «mi lord», y se inclinó ante él con la elegancia
propia de un refinado caballero. Lorenzo, a su vez, le respondió con una cortés
inclinación de la cabeza.
Me puse de pie para recibir a mi hijo. En cuanto lo abracé, advertí que sus
músculos se tensaban de un modo distinto al habitual y aquella tensión, junto
con el inusual mutismo que vino a continuación, me indicaron que Leonardo se
sentía intimidado en presencia de Lorenzo. Apenas podía creer que la misma
madre que poco tiempo atrás había sido víctima del descrédito se hubiera
convertido, de pronto —y, es cierto, como hombre— en gran amiga de una
célebre figura del calibre del mismísimo soberano de la ciudad de Florencia. Yo
deseaba, sobre todas las cosas, que Leonardo se sintiera a gusto con Lorenzo.
—¿Qué traes en tu bolsa? —le pregunté.
—El cocinero del Maestro nos envía un poco de pan, queso y vino. Cuando
tenemos suerte, nos agasaja con un poco de guiso —abrió la bolsa y extrajo
media hogaza de pan integral y un gran trozo cuadrado de un queso color
amarillo pálido. Sin vacilar, partió ambos en tres partes iguales y las distribuyó
entre nosotros. Luego, volvió a examinar el saco, metió la mano y sacó una
escudilla y una cuchara—. No fue fácil convencerlo de que quitara la carne del
mío —continuó Leonardo. Acercó la escudilla a Lorenzo, y éste aceptó su
ofrecimiento sumergiendo un trozo de pan en el guiso.
—¿No comes carne? —preguntó Lorenzo.
—Pues no. No como carne, ni pescado, ni tampoco pollo. Nada que alguna
vez haya tenido un rostro.
—¡Qué extraordinario! —observó Lorenzo, y me extendió la escudilla.
Cogí la cuchara y probé un poco de guiso.
—Las autoridades eclesiásticas la consideran una actitud herética —recordé.
—«Las autoridades eclesiásticas…» —murmuró Lorenzo rematando la frase
con un profundo suspiro. Hizo silencio un momento, y tuve la impresión de que
quizá fuera mejor cambiar de tema.
—Lorenzo tiene un caballo llamado Morello que tiene por su amo la misma
devoción que su amo por él —revelé a mi hijo.
A Leonardo se le encendió el rostro.
—Contadme algo sobre él —dijo a Lorenzo, y guardó silencio para oír su
respuesta.
—Es un animal precioso de pelo color castaño, con los pies y las manos
blancas y una mancha blanca en forma de estrella en la frente. Arquea la cola
con orgullo, y tiene unas patas sólidas como el acero. Lo que más me gusta de
Morello es su cabeza, alargada y elegante con los ojos de un negro profundo; es
simplemente magnífica.
Leonardo, absorto, cerró los ojos e imaginó el caballo que Lorenzo describía.
Luego, dijo:
—A mí me apasionan todos los seres vivientes, pero, entre todos ellos, mis
predilectos son los caballos. Tienen una cierta dignidad. Son tiernos y poderosos
al mismo tiempo. Uno puede entenderse muy bien con un caballo.
Lorenzo asintió. Estaba de acuerdo con lo que Leonardo decía, y de pronto
me pareció que quizá comenzara a entender también lo que mi hijo sentía.
—¿Tienes alguno? —preguntó mi amigo.
—No. No tengo el tiempo ni el dinero suficiente para cuidar de un caballo.
Sólo monto cuando alguien me presta el suyo —me miró y sonrió—. Me
conformo con el burro de mi tío. Somos viejos amigos.
—Tengo un establo repleto de preciosas bestias —dijo Lorenzo sin un ápice
de presunción o vanidad—. Puedes montar todos los que quieras cuando te
apetezca.
—Excepto a Morello —apostilló Leonardo divertido.
—Excepto a Morello —concedió Lorenzo, y los tres soltamos una carcajada
al mismo tiempo.
Sentí que el encuentro no podría haber ido mejor, ni siquiera si lo hubiera
preparado yo misma.
—¿Qué es ese alboroto?
Alzamos la vista y vimos que uno de los aprendices se había acercado a
nosotros.
—¿Te vienes de juerga con nosotros esta noche? —preguntó a Leonardo—.
Visitaremos algún burdel. Habrá chicas y también muchachos —añadió con una
sonrisa pícara—. Lo que tú prefieras…
Mi hijo se ruborizó avergonzado, y yo misma tuve que hacer un gran
esfuerzo para ocultar mi sobresalto.
—Por supuesto —respondió Leonardo—, pero no muy temprano —agregó
cuando hubo recobrado la compostura—. El Maestro se enfada si salimos sin
terminar nuestro trabajo.
El muchacho fue a invitar a otros aprendices a la aventura de aquella noche.
Lorenzo se puso de pie y propuso:
—Bueno, ¿qué os parece si vamos a ver el progreso de la tumba ahora que
no hay una multitud a su alrededor?
—Adiós, Leonardo —me despedí poniéndome de pie.
—Adiós, tío —me saludó con una ligera inclinación de la cabeza.
—Pasadlo bien esta noche —dijo Lorenzo a Leonardo con una mirada
cómplice. Después me miró a mí, y desvió la vista rápidamente hacia otra parte.
—Lo haré —prometió Leonardo mientras mi amigo y yo nos
aproximábamos a la puerta que comunicaba el patio con la iglesia.
—¡Y no olvides venir a ver mis caballos! —le recordó Lorenzo.
Capítulo 14
Nunca había visto a Leonardo tan nervioso. Mi hijo y el más joven de los
aprendices de la bottega, que estaba claramente a sus órdenes, corrían de un lado
a otro por la nave aún vacía del interior gris plata de la basílica de Santa María
del Santo Spirito. Estaban ultimando detalles para la sacre rappresentazione que
tendría lugar aquella noche: «La aparición del Espíritu Santo a los Apóstoles».
El espectáculo, que estaba bajo la supervisión del propio Juliano de Medici,
coronaba las cuatro semanas de licenciosos y descabellados entretenimientos con
que se había celebrado la visita oficial de la familia real milanesa a Florencia. El
duque Galeazzo Maria Sforza era un déspota italiano conocido en todas partes
por su abominable crueldad. En el transcurso de las últimas semanas, las
historias acerca de él habían proliferado en todas las tabernas y patios traseros de
la ciudad. Una de ellas contaba que había ejecutado a un cazador furtivo
obligándole a comerse la liebre que había cazado entera (es decir, con la piel,
dientes y patas incluidas). Según decían, violaba a las mujeres de sus propios
cortesanos, y se deleitaba desmembrando hombres con sus propias manos.
¿Por qué, se preguntaban los dogmáticos ciudadanos de Florencia que me
visitaban en la botica, procuraba Lorenzo la amistad de un despreciable hombre
como aquél? Pero incluso el más elemental de los florentinos comprendía la
importancia de ciertas alianzas.
«Su esposa, Bona, es la hija del rey de Francia», había argumentado uno de
mis clientes. «Es una afrenta al Papa —había explicado otro—, una manera de
demostrar a Sixto IV que nuestra alianza con Milán es indestructible. No hay
mejor modo que ése de mostrarnos fuertes ante él».
—¿Y bien? ¿Qué os parece, tío Catón? —oí que preguntaba Leonardo detrás
de mí.
Observé la cadena montañosa fabricada con paneles de madera y pintada con
absoluto realismo, que se extendía a lo ancho del tabernáculo. Cuando abrí la
boca para responder, me interrumpió:
—Esperad. Esperad tan sólo un momento —hizo una señal a un aprendiz de
trece años que estaba de pie en un extremo del decorado. Éste le obedeció de
inmediato y desapareció tras las montañas. De pronto, se oyó el metálico
rechinar de engranajes en movimiento.
Para mi sorpresa, el decorado empezó a moverse hacia la derecha y hacia la
izquierda.
—Esta noche —anunció Leonardo con una mirada radiante—, lo
acompañaremos con destellos brillantes como relámpagos, y también con los
estruendos más potentes e inquietantes que hayáis oído jamás. Se verá como un
temblor en una noche de tormenta.
Sacudí la cabeza incrédula. El efecto del más reciente de los ingegni de mi
hijo era asombroso.
—Es lo más fantástico de todo lo que has creado hasta ahora —lo felicité con
absoluta sinceridad—, y eso, Leonardo, no es poco.
Sonrió complacido. Aquel humilde niño de ojos grandes había llegado muy
lejos, y muy pronto. En los cinco años que llevaba bajo la tutela de Verrocchio,
había conseguido pasar de limpiador de pinceles a asistente y, poco después, a
aprendiz principal. Su maestro nunca —jamás— había puesto sus celos por
encima del progreso de su alumno. La primera participación de Leonardo en una
obra de cierta envergadura fue un pequeño ángel que sostenía las vestiduras de
Cristo en El bautismo de Cristo. Primero, el propio Maestro había completado
las atormentadas figuras de Cristo y del Bautista a orillas del río Jordán, y luego
había concedido a su discípulo total libertad para que trabajara con los óleos, que
empezaba a aprender a utilizar. El resultado, un niño celestial de piel rosada y
rizos etéreos, con la cabeza ligeramente vuelta sobre el hombro, fue
inmediatamente acogido como una pequeña obra maestra. Verrocchio se sintió
tan conmovido con el ángel de Leonardo que, en un insólito gesto de humildad,
asumió su inferioridad y anunció que nunca volvería a trabajar con óleos.
Prefería dejar esa labor a sus verdaderos maestros. Se concentraría en la
orfebrería que, después de todo, era su primer amor, y también en la supervisión
de la bottega. En aquel trabajo, Leonardo demostró su originalidad y su aptitud
para realizar obras extraordinariamente conmovedoras. Fue así como, con un
simple ángel, se consagró de una vez y para siempre en el universo artístico
florentino.
La familia real milanesa llevaba en Florencia un mes, en el curso del cual yo
prácticamente no había visto a Lorenzo. Mi amigo se dedicaba exclusivamente a
demostrar a su aliado del norte la conveniencia de un estrecho vínculo con los
Medici. Quien veía a Lorenzo muy a menudo, no obstante, era su hermano.
Lorenzo y Juliano eran inseparables. Juliano se encargaba de aprobar y financiar
cada uno de los espectáculos o desfiles organizados en honor de los Sforza.
En aquel preciso instante, adelantándose a los invitados que más tarde
acudirían a la iglesia, Juliano llegaba a San Spirito. Atravesó el templo a través
de la nave central hasta el altar donde, sin perder un minuto, Leonardo comenzó
a explicar a su patrón cómo se desarrollaría el espectáculo de aquella velada.
Mientras conversaban, acercando sus cabezas, alcancé a echar fugaces vistazos
al rostro de Juliano, y caí en la cuenta de que se estaba convirtiendo en un
hombre muy apuesto. Me complació ver que no perdía su ternura ni su jovial
encanto.
De pronto, entre las monumentales columnas y los altísimos arcos de la
iglesia, sus vivaces carcajadas retumbaron. El eco de sus risas se amplificó más
aún en mi corazón pues, en ese instante, mientras los aprendices encendían un
millar de velas y enmarcaban sin pretenderlo las figuras de Juliano y Leonardo
en un halo dorado, supe que no podría haber deseado un mejor amigo para mi
hijo.
Poco después, las gigantescas puertas de San Spirito se abrieron de par en
par, y hordas de florentinos y milaneses invadieron el templo. Se habían
trasladado en dirección sur, desde el Palazzo de Medici, andando, a caballo y en
coches; después habían cruzado el puente de la Santa Trinità y, por fin, habían
alcanzado la iglesia situada al otro lado del Arno.
Lorenzo avanzó a grandes zancadas a través de la nave central del templo,
seguido por una numerosa comitiva de nobles milaneses. Nada más verme, se
acercó a mí con un muchacho que no aparentaba más de quince años de edad.
Bajo el jubón de terciopelo del invitado, se adivinaba un cuerpo pequeño pero
musculoso. Parecía un joven matón, bien vestido. En cualquier caso, la más
singular de sus características era su complexión: tenía una piel tan oscura que
parecía, de hecho, un beduino.
—Catón, te presento a Ludovico Sforza. Vico es el hermano menor del
duque Galeazzo.
Lo saludé con una breve y formal inclinación y, en ese preciso instante, me
asaltó la premonición de que el destino volvería a cruzarme en el camino de
aquel hombre.
—Dime, Catón, ¿quién es el más moreno de los dos? —me preguntó
Lorenzo divertido, asestando un codazo a su invitado.
—Es él quien parece haber disfrutado del sol más que ninguna otra persona
—respondí vacilante. No estaba segura de si correspondía tratarlo con
familiaridad.
—Me fascinan las actividades al aire libre —explicó el joven, en absoluto
ofendido—. Me unto con un poco de aceite de oliva y mi piel adquiere este
color; me encanta el sol.
—Vico, El Moro —bromeó Lorenzo.
—El Moro… —repitió Ludovico—. Me gusta el mote. Encuentro que me va
bien.
La gente comenzaba a agolparse en la iglesia. Lorenzo se encontró con su
madre y su esposa, y entrelazó sus brazos con los de ellas; una a cada lado.
Luego, con un gesto sumamente sutil, me invitó a unirme a su séquito, que se
acomodaba en los bancos más próximos al altar. En cuanto me decidí a
obedecerle, se me interpuso un grupo de escandalosos muchachos ansiosos por
asegurarse los mejores sitios, y acabé sentada seis filas detrás de mis amigos. La
exorbitante multitud tardó una eternidad en acomodarse, pero, finalmente, se
oyeron los primeros inquietantes acordes de liras y caramillos.
Entonces, con la brusquedad prevista por Leonardo, las montañas
comenzaron a moverse acompañadas por unos atronadores rugidos, y una
bandada de ángeles, conformada por un grupo de hombres y niños suspendidos
en el aire y amarrados a unas invisibles sogas y poleas, invadió el cielo. Una
explosión potente como un trueno sacudió toda la iglesia y, de pronto, una
enceguecedora ráfaga de luz que parecía un auténtico relámpago estalló ante la
concurrencia.
El espectáculo hizo aullar de miedo y emoción a las mujeres que tenía a mi
alrededor, e intuí que también los hombres habían temblado bajo sus impecables
trajes.
La historia de la aparición del Espíritu Santo (una figura alta y demacrada,
con un vaporoso vestido de seda y una corona dorada acabada en puntas) ante
los doce cohibidos apóstoles transcurría en un decorado de nubes fabricadas con
paneles de madera pintados y grandes columnas de humo que provenían de las
montañas. El resultado era tan cautivante y aterrador, incluso para una atea como
yo, que nadie cayó en la cuenta de que el humo era auténtico. El escenario ardía
de verdad.
Apenas un momento después, todo el decorado de Leonardo sucumbía a las
llamas. Los espectadores, presas del pánico, comenzaron a gritar y a huir en
estampida hacia atrás, intentando alcanzar las puertas de la iglesia.
Busqué a Lorenzo y a Juliano, y los sorprendí intercambiando una fugaz
mirada. En los ojos de ambos había una determinación absoluta. Se los veía
totalmente tranquilos y actuando al unísono, como si aquella catástrofe fuera tan
frecuente como un partido de calcio. Se hicieron señales con las manos y la
cabeza, y se lanzaron a la acción.
Juliano saltó hacia delante, desafiando el humo cada vez más espeso de las
primeras filas, cogió a su madre y a su cuñada Clarice y las llevó a un costado de
la iglesia. Lorenzo giró sobre sus talones, se abalanzó sobre Bona, Galeazzo y
Ludovico Sforza, los rescató de las masas que corrían en tropel en dirección al
portal de la iglesia y, por fin, consiguió guiarlos hasta el mismo sitio en el que se
encontraban Juliano y las mujeres de la familia Medici.
Cuando, decidida a seguirlos, intenté moverme hacia la derecha, un hombre
dos veces más grande que yo se estrelló contra mí y me dejó tendida en el suelo
de mármol, donde fui implacablemente pisoteada por una manada de hombres y
mujeres que huían desesperados. Un pesado humo acre parecía invadirlo todo.
Intenté ponerme de pie, pero la multitud volvió a derribarme. Me ardían los
ojos y comencé a ahogarme. En torno a mí, se alzaban como imponentes
columnas unas llamas altísimas. Cuando vi que los paneles de madera de las
montañas, totalmente consumidos por el fuego, se inclinaban hacia mí
anunciando una lenta y angustiosa caída, un par de fuertes manos se colaron bajo
mis brazos y me impulsaron hacia atrás.
—¡Mamá! —Fue todo lo que Leonardo alcanzó a decir, antes de que el
decorado entero se estrellara contra el suelo con un poderoso estruendo,
formando una nube de incandescentes trozos de madera y una lluvia de brasas.
Nos aferramos el uno al otro y, protegiendo nuestras cabezas de los
escombros que se desplomaban a nuestro alrededor, jadeantes y cegados por el
miedo, fuimos hasta una de las puertas laterales.
Apenas un instante después, pero con la sensación de que había transcurrido
toda una vida, estábamos fuera, engullendo bocanadas de aire fresco y
restregándonos los ojos. En cuanto supe que estábamos a salvo, pensé, rauda
como una flecha, en Lorenzo, y me sorprendí temiendo por su vida.
Mi amigo apareció al cabo de un rato, cubierto de hollín, pero intacto.
—¿Estáis los dos bien? —nos preguntó con total serenidad. En su expresión,
sin embargo, me pareció entrever el mismo pánico que se había apoderado de mí
tan sólo un momento atrás—. Venid a nuestra casa más tarde —dijo y se marchó.
Mis amigos estaban todos bien y, por fortuna, el incendio que había destruido
gran parte de la iglesia de Santo Spirito no se había cobrado una sola vida.
Nunca olvidaría lo que había vivido aquella noche.
LA GUARDIA NOCTURNA
Capítulo 15
* * *
* * *
Hacía mucho tiempo que había dejado de ser una extraña en los suntuosos
aposentos de los hermanos Medici. Los amigos de la familia o, en ocasiones, los
miembros de la Academia, habíamos pasado allí muchas noches interpretando
melodías, cantando y bebiendo vino tumbados bajo el dosel de la cama, sentados
en baúles o arrellanados entre cojines dispuestos sobre las alfombras. Oíamos los
últimos versos de Lorenzo, Poliziano o Gigi Pulci, y los celebrábamos tanto con
jocosos insultos como con abundantes elogios. A veces, simplemente nos
quedábamos conversando, de hombre a hombre, hasta bien entrada la
madrugada.
Sin embargo, aquel día, la víspera del día de la Ascensión de Cristo, la
atmósfera era otra. Engalanados como para asistir a misa, nos habíamos reunido
en la estancia de Juliano, que aún se recuperaba en cama de una desafortunada
caída de su entrañable Simonetta. La yegua se había topado intempestivamente
con una serpiente en el camino, y había reaccionado con una feroz encabritada.
Mis cataplasmas estaban a punto de lograr su cometido en la herida que le
atravesaba el muslo, pero, en la misma caída, una fractura de costilla le había
herido un pulmón, y todavía entonces su respiración era trabajosa y entrecortada.
Aun así, aquel día Juliano se moría por ir al Duomo junto a su hermano y sus
amigos.
—Juliano, necesitas descansar —le dijo Lorenzo con el tono cansino de
quien ha tenido que repetir lo mismo cientos de veces.
—He descansado lo suficiente. Ya me he perdido el banquete en honor a
Rafael, y ahora pretendes que me pierda también a las preciosas señoritas que
seguramente asistirán a la misa con sus mejores galas. Silio, alcánzame el jubón
azul.
—No —contestó simplemente Ficino—. Te quedarás en cama. Tu madre está
muy preocupada por ti.
—Recordadme, ¿por qué nos molestamos en financiar la costosísima
celebración de un niño mimado de tan sólo diecisiete años? —preguntó Juliano
enfurruñado.
—Pues porque ese «niño mimado» es el querido sobrino de nuestro adorable
Santo Padre, y él mismo acaba de nombrarlo cardenal. Ángelo, ¿por qué no te
vas a comprobar si necesita algo? —sugirió Lorenzo a Poliziano.
En uno de los salones del Palazzo de Medici, Raffaele Sansoni, el «niño
mimado» y sobrino del Papa, se preparaba para su primera aparición pública en
la catedral.
Poliziano abandonó la estancia de Juliano con aire despreocupado, Justo
antes de salir, masculló de un modo que todos pudiéramos comprender lo que
decía:
—Por una vez, estoy de acuerdo con Juliano.
Lorenzo se veía pensativo. Estaba indignado con el modo en que el papa
Sixto IV trataba a la familia Medici. Hacía muy poco les había quitado el control
sobre las finanzas de la Curia para cederlo a su principal rival: el banco de los
Pazzi. El líder de la familia estaba seguro de que aquello formaba parte de un
plan mucho más amplio con el que Roma se proponía ejercer un mayor control
sobre la excesivamente autónoma ciudad de Florencia.
—Las cosas han cambiado desde el asesinato de Sforza —observó Lorenzo
con la mirada pérdida de quien reflexiona en voz alta. Se refería al vilipendiado
Galeazzo, antiguo duque de Milán, que había sido el principal aliado, si no
amigo, de la familia Medici en el norte de Italia—. Sixto IV debe de imaginar
que, con un niño de ocho años de edad en su lugar y una regente a cargo, el
desorden se ha apoderado de Milán, y que eso, indirectamente, ha debilitado a la
ciudad de Florencia.
—¿Acaso crees que a los espías del Papa se les escapa que estás jugando a
dos puntas en Milán? —le preguntó Ficino.
—¿Cómo? ¿Que si sus espías saben que brindo todo mi apoyo a Bona y a su
niño, de una parte, y al tío de ese mismo niño, por la otra? —Lorenzo rió con
sarcasmo—. Créeme, los espías del Papa lo saben todo. Todo.
Nunca me había interesado la política. Sin embargo, Lorenzo parecía
totalmente concentrado en aquel ardid y, por él, se había entregado a un
enloquecedor itinerario que lo había llevado a recorrer las cortes de Roma, Milán
y Nápoles. El futuro de Florencia y la soberanía de todo el país estaban en juego.
Mi amigo tenía la costumbre de discutir abiertamente los asuntos políticos con
sus allegados.
El tío al que Lorenzo se refería era Ludovico Sforza, el más tenaz de los
cinco ambiciosos hermanos de Galeazzo. Bona, la viuda del antiguo duque,
había desterrado a Ludovico —a quien todo el mundo conocía como El Moro—,
condenándolo al exilio. Bona intuía que El Moro tenía más ansias de arrebatarle
a su hijo que sus otros cuatro cuñados juntos.
En cualquier caso, de haber sido por Lorenzo, el siguiente monarca habría
sido Ludovico, pues lo consideraba un gran amigo y, por tanto, estaba seguro de
que se convertiría en un aliado tan eficaz como Galeazzo.
—Confiemos en Lorenzo —sugirió Sandro Botticelli—. Sabe un poco más
que nosotros de política. Si considera oportuno entretener al sobrino del Papa,
que, dicho sea de paso, es un niño de lo más bello…
Juliano asestó un amigable puñetazo en el hombro de Botticelli y éste, por su
parte, se lo devolvió con un empujón tan salvaje que acabó por arrancarle al
pobre Juliano un gruñido de dolor.
—De modo que mi propuesta es que si hay que entretenerlo, pues eso es lo
que haremos. Asegurarnos de que se lo pase de maravilla —concluyó Botticelli.
La puerta se abrió de golpe. Poliziano había vuelto.
—Está listo —anunció.
Botticelli dio un paso al frente y, con una sonrisa libidinosa, afirmó:
—Me gustan los hombres de rojo.
Todo el mundo rió. Fueron hasta la puerta de la estancia, pero yo me quedé
atrás, junto al lecho de Juliano.
—Cuando vuelva, te cambiaré el emplasto —le dije.
—Eres un buen hombre, Catón —respondió alzando la vista hacia mí con
una sonrisa.
Me marché en busca de los demás.
* * *
* * *
En el transcurso de las semanas y los meses que siguieron, una vez se hubo
descubierto el auténtico alcance de la conspiración, la atmósfera florentina
cambió de una vez y para siempre. Claro que la ciudad había tenido que
sobrevivir a los devastadores efectos de los enfrentamientos familiares y los
asesinatos de épocas anteriores, pero nunca, hasta entonces, había tenido que
enfrentarse a la cruel y prematura muerte de un hombre tan querido por todos.
Los asesinos habían resultado ser miembros o allegados de la respetable
familia Pazzi, y el principal responsable de la conspiración era un arzobispo
florentino llamado Salviati. Meses después de la muerte de Juliano, todavía
había turbas causando motines y disturbios por toda la ciudad. Varias veces a la
semana, capturaban a alguno de los culpables, lo llevaban a la Signoria y le
imponían un salvaje castigo que el pueblo celebraba con vítores, burlas e,
incluso, carcajadas. Cada vez que esto sucedía se veía, también, a algún
florentino que lloraba recordando la pérdida de su joven líder. Era una herida que
no acababa de cerrarse.
Para empeorar las cosas, más tarde se descubrió que el mismísimo Santo
Padre había participado en la conspiración, y eso provocó la desmesurada ira de
los fieles de la ciudad contra su líder espiritual a quien, a partir de entonces,
pasaron a considerar responsable de la muerte de las más de ochenta personas
que se habían organizado con el fin de matar a una sola.
Aquélla, sin embargo, no fue la última de las traiciones de Roma. Sixto IV,
indignado por el fracaso de su plan para hacerse con el control de la ciudad,
había condenado diabólicamente a Lorenzo y a toda Florencia por atreverse a
colgar a una «figura eclesiástica» como el arzobispo Salviati. Decidió que sus
ciudadanos eran «perros salvajes», y tomó la impensable medida de
excomulgarlos a todos de un plumazo con la pena de entredicho. Prohibió la
celebración de la misa, y resolvió que no se reconocerían oficialmente ni
bautismos ni entierros. Los festejos del día de San Juan Bautista, la más sagrada
y entrañable de las fiestas religiosas de la ciudad, quedaban formalmente
cancelados.
El ensañamiento de Roma parecía no tener fin.
* * *
* * *
Cuando las primeras sombras del crepúsculo se apoderaron del Vaticano, un paje
vino a buscarnos. Yo no podía dejar de mirar a Lorenzo. Desde el día de su boda
que no lo veía tan apuesto. Vestía un jubón de terciopelo negro con ribetes de
armiño, unas abullonadas mangas con tajos que revelaban finos volantes de seda
de paño de plata. Y llevaba diamantes; muchos diamantes: en unos broches del
tamaño de un puño sujetos a cada uno de sus hombros, en su cinturón y, también,
colgando como gotas de lluvia del reborde de su gorro de terciopelo negro.
En todos aquellos años, Lorenzo nunca había demostrado otra cosa que no
fuera modestia, tanto en el vestir como en su modo de conducirse. Sin embargo,
aquella noche se le veía diferente: audaz, confiado, ufano. Tenía el andar
elegante de un pavo real. «Justo lo que necesita —pensé—. Es precisamente lo
que debe hacer para demostrar su valor y su riqueza ante el flamante pontífice».
En lo que a mí respecta, Lorenzo había insistido en que, para la ocasión,
reemplazara el atuendo severo y circunspecto de un erudito por uno más alegre y
ligero. A tal fin, mi amigo me había hecho confeccionar a medida un par de
vistosos jubones que, aquel día, él mismo me había ayudado a ponerme con gran
alborozo. Cuando le confesé que me resultaba extraño mostrar las piernas
enfundadas únicamente en un par de calzas, me aseguró que tenía, desde todo
punto de vista, el aspecto de un «hombre bien parecido».
Nos condujeron hasta un salón comedor tan amplio y majestuosamente
decorado, que la galería del jardín de los Medici era, en comparación, poco más
que la mesa de un campesino. No había, en todo el recinto, una sola dama, ni
tampoco niños. Aquél era el encuentro de los hombres que gobernaban el
mundo.
Maximiliano, alto y desgarbado, con la singular y prominente barbilla de los
Habsburgo, era dueño de un imperio que se extendía por toda Europa. Se
conducía con el porte de quien pertenece a un linaje tan noble y antiguo que es
imposible trazar su recorrido a través de la historia hasta desentrañar sus
orígenes.
Amadeo, el duque de Saboya, tenía un rostro largo y ovalado, unos apretados
rizos color cobre y unas cejas sumamente arqueadas que le conferían un gesto de
asombro constante. La Casa de Saboya era una estirpe tan antigua y poderosa
como la de los Habsburgo. Controlaban la zona alpina que comunicaba Francia
con Italia.
Los dos cardenales, Rodrigo y Ascanio, se pusieron de pie para recibirnos
una vez más. Cuando volvieron a tomar asiento, advertí con un placentero
estremecimiento que, sentado en la misma mesa y hecho todo un hombre, estaba
Ludovico Sforza. Su presencia sugería que Bona, su cuñada, había perdido el
control sobre el ducado de Milán.
—¡Vico! —exclamó Lorenzo con auténtica alegría.
Se saludaron con un caluroso abrazo. Ludovico recordaba haberme visto en
Florencia, pero aún más vivo era su recuerdo del incendio al que habíamos
sobrevivido en ocasión de la sacre rappresentazione que Leonardo había
dispuesto en la iglesia de Santo Spirito.
—Su Santidad —anunció un paje, y toda la sala se puso de pie.
Inocencio era alto y, en mi opinión, más bien apuesto; sin embargo, en su
rostro se veía claramente la docilidad que mencionaba la carta de Rodrigo. Sus
opulentas joyas y vestiduras eran de esperar, pero lo que no esperaba era su
irritante modo de mover las manos. Las paseaba como si cada uno de sus gestos
fuera una generosa bendición.
Uno por uno le fuimos presentando nuestros respetos. Cuando llegó mi
turno, me arrodillé, cogí sus perfumados dedos entre los míos y besé su anillo
como era debido, pero no pude evitar sentirme una hipócrita. A continuación, vi
cómo Lorenzo repetía mi misma maniobra, y me pregunté si también él
aborrecía aquella inevitable cortesía, y, por supuesto, si veía en el Santo Padre a
un potencial aliado o más bien a un mortal enemigo, como lo había sido Sixto
IV.
El Papa nos invitó a sentarnos y, con dos palmadas, marcó el comienzo del
desfile de sirvientes que nos traería el primero de lo que, imaginaba, sería una
larga sucesión de platos: un pastel de paloma y ciruelas que despedía un intenso
aroma a nuez moscada.
Rodrigo y Ascanio aceitaban los mecanismos de la conversación, de modo
que ésta fluía sin problemas. Era evidente que Inocencio dependía, en gran parte,
del consejo de sus cardenales. El Pontífice podía aparentar sofisticación y
elegancia, pero no parecía tener una sola opinión clara y sensata. Tenía la ventaja
de que sus cardenales eran muy lúcidos y sumamente diplomáticos. En ningún
momento se rindieron a la tentación de la condescendencia o a la vanidad. Y
aprovecharon cada ocasión que tuvieron para enaltecer a Lorenzo y a su
entrañable Florencia, así como para remarcar su férrea alianza con el duque de
Milán.
El Papa sugirió media docena de veces que esperaba que Lorenzo le enviara
a alguno de los «excelentes artistas» de que disponía su ciudad, para colaborar
en alguno de los numerosos proyectos del Vaticano. Pero el líder de los Medici,
con su habitual diplomacia, evitó concederle aquel deseo: aún no había
conseguido de él lo que había venido a buscar.
—La Inquisición que respalda la reina Isabel, y que ha resultado en la huida
de miles de judíos de toda España, es inquietante —afirmó Lorenzo clavando la
vista en Inocencio—. Y quizá más inquietante aún sea la quema de brujas que
parece proliferar sin control desde la publicación del Malleus maleficarum. Son
señales de que Europa está a las puertas de una catástrofe, Su Santidad.
Inocencio, evidentemente enojado y desconcertado, se puso a farfullar. Sin
duda no imaginaba un flagrante acoso como aquél en la primera cena del
encuentro que él mismo había organizado.
—Estoy seguro de que Lorenzo no lo dice con la intención de ofenderos,
Santo Padre —intervino deprisa el cardenal Sforza.
—Intuyo que lo que nuestro amigo Lorenzo quiere transmitirnos —terció el
cardenal Borgia, tan listo como su colega a la hora de tranquilizar a Inocencio—
es que desea asegurarse de que vuestro nombre y vuestro reinado no se vean
ensombrecidos por los calamitosos episodios que describe.
El semblante del Papa se apaciguó y, por fin, recobró la calma.
—No quisiera ser recordado como un asesino ni como un perseguidor —
aclaró.
—Claro que no —convino Lorenzo atemperando el talante—. Seguramente
deseáis ser recordado como el Papa que trajo la paz y la justicia a nuestro
mundo; el que devolvió a Roma la gloria de antaño. Y no tengo ninguna duda de
que, con la ayuda de los mejores artistas y arquitectos de toda Florencia, que con
gusto os enviaré, lo conseguiréis —concluyó con una amplia sonrisa.
Entonces también Inocencio comenzó a sonreír, pero fue una imagen
espeluznante: el pobre hombre tenía los dientes marrones y podridos.
Lorenzo había expuesto su opinión con elocuencia, y obtenido el apoyo de
los dos cardenales que dominaban al Sumo Pontífice. Había conseguido,
asimismo, hacer de Inocencio un hombre feliz; al menos, por un tiempo.
Tal vez aún nos quedaran disputas por dirimir pero, de momento, se podía
afirmar que la velada había comenzado con éxito.
* * *
* * *
Aquella noche, cuando la comitiva volvió a reunirse para la cena, obtuve la
respuesta a mi pregunta. Desde el instante preciso en que me senté a la mesa,
tuve la peculiar e inquietante sensación que se apodera de uno justo antes de que
caiga un rayo.
El emperador Maximiliano se puso de pie y alzó su ropa. Con elegancia y
suficiencia, declaró:
—Hoy tengo el honor de anunciar un matrimonio: el de Bianca Sforza de
Saboya, con vuestro servidor.
El duque de Saboya, que sin duda había estado esperando este momento, se
puso de pie y alzó su copa junto al emperador.
—¡Por mi sobrina! —propuso Ludovico sonriente, levantándose de su silla.
Lorenzo y yo hicimos lo propio y, un instante después, así lo hicieron
también los cardenales Borgia y Sforza.
El Papa, en un gesto de exagerada vanidad y magnificencia, permaneció
sentado. Se limitó a dar muestra de su aprobación con una simple inclinación de
cabeza. A continuación, alzó su mano en dirección a Maximiliano y al duque de
Saboya, y les obsequió una larga plegaria en latín. El hombre estaba sin duda
fascinado con su propio repertorio de bendiciones.
En cuanto nos volvimos a sentar a la mesa, el duque de Saboya dio una
palmada, y un sirviente se aproximó a nosotros con un pequeño retrato
enmarcado.
—Bianca es muy pequeña y aún no está lista para casarse —señaló haciendo
circular su imagen entre los demás comensales—. Sin embargo, cuando lo haga,
su matrimonio consolidará la alianza de las dos grandes casas: la de Saboya y la
de los Habsburgo.
Miré de reojo a Maximiliano, y descubrí que intentaba, sin éxito, ocultar el
disgusto que le provocaba el comentario con que el duque acababa de igualar a
ambas familias. Los Habsburgo eran una dinastía a cargo de lo que, para todo el
mundo, era un vasto imperio. Los Saboya, en cambio, no eran más que una
respetable familia que ejercían cierto poder regional sobre un simple ducado.
Justo en ese momento, el retrato llegó a mis manos y lo coloqué frente a
nosotros. Lorenzo y yo contemplamos el jovial y agradable rostro de Bianca y
sus gráciles manos. De pronto, un detalle llamó poderosamente mi atención y, un
instante después, también Lorenzo reparaba en ello. La muchacha tenía una flor
en la mano, como era habitual en todos los retratos; sin embargo, en el puño del
vestido, apenas encima de la muñeca, llevaba bordado un extraño símbolo.
Aquel detalle estaba tan fuera de lugar en el retrato de una duquesa católica
como lo habría estado un ala en el dibujo de un gato.
Lorenzo cogió la imagen, se la tendió a Ascanio Sforza y se puso de pie. Me
extrañó que él, a quien siempre había visto conducirse con la mayor de las
diplomacias y con la más absoluta delicadeza, escogiera aquel momento para
hacer un anuncio que, sin duda, eclipsaría el de la unión entre Maximiliano y
Bianca de Saboya. Pero imaginé que precisamente eso era lo que buscaba: una
nueva demostración del brío florentino.
—Quisiera proponer otro matrimonio —declaró Lorenzo paseando la vista
por toda la mesa, y provocando una gran expectación entre los comensales.
Cuando detuvo el movimiento circular de su cabeza y fijó la vista en Inocencio,
éste se acomodó hacia atrás muy despacio, apoyó la espalda sobre el respaldo de
su silla y lo miró intrigado.
—Me gustaría proponeros, Su Santidad, el matrimonio de mi hija mayor,
Magdalena, con vuestro ahijado Cybo.
«El hombre está azorado —pensé—. No puede creer que el hijo bastardo de
un Papa llegue a contraer matrimonio con un miembro de una ilustre familia
como los Medici».
Inocencio indicó a sus cardenales que se acercaran con un gesto de la mano.
El trío deliberó en susurros durante lo que me pareció una eternidad. De golpe, el
Pontífice alzó la mano y, con un gesto displicente, ordenó a sus asesores que
volvieran a sus asientos. A continuación, permaneció en silencio todo cuanto
pudo hasta que, al final, anunció: «¡Acepto!» y nos obsequió con una de sus
sonrisas de dientes podridos.
Todo el mundo alzó su copa y profirió a voz en cuello: «Salute!», pero
algunos «salutes» sonaban más sinceros que otros.
Rodrigo Borgia se puso de pie. Tenía una mirada pétrea y una sonrisa de
labios delgados, que hacían de él un personaje sin duda intimidante.
—La Iglesia está profundamente agradecida con la familia Medici por la
incondicional amistad que nos ha prodigado durante años. Ahora, es momento
de recompensar su favor.
Los demás se revolvían nerviosos en sus sillas. No me atreví a mirar a nadie.
—Por el presente anuncio, nombro a Giovanni de Lorenzo de Medici
cardenal de nuestra Iglesia.
Por un momento, un sepulcral silencio se apoderó de la sala. Luego, se oyó
el rumor de voces escandalizadas.
—¡Pero si tiene tan sólo trece años de edad! —exclamó Maximiliano.
—Es demasiado joven —agregó el duque de Saboya, que apenas podía
dominar la ira.
—Secundo el nombramiento.
Todo el mundo volvió la vista de inmediato al cardenal Ascanio Sforza,
quien enfrentó las expresiones incrédulas de los demás invitados con un gesto
severo e impasible.
El papa Inocencio alternaba la mirada de un cardenal a otro. El
nombramiento era absurdo, pero…
—Excelencias, os agradezco el voto de confianza en mi industrioso y devoto
hijo —repuso Lorenzo—. Desde su más tierna edad, no ha querido otra cosa que
entregarse por completo a su gran fervor religioso.
«Mi Lorenzo, mi amante perfecto, es un auténtico traficante de poder —
comprendí de pronto—, una criatura política capaz de imponer sacrificios a su
familia, de recurrir incluso al engaño, con tal de alcanzar sus objetivos».
El Papa se retorció en su asiento y objetó sin convicción:
—Giovanni es sin duda demasiado joven para ostentar el birrete
cardenalicio…
Maximiliano y el duque de Saboya murmuraron su aprobación. Ludovico
Sforza, entretanto, permaneció inmóvil. Su mirada era impenetrable.
Inocencio, que miraba fijamente hacia delante y no se había vuelto hacia sus
cardenales un solo segundo, pareció contagiarse, de algún modo, de la
aprobación de sus asesores.
—Sin embargo —retomó la palabra el Pontífice—, si accede a estudiar
derecho canónico en la Universidad de Pisa, al cabo de tres años lo acogeremos
en Roma y le concederemos un sitio en nuestra hermandad —entonces juntó las
manos e inclinó la cabeza.
Cada uno de los presentes, sin importar cuál fuera su opinión, asintió
respetuosamente a las palabras y a la voluntad del Santo Padre. Era un hecho.
Dentro de tres años, Giovanni de Medici se convertiría en el cardenal más joven
de la historia del catolicismo.
* * *
—Lorenzo… —comencé mientras nos desvestíamos en nuestros aposentos.
—Dime, amor mío.
—Antes de emprender el regreso a casa, quería decirte que mi padre me
envió otro baúl repleto de tesoros —revelé en voz baja mientras le desabrochaba
el jubón.
—Y supongo que ahora me revelarás lo que había allí dentro.
—Además de lo de siempre, había una pequeña caja de madera con unas
pequeñas bolitas, negras y pringosas, del tamaño de un dátil.
—¿Amapola?
—En su carta explica que se trata de una resina que proviene de una variedad
de cáñamo llamada cannabis. Al parecer, en Oriente se utilizan los filamentos de
los tallos dicha planta para fabricar sogas, pero de sus flores extraen unas
pequeñas bolitas de resina, a las que denominan hachís.
—Y ¿qué se supone que hay que hacer con el hachís? —preguntó Lorenzo en
calzas y camisa, anidando entre las mantas de seda y los cojines de plumas de la
cama con baldaquín.
—Mezclado con mirra y vino, tiene un efecto anestésico y relajante.
—¿Crees que podría ayudarme con la gota?
—Tal vez… —conjeturé—, pero también tiene un efecto excitante.
—¿Excitante? —preguntó intrigado, incorporándose para apoyar la espalda
contra el cabecero dorado.
—Los monjes peregrinos de la India lo emplean bastante a menudo, y
aseguran que la sustancia provoca visiones y alucinaciones, y que les concede
ilimitados poderes de adivinación. Los escitas se reunían en una tienda en torno
a una pila de piedras incandescentes, y arrojaban sobre ellas resina de cannabis.
Según Herodoto, los vapores resultantes los transportaban al paroxismo de la
felicidad.
—Espero que hayas traído algunas de estas bolitas contigo… —dijo Lorenzo
con una sonrisa.
—Pues no —respondí y vi cómo se decepcionaba. Me volví de espaldas a él
—. Mi padre me explicó que la resina es muy amarga, de modo que hay que
cocerla con miel y darle la forma de algún dulce.
Me di la vuelta con una sonrisa pícara, y un pequeño y oscuro pastel en la
palma de la mano.
—Caterina… ¡eres un demonio! —Me cogió con fuerza y me arrojó a la
cama con él.
Partí el pastel en dos y le di un trozo.
—Comeremos este dulce y será nuestro sacramento —declaré poniéndome
seria.
—¿Crees que deberíamos rezar?
—Pues a lo mejor sí…
—Pero ¿a quién? —preguntó Lorenzo con la ingenuidad de un niño.
Pensé un momento, y luego repuse:
—A todos los dioses de la naturaleza.
—Una plegaria un tanto pagana para la Santa Sede, ¿no crees? —dijo riendo.
—Dice mi padre que, en la India, muchos creen que Cristo vivió allí durante
un tiempo —susurré a pesar de que sabía que nadie podía oírme—. Dicen que
sus restos yacen en una tumba en esas tierras. Mi padre sostiene haberla visto.
A Lorenzo, por más laico que fuera, aquello pareció escandalizarlo, pero aun
así tomó aire profundamente y declaró:
—Por los dioses de la naturaleza, por la filosofía y por todo lo que hay de
divino en el hombre… y en la mujer —concluyó con una cálida sonrisa.
Cada uno masticó su trozo de pastel.
—Cuando se ingiere por la boca, la sustancia tiende a actuar despacio —
expliqué.
—¿Tendremos tiempo de hacer el amor antes de que nos asalten las visiones?
—No lo sé —me incliné sobre él—. Quizá las visiones aparezcan mientras
hacemos el amor —sugerí.
—¿Y qué diría tu padre sobre esto? —preguntó Lorenzo llevando su mano a
mi pecho.
—Que le hubiera gustado poder disfrutar de un pastelillo de hachís con mi
madre.
Me besó y nos abandonamos al que quizá llegó a ser el encuentro más tierno
y plácido de todos los que habíamos tenido hasta entonces. Cada uno de nuestros
movimientos era dulce, suave. Las caricias de las yemas de los dedos y de las
palmas de nuestras manos eran ligeras, casi imperceptibles. Nuestros muslos
resbalaban, uno sobre otro, como si los hubiéramos untado con cera. Por extraño
que parezca, el deseo se apoderaba de ambos muy despacio; sin ninguna
urgencia. Los besos eran largos y perezosos, y entre ellos intercalábamos una
ágil caricia con la lengua o un sutil pellizco con los dientes. Nuestros labios, en
reposo, apenas se rozaban, y el único movimiento constante era el hálito, tibio y
sostenido, de nuestra respiración.
El tiempo se detuvo. Más allá del cuerpo de Lorenzo y del mío no había
imágenes ni sonidos. Flotábamos en una cálida superficie, más ligera que el aire.
Por fin me penetró, y se encontró en un medio resbaladizo y exuberante. Con los
sentidos así de exacerbados, nos olvidamos por completo de que habíamos
ingerido un narcótico. Acaso por eso un simple movimiento de Lorenzo, que en
aquel momento acercaba su mano a mi mejilla, me hizo darme cuenta de que
estaba en un mundo totalmente diferente.
Su mano se aproximaba a mi rostro trazando un arco en el aire y, cuando esa
curva empezó a descender, la velocidad de su movimiento disminuyó
abruptamente, hasta detenerse casi por completo. El contorno de sus dedos, el
color de su piel, adoptaron una fascinante nitidez. Me obsesioné con su mano. La
cogí entre las mías y me dediqué a admirarla. En su dorso me encontré de pronto
con un fantástico paisaje: una infinidad de hendiduras, una huesuda cadena
montañosa, un bosque de delicado vello negro. Sus venas me parecieron ríos por
los que corría un torrente azul que lo inundaba por dentro. Lo miré a los ojos y
descubrí que, también él, estaba maravillado. Atinó a abrir la boca para decir
algo, quizá para contarme lo que veía, pero se quedó mudo.
Entonces los confines de la piel cedieron, y mi cuerpo se disolvió en una
avalancha de ilimitadas sensaciones.
Nos apartamos muy despacio para tumbarnos de espaldas a observar el techo
de la estancia, pintado con una obra extraordinaria de serafines descansando
entre nubes. Toda azules, rosas, violetas y verdes. Pero no eran los colores de
siempre. Aquellos pigmentos resplandecían y emitían destellos, como los
zafiros, las amatistas, las esmeraldas y los rubíes cuando los atraviesa el rayo del
sol. Y se movían… ¡los ángeles se movían! Juraría que, mientras los miraba
aparecer y desaparecer tras las nubes, pude, incluso, oír sus risas.
Cuando me volví hacia Lorenzo, descubrí que se había levantado y
contemplaba, desnudo e inmóvil, una antorcha en la pared. Me costaba
moverme, pues sentía las piernas pesadas y torpes. Cada paso que daba sobre la
alfombra parecía estrepitoso y definitivo.
Aun así, por fin conseguí llegar hasta Lorenzo y me detuve a observar lo
mismo que él. La llama de la antorcha, más que un glóbulo de acompasada
luminosidad, era una suerte de oro líquido que ondulaba en una sinuosa y
frenética danza.
Exánimes, nos abandonamos a esa marea de luz y a todos los colores que
nacen en la luz. Fragmentos de imágenes y sonidos imprecisos, parecidos al
rumor de unos ángeles que cantaban a lo lejos, nos salían al paso y luego
retrocedían. El diálogo era una quimera. No podíamos emitir más que balbuceos,
gemidos y suspiros.
Poco a poco, volvimos a encontrarnos en un abrazo y, como si algo o alguien
por fin respondiera a nuestras plegarias, alcanzamos la fusión absoluta; la
aleación del mercurio y el azufre; la realización del eros alquímico. Nuestra
respiración evocaba el silbido del mineral incandescente, y el acompasado
redoble de nuestros corazones, finalmente, se emparejó: latíamos al mismo
compás. Estallamos al unísono con la vehemencia de un volcán en erupción. Las
olas entrechocaron y el oscuro cielo se iluminó de pronto con una explosión de
estrellas.
El amanecer nos sorprendió desperdigados por la cama. La luz del sol
arremetía contra nuestros sosegados cuerpos. No habíamos dormido, pero sentía
fluir en mí toda la potencia de Lorenzo, e imaginaba que también la mía fluía en
él. Volví la cabeza para mirarlo, y lo descubrí contemplándome con una mirada
triunfal.
—De modo que a eso es a lo que se referían —señalé.
Lorenzo asintió.
—Creo que sí. Creo que eso es, precisamente, a lo que se referían —
confirmó él con una sonrisa extática.
* * *
El resto de nuestra visita a la Santa Sede estuvo teñido por una incomodidad
constante, pues no conseguíamos desembarazarnos del etéreo estado de dicha en
que nos había sumido el encuentro de aquella noche. Sabíamos que con nuestros
paganos y definitivamente heréticos ritos habíamos profanado el bastión de
Cristo. De modo que, al final, Lorenzo y yo acabamos tomando una prudente
distancia y casi no nos atrevíamos ni a mirarnos.
En cualquier caso, lo cierto era que la visita a Roma había sido muy
productiva. El entusiasmo con que Rodrigo Borgia y Ascanio Sforza habían
apoyado los intereses de Lorenzo rindió sus frutos. Si bien Inocencio no se avino
a dar marcha atrás en su aval al Malleus maleficarum accedió, al menos, a
moderar la persecución de brujas por parte de la Iglesia cristiana. El incesante
susurro de los cardenales en los oídos del Papa, por otra parte, acabó por
consolidar la confianza del Vaticano en la familia Medici, de modo que, según se
anunció allí mismo, en adelante todos los asuntos de la Curia quedaban en
manos del banco de los Medici.
Cuando montamos en nuestros caballos para emprender el regreso a casa,
Rodrigo Borgia se acercó a despedirnos. Lorenzo y él se saludaron con un
caluroso abrazo.
—Adiós, buen amigo —se despidió Lorenzo—. Me habéis obsequiado con
numerosos favores.
El cardenal sonrió.
—Dicen por ahí que, a partir de ahora, el Papa verá el mundo a través de los
ojos de Lorenzo de Medici.
El Magnífico montó en su caballo de un brinco y repuso:
—Espero poder demostrarle que su confianza está bien fundada —y nos
pusimos en marcha, cabalgando hombro con hombro. Al cabo de un momento,
Lorenzo se volvió hacia mí—. Si tan sólo Inocencio supiera lo que mis ojos han
visto en su propia casa… —concluyó.
—El mundo sería muy diferente.
Capítulo 27
* * *
* * *
Fray Savonarola continuó con sus sermones sobre el infierno y el castigo, pero
no eran más que las diatribas de un demente del que, tarde o temprano, la
voluble ciudadanía se cansaría. Corría el rumor —tan infundado como
inverosímil— de que había brigadas de jóvenes vestidos con túnicas blancas, que
se hacían llamar «ángeles», y que deambulaban por los vecindarios de la ciudad
llamando a las puertas de las casas y «liberando» a los florentinos de sus faustos:
libros, tapices, vino y arte profano.
Sea como fuere, no eran más que absurdos rumores.
Aquel día, fui a visitar a Leonardo a su estudio a última hora de la tarde. Le
llevé un pastel de verduras y una cantidad considerable de hierbas que me había
pedido para fabricar colores: saúco para el verde, gualda para el amarillo y glasto
para el azul. Las necesitaba porque, aquel año, gracias al vínculo de Zoroastro
con los Rucellai, éstos le habían encargado los trajes de Carnaval. Entre todos
sus miembros representarían un panteón completo de diosas y dioses griegos,
con sus majestuosas túnicas, vestidos, máscaras, zapatillas, escudos, coronas de
oro y plata, e incluso cetros.
Sin embargo, cuando llegué a la bottega, bajo el abrumador sol que irrumpía
por el enorme ventanal con que Leonardo había reemplazado el muro, encontré a
mi hijo y Zoroastro trabajando afanosamente en unos austeros trajes de colores
más bien lúgubres.
—¿Qué es eso? —pregunté a Leonardo, que cosía una manga de un tenue
color gris—. ¿Qué pasó con los dioses griegos?
—Han huido al Monte Olimpo —repuso impasible y a la ligera.
—Mi padre ha cambiado de opinión —intervino Zoroastro, disgustado—. Ha
pedido que trabajemos en un tema más bíblico: Moisés, Rebeca y sus anodinos
descendientes.
Zoroastro me caía bien. Mi hijo sostenía que su singular amigo tenía un lado
bueno y encantador, y otro misterioso y siniestro. Por más difíciles que fueran
las circunstancias, jamás se quejaba. Por mi parte, intuía que aquel joven
abrigaba una gran pasión por la alquimia, pero no podía asegurarlo porque
Zoroastro era un hombre lúcido y sabía perfectamente que era mejor mantener
ese tipo de inquietudes lejos del dominio público.
—Nuestro viejo amigo Savonarola encuentra cada vez más piadosas
conciencias que remorder —afirmó.
—¿Qué ha hecho esta vez?
—¿Recordáis que, unas semanas atrás, se desbordó el Arno?
—Fue una espantosa tragedia —respondí evocando las historias que había
oído sobre aquel episodio.
—Bueno, pues al parecer no fue tan sólo una inesperada inundación,
originada río arriba, que arrastró a la muerte a una docena de niños y a un
puñado de monjas…
—Fue el castigo impuesto por Dios para enmendar la pecaminosa
extravagancia que reina en nuestra ciudad —concluyó Leonardo—. La
terrorífica furia divina es la que «Él» decidió castigarnos arrastrando a la muerte
a personas inocentes, como a las «esposas de Jesús», y como a aquellos niños,
que encima eran huérfanos.
—Los verdaderos responsables de dicha tragedia son los pecadores de
Florencia —agregó Zoroastro—. Eso es lo que mi padre oyó decir al fraile en el
sermón del domingo.
—¡Pero es absurdo! —exclamé.
—No acaba ahí. Como el orfanato desbastado era subvencionado por los
Medici, el principal responsable de lo ocurrido es, por supuesto, Lorenzo.
—Uno hubiera creído que los florentinos eran incapaces de tragarse
semejante basura —se quejó Zoroastro—, pero no… ¡Hasta mi padre ha caído!
—Alzó la informe túnica gris que estaba cosiendo—. De Júpiter a Josafat…
Sacudí la cabeza y, como me negaba a perder el tiempo con tonterías como
aquéllas, decidí recorrer el taller de Leonardo —más pequeño que el de
Verrocchio, pero igual de fantástico— y ver en qué estado se encontraban sus
diversos encargos. Había una lápida con ángeles tallados, una cama dorada y
delicadamente pintada a la que faltaba adosarle un baldaquín de terciopelo azul
con un exquisito bordado, y también un par de pequeñas figuras de sátiros en
bronce, montadas sobre pedestales de mármol.
—Mirad lo que estoy haciendo para la biblioteca de Lorenzo. Daos la
vuelta… —indicó Leonardo.
Al volverme, encontré un pequeño panel de madera en el que mi hijo había
pintado una escena de la Antigüedad. Sentado entre cipreses y columnas con
capiteles griegos había un anciano y, a sus pies, un joven. Supe, sin necesidad de
preguntarle, que se trataba de Platón y su entrañable maestro, Sócrates. Como
era habitual en aquel entonces, el rostro de los personajes era el de los patrones
de la obra. En aquel caso, Cosme de Medici era Sócrates, y Lorenzo era Platón.
—Le fascinará, Leonardo.
—¿De verdad creéis que le gustará? —insistió, casi con una súplica.
Me seguía asombrando que un hombre con semejante talento necesitara tanta
aprobación.
—Estoy segura de que le gustará. Y qué honor que te hayas hecho un lugar
en la biblioteca de Lorenzo. Es la sala que más venera de todo el palacio.
Entonces levanté la vista y observé los numerosos bocetos que colgaban de
las paredes de la bottega, rodeando el panel de Lorenzo. Había visto muchos de
aquellos dibujos y, sin embargo, seguían estremeciéndome. Se trataba de más
disecciones. Piernas, rostros, espinas dorsales y genitales masculinos. Había un
hombre mayor, y también una niña pequeña.
—Sobrino… —lo llamé para que se acercara—, ¿os parece prudente?
Vuestro estudio es un lugar público —bajé la voz—. Déjame llevarlos a casa y
guardarlos con los demás.
Leonardo me miró con una inusual expresión de fastidio y declaró:
—Estoy cansado de disimular quién soy. Éstos son los alcances de mis
estudios sobre la naturaleza —fijó la vista en el panel de Lorenzo—. Sócrates
trató los asuntos de la naturaleza con claridad y transparencia. ¿Acaso no es él
un ejemplo para todos?
—Claro que sí —respondí, eludiendo evocar el nefasto castigo al que ambos
sabíamos que le había conducido dicha transparencia—. Bueno, basta de madres
rezongonas. ¿Qué tal si cenamos?
* * *
Cuando regresé a casa, en la calle reinaba el silencio. Pensé en Leonardo. Era, en
comparación con los miembros de la Academia, el hombre más profano y
herético de todos. Mi hijo era la encarnación misma de lo que la Iglesia
aborrecía. Lo que lo diferenciaba de un modo alarmante de los demás no eran
sus elegantes trajes y ornamentos, pues todos los florentinos vestían igual, sino
sus ideas y su extraño comportamiento: su flagrante rechazo a ir a misa o a
comulgar, sus disecciones, el hecho de que tuviera debilidad por hombres tanto
como por mujeres, e incluso la determinación con la que se negaba a comer
carne.
Cada Viernes Santo se deleitaba afirmando que «hoy el mundo entero guarda
luto por un hombre que murió en Oriente». Asimismo, solía decir que prefería
ser filósofo que cristiano. Defendía abiertamente, y de hecho le obsesionaba, la
libertad: la libertad para pensar, la libertad de la tiranía y de la represión. La
libertad de volar. En el Mercato Vecchio, lo conocían por su extravagante forma
de conducirse; se paseaba entre los tenderetes hasta dar con el que vendía
pájaros enjaulados; preguntaba al mercader cuánto valían todas sus aves, y le
pagaba lo que fuera que pidiera. A continuación, cogía las jaulas y, una a una,
abría sus puertas liberando a los pájaros inmediatamente de su confinamiento. La
mayoría de las aves salían despedidas como perdigones con plumas y
desaparecían. Y, sin embargo, había algunas que, según describía Leonardo con
lágrimas en los ojos, en vez de salir volando permanecían un momento
inmóviles y después morían, enterradas en el fondo de la jaula. Mi hijo insistía
en que no se trataba de animales enfermos. Consideraba, en realidad, que su
alma había sucumbido a aquella tortuosa prisión, y que era a raíz de eso que sus
cuerpos habían preferido no vivir. Decía todas estas cosas con la mirada
empañada por una evidente angustia, con el patente y horrible recuerdo del día
en que él mismo había estado cerca de perder su libertad. Una condena que, para
Leonardo, era peor que la propia muerte.
El sonido de unos intensos gritos me arrancó de mis cavilaciones. Justo
delante de mí, una fugaz figura blanca dobló la esquina y desapareció. Maldije
mi falta de atención, con todos los rumores, fundados o no, que circulaban en
aquellos días. Miré a mi alrededor y descubrí que la gran mayoría de las casas
tenía los postigos cerrados y que la calle estaba más desierta de lo habitual.
Observé mejor el entorno, y supe que estaba a pocos pasos de algo
decididamente funesto.
Al doblar la esquina descubrí, a las puertas de una distinguida casa, a un
grupo de jóvenes que iban descalzos y vestían túnicas blancas con cordones
ceñidos a la cintura. Salían de la casa por la puerta principal cantando
«hosannas» y cargados con vestidos de seda, un cuadro y una caja de
cosméticos. Me quedé perpleja, clavada en el lugar, sin poder dar crédito a la
escena que tenía frente a mis ojos. En aquel preciso instante, el líder de la
cuadrilla, un adolescente de unos dieciséis años con el rostro todavía lleno de
acné, franqueó el umbral de la puerta junto con un hombre y su esposa en
camisón. En el frenesí del saqueo, un espejo con marco de plata cayó de la caja
de cosméticos y se estrelló contra el suelo. Uno de los «ángeles» cogió una
piedra y, preso de un febril arrebato, comenzó a golpearlo una y otra vez hasta
reducirlo a diminutos cristales.
La reacción del hombre y su esposa me pareció incomprensible. Se limitaron
a observar cómo les arrebataban lo que habían tardado todo una vida en
acumular, sin un ápice de ira; sin siquiera un dejo de resignación. En cambio,
asentían en señal de aprobación y, un instante después, oí horrorizada que la
mujer ¡incluso se sumaba a los cánticos de los jovenzuelos! Cuando los rufianes
se marcharon, el esposo los despidió diciéndoles: «¡Que Dios os bendiga!», a lo
que el líder respondió: «Sois unos ciudadanos piadosos. ¡Quedáis absueltos de
los fuegos del infierno!».
Me quedé atónita mirando, ya no a la brigada de diabólicos niños que
desaparecía calle abajo, sino a la pareja. Intercambiaron una beatífica sonrisa,
entraron en su casa y cerraron la puerta.
Entonces lo oí. Eran los alaridos de una mujer.
Me quedé helada. Los gritos se convirtieron en lastimosos aullidos y éstos, a
su vez, en acongojados sollozos. Vacilé. Una parte de mí sabía que a aquella
mujer le esperaba algo atroz. Pero no podía eludirlo. Sea lo que fuere, era
inevitable. Tenía que enfrentarme a ello.
Doblé la esquina y me encontré con la escena que temía. La misma pandilla
de ángeles de Savonarola golpeaba y pateaba la figura inerte de un hombre
tendido en el suelo. Algunos de ellos intentaban contener a una mujer, que se
contorneaba intentando zafarse de ellos. Alargaba una mano en dirección al
hombre que estaba siendo pateado, y con la otra se cubría el pecho descubierto.
Uno de los «ángeles», que lucía una patética imitación de un halo fabricada con
una cinta dorada sujeta alrededor de la cabeza, se burlaba de la mujer con un
trozo de encaje que tenía en la mano y que, sin duda, acababa de arrancarle.
Fui corriendo hasta ellos y oí que le gritaban: «¡Ramera! ¡Eres una sucia
ramera!». A lo que la mujer respondía suplicándoles: «¡Por favor! Dejad que
ayude a mi esposo…». Horrorizada, advertí que, bajo la cabeza del hombre, un
charco de sangre se extendía poco a poco. Intuí que se había fracturado el cráneo
al caer sobre el pavimento.
La salvaje pandilla estaba tan ocupada con su presa que no me vieron
acuclillarme junto al hombre. Tenía, en efecto, una espantosa herida en la sien.
—¡¿Qué es esto?! —gritó uno de los muchachos al verme—. ¿Quién
demonios te crees que eres?
—Puedo ayudar a este hombre —afirmé procurando mantener la calma ante
la funesta aglomeración de cuerpos que se alzaba a mi alrededor. Percibí el olor
de sus sudorosas pieles, y sentí el roce del algodón blanco del vestido de uno de
ellos en mi mejilla.
—¿A qué se debe vuestra presencia en la calle a estas horas? —rugió un
ángel.
Un violento torrente de sangre y de ira cegó mi mente. Impávida y furiosa,
dije lo que tenía que decir.
—Tengo el derecho de caminar por Florencia a las horas que me plazca.
¡Sois vosotros, viles demonios, los que no tenéis ningún derecho a herir a un
hombre y a hostigar a una mujer indefensa! —Con cuidado, giré la cabeza de la
víctima que estaba ladeada en un ángulo antinatural—. Ahora, ¡moveos hacia
atrás! Y, si hay entre vosotros alguno que conserve al menos una pizca de
decencia, que me ayude a trasladar a este hombre a mi tienda, donde podré
ayudarlo como corresponde.
Un repentino silencio, interrumpido únicamente por los sollozos de la mujer,
se apoderó del grupo.
Uno de los muchachos que se cernía sobre mí aventuró con timidez:
—¿Dónde queda vuestra tienda?
—En la Via Riccardi. Es una botica.
—¡Un boticario! —exclamó otro ángel. De pronto sentí un punzante golpe
en la nuca. Me di la vuelta indignada y descubrí que se trataba del purulento
líder de la pandilla. Vi volar un puñetazo, y sentí el impacto de sus nudillos en
mis mejillas. Caí hacia atrás, pasmada pero atenta.
—¡No sois más que un hechicero! —sentenció y, juntando valor, me asestó
un feroz puntapié en las costillas.
La mujer gemía desesperada.
—Éste se viene con nosotros —anunció el rufián. A continuación, cogió el
trozo de encaje de la mano de uno de sus acólitos, lo empapó en la sangre del
hombre y se lo restregó a la mujer por la cara y por los pechos.
—Que Dios perdone vuestros pecados —dijo entre dientes a la mujer.
Con un ademán, indicó a sus amigos que me cogieran y lo siguieran.
Forcejeando aterrorizada, dejé que aquellos infernales ángeles me transportaran
en dirección a mi oscuro e incierto destino. El líder de la pandilla marchaba
frente a nosotros entonando tedeums.
* * *
* * *
* * *
* * *
—¿De modo que está considerando seriamente enviar a ese navegante genovés a
buscar una nueva ruta que nos comunique con la India por el oeste? —preguntó
Lorenzo con franco escepticismo.
Antes de contestar, Rodrigo Borgia, que compartía con nosotros un baño de
aguas termales en las ruinas de las termas de Chianciano, sumergió la cabeza en
sus cálidas y sulfurosas aguas y volvió a emerger con el rostro enrojecido. A sus
sesenta años, todavía era un hombre vigoroso que, despojado de su atuendo de
cardenal, con sus largos cabellos negros alisados hacia atrás y su fina camisa de
batista adherida a la piel, se veía de hecho aún más apuesto. Había accedido a
reunirse con nosotros en aquel balneario sienés, lejos de las indiscretas miradas
de Roma.
—Pues sí. Isabel está decidida. Fernando, en cambio, no está seguro. Eso
quiere decir que este tal Colón acabará haciéndose a la mar; es sólo cuestión de
tiempo. Además, la reina tiene otros asuntos que la preocupan en este momento,
por supuesto.
—¿Realmente desterrará a todos los judíos de España? —lo interrogó
Lorenzo con el ceño fruncido.
—Mi compatriota es una mujer de convicciones firmes —respondió Rodrigo
—. Si no consigue deshacerse de la «maldición» judía con la Inquisición, lo hará
de algún otro modo.
—Pero Rodrigo, tiene que haber algo que puedas hacer al respecto.
—Tal vez…; pero sólo cuando ocupe el cargo de Papa.
—¿Y cuándo será eso? ¿Pronto? —le pregunté. A pesar del intenso aroma a
azufre, el baño en aquellas termas me fascinaba. Eran tan antiguas que estaban
rodeadas por columnatas construidas por los romanos en honor a sus ancestros
etruscos—. Entiendo que los ataques de Inocencio son cada vez más frecuentes.
—Tiene la complexión de un toro —afirmó Rodrigo—. Es probable que viva
más años que nosotros.
—Que yo, sin duda… —replicó Lorenzo, por más que en su broma hubiera
algo certero. El tiempo que pasábamos fuera de Florencia procurando aliviar sus
síntomas y su dolor iba en aumento. Recurríamos a aguas termales y a baños de
barro. Acudíamos a cuevas a inhalar un aire caliente que provenía del interior de
la tierra. Tomaba unas espantosas suspensiones que lo ayudaban a desechar el
exceso de ácido úrico. Y en ocasiones iba a Santa Elena a darse un baño que
mejoraba el estado de sus riñones. Le prohibí el vino tinto, y él me maldijo ante
todos los santos, pero se avino. Luego intenté hacer lo mismo con la carne roja,
pero se opuso rotundamente.
De todos modos, cuando sobrevenían los horribles dolores e inflamaciones,
mi pobre Lorenzo se sentía tan mal que no podía comer nada. Entonces yo lo
ayudaba a sentarse y le obligaba a beber una infusión de agua caliente y zumo de
limón. En las articulaciones, le aplicaba cataplasmas preparadas a base de hojas
de enebro, empapadas en una aleación de peltre que espesaba con polvo de
corteza de olmo. Dichos remedios, sumados a las infusiones curativas, le
proporcionaban un vago y temporal alivio.
Entretanto, la demencia de Savonarola había envenenado la mente de
prácticamente todos los florentinos. Cuando Piero, que para entonces había
asumido la responsabilidad de gobernar el día a día de la ciudad, hizo saber a su
padre que el prior de San Marco había arrojado a su «hoguera de las vanidades»
a dos sodomitas y a una prostituta sin una sola objeción de sus fieles, Lorenzo ya
había escrito a Rodrigo Borgia para solicitarle una audiencia.
Roma atravesaba un verano abrasador, de modo que el cardenal estuvo
encantado de aceptar la invitación. Entre el hedor de las calles y el polvo de las
numerosas obras emprendidas por Inocencio, su ciudad se había convertido en
un sitio insoportable. La idea de una fresca aldea de montaña en la Toscana le
apetecía tanto como encontrarse con su antiguo amigo Lorenzo.
Ascanio Sforza había accedido a permanecer en Roma para defender los
intereses de Rodrigo durante su ausencia; después de todo, era un momento
crucial en la historia del Vaticano. Inocencio, en efecto, estaba a punto de morir
y, hasta hacía bien poco, a la gran mayoría de los dieciséis cardenales que
eventualmente escogerían al nuevo Santo Padre no le convencía la idea de que
un Borgia se hiciera con el papado. A pesar de su encubierta reputación pagana,
al cabo de treinta y cinco años al frente de la Curia Rodrigo había demostrado
ser un brillante gestor, sensato y querido por su gente. Llegado el caso de que
ocurriese algo importante en su ausencia, Ascanio se encargaría de hacerle llegar
el mensaje de inmediato.
—Entonces ¿qué vamos a hacer con el lunático que se ha apoderado de
vuestra ciudad? —preguntó el cardenal cogiendo el vaso que había apoyado
sobre los azulejos del borde de la tina.
—Detenerlo —afirmé—. Devolver a Florencia su cordura —después de
muchos años junto a Lorenzo, me expresaba con soltura y aplomo ante
cualquiera; aun ante un hombre que en el curso del siguiente año poseería la
diadema del Sumo Pontífice—. Si su influencia llegara a trascender la Toscana y
alcanzara al resto de Europa, todos los demás soberanos tendrían que enfrentar el
mismo flagelo que Lorenzo.
—¿Cuál es la debilidad del prior? —nos preguntó Rodrigo—. ¿Cuál es su
punto flaco? Es ahí donde encontraremos una solución a este problema.
Permanecimos en silencio un momento, reflexionando con el vapor de las
termas alzándose a nuestro alrededor.
—Es deshonesto —señaló Lorenzo rompiendo un largo silencio—. Es tal su
desesperación por mostrarse dueño de un poder sobrenatural, que obliga a sus
frailes a compartir con él las confesiones de sus feligreses. Luego los ataca desde
el púlpito, fingiendo haberse enterado de sus pecados a través de una revelación
divina.
—¿Roba a sus frailes las confesiones de sus fieles y las hace públicas? —
masculló Rodrigo, incrédulo.
—Creo que su demencia lo ha llevado a la conclusión de que realmente está
en comunión con Dios —sugerí—. Uno de los sacerdotes de San Marco, que es
leal a Lorenzo, me comentó que le oyó decir, de rodillas frente a la cruz, «si tú
mientes, yo miento».
—Y ha comenzado a predicar el Apocalipsis —añadió Lorenzo.
—¿De veras? —A Rodrigo aquello pareció intrigarle—. ¿Acaso sostiene que
es un profeta?
—He oído que se llama a sí mismo el «Profeta de la Fatalidad» —repuse y
sonreí—. Y, según sus presagios, Lorenzo e Inocencio morirán el mismo año:
1492 —agregué.
El cardenal asentía pensativo.
—Rodrigo, ¿qué sucede? —le preguntó Lorenzo.
—En la Iglesia hay una prohibición que atañe a los falsos profetas —explicó
—. Henos aquí ante un hombre que se considera infalible, que es un embustero y
que está rompiendo una importante regla eclesiástica. Creo que empiezo a
vislumbrar una solución a nuestro problema —concluyó con una sutil sonrisa.
* * *
—El corazón me late tan deprisa que siento que va a salírseme del pecho —
confesé a Lorenzo mientras franqueábamos el portón meridional de las murallas
de Milán. Si bien el transcurso de los años había hecho mella sin duda en mi
cuerpo, la simple idea de volver a ver a Leonardo, al cabo de casi una década,
me había rejuvenecido.
Viajábamos juntos en el confortable coche cerrado que Lorenzo usaba en sus
viajes. Nos había llevado tres días recorrer la distancia entre Chianciano y Milán,
y mi pobre Lorenzo estaba agotado y dolorido del traqueteo constante y los
fragosos caminos.
Descorrí apenas el cortinaje de la ventana, y me encontré ante una
importante ciudad, muy poblada, vital, ruidosa y próspera. Era extraño que un
lugar como aquél no estuviera situado junto a un río, un lago o en un ventajoso y
seguro enclave en lo alto de una montaña. Aquello parecía más bien un
improvisado y azaroso entramado de callejuelas, muy distintas de las calles
rectas y ordenadas de la ciudad de Florencia. Había casas de piedra y ladrillo
rojizo que tenían siglos de antigüedad mientras que otras, con sus impecables
fachadas, parecían recién edificadas. Intercalados entre ellas, había unos
encantadores y coquetos jardines. Ocasionalmente, nos topábamos con algún
puente que cruzaba un pequeño canal.
—Caterina, mira a tu derecha —volví la vista y me topé con un edificio
nuevo cuyo letrero decía: «Banco Medici»—. ¿Podrías indicar al cochero que no
nos detendremos aquí? —Por supuesto, obedecí de inmediato.
Para la gran mayoría, nuestra presencia en Milán era un secreto. Seguimos
camino y atravesamos varias calles más, hasta dar con una gran plaza.
—Prepárate —sugirió Lorenzo—. El Duomo es realmente asombroso.
A pesar de la advertencia, aquel titánico edificio me dejó boquiabierta; no
sólo por su color —un mármol entre blanco y rosado—, sino también por su
intrincado diseño. Mostraba chapiteles y contrafuertes alineados a estrechos
pináculos, que conferían al conjunto el aspecto del encaje francés. El templo no
podía diferenciarse más del austero frontispicio que caracterizaba a las iglesias
florentinas. Se asemejaba a algo que uno podría haber imaginado bajo los
efectos del hachís.
—La influencia del arte gótico… —susurró Lorenzo. Su voz empezaba a
debilitarse.
—Hemos llegado, cariño —anuncié—. La casa de Leonardo está justo en el
extremo sur de la plaza de la catedral.
Entonces, nuestra pequeña delegación atravesó primero un foso y luego un
gigantesco portal en las murallas fortificadas de la residencia hasta llegar, por
fin, a un amplio patio interior. Una gran columnata recorría el perímetro del
patio en el que había también una amplia cuadra, y sobre el que se alzaba una
altísima torre de piedra que lo sumía en las sombras. Se trataba, según me había
explicado Leonardo en sus cartas, de la Corte Ducale, que El Moro había
desalojado para que mi hijo residiera allí.
Si bien el patio se veía algo desvencijado y no ostentaba el movimiento febril
de una corte real, su columnata le confería un aire asombrosamente majestuoso.
«¡La bottega de Leonardo se encuentra en un palacio ducal!», pensé.
—¿Madre? —oí que me llamaban desde fuera del coche y abrí la puerta de
un golpe. Un instante después, me perdía en su abrazo y me deleitaba con su
limpio perfume de agua de rosas. Mi corazón se apaciguó de inmediato. Me
cogió por los hombros y extendió los brazos para verme mejor. Fue entonces que
me encontré, una vez más, con su mirada tierna y melancólica, con sus labios
exuberantes y bien torneados, sus mejillas de pómulos prominentes y su delgada
nariz de aristócrata. Llevaba su largo pelo ondulado, suelto. Siempre había
contenido el impulso de reprocharle la barba que insistía en dejarse crecer. Pero
no podía evitar pensar que todo aquel cabello, en definitiva, ocultaba su hermoso
rostro. ¡Y se lo veía tan próspero! ¡Tan moderno! Seguía siendo alto y fornido, y
vestía un elegante jubón de satén color amarillo oscuro con las piernas
enfundadas en unas calzas a juego, de un amarillo ligeramente más pálido. En
las manos lucía, por primera vez, unos simples anillos de oro. Uno en cada
mano.
Cuando apareció Zoroastro para darnos la bienvenida, Leonardo dijo en voz
alta:
—¡Todavía un hombre apuesto, tío Catón!
Zoroastro, que al parecer seguía vistiendo un negro rotundo, ayudó a
Lorenzo a bajar del coche y ordenó a los criados que descargaran nuestros baúles
y se encargaran de los caballos.
Leonardo y Lorenzo se saludaron con un abrazo. Al ver el dolor que asolaba
a mi amado, el rostro de mi hijo se contrajo con aflicción. Cuando se separaron,
no obstante, Leonardo se mostró decididamente alegre, pues sabía que a Lorenzo
el más mínimo sentimiento de compasión le hubiera resultado intolerable.
—Por aquí, os mostraremos el palacio —dijo Leonardo atravesando un
gigantesco portal con Zoroastro a su lado. Se trataba de un edificio enorme, de
techos altos, con un corredor central desde el que se extendían hacia los lados
diversas alas.
—Durante un tiempo, El Moro invitó al duque Gian y a Isabel a vivir en los
aposentos del ala norte —explicó Leonardo—. Me resultaron unos compañeros
de lo más extraños. Estaban indignados, y supongo que con razón, porque los
habían desterrado de la residencia real para enviarlos a vivir con el pintor de la
corte.
—Es que, en realidad, el legítimo duque de Milán era Gian —agregó
Lorenzo.
—¿Y dónde viven ahora? —pregunté.
—Aún más lejos de la corte. Viven en Pavía.
—Tú mecenas, Leonardo, es más bien despiadado. Tienes suerte de que El
Moro te adore.
Unas pequeñas estancias contiguas, o studioli, albergaban los trabajos de
Leonardo agrupados por disciplinas. En una de ellas, preparaban colores e
imprimaciones. En otra, pulían unos cristales redondeados para transformarlos
en lentes. En una tercera sala, atiborrada de poleas, sogas, tuercas, tornillos y
tornos había artefactos de todo tipo. Por último, vimos un studioli destinado,
abiertamente, a un laboratorio de alquimia. Zoroastro sorprendió a uno de los
aprendices con el fuelle en la mano atizando con desgana el fuego del horno.
—¡Marco! ¡Échale un poco de ganas! —ordenó al muchacho, que enseguida
se agazapó con la reprimenda.
—Hay más cosas que debéis ver —anunció Leonardo—. Mucho más…
Continuamos recorriendo aquel extenso pasillo hasta dar con una puerta. Al
abrirla, nos vimos en una suerte de inmenso vestidor atestado de extravagantes y
coloridos trajes de todos los tipos: vestidos de mujer y de hombre, disfraces de
animales, máscaras con plumas y con picos, atuendos elegantes y, también,
grotescos. Leonardo entró en el salón detrás de mí.
—Sabíais que soy maestro de ceremonias de la corte del Moro… —me
recordó.
—Ah… Entonces te encargas del entretenimiento y de las celebraciones.
—Y también de las bodas. Últimamente, todo lo que parecemos tener que
disponer son bodas. Una tras otra. Ludovico y Beatriz d’Este, Gian e Isabella…
Ahora estamos planeando las fiestas de boda de Bianca Sforza.
—Imagino que serán muy fastuosas —intervino Lorenzo, que se había
reunido con nosotros en aquel gran vestidor—. El emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico no contrae matrimonio todos los días. ¿Trabajáis a menudo
para Maximiliano?
—Tan sólo recibimos sus adelantos por el retrato de bodas de Bianca que nos
ha encargado.
Salimos nuevamente al corredor, avanzamos otro trecho, traspasamos un
gran arco y fuimos a parar al salón más grande que había visto en mi vida.
Estimé que tendría aproximadamente unos noventa metros de largo y quince de
ancho.
—El antiguo salón de fiestas —declaró. Sobre las columnas que recorrían los
cuatro lados del salón, se alzaba un altísimo techo abovedado. No quedaba rastro
alguno de lo que quizá alguna vez había sido una suerte de sala de juegos de la
nobleza. El salón se había convertido en un taller; en un auténtico caldero de
inventos. Me aproximé a una de las paredes, y advertí que cada centímetro
estaba recubierto de bocetos con mecanismos para alterar cursos de agua,
sistemas hidráulicos, cúpulas para catedrales y el diseño de una ciudad en dos
niveles. Había un dibujo de una ballesta, grande como una casa, y también de
una terrorífica arma de guerra móvil cuyas cuatro aspas estaban rematadas por
guadañas.
Sobre una mesa, descansaban modelos y maquetas de grúas, montacargas y
acueductos. En un rincón, había un misterioso ingenio conformado por ocho
enormes espejos rectangulares, engarzados con bisagras, que formaban un
perfecto octógono.
La sala estaba repleta de aprendices que tendrían entre diez y dieciocho años
de edad, y todos estaban meticulosamente concentrados en su labor. El más
pequeño barría el suelo. El que le seguía en edad, extendía y clavaba un lienzo
sobre un panel de madera de sauce. El mayor, que más que aprendiz era
claramente un oficial, aplicaba los primeros colores a un dibujo que más tarde se
convertiría en una pintura.
Una colosal escultura ecuestre, rodeada de andamios, ocupaba más de la
mitad de la sala. Leonardo se había alzado con el codiciado encargo de crear un
monumento ecuestre para conmemorar al padre de Ludovico.
—Es extraño verte trabajando en una escultura —observó Lorenzo,
robándome las palabras de la boca—, aunque no me extraña que hayas
empezado por un tema como éste.
El gran caballo era, en efecto, extraordinario. Incluso a través de los
andamios que lo recubrían y de la enorme cantidad de aprendices que,
balanceándose sobre tablones, trabajaban en los detalles de la obra, podía verse
la singular potencia y belleza de la musculatura del animal, así como el gesto
noble de su rostro alargado y de sus ojos tiernos.
—Cuando terminemos el modelo de arcilla, haremos el de bronce —explicó
Leonardo—. La planificación de este trabajo me ha hecho sufrir —golpeó el
suelo con el talón—. Mi intención es labrarlo en una sola pieza. Pero es tan
grande que, primero, tendremos que cavar un gigantesco pozo en el que enterrar
el molde, cabeza abajo. Junto a él, tendremos que fabricar al menos cuatro
hornos para fundir el metal que fluirá hacia el molde a través de un sistema de
cañerías. El líquido irá llenando el molde, comenzando por la barriga y
expulsando el aire hacia arriba, que saldrá por las patas.
En la pared había esbozos de un entramado de hierro a partir del cual se
había fabricado el molde para la cabeza del caballo. Otro bosquejo describía un
enorme artilugio de madera que, según parecía, serviría para trasladar la
escultura terminada.
—¿Y dónde está el problema? —interrogó Lorenzo.
—En las corrientes de aguas subterráneas —respondió Leonardo—. Al cavar
el foso, el extremo de la cabeza se acercará demasiado a las superficiales napas
de agua de Milán. Si la humedad llegara a alcanzar el molde, la estructura entera
se hundiría —sonrió—. Pero no lo hará. No debe ocurrir. No es posible que el
gran esfuerzo que he invertido en la estatua ecuestre del Moro acabe en un
fracaso.
Un grito agudo retumbó en la inmensidad de aquel gran salón, y todos nos
volvimos a ver de dónde provenía. Era un hermoso niño de aproximadamente
diez años. Lucía una extravagante cabellera de delicados rizos rubios y, a
diferencia de los demás aprendices, vestía un traje de seda color escarlata. En
aquel preciso instante, bajaba de los andamios a toda velocidad, y un niño algo
mayor corría tras él. El pequeño se dirigió al arco de la entrada, seguido de cerca
por el mayor que le gritaba: «¡Bribón! ¡Devuélvelo!». Un instante después,
ambos habían desaparecido.
Nos volvimos nuevamente hacia Leonardo.
—¿Quién es ese pilluelo? —pregunté.
Me pareció que respondía con un gesto algo extraño; con una expresión que
no le conocía y que, de algún modo, combinaba el amor, la furia y la diversión.
—Ése es Salai —afirmó sacudiendo la cabeza.
—¿Salai? —interrogó Lorenzo—. Pero ¿acaso «salai» no quiere decir
«pequeño demonio» en árabe?
—Pues entonces es un apodo adecuado —repuso un lacónico Leonardo.
Permanecí en silencio. Esperaba una respuesta un poco más esclarecedora.
—Hace poco lo he convocado como aprendiz.
—Pues viste muy bien para ser aprendiz —observé.
—Más tarde volveremos sobre el asunto de Salai. Ahora aún nos queda
mucho por ver.
—¿Qué es esto? —preguntó Lorenzo, que se había desplazado al otro lado
del salón y se encontraba frente a una estructura alta y cuadrada, oculta bajo una
enorme tela.
Leonardo avanzó hasta ella a grandes zancadas y quitó la tela con aire
resuelto. Lo que apareció ante nosotros era el artefacto más extraordinario que
hubiera podido imaginar. Eché un fugaz vistazo a Lorenzo, y comprobé que sus
ojos estaban a punto de salirsele de las órbitas.
Lo que hacía que la estructura oculta bajo la tela apareciera así de ancha era
un par de delgadas «alas» que se entrecruzaban como las de una libélula. Su
altura se debía a un marco de madera, de tres metros de alto, que conformaba
una suerte de cabina con pedales en el suelo y unos grandes rodillos arriba de
todo. Las diversas partes del artilugio estaban conectadas entre sí por un confuso
entramado de cuerdas y poleas.
Sin una palabra, Leonardo se metió en la cabina y colocó los pies sobre los
pedales y los brazos en las correas sujetas a las alas. Metió la cabeza en una
suerte de abrazadera de tela y empezó a pedalear, empujando los pedales hacia
abajo, al tiempo que subía y bajaba los brazos. Despacio al principio y, luego,
cada vez más rápido, las alas empezaron a batir.
—Está decidido a volar —susurré al oído de Lorenzo.
—¿Es esto es una máquina para volar? —interrogó en voz baja.
Los rodillos, suspendidos sobre la cabeza de Leonardo, giraban a una
vertiginosa velocidad, y el batir de las alas produjo una suave brisa en torno a
nosotros.
—Lorenzo, ¡mira! —exclamé apuntando a la base del artefacto, que
milagrosamente se alzaba al menos una fracción de pulgada, por encima del
suelo.
Permaneció así suspendida unos instantes, hasta que Leonardo empezó a
cansarse. Entonces el movimiento de las alas perdió fuerza, y con un estrepitoso
crujido el aparato volvió a posarse en el suelo. Mi hijo, sudoroso y con el rostro
enrojecido, se liberó de las cuerdas y abrazaderas.
Me acerqué a él y le dije:
—Nunca dejarás de sorprenderme.
Lorenzo se unió a nosotros y, sin poder ocultar su incredulidad, exclamó:
—¡Se levantó del suelo!
—Es cierto —dijo Leonardo—, despega del suelo. Pero estoy casi seguro de
que nunca volará. Es demasiado pesado. Sin embargo, tengo otros diseños, más
ligeros y semejantes a la anatomía de un pájaro. Éste es, simplemente, el primero
que he construido.
—¿Éstas pintando? —le preguntó Lorenzo.
Con un ademán, Leonardo indicaba a dos aprendices que volvieran a cubrir
su máquina de volar.
—Claro. La mayoría de mis trabajos son retratos. He hecho uno de Beatrice
y otro, muy bonito, de Cecilia, la amante del Moro que espera un niño de él.
Leonardo nos pidió que lo siguiéramos. Franqueamos el gran arco en el
extremo del salón y fuimos hasta una majestuosa escalera. Lorenzo comenzó a
subir con gran esfuerzo. Leonardo lo sujetó del brazo y lo alentó diciendo: «Sólo
unos pocos peldaños más».
Nos guiaron hasta nuestros aposentos que, en la época dorada del palacio
ducal, sin duda habían sido las estancias del duque Galeazzo y su hermana Bona.
Incluso a pesar de los años que llevaban en desuso, aquellas recámaras
rivalizaban con las que habíamos ocupado en el propio Vaticano muchos años
atrás.
—Tengo una maravillosa cocinera llamada Julia que consiente todas mis
perversas exigencias. Su minestrone es excepcional. Esta noche cenaremos
juntos… si os encontráis bien, por supuesto —propuso volviéndose hacia
Lorenzo con evidente preocupación.
—Mientras pueda descansar un poco y tu madre se haga cargo de mis viejas
e inflamadas rodillas, estaré bien —alegó Lorenzo dirigiéndome una mirada
afectuosa.
Volví a acurrucarme en los brazos de Leonardo.
—Aún no puedo creer que estéis aquí; los dos. Me siento pleno —dijo
Leonardo besándome la frente.
Poco más tarde, nos había dejado solos. Nada más cerrar la puerta, miré a
Lorenzo y dije:
—Gracias, amor mío. Gracias por haberme traído hasta aquí.
* * *
Aquella misma noche, cuando bajamos a cenar, nos encontramos con una larga
mesa capaz de acomodar sin problemas a Leonardo y a todos sus aprendices, en
la que sin embargo aquel día se habían dispuesto, en un extremo, tan sólo cuatro
lugares. La mesa estaba arreglada con esmero y buen gusto: sobre un elegante
mantel de lino blanco, descansaban los cubiertos, una modesta vajilla y unos
jarrones con flores frescas de todos los colores.
Mi hijo le ofreció la cabecera a Lorenzo, pero éste rehusó.
—Ésta es vuestra casa, Leonardo, y vos sois el hombre de la casa —miró a
su alrededor y sonrió—, el rey de vuestro propio palacio. Os corresponde la
cabecera.
Reparé en lo orgulloso que se sentía Leonardo. Había prosperado.
—¿Quién cenará con nosotros? —pregunté.
—Salai.
—¿«El pequeño demonio»?
La misma singular expresión volvió a apoderarse del semblante de Leonardo.
—Quizá deba hablaros de él un poco más, antes de que venga a cenar —hizo
una larga pausa—. Salai es mi hijo natural —declaró por fin.
Me quedé pasmada; muda. Pero estaba contenta. Aquélla era una gran
revelación que me resultaba difícil asimilar de golpe. «Leonardo tiene un hijo —
pensé—. ¡Soy abuela!».
—¿Qué es lo que ha sucedido exactamente? —quiso saber Lorenzo—.
Nunca nos habíais hablado de él.
—No sabía nada de él hasta este año —se tomó un momento y, luego,
continuó—. Cuando llegué a Milán, El Moro fue muy amable conmigo. Y eso os
lo debo a vos —recalcó volviéndose hacia Lorenzo—. Una de las gentilezas del
duque fue una invitación a visitar a una de sus cortesanas. Hacía mucho tiempo
que yo no estaba con alguien; ya fuera hombre o mujer. —Leonardo nunca se
avergonzaba de nada, pero en aquel momento me dio la impresión de que se
sonrojaba—. La muchacha se llamaba Celeste y era muy hermosa. Tenía un
temperamento muy similar al vuestro, madre —pareció evocar algunos
recuerdos y sonrió—. Posó como modelo para una de mis madonas. Se enamoró
de mí y, durante el tiempo que estuvo aquí trabajó para mí, declinó las
invitaciones de sus otros clientes —agachó la cabeza y fijó la vista en el plato—,
incluyendo al Moro. Quizá habría podido escalar posiciones más rápido con
Ludovico si Celeste no se hubiera negado a prestarle sus favores —de pronto,
volvió a sonreír—. En cualquier caso, al final, la madona estuvo lista y
terminada. Lo cierto es que yo no estaba enamorado de ella —aquella mirada
tímida pero elocuente volvía a apoderarse de su rostro—, y Zoroastro estaba
tremendamente celoso. Poco después, Celeste abandonó Milán y yo proseguí con
mi vida, como de costumbre.
Leonardo apoyó la espalda en el respaldo de la silla y suspiró.
—El año pasado, un hombre bajo y rechoncho, que nunca en mi vida había
visto, vino a mi casa y solicitó verme. Pensé que se trataba de alguien que venía
a ofrecerme un trabajo —sonrió compungido—. Y, tal vez, después de todo, eso
fue precisamente lo que hizo: darme un inesperado trabajo. Explicó que su
esposa, Celeste, acababa de morir. En su día, la mujer había sido una belleza.
Tan guapa era que, a pesar de que alguna vez había sido una cortesana y de que
tenía un hijo pequeño al que llamaba Giacomo, él se había sentido honrado de
que ella aceptara su propuesta de matrimonio. Al principio habían sido muy
felices, y él siempre se había abstenido de preguntarle por el padre de la criatura.
Ella, por su parte, nunca se había aventurado a aclararlo, y el esposo lo atribuía a
que, dado su oficio, quizá no supiera quién era el padre.
Leonardo volvió la vista hacia el techo y un aire de perplejidad le atravesó el
semblante.
—Al parecer, en cuanto el pequeño Giacomo empezó a caminar, se acabó la
paz del matrimonio. El niño era hermoso como su madre, pero totalmente
inmanejable. Un demonio. Celeste lo consentía y no permitía que su marido lo
castigara. El temperamento de Giacomo cobró más ímpetu y se convirtió en un
niño mimado. El esposo y su mujer empezaron a pelear constantemente a causa
de él. Por mucho que lo intentaba, el hombre no conseguía amar al niño.
Entonces Celeste enfermó de cáncer de pecho. Cuando estaba a punto de morir,
por fin reveló que el padre era Leonardo Da Vinci. Para ese entonces, yo me
había convertido en una figura reconocida por todo Milán, de modo que el
esposo me encontró con facilidad, vino a verme y me contó la historia; y yo
supe, de inmediato, que era cierto.
Leonardo me dirigió una sonrisa tierna.
—El niño era hijo mío —dijo sacudiendo la cabeza con los ojos llenos de
lágrimas—. Le pagué al hombre por él y lo adopté. Al final, resultó que
Giacomo era mucho peor de lo que me habían advertido. —Leonardo soltó una
estentórea carcajada—. Nunca había visto un niño como él. Es muy hermoso,
como su madre, pero miente, roba, no parece tener ningún talento ni interés por
las artes (al menos por ahora), es ruidoso y extremadamente… grosero.
—¿Cuáles son sus virtudes? —preguntó con amabilidad Lorenzo—. Incluso
los más viles de los niños tienen virtudes.
—¿Además de su belleza física? —Leonardo pensó un momento—. Es
sumamente leal. Sabe guardar un secreto y, a su manera —apretó ligeramente los
labios procurando contener la emoción—, supongo que me quiere. Me considera
su padre.
Coloqué mi mano sobre la de mi hijo y le pregunté:
—¿Cuándo conoceré a mi nieto?
Leonardo se enjugó las lágrimas.
—De momento, seréis su tío abuelo, por supuesto… —Con una categórica y
definitiva inhalación, cogió una campanilla y la agitó. Se abrió una puerta, y una
mujer gruesa, de mejillas rosadas, asomó la cabeza—. Julia, te presento a mi tío
Catón y a Lorenzo de Medici.
—Es un honor —respondió con sencillez—. Maestro, ¿sirvo la cena?
—¿Podríais llamar a Salai primero, por favor?
Julia dejó caer la cabeza ligeramente hacia atrás y entrecerró los ojos.
—La última vez que lo vi estaba en el patio y tenía mugre hasta en los codos.
—Por favor, decidle que se limpie y venga a cenar —le indicó Leonardo con
la apacible resignación que, pronto descubriría, caracterizaba el trato con su hijo
—. Mientras tanto, creo que nosotros tres podemos empezar con la sopa.
* * *
Para cuando Salai por fin llegó a la mesa, los demás habíamos terminado la sopa
y acababan de servirnos el primer plato. Irrumpió en el comedor prácticamente
corriendo, besó a Leonardo en la mejilla con una singular mezcla de fastidio y
cariño, y tomó asiento junto a Lorenzo. Yo me encontraba justo frente a él, de
modo que lo veía muy bien. Se había cambiado de ropa, pero todavía le quedaba
un poco de barro en la frente. Tenía unos labios más gruesos y prominentes que
los de Leonardo, pero su nariz recta y sus preciosos y enternecedores ojos
castaños eran, sin duda, los de su padre. La mata de pelo ensortijado que le
rodeaba el rostro me recordaba, asimismo, a la de Leonardo, aunque, para las
convenciones de la época, lo llevaba demasiado corto.
El niño tenía la vista clavada en mí.
—Ése es Catón, tu tío abuelo —explicó Leonardo a Salai—. Y, junto a ti,
tienes a una distinguida figura de la ciudad de Florencia: Lorenzo de Medici.
El niño me dedicó una breve e insolente mirada, y luego se volvió hacia
Lorenzo.
—¿Eres muy rico? —le preguntó.
—Quizá el más rico de toda Italia —le contestó Lorenzo disimulando una
sonrisa.
—Dicen que el tesoro del Moro incluye baúles de oro y diamantes, perlas y
rubíes y, también, una pila de monedas de plata tan alta que ¡ni siquiera un
venado podría saltar sobre ella!
—Salai… —comenzó Leonardo.
—¡Quiero saber cuál de los dos es el más rico! —exclamó el muchacho.
—¿Por qué? —interrogué.
—Porque —respondió volviéndose hacia mí— necesito saber a cuál de los
dos tendré que ir a pedirle que se convierta en mi mecenas, cuando sea mayor.
—Pero el Maestro nos dice que no estás interesado en el arte —comenté.
—Eso no interesa —replicó el niño visiblemente animado—. Les pediré que
me patrocinen otro talento.
—¿Tu talento como bufón, quizá? —sugirió Leonardo.
A Salai la idea pareció fascinarle, y se volvió hacia su padre boquiabierto.
—¡Podría ser un bufón!
—Salai, hacer el tonto te saldría fantásticamente bien —afirmó Leonardo
con absoluta seriedad.
—¿Sabías —prosiguió Lorenzo— que el bufón es la única persona de toda la
corte que puede decir lo que piensa, acerca de cualquier cosa, sin ser castigada?
Eso sí, siempre y cuando lo exprese con cierto sentido del humor.
Salai pegó un grito, saltó de la silla y se puso a bailar una salvaje tarantella
alrededor de la mesa al son de una canción demasiado procaz para alguien de su
edad. El alboroto era tal, que Julia asomó la cabeza a través de la puerta y se
quedó mirando al niño mientras bailaba. El número de Salai terminó en una serie
de giros y un espectacular salto mortal, con el que aterrizó justo a los pies de
Lorenzo. Alzó la cabeza y le sonrió.
—¡Estas contratado! —exclamó Lorenzo.
Los demás le ovacionamos; a excepción de Julia, que sacudió la cabeza,
masculló algo así como «no deberíais alentarlo…» y volvió a desaparecer tras la
puerta.
—Ahora siéntate y termina tu cena —ordenó Leonardo.
El niño comió un poco de ensalada y, a continuación, se puso a mirarme otra
vez. Me observó un buen rato con gesto grave. Yo me limité a sostener su
mirada, impasible. El niño procuraba inducirme a desviar la vista. Me hizo caras,
se puso bizco y extendió sus cachetes simulando una boca de pez. Pero yo no
sonreí. Al final, se dio por vencido, no sin antes declarar:
—Éste es un amargo.
Entonces yo me volví hacia Leonardo y observé:
—Tenías razón. Es un grosero.
Salai soltó una exhalación por la boca, imitando el sonido de un pedo.
Leonardo cerró los ojos y le ordenó:
—Terminarás de cenar en tu habitación.
—Ya había terminado, de todos modos —dijo Salai saltando una vez más de
la silla.
Cogió un trozo de pan de la mesa, saludó a Lorenzo con una exagerada
reverencia, me dirigió otra «cara de pez», dio un rápido beso en la frente a su
padre y se marchó a toda prisa.
Permanecimos un momento en silencio, algo sorprendidos.
—¿Recuerdas el asqueroso dragón que pusiste en mi almohada? —dije por
fin—. Quizá se parezca a ti más de lo que te gustaría admitir.
—¿Yo era así?
—Pues…
En aquel preciso instante, apareció Julia con una humeante fuente de ravioli
de setas. Mientras lo devorábamos con gusto, relaté a Lorenzo las innumerables
aventuras y bromas de Leonardo. Le conté todo acerca de cómo solía divertirse
y, también, mortificarme. Al final de la velada, Lorenzo concluyó que quizá
fuera cierto aquello de que la fruta nunca cae muy lejos del árbol.
* * *
* * *
* * *
* * *
* * *
La casa de Pavía fue adquirida sin problemas, y hacia allí partió Zoroastro con el
encargo de disponer la bottega y el laboratorio de alquimia. Lo habíamos
conseguido, y en el menor tiempo posible, gracias a la generosidad de Lorenzo.
Entretanto, Leonardo trazó su profano plan sin siquiera compartirlo con
nosotros. Sostenía que la exitosa falsificación del sudario exigía una buena
preparación.
Al despuntar el alba del día en que se suponía que partiríamos para Pavía, me
desperté bruscamente con un grito de Lorenzo. Me incorporé de un salto y lo
encontré sentado en el borde de la cama, en camisón, con las piernas colgando
hacia abajo. Con los puños cerrados se golpeaba desesperadamente los muslos.
Se volvió y me miró, desesperado.
—No siento las piernas. No puedo moverlas.
Rodeé la cama, me arrodillé frente a él, cogí uno de sus pies desnudos y lo
froté con vehemencia. Luego, cogí su pantorrilla y repetí la operación,
deslizando la mano hacia arriba y hacia abajo. Dejé esa pierna y me concentré en
la otra. El color de su piel era alarmante. En algunos sitios tenía unos manchones
morados y marrones, y en otros su piel era de un blanco cadavérico. Tenía las
rodillas tan inflamadas que preferí no tocarlas.
Me obligué a no llorar; a mostrarme fuerte y serena, aunque por dentro
estuviera aterrorizada. Alcé la vista y conseguí sonreírle. Me pareció que tenía
una extraña mirada, como si oyera un sonido a lo lejos.
—Continúa Caterina. Lo que haces…, siento algo, sólo un poco… En el pie
derecho —se lo froté con más ímpetu. Él asintió y luego sonrió de modo casi
imperceptible—. Sí. Es dolor —soltó una carcajada entrecortada—. Nunca me
había hecho tan feliz sentir dolor.
Continué frotando sus piernas hasta que hubo recobrado la sensibilidad por
completo. Poco después, podía mover los dedos, los tobillos y las rodillas. Del
persistente y enfermizo color de su piel no dijimos una palabra.
—Debes descansar, Lorenzo. Vuelve a la cama.
—No. Necesito caminar.
—Amor mío, por favor…
—Caterina, necesito comprobar que puedo caminar.
Me rodeó la espalda con el brazo y se apoyó en mi hombro. Lo ayudé a
ponerse de pie y, milagrosamente, por más despacio que fuera, pudo andar.
Entonces me instó a que diera un paso al costado y lo dejara solo. No quería
soltarlo por nada del mundo; deseaba, de hecho, aferrarme a él para siempre.
Pero le obedecí. Lorenzo enderezó la espalda y, con un enorme esfuerzo, dio
el primer paso hacia delante. Luego dio otro; y otro más…
—Lorenzo —le rogué y se volvió hacia mí—, ¿puedes sentarte? Has
comprobado que puedes andar. No hace falta que te agotes.
Avanzó, arrastrando los pies, hasta el escritorio. Dobló las rodillas con un
dolor lacerante y se sentó. Permaneció un buen rato en silencio, pensando y
haciendo planes. Conocía muy bien aquella mirada.
—Caterina, encarga que preparen mis baúles —dijo por fin.
—¿Qué quieres decir? No pretenderás viajar a Pavía hoy mismo, en estas
condiciones…
—No iré a Pavía, amor mío. Volveré a Florencia.
—¡¿A Florencia?!
Volvió a sumirse en un profundo silencio. Mientras él reflexionaba con
tranquilidad, en mi mente se agolpaban todo tipo de pensamientos.
—Debo regresar a Florencia y cumplir con mi parte del plan. Ya sabes en
qué consiste.
Comencé a sacudir la cabeza. No quería oírlo. Pero Lorenzo estaba decidido,
de modo que no había otra opción.
—Mi parte del plan, Caterina, es enfrentarme a mi propia muerte.
—No —respondí. Las lágrimas comenzaban a rodar por mis mejillas. Estaba
inmóvil en mi sitio; paralizada, como lo había estado él tan sólo un momento
atrás.
—Si no pronuncio las palabras que he de decir a Savonarola en mi lecho de
muerte, nuestra conspiración fracasará. Creí que lo comprendías.
—¡Pero si no te estás muriendo! —exclamé—. ¡No puedes morirte!
—Ven aquí… —me dijo con ternura.
Fui hasta él y me senté a sus pies. Alisó mi cabello humedecido hacia atrás y
me acarició la cabeza. Agradecí que, desde su silla, no pudiera ver mi rostro.
—Mi cuerpo se ha deteriorado —dijo—. El problema en mis piernas y
articulaciones no es nada. Siento que se ha colapsado por dentro. Y tú lo sabes.
—¿Por qué no ha funcionado nada de lo que he hecho? —protesté llorando.
—Llevo esta enfermedad en la sangre. Mi padre y mi abuelo no fueron los
únicos que la padecieron. También sus hermanos murieron a causa de ella. Si
Juliano hubiera vivido lo suficiente, también habría tenido que rendirse a ella —
se le quebró la voz—. No me queda más que rezar por la salud de mis hijos.
—Pero ¿tienes que marcharte hoy mismo? ¿No puedes quedarte…? —Alcé
la vista y advertí que las mejillas de Lorenzo estaban tan mojadas como las mías.
—No puedo quedarme. Dios sabe que si hay algo que no quiero, es tener que
dejarte. Eres mi corazón, Caterina. Contigo he compartido mi alma. Pero si no
me voy ahora, Florencia está perdida —me acarició una mejilla con el dorso de
la mano—. Te prometo una cosa; y sabes muy bien que siempre cumplo mis
promesas.
—Lo sé.
—Volveremos a vernos una vez más; en esta vida. Cuando llegue mi hora, te
mandaré a buscar. Y vendrás a mí tan deprisa como puedas. No viajarás en
coche. Son demasiado lentos —desvió la mirada—. Quisiera que, al final, estés
junto a mí.
—¿Te asegurarás de que cuente con el tiempo suficiente?
—Lo haré. Te lo prometo.
Me pasé la palma de la mano por el rostro para secarme las lágrimas.
—Lorenzo, amor mío… ¿cómo voy a hacer para vivir sin ti?
—Recurrirás al recuerdo —susurró—. Veinte años de dicha. Mucho más de
lo que ha vivido la gran mayoría de las parejas —una sonrisa genuina le atravesó
el rostro. Parecía recordar algo.
—¿En qué piensas? —pregunté.
—En tu primer fin de semana en Careggi y en la Academia.
Asentí.
—Me abriste una puerta. La puerta al Universo.
—¿Y tú? ¿Qué recuerdas?
No necesité pensar un instante para encontrar la respuesta a su pregunta.
—En la expresión de tu rostro la primera vez que me quité las vendas que me
ceñían el pecho.
Se rió y, en sus ojos, me pareció entrever una dicha auténtica.
—Sobrevivirás, Caterina. El éxito de la conspiración depende de ello. Y
también lo harán Leonardo y tu padre. No hay más remedio que completar lo
que hemos emprendido, aunque aún no podamos precisar cuánto tiempo llevará.
El prior es astuto, pero se cree más astuto de lo que verdaderamente es. Y, como
dijo Rodrigo, ésa es su debilidad.
No había más tiempo para abandonarnos a nuestro dolor. Me puse de pie.
—Avisaré a Leonardo —anuncié.
Me volví para marcharme, pero Lorenzo me cogió la mano y la acercó a su
mejilla.
—Tenemos recuerdos de sobra para elegir… —concluyó y dejó escapar mi
mano de la suya.
Abandoné la habitación. El sonido de la puerta al cerrarse me resultó tan
potente y categórico que se convirtió, allí mismo, en un nuevo recuerdo.
Lorenzo…
El destino nos había prodigado con sus bendiciones. Ahora, el recuerdo
tendría que bastarnos.
Capítulo 34
* * *
* * *
Aquello, como no podía ser de otra forma, funcionó de maravilla. El último día
de sol del mes de noviembre de 1491, la cámara oscura dispuesta frente a una
mascarilla de yeso capturó, con ayuda de nuestro refinado agente fijador, la
imagen del rostro de mi hijo. La marca, recta y oscura, de un azote en el cuello
separaba la cabeza del resto del cuerpo. Por lo demás, la correspondencia entre
ambas partes era perfecta.
Había ciertas anomalías en la imagen como, por ejemplo, la frente
ligeramente escorzada y los ojos algo grandes en relación con el tamaño de la
cabeza. Con un pincel empapado en la solución fijadora y un día más de
exposición a la luz, Leonardo añadió a la imagen el cabello largo. A
continuación, mezcló un poco de su propia sangre con pigmento rojo y,
recurriendo a sus rigurosos conocimientos de anatomía, aplicó la mezcla en
forma de manchones y gotas donde sabía que debía de haber manado la sangre,
especialmente en las zonas que correspondían a la corona de espinas, al tajo de
la lanza y a las heridas provocadas por los clavos en las manos y los pies.
El nuevo Santo Sudario quedó perfecto.
Capítulo 35
No hubo demasiado tiempo para celebrar nuestro éxito, pues apenas terminamos
el sudario recibí una carta de Lorenzo pidiéndome que volviera a Florencia.
Había enviado la carta con el más recio de sus condottieri y, con su presencia, se
había asegurado de que mi vuelta a Florencia fuera segura.
Tengo muy pocos recuerdos de aquel arduo viaje, exceptuando lo agradecida
que me sentía de vestir como un hombre. Con los años había acabado por
convertirme en un «experimentado jinete». De haber tenido que viajar en
carruaje, como lo hacían las damas, el viaje hubiera durado dos semanas, en vez
de una.
En aquella ocasión, al ver la ciudad de Florencia sentí dicha pero también
espanto. Apenas franqueé las murallas de la ciudad, me asaltó la aprensión que
reinaba en sus calles; todo el mundo sabía que Lorenzo agonizaba. La gran
mayoría de los florentinos se habían adherido abiertamente a los austeros
principios y prácticas que proponía Savonarola, pero aun así dudaban de que
todo aquello fuera a salvarlos de arder en el fuego eterno.
Oí la tenue conversación de dos hombres que comentaban la matanza de la
noche anterior en la Via Leone. Al parecer, dos leones, que siempre habían sido
pacíficos y apacibles, se habían atacado el uno al otro hasta matarse. También el
día anterior, en la misa de Santa María Novella, una mujer había enloquecido de
repente, y con gritos de desesperación había asegurado que un toro enfurecido
con cuernos en llamas se proponía derribar el templo. Por la noche, habían
comenzado a oírse los aullidos de los lobos. Todos aquellos incidentes se
consideraron un mal presagio.
En algunas calles, me topé con una febril y siniestra actividad. Un
ininterrumpido torrente de monjes salía del convento de San Marco y entraba al
Palazzo de Medici por la puerta principal, donde ya no había ningún tipo de
vigilancia. El ánimo se me vino a los pies cuando vi que, por la misma puerta,
salían aún más monjes con los brazos cargados de libros. Uno de ellos se llevaba
la copia que Lorenzo atesoraba de Las Tragedias de Sófocles del siglo IX: el
antiguo volumen que me había enseñado con orgullo la primera vez que lo había
visitado en su casa.
Entré al patio interior, donde me encontré con una pequeña delegación de
guardias custodiando las escaleras que conducían a las plantas superiores,
mientras que otros se habían apostado frente al portal que comunicaba el patio
con el jardín. El resto del lugar estaba invadido por clérigos de túnicas marrones.
Alguien había cubierto el David de Donatello con una sábana, lo cual, sin duda,
era obra de Savonarola. ¿Se había propuesto con ello ahorrar a sus adláteres una
repugnante y sensual exhibición, o había temido, más bien, que la figura exaltara
su deseo sexual? Las puertas del banco estaban estrictamente cerradas, y advertí
que la magnífica biblioteca de Lorenzo había sido saqueada casi por completo.
Fui hasta las escaleras y me acerqué a un guardia de mirada pétrea que
reconocí de inmediato.
—¿Dónde está la familia? —pregunté.
—Se han marchado a Careggi —el tono de su voz era tan exánime como su
mirada.
—¿Quién está a cargo? —interrogué.
—Piero —de pronto, su rostro se contrajo en un gesto de angustia—. El
Magnífico… está en mis oraciones, pero estos gusanos —susurró con desprecio
siguiendo a los monjes del convento de San Marco con la mirada— ni siquiera
han esperado a que el pobre hombre muera para profanar su casa.
Sabía que tenía que marcharme de inmediato.
El perímetro de la residencia campestre de los Medici estaba atestado de
guardias, pero conseguí llegar hasta la villa sin problemas. La planta baja bullía
de actividad pues, en la sala, Piero había dispuesto su centro de operaciones.
Subí las escaleras y, a mitad de camino, oí el rumor de unas acaloradas
discusiones procedentes de la planta baja. Varios condottieri, un nuevo grupo de
consiglieres y algunos veteranos miembros de la Signoria rodeaban al heredero
de Lorenzo, gritando y alzando las manos para llamar su atención. Donde alguna
vez había reinado un orden perfecto, en aquel momento prevalecía un caos
absoluto. «Es el día y la noche —pensé—; el cielo y el infierno».
Me obligué a eludir el recuerdo del jardín de Careggi, del Templo de la
Verdad, del antiguo árbol bajo cuyas ramas la Academia había examinado y
debatido los confines de la razón.
«Nuestra conspiración es la caja de Pandora del fraile —reflexioné mientras
subía a la primera planta— y la llave que por fin la abrirá es la muerte del
hombre que amo».
En el primer piso, reinaba un caos de otro orden.
Los médicos entraban y salían de la habitación de Lorenzo. Entre ellos,
estaba el principal médico de la familia, que siempre se había negado a admitir
que la enfermedad de Lorenzo era grave. Le aseguraba que, si evitaba las
semillas de uva y las peras y mantenía los pies calientes y secos, todo iría bien.
La madre de Lorenzo lloraba en un rincón junto a su hija Lucrecia, que
procuraba consolarla. Pico della Mirandola, visiblemente afligido, oía la
explicación de un exasperado guardia que lo ponía al corriente de que los monjes
de Savonarola habían irrumpido en el Palazzo de Medici.
—¡Entonces la biblioteca está perdida! —exclamó Pico.
—En efecto —intervine con el fin de rescatar al pobre muchacho, dándole
permiso para que se retirara—. Lo único que nos queda es rezar por que el prior
de San Marco sea lo suficientemente lúcido como para no quemar los libros que
se ha llevado.
Nos saludamos con un caluroso abrazo.
—Silio se ha atrincherado en sus aposentos, y sostiene que hay unos
fantasmales gigantes peleando y gritando en su jardín. Ángelo está allí —señaló
la puerta de la estancia—, discutiendo con un especialista de Pavía que insiste en
que Lorenzo beba una decocción de perlas y diamantes molidos —sacudió la
cabeza con incredulidad. Me sentí profundamente apenada por Ángelo Poliziano
que, de todos los hombres que habían rodeado a Lorenzo, había sido el que más
lo amaba.
—¿Está muy dolorido? —pregunté.
—Sufre un dolor inimaginable. Sangra, sin razón aparente, por las manos y
los brazos. Le duele hasta la médula. Su tormento es tal, que no puede siquiera
descansar bien, y aun así… —Pico sonrió compungido—. Lorenzo parece estar
más preocupado por tranquilizar a sus médicos que por aliviar su propio dolor.
—Me gustaría verlo —dije a mi amigo.
—Entra —repuso Pico—. Quizá puedas salvarlo de ese desquiciado y su
poción de perlas molidas.
Me tranquilicé cuanto pude. No conseguiría sonreír pero quizá, al menos,
podría insinuar una expresión apacible, por más que por dentro no sintiera otra
cosa que una profunda tristeza.
Ver a Lorenzo, incluso en aquella situación, me produjo tanta alegría que
tuve que contenerme para no correr a sus brazos. En un extremo de la estancia,
Ángelo Poliziano arengaba a un hombre de aspecto altanero y túnica oscura que,
asumí, sería el médico.
Lorenzo me reconoció de inmediato y, por más dolorido que estuviera, su
rostro se iluminó con la fuerza del sol que asoma desde detrás de una espesa
nube de tormenta.
—Ángelo, ¿podrías pedir al buen doctor que, de momento, espere fuera?
—Con todo gusto —repuso Poliziano, saludándome con una respetuosa
inclinación de la cabeza. Acompañó al médico hasta la puerta y se marcharon.
—Echa el cerrojo, Caterina —indicó Lorenzo. Obedecí y me acerqué a su
lecho—. Túmbate a mi lado.
Lo hice y, maravillada, me descubrí gozando de una apacible sensación de
seguridad en los brazos de un hombre que estaba a punto de morir.
—Cuéntame sobre nuestra pittura de sole —dijo.
No sabía por dónde empezar.
—Nunca he creído en la magia. Como mi hijo, confío más bien en las
infinitas posibilidades que nos ofrece la naturaleza. Pero lo que Leonardo creó a
partir de sustancias naturales y procedimientos alquímicos es verdaderamente
mágico, incluso a los ojos de una escéptica como yo.
—Y ¿servirá a nuestro propósito?
—Perfectamente.
Lorenzo, aliviado, dejó escapar una larga exhalación.
—Entonces abandonaré este mundo feliz —declaró—. Sería maravilloso que
todas las personas murieran con la certeza de que su muerte sirve a un noble
propósito.
Lorenzo se enfrentaba a la muerte con un optimismo inconcebible.
—Piero… —comencé.
—Piero será un líder desastroso —vaticinó—. No tiene posibilidad alguna de
vencer al prior. Las cosas en Florencia empeorarán más aún, antes de empezar a
mejorar. Quiero que vuelvas a Milán y vivas junto a Leonardo.
Asentí. Cada vez me resultaba más difícil sostener aquella conversación sin
un dejo de angustia o de pesar.
—¿Puedes acercarte un poco más? —me preguntó con la voz ronca. Ya no
podía evitar que el dolor se colara en su voz—. El calor de tu cuerpo es un
alivio.
Me acerqué a él cuanto pude, y apoyé un brazo sobre su pecho. Sentía sus
labios en mi coronilla.
—Hay algo que debes saber. Cuando fuimos a visitar al Moro, me explicó lo
que él y Rodrigo están tramando —murmuró sobrecogido—. Rodrigo será el
primer papa Borgia. Cuando asuma su cargo, tendrás que ir a Roma a verle. El
posee la clave que asegurará el éxito de nuestra conspiración.
Lorenzo gimió y me aparté. Por más que el calor de mi cuerpo lo aliviara,
imaginé que quizás el roce de mi piel le provocaba algún dolor. Permanecimos
tumbados uno al lado del otro, observando el dorso tallado del dosel de su cama.
—Si Inocencio está tan cerca de la muerte, ¿te das cuenta de que la profecía
de Savonarola se habrá cumplido? El Papa y tú moriréis el mismo año.
—Sí, lo comprendo y, con suerte, quizá sea eso lo que irónicamente confiera
una mayor credibilidad a lo que he de decirle a nuestro amigo. Caterina, tráeme
papel y pluma, por favor.
Me levanté con reticencia y fui hasta el escritorio.
Lorenzo se incorporó un poco, apoyándose sobre un codo y, con gran
esfuerzo, intentó escribir con sus retorcidos dedos.
—Permíteme hacerlo por ti —propuse.
—No. Tengo que redactar la invitación de mi propio puño y letra.
Una vez la hubo terminado, aseguré la carta plegada con cera roja y el sello
de los Medici.
Lorenzo volvió a recostarse. Aquel pequeño esfuerzo lo había dejado
exhausto.
—¿Cuánto tiempo calculas que tardará en matarme el polvo de perlas y
diamantes? —interrogó de pronto.
Me volví y corrí a su lado.
—Lorenzo, ¡no! No puedo siquiera imaginar el dolor que podría llegar a
causarte.
—Caterina, no creo que sea peor que el que padezco ahora mismo —afirmó
aferrándose a mi mano—. Necesito saber cuándo debería tomarlo para morir en
su presencia. ¡Piensa en lo que podría inferirse de una cosa así!
Me tumbé junto a él una vez más. Ya no tenía fuerzas para ocultarle mi
desesperación o para contener mis lágrimas. Me estrechó entre sus brazos, y
besó mi rostro cientos de veces.
—Ahora vete, amor mío —dijo por fin.
Me levanté de la cama. Con un monumental esfuerzo, logré poner un pie
delante del otro, hasta llegar a la puerta.
—Agradéceselo a Leonardo de mi parte —oí que decía—. Y el mundo entero
te agradecerá a ti, dulce mujer, habernos dado a Leonardo.
Me volví de nuevo para ver, por última vez, al hombre que me había
bendecido con su amor.
—Una sonrisa, Lorenzo —sugerí—. Me gustaría recordarte sonriendo.
* * *
* * *
Permanecí sentada, sola, en el gran salón del palazzo. Oía el rumor de la
multitud que se iba congregando en la Via Larga, a la espera de la llegada de
Savonarola. Me abandoné a un estado de entumecimiento en el que no sentía
absolutamente nada. Intuía que, si permitía que aflorara un mero atisbo de
emoción, acabaría perdiendo la razón.
Como Silio Ficino, que tenía visiones de una fantasmal batalla en los cielos,
o como aquella pobre mujer que había visto un toro rabioso a punto de derribar
una iglesia. Por el bien de todos, por el de la ciudad y, también, por la memoria
de Lorenzo, lo mejor era que me aferrara a mi cordura y me guardara la pena
para después.
Habría tiempo de sobra para ello.
De pronto, un eufórico clamor se apoderó de la multitud y supe que el prior
había regresado. Bajé las escaleras y salí del palazzo. La calle estaba abarrotada
de gente aglomerada, principalmente, en torno a las puertas de la iglesia de San
Marco. Mi cuerpo se convirtió en una suerte de afilada proa que se abría paso
entre las olas, desplazando a un lado y a otro a la ingente masa humana hasta dar
con los escalones del templo.
Entonces lo vi: de pie, en la plenitud de su gloria, enardecido por la
obscenidad de su pasión religiosa.
—¡Hijos míos! —gritó acallando a la multitud—. Os traigo buenas noticias.
¡El tirano ha muerto! Recordad mis sermones. ¡Recordad que yo os había
anunciado que moriría este año!
Un intenso rumor comenzó a extenderse entre la multitud. Sentí que se me
aflojaban las rodillas, pero me obligué a mantenerme en pie; aún faltaba lo peor.
—Cuando llegué a la guarida del demonio, en Careggi, ¡el cielo se encendió
con fulgurantes luces! Y me estremecí, porque supe que aquélla era una señal de
Dios; aquélla era su manera de guiarme hasta el pecador que aguardaba su
salvación. En su majestuoso lecho, sufrió y se retorció en la agonía, con un dolor
que no era físico, sino espiritual, pues por fin comprendía la atrocidad que había
sido su vida. Me suplicó que absolviera sus pecados, temía desesperadamente
morir sin confesión, ¡aullaba aterrado ante la posibilidad de descansar
eternamente en el infierno!
Las palabras del fraile me obligaron a adoptar la dureza y la insensibilidad de
la piedra. Esperaba a que algo en su discurso me confirmara que Lorenzo había
conseguido completar su parte del plan.
Savonarola alzó los brazos al cielo.
—Las fulgurantes luces que encendían el cielo de Careggi comenzaron a
extinguirse al mismo tiempo que la vida del pecador. En aquel preciso instante,
se aferró a mí y murmuró en mis oídos lo que considero fue una confesión
sincera —cerró los ojos con aire extasiado—. ¡Y tuvo lugar un milagro! Otra voz
me habló a través de los labios de aquel pecador… —Los espectadores estaban
inmóviles y mudos del miedo— ¡y era la voz de Dios!
Se oyeron gritos de asombro. Una mujer se echó a llorar aterrorizada.
Alguien exclamó el nombre de Lorenzo y, a mi alrededor, todo el mundo
imploraba: «¡Que Dios nos salve!».
—¿Qué dijo el Señor? —interrogó un hombre desde la calle.
—Esa profecía será revelada a su debido tiempo —replicó Savonarola con
tono profético.
Cada músculo de mi cuerpo se aflojó con un profundo alivio. Las palabras
que Lorenzo había murmurado a oídos de aquel monstruo indecente, en el
instante final de su vida, habían dado en el blanco, como flechas certeras. No era
la primera vez que el fraile hacía una cosa así. Lo mismo había hecho al servirse
de las palabras que los fieles confiaban a sus sacerdotes en confesión, para urdir
sus corruptas predicciones. Impulsado por la codicia y por un desmedido afán de
engrandecimiento personal, se había enredado en los hilos sueltos del sudario de
nuestra conspiración sin advertir que, quienes lo habíamos tejido, éramos
nosotros y que, por tanto, una vez terminado, ese sudario se convertiría en su
propia mortaja.
Pero a su debido tiempo, por supuesto.
Quizá la espera me resultara interminable. La recompensa, no obstante, sería
exquisita.
Capítulo 36
* * *
* * *
Me resultó sumamente extraño pasearme por los salones del palacio ducal con
aquel traje de un oscuro verde oliva, con su corpiño de delicadas tablas, escote
redondeado y ribetes dorados. Lucía, también, unas mangas desmontables,
suaves y de color pardo, como la piel de la liebre. Por último, sobre un hombro,
me había puesto una capa de un color verde apenas más pálido que el del
vestido.
En cuanto me acerqué al salón comedor, oí unas familiares voces
procedentes de su interior. Me detuve antes de abrir la puerta, sin saber muy bien
cómo arreglarme para lo que sin duda sería una entrada memorable. Me
tranquilicé y, con una sutil y señorial sonrisa, entré.
Al verme, todos se pusieron de pie de un brinco. Mi padre tenía los ojos
empañados por las lágrimas, y Leonardo resplandecía de felicidad. Julia, de pie
bajo el umbral de la puerta que conducía a la cocina, alzó los brazos y se puso a
aplaudir. Zoroastro empujó su silla hacia atrás, vino hasta mí y me dio un cálido
abrazo.
—Signora, me habéis tenido engañado durante años. Por aquí, sentaos.
Zoroastro deslizó una silla hacia atrás, y me senté a la derecha de mi hijo.
Justo frente a mí, Salai me observaba con unos ojos brillantes y redondos.
—Os veis fantástica en ese vestido —observó Leonardo—. Me gustaría que
posarais para un retrato vestida de la misma manera. Sois una mujer muy
hermosa —concluyó observándome con su ojo de artista.
—Soy una mujer muy vieja —lo corregí.
—Eso es cierto —convino Salai—. Es vieja. Me gustaba más vestida de
hombre.
—Y tú me gustarías más con la boca cerrada —repliqué arrojándole la
servilleta.
Los demás soltaron una carcajada. Entonces Leonardo alzó su copa, y el
resto de los hombres de mi familia lo imitaron… incluyendo al inoportuno de mi
nieto.
—Por «La Caterina» —propuso Leonardo.
El resto imitó a mi hijo, y se oyó el sonido de mi nombre combinado con el
alegre tintineo del cristal veneciano. Era música para mis oídos.
* * *
El estrecho camino que conducía de Milán, en dirección oeste, hasta Vercelli era
prácticamente intransitable debido a la gran cantidad de peregrinos que lo
abarrotaban. Provenían de todas partes de Italia y, por su acento, advertí que
algunos habían venido desde Francia, al otro lado de los Alpes. Fuera cual fuese
su rango o condición, todos llevaban la misma túnica blanca, collares de cauri,
una cruz y un cuenco de mendigo. La mayoría iba andando, algunos incluso
descalzos. Sin embargo, los enfermos eran trasladados en parihuelas o sillas de
manos. Era una procesión solemne en la que todo el mundo marchaba con la
vista vuelta al suelo y murmurando sentidas oraciones. Aquí y allá había grupos
de fieles que avanzaban con el torso desnudo, flagelando sus ensangrentadas
espaldas con unos feroces azotes.
Días atrás habíamos apostado a Zoroastro en el camino que salía de
Florencia en dirección norte, y su informe era muy alentador. Los ciudadanos
abandonaban la ciudad en un incesante desfile. El propio Zoroastro, que iba
vestido de peregrino, se había puesto a caminar con ellos y había trabado
conversación con algunos fieles.
Todos se dirigían, en efecto, a ver la sagrada reliquia, la mortaja en que había
sido envuelto el mismísimo Jesús. Era cierto, el prior del convento de San Marco
era quien les había puesto al corriente de aquel maravilloso regalo divino. Desde
el púlpito, les había informado de que el sudario, que había pertenecido a la
insigne dinastía de los Saboya durante dos mil años, aunque hacía cuarenta y
cinco que no se exhibía, sería finalmente expuesto a un módico precio ante los
peregrinos que quisieran verla gracias a Bianca, descendiente de los Saboya y
flamante esposa de Maximiliano, el emperador del Sacro Imperio Romano
Germánico.
Y sí, confirmaban los peregrinos que abandonaban Florencia, se decía que el
entrañable Savonarola caminaba junto a ellos en aquel preciso instante en
dirección a Vercelli, con el fin de contemplar la más cristiana de todas las
reliquias. Zoroastro se encaminó hacia el sur hasta descubrir la delegación
dominica de San Marco y, entre ellos, distinguió al propio gnomo y reparó en el
crudo contraste de su melena y su complexión oscuras contra la túnica blanca. Se
conducía como un mártir arrepentido y, a intervalos, cargaba una gran cruz de
madera sobre sus propios hombros y contraía el rostro en una mueca de esfuerzo
y dolor. Zoroastro reveló que, una noche, vio que descargaban la cruz del
hombro del fraile y la apoyaban en el suelo, cerca del lugar en que el resto de los
monjes se tumbaría a descansar. Nuestro cómplice se había aproximado a la cruz
a hurtadillas, había intentado levantarla y había descubierto que era ligera como
una pluma. Estaba hecha de corcho.
A continuación, Zoroastro había alquilado un caballo y cabalgado a toda
velocidad hasta Vercelli.
Nuestra pequeña tropa se había congregado en la iglesia de aquella pequeña
aldea para preparar la exhibición. Fue fantástico volver a ver a Blanca, a quien
explicamos todo sobre mi identidad de inmediato. A nadie le había fascinado
tanto mi disfraz de hombre como a ella, y observó, con razón, que era
precisamente ese ardid lo que me había permitido pasar a formar parte de la
Academia Platónica y de la reducida Hermandad Hermética.
—Os envidio —confesó la víspera del día en que suponíamos que llegaría
Savonarola. Estábamos sentadas frente al fuego en la residencia que había
alquilado para todos nosotros en Vercelli—. ¿De dónde habéis sacado el coraje?
Miré en dirección a mi padre que, junto a Leonardo, estaba inclinado sobre
un mapa de Milán que mi hijo había dibujado. Lo había hecho, por extraño que
parezca, visto desde arriba o, más precisamente, según lo había explicado él
mismo: «A vuelo de pájaro».
—Allí está —respondí a Blanca señalando a mi padre y a mi hijo—. Ahí
tienes mi coraje. Proviene de todo tipo de fuentes. Mi principal aliciente ha sido,
con frecuencia, el miedo. El terror de perder a Leonardo es lo que me ha movido
desde el mismísimo comienzo. Pero también es cierto que mi padre me ha
legado dos tesoros y, sin ellos, todo el miedo del mundo no hubiera bastado para
ayudarme a llegar hasta aquí. En primer lugar, me enseñó a creer en mí misma, y
además se encargó de que recibiera una buena educación —cogí la mano de
Blanca y la miré con admiración—. Pero bueno… ¿qué me dices de ti?
—¿Yo? Desde que nací he vivido una vida de privilegios. He gozado de una
riqueza inimaginable —explicó y se acomodó hacia atrás en la silla—. Me han
servido todo en bandeja de oro, incluyendo una educación clásica. ¿Dónde está
el coraje en todo ello?
—La mujer que lleva este tipo de vida —comencé fijando la vista en el fuego
—, y no importa cuál sea su condición, puede llamarse a sí misma una valiente,
siempre y cuando se reserve para sí, intacta, una parte de su alma. A los ojos de
los demás, quizá se comporte como una hija sumisa o una esposa oprimida,
reñida o golpeada por su padre o su esposo; dispuesta a sufrir las agonías del
alumbramiento. Su sacerdote podrá condenarla al fuego eterno; su cuerpo tal vez
sea maltratado por unas matronas ignorantes que aborrecen a los médicos. Sin
embargo, mientras conserven aunque sea una diminuta semilla de su propia
conciencia, de su propia identidad…
—La chispa divina —dijo Blanca cogiéndome la otra mano, con los ojos
empañados por las lágrimas.
—En efecto, pequeña, la chispa divina. Mientras una mujer se ocupe de que
ese destello no se atenúe ni se extinga, todo es posible. Yo he logrado vivir gran
parte de mi vida como hombre, y tú podrás desafiar a tu poderosa familia y
convertirte en el principal sostén del engaño más exorbitante de la historia.
Blanca se acercó a mí y me abrazó.
—Que Dios os bendiga —murmuró.
—He sido bendecida —confesé mirándola con una cálida sonrisa— por el
Papa, por la emperatriz del Sacro Imperio Romano Germánico, por Isis y por la
madre naturaleza. ¿Qué más puedo pedir?
* * *
Volví a Florencia, por primera vez como mujer y llevando conmigo a mi anciano
padre. Nos instalamos en la casa que Lorenzo había comprado para mí,
procurando conducirnos con la mayor discreción posible. Mientras había vivido
allí, nunca había entablado relación con ninguno de los vecinos, de modo que a
nadie pareció extrañarle la presencia de los nuevos ocupantes del inmueble.
El siguiente capítulo de nuestra conspiración estaba a punto de comenzar. Si
fallaba, entonces todo lo conseguido hasta el momento no habría servido de
nada, de modo que mi padre y yo nos entregamos, en silencio pero con fervor, a
trabajar con tesón hasta acabar lo que habíamos comenzado.
Tras la humillación pública de Savonarola, en Vercelli, habíamos estado
atentos a los comentarios sobre el sudario que circulaban por Florencia. Algunos
de los fieles que habían presenciado la escena sin duda eran florentinos, por
tanto, peregrinos o no, eran aficionados a los rumores.
En días de mercado, me acercaba al Mercato Vecchio como un ama de casa
cualquiera, y me ponía a conversar con los mercaderes y mujeres que llenaban
sus cestos con pescado, huevos y tomates. Les preguntaba si alguno había ido a
Vercelli a ver el Santo Sudario. Sostenía que, como ferviente católica, yo misma
deseaba hacer el peregrinaje. Mencionaba que, al parecer, el prior del convento
de San Marco había acudido a verlo, y luego les pedía que me dijeran si sabían
qué opinión le había merecido la reliquia y si el mes de caminata había valido la
pena.
Algunos recordaban haber oído a Savonarola predicar sobre la reaparición de
una reliquia. Otros apenas recordaban que el fraile había viajado al norte para
verla, y muy pocos planeaban emprender el peregrinaje. En líneas generales, se
hablaba muy poco del Santo Sudario.
Mi padre se encargaba de recorrer las tabernas que, con la prohibición de la
bebida, el juego, las apuestas y la prostitución, se habían convertido en
establecimientos sumamente lúgubres, donde la gente se abandonaba al cotilleo
y a beber vino diluido con agua. Tampoco allí se oía siquiera un murmullo
acerca de la reprimenda que había recibido el prior por parte del cardenal Sforza,
ante un templo abarrotado de fieles. Y, lo que nos resultaba aún más asombroso:
nadie comentaba la espectacular naturaleza del propio sudario.
Una calurosa tarde de verano, mi padre y yo nos encontrábamos
refrescándonos a orillas del Arno cuando, de pronto, oímos el rumor de un
pequeño tumulto: los alaridos de un hombre borracho y las palabras
tranquilizadoras de otros que procuraban serenarlo. Al acercarnos, advertimos
que el borracho era un hombre mayor que, sentado sobre el lodo de la orilla y
con los pies en el agua, se aferraba al ánfora de vino, que sostenía con firmeza
contra su pecho, mientras los demás intentaban quitársela y alejarlo del agua.
—¡Os digo que era real! Como si el Señor acabara de tumbarse a descansar
en su tumba.
—Vale, abuelo…, ahora salid de ahí —lo instó el menor de los dos hombres.
—No lo haré —declaró el anciano arrastrando las palabras—. Quiero ser
bautizado en el agua, del mismo modo que Juan bautizó a Cristo.
—Ya habéis sido bautizado —le recordó el otro hombre con amabilidad,
tirando sin éxito de sus empapados brazos.
—Pero he visto el rostro de Jesús, ¡os lo juro! Al igual que ese predicador de
mala muerte, el de una sola ceja. ¡También él lo vio! —exclamó el anciano—.
Lo vio y dijo que era una falsificación…, ¡una obra del demonio! ¿Cómo es
posible que alguien haya dudado del sudario?
—Padre, por favor. Seréis arrestado y conseguiréis que nos arresten con vos.
Al final, el anciano accedió a que lo sacaran de allí a rastras. Mi padre y yo
pasamos por delante de ellos con los brazos entrelazados, sin volver la cabeza
para mirarlos, como si la escena no nos interesara para nada.
—El hombre que envió el Papa no lo dudó —rezongó el borracho—. El
cardenal, que venía de Roma, vio lo mismo que yo. Y le dijo a ese sucio fraile
que cerrara la boca. No veo por qué el cardenal habría de ser más corrupto que el
prior de San Marco.
Nos vimos obligados a seguir nuestro camino y ya no pudimos oír nada más.
Aunque no necesitábamos saber más que eso. Algunos florentinos,
efectivamente, habían acudido a Vercelli, habían presenciado la reprimenda de
Ascanio Sforza y, por último, habían visto el Santo Sudario iluminado y en todo
su esplendor.
El prior, sin embargo, era un hombre cuidadoso. Su séquito y él debieron de
quedarse junto a la puerta lateral de la iglesia, donde quizá habrían interpelado a
los fieles que salían. Seguramente habían buscado entre ellos a los florentinos y
los habían amenazado con todo tipo de monstruosos y eternos castigos si osaban
siquiera murmurar algo sobre «la obra del demonio» o sobre lo que había
ocurrido con «el corrupto cardenal de Roma».
De cualquier manera, la percepción del público sobre el sudario o la
reprimenda de Savonarola no importaba demasiado si se consideraba la
verdadera trascendencia de lo ocurrido. Lo importante era que Roma había
advertido al prior que se dejara de falsas profecías. Y más importante aún era
que seguiría haciéndolo.
Aun así, se necesitaría otro mensaje para el prior, otra noticia que pudiera
comunicar «en nombre de Dios» desde su púlpito; en síntesis, una profecía
inesperada y aterradora que le permitiera consagrarse para siempre como una
suerte de Moisés moderno. Como profeta de profetas. Como un auténtico santo.
Y nosotros teníamos el mensaje indicado. El fraile lo encontraría irresistible.
No teníamos ninguna duda.
* * *
A partir del momento en que supimos que fray Odotto había abandonado Milán
en dirección a Florencia, mi padre y yo empezamos a asistir a todos y cada uno
de los sermones de Savonarola. Tras lo sucedido en Vercelli, el prior había
continuado predicando, pero moderaba sus profecías. Se limitaba a volver sobre
lo que había anunciado en el pasado.
Lo que fue en aumento, en cambio, fueron sus ataques a Piero de Medici,
para los que cada vez encontraba más adeptos. A diferencia de su padre, Piero
era débil e irresponsable. Si bien deseaba desesperadamente que nuestra
conspiración alcanzara el éxito, temblaba con sólo pensar en el destino de la
familia. Giovanni, es cierto, estaba a salvo, en Roma, viviendo al amparo de
Rodrigo, y las hijas de Lorenzo habían contraído matrimonio. Pero ¿qué
sucedería con el hijo de Lorenzo? ¿Dónde se refugiaría cuando sobreviniera la
gran calamidad?
Finalmente, un domingo, Savonarola avanzó hasta el púlpito de la catedral a
grandes zancadas, y mi padre y yo notamos el singular destello de sus ojos
verdes. Dio la misa, en latín, muy deprisa, como quien corre a apagar un
incendio. Por fin, llegó el momento de su sermón. Lo abrió con un largo silencio.
Observaba a la congregación, paseando su implacable mirada por cada rincón
del abarrotado recinto.
—Está en camino… —comenzó con voz baja y trémula—. ¡Prácticamente
está aquí! La espada ha descendido. El azote pende sobre nosotros. Arrepentíos,
Florencia; arrepentíos mientras tengáis tiempo —continuó despotricando—.
Vestíos con las blancas túnicas de la purificación. ¡No esperéis más, pues es
posible que ya no quede tiempo para el arrepentimiento!
Los fieles, que ya estaban acostumbrados a las diatribas de Savonarola,
intuyeron que estaba por anunciar un nuevo horror.
—¡He tenido una visión! —bramó—. ¡Una visión que Dios mismo ha puesto
frente a mis ojos! O bien os volvéis hacia la cruz, o un imperioso desastre caerá
sobre vosotros. Esta vez no se trata de una mera calamidad —rugió alzando los
brazos por encima de la cabeza—, ¡sino de una guerra apocalíptica!
La voz del fraile se impuso a los angustiosos murmullos y las interjecciones
de pavor de aquel pueblo que nunca había conocido la guerra. Prosiguió:
—El Señor me ha apostado aquí, en el centro de Italia, como vigía para que
oigáis mis palabras y reconozcáis en ellas la verdad —hizo una pausa esperando
a que el silencio se apoderara por completo de su petrificada audiencia—. Un
enemigo extranjero bajará en tropel de los Alpes. Quizá hayáis temido una
invasión desde Oriente, por parte de los turcos, pero no. Será un gran rey,
procedente del norte, quien traerá consigo hordas de soldados, ¡como si fueran
barberos con gigantescas navajas!
Una mujer que se encontraba junto a mí se desmayó en brazos de su marido.
Me aferré a la mano de mi padre. «¡El fraile había leído nuestra carta y caído
en la trampa!». El «rey del norte» que descendería por los Alpes con sus hordas
de soldados no podía ser otro que Carlos, y las «gigantescas navajas» eran, sin
duda, las hojas de la guadaña que Leonardo había adaptado como arma de
guerra.
Nos dirigimos al portal de la iglesia y, en el camino, estuve a punto de chocar
contra un hombre alto y elegante. Era Piero Da Vinci, y su rostro me recordó a
las máscaras de carnaval que Leonardo diseñaba: aquél era el rostro del miedo.
Me pareció que Piero se veía viejo. No había vestigio alguno de la belleza de su
juventud. No es que la gente de nuestra edad fuera particularmente bella o le
importara demasiado ese tipo de cosas, pero tuve la impresión de que su aspecto
describía las consecuencias de una vida entera consagrada a la codicia y a la
incapacidad de amar. No podía ver otra cosa que el modo en que aquello había
moldeado sus facciones. En aquel preciso instante, a todo eso se sumaba el pavor
pues, como tantos otros florentinos, había caído en las garras de las amenazas
con que Savonarola prevenía a sus fieles acerca del peligro de la maldición
eterna.
Y a dicho peligro se sumaba, ahora, también el de la guerra.
Capítulo 39
El rey Carlos y su tropa de treinta mil soldados cruzaron los Alpes e invadieron
Milán. En circunstancias absolutamente sorprendentes para los milaneses, e
incluso para nosotros los conspiradores, El Moro los recibió con los brazos —y
el monedero— abiertos. Al final, el ejército francés no se presentó con las
«gigantescas navajas» de Leonardo, pero causó, de todos modos, numerosas
muertes y estragos con su aterrador «cañón»: una gran arma que, en vez de
emplear los habituales proyectiles de piedra, utilizaba «balas de cañón» de
hierro. A orillas del río Taro murieron, en una única batalla, dos mil soldados
venecianos.
Claro que al prior Savonarola se lo veía exultante. «¡Mis profecías eran
ciertas!», aulló desde el púlpito en cuanto corrió la voz de que «un rey del norte»
había cruzado los Alpes. Yo, entretanto, me sentía satisfecha de que el fraile
hubiera caído en nuestra trampa, pero igualmente vivía con profundo pesar la
caída final de la ciudad de Florencia y las patéticas e inútiles reacciones de Piero
de Medici.
El hijo de Lorenzo decidió que se enfrentaría a su enemigo e intentaría llegar
a un acuerdo con él. Sin embargo, se vio humillado por el rey de Francia, acabó
cediendo a todas y cada una de sus absurdas exigencias y regresó a Florencia
avergonzado sin más remedio que admitir su derrota. Le cerraron las puertas de
la Signoria en sus propias narices. Literalmente. Acto seguido, los disgustados
ciudadanos arremetieron contra su líder político con piedras. ¡Piedras! En
aquellos días, los prohombres de la ciudad desterraron a la familia Medici de
Florencia para siempre. Todos ellos acabaron huyendo como ladrones, en mitad
de la noche.
Pero aquello sólo acababa de empezar.
La turba florentina irrumpió en el abandonado Palazzo de Medici y lo
saqueó. Me obligué a ir a ver con mis propios ojos cómo profanaban el templo
de la belleza, del cariño, de la ilustración. Me alegré de que mi querido Lorenzo
no hubiera vivido lo suficiente para ver aquello.
Al cabo de dos días, Carlos y su gigantesca tropa entraron a una Florencia
presa del pánico.
La ciudad estaba destrozada, Lorenzo ya no estaba entre nosotros, y yo
decidí reconfortarme entregándome a la tarea de informar a Rodrigo sobre el
curso de los acontecimientos, tal como lo habíamos pactado con anterioridad. Le
envié la carta con un mensajero al que había pagado un generoso monto en
monedas de oro, a fin de asegurarme que se diera la mayor prisa posible.
Querido Padre:
Os escribo para informaros de que Savonarola, impulsado por su orgullo, su
codicia y sus aires de superioridad y afán de vindicación, se inclinó ante el invasor
francés y le dio la bienvenida calificándolo de «Instrumento de la Voluntad Divina».
«De modo que, por fin, oh rey, ¡habéis llegado! —exclamó al ver a Carlos y se arrojó
a sus pies—. ¡Sois el enviado de Dios!».
El rey Carlos se mostró indulgente con los ciudadanos florentinos, lo cual era de
esperar puesto que, como todos sabemos, el premio con el que el rey francés procura
alzarse no es Florencia, sino Nápoles. Durante la ocupación, sólo murió un exiguo
puñado de hombres que, en todo caso, no fueron más de los que hubieran muerto de
todos modos si no tuviéramos un ejército extranjero ocupando las calles de nuestra
ciudad.
La verdadera víctima de la ocupación fue el alma misma de Florencia.
Ha sido azotada y vilipendiada sin piedad, su orgullo está hecho añicos y, como
República, está totalmente disgregada. Fa única esperanza de esta ciudad descansa, a
partir de ahora, en vuestras manos.
Resurgimiento. Renacimiento. Espero que alcancemos a ver renacer la obra que
los lúcidos Medici alguna vez emprendieron.
Querido Padre:
En los meses posteriores a la invasión francesa, el prior de San Marco, que había
declarado a Florencia una Ciudad Santa —una «Nueva Jerusalén» cuyo rey era Cristo
— ha convertido a Florencia, con el consentimiento de la Signoria, en una teocracia.
Savonarola afirma que todos los seguidores de los Medici deben morir cuanto
antes. El fulgor de sus hogueras resplandece semana a semana en la plaza. Exige a sus
fieles un ayuno permanente, y la gran mayoría le obedece. Están sumamente
agradecidos con su «gran profeta». Savonarola por haberles adelantado la invasión del
rey francés y sienten que, gracias a esa advertencia, han conseguido evitar que Carlos
descargue sobre ellos su furia.
Debo advertiros también que ha surgido cierta resistencia. Una falange que se
autodenomina arrabiati ha comenzado a ridiculizar con audacia a los más fervientes
seguidores del prior. Los llaman «murmuradores de plegarias» y «llorones», y van a
las misas celebradas por Savonarola con tambores que aporrean con vehemencia
procurando ahogar las palabras de su sermón. Los miembros de la resistencia todavía
son pocos, pero, según parece, van en aumento.
Os mantendré informado sobre la evolución de los acontecimientos.
Catón:
Imagino que os habréis enterado de que el ejército de Carlos VIII pasó por Roma
sin la menor resistencia. Una vez hubo partido a la conquista de su principal objetivo,
Nápoles, me dispuse a actuar tal como habíamos convenido en vuestra última visita.
Confiad en mí, pronto asistiremos al feliz aunque sangriento final de los problemas
que aquejan a Italia.
Vuestro en Cristo,
Rodrigo
Santo Padre:
Me complace saber que todo sigue su curso tal como lo habíamos planeado. La
«Liga Sagrada» que habéis creado a fin de expulsar a los franceses de Italia es una
iniciativa brillante. Era de esperar que todos los líderes políticos de Italia que aún
conservan su sano juicio se adscribieran a ella de inmediato. Y, como previsteis, el
desquiciado Savonarola ha rehusado unirse a vuestra causa.
¿Creéis que el prior se presentará en Roma, de acuerdo con la citación que le
habéis enviado para que explique el apoyo que ha brindado al ejército invasor?
Catón:
No me sorprende que nuestro amigo haya ignorado la citación de la Santa Sede
para asistir a Roma y responder a los cargos presentados en su contra. Al haber
calificado al rey Carlos VIII de «elegido de Dios», se le acusa de confraternizar con el
enemigo de Italia y, por otra parte, se le acusa también de insistir en sus falsas
profecías. El prior alegó que Florencia no sobreviviría sin él, y que «Dios no quiere
que vaya». Me resultó muy gracioso que se tomara la molestia de instarme a que me
encargara de mi propia salvación. Además, al parecer, últimamente se dedica a
escribir al rey francés sugiriéndole que se me destituya de mi cargo. En cualquier
caso, quizá no esté del todo equivocado cuando me llama «infiel y hereje».
Le respondí prohibiéndole que siguiera adelante con sus sermones pero, por lo que
he leído en vuestra carta, continúa predicando día tras día.
De modo que hemos agotado todos los recursos. El mensajero que os trae esta
misiva lleva, asimismo, una orden de excomunión para el prior Savonarola. La
Signoria ha recibido la correspondiente admonición de que, o se encarga de mantener
a este hijo de la iniquidad lejos del púlpito, o bien lo envía a Roma. Entiendo que
comparten mi descontento. Si no se procede de acuerdo con lo que la Iglesia ha
establecido en un asunto tan serio como éste, me temo que toda Florencia se verá
sometida a la pena de entredicho.
Vuestro en Cristo,
Rodrigo
Santo Padre:
Savonarola guardó silencio durante seis meses, y durante ese período llegué a
creer que nuestra empresa fracasaría. Pero finalmente el prior de San Marco ha
mostrado su verdadera naturaleza. El día de Navidad pronunció la misa mayor en el
Duomo frente a una congregación de miles de personas, y eso constituye un flagrante
desafío a vuestra autoridad.
Denunció desde el púlpito a la Iglesia de Roma como «una institución satánica que
promueve el vicio y la prostitución».
Creo que no hay más nada que decir.
Mi queridísimo Leonardo:
Ven a Florencia de inmediato. Savonarola ha sido arrestado.
* * *
Cada paso que nos alejaba de la piazza nos hacía sentir más y más vivos. Advertí
que los vecinos salían de sus casas y contemplaban desde la calle la alta columna
de humo que se alzaba sobre la plaza central de Florencia. No sabría precisar qué
sentían, si un temor inconmensurable por la muerte del hombre al que habían
confiado la inmortalidad de su alma, o bien la exquisita serenidad que se apodera
de nosotros cuando despertamos de una interminable pesadilla.
Leonardo y yo intercambiamos una fugaz mirada y nos detuvimos de
inmediato, sobresaltando a mi padre.
—¿Qué sucede? —nos preguntó—. ¿Pasa algo?
—No padre.
—¿Entonces por qué nos detenemos?
—Porque estamos en la Via Riccardi.
Mi padre se volvió y observó la tienda tapiada con maderos atravesados que
teníamos justo delante de nosotros.
—¿Es mi casa?
Sin una palabra, Leonardo y yo llevamos a mi padre hasta la esquina, la
rodeamos y cogimos la estrecha calle que conducía al jardín posterior de la casa.
Abrí el portón, y nos recibió un caótico jardín lleno de malezas, con dos carros
cargados hasta arriba y bien aparcados bajo un techo de lona.
Leonardo quitaba unas hojas de parra que cubrían el letrero verde y dorado
de mi antigua botica, que alguien había apoyado de pie en el suelo, contra una
pared del jardín. Se lo veía un poco desteñido, pero seguía siendo tan bello como
el día en que lo había pintado.
—Caterina, ¿qué es esto? —preguntó mi padre sin poder quitar la vista de los
carros.
—Pregúntaselo a tu nieto. El que ha pasado por Vinci, de camino a
Florencia, es él.
—Cuando pasé por Vinci, vi a mi tío Francesco —comentó Leonardo—. Me
ayudó a empaquetar vuestras cosas —se volvió hacia mi padre—. Os envía todo
su afecto.
Entretanto, abrí la puerta y pasé. Mi padre y mi hijo entraron detrás de mí.
Una tierna y casi infantil expresión de asombro atravesó el semblante de mi
padre, y debo confesar que incluso yo me sentía conmovida. En aquella ocasión,
el transcurso del tiempo había sido piadoso con la casa. Unos pocos roedores se
habían apoderado de los cajones del almacén y, en las esquinas del techo,
anidaban algunas arañas. Sin embargo, cuando abrí la puerta que conducía a la
tienda, me asombró advertir que, más allá de un ligero olor a humedad, aún
persistía el fantasma del aroma a hierbas.
Mi padre entró en la tienda, pero estaba demasiado oscuro, de modo que
Leonardo se acercó a la puerta de entrada y la abrió de un tirón. Se topó con los
tablones que la atravesaban y se deshizo de ellos con un par de puntapiés. El
barullo era tremendo, pero yo no salía de mi perplejidad.
Todo lo que oía era el tintineo de la campanilla que colgaba del dintel de la
puerta. Volví a vivir el momento en que había visto a Lorenzo por primera vez,
de pie, en aquel mismo lugar, deleitándose con el aspecto y el aroma de mi
flamante botica. Sonreí al recordar cómo nos habíamos reído colocando la
campanilla en su sitio. Aquélla había sido nuestra primera aventura juntos.
A continuación, Leonardo quitó los tablones que recubrían el gran ventanal,
y una intensa luz inundó toda la tienda. Mi padre exclamó algo, fascinado. Vi
que daba vueltas sobre su propio eje, admirando el techo alto, el verde pálido de
las paredes y anaqueles, y también el polvoriento pero aún inmaculado
mostrador de mármol blanco.
—¿Qué es este alboroto? —preguntó un hombre, y me volví hacia el
ventanal de la tienda.
De pie, al otro lado del cristal, estaba Benito, hecho todo un hombre, con un
bebé en brazos. Junto a él había una joven mujer y un niño de doce años.
Leonardo y Benito se abrazaron.
Mi padre me miró con expresión inquisitiva.
—Son nuestros vecinos; nuestros encantadores vecinos. Salgamos, Leonardo
nos los presentará.
* * *
Mi queridísimo Leonardo,
Me gustaría comenzar diciéndote «espero que esta carta te encuentre bien…»,
pero no estoy segura de que la carta siquiera vaya a encontrarte. Te escribo desde la
cubierta del galeón portugués Isabel, el buque insignia de la flota del capitán Fernáo
Cabral, desde donde, por fin, hemos avistado nuestro destino. Apenas puedo respirar,
y no sabría decirte si eso se debe a la exaltación de nuestro inminente desembarco, o
bien a este aire húmedo y tórrido como la sopa.
La exaltación, a estas alturas, no me resulta en absoluto extraña. Llevamos seis
meses de viaje, en el curso de los cuales nos hemos visto obligados a navegar en
dirección oeste, hasta el propio Nuevo Mundo, a fin de eludir unos desfavorables
vientos en el golfo de Guinea y, a continuación, presa del pánico, asistí a una violenta
tempestad en el cabo de Buena Esperanza, que acabó con cuatro de los doce navíos
que componían la flota, así como con sus tripulaciones.
Tal vez sea tan sólo mi imaginación, pues apenas puede verse la pequeña aldea de
la costa oeste a la que nos dirigimos (tan conocida por su tráfico de especias), pero
juraría haber percibido ráfagas de aroma a cilantro y a comino.
Algunos botes a remo han venido a recibirnos y, desde ellos, nos saludan, como si
nos hubieran estado esperando, unos pescadores de piel morena, vestidos con largas
camisas de gasa blanca y turbantes a juego.
Lo que me pregunto es: ¿qué debo esperar de mis viajes? ¿Nada? ¿Todo? Quizá
vuelva a enamorarme, como le sucedió a mi padre, o ascienda a las montañas del norte
junto a las cuales, según él, los Alpes parecen enanos. Tal vez visite templos eróticos
o la tumba de Jesús. Abriré mi corazón y mi mente a todo ello.
Lo que sí me gustaría es encontrar en la India un sitio amigable, un territorio
pacífico en los confines del cual, algún día y en alguna parte, descubriré, sentados a la
sombra de las ramas de un ancestral árbol, a un puñado de filósofos, de sabios
prohombres orientales, dispuestos a gozar de una tarde entera de conversaciones con
un vetusto anciano procedente de la ciudad de Florencia.
A dieciséis días del mes de septiembre del año 1500.
Desde Calcuta,
Vuestra querida madre,
Caterina
* * *
Tomó asiento en la silla, tan parecida a un trono, de sus aposentos privados y dio
un profundo suspiro. Cerró los ojos, no por el cansancio, sino por el hastío.
Aquel día, como todos los demás, Blanca, la emperatriz del Sacro Imperio
Romano Germánico, no se sentía ni sacra, ni romana ni, tampoco, para el caso,
imperial. Acababa de pedir a sus damas de compañía y al insufrible tutor
religioso que Maximiliano le había impuesto (y que la abrumaba con sus pesadas
lecciones bíblicas todos los días de la semana) que se retiraran.
Su esposo había destituido al compañero intelectual que ella más valoraba, a
su viejo y entrañable profesor de griego, y lo había reemplazado por aquel
detestable fraile católico. Según le había indicado Maximiliano, debía entregarse
al bordado y a tocar el laúd, pero sin cantar pues, en su opinión, la voz de ella
era aguda como el aullido de una gata en celo.
Blanca sabía que dicho trato era su castigo por no haber proporcionado a
Maximiliano la ansiada descendencia; por no haberle dado herederos, hombres o
mujeres. «¿De qué sirve una esposa estéril? —repetía con frecuencia y crueldad
el emperador—. Más precisamente, una emperatriz estéril». Y Blanca
comenzaba a creerle, de modo que, también ella había acabado por preguntarse:
«¿Para qué seguir desempeñando el rol de esposa, si soy estéril?».
La emperatriz se levantó de la silla y maldijo el vestido con incrustaciones de
piedras preciosas que, dada su ilustre condición, se veía obligada a usar cada
minuto del día. Se acercó a la ventana y contempló el lóbrego día invernal que se
cernía sobre la ciudad de Viena. La corte había abandonado Innsbruck para
afincarse allí, y ella se preguntaba cuál de las dos ciudades aborrecía más.
«Lo que detesto no es el palacio —reflexionó—, sino a la gente que habita
en él». Maximiliano dedicaba todo su tiempo, y su mente, a los ejércitos, las
armas, los aliados y los enemigos. Italia, los suizos, los piratas turcos y los
malditos franceses… Cada vez que había intentado entablar con él una
conversación que no girara en torno a alguno de esos temas, él le había
respondido con aspereza. «Lo que gobierna este mundo es la política, y no la
filosofía», decía. «Lo que determina nuestro futuro es la guerra, y no las
palabras». El corazón de su esposo era tan frío como la tierra del jardín.
Al menos así era con ella. Adoraba a los niños de su primer matrimonio:
Felipe, bendecido con una belleza tan inusitada entre los Habsburgo que recibió
el sobrenombre de «El Apuesto» y Margarita que, para gran desilusión de su
familia, era más fea que Picio, aunque dueña de una extraordinaria agudeza.
Si bien Maximiliano le ahorró a su esposa la acostumbrada humillación de
una sucesión de amantes, Blanca se preguntaba si los floridos poemas que
escribía sin cesar y que trataban sobre el cortejo y el matrimonio con su primera
mujer, María, no eran, en cierto sentido, más insultantes aún.
En el transcurso de los últimos meses, el pesado manto de la conmiseración y
la melancolía se habían apoderado de ella. Se encontraba abstraída en sus
propios pensamientos cuando, de pronto, la sobresaltó el sonido de alguien que
llamaba a su puerta.
—¿Qué sucede, Marta? —preguntó a su doncella.
La puerta se abrió y la muchacha entró en la habitación de su señora con una
expresión que, en todos los años que había pasado al servicio de ella, nunca le
había visto.
—Ha llegado un…, una caja para vos. Es un poco pesada.
—¿Para mí? ¿Quién la envía?
—No lo sé —respondió Marta con los ojos abiertos de par en par por el
entusiasmo—. Huele raro. Como a especias.
Con un ademán, Bianca indicó que le trajeran el cajón, y aparecieron cuatro
pajes que, con gran esfuerzo, sostenían, uno en cada esquina, un rojo cajón de
madera asegurado con listones de hierro. Como pudieron, lo depositaron justo en
el centro de la alfombra turca que recubría el suelo de los aposentos privados de
la emperatriz.
—¿Deseáis que lo abra? —ofreció uno de los sirvientes.
Blanca observó el cajón con cierto recelo, pero sentía crecer en ella la
intriga.
—Cortad los listones, aflojad la cubierta y marchaos. Todos —ordenó.
—Mi señora, permitid que al menos yo me quede —suplicó Marta—. No
sabéis…
—Es demasiado pequeña para un asesino —concluyó Blanca—. La abriré
por mi propia cuenta y riesgo.
Cuando todos se hubieron marchado, rodeó el cajón y luego quitó, uno por
uno, los listones de hierro. Con cierto esfuerzo, consiguió arrancar la tapa e,
inmediatamente después, los maderos que formaban los cuatro lados de la caja
se desprendieron y cayeron al suelo con gran estrépito. Lo que descansaba en
medio de su estancia parecía un sencillo baúl de bodas italiano. La dueña de
aquel baúl, estaba claro, no había sido una mujer de la nobleza. Los dibujos de
pájaros y flores que lo recubrían eran más bien mediocres, y no tenía
incrustaciones de oro ni de piedras preciosas.
«¿Por qué habría alguien de enviarme un arcón de bodas?», se preguntó.
Volvió a su trono, se sentó y contempló el baúl un momento. No tenía miedo
de lo que podía haber dentro de él; más bien al contrario, sentía una gran
curiosidad. Lo único que deseaba, de hecho, era prolongar el misterio. Si había
algo que su vida no tenía últimamente era misterio. Estaba decidida a aprovechar
aquella oportunidad. Se deleitaría en ella. Pensaría en todos los tesoros que aquel
arcón podía contener; repasaría todos los posibles remitentes hasta descubrir
quién se lo había enviado. Entonces se entregó a aquel ejercicio pero, apenas un
instante después, se encontró con la mente en blanco. No se le ocurría una sola
persona a la que podría interesarle enviarle algo.
Blanca se levantó de un brinco y fue hasta el arcón a grandes zancadas.
Abrió la tapa sin problemas, y una potente ráfaga de un intenso olor a especias,
como una fragante nube invisible, se apoderó de su nariz. Entonces vio el
contenido del arca y se quedó perpleja.
Lo que había allí dentro eran libros. Muchos libros.
Algunos estaban encuadernados en cuero y parecían proceder de la
revolucionaria imprenta de Gutenberg. Había pergaminos enrollados y antiguos
manuscritos decorados con apliques en dorado a la hoja. Sintió que las venas del
cuello le palpitaban con fuerza. Cogió una obra con hojas de vitela y la abrió:
Los sonetos de Lorenzo de Medici. La colocó a un costado y cogió otra: el
Timeo, de Platón, en griego. Al encontrarse de nuevo con aquel entrañable
idioma, el corazón le dio un brinco.
Debajo, encontró un tomo gigantesco. Fue hasta el atril sobre el que
descansaba su Biblia abierta y la puso en el suelo. Llevó el pesado libro hasta el
atril y lo abrió al azar en una hoja que parecía haber sido consultada con
frecuencia. Estaba escrito en latín, pero trataba sobre hermética. «¿Serán recetas
para procedimientos alquímicos?», se preguntó.
Volvió al arcón y cogió una bolsa de muselina que despedía una fragancia
deliciosa y exótica. Aflojó el cordel que la ceñía y espió a ver qué había dentro.
¡Bolsas de muselina más pequeñas! Cada una de ellas debía de contener una
especia diferente, y todas remitían, sin lugar a dudas, a Oriente.
Descubrió que había más libros. Algunos estaban escritos en hebreo: un
idioma que desconocía. Encontró también un pergamino en un estuche de piel
que parecía extremadamente antiguo. Lo desenrolló con suma delicadeza, y vio
que era nada más y nada menos que ¡Antígona! Blanca no estaba segura, pensó
que quizá… pero no, no era posible. ¿Acaso sería aquélla una copia original del
propio autor?
Hizo una súbita pausa en su saqueo del arcón. La mera idea de llegar al final
de todo aquello le resultaba insoportable. Sin embargo, vio que, al fondo, había
algo distinto. Un cuaderno, grande y chato. Su cubierta no anticipaba lo que
contenía. Lo apoyó sobre el cubrecama de armiño que recubría su lecho.
Lo abrió en la primera hoja y se quedó atónita. Había esbozos de un artilugio
cuadrado con líneas que emanaban de él. El resto de la página estaba repleto de
leyendas prácticamente ilegibles. Se acercó al dibujo, observó mejor y lo
comprendió: el texto estaba escrito de derecha a izquierda.
Blanca dio vuelta la página y encontró una composición de ocho rectángulos
interconectados sobre los que se reflejaba la luz de una ventana cercana. En otra
hoja, volvió a ver el artilugio cuadrado de antes. Junto a aquel segundo dibujo,
sin embargo, se veía claramente la brillante reproducción de un hombre desnudo,
tendido sobre una mesa, con las manos entrelazadas sobre la pelvis. «¡Dios mío!
—pensó—. ¡Bendita sea Isis!».
A pesar de su desesperación por ver todo lo que contenía aquel cuaderno, se
sorprendió pasando las páginas con sumo cuidado. Poco después, ya no le cabía
ninguna duda: se trataba del sudario de Leonardo. El cuaderno describía el fruto
de la conspiración de la que ella había formado parte. ¿Acaso había sido el
Maestro quién le había enviado aquella caja atiborrada de tesoros?
Corrió al arcón una vez más. Sobre la pila de libros que quedaba, encontró
una carta escrita en un pergamino plegado y sellado con cera roja. Cogió la carta
y la sostuvo contra su pecho. Entonces recorrió a paso lento la distancia que la
separaba de la ventana, como una novia que se encamina al altar, rompió el sello
y, bajo la fría luz invernal, comenzó a leer.
CATERINA
Agradecimientos